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AVES SIN NIDO

La obra como hemos mencionado acontece en el pueblo de Kíllac, cuya única plaza mide trescientos
catorce metros cuadrados y desde donde se puede divisar los dos tipos de construcciones, que
distinguen la casa para los notables y las chozas para los naturales: las primeras con techos de tejas
coloradas cocidas al horno, y las segundas simplemente de paja con alares de palo sin labrar.

Una mañana, cuando recién se levantaba el sol de su tenebroso lecho, se presentó en casa de Lucía,
esposa de don Fernando Marín, una mujer de unos treinta años llamada Marcela. Era la mujer de
Juan Yupanqui, un indio labrador que se hallaba sumido en la desesperación, pues, aquel día vendría
a su casa el cobrador, que era el mismo que hacía el reparto. Marcela explicó detalladamente a Lucía
cómo se abusaba impunemente del indio de aquella zona: los comerciantes potentados, gentes de
las más acomodadas del lugar, daban un adelanto a los indios que criaban alpacas para luego de un
tiempo cobrarles el adelanto en lana, poniéndole ellos mismos un precio ínfimo al quintal, con lo cual
dejaban al pobre indio en la miseria. El indio que no quería recibir los ignominiosos adelantos, era
forzado a hacerlo, aun cuando muchos de ellos emigraban de sus chozas en las épocas de reparto,
creyendo que así se libraban de recibir aquel dinero adelantado. El cobrador, que era el mismo que
hacía el reparto, allanaba la choza, cuya cerradura endeble no ofrecía la más mínima resistencia y
dejaba sobre el batán el dinero, y sé marchaba en seguida para volver al año siguiente con su
séquito de diez o doce mestizos y cargar con toda la lana que encontraba. Si algún indio se atrevía a
esconder la lana o a protestar, era sometido a torturas que lo convertían en un ser sumiso a los pocos
minutos.. Después de escuchar a Marcela, la mujer de don Fernando le prometió que hablaría con el
cura y con el gobernador quienes también eran partícipes de estos abusos aunque de manera más
eufemística. Establecida desde un año atrás con su esposo, en Kíllac, habitaba, Lucía, la llamada
"Casablanca", donde se había implantado una oficina para administrar la explotación de plata que
hacía la compañía de la cual don Fernando Marín era gerente y accionista principal. Lucia se
entrevistó con el cura Pascual a quien pidió condonara la deuda que Juan Yupanqui tenía con la
iglesia, a raíz de la muerte de su madre, doña Natividad. Cuando ésta murió, el cura les embargó la
cosecha de papas en pago por el entierro y los rezos y, no satisfecho con eso hacía trabajar en la
iglesia desde hacía mucho tiempo a Marcela. La cual ya ni tenía tiempo para atender a sus hijas. El
cura y el gobernador concluyeron la entrevista coincidiendo en "'que la costumbre es ley, y que nadie
nos sacará de nuestras costumbres". Don Sebastián, el gobernador, no tuvo recato alguno en ocultar
las represalias que habría de tomar contra aquel indio que se había atrevido a quejarse y más aún a
buscar intercesor. Lucia se quedó pensando en aquel hombre que insultaba al sacerdocio católico y
en aquel otro, el gobernador, fundido en el molde estrecho del avaro. Juan se mostró escéptico
cuando Marcela le contó su conversación con doña Lucía: “Pobre flor del desierto, Marluca dijo el
indio moviendo la cabeza y tomando a la chiquilla Rosalía que iba a abrazar sus rodillas, tu corazón,
es como los frutos de la penca; se arranca uno. Brota otro sin necesidad de cultivo. ¡Yo soy más viejo
que tú y yo he llorado sin esperanzas! (...) Anda, pues, Marcela, anda, porque hoy de todos modos
vendrá el cobrador, yo lo he soñado, y no nos queda otro recurso contestó el indio en cuyo ánimo
parecía haberse operado una transición notable, bajo el influjo de las palabras de su mujer y la
superstición avivada por su sueño".("Aves sin nido". Literatura Maral. 1977 págs. 14-15).

Cuando el cura y el gobernador salieron de casa de la señora de Marín, se dirigieron a la oficina del
gobernador. Durante el camino ambos coincidieron en la necesidad imperiosa de botarlos del pueblo
por pretender defender a los indios y querer poner reglas, modificando costumbres que les permitían
vivir plácidamente a costa del trabajo y las pertenencias de la indiada. Llegados a la Casa de
Gobierno encontraron allí reunidos a varios vecinos notables quienes comentaban la intromisión de los
esposos Marín, pues, la noticia ya se sabía en todo el pueblo.
Allí, mientras discutían, fueron destapándose botellas de aguardiente que don Sebastián Pancorbo
hizo traer, y que Estéfano Benites, un muchacho de veintidós años que por su buena letra había
entrado a formar parte de aquella mafia, se encargaba de vaciar en las copas. El cura, ya en estado
de ebriedad, denunció ante los concurrentes las pretensiones de doña Lucía de abogar por unos
indios "taimados, tramposos, que no quieren pagar lo que deben; y para esto ha empleado palabras
que, francamente, como dice Don Sebastián, entendidas por los indios destruyen de hecho nuestras
costumbres de reparto, mitas, pongos y demás...".

Todos vivaron al cura y al gobernador y aquella misma tarde se pactó en la sala de la autoridad civil,
en presencia de la autoridad eclesiástica, el odio que iba a envolver a don Fernando y a su mujer.
Marcela tenía una bella hija de catorce años y otra de cuatro; la primera se llamaba Margarita y la más
pequeña Rosalía. Cierto día Juan Yupanqui apareció en casa de los Marín para denunciar que su hija
menor había sido llevada en prenda por la deuda que tenía. Temerosos de que como de costumbre la
vendiesen a los majeños y se la llevasen a Arequipa, don Fernando en compañía de Juan, fueron
hasta la oficina del gobernador donde encontraron a la niña. Don Fernando hubo de firmar un
documento que garantizara el pago de la deuda porque de lo contrario la muchacha seguiría
consignada. Mientras tanto Marcela y Margarita fueron a casa del párroco llevando los cuarenta soles
de plata que les había dado doña Lucía para que cancelen al cura Pascual la deuda contraída por el
entierro de doña Natividad, la que había motivado los continuos embargos a la cosecha de papas que
la familia Yupanqui lograba con tanto sacrificio. El lujurioso y abominable cura puso sus ojos en
Margarita a quien desde ya quiso disponer al servicio de la iglesia. Extrañado del dinero que Marcela
ponía ante sus ojos, el cura interrogó a la mujer de dónde provenían aquellas monedas: Marcela, que
había "prometido a la esposa de don Fernando no dar a conocer su nombre, hubo de hacerlo al fin
ante las constantes insinuaciones que le lanzaba el cura sobre el hecho de que algún amante
bondadoso se lo había entregado a cambio de sus favores. Doña Lucía se enfadó mucho al enterarse
del atrevimiento del cura Pascual, pero el hecho de que sería la madrina de la bella Margarita la puso
de buen humor.

Don Pascual quedó preocupado por la intervención de doña Lucia, así que de inmediato convocó a
una reunión con sus demás compinches. Después de beber algunas botellas de licor con escorzonera
y anís, los facinerosos llegaron a la conclusión que lo único que quedaba por hacer era darle muerte a
aquella pareja de entrometidos. Todo se planificó maquiavélicamente: el campanero estaría listo para
tocar a rebato, como señal de que la iglesia estaba siendo asaltada: inmediatamente se correría la voz
entre la gente que los delincuentes estaban refugiados en casa de los Marín y, con ese pretexto,
algunos sicarios confundidos entre la masa enardecida, darían muerte a los esposos. Minutos antes
del cobarde ataque, los Marín habían ido a visitar a Petronila Hinojosa, serrana de, provincia con un
corazón bondadoso, esposa del gobernador Sebastián Pancorbo. Allí conocieron a Manuel, hijo de
doña Petronila quien después de ocho años de ausencia había vuelto a Killac convertido en todo un
hombre y cursando el segundo año de derecho.

El plan de dar muerte a los Marín falló, pero la casa que habitaban quedó semidestruida a causa de la
lluvia de balas y piedras que, la turba enardecida lanzó contra Clara. Juan Yupanqui que ¡unto con su
mujer habían acudido a defender la casa de quienes consideraban sus protectores, recibió una bala
en el pulmón que lo dejó tendido frente a la casa de los Marín; su mujer, herída fue conducida a casa
de Lucía. Manuel se ofreció a realizar las investigaciones pertinentes al atentado y grande fue su
sorpresa cuando estas lo condujeron a tres personajes muy conocidos en Killac: don Sebastián, el
cura Pascual y Estéfano Benites. Manuel habló con su madre y la puso al tanto de la situación: ésta le
aconsejó que hablara con don Sebastián. El muchacho se sentía un poco corto de hablar con el
gobernador sobre un tema tan delicado, pues, don Sebastián no era en realidad su padre.
Con entereza Manuel trató el tema y propuso a don Sebastián que renunciara a su cargo para así
poder buscar una solución que lo pusiera a salvo antes que la justicia reclamara a los delincuentes:
"Pero tendría usted que hacerlo antes que lo destituyan, y yo se lo pido, se lo aconsejó: usted ha sido
llevado por la corriente, el principal autor es el cura, yo me entenderé con él y usted firma su renuncia,
don Sebastián. Desde niño le he dado el nombre de padre, todos me creen su hijo, y usted no puede
dudar de mi interés, ni despreciar mis consejos; todo lo hago por amor a mi madre, por gratitud a
usted, dijo Manuel agotando su arsenal persuasivo y secando su frente, por donde corría el sudor de
la discusión en que tuvo que mencionar nuevamente su paternidad desconocida para la sociedad".
(Edic. cit. Ibidemipág. 58).

Don Sebastián, conmovido ante tales palabras, accedió de buena gana. Con; don Pascual el
muchacho no tuvo la misma suerte, pues éste se mostró lo más pedante y grosero. Marcela después
de agonizar durante dos días, muere dejando a sus hijas al cuidado de los Marín: antes de morir dijo
algo al oído de Lucía quien sólo atinó a lanzar una promesa. Ante el cadáver de la pobre india, el cura
Pascual da muestras de sincero arrepentimiento. Todos lo vieron caer de hinojos frente al cuerpo que
yacía inerte pensaron que se había vuelto loco; a los pocos días una fiebre tifoidea lo postró en cama.
El Juez de Paz, don Hilarión Verdejo, hombre ya entrado en años, viudo de tres mujeres, era el
encargado del juicio que seguía don Fernando Marín contra sus atacantes, Estéfano Benites, que
hacía de escribano en el caso, tenía ya un plan preconcebido para librarse de cualquier implicancia
que pudiera hacerse contra él. Una de sus primeras maquinaciones consistió en instruir a Verdejo
para que decretara el embargo del ganado del campanero de Killac. Isidro Champí, hasta ahora único,
comprometido en el atentado. Isidro ignoraba, en el momento del atentado, el por qué tenía que tocar
a rebato: él sólo se limitó a obedecer la orden que le dieron. La situación de Manuel ''era de lo más
complicada, pues el nombre de don Sebastián estaba unido a un juicio en que don Fernando Marín
estaba en el, banquillo de los acusadores y por otro lado, él se había enamorado de Margarita, y ésta
estaba bajo la protección del señor Marín. Dejando de lado "el qué dirán de la gente”, el muchacho
visitó a los Marín justificando su notoria ausencia debido a los asuntos judiciales que se habían
suscitado. El cura Pascual salvó milagrosamente del ataque de tifoidea que lo tuvo siete días postrado
en el lecho y que lo obligó a dejar por algunos días el uso del licor y la "amistad" de las mujeres, que
como doña Melitona. le ayudaban a combatir el frío bajo las sábanas. Como huyendo del teatro del
crimen, don Pascual se dirigió al convento de una ciudad vecina, donde morirá a las pocas horas de
llegar. En tanto a Killac llega la nueva autoridad nombrada por el Supremo Gobierno para regir la
provincia: un hombre de cincuenta y ocho años llamado Bruno de Paredes. Antiguo camarada de don
Sebastián, logra convencer a éste para que retire su renuncia y prosiga como gobernador.

Embriagados de licor y ambición, ambos malandrines se reúnen con Benites y planifican la mejor
manera de sacarle provecho al cargo. Manuel y don Fernando se entrevistan y discuten la situación en
que se encuentra Killac teniendo como autoridad máxima a un sinvergüenza de gran trayectoria como
Paredes. De regreso a su casa Manuel se topa con un espectáculo nauseabundo: Don Sebastián,
totalmente embriagado, insultaba a doña Petronila a quien trataba de agredir; la oportuna intervención
del muchacho evitó el agravio. Una de las primeras disposiciones de Paredes fue encarcelar a Isidro
Champú orden que Benites en persona, se apresuró a llevar a cabo. Después de meditarlo mucho,
don Fernando decide marcharse a Lima llevándose a su mujer y a las hijas de Marcela con él. Su
mujer espera un hijo y considera que Killac no es el sitio más adecuado para el nacimiento del niño.
Manuel, herido por las escenas humillantes que habían ocurrido en su casa, planea llevar consigo a
doña Petronila a Lima para ya no regresar.

Piensa continuar sus estudios de derecho y no quiere arriesgarse a dejar a su madre en manos de
don Sebastián. Teodora, la hija de Gaspar Sierra, un humilde campesino que se había visto obligado a
dar hospedaje al coronel Bruno de Paredes, es pretendida por el lujurioso funcionario: de allí que la
muchacha tiene que huir refugiándose en casa de doña Petronila, provocando la ira del viejo coronel.
Mientras tanto, el ganado de Isidro Champí es embargado por Benites y su compinche Escobedo.
Ante tanto abuso, don Fernando y Manuel intervienen en favor del pobre recluso: antes de partir, los
Marín darán un banquete de despedida. "Creo que éstos le han encarcelado sólo para que aparezca
un culpable y sincerarse ellos. Una vez que nos vayamos desaparece todo motivo para continuar ese
juicio, y la libertad de Isidro será cosa resuelta", le dice don Fernando a Manuel quien se muestra de
acuerdo. Tal como Fernando Marín lo había planeado, los concurrentes, nobles del lugar casi todos,
aceptan de buena gana liberar al pobre indio. Cuando entre despedidas todos los presentes
abandonaban la casa, ésta fue rodeada rápidamente por una partida de hombres armados, al mando
de un teniente de caballería llamado José López quien ordenó el encarcelamiento de don Sebastián.
Benites. Escobedo e Hilarión Verdejo. Los detenidos pensaron que aquella invitación era tan solo una
trampa para capturarlos a todos juntos. Don Fernando sabía para sí que aquello no era cierto y
mientras aquel grupo iba camino a la cárcel, él y los suyos lo hacían rumbo a Lima.

Ninguno de los que viajaban en el ferrocarril rumbo a la capital imaginó que a cuatro horas de camino,
un hato de vacas sería la causa de que la máquina se descarrilara y fuera a encallar en las arenas
húmedas de la ribera de un río: para dicha de todos no hubo víctimas y los escasos heridos fueron
trasladados con los otros al pueblo más cercano. Mientras tanto en Killac, Manuel había logrado que
don Sebastián saliera bajo fianza y que Isidro Champí recuperara su libertad. Como una de las
condiciones de la libertad del exgobernador era que no abandonara el pueblo, doña Petronila decidió
quedarse para acompañar al hombre que había sido su compañero desde hacia veinte años. Manuel
arregló todos sus asuntos pendientes y salió al encuentro de los Marín y de su amada.

Los encontró hospedados en el Hotel Imperial", donde después de informar a don Fernando lo
sucedido en Killac, el muchacho pidió la mano de la bella Margarita. Manuel le contó a don Fernando
que él no era hijo de don Sebastián uno de los causantes de la muerte de Juan Yupanqui, por lo cual
no había un impedimento moral que impidiera su noviazgo. La felicidad de aquella declaración se
desvaneció en un instante cuando Manuel dijo que su padre había sido el obispo don Pedro Miranda y
Claro, antiguo cura de Killac. Don Fernando, armándose de valor, hubo de confesar a ambos
muchachos, el secreto que Marcela al morir había dado a doña Lucía: Margarita no era hija de Juan
Yupanqui sino del obispo Miranda y Claro, por lo tanto los jóvenes enamorados resultaban siendo
hermanos. Así culmina la novela que Clorinda Matto dedicara a don Manuel Gonzales Prada y cuya
continuación pareciera existir en su última novela "La Herencia", novela cuya acciones protagonizada
por los principales personajes de ésta; pero realmente destinada a integrar el cuadro social del país,
en cuanto sugiere el contraste o la complementación entre las costumbres del campo y la ciudad,
entre las intrigas de la aldea andina y las ambiciones de la urbe costeña. "Aves sin nido" es una de las
novelas hispanoamericanas que alcanzó mayor difusión en el siglo XIX, tal como lo prueban dos
ediciones en 1889, traducida al inglés en 1904. y reeditada en 1908,1948, 1958 y 1968.

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