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Facultad de Humanidades
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Hacia mediados del siglo XX, un nuevo grupo de tesis cuestionó la unanimidad de la
concepción tradicional metafísica. No solo se replanteó la jerarquía vigente, sino así también
la misma existencia de dos metafísicas diferentes. Frente a esta cuestión, Pierre Aubenque
presentó una de las posturas más radicales proponiendo una relectura crítica de la tradicional
relación entre metafísica generalis y metafísica specialis, que, según éste, habría sido
condicionada por una interpretación sesgada de los escritos físicos de Aristóteles, y en
particular de algunos elementos centrales en ellos; elementos relegados segundo plano a pesar
de su importancia capital para comprender la totalidad del sistema metafísico del filósofo.
La tesis central del autor girará en torno a una re-delimitación del proyecto
aristotélico antes descrito en términos de dos contratesis centrales, íntimamente relacionadas.
La primera implicaría trasladar el acento desde lo considerado como “caso general del ser”
hacia un “caso particular del ser” bajo una nueva consideración: si, para Aristóteles, la
máxima expresión del ser puede ser identificada con una plena realización de la esencia como
unidad —como Esencia Divina— es porque, visto desde su perspectiva, la unidad que
caracteriza a estas Esencias inmóviles no debería ser interpretada como una expresión
particular del ser (oponiéndose a la manifestación general de las esencias en el mundo
sublunar) sino más bien, es en esta permanencia y realización efectiva donde se evidencia lo
propio de una esencia: es decir, su unidad. De esta manera, comprendemos la siguiente
afirmación de P. Aubenque (1969): “El ser en general, es decir, tal y como debería ser en su
generalidad, es el ser divino; y por el contrario, el ser en cuanto ser del mundo sublunar es
quién conlleva la particularidad de estar dividido respecto de sí mismo” (p. 399) y, por lo
tanto, “es la ontología de Aristóteles, y no su teología la que debe ser entendida como
metaphysica specialis” (p. 399).
Ahora bien, la delimitación de “lo propio” y “lo ajeno” del ser en su máxima
realización abre una nueva pregunta que el mismo autor hará explícita: “¿Cuál es pues la
particularidad del ser en cuanto ser del mundo sublunar?” (p. 400), o bien, ¿qué es eso que,
como algo propio de los seres sensibles, los convierte en casos particulares del ser, en tanto
condiciona la posibilidad de su realización plena, y los hace susceptibles de ser estudiados
por una metafísica specialis y no ya por una metafísica generalis?
Nos estamos refiriendo, específicamente, al problema del movimiento de los seres
sensibles. Como eje de su planteamiento, Aubenque defenderá una revalorización de esta
noción de movimiento a la luz de la Física aristotélica, entendiéndola no a la manera de una
cualidad accidental de determinadas sustancias, sino como una afección esencial, y por ende
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inseparable, de los entes del mundo sublunar; situación que condicionaría de manera
determinante toda la reflexión ontológica aristotélica.
Visto desde esta perspectiva, el movimiento no supondría una realidad susceptible de
ser deducida a partir de la caracterización de los entes terrestres en términos de acto y
potencia, de materia y forma o de sustancia y accidente. En cambio, estas nociones serían
introducidas velis nobis para dar cuenta de la escisión originada por el movimiento en lo más
hondo de su ser.
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particularidad de cada uno de los entes hacia los máximos grados de generalidad necesita
prescindir del movimiento.
Junto a esta conclusión, se desprende de igual modo otra consecuencia: una ontología
legítima, que no traicionase la condición propia de sus objetos de estudio, debe dar cuenta del
fenómeno del movimiento y hacer deducir de él la pluralidad de sus principios.Visto de un
modo más radical, la ontología como ciencia de lo móvil deberá estar enmarcada dentro de
los estudios de una Física. Aubenque no rinde cuentas claras de esta derivación necesaria de
su tesis. En su escrito nunca se nos explicita el carácter de esta relación, pero el énfasis en la
profunda implicación que une al ser sensible con el movimiento parecería indicar que todo se
encamina a proyectar una correlación igualmente estrecha entre ambas ciencias.
¿Significa esto que la ontología quedaría reducida a un mero estudio físico?
Aubenque no parece sugerirnos eso. Por el contrario, dentro del trazado de una jerarquía
lógica, la ontología se hallaría en un escalón anterior, en la medida en que sus objetos de
estudio son aquellos mismos que constituyen los axiomas fundamentales de los que parte la
física. Pues ésta, en cuanto que es la ciencia de los entes móviles, debe presuponer, y por lo
tanto dejar fuera de su análisis, jurisdicciones puramente ontológicas como las del
movimiento y la existencia en general. Si bien el curso de una ciencia física necesita partir de
nociones ontológicas tácitamente avaladas, se desprende legítimamente de los argumentos
previos el hecho de que éste no es un vínculo unidireccional. En efecto, la razón por la que la
ontología se aboca al estudio del movimiento en sí y no únicamente a una reflexión del ser en
general, es consecuencia de una profunda influencia física. Y en definitiva éste parecería ser
el leitmotiv del escrito de Aubenque: intentar demostrar los profundos condicionamientos
que, partiendo de experiencias físicas, determinan las preocupaciones ontológicas.
De manera esquemática, el panorama trazado nos dejaría por un lado con una física,
que si bien no es la más universal de las ciencias condiciona positivamente al resto de ellas, y
más allá con una metafísica que, como teología, no afrontaría mayores problemas, pero cuya
legitimidad estaría puesta en duda en su ejercicio como ontología. Sus esfuerzos consistirían
en una clara paradoja, que de manera fatídica jamás podrá resolver. El triunfo de sus trabajos
dependen de una conciliación imposible entre la finitud y temporalidad del hombre, y la
infinitud y eternidad de sus aspiraciones: “...la ontología, que, nacida de necesidades
humanas, forzosamente encontrará primero aquello que hace del hombre un ser de
necesidades, siempre a la búsqueda de una unidad cuyo movimiento lo frustra a cada
instante.” (Aubenque, 1969, p. 402)
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No obstante, consideramos que aún existe la posibilidad de interpelar a esta
concepción basándonos en un criterio diverso a partir del cual considerar los objetos de
ambas ramas metafísicas —ontología y teología. Criterio, por lo demás, propuesto en
reiteradas ocasiones por Aristóteles en su Metafísica, y para nada caprichoso: la sustancia,
sino como noción central unificadora de toda la metafísica, al menos como concepto en torno
al cual repensar y fundamentar sus pretensiones ontológicas.
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buscado y ha planteado renovadas dificultades, ¿qué es el ente?, viene a ser ¿qué es la
sustancia?” (Met. Z 1, 1028 b 2).
La idea de la hegemonía de la unidad sustancial en la revelación del ser recorre del
principio al fin los escritos metafísicos de Aristóteles: “El término primero tiene muchas
significaciones; pero la sustancia es primera en todas: en el discurso, en el conocimiento y en
el tiempo” (Met. Z 1, 1028 a 10).
En el orden del ser, es tanto lo primero como la condición de posibilidad de la
diversidad de sus accidentes. Así lo precisa Aristóteles tras distinguir en Met. Z 1 a la esencia
como sujeto, que aquí utilizará en su sentido fuerte, equiparándola a la sustancia, de sus
múltiples accidentes; “A las demás cosas [atributos] no se las llama seres, sino en relación
con lo que son, o cantidades del ser primero, o cualidades, o modificaciones de este ser o
cualquier otro atributo de éste género (...) la existencia de cada uno de estos modos depende
de la existencia misma de la sustancia. Por eso es innegable que la sustancia será el ser
primero, no tal o cual modo de ser sino el ser tomado en su sentido absoluto.” (1028 a 18)
En un plano predicativo, la sustancia es también absolutamente primera en cuanto
noción: es sujeto de toda predicación, y ninguno de los atributos del ser puede darse sin la
sustancia: “Asimismo es primera en el discurso, porque en el discurso de cada cosa ha de
estar necesariamente incluido el de la sustancia.” (Met. Z 1, 1028 a 35). En relación a éste
último punto, la sustancia constituye del mismo modo lo absolutamente primero en cuanto a
conocimiento: sólo en cuanto se conoce la sustancia, se dice que se conoce al ente; aunque
los accidentes sean lo primero conocido en el orden de lo sensible, la unidad sustancial se
presenta como principio del proceso cognoscitivo en un orden estrictamente lógico. En este
sentido, una cita de los Analíticos Segundos nos parece concluyente, donde claramente la
distinción se efectúa entre un orden psicológico, sobre el cual la pluralidad de las sensaciones
de los entes particulares fundan su primacía, y un orden formal, donde lo sintético de lo
universal se posiciona como principio lógico del conocer: “Ahora bien, son anteriores y más
conocidas de dos maneras: pues no es lo mismo lo anterior por naturaleza y lo anterior para
nosotros, ni lo más conocido y lo más conocido para nosotros. Llamo anteriores y más
conocidas para nosotros a las cosas más cercanas a la sensación, y anteriores y más conocidas
sin más [por naturaleza] a las más lejanas. Las más lejanas son las más universales, y las más
cercanas, las singulares: y todas éstas se oponen entre sí.” (A 2, 72 a 1).
Ahora bien, a todo lo dicho anteriormente cabría añadir un último sentido en torno al
cual podríamos postular la centralidad de la sustancia. Nos referimos particularmente a su
relación con el movimiento, así establecida en Física A 7; en el cual Aristóteles, tras haber
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propuesto como objeto de la misma a los “principios de los entes en movimiento”, se abocará
a determinar cuántos y cuáles son esos, sus principios fundantes, en los seres del mundo
sublunar. La resolución de esta cuestión es clave para dilucidar el núcleo de la problemática
que aquí se nos plantea: ¿qué papel, en el orden de estos principios, da Aristóteles a la
sustancia en relación al movimiento en general? Para el Estagirita, y al menos en cuanto a
éste punto, la respuesta es concluyente: no existe ni puede existir movimiento alguno que
prescinda en primer lugar de un substrato, en virtud del cual todo lo que es llega a ser. Este
substrato no es otro que la sustancia, la cual adquiere de este modo un cierto status como
condición de posibilidad —en tanto que anterior a todo movimiento.
Así entendido, el movimiento en la Física de Aristóteles se fundaría en tres principios
—materia, forma y privación—, dentro de los cuales se asignaría una disposición central a la
sustancia: “Cuando no se trata de sustancias, es evidente que tiene que haber un sujeto de lo
que llega a ser, pues en el llegar a ser de una cantidad o una cualidad o una relación o un
donde hay siempre un sujeto de ese llegar a ser, ya que sólo la sustancia no se predica de
ningún otro sujeto, mientras que todo lo demás se predica de la sustancia” (Fís. A 7, 189 a
34). Más adelante reafirmará esta postura nuevamente: “Por lo tanto, si de las cosas que son
por naturaleza hay causas y principios de los que primariamente son y han llegado a ser, y
esto no por accidente, sino cada una lo que se dice que es según su sustancia, entonces es
evidente que todo llega a ser desde un substrato y una forma” (Fis. A 7, 190b 16).
§3 Conclusión
En base a todo lo dicho, consideramos que es posible postular una relativa centralidad
de la idea de sustancia en el sistema metafísico aristotélico, sino de manera absoluta —
pretensión que, por lo demás, nos sería imposible concretar— al menos en lo relativo a su
importancia, en tanto supone un problema que se mantiene constante durante todo el
desarrollo de los escritos metafísicos de Aristóteles.
A lo largo del desarrollo de nuestro análisis hemos intentado dar cuenta de la
profundidad de la problemática trabajada por P. Aubenque. No obstante, nos mantuvimos
fieles a nuestra pretensión inicial de interpelar la redefinición del esquema tradicional
propuesta por el autor; esquema en torno al cual habían sido entendidas la relaciones
ontología-teología en el seno de la metafísica aristotélica.
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De esta manera, nos propusimos la elección de un elemento conceptual que pudiera
hacer frente a la tajante negativa en torno a la posibilidad de una ontología que parece
desprenderse como consecuencia de la tesis del autor. Este elemento fue, precisamente, la
sustancia. Pero si bien es evidente que nuestro estudio sobre este concepto se proyectó
siempre a través del piélago de sus implicaciones, sorteando los ríspidos abismos a los cuales
podría dar lugar, no por ello debemos desestimar nuestro esfuerzo como una causa totalmente
estéril. La pobreza de su consumación no descarta la validez de la tentativa.
En este sentido, consideramos que si bien una alternativa fructífera deberá ser
desarrollada en las mismas dimensiones y con el mismo alcance, esta situación no descarta la
posibilidad de plantearnos una última pregunta en torno a la cuestión, ¿es posible que éste
irreductible condicionamiento de la física hacia una ontología en el seno del sistema
aristotélico, no derive necesariamente en una imposibilidad de la ontología de lo sensible? y
en este sentido ¿podría una relectura de la sustancia aristotélica, entendida en su aplicación a
los entes sensibles, sernos útil para la reconstrucción de esta posibilidad?
Creemos, sin embargo, que todo pensamiento que apunte un itinerario crítico
alrededor de la noción de sustancia, y que ahonde en sus determinaciones más esenciales,
supondrá un manantial grávido de esperanzas, y podrá sostener airoso la posibilidad de una
ontología de lo sensible.
Bibliografía
Aubenque, Pierre (1974). El problema del ser en Aristóteles. Madrid: Taurus.
Aristóteles, Física.
Artistóteles. Metafísica.