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Angela Carter “Licantropía” en La Cámara Sangrienta y otros cuentos

Un país boreal; de clima frío, de corazones fríos.

Frío; borrasca; en los bosques, fieras salvajes. Una vida dura. Las casas son de
troncos, oscuras y humosas por dentro. A veces, un tosco icono de la Virgen detrás de
una vela que gotea, lenta, un pernil curándose colgado de una viga, una ristra de setas
oreándose al calor. Un camastro, un banco, una mesa. Vidas breves, arduas, miserables.

Para estos leñadores de montaña el Diablo es tan real como vosotros o yo. Más
real; a nosotros no nos han visto nunca ni saben de nuestra existencia, pero él, el Diablo,
se les aparece a menudo en los cementerios, esas yermas, conmovedoras ciudades de los
muertos donde sólo los retratos en estilo naïf de los difuntos marcan las sepulturas, y no
hay flores para poner delante de ellas, allí no crecen flores, de modo que sólo depositan
pequeñas ofrendas votivas, panecillos y alguna vez un pastel que luego un oso vendrá a
robar, solapado, desde la otra linde del bosque. A medianoche, especialmente en la
noche de Walpurgis, el Diablo celebra picnics en los camposantos e invita a las brujas;
entonces desentierran cadáveres frescos, y se los comen. Cualquiera podría contároslo.

Ristras de ajo en las puertas ahuyentan a los vampiros. La niña de ojos azules
nacida de nalgas en la noche de San Juan será vidente. Cuando descubren una bruja —
alguna vieja cuyos quesos maduran antes que los de sus vecinas, u otra cuyo gato negro
(¡siniestro, en verdad!) la sigue sin cesar a todas partes— la desnudan, le buscan las
marcas, el pezón supernumerario del que mama su pariente. Pronto lo hallan. Y
entonces, la lapidan a muerte. Invierno frío.

Ve a visitar a tu abuelita que ha estado enferma. Llévale estos pastelillos de


avena que he horneado para ella en la solera del fogón; y este cuenco de mantequilla.

La buena niña hace lo que su madre le pide: cinco millas de marcha a través del
bosque; no te apartes del sendero, cuídate de los osos, los jabalíes, los lobos
hambrientos. Ten, lleva el cuchillo de caza de tu padre; ya has aprendido a usarlo.

La niña llevaba una costrosa pelliza de oveja para protegerse del frío, y conocía
el bosque demasiado bien para temerle, pero debía mantenerse siempre alerta. Cuando
oyó el escalofriante aullido de un lobo, dejó caer los regalos, empuñó el cuchillo y se
enfrentó a la bestia.

Era enorme, de ojos rojos, las quijadas canosas y babeantes; cualquiera que no
fuese la hija de un leñador montañés se habría muerto de miedo de solo verlo. El lobo,
como lobo que era, intentó abalanzarse a su garganta, pero la niña, de un golpe certero
con el cuchillo de su padre, le segó la zarpa derecha.

El lobo soltó un quejido, casi un sollozo cuando vio lo que le había pasado; los
lobos son menos valientes de lo que parecen. Cojeando desesperado, corrió a tres patas,
tan bien como pudo, a refugiarse entre los árboles, dejando tras de sí un rastro de
sangre. La niña limpió la hoja del cuchillo en su delantal, envolvió la zarpa del lobo en
el lienzo con que su madre había cubierto los pastelillos y reanudó la marcha hacia la
casa de su abuelita. A poco empezó a caer una nieve tan espesa que bajo su manto
desapareció el sendero, así como toda pisada, huella o rastro.

Encontró a su abuela tan enferma que se había metido en cama y, sumida en un


sueño agitado, tiritaba y gemía, por lo que la niña supuso que tendría fiebre. Le tocó la
frente, ardía. Sacó el lienzo de la cesta a fin de hacer con él una compresa fría para la
anciana, y la zarpa del lobo cayó al suelo.

Pero no era ya la zarpa de un lobo. Era una mano, seccionada a la altura de la


muñeca, una mano curtida por el trabajo y manchada por las pecas de la vejez. Tenía
una alianza en el dedo anular y una verruga en el índice. Por la verruga reconoció la
mano de su abuela.

Levantó la sábana, pero en ese momento la anciana se despertó y empezó a


debatirse, quejándose y chillando como una poseída. Pero la niña era fuerte, y estaba
armada con el cuchillo de caza de su padre; logró mantener quieta a su abuela el tiempo
suficiente para descubrir la causa de la fiebre. Había un muñón sangrante allí donde
debería estar su mano derecha, un muñón ya purulento.

La niña se santiguó y gritó tan fuerte que los vecinos la oyeron y acudieron
presurosos. Al instante reconocieron en la verruga de la mano el pezón de una bruja;
arrastraron a la anciana en camisón, tal como estaba, apaleándole el viejo esqueleto,
hasta la linde del bosque y allí la apedrearon hasta que cayó muerta.

La niña vivía ahora en la casa de su abuela; prosperaba.

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