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HERAUSGEBER/EDITORES/EDITORS
Alfonso de Toro Bradley S. Epps Roberto González Dieter Ingenschay
Universität Leipzig Harvard University Echevarría Humboldt-Uni-
sekretariatdetoro@rz.uni- bsepps@fas.harvard.edu Yale University versität zu Berlin
leipzig.de roberto.echevarria@yale.edu dieter.ingenschay
@rz.hu-berlin.de
REDACCION
René Ceballos (Leipzig)
INTRODUCCIÓN .................................................................................................... 11
1.1 Mimesis........................................................................................................... 13
1.1.1 Representación mimética........................................................................ 13
1.1.2 Heterocosmos ......................................................................................... 16
1.1.3 El lenguaje mimético .............................................................................. 18
1.1.4 Narración/Diálogo .................................................................................. 20
1.1.5 Ilusión mimética ..................................................................................... 22
1.1.6 Lista de procedimientos miméticos ........................................................ 23
1.2 Antimimesis.................................................................................................... 26
1.2.1 Artificialidad .......................................................................................... 26
1.2.2 Escritura.................................................................................................. 26
1.2.3 El lado exterior del signo........................................................................ 28
1.2.4 Textualidad ............................................................................................. 29
1.2.5 Performance ........................................................................................... 30
1.2.6 Lista de procedimientos antimiméticos .................................................. 32
1.3 Dos procedimientos especiales ....................................................................... 36
2. EL “POST-BOOM”.............................................................................................. 37
EPÍLOGO................................................................................................................ 171
INTRODUCCIÓN
1. MIMESIS Y ANTIMIMESIS
1.1 Mimesis
Comúnmente usado para describir la relación entre arte y naturaleza –o más precisamen-
te, para señalar que el arte imita o representa a la naturaleza–, el concepto “mimesis”
ocupa un lugar fundamental en la tradición cultural occidental.
De acuerdo a las diferentes perspectivas de numerosos autores (Derrida 1972/1981;
Fink 1966; Gebauer/Wulf 1995; Genette 1966/1972 y 1972/1980; Preminger/Brogan
1993; Samaranch 1972; Spariosu 1984; etc.), la acepción que hoy tenemos de mimesis
tiene sus orígenes en la teoría platónica y en la revisión que de ésta realiza Aristóteles.
Sin embargo, no siempre la mimesis estuvo ligada a las nociones de “poética” o “literatu-
ra”; respecto de la evolución histórica de este concepto, en The New Princeton Encyclo-
pedia of Poetry and Poetics se señala:
Mimesis was established as a central concept in Western poetics by Plato and Aristotle.
The term “mimesis” derives from Greek mimos, a mime play or actor therein, and seems to
have originally meant the mimicking of an animal or person (a mythical hero, a god, or a
fabulous creature such as the Minotaur) through facial expression, speech, song, dance, or
some amalgam of these. (Preminger/Brogan 1993: 1039; s.v. “representation and mimesis”)
Al postular Platón la preeminencia de la filosofía por sobre cualquier otro saber o activi-
dad, la poesía resulta degradada, quedando subordinada a las nociones metafísicas de
Verdad y Razón: “There is no room in Plato’s thought for literary criticism or theory as a
separate intellectual pursuit. Truth is one, and Poetry must appear before that inflexible
judge on the same terms as any other human activity” (Preminger/Brogan 1993: 206; s.v.
“classical poetics”). En el libro X de la República, Platón convierte su crítica de la repre-
sentación mimética en argumento para la expulsión del artista de la polis ideal. A través
del célebre ejemplo de los tres tipos de cama, Platón define al arte como una actividad de
tercer orden: la primera cama es la cama real (ideal, esencial), y de su autor “podríamos
decir que es la divinidad” (Platón 1963: 506); la segunda cama es la que hace un carpin-
tero, y la tercera cama es obra de un artista (un pintor). Al tener que imitar lo que los
otros hacen, el pintor no puede ser llamado sino imitador: “el autor de un producto aleja-
do en tres grados del natural […] De igual modo, entonces, el poeta trágico, puesto que
es un imitador, estará naturalmente alejado en tres grados del rey y de la verdad” (ibíd.).
Este triple distanciamiento respecto de lo real y verdadero, convierte al artista en un em-
bustero, y su obra, en consecuencia, no puede ser sino un engaño (pseudos).
14 Capítulo 1
Aristóteles recoge el concepto de mimesis desarrollado por Platón, pero va a darle
una nueva dirección. A diferencia de éste, raramente emplea su discípulo el término “mi-
mesis” para referirse a instancias que no están relacionadas con el ámbito estético (Ge-
bauer/Wulf 1995). Aristóteles, en efecto, prácticamente restringe la mimesis a la poesía,
las artes plásticas y la pintura, y en la Poética manifiesta que los artistas y los poetas de-
ben actuar como los buenos retratistas:
Estos, efectivamente, para reproducir los rasgos particulares del original, pintan compo-
niendo retratos semejantes, pero aumentando la belleza. También así el poeta, cuando imita
hombres violentos o indolentes o con cualquier otro defecto de cualquier clase en su carác-
ter, debe hacer de ellos, sin cambiarlos, hombres notables. (Aristóteles 1972: 113)
Frente a lo que ligaría indisolublemente la voz al alma o al pensamiento del sentido signifi-
cado, vale decir a la cosa misma (ya sea que se lo realice según el gesto aristotélico que
acabamos de señalar o según el gesto de la teología medieval que determina la res como
cosa creada a partir de su eidos, de su sentido pensado en el logos o entendimiento infinito
con Dios), todo significante, y en primer lugar el significante escrito, sería derivado. Siem-
pre sería técnico y representativo. No tendría ningún sentido constituyente. Tal derivación
es el origen de la noción de “significante”. (Ibíd.: 118)
Dentro de este sistema logocéntrico en el cual la escritura es concebida como una degra-
dación del habla, la mimesis literaria es percibida con desconfianza: su situación doble-
mente subsidiaria respecto de la realidad implica un mayor potencial de falsedad. De allí
que Platón haya excluído a los artistas –creadores de embustes– de su República ideal,
un gesto que se repite cada vez que la literatura es condenada por no ser suficientemente
fiel a una realidad que supuestamente la precede.
La idea de mimesis como imitación no ha permanecido estática desde Platón hasta
nuestra época. Así, durante la Edad Media esta idea se designa con el término imitatio, y
en el Renacimiento la mimesis expresa una relación de subordinación a modelos estéti-
co-culturales de la Antigüedad clásica (cfr. Gebauer/Wulf 1995). Asimismo, mimesis
implica imitación de la naturaleza en tanto que objetos y fenómenos (según la perspecti-
va neo-clásica), e imitación de la naturaleza en tanto que proceso (según la perspectiva
romántica). No obstante, el supuesto de que el Arte imita a la Naturaleza o a la Realidad,
entendiendo a ésta ya sea como objeto o como proceso, siempre ha significado que la li-
teratura imita otras modalidades del discurso, tales como la filosofía, la ética, las ciencias
sociales y naturales, la religión, la psicología, etc. (Spariosu 1984).
Hubo que esperar hasta el siglo XX para que la teoría y la crítica cuestionaran radi-
cal y sistemáticamente los fundamentos en los cuales se apoya la premisa de que literatu-
ra es imitación:
For Plato, literature offers only an image of an image, a copy of a copy of the real, so is
suspect. By the 18th century, copying ‘Nature’ meant something else […], but ‘imitation’
was still embraced as sound poetic praxis. In the 19th, Carlyle and Nietzsche’s announce-
16 Capítulo 1
ment that God is Dead sealed the fate of this theory forever by removing any possibility of
a Being apart from our experience of the world who would validate the accuracy of mime-
tic representation. In the absence of all such verification, only making remains. All 20th
century art, therefore, exists in a postmimetic mode (Preminger/Brogan 1993: 1039; s.v.
“representation and mimesis”. El énfasis es mío).
Esta noción de un arte productivo, “postmimético”, sería conectable a la idea del “adveni-
miento de la escritura / el juego” así como ella es explicada por Derrida (1967/1971: 12):
La secundariedad que se creía poder reservar a la escritura afecta a todo significado en ge-
neral, lo afecta desde siempre, vale decir desde la apertura del juego. No hay significado
que escape, para caer eventualmente en él, al juego de referencias significantes que consti-
tuye el lenguaje. El advenimiento de la escritura es el advenimiento del juego: actualmente
el juego va hacia sí mismo borrando el límite desde el que se creyó poder ordenar la circu-
lación de los signos, arrastrando consigo todos los significados tranquilizadores, reduciendo
las fortalezas, todos los refugios fuera-de-juego que vigilaban el campo del lenguaje. Esto
equivale, con todo rigor, a destruir el concepto de “signo” y toda su lógica. Sin lugar a du-
das no es por azar que este desbordamiento sobreviene en el momento en que la extensión
del concepto de lenguaje borra todos sus límites.
1.1.2 Heterocosmos
The work and the world depicted in it enter and enrich the real world, and the real world
enters into the work and the world depicted in it, both in the process of its creation and in
the process of its subsequent life, in the continual renewal of the work in the creative per-
ception of the listener-reader.
En su discusión acerca del espacio artístico, también Lotman (1973/1978: 270) destaca la
doble noción de mundo: el mundo infinito, externo a la obra, y un modelo finito que la
Mimesis y Antimimesis 17
obra ofrece de él: “Cuando tratamos con artes figurativas (espaciales) esto es particular-
mente evidente: las reglas de reproducción del espacio multidimensional e infinito de la
realidad en el espacio bidimensional y delimitado del cuadro se convierten en su lengua-
je específico”. Por ser una re-producción de lo infinito en lo finito, la obra de arte no
puede ser una copia exacta del objeto, sino “una traducción”, noción que asimilo al con-
cepto “clásico” de mimesis.
El mundo configurado en la obra literaria corresponde a un heterocosmos (Hut-
cheon 1984) o mundo posible (Eco 1979/1981) o mundo alternativo (Waugh 1984), el
cual es concebible como esencialmente distinto del mundo real, dada su naturaleza ficti-
cia. Ésta, a su vez, deriva de la índole imaginaria del lenguaje que la constituye (Martí-
nez Bonati 1960), la cual se proyecta también a la índole ficticia del lector (Kayser
1948/1954), a la índole ficticia de los referentes (Hutcheon 1984) y a la del tiempo pro-
pio de la obra (Robbe-Grillet 1963/1965).
McHale (1987), por su parte, ha criticado la noción de heterocosmos ya que ella
admite, según él, una única diferencia ontológica, que es la oposición entre lo real y lo
ficticio. McHale ofrece, en primer lugar, su propia definición del término “mimesis”, se-
ñalando que la relación mimética no es una relación de identidad, sino de similitud, la
cual implica una diferencia entre el objeto original (real) y su reflejo en el heterocosmos
ficticio. Pero a continuación, McHale añade (ibíd.: 28):
Unfortunately, imitation or mirroring is not the only possible relation between the fictional
world and reality. The problem is not “forms such as never were in nature”, which the theo-
ry of heterocosm handles quite easily. Rather, it is the appearance in fictional worlds of in-
dividuals who have existed in the real world: people such as Napoleon or Richard Nixon,
places such as Paris or Dublin, ideas such as dialectical materialism or quantum mechanics.
These are not reflected in fiction so much as incorporated; they constitute enclaves of onto-
logical difference within the otherwise ontologically homogeneous fictional heterocosm.
A diferencia de McHale, considero que no puede haber tales “enclaves de diferencia on-
tológica” dentro del heterocosmos. Concuerdo con Hutcheon (1984) en que todos los re-
ferentes que “hay” en el mundo configurado por el texto literario (personajes, lugares,
eventos) son igual y homogéneamente ficticios: no existen en él diferentes status ontológi-
cos sino, en todo caso, referentes diversos que pueden provocar, en mayor o menor medida,
una ilusión de realidad. Esta distinción es esencial en mi planteamiento, ya que, como
mostraré más adelante, la única mimesis posible es la ilusión de realidad, y ello en virtud
del efecto suscitado por lo que denominaré “procedimientos miméticos”. Mientras tanto,
me importa destacar que así como la homogeneidad ontológica caracteriza a la totalidad de
los referentes ficticios, también es homogénea la naturaleza del elemento que los constitu-
ye y a partir del cual ellos emergen: el lenguaje imaginario (Martínez Bonati 1960).
18 Capítulo 1
1.1.3 El lenguaje mimético
Al estrato mimético no lo vemos como estrato lingüístico. Sólo lo vemos como mundo;
desaparece como lenguaje. Su representación del mundo es una ‘imitación’ de éste, que lo
lleva a confundirse, a identificarse con él. El discurso mimético se mimetiza como mundo.
Se enajena en su objeto. (Ibíd.: 57)
Según este criterio, el concepto de mimesis no implica ni excluye “fidelidad” alguna res-
pecto de la realidad empírica. “Imitar” con palabras, en el sentido que le da Martínez
Bonati, es hacer que éstas se conviertan en mundo –un mundo que ellas conllevan como
su posibilidad apofántico-mimética. Este potencial se actualiza cuando dichas palabras
dejan de ser palabras y se convierten en imágenes de las cosas significadas, es decir, se
convierten en presencia imaginaria. Necesariamente ulterior a su actualización apofánti-
co-mimética, otra posibilidad de la frase es su función de apuntar descriptivamente a ob-
jetos reales, su “aplicación” al mundo real. En este segundo plano se descubre si la frase
tenida por verdadera es de hecho verdadera o falsa. La imitación será entonces “fiel” o
inadecuada, ya sea en su sentido particular (adecuada o no en relación a los eventos sin-
gulares que ella representa), o en su carácter general (la clase de mundo –realista o no re-
alista– proyectada como imagen). Pero no será menos “imitación” por falsa o inexacta
(respecto del hecho singular), ni por no ser realista (respecto del mundo representado): su
“ser imitación” es anterior a esta distinción. En literatura, la imagen-imitación tiene su
sentido, su razón de ser, en sí misma; no vale por su eventual aplicabilidad a particulari-
Mimesis y Antimimesis 19
dades del mundo real. Por ello es indiferente para el lector de un texto ficticio que la mi-
mesis literaria pueda o no, ulteriormente, realizarse como historiográfica (o sea, que
pueda leerse la narración como documento histórico): se trata de otro plano, ajeno al ám-
bito y al interés estéticos.
Asumir que el lenguaje de la obra literaria puede originar un mundo hecho de imá-
genes (y que este mundo tiene una finalidad –su razón de ser– en sí mismo, más allá de
cualquier “aplicabilidad” en el mundo extratextual), equivale a distanciarse considerable-
mente del concepto aristotélico de mimesis. Llamativamente, Martínez Bonati no señala
suficientemente este distanciamiento en su texto de 1960; en cambio, en un texto poste-
rior (Fictive Discourse and the Structures of Literature), este punto es enfatizado:
Clearly, the phenomenon of mimesis that is evinced in these observations is related to, but
more radical than, the one envisioned in the traditional Aristotelian notion. Aristotle’s con-
cept of mimesis (as we infer from his examples in the Poetics) supposes empirical models,
either individuals (as in portraits) or universal types (as in the representation of men and
women, young and old, good and bad, etc.). According to the philosopher, as is well
known, poetry must be faithful not to individual facts but to the general nature of our
world. This is why, in Aristotle’s concept, poetry is “more philosophical than history”. But,
as we see, its philosophical import may be even greater than that. (Martínez Bonati 1981:
38)
– transparencia / opacidad: en la que “discurso transparente” es aquél que deja ver la sig-
nificación, pero que es él mismo imperceptible, y “discurso opaco” es aquél que no
envía a ninguna realidad, satisfaciéndose en sí mismo.
– Referencia / literalidad: en la que “referencia” o “transitividad” es la facultad que tiene
el signo de evocar algo distinto de sí mismo, y “literalidad” o “intransitividad” es la
capacidad que tiene el signo de ser aprehendido en sí mismo, de permanecer como es-
critura.
20 Capítulo 1
Me importa destacar que estas categorías no deben ser tomadas como “estados puros”,
sino más bien como polos hacia los cuales tiende un texto, o partes de él. Solotorevsky
(1993: 16) sostiene que el mundo concebido como heterocosmos es inherente a todo tex-
to literario:
El grado en que se da la enajenación del lenguaje mimético variará en los diferentes textos
y, como tendencia, corresponderá a un rasgo epocal; piénsese, por ejemplo, en la tendencia
antimimética vigente en la actualidad. Por extremada que sea esa tendencia en un texto da-
do, aunque un predominio de frases no se enajenen en mundo, siempre podremos pregun-
tarnos por la índole del heterocosmos inherente al texto.
Esta afirmación implica, además, que las dos nociones de mundo a las que he aludido –
como heterocosmos, y como estrato resultante de la enajenación mimética– no se exclu-
yen ni se implican necesariamente. Respecto del discurso transparente, éste nunca será
totalmente imperceptible. Así, Todorov (1968/1975: 48) ha señalado que la transparencia
–la invisibilidad del lenguaje– “sólo existe como un límite (al que probablemente nos
acercamos más en el caso de un discurso puramente utilitario, funcional); límite que es
necesario pensar pero al que no cabe tratar de aprehender en estado puro”. Vale decir: el
lenguaje no puede desaparecer completamente convirtiéndose en un puro mediador de la
significación.
1.1.4 Narración/Diálogo
En su artículo titulado “Fronteras del relato”, Genette (1966/1972) examina las posturas
de Platón y Aristóteles respecto del concepto de mimesis. A pesar de ciertas diferencias
en sus juicios valorativos, ambos filósofos, sostiene Genette, coinciden indudablemente
en lo esencial, es decir, que debe distinguirse entre el modo dramático (trágico) y el mo-
do narrativo, y que el primero es superior al segundo por su mayor poder imitativo; de
allí que en ambas posturas el relato sea un modo debilitado, atenuado, de la representa-
ción literaria.
Genette, sin embargo, profundiza en la teoría platónica. En ésta, el campo de la lexis
(o forma de decir, por oposición a logos, que designa lo que se dice) se divide teórica-
mente en imitación propiamente dicha (mímesis) y simple relato (diégesis). Por simple
relato, Platón entiende todo lo que el poeta cuenta hablando en su propio nombre, sin tra-
tar de hacernos creer que es otro quien habla; la imitación, en cambio, ocurre cuando el
poeta habla pero simula que es otra persona la que está hablando. Subvirtiendo este crite-
rio, Genette (1966/1972: 197-198) postula que la noción misma de imitación en el plano
de la lexis es un puro espejismo:
[…] el lenguaje no puede imitar sino al lenguaje o, más precisamente, un discurso no puede
imitar perfectamente sino a un discurso perfectamente idéntico; en una palabra, un discurso
sólo puede imitarse a sí mismo. En tanto que lexis, la imitación directa es, exactamente, una
Mimesis y Antimimesis 21
tautología […] Platón oponía mímesis a diégesis como una imitación perfecta a una imita-
ción imperfecta; pero la imitación perfecta ya no es una imitación, es la cosa misma y fi-
nalmente la única imitación es la imperfecta. Mímesis es diégesis.
En un texto posterior, Genette (1972/1980) sostiene que la mera idea de imitación o re-
presentación narrativa es absolutamente ilusoria: a diferencia de la representación dramá-
tica, ningún relato puede “mostrar” o “imitar” la historia que cuenta. Lo máximo que
puede hacer es contarla de manera detallada, precisa, “viva”, y de ese modo producir la
ilusión de mimesis, que es, según Genette, la única mimesis narrativa posible y ello por
una única y suficiente razón: que la narración es un hecho del lenguaje, y el lenguaje sig-
nifica sin imitar. A menos, por supuesto, que el objeto significado (narrado, o relatado)
sea el mismo lenguaje. Es decir que “mimesis in words can only be mimesis of words.
Other than that, all we have and can have is degrees of diegesis. So we must distinguish
between narrative of events and ‘narrative of words’” (Genette 1972/1980: 164).
Respecto del relato de palabras, Genette (ibíd.: 171-173) distingue tres tipos distin-
tos de discurso de personaje: 1) el discurso narrado (“narratized, or narrated speech”),
que es tratado como un acontecimiento entre otros y asumido como tal por el mismo na-
rrador; es el más distante y reductor; 2) el estilo indirecto (“transposed speech”), que si
bien es un poco más mimético que el anterior, no ofrece al lector ninguna garantía de fi-
delidad literal a las palabras “realmente” pronunciadas, ya que la presencia del narrador
es aún demasiado perceptible; y 3) el discurso directo (“reported speech”), que es la
forma discursiva más “mimética”. Respecto de este último tipo, Genette ha afirmado que
no hay entre el enunciado presente en el texto y la frase supuestamente pronunciada por
el héroe, otra diferencia que la que se deriva del traspaso del lenguaje oral al escrito; el
narrador no relata la frase del héroe; apenas puede decirse que la imita: él la copia o
transcribe, y en consecuencia no puede hablarse aquí de relato.
El tema de la imposibilidad de la perfecta imitación de un discurso ha sido magis-
tralmente ficcionalizado –e ironizado– por Borges (1944/1978) en “Pierre Menard, autor
de El Quijote”: la nueva circunstancia narrativa y/o la conciencia de la repetición, son
siempre provocadoras de cambios. Con respecto a la afirmación de Genette sobre el dis-
curso directo, Solotorevsky (1993) ha señalado que éste no puede ser considerado como
copia o transcripción: ¿dónde estaría lo copiado? No hay nada anterior al texto, el cual
surge íntegramente a partir de sus propios referentes ficticios; por lo tanto, los momentos
de discurso directo corresponderían a instancias en las que el narrador “desaparece”, ce-
diendo su lugar al personaje. De todos modos, Genette (1983/1988: 51) rectificará más
tarde su postura, sosteniendo que el relato tampoco puede imitar o reproducir exactamen-
te elementos ya verbales tales como diálogos o monólogos:
The term (re)production itself should therefore not be taken too literally –and certain of its
limitations would apply even to the oral forms of narrative. No storyteller, for example, can
reproduce absolutely the vocal quality of every one of his characters. The contract of lite-
ralness never applies to anything except the actual content of speech.
Mimesis is not, despite the desire that it might be or the illusion that it sometimes is, a rep-
resentation of things as they are or happened. […] Literary mimesis does not aim at truth,
either as unveiling or as adequation. It is not a philosophical but a rhetorical language ga-
me: it aims at conveying an impression, creating an effect, persuading a possible reader that
it is the semblance of true discourse. A mimetic text is, in a broad sense, like a set of ins-
tructions for constructing a fictional world. This “world” would consist of representations
not essentially different from those a reader may make of the “real” world in any major
respect other than his being able to characterize them as fictional.
Asimismo, Hamon (1973) sostiene que la pregunta ¿Cómo la literatura copia la reali-
dad? ha perdido todo interés, y que ella debe ser sustituída por ¿Cómo la literatura nos
hace creer que ella copia a la realidad?
Considero que la noción de ilusión mimética o referencial, así como los planteos de
Hamon y Ron, son particularmente relevantes para los textos que configuran un hetero-
cosmos realista; piénsese en el caso contrario, por ejemplo un relato maravilloso: al estar
sustentado en un verosímil sobrenatural, su intención obviamente no es, parafraseando a
Hamon, la de “hacernos creer que copia a la realidad”. Suleiman (1981-1982: 18-20) ha
señalado que la novela realista nos invita a leerla –a inteligibilizarla– de un modo que no
difiere esencialmente del modo en que comprendemos el mundo empírico que nos rodea.
Esto quiere decir que para que se produzca la ilusión mimética, el mundo configurado
por el texto tiene que estar regido por normas y convenciones que sean, si no idénticas, al
menos similares a las que ordenan nuestro mundo; ejemplos de estas convenciones son
las nociones de causalidad y de sucesividad temporal, el principio de no-contradicción
Mimesis y Antimimesis 23
(e.g., una cosa no puede existir y no existir al mismo tiempo), la creencia en una relativa
unidad del ser, etc.
En base al desarrollo teórico hasta ahora delineado, llamaré PROCEDIMIENTOS
MIMÉTICOS a aquellos elementos, recursos o estrategias por medio de los cuales el texto
literario pretende enmascarar su verdadera naturaleza, es decir, su índole ficticia y artifi-
cial.
Genette (1983/1988) propone los siguientes tres factores provocadores de ilusión miméti-
ca:
3. El “efecto de lo real” (cfr. Barthes 1972): los detalles provocarán una mayor “ilusión”
si aparecen como funcionalmente inútiles.
Al cerrar la puerta, oigo todavía sus gritos y los de una mujer, de este lado del río, que le
responde. Están la habitación blanca, el piso de baldosas coloradas y detrás de mí, y en
frente de mí, del otro lado de la habitación, las puertas negras. El murmullo que manda la
playa, y por encima del cual se elevan, por momentos, gritos agudos, es continuo. Atravie-
so, despacio, la habitación: la pierna izquierda, la derecha, la izquierda, la derecha, la iz-
quierda ahora, la derecha ahora, abro la puerta negra ahora, y entro en la segunda habita-
ción. La primera habitación queda atrás. Cierro ahora detrás de mí la puerta negra.
Detrás de mí está la puerta negra, y a mi derecha, en la pared lateral, otra puerta negra.
También hay una puerta negra enfrente, en la pared blanca, más allá del espacio vacío y del
piso cubierto de baldosas coloradas. Girando hacia la puerta lateral, la izquierda, la derecha,
la izquierda ahora, la derecha ahora, abro la puerta negra que dejo, detrás de mí, después de
atravesar el hueco, entreabierta. El rumor de la playa continúa, ahora más apagado: ningún
grito modifica su intensidad.
Es evidente, como se aprecia en esta “escena”, que el alto grado de información no es,
necesariamente, un factor provocador de referencialidad: cuando la precisión y la canti-
dad de detalles traspasan ciertos límites convencionales, entonces el lenguaje no logrará
enajenarse en mundo y la ilusión mimética no se producirá.
La lista de procedimientos miméticos supera, por cierto, a los tres factores suminis-
trados por Genette (1983/1988). Solotorevsky (1993) propone agregar los siguientes:
6. El tránsito del ámbito de primer plano, al proceso épico o mundo mayor (Kayser
1948/1954).
Aunque de hecho todos los códigos sean culturales hay, sin embargo, uno entre aquellos
que encontramos, que llamaremos por privilegio código cultural: es el código del saber, o
de los saberes humanos, de las opiniones públicas, de la cultura tal cual es transmitida por
el libro, por la enseñanza y, de una manera más general, más difusa, por toda la sociabili-
dad. (Barthes 1973a/1979: 39-40)
El texto tiene necesidad de su sombra: esta sombra es un poco de ideología, un poco de re-
presentación, un poco de sujeto: espectros, trazos, rastros, nubes necesarias: la subversión
debe producir su propio claroscuro.
1.2.1 Artificialidad
Todo sucede aquí como si la literatura hubiera agotado o desbordado los recursos de su
modo representativo y quisiera replegarse sobre el murmullo indefinido de su propio dis-
curso. Quizá la novela, después de la poesía, vaya a salir definitivamente de la edad de la
representación.
Es indudable que Genette está cuestionando radicalmente las premisas en las cuales se
han apoyado, durante siglos, diversas variantes de una misma idea: que la literatura es
mimética, y que mimesis implica imitación o representación. Esta conclusión, como todo
diagnóstico, se refiere más que nada a los “síntomas” presentes y a los del pasado, y ca-
be, conjuntamente con Genette, preguntarse por el futuro de la novela.
1.2.2 Escritura
Me interesa especialmente la idea de un lenguaje ajeno a toda otra función que no sea la
práctica misma del símbolo, lenguaje no supeditado a la función mimética (Martínez Bo-
nati 1960), que persiste como “escritura” sin enajerse en “mundo” (Solotorevsky 1993).
Asimismo, la idea de un discurso que actúa intransitivamente, correspondería al ya men-
tado concepto “literalidad”, es decir, a la capacidad que tiene el signo de ser aprehendido
en sí mismo.
Esta relación antagónica, de mutua exclusión entre escritura y mundo (así como éste
es concebido por Martínez Bonati), es captable en el siguiente momento de Ortega y
Gasset (1925/1956: 8-9):
Se trata de una cuestión óptica sumamente sencilla. […] Imagínese el lector que estamos
mirando un jardín al través del vidrio de una ventana. Nuestros ojos se acomodarán de suer-
te que el rayo de la visión penetre el vidrio, sin detenerse en él, y vaya a prenderse en las
flores y frondas. Como la meta de la visión es el jardín y hasta él va lanzado el rayo visual,
no veremos el vidrio, pasará nuestra mirada a su través sin percibirlo. Cuanto más puro sea
el cristal menos lo veremos. Pero luego, haciendo un esfuerzo, podemos desentendernos del
jardín y, retrayendo el rayo ocular, detenerlo en el vidrio. Entonces el jardín desaparece a
nuestros ojos y de él sólo vemos unas masas de color confusas que parecen pegadas al cris-
tal. Por lo tanto, ver el jardín y ver el vidrio de la ventana son dos operaciones incompati-
bles: la una excluye a la otra y requieren acomodaciones oculares diferentes.
Una similar relación de antagonismo entre ambos polos es captable en la teoría de Jakob-
son: según este autor, la función referencial se caracteriza porque en ella los signos tie-
nen una importancia mínima, lo que equivaldría en mi planteo a destacar la transparencia
de los mismos; la función poética, en cambio, “pone en evidencia el lado palpable de los
signos, [y] hace más profunda por eso mismo, la dicotomía fundamental entre los signos
y los objetos” (Jakobson 1960/1971: 19).
Asimismo, cabe señalar que la noción misma de signo implica, a su vez, una duali-
dad; el rasgo constitutivo de todo signo en general, y del signo lingüístico en particular,
reside en su carácter doble (Jakobson 1963/1985): cada unidad lingüística es bipartita,
28 Capítulo 1
pues ella incluye dos aspectos: uno sensible o perceptible (el significante), y el otro inte-
ligible o traducible (el significado). A partir de la oposición entre estos dos aspectos, So-
lotorevsky (1993) ha planteado la relación entre significado y mundo, y la preeminencia
del significante en la escritura.
Según la teoría derridiana, para que exista una diferencia irreductible y absoluta entre
significante y significado, es preciso que exista, en primera instancia, un significado
trascendental (divinidad, verdad, realidad, sentido). No sorprende, entonces, que la re-
flexión sobre el lenguaje llevada a cabo en los últimos dos milenios (época metafísica,
teológica y logocéntrica, según Derrida), le haya concedido la primacía al significado, al
mismo tiempo que concebía un significante secundario y servil, entendido como mera
notación a través de la cual apenas transitamos para alcanzar lo inteligible.
Respecto de esa extensa época, “la época del signo”, Derrida (1967/1971) ha seña-
lado que ella tal vez nunca termine, pero que su clausura está siendo esbozada por el ad-
venimiento de la escritura:
Ahora bien, merced a un lento movimiento cuya necesidad apenas se deja percibir, todo lo
que hace desde por lo menos unos veinte siglos tendía y llegaba finalmente a unirse bajo el
nombre de lenguaje, comienza a dejarse desplazar o, al menos, resumir bajo el nombre de
escritura. Por una necesidad casi imperceptible, todo sucede como si, dejando de designar
una forma particular, derivada, auxiliar, del lenguaje en general (ya sea que se lo entienda
como comunicación, relación, expresión, significación, constitución del sentido o pensa-
miento, etc.), dejando de designar la película exterior, el doble inconsistente de un signifi-
cante mayor, el significante del significante, el concepto de escritura comenzaba a desbor-
dar la extensión del lenguaje. En todos los sentidos de la palabra, la escritura comprendería
al lenguaje. No se trata de que la palabra “escritura” deje de designar el significante del
significante, sino que aparece bajo una extraña luz en la que “significante del significante”
deja de definir la duplicación accidental y la secundariedad caduca. “Significante del signi-
ficante” describe, por el contrario, el movimiento del lenguaje: en su origen, por cierto, pe-
ro se presiente ya que un origen cuya estructura se deletrea así –significante de un signifi-
cante– se excede y borra a sí mismo en su propia producción. (Ibíd.: 11-12)
Queda así abolida la estructura bipartita en la que estuvo fundada la idea misma del sig-
no, la que según Derrida remitía, profunda e implícitamente, “a un significado que pudo
‘tener lugar’, en su intelegibilidad, antes de toda expulsión hacia la exterioridad del aquí
abajo sensible” (ibíd.: 20). Durante la época que abarca la historia de la metafísica, el
significado, en tanto que aspecto puramente inteligible, ha tenido una relación inmediata
con el logos absoluto, y una relación mediata con el significante, vale decir, con la exte-
rioridad de la escritura.
Anulada la diferencia entre significado y significante, éste ya no manifiesta a aquél
sino que lo sobrepasa, ofreciéndose a sí mismo como un excedente que engendra un jue-
Mimesis y Antimimesis 29
go de la significación. El así llamado “sentido” no es, por lo tanto, una instancia organi-
zadora, central, ni pre-existente, sino que está constituido por un tejido de diferencias y
sustituciones significativas. El texto es una red de envíos textuales a otros textos, lo que
origina un movimiento de significación en el que cada término nos remite a otros térmi-
nos de los que difiere y con los que guarda algún tipo de relación, es decir, cada término
supuestamente simple está marcado por la huella de otro, de manera tal que la pretendida
interioridad de sentido se produce siempre fuera de sí. Estos envíos textuales constituyen
una red infinita, y todos ellos tienen la posibilidad de producir significado. En un texto
posterior, Derrida ha señalado:
Henceforth, it was necessary to begin thinking that there was no center, that the center
could not be thought in the form of a present-being, that the center had no natural site, that
it was not a fixed locus but a function, a sort of nonlocus in which an infinite number of
sign-substitutions came into play. This was the moment when language invaded the univer-
sal problematic, the moment when, in the absence of a center or origin, everything became
discourse –provided we can agree on this word- that is to say, a system in which the central
signified, the original or trascendental signified, is never absolutely present outside a sys-
tem of differences. The absence of the transcedental signified extends the domain and the
play of signification infinitely. (1967a/1978: 280)
1.2.4 Textualidad
Texto quiere decir Tejido, pero si hasta aquí se ha tomado este tejido como un producto,
un velo detrás del cual se encuentra más o menos oculto el sentido (la verdad),
nosotros acentuamos ahora la idea generativa de que el texto se hace,
se trabaja a través de un entrelazado perpetuo.
(Barthes 1973/101993: 104)
Barthes ha concebido un tipo de texto que carece de un centro fijo u original en torno al
cual se organizaría el sentido, o los sentidos, de la obra literaria. Me refiero especialmen-
te al Texto, con T mayúscula, cuyo carácter intransitivo, enfatizador de la textura escritu-
ral, resulta evidente:
The work closes on a signified. […] The Text, on the contrary, practises the infinite defe-
rement of the signified, is dilatory; its field is that of the signifier […], the infinity of the
signifier refers not to some idea of the ineffable (the unnameable signified) but to that of a
playing; the generation of the perpetual signifier […] is realized not according to an organic
progress of maturation or a hermeneutic course of deepening investigation, but, rather, ac-
cording to a serial movement of disconnections, overlappings, variations. The logic regulat-
ing the Text is not comprehensive (define ‘what the work means’) but metonymic.
(Barthes 1971/31981: 158)
Dentro del código barthesiano, es posible conectar el Texto con dos nociones “ideológi-
camente” relacionadas: el texto de goce y el texto escribible. Acerca del primero, Barthes
(1973/101993: 83) sostiene que en él “ninguna justificación es posible, nada se reconsti-
tuye ni se recupera. El texto de goce es absolutamente intransitivo”. Con respecto al se-
gundo, Barthes (1970/1974) ha observado que no se trata de una estructura de significa-
30 Capítulo 1
dos, sino de una galaxia de significantes; que no tiene un comienzo fijo, sino que es re-
versible (es decir, que puede ser equitativamente abordado a través de sus muchos acce-
sos); y, lo que es fundamental en mi planteo, que su modelo ya no es más representativo,
sino productivo.
1.2.5 Performance
En su ensayo “The Double Session”, Derrida señala que el término “mimesis”, a lo largo
de toda la historia de sus interpretaciones –desde Platón hasta Heidegger, pasando por el
Romanticismo y otras aproximaciones idealistas supuestamente anti-platónicas– siempre
ha estado subordinado a un proceso relacionado con una verdad pre-existente: “The pre-
sence of the present is its norm, its order, its law. It is in the name of truth, its only refer-
ence –reference itself– that mimesis is judged, proscribed or prescribed according to a
regular alternation” (ibíd.: 193). Por lo tanto, la deconstrucción de la concepción metafí-
sica de mimesis debe involucrar también a la del concepto “origen”.
Precisamente esta doble deconstrucción es la que se da, según Derrida, en un texto
de Mallarmé titulado Mimique. En él, ya no nos enfrentamos a un “neo-idealismo” o
“neo-mimetologismo”, sino a una noción de mimesis que socava la tradicional acepción
imitativo-representativa; de acuerdo a la lectura derridiana de Mimique, este texto postula
una pantomima que carece de versión o programa original alguno:
There is no imitation. The Mime imitates nothing. And to begin with, he doesn’t imitate.
There is nothing prior to the writing of his gestures. Nothing is prescribed for him. No pre-
sent has preceded or supervised the tracing of his writing. His movements form a figure
that no speech anticipates or accompanies. They are not linked with logos in any order of
consequence. […] We here enter a textual laberynth panelled with mirrors. (Derrida
1972/1981: 194-195)
El Mimo produce así una escritura gestual que no sigue ningún libreto preestablecido ni
voz autorial alguna; su mímica es una escritura inaugural; es, según Mallarmé, un solilo-
quio mudo que no debe reproducir ninguna acción ni ninguna palabra. De esta manera, la
performance del Mimo emerge como una escritura que se parodia a sí misma en tanto
escritura; como afirma Derrida (1972/1981: 198):
The Mime ought only to write himself on the white page he is; he must himself inscribe
himself through gestures and plays of facial expressions. At once page and quill, Pierrot is
both passive and active, matter and form, the author, the means, and the raw materials of
his mimodrama. The histrion produces himself here.
The center of presence is supposed to offer itself to what is called perception or, generally,
intuition. In Mimique, however, there is no perception, no reality offering itself up, in the
present, to be perceived. The plays of facial expression and the gestural tracings are not
present in themselves since they always refer, perpetually allude or represent. But they
don’t represent anything that has been or can ever become present: nothing that comes be-
fore or after the mimodrama. (Ibíd.: 210)
a scene of writing within a scene of writing and so on without end, through a structural ne-
cessity that is marked in the text. The mime, as ‘corporeal writing’ […], mimes a kind of
writing […] and is himself written in a kind of writing. Everything is reflected in the me-
dium or speculum of reading-writing, ‘without breaking the mirror’. There is writing wit-
hout a book, in which, each time, at every moment, the marking tip proceeds without a past
32 Capítulo 1
upon the virgin sheet; but there is also, simultaneously, an infinite number of booklets en-
closing and fitting inside other booklets, which are only able to issue forth by grafting,
sampling, quotations, epigraphs, references, etc. Literature voids itself in its limitlessness.
Borges aclara que no hay mimesis, y con esto que no hay origen, sino una infinidad de tra-
zas. Cada libro, cada texto insertado, se disuelve en otro, como la arena en la arena sin dejar
otra traza que la arena misma, construye el laberinto, socava la autoría y la autoridad de la
palabra y de su productor, socava LA VERDAD, para construir una escritura sin telos. La
escritura, según Borges/Derrida, es algo muerto en el sentido de que no es capaz de repro-
ducir vida, ni de reproducir, en el mejor de los casos, textos. (A. de Toro 2008: 85)
10. Repeticiones con o sin variantes. Según Jakobson (1960/1971), la repetición, como
una modalidad de la equivalencia, pone de manifiesto la función poética. Respecto
de la repetición sin variantes, ha señalado Ricardou (1967: 169-170):
11. Metaficción.
Dällenbach (1977) ha postulado como modalidad metaficcional la “construcción en
abismo” (mise en abyme), la que puede incluir tres niveles: construcción en abismo
del enunciado, del código y de la enunciación. Según este crítico:
En tant que second signe en effet, la mise en abyme ne met pas seulement en relief les in-
tentions signifiants du premier (le récit que la comporte), elle manifeste qu’il (n’) est lui
aussi (qu’) un signe et proclame tel n’importe quel trope –mais avec un puissance décuplée
par sa taille: Je suis littérature, moi et le récit qui m’enchâsse. (ibíd.: 78)
Mimesis y Antimimesis 35
En una perspectiva similar, Alter (1984: 12) se ha referido a la narrativa narcisista
como modalidad metaficcional: “A self-conscious novel is one that systematically
flaunts its own necessary condition of artifice, and that by so doing probes into the
problematic relationship between self-seeming artifice and reality”.
13. Aparentes transgresiones de los límites textuales, los que en virtud de la ruptura re-
sultan más ostensibles; por ejemplo, un final seguido de otro final, lo que corres-
ponde a un texto con final múltiple (McHale 1987); estos finales pueden ser sucesi-
vos o alternativos.
14. Textos de estructura circular, en los que el desenlace es un retorno al principio; ello
patentiza el carácter de construcción del texto, que oscila inacabablemente entre el
comienzo y el fin, siendo así delimitado y separado de lo que no es él.
16. Metáforas estructurales, que posibilitan el tránsito de una célula del texto o del in-
tertexto, a otra, caracterizándose por su dinamismo productor.
17. Recursos gráficos que destacan la materialidad del texto; por ejemplo: empleo de
cursivas, de letra negrilla, alteraciones ortográficas, presencia de blancos, peculiares
organizaciones textuales que rompen con una lectura lineal, inclusión de ilustracio-
nes, uso de colores, etc. (vid. McHale 1987: cap. 12).
2. EL “POST-BOOM”
¿De qué hablamos cuando hablamos del “post-boom”? Desde que el término fue acuña-
do por Marcos (1983) en Roa Bastos, precursor del postboom, variaciones sobre esta fra-
se, ya sea en modo interrogativo o aseverativo, parecen formar parte ineludible de toda
obra consagrada al estudio del “post-boom”; mi trabajo, por supuesto, no va a ser una
excepción.
En The Post-Boom in Spanish American Fiction, sin dudas uno de los trabajos más
abarcadores y profundos sobre este tema, Shaw (1998) ha destacado la falta de consenso
respecto de la periodización, la metodología, o la lista de escritores que podrían ser aso-
ciados al “post-boom”; más aún, respecto de la relación entre el “post-boom” y el post-
modernismo, el autor ha manifestado:
There is no obvious consensus about the meaning of postmodernism as a term in itself, and
there is no agreement about whether and how it could be applied to –in our specific case-
the Post-Boom (assuming we know what that term means). The best that can be hoped for
is to present a tentative and provisional examination of some of the issues, while remaining
aware that we are trying to explain one mystery (the Post-Boom) in terms of another (post-
modernism). (Shaw 1998: 167)
Having adopted, for working purposes at least, the term post-Boom, the questions remain
as to what it is and why it happened. That is: in what ways does the post-Boom differ from
the Boom and why did the transition take place? At this stage of research into a very recent
phenomenon, answers have to be, at best, tentative.
Even Vargas Llosa, the man who had declared that there was no place for humour in litera-
ture, started writing funny, accesible novels in the 1970s, trying his hand at manipulating
soap opera à la Puig in La tía Julia y el escribidor. The Boom, it seems, had gone ‘pop’
and, before long, a post-Boom of sorts was in full swing.
La decisión de relacionarme con textos del “post-boom” y no con sus autores se funda, ade-
más, en el principio teórico de ‘la autonomía de la obra literaria’, según el cual el texto tras-
ciende al autor. Pienso con Eco (1990/1992: 141) que: “Entre la historia misteriosa de la
producción de un texto y la deriva incontrolable de sus interpretaciones futuras, el texto en
cuanto texto representa aún una presencia confortable, un paradigma al que atenernos”.
Tal vez la mayor dificultad al tratar de definir qué es el “post-boom” resida en que,
a diferencia de la relativa uniformidad y del número relativamente pequeño de obras del
“boom”, el “post-boom” constituye un fenómeno de mayor amplitud y también de mayor
40 Capítulo 2
diversidad literaria. En efecto, sin distinguir entre “boom” y “post-boom”, y asociando a
aquél con el término más amplio de “nueva novela”, Swanson (1995: 2) ha señalado:
“the term ‘new novel’ may cover a wide range of differing types of text, it can be used to
categorise a kind of fiction in Latin America which is ‘new’ insofar as it rejects the pre-
mises and formal structures of conventional realism”. En esta misma línea, Sklodowska
(1991: ix) afirma: “Aunque tanto la noción del boom como la de la nueva novela impli-
can una homogeneidad estética e ideológica inexistente en la praxis literaria, podemos
afirmar que el agotamiento y la transgresión de la fórmula (neo)realista constituyen el
denominador común de numerosas novelas publicadas en esta época”. También Shaw
(1998) destaca como rasgo distintivo del “boom” el rechazo de la literatura realista tradi-
cional y el desarrollo de nuevas y experimentales estrategias narrativas, un cambio cuya
consecuencia general es la tendencia “toward ‘writerly’ rather than reader-friendly fic-
tion” (ibíd.: 5). Por último, en su Historia personal del “boom”, Donoso (1972: 88) pos-
tulaba que “esta nueva literatura de experimentación, esta nueva literatura “dificil” era la
forma más contundente de rebatir el romanticismo costumbrista o cargado de una fuerte
coloración social de las novelas inmediatamente anteriores”, mientras que Joset, preci-
samente en un análisis sobre dicho texto de Donoso, concluye:
Esta experimentación sobre las formas aparece como la principal de esas líneas directrices
de que habla Donoso, la que estéticamente funda el boom y lo unifica quizá mejor que el
factor extraliterario de la adhesión a la causa cubana. (Joset 1982: 100)
Si algo muestran los distintos comentarios que acabo de citar es que, sin llegar a postular
una homogeneidad literaria respecto de las obras del “boom” (simplemente porque no la
hay), todos coinciden en destacar en él la existencia de un rasgo-clave o, al menos, de
una fórmula narrativa común: su índole experimental y su tendencia antimimética. Una
reducción semejante es difícil –si no prácticamente imposible– de realizar con respecto al
“post-boom”. Más aún, uno de los escasos puntos de consenso que hay en torno al “post-
boom”, y al cual adhiero decididamente, es sobre la diversidad literaria que lo caracteri-
za, la cual se ve reflejada, inclusive, en la existencia de tendencias antagónicas. Así,
Swanson (1990: 243) ha afirmado: “the sheer variety of the post-Boom means that it
cannot be reduced to a single formula”, y Shaw (1998: 23), respecto de este mismo
punto, señala que “we should think in terms of a set of coexisting trends”. La diferencia
entre ambos críticos es que el primero no define sistemáticamente cuáles son esas “fór-
mulas”, mientras que el segundo sí delinea las posibles tendencias del “post-boom”, so-
bre las que me importa profundizar.
En su texto de 1998, Shaw propone dos modelos: uno al final del primer capítulo, y el
otro –a mi criterio, más adecuado– al final del segundo; ambos son similares, aunque no
idénticos. Veamos las diferencias entre ellos, y sus implicaciones. En el primero, Shaw
concibe al “post-boom” como un “spectrum”, en uno de cuyos extremos se hallaría la nove-
la testimonial, sobre la que Shaw sugiere, pertinentemente, cuestionar el grado de ficciona-
lización que en ella se emplea; y en el otro extremo se situarían aquellas novelas que se
aproximan a la pura écriture y que “empujan” la experimentación y la antimimesis del
“boom” hasta sus propios límites. Mi objeción hacia este modelo apunta a lo que ocurre “en
medio” de estos extremos, y a lo que Shaw (1998: 24) denomina el “Post-Boom proper”:
El “post-boom” 41
In between, we can set the novels of the Post-Boom proper, beginning in the mid-1970s af-
ter Sainz, Puig and Sarduy among others had begun in the previous decade to break away
from the mainstream of the Boom with its tendency toward the novela totalizadora, its
questioning of the human condition, its experimentalism and anti-mimesis. The new young
writers, including by that time a contingent of women novelists, set a trend toward greater
accesibility, which in retrospect seems to have affected the later writing of some of their
elders, including García Márquez, Vargas Llosa, and Donoso.
La parte final de la cita no merece objeciones: es admisible que la nueva narrativa de “jó-
venes escritores” como Skármeta, Giardinelli, Ferré, Valenzuela y Allende (por citar al-
gunos nombres que Shaw incluye en su trabajo), la cual se caracteriza por una mayor ac-
cesibilidad, haya podido influir en las obras que los consagrados del “boom” produjeron
a partir de los años setenta. El inconveniente, en mi opinión, se halla en la primera ora-
ción, en la cual se considera a aquellos “jóvenes escritores” (a los que Shaw considera
“el post-boom proper”, es decir, ‘genuinamente’ distintos del “boom”), como herederos
o continuadores literarios de la ruptura iniciada por Puig y Sarduy (a quienes Shaw no
considera “post-boom proper”, sino figuras de transición). Esta postura suscita una serie
de interrogantes y comentarios: ¿Por qué los primeros dos o tres textos de Puig y Sarduy
no pertenecen plenamente al “post-boom” sino que constituyen una mera transición? ¿aca-
so porque fueron escritos en los sesenta, y por lo tanto no se ajustan al parámetro crono-
lógico de ‘mediados de los setenta’? Si bien dichos textos serán analizados en capítulos
subsiguientes, quiero destacar aquí algunos puntos esenciales. Considero que las prime-
ras obras de Puig y de Sarduy, no obstante su fecha de publicación, forman parte de la li-
teratura del “post-boom”, y ello porque en dichas obras ya puede apreciarse una clara in-
tención de distanciarse de ciertos rasgos literarios que el “boom” había canonizado.
Acerca del carácter desautomatizante en la narrativa del primero, Swanson (1995: 21) ha
afirmado:
Puig’s novels point simultaneously in all sorts of opposing and self-thwarting directions.
This may be taken by some as an indication of the characteristic ambiguity of the Latin
American new novel, whose genesis is intimately connected with a loss of faith in the sup-
posedly simplistic, black-and-white perceptions of reality that underlay the fiction of so-
called traditional realism. But equally Puig’s texts can be seen simply as ones which consis-
tently deconstruct any ideology or sentiment they appear to be expounding or expressing,
texts which attempt to lead somewhere but always end up going nowhere.
[…] we can tentatively postulate two especially significant trends within the Post-Boom.
The majority trend, which it seems relevant to point out is the one that was adopted by the
older writers who became alive to the change coming over fiction […]. Its basic character-
istic is […]: a renewal of interest in referentiality. Along with this go reader friendliness,
plot centeredness, the return to the here and now of Spanish America, and other traits so far
argued to be relevant. But partly stemming from Sarduy and Elizondo and the notions that
the former put forward in Escrito sobre un cuerpo in 1969 –“la instancia absoluta del sig-
nificante” and “la literatura en tanto que arte no comunicativo” (Escrito, p. 51)– and rein-
forced by the theoretical investigations that have led from formalism to poststructuralism,
and postmodernism, there is also a second trend. Manifested in the “Escritura” movement
in Mexico, for example, it carries the reaction against old-style realism, already prominent
in the Boom, to the extreme of what Santí has called “the nihilism of a total fiction.” Per-
haps, then, a suitable tactic for dealing with Post-Boom authors is to try to situate them
El “post-boom” 43
along a line representing a continuum that runs from extreme documentality / testimoniality
to patterns of writing in which referentiality is subordinated, though, as we have just seen in
Sarduy, rarely eliminated entirely.
El análisis de los textos en los capítulos subsiguientes estará basado en un modelo que, al
menos parcialmente (e.g., en el nivel de los procedimientos textuales empleados por di-
chos textos), se inspira en esta imagen de un continuum o gradación literaria. Pero antes
de referirme a dicho modelo, convendrá aclarar algunos puntos: respecto del extremo re-
alista en el continuum que propone Shaw, cabría problematizar acerca del grado de fic-
cionalización empleado en el así llamado ‘género testimonial’. Galich sostiene que el tes-
timonio se diferencia de la narrativa “porque, aunque su objeto es relatar hechos prota-
gonizados por personajes literariamente construidos y animados, dada la estricta objeti-
vidad y fidelidad respecto a la realidad que el testimonio enfoca, descarta la ficción, que
constituye uno de los elementos de creación en la narrativa, como en la novela y el cuen-
to” (Galich 1995: 125; el énfasis es mío). Si el género testimonial, según Galich, debe
eliminar la ficción, entonces su ámbito debería ser no la literatura sino la historia, el pe-
riodismo o la sociología; en cambio, si el propósito de un texto testimonial es el de pro-
ducir un máximo de ilusión de realidad (y no ya el de someterse a una prueba de verifi-
cación según los parámetros verdadero/falso), entonces el lector podrá firmar con él un
pacto novelesco (“pacte romanesque”; vid. Lejeune 1975). Con respecto al otro extremo
del continuum, un grado máximo de anti-referencialidad estaría dado por el “texto escri-
bible”, una instancia ideal acerca de la cual ha manifestado Barthes (1970/1974: 5): “the
writerly text is not a thing, we would have a hard time finding it in a bookstore”.
Considero, por lo tanto, que una concepción más adecuada del modelo del conti-
nuum será la de visualizarlo como una gradación cuyos extremos no ‘se detienen’ en un
texto o en un género literario particular, sino que constituyen polos ideales hacia los cua-
les tenderán, en mayor o menor grado, los textos individuales. El “post-boom” constitui-
ría, por lo tanto, una reacción contra ciertos rasgos y procedimientos que distinguían a la
literatura del “boom”, y dicha reacción, además, parece haber tomado dos direcciones
principales: una reacción de exacerbación (textos en los que se intensifica la índole ex-
perimental y antimimética del “boom”, asumiendo así una actitud no amistosa para con
el lector), y una reacción de oposición (textos en los que se plasma una literatura realis-
ta, mimética, y que ostentan una actitud amistosa para con el lector).
2. sector temático
Respecto de este último nivel, y específicamente en relación con los textos adscribibles
al “post-boom”, postulo la existencia de dos polos, uno mimético y el otro antimimético;
entre ambos, capto la presencia de un continuum o gradación: un texto tenderá en mayor
o menor grado hacia uno de los polos señalados, según predominen en él los procedi-
mientos miméticos o antimiméticos.
Cabe realizar, respecto del modelo ofrecido1, una importante observación metodo-
lógica: los paradigmas literarios correspondientes al “boom” y al “post-boom”, y dentro
de éste los polos mimético y antimimético, constituyen abstracciones o instancias idea-
les. Difícilmente una obra particular –y esto es relevante para las que serán analizadas en
la presente investigación– podrá cumplir con todos los rasgos que han sido adjudicados a
cada una de dichas instancias; por lo tanto, éstas deben ser captadas análogamente a la
noción de “estilo” postulada por Hauser (1965: 18-19):
There is always a centrifugal tendency in the nature of any style, which includes a variety
of not strictly adjustable phenomena. Every style manifests itself in varying degrees of clar-
ity in different works, few, if any, of which completely fulfil the stylistic ideal. But the very
circumstance that the pattern can be detected only in varying degrees of approximation in
individual works makes stylistic concepts essential, because without them there would be
no associating of different works with each other, nor should we have any criterion by
which to assess their significance in the history of development, which is by no means the
same thing as their artistic quality. […] Style has no existence other than in the various de-
grees of approximation towards its realisation. All that exist [sic] in fact are individual
works of art, different artistic phenomena differing in purpose. Style is always a figment, an
image, an ideal type.
La literatura del “boom” refleja intentos de acceder a la verdad –“the possibilities of arti-
culating truths” (Williams 1995: 10)–, una creencia en lo que Lyotard (1979/1984) ha
llamado grandes relatos legitimadores o mitos fundacionales, y una ‘nostalgia de totali-
zación’ (González Echevarría 1987), la cual se traduce en la ambición de escribir la ‘obra
total’, ‘enciclopédica’. Donoso, un autor en cuyo corpus encontramos obras adscribibles
tanto al “boom” como al “post-boom”, manifestó en una entrevista realizada en 1982:
1 He desarrollado este modelo a partir de bases señaladas por la Prof. Myrna Solotorevsky en el
marco de un seminario de investigación sobre narrativa latinoamericana contemporánea, realiza-
do en la Universidad Hebrea de Jerusalén (ciclo lectivo 2002-2003).
El “post-boom” 45
Es increíble que hasta novelas que no se pueden considerar de primera categoría adolezcan
de esta ambición totalizadora que en un momento del cercanísimo pasado consideramos
como la marca registrada sobresaliente y gloriosa de la novela de este continente, pero que
nos está pesando un poco. ¿No ha llegado un momento de ruptura para la novela latinoame-
ricana, de cambio, para renacer de las cenizas de tantas y tantas novelas totalizadoras, ago-
biantes de significado, ahogantes de experimentos, que se imprimen todos los días y que
pretenden honradamente y a veces brillantemente desentrañar las verdades de nuestro des-
tino general? (Swanson 1990: 224; el énfasis es mío)
En marcado contraste con esta caracterización del “boom”, y desde una perspectiva ge-
neracional, Skármeta (1983: 183) ha observado respecto de la narrativa del “post-boom”:
Algunos de los aspectos a los que se refieren Donoso y Skármeta nos sitúan en el marco
de una discusión que lejos está de haber concluído y que, aparentemente, rechaza todo
tipo de conclusión simple o unívoca; me refiero a las posibles correspondencias entre
modernismo y “boom”, por una parte, y postmodernismo y “post-boom”, por otra. Con
respecto a la primera correspondencia, la amplia mayoría de la crítica parece estar de
acuerdo en que “la novelística del boom es nuestra modernidad” (Gutiérrez Mouat 1988:
5), y ello, principalmente, debido a que tanto la literatura modernista como la del “boom”
muestran –no obstante las peculiaridades de cada uno de estos movimientos– un común
rechazo por la mimesis y el estilo realista tradicional. En cambio, con respecto a la posi-
ble correlación entre postmodernismo y “post-boom”, el asunto es mucho más complejo,
y prueba de ello es la abundancia de desajustes y posturas críticas contradictorias. Gon-
zález Echevarría (1987: 248), por ejemplo, considera “plausible decir que moderno equi-
vale a Boom, y que por lo tanto, postmoderno equivale a post-Boom”, y que “lo crucial
[de lo postmoderno] es lo relativo al regreso de las historias, de la narratividad” (ibíd.);
este planteo ha llevado a dicho crítico a equiparar Cien años de soledad, considerada casi
unánimemente como novela representativa del “boom” (Donoso 1972; Gass 1987; Hart
1999; Lindstrom 1994; Rama 1985; Swanson 1995, etc.), con las últimas novelas de Sar-
duy, definidas por el propio González Echevarría como pertenecientes al “post-boom”.
Shaw ha criticado la postura de González Echevarría, señalando que “it seems to adopt a
rather simplified notion of postmodernism, one tailored to fit some aspects of the Post-
Boom” (Shaw 1998: 171). También Gutiérrez Mouat critica el enfoque postmodernista
de González Echevarría, pero por un motivo diferente: “tenemos que preguntarnos si la
conciencia histórica demostrada por algunos de los escritores del posboom, no siempre
considerados por González Echevarría, como el Skármeta de La insurrección, puede ca-
ber en alguna versión de la posmodernidad” (Gutiérrez Mouat 1988: 6). Y en una línea
similar, Sommer/Yúdice (2000: 868) afirman:
Latin American literature, then, does not fit comfortably into the category of postmodern-
ism. On the one hand, it shares the postmodernist concern for the marginal, an ambiguous
46 Capítulo 2
concept that has economic, sociological, and literary meanings. On the other, it is too con-
cerned with its own identity to serve as the sheer surface on which a hegemonic postmod-
ern culture mirrors itself.
Williams (1995 y 1999), por su parte, considera innecesario el uso del término “post-
boom”, y define al mainstream de la narrativa latinoamericana de las últimas seis déca-
das como “modernista”, mainstream del cual se ha desprendido, desde finales de los años
sesenta, una vertiente “postmodernista” caracterizada por la temática política y la inno-
vación en lo técnico; en respuesta a un artículo de Shaw, Williams (1999: 164; el énfasis
es mío) ha manifestado:
I am not convinced that grouping together a handful of Latin America’s most accessible
writers and identifying them as the most “representative” novelists of a “post-boom” serves
any important critical function. This “post-boom” includes writers with as diverse writing
interests and styles as a commercial writer such as Isabel Allende and an innovator such as
Gustavo Sainz. What exactly are the defining characteristics of this post-boom?
2 Alfonso de Toro (2008: 36-38) concibe la postmodernidad cultural a partir de cuatro dispositivos
epistemológicos básicos, estrechamente relacionados entre sí: la claudicación del logos, el fin de
los metadiscursos o de las metanarraciones (Lyotard), la descentración del sujeto, y la hibridez,
esta última en tanto nuevo sistema capaz de articular nuevos conceptos (plurales, radicalmente
abiertos, paralógicos, no-estáticos) de verdad y realidad.
El “post-boom” 47
postmodernistas críticamente útiles, sino que está patentizando la necesidad de emplear
(y de continuar definiendo) la noción de “post-boom”, capaz de incluir áreas que ciertos
términos postmodernistas no logran cubrir.
¿Qué es lo que busca ese tipo? ¿Se busca? ¿Se busca en tanto que individuo? ¿En tanto que
individuo pretendidamente intemporal, o como ente histórico? Si es esto último, tiempo
perdido. Si en cambio se busca al margen de toda contingencia, a lo mejor lo del perro no
está mal. (Cortázar 1963/1993: 520)
Latin American society and culture have experienced the same crisis of truth that Lyotard,
Baudrillard, and Jameson describe as existing in the North Atlantic nations. With the
breakdown of the grand narratives of the nation-state, Latin America’s traditional ruling
classes now respond to the same multinational companies, corporate leaders, high-level
administrators, and the like that Lyotard describes as the new rulers of the North Atlantic
nations. (Williams 1995: 14; el énfasis es mío)
Primeramente, cabría cuestionar en esta cita la problemática aserción de que las condi-
ciones socioculturales en América Latina son similares a las de los países del Primer
Mundo; al igual que Williams, también Gutiérrez Mouat señala que en América Latina
48 Capítulo 2
ciertas condiciones sociales son análogas a las imperantes en las culturas hegemónicas,
pero, a diferencia de las que menciona aquél, éste destaca una que considero particular-
mente importante, y ello por constituir un rasgo distintivo que asocio al “post-boom”: el
influjo de los medios masivos de comunicación, los que “en todas partes han destruido
las fronteras entre la alta cultura y la cultura de masas” (Gutiérrez Mouat 1988: 5).
Respecto de la ‘crisis de la verdad’ en el postmodernismo, cabría preguntarse si esta
noción es aplicable a la totalidad de la literatura latinoamericana posterior al “boom” o,
por el contrario, solamente a algunas de sus manifestaciones. Si la literatura modernista –
y, con ella, la del “boom”– había reflejado intentos de articular una verdad (o la aspira-
ción de acceder a ella), entonces la ‘crisis de la verdad’ que sobrevino al modernismo de-
bería implicar que la literatura postmoderna ya no refleja dichos intentos (o dicha aspira-
ción); esto, precisamente, es lo que sucede en los textos adjudicables al polo antimiméti-
co-escritural del “post-boom”, pero no así en los textos que tienden hacia su polo mimé-
tico-realista. En efecto, todo texto mimético, por definición, intenta imitar o representar
una realidad que lo precede o es anterior a él y, por lo tanto, trabaja ‘al servicio’ de la
verdad o “dreams of decipherying a truth or an origin which escapes play” (Derrida
1967a/1978: 292); en cambio, todo texto antimimético (el cual ya no intenta articular una
verdad o acceder a ella), refleja “the joyous affirmation of the play of the world and of
the innocence of becoming, the affirmation of a world of signs without fault, without
truth, and without origin which is offered to an active interpretation” (ibíd.). Esto quiere
decir, pues, que la narrativa postmoderna –al menos en la versión de Williams– cubre so-
lamente una fracción del continuum literario del “post-boom”: aquélla que tiende marca-
damente hacia la exacerbación experimental y la escrituralidad del polo antimimético.
Más aún, según la lista de “novelistas radicalmente experimentales” que Williams (1995:
15) relaciona al postmodernismo (Ricardo Piglia, Héctor Libertella, Carmen Boullosa,
Albalucía Angel, Salvador Elizondo, Diamela Eltit, etc., precedidos por pioneros como
Sarduy, Cabrera Infante y Néstor Sánchez), puede inferirse que la narrativa postmoder-
nista –o sea, aquella que refleja una ‘crisis de la verdad’– constituye apenas una minoría
dentro del “post-boom”, cuyo mainstream, en cambio, se distingue por poseer rasgos ta-
les como “reader-friendliness, plot-centeredness, and more directly referential language”
(Shaw 1998: 170).
Un planteo similar al del punto anterior podría realizarse respecto de otro rasgo común-
mente asociado al “boom” (y ausente en el “post-boom”): la creencia en los grandes mi-
tos legitimadores o relatos fundacionales (megarrelatos). González Echevarría (1987:
248-249), por ejemplo, ha observado:
[…] any science that legitimates itself with reference to a metadiscourse of this kind mak-
ing an explicit appeal to some grand narrative, such as the dialectics of Spirit, the herme-
neutics of meaning, the emancipation of the rational or working subject, or the creation of
wealth (ibíd.: xxiii),
Con respecto al “boom”, considero que en la mayoría de sus textos se aprecia claramente
esta conexión con matrices superiores o megarrelatos que explican, si no totalmente, al
menos partes significativas de sus respectivas diégesis; ejemplos paradigmáticos podrían
ser el mito edípico y el (mega)relato bíblico, los que (ironía mediante) bien pueden ex-
plicar, respectivamente, las relaciones familiares y el éxodo inicial de los Buendía en
Cien años de soledad; o la desesperada búsqueda metafísica de Horacio Oliveira, el suje-
to racional de Rayuela que, no obstante sus fracasos, intenta empecinadamente dar ‘el
gran salto’, el acceso trascendental al ‘cielo de la rayuela’, al ‘centro del Mandala’, al
‘kibutz del deseo’: “Se puede matar todo menos la nostalgia del reino, la llevamos en el
color de los ojos, en cada amor, en todo lo que profundamente atormenta y desata y en-
gaña. Wishful thinking, quizá; pero ésa es otra definición posible del bípedo implume”
(Cortázar 1963/1993: 403).
En cambio, con respecto a la narrativa del “post-boom”, la cuestión se torna más
compleja, y ello, sencillamente, porque ‘la incredulidad hacia los megarrelatos legitima-
dores’ constituye el rasgo definidor del post-modernismo, pero no del “post-boom” en su
totalidad. A diferencia de González Echevarría, estimo que también en parte de la litera-
tura del “post-boom” se sigue reflejando una apoyatura en ciertos relatos fundacionales;
me refiero, específicamente, a textos motivados por ideologías tales como la emancipa-
ción popular, el compromiso político, o la toma de conciencia histórica o de clase, postu-
ras ideológicas que asocio a uno de los metadiscursos legitimadores enumerados por
Lyotard: the emancipation of the working subject. Efectivamente, entre los rasgos distin-
tivos de la novísima narrativa latinoamericana, Rama (1982) destaca la recuperación del
realismo y un “retorno a la historia, en el intento de otorgar sentido a la aventura del
hombre americano” (ibíd.: 466), y Giardinelli (1997: 182-183), por su parte, ha señalado
en un texto posterior:
It is quite preposterous to write (as some commentators of the Lyotardian current in post-
modernism do) as if confidence in the great explanatory or dynamizing myths and ideolo-
gies of modern society has been eroded everywhere. Certainly in Latin America there are
fewer indications that they have withered away than is supposed to be the case in the de-
veloped world.
¿Cuáles serían, entonces, las novelas del “post-boom” en las que sí se percibe dicha in-
credulidad hacia las master-narratives? Ello podría darse, en mi opinión, en dos clases
diferentes de textos, ambas tendientes al polo antimimético: 1) textos que pertenecen a la
‘estética de la fragmentación’ (Solotorevsky 1996), y 2) textos que practican una ‘meta-
ficción historiográfica’ (Hutcheon 1989), la cual constituiría –parafraseando a Gutiérrez
Mouat (1988)– la única versión del postmodernismo en la que podría caber la conciencia
histórica. En el primer caso, se trata de textos en los que no se percibe un centro organi-
zador en torno al cual se desplegaría el sentido o la polisemia de la obra, sino que tienden
a la diseminación, al fluir metonímico de los significantes, y por lo tanto no se sostienen
en lo que Lyotard (1979/1984: xxiii) denomina “the hermeneutics of meaning”; Cobra y
Colibrí, ambos de Sarduy, De Pe a Pa, de Futoransky, y el relato “La mayor”, de Saer,
son ejemplos de textos cuya estética tiende a la fragmentación. Con respecto a la meta-
ficción historiográfica, ésta constituye “the postmodern challenge to historical knowled-
ge” (Hutcheon 1989: 115); su aspiración, por lo tanto, no es la de acceder a la verdad
acerca de un hecho histórico sino cuestionarla, y ello problematizando las condiciones
mismas en las que la Historia ha ‘escrito’ o establecido dicha verdad:
The act of telling about the past, of writing history, makes the “given” into the “con-
structed” […]. That border between past event and present praxis is where historiographic
metafiction self-consciously locates itself. As we have seen at length, that past was real, but
it is lost or at least displaced, only to be reinstated as the referent of language, the relic or
trace of the real. Postmodernist reference, then, […] differs from realist reference in its –
again– overt assertion of that relative inaccessibility of any reality that might exist objec-
El “post-boom” 51
tively and prior to our knowledge of it. […] Historiographic metafiction, while teasing us
with the existence of the past as real, also suggest that there is no direct access to that real
which would be unmediated by the structures of our various discourses about it. (Ibíd.: 146)
Esta categoría introducida por Hutcheon coincide con lo que A. de Toro (2007; 2008) ha
llamado ‘novelas transversalhistóricas’, en particular con el sub-tipo ‘meta-novela histó-
rica’, la cual se configura en base a la autorreferencialidad y la autorreflexión, entendi-
das, éstas, como escenificación de un proceso interno de construcción discursiva, como
concientización de que el proceso de la representación histórica está ligado a y es depen-
diente de la escritura y, como tal, es producto de un proceso de semiosis.
Es decir: a diferencia de la literatura comprometida a la que se refiere Giardinelli, la
cual intenta formular una explicación “verdadera” acerca de un hecho pasado, la índole
de la metaficción historiográfica (Hutcheon) y de la meta-novela histórica (A. de Toro)
es eminentemente interrogadora, cuestionadora; ella no se cierra en torno a una explica-
ción, no afirma una verdad (ni tampoco se afirma en una ideología determinada), sino
que tiene como principal objetivo cuestionar (los métodos de) la historiografía oficial y
deslegitimar así el poder del megadiscurso histórico, redefiniéndolo como mero discurso.
Este tipo de metaficción historiográfrica es practicado, por ejemplo, en textos de Posse,
Eloy Martínez y Roa Bastos.
Íntimamente relacionado a los puntos anteriores, otro rasgo distintivo de la literatura del
“post-boom” es la abolición de la nostalgia de totalización que caracterizaba a la narrati-
va del “boom”. Donoso, como hemos visto, define a las novelas del “boom” como “tota-
lizadoras, agobiantes de significado, ahogantes de experimentos” (vid. Swanson 1990:
224). Respecto de Cien años de soledad, por ejemplo, Vargas Llosa (1971: 159) ha ob-
servado que “se trata de una novela ‘total’, en la línea de esas creaciones demencialmen-
te ambiciosas que aspiran a competir con la realidad de igual a igual, enfrentándole una
imagen de vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes”. Frente a es-
ta aspiración del “boom” de producir “la obra total”, “enciclopédica” o, según el comen-
tario irónico de Saer, “la Gran-Novela-de-América” (Giardinelli 1992: 196), la literatura
del “post-boom” constituye un proyecto menos ambicioso. Precisamente Donoso, alu-
diendo críticamente a la narrativa del “boom”, afirma: “La obra de arte es la anti-
totalidad. La obra de arte es la existencia. La esencia de la obra de arte es lo particular.
Implica particularidad. La obra de arte que pretende ser lo general, ser todas las cosas,
que se plantea a sí misma como la historia de la humanidad, es una mierda” (Martínez
1978: 60).
A diferencia de los dos rasgos abordados anteriormente (la crisis de la verdad, y la
incredulidad respecto de los megarrelatos fundacionales), la abolición de la nostalgia de
totalización constituye un rasgo que parecería cubrir a todo el continuum literario del
“post-boom”, y ello por distintos motivos que, a su vez, se originan en distintas acepcio-
nes de la noción de “totalidad”. Con respecto a las obras adscribibles al polo mimético-
52 Capítulo 2
realista, éstas –a diferencia de la novela “metafísica” y/o de la simbólica “macondiza-
ción” de América Latina– tienden a configurar escenarios geográficos reconocibles,
eventos locales, y a privilegiar la experiencia cotidiana; como sostiene Skármeta (1983:
138-139):
Con respecto a las obras adscribibles al polo antimimético del “post-boom”, su tendencia
antitotalizadora resulta evidente en aquellos textos pertenecientes a la ‘estética de la
fragmentación’, concebida como antitética respecto de la ‘estética de la totalidad’ (Solo-
torevsky 1996); y acerca del anhelo antitotalizador en la metaficción historiográfica,
Hutcheon (1989: 86) ha señalado:
Vale decir: la reacción del “post-boom” ante el afán totalizador del “boom” se dio en dos
direcciones originadas en dos nociones distintas de “lo total”: en el caso de los textos con
tendencia mimético-realista, configurando no ‘la Gran Obra’ sino una ‘pequeña historia’,
o, en términos de Donoso: un “Mundo particular: no general” (Martínez 1978: 60); y en
el caso de las obras con tendencia antimimética, configurando instancias narrativas ca-
racterizadas por la irresolución, la apertura, la fragmentación, la indecidibilidad.
Otro rasgo distintivo en la literatura del “boom”, es que junto al intento de acceder a una
verdad trascendental, ya no se cree en la capacidad de percibir la realidad ni en la capa-
cidad del lenguaje de transmitirla (capacidad referencial del lenguaje). Precisamente, en-
tre las características del “boom” destacadas por Shaw (1981) se encuentran la emergen-
cia de la novela ‘metafísica’ y la tendencia a abandonar la estructura lineal, ordenada y
El “post-boom” 53
lógica, típica de la novela realista tradicional (la que reflejaba un mundo concebido como
más o menos ordenado y comprensible), reemplazándola por estructuras experimentales
que reflejan la multiplicidad de lo real. Estas características son discutidas reiteradamen-
te en las morellianas o en las sesiones del ‘Club de la Serpiente’, en Rayuela:
En alguna parte Morelli procuraba justificar sus incoherencias narrativas, sosteniendo que
la vida de los otros, tal como nos llega en la llamada realidad, no es cine sino fotografía, es
decir que no podemos aprehender la acción sino tan sólo sus fragmentos eleáticamente re-
cortados. […] coherencia quería decir en el fondo asimilación al espacio y al tiempo, orde-
nación a gusto del lector-hembra. Morelli no hubiera consentido con eso. (Cortázar
1963/1993: 492-493)
Perfecto –dijo Oliveira–. Sólo que esta realidad no es ninguna garantía para vos o para na-
die, salvo que la transformes en concepto, y de ahí en convención, en esquema útil. El solo
hecho de que vos estés a mi izquierda y yo a tu derecha hace de la realidad por lo menos
dos realidades, y conste que no quiero ir a lo profundo y señalarte que vos y yo somos dos
entes absolutamente incomunicados entre sí salvo por medio de los sentidos y la palabra,
cosas de las que hay que desconfiar si uno es serio. (Ibíd.: 175-176)
The effacement […] of the older (essentially high modernist) frontier between high culture
and so-called mass or commercial culture, and the emergence of new kinds of texts infused
with the forms, categories and contents of that very Culture Industry so passionately de-
nounced by all the ideologues of the modern, from Leavis and the American New Criticism
all the way to Adorno and the Frankfurt School. The postmodernisms have in fact been fas-
cinated precisely by this whole ‘degraded’ landscape of schlock and kitsch, of TV series
and Reader’s Digest culture, of advertising and motels, of the late show and the grade-B
Hollywood film, of so-called paraliterature with its airport paperback categories of the
gothic and the romance, the popular biography, the murder mystery and science-fiction or
fantasy novel: materials they no longer simply “quote”, as a Joyce or a Mahler might have
done, but incorporate into their very substance.
¿Qué quiere decir, exactamente, que los textos postmodernistas ‘incorporan a su misma
substancia’ los materiales de la cultura de masas? Desde la perspectiva político-social en
la que se sustenta la teoría de Jameson, el significado de ello es claro: “every position on
postmodernism in culture –whether apologia or stigmatization– is also at one and the
same time, and necessarily, an implicitly or explicitly political stance on the nature of
multinational capitalism today” (ibíd.: 55). Adoptando, sin embargo, una perspectiva es-
pecíficamente literaria, considero pertinente realizar un deslindamiento: una cosa es pos-
tular la existencia en la trama o desarrollo diegético de un texto literario, de imágenes,
elementos, figuras, situaciones y conductas que son considerados como propios de la cul-
tura de masas, y otra distinta es determinar que el texto –su “substancia”– absorbe dichos
elementos, figuras o contenidos, “masificándose” él mismo. En otras palabras: una cosa
es la existencia de una isotopía paraliteraria en el texto literario, o incluso la adopción de
un modelo paraliterario con fines literarios desautomatizantes, y otra cosa distinta es que
dicho texto sea paraliteratura. Esta diferenciación es esencial para una adecuada capta-
ción de un gran número de obras del “post-boom” que adoptan como modelo un deter-
minado código paraliterario, para luego distanciarse de él o subvertirlo/revertirlo paródi-
camente; de esta manera, este tipo de textos (e.g., La tía Julia y el escribidor de Vargas
Llosa, Crónica de una muerte anunciada de García Márquez, casi todo el corpus de
Puig, etc.) no provoca las reacciones emotivas que –según el modelo adoptado– debería
suscitar, sino pone en evidencia sus procedimientos textuales, lo cual ha sido identificado
por Eco (1964/21997) como rasgo distintivo de la vanguardia o del arte de la “alta” cultu-
ra. Se trata, sin duda, de un significativo logro estético por parte de estas obras: haber
aminorado el grado de complejidad que caracterizaba a la narrativa del “boom”, pero
manteniéndose, al mismo tiempo, dentro de la órbita del arte vanguardista.
El “post-boom” 55
2.2.1.6 Confianza en el progreso del arte, y en la experimentación
artística como factores necesarios del progreso o cambio social
vs. pérdida de dicha confianza
El “boom”, cabe recordarlo, no fue un fenómeno pura o únicamente literario, sino “un pro-
ceso que se superpone a la producción literaria” (Rama 1985: 268). Más allá de sus re-
sortes extraliterarios (los que Rama analiza con profundidad y detalle), lo cierto es que
desde una perspectiva literaria el “boom” canonizó –me atrevería a decir “entronizó”–
cierto tipo de modalidades narrativas, y ello en desmedro de otras. Pertinentemente,
Shaw (1998) ha observado que inclusive durante los años sesenta, cuando el “boom” es-
taba en su apogeo, autores como Viñas y Benedetti continuaron escribiendo novelas re-
alistas y fuertemente comprometidas con la causa revolucionaria latinoamericana. La
oposición de estos autores a la novela (y a los novelistas) del “boom” no se limitó a su
propia práctica literaria, sino que trascendió a la esfera pública. Precisamente Benedetti
(1969), en un artículo titulado sugestivamente “El boom entre dos libertades”, señalaba
que la explosiva situación social y política de América Latina en aquellos años, estaba
reclamando del escritor un tipo de pronunciamiento que cada vez estrechaba más la posi-
bilidad de elección:
Los escritores que integraron el “boom”, mientras tanto, tendían a ver en la producción
de textos técnica y lingüísticamente innovadores (o sea, literariamente revolucionarios),
el móvil mismo para un cambio en el contexto político-social latinoamericano; véanse las
siguientes declaraciones:
La corrupción del lenguaje latinoamericano es tal, que todo acto de lenguaje verdadero es
en sí mismo revolucionario […]. Esta función, la más evidente pero también la más com-
pleja de la literatura, es posible con particular intensidad en Hispanoamérica porque nuestro
verdadero lenguaje (el que han vislumbrado Darío y Neruda, Reyes y Paz, Borges y Huido-
bro, Vallejo y Lezama Lima, Cortázar y Carpentier) está en proceso de descubrirse y de
crearse y, en el acto mismo de su descubrimiento y creación, pone en jaque, revoluciona-
riamente, toda una estructura económica, política y social fundada en un lenguaje vertical-
mente falso. (Fuentes 1969: 94-95)
Una vez más, […] pongo el acento en la responsabilidad, en la moral del escritor latinoa-
mericano; si somos responsables de lo que hacemos, no podemos declinar la misión de
combatir para que nuestros pueblos salgan por fin del subdesarrollo que los frustra y los
envilece en todos los terrenos. Pero, […] uno de los más agudos problemas latinoamerica-
nos es que estamos necesitando más que nunca los Che Guevara del lenguaje, los revolu-
cionarios de la literatura más que los literatos de la revolución (Cortázar 1970: 75-76).
56 Capítulo 2
Este tipo de opiniones ha sido duramente criticado por Oscar Collazos (1970) y, princi-
palmente, por Hernán Vidal (1976), quien en un texto posterior prácticamente tilda a los
autores del “boom” de reaccionarios, y a sus respectivas obras de escapistas:
La obra literaria fue concebida como mundo ficticio heterónomo, cuyas leyes sólo tienen
validez interna; el escritor escribía ‘artefactos’ literarios condicionados por sus ‘demonios
personales’. Metodológicamente se impusieron tendencias analíticas estrictamente forma-
listas que hacían –y hacen– total abstracción del origen y consecuencias sociales de la obra
literaria […]. Es decir, debemos entender las teorizaciones literarias de los escritores del
boom dentro del marco ideológico del desarrollismo burgués en su época de auge. (Ibíd.:
86)
Una visión similar del “boom” ha sido sostenida por Marcos (1986: 11), quien lo ha cali-
ficado despreciativamente de mero “oportunismo artístico”, afectado de un “narcisismo
pequeñoburgués”.
Si bien esta reacción contra el “boom” debería ser abordada, al menos parcialmente,
desde un enfoque sociológico de la literatura (lo cual excede el propósito de este trabajo),
considero, no obstante, que ella refleja claramente la conciencia de la necesidad de un
cambio en la literatura latinoamericana. Según Shaw (1998), la idea de que una narrativa
experimental, “revolucionaria”, promovería per se una transformación social, comenzó a
ser vista por los escritores del “post-boom” como un mito; similarmente, Som-
mer/Yúdice (2000: 875) plantean que la asunción del “boom” de que una revolución en
el lenguaje literario liberaría a América Latina en otros ámbitos, fue considerada por los
escritores más jóvenes como una actitud frívola. Por último, Lindstrom (1994) sostiene
que los textos del “post-boom” pueden ser considerados postmodernos en tanto que asu-
men una presencia menos autoritaria que los del “boom”:
In comparison with boom novels, which sought to establish a firm place as milestones in
the history of narrative innovation, postboom fiction appears provisional and irresolute, not
governed by any strong program […]. The confidence that twentieth-century literature is
opening new frontiers has diminished. The decline of belief in art’s historical progress is
the aspect of postmodernism that most interests Fredric Jameson in his often-cited study of
the phenomenon: “In art, at least, the notion of progress and telos remained alive and well
up to very recent times indeed.” There has been an attenuation of the belief that art, with its
lasting significance, can distinguish itself sharply from more insubstantial and ephemeral
human endeavors. (Lindstrom 1994: 199-200)
Tal vez un reflejo de la actitud del arte modernista de auto-adjudicarse importancia pue-
da hallarse en Cien años de soledad, cuando el sabio catalán abandona Macondo lleván-
dose tres cajones con libros en el vagón de primera, no obstante la presión de los inspec-
tores del ferrocarril de mandarlos como carga: “El mundo habrá acabado de joderse –dijo
entonces– el día en que los hombres viajen en primera clase y la literatura en el vagón de
carga” (García Márquez 1967/331973: 337).
El “post-boom” 57
2.2.1.7 Esquematización de los supuestos ontológico-gnoseológicos
adscribibles al “boom” y al “post-boom”
[…] una nueva noción, y yo diría un nuevo sentimiento de la realidad se abre paso en el
campo literario, tanto del lado de los escritores como de sus lectores, que finalmente son
una sola imagen que se contempla en el espejo de la palabra escrita y establece un maravi-
lloso, infinito puente entre ambos lados. El proceso de este contacto cada día más profundo
y crítico de lo literario con lo real, del libro con el contexto en que es imaginado y llevado a
término, está teniendo consecuencias de una extraordinaria importancia en ese plano que,
sin dejar de ser cultural e inclusive lúdico, participa cada vez más con mayor responsabili-
dad en los procesos geopolíticos de nuestros pueblos. Dicho de otra manera, si en otro
tiempo la literatura representaba de algún modo unas vacaciones que el lector se concedía
en su cotidianeidad real, hoy en día en América Latina es una manera directa de explorar lo
que nos ocurre, interrogarnos sobre las causas por las cuales nos ocurre, y muchas veces
encontrar caminos que nos ayuden a seguir adelante cuando nos sentimos frenados por cir-
cunstancias o factores negativos. (Cortázar 1987: 61-62)
Si algo muestra esta ponencia de Cortázar (titulada “Realidad y literatura en América La-
tina” y no, como él mismo se encarga de especificar, “Literatura y realidad”), es lo que
desde inicios de la década del setenta comienza a perfilarse como una constante temática
del “post-boom”: el afán de preservar, fomentar o recuperar la/s identidad/es latinoame-
ricana/s, ya sea en el orden continental, nacional, regional o local. El trágico impacto
causado por los regímenes dictatoriales en el continente, sumado a la creciente descon-
fianza en el efecto ‘revolucionario’ de una narrativa técnicamente revolucionaria, consti-
tuyen factores que, según Shaw (1998), determinaron en la mayoría de los escritores del
“post-boom” una inclinación hacia un tipo de literatura “with greater emphasis on con-
tent, directeness of impact, denunciation, documentality, or protest” (ibíd.: 13). Asimis-
mo, la experiencia del exilio y la denuncia social, ideológica y política, aparecen como
temas fundamentales de la literatura latinoamericana contemporánea; refiriéndose a su
novela Santo oficio de la memoria, Giardinelli (1997: 179) ha declarado:
Acaso me salió un estudio involuntario sobre la humana estupidez, pero es sobre todo una
revisión de la batalla Memoria versus Olvido […]. Al menos en la Argentina, donde aún
hoy –en plena democracia y con una libertad de expresión como jamás habíamos alcanzado
los argentinos–, mis gobiernos siguen haciendo concesiones al olvido, y siguen militando
insensata y suicidamente en favor de la mentira y el eufemismo […]. Suelo sostener que en
mi país, y en este tiempo, hacer cultura es resistir. Y resistir es simplemente tener memoria.
Esto no significa, en modo alguno, que las novelas del “boom” no hayan abordado los
tópicos concernientes a Latinoamérica aquí señalados. Lo que distingue a buena parte de
la narrativa del “post-boom”, en cambio, es un tratamiento más directo y más simple del
contexto latinoamericano en general, y de los temas políticos en particular. En este senti-
do, Swanson (1995) ha manifestado que Cien años de soledad, por su naturaleza ambi-
El “post-boom” 59
gua, lúdica y mágica, es una novela políticamente ineficaz, y ello en contraposición con
La casa de los espíritus de Isabel Allende, cuyo estilo y contenidos son transparentes; de
allí que, según la opinión de Swanson (1995: 146), “the effect of her [Allende’s] work is
to invert the García Márquez model rather than to imitate it”. A diferencia de gran parte
de la literatura del “post-boom”, en la cual se le da primacía –y un tratamiento más ex-
plícito– a la realidad sociocultural latinoamericana, en la narrativa del “boom” lo lati-
noamericano solía perder protagonismo o quedar supeditado a una búsqueda de cosmo-
politismo o universalidad:
Novelas como La ciudad y los perros y La Casa Verde poseen la fuerza de enfrentar la rea-
lidad latinoamericana, pero no ya como un hecho regional, sino como parte de una vida que
afecta a todos los hombres y que, como la vida de todos los hombres, no es definible con
sencillez maniquea, sino que revela un movimiento de conflictos ambiguos. (Fuentes 1969:
36)
Analysis of One Hundred Years of Solitude or of Mario Vargas Llosa’s The Green House
shows that they share a fundamental regionalism with the older fictions. The difference is
that boom fiction is less inclined to say “See how different our geography makes us,” more
inclined to search deeply into cultural peculiarities, in an effort to understand and interpret,
with a cosmopolitan concern for self in a larger setting. (Brushwood 1987: 19)
También en este punto puede observarse una diferencia entre la literatura del “boom” y
la del “post-boom”, diferencia que obedece al impulso ‘des- o in-trascendentalizador’ de
ésta (Skármeta 1983: 138). Un caso paradigmático del “boom” en cuanto a la configura-
ción de los personajes centrales podría ser Johnny Carter, el protagonista de “El perse-
guidor”, de Cortázar. Los rasgos que caracterizan a Johnny (e.g., la música jazz, el con-
sumo de drogas y de alcohol, la promiscuidad, etc.), son configurados (y valorados) por
el texto como condiciones particulares subsidiarias de, y supeditadas a, una búsqueda
trascendental de la condición humana: “Sé muy bien que para mí Johnny ha dejado de
ser un jazzman y que su genio musical es como una fachada, algo que todo el mundo
puede llegar a comprender y a admirar, pero que encubre otra cosa, y esa otra cosa es lo
único que debería importarme, quizá porque es lo único que verdaderamente le importa a
Johnny” (Cortázar 1959/31987: 108). A diferencia de esa “otra cosa” que persigue John-
ny o que es Johnny, los protagonistas de los textos del “post-boom” “no se reclutan en la
excepcionalidad que busca desde allí mirar lo común, sino en los carnales transeúntes de
las urbes latinoamericanas” (Skármeta 1983: 139). Si la literatura del “post-boom” cons-
tituye, al menos parcialmente, una reacción contra determinados rasgos que habían sido
canonizados por el “boom”, la noción de ‘in-trascendencia’ postulada a este respecto por
Skármeta (1983: 138-139) resulta sumamente iluminadora:
En este sentido, nuestra actitud primordial es in-trascendente. […] Sus protagonistas [los de
las obras del “boom”] son seres excepcionales que se nutren en desmesuradas obsesiones.
La intensidad de Johnny u Oliveira los ubica en la marginalidad respecto a la historia. Los
60 Capítulo 2
Aurelianos, José Arcadios y Ursulas son seres expresados en acontecimientos magnos y
sorprendentes que se desarrollan en un tiempo dilatado que determina a la vez sus inhabi-
tuales conductas. La grotesca irrealidad que funda Donoso conforma un mundo autónomo
frenéticamente ajeno a la mirada cotidiana. Es la excepcionalidad, lo extraño o extravagan-
te, lo mítico, o lo histórico violentado por una ampulosa fantasía, aquello que define la acti-
tud y los efectos de estos autores, sea con la gracia de la crónica de García Márquez, la co-
municativa ironía de Cortázar, o el acezante patetismo de Droguett cuando alienta a su niño
con patas de perro. Creo que caracteriza a nuestra generación –vía infrarrealismo, arte pop,
trato activo en terreno con la realidad política latinoamericana, universalización de la aldea
por el boom de las comunicaciones– la convivencia plena con la realidad absteniéndose de
desintegrarla para reformularla en una significación suprarreal.
With a kind of poetic justice, the fetishization of the privileged marginality of the cannoni-
cal Boom soon gives way to other voices which the canon itself had marginalized. In fact,
the differential nature of regions and cultures highlights the most significant feature of the
many currents and tendencies characterizing Latin American literature since the Boom: the
vindication of marginality and ex-centricity. The classics of the Boom are predominantly
metropolitan. As the hegemony of the Boom begins to fade at the beginning of the 1970s, a
cacophony of marginal voices can be heard. This is not to say that they didn’t exist before
and during the Boom, but, rather, that they were drowned out by its din.
Dichos críticos consideran la “écriture homoerótica” practicada por Puig y Sarduy en los
años sesenta como un caso excepcional, ya que se trata de una literatura ‘marginal’ cuya
voz, no obstante el ‘barullo’ del “boom”, pudo hacerse oír; sin embargo, debido a su
perspectiva más socio-política que específicamente literaria, Sommer/Yúdice (2000:
807) llegan a una conclusión que considero reduccionista: las obras de Puig y Sarduy co-
inciden con el canon del “boom” “because of their dependence on metropolitan pheno-
mena: pop culture and Parisian theory”. Según Sommer/Yúdice (2000: 869-873), las ten-
dencias literarias que fueron ‘tapadas’ por el “boom” y/o que emergieron después de él,
son: el “regionalismo” (pero ya no en su versión decimonónica, racionalista, sino con la
plasticidad lingüística con que lo practican Arguedas, Rulfo, Carpentier, Guimarães Ro-
sa, etc.); la “literatura femenina” (Clarice Lispector, Rosario Ferré, Luisa Valenzuela, Rei-
na Roffé, etc.); el “regionalismo cultural judío” (Germán Rozenmacher; Mario Szichman;
Isaac Goldemberg; etc.); el “realismo crítico urbano” (Onetti, Sábato, David Viñas, Pi-
glia, etc.); el “retorno de la Historia” (Roa Bastos; Fernando del Paso; Benítez Rojo; Marta
Traba; Eduardo Galeano; etc.); y la “narrativa testimonial o documental” (Rodolfo Walsh;
El “post-boom” 61
Miguel Barnet; Elena Poniatowska; Skármeta; etc.). En un trabajo más reciente, Hart
(1999: 144) ha postulado que el canon del “boom” “became gradually more diversified,
the old hegemony of white, male, middle-class literature came more and more to be
questioned, until, certainly by the 1980s, it became difficult to talk of a single canon”;
ejemplos de los ‘nuevos cánones’ son: “literatura femenina” (Isabel Allende; Laura Es-
quivel; etc.); “Testimonio”; “Latino/a Literature” (narrativa escrita en español, inglés o
‘spanglish’ en los Estados Unidos por autores como Rolando Hinojosa; Sandra Cisneros;
Oscar Hijuelos; etc.); “The Gay/Lesbian Novel” (Puig; Arenas; Cristina Peri Rossi; Syl-
via Molloy; etc.); y “Afro/a/-Hispanic Literature” (Carlos Guillermo Wilson; Aida Car-
tagena Portalatín; Manuel Zapata Olivella; etc.). Este no es, ciertamente, el lugar para
discutir si estas categorías propuestas por Hart (1999) o Sommer/Yúdice (2000) consti-
tuyen, o no, ‘nuevos cánones’ o ‘nuevos géneros’; lo que me importa destacar es que esta
variedad y esta diseminación de tendencias son un claro indicio de la diversidad temática
(e ideológica) que caracteriza a la literatura del “post-boom”.
The urban novels of the Boom offer a kind of ‘patchwork quilt’ vision of society, whereas
Sainz here gives more an image of the processes of construction of the individual within an
urban setting. In this sense, as with familiy and gender, the streets of Mexico D.F. in
Sainz’s novel are ‘menacing, but…also adventurous’ […]. Drugs, violence, theft, casual
sex and infidelity are all ways of affirming identitiy in the vast urban metropolis as well as
emblems of the corrupting models that shape identity. (Swanson 1995: 117-118)
La reivindicación del tema del amor es otro rasgo distintivo de la literatura del “post-
boom”. Skármeta (1983), como vimos más arriba, se refería a la caótica y turbulenta urbe
latinoamericana como punto de arranque de la nueva literatura, y ello “con unas ganas
enormes de vivir, amar, aventurear, contribuir a cambiar la sociedad, provocar la utopía”
(ibíd.: 135). Isabel Allende, en un reportaje, vierte una opinión similar sobre su genera-
ción literaria, que es la que sucedió a la del “boom”: “En la actitud frente al amor somos
más optimistas, no estamos marcados por ese pesimismo sartreano, existencialista, pro-
pio de la posguerra. Hay una especie de renovación –yo diría de romanticismo, del amor,
de los sentimientos, de la alegría de vivir, de la sensualidad. Y una posición mucho más
optimista frente al futuro” (Shaw 1998: 10). Precisamente una de las características de la
narrativa latinoamericana hacia la década del sesenta, con la consolidación del “boom”,
había sido “la desaparición de la vieja novela ‘comprometida’ y la emergencia de la no-
vela ‘metafísica’. En vez de mostrar la injusticia y desigualdad sociales con el propósito
de criticarlas, la novela tiende, cada vez más, a explorar la condición humana y la angus-
tia del hombre contemporáneo” (Shaw 1981: 218). Se trata, por supuesto, de tendencias
generales: ni toda la narrativa del “boom” es pesimista o angustiante (como lo muestra,
por ejemplo, la relación de Traveler y Talita en Rayuela), ni toda la narrativa del “post-
boom” es un homenaje a la esperanza (como lo muestran Lumpérica, de Eltit, o casi to-
dos los textos de Arenas). Tal vez un indicio iluminador respecto de esta diferente actitud
patemática sea la comparación de textos adscribibles al “boom” y al “post-boom” en el
corpus de un mismo autor: piénsese, por ejemplo, en las malogradas relaciones amorosas
y en el final disfórico de Cien años de soledad frente al penelopismo triunfal de Florenti-
no Ariza y al desenlace cuasi-hollywoodense de El amor en los tiempos del cólera.
Swanson (1995) asocia esta rasgo a la mayor accesibilidad o friendliness de los textos
del “post-boom”. En este caso, el escritor paradigmático es Vargas Llosa, quien a media-
dos de la década del sesenta sostenía: “Yo siempre he sido absolutamente inmune al
humor en literatura […]. El humor es interesante cuando es una manifestación de rebe-
lión: el humor insolente, corrosivo de un Céline. Puede ser una forma de amortiguar. Pe-
ro en general el humor es irreal. La realidad contradice al humor. Nunca en mi vida un
autor humorista me ha convencido ni entusiasmado. Y el humorista profesional es un au-
tor que me ha irritado siempre” (Harss 1966: 445). Pasaría poco más de una década hasta
que el autor de este comentario, el mismo novelista para quien “la burla, la sátira, la iro-
nía, la humorística en general son tabú” (ibíd.), escribiera Pantaleón y las visitadoras
(1973) y La tía Julia y el escribidor (1977), dos de las novelas más hilarantes de la litera-
tura latinoamericana.
El “post-boom” 63
2.2.2.7 Esquematización de los tópicos distintivos de la literatura
del “boom” y del “post-boom”
– Literatura antimimética
– Ruptura de la linealidad: experimentación literaria. En el prólogo a una reciente reedi-
ción de La Casa Verde, Vargas Llosa (1998: 9) señala: “la deuda mayor que contraje
al escribirla fue con William Faulkner, en cuyos libros descubrí las hechicerías de la
forma en la ficción, la sinfonía de puntos de vista, ambigüedades, matices, tonalidades
y perspectivas de que una astuta construcción y un estilo cuidado podían dotar a una
historia”. Y en un reportaje anterior, realizado en 1987, el novelista peruano afirmaba
que al escribir sus primeras novelas “I was so thrilled with form that it was very visi-
ble. In The Green House form was ever-present and quite evident. As was the case of
many Latin American novels of the sixties, for me form was almost like a theme or a
character in the novel” (Williams 1987: 201)
– Fragmentación
– Focalización desde múltiples puntos de vista
– Actitud no amistosa para con el lector, dificultad de acceso
– Tendencia hacia la reflexividad o autoconciencia
64 Capítulo 2
Procedimientos empleados por textos adscribibles al polo antimimético-escritural del
“post-boom”
– Literatura realista, mimética, que privilegia el habla. Predominio del “mundo”. Con-
fianza en la capacidad referencial del lenguaje.
– Retorno a la narratividad
– Desliteraturización: el “post-boom” representa la desliteraturización de la novela (Gu-
tiérrez Mouat 1988: 8-9); como observara Donoso a comienzos de los años setenta,
cuando el “boom” ya perdía su cohesión: “La nueva generación encuentra que la no-
vela de los años 60 es excesivamente literaria, y se dedica, como todas las vanguar-
dias, a hacer una ‘anti-literatura’, una ‘anti-novela’” (Donoso 1972: 124).
– Relato lineal
– Narrador omnisciente, olímpico
– Textos legibles, de placer (actitud amistosa para con el lector), con predominio de la
trama > masificación del público lector
– Incorporación de un lenguaje coloquial
– Ausencia de construcciones en abismo
– Estilo minimalista concerniente a lo cotidiano
– Discursos paródicos
– Expresividad poética
65
3. SEVERO SARDUY
Los procedimientos antimiméticos son tan abundantes y variados en De donde son los
cantantes1, que bien podría definirse este texto como una puesta en escena, o una ficcio-
nalización lúdica, de cuestiones esenciales que atañen al hecho literario.
En “The Death of the Author”, Barthes (1968/31981) señalaba:
We know now that a text is not a single ‘theological’ meaning (the ‘message’ of the Au-
thor-God) but a multi-dimensional space in which a variety of writings, none of them origi-
nal, blend and crush. The text is a tissue of quotations drawn from the innumerable centres
of culture […]. We know that to give writing its future, it is necessary to overthrow the
myth: the birth of the reader must be at the cost of the death of the Author. (ibíd.: 146; 148)
Haciéndose eco de esta aseveración, Sarduy se refiere al arte barroco extremo –del que
DSC constituye un ejemplo paradigmático– postulando que “lo que se expulsa […] es la
noción engañosa de autor” (Rodríguez Monegal 1970: 341).
La destrucción de la analogía autor-Dios se plasma lúdicamente en DSC por medio
de una metalepsis, a través de la irrupción de un “yo” narrador, innominado, que cumple
el rol de sustituto autorial; en un momento de la segunda parte, éste se dirige hacia Flor
de Loto recriminándole su conducta, y en lo que pareciera ser un gesto de solidaridad en-
tre los personajes, Auxilio y Socorro le contestan: “-¡Vaya! Lo único que faltaba: ¡el es-
critor Dios, el que lo ve todo y lo sabe todo antes que nadie, el que da consejos y mete la
nariz en todas partes menos donde debe!” (114).
Sin embargo, a diferencia de lo que ocurre con el escritor convencional –y con su
correlato diegético, el narrador omnisciente–, la autoridad del Yo es aquí cuestionada
permanentemente por los personajes, que se convierten así en sus interlocutores. El Yo
de DSC es, efectivamente, objeto de los más variados comentarios por parte de ‘sus’ per-
sonajes; Socorro, por ejemplo, le critica el lenguaje que ha utilizado: “-¡Oigan eso! ¡Tres
adjetivos de un golpe! En mi tiempo no era así. A dónde va la joven literatura…” (101);
el General, por su parte, se excusa por no cortejar a las Simétricas, a quienes no encuen-
tra muy atractivas, e increpa al Yo: “-¿Y por qué no les dice algo usted? Para mí son dos
sijús plataneros, dos titís peruanos” (116).
No sólo el acto de escritura está tematizado en DSC, sino también su contrapartida,
la lectura. En el marco de una discrepancia entre el Yo y el General, aparece el Lector,
quien se muestra tan convencional como el escritor-Dios que había sido ironizado por
Auxilio y Socorro: “-Bueno, pónganse de acuerdo: una versión o la otra. Lo que yo quie-
1 Sarduy (1967/1993). Al citar el texto, me limitaré a señalar el número de la página junto al mo-
mento citado; me referiré a él con la abreviatura DSC.
66 Capítulo 3
ro son hechos. Sí, hechos, acción, desarrollo, mensaje, en suma. ¡Mensaje lírico!” (132).
Ya en un momento anterior, después de que el Lector manifiesta su desconcierto “al oír”
la música de Marlene Dietrich en el barrio chino, el Yo le contesta: “Bueno, querido, no
todo puede ser coherente en la vida. Un poco de desorden en el orden, ¿no?” (110).
Tanto la tematización de la escritura como esta caricaturización del rol del lector es-
tán poniendo al descubierto no sólo la índole ficticia, artificial y lingüística del texto, si-
no también –a través de una subversión lúdica– la misma intentio operis: el Lector, como
dice el refrán popular, parece estar pidiéndole peras al olmo. En efecto, DSC se incluye
claramente dentro de esa clase de textos que Barthes (respectivamente, 1971/31981;
1970/1974; 1973/101993) denominara ‘Texto’, ‘texto escribible’ y ‘texto de goce’, y que
corresponden a una estética de la fragmentación o descentralización (Solotorevsky
1996). Los textos adscribibles a dicha estética carecen de una instancia organizadora y
dadora de sentidos, pero no se trata, por cierto, de una carencia en el sentido de deficien-
cia, sino más bien lo contrario: se trata de una experiencia de escritura, y de lectura, en la
que el lenguaje pareciera adquirir una soberanía a través de la cual resulta un flujo de
significantes libres, sobre el cual no pesa ya la censura o el yugo de un significado (el
“mensaje” exigido por el Lector de DSC: 132). Estos textos no tienen una lógica com-
prensiva –no dependen de una interpretación–, sino que su lógica es la de la explosión y
diseminación de los significantes; se trata, en definitiva, de un texto que es restituido al
lenguaje: como él es estructurado, pero descentrado, sin clausura, es decir, un sistema sin
centro fijo.
Precisamente en la tercera parte de la novela, “La Dolores Rondón”, se plasma un
diálogo entre dos narradores que, por un lado, revela la ausencia de un centro fijo –en es-
te caso, la ausencia de un único sujeto de la enunciación que funcione como instancia or-
ganizadora del mundo–, y por otro, alude a esta posibilidad de texto en el que la ausencia
de un “mensaje” (150), de un significado trascendental, extiende infinitamente el juego
de los significantes. A diferencia del Narrador Dos, quien cree en la eficacia de las pala-
bras (“tu vomitivo es muy útil”, 143), el Narrador Uno es escéptico a este respecto, y lo
manifiesta a través del siguiente símil:
Tú tienes un perro sarnoso, sarnoso digo por ejemplo, pues bien, tú coges el perro que es la
palabra, le echas encima un cubo de agua hirviendo, que es el sentido justo de la palabra.
¿Qué hace el perro? ¿Qué hace la palabra? (143)
La respuesta, también ella a cargo del Narrador Uno, explicita y exalta los rasgos del có-
digo de DSC, y constituye por lo tanto una construcción en abismo del código: lo que se
impone en el texto es el dinamismo, el juego de los significantes, la fluidez metonímica,
las palabras que huyen incesantemente evitando ser detenidas por –y ancladas en– signi-
ficados:
[...] como ven, el dueño de la situación, el motor primero sigue siendo el juego de palabras,
el salto de la muerte. Así se pierde lo esencial: la palabra corre ante el juego como el perro
ante la rebanadora. […] y huye. Huye corriendo. (170)
Severo Sarduy 67
Una controversia similar va a darse entre Auxilio y Socorro, concerniente ahora a la pre-
sencia o ausencia de sentido en un tapiz. Para Socorro, cuya postura se hace eco de la del
Narrador Dos, “estos oros traen sentido […]. Mensaje hilado” (181), mientras que para
Auxilio: “Nada dice nada” (182). Reflejando una vez más el código de la novela, la bús-
queda de Socorro (“la trascendente, la necia”; 182) resultará estéril: “Socorro indagaba el
sentido de la tela. La descosió del forro por ver si ocultaba mensaje escrito; no halló más
que el reverso deshilachado de platos y cabezas: islas de nudos, puntadas negras” (183).
Estructurada a partir de cuatro partes (“Curriculum cubense”, “Junto al río de ceni-
zas de Rosa”, “La Dolores Rondón”, “La entrada de Cristo en La Habana”), DSC culmi-
na con una Nota (235) que, paradójicamente, subvierte el código que su propio texto
había configurado, y al cual me he venido refiriendo hasta aquí. Esta Nota final tiene, por
clara función, la de inteligibilizar al texto, con lo cual el significante, que se había des-
plazado libremente durante todo el texto, queda sometido, detenido. Se trata, en mi opi-
nión, de una evidencia tranquilizadora innecesaria: el lector que ha llegado a este punto
del texto (sin abandonarlo antes), no necesita de ella, puesto que con ella el goce de su
lectura queda coartado, como también queda coartado, en gran medida, el juego que la
precedió. A diferencia de González Echevarría (1993), para quien esta Nota es absorbida
por la ficción, considero que el lenguaje configurador de la Nota es lenguaje real, atribui-
ble a Severo Sarduy, el autor real, y no al sustituto autorial, ficticio, existente en el texto.
Vale decir, dicha Nota, instancia metatextual, no estaría formando parte del texto, sino
del libro. Además, como ha señalado Solotorevsky (1997), ella aparece después de que,
con la mención de un lugar y de una fecha (“Paris, marzo de 1965”, DSC: 232), se ha
puesto fin al texto.
Sin embargo, configurándose una suerte de justicia poética, el texto de DSC logra
sobrepasar el afán reductor, clausurante, de las explicaciones de la Nota. Según éstas, por
ejemplo, el viejo lujurioso que persigue a Flor de Loto es Mortal Pérez, pero en el texto
no hay indicios de que el General sea identificable con Mortal (la excepción podría ser,
tal vez, que ambos son llamados, en una oportunidad, ‘el gallego’); asimismo, en la Nota
se señala que en “La entrada de Cristo en La Habana”, Mortal va a metaforizarse en Cris-
to, pero en el texto no hay marcas convincentes de que ello ocurra: si bien ambos perso-
najes son rubios, este mero dato no alcanza para postular una metaforización (en todo ca-
so, habría una contaminación metonímica); más aún, el mismo texto los configura como
dos personajes distintos: “¿Cuál de los dos es más rubio?” (194). Por último, el “Curricu-
lum cubense” no es únicamente la presentación de los personajes, como se sostiene en la
Nota; allí también hay acciones, activación del código proairético, como por ejemplo la
visita de Socorro a la Domus Dei (94), donde, en lugar de Dios, distinguirá a la Gran Pe-
lona.
Así como el texto excede el efecto clausurante de la Nota, cabe postular que él tam-
bién excede, al menos por momentos, su propio código. La escena de Socorro buscando
el sentido oculto tras la tela de un tapiz (tejido, texto), en el que apenas encontrará su re-
verso deshilachado (fragmentado, descentrado), ‘islas de nudos, puntadas negras’ (escri-
tura), y la analogía del perro (la palabra) que dispara, que huye incesamente de un signi-
ficado que intenta capturarlo, evocan inmediatamente imágenes o nociones que Barthes
(1970/1974) relaciona con lo escribible: galaxia de significantes, dispersión, ausencia de
68 Capítulo 3
gramática y de estructura narrativa. Sin embargo, no es imposible encontrar significados
en DSC, a pesar de que el mismo texto pareciera resistirse a ello; similarmente, en la es-
pesura del lenguaje es dable captar hilos narrativos, e incluso, en el caso de “La entrada
de Cristo en La Habana”, una trama relativamente organizada, al menos en comparación
con las partes que la anteceden. Esto no neutraliza, en modo alguno, la intencionalidad
textual de DSC, que es, claramente, la de practicar el juego de los significantes, la apertu-
ra del texto, y por lo tanto, considero que así debe ser abordado por el receptor.
Otra manifestación de la tematización de la escritura en DSC se relaciona con la pe-
culiar noción de ésta que Sarduy ha desarrollado en su labor crítica. En su colección de
ensayos titulada Escrito sobre un cuerpo, Sarduy (1968/1999: 1154) señala:
La literatura es […] un arte del tatuaje: inscribe, cifra en la masa amorfa del lenguaje in-
formativo los verdaderos signos de la significación. Pero esta inscripción no es posible sin
herida, sin pérdida. Para que la masa informativa se convierta en texto, para que la palabra
comunique, el escritor tiene que tatuarla, que insertar en ella sus pictogramas. La escritura
sería el arte de esos grafos, de lo pictural asumido por el discurso, pero también el arte de la
proliferación. La plasticidad del signo escrito y su carácter barroco están presentes en toda
literatura que no olvida su naturaleza de inscripción, eso que podría llamarse escripturali-
dad.
En “Junto al río de cenizas de Rosa”, se configura una escena en la cual el General persi-
gue a María Eng, pero ésta, prefiriendo la compañía de un marinero norteamericano, se
le escapa: “La ve hundirse entre letras” (123). Es precisamente en el cuerpo/texto de Ma-
ría donde el tatuaje, la pictografía, es realizada (“le muestra su ombligo: pintada, la re-
producción en miniatura de un tondo cóncavo. Johnny se pega contra el vientre para po-
der verlo”; 126); el responsable de la inscripción, de esa escritura ‘hiriente’ a la que se
refiere Sarduy, es Carita de Tortura, “muy antiguo maestro en las artes simétricas del
placer y el horror de los ojos: Pintura y Tortura chinas” (127). También Auxilio y Soco-
rro –o, más exactamente, sus cuerpos, convertidos ahora en columnas de Medina Az Za-
hara– son objeto de esta práctica escriptural: “birretes de madera agujereados de letras
coránicas; el nácar de los textos se repite alrededor de las cabezas […], y de esas simetrí-
as estrelladas desciende un follaje negrísimo –las greñas de las Moritas– entorchado a
las columnas de mármol de sus cuerpos” (179). Según Sarduy, “todo libro es un cuerpo,
un volumen en el espacio, pero al mismo tiempo el cuerpo puede ser vivido fantástica-
mente como un libro, como una topología en que se inscriben signos” (Rodríguez Mone-
gal 1970: 354); nadie parece entenderlo mejor que Auxilio, quien para captar adeptos im-
primió en su cuerpo desnudo –comenzando por una nalga– los textos del Señor:
Mientras Auxilio se meneaba al compás de los tamborines, “El Bruno daba unos pasos
alrededor de ella, mirándole las caderas como si leyera” (ibíd.).
Otro procedimiento antimimético destacable en DSC es la forma espacial; el texto
destruye de manera ostentosa la linealidad temporal, lo cual pone al descubierto el domi-
nio del sujet sobre los eventos del mundo configurado. Sin contar la Nota final (a la que
Severo Sarduy 69
ya me he referido), la obra está compuesta de cuatro partes discontinuas; no hay entre
ellas un encadenamiento cronológico que las ligue2. La forma espacial se destaca espe-
cialmente en la tercera parte, “La Dolores Rondón”, en la cual el orden de los aconteci-
mientos no está regido por la fabula (el destino de la mulata, o la carrera política de Mor-
tal), sino por los versos de la décima escritos en el mármol; el narrador homodiegético es
consciente respecto de este rasgo del texto: “Pero dejemos la palabra a los dos narrado-
res. Que ellos nos presenten la vida de Dolores Rondón. No lo harán en el orden crono-
lógico, sino en el del poema, que es, después de todo, el verdadero” (DSC: 142; el énfa-
sis es mío). Asimismo, el relato patentiza su índole facticia a través del desenmascara-
miento lúdico y consciente de su funcionalidad:
Se va, [Dolores] se va para que el poema sea cumplido, para que, como te decía, el destino
exista, el vomitivo sea útil. (146)
Dolores va a morir, quizás está ya muriendo para que el poema se cumpla. (147)
si [Mortal] sale electo concejal, lo que por supuesto ocurrirá, para que el poema se vaya
cumpliendo paso a paso (lo que ya comienza a aburrirnos), y sin tropiezos (por lo cual le
suplico termine este verso ahora mismo). (154)
¡Qué horror! Cada frase tuya, que parecía banal y gratuita, cobra un gran sentido, se integra
a una maquinaria precisa. ¡Qué grande eres, autor de la Dolores Rondón! (164)
[…] a ustedes dejo estas pajuzas rubias, […]; a ustedes que desprecian la capital, la gran vida,
LA GRANDEZA Y EL PODER,
a ustedes que en la hora definitiva me abandonan, en hora de la gran elec-
ción, de los frijolitos de soja. (160)
2 A este respecto, González Echevarría (1993) ha señalado que el “Curriculum cubense” con que se
abre DSC debería ir al final de la última ficción, ya que allí los hechos transcurren en La Habana
hipermoderna e irreal a la que llegan los personajes al final de “La entrada de Cristo en La Haba-
na”.
70 Capítulo 3
Un procedimiento similar puede hallarse en p. 184, donde el título del capítulo (“SOCO-
RRO”) constituye, al mismo tiempo, la primera palabra del primer párrafo. Asimismo,
los blancos que fragmentan la narración del texto pueden ser producidos por la inclusión
de Notas que pertenecen al sustituto autorial (99; 182; 184; 185).
El espacio textual se destaca, también, a través de la presencia masiva de momentos
líricos que sobresalen en el blanco de la página. Estos momentos corresponden:
a) al discurso propio de los personajes: Auxilio y Socorro (92; 186; 191; 215), Dolores
Rondón (168), Rita (209), un jabaíto bembón (212);
b) a citaciones de otros textos: canción popular (105), canción de Marlene Dietrich (124),
fragmento del “Son de la loma” (195).
Avanza con un redoble de tambores y címbalos; retrocede y aparecen la Reina de las Gru-
llas (¿la reconocen?, ¿adivinan quién es? Mírenla bien y sabrán –respuesta tres líneas más
abajo–) y la Reina de los Halcones […]. Pues sí, como han adivinado, la Chong y la Si-
Yuen, las Nítidas. (133)
Desde la tribuna los fieles les tiraban puñados de bolas negras que se abrían en el aire: flo-
res de seda china. Quedaban flotando: jardines negros. Caían; en los pétalos, incompleto, al
revés, impreso Su nombre, roto. (227)
[...]
Se vio desmoronar. Cayó en pedazos, con un quejido. Madero al agua. La pelada, la lepro-
sa, Su cabeza partida en dos. El hueco vacío de los ojos, los labios blancos y perforados, la
nariz en el hueso, las orejas tupidas por dos coágulos negros. Y más allá, la frente, el globo
frío de los ojos, el tronco […]. Y hacia arriba la curva de la espalda. Las piernas en pedazos.
(232)
– Auxilio y Socorro:
“las Floridas, las Siempre-presentes” (97); “las Culito” (111), “las Siamesas” (112);
“las Divinas” (112); “las Sonrientes” (113); “las Llenas de Gracia” (114); “las Simé-
tricas” (115); “las Pie Diminuto” (117); “las Dos” (117); “las Papisas del Tarot” (117);
“las Divinidades Calvas” (118); “las Muertas-Vivas” (119); “las Peripatéticas” (119);
“las Pintarrajeadas” (121); “mis Ranitas” (121); “las Cejudas” (122); “las Ojito”
(122); “las Baby Face” (125); “Chong y Si-Yuen” (125); “las Sebáceas” (125); “las
Rollizas” (125); “Aux. und Soc.” (126); “la Luz” (126); “las Dueñas-de-Todo-
Aparecer” (127); “Luz Fría” (127); “las Ojitos de Ofidio” (130); “las Biondas” (130);
“la Reina de las Grullas […] y la Reina de los Halcones” (133); “las Dueñas-de-la-
Yerba-de-la-Inmortalidad” (133); “las Nítidas” (133); “Las insípidas” (134); “Las
Sonsas” (134); “las Insaciables” (135); “las Ninfas” (136); “las Urracas” (137); “Las
Parcas” (166); “las Fieles” (177); “las Moritas” (179); “las Veladas” (179); “las Ma-
jas” (180); “las Diestras” (180); “Las Cabeza de Perro” (180); “las Cabezotas” (181);
“las Pálidas” (182); “la Una; y la Otra” (187); “Las Flamencas” (190); “las Corzas”
(190); “las Renacuajo” (191); “las Ónticas” (193); “las Ojos Fijos” (194); “las orga-
nistas de La Habana” (194); “las Pasionarias” (195); “Las Murciélago” (196); “las Ja-
baítas” (196); “las Remolinitos Rubios” (200); “las Devotas” (202); “Las Cristo’s
Fans” (204); “las Pías” (206); “las Cantoras” (207); “las Cornucopias de Cráneos”
(208); “las Dos Mujeres” (215); “las Magdalenas” (216); “Ellas” (231); “las Constan-
tes, las Fieles, las Sombras” (231); “las Parcas” (233).
Si bien no con la cantidad y la variedad que caracterizan a las protagonistas dobles, tam-
bién otros personajes de DSC cuentan con múltiples denominaciones:
– El General:
“el pírrico” (100); “el Condecorado” (100); “el Glorioso” (100); “el Belicoso” (109);
“el Matarife” (109); “el Libidinoso” (110); “el Gallego” (113); “el mirón” (114); “Él”
(114); “el Batalloso” (115); “el Medalloso” (115); “el Gene” (116); “Príapo jubilado”
(119); “G.” (119).
– Flor de Loto:
“Cenizas de Rosa” (107); “la amarilla” (108); “la china” (109); “Carita de Dragón”
(111); “Flor” (112); “la Emperatriz” (113); “La regina pictrix” (114); “Emperatriz
Ming” (115); “El chino” (115); “La Ming” (121); “la Fija” (133).
– Una anciana:
“la Venerable” (128); “la asiática” (128); “la exmandarina” (131); “la matrona de
Formosa” (131).
– Johnny:
“míster” (123); “el americano” (124); el “boy” (125); “Johnny Smith” (125); “il rosso”
(126).
– Mortal Pérez:
“galleguito” (146); “el rubio, el ojitos-de-piñata, el hombre de castilla” (146); “el ga-
llego” (153).
– Dolores Rondón:
“la negra lamesca” (102); “mulata wilfredolamesca” (144).
– Cristo:
“el Redentor” (203); “Jesucristo Nuestro Señor” (204); “el Rey de los judíos y de los
cubanos” (204); “Él” (204); “el Rey de Alto Songo” (206); “el Verbo santiaguero”
(206); “el rey lijado” (206); “El Rey” (206); “el Vencedor de Santiago” (207); “el Ru-
bio de los Rubios” (207); “el Rubio” (208); el “Endomingado” (209); “el rubito”
(213); “El Podrido” (215); “El Apestoso” (215); “Rey de los Cuatro Caminos” (227).
– El Bruno:
“el mulato” (196); “el violinista” (197); “el paganini sepia” (197); “el virtuoso” (199);
“el Maestro” (200).
Severo Sarduy 73
Estas denominaciones, como ya ha sido indicado, responden a una circunstancia dada, y
el texto, por lo general, deja entrever el motivo de las metamorfosis: el apelativo “las
Urracas” alude a Auxilio y Socorro saqueando la tienda del General; “el paganini sepia”
corresponde al virtuosismo del mulato ejecutando el violín; “la exmandarina” se refiere a
la anciana asiática que ahora atiende en un antro cubano llamado LA CHINA MODER-
NA (129); etc. Así como la ausencia de un centro –de un significado fijo, transcenden-
tal– ponía en marcha el libre juego de los significantes, en este caso dicha ausencia, pro-
vocadora del carácter mutante, inestable del ser, permite el inflacionario despliegue de
nombres3.
La metamorfosis, que emerge como principio constructivo del texto, afecta no sólo
a los personajes sino también a los espacios y los acontecimientos de DSC. Es al conjuro
de esta palabra (“¡Metamorfosis!”, 117; “Metamorfosis, metamorfosis”, 119) que se des-
encadena el movimiento: el lenguaje prolifera exuberantemente, se despliegan paradig-
mas, y las metonimias se suceden en un ritmo irrefrenable; véase el siguiente momento:
De ese arroyo arranca Auxilio un cabello, lo anuda dos veces, lo sopla, y a la voz de ‘¡Me-
tamorfosis!’ éste se convierte en culebra que serpentea en el aire con una mariposa en la
boca, que se rompe contra el suelo y es camaleón, sapo, camarones de plomo. Así puebla la
plaza de animales: monos actores, antílopes rojos sobre relojes de sol, grullas asustadas,
camellos cargados de órganos hidráulicos, leopardos, linces, osos que huyen de las motone-
tas. (118)
Después de todo, sería útil renunciar, en crítica literaria, a la aburrida sucesión diacrónica y
volver al sentido original de la palabra texto –tejido– considerando todo lo escrito y por es-
cribir como un solo y único texto simultáneo en el que se inserta ese discurso que comen-
zamos al nacer. Texto que se repite, que se cita sin límites, que se plagia a sí mismo […].
La literatura sin fronteras históricas ni lingüísticas: sistema de vasos comunicantes. (Sarduy
1968/1999: 1164)
Mortal (aspirante a concejal. La voz del primer verso se ha vuelto autoritaria): Yo… (pero
hay defectos en el micrófono, en la radio. Primero como “estática”, a tal punto que se escu-
cha una sola sílaba, luego el dial recorre todas las estaciones. Silbido agudo.) (Publicidad
cantada) Jabón Candado, deja la ropa (hablado, vocecilla) o en el Caballero de la R (voz de
intelectual) Wallraf-Richartz-Museum (hablado) y de una situación interna ext (cantado,
Ella Fitzgerald) in the moon. (150)
Por otra parte, el destino fatal de Dolores, la heroína trágica, está pre-determinado: ella
muere, según el poema escrito en el mármol, en el segundo acto-verso; de este modo, no
sólo es anulado el efecto catártico (que en la tragedia convencional se produce al final de
la obra), sino que también se establece el triunfo de la escritura (“Dolores va a morir,
quizás está ya muriendo para que el poema se cumpla”; 147).
Los cambios genéricos son, según Sarduy (1972a: 175), un rasgo distintivo del ba-
rroco: “En la carnavalización del barroco se inserta, trazo específico, la mezcla de géne-
ros, la intrusión de un tipo de discurso en otro –carta en un relato, diálogos en esas car-
tas, etc.–, es decir, como apuntaba Backtine, que la palabra barroca no es sólo lo que fi-
gura, sino también lo figurado, que ésta es el material de la literatura”. En DSC la mezcla
genérica no sólo se produce ‘horizontalmente’ –la teatralidad de “La Dolores Rondón” al
lado, o en medio, de “Junto al río de cenizas de Rosa” y “La entrada de Cristo en La
Habana”– sino también verticalmente, “en profundidad”. Ejemplo de ello son: el poema
de Dolores Rondón incluído en la pieza teatral (168); los fragmentos del “DIARIO DE
BITÁCORA” (191) insertados en el relato “La entrada de Cristo en La Habana”, y, de-
ntro de aquéllos, el diálogo versificado entre Auxilio y Socorro (191-192); las acotacio-
nes escénicas (marcadas gráficamente con cursivas), característica distintiva del género
teatral, incluidas en las narraciones colindantes a “La Dolores Rondón”, etc.
78 Capítulo 3
3.2 Procedimientos empleados en Cobra
[…] no olviden que yo no soy más que una concreción del cloruro viscoso, un engendro de
la eterna truculencia llena. –Saca la lengua otra vez, se retoca un lunar: -¡Hay que teatrali-
zar la inutilidad de todo!– y rompe en una carcajada. (206)
Teatralizar: esto es precisamente lo que hace –lo que pone en escena– Cobra, un texto
que, parafraseando a la vidente, constituye un ‘engendro’ de la estética barroca: “El fes-
tín barroco nos parece […], con su repetición de volutas, de arabescos y máscaras, de
confitados sombreros y espejeantes sedas, la apoteosis del artificio, la ironía e irrisión de
la naturaleza, la mejor expresión de […] la artificialización” (Sarduy 1972a: 168).
La índole teatral es puesta en evidencia ya desde el comienzo del texto, el cual se
inicia con la mostración del “Teatro Lírico de Muñecas”, traducción al español de Bun-
rakú, el teatro japonés de marionetas gigantes; “la Reina” (12) de este teatro es Cobra,
quien al igual que los otros personajes que allí actúan (la Dior, la Sontag, la Cadillac) es
un travesti. A este respecto, es posible afirmar acerca de Cobra lo que Sarduy señaló
acerca de Manuela, el protagonista –también travesti– de El lugar sin límites de Donoso.
El travestismo, según Sarduy (1968/1999: 1150)
[…] sería la metáfora mejor de lo que es la escritura: lo que Manuela nos hace ver no es
una mujer bajo la apariencia de la cual se escondería un hombre, una máscara cosmética
que al caer dejara al descubierto una barba, un rostro ajado y duro, sino el hecho mismo del
travestismo.
4 Sarduy (1972/41986). Al citar el texto me limitaré a señalar el número de la página junto al mo-
mento citado.
Severo Sarduy 79
val y colega de Cobra en el Teatro, es también “una mucama harapienta” (Cobra: 65);
tratado por el Dr. Ktazob, pasa a ser un “gangster marroquí” (99) y es, también, el propio
Dr. Ktazob. Si algo ponen en evidencia estas transformaciones, tanto por su cantidad
como por su índole, es que no se trata de personajes convencionales que, “sencillamen-
te”, cambian de identidad, lo cual podría ocurrir en cualquier texto verosímil, sino de
personajes vacíos, carentes de identidad, que precisamente por ello pueden asumir una
distinta cada vez. Ante esta “vacuidad ontológica” de los personajes el texto reaccionará
“barrocamente”, es decir, contrarrestará su horror vacui adjudicándoles a los actores dis-
tintos roles y, como se muestra a continuación, numerosos nombres:
– Cobra:
“la Reina” (12); “el Mito” (16); “la infeliz” (33); “el ángel caído” (33); “la desangrada
acróbata” (110); “la pinchada” (112).
– Pup:
“Cobrita” (46); “la reducida” (50); “La Poupée” (50); “La Pupa” (52); “la saltamon-
tes” (52); “la demasiado luminosa para su masa” (53); “la Monstrua” (57); “la infeliz”
(66); “la crucificadita” (66); “la Gorgojo” (66); “la torturadita” (66); “la exigua” (67);
“la Majita Amarrada” (70); “la Desgraciada” (70); “la engarzadita” (71); “la Contraí-
da” (76); “la Monstrua Vestida” (88); “la pigmea albuginosa” (108); “la liliputiense
lechosa” (108).
– La Cadillac:
“la mamarracha” (54).
– Dr. Ktazob:
“el Doktor” (95); “el Doctor” (97); “el Facultativo” (98); “el Doctor K” (107); “el Al-
terador” (110); “el platinado” (110); “el Maestro” (115).
– La Señora:
“la Buscona” (13); “la Alcahueta” (13); “la Madre” (14); “la Matrona” (22); “la bilio-
sa” (22); “la Sanchezca” (40); “la Venerable” (44); “la Decana” (44); “la Dilatada”
(53); “la alelada celestina” (61); “la Dueña” (61); “la Teórica” (87); “la Ínclita” (88).
– El indio costumista:
el “enturbantado” (16); “el inventor de alas de mariposa” (17); “el miniaturista” (17);
“el artífice himalayo” (17); “el orfebre dérmico” (18); “Invencible” (18); “Eustaquio”
(19); “el indio” (20); “el pugilista” (21); “el cifrador” (21); “Eustaquio el Sabrosón”
(21); “el perverso” (25); “el as del ramillete” (27); “el maquillista” (32); “El Maestro”
(56); “el obsequioso coreógrafo” (59); “el Maestro” (64); “el Transformador” (66); “el
Mago” (67); “el Facultativo” (73).
[…] de almohada les servían a los mugrientos piernas cruzadas y flores de loto, tronos de
Budas a los que faltaban el lóbulo de una oreja, o la protuberancia craneana, o a los que
habían serruchado el moño, o robado la pasta de vidrio de los ojos, o entregado a la perse-
verancia de la carcoma. (191-192)
Ktazob se oculta en lo más visible, en el centro del centro […]. Ah, y ve de mi parte, rica;
te dejará bien rajada. Me reservas, eso sí, el estreno. (99)
Antes de ser sometido a la cuchilla del “Alterador”, éste le dice a Cobra: “te adentras en
el estado intermedio: cielo vacío las cosas, […] sin límites ni centro” (114). Desde un
punto de vista estructural, Cobra es –como Cobra– la persistente violación de un centro
inexistente, y ello debido a sus continuos desplazamientos.
Estos desplazamientos se perciben –en el nivel semántico– ya desde el título; el
término ‘COBRA’ es un anagrama de COpenhague, BRuselas y Amsterdam (las tres ciu-
dades aparecen, en este orden, en pp. 20 y 136), es el nombre de un grupo de pintores
(“appel aleschinsky corneille jorn”; 136), y es, también, “serpiente venenosa de la India”
(136), “serpiente que se enrosca” (214), y al enroscarse elimina la fijación de un princi-
pio (origen) y un fin (telos).
La fractura del título se extiende y se intensifica en el espacio textual de Cobra. En
la obra se pueden discernir dos ‘relatos’ (Cobra I y Cobra II), contando cada uno de ellos
con cinco secciones que, a su vez, se subdividen en numerosos fragmentos. A veces, una
sección puede no estar relacionada ni lógica ni cronológicamente con sus secciones co-
lindantes (e.g., “Blanco”, 211-225). La estructuración del texto, en general, subvierte la
linealidad temporal, patentizándose así su forma espacial: por ejemplo, tanto la Señora
como Cobra visitan, en “Cobra I”, la India; primero regresa la Señora (60) y luego Cobra
(81); sin embargo, las impresiones recogidas en el “Diario Indio” (231-263) aparecen re-
cién al final del texto, y en él participan Tundra, Tigre, Escorpión y Totem, que son per-
sonajes de “Cobra II”. Más aún: los versos finales del “Diario Indio” (y del texto): “Que
a la flor de loto / el Diamante advenga.” (263), parecen responder, analépticamente, la
pregunta de la Señora en el Teatro: “¿Qué joya pondremos sobre la flor de loto?” (72).
Es decir: no sólo no se sabe con exactitud quién es el autor del Diario Indio, sino tampo-
Severo Sarduy 81
co cuándo ocurrieron, desde el punto de vista del desarrollo diegético, los hechos allí re-
latados. Esta incertidumbre respecto del orden cronológico pone claramente de manifies-
to el dominio del sujet sobre los eventos del mundo configurado, lo cual patentiza la fac-
ticidad de la obra.
La fragmentación es captable, además, en otros niveles del texto. A nivel discursi-
vo, suele darse el entrecruzamiento de dos sintagmas que se imbrican (“En el marco de
un muro vacío – El pensamiento: hilos incandescentes–, limitado por la cal, luz gris
compacta, de lluvia fina –bifurcándose, entretejiéndose: los flagelos de un pez: –un
cuadrado se dibuja, avanza; vibran los bordes”; 213), y el hipérbaton en el nivel sintácti-
co (“En la cima, recién abierta, espumosa, nevada, una botella”; 188). Otros escollos que
caracterizan a la peculiar estructuración de Cobra son: la presencia de un epígrafe sin
texto (“A Cobra”; 217), y, en especial, la referencia a un capítulo inexistente (“A pesar
de los pies y de la sombra -cf.: capítulo V-”; 14 y 50). Según los índices que el mismo
texto ofrece, Cobra no posee un quinto capítulo. Si se considera, no obstante, la sección
“¿Qué tal?” como el susodicho capítulo V (lo cual implicaría que cada una de las partes I
y II de “Teatro lírico de muñecas” y de “Enana blanca” no serían secciones independien-
tes), entonces la referencia a “la sombra” (14 y 50) constituiría una prolepsis que alude a
los nefastos resultados de la operación quirúrgica a la que será sometida Cobra: “la som-
bra azul emergía alrededor de la boca” (129; el énfasis es mío).
El texto recurre, asimismo, a distintos tipos de discurso que, enfatizando la escritu-
ralidad, obstaculizan la ilusión mimética; e.g.: discurso paratáctico (“El escuadrón de la
‘social’, en su fijeza, es ya una foto, un holograma del escuadrón primitivo, un museo de
cera, una asamblea entre demonios de utilería, los trastes de un circo barato”; 146); des-
cripciones que, en virtud de la abundancia de detalles y de su excesiva morosidad, se im-
ponen momentáneamente a la narración de la trama:
Junto a la entrada del metro apareció una mujer asustada. Llevaba un sombrero rojo cuyos
cordones, cayendo hasta una capa negra, del rostro ocultaban las flores de oro. Estaba ma-
quillada con violencia, la boca de ramajes pintada. Las órbitas eran negras y plateadas de
alúmina, estrechas entre las cejas y luego prolongadas por otras volutas, pintura y metal
pulverizados, hasta las sienes, hasta la base de la nariz, en anchas orlas y arabescos como
ojos de cisne, pero de colores más ricos y matizados; del borde de los párpados pendían no
cejas sino franjas de ínfimas piedras preciosas. (143-144)
Y en la tarjeta que sostiene la urraca, en grisalla y a la carrera, dibuja unos pinceles, una pa-
leta y quizás un tintero./ Con su escritura regular y florida estampa, abajo y a la derecha,
su firma.
Las metamorfosis y las sustituciones vertiginosas no sólo alcanzan a los personajes y las
acciones, sino también al paisaje y los espacios. La trama de Cobra se desarrolla en dis-
tintos lugares (Paris, 17; Madrid, 85; Toledo, 90; Gibraltar, 92; Tanger, 93; Amsterdam,
130; la India, 230; Nepal, 254), desplazándose entre ellos sin solución de continuidad;
ello suscita la impresión de que lo que se desplaza no es la trama, sino los espacios en los
que ella “transcurre”, como si se tratase de cambios de escenografías en un teatro. El
despilfarro verbal que caracteriza a las descripciones de ciertos lugares enfatiza aún más
la índole artificial, escenográfica, de lo configurado; véanse los siguientes momentos, en
los cuales se desoculta la materialidad de los decorados:
[…] en el sótano de una choza de tierra apisonada, cerca del Sahara, disimulaba una Al-
hambra que a su vez disimulaba un burdel polinesio con biombos tapizados en azul, lámpa-
ras de franjas rojas, servidores desnudos y mesas a ras de suelo con pipas de kif que nunca
se apagaban. (96)
Severo Sarduy 83
Huyó con fondo de puerto.
Con fondo de arco iris, de una montaña y siete círculos de océanos separados por siete cír-
culos de colinas doradas […].
Con fondo de puerto: en primer plano se amontonaban boyas y mástiles, vallas de la Shell
[…], esferas vacías, de vidrio verde, un tubo gigante, de hojalata, expulsando un cilindro
blando, con rayas fluorescentes. Gaviotas inmóviles. Banderas duras. (188)
Para vencer la proliferación incontrolable, de ese yoghurt se botaba al amanecer algo en los
caños; se iban por los desagües las manitos de feto engarrotadas. Pero como si esos dese-
chos se ofrecieran a los dioses de los antiguos cultivadores chinos, que privilegian al bota-
rate y redoblan sus dones a quien los derrocha, la mañana siguiente las sorprendía con otra
acometida de arbolitos comprimidos, de jade, que al contacto del agua se abrían. (44)
[…] sin fábrica de muñecas, su tema –la Señora: Ah, porque la literatura aún necesita te-
mas… Yo (que estoy en el público): Cállese o la saco del capítulo– no puede continuar este
relato. (26)
Escorpión: ¿Qué tengo que hacer para liberarme del ciclo de las reencarnaciones?
El Gurú: Aprender a respirar. (179)
Escorpión: ¿Qué tengo que hacer para tener un pecho como el de Superman?
Rosa: Aprender a respirar. (207)
Cobra: Quisiera ser acróbata del Palacio de las Maravillas. ¿Cómo hago para desarticular-
me todo?
Rosa: Siéntese. Ponga el pie izquierdo sobre el muslo derecho y el derecho sobre el iz-
quierdo. Cruce los brazos por detrás de la espalda […]. (207)
El hecho de que sean distintos personajes (en este caso, El Gurú y Rosa) los que ofrecen
una respuesta idéntica, subraya aún más la teatralidad que caracteriza al texto, como si se
tratase de dos actores que, no obstante las preguntas diversas, repiten un mismo libreto
Severo Sarduy 85
preexistente; esta desocultación de la índole representacional del relato atenta, sin duda,
contra la ilusión de mimesis.
Al igual que los diálogos antes citados, suscitadores de un efecto teatral, la irrup-
ción del género lírico constituye otro cambio genérico desautomatizante, el cual, a su
vez, es potenciador del espacio textual. Determinadas secuencias relativas a la trama
pueden adoptar, súbitamente, la configuración de un poema; véase el siguiente momento:
Se yergue.
Sopla y silba.
Surcos sinuosos.
Viscosas espirales lentas (119)
En la primera parte de la sección “Enana blanca” se cita una canción, cuyo sonido pro-
viene de un “fonógrafo ciego” (48), al ritmo de la cual parecería que están bailando La
Señorita y Pup:
un tiempo de plenitud,
un tiempo de decrepitud,
un tiempo de afinamiento,
86 Capítulo 3
un tiempo de espesamiento,
un tiempo de vida,
un tiempo de muerte,
un tiempo de derrumbe,
un tiempo de erección,
un tiempo de yin,
un tiempo de yang. (48-49)
Se destaca, en primer lugar, la insistente repetición de los sintagmas “un tiempo de”, re-
iteración que de por sí enfatiza la escritura; el texto de la canción, además, es configura-
dor de un coupling (vid. Levin 1962), y el narrador parecería mostrarse consciente del
empleo de dicho recurso lírico, ya que al final de la cita realiza la siguiente observación:
“Avanzan, sí, paralelas, pero en sentido contrario” (Cobra: 49; el énfasis es mío). En un
primer nivel de lectura, este comentario se refiere a la danza de los personajes (“las ena-
nas se desplazan”, 48); pero, en otro nivel –y al mismo tiempo–, el narrador podría estar
refiriéndose a los versos de la canción, los cuales están ubicados en una equivalencia po-
sicional paralela, y en los que, alternadamente, se incluyen lexemas de sentido contra-
rio, antitético.
Por lo que respecta a otros cambios genéricos, en Cobra no se produce la irrupción
de un guión cinematográfico, pero sí hay menciones que se conectan con el ámbito del
cine, y también ellas coadyuvan a la índole de mera representación de lo configurado:
“Ábrense las cortinas de terciopelo púrpura […] Sí, mi 16 mm blanco y negro […] se
transforma en un Cinerama a todo Metro-color. Himnos estereofónicos. En la pantalla se
va definiendo un paisaje…” (62-63). La sección final de la novela incluye un “Diario in-
dio” en el que se recogen impresiones de un viaje realizado por la India y Nepal; sin em-
bargo, a diferencia del diario de viajes canónico o convencional, en él no se ofrecen, de
manera explícita, ni las fechas ni los lugares correspondientes a cada una de las entradas.
La noción de intertextualidad, como ya he señalado al referirme a DSC, es inherente
al texto literario así como éste ha sido postulado, y practicado, por Sarduy: “inscribir el
mayor número de direcciones posible, dialogar con el mayor número de textos posible,
en el espacio de un mismo nivel” (Rodríguez Monegal 1970: 323). Dentro del “Diario
indio” se incluye una breve sección cuyo título, ‘Las indias’ (236), corresponde –según
lo indica una nota a pie de página– al Diario de Cristóbal Colón; este momento podría
configurar un nuevo diálogo o encuentro –como tantos otros existentes en Cobra– entre
Oriente y Occidente, a través del cual se alude al error inicial de Colón, quien creyó
haber llegado a las costas de Asia. Esta sección se ubica contiguamente a otra –‘Las in-
dias galantes’, 237-239– que constituye, según Kushigian (1991: 91), una parodia teatra-
lizada de Les Indes galantes, ópera-ballet compuesta por Jean-Phillipe Rameau en 1735.
Las dos referencias intertextuales –‘Las indias’ y ‘Las indias galantes’– aluden a distintas
“lecturas” (erróneas, exóticas, pintoresquistas) del Oriente hechas por el hombre occi-
dental, y ello se corresponde con la actitud de los personajes de Cobra: “Para la Féerie
Orientale con que soñaban las muñecas del Teatro, volvió a Occidente doblada bajo un
montículo de pacotilla india” (60); “No era música india. Eran los Beatles” (153).
Cada una de las dos partes que componen la sección “Enana blanca” está precedida
por un epígrafe que consta de una citación de un texto científico; el tema de ambos epí-
Severo Sarduy 87
grafes es la astronomía. En el primero (41), se describe a las ‘enanas blancas’ (de las que
Pup, compañero de Sirius, es una de las más célebres): se trata de estrellas extremada-
mente compactas, de radio muy pequeño, y que se caracterizan por su elevada densidad.
En esta parte del texto de Sarduy, Cobra, que para reducir el tamaño de sus pies buscaba
el jugo que achica, lo encuentra, y tanto abusa de él que se reduce entera: “Había queda-
do blanca, calcárea, de tiza apisonada, era diminuta y lunar, estaba helada, era gibosa y
compacta” (45); también su nombre se contrajo: “de La Poupée a La Pupa y a la tenue
explosión de Pup” (51-52). El epígrafe de la segunda parte (59) es un fragmento tomado
de Le Monde, que se refiere a la explosión del quasar 3C 446, producida hace algunos bi-
llones de años; el estallido de este objeto celeste fue tal, que se supone que dio origen al
universo tal como hoy lo conocemos. La segunda parte de “Enana blanca” trata, así, de la
expansión de Pup hasta reconvertirse en Cobra: “los ríos y tu cuerpo han crecido” (78);
“Yo la noto más bien inflada, hidrópica…” (74). Además de advertir la existencia de una
correspondencia entre estos epígrafes y el texto de Cobra –correspondencia que contri-
buye a aclarar ciertos aspectos del mundo configurado–, es importante destacar que la
mera teatralización, la novelización lúdica, del discurso científico (caracterizado éste por
su pulsión unificadora, totalizadora) suscita un efecto paródico5.
La sección final de la novela, “Diario indio”, cuenta con dos epígrafes de Octavio
Paz; en el primero de ellos, en prosa, se menciona un espacio “que no contiene sino aire
y unas cuantas imágenes que se disipan” (229), refiriéndose tal vez a las impresiones de
la India recogidas en el “Diario”, las que al no tener fechas ni lugares precisos que las fi-
jen, parecen perderse, disiparse, en la fluidez discursiva. El otro texto de Paz es un poe-
ma:
La Boca Habla
La cobra
fabla de la obra
en la boca del abra
recobra
el habla:
El Vocablo. (229)
Se recobra.
Se enrosca.
(La boca obra.) (118)
5 El mismo Sarduy se ha referido a este momento de la novela como “Una parodia de la explosión
inicial” (Rodríguez Monegal 1970: 328).
88 Capítulo 3
Respecto de la relación entre el texto de Paz y el de Sarduy, Rodríguez Monegal ha seña-
lado que la relación Cobra – boca – habla – obra – vocablo, no sólo funciona al nivel de
las asonancias y consonancias sino al nivel metafórico del libro entero: “Cobra (el libro)
habla; Cobra (el protagonista) es una boca que habla y que obra: Cobra (libro y protago-
nista) existen simultáneamente al nivel del texto y se confunden en la superficie del tex-
to” (Rodríguez Monegal 1976: 61).
En Cobra aparecen otras citaciones, que están engarzadas en el desarrollo discursi-
vo del propio texto; e.g.: la expresión “desocupado lector” (61) es la misma con que se
inicia el Prólogo del Quijote; la “luz mortecina” (94) durante el show de Cobra en Tan-
ger, con ‘fondo de bandoneones’, parece extraída del tango “Silbando”, de Castillo y
Piana; la frase “cielo vacío las cosas, / inteligencia nítida, vacuidad transparente / sin lí-
mites ni centro” (114), pronunciada alternadamente por el Alterador y el Instructor de
Cobra, la cual se repite en el epígrafe de p. 185, pertenece al Bardo Thödol, o “Libro Ti-
betano de los Muertos”. El siguiente momento: “un tiempo de plenitud / un tiempo de
decrepitud / un tiempo de afinamiento” (48), parece evocar al Eclesiastés. Entre las nu-
merosas alusiones literarias –que convierten al texto, tanto a su producción como a su re-
cepción, en una verdadera “excursión literaria” (vid. A. de Toro 1992: 150)– se destacan
en Cobra: una referencia a ese tópico borgeano que es el espejo (“borgesco espejeo”;
53); una evocación del ambiente hippie y las drogas (96) que caracterizan a Naked lunch,
de William Burroughs; la mención del Conde Don Julián (97), personaje de Juan Goyti-
solo; la remisión al relato de E. A. Poe “La carta robada”, al describirse a Ktazob que,
“como una carta robada que la policía no encuentra porque está expuesta sobre la chime-
nea, […] se oculta en lo más visible” (99). Abundan en Cobra, además, las menciones y
alusiones a artistas plásticos y/o a sus obras: Calder (11); alusión a ‘Las Meninas’, de
Velázquez (“una infanta prognática parada junto a un galgo que pisa un pajecillo y con-
templando a los monarcas que posan”; 47); Juan Carreño (88), cuyo cuadro “La Mons-
trua”, realizado en 1680, es una representación pictórica de Pup; Sam Francis (109);
Vieira da Silva (142); Roy Lichtenstein (143), la mujer rubia que llora, y el discurso que
ella pronuncia, aparecen en un cuadro de este artista-pop; representación en blanco y ne-
gro de cebras (143), a través de la cual tal vez se alude al arte cinético del pintor húngaro
Victor Vasarelly; Murillo (191).
Con respecto a la intertextualidad interna o restringida, en Cobra (re)aparece la du-
pla protagónica de DSC; deambulando por Toledo en su viaje a Marruecos, Pup y la Se-
ñora “se encontraron pues nada menos que con Auxilio y Socorro” (Cobra: 91); se trata
de un momento de ruptura, lo cual es mostrado lúdicamente por el texto: “No bien las ha-
bían reconocido que ya las dejaban por imposibles” (ibíd.). Análogo procedimiento ocu-
rre con Dolores Rondón, como lo muestra el siguiente momento del narrador: “vamos a
eliminar a la Señorita, inscribiendo en una lápida conmemorativa con angelotes al revés,
cintajos y floreros de mármol que hubieran dado envidia a la misma Dolores Rondón”
(61). No sólo personajes aparecen en ambos textos de Sarduy, sino también la descrip-
ción de un evento: e.g., una escena de “La entrada de Cristo en La Habana”, tercera parte
de DSC, es representada iconográficamente en un cofre de plata que posee la Señora:
Severo Sarduy 89
En el reverso de la tapa se extendía un paisaje logrado con incrustaciones minuciosas: a una
ciudad tropical –al fondo se veían palmeras, fachadas coloniales, un ingenio azucarero– en-
traba un Cristo de madera, majestuoso y muriente […]. Dos mujerangas vestidas de negro,
pero violentamente pintadas, corren hacia el primer plano, los brazos abiertos, dando gritos.
(Cobra: 69)
Asimismo, es captable un vínculo entre los dos textos en el nivel metaliterario; una de las
definiciones de ‘escritura’ que aparece en Cobra (“el arte de descomponer un orden y
componer un desorden”; 20), podría tener como antecedente una respuesta que el sustitu-
to autorial de DSC le ofreció al Lector, después de que éste le reprochara cierta invero-
similitud en su relato: “Bueno, querido, no todo puede ser coherente en la vida. Un poco
de desorden en el orden, ¿no?” (DSC: 110).
La patentización de la materialidad del texto se logra en Cobra mediante los si-
guientes procedimientos:
En una entrevista llevada a cabo en 1969, en la cual se le preguntó a Sarduy acerca del
auge internacional de la literatura latinoamericana, el autor cubano se refirió –no sin iro-
nía– a los cambios introducidos por los textos del “boom”:
Las obras de Sarduy que han sido analizadas no trabajan ‘al servicio’ de una supuesta
realidad que es anterior, o exterior, a ellas; parafraseando a Derrida (1967a/1978: 292),
es posible afirmar que ellas no sueñan con descifrar una verdad o un origen que escape al
juego de los signos. Rodríguez Monegal (1976: 54) define a Cobra como un texto que
describe “la ausencia del centro, el vacío, el espacio abierto de la mirada […], esa lejanía
del significado que el proceso simbólico de la escritura designa”. O como propone el
mismo Sarduy (1974/1999: 1244): “El funcionamiento semiótico, sin punto de referen-
cia, sin verdad última, es todo relación, grama móvil en constante traducción, dinámico”.
Y precisamente por no deberse a una verdad última, punto de referencia exterior, los tex-
tos de Sarduy no buscan establecer o fijar un significado trascendental, ni siquiera bajo la
forma de una moraleja alegorizante, tal como ocurre con la frase final de Cien años de
soledad. Si las obras del “boom” reflejaban intentos de acceder a la verdad, lo que se re-
fleja en los textos de Sarduy es, por el contrario, una crisis de la verdad, la cual es plas-
mada mediante la parodización burlesca de dichos intentos. La desentronización de la
Verdad es configurada en Cobra, primeramente, a través de un gurú que, en un bar de
Amsterdam, al salir –significativamente– de una toilette, señala:
–Yo no he subvertido ningún sujeto–. […] De cierto os digo que cualquier cosa es la ver-
dad, que un verdadero dios en nada podría distinguirse de un loco o un farsante. Más hielo.
Y por favor, paren esa música. La barbarie se llama Occidente. (179)
Podría entenderse, a partir de este momento, que la respuesta a las grandes preguntas la
tiene el Oriente. Sin embargo, hacia el final de la novela, tampoco el Gran Lama sancio-
nará una verdad: la respuesta queda abierta, irresoluble; el centro permanece vacío; el
significado trascendental huye:
Malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función del placer –noción capital
del barroco. En el barroco, el lenguaje, contrariamente a su uso doméstico, no se encuentra
en función de información sino en función de placer, es un atentado al buen sentido, mora-
lista y ‘natural’ en que se basa toda la ideología del consumo y la acumulación. (Fossey
1976: 16)
Lo kitsch está presente sobre todo como un rechazo a la jerarquía de valores –ideológica,
simbólica, cultural– de los materiales presentados, puestos en escena. Se supone, por ejem-
plo, que un occidental, al abordar distintos discursos –políticos, eróticos, económicos, etc.–
establece inmediatamente una jerarquía de valores, los dota de ‘seriedad’ o de ‘frivolidad’ o
de ‘impermanencia’. Igualmente, al abordar el oriente ejerce una gran censura –inexistente
allá– entre los distintos estratos religiosos o cotidianos, entre el saber serio, digamos, y lo
banal. En mi escritura, yo trato de anular esta jerarquía […]. No hay seriedad a priori en los
discursos sino intensidad del significante. […] Lo kitsch, ‘lo barato’, viene pues no de un
deseo voluntario de utilizar esa cultura […]: es un efecto del brouillage de los discursos,
del desenfado con que se les maneja, de la parodia a que se les somete, de la risa que susci-
tan. La compostura habitual con que se les enuncia, la manía clasificatoria a que se les so-
Severo Sarduy 93
mete, su separación y su autoridad, todo esto se vuelve cartón-pâte, puro simulacro, teatra-
lidad, representación. (Torres Fierro 1999: 1820)
Otro rasgo distintivo de la narrativa del “post-boom” que se aprecia en los textos aquí es-
tudiados, es la pérdida de confianza en el progreso del arte y en la experimentación artís-
tica como factores necesarios del progreso o cambio social. A ello parecen aludir Rosa,
la vidente de Cobra, cuando entre carcajadas exclama: “¡Hay que teatralizar la inutilidad
de todo!” (206), y, principalmente, el Narrador Uno de DSC, quien al final del relato “La
Dolores Rondón” comprende que dicho relato no ha cambiado nada:
Tú que decías que todo era útil, que todo servía para algo. Mira qué situación. Dime de qué
ha servido, de qué está sirviendo esta devoración en cadena, de qué sirve la vida de Dolores
Rondón, de qué servirá su muerte. ¿Se han ‘modificado los comportamientos’? ¿Se han
‘asido las esencias’? Nada. Deliciosa Nada batida con leche. (DSC: 171)
En el capítulo precedente de este trabajo (véase cap. 2.2.2.1.) habíase destacado que uno
de los tópicos recurrentes del “post-boom” es la preservación o recuperación de la iden-
tidad latinoamericana, ya sea en el orden continental, nacional, o local. Refiriéndose al
título de DSC, González Echevarría (1993: 45) ha señalado que el sintagma ‘de donde
son los cantantes’ es “una perífrasis, un circunloquio en el que lo no dicho, lo que se ro-
dea, lo que se esquiva, es el significado inicial y final: Cuba. […] Esta estructura retórica
del título, combinación de aporía (vacilación entre pregunta/respuesta) y circunloquio, es
en cierta medida ya el significado de De donde son los cantantes”. Me interesan, en par-
ticular, las nociones de ‘rodeo’, ‘circunloquio’ y ‘vacilación’, las cuales aluden al centro
vacío, móvil, a que me referí más arriba. Si ‘Cuba’ es el significado eludido en el título,
y si esta elusión marca no ‘el significado’ –como sostiene González Echevarría (1993)–
sino el principio constructivo del texto, Cuba, el país real, es ahora elidido en las páginas
de DSC: “el metro” (219) que circula por Camagüey; “la nieve” (229) que cae sobre La
Habana, etc. Toda obra literaria configura, con mayor o menor claridad, un heterocos-
mos, y sería una necedad negar que en el de DSC emergen, no obstante la oscuridad de
su lenguaje, tópicos alusivos a la cultura cubana. Sin embargo, DSC no es un texto sobre
Cuba, sino sobre la representación de lo cubano; lo que en él se percibe es “una Cuba
verbal” (Méndez Ródenas 1978: 62) y, agregaría yo, “literaturizada”. Tampoco es un
texto que refleje de manera explícita o directa una preocupación por cuestiones sociales o
relativas a la identidad nacional cubana; por el contrario, el plano paródico más visible
en DSC es, según González Echevarría (1993: 30), “el antropológico, soporte del discur-
so de la identidad”.
Si en DSC son captables alusiones a ciertos aspectos de la cultura cubana, Cobra,
que es un texto posterior, marca una continuidad con el “boom” en lo que se refiere a la
búsqueda de cosmopolitismo y universalidad, ya que su radio cultural y lingüístico so-
brepasa ampliamente los límites de lo cubano; reflexionando sobre este punto, Sarduy ha
manifestado: “yo he tratado de practicar en Cobra una escritura no de un solo paragrama,
94 Capítulo 3
apoteosis e irrisión de una cultura única, como ocurría con cada una de las tres secuen-
cias de De donde, sino una especie de infinitismo, una escritura que mira hacia todas par-
tes y que se mira a sí misma” (Rodríguez Monegal 1970: 327). Dada esta índole narcisis-
ta de los textos de Sarduy, no es relevante para ellos el rol central que, según Skármeta
(1983), posee la urbe latinoamericana en la narrativa del “post-boom”.
Como señalé más arriba al referirme al homo ludens, las novelas de Sarduy rinden
un verdadero culto a la marginalidad y la ex-centricidad. DSC constituye, en este sentido,
un punto de inflexión en la narrativa hispanoamericana: “Por primera vez se paseaban
por las páginas de un escritor en lengua española, sin recato ni guiños de ninguna índole,
personajes no ya homosexuales, sino travestís, pervertidos de toda índole, adeptos a las
más exquisitas o vulgares prácticas” (González Echevarría 1993: 22). Más que una ino-
cente ‘fun-culture’ que puede ser asimilada –y hasta estimulada– por el establishment, lo
que se refleja en las obras de Sarduy, y principalmente en Cobra, es una ‘drop-out-
culture’, todo un submundo de personajes que se resisten a formar parte de la familia, el
trabajo organizado u otro de los marcos que Foucault denomina micro-dispositivos del
poder; su modus vivendi se caracteriza por la actuación en espectáculos de travestis (el
“Shanghai”, burlesco habanero; el Teatro Lírico de Muñecas), las transformaciones ana-
tómicas (Cobra), el tatuaje y la pintura somática (realizados por Carita de Tortura y Eus-
taquio el Sabrosón), y el consumo del más amplio surtido de drogas, tal como aparece en
Cobra: “hachís” (16; 94), “hongos” (36), morfina (“la nieve”: 67; 73), “opio” (95; 104),
“mescalina, harmalina, LSD” (96), “kif” (140; 180), y “mariguana” (233; “la yerba”,
191).
A diferencia de las novelas del “boom”, en las que las relaciones amorosas solían
concluir en la frustración o el desencuentro, y a diferencia, también, de la reivindicación
del tema del amor que se percibe en gran parte de los textos del “post-boom”, en las
obras de Sarduy el sentimiento amoroso ‘brilla por su ausencia’ o es degradado: “la
muerte a cuenta del Estado –quizás el amor sea eso” (Cobra: 171); “el amor es intolera-
ble” (ibíd.: 170). Los personajes actúan de acuerdo al Principio del Placer; sus instintos
raramente se subliman en sentimientos como el amor o la compasión. El comportamiento
del General, en DSC, es paradigmático respecto de este dominio total de las pulsiones
básicas: cuando su denodada persecución tras Flor de Loto –el objeto de su deseo eróti-
co– se ve frustrada, decidirá, Thanatos mediante, asesinarla: “G. había terminado su pa-
rábola, cumplido su ciclo. De mirón a sádico. […] Herir. El placer está atravesado por el
dolor” (DSC: 136). Impulsados por el deseo de obtener satisfacción sexual inmediata, los
personajes sarduyanos nunca se besan, nunca ‘hacen el amor’: ellos/ellas fornican, o se
masturban en conjunto: “Nos masturbamos […]. Cada uno terminaba solo. Nadie toca la
leche del otro. No nos miramos” (Cobra: 167).
La sexualidad es vivida plena y gozosamente por la mayoría de los personajes;
coadyuvan a la erotización del mundo configurado las recurrentes descripciones de órga-
nos y actividades sexuales que, por momentos, adquieren ribetes grotescos; véanse los
siguientes ejemplos de DSC: “Se agachó el General con la flexión máxima que permitía
su venerable vehículo somático” (117); “[El marqués] consumó la toma con los rituales
campaneos. Cuando al fin envainó el sable, lo festejaron con añejos abundantes” (185);
“Las pobres, pasan la noche […] sonando campanas y engrasando los órganos” (195); y
Severo Sarduy 95
los siguientes ejemplos de Cobra: “Iba pues decorando las divas con sus arabescos teta
por teta, que éstas, por redondas y turgentes, más fáciles eran de ornar que los pródigos
vientres y nalguitas boucherianas” (16-17); “Con tanto capullo en flor, tanta guedeja de
oro y tanta nalguita rubensiana a su alrededor, está el cifrador que ya no sabe dónde dar
el cabezazo” (21). Estas descripciones suscitan un intenso efecto humorístico, el cual es
dominante en DSC y también en Cobra, no obstante la presencia en esta obra de algunas
escenas patemáticamente perturbadoras (e.g., el asesinato, a manos de un policía, del
protagonista; 210). En general, el ethos de ambos textos es marcadamente lúdico, burles-
co, y ello se debe no sólo a la irreverencia con la que se abordan ciertos tópicos ‘serios’ o
‘pudorosos’, sino principalmente al lenguaje colorido y a la exuberancia de las palabras
que, como ocurre con las de Auxilio y Socorro, “Las hacía proliferar la alegría” (DSC:
187).
Ciertos pasajes humorísticos se caracterizan, si no por su hermetismo, por su sofis-
ticación, lo cual condice con la índole de los textos que estamos estudiando. En DSC, el
Narrador Uno se burla de Mortal porque éste ha usado la palabra ‘entusiasmado’ “sin
conocer su raíz” (151). El lector que se quiere competente debe aceptar este guiño en-
viado desde el texto y averiguar la etimología de dicho término, en cuyo origen está
“enthus”: inspirado por los dioses, derivado de “theós” (Corominas 1961, s.v. “entusias-
mo”). Sólo quien haya realizado esta pesquisa comprenderá cabalmente el motivo de la
burla del Narrador Uno y, más adelante, podrá reírse –como pretende el texto– de la si-
guiente retractación: “Me explico: [Auxilio] bailaba frente a un traganíquel, y endiabla-
da, perdón, y entusiasmada, iba componiendo sobre su cuerpo desnudo […] los textos
del Señor” (DSC: 221).
Tarado lector: si aun con estas pistas, groseras como postes, no has comprendido que se tra-
ta de una metamorfosis del pintor del capítulo anterior –fíjate si no cómo le han quedado
los gestos del oficio– abandona esta novela y dedícate al templete o a leer las del Boom,
que son mucho más claras. (Cobra: 66)
[La Reina Isabel] Giró entonces para salir y fue ahí que la vio. Y no pudo ser más gráfica
cuando me dijo que había sentido como si el corazón le hubiese dado una vuelta de carnero.
(98-99)
1 Hernán Rivera Letelier (1994/1998). Al citar el texto, me limitaré a señalar el número de la pági-
na junto al momento citado; me referiré a él con la abreviatura RIC.
98 Capítulo 4
Aunque el asunto, dijo, había que escucharlo de boca del propio afectado para tomarle el
sabor debido. Todo comenzó una noche sin luna, después de un fragoroso copeo en la
Cueva del Chivato. (226)
Dueño de una memoria prodigiosa, podía contar cien veces el mismo caso sin tropezar en
un solo detalle ni caer en la más mínima contradicción. […] Esto ocurrió hace años en la
pampa. Fue por el Cantón de Aguas Blancas, en las oficinas hermanas de Castilla y León.
Estas oficinas, como ustedes saben, estaban prácticamente unidas. Me acuerdo clarito de
esa tarde. (227)
[...] si ustedes me apuran y me preguntan por el día exacto en que esta Oficina comenzó a
morir, el día preciso en que estos muros comenzaron a descascararse […], el día en que
los remolinos de arena comenzaron a tomar posesión del campamento y el fino polvo del
olvido comenzó a asentarse y a endurecerse en cada una de las cosas; si ustedes en vez de
ladrar hablaran, paisanitos lindos, y me preguntan por el día justo en que la cabrona
soledad comenzó a trepar por las paredes de ésta, la última oficina salitrera de la pampa,
yo les diría sin pensarlo un segundo que fue aquel domingo fatal en que hallaron a la
Reina Isabel muerta en su camarote. (240; el énfasis es mío)
Este momento se conecta con otro, anterior, en el que el Cura –personaje secundario de
la diégesis– conversa con otros personajes durante el velorio de la Reina Isabel, y se re-
fiere “como al pasar” a ciertos cuentos que se contaban en las minas, cuentos cuyos pro-
tagonistas eran:
[…] viejos cuidadores solitarios que después de veinte, treinta o más años viviendo solos en
las ruinas de alguna oficina abandonada, conversando todo el día con sus perros para no ol-
vidarse de hablar (llamándolos compadres, amigos o paisitas), terminaban finalmente con-
vertidos en verdaderos fantasmas de carne y hueso. (225)
El texto, tal vez con afán ocultante o minimizador, adscribe los cuentos a los que se re-
fiere el Cura a la categoría de “historias de espantos” y “relatos de miedo” (225). El co-
mentario de este personaje constituye, no obstante, un momento fundamental de la obra,
100 Capítulo 4
puesto que a partir de él, el lector podrá captar retrospectivamente –es decir: en una re-
lectura o metalectura– la verdadera situación personal, social, e incluso cronológica, en
la que se encuentra el Caballo de los Indios –él es el único sobreviviente de la que fuera
la última oficina salitrera.
Además de la expresión directa de los personajes –la ‘más mimética’ de las modali-
dades discursivas, según Genette (1972/1980: 172)– coadyuvan a suscitar la ilusión de
mimesis los numerosos momentos del texto en los que se da ‘un máximo de información
y un mínimo de informador’ (ibíd.: 166), es decir, momentos en los que el relato se vuel-
ve moroso, descriptivo, puntillosamente detallado (aunque sin superar el umbral de rele-
vancia funcional), minimizándose la presencia del narrador. Los fragmentos de RIC que
cito a continuación –en los que se describen, respectivamente, los buques donde viven
los obreros y el paisaje desértico– son ilustrativos a este respecto:
Entre las diversas contexturas que presenta el suelo del desierto (superficies arenosas, terre-
nos ásperos o extensiones cubiertas, ya de piedras grandes como bloques de catedrales o de
millares de pequeños guijarros […]), se encuentran unas pequeñas pozas de un polvillo fi-
nísimo conocido en la pampa como chuca, y que es de una densidad tal que llega a parecer
metal líquido, como el azogue. (146)
a) Topónimos: los nombres de las oficinas salitreras (e.g., Vergara, 22; La Patria, 47; María
Elena, 73; Esmeralda, 95; la Calendaria, 120, Buenaventura; 158), de ciudades y pue-
blos (Antofagasta, 141; Pampa Unión, 153; Tocopilla, 168; Calama, 189), de regiones
(la pampa, 61; el Desierto de Atacama, 153; la costa, 171; el sur, 202).
b) Acontecimientos: el golpe militar de 1973 (13; 125; 202); la violenta represión tras el
golpe (170-171); “la locura del oro blanco” (93); la fabricación de salitre sintético,
que provocará “la ruina de la industria salitrera nacional” (148); “los enganches” de
trabajadores en el sur (202); la matanza de la Escuela Santa María (237), etc. En virtud
de la relevancia que tienen estos acontecimientos “históricos” en el desarrollo de la
trama, cabe postular en el texto un continuo tránsito del ámbito de primer plano a un
mundo mayor o proceso épico (Kayser 1948/1954).
Hernán Rivera Letelier 103
c) Antropónimos: que pueden ser personajes del texto (“el Cristo de Elqui”2, 196) o corres-
ponder a personajes meramente mencionados (Miguel Aceves Mejía, 9; Ernesto Carde-
nal, 25; Pablo Neruda, 25; Jorge Negrete, 51; Pancho Villa, 51; el Presidente Allende,
141). También son pseudo-referentes reales los personajes colectivos innominados: los
mineros, las prostitutas, los soldados, los médicos, “los gringos” (83), etc.
d) Precisiones temporales: “10 de septiembre de 1973” (18); “Eran las 3.30 de la madru-
gada” (126).
El efecto de ilusión de realidad adquiere mayor intensidad cuando personajes cuyos refe-
rentes no son pseudo-referentes reales entran en contacto con personajes, o participan en
acontecimientos del proceso épico, cuyos referentes sí son pseudo-referentes reales. Esto
ocurre, por ejemplo, cuando el Hombre de Fierro recuerda un almuerzo compartido con
el Rucio “en que el Cristo de Elqui llegó a predicar a la oficina y comió sentado junto a
ellos” (196); o también cuando la Reina Isabel y el Astronauta son humillados “una no-
che de sábado, en horas del toque de queda, pocos días después del golpe [de Estado de
1973]” (125).
Interesa destacar que el sitio donde transcurre la acción de la novela es denominado
“la Oficina” (con O mayúscula, a diferencia de todas las otras “oficinas” mencionadas).
Debido a la ausencia de topónimo, no es posible afirmar que dicho sitio posea un aparen-
te correlato extratextual; sin embargo, el texto intenta “realizar” (en el sentido de hacer
pasar por real) este escenario, al afirmar: “en la Oficina había pasado lo mismo que en el
resto del país: detenciones, fusilamientos, unos cuantos desaparecidos y algunos que al-
canzaron a huir” (171).
Otro rasgo distintivo de RIC y, en general, del corpus de Rivera Letelier, además de
su índole eminentemente referencial, es el lirismo de su lenguaje. El propio autor ha desta-
cado este aspecto de su obra en una entrevista: “Soy un poeta que escribe novelas. Ahora
escribo poesía hacia el lado y no hacia abajo. Lo que busco en mis novelas es traspasar el
fuego de la poesía a la prosa” (Hernández-Lorenzo 2005, página innumerada). Quizás en
este punto, más que en ningún otro, resida la peculiaridad de la ficción realista así como
ésta es practicada por los autores del “post-boom”: se trata de escribir novelas cuya te-
mática se conecta estrechamente con aspectos del extra-texto latinoamericano, pero sin
que ello implique, en el nivel del lenguaje ni en el de los procedimientos narrativos emplea-
dos, un retorno a los modelos realistas que precedieron al “boom”, tales como la literatu-
ra regionalista y el criollismo. Epple (1983: 107) ha destacado como rasgo característico
de la literatura latinoamericana actual –el cual no constituye una ruptura respecto de la
del “boom”– “la incorporación a la textualidad narrativa de la expresividad poética, co-
mo forma natural de decir”. En una línea similar, Skármeta ha señalado que para los
autores del “post-boom”, la jerga popular se convirtió en una fuente de exploración
2 Se trata de Domingo Zárate Vega, quien durante la década del 40 recorrió Chile predicando y reu-
niendo multitudes. Su figura ha sido evocada por Nicanor Parra en Sermones y prédicas del Cristo
de Elqui (1977).
104 Capítulo 4
poética, y que los recursos de la lírica eran los que mejor convenían a su intencionalidad
expresiva; ello ha llevado a este autor chileno a acuñar la noción “coloquialidad-poética”
(Skármeta 1983: 138).
Es precisamente esta fusión de lirismo y coloquialidad lo que mejor puede describir,
e incluso definir, el sustrato lingüístico de RIC. El texto hace gala de un impresionante des-
pliegue lexical. Los adjetivos proliferan y suelen aparecer en grupos de tres o más: la Mala-
noche, por ejemplo, es “[m]orena, flaca, esmirriada” (33); la Chamullo, “rubia, pequeña,
delgada”, y su risa “ancha, prolongada, flotante” (151); hay un perro chihuahua “minús-
culo, tierno, risible” (123); las pichangas futboleras eran “vitales, necesarias, benéficas”
(132); la luna nacía “grande, grávida, magnética” (142). La adjetivación se halla general-
mente al servicio de la intensificación afectiva y la hipérbole; el Viejo Fioca, por ejem-
plo, no sólo está “total y senilmente enamorado” de la Reina Isabel, sino también “chala-
do, chiflado, encaprichado, flechado, amartelado, prendado, encamotado y además tara-
do” (12). La Ambulancia (105-110), por su parte, es “gorda, soberbia, monumental”, su
manera de andar es “imponente, faraónica, mayestática”, tras sus abluciones está “fresca,
limpia, destellante”, es calificada de “mamotrética matrona”, “hembra babilónica, exube-
rante, rotunda”, “insólita bestia polar”, “sagrada hipopótamo blanca”, “diosa pagana y go-
zadora”, “hembra grandíflora”, “epitalámica hembra de la pampa”, “walkiria exorbitante,
hetaira voluminosa, puta garrafal”, sus túnicas son “blancas, vaporosas y velámicas”, su ca-
marote es el “más pulcro, limpio y oloroso”, sus cópulas son “monstruosas”, sus favores
“cinerámicos”, su desnudez “pantagruélica”, y sus acoplamientos “jurásicos”.
La novela activa el eje metafórico y el eje metonímico-metafórico. Este último con-
cierne a la protagonista, la Reina Isabel, quien mantiene una relación de contigüidad con
la pampa (“la Reina Isabel no cambiaba su pampa del carajo por ningún otro lugar del
mundo”; 70), y también una relación de causalidad: “fue con la muerte de esa querida y
legendaria prostituta pampina que comenzó a morir no sólo la oficina sino, junto a ella,
toda la pampa salitrera” (241). Correspondiendo al eje metafórico, se destaca la figura de
“las palomas”, término con que los obreros designaban las cartas de despido que recibían
de los patrones, usualmente de manera sorpresiva y en circunstancias humillantes; de allí la
aversión de los mineros por “estas siniestras aves de papel de oficio” (180), “estas peludas
aves de mausoleo” (182), “estos cabrones pajarracos de papel” (185). Están igualmente
incluidas en este eje las comparaciones: e.g., “el sol, como un lerdo perro de calchas amari-
llas” (31); “el viento aullando como perro abandonado” (45); “los tejos, pulidos como za-
patos de mujer llorando” (46); “nubes pequeñas como peces” (96).
Un recurso propio de la lírica que aparece recurrentemente en el texto es la presen-
cia de couplings (Levin 1962), vale decir, la configuración de equivalencias posicionales
sobre las cuales se establecen equivalencias naturales, constituidas por elementos fónica
y/o semánticamente equivalentes; véanse los siguientes fragmentos:
Y lo que venía […], más que un simple avance del equipo contrario, era, a contar por la
polvareda y la cantidad de atacantes, o una carga de caballería cerrada o una estampida
de bisontes salvajes o un estrepitoso y espectacular ataque de indios. (136)
[…] hasta quedar de pronto muerta de muerte súbita completamente rígida, pálida, etérea,
extenuada hasta la lástima, lánguida hasta la hermosura. Y tras este brevísimo lapso de
quietud –vértigo del verdugo antes del golpe de gracia, epifanía del mártir antes del fuego-
renace y estalla en veloces besos de basilisco, en morbosas mordidas de rata hambrienta, en
sangrantes arañazos de leoparda herida. (162)
Surgen aliteraciones (muerte / muerta / mártir; morbosas / mordidas; vértigo / verdugo / ve-
loces; besos / basilisco); repeticiones fónicas acentuadas por el ritmo de las esdrújulas (rí-
gida / pálida; lástima / lánguida) y numerosos paradigmas semánticos (e.g., de violencia:
verdugo / mordidas / sangrantes / herida; de animalidad: basilisco / rata / arañazos / leopar-
da; de vitalidad: renace / estalla, y ausencia de vitalidad: muerta / rígida / pálida / extenuada
/ quietud).
También las repeticiones literales de determinadas palabras o expresiones ponen de
manifiesto la función poética (Jakobson 1960/1971). En el texto, ellas suelen aparecer en
sintagmas no progresivos, lo cual suscita un efecto de intensificación del sentido (en este
caso, un sentido ideológico, de denuncia) que la obra desea transmitir:
[…] todo lo que habíamos pasado y estábamos pasando era simplemente porque nosotros
estábamos asistiendo a la muerte y desaparición de la última oficina salitrera. Y la última
oficina salitrera no de la pampa, la última oficina salitrera no del país, la última oficina
salitrera no del continente, dijo [el Poeta Mesana], sino que estábamos asistiendo a la
desaparición de la última oficina salitrera que iba quedando sobre la faz de la Tierra […].
La última oficina sobreviviente de las centenares que llegaron a poblar estas infernales
peladeras del carajo. Así que no era ningún moco de pavo lo que nosotros estábamos
viviendo […], puesto que nosotros habíamos sido elegidos para ser testigos protagónicos
“de la pasión y muerte del último bastión de una epopeya sin par en los anales del esfuerzo
y el valor humano”. (48)
4.2 Procedimientos empleados en Himno del ángel parado en una pata [HAP]
En esta segunda novela de Rivera Letelier se plasma, como en la primera, una literatura
realista, mimética; pero, en comparación con la de RIC, la estructuración de Himno del
ángel parado en una pata3 es más sencilla, y su actitud para con el lector es aún más amis-
tosa.
Desde un punto de vista genérico, HAP constituye una suerte de Bildungsroman. El
protagonista, Hidelbrando del Carmen, es un joven adolescente de 13 años que vivió du-
rante su infancia en la oficina salitrera Algorta, en el seno de una familia devota de la
3 Rivera Letelier (1996/31998). Al citar el texto me limitaré a señalar el número de la página junto al
momento citado; me referiré a él con la abreviatura HAP.
106 Capítulo 4
Iglesia Evangélica Pentecostal, y que ahora, tras la muerte de su madre, vive solo en la
ciudad de Antofagasta, un lugar –“el mundo de los gentiles” (65)– lleno de tentaciones
mundanas, en el que Hidelbrando experimentará la fascinante y dolorosa aventura de cre-
cer. Este proceso de crecimiento o iniciación del protagonista también repercute afectiva-
mente en su padre (quien permanece trabajando en la pampa y “baja” a la ciudad para vi-
sitarlo cada quince días): “Debía sentirse un tanto culpable de que él [Hidelbrando] estu-
viera creciendo solo, a completa merced de las tentaciones del mundo, que estuviera ol-
vidando los preceptos religiosos y haciéndose hombre a la buena de Dios” (69).
El texto cuenta con 21 capítulos numerados; la totalidad del primero y el párrafo fi-
nal del último poseen una grafía diferente, y en ellos se configura la narración de dos
sueños que ha tenido Hidelbrando, sueños que sirven para ‘enmarcar’ el sujet y que cons-
tituyen, respectivamente, el punto de inicio y de clausura del hilo diegético principal: las
vicisitudes acaecidas durante un día (sábado) en la vida del protagonista, desde que se
despierta tempranamente (“Lo primero que se le vino a la mente a Hidelbrando del
Carmen al despertar”; 9) hasta que se va a dormir, tarde en la noche (“Después, de a po-
co, se fue quedando dormido”; 205).
A cargo de la enunciación del relato se halla un narrador heterodiegético-
extradiegético, omnisciente, que conoce tanto la interioridad de los personajes (e.g., “Hi-
delbrando del Carmen siempre había pensado que”, 19; “lo insultó mentalmente”, 53; “se
puso a imaginar cómo se le hubiera acercado a la pecosita y qué le habría dicho”, 117;
“se fue imaginando la posible entrevista”, 175; “le dio por pensar […] que no era un sim-
ple zapato de mujer lo que llevaba en la mano”, 177) como el mundo ‘real’, exterior, en
que éstos se mueven.
La narración se distingue, no obstante la presencia de algunas anacronías, por una
marcada linealidad temporal. Los momentos analépticos se hallan siempre motivados por
eventos ocurridos en el presente del enunciado; se trata, por lo general, de evocaciones o
recuerdos –vehiculizados por el discurso del narrador– que parecieran “emerger”
repentinamente en la mente del protagonista en distintas circunstancias, mientras éste
deambula por el centro de la ciudad; véanse los siguientes ejemplos: “Aquí Hidelbrando
del Carmen, a propósito de tierra de cementerio, se acordó de un matrimonio de ancianos
evangélicos que vivía en una población levantada sobre un cementerio viejo” (93); “A
Hidelbrando del Carmen el Pimienta Negra le recordaba a uno de sus amigos de la
oficina Algorta, uno al que le decían el Curiche. Hasta tenían el mismo modo de andar”
(161-162); “A propósito, ahora que lo recordaba, cuando él era más chico, muchas veces
había visto y admirado a su padre como a uno de esos increíbles artistas de malabares”
(194).
A pesar de estas anacronías, el relato, como he señalado, se destaca por la sucesivi-
dad cronológica, lo cual suscita un intenso efecto de realidad; contribuye a ello el modo
insistente con que el sujeto de la enunciación ofrece precisiones temporales: “Eran exac-
tamente las cinco de la madrugada” (10); “las 05:30 de la mañana” (19); “Eran las diez y
media de la mañana” (47); “Ya iba a sonar la sirena del mediodía” (77); “a esas horas del
sábado, y ya pasado el mediodía” (100); “Era poco menos de las diez de la noche” (171);
“las diez y media de la noche” (198); “ya casi era la medianoche” (201).
Hernán Rivera Letelier 107
El carácter detallado de la información suministrada por el narrador no se limita al
nivel temporal, sino que también alcanza a los distintos escenarios donde transcurre la
acción; obsérvese el siguiente ‘mapa’ de la zona céntrica de Antofagasta: “Se encamina-
ría por Matta hasta llegar a Prat; allí doblaría hacia abajo para luego virar por Condell –
siempre en dirección norte– hasta Bolívar, calle por la que bajaría hasta la caleta de
pescadores” (38); “llegar primero a la calle Bolívar. Para ser más exacto, a la cuadra que
quedaba entre las calles Latorre y San Martín” (39); “se encaminó hacia la fuente de soda
Miriam, frente a la Plaza del Mercado” (47); “En las afueras del Mercado, en la calle
Maipú y en el pasaje de la feria, echó a caminar por calle José Santos Ossa en dirección
al norte” (119); “se encaminó por Sucre hacia abajo, hacia el cine Imperio. Sucre era la
calle por la que más transitaba en su diario vagabundear sin rumbo por el centro. Esa ca-
lle era como la otra cara de la luna con respecto a la calle Prat, su vecina” (125); “El ha-
llazgo lo hizo en la esquina de Prat y Matta, la céntrica esquina redonda de la ciudad,
mientras se dirigía a tomar el bus al paradero de la farmacia Chile” (171).
Hamon (1973) ha señalado que el emisor de un discurso realista debería intervenir
subrepticiamente para así asegurar la credibilidad de la información que suministra. Sin
embargo, y sin soslayar en modo alguno la intención referencial de la obra, el narrador
de HAP hace, por momentos, alarde de su omnisciencia. Esto se aprecia, por ejemplo, en
el pasaje en que se narra aquello que Hidelbrando omitió contarle a su amigo Fosforito
acerca de su primera experiencia sexual; dicha omisión es descripta con lujo de detalles
por el narrador, quien de esta manera hace partícipe –o cómplice– al receptor de lo
(mucho) que él sabe:
Lo que no le contó a su amigo aquella vez, claro que no, fue que la iniciativa de todo la
había tomado la María Marianola. Que había sido ella la que comenzó a chinchosearlo
tirándole miguitas de la torta de cumpleaños desde la ventana del comedor en cuanto su
madre se hubo marchado. Que fue ella la que lo arrastró casi en vilo hasta la pieza de la
cocina. Que fue ella la que, debajo de la gran mesa de madera bruta, acomodó la frazada en
el suelo (una de color gris elegida por ella para que después no se notara la tierra). Que ella
fue la que le bajó de un tirón las bombachas […]. Y que después de encalatarse de dos
manotazos desaforados y de tumbarse de espaldas, había sido ella también, por último, la
que lo agarró de las corvas y lo atrajo temblando encima suyo.
Y aquella tarde, solos dentro del estadio –al que se habían metido escarbando la tierra
debajo del portón-, tampoco le había dicho a su amigo [Fosforito] que, en un momento,
mientras se restregaban como animalitos debajo de la mesa, la María Marianola, mirándolo
como una perra en celo, jadeante, rabiosa por su inexperiencia, lo había tratado de babieca:
“Que eres un babieca tú todavía, Condorito”, le había dicho la María Marianola. El se había
sentido más humillado que un ángel enfermo de pepa. (185-186)
Análoga intención de ostentación por parte del narrador se refleja en la gran cantidad de
acotaciones parentéticas que éste incluye en su discurso. El objetivo primario de estas
acotaciones es brindarle coherencia interna a la narración y, de este modo, verosimilizar
máximamente el relato. Sin embargo, en virtud del uso recurrente, quizás excesivo, de
este procedimiento, parecería suscitarse el efecto contrario, es decir, la patentización de
la presencia de la instancia de la enunciación; cito a continuación apenas algunos de los
numerosos ejemplos:
108 Capítulo 4
Con eso le alcanzaba perfectamente para su desayuno en la fuente de soda Miriam, el
almuerzo en los altos del Mercado (un día pedía porotos con mote y al siguiente cazuela de
vacuno; hoy le tocaba porotos con mote) y por la tarde su taza de té con tostadas en un
boliche del portal Harding. (84-85).
El indiecito (que a Hidelbrando del Carmen le pareció peruano) llenó calmosamente el vaso
con el agua de una botella de Pisco (86)
la piel helada y viscosa de estos reptiles, y sus magnéticas contorsiones de bestia maligna
(no podía no pensar en la serpiente del Paraíso), se le fueron haciendo cada vez más
cotidianas y familiares. (90)
Algo en la expresión de las afables mujeres del puesto (algo así como ese aire de
panfilismo cristiano que plasmaba en el rostro el estado de gracia), más la austera forma de
vestir y sus largas moñas cañosas, hacía que Hidelbrando del Carmen las asemejara con las
hermanas más antiguas de la congregación. (102)
La señora que atendía las mesas, luego de regalarle una naranja como postre (sin tallo ni
hojitas verdes), insistió en ponerle ella misma un parche curita en el codo. (117)
Como los evangélicos no adoraban ni creían en imágenes sagradas (en su casa nunca hubo
vírgenes ni santos de yeso), él no vio la alegoría de un ángel sino hasta la edad de siete
años. (145)
El uso excesivo de este procedimiento parece ser un síntoma del miedo obsesivo que,
según Barthes (1970/1974: 105), es inherente al texto legible: “To end, to fill, to join, to
unify –one might say this is the basic requirement of the readerly, as though it were prey
to some obsessive fear: that of omitting a connection”.
Precisamente por tender a un lenguaje transparente, la obra realista, según Hamon
(1973), suele rechazar la referencia al proceso de enunciación. En HAP, efectivamente,
no se configuran construcciones en abismo de la enunciación, como tampoco de otra cla-
se. Sin embargo, me importa destacar dos breves momentos que, sin llegar a constituirse
en metadiscursos, podrían reflejar efímeramente, cual una construcción en abismo del
código, la normativa que el texto quiere como suya: la ausencia de reflexividad (“En nin-
guna parte de la Biblia encontré escrita la palabra Biblia”; 108) y el efecto de realidad
suscitado por la ilusión de mimesis en el receptor –representado, aquí, por el cinéfilo Hi-
delbrando (“las vacas de las películas de vaqueros se le aparecían mucho más reales que
aquellas de carne y hueso del establo”; 174).
Relacionado a su afán de dotar de credibilidad –y legibilidad– a su discurso, el suje-
to de la enunciación suele incurrir en lo que Eco, en sus “Apostillas a El nombre de la
rosa”, ha denominado “salgarismos”:
El peligro que entonces se plantea es el del salgarismo. Los personajes de Salgari huyen a
la selva perseguidos por los enemigos y tropiezan con una raíz de baobab, y de pronto el
narrador suspende la acción para darnos una lección de botánica sobre el baobab. Ahora eso
Hernán Rivera Letelier 109
se ha transformado en un tropos, entrañable como los vicios de las personas que hemos
amado; pero no debería hacerse. (Eco 1983/1995: 647)
‘No debería hacerse’, aconseja Eco, pero no son pocos los momentos en que la acción de
HAP se detiene para que el narrador pueda explayarse acerca de los más diversos tópi-
cos: cómo acceder al horóscopo en “El Pozo de la Dicha” (52-53); qué es “la Ruleta
Pampina” y en qué se diferencia de la Ruleta Rusa (111); qué significa que el Curiche
haya trabajado de “destazador de tiro” (162); etc.
De mayor relevancia por tratarse de un rasgo distintivo en la caracterización del
protagonista (“es que soy evangélico, señor”, 176), el narrador también se encargará de
suplir todas ‘las lecciones’ necesarias para que el receptor pueda comprender cabalmente
qué implica pertenecer a (o desviarse de, como lo hará paulatinamente Hidelbrando) la
Iglesia Evangélica Pentecostal:
Sus padres eran evangélicos y el cine era para ellos una de las cosas mundanales de las que
la religión abominaba. Lo mismo que asistir a los bailes, oír canciones en la radio, poner
discos en la victrola, tocar la guitarra, o leer libros que no trataran de la palabra del Señor.
(21)
La Iglesia Evangélica Pentecostal […] albergaba a una de las sectas más celosas en cuanto
a mantenerse alejados de las tentaciones y costumbres del mundo. Los hermanos no podían
fumar ni beber alcohol; tampoco hacer deportes ni jugar ninguna clase de juegos de azar.
Las hermanas jóvenes no podían emperifollarse demasiado. Los aros, los collares, los ani-
llos, y todo ese paramento de baratijas con que se arrelingaban las mujeres del mundo, a
ellas, como hijas de Dios que eran, les estaba terminantemente prohibido. No podían arre-
bolarse de carmín las mejillas, no podían pintarse los ojos ni los labios, ni esmaltarse de ro-
jo las uñas; tampoco les estaba permitido teñirse el cabello, o llevarlo suelto sobre la cara, o
usarlo demasiado corto […]. Además, la Pentecostal era una de las pocas sectas evangéli-
cas que llevaba su puritanismo hasta el extremo de no usar ninguna clase de instrumentos
musicales para acompañarse en sus litúrgicos cánticos de alabanza a Dios. (22).
Tan estrictos e inflexibles eran sus padres en cuanto a cumplir los cánones de la iglesia, que
ni siquiera a los circos lo dejaban ir. (23).
Los evangélicos pentecostales jamás cargaban luto por la muerte de ningún ser querido
(102)
Si todo este caudal informativo suministrado por el texto es necesario, o no, ello depen-
derá, en gran medida, del diverso nivel de conocimiento que posea cada lector. Lo que sí
resulta indudable es que la intención del texto es ahorrarle al lector el “esfuerzo” de obte-
ner por sí mismo dicha información. En otras palabras: lo que queda claro, aquí, es la in-
tención de la obra de convertir el acto de recepción en una experiencia cómoda, fácil, po-
co exigente.
110 Capítulo 4
Esta actitud complaciente se manifiesta también en otros niveles del texto. Por
ejemplo (y para no apartarnos de la isotopía religiosa), en la novela abundan las marcas
textuales que indican que Hidelbrando del Carmen tiende a asimilar gran parte de sus vi-
vencias y de las personas que ve y conoce, a su propio mundo de referencia cristiano-evan-
gélico: “así debió de haber sido Saqueo, el pequeño personaje bíblico, que para lograr ver a
Jesús en medio de la muchedumbre se trepó a un sicomoro” (36); “’Si Sansón se defen-
dió con una quijada de burro, yo lo hice con una culebra de charlatán’, se dijo [Hidelbran-
do], íntimamente envanecido” (98); “Los veía [a los personajes famosos bajando las esca-
linatas de enormes aviones] como a modernos Jonases emergiendo, incólumes, desde el
vientre de esas rugientes ballenas metálicas” (135); “Sonriéndose solo, se fue pensando
que David, de haberse encontrado con Goliat después de la batalla […], hubiera hecho lo
mismo que él” (141). El narrador, sin embargo, pareciera sentir la necesidad de explicitar
aquello que para el lector competente resulta ya una obviedad: “la costumbre [de Hidel-
brando] de comparar a la gente con personajes bíblicos” (133).
El afán explicativo del relato se manifiesta, asimismo, a través de la resolución de
blancos que el texto configura transitoriamente; por ejemplo: el misterio en torno a “la
señora de los camisones” (14; 35) –que para Hidelbrando respresenta “su gran secreto”
(39)– se resolverá más adelante, cuando el protagonista ingrese a la habitación de la jo-
ven prostituta Ninfa María (42); lo propio ocurre en relación a la primera experiencia
sexual de Hidelbrando con María Marianola y su enigmático desenlace (“terminar en lo
que habían terminado”; 181), lo cual será develado detalladamente al final del capítulo
(186).
A pesar de que el sintagma Himno del ángel parado en una pata no se repite idénti-
ca o íntegramente a lo largo del texto, el título de la novela podría ser calificado de re-
dundante. En el texto se cita un fragmento del himno 119, que tiene como personajes a
ángeles (152), y se ofrece, asimismo, el significado denotativo del vocablo “ángel”: “men-
sajero celestial” (147). La expresión “parado en una pata” se repite dos veces (149; 153), y
se destacan las siguientes referencias a los himnos: “su himno predilecto” (28); “marcial
himno de guerra de los predicadores” (60); “ni los coros más felices del himnario logra-
ban animarlo” (62); “ese cielo fabuloso del que hablaban los himnos” (72); “la himnología
de la iglesia” (82); “la voz de tarro roto con que entonaba los himnos de la iglesia” (189). El
número de estas referencias, si bien es abundante, resulta menor en comparación con la
recurrente presencia de la palabra “ángel” y/o de sus derivados: e.g., “el dibujo inconclu-
so de un ángel” (18), “el ángel pasó lista” (29); “danza angélica” (29); “liviano como un án-
gel” (34); “ángeles del verbo” (52); “su risita de ángel” (62); “como sólo sonreirían los án-
geles” (73); “su bello gorgojeo de ángel operático” (82); “angelitos muertos” (103); “ánge-
les del cielo” (103); “ojos de ángel” (118); “besos de ángeles” (118); “pequitas angé-
licas” (119); “bandadas de ángeles esponjosos” (120); “el ángel de los recuerdos” (122);
“luz del ángel” (127); “culito de ángel” (133); “ángeles de seis alas” (134); “como amar
a un ángel” (138); “el ácido ángel del escozor […], el delicado ángel del frío […], el ale-
gre ángel del viento […], el mágico ángel del juego” (145); “Graciosos ángeles” (147);
“Ángeles labriegos” (149); “ángel de la guarda” (151); “su pobre ángel” (153); “ver un
ángel de cerca” (176); “la sangre se le llenaba de ángeles ardiendo” (180); “un incon-
gruente ángel de bastón y tonguito” (200). Si bien esta repetición se halla, al menos en
Hernán Rivera Letelier 111
parte, motivada diegéticamente (“Muchas veces sintió deseos de preguntarle a su madre
viva cómo eran los ángeles. Pero intuía vagamente que esa pregunta no se preguntaba
[…]. Y entonces se ponía a imaginar a los ángeles por cuenta propia, de las formas y la-
yas más distintas”; 144-145), ello no impide que se produzca en el receptor lo que cabría
definir como una “saturación lexémica”; el lector experimenta respecto del título lo mis-
mo que ha comenzado a sentir el protagonista al oír la palabra “ángel”, i.e., la pérdida de
su encanto (“la hasta hacía poco mágica palabra ángel ya no le traía las imágenes prodi-
giosas de cuando era niño”; 146).
Interesa destacar otras acepciones del vocablo “himno”: “Entre los gentiles, compo-
sición poética en loor de sus dioses o de los héroes. || Poesía cuyo objeto es honrar a un
gran hombre, celebrar una victoria u otro suceso memorable, o expresar fogosamente,
con cualquier motivo, júbilo o entusiasmo” (Real Academia Española 1992/212000, s.v.
“himno”). En virtud de estos significados, el título de la obra sería, además de redundan-
te, irónico: más que la acción de un héroe, protagonista de un suceso memorable, el texto
describe la experiencia cotidiana y rutinaria de un anti-héroe, suscitadora de un fuerte
ethos disfórico: “El final que estaba viviendo era demasiado penoso” (HAP: 200).
Desde su perspectiva cada vez más desacralizadora, Hidelbrando asemeja los ángeles
–y por ende a sí mismo (“Se sentía como un pobre y triste ángel”; 198)– a las gallinas:
Era con las gallinas que Hidelbrando del Carmen había asimilado mejor a los ángeles. Estos
piadosos ángeles caseros, simples y mansos como ellos solos, no blandían espadas ni ha-
cían sonar trompetas […]. Reverentes ángeles eran estos plumíferos [a los] que, expulsados a
escobazo limpio de todos los paraísos terrenales, confinados al fondo del patio siempre, y
amarrados deshonrosamente a una estaca, no les quedaba más remedio que dar vueltas y
vueltas en torno a su desvarío. Pobres ángeles enfermos de pepa a los que se les cortaban
las alas para que no se elevaran, reduciéndoles su triste pantomima de vuelo a pararse ri-
dículamente en una pata. (149)
A la luz del fragmento aquí citado, cabría postular, entonces, una relación de analogía
(eje metafórico) entre la situación de Hidelbrando y la de los ángeles-gallinas. Al igual
que éstos, también Hidelbrando ha sido expulsado de ‘paraísos terrenales’, tales como el
paisaje pampino de su infancia (“aún añoraba aquellas tardes infinitas”, 20; “había sido
triste irse de Algorta”, 24), el circo (“el vigilante le dio un puntapié en el trasero”; 144),
y la emisora radial adonde lleva el zapato rojo (“El tipo de la radio […] le cerró la puerta en
las narices sin ninguna contemplación”; 197). Como los ángeles-gallinas, también Hidel-
brando ha sido ‘confinado al fondo de un patio’ (“Su casa se levantaba en el patio de la Igle-
sia Evangélica Pentecostal. Se trataba de una casucha arrimada al muro posterior del tem-
plo”; 11), y si bien no da ‘vueltas y vueltas’ en torno a su desvarío, lo hace –deambulando
por las calles céntricas de la ciudad– en torno a su soledad. El hecho de que las gallinas
sean amarradas a una estaca y sus plumas cortadas para impedir que se eleven, podría
vincularse metafóricamente con las prohibiciones y restricciones a las que fue sometido
Hidelbrando (“Tan estrictos e inflexibles eran sus padres en cuanto a cumplir los cánones
doctrinarios de la iglesia”, 23; “[su padre] lo amenazó en serio con encerrarlo en una
casa correccional de menores si continuaba con sus malas juntas”, 133). Por último, la
imagen del ángel-gallina parado ridículamente en una pata se relaciona, principalmente,
112 Capítulo 4
con la del ángel de la guarda imaginado por Hidelbrando, al cual veía “con el severo ros-
tro de su padre [y] quedándose de pronto parado en una pata como una destartalada gru-
lla vieja” (153). Dicha imagen podría vincularse también con la sensación de ridiculez
que sufre el propio Hidelbrando cuando conoce a la Rubia Mireya: “todos ellos eran bai-
larines fogueados. Él, en cambio, no sabía mover una pata” (65).
El final de la novela se conecta circularmente con el inicio; ambos, como ya he se-
ñalado, poseen la misma grafía y constituyen sueños. La unidad final configura la con-
cretización en el nivel onírico de lo que Hideldbrando del Carmen había imaginado con
anterioridad: “siempre que freía huevos le daba por pensar que cualquier día, al cascar
uno, se llevaría la inquietante sorpresa de encontrar algo distinto adentro” (181). En el sue-
ño, lo que Hidelbrando encuentra adentro del huevo, para su sorpresa (y, supuestamente,
para la del lector), es un ángel:
El aceite crepita en su punto. Casca entonces el huevo blanco contra el borde de la sartén,
hunde los pulgares en la trizadura, presiona suavemente hacia afuera y, al instante, con
una mitad del cascarón en cada mano, atónito, trata de retomar lo que cae. Pero ya es
demasiado tarde: el ángel comienza a chisporrotear. (205)
De todos los baños públicos que él usaba a diario en sus recorridos por el centro, éste, el de
los bajos del Mercado Municipal, se llevaba todas las palmas en cuanto a insalubridad. Los
otros que le seguían eran los de la plaza Colón. Había épocas en que los baños de la plaza
Colón, el principal paseo de la ciudad, se veían más sórdidos e inmundos que los mismísi-
mos baños del Johnny Bar, lo que ya era mucho decir. En lo que se refería a los historiados
baños de los cines, los del Imperio, estrechos y oscuros, eran los más repugnantes de todos;
su aire viciado y nauseabundo prácticamente hacía irrespirable el ambiente de la galería.
Después venían los del cine Nacional. Pero los baños del escabroso cine Latorre, sin lugar a
dudas, se llevaban todos los honores; no tanto por su apestoso olor de orines corrompidos
cuanto por la obscenidad exacerbada de sus rayados y dibujos alusivos. (99)
Con respecto al nivel del lenguaje, en HAP aparecen los mismos recursos estilísticos y la
misma ‘coloquialidad poética’ que observáramos en RIC, repetición que, en mi opinión,
provoca una cierta erosión del efecto lírico. En efecto, en HAP se observa nuevamente el
empleo recurrente de tres adjetivos consecutivos: “una rata enorme, fláccida, fosfores-
cente” (9); “un toquecito leve, experto, cinematográfico” (14); “niños descachalandra-
dos, estupefactos y felices” (23); “su oficio se le volvía deslucido, largo y tedioso” (43);
“un crepúsculo rojo, grande, bíblico” (60); “la ninfa le resultó sencillamente fascinante,
turbadora, reveladora” (61); “algo invisible, liviano, ágil” (120); “Leve, pálido, temblo-
roso” (124); “el fondo blanco, impávido, fascinante” (129); “estático, tenso, almidonado”
(131); “un amor perfecto, lírico, primitivo” (138); “ángeles caseros, simples y mansos”
(149); “un zapato rojo, nuevo, fino” (169); “piel escamada, roja y fulgurante” (174). Igual-
mente redundante es el uso –si no el abuso– de las analogías y comparaciones, que por
cierto suelen ser más coloquiales que poéticas: “liviano como un ángel” (34); “rápida co-
mo el látigo” (85); “sudando como caballo” (93); “rápido como una liebre” (95); “ojos
grandes como platos” (105); “Sordo como una piedra pómez” (107); “Eufórico y liviano
como un velero” (120); “El sol, grande y colorado como cabeza de tonto” (120); “sus
ojos, grandes como lunas” (143); “ligero como una pluma” (165); “ojos […] agrandados
como platos de sopa” (185).
Las repeticiones, con o sin variantes, de determinadas expresiones o palabras,
constituyen, como ya se ha advertido, otro de los rasgos distintivos del código de Rivera
Letelier; en HAP, ellas suelen estar insertas en discursos paratácticos, generalmente a
cargo del narrador, en los que suele darse la presencia de sintagmas no progresivos:
114 Capítulo 4
Las nubes eran del mismo color de los cerros y los cerros eran del mismo color del cemento
de los edificios y los edificios eran del mismo color enhollinado de las palomas que ahora
se acurrucaban en las cornisas, y todo eso hacía de la tarde algo entera y feamente gris. Un
gris nube enfurruñada, un gris cerro pelado, un gris cemento sin enlucir, un gris huano de
paloma. (144)
Se sentó con urgencia en uno de los largos escaños de madera. Se sentó con las piernas
fláccidamente estiradas. Se sentó con los brazos apoyados en el espaldar, abiertos a todo lo
que daba la cruz de su esqueleto: como crucificado. Se sentó de frente al feo edificio de
departamentos. Se sentó mirando con desolación la ventana iluminada del cuarto piso bajo
cuyo ventanal se veía el letrero de la emisora. (198)
Además de la patentización de la índole lingüística del texto, esta estrategia narrativa se-
rá empleada hacia el final del relato con otra finalidad: suscitar un efecto patemático dis-
fórico:
Lloró largo rato en silencio. Lloró como no lloraba desde aquel lejano Día de la Madre.
Lloró como si fuera su primer o su último llanto de niño. Después, siempre llorando,
atragantado por los sollozos, comenzó a orar, a suplicar, a pedir fervorosamente por su
padre. (205)
Hay otras expresiones idiomáticas que se repiten a lo largo de la obra (e.g., “voz de tarro
roto”, 147 y 189, y “voz rota”, 205; el vocablo “chocolate” como metáfora de sangre, 57
y 97), pero, en estos casos, más que un rasgo estilístico, las repeticiones parecerían ser el
resultado de un descuido.
Exceptuando las expresiones provenientes de la cultura popular (a las que me
referiré en la sección subsiguiente), la intertextualidad externa no constituye un
procedimiento especialmente significativo en el corpus de Rivera Letelier. Ello podría
corresponder –junto a la ausencia de metadiscursos y a la estructuración relativamente
sencilla de los textos– al afán de ‘desliteraturización de la novela’ que Gutiérrez Mouat
(1988: 8-9) ha señalado como rasgo característico del “post-boom”.
La mayoría de las escasas referencias intertextuales de RIC se hallan vinculadas a la
pasión lírica del Poeta Mesana: se mencionan, en dicho texto, los nombres de Miguel
Hernández, Ernesto Cardenal y Pablo Neruda (25); se citan, aunque no textualmente,
“unos versos peliagudos del salvadoreño Roque Dalton” (25-26), pertenecientes a su
poema titulado “El descanso del guerrero”. Y hay una clara alusión al Quijote cuando el
Poeta Mesana, personaje conocedor de la ‘alta’ cultura, apoda jocosamente al Astronauta
–a raíz de su emparchada vestimenta– “El Caballero de la Triste Costura” (RIC: 124). El
narrador heterodiegético, por su parte, califica a La Ambulancia de “Moby Dick” (111),
y a la desnudez de su cuerpo de “pantagruélica”, en alusión al célebre personaje de
Rabelais.
En HAP, las marcas de intertextualidad son aun más escasas que en RIC. Me intere-
sa destacar, no obstante, un breve momento al cual capto como un ‘guiño’ lanzado al lec-
tor desde el texto: “cuando apareció la primera motoneta ronroneando en las polvorientas
calles de la oficina, [Hidelbrando] la correteó como si se tratara de un fabuloso insecto
metálico” (HAP: 23). Esta escena pareciera remitir a “La noche boca arriba”, de Cortá-
zar, relato en el que el protagonista sueña que “había andado por extrañas avenidas […],
Hernán Rivera Letelier 115
con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas” (Cortázar 1964/281992:
166). Se trata, en mi opinión, de un logrado ejemplo de ‘ironía intertextual’:
[…] la ironía intertextual, al poner en juego la posibilidad de una doble lectura, no invita a
todos los lectores a un mismo festín. Los selecciona, y prefiere a los lectores intertextual-
mente enterados, salvo que no excluye a los menos preparados. (Eco 2002: 230-231)
Pero lo que ellos ahora veían claramente desde el pequeño promontorio no era el humo
amante de las grandes chimeneas, sino la inmensa polvareda cerniéndose apestosamente
sobre el campamento. Lo curioso es que desde allí se observaba claramente que la nube de
tierra cubría nada más que el sector del campamento B. La Chamullo dijo que alguna vez a
ella le habían contado que el polvo, como un niño bien enseñado, no se iba a meter jamás
por los chaleses de los gringos; ella no lo había creído.
–Ahora veo que es la purita verdad– dijo. (150)
En HAP, por ejemplo, Hidelbrando del Carmen, siendo aún un niño, no logra compren-
der por qué el Señor se había servido de un instrumento tan prosaico –una araña– para
hacer cumplir la profecía de la muerte de su madre, lo que provoca en él “una vaga sen-
sación de desánimo y de descontento con el propio Hacedor” (34). Pero lo que aquí expe-
Hernán Rivera Letelier 117
rimenta Hidelbrando no es, como podría asumirse en un primer momento, un descrei-
miento acerca de la existencia de Dios, sino meramente, y transitoriamente, una incredu-
lidad respecto de Su omnipotencia: tres días después de enterrar a su madre, durante un
rezo dominical, se producirá su “reconciliación con Dios” (34).
Gran parte del desarrollo diegético de HAP está dedicado, como hemos visto en la
sección precedente, al gradual alejamiento (i.e., a la incipiente emancipación) de su pro-
tagonista de la práctica y los preceptos religiosos, y a su consecuente inserción en el ten-
tador “mundo de los gentiles” (65): a pesar de la amenaza de su padre, quien “le había pro-
hibido terminantemente juntarse con los hijos de esos satanases de enfrente” (59), Hidel-
brando concurrirá frecuentemente a la casa de la Rubia Mireya y se enamorará perdi-
damente de esta “bella satancita de ojos verdes” (59); no obstante la advertencia de su
madre (“Las películas, hijo mío […], no son otra cosa más que los sueños envasados de
Satanás el Diablo”; 130), Hidelbrando se convertirá, literalmente, en un devoto fanático
del cine:
Le encantaba entrar a los cines de los primeros; era como entrar […] a un recinto litúrgico
en donde, idólatra delirante, tenía todo el santuario a disposición y podía elegir el mejor
sitio para adorar al Becerro de Oro. Brillando allá en el fondo […], el telón era el altar
mayor de ese gran dios pagano. (129)
Así fue de nefasto el paso de las palomas. Algo como jamás antes se vio en ninguna de las
viejas oficinas. Todas las masacres salitreras, todas las injusticias cometidas, todo el dolor
de las huelgas interminables de aquellas épocas, no había logrado mellar el espíritu de los
pampinos como lo hicieron estos cabrones pajarracos de papel. (185)
Pero el mayor acto de defensa que llevó a cabo la Reina Isabel en favor de su hermano fue
una noche de sábado, en horas del toque de queda, pocos días después del golpe. Aquella
noche, una patrulla del destacamento militar que ocupó la Oficina se aburría mortalmente.
Ya se había allanado todo lo que había que allanar; detenido a todo el que había que
detener; fusilado a los que se tenía que fusilar y hecho desaparecer al que irrecusablemente
debía desaparecer. (125)
[…] el Burro Chato cayó por la Oficina en uno de los últimos enganches que se hicieron a
las salitreras, poco tiempo después del golpe militar […]. Al contrario de los enganches de
antes, compuestos en su mayoría por campesinos analfabetos […], esta vez el ganado venía
más revuelto. Empleados de fábricas en quiebra, albañiles flacos como sus llanas, pálidos
burócratas meditabundos que habían perdido sus puestos por el color encarnado de sus
corbatas y sólo uno que otro campesino de mirar vago. Hombres que se habían hecho a la
aventura sin pensar en vellocinos de oro, sino simplemente por reencontrarse con algo tan
esencial y cotidiano como es el golpeteo de la cuchara. (203)
También el modo con que el texto caracteriza a los personajes está visiblemente impreg-
nado de ideología; es dable discernir dos grupos antitéticos: los poseedores (explotado-
res) y sus aliados, y los desposeídos (explotados). La estimativa del texto respecto de esta
división no es, por cierto, neutral, sino dicotómica y maniqueísta; los epítetos que acom-
pañan la mención de los miembos de ambos grupos constituyen, como mostraré a con-
tinuación, un indicio por demás elocuente respecto de quiénes son los buenos y quiénes
los malos. El ethos que el texto pretende suscitar en el lector es de solidaridad e identi-
ficación con los explotados.
Al primer grupo pertenecen los “dueños de las oficinas” (237), “los señores feudales”
(42), “esos jefes hijos de puta” (181), “estos cabrones” (145), “estos gringos de mierda”
(150), y, junto a ellos, quienes colaboran o sirven al régimen de explotación: las autorida-
des militares y los soldados que ocupan la Oficina tras el golpe; los médicos contratados
por los patrones, que según los obreros poseen “un cinismo inefable”, son “matasanos chu-
chones” (68) y “médicos tiñosos” (69); el cura (“aflautado hombrecito de Dios”, 58) de la
iglesia, que fue “levantada por los gringos” (93), y los feligreses que concurren asiduamen-
te al templo (“viejas camanduleras […], beatas fruncidas y comesantos”, 100), a diferen-
cia de la Reina Isabel (que entró a la iglesia una sola vez en su vida, “nada más porque las
puertas se hallaban abiertas y porque, además, adentro no había un alma”, 93).
Hernán Rivera Letelier 119
Al grupo de los explotados pertenecen los trabajadores del salitre, los obreros, los
pampinos, “las víctimas” (184), los mineros, “los pobres viejos” (145), y también las pros-
titutas, quienes llegan especialmente a las oficinas salitreras para prestar sus servicios a
los obreros, y, como éstos, suelen ser objeto de humillaciones y abusos por parte de los
que sirven al régimen opresor: “era fama en la Oficina que uno de los oficiales, apodado
el Perro Negro, antes de darles el visto bueno las entraba a un calabozo preparado ad hoc
en donde las pasaba por las armas” (33); “salvo un culatazo en un hombro el día que le
fueron a allanar la pieza […] y el polvo gratis que se mandaron, como castigo, el oficial
y uno de los soldados de la patrulla, nada más grave le había ocurrido” (170).
La simpatía que el texto procura –y logra– suscitar en el lector hacia las prostitutas
se basa no sólo en su configuración como víctimas de un sistema represivo, sino tam-
bién, y quizás principalmente, en la absoluta y llamativa inocencia con que son descrip-
tos, en general, los gajes de su oficio. Emblemáticos a este respecto son los casos de la
Reina Isabel, la Flor Grande y la Chamullo, quienes asumen y ejercen su profesión no
sólo con dignidad, sino incluso gozosa y felizmente:
[…] nunca fue una ramera amargada, nunca una puta amalditada. Jamás se le oyó culpar
al Destino de su destino ni se andaba inventando novelones tristes para justificar su vida
[…]: a la Reina Isabel, como ella misma decía cuando el licor violeta de la nostalgia se le
subía melancólicamente al corazón, la cosa le gustó desde niña y punto… (247)
Y es que pese a no decir nunca que no cuando de parrandear se trata, todo el mundo sabe
que a la Flor Grande sólo le gusta jaranear y ocuparse con mineros. Que su mayor placer es
encamarse con ellos recién llegados del cerro y antes de que se bañen, entierrados comple-
tamente de pies a cabeza. […] Como una desenfrenada perra sabuesa, husmea en esos cuer-
pos rendidos buscándoles el aroma agridulce de su sudor bestial. (30-31)
“Hay que hacerle honor a lo de mujer alegre” decía [la Chamullo], muerta de risa. (116)
Pero así como se percibe en el texto una marcada inocencia respecto del trabajo que rea-
lizan, o deben realizar, las prostitutas (a las que el narrador heterodiegético denomina,
significativamente, “las niñas”, 19, e incluso “las emprendedoras niñas”, 207), dicha ino-
cencia desaparece por completo cuando ellas deben asumir una postura de solidaridad
con el sufrimiento y/o los reclamos de los mineros. Más aún, en comparación con la ma-
yoría de los resignados obreros, muchas de estas prostitutas demuestran poseer una ma-
yor actitud combativa y una ‘conciencia de clase’ más desarrollada. Esto se manfiesta,
por ejemplo, cuando el texto da cuenta del origen del apodo de la Dos Punto Cuatro
(167-169), cuyo heroico papel durante una huelga la llevó a instaurar en su camarote, por
su sola cuenta y riesgo, una “olla común del amor” (168). O cuando durante el velorio de
la Reina Isabel, son precisamente algunas meretrices (la Ambulancia, la Cama de Piedra,
la Chamullo, la Dos Punto Cuatro, la Garuma) quienes conciben la idea, planean y final-
mente ejecutan lo que una de ellas denominó “Asalto y Toma de la Iglesia” (170). A pe-
120 Capítulo 4
sar de su índole carnavalesca (“como putas de carnaval […]. Ataviadas de manera mun-
danal y pintadas como para una farándula de cabareteras caribeñas”, 82-83), o precisa-
mente en virtud de dicha índole, también en esta acción desafiante y provocadora se re-
fleja la conciencia de solidaridad de las prostitutas para con los trabajadores: la Dos Pun-
to Cuatro, por ejemplo, propone que los hombres no participen del asalto a la iglesia por-
que “podrían perder la paga” (83).
No sólo los trabajadores salitreros y las prostitutas (representantes, ambos, del gru-
po de los explotados) se ven unos a otras como compañeros de luchas y pesares; la soli-
daridad y coincidencia ideológica entre ambos gremios es también percibida por los
opresores y sus aliados: desde la pespectiva del cura, quien se niega a oficiar en su igle-
sia una misa en honor a la difunta Reina Isabel, las prostitutas son “esas desfachatadas
meretrices salitreras” (84), mientras que el Capitán General, en su primera visita a la Ofi-
cina tras el golpe, se quejó de que “algunas putitas del carajo […] eran más coloradas
que el culo del diablo” (170).
El “espíritu” revolucionario o de resistencia no está ausente en la novela. Además
de las prostitutas, a cuya “operación comando en la iglesia” (101) ya he aludido, también
el Poeta Mesana despliega un claro gesto de desafío a la autoridad. Durante los homena-
jes a la bandera que se realizaban en la Oficina, organizados por las autoridades civiles y
militares, el Poeta era el encargado de pronunciar los discursos en representación de los
obreros. Su “romántico acto de insurrección” (25) consistía en meter entremedio de sus
patrióticas alocuciones “algunas combativas estrofas” (25) que extraía de una “Antología
de Poesía Combatiente, editada por Quimantú” (18). Si bien el Poeta sostiene “con soca-
rronería” que dicho acto era realizado “más por darse una satisfacción personal que por
otro motivo” (25), el trabajo textual, mediante un hábil manejo del lenguaje por parte del
narrador, parece revelar que los motivos del Poeta trascienden a los que el mismo perso-
naje admite. Véase la terminología empleada por la instancia enunciativa: al subir al
proscenio, el Poeta viste una “ beligerante corbatita roja” (24); los ingenuos oídos de las
autoridades son “bombardeados” con versos de poetas comprometidos con la lucha so-
cial; el narrador se refiere al Poeta como a “este Manuel Rodríguez de la poesía” (25; en
alusión al héroe de la independencia chilena, reivindicado durante el siglo XX por
organizaciones de izquierda, entre ellas el Partido Comunista de Chile); la citación de
endecasílabos de Neruda es definida como “un acto de intrepidez suicida”, y esos versos
nerudianos resuenan en la plaza “como duras piedras de guerrilla” (25).
Otro rasgo del “post-boom” perfectamente identificable en los textos de Rivera Le-
telier es la abolición de la nostalgia de totalización. A diferencia de las novelas del
“boom”, caracterizadas por Donoso como “totalizadoras, agobiantes de significado, aho-
gantes de experimentos” (citado en Swanson 1990: 224), RIC y HAP constituyen pro-
yectos narrativos mucho menos ambiciosos.
El afán anti-totalizador de estos textos se refleja, asimismo, en el hecho de que sus
argumentos no buscan una proyección trascendental: las respectivas historias de Hidel-
brando y su familia, la del Poeta Mesana, el Viejo Fioca, la Reina Isabel, la Ambulancia,
etc., no son más que eso: sus propias historias, sus ‘petites histoires’. Los textos de Rive-
ra Letelier no pretenden convertir a estos personajes en símbolos del Hombre (ni siquiera
en tipos literarios de significación universal), ni tampoco proyectar mítica o alegó-
Hernán Rivera Letelier 121
ricamente su situación histórica a la manera de los Buendía y “las estirpes condenadas a
cien años de soledad” (García Márquez 1967/331973: 351); por el contrario, los muestran
minuciosamente como casos individuales, inmersos en la cotidianeidad de una “realidad”
particular, local. En relación a este punto, Skármeta (1983) ha manifestado que la na-
rrativa del “post-boom”, pese a toda la estridencia de su complejo aparato verbal, es vo-
cacionalmente antipretenciosa, sensible a lo banal, y que sus héroes, a diferencia de los
del “boom”, no se reclutan en la excepcionalidad, sino en los carnales transeúntes de la
urbes latinoamericanas.
Precisamente eso es Hidelbrando del Carmen: no un ser excepcional, sino un carnal
transeúnte de Antofagasta. Y lo mismo cabe postular respecto de los personajes de RIC,
a pesar de su diferente escenario y de la “retórica rimbombante” (48) del Poeta Mesana:
Así que no es ningún moco de pavo lo que nosotros estábamos viviendo; no era ninguna
agüita de borraja, puesto que nosotros habíamos sido elegidos para ser testigos protagó-
nicos “de la pasión y muerte del último bastión de una epopeya sin par en los anales del es-
fuerzo y el valor humano […]”. (48)
Si el texto logra suscitar una adhesión afectiva en el receptor, ello se debe en gran medi-
da a que éste, una vez concluida la lectura, comprende que esa “epopeya sin par” no fue
protagonizada por seres extra-ordinarios, sino por dignos y sufridos hombres y mujeres
de ‘carne y hueso’ que debieron trabajar, y subsistir, en las más adversas circunstancias.
Y que esa “epopeya sin par”, además, no es sino la suma –el entretejido– de sus admi-
rables, esforzadas y ‘pequeñas’ historias individuales.
Otra diferencia captable entre los textos del “boom” y los que aquí analizamos es
que en éstos ya no se refleja, como ocurría en aquellos, una incredulidad respecto de la
capacidad de percibir la realidad, ni respecto de la capacidad que el lenguaje tiene de
transmitirla. El empleo masivo de procedimientos miméticos, la coloquialidad (predomi-
nio del habla) y el carácter realista que distinguen a la narrativa de Rivera Letelier (véan-
se las secciones precedentes en este mismo capítulo) constituyen, de por sí, un claro indi-
cio de esta renovada confianza del “post-boom” (por lo que respecta a su vertiente mimé-
tica) en la capacidad referencial del lenguaje. En efecto, todo texto mimético, por defini-
ción, intenta imitar o representar una realidad que lo precede o es exterior a él, y por lo
tanto trabaja ‘al servicio’ de dicha realidad, escapando al juego de los significantes. A di-
ferencia de Rayuela, texto paradigmático del “boom” en el que se trasluce una postura
escéptica (“los sentidos y la palabra [son] cosas de las que hay que desconfiar si uno es
serio”; “Esta insuficiencia del lenguaje es evidente”; Cortázar 1963/1993: respectiva-
mente 175 y 432), y a diferencia también de los textos antimiméticos de Sarduy (que
desenmascaran gozosamente su índole ficticia, de impostura, de engaño, y en cuya
escritura “el motor primero sigue siendo el juego de palabras”; “Nada dice nada”; DSC:
170 y 183), la novelística de Rivera Letelier hace suyo el placer de contar historias, rasgo
que caracteriza a la mayoría de sus personajes, historias cuya vocación realista y
“veridíca” se refleja, por ejemplo en RIC, en la súplica del Caballo de los Indios (“Les
juro por la Santa que no les miento ni un cachito así”, 86) y en su posterior corroboración
(“lo que está contando el Caballo es la purita y santa verdad”, 232).
122 Capítulo 4
En la literatura del “boom” se traslucía, por lo general, una separación entre la alta
cultura y la cultura de masas, privilegiándose marcadamente a la primera. Un “abandera-
do” de esta posición es Oliveira, el protagonista de Rayuela: “hasta por razones estéticas,
que estás muy capacitado para apreciar, admitirás que entre situarse en un centro y andar
revoloteando por la periferia hay una diferencia cualitativa que da que pensar” (Cortázar
1963/1993: 182; el énfasis es mío). En la narrativa del “post-boom”, en cambio, se anula
dicha separación y, fundamentalmente, dicha jerarquización. En RIC, por ejemplo, el
Poeta Mesana es conocedor y admirador de la alta cultura y de expresiones del canon li-
terario: posee un retrato de Gabriela Mistral (20), cita en sus alocuciones, como he seña-
lado, fragmentos de Miguel Hernández, Ernesto Cardenal, Pablo Neruda, Roque Dalton
(25), y alude al Quijote (124). No obstante estos conocimientos, el Poeta no se siente en
absoluto un privilegiado respecto de sus compañeros, ni tampoco la estimativa del texto
lo valora más que a éstos; por el contrario, el fervor lírico-canónico del Poeta es tan legí-
timo e intenso como la pasión de la Reina Isabel por las rancheras de amor (51), o la del
Viejo Fioca por la música y las películas mexicanas (10), o como la “afición colindante
en la manía [de la Cara de Piedra]: leer historietas de aventuras” (82).
La devoción por las películas mexicanas afecta también al joven protagonista de
HAP; paralelamente a su gradual alejamiento del dogma religioso, Hidelbrando tiende a
sacralizar la experiencia suscitada por esta manifestación de la cultura popular: “Cuando
el universo de la pantalla se iluminaba de imágenes, para él era como ser poseído de
pronto por el don de la visión espiritual, el maravilloso don cristiano que en la iglesia te-
nía la hermana Jovita Esperanza” (134).
En virtud de la fruición que experimenta cuando ve estas películas (“Su pasión por
Rosita Quintana estaba primero que todos los ángeles y arcángeles de la corte celestial”;
18; “el amor que Hidelbrando del Carmen sentía por la imagen fílmica de Rosita Quinta-
na era totalmente excluyente; era un amor perfecto, lírico, primitivo”; 138), el texto pa-
rece configurar al protagonista como un receptor idóneo, incluso ideal, de estos produc-
tos de la ‘sub-cultura’. A este respecto ha señalado Eco (1964/21997: 90): “el Kitsch
pone en evidencia las reacciones emotivas que la obra debe provocar, y elige como fina-
lidad de la propia operación la preparación emotiva del fruidor”.
La reacción emotiva de Hidelbrando constituye, en mi opinión, una microestructura
patemática que refleja especularmente el efecto sentimental(ista) que la obra (la macroes-
tructura) desea suscitar en el lector. En uno de sus últimos ensayos críticos, Roberto Bo-
laño (2003: 173) se ha referido a Rivera Letelier en los siguientes términos: “Dios bendi-
ga su cursilería, su sentimentalismo, sus posiciones políticamente correctas, sus torpes
trampas formales”. Si bien no coincido con la incisiva generalización de Bolaño, creo
que su comentario no es desacertado por lo que concierne al nivel patemático de HAP,
texto que, principalmente hacia su desenlace, se inclina pronunciadamente (¿peligrosa-
mente?) en dirección al melodrama; véanse los siguientes momentos, en los cuales, en
términos de Eco (1964/21997), se ponen en evidencia las reacciones emotivas que la obra
desea suscitar:
Bajó los escalones maquinalmente, de uno en uno, con una lentitud casi dolorosa. […] Algo
duro y quemante, como un bolo de ácido sulfúrico, le subía y bajaba por la garganta. Se dio
cuenta de que eran las ganas de llorar. (HAP: 197-198)
Hernán Rivera Letelier 123
Por la desierta calle Sucre hacia arriba, camino al paradero de buses, las ardientes ganas de
llorar se le iban haciendo incontenibles. (199)
Tratando de contener un sollozo inminente […], alzó la cabeza hacia el cielo y respiró
hondo. Le parecía que a esas alturas largarse a llorar en la calle resultaría el colmo de lo
folletinesco. […] El final que estaba viviendo era demasiado penoso. (200)
Hacía tiempo que no se sentía tan solo. Miró el retrato de sus padres […] Tomó la Biblia
desde el velador. El libro permanecía abierto en el Salmo 91 […]. No pudo pasar al
segundo versículo. Casi sollozante, volvió a dejar la Biblia sobre el mostrador. […] Sintió
de nuevo que algo quemante se le endurecía en la garganta. No quería llorar. ¡No quería!
(204)
Y agobiado, con la voz rota, una voz que le sonó completamente ajena a la suya, se oyó
susurrar en la oscuridad:
-¡Papá!
Sintió que la palabra se inflamaba en sus labios e, instantáneamente, junto a ella, sintió
brotar el chorro de lágrimas incontenibles. Las sintió brotar como agua hirviente, las sintió
rodar hacia ambos costados de la cara, las sintió pasar como ríos […]. Lloró largo rato en
silencio. Lloró como no lloraba desde aquel lejano Día de la Madre. Lloró como si fuera su
primer o su último llanto de niño. Después, siempre llorando, atragantado por los sollozos,
comenzó a orar, a suplicar, a pedir fervorosamente por su padre. Que el Señor misericordio-
so, Dios de los cielos, lo protegiera siempre […], que lo mantuviera alentadito y siempre
con vida a su papito, que él lo quería mucho. (205)
Las repeticiones de estas imágenes (y de estos lexemas: “llorar”, “sollozo”, “llanto”, etc.)
tienen como finalidad, sin dudas, la intensificación del efecto patemático disfórico. Pero
la provocación de este efecto, el cual puede –y suele– darse en cualquier texto literario,
no impide que dichas repeticiones, por su peculiar (excesiva) configuración en la obra,
también “arrastren” (es decir: también susciten, aunque sin desearlo) un ‘efecto redun-
dante’, efecto que Solotorevsky (1988: 14-16) ha señalado como característico del texto
paraliterario.
No es mi intención postular que HAP constituye un producto de la paraliteratura
(por más que el propio Hidelbrando sienta que su situación es “el colmo de lo folletines-
co”; 200). Considero sí que se trata de un texto sumamente legible, “fácil”, accesible, pe-
ro texto literario, el cual sigue otorgando preeminencia –no obstante la potenciación de
los efectos– a los procedimientos (vid. 4.2.) y a las “trampas formales”, por más “torpes”
(según Bolaño) que éstas sean. Ello equivale a decir, de acuerdo a la terminología de
Jakobson (1960/1971), que la función dominante en HAP no es la conativa (a pesar de su
relevancia), sino la poética.
Hecha esta aclaración, me interesa ahora señalar diferencias en el empleo del Kitsch
en las obras de los dos autores que hemos estudiado hasta aquí. Cabe postular que la es-
trategia de Sarduy es banalizar, o “rebajar”, los sentimientos supuestamente “elevados”
(el esfuerzo, la experiencia dolorosa, etc.), poniéndolos intencionalmente en escena para
ser sometidos a una carnavalización grotesca (“¡pobre Cobra! Tanto esfuerzo para nada.
Aprendan, testarudos; lloren que dé pena, empecinados. Salpicando, eso sí”, Cobra: 42);
el Kitsch sarduyano, por lo tanto, es lúdico, autoconsciente, por momentos ‘intelectuali-
zado’, siendo su intención desautomatizar la lectura y crear una distancia estética. En
124 Capítulo 4
cambio, en Rivera Letelier (o al menos, en numerosos pasajes de HAP) los “sentimientos
elevados” son enunciados con absoluta seriedad, incluso con patética solemnidad; se tra-
ta, pues, de un Kitsch ingenuamente melodramático, producto de una sobrecarga melosa,
cuyo reiterado uso busca “empalagar” afectivamente al lector, y reducir así la distancia
estética entre éste y la obra. Vale decir: allí donde Sarduy es deliberadamente irónico y
burlesco, el autor chileno suele ser serio, cursi e inocente (calificativo que, significativa-
mente, ya he usado en el análisis de otros niveles de RIC y HAP).
Este profesor, que por su aspecto de pajarito apodaban el Piolín, además de recopilar
leyendas, historias y testimonios orales de viejos pampinos, en sus fines de semana recorría
las ruinas de las oficinas viejas desenterrando verdaderas reliquias de la pampa antigua. Su
sueño era llegar a formar algún día una especie de Hermandad de la Pampa, una cofradía
que se preocupara de rescatar y preservar el pasado histórico salitrero. (149)
Entre ‘las reliquias’ desenterradas por el profesor –las cuales constatan, a modo de evi-
dencia, la rigurosidad de su investigación y la “veracidad” de sus recopilaciones escritas–
se incluyen unas fichas con que se pagaba a los mineros y que éstos podían usar (es de-
cir: cambiar) únicamente en las pulperías de las oficinas: “en algunas oficinas de las más
pobres llegaron a circular fichas de género y hasta de cartón. Yo tengo un amigo que
Hernán Rivera Letelier 125
tiene varias de ésas. Es profesor. Me ha mostrado algunas” (145). El Cura, asimismo,
sabe el motivo por el que una pequeña loma cercana a la Oficina recibió el nombre de
Cerro de la Viuda, y ello porque su leyenda “había sido recopilada y escrita por su amigo
el profesor, que en verdad era el que lo proveía de todos los conocimientos históricos so-
bre la pampa” (148-149). El texto, cabe recordar, tiende a adjudicar la categoría de ver-
dad a las leyendas o relatos orales que circulaban entre los obreros pampinos; ello ocurre,
como hemos visto, respecto del meta-relato contado por el Caballo de los Indios (232), y
respecto del extraño caso del polvo que cubre las casas de los obreros, pero nunca “los
chaleses” de los gringos (150).
El Poeta Mesana, por su parte, se dedica a componer, y luego a declamar, su Canta-
ta de las Oficinas Salitreras, que “no es sino una incompleta recopilación de más de dos-
cientos nombres de esos fantasmales escombros diseminados a través del desierto” (20).
El afán de exhaustividad y el trabajo metódico caracterizan la reconstrucción histórica
que pretende realizar el profesor, mientras que la creación del Poeta se basa en criterios
completamente diferentes:
[…] la lista no guarda ningún tipo de orden histórico. Los nombres de las oficinas no están
distribuidos por cantones ni por fechas de aparición ni por nada. Simplemente se colocaron
ahí a medida que fueron recopilándose, poniendo algo de atención nada más al dibujo del
margen derecho y tratando de acomodarlos según el número de sílabas, esto para los efec-
tos de ritmo y respiración de sus tronantes y expresivas declamaciones de borrachera. (20)
La obra del Poeta, empero, no difiere de la del profesor por su cuidado de la métrica u
otros rasgos formales, sino principalmente, como señalara Aristóteles, por narrar las co-
sas así como éstas podrían haber sucedido. Esto se manifiesta, por ejemplo, en relación al
origen del nombre de una de las oficinas: al Poeta Mesana y al Viejo Fioca
[…] les inquieta enormemente el nombre de Nena Vilana, y como no han logrado saber na-
da de su dueña, entre los dos le han elaborado una biografía de tono libertino. Usando la re-
tórica de uno y la lasciva imaginación del otro, han llegado a la alegre conclusión de que el
tal nombrecito ha de haber correspondido, sin duda alguna, a una alta, elegante y flaquísima
querida levantada por algún magnate salitrero en uno de esos glamorosos cabarés de los
años veinte. (21)
[…] el cuerpo de nuestra Oficina iba siendo cercenado por partes […]. Y es que después
de la demolición, una gigantesca máquina aplanadora se encargaba de no dejar piedra so-
bre piedra, ladrillo sobre ladrillo, recuerdo sobre recuerdo; ni la más leve huella. Ni si-
quiera los algarrobos o pimientos plantados y cuidados con la consagración tenaz con que
se planta y se cuida un árbol en el desierto, lograban escapar a la feroz depredación. (91)
Los obreros, en cambio, ante la inminente paralización de una oficina, o después de ella,
demuestran poseer no sólo un estrecho vínculo afectivo con dicho sitio, sino también una
conciencia histórica que, como se muestra a continuación, se convierte en un verdadero
‘culto a la memoria y los recuerdos’:
Les voy a contar que en los tiempos finales […], para los días de aniversario de la Oficina,
cuando llegaban caravanas de ex-trabajadores y las calles volvían a revivir y en la plaza
adornada con guirnaldas cantaban, bailaban y recitaban y tomados de la mano en una
gran ronda nostálgica abrazaban llorando al ángel del recuerdo, en esas ocasiones la
gente buscaba sus antiguas casas para descansar y merendar. Los que tenían suerte
hallaban los muros aún parados y luego de limpiarlos de escombros y perros muertos
merendaban en ellas haciendo recuerdos y buscando algunas viejas leyendas escritas por
sus hijos en sus muros. (91; el énfasis es mío)
La casa de la Rubia Mireya quedaba justo enfrente de la iglesia. […] En las noches de
malón, la voz de Enrique Guzmán vociferando a todo volumen el Rock de la Cárcel, o los
chillidos de Brenda Lee saltando su endemoniado palo de escoba, apagaban por completo
el susurro adagioso del anciano pastor leyendo plácidamente el Sermón de la Montaña. O
hacían perder el tono ritual de los piadosos himnos con que en esos momentos se invocaba
al Señor por el fuego de Pentecostés. Por lo mismo, su muy consagrado padre, un martes a
la hora de la reunión […], le había prohibido terminantemente juntarse con los hijos de
esos satanases de enfrente (59; las itálicas en el último sintagma son mías).
Son numerosos los momentos del texto que aluden al cambio de actitud y a la irresistible
atracción que la cultura popular –en especial, la cultura juvenil o “fun-culture”– ejerce
sobre el joven protagonista: para empapelar su casa, Hidelbrando escoge de “El Mercu-
rio” “las divertidas tiras cómicas de Don Fausto, Pato Donald, Carozo Pimienta, Pepita,
Rip Kirby y El Fantasma” (12); coloca en el marco del espejo, en su habitación, “la foto-
grafía de Rosita Quintana […] que tenía que esconder cada vez que su padre bajaba de la
mina” (13-14); comienza a peinarse al estilo de Elvis Presley (“vació un poco de brillan-
tina en una mano, untó la otra y se masajeó exhaustivamente la cabeza. Después se peinó
hacia atrás, […] se formó el fungoso copete a lo Elvis”; 14); comienza a silbar Juan Cha-
rrasqueado, un corrido mexicano “que había aprendido hacía poco y cuya letra le parecía
tan gloriosa como la del más bello himno de la iglesia” (14); en una fuente de soda,
Hidelbrando escucha el último bolero de Lucho Barrios y una canción de Javier Solís
luego de introducir unas monedas en una máquina Wurlitzer (“la manipulaba con reve-
rencia casi religiosa; en verdad el aparato, lleno de cromos y luminosidades, se le hacía
imponente y hermético como un altar”; 49); cuando entra por primera vez a la casa de la
Rubia Mireya, se queda deslumbrado por el ambiente en el salón de baile: “Repleta de
parejas incansables, la pista renegreaba de chaquetas de cuero y copetes a lo Elvis. Las
colas de caballo y las faldas acampanadas de las muchachas revoloteaban que era un em-
beleso” (64); después de vender diarios por las mañanas y asistir a la escuela en la tarde,
Hidelbrando “se pasaba el resto del día compartiendo con los hermanos y primos de la
Rubia Mireya que, junto a otros niños del barrio, formaban algo así como la banda de los
Robert Taylor junior” ( 68); en la casa de su vecina, los niños danzaban “al ritmo loco de
un baile de negros que comenzaba a hacer furor en el mundo entero y que se llamaba
twist” (72), al compás de “un disco lento de Polanka” (72) o de “los gritos destemplados
de Ricardito y sus Gatos vociferando a todo parlante el Tutti frutti, aururi” (73); y en la
sala de un cine logra identificar “un long-play de roncaroles cantados en castellano por
los Teen Top [que] traía canciones como Quién puso el bomp, Confidente Secundaria,
Presumida, el Rock de la Cárcel y otras. El rock que ahora estaba sonando se llamaba
Zapatos de gamuza azul. Todos estos temas él los había aprendido casi mejor que los
himnos del himnario” (132).
A diferencia de la experiencia cinematográfica, que Hidelbrando del Carmen puede
–y a veces desea– realizar en soledad (“jamás entraría a la platea de ningún cine del
mundo. Menos en compañía de una mujer”; 131), el contacto con los códigos de la
Hernán Rivera Letelier 129
cultura juvenil urbana es vivido por Hidelbrando como una condición necesaria para su
integración social y para poder acceder a lo que más lo tentaba de su nueva vida en
Antofagasta:
Sentía que para la Rubia Mireya él no era más que el canuto de enfrente. Cuando comenzó
a sonar un disco lento y él la vio abandonarse lánguidamente en los brazos de uno de los ni-
ños más grandes, se fue. […] Esa noche evidenció algo que ya venía elucubrando en la so-
ledad de su cuartucho: que para conquistar a una niña perteneciente al mundo de los genti-
les era necesario saber y dominar tres cosas elementales: bailar, nadar y andar en bicicleta.
Y él era torpe para las tres. (65)
Con respecto a RIC, a pesar de que la Oficina no es, por cierto, un contexto urbano, tam-
bién allí llegan las manifestaciones –y los productos– de la cultura de masas: películas
mexicanas, discos, revistas de historietas, etc. Los obreros y las prostitutas, más que gus-
tar de dichas expresiones culturales, las ‘asimilan’ a sus respectivas existencias. La Reina
Isabel, por ejemplo, sabiendo que su muerte era inminente, pidió que le dieran una guita-
rra –que no sabía tocar– sólo para abrazarla contra su pecho y poder cantar una de sus
amadas rancheras: “esa de Cuco Sánchez que dice guitarras, lloren guitarras, violines,
lloren igual, no dejen que yo me vaya con el silencio de mi cantar” (55). La Cama de
Piedra, por su parte, tenía la afición –“colindante en la manía”– de leer historietas “de
Tarzán, de Kid Colt, de Superman, del Hombre Araña, del Llanero Solitario” (82), y el
texto la muestra comportándose como uno de esos caricaturescos superhéroes: “Tenía
cartel de guapa y se lo había hecho trabándose a puñete limpio […]. ‘Yo no me caso con
nadie’, decía, escupiendo por el colmillo” (81); “Y con grandilocuentes ademanes de he-
roína de cómic, prosopopéyica, a punto de exclamar ¡Rayos y centellas!, comenzó a aren-
gar al pelotón” (140). El Viejo Fioca, por último, constituye un caso paradigmático de per-
sonaje cuya identificación con la letra de una canción es total, al punto de llegar a sentir-
la “en carne propia”; ello le ocurre mientras está escuchando Ella (una apasionada ran-
chera de amor de José Alfredo Jiménez), y el Poeta Mesana lo interrumpe para informar-
le que su gran amor, la Reina Isabel, acababa de morir:
[Los primeros versos de Ella] le hacen llenar de nuevo el vaso de vidrio barato y […]
sumergirse de cabeza en las averdinadas tinajas de su memoria en busca de algún recuerdo
de amor cuya historia guarde semejanzas con la letra que lo emociona y transporta, pero
por más que va hojeando despacito entre los retratos desvaídos de sus álbumes manchados
de vino, no logra dar con el rostro preciso de ninguna hembra a la que haya rogado de esa
tan patética manera, y es que aunque a lo largo de sus bien regados años más de alguna vez
abrió sus labios sólo para decirle ya no te quiero, el dolor y el despecho nunca fueron tanto,
putero fogueado él, claro, como para sentir que su vida se perdía en un abismo profundo y
negro como dramáticamente va rezando la sentida letra de la canción, nunca hasta ahora,
hasta este preciso momento en que, aunque los mariachis no callan y de su mano sin
fuerzas el pringoso vaso no cae, el Viejo Fioca siente que su pendeja vida comienza a
perderse en un abismo profundo y negro como su maldita suerte, cuando el cabrón del
Poeta Mesana […] le dice, roncamente:
–Murió la Reina Isabel. (13-14)
130 Capítulo 4
La reivindicación del tema del amor –que habíase destacado como rasgo distintivo de la
narrativa del “post-boom”– surge “con naturalidad” en el sentimentalizado mundo de
RIC: “la nostálgica y muy sentimental Malanoche” (35); “sus borracheras sentimentales”
(37); “el simple y sentimental argumento” (52); “el más sentimental y solicitado de sus
corridos” (53); “voz de calandria sentimental” (54); “un quijotismo sentimental y tardío”
(64); “el sentimentalismo de tela de cebolla de la Reina Isabel” (70); etc. La instancia
enunciativa, como he señalado anteriormente, caracteriza con relativa inocencia a ciertas
prostitutas y, en general, a la prostitución (e.g., “el duendecillo romántico que hasta las
putas más perdidas llevan dormido en el rinconcito más muelle del corazón”; 70), lo cual
ciertamente contribuye a la entronización del sentimiento amoroso en la novela. No sólo
los viejos y solitarios obreros se enamoran de “las niñas” y les declaran románticamente
su amor, sino que también éstas suelen brindarles, a cambio del dinero que reciben, algo
más que su cuerpo y su tiempo, por ejemplo un “gesto de prostitución humanitaria”, co-
mo la Chamullo (116), o “su sexo caritativo”, como la Reina Isabel (62). El triunfo del
amor se refleja, asimismo, cuando una relación comercial (cliente-prostituta) logra subli-
marse en cierto compromiso afectivo, como ocurre con la temporaria convivencia ‘bajo
un mismo techo’ de las respectivas parejas formadas por el Poeta Mesana y la Dos Punto
Cuatro (169), y por el Huaso Grande y la Reina Isabel (62; 66).
El amor, o más precisamente, su descubrimiento, forma parte integral del proceso
de crecimiento que atraviesa el protagonista de HAP. A pesar de su corta edad, Hidel-
brando ha tenido ciertos escarceos sexuales: su primera experiencia fue en Algorta con
María Marianola, cuando él aún era un niño, y concluyó en fracaso y con una mentira a
sus amigos (185-186); luego es abordado por dos mujeres mayores, una gorda matrona
que lo obliga a “sobajearle sus inmensas ubres de vaca”, y una “pizpireta enfermera al-
gortina [que] era completamente inofensiva” (166); su última aventura sexual, ya en An-
tofagasta, le sucede con una voluptuosa hembra vestida de negro en la sala de un cine,
donde resultará “un lindo cazador cazado. La mujer lo masturbó dos veces durante la
función” (167). A diferencia de estos intentos primerizos (que para Hidelbrando, quizás
por su índole meramente sexual, no tienen sino un carácter episódico), la primera y única
experiencia que en verdad logra colmarlo emocionalmente fue su relación con la Rubia
Mireya:
[…] ella se le echó en brazos y lo estrechó en un largo beso trémulo, para él su primer beso
de amor. Si al abrazarla en el salón de baile se había sentido como en el cielo, ahí, en la
penumbra de su covacha, mientras ella lo besaba infinitamente, ascendió y estuvo en
cuerpo y alma en aquella célica morada que cantaban los versos del himnario. […] Luego
de esa fugaz eternidad, la Rubia Mireya despegó la boca de la suya […]. En la iglesia jamás
había sido tomado por la gracia del Espíritu Santo, pero no tuvo ninguna duda de que algo
así se debía sentir. (73-74)
Si bien su historia de amor con la Rubia Mireya queda trunca ni bien comienza (no por
decisión propia, sino por la agresión que él recibe de los primos de la muchacha; 75), es
a ella –y a lo que sintió por ella– a quien Hidelbrando evoca y añora tiempo después:
“Qué sería de la Rubia Mireya. Recordó que hacía más de un año que no la veía ni sabía
nada de su persona. Y pensar que había sido la primera niña de la que se había enamora-
Hernán Rivera Letelier 131
do de verdad” (132); “De pronto se le ocurrió que hubiera sido lindo haber venido un día
al cine, él y la Rubia Mireya, tomados lánguidamente de la mano” (133).
El elemento humorístico se destaca principalmente en RIC, en cuyo heterocosmos la
risa aflora aun en los momentos de mayor carga patemático-disfórica (e.g., el discurso
del Poeta Mesana en el entierro de la Reina Isabel, “sentimental y loco discurso fúnebre
que nos hizo llorar y reír a la vez”; 241). Sometidos a un impiadoso régimen opresivo,
los mineros y las prostitutas suelen recurrir al humor como a una herramienta eficaz –e
incluso como a un arma necesaria– no sólo para subsistir en una deplorable condición de
vida, sino también para exteriorizar su resistencia a la autoridad; quizás el momento en
que mejor se condensan ambas actitudes sea cuando las meretrices irrumpen en la iglesia
en plena misa, y la Cama de Piedra profiere la siguiente amenaza:
–Mire, padre, o le hace una misa a la Reina Isabel y nos sentamos todas más tranquilitas
que vírgenes de yeso, o no se la hace y, entonces, le regalamos con una función de estriptís
que hasta el mismo Diosito, se lo juro, se baja de la cruz a bailar con nosotras. Usted
decide, padrecito. (84)
El efecto humorístico surge del discurso de los personajes en virtud de su empleo de expre-
siones coloquiales (especialmente groserías relacionadas con el sexo, como en el diálogo
entre la Malanoche y la Flor Grande; vid. 28-30), o de la combinación de distintos regis-
tros lingüísticos (como cuando la Chamullo, quien maneja una nomenclatura sexual “cien-
tífica” gracias a su colección de revistas Luz, debe ‘traducirle’ a su joven cliente el signi-
ficado del vocablo “esfínter”; 162). Con respecto al discurso del narrador (cuyos rasgos
son la riqueza lexical y la minuciosidad de sus descripciones), éste consigue suscitar un
ethos cómico multifacético, ya sea recurriendo al grotesco (como en su caracterización
de la Ambulancia o del Burro Chato; respectivamente 105-110 y 201-218), a la hipérbole
(como en la acumulación de superlativos con que describe el histrionismo erótico de la
Chamullo; 151-163), o a la sutil ironía (e.g., “la única librería de la Oficina, en la cual lo
único que no había eran libros”; 82).
En HAP, en cambio, predomina un ethos disfórico. A diferencia de los personajes
de RIC, que pueden enfrentar su situación y verse a sí mismos con una dosis más o
menos abundante de humor, Hidelbrando no posee aún esta capacidad:
Le parecía que a esas alturas largarse a llorar en la calle resultaría el colmo de lo folletines-
co. En un esfuerzo anímico casi heroico, y para reírse un poco de la situación y de sí mis-
mo, trató de caminar un trecho imitando los cómicos pasitos de Carlitos Chaplin. Pero sus
pies y su ánimo simplemente no le respondieron. El final que estaba viviendo era demasia-
do penoso. (HAP: 200)
El análisis a que han sido sometidos los textos de Rivera Letelier muestra en ellos una
clara tendencia mimético-realista, es decir, un predominio de estrategias y recursos por
medio de los cuales los textos pretenden enmascarar su índole ficticia y facticia, a saber:
la ausencia de construcciones en abismo; la presencia de narradores omniscientes; las re-
currentes alusiones al extratexto; la índole cuasi-testimonial de ciertos momentos (en
RIC); la masiva presencia de pseudo-referentes reales (destacándose, en RIC, los de ca-
rácter “histórico”, lo cual provoca el tránsito del ámbito de primer plano al mundo ma-
yor); la coloquialidad; el carácter detallado de los relatos, en virtud del cual se configuran
los verosímiles heterocosmos “pampino” en RIC y “antofagastino” en HAP; y la coheren-
cia narrativa de ambos textos, que resulta de sus tramas fuertes y de la pasión explicativa
y acotadora de los distintos hablantes.
Si bien en RIC la instancia de la enunciación y, en menor medida, la organización
temporal, presentan cierta complejidad, ambas estructuras pueden ser desmontadas sin
mayores dificultades por el lector. HAP, por su parte, presenta una estructuración aún
más sencilla que RIC, y el desarrollo de su diégésis posee una mayor sucesividad crono-
lógica.
Ambos textos ostentan un vistoso trabajo de orfebrería en el nivel del lenguaje, lo
que sin embargo no atenta contra el carácter transitivo de éste: la substancia verbal se
enajena fácilmente, placenteramente, en “mundo”.
A diferencia de aquellos textos que –como los de Sarduy– han exacerbado la experi-
mentación narrativa que caracterizó al “boom”, y por lo tanto tienden marcadamente
hacia una “estética de la dificultad” (Santos 2004: 28), RIC y HAP son textos “fáciles”,
en el sentido de que exigen un mínimo esfuerzo constructivo por parte del lector. Estas
obras, en resumen, son sumamente accesibles, poseen un alto grado de legibilidad, y sin
dudas se adscriben a la “nueva sencillez” que caracteriza a gran parte de la narrativa lati-
noamericana actual:
5. MANUEL PUIG
Hay una especie de capacidad de metamorfosis, que está alojada en la obra. Y que hace que
uno nunca dé con la lectura adecuada de Puig. Yo desde entonces he leído mucho sobre
Puig, y siempre las lecturas me dejan una cierta insatisfacción, como si nunca se diera con
el instrumento adecuado, y como si todas las lecturas –por más sofisticadas, ingeniosas e
inspiradas que sean– siempre terminaran convirtiendo a Puig en ejemplo de algo. Y yo creo
que justamente la literatura de Puig resiste eso, fundamentalmente: hay algo ahí que no se
deja reducir. (Pauls 1998: 24)
1 Manuel Puig (1968/32000). Al citar el texto, me limitaré a señalar el número de página junto al
momento citado; me referiré a él con la abreviatura TRH.
134 Capítulo 5
han logrado llevar ese “mínimo” hasta sus propios límites como lo ha hecho Puig. Lo que
caracteriza a TRH, su rasgo “distintivo” (en el más estricto sentido de esta palabra), es el
afán de impersonalidad, la eliminación del narrador, lo que se traducirá en la ausencia de
un único sujeto de la enunciación, dueño de una voz privilegiada, autorizada.
También en la obra de Sarduy habíamos percibido la eliminación del autor, pero
existe en ella una notoria diferencia con respecto a la novela de Puig: en el texto sarduya-
no, la muerte del autor es también un “acontecimiento” de la trama, una performance
(“¡Vaya! Lo único que faltaba: ¡el escritor Dios, el que lo ve todo y lo sabe todo, el que
da consejos y mete la nariz en todas partes menos donde debe!”; DSC: 114). Es decir, di-
cha eliminación –sumamente lúdica, por cierto– acontece “en vivo”, es puesta en escena,
lo que en cierta medida orienta al receptor (y esto no deja de ser paradójico en un texto
tan poco condescendiente como DSC) en la captación de la intentio operis. En TRH, en
cambio, la muerte del autor es un evento que ya ha ocurrido, si así puede decirse, “detrás
de los bastidores”: el lector que busque al “padre” de la obra (como Toto, el protagonista,
busca al suyo), descubrirá, a medida que se sucedan los capítulos, que ha sido arrojado a
un “texto huérfano”. Sin embargo, dicha ausencia –dicha orfandad– implicará al mismo
tiempo, y como su cara inversa, el hallazgo de una presencia múltiple: una pluralidad de
voces y discursos, una polifonía. Como ha señalado Barthes (1968/31981: 148):
[…] a text is made of multiple writings, drawn from many cultures and entering into mutual
relations of dialogue, parody and contestation, but there is one place where this multiplicity
is focused and that place is the reader, not, as was hitherto said, the author. […] The birth
of the reader must be at the cost of the death of the Author.
No obstante la desaparición del narrador, “sentimos que hay alguien que maneja los hilos
para que esbocemos una sonrisa” (Amícola 1992: 20); alguien que se encarga, como ha
observado César Aira, de la “presentificación de la historia” (citado en Prieto 2006: 412).
Considero, por lo tanto, que cabe postular en TRH la figura de un “transcriptor”, cuyo rol
sería análogo al de un editor/director cinematográfico: instancia que, a diferencia de un
narrador, carece de voz propia, pero que supuestamente dispone ya de todo el material
(i.e., de todos los discursos de los personajes, a los que mezcla en su “moviola” lingüísti-
ca) y se ocupa del montaje de la obra (i.e., división de la historia en cuadros-capítulos, y
su ordenación para la versión definitiva).
El texto está estructurado en dos partes, que cuentan, cada una, con ocho capítulos:
I. En casa de los padres de Mita, La Plata, 1933 / II. En casa de Berto, Vallejos, 1933 /
III. Toto, 1939 / IV. Diálogo de Choli con Mita, 1941 / V. Toto, 1942 / VI. Teté, invierno
1942 / VII. Delia, verano 1943 / VIII. Mita, invierno 1943 / IX. Héctor, verano 1944 / X.
Paquita, invierno 1945 / XI. Cobito, primavera 1946 / XII. Diario de Esther, 1947 / XIII.
Concurso anual de composiciones literarias. Tema libre: “La película que más me gus-
tó”. Por José L. Casals, 2do. Año Nacional, div. B / XIV. Anónimo dirigido al Regente
del Internado del Colegio “George Washington”, 1947 / XV. Cuaderno de pensamientos de
hermana, 1948 / XVI. Carta de Berto, 1933. Los primeros once capítulos son transcripcio-
nes directas de las voces de los personajes, ya sea a través de diálogos externos (Caps. I,
Manuel Puig 135
II, IV), o de lo que la mayoría de la crítica ha denominado “monólogos interiores” (Caps.
III, V-XI) pero debiera llamarse, según Genette, “discursos inmediatos”2. Los últimos
cinco capítulos de TRH, en cambio, constituyen transcripciones o copias de textos escri-
tos (un diario íntimo; una composición escolar; un mensaje anónimo; páginas de un cua-
derno de pensamientos; una carta). Vale decir: todos los capítulos, encabezados por titu-
los que pueden –y deben– leerse como meras acotaciones escénicas, no son sino la apa-
rente transcripción de materiales verbales (hablados, pensados o escritos), lo que prácti-
camente sitúa al texto de Puig en la definición misma de “mimesis” ofrecida por Genette
(1972/1980: 164): “The truth is that mimesis in words can only be mimesis of words.
Other than that, all we have and can have is degrees of diegesis”.
Esta peculiaridad del texto, i.e., su índole meramente “transcriptiva”, suscitadora de
una máxima ilusión mimética, está poniendo de manifiesto su principio constructivo:
TRH es una sucesión de secuencias escénicas, o mejor aún, una sucesión de escenas que
no se ven, pero “se oyen”: momentos discursivos, episodios lingüísticos. El reverso de
este principio sería, siguiendo a Genette, el grado mínimo de la diégesis: si todo lo que
“hay” en la novela es mimesis de palabras, y no de eventos, ¿qué “acontece”, entonces,
en TRH? ¿qué ocurre desde la primera escena, en 1933, cuando voces anónimas comen-
tan, entre otras cosas, el nacimiento del “nenito de Mita” (16), hasta 1948, cuando Her-
minia escribe en su cuaderno que Toto “está muy afeminado de modales” (282)? Desde
un punto de vista estrictamente narrativo, la respuesta, como sostiene Bacarisse (1988),
puede ser sorprendente: no ocurre nada, ya que al no haber eventos, no hay acción. Tam-
bién Piglia, en su lectura fundadora de la obra de Puig, había destacado este rasgo del
texto, aunque refiriéndose primeramente al devenir psíquico de Toto (“Se vive un instan-
te que dura quince años, una situación única que está al comienzo y en todos lados: no se
cuenta una historia, se describe un destino”; Piglia 1972: 355), y luego al resto de los
personajes:
Los personajes existen por el acto de usar el lenguaje. Hablar, escribir, es la única acción
que despliegan. Acurrucados en el fondo de un zaguán, tendidos en la cama, sentados
contra una mesa, su única actividad es narrar(se). No hay otros hechos que esos diálogos,
esas voces secretas que susurran, esas manos que escriben un diario, una carta. Todo pasa
por la conciencia o por el lenguaje; quiero decir: por la conciencia que es lenguaje. (Ibíd.:
361; el énfasis es mío)
Pero el hecho de que no haya una voz que cuente la historia, no quiere decir, en modo al-
guno, que en TRH no se configure una historia. La eliminación de un sujeto de la enun-
ciación privilegiado –o más precisamente: su disolución– resulta en una multiplicidad de
hablas personales, y será el lector –el mismo que nace, según Barthes, como consecuen-
cia de “la muerte del Autor”– quien deba “armar” la historia a partir de los enunciados de
esas múltiples voces. Si en el texto, como he señalado, no se narra una historia (puesto
2 Cfr. Genette (1972/1980: 174): “It would be better to call immediate speech: for the main point
[…] is not that the speech should be internal, but that it should be emancipated right away (‘from
the first lines’) from all narrative patronage”.
136 Capítulo 5
que es una mimesis de palabras, no de eventos), ésta, entonces, deberá entramarse en la
mente del lector: “The reader is the space on which all the quotations that make up a
writing are inscribed without any of them being lost; a text’s unity lies not in its origin
but in its destination” (Barthes 1968/31981: 148).
La cita de Barthes alude a lo que quizás sea el principal esfuerzo constructivo que la
novela de Puig demanda del lector: cada personaje se va construyendo a partir de su pro-
pio discurso y, principalmente, de los discursos de otros personajes. Sin embargo, no se
trata, en un sentido estricto, de hablas “personales”, sino más bien lo contrario: corres-
ponderá al lector captar lo que los personajes son incapaces de ver, es decir, que ellos no
son, como piensan, dueños de un discurso “propio” (ni tampoco son, como pretenden o
aparentan ser, dueños de sí mismos) sino seres enajenados, poseídos por distintos lengua-
jes o hablas sociales3.
Esos idiolectos que se encarnan en los distintos personajes de TRH poseen orígenes
diversos: Esther, por ejemplo, está poseída por una retórica populista (“Palabras brutales
pero ciertas. Porque el trabajo es santo, y el trabajador es así santificado, su sudor lo baña
en la gracia divina”; 238); Teté está dominada por el discurso religioso (“Mita es buena
pero nunca va a misa y yo recé para que me diera una naranja, pero recé para que fuera a
misa y Dios la haga ir siempre a misa, a rezar por Jesucristo que sufre en la cruz”; 97);
Héctor lo está por un discurso machista (“total me la cogí, y si no se la cogieron antes es
que en Vallejos son todos una manga de pajeros”; 155); en Choli se ha hecho carne el
discurso de la publicidad (“No, Mita, las penas se acabaron, por suerte ahora en Holly-
wood Cosméticos es distinto, con la libertad que tengo”; 60); etc. Sin embargo, el más
importante de estos discursos, no sólo por el espacio predominante que ocupa en el texto
(o por hallarse impregnado en los otros discursos) sino por el peculiar trabajo de brico-
lage que la obra realiza con él, es el que procede de distintos productos de la cultura de
masas, principalmente del cine norteamericano. A medida que Toto crece, se hacen cada
vez más evidentes las actitudes y gestos “made in Hollywood” de su comportamiento:
[…] y el Héctor “¡basta, basta de teatro! y no llores más, te he dicho que no grites más, ma-
ricón del carajo, calláte, CALLATE!!! y el Toto “maricón será tu abuela, y lo peor es ser un
intruso, INTRUSO!!! fuera de esta casa, fuera!!!” y con el dedo como las artistas cuando
echan a alguien, que un poco de imitación de alguna película estaba haciendo el Toto de
paso. (187; el énfasis es mío)
Al recriminarle a su primo que deje de hacer teatro, el texto muestra a Héctor con cierta
ironía, ya que previamente había desocultado su propia fantasía (“¡gol! gol de palomita
brillantemente marcado por la revelación de todos los tiempos… ¡el centrojá jamás igua-
[…] y mucho mejor sería que en eso suena el timbre y Luisa Rainer va a abrir y es uno que
se equivocó de puerta, que es el tío de Alicita, pero Luisa Rainer está tan cansada […] que
se desmaya ahí mismo en la puerta, y él entra y la levanta y llama enseguida al mandadero
del hotel […], que es un chico sin padre, que el padrastro le pega. Y lo manda a la farmacia
a buscar remedios y mientras la pone a Luisa Rainer en el diván, y enciende la chimenea
[…], y se da cuenta de que ella está por morir. Pero con la ayuda del chico mandadero que
llega cargado de remedios. […] Y todos los días después del Banco él viene a cuidarla a
Luisa Rainer y el mandaderito le cuenta si ella comió o no, que ahora en la pieza tiene
comida de sobra. Y el tío un día la besa en la boca y le dice que la quiere y yo desde la
cocina del hotel le tiro una moneda al del organito que pasa por la calle para que toque una
pieza y Luisa Rainer se levanta poco a poco y se da cuenta que se está curando y salen a
bailar. Y ella está contenta, piensa que ahora van a salir juntos y se van a casar, pero él está
triste. Y el mandaderito viene y los ve bailar y piensa que se van a casar y lo van a llevar a
vivir con ellos. Y corre y lo abraza y le da un beso fuerte en los cachetes al hombre, que
tiene esa cara linda de bueno recién afeitado, bien peinado con gomina y le dice “¡no voy
más con mi padrastro!” y el chico se da vuelta para decirle a Luisa Rainer que van a ir a
vivir a una cabaña en el bosque nevado. (76-77; el énfasis es mío)
En esta versión del film –en este bricolage que realiza el personaje, reflejo del que reali-
za el texto– Toto incorpora narcisísticamente elementos de su realidad: se identifica con
el mandaderito cuando irrumpe el “yo”; manifiesta antagonismo hacia su padre (repre-
sentado por el padrastro que pega, al que Toto desea abandonar); exalta el aspecto físico
del tío de Alicita, opuesto al de su padre (“Papá tiene la barba que pincha porque está
nervioso”; 75).
Speranza (1998) ha vinculado la impersonalidad de TRH (la disolución de la voz
autorial-autorizada en múltiples voces que están, cada una de ellas, atravesadas o poseí-
das por un discurso de la cultura de masas) con la técnica del arte pop. Según dicha crí-
tica, Puig lleva a cabo, en términos lingüísticos, una operación análoga a la que realizan
en sus “reproducciones” los artistas plásticos del pop:
“Quiero ocultar las huellas de mi mano”, decía Lichtenstein en los ’60 y de allí la utiliza-
ción de técnicas de reproducción que tienden a “borrar” la marca personal del autor: recorte
de cuadros de historieta, calcado de líneas de contorno, ampliación, distorsión de la imagen
en la tela con proyector […]. Ese virtual borramiento no desecha, sin embargo, una sutil
transformación del objeto original que prescinde de toda intención paródica o irónica.
(Speranza 1998: 134; el énfasis es mío)
138 Capítulo 5
En el arte pop, por lo tanto, la reproducción de una imagen es engañosa, ya que ésta es
sutilmente transformada por el autor, quien aspira a intervenir –y de hecho interviene–
pero sin que se noten sus “huellas”, sin que se vea su participación; como ha señalado el
propio Lichtenstein: “La diferencia con el objeto no es demasiado grande, pero es cru-
cial” (citado en Speranza 1998: 135). Del mismo modo, la “transcripción” de las voces
de los personajes en TRH es simulada, virtual, pudiéndose captar en ellas un finísimo tra-
bajo de estilización, el cual estaría produciendo la distancia –breve pero significativa–
entre las supuestas voces originales y las que finalmente son configuradas en el texto. De
allí que considero imprescindible visualizar al transcriptor/editor de TRH como una ins-
tancia carente de voz propia, pero que dispone de todo el material verbal producido por
los personajes: su función, en los capítulos “escritos” (XII - XVI), se reduciría a transcri-
bir o copiar –es decir: a simular transcribir o copiar– los textos (pre)existentes; en los ca-
pítulos “hablados” (I - XI), en cambio, es donde ejecuta las “sutiles transformaciones”,
no sólo editando los diálogos (intercalación de guiones, puntos suspensivos, etc.) sino
también, y muy especialmente en los monólogos, reelaborando subrepticiamente el habla
“popular” de los personajes (e.g., eliminando excesos de coloquialidad, puliendo ciertas
dicciones, introduciendo pausas, etc.). Más que la cita o copia exacta de hablas que fue-
ron empleadas por personas reales (en este caso, habitantes de un pueblo de la pampa ar-
gentina durante las décadas del treinta y el cuarenta), el texto suscita la impresión de
aproximarse a ellas construyendo un estilo oral –un estilo que, parafraseando a Lichten-
stein, le confiere al lenguaje de TRH esa ‘diferencia mínima pero crucial’ con las voces
“reales” que simula reproducir.
Esta intención de acercamiento me servirá de marco para problematizar algunos con-
ceptos que han sido empleados en relación a TRH, tales como parodia, pastiche y sátira.
La parodia, según Hutcheon, es una forma de imitación, pero una imitación caracte-
rizada por el énfasis en la diferencia: “Parody is, in another formulation, repetition with
critical distance, which marks difference rather than similarity” (Hutcheon 1985: 6). Más
que marcar las diferencias respecto del objeto imitado, el lenguaje “transcripto” de TRH
procura asemejarse a los registros y modos discursivos de uso cotidiano; como ha seña-
lado Speranza (1988: 130): “De tan próxima a la experiencia vivida de la lengua, la lite-
ratura de Puig resulta inaprehensible”. En virtud de esta intención de aproximación, la
estrategia asumida por TRH parece estar más cerca del pastiche que de la parodia:
[…] parody is a sophisticated genre in the demands it makes on its practitioners and its
interpreters. The encoder, then the decoder, must effect a structural superimposition of texts
that incorporates the old into the new. Parody is a bitextual synthesis […], unlike more mo-
notextual forms like pastiche that stress similarity rather than difference. (Hutcheon 1985:
33)
All literary fiction has to construct a ‘context’ at the same time that it constructs a ‘text’,
through entirely verbal processes. Descriptions of objects in fiction are simultaneously
creations of that object. (Descriptions of objects in the context of the material world are
determined by the existence of the object outside the description.) […] Metafiction, in
laying bare this function of literary conventions, draws attention to what I shall call the
creation/description paradox which defines the status of all fiction […].
Metafictional texts explore the notion of ‘alternative worlds’ by accepting and flaunting the
creation/description paradox, and thus expose how the construction of contexts is also the
construction of different universes of discourse. (Waugh 1984: 88; 90)
En los textos de Rivera Letelier, según hemos visto en el capítulo precedente, el principal
suministrador y organizador de las referencias (ya sea el heterocosmos pampino en RIC,
o el antofagastino en HAP) era un narrador extradiegético, cuyo discurso mimético,
abundante en descripciones, introducía a los personajes en dichos contextos como si és-
tos los pre-existieran. En TRH, en cambio, “falta un narrador que, alejado de la ‘situa-
ción’, nos la refiera” (Borinsky 1975: 31). Por consiguiente, la referencia (i.e., la historia
de Toto, Mita, Berto, etc., en el contexto argentino al que he aludido anteriormente) se
irá construyendo a medida que surjan los discursos de los personajes, los que en virtud
de su extrema variedad (discursos hablados, pensados, escritos en cartas, diarios, compo-
siciones escolares, etc.) pondrán al descubierto la índole de construcción verbal de dicha
referencia:
The more a text insists on its linguistic condition, the further it is removed from the
everyday context of ‘common sense’ invoked in realistic fiction. Metafictional texts show
that literary fiction can never imitate or ‘represent’ the world but always imitates or
‘represents’ the discourses which in turn construct that world. (Waugh 1984: 100)
Vale decir: en TRH se suscita la ilusión referencial, pero la “realidad argentina” que
emerge del texto se muestra, simultánea y paradójicamente, como una constelación de
Manuel Puig 141
universos lingüísticos4. En este punto, quizás más que en otros que ya hemos abordado,
se percibe claramente “ese resto que no encaja” (Speranza), esa “irreductibilidad” (Pauls)
de la novela de Puig, cuando se la quiere encasillar en categorías unívocas o excluyentes.
Recurriendo al símil de Ortega y Gasset (vid. cap. I.2.2.), cabría afirmar que TRH per-
mite focalizar, al mismo tiempo, tanto el vidrio de la ventana (la substancia verbal) como
el frondoso jardín (el referente) que se sitúa tras él.
Análoga resistencia a las clasificaciones unívocas se capta con respecto a la función
que cumplen en el texto las frecuentes descripciones “detalladas”. Véanse los siguientes
momentos:
Mita quiere que le haga un cubrecama para la camita del nene, con colores vivos porque
tiene poca luz en los dormitorios. Son tres piezas seguidas que dan las tres a un jol con ven-
tanales todos tapados con una tela de toldo que se puede correr. (9)
Vos mamá no sabés cómo ayuda tener plantas de verdura acá en tu casa, porque si no resul-
tan muchas las cosas que hay que tener en cuenta para comprar, toda clase de verduras y
condimentos que no sean pesados. No te tiene que faltar albahaca, romero, y montones de
perejil. (15)
-Primero hay que barrer, después pasar el trapo así el piso queda bien limpio para recibir la
cera. Después vas mojando de cera el trapo, sin empaparlo, y desparramando una capa de
cera bien pareja por todo el mosaico. Después se deja secar un poco y ya viene la parte más
cansadora, que es sacarle brillo caminando sobre los trapos. (17)
[…] con el cabello bien cepillado hasta que parezca que la melena es de seda, que bailando
en una boite tirás la cabeza para atrás y caería ese pelo en cascada provocativo sobre los
hombros, y si hubiera una despedida en un aeropuerto el viento lo hace flotar y parecería
emocionante. Que hay que saber mantenerlo sedoso, si no te lo lavás nunca te queda pego-
teado y si te lo lavás mucho está todo plumoso seco. (53-54)
[…] “no es un panqueque arrollado como lo hacen en mi casa, y finito: es chato, redondo y
grueso sin arrollar, y en el medio te sirven como un kilo de dulce de leche que vos vas re-
partiendo con el cuchillo por todo el panqueque”. (217)
A falta de un narrador que –precisamente– los narre, la función primordial de estas minu-
ciosas descripciones es la de construir verosímilmente a los personajes, de cuyos enun-
ciados se servirá el lector para armar la trama; por consiguiente, dichas descripciones
operan como connotadores de mimesis. Sin embargo, el hecho de que se transcriban in-
sistentemente este tipo de “habladurías” produce, según Borinsky (1975: 33), un replie-
gue del lenguaje sobre sí; en una vena similar, Perlongher ha señalado que en la índole
pueril, en la nadería cotidiana sobre la que suelen dialogar los personajes de Puig, se tra-
za “algo así como una estética de la banalidad”:
4 Rodríguez Monegal (1972) ha sido uno de los primeros investigadores en destacar este rasgo dis-
tintivo del texto: “Lo que realmente importa en el fascinante libro de Puig es ese continuo de len-
guaje hablado que es a la vez el vehículo de la narración y la narración misma” (ibíd.: 164; el én-
fasis es mío).
142 Capítulo 5
Maestría de la hilacha, jamás perder la hilacha, […] detallismo del naif, como el prolijo
kitsch de un salón saavedrense que guarda –muy disimulado, sí, muy en el fondo– un dejo
desteñido de barroco. No exactamente el barroco de la forma, áureo, para nada, sino apenas
un dejo que quiere disiparse pero no, en la microscopía del detalle, tan femenino, tan de
costurera de barrio. (Perlongher 1997: 129)
Relaciono la disimulación, ese “dejo que quiere disiparse pero no”, según Perlongher, al
finísimo trabajo de estilización a que me referí anteriormente, el cual patentiza la índole
(y la peculiaridad) lingüística de TRH: lenguaje poético que se enmascara de lenguaje co-
tidiano, pero que deja entrever, en ciertos giros, en ciertas cadencias que se reiteran, el
arte de su enmascaramiento, el doblez de la puntilla o la textura de la puntillosidad; len-
guaje en apariencia coloquial (espontáneo), pero en cuya prolija entonación (transcrip-
ción) se deja oír un estilo oral (depurado).
Estilo, arte, estética, repliegue, doblez: todo ello, sin duda, aporta cierta rugosidad al
lenguaje del texto, el cual, sin embargo, no cesa de fluir, no deviene intransitivo: no hay
aquí un exceso de información, lo cual podría llegar a obstaculizar la emergencia del
“mundo”, sino una insistencia en el modo de presentar los detalles.
La obra, asimismo, se encuentra en una zona intermedia por lo que concierne a su
participación en dos categorías polares: estética de la totalidad, y estética de la descentra-
lización o fragmentación.
El procedimiento más importante del texto, el más visible, se encuentra al servicio
de la estética de la descentralización: no hay, como he señalado, un sujeto de la enuncia-
ción que opere como centro de referencia, sino una dispersión de voces, ninguna de las
cuales se impone ni organiza a las demás. La fragmentación es captable, asimismo, en di-
ferentes niveles de TRH: el espacio textual, por ejemplo, se halla dividido en dos partes,
contando cada una con ocho capítulos; la presencia de blancos en las páginas no sólo se
debe a esta división: en el capítulo IV (“Diálogo de Choli con Mita, 1941”), se transcribe
una conversación telefónica en la que se ha suprimido la parte de Mita, lo cual implica,
tipográficamente, que Choli está hablándole “al vacío”5. La fragmentación se hará es-
pecialmente visible en el nivel de la organización textual de TRH: después de quince ca-
pítulos cronológicamente consecutivos (desde 1933 hasta 1948), hacia el final de la no-
vela irrumpe sorpresivamente un capítulo (XVI: “Carta de Berto, 1933”) que lo conecta
analépticamente con la unidad inicial (capítulo I: “En casa de los padres de Mita, La
Plata 1933”); la aparición desautomatizante de este episodio anacrónico –que constituye,
al mismo tiempo, una fractura estructural y temporal– pone de manifiesto la índole facti-
cia del texto y el dominio del sujet (a cargo del transcriptor) sobre el mundo configurado.
5 Este recurso narrativo puede ser interpretado como un signo de la incomunicación que impera en-
tre los personajes, pero también, según Kunz (1994), es una inesperada muestra del ‘realismo’ de
Puig:
El lector es nada más que un testigo, puede oír sólo una voz, como si estuviera
en el cuarto en que se encuentra uno de los personajes. Al mismo tiempo que
apela a la imaginación del lector para reconstruir lo eliminado, esta técnica trans-
pone una experiencia cotidiana al medio literario. (Kunz 1994: 100)
Manuel Puig 143
No obstante el retorno cronológico a 1933, la carta que escribe Berto en el último capítu-
lo no constituye un final circular ni clausurante (lo cual hubiera podido suscitar un efecto
de totalidad); por el contrario, en la misiva (que finalmente no será enviada) Berto se di-
rige a Jaime, su hermano, por medio de una serie de preguntas (“¿no esperás carta mía?
¿no te importa recibir mis noticias?”; 292) que quedarán sin respuesta, suscitándose un
intenso efecto de suspensión e inacababilidad.
Estos procedimientos al servicio de la fragmentación o descentralización son con-
trarrestados por otros que operan en la dirección contraria: la totalidad. No obstante la di-
visión del relato en partes y capítulos, éstos están unidos por un hilo conductor (el cual
no llega a erigirse, valga la aclaración, en centro): todos los personajes que devienen su-
jetos de la enunciación conocen, en mayor o menor medida, a Toto: sus familiares de La
Plata (I); las sirvientas en la casa de Coronel Vallejos (II); sus padres, Mita (VIII) y Ver-
to (XVI); las amigas de Mita, Choli (IV) y Delia (VII); sus primos Teté (VI) y Héctor
(IX); sus compañeros de juegos o escuela, Paquita (X), Cobito (XI) y Esther (XII); la
mano que firma el mensaje anónimo (XIV); su profesora de piano Herminia (XV), y ade-
más los tres capítulos correspondientes a lo que piensa o escribe Toto a la edad de seis
(III), nueve (V) y catorce años (XIII).
La polifonía que resulta de la disolución de la enunciación no es equivalente a, ni
debe confundirse con, la diseminación de los significantes: TRH no es un texto escribi-
ble, puesto que en él se estructuran significados. No hay en el texto una galaxia de signi-
ficantes sino de voces, a partir de las cuales pueden captarse una trama que cubre blancos
temporarios (e.g., el cap. XVI –cuya función fragmentadora he señalado más arriba–
cumple asimismo con un rol unificador: la carta que aquí escribe Berto es la misma a la
que aludían enigmáticamente las sirvientas en el cap. II: “el señor rompió la carta que
estaba escribiendo”; 27) y “constelaciones” de sentido (e.g., un sentido irónico disfórico,
como el que surge en el cap. XV, cuando Herminia anhela casarse con “un hombre de
bien, alguien como el padre de Paquita que trabaje largas horas sin queja, en silencio,
para mis hijos”, 283, después de haber leído, en el cap. X, el discurso de Paquita: “mi
papá me pegó, el sastre gallego, jugador, con el centímetro a latigazos”; p. 175). Si bien
en los capítulos que consisten íntegramente en discursos inmediatos hay una mayor
fluidez sintagmática (lo cual es propio de la representación narrativa del fluir de la
conciencia), en ninguno de ellos se plasma el desborde metonímico que distingue –y
define– lo escribible; el momento de máxima fluidez se da en el capítulo III, del cual cito
un breve fragmento:
Yo no quise ir más a Jardín de Infantes y me puse a jugar con los cartoncitos, pero no
estaba jugando a la cinta del fondo del mar que se morían los pescaditos el día que se murió
tío Perico “Toto, dejá de jugar, hace un rato murió tío Perico” con los cartoncitos más
lindos de Romeo y Julieta todos puestos en fila sobre el mosaico del jol pero papá “pobre
tío Perico se murió, vení a vestirte y tenés que estar callado y no hablar fuerte ni cantar”
porque mamá no puede dibujar la cinta del fondo del mar cuando bajó la vista. Tío Perico
siempre en el bar con los del campo, después de la feria de los novillos van a jugar al truco,
no van nunca al cine y las plantas del fondo del mar es una lástima que se coman a los
pescaditos lindos de todos colores, se tendrían que comer a los pescados malos y a los
pescados viejos con cara de pulpos y de tiburones pero en los cartoncitos mamá dice que la
cinta que más lujosa va a quedar es El gran Ziegfeld que por fin la van a dar el jueves. (43)
144 Capítulo 5
No obstante la relativa complejidad del fragmento (y de todo el capítulo), es posible des-
lindar en él zonas temáticas y captar significados; asimismo, por tratarse de la mostración
de la actividad mental de un niño de seis años, la discontinuidad e incoherencia de este
enunciado se encuentran motivadas, y por lo tanto éstas operarían como connotadores de
ilusión de mimesis, y no de escrituralidad.
Con respecto a la relación entre texto y peritexto, no hay entre ambas instancias una
correspondencia clara o unívoca (lo cual hubiera aproximado la obra hacia el polo de la
totalidad), aunque dicha relación tampoco puede ser calificada de antitética. El título alu-
de a un muy preciso momento del texto, en el que Toto sostiene que Rita Hayworth “en
Sangre y arena traiciona al muchacho bueno” (83). Sin embargo, a medida que se des-
pliega la trama, el lexema “traición”, incluido en el peritexto, irá impregnando semánti-
camente numerosas zonas del relato. En el pasaje aludido, Berto excepcionalmente de-
cide acompañar a Mita y Toto al cine, donde proyectan Sangre y arena. Toto teme que a
su padre no le guste la película (“ay qué miedo, no le va a gustar”; 81), pero éste sale en-
cantado con la protagonista y su poder de atracción:
[…] salíamos caminando del cine y papá decía que le gustaba Rita Hayworth más que nin-
guna artista, y a mí también me empieza a gustar más que ninguna artista, a papá le gusta
cuando le hacía ‘toro, toro’ a Tyrone Power, él arrodillado como un bobo y ella de ropa
transparente que se veía el corpiño. (82)
No obstante su habitual reticencia, Berto parece dar indicios de que por fin compartirá la
afición cinematográfica de su familia; afirma que “viendo la cinta se había olvidado de
todas las cuentas del negocio” y entusiasma a Toto con una promesa: “ahora voy a venir
siempre con ustedes al cine” (82). Sin embargo, en la esquina del cine encuentra a los
empleados del negocio y deja de comentar con su hijo la película para ponerse a hablar
con ellos de la pelea de box que será transmitida por radio: su breve incursión al universo
imaginativo, “femenino”, de Mita y Toto, culmina con el retorno al mundo agresivo y
violento de los hombres, metaforizado en el boxeo. Berto no volverá más al cine, traicio-
nando la promesa hecha a su hijo, así como Rita Hayworth, en el film, “traiciona al mu-
chacho bueno” (83).
A raíz de este episodio, Toto, que no perdona al padre, se alejará progresivamente
de él, “desidentificándose con lo que su figura significa” (Vivancos Pérez 2006: 639).
Toto se aferra al mundo de las fantasías e ilusiones del cine, que comparte con su madre,
y decepciona –traiciona– a Berto con su conducta afeminada (e.g., juega a la tienda y a
pintar vestidos y caras, 111; no le interesan los deportes viriles como el boxeo y el fút-
bol, y no quiere aprender a nadar ni a andar en bicicleta; 127-128). La traición, sin
embargo, no alcanza únicamente a la relación padre-hijo: en TRH, las traiciones son
múltiples, ambiguas y recíprocas. En este sentido, Mita es la primera figura puesta en
duda, antes incluso que el padre. Esto ocurre en el capítulo II, en el cual Amparo,
sirvienta y niñera de Toto, ve a Berto, el padre, escuchar a escondidas una conversación
comprometida entre Mita y Adela, cuyo contenido secreto se revelará en la carta incluida
como capítulo final; en ésta, Berto manifiesta elocuentemente sentirse traicionado por su
esposa: “Adela le decía a Mita que hacía mal en darme el sueldo de ella, […] Mita la ten-
dría que haber parado en seco y mandarla a la mierda, y no le dijo nada, estaba callada y
Manuel Puig 145
casi le daba la razón” (290). La posible condición traicionera de Mita se acentúa al obli-
gar a Toto a ser más masculino en varios momentos de la novela, y proyectar en su se-
gundo hijo, que finalmente muere, rasgos ausentes en Toto (y presentes en Héctor): “dar
una buena trompada al que se lo merece, y no salir corriendo… y dar el pelotazo más
fuerte contra el arco, y maña para no caerse de la bicicleta aunque el asiento sea alto”
(138); “con el nenito sí que iba a estar contento Berto, box y fútbol desde chico, y nada
de mimos, con él sí que iba a estar contento Berto, no con este flojo, con este… gallina
del Toto” (147). Berto, por su parte, decepciona las expectativas que su parecido físico
con el galán Carlos Palau había despertado en su mujer (“Mita tenía la manía del cine y
siempre hace su capricho y se casó con Berto que es igual a un artista de cine”; 19), y
siente que traiciona la confianza que ella y su familia depositaron en él (“Mita es muy
miedosa en la cuestión moneda, y si ella hace la digestión tranquila es porque yo no le
dejo ver la gravedad de la situación”, 286; “no quiero que la alarma llegue a la familia de
Mita”; 287). A su vez, Berto ha sido traicionado por Jaime, su hermano mayor, y en la
carta del final descargará hacia él todo su rencor: lo culpa de sus problemas económicos
(que lo obligan a depender del salario de su mujer), le recrimina no haberle permitido
terminar la escuela y haberlo puesto a trabajar en la fábrica, la que luego vendió para
marcharse a España dejándolo “sin ningún arma” y “en la vía” (291-292). Precisamente
en el contenido de esta carta se define, según Piglia (1972: 256), “el destino pensado para
Toto por su padre: el ‘tema’ de la novela es la traición de ese proyecto. Destino y traición
que se definen al final pero que se muestran en todos lados: en los miedos de Toto, en los
furores de Berto, en la doble complicidad de Mita”.
A la luz de esta omnipresencia del motivo de la traición en el texto, se advierte que
el título (el horizonte de expectativas que éste abre) no es exactamente subvertido por la
trama, aunque sí ha sido ampliamente superado por ella. Cabe concluir, entonces, que
más que orientar o regimentar los sentidos del texto, el título los “confunde”, los pone a
jugar, suscitándose entre ambas instancias (peritexto-texto) una circulación semántica in-
cesante6.
Si bien los últimos cinco capítulos (“escritos”) de TRH constituyen “relatos dentro
del relato”, ellos no alcanzan a configurarse como construcciones en abismo, en el senti-
do que Dällenbach (1977) otorga a esta categoría, i.e., microestructuras que reflejan la
totalidad del relato en el que están insertas. No hay en la obra una tematización de la es-
critura o instancias autorreflexivas que aludan al acto de escritura o a su contrapartida, el
acto de lectura. Más aún, la pasividad y el alto grado de automatización que caracterizan
la recepción de obras literarias y cinematográficas por parte de los personajes del texto –
quienes literalmente “se sumergen” en los mundos configurados por dichas obras– con-
trastan radicalmente con el esfuerzo constructivo que TRH –a través de numerosos
procedimientos desautomatizantes, suscitadores de distancia estética– exige del receptor.
El único fragmento que podría constituir una construcción en abismo (del código, en este
caso) aparece en el discurso de Toto. La actividad favorita de éste, cuando no va al cine,
[…] el naufragio de Pablo y Virginia quiénes eran me preguntó el Toto, la tengo un poco
olvidada, ¿cómo era? (145)
¡Marianela! es hermosa… ¿cómo era que empezaba? […] ¿Y sabés que no me acuerdo
cómo empieza Marianela? ¿cómo empieza Marianela? “Paqui, en Vallejos yo me olvidé de
tantas novelas […], pero vas a ver que si te quedás en Vallejos te la olvidás”. (178)
La función –y la significación– del acto de leer posee diversa índole en los distintos per-
sonajes. Para la Ñata y Herminia, la literatura es fuente de erudición. A la primera, ade-
más, le permite sobresalir y distanciarse –por momentos vanidosamente– de sus compa-
ñeras del colegio (“todos le preguntan cuál es la mejor novela y ella sabe de todo ‘¿estás
Manuel Puig 147
segura de que elegís bien tus lecturas? No dejes de leer Los Hermanos Karamazov, pero
no sé si la entenderás’; 177). Dado su carácter racional, analítico, Herminia preferirá,
antes que el mundo imaginario de las extensas novelas, “reflexionar” (262) sobre una no-
ta periodística o profundizar en el significado de ciertas palabras (“decidí pasar el tiempo
desasnándome leyendo el diccionario, en un primer momento pensé en empezar La mon-
taña mágica que me prestó Toto”; 273). Héctor, en cambio, siente aversión por la litera-
tura, y ello corresponde, en general, a su desprecio por la imaginación y la cultura: “leer
y releer las guías telefónicas de Dostoievsky, […] me dio El idiota y no aguanté más de
diez páginas de leer nombres y más nombres que siempre parecían distintos y eran los
mismos, más nombres que una guía telefónica” (157).
A diferencia de la erudición de la Ñata y Herminia, y de la actitud “anti-erudita”
manifestada por Héctor, para Mita y Toto la literatura –al igual que el cine– opera princi-
palmente como un estímulo a partir del cual podrán desplegar su imaginación. En un in-
tento por compensar la insatisfacción de su existencia, Mita tiende a sustituir los finales
disfóricos por otros felices; ello había ocurrido en su recreación del film Romeo y Julieta
(“¿y por qué Dios no cambia de idea y hace salir todo bien? y hace que Julieta se des-
pierte a tiempo cuando Romeo se está por matar, y así cumplen lo que tanto habían que-
rido, son felices”; 151), y también sucede en su versión del final de María, de Jorge
Isaacs: en el texto original se configura un desenlace cerrado y disfórico: Efraín cuelga
una corona de rosas y azucenas a la cruz y se abraza a ésta “para darle a María y a su se-
pulcro un último adiós” (Isaacs 1942: 313); en el relato de Mita, en cambio, Efraín se
aproxima a la tumba para hablarle a María:
[…] hay que tener fe y pensar que todo lo que él le dice María lo va a escuchar […] qué
consuelo sería […], lo que él quiere saber son tres cosas: si está bien, si no sufrirá más, y si
lo sigue queriendo, y con una sonrisa basta para contestar a las tres preguntas, la sonrisa de
María, que está bien, no sufre y lo quiere como siempre, para siempre, porque está muerta,
para siempre sonriendo y para siempre muerta, la sonrisa de María. (183-184)
Con respecto a Marianela, Mita no recuerda el final de la novela y consulta a Paqui, quien
responde: “Marianela se tiró a un pozo” (179). A partir de esta información (que es in-
exacta, ya que en el texto de Pérez Galdós la protagonista no logra suicidarse, y la ima-
gen del pozo aparece como metáfora de su hundimiento en el dolor), Mita reelaborará el
final del texto, primero disfóricamente (“Marianela en un pozo donde no la encontraron
más y la comieron las ratas salvajes”; 179) pero luego, de acuerdo a su tendencia perso-
nal, mitigará la tragicidad del suceso por medio de una comparación: “mejor un pozo,
que si te colgás de un árbol perdido en la pampa hay ojos de pájaros, de golondrinas que
pasan, y en el mar peces que no cierran los ojos ni siquiera para domir […] ojos en lo
hondo que espían” (179).
Al igual que en sus recreaciones “cinematográficas”, Toto despliega su imaginación
“literaria” al contarle a Herminia el argumento de El loco, de Chejov, proyectando en él
su propia problemática, específicamente, “la condena de tener un cuerpo, es decir, un sexo,
una sexualidad, un cuerpo para los otros” (Piglia 1972: 351). Herminia, que en general es
un personaje lúcido, sospecha que (el relato de) Toto es un enmascaramiento, aunque no
sabe –no puede saber– cuán aplastante y devastador es el peso de esa máscara para su
148 Capítulo 5
alumno; por ello capta lo que Toto le cuenta como: “rarezas” (269), “tonterías” y “dispara-
tes”, y se pregunta: “¿Qué necesidad hay de mentir de modo semejante? Yo no me explico
cómo un chico que tiene todo en la vida, o que lo va a tener, se pone a pensar esas tonte-
rías de dedos de aire y demás disparates, inventándole una trama diferente y triste a un
cuento que ya bastante triste es de por sí” (270-271).
7 Manuel Puig (1969/141974). Al citar el texto, me limitaré a señalar el número de página junto al
momento citado; me referiré a él con la abreviatura BP.
8 A ello se ha referido Safir (1975: 55):
Las palabras ‘boquitas pintadas’ deben significar un modelo sentimental de la
realidad pequeño-burguesa que, en el nivel de sentido se caracteriza por alegría
y frivolidad. Sin embargo, dentro de la novela el título se identifica con Juan
Carlos quien, siendo un don Juan tuberculoso, cuyas boquitas pintadas son cua-
tro mujeres de la provincia, es sólo una sombra del tanguero de Rubias de New
York. Más aún, el título de la novela llega a identificarse con la enfermedad de
Juan Carlos, con los esputos de sangre de su tuberculosis y después, con la de-
cadencia y la muerte de las boquitas azules, violáceas y negras de la sengunda
parte.
Manuel Puig 149
to de adopción/subversión respecto del código folletinesco participa, específicamente, en
la configuración de procedimientos miméticos y antimiméticos en el texto estudiado.
Al ser consultado acerca de la índole paródica de su obra, Puig ha ofrecido, en una
entrevista, una definición que considero restringida del concepto de parodia:
Yo no tengo una intención paródica. Uso a veces cierto humor porque mis temas son tan
ácidos, tan mezquinos, que sería realmente muy árido un desarrollo de todo eso sin un ele-
mento de humor […]. Además, en la vida hay humor, ¿verdad?, y en los argentinos –aun-
que cueste creerlo– también. Creo que la inclusión del humor no es un forzamiento, sino
que realmente es un elemento de la realidad. Volviendo a lo de parodia, parodia significa
burla, y yo no me burlo de mis personajes, comparto con ellos una cantidad de cuestiones,
su lenguaje, sus gustos. (Corbatta 1983: 597)
Ya en lo alto del tapial pensó que un viejo no podría pasar de un salto al patio contiguo. Sin
saber por qué recordó a la niña casi adolescente que lo había mirado esa tarde, provocándo-
lo. Decidió seguirla algún día, la niña vivía en una chacra de las afueras. Juan Carlos se re-
fregó las manos sucias de polvo contra la campera de estanciero y se preparó para dar el
salto. (65)
9 De allí la importancia del medio epistolar como forma comunicativa entre los personajes; como
ha observado Borinsky (1975: 39):
Boquitas pintadas está construida por la tensión de recordar algo, de apropiarse
de algo pasado. El carácter irreversible de su pertenencia al pasado dibuja la ne-
cesidad de un sistema de convenciones que lo refiera. Y ese es el sentido que ad-
quieren las cartas.
Manuel Puig 153
vos “documentos” y cotejarlos con datos o malentendidos configurados en pasajes ante-
riores; re-armar el rompecabezas cronológico; manejar el código paraliterario y recono-
cer, a partir de él, la actitud paródico-distanciadora de ciertas estrategias textuales), y de
allí que su función –según la terminología que Barthes (1970/1974) ha designado para lo
escribible– sea la de producir el texto.
Se destaca en esta obra, a diferencia de lo señalado respecto de TRH, la voz de un
narrador en tercera persona (heterodiegético-extradiegético). Puig se ha referido a la fun-
ción asumida por dicho narrador:
[…] en los pasajes en tercera persona de esta segunda novela, me interesaba justamente
llevar la crispación de esa tercera persona –del deseo, del ansia, del afán de objetividad de
esa tercera persona–, llevarla a su última consecuencia, para demostrar su falsedad. Enton-
ces son pasajes de una frialdad, de un distanciamiento que… se vuelven cómicos. (Corbatta
1983: 614)
Nélida Enriqueta Fernández se secó los labios con la servilleta, la dobló y dejó la mesa con
el propósito de dormir una hora de siesta. En su cuarto se quitó los zapatos y el uniforme de
algodón. Retiró el cubrecama y se echó sobre la sábana. La temperatura era de 39 grados a
la sombra. Buscó una posición cómoda, de costado. La almohada le molestó y la empujó a
un lado. Se colocó boca abajo. A pesar de haberse quitado los zapatos los pies seguían do-
loridos, con los entrededos irritados y en parte lastimados por el sudor ácido; debajo del
pulgar del pie derecho el ardor de un principio de ampolla empezaba a ceder. (128)
Recorrido de las lágrimas de Raba: sus mejillas, su cuello, las mejillas de Pancho, el pañue-
lo de Pancho, el cuello de la camisa de Pancho, los yuyos, la tierra seca del pastizal, las
mangas del vestido de Raba, la almohada de Raba […].
Insectos nocturnos no afectados: las cucarachas de la obra en construcción, las arañas de las
telas tejidas entre ladrillos sin revoque y los cascarudos volando en torno a la lamparita
colocada en el medio de la calle y perteneciente al alambrado municipal. (97)
Análogo efecto lúdico es causado por la recurrencia con que BP configura precisiones
temporales, las que en lugar de crear tensión y/o suscitar una ilusión de “objetiva riguro-
sidad” (como podría ocurrir en un texto policial o, en general, en un relato realista), alu-
den “innecesariamente” a acontecimientos de máxima trivialidad, provocando el descon-
cierto del lector:
154 Capítulo 5
Mabel cerró los ojos a las 14:10 y seguía durmiendo cuando el reloj de péndulo marcó las
17:00. Celina la despertó y le ofreció té. Mabel no lo quiso y salió corriendo hacia su casa
[…]. A las 17:15 entró a su casa, había cumplido su plan de la tarde: escapar de su padre
quien la habría obligado a atender a Cecil, y dormir una siesta reparadora. Pese al apuro
madre e hija abrieron la caja de galletitas, y a las 18:05 entraron al Cine Teatro “Andaluz”
[…]. A las 19:57 Mabel y su madre llegaron de vuelta a casa. A las 20:35 entraron el padre
y Cecil […]. Tomaron vermouth como aperitivo. A las 21:00 se sentaron a la mesa. (68-69)
Raba limpió el baño, equipado con todas las comodidades modernas. A las 13:10 el patrón
llegó del hospital y Raba le sirvió la comida preparada por la patrona […]. A las 13:45
Raba se sentó a la mesa y comió las abundantes sobras del almuerzo. A las 15:06 terminó
de lavar los platos y limpiar la cocina. […] A las 16:00 se levantó y puso la mesa para los
niños. Llamó a la señora de edad que ayudaba como enfermera al patrón y le ofreció la taza
de té habitual. A las 17:28 terminó de lavar los platos de la merienda. (80-81)
[…] los despojos de Francisco Catalino Páez yacían en la fosa común del cementerio de
Coronel Vallejos. Sólo quedaba de él su esqueleto y se hallaba cubierto por otros cadáveres
en diferentes grados de descomposición. (239)
[…] el otro grupo de cartas, sin la cinta celeste que lo uniera, se encrespaba al quemarse y
se desparramaba por el horno incineratorio. Se soltaban las hojas, y la llama que había de
ennegrecerlas y destruirlas antes las iluminaba fugazmente. (241)
Era una tarde de otoño. En esa calle de Buenos Aires los árboles crecían inclinados. ¿Por
qué? Altas casas de departamentos de ambos lados de la acera ocultaban los rayos del sol, y
las ramas se tendían oblicuas, como suplicando, hacia el centro de la calzada… buscando
luz. Mabel iba a tomar el té a casa de una amiga. (184)
También el Radioteatro de la Tarde comienza con una mención temporal y luego se im-
pregna, en su totalidad, de un temple exacerbadamente emotivo:
Aquella fría madrugada de invierno Pierre divisó desde su escondite en lo alto del granero,
el fuego cruzado de los primeros disparos […]. Si tan sólo pudiera acudir en ayuda de los
suyos, pensó (p. 191). […] Así como en los campos se libraba una batalla, también en el
corazón de Marie pugnaban dos fuerzas contrarias. (192)
Es como si el discurso del narrador absorbiera los rasgos discursivos del locutor, que
emergerá a continuación. No obstante esta relación de identidad en el nivel lingüístico,
las relaciones de equivalencia entre la macro- y la micro-estructura asumirán, mayormen-
te, el signo de la oposición o subversión. En su exhaustivo análisis de esta decimotercera
Manuel Puig 157
entrega, Giordano ha señalado que lo más notable “es el permanente ejercicio de desau-
tomatización de los clichés románticos al que someten Nené y Mabel la trama del radio-
teatro, por seguirla desde las expectativas que definen los lugares comunes que las inter-
pelan en sus propias y nada novelescas vidas” (Giordano 1999: 27; el énfasis es mío).
Así, Nené, quien no conocía la audición y le pide a su amiga que le resuma la trama,
quiere saber si Marie, la heroína, es una chica “seria” o “de hacer programas” (189), y le
parece justo “que se embrome” si “se entregó” (190) antes de casarse; Mabel, por su par-
te, justifica la decisión de Marie de casarse con un hombre “brutal, una fiera vil”, ya que
peor es “quedarse soltera y sola” (194). El juego textual que impera en esta entrega (i.e.,
el afán por instaurar la exaltación sentimental a través de los clichés radionovelescos, y
su posterior desmitificación a la luz de las “nada novelescas vidas” de los personajes), no
es sino un ejemplo o caso particular de la estrategia asumida por la totalidad del texto;
como ha observado Solotorevsky (1988: 32-33):
Coadyuvan a realizar dicha estrategia las citaciones de canciones populares que sirven de
epígrafes a las entregas; estas citaciones constituyen, asimismo, la modalidad de intertex-
tualidad sobresaliente configurada en la novela. Con excepción del bolero de Agustín
Lara (217), y del fox-trot “Rubias de Nueva York” (35; 66), todos los epígrafes correspon-
den a fragmentos de letras de tangos, compuestos en su mayoría por Alfredo Le Pera (se
indican las entregas con números romanos): “Cuesta abajo” (I, VI, IX), “Charlemos” (II),
“Volvió una noche” (IV, XI, XIII), “Arrabal amargo” (VII), “Volver” (VIII, XVI), “Melo-
día de arrabal” (X), “Mi Buenos Aires querido” (XII), “Golondrinas” (XIV). Los epígra-
fes son proveedores, ya desde el peritexto, de clichés y estereotipos sentimentales, y sus
respectivos textos traban relaciones de equivalencia con el desarrollo diegético, las que
suscitarán muchas veces la ruptura del cliché. Cabe destacar que no obstante la presencia
de ciertos patemas disfóricos (“la tarde es triste”, 23; “Si fui flojo, si fui ciego”, 127), en
los epígrafes se impone un temple general de exaltación, de apasionamiento, de aparta-
miento de lo cotidiano, que los torna eufóricos desde la perspectiva de personajes claves
como Mabel y, especialmente, Nené.
El motivo amoroso es desarrollado repetidamente en las citaciones (“Era… para mí
la vida entera…”, 9; “el valor que representa el coraje de querer”, 127; “fue el centinela
de mi promesa de amor”, 171). La visión que de ellas emerge –i.e., el objeto del amor
cubriendo la totalidad de la existencia del sujeto amante; la valentía de querer no
obstante los obstáculos; la perdurabilidad del amor– será desmitificada por el desarrollo
diegético de BP: el verdadero objeto de amor de Juan Carlos es Mabel, a quien le es
infiel con otras mujeres; el amor de Mabel por Juan Carlos no resiste a su temor por la
enfermedad de éste, ni a la presión de su familia; la pasión de Nené no sobrevive al paso
158 Capítulo 5
del tiempo, como lo indica, al final de la novela, su decisión de que Massa, su esposo,
destruyera las cartas de amor que ella había intercambiado con Juan Carlos.
Dos epígrafes se refieren explícitamente al tema del paso del tiempo: lo enunciado
en el primero (“…las horas que pasan que ya no vuelven más”, 184) será corroborado
por la “realidad” plasmada en la entrega que sucede a dicha cita (el reencuentro de Mabel
y Nené, en el que ambas coinciden acerca de que “todo tiempo pasado fue mejor”, 186),
y por el desarrollo total del texto. En cambio, el segundo de estos epígrafes (que incluye
los célebres versos: “Sentir […], que veinte años no es nada”, 235) alude a un deseo o
whishful thinking que no se cumplirá en la trama de BP, como lo muestra la afirmación
tajante de la viuda Di Carlo, cuando ésta recibe la visita de Nené: “para todos pasan los
años” (229); sugestivamente, entre este momento en Cosquín, adonde Nené había viaja-
do para “re-vivir” su amor con Juan Carlos, y el desengaño final en su lecho de muerte
(en Buenos Aires, 1968), transcurrirán casi exactamente veinte años.
El fragmento del tango “Charlemos” incluido como epígrafe (“Charlemos, la tarde es
triste…”, 23) es irónicamente anulado por la entrega a la que precede: en ella no se confi-
gura un diálogo o “charla”, sino un intercambio de cartas, el cual, además, es engañoso,
puesto que Celina se hace pasar por doña Leonor (con quien Nené cree estar comunicán-
dose).
BP incluye, asimismo, referencias intertextuales a tangos y boleros que están “di-
sueltas” en el discurso interior de los personajes, sin especificar el título de la canción y,
en ciertos casos, sin la señalización de las comillas. Se trata, por lo general, de momentos
de exaltación de dichos personajes, que serán anulados –de acuerdo a la estrategia de la
obra– por el contexto en que se insertan: la Raba, por ejemplo, se dirige al encuentro de
Pancho e internamente canta versos de la milonga “Maldito tango”, de Luis Roldán: “‘…
la culpa fue de aquel maldito tango, que mi galán enseñóme a bailar, y que después hun-
diéndome en el fango, me dio a entender que me iba a abandonar…’” (162); el discurso
contiguo, perteneciente también a la corriente de conciencia del personaje, remite a la
más pura cotidianeidad: “las mangas deshilachadas y la solapa, si me pongo el tapado no
se ve que el vestido es nuevo” (162). Nené, por su parte, configura en sus fantasías un
encuentro con Juan Carlos en el más allá, y en su discurso interior emergen alusiones al
bolero “Nosotros” (de Pedro Junco Jr.), cuya carga emotiva será interrumpida –y neutra-
lizada– por una señal de tránsito: “y en nombre de este amor y por el bien de él propongo
un trueque con Dios, ‘GUIE DESPACIO CURVA A 70 METROS’” (231).
[…] el Oscuro tenía razón, un camino al kibbutz, tal vez el único camino al kibbutz, […] la
gente agarraba el caleidoscopio por el mal lado, entonces había que darlo vuelta […] y un
día quizá se entraría en el mundo donde decir Cielo no sería un repasador manchado de gra-
sa, y un día alguien vería la verdadera figura del mundo, […] acabaría por entrar en el
kibbutz.
En las obras que estamos analizando se refleja, en cambio, una actitud diferente: no ya
una ‘crisis de la verdad’ (como ha sido postulada por Derrida [1967/1971], desde su po-
sición antilogocéntrica, o tematizada por Sarduy, en su textos escribibles), pero sí la po-
sibilidad de des-articular “verdades”: las supuestas verdades bajo las cuales, consciente
o inconscientemente, los personajes de Puig se ocultan, se enmascaran, para justificar sus
existencias. Debido a que la verdad no conduce sino al sufrimiento, tanto al propio como
al ajeno (“cuando la verdad no sirve más que para hacer sufrir, ¿hay que decirla lo mis-
mo?”, BP:201), la estrategia asumida por los personajes será la de acudir al “lugar co-
mún” de la verdad, para (des)encontrarse en el acervo compartido de clichés y estereoti-
pos sentimentales:
El té, sin azúcar. Las masas, con crema. Nené dijo que gustaba de los boleros y de los
cantantes centroamericanos que estaban introduciéndolos. Mabel hizo oír su aprobación.
Nené agregó que la entusiasmaban, le parecían letras escritas para todas las mujeres y a la
vez para cada una de ellas en particular. Mabel afirmó que eso sucedía porque los boleros
decían muchas verdades. (BP: 199; el énfasis es mío)
Por temor a quedar expuestos, a que otras personas se enteren de la “verdadera” verdad
de sus vidas (i.e., de la sensación de fracaso e insatisfacción de la que no pueden desasir-
se), los personajes ponen todo su empeño en montar una “comedia de la felicidad” (198):
tarea ardua y, sobre todo, infructuosa, ya que el “éxito” de ésta no hace más que ahondar
la angustia en la que ellos viven. Los personajes de Puig, como ha señalado lúcidamente
Giordano (1998: 66), no creen en un “más allá” de las convenciones: aunque los acosa la
necesidad de un cambio en sus vidas, no creen en la posibilidad de una transformación
de la vida: “Sufren por ser infelices y, fundamentalmente, por no poder dejar de exhibir
esa infelicidad ante los otros. […] A veces imaginan que podrían ser felices –para el jui-
cio de los otros–, si llegasen a encarnar algunos de los estereotipos que en el cine, la ra-
dio, el cancionero popular o los folletines se les aparecen como imágenes de la ‘dicha de
vivir’” (ibíd.: 67). En TRH, por ejemplo, el sueño de Choli es convertirse en una mujer “in-
teresante” (51), una mujer como ella supone que son, por los personajes que representan,
las estrellas de Hollywood: mujeres que “por un hombre hacen una locura, se complican
en un robo, se han hecho ladronas de joyas, de las fronteras, las contrabandistas” (51),
pero nunca ella se muestra capaz, o siquiera interesada, de embarcarse en alguna aventu-
ra por amor: cuando trata de conseguir un hombre –ya que toda mujer, para ser feliz, de-
be tenerlo– Choli recurrirá a los medios más vulgares. Similarmente, Nené, en BP, se
aferra al cliché repetido en tantas canciones sentimentales (e.g., sólo una vez se puede
160 Capítulo 5
querer “de verdad”, 190, sentir “la fuerza del amor que supera todos los obstáculos”, 21)
para soñarse como una heroína romántica ligada durante toda su vida, por amor, a un só-
lo hombre; sin embargo, llegado el momento de cumplir con el mandato social del matri-
monio (para evitar la peor de las injurias: “¡se quedó soltera!”, 30), romperá su noviazgo
con Juan Carlos, el hombre de su vida, por temor a su enfermedad, y aceptará casarse
con un hombre entre otros, con quien tendrá una vida matrimonial como otras (“ahora
tengo que aguantar al cargoso de Massa para toda la vida”, 26).
En la narrativa de Puig, así como en aquellos textos postmodernistas que forman par-
te del “post-boom”, se refleja una incredulidad hacia lo que Lyotard (1979/1984) ha de-
nominado grandes mitos o relatos fundacionales, tales como la dialéctica del Espíritu o la
emancipación del sujeto racional o trabajador. Incluso la misma noción de sujeto es cues-
tionada tanto en TRH como en BP, cuyos personajes viven en un permanente estado de
desamparo, de vacío esencial, queriendo siempre ser otros, sin poder nunca llegar a ser
ellos mismos. De allí la necesidad de proyectarse, una y otra vez, a los mundos de fanta-
sía e ilusión que les ofrecen las películas, las canciones, las radionovelas, en las cuales
no encontrarán más que un momentáneo consuelo: “Drogados de lugar común”, los ha
calificado Sarduy (1969: 76). Y en tanto adictos a dichos sueños, en tanto escindidos de
la realidad, no son capaces de ver lo que Herminia –personaje antitético, excepción a la
regla, mujer sumamente racional pero igualmente infeliz– acepta con descarnada lucidez
respecto de sí misma: “mi vida es una página en blanco” (TRH: 283).
En total oposición a lo que observáramos al analizar el corpus literario de Sarduy,
no se “festeja” aquí la vacuidad ontológica de los personajes (vid. caps. III.1 y III.2). Al
referirse al desarrollo psicosexual de Toto, TRH muestra la inicial enajenación del prota-
gonista respecto de su cuerpo, al que deja de sentir como suyo (“‘¿por qué me dejé pegar,
mamá?’”, 91), y luego el gradual proceso de autoanulación ontológica que él atravesará:
una paulatina huida de sí mismo, que se traducirá en el deseo de ser “el alma de otro […],
esconderse en otro, ser visto como si uno fuera el otro” (Piglia 1972: 352). Veamos algu-
nos momentos ilustrativos de TRH:
[…] y por ahí sin que se dé cuenta me paso para adentro del pecho del tío de Alicita, que ya
no nos separa más nadie, porque voy a estar adentro de él como el alma está adentro del
cuerpo. (94)
Me da vergüenza decirte pero resulta que es el más buen mozo del colegio y una chica me
dijo que yo me parecía a él, y que al llegar a quinto año yo voy a ser como él. (283)
La tesis final de Toto fue que Dios ha hecho posible la existencia del mal, y ha creado seres
imperfectos, por lo tanto no puede ser perfecto, y más aún, tal vez Dios sea una fuerza sá-
dica que se regocija en contemplar el sufrimiento. Por lo tanto él prefiere no pensar que
existe un Dios, porque si fuera imperfecto resultaría el peligro público número uno. (279)
La actitud desacralizadora que emerge del texto es intensificada por el hecho de que sea
justamente Herminia (i.e., un personaje “culto”, lector de Freud y Schopenhauer, amante
de las explicaciones razonadas y autora de un “Cuaderno de pensamientos”) quien no lo-
gra rebatir el argumento de Toto. En un encuentro posterior, sin embargo, Toto le contará
a Herminia sobre “su nueva idea de irse al Tibet” (283), un topos que, indudablemente,
posee una vaga connotación de “centro” espiritual, de “fuente” de sabiduría y respuestas.
Pero más que una exaltación de este remoto lugar (y de sus tranquilizadoras connotacio-
nes), y más que un genuino interés por llegar a él, esta nueva “idea” elaborada por Toto
está patentizando su insatisfacción, el anhelo de huir de sus propios conflictos y de todo
lo que lo rodea. De allí la irritación que ello, justificadamente, provoca en Herminia:
“Siempre pidiendo lo imposible. Yo me conformaría con ir a conocer Mar del Plata”
(238). En los mundos fantásticos producidos por Hollywood, en el Tibet, o en “ese divi-
no Buenos Aires” (161), para los personajes de Puig, como ha sido señalado, la vida está
siempre en otra parte. Para Nené, en BP, ese otro sitio es el más allá: en una de sus prime-
ras cartas, ella expresa su deseo de que los restos de Juan Carlos no fueran cremados (“es-
tá mal visto por la religión católica”, BP: 12), y dice tener la seguridad de que su antiguo
novio “está ya en la gloria del Cielo” (12), donde íntimamente espera unirse a él. El tex-
to, sin embargo, mirará con ironía el “celestial” anhelo de Nené, al configurar, a través
del discurso del narrador heterodiegético, abundantes y meticulosas descripciones –que
por momentos llegan a ser morbosas– del sitio donde verdaderamente “está” Juan Carlos,
no esperándola, sino pudriéndose: el cementerio de Coronel Vallejos (208-211; 237-
239).
162 Capítulo 5
La abolición de la nostalgia de totalización constituye otro rasgo distintivo del “post-
boom”, el cual se da claramente en la novelística de Puig. A diferencia de las obras “tota-
les” del “boom”, de “esas creaciones demencialmente ambiciosas que aspiran a competir
con la realidad de igual a igual” (Vargas Llosa 1971: 159), el proyecto narrativo del es-
critor argentino es, en este sentido, vocacionalmente antipretensioso. Más que competir
con la realidad, TRH y BP “apenas” aspiran a representar, si bien de modo fragmentario,
un segmento de la realidad. Más que absolutizar la realidad de un pueblo latinoamerica-
no transformándolo, hiperbólicamente, en un heterocosmos mítico de proyección conti-
nental (como Macondo), o incluir vastas páginas de la Enciclopedia de Occidente (como
hace Rayuela) para (de)mostrar que las trascendentales respuestas que ella ofrece ya no
satisfacen al Hombre, los textos de Puig, en cambio, privilegian la experiencia cotidiana,
muestran una gran sensibilidad respecto a lo banal, y configuran espacios y personajes
reconocibles, ordinarios, así como eventos de índole “local”.
Quizás como consecuencia de la mentada ambición de institucionalizarse como la
“gran” obra, en los textos del “boom” se traslucía, por lo general, una separación entre la al-
ta cultura y la cultura de masas, privilegiándose claramente a la primera. La narrativa de
Puig, en cambio, asume a este respecto una actitud de rebeldía, contraventora de conven-
ciones, lo cual le conferirá un papel fundamental en la evolución de la literatura latinoa-
mericana, y, en particular, en la emergencia y consolidación de lo que aquí venimos lla-
mando el “post-boom”. Los primeros textos de Puig, como afirma Shaw, lograron “rom-
per el molde” del “boom”; ello ha ocurrido, no obstante, no por los motivos señalados
por dicho crítico (i.e., “in order to bring the novel back to its traditional role in Spanish
America, that of social commentary and criticism”, Shaw 1998: 42), sino principalmente
por haber desplazado el horizonte de las posibilidades narrativas, inaugurando nuevos
campos temáticos y de experimentación que parecían incompatibles con las preferencias
estéticas canonizadas por el “boom”. Me refiero, concretamente, a la predilección de
Puig por los géneros “menores” y a su afán investigativo en torno al “mal gusto”.
En la literatura de Cortázar, por ejemplo, hay una gran huida del ridículo y se traslu-
ce un miedo a la cursilería, al poder oscurecedor de las frases hechas: “El cliché, cuando
aparece, está marcado con claridad y su función es sobresalir. El mal gusto está afuera y
su estar adentro consiste en marcar su carácter ajeno, distante” (Borinsky 1975: 31). El
uso distanciado del cliché y, en general, de materiales desdeñados por la “alta literatura”,
se refleja máximamente en la sorna que destilan los comentarios de Horacio Oliveira, en
Rayuela, cuando la Maga lee revistas como Elle o France Soir, y, principalmente, una
novela de Galdós: “me imagino que después de tragarse cinco o seis páginas uno acaba
por engranar y ya no puede dejar de leer, un poco como no se puede dejar de dormir o de
mear” (Cortázar 1963/1993: 208). El efecto buscado por el texto, a través de este episo-
dio, es evidente: nosotros, los lectores, nos reímos junto a Oliveira, compartimos su bur-
la, porque nos identificamos con su juicio estético. Análoga situación, y análogo efecto
de complicidad, se darán en un momento posterior de Rayuela, en el que Traveler planea
escribir “una pieza de radioteatro para tomarles el pelo a esas gordas sin que se dieran
cuenta, forzándolas a llorar copiosamente” (ibíd.: 238). La actitud de las obras de Puig, a
este respecto, es antitética: ni TRH ni BP proyectan un ethos burlesco o condenatorio so-
Manuel Puig 163
bre los personajes –así sean protagónicos o secundarios– por sus gustos artísticos o “sub-
artísticos”, o por probables errores en sus respectivas hablas.
El hecho de que los textos de Puig se mantengan “impasibles”, sin pretender impo-
nerse al lector a través de efectos pre-elaborados en la obra misma (en este caso: sancio-
nando un juicio valorativo sobre los productos de la cultura de masas), los aparta del ám-
bito “popular”, desplazándolos hacia el Arte o la “alta” cultura. Vale decir: Cortázar no in-
corpora verdaderamente a su obra materiales de mal gusto: tan sólo los emplea o cita pa-
ra designar su no-pertenencia, para des-prestigiarlos y, de este modo, poder mantener(se)
a salvo (en) la Literatura y la Cultura. La operación de Puig, en cambio, asume un riesgo
estético mayor (un riesgo del que saldrá airoso y de cuyo triunfo disfrutarán más tarde no
pocos autores latinoamericanos, entre ellos los del mismo “boom”): sus textos no temen
“enturbiarse” en las desprestigiadas aguas de los mass-media y el mal gusto. En TRH y
BP, como hemos visto, hay una masiva y verdadera incorporación de formas, elementos
y discursos pertenecientes a la cultura de masas. Pero ello no implicará, en modo alguno,
que estos textos devengan paraliterarios. Por el contrario: lo que en ellos se enfatiza, lo
que eligen como objeto, no son las reacciones emotivas que desean provocar en el recep-
tor (como lo hace un verdadero folletín o un bolero), sino los procedimientos y estrate-
gias desautomatizantes a que me he referido en las secciones previas (5.1 y 5.2).
En una de sus escasas alusiones al fenómeno del “boom”, Puig se referirá, distan-
ciándose de dicho movimiento, a otro de los rasgos que hemos señalado aquí como dis-
tintivo del “post-boom”, i.e., la pérdida de la confianza en la experimentación artística
como factor necesario para un cambio o progreso social: “En el principio del boom se
pensó que la literatura iba a hacer la revolución. Esto fue un delirio. La literatura no
mueve nada inmediatamente. Tendrá sus efectos, iluminará ciertos problemas con el paso
del tiempo, pero una novela no mueve políticamente nada” (Sosnowski 1973: 78).
Este último comentario del autor argentino me servirá para inaugurar, a través de un inte-
rrogante, la presente sección: ¿Cuáles son los problemas que han iluminado, con el paso
del tiempo, las novelas de Puig? Cabe recordar, en primer término, que la denuncia ideo-
lógica y política y, en general, las preocupaciones sociales, han sido destacadas por la crí-
tica como tópicos distintivos de la literatura del “post-boom”. Dichos tópicos, según he
mostrado en las secciones precedentes al abordar el contexto sociohistórico en que “trans-
curren” TRH y BP, ocupan un lugar significativo en la obra de Puig, un lugar que, al igual
que el tratamiento a que dichos temas han sido sometidos, difiere marcadamente del que
le han asignado los otros dos autores estudiados en este trabajo. Así como la narrativa de
Puig se ubica en una zona intermedia entre la mimesis realista de Rivera Letelier y la es-
critura antimimética de Sarduy, también respecto de este punto, i.e., la problemática polí-
tica y social, los textos del autor argentino parecen situarse entre el “compromiso” políti-
co del primero y el “escapismo” del segundo, si bien se halla más cerca de aquél que de és-
te. No obstante, en las obras de Puig, a diferencia de las de Rivera Letelier, no hay heroi-
cas gestas proletarias como las que evocan los personajes de RIC, ni tampoco una clara
164 Capítulo 5
intención de suscitar en el lector –mediante el maniqueísmo o cierta manipulación senti-
mental– un efecto de identificación ideológica. Las obras de Puig, en cambio, abordan
una delicada temática social y política de manera menos explícita, con mayor sutileza,
aunque también –y esto es crucial– de manera no menos punzante y quizás más perturba-
dora. A ello se ha referido Perlongher (1997: 128):
Pero si esta superficialidad cosmética de la escritura pueril trabaja con la superficie discur-
siva de los medios, y, más acá, con el lenguaje de todos los días, no deja de agarrar, sino
más bien lo contrario, los grandes temas o conflictos sociales. Sólo que los agarra –y esto
puede confundir al desatento- por el lado de ‘massmediatización’ o de su banalización en el
entredecir doméstico, cotidiano. Dicho de otra manera, los agarra por el lado del mito. No
obstante, explora (¡y cómo!), aun desde el lugar de la sutura, del sulfilar, del entrehilado,
los puntos de ruptura en sus lugares más sensibles.
Volvamos, entonces, a la pregunta inicial: ¿cuáles son los problemas políticos y sociales
que los textos de Puig han iluminado? ¿Cuáles son esos lugares “sensibles” que su obra
explora? La respuesta, según palabras del mismo autor, es que sus novelas siguen “una
línea de investigación en el error argentino. […] Error político, error sexual” (Corbatta
1983: 594). Ya en su lectura pionera de TRH, Piglia (1972) había destacado que el signi-
ficado último de esta novela es el vértigo de pertenecer a la clase media, en donde la re-
putación es el máximo nivel de conciencia posible, el fundamento sobre el que se asienta
la ilusión de un ascenso (a la clase “alta”) y se combate el terror a una caída (en la clase
“baja”); este modo de estar en el mundo, de sostenerse en la realidad, aparece referido a
un doble código, a dos ejes sobre los que gira toda la novela: la sexualidad y la econo-
mía. “Sexo y dinero”, afirma Piglia (1972: 357), “se cruzan, se yuxtaponen, forman una
estructura significativa que define las relaciones, transformando el intercambio económi-
co en una forma de la afectividad, y a la relación sexual en un modo de la economía”.
Los personajes de Puig, en efecto, participan –y todos, por lo general, pierden– en el do-
ble juego de poder y traiciones que rige el orden social de Coronel Vallejos; todos son
víctimas, en mayor o menor medida, de un sistema de normas que impone actitudes y ro-
les de género inflexibles para los miembros de la sociedad (el hombre como macho se-
guro, la mujer como señora sumisa); y todos se ven afectados y sufren “en carne propia”
la inclemencia de un mecanismo de poder –o de una “política sexual”, según el término
acuñado por Kate Millet (1969)– diseñado por, y para, los hombres.
Este sufrimiento resulta evidente, por cierto, respecto de los personajes femeninos.
En una sociedad patriarcal tradicional como lo es Coronel Vallejos, el matrimonio parece
ser la única vía posible de realización para la mujer. Ninguna de las mujeres de TRH y BP
cuestiona este principio: Herminia, por ejemplo, siente que a la edad de treinta y cinco
años ningún hombre podrá ya quererla, y esa sensación de fracaso se debe, como ella mis-
ma admite en su Cuaderno de Pensamientos, a que lleva “la palabra solterona inscripta
en la frente” (TRH: 283); en BP, el rechazo de la Viuda Di Carlo hacia Celina es ma-
nifestado contraponiendo el fracaso de ésta al éxito de su propia hija: “Pescó marido, no
como vos” (BP: 180). Principalmente en BP, las protagonistas que han infringido las con-
venciones sociales acabarán pagando de diverso modo sus conductas “impropias”: Nené
no puede vivir con la conciencia tranquila tras su breve affair con el Dr. Aschero (“me
Manuel Puig 165
dejé marcar para toda la vida”, 26), y esta reacción será en gran medida responsable de
su insistencia en mantener una relación “pura” (i.e., sin contacto sexual) con Juan Carlos;
también la vida de Raba quedará marcada por su temprana relación con Pancho, ya que
dentro de este código social el embarazo siempre es culpa de la mujer (“su temor más
grande era que Pancho volviera y repudiara a ella y a la criatura”, 135); el comporta-
miento licencioso de Mabel provoca indirectamente la muerte de Pancho, a raíz de lo
cual ella deberá vivir bajo un manto de mentiras y engaños para evitar un escándalo.
El trabajo textual, sin embargo, no sólo muestra que las mujeres, aun aquellas que
están “bien” casadas, jamás podrán deshacerse de su permanente sensación de insatifac-
ción (el caso de Nené, como lo atestiguan sus numerosas cartas, es paradigmático), sino
que, bajo el imperio del machismo, tampoco los hombres logran sentirse realizados ni ser
felices. El machismo presupone que un “verdadero hombre” debe ser fuerte, poderoso,
poco demostrativo de sus emociones, sexualmente insaciable, ganador y, dentro de sus
propios límites sociales, rico; paradójicamente –dado que esta estructura ideológica es rí-
gida– el hombre debe verse a sí mismo como rebelde e individualista. El resultado de
esta actitud colectiva es la conquista, el sometimiento y, finalmente, la humillación de las
mujeres (“Juan Carlos dijo que Nené era igual a todas, si la trataban bien se envalentona-
ba, si la trataban mal marchaba derecha. Lo importante era que Mabel sintiera celos”,
76). Este modelo –o mito– es el que pretenden reproducir Juan Carlos y Pancho, en BP, y
Héctor y Berto (aunque éste en menor medida), en TRH, y al cual adhieren inconsciente-
mente la mayoría de los personajes femeninos: “nosotras dos somos mujeres y no
podemos condenar a un muchacho porque sea así, los hombres son así, […] son las
malas mujeres las que tienen la culpa” (BP: 213).
Sin embargo, lejos de una actitud maniqueísta que podría reducirse a una simple
fórmula (e.g., antipatía hacia los hombres/solidaridad hacia la mujeres), los textos de
Puig apuntan su antipatía hacia todo un sistema de convenciones en el que nadie está
exento del riesgo de convertirse en víctima. En relación a este punto, Puig ha manifesta-
do: “I write about people who make mistakes, but they always have an alibi: they have
been distorted by their environment. And everybody is uncomfortable with machismo.
Power is a cross too” (citado en Bacarisse 1990: 214; el énfasis es mío). Se trata, quizás,
de una de las zonas “sensibles” a las que aludía Perlongher y que los textos de Puig po-
nen al descubierto: si lo más importante es la apariencia, cualquier gesto puede traicionar
esa representación; si el máximo empeño está puesto en construir (y no menos importan-
te: en ostentar) una imagen triunfal, lo más probable es que esa “comedia del éxito”
montada por un (falso) macho poderoso, acabe en el fracaso. El sueño de Juan Carlos es
convertirse, gracias a la mediación de Mabel, en administrador de dos estancias (“el ad-
ministrador es como si fuera dueño”; BP: 76), pero de lo único que finalmente será pro-
pietario es de un disfraz, mero signo exterior carente de contenido: “la campera de estan-
ciero” (65). Juan Carlos ni siquiera logra conservar su puesto de empleado en la Inten-
dencia, y antes de morir pasará de depender económicamente de su madre a convertirse
en un mantenido de Elsa Di Carlo. Su situación se ve agravada a causa de su enferme-
dad, cuyos síntomas, por supuesto, tratará de ocultar para salvar su imagen de fortaleza
física. Cada vez que siente que debe “encarnar” el rol de macho, se ve obligado a pedir
ayuda (dinero, contactos personales, incluso alguien que le escriba sus cartas). Solamente
166 Capítulo 5
en un ámbito no debe depender de favores ajenos: en su vida sexual está a salvo de sen-
tirse humillado, y de allí que emplea (compulsivamente) este poder, engañando a sus
eventuales compañeras, para intentar compensar sus otras flaquezas y desventajas. Hay
un momento preciso del texto que parecería constituir un indicio de que Juan Carlos es
consciente de su verdadera situación, i.e., de que la simulación, el engaño y el egocen-
trismo no son cualidades compatibles con la “verdadera” hombría; ello se refleja en las
páginas de su agenda, donde escribe: “PROMETO ANTE DIOS COMPORTARME CO-
MO UN HOMBRE DE VERDAD” (49). De haber cumplido esta promesa, su vida segu-
ramente habría emprendido un rumbo mucho más satisfactorio. Una situación similar se
presenta en TRH, a raíz de la carta que Berto le escribe a su hermano; allí el padre de To-
to consigue sincerarse, volcando catárticamente toda la frustración que ha acumulado du-
rante años: le reprocha a su hermano mayor el haberlo abandonado (“no te importa nada
de mí”; TRH: 292); confiesa estar preocupado por los problemas económicos y siente la
humillación de tener que depender de su esposa; se siente frágil y ávido de protección
(“hoy tengo unas ganas tan grandes de abrazar a mamá”, 288). Pero el hombre, de
acuerdo a la “lógica” del show-off machista, no puede mostrar lo que genuinamente sien-
te (“los hombres necesitan callar ciertas cosas”; BP: 56), y menos aun si se trata de su
vulnerabilidad: Berto destruirá la carta, y, con ella, también la posibilidad de aliviar su
dolor compartiéndolo con un ser querido.
La conjunción de sexo y dinero, o más precisamente, la relación sexual transforma-
da en un modo de la economía, es especialmente visible en el discurso de Héctor, a tra-
vés de sus constantes referencias a las muchachas humildes como objeto sexual “barato”:
“negras a patadas para coger de apuro en las romerías” (TRH: 159); “sin un mango te te-
nés que cargar con lo que venga, y lo único que viene son ya se sabe qué: siervas” (ibíd.:
163). Análogamente, Pancho siente que debe “conformarse” con la Raba (“¿qué más le
puedo pedir a una negra como ésta?”; BP: 96), cuando el verdadero objeto de su fantasía
–cuya conquista lo haría sentirse poderoso– es la pareja de su compadre: “debe ser sua-
vecita la carne de la Nené” (95).
A partir de lo expuesto (y muy especialmente, a partir de estos últimos ejemplos),
no debe entenderse que TRH y BP entronicen, o siquiera postulen, una visión abarcado-
ramente negativa del sexo y la sexualidad. Lo que ambos textos configuran es el desman-
telamiento, y el consecuente rechazo, de las normas tradicionales que han establecido
modalidades rígidas de género y sexo –modalidades que, en definititva, obligan a las per-
sonas a convertirse en hipócritas. En este sentido, el hecho de que Toto muestre indicios
de ambigüedad sexual (por ejemplo, su atracción homoerótica hacia Raúl García), y, no
menos importante, el hecho de que su subjetividad se halle en estado incubacional y en
pleno proceso de des-identificación respecto de su padre y de lo que éste significa, per-
mite postular la apertura de un espacio desde el cual se estaría insinuando, como ha seña-
lado Vivancos Pérez en su lectura queer de TRH, la posibilidad de una sexualidad distin-
ta: “una sexualidad en proceso […], una (bi)sexualidad fluida” (Vivancos Pérez 2006:
647).
Íntimamente vinculado al punto anterior se halla el tópico de la influencia de los
mass-media y de la cultura popular (influencia que, según he mostrado previamente en
este capítulo, trasciende ampliamente el nivel temático). La conexión entre ambos tópi-
Manuel Puig 167
cos ha sido destacada por Puig a través de una muy sugerente analogía: “Tengo la impre-
sión de que hay un paralelismo entre los géneros menores y la situación de la mujer en
los países machistas: todos gozan con ellas, pero nadie las respeta” (citado en Bacarisse
1990: 218). Tal vez a causa de este “respeto”, la incorporación de elementos de la cultura
popular en TRH y BP tiene una finalidad que difiere marcadamente de la que Skármeta
(1983) había destacado como distintiva de los autores del “post-boom”. El cine, las emi-
siones radiales, las canciones del repertorio popular, son empleados por Puig con un cla-
ro propósito de crítica social: más que meros signos de una cultura “juvenil” o gestos de
rebeldía adolescente, ellos son, explícitamente, una suerte de prisma a través del cual se
arroja una mirada mordaz a la sociedad argentina. Dichas manifestaciones constituyen,
más que meras formas de entretenimiento, el acceso a pautas culturales y formas ideolo-
gizantes que generan una mitología moderna, “mitos colectivos que corresponden a una
experiencia y a un imaginario colectivos” (Corbatta 1988: 32). Y a la vez, esa utilización
de modelos provenientes de los “géneros menores” le permite a Puig recuperar un pasado
argentino (las décadas del treinta y el cuarenta) y una clase socioeconómica (la incipiente
clase media, formada por hijos de inmigrantes) que se nutre en esos modelos. En el nivel
del lenguaje, los modelos de la cultura popular son altamente retóricos y codificados, y res-
pecto de su imaginario, ellos son configuradores de ideales y anhelos que, sobre todo en
la chatura de Coronel Vallejos, se revelarán como absolutamente irreales e irrealizables.
De este modo se va dibujando lo que Puig denomina “la ideología de la gran pasión” y el
origen histórico-social de lo cursi como fenómeno estético y vital10.
A diferencia de otras obras del “post-boom”, el empleo de materiales provenientes
de las “artes menores” no sólo se distingue en TRH y BP por ser el vehículo de una pun-
zante crítica social, sino también, y muy especialmente, por el ethos eminentemente dis-
fórico que emerge de dicho empleo. En los textos de Puig no hay nada que se asemeje a
10 Precisamente a ello se ha referido Puig en dos entrevistas, al ser indagado sobre la génesis de BP:
En la segunda novela a mí me interesaba mucho tratar el problema de la clase
media argentina, de la clase en que yo había nacido. Y esta gente tenía una to-
tal adhesión a la ideología de las canciones: repetían letras de tangos y boleros,
que suelen ser muy populares en los pueblos. Y se creían que actuaban de
acuerdo a esta ideología de la “gran pasión”, de sacrificarlo todo por amor, pe-
ro, en realidad, la cosa era mucho más fría y calculada. Se daba así una escisión
entre esa “ideología de la gran pasión” (cancionero, radioteatro, novela rosa,
cine) y el cálculo, la mezquindad, en el plano real. (Corbatta 1983: 616)
La traición de Rita Hayworth resulta una galería de desubicados, de gente que
no encuentra su camino […]. Pero quedaban en el tintero toda una cantidad de
personajes de ese pueblo. Los que habían aceptado las reglas del juego, los que
estaban en el “establishment”, las ‘miss primavera’, los profesionales […]. Al
ver el punto de llegada de esta gente, toda muy frustrada, me animé a intentar
escribir una novela, una interpretación de los hechos que me habían llenado de
maravilla…, de esa gente que había creído en los cánones de una época, que
habían aceptado las reglas del juego y les había ido, por lo general, muy mal.
(Sosnowski 1973: 74)
168 Capítulo 5
la alegría de una ‘fun-culture’ (como la práctica gozosa del sexo o el consumo de drogas,
en las obras de Sarduy) o siquiera a una actitud relativamente optimista o despreocupada
ante la vida (como la que adoptan, no obstante sus respectivas dificultades, los protago-
nistas de RIC y HAP, de Rivera Letelier). Por el contrario, los personajes de Puig se en-
cuentran, en su mayoría, sumidos en la frustración, el rencor y la hipocresía. Los mo-
mentos humorísticos son casi inexistentes en estas obras, y cuando el efecto cómico es
suscitado, ello se debe, principalmente, a manipulaciones en el nivel de la enunciación
(como el alarde de omnisciencia o el suministro de datos “innecesarios” a cargo del na-
rrador heterodiegético; BP: 68, 97, 128) o al lenguaje ocurrente y/o soez que eventual-
mente emplea algún personaje (como Héctor, al parodiar los manuales escolares de His-
toria: “viva la Santa Federación y los boludos unidos del Río de la Plata, reunidos en so-
lemne paja”; TRH: 172). En sus célebres “Notas a las notas a las notas”, Sarduy (1971)
define a BP como la trangresión paródica, el doble irrisorio del folletín; según hemos se-
ñalado previamente, la parodia no necesariamente conlleva un ethos burlesco, y la irri-
sión –si es que se suscita– alcanzaría sólo a los rasgos “exteriores”, a la estructuración
narrativa del folletín. En el ámbito de los sentimientos, en cambio, ni las cursilerías de
Nené, ni la devoción de Mabel por el radioteatro, ni el patético donjuanismo provinciano
de Juan Carlos, son objetos de desdén en la novela. Más que risa, lo que la alienación de
estos personajes provoca en el lector es empatía, incluso compasión.
Otros dos tópicos que han sido destacados como característicos de la narrativa del
“post-boom” y que resultan subvertidos en TRH y BP son: la reivindicación del amor y la
configuración de contextos urbanos. Me interesa abordarlos en conjunto, ya que ambos,
no obstante las evidentes diferencias, podrían ser enmarcados dentro de lo que Bacarisse
(1998: 51) ha llamado “the vie est ailleurs syndrome”. El epígrafe de la primera entrega
de BP incluye una citación de un tango de Le Pera: “Era… para mí la vida entera…”, a
través del cual se alude al “gran amor” de Nené hacia Juan Carlos, el objeto amado que
cubre la totalidad de la existencia del sujeto amante. El desarrollo diegético, sin
embargo, mostrará que la vida “entera” (no sólo de Nené, sino también de los demás per-
sonajes, incluidos los de TRH), está hecha de materiales muy distintos, los cuales arre-
meten impiadosamente contra los sueños: relaciones familiares conflictivas, problemas
económicos, desengaños sentimentales, enfermedades, injusticias sociales, muertes, el
temor al castigo divino, etc. Cuando en el párrafo anterior señalaba que los personajes de
Puig no despiertan en el lector la burla, sino la compasión, ello se debe, en gran medida,
a que el trabajo textual los exhibe casi como “lisiados afectivos”: seres incapaces de
afrontar y cambiar su verdadera situación, aferrados a pautas que los mutilan, que les
quitan la posiblidad de crecer, de ser auténticos. Ello se refleja con toda crudeza en la
muy lograda decimotercera entrega de BP, a propósito del encuentro entre Nené y Ma-
bel. Ambas se saben infelices: Nené porque se ha convertido en una esposa y madre insa-
tisfecha, y Mabel porque intuye que va hacia ese mismo destino en su intento de huir de
los chismes del pueblo. Pero hay algo peor: ambas temen ser reconocidas como tales. Por
eso, al sentarse a la mesa a conversar “como amigas”, cada una pondrá todo su empeño
en ocultar su condición, en simular la opuesta, y, además, en demostrar denodadamente
la infelicidad de la otra. Para “salvar” la reunión y llevarla a buen puerto –y para “salvar-
se” ellas mismas, ya que, como vanamente creen, “la vida está en otra parte”– huirán
Manuel Puig 169
juntas de sus respectivas desdichas cotidianas hacia donde triunfa la pasión y la realidad
parece estar exenta de imperfecciones: los recuerdos (“el pasado había sido mejor porque
ambas creían en el amor”, 186), la fruición sentimental del radioteatro “El capitán
herido” (“Mabel, no me digas que hay algo más hermoso que estar enamorada”, 191), y el
lugar común de “las verdades” sobre el amor que dicen los boleros (199).
Con respecto a la configuración de contextos urbanos, Coronel Vallejos no es, por
cierto, una gran ciudad (dicho estatus está reservado para Buenos Aires), y por lo tanto
no constituye un ejemplo de lo que Skármeta (1983: 135) identificó como el punto de
arranque de la literatura del “post-boom”: “la urbe latinoamericana –ya no la aldea, la
pampa, la selva, la provincia– caótica, turbulenta, contradictoria”. Gran parte de los habi-
tantes de Coronel Vallejos tiende a depositar en este pequeño pueblo de la pampa la cul-
pa de sus vidas grises y de frustraciones personales; de allí que con su imaginación urdan
fantasías redentoras sobre la capital del país, con lo cual la expresión “la vie est ailleurs”
se literaliza. En TRH, quienes encarnan mayormente esta actitud son las dos forasteras de
Vallejos: Choli, cansada de vivir en “este pueblo inmundo” (49) donde no existen ga-
lanes como los de las películas (“En Buenos Aires [hay] a montones”, 54), y su amiga
Mita, quien intenta convencer a su sobrino de que continúe estudiando, ya que así tendrá
la posibilidad de vivir “en ese divino Buenos Aires” (161; el énfasis es mío). Muy signi-
ficativamente, el mismo adjetivo será empleado por Mita para describir las novelas ro-
mánticas que ejercen sobre ella un efecto enajenante: “María, la más divina de todas […]
¿No es divina?” (178). También Herminia parece poseer desmedidas expectativas a este
respecto: “si una vez por año pudiera ir a Buenos Aires a ver alguna ópera bien cantada o
una buena obra de teatro, yo sería más que feliz” (268).
El desengaño, sin embargo, no tardará en llegar. Si bien ya en TRH hay indicios de
ello (vinculados principalmente a Héctor: “las pobres negras solas en Buenos Aires per-
didas sin conocer un alma se te pegan y te joden un mes seguido”, 172), es en BP donde
se plasmará una verdadera desmitificación de la gran ciudad en tanto remedio “mágico”
para la felicidad. El desengaño afectará a las dos protagonistas que decidieron mudarse a
la capital: Mabel, quien en su primera visita a Buenos Aires pasaba largas horas en la pe-
luquería y concurría únicamente a los cines lujosos, pero acabará teniendo en esta ciudad
una vida con escaso glamour (238), y Nené, quien no quiere que su amiga se entere de
que “no conocía ningún club nocturno” (187) y cuyo arrepentimiento es manifestado ta-
jantemente en una de sus cartas: “¿Qué gané con venirme a Buenos Aires?” (28).
Incapaces de verse a sí mismos, de ser ellos mismos, los personajes de TRH y BP
sustentan sueños imposibles y adoptan pautas y modelos de conducta absolutamente
irreales. Por eso, cuando intentan cambiar sus vidas e ineluctablemente fracasan en el in-
tento, dichos sueños y pautas se vuelven contra ellos, como un cruel testimonio de lo que
nunca llegarán a ser, acentuando aun más su infelicidad. Como ha observado Bacarisse
(1988: 13): “They are all aware of life’s imperfections but no one admits that at least
some of them come from within; instead, they combat boredom and frustration and dissatis-
faction by dreaming of external improvements in their lives. […] The tragedy lies in the
fact that it is life itself that is like this, not just the provincial version of it”.
170 Capítulo 5
5.3.3 Conclusiones relativas al corpus de Puig
En base al análisis aquí desarrollado, creo pertinente postular que el papel de la narrativa
de Puig en la emergencia del “post-boom” (y, en general, en la evolución de la literatura
hispanoamericana) es de fundamental importancia. Sin embargo, la ruptura que ella sig-
nificó para las letras del continente a fines de la década del sesenta, así como su carácter
fundacional (i.e., su valor en tanto propulsora de nuevos rumbos y tendencias), no han si-
do captados de igual manera por la crítica especializada. Por ejemplo Shaw, precisamen-
te uno de los más fervientes promotores del empleo del término “post-boom”, no ve a
Puig como un representante “pleno” de este nuevo paradigma literario, sino apenas como
una figura de transición: “Especially in his first two works, he continues the linguistic
and narrational experimentalism we associate with the Boom” (Shaw 1998: 42).
Si bien es cierto, por una parte, que TRH y BP poseen un marcado carácter experi-
mental, por otra parte el término “experimentalism” aparece como muy vago, como de-
masiado amplio, ya que no permite visualizar la peculiar innovación técnica realizada
por Puig. Considero que estas dos primeras obras del autor argentino no son una mera
continuación de los experimentos narrativos que el “boom” venía realizando, sino que,
por el contrario, ya en ellas se percibe una clara intención de fractura y distanciamiento
respecto de procedimientos y temas que habían sido entronizados en las obras del “boom”.
Dicha intención se advierte específicamente en lo que el propio Puig ha denominado su
afán de “investigar las diferentes manifestaciones de lo que se llama mal gusto” (Corbat-
ta 1983: 601). Al incorporar registros y modos discursivos de uso cotidiano (y hacer con
ellos, en TRH, un muy estilizado pastiche), y, en general, al recurrir a figuras de la cultu-
ra de masas y a formas genéricas paraliterarias con fines artísticos desautomatizantes, la
narrativa de Puig logró incorporar a la literatura latinoamericana un nuevo campo temá-
tico y de experimentación que parecía incompatible con las convenciones y/o preferen-
cias estéticas del “boom”. Como ha señalado Sklodowska (1991): la novísima narrativa
(término que ella emplea alternadamente con el de “post-boom”) propuso un desplaza-
miento de los horizontes de la cultura letrada hacia modalidades asociadas con la subcul-
tura y la cultura masiva:
Esta evolución puede verse como un caso más de la difusión cultural en el contexto de la
dependencia, como una domesticación local del impulso postmoderno, pero también en
cuanto un rechazo espontáneo por parte de los ‘novísimos’ de formas expresivas herméti-
cas, elitistas, canonizadas por el boom”. (Ibíd.: 173)
Más aún, estimo que la sola mención de “Rita Hayworth” en el título de TRH y la inclu-
sión del subtítulo “Folletín” en el peritexto de BP, constituyen, de por sí, un claro indicio
de la intención transgresora, provocadora, de Puig, en una época en la que la intelli-
gentsia latinoamericana –incluidos los consagrados escritores del “boom”– simpatizaba
con el proceso revolucionario cubano y le adjudicaba a “La Gran Literatura” nada menos
que propiedades redentoras a nivel social y político.
171
EPÍLOGO
En esta última sección, más que sintetizar lo elaborado en los capítulos precedentes, me in-
teresará retomar ciertos puntos que, según el caso, considero pertinente destacar o am-
pliar. Me referiré a ellos asumiendo una perspectiva principalmente comparativa.
El análisis del corpus escogido ha corroborado nuestra captación del “post-boom” co-
mo el ingreso de la narrativa hispanoamericana (aproximadamente a finales de los años
sesenta / comienzos de los setenta) a una nueva fase o instancia, a partir de la cual ella co-
mienza a emprender nuevos rumbos. El “post-boom” constituye, en tal sentido, una reac-
ción multifacética contra ciertos procedimientos y rasgos que habían sido canonizados por
el “boom”, y dicha reacción parece haber tomado dos direcciones principales: una reac-
ción de exacerbación (i.e., textos en los que se intensifica la índole experimental y antimi-
mética del “boom”, en los que predomina la escritura, y se asume así una actitud no
amistosa para con el lector) y una reacción de oposición (i.e., textos en los que se plasma
una literatura realista, mimética, y que ostentan una actitud amistosa para con el lector).
Las obras de Sarduy que hemos analizado constituyen un ejemplo paradigmático de
la primera dirección señalada. En su afán de distanciarse de la novela regionalista tradi-
cional, e inspirándose en rasgos distintivos de la narrativa modernista euro-norteamerica-
na, la literatura del “boom” se había caracterizado por sus innovaciones técnicas (e.g.,
ruptura de la linealidad del relato, empleo de múltiples focalizaciones, fragmentación en
distintos niveles, reflexividad en la instancia de la enunciación, etc.), y de allí que su ten-
dencia general haya sido indudablemente antimimética. Sin embargo, cuando es aprecia-
da desde la estética de la descentralización y, muy especialmente, desde la ostentosa des-
ocultación del artificio que caracterizan “la escritura” (Barthes 1970/1974) de Sarduy, la
índole experimental del “boom” empalidece considerablemente. A este respecto, los ras-
gos salientes de la producción sarduyana son: el desborde metonímico y el juego de los sig-
nificantes; la cuasi disolución de la trama; la configuración de personajes que no imitan a
personas, y de escenarios no reconocibles en la realidad extratextual; la muy variada y
abundante presencia de referencias intertextuales, que convierte a los textos en verda-
deros “mosaicos de citas” (Kristeva 1986); y la puesta en escena o ficcionalización lú-
dica de cuestiones esenciales que atañen al hecho literario. Tal vez con la excepción de El
obsceno pájaro de la noche, de Donoso, ninguna obra del “boom” posee tanta dificultad
de acceso, ninguna se muestra tan esquiva y “poco amistosa” para con el lector, como DSC
y Cobra. Podemos afirmar, por lo tanto, que las obras de Sarduy difieren y toman distancia
de las del “boom”, no por ser éstas antimiméticas, sino por serlo “insuficientemente”.
En oposición a lo observado respecto del corpus sarduyano, el análisis de los textos
de Rivera Letelier ha mostrado en ellos una clara tendencia mimético-realista, es decir,
un predominio de estrategias y recursos a través de los cuales dichos textos intentan en-
mascarar su índole ficticia y facticia, a saber: la presencia de narradores omniscientes; la
ausencia de construcciones en abismo; la masiva presencia de pseudo-referentes reales
(destacándose, en RIC, los de carácter “histórico”, lo cual provoca el tránsito del ámbito
172 Epílogo
de primer plano al mundo mayor); la coherencia narrativa de ambos textos, que resulta
de sus tramas fuertes y de la pasión explicativa y acotadora de los distintos hablantes; y
el carácter exhaustivamente detallado de los relatos, como lo atestigua la presencia recu-
rrente de “salgarismos” (Eco 1983/1995), lo cual le resta dinamismo y confiere una rela-
tiva pasividad al acto de recepción. Si bien en RIC la instancia de la enunciación y, en
menor medida, la organización temporal presentan cierta complejidad, ambas estructuras
pueden ser desmontadas sin mayores dificultades por el lector. HAP, por su parte, pre-
senta una estructuración aún más sencilla que RIC, y el desarrollo de su diégesis posee
una mayor sucesividad cronológica. Ambos textos ostentan un deslumbrante despliegue
lexical, lo cual no impide que la substancia verbal se enajene fácilmente, placenteramen-
te, en “mundo”. Si los textos de Sarduy se distanciaron de los “boom” exacerbando su ín-
dole experimental (tornándose “herméticos” y suscitando, así, la posibilidad de entablar
un contacto “desafiante”, por momentos “hostil”, con el lector), las obras de Rivera Lete-
lier, en cambio, emprendieron la dirección contraria: se desplazaron pronunciadamente
hacia una mayor accesibilidad. RIC y HAP, en efecto, emergen de nuestro análisis como
textos sumamente legibles, amenos, textos (excesivamente) “fáciles”, en el sentido de
que exigen un mínimo esfuerzo constructivo por parte del lector.
A diferencia de las obras de Rivera Letelier y de Sarduy, que nítidamente y “sin con-
flictos” se aproximan, respectivamente, a los polos mimético y antimimético del “post-
boom”, en los textos de Puig que han sido analizados coexisten numerosos procedimien-
tos y estrategias de índole antitética, en virtud de los cuales dichos textos se tensan y se
debaten, por momentos ambigua e irresolublemente, entre ambos polos.
Si la mimesis se define, según Genette (1972/1980), por un máximo de información
y un mínimo de informador, en TRH Puig ha logrado llevar ese “mínimo” hasta sus pro-
pios límites. Lo que caracteriza a esta novela, su rasgo distintivo, es el afán de imperso-
nalidad, la eliminación del narrador, lo que se traduce en la ausencia de un único sujeto
de la enunciación, dueño de una voz autorizada. Ante la falta de un narrador, la referen-
cia se irá construyendo a medida que surjan los discursos de los personajes, los que en
virtud de su extrema variedad (discursos hablados, pensados, escritos en cartas, diarios,
composiciones escolares, etc.) pondrán al descubierto la índole de construcción verbal de
dicha referencia. Vale decir: en TRH se suscita la ilusión referencial, pero la “realidad ar-
gentina” que emerge del texto se muestra, simultánea y paradójicamente, como una cons-
telación de universos lingüísticos. Recurriendo al célebre símil de Ortega y Gasset (1925/
1956), cabría afirmar que el texto permite focalizar, al mismo tiempo, tanto el vidrio de la
ventana (la substancia verbal) como el frondoso jardín (el referente) que se sitúa tras él.
El lector de TRH empeñado en buscar al “padre” de la obra (así como Toto, el pro-
tagonista, busca al suyo), descubrirá, a medida que se sucedan los capítulos, que ha sido
arrojado a un texto “huérfano”. Sin embargo, dicha ausencia –dicha orfandad– implicará
al mismo tiempo, y como su cara inversa, el hallazgo de una presencia múltiple: una poli-
fonía. La disolución de la voz del narrador resulta en una pluralidad de hablas persona-
les, y, por consiguiente, será el lector –el mismo que nace, según Barthes (1968/31981),
como consecuencia de “la muerte del Autor”– quien deba “armar” la trama a partir de los
enunciados de esas múltiples voces. Precisamente por ello, al evaluar el grado de exigen-
cia y la actitud más o menos “amistosa” que los textos del “post-boom” despliegan hacia
Epílogo 173
el lector, es dable ubicar a TRH más cerca de la dificultad de Sarduy (aunque sin llegar a
la “hostilidad” de éste) que de la actitud condescendiente que caracteriza al corpus de Ri-
vera Letelier. El texto de Puig, asimismo, se distingue de la que ha sido considerada “la”
obra experimental del “boom”: compárese el desconcierto que suscita el capítulo I de
TRH (en el que no hay un narrador “convencional”, ni información sobre los personajes,
ni un eje temático que conecte esa confusión de diálogos) con el tranquilizador peritexto
de Rayuela (Cortázar 1963/1993), en cuyo “Tablero de dirección” se invita al lector a
leer el libro de una u otra manera, orientándolo y explicándole claramente las reglas del
juego. En TRH, en cambio, la ausencia del narrador origina no sólo un texto huérfano, sino
también un lector huérfano, “abandonado”, ya que desde la primera página se ve obliga-
do a participar activamente en la construcción de (la historia de) los personajes, pudiendo
contar únicamente con sus voces, que se dispersan, se chocan y se imbrican. Retomando
un concepto acuñado, precisamente, por Cortázar, cabe postular que el juego textual de
TRH –así como el de BP– exige del lector, necesariamente, su “complicidad”. No hay otra
opción.
A partir de incontables referentes ficticios que funcionan como pseudo-referentes rea-
les, en BP es dable captar, como ocurriera en TRH, un claro intento de suscitar la ilusión
de inserción en el extratexto argentino. Sin embargo, la autodesignación de la obra como
“folletín”, i.e., su explícita autoadscripción a un código (para)literario determinado, eclip-
sará en gran medida la ilusión referencial, inclinando marcadamente la obra hacia el polo
antimimético. En otros términos: al autoseñalarse como folletín, BP se desenmascara, ya
desde el peritexto, como artificio, construcción. Y, al subvertir el código folletinesco (pa-
raliterario) mediante procedimientos desautomatizantes (e.g., finales de entregas que no
provocan tensión; presencia de una pseudorrecapitulación; anulación del temple de exal-
tación y, en particular, del happy end; des-centralización de la instancia enunciativa; etc.),
BP se desenmascara como texto parodiante (literario).
Una vez analizados los procedimientos empleados por las obras que han sido objeto
de estudio en el presente trabajo, cabe postular, a modo de conclusión, que tanto la ame-
nidad o sencillez de los textos de Rivera Letelier, así como la dificultad que caracteriza
al corpus de Sarduy, son evidentes, mientras que la facilidad (o actitud “amistosa”) de los
textos de Puig, no es sino aparente.
Refiriéndose, precisamente, a la exitosa recepción de las primera novelas de Puig a fi-
nales de la década del sesenta, Prieto ha observado que el autor argentino “sumó entre
sus seguidores a dos especies diferentes de lectores: los de literatura de vanguardia, grande-
mente acrecentados en esos años del boom, y los de best sellers, completamente desin-
teresados de los méritos de su invención” (Prieto 2006: 414). Me interesa problematizar
–o mejor dicho: rechazar– la pertinencia de esta segunda especie de lector. Toda obra li-
teraria, según Eco (1990/1992), puede suscitar un número potencialmente infinito de lec-
turas, “pero es imposible –o al menos es críticamente ilegítimo– hacerle decir lo que no
dice” (ibíd.: 122); el hecho de que una interpretación deba cumplir con ciertas condicio-
nes, implica la posibilidad de hacer una jerarquización de las diferentes lecturas, siendo
la preferible –es decir, la cualitativamente superior– aquella que respete en mayor medi-
da el principio constructivo del texto. Considero, por lo tanto, que un acercamiento a BP
“completamente desinteresado de los méritos de su invención”, constituye, en el mejor de
174 Epílogo
los casos, una lectura incompetente: un lector de BP que no ha captado la índole de rup-
tura que posee el texto, que lo lee como si fuera un folletín, sin haber detectado el juego
dialógico entre literatura y paraliteratura, ni las estrategias distanciadoras que emergen en
dicho juego, estaría lesionando severamente la intentio operis.
Con respecto a los restantes criterios que orientaron el análisis de los textos, la cues-
tión de la relación entre la alta cultura y la cultura de masas aparece como la más signifi-
cativa e iluminadora en el trazado de las diferencias entre el “boom” y el “post-boom”.
La preferencia del “boom” por la alta cultura y el arte canónico se refleja paradigmática-
mente, como ya he destacado, en Rayuela. En las obras del “post-boom”, en cambio, se
trasluce el afán de anular dicha separación y, fundamentalmente, dicha jerarquización;
ello se manifiesta, sin embargo, de manera diversa en cada uno de los autores que hemos
estudiado.
En las novelas de Sarduy, fieles al ethos burlesco que las caracteriza, la actitud anti-
jerarquizadora consiste en mofarse de todo, y, principalmente, de aquellos discursos y
valores que, convencionalmente, son abordados con solemnidad. Casi como una evoca-
ción del ritual carnavalesco de la Edad Media, en sus textos entran libre y gozosamente
en contacto referentes y discursos que provienen tanto de la alta cultura como de la cultu-
ra de masas, e.g., el budismo, Marlene Dietrich, Cristo, el Che Guevara, San Juan de la
Cruz, el psicoanálisis de Lacan, la Coca-Cola, Paul Anka, Martin Heidegger e, incluso,
las novelas del “boom”; todos estos referentes –y aclaro que sólo he citado algunos de
los muchos que aparecen en DSC y Cobra– conforman un único y desenfadado desfile
cultural, cuyos integrantes, como dice el tango, se encuentran “en un mismo lodo / todos
manoseados”.
Si el gesto transgresor de Sarduy radica en rebajar (mediante la irrisión y el humor
sofisticado) el saber serio y los “profundos” megarrelatos totalizadores, el de Puig, en
cambio, consiste en haber elevado a la categoría literaria (mediante la parodia y el pas-
tiche) materiales desdeñados por la alta cultura y la literatura canónica; me refiero, res-
pectivamente, al folletín y el radioteatro (en BP), y a la incorporación de distintos regis-
tros del habla coloquial (en TRH y BP). Para captar plenamente la actitud desjerarquiza-
dora de Puig, resulta imprescindible discernir el ethos que emerge de sus textos: ni TRH
ni BP proyectan un temple burlesco o condenatorio sobre los personajes por sus prefe-
rencias artísticas o “sub-artísticas”, o por los eventuales errores o clichés que aparecen en
sus respectivos discursos. De este modo, las obras de Puig se distinguen radicalmente de
Rayuela, texto que, en determinados momentos (principalmente, en los capítulos 34 y
37), busca –y consigue– la complicidad cómica del lector a través de la ridiculización de
algunos de sus protagonistas por el (mal) gusto artístico de éstos, o por las frases hechas
(o incorrectas) con que ellos son caracterizados.
El corpus de Rivera Letelier se asemeja al de Puig por lo que concierne a la confi-
guración de personajes “adictos” a manifestaciones de la cultura popular, y, más impor-
tante aún, por no desplegar sobre ellos, en virtud de este rasgo, una actitud condenatoria.
Por lo que respecta al ethos, sin embargo, es posible captar una diferencia esencial entre
las obras de ambos autores: los textos de Puig ficcionalizan la recepción de manifestacio-
nes artísticas populares (y el surgimiento de lo cursi en los receptores), pero se mantie-
nen, ellos mismos, “impasibles”, i.e., sus textos no pretenden imponerse al lector a través
Epílogo 175
de efectos pre-elaborados en la obra misma; las obras de Rivera Letelier, en cambio, se
inclinan pronunciadamente en dirección al melodrama y lo cursi, como si el efecto emo-
tivo buscado por ellas, en tanto macroestructuras, se hubiese “contaminado” de las afec-
tadas y lacrimosas reacciones de los personajes cuando éstos ven películas mexicanas o
escuchan boleros y corridos sentimentales.
A partir de esta distinción es posible concluir, pues, que mientras Puig y Sarduy
buscan desautomatizar la lectura y crear así una distancia estética (el primero, a través de
la impasibilidad y de una parodia cuyo ethos es respetuoso; el segundo, por medio de la
ironía autoconsciente y de una burla “homogeneizante”), la intención de Rivera Letelier,
por el contrario, es “empalagar” afectivamente al lector y reducir, de este modo, la dis-
tancia estética entre éste y la obra.
Quisiera referirme, en última instancia, a mi decisión de continuar empleando en la
presente investigación el término “post-boom”, no obstante sus inconvenientes y limita-
ciones (véase capítulo II). El “boom” constituyó una verdadera “divisoria de aguas” en la
producción y la recepción de la literatura hispanoamericana, y aún hoy, después de aproxi-
madamente cuarenta años, sigue siendo una presencia ineludible, un parámetro al que
atenerse; así lo atestiguan los numerosos críticos y escritores que continúan refiriéndose
a él en incontables artículos, reseñas y entrevistas que se publican día a día. Considero
que mientras ello siga ocurriendo, es decir, mientras el “boom” siga siendo un punto de
referencia, y en las obras literarias se sigan “oyendo” los ecos y “ruidos” de esa explo-
sión (de ese ¡búm!) ocurrida hace cuatro décadas, el término “post-boom” continuará
perfilándose como el más adecuado (o si se quiere: el menos inadecuado) para incluir la
riquísima variedad de expresiones narrativas que, a partir de aquel impacto (distancián-
dose, o no, de él), no han cesado de surgir en las letras de nuestro continente. Respecto
de esta escurridiza cuestión de nomenclatura, vale la pena citar el siguiente momento de
Octavio Paz (1987: 26): “Los hombres nunca han sabido el nombre del tiempo en que vi-
ven, y nosotros no somos una excepción a esta regla universal”.
Especialmente en los últimos cuatro o cinco años, venimos siendo testigos de la ges-
tación de lo que podría considerarse un nuevo “boom” en la narrativa hispanoamericana,
quizás el único “boom” digno de ese nombre desde el apogeo de la década del sesenta;
me refiero, concretamente, a la irrupción en la escena literaria de la vasta obra (y la cau-
tivante figura) de Roberto Bolaño, en torno a la cual parece estar tomando forma una
nueva generación de narradores jóvenes y otros no tan jóvenes. Dan cuenta de ello la exi-
tosa recepción de sus textos tanto entre el público lector como en la crítica académica
(dando origen, así, a una coincidencia que no ha sido muy común desde el “boom” a esta
parte), la cual se ve acompañada por un suceso editorial que, mediante traducciones a di-
versos idiomas, está cruzando ampliamente las fronteras del mundo hispanoparlante. La
reciente aparición de novelas totales como Los detectives salvajes (1998) y 2666 (2004),
nos obliga a replantearnos “el final de la nostalgia de totalización” que habíamos desig-
nado como rasgo distintivo del “post-boom”, al mismo tiempo que nos invita a conectar
dichos textos con el sistema de las “grandes” obras del “boom” y, a su vez, con novelas
de similar envergadura y/o complejidad que han aparecido después del “boom”, como Yo
el Supremo (1974) de Roa Bastos, El palacio de las blanquísimas mofetas (1983) de
176 Epílogo
Arenas, Palinuro de México (1977) y Noticias del imperio (1987) de Fernando del Paso,
y La guerra del fin del mundo (1981) de Vargas Llosa.
No obstante lo observado, considero que es aún demasiado “temprano” para realizar
una nueva periodización de la narrativa hispanoamericana, la cual esté dotada de mayor
rigor (si es que ello es posible respecto de cualquier periodización) y sea capaz de pres-
cindir de las categorías “boom” y “post-boom”. Efectivamente, dada la cercanía del fe-
nómeno, aún no son totalmente visibles los cambios introducidos por el corpus de Bola-
ño y los autores de su generación, ni se pueden estimar sus efectos productivos no sólo
hacia el futuro, sino también retrospectivamente, porque, como ha señalado Prieto (2006:
10), “un texto verdaderamente nuevo no sólo condiciona la literatura que se escribe y se
lee después de su publicación, sino que obliga a reconsiderar la tradición y a reordenar el
pasado”. Asumiendo ahora una mirada prospectiva, una vez que se haya consolidado de-
finitivamente esta nueva manifestación literaria (la cual deberá ser articulada, dialógica-
mente, con la labor de la crítica), recién entonces, quizás, será posible trazar un nuevo
mapa y deslindar distintas regiones y vertientes de la narrativa hispanoamericana del últi-
mo medio siglo, a las que podremos llamar con nombres más precisos, de mayor relevan-
cia literaria –y más adecuados al contexto sociolingüístico del que han surgido– que los
equívocos “boom” y “post-boom”.
177
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UNTERSUCHUNGEN ZU DEN KULTURELLEN ZEICHEN
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TCCL- TEORIA Y CRITICA DE LA CULTURA Y LITERATURA
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TCCL- THEORY AND CRITICISM OF CULTURE AND LITERATURE
INVESTIGATIONS ON CULTURAL SIGNS
(SEMIOTICS-EPISTEMOLOGY-INTERPRETATION)
TCCL- THEORIE ET CRITIQUE DE LA CULTURE ET LITTERATURE
RECHERCHES DES SIGNES CULTURELS
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Band 49:
Ángel Esteban, Jesús Montoya, Francisca Noguerol, María Á. Pérez López (Hg.)
Narrativas latinoamericanas para el siglo XXI: nuevos enfoques y territorios
2010. XII/286 S. mit einer Abb. ISBN 978-3-487-14482-5
Band 50:
Claudia Gronemann, Patrick Imbert, Cornelia Sieber (Hg.)
Estrategias autobiográficas en Latinoamérica (Siglos XIX-XXI): Géneros –
Espacios – Lenguajes
2010. Dedicamos a Margo Glantz. 224 S. mit 10 Abb. ISBN 978-3-487-14480-1
Band 51:
Alfonso de Toro (Hg.)
Jorge Luis Borges: Translación e Historia
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TPT- THEORIE UND PRAXIS DES THEATERS
UNTERSUCHUNGEN ZU DEN KULTURELLEN ZEICHEN
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INVESTIGATIONS ON CULTURAL SIGNS
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TPT- THÉORIE ET PRATIQUE DU THÉÂTRE
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Estudios críticos sobre el teatro español, mexicano
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Band 17:
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Dramaturgias femeninas en el teatro español
contemporáneo: entre pasado y presente
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Band 18:
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desde la Ilustración hasta finales del franquismo
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Nuevas Hibridaciones – Transmedializaciones – Cuerpo
2009. 343 S. mit 58 Abb. ISBN 978-3-487-13583-0
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