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Virtudes

Deseamos poner a disposición de quienes estén interesados en el conocimiento de las virtudes, ensayos, artículos
y estudios que puedan servir como material de trabajo y reflexión, y abrir un marco de colaboración para todos
aquellos que deseen participar en un diálogo interdisciplinar sobre una cuestión de tanta trascendencia para la
vida moral de la persona y de la sociedad. Coordina: Tomás Trigo, Facultad de Teología de la Universidad de
Navarra. Contacto Tomás Trigo
Categorías
La perfección de la persona. Curso sobre las virtudes
Coordinación y contacto
Antología de Textos
0. Ensayos o estudios generales
I. Virtudes humanas
A. Intelectuales
1. Entendimiento
2. Ciencia
3. Sabiduría
4. Sindéresis
5. Ciencia moral
6. Prudencia
7. Arte o técnica
B. Morales
1. Humildad
2. Amor de amistad
3. Justicia-Amor
3.1. Religión
3.2. Amor conyugal
3.4. Amor a los padres
3.3. Amor a los hijos
3.5. Amor a la patria
3.6. Obediencia
3.7. Gratitud
3.8. Veracidad
3.9. Fidelidad (Lealtad)
3.10. Sencillez (Simplicidad, Sinceridad)
3.11. Amabilidad (Afabilidad, Cortesía)
3.12. Generosidad (Liberalidad)
3.13. Equidad (Epiqueya)
3.14. Clemencia (Misericordia, Perdón)
4. Fortaleza
4.1. Magnanimidad
4.2. Magnificencia
4.3. Paciencia
4.4. Perseverancia
4.5. Mansedumbre
5. Templanza
5.1. Pudor (Vergüenza)
5.2. Honestidad
5.3. Abstinencia y Sobriedad
5.4. Castidad
5.5. Virginidad (Celibato)
5.6. Modestia
5.7. Estudiosidad
5.8. Eutrapelia
II. Virtudes sobrenaturales
1. Fe
2. Esperanza
3. Caridad
4. Dones del Espíritu Santo
¿Podemos hablar de humildad en Dios?

José María Casciaro


Artículo publicado en: T. TRIGO (ed.), “«Dar razón de la esperanza». Homenaje al Prof. Dr. José Luis Illanes”,
Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, pp. 253-268.

Andaba un tiempo dándole vueltas a la cabeza acerca de la «humildad de Dios» a partir, por una parte, de la
contemplación de la vida oculta de Nuestro Señor en Nazaret y de la discreción en la manifestación del misterio
de su ser teándrico; y de por otra, de la consideración del Dios «que se esconde» detrás de su gobierno del universo
y de los acontecimientos de la historia humana[1]. Me maravillaba de que Dios no pregone, ni «haga publicidad»
de sus obras, ni se jacte en ellas de la infinita sabiduría de su ser, de su inmenso poder... Además pensaba que
todos los santos, que son los que más se han asemejado a Él, se hayan esforzado decididamente por ser humildes,
siguiendo la invitación de Jesucristo «aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón». Pero estando en
estos pensamientos me tropecé con el texto de Santo Tomás de Aquino: «Hay dos clases de perfección. Una,
absoluta, carente de todo defecto, tanto en sí misma como en relación con los otros seres. Así, sólo Dios es
perfecto, y en Él, según su naturaleza divina, no cabe la humildad, sino sólo según la naturaleza asumida»[2].
Tanto la evidencia de su concisa argumentación y el peso de su autoridad me dejaron sin ánimo para proseguir en
mis pensamientos. Por si fuera poco, el mismo Aquinate dice inmediatamente antes: «La humildad reprime el
apetito a fin de que no aspire a grandes cosas que exceden el recto orden de la razón»[3]. Decididamente, el tema
se me presentó como un despropósito y lo dejé aparcado por un tiempo, no fuese que, en el intento de profundizar
en la humildad, cayera en el vicio opuesto.
Sin embargo, había algunas ideas que me hacían resistencia a abandonar por completo el propósito. Una es que
el Verbo Encarnado ¿no refleja, de alguna manera, en los gestos y en el lenguaje humanos, el ser invisible y el
actuar inalcanzable de Dios? La misma Encarnación del Verbo ¿no es ya un acto de synkatábasis, de
condescensión, de abajamiento, de «humildad» de la Trinidad Beatísima? Muchos textos evangélicos me venían
a la cabeza. Me detendré en algunos.
«El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).
La frase pertenece a un contexto más amplio, en el que a una pregunta del apóstol Tomás, Jesús responde con
inesperada y sorprendente profundidad. Es el pasaje de Jn 14, 6-11:
«6 Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida —le respondió Jesús—; nadie va al Padre si no es a través de mí. 7 Si
me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora le conocéis y le habéis visto.
8 Felipe le dijo:
—Señor, muéstranos al Padre y nos basta.
9 —Felipe —le contestó Jesús—, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha
visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»?10 ¿No crees que yo estoy en el Padre y el
Padre en mí? Las palabras que yo os digo no las hablo por mí mismo. El Padre, que está en mí, realiza sus
obras. 11 Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre en mí; y si no, creed por las obras mismas».
Un camino de acceso para penetrar en sentido del texto de San Juan pueden ser las palabras del n. 516
del Catecismo de la Iglesia Católica: «Toda la vida de Cristo es Revelación del Padre: sus palabras y sus obras,
sus silencios y sus sufrimientos, su manera de ser y de hablar. Jesús puede decir: “Quien me ve a mí, ve al Padre”
(Jn 14, 9), y el Padre: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Lc 9, 35). Nuestro Señor, al haberse hecho hombre
para cumplir la voluntad del Padre (cfr. Hb 10,5-7), nos “manifestó el amor que nos tiene” (1 Jn 4, 9) incluso con
los rasgos más sencillos de sus misterios». Por su parte, el Papa Juan Pablo II escribe: «Una exigencia de no
menor importancia (...) me impulsa a descubrir una vez más en el mismo Cristo el rostro del Padre»[4].
A mayor abundamiento, y para no iniciar todavía mi propia exégesis del texto joaneo, me permito reproducir unos
párrafos del Sermo 141, 1 y 4, de San Agustín: «Todo hombre alcanza a comprender la Verdad y la Vida; pero
no todos encuentran el Camino. Los sabios del mundo comprenden que Dios es vida eterna y verdad cognoscible
(...); pero el Verbo de Dios, que es Verdad y Vida junto al Padre, se ha hecho Camino asumiendo la naturaleza
humana. Camina contemplando su humildad y llegarás hasta Dios». Y, en la misma línea, he aquí un apunte de
la nota a Jn 14,1-14 del Nuevo Testamento preparado por profesores de la Facultad de Teología de la Universidad
de Navarra: «El v. 9 es de una intensidad deslumbrante. Conocer a Cristo es conocer a Dios. Jesús es el rostro de
Dios»[5].
En el v. 6, Jesús, al responder a la pregunta de Felipe −cfr. vv. 4-5−, toma ocasión para descorrer un resquicio del
misterio de su ser. No se trata de conocer un lugar terrestre y el camino para llegar a él. El lugar, el término donde
Jesús va a ir es el Padre y el Camino no puede ser otro que el mismo Jesús. Jesús es la Verdad y la Vida por ser
el Verbo de Dios, la verdad absoluta y la vida eterna, como el Padre. Estos atributos divinos los posee también
Jesús y han resplandecido en su santísima Humanidad[6]. La verdad absoluta, divina, ha sido enseñada por la
palabra de Jesús[7], que nos ha revelado al Padre[8]. Jesús, a quienes nos adherimos a su verdad por medio de la
fe, nos hace participar de la vida eterna como hijos de Dios[9].
Vida eterna y Verdad absoluta se identifican, como también el Padre y el Hijo en la naturaleza: «Ésta es la vida
eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). El
conocimiento del Hijo por la fe sobrenatural, que bucea en el misterio, conduce al conocimiento del Padre: «Si
me habéis conocido a mí, conoceréis también a mi Padre» (Jn 14, 7): aún más, los discípulos de Jesús, que creen
en él, que le “ven” a través de su Humanidad, puede decirse de alguna manera que “ven” al Padre.
Probablemente Felipe (Jn 14, 8) no pensaba sino en una teofanía, semejante a las concedidas a Moisés (cfr. Ex 33,
18-23), o a Isaías (cfr. Is 6, 1-5), porque no había penetrado aún en el misterio de Cristo (Jn 14, 9), como les
ocurría a los demás apóstoles, no obstante el tiempo en que habían convivido con Él[10]. Pero las palabras de
Jesús en su respuesta (Jn 14, 9-10) no dejan de ser misteriosas. Insinúan que Jesús es la imagen perfecta del Padre
(cfr. Hb 1, 3). De varias maneras ya les había hablado de la unión profunda, indisoluble entre el Padre y el
Hijo[11].
Jn 14, 11 repite, resumidamente, el mismo argumento que aparece otras veces en el IV Evangelio[12] : para creer
que Jesús «está» en el Padre y el Padre en él tienen la garantía de la autoridad de su palabra; y, además, si ésta no
les resulta clara, está el argumento de sus «obras». Si bien más vale creer sencillamente por su palabra[13].
«Lo que Él [el Padre] hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo» (Jn 5, 19)
«En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues
lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
El versículo inicia un largo discurso (vv. 19-47), en el que se desarrolla, de modo equivalente a una demostración,
la legitimidad de la afirmación sobrecogedora del v. 17b. Puede dividirse en dos partes. En la primera (vv.19-30)
se habla de la igualdad del Hijo con el Padre y de algunas de sus implicaciones. En la segunda (vv. 31-47) viene
como la prueba de la primera parte.
Igualdad del Hijo con el Padre: Jn 5, 19-30. El v. 19 está en relación directa con la afirmación del v. 17 («Jesús
les replicó: −Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo», Ho Patér mou héôs árti ergázetai, kagô
ergázomai) y con el comentario del Evangelista en el v. 18 («Por esto los judíos con más ahínco intentaban
matarle, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a
Dios»)[14]. Los vv. 19-30 se extienden en mostrar que las obras del Hijo son las obras del Padre: poder de
resucitar los muertos (v. 21); juicio supremo (v. 22); honra (v. 23); los vv. 24-30 desarrollan los enunciados de
los vv. 21-23. En esta parte del discurso, al mismo tiempo que se habla de igualdad del Hijo con el Padre, se les
distingue: son Padre e Hijo respectivamente (en la doctrina cristiana, igualdad de sustancia o naturaleza y
distinción de personas). La «obras mayores» de las que se maravillarán los hombres (v. 20) parece que se refieren
a la resurrección de Jesús y a la de los muertos como efecto de la propia resurrección de Jesús[15].
El v. 24 apunta al corazón de la teología de Juan, a saber, la necesidad de «escuchar» y «creer» en la palabra de
Jesús para ser salvado, para alcanzar la vida eterna. Un mismo acto de fe abarca al Padre y al Hijo.
Ceguera de los judíos: Jn 5, 31-47. Frente a la resistencia a creer, esta parte del discurso aduce cuatro testimonios
o “argumentos de credibilidad”, o “razones para creer”: el testimonio de Juan el Bautista (vv. 32-35); el de las
«obras» que hace Jesús, los signos o milagros (v. 36); el testimonio del Padre (vv. 37-38); el de las Escrituras (v.
39). De estos argumentos el de más peso dialéctico es el de las obras que hace Jesús, incluida su vida y enseñanzas.
En cuanto que Jesús es enviado del Padre e igual a Él, las obras de Jesús son el testimonio mismo del Padre, es
decir, de Dios. Al no percibir en las obras de Jesús la «voz» del Padre, al no creer en el que Dios ha enviado, los
hombres se cierran a la posibilidad de «ver» el «rostro» de Dios. De nuevo el pasaje apunta al meollo del mensaje
del IV Evangelio.
Los vv. 41-47 reprochan a “los judíos”[16] tres impedimentos que les ciegan: falta de amor a Dios, búsqueda de
gloria humana, miopía para interpretar las Escrituras.
«Yo y el Padre somos uno» (Jn 10,30)
Es otro texto impresionante. Forma parte de un discurso que el evangelista enmarca durante la fiesta de la
Dedicación del Templo, conmemorativa de la purificación realizada por Judas Macabeo después de la profanación
hecha por Antíoco IV Epífanes[17]. El relato-discurso abarca Jn 10, 22-42:
24 «Entonces le rodearon los judíos y comenzaron a decirle:
—¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo claramente.
25 Les respondió Jesús:
—Os lo he dicho y no lo creéis; las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí
(...). 30 Yo y el Padre somos uno.
31 Los judíos recogieron otra vez piedras para lapidarle. 32 Jesús les replicó:
—Os he mostrado muchas obras buenas de parte del Padre, ¿por cuál de ellas queréis lapidarme?
33 —No queremos lapidarte por ninguna obra buena, sino por blasfemia; y porque tú, siendo hombre, te haces
Dios —le respondieron los judíos.
34 Jesús les contestó:
—(...) ¿A quien el Padre santificó y envió al mundo, decís vosotros que blasfema porque dije que soy Hijo de
Dios? 37 Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; 38 pero si las hago, creed en las obras, aunque no me
creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.
39 Intentaban entonces prenderlo otra vez (...).Y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al
principio (...). 41 Y muchos acudieron a él y decían:
—Juan no hizo ningún signo, pero todo lo que Juan dijo de él era verdad.
42 Y muchos allí creyeron en él».
A la pregunta apremiante sobre si es o no el Mesías (v. 24), Jesús responde por elevación. La palabra Mesías
(Cristo) no es pronunciada, y con razón, pues este término se había mundanizado, banalizado en el ambiente de
la época, hasta encerrarlo en los estrechos límites de un nacionalismo político y terreno[18]. Parece que, en la
intención de sus interpelantes, si Jesús reivindicaba el título, daba pretexto para denunciarlo a la autoridad romana
como rebelde contra el César −tal como sería en efecto la acusación de los pontífices ante Pilatos[19]−. Si lo
rechazaba, causaría una gran decepción popular. Por ello, Jesús no descendió al plano de sus interrogadores. Pero
dio la respuesta llevando la cuestión al fondo: remontándose del mesianismo nacionalista hasta la identidad con
el Padre (que en términos teológicos llamamos la identidad sustancial del Padre y del Hijo). El camino de
argumentación que sigue Jesús es, como en otros pasajes del IV Evangelio, el testimonio de las obras (v. 25)[20].
El punto culminante del pasaje es el v. 30, donde de manera lapidaria afirma la identidad con el Padre: Egô kaì
ho Patêr hén esmen. Ya San Agustín explicaba así este versículo: «No dijo “yo soy el Padre”, ni “yo y el Padre
es uno mismo”. Sino que en la expresión “yo y el Padre somos uno” hay que fijarse en las dos palabras «somos»
y «uno» (...). Porque si son uno, entonces no son diversos, y si somos, entonces hay un Padre y un Hijo»[21]. En
lenguaje teológico Jesús revela su unidad sustancial con el Padre, o, en otros términos, la identidad de su esencia
o naturaleza divina con el Padre y, al mismo tiempo, la distinción personal entre el Padre y el Hijo. Pero sus
interpeladores no estaban para meditar sobre tales realidades divinas.
Si aplicamos el aforismo escolástico operari sequitur esse, la consustancialidad con el Padre nos lleva a pensar
que el Hijo encarnado, aun en su obrar humano, actúa “de acuerdo” con el Padre, opera según la pauta del Padre:
«Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4, 34), «He bajado del cielo
no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado» (Jn 6, 38). Como explicará el dogma
cristológico, en Cristo hay dos voluntades, la divina y la humana. Cuando Jesús habla de “su voluntad” se está
refiriendo a la humana, en la que gravita, entre otras cosas, la repugnancia al dolor y a la muerte violenta. En esta
perspectiva se entiende la oración de Jesús en la agonía en el huerto. «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz,
pero no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42); o las que consigna Jn 5, 30: «No busco mi voluntad, sino
la voluntad del que me ha enviado».
Por eso, puede también afirmar Jesús en el mismo versículo de Jn 5, 30: «Yo no puedo hacer nada por mí mismo»,
palabras paralelas a las más solemnes de Jn 5, 19: «En verdad, en verdad os digo que el Hijo no puede hacer nada
por sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre; pues lo que Él hace, eso lo hace del mismo modo el Hijo».
«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)
El adjetivo griego praüs, usado también en plural, praeîs, es traducido en todos los diccionarios por manso, afable,
clemente, de ánimo suave, opuesto a iracundo. De igual significación es su correspondiente sustantivo praütês,
mansedumbre. Además del texto de Mt 11, 29, San Pablo la evoca en 2 Co 10,1 diciéndoles a sus destinatarios:
«os exhorto por la mansedumbre (praütês) y la benignidad (epieíkeia) de Cristo».
La mansedumbre es uno de los frutos del Espíritu Santo, según Ga 5, 22-23: «En cambio, los frutos del Espíritu
son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia».
El Papa León XIII explicaba así el pasaje: «Los frutos enumerados por el Apóstol son aquellos que el Espíritu
Santo causa y comunica a los hombres justos, aun durante esta vida (...), pues son propios del Espíritu Santo, que
“en la Trinidad es el amor del Padre y del Hijo”»[22].
¿Podemos decir que Dios actúa con mansedumbre, que es manso? El AT nos puede dar una pista. Is 54 ,7-8 pone
en boca del Señor: «Por un breve instante te abandoné, / pero con grandes ternuras te recogeré. / En un arrebato
de ira / te oculté mi rostro un momento, / pero con amor eterno me he apiadado de ti, / dice tu Redentor, el Señor».
Por Jr 31, 20 vuelve a exclamar Dios: «¡Pero si Efraím es mi hijo querido, / el niño de mis delicias, / que cada
vez que le reprendo / aún me acuerdo más de él! / Por eso se conmueven mis entrañas. / Siempre me apiadaré de
él». Y, por citar aún a otro profeta, dice el Señor por Os 11, 8-9: «¿Podré abandonarte, Efraím, / podré entregarte,
Israel? (...). Me da un vuelco el corazón, / se conmueven a la vez mis entrañas. / No dejaré que prenda el ardor de
mi cólera, / no volveré a destruir a Efraím, / porque Yo soy Dios, / y no un hombre; / soy el Santo en medio de ti,
/ y no voy a llegar con mi ira». Los salmos 103, 8 y 145, 8 repiten la expresión −con insignificantes variaciones−:
«El Señor es clemente y compasivo, / lento a la ira y rico en misericordia». Pero no sólo esos versículos, sino
ambos salmos enteros son una oración de alabanza a Dios, que perdona los pecados de su pueblo y lo protege en
vez de airarse.
Ser humilde de corazón, eimì tapeinòs tê kardía, es lo opuesto a ser hyperêfanós, soberbio, “el que quiere aparecer
superior a los demás”, como se expresa en St 4,6[23]. Jesús «se humilló a sí mismo», etapeínôsen heautón (Flp 2,
8), «haciéndose obediente hasta la muerte». El sustantivo tapeínôsis, “humillación”, corresponde al
verbo tapeinóô en pasiva, ser humillado,tapeinoûsthai, en griego[24] y na‘anah en hebreo (Is 53, 7)[25].
En Hch 8, 32-33 se aplica a Cristo parte del cuarto canto del Siervo de Isaías; nos interesa especialmente Hch 8,
33a, que corresponde a Is 53a hebreo: «Fue maltratado y él fue humillado/se dejó humillar» (niggash we hû’
na‘annéh): el Cristo tenía que ser humillado, y Jesús cumplió también esta profecía.
Como todas las enseñanzas de Jesús, ésta es también una expresión sincera de su propio ser y obrar. Dentro del
misterio del ser teándrico de Jesús, estas palabras ¿expresan sólo sus sentimientos humanos? ¿Son también, de
alguna manera, el ejemplo que ve en el Padre? Jesús, el Verbo del Padre, ¿podría tener sentimientos humanos no
conformados con el Padre, aunque, como la repulsa o el miedo al sufrimiento, repugnaran a su condición de
verdadero hombre? ¿Pudo “aprender” Jesús la humildad al margen de su visión del Padre? Es verdad que, como
dice Hb 5, 8: «y, siendo Hijo, aprendió por los padecimientos, la obediencia».
La cuestión de cómo podemos hablar de Dios
Aristóteles debió de ser el primero en expresar con claridad que la palabra o nombre (ónoma) no designa necesaria
o directamente la realidad o cosa (chrêma) −como pensaron los antiguos griegos−, sino que lo que el nombre
designa, es el signo de la idea, la palabra interior, el concepto (lógos) que nos formamos de la cosa[26]. Santo
Tomás de Aquino parte de aquí para plantear el tema de cómo podemos nosotros hablar de Dios, que desarrolla
en toda la cuestión 13ª de la Prima Pars de la Summa Theologiae, con el título de De nominibus Dei.
En efecto, Tomás de Aquino comienza la q. 13, a. 1, cor. : «Según el “Filósofo”, las palabras son signos de los
conceptos, y los conceptos son signos de las cosas (...). Así, pues, lo que puede ser conocido por nosotros con el
entendimiento, puede recibir nombre por nuestra parte. Ha quedado demostrado (q. 12 a. 11 y 12) que en esta
vida Dios no puede ser visto en su esencia; pero puede ser conocido a partir de las criaturas como principio suyo
por vía de excelencia y remoción. Por consiguiente, a partir de las criaturas puede recibir nombre por nuestra
parte; sin embargo, no un nombre que, dándole significado, exprese la esencia divina tal cual es».
La tesis del Aquinate es hoy común en el pensamiento filosófico y teológico católico y puede ser explicada así:
nuestro lenguaje expresa las cosas según las concibe y representa nuestro entendimiento. Las que conocemos con
perfección las podemos expresar adecuadamente; pero las que conocemos de modo imperfecto sólo las podemos
expresar de modo imperfecto, por analogía de las que conocemos mejor; por medio de éstas hablamos de las más
desconocidas y las podemos nombrar de modo no adecuado, metafóricamente. Por ello sólo podemos nombrar a
Dios y hablar de Él por la mediación de las cosas creadas, de manera imperfecta e inadecuada.
El discurso de Tomás de Aquino prosigue con el razonamiento escueto y riguroso que le caracteriza: lo primero
que conocemos de Dios es su causalidad de los seres imperfectos y limitados, es decir, el aspecto “relacional”.
De aquí que las criaturas representan a Dios, le son de alguna manera semejantes, en cuanto tienen alguna
perfección relativa, esto es, en cuanto participan parcialmente de la perfección total de Dios. Por ello no le
representan como algo de su misma especie o género, sino como efectos que no pueden igualar a su causa, que es
el principio sobreeminente o sublime.
El Aquinate hace una distinción: a) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido negativo: Dios es in-
mortal, in-material, in-finito...; estos nombres, aunque absolutos, son evidentemente negativos; no significan
propiamente lo que es Dios, sino lo que no es y, por consiguiente, no expresan propiamente la esencia o sustancia
divina; pero estos nombres no son una vaciedad, sino que expresan la esencia divina de modo imperfecto, como
de modo imperfecto representan a Dios las criaturas[27]. b) Hay nombres que se atribuyen a Dios en sentido
afirmativo y absoluto (bueno, sabio...). ¿Podemos expresar con ellos la esencia divina? La respuesta ha de ser
muy matizada. Estos nombres significan la esencia divina y se aplican a Dios sustancialmente, pero no alcanzan
a expresarla con perfección, totalmente. La razón está en que tales términos expresan a Dios tal y como nuestro
entendimiento le conoce; pero nuestro entendimiento le conoce por el intermedio de las criaturas, de donde se
sigue que sólo le conoce en la medida en que éstas le representan. En la II-II, q. 4 a. 2 el Aquinate demostró que
Dios, por ser simple y absolutamente perfecto, contiene previamente en Sí todas las perfecciones que dio a las
criaturas; por ello, una criatura le representa y es semejante a Él en cuanto tiene alguna perfección; pero ésta no
es de la misma especie o género que la divina. En conclusión, los nombres que se atribuyen a Dios de modo
afirmativo y absoluto expresan la sustancia divina, pero imperfectamente, por cuanto las criaturas la representan
de modo imperfecto. Así, al decir que Dios es bueno, el sentido de esta proposición no es Dios es causa de bondad,
o Dios no es malo, sino: lo que llamamos bondad en las criaturas prexiste en Diosy siempre de modo sublime. De
donde se sigue que a Dios no le corresponde ser bueno porque cause bondad, sino al revés, porque es bueno causa
la bondad en las cosas[28].
Podría parecer que la cuestión ha quedado resuelta en el a. 2 de la q. 13. Pero Tomás de Aquino sabe bien que
todavía restan puntos oscuros. El primero es ¿cómo los muchos nombres que se atribuyen a Dios de modo
afirmativo y absoluto (y que significan la esencia divina aunque de modo imperfecto, a. 2) se pueden compaginar
con la absoluta simplicidad de Dios? En otras palabras: si estos varios nombres expresan la esencia divina,
entonces introducirían una pluralidad en el ser de Dios. Es la dificultad que veía Maimónides sin encontrar
solución[29]. El Aquinate responde: «En los nombres que se dan a Dios hay que considerar dos cosas: las
mismas perfecciones significadas, como la bondad, la vida y otras semejantes, y el modo de significarlas. En
cuanto a lo que significan tales nombres, en sentido propio le corresponden a Dios, y con mucha más propiedad
a Él que a las criaturas, y primeramente se dicen de Él. En cuanto al modo de significarlas, no se aplican a Dios
en sentido propio, pues el modo de expresarlas le compete a las criaturas[30].
A mayor abundamiento, Santo Tomás expone que tales nombres no son sinónimos, sino que corresponden a
conceptualizaciones distintas en el entendimiento humano de las perfecciones que, procedentes de Dios,
encontramos en las criaturas. Tales perfecciones preexisten en Dios en forma única y simple, mientras que en las
criaturas se representan de forma variada y múltiple. En conclusión, los nombres atribuidos a Dios, aunque
signifiquen una sola realidad, no son sinónimos, porque la expresan bajo muchos y diversos conceptos[31].
Con el a. 3 de la q. 13 llegamos a un punto clave para plantear el magno problema del lenguaje religioso. La
distinción tomista entre la realidad divina (las perfecciones significadas) y el humano modo de significarla sigue
siendo fundamental. Pero nosotros no disponemos en esta vida más que de un solo lenguaje, y a éste se adapta
Dios al revelarnos su esencia e intimidad. Se sirve del lenguaje humano, de nuestros conceptos naturales, para
manifestarnos realidades que nos sobrepasan.
Y. Congar ha hecho un resumen del tema. Apoyándose sobre todo en San Juan Crisóstomo, recuerda que los
Padres ven a lo largo de la “temporalis dispensatio” de la revelación, una condescendencia (synkatábasis) de Dios,
un descenso de Dios dentro de los límites del tiempo histórico y de la expresión humana[32]. La encarnación es
el punto más bajo de este descenso[33], al mismo tiempo que el momento supremo de la revelación de Dios.
“Felipe, quien me ha visto ha visto al Padre”[34]. La synkatábasis, obra del amor divino, revela a Dios, pero con
la limitación inherente a la historicidad, que sólo permite percibir los efectos temporales del acto eterno e infinito
de Dios[35].
También Congar ha resumido el problema de cómo percibir y dar forma racional, en lenguaje humano, a la
existencia de un orden sobrenatural, por encima de nuestra razón: «Es una tesis generalmente sostenida por los
teólogos, pero acerca de la cual no existe enseñanza expresa del magisterio, que la razón puede demostrar la
existencia, por encima de ella, de un orden de realidad, para ella misteriosa, que es el objeto propio de la
inteligencia increada; es decir, que puede, por lo tanto, demostrar la existencia de un orden sobrenatural de verdad:
esto partiendo del valor analógico de la perfección que es la inteligencia. Se llega así a la existencia de un orden
misterioso en general (...). Los teólogos se preguntan si esa misma razón puede demostrar la revelabilidad y la
comunicabilidad del mismo. La cuestión se reduce de nuevo a preguntarse si se puede probar la posibilidad
intrínseca y positiva de la visibilidad de Dios, término de la revelación. Las posiciones divergen. Sí, dicen unos,
basándose, sobre todo, en el “deseo natural” de ver a Dios (...). No, dicen otros (...). Nosotros, por nuestra parte,
sostenemos las proposiciones siguientes: 1) No se puede probar apodípticamente la revelabilidad de la vida divina
ni la capacidad de la naturaleza humana respecto a aquélla, pues tal revelabilidad es la propiedad de una esencia
que no conocemos. 2) Tampoco se puede probar su imposibilidad. 3) La consideración de la estructura analógica
de nuestra inteligencia, por una parte, y la de nuestro deseo de ver a Dios, por otra, inclinan a admitir la existencia
en nosotros de una “potencia obediencial”, sobre la cual somos capaces de ser elevados a participar en la vida
íntima de Dios»[36].
Como expone S. Fuster: «La Revelación implica que Dios hace accesible su intimidad. Por ejemplo, cuando Dios
se autorrevela como “padre”, el concepto humano de paternidad es el presupuesto de la Palabra divina; pero lo
que quiere darse a entender no puede comprenderse por el mero análisis de la paternidad terrena. Cuando Dios se
declara “padre nuestro”, no sólo informa sobre algo que es verdad, sino que más bien produce un nuevo
significado por la palabra “padre”: crea una nueva relación vivencial entre el hombre y Dios»[37].
Valor analógico del lenguaje humano acerca de Dios
Llegados a este punto nos es imposible soslayar el tema de la analogía aunque, obviamente no es éste el lugar
para tratar de él. Únicamente tracemos un resumen del pensamiento de los filosófos y teólógos católicos sobre el
tema[38].
Congar formula la siguiente síntesis, a modo de tesis: «La palabra que, de diversas maneras, dirige Dios a los
hombres presupone como condición trascendental el valor de nuestro lenguaje acerca de Dios según la analogía,
así como una aptitud de nuestro entendimiento para la comprensión de esa palabra (próximo a la fe)»[39].
Que Dios nos dirija una palabra en expresiones del conocimiento y del lenguaje del hombre supone ya alguna
aptitud de los conceptos y de los vocablos humanos para significar −aun con los límites e imperfecciones
aludidos− el misterio de Dios. Por lo mismo, entraña un sujeto capaz, aunque de modo muy imperfecto, de ser
receptor de la palabra divina y de comprenderla. Que la Biblia se inicie con el relato de la creación del mundo por
obra de la Palabra, y de la creación del hombre a imagen de Dios y, todavía más, que la acción redentora y
recreadora divina sea la encarnación de la Palabra creadora (Jn 1; Hb 1, 1-3), todo ello supone y asienta cierta
proporción o relación entre Dios y la criatura humana. Hablar de un Dios “totalmente otro”, resultaría situar fuera
de Él, independiente de Dios, lo que es obra de Dios mismo; aunque Dios trascienda su creación, esto no quiere
decir que se ausente por completo de ella.
La relación de la criatura humana con su Creador es consecuencia de la causalidad divina, continuación de la
relación de dependencia respecto de Dios precisamente por su condición de criatura. Consecuentemente, la
posibilidad de las criaturas de conocer algo de Dios y expresar ese conocimiento, procede enteramente de Dios.
San Pablo es consciente de que los hombres podemos tener un cierto conocimiento natural de Dios cuando escribe:
«Porque lo que se puede conocer de Dios es manifiesto en ellos, ya que Dios se lo ha mostrado. Pues desde la
creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios —su eterno poder y su divinidad— se han hecho visibles
a la inteligencia a través de las cosas creadas. De modo que son inexcusables» (Rm 1, 19-20)»[40].
Así, pues, la analogía −repitámoslo, con toda su limitación− del lenguaje humano y la Palabra de Dios es el
fundamento y la justificación de la predicación del misterio de Dios: Jesús de Nazaret, por razón de su identidad
con el Verbo de Dios, emplea nuestras expresiones humanas para revelarnos algo del misterio íntimo de Dios. De
otra manera, la palabra de Jesucristo no tendría nada que revelarnos. Si avanzamos un paso más, la misma
encarnación del Verbo de Dios, la humanización del Lógos divino, ¿acaso no supone alguna conformidad
osemejanza de la criatura humana con Dios?[41]. Son dos los aspectos que consideramos en laanalogía: Primero,
el lenguaje humano de que se ha servido el Verbo para revelarnos confieren a nuestro lenguaje el aval de su
idoneidad −por supuesto, muy imperfectamente− para expresar la Palabra de Dios. Segundo, y más importante
todavía, la Encarnación supone, y atestigua, la capacidad de la naturaleza humana para recibir la gracia divina y
entrar en comunión con Dios[42].
Admitido que Jesucristo es el revelador perfecto del misterio del ser de Dios, la consecuencia necesaria es que su
enseñanza, en el sentido más fuerte, es enseñanza de Dios; es la Palabra misma, en la que Dios se da a conocer,
el magisterio auténtico de Dios. Congar anota que los Padres evitaron cuidadosamente una interpretación
monofisita de la función reveladora del Verbo encarnado. Lo que Jesucristo veía en el Padre pasaba a su enseñanza
a través de su conciencia humana, en la que había un conocimiento humano perfecto de Dios, y, además, la
revelación operada por Cristo no se reduce a sus enseñanzas como maestro, sino que se ejerce por medio de sus
actos, sus milagros, a través de toda su vida[43].
Volvemos así a los textos ya estudiados de Jn 14, 6-11; 5, 19; 10, 30; Mt 11, 29 y de Flp 2, 5-8 y de 1 Jn 4, 8-10.
¿Podemos hablar de “humildad” en Dios?
Recapitulemos cuanto hemos intentado ofrecer en relación con nuestro conocimiento de Dios.
Primero, si nos situamos en el plano de la razón natural (de la teología natural y de la metafísica) diremos que
nosotros, en virtud de la huella que la Causa primera pone en sus efectos, podemos atribuir a Dios las perfecciones
puras que se dan en las cosas creadas de manera imperfecta y fragmentada. Con tal atribución no alcanzamos un
concepto común a Dios y a las criaturas, puesto que −como insiste Tomás de Aquino− Dios no está comprendido
en género alguno, sino que está más allá de todas las atribuciones que podamos pensar. En su absoluta simplicidad,
Dios no es ya que posea tales perfecciones, sino que Él es esas perfecciones y de modo que escapa a nuestro
conocer. Las atribuciones que le aplicamos no son, pues, unívocas, pues no pueden delimitar el ser de Dios: la
Causa trasciende infinitamente sus efectos. Pero tampoco son equívocas, ya que hay cierta semejanza o
proporción entre la Causa y sus efectos según la analogía, katà tèn analogian. En otras palabras, la analogía
implica que la perfección existe “formalmente” en Dios, pero no sería verdadera si en su afirmación no incluimos
la negación de toda imperfección (inherente al orden creado y, por tanto, a nuestro conocimiento).
Segundo, si nos situamos en el plano de la Revelación, es decir, de la Palabra que Dios nos dirige, las palabras
que usa, tomadas de nuestro lenguaje, adquieren una “plusvalía” que enriquece el valor de nuestros conceptos,
trascendiendo sus limitaciones, pero no oponiéndose a ellos (ya hemos aludido a que el concepto que tenemos de
paternidad es el presupuesto de la palabra divina; pero cuando Dios se autorrevela como “padre” expresa en
nuestro lenguaje un significado infinitamente más rico que el que tenía en nuestro concepto). Se establece así, por
iniciativa divina, una más alta relación entre Dios y la criatura humana y nuestro lenguaje queda verdaderamente
ennoblecido[44].
La cuestión es más clara cuando nos referimos a las perfecciones puras y cuando es Dios quien toma la iniciativa
en su autorrevelación. Pero la dificultad se hace mucho mayor cuando somos nosotros los que tomamos la
iniciativa atribuyendo a Dios perfecciones que vemos en la criatura, como es el caso de la virtud de la “humildad”.
No cabe duda de que en el hombre, la humildad es una virtud, puesto que la perfección humana es sólo relativa,
no absoluta. Por tanto la criatura humana que es humilde reconoce interna y exteriormente sus limitaciones y
defectos; en primer lugar, al verse ante Dios, ante el que se considera infinitamente pequeño, defectuoso,
imperfecto y absolutamente necesitado de Él, ante cuyo honor se humilla; y, en segundo lugar, también por ser
consciente de que todos los bienes que posee son recibidos de la bondad y liberalidad divinas, se humilla ante sus
semejantes, que han recibido mayores gracias de Dios, o pueden recibirlas, por lo que nunca se considera superior
a las demás criaturas humanas.
Como plantea concisamente el Aquinate, por ser Dios absolutamente perfecto, no puede considerarse a Sí mismo,
de ninguna manera, inferior a los seres creados, y, por tanto, propiamente hablando «no cabe en Él la humildad
según su naturaleza divina, sino sólo en virtud de la naturaleza asumida»[45]. Ahora bien, si contemplamos la
humildad desde su opuesto la soberbia, «deseo desordenado de la propia excelencia»[46], podemos decir que
Dios ama su indudable e infinita excelencia, pero no de modo desordenado, sino conforme a su propia naturaleza
divina. Así, Sb 8, 1 proclama que [la Sabiduría de Dios] «Alcanza con vigor de un confín a otro confín / y gobierna
(diokeî) todas las cosas con benignidad (jrêstôs)», y el Sal 145, 9: «El Señor es bueno con todos, / y su
misericordia se extiende a todas sus obras»[47].
En efecto, no es difícil darnos cuenta de que Dios no se impone a la criatura humana con prepotencia, sino que
escogió el camino de la synkatábasis, condescendencia, hacia la criatura humana, hasta llegar al acto, increíble si
no hubiera sucedido, de la Encarnación del Verbo. Pero la misma synkatábasis ¿no es un descenso, un bajar,
¿abajarse?, divino hasta la condición de la naturaleza humana?[48] ¿No habrá que «releer» el tan sabido texto
de Flp 2, 5-8[49] en la perspectiva no sólo del anonadamiento, de la humillación de Cristo Jesús, sino, de alguna
manera, de toda la Trinidad? «Dios demuestra su amor hacia nosotros porque, siendo todavía pecadores, Cristo
murió por nosotros»[50]. Las citas de la Biblia a este respecto serían innumerables. San Pablo habla del tiempo
de la paciencia (anojê) de Dios[51], en el cual permitió (eíasen) que las gentes siguiesen sus propios caminos[52].
A partir de Abrahán, según el discurso de San Esteban en Hechos, se habla del tiempo de la promesa (jrónos tês
epangelías)[53], promesa que tendrá su cumplimiento en Jesucristo. Dios, siendo Señor de la Historia, deja en su
liberalidad que la criatura humana sea el sujeto de tal historia, sin imponerle por la fuerza su plan divino de
salvación. Dios permanece, quasi in occulto, debajo de los eventos, invitando al hombre suaviter a que se adhiera
libremente a los designios divinos. ¿No constituye todo el misterio salvífico divino una condescendencia, un
abajamiento de Dios hacia la persona humana, «la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí
misma»?[54].
Conclusión
¿Podemos hablar de «humildad» en Dios? Y ¿en qué sentido: impropio, o algo más? ElDiccionario de la Lengua
Española de la Real Academia trae varias acepciones del verboconcluir: «1. Acabar o finalizar una cosa. 2.
Determinar y resolver sobre lo que se ha tratado. 3. Inferir, deducir una verdad de otras que se admiten, demuestran
o presuponen». Y así hasta siete significados. No me atrevo a situar esta conclusión más que en la primera
acepción. El lector, en primer lugar, después de los textos de la Sagrada Escritura y de los autores que he sacado
a colación, y, en muy segundo lugar, de las consideraciones que he ido ofreciendo, podrá sacar su «propia
conclusión», quizás en alguna de las tres acepciones que he citado delDiccionario de la Lengua Española. De
momento no me atrevo a ir más al fondo.

[1] Cfr. Is 45, 15.


[2] S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 4.
[3] Ibid., ad 3.
[4] Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia (30-XI-1980), n. 1.
[5] Fac. de Teología de la Univ. de Navarra, Sagrada Biblia, Nuevo Testamento (condensado), Pamplona 1999,
435-436.
[6] Cfr. Jn 1, 14; 1 Jn 1, 2.
[7] Cfr. Jn 8, 31-32; 18, 37.
[8] Cfr. Jn 1, 17-18; 10, 10.
[9] Cfr. Jn 1, 12; 3, 16.36; 6, 40.47; 20, 31.
[10] Cfr. M.J. Lebreton, La vie et l’enseignement de Jésus-Christ Notre-Seigneur, Paris 1931, vol. 2, 282.
[11] Cfr. Jn 5, 19; 7, 16; 8, 28; 10, 38; 12, 49.
[12] Cfr. Jn 3, 2; 5, 36; 10, 37.
[13] Cfr. Jn 2, 22-23; 4, 42.48.
[14] Los vv. 17-18 son el colofón del relato de la curación del paralítico de la piscina de Betzata, Jn 5, 1-16.
[15] Cfr. 1 Co 15, 20-23.
[16] Este es el apelativo con que el IV Evangelio designa a los contemporáneos de Cristo que se resistieron a
aceptarle como Mesías y le persiguieron. No es designación genérica del pueblo de Israel.
[17] Cfr. 1 M 1, 54; 4, 36-59; 2 M 1, 1-2, 18.
[18] Cfr. J.M. Casciaro, Jesucristo y la sociedad política, Madrid 31973, 35-105.
[19] Cfr. Lc 23, 2-5. San Agustín comenta: «Hablaban así no por el deseo de conocer la verdad, sino para preparar
el camino de la calumnia» (In Ioannis evangelium tractatus, 48,3).
[20] Cfr. Jn 5, 36; 14, 11.
[21] San Agustín, In Ioan. evang. tract., 36,9.
[22] León XIII, Enc. Divinum illud munus (9-V-1897), n. 12, cita a San Agustín, De Trinitate, 5, 9.
[23] También en 1 P 5, 5; cfr. Prv 3, 34.
[24] Esta voz pasiva no viene en el N.T., sino en el A.T. (Lv 23, 29) y en la literatura griega no cristiana (Platón,
Aristóteles). En el N.T. en vez de tapeínoûsthai se encuentra la fórmula «humillarse a sí mismo» (Flp 2, 8).
[25] Na‘anáh es la forma nifal de ‘anáh, pero se encuentra en forma ufal, ‘unnáh (Salmos).
[26] Aristóteles, Perì Hermeneías, lib. I, c. 1, n. 2; c. 2, nn. 16-19; c. 26, n. 28 (según la edic. de Didot, Aristoteles
Opera Omnia Graece et Latine, Paris 1848-1878) y vol. 1, pág. 16, columna a, lín. 3 (según la edic. de I.
Bekker, Aristoteles Graece, 2 vols., Berlin 1831). Cfr. una síntesis del análisis filosófico-ontológico del lenguaje
en J. Cruz Cruz, Lenguaje II, en «Gran Enciclopedia Rialp» 14 (1984) 120-123.
[27] S.Th, I, q. 13, a. 1.
[28] Cfr. ibid., a. 2.
[29] Cfr. Maimónides (Rabbí Môshé ben Maymôn), Doctor perplexorum (Guía de perplejos), P. I, cap. 58 (trad.
latina de Johannes Buxtorf, Basileae 1629).
[30] S. Th., I, q. 13, a. 3, cor.
[31] Cfr. ibid., a. 4, cor.
[32] Y remite en nota a San Juan Crisóstomo, Adversus anomoeos, hom. III (PG 48,722): «¿Qué es, pues,
la synkatábasis? Ésta tiene lugar cuando Dios no aparece como es, sino que se muestra tal como es capaz de verle
el que le contempla, proporcionando su manifestación a la cortedad de vista de sus contempladores».
[33] Cfr. Flp 2, 7.
[34] Jn 14, 19.
[35] Cfr. Y.M.J. Congar, La fe y la teología, vers. castellana de E. Molina, Barcelona 1977, 28-29.
[36] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 43-44.
[37] S. Fuster Perelló O.P., en S. Tomás de Aquino, Suma de Teología, edición dirigida por los Regentes de
Estudios de las Provincias Dominicanas en España, Parte I, Madrid 1988, nota a q. 13, a. 4, p. 186.
[38] El tema ha sido estudiado per longum et latum. Cfr. S. Ramírez, De Analogia, Consejo Superior de
Investigaciones Científicas, Madrid 1970, 4 vols. L. Scheffczyk, Analogía de la fe, en Sacramentum mundi I,
Barcelona 1972, 138-143.
[39] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 60.
[40] Puede verse una argumentación parecida a la que hacemos en Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 60-63.
[41] Espontáneamente nuestro pensamiento vuelve al comienzo del libro del Génesis.
[42] Y. Congar, La fe y la teología, o.c., 67-68.
[43] Cfr. ibid., 38-39.
[44] Cfr. ibid., 63-65.
[45] Cfr. S.Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2 y a. 2, cor.
[46] Cfr. S.Th., II-II, q. 162, a. 1, ad 2.
[47] Cfr. Sal 34, 9 (cfr. 1 P 2, 3); 109,21; etc.
[48] Sin abandonar su condición (naturaleza) divina, sino sólo el ejercicio de ella.
[49] 5«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, / 6el cual, siendo de condición divina,
/no consideró como presa codiciable / el ser igual a Dios, / 7sino que se anonadó a sí mismo / tomando la forma
de siervo, / hecho semejante a los hombres; / y, mostrándose igual que los demás hombres, / 8se humilló a sí
mismo haciéndose obediente /hasta la muerte, / y muerte de cruz».
[50] Rm 5, 8; cfr. 1 Jn 4, 7-10.
[51] Cfr. Rm 3, 26.
[52] Cfr. Hch 14, 15
[53] Hch 7, 17; cfr Lc 24, 49; Ga 3, 16; etc.
[54] Conc. Vaticano II, Const. Gaudium et spes, n. 24.
La humildad en las obras de Santo Tomás (I)
James E. Bermúdez
Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra,
2003.

Índice
Introducción
La naturaleza de la humildad
1. La materia de la humildad: la apetencia de la propia excelencia
2. El modo de obrar: la moderación de la apetencia de la propia excelencia
3. El fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia
4. El motivo: la reverencia debida a Dios
5. El sujeto de la humildad
5.1. La razón, norma directiva de la humildad
5.2. La voluntad, sujeto principal de la humildad
5.3. El apetito irascible, sujeto secundario de la humildad
5.4. El apetito concupiscible
6. Las manifestaciones de la humildad
6.1. La humildad respecto a uno mismo
6.2. La humildad respecto a Dios
6.3. La humildad respecto a los demás
6.4. La humildad respecto a los bienes exteriores
7. La definición de humildad
Introducción
La tradición cristiana es unánime al señalar la importancia de la virtud de la humildad para la vida espiritual. En múltiples
ocasiones, Cristo exhorta explícitamente a la humildad, poniéndose a sí mismo como ejemplo: “Aprended de mí que soy manso
y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas” (Mt 11, 29). En consonancia con la enseñanza de Cristo y, en
general, de la Sagrada Escritura, los Padres ponen en la humildad el fundamento de la vida espiritual. Así, para Orígenes, la
humildad es la raíz de la salvación[1] y de las virtudes, como la soberbia lo es de los vicios[2]. San Juan Crisóstomo califica a la
humildad como madre, raíz y fundamento de todas las virtudes[3]. San Agustín resume toda la vida del cristiano en la antítesis
soberbia-humildad[4]. Para él, esta virtud es no sólo el principio de la conversión a Dios, sino su camino y su cúspide; y el maestro
y doctor de ella es Cristo[5].
En su Regla, San Benito concibe la humildad como el fundamento, la madre y también la maestra de toda virtud, incluso del
mismo amor. San Gregorio la considera reina y madre de todas las virtudes: ve en ella una virtud que se halla fuera y más allá de
las virtudes morales, así como la soberbia, para él, es origen de los pecados capitales, por lo que no es en sí misma un pecado
capital como los demás[6]. San Bernardo reconoce en la humildad un sumario de la vida espiritual, de tal manera que en su
desarrollo se contiene el de todas las demás virtudes. La entiende como una actitud del hombre ante Dios, que reúne en sí los
diversos sentimientos que deben animar al hombre en cuanta criatura y en cuanto hijo de Dios[7].
Santo Tomás también otorga gran importancia a la humildad: ésta es fundamento de las demás virtudes en cuanto remueve el
obstáculo de toda virtud, esto es, la soberbia, permitiendo el influjo de la gracia divina: “Dios resiste a los soberbios y da la gracia
a los humildes” (St 4, 6)[8]. Sin embargo, siguiendo a Aristóteles y a Cicerón, en la Suma Teológica coloca la humildad como
una virtud anexa a la templanza, y subordinada a la modestia[9]. Se convierte, así, en el primer autor cristiano que relaciona la
humildad con la templanza y, en general, con cualquier virtud concreta[10], en el sentido de considerarla como parte de otra
virtud. Al hacer esto, Santo Tomás da la impresión de que concede a la humildad menos importancia de la que realmente le
corresponde.
Siguiendo a Santo Tomás, muchos manuales de teología moral consideraron la humildad como parte de la virtud de la templanza.
Ciertamente, le concedieron poca relevancia, también en cuanto al espacio que le dedicaron. Quizá se deba esto igualmente a un
modo de plantear la moral que se basa en la noción de la obligación, en la que tienen importancia sobre todo las virtudes
relacionadas con la justicia. Así, como es difícil expresar lo que exige la práctica de la humildad en términos de obligaciones
concretas, se termina por apenas tratar sobre ella. Ello contrasta claramente con la importancia que los Padres y otros santos le
habían adjudicado. Con todo, en los tratados de teología espiritual, se le siguió dando un tratamiento preferente. Se le consideró
y se le considera la virtud más importante después de las virtudes teologales.
En los últimos decenios, varios autores han reivindicado la importancia de la humildad. Así, O. Lottin ha planteado que la
humildad y la obediencia están unidas a la virtud de la religión[11]. Y B. Häring ha afirmado que la humildad debería considerarse
una virtud cardinal junto con las otras cuatro tradicionales[12].
A la vez, otros autores, como T. S. Centi y E. Kaczynski, se han manifestado en desacuerdo con esta promoción de la humildad.
“En el fondo -escribe Centi-, tenemos el habitual error de perspectiva; se confunde la nobleza de la virtud con su formalidad. Pero
es preciso insistir con Santo Tomás en que se rectifiquen tales perspectivas, si queremos salvar el orden lógico de la moral
cristiana, dándole un orden sistemático verdaderamente razonable”[13].
El Catecismo de la Iglesia Católica no relaciona de modo explícito la humildad con la templanza. Trata sobre ella principalmente
en el contexto de la oración cristiana: “La humildad es la base de la oración. ‘Nosotros no sabemos pedir como conviene’ (Rm 8,
26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de
Dios”[14]. En este sentido, como Lottin, habla de la humildad como algo ligado a la virtud de la religión y, en esa medida, le
atribuye la importancia que tiene ésta.
Así pues, una de las razones que nos impulsa a elaborar este trabajo es la preocupación por entender bien el criterio seguido por
Santo Tomás y los autores de los manuales para considerar la humildad como parte de la templanza. En definitiva, nuestro interés
es estudiar a fondo la virtud de la humildad en el pensamiento de Santo Tomás y, a partir de ahí, determinar cuál es su verdadero
lugar en el organismo de las virtudes cristianas.
Al llevar a cabo esta investigación, partimos de una premisa: “Pese a su claridad y brillantez, Santo Tomás nunca creyó que
la Summa fuera la última palabra sobre nada; de hecho, su misma estructura sugiere que el Aquinate tenía la convicción de que
nuestra búsqueda de la verdad está siempre abierta, que nunca está completa”[15]. De modo que no pretendemos tan sólo
presentar la concepción tomasiana de humildad en toda su riqueza, sino también hacer una valoración de la misma.
La bibliografía que hemos podido encontrar es realmente escasa. Aun así, hemos hallado un libro que examina la humildad en el
conjunto de las obras de Santo Tomás: The Virtue of Humility de Sebastian Carlson (O.P.). Tiene, sin embargo, el inconveniente
de que se ciñe casi totalmente a un análisis filosófico de la cuestión. Es poco teológico, en el sentido de que apenas tiene cabida
la perspectiva histórico-salvífica y cristológica, prestando poca atención a la fundamentación bíblica. Es verdad que contiene una
sección en la que recoge una selección de textos extraídos de los comentarios escriturísticos de Santo Tomás, que refleja el deseo
del autor de no excluir tales puntos de vista. Sin embargo, se echa en falta una adecuada articulación de esas ideas con el resto del
trabajo.
Esta división del enfoque filosófico y el teológico-escriturístico quizá responda a una concepción de la teología moral como algo
separado de la teología espiritual. En este sentido, es significativo que el autor utilice como criterio para elegir los textos de los
comentarios escriturísticos, no sólo su valor doctrinal, sino sobre todo su contenido devocional[16]. Así, podría interpretarse que
si no incorporó esos comentarios escriturísticos al cuerpo de la obra es porque partía de la premisa de que lo moral debe separarse
de lo devocional o espiritual. Nuestro trabajo constituye, pues, un intento de salvar esta división de perspectivas, proporcionando
una visión más global, y sobre todo más articulada, de la virtud de la humildad según la mente del Aquinate.
La tesis consta de cuatro capítulos. En el primero estudiamos la humildad en la historia de la salvación. Comenzamos por el
análisis del pecado de nuestros primeros padres como pecado de soberbia, para ver después la redención por la humildad de Cristo,
y la correspondiente llamada de éste a imitar su humildad. En el segundo, La naturaleza de la humildad, entramos en un análisis,
si se quiere, más filosófico de esta virtud. Abordamos los problemas de su materia, modo de obrar, fin, motivo, sujeto y
manifestaciones.
En el tercer capítulo, El desarrollo de la humildad, nos fijamos en esta virtud desde un punto de vista dinámico, distinto a la
perspectiva estática adoptada al estudiar su naturaleza. Concretamente, explicamos las causas de la humildad, los medios para
vivirla, sus grados y perfección. En el cuarto, La humildad y las demás virtudes, exploramos su coincidencia y distinción respecto
de otras virtudes con las que, según Santo Tomás, se relaciona más directamente, a saber, la templanza y la fortaleza. Pero nos
planteamos también hasta qué punto Santo Tomás considera la virtud de la humildad como fundamento de todas las virtudes.
La naturaleza de la humildad
La finalidad de este capítulo es ofrecer una definición de la virtud de la humildad, basada en la doctrina de Santo Tomás. Para
ello estudiaremos sus cuatro causas. Abordamos, en primer lugar, la materia de la humildad (1). A continuación, analizamos el
modo de obrar propio de la humildad, que corresponde en cierto modo a su causa formal (2). Seguidamente, señalamos lo que se
corresponde de alguna manera con su causa final: fin (3) y motivo (4). Examinamos, luego, cuál es el sujeto de la humildad, que
viene a ser como la causa eficiente de esta virtud (5). Finalmente, habiendo considerado las cuatro causas de la virtud de la
humildad, pasamos a estudiar las consecuencias de la misma, esto es, sus manifestaciones o actos (6), para ofrecer, por fin, una
definición formal (7).
1. La materia de la humildad: la apetencia de la propia excelencia
La materia de una virtud se refiere a aquello sobre lo cual opera, a aquello de lo que trata en general, y no al debido uso de tal
materia,[17] que corresponde al fin. Así pues, cuando se habla de materia se hace abtracción de toda connotación moral, pues lo
moral siempre dice relación al fin, de manera que una virtud y su vicio opuesto tienen la misma materia.
La materia de las virtudes morales es, o bien las pasiones, o bien las operaciones[18]. La humildad, en concreto, actúa sobre una
pasión, a saber, la esperanza[19].
La pasión de la esperanza tiene como objeto un bien arduo futuro que puede ser obtenido[20]. Es un bien arduo, es decir, de difícil
adquisición: de nadie se dice que espera algo si ese algo es fácil de adquirir; y, en este sentido, difiere del bien concupiscible. Es
un bienfuturo, pues si fuera presente, estaríamos hablando de la pasión del gozo. Finalmente, es unbien capaz de ser obtenido,
posible, puesto que nadie espera lo que de ninguna manera puede obtener; y, en esto difiere de la pasión de la desesperación.
Lo arduo o difícil se identifica con lo grande[21]. Lo grande es, por definición, difícil. De aquí que quepa formular la materia de
la humildad no sólo como apetito de un bien arduo futuro capaz de ser obtenido, sino también como un apetito de algo
grande[22] con posibilidad de ser alcanzado. Conviene notar, sin embargo, que tanto al hablar del bien arduo al que se tiende,
como a las cosas grandes que se persiguen, no se está hablando de otra cosa sino la de pasión de la esperanza.
La esperanza se relaciona con cierta confianza en sí mismo[23]. Se entiende por confianza una cierta firmeza de la esperanza
que proviene de una consideración que da lugar a una opinón vehemente acerca del bien que se ha de conseguir[24]. De manera
que la humildad trata de la esperanza, y también de la confianza en sí mismo como algo ligado a la esperanza.
Pues bien, si la esperanza implica un apetito de cosas grandes, y ese apetito implica cierta confianza, entonces se puede formular
la materia de la humildad en términos de una confianza en uno mismo de obtener algo grande. Por eso escribe Santo Tomás que
la humildad y la magnanimidad “se relacionan en cierto modo con la esperanza y la confianza de algo grande”[25].
Ese algo grande o bien arduo que es objeto de la pasión de la esperanza es algo exterior al alma, pues las cosas que usa el hombre
son precisamente las exteriores[26]. De tal manera que la esperanza-pasión en sí misma dice relación a algo exterior a ella. Puede
decirse que no existe la esperanza sino como movimiento hacia algo externo al alma. Ello parece ser debido, en el fondo, a que la
esperanza en cuanto pasión es un movimiento del alma y no puede haber movimiento alguno si no hay una dirección. Y como la
única dirección que cabe en el hombre es hacia fuera de él, hacia algo que no sea él mismo, la esperanza siempre implica un
movimiento hacia algo externo. Ese algo externo es concretamente el bien externo[27] del honor en cuanto es arduo o grande[28].
Y se dice en cuanto bien arduo porque el honor tiene también razón de concupiscible o deleitable, no sólo de arduo.
Tenemos, pues, que la humildad opera sobre la pasión de la esperanza, la cual tiene a su vez como objeto externo los honores. La
esperanza y los honores constituyen la materia de la humildad. Sin embargo, se distinguen en que la humildad versa
inmediatamente sobre la pasión de la esperanza y mediatamente sobre los honores, como objeto de de la esperanza[29]. En este
sentido, cabe hablar de una materia inmediata o próxima, que sería la esperanza, y una materia mediata o remota, que sería el
honor.
Los honores son materia de la humildad porque son ocasión para ser humilde, pero, a la vez, para ensoberbecerse. En efecto,
Santo Tomás relaciona los honores con la soberbia de la vida[30]. Se ve, pues, que, como ya hemos apuntado, la humildad coincide
con la soberbia en cuanto a su materia.
Se aprecia que los honores son materia de la soberbia -y no sólo de la humildad- apenas se comienzan a enumerar aquellas cosas
que constituyen los honores: bajo el honor están comprendidas la dignidad y la fama[31]. Es fácil comprender que la consideración
de la propia dignidad o la fama puede ser materia de soberbia, así como ocasión para el ejercicio de la humildad. De modo
semejante, la ciencia parece constituir un honor, aunque Santo Tomás no lo haga constar expresamente; puede ser objeto de
soberbia[32] -pues infla especialmente[33]: “La ciencia infla; la caridad edifica” (I Co 8, 1)- o de humildad.
Hay otras cosas a propósito de las cuales uno se puede ensoberbecer, que no parecen ser honores como tal. En efecto, la soberbia
toma ocasión principalmente de las cosas buenas que uno posee[34]. Así, por ejemplo, las riquezas son mencionadas con
frecuencia como ocasión para la soberbia[35], si bien son vistas como algo distinto del honor[36]. Incluso la misma humildad es
contemplada como ocasión o materia de soberbia[37].
Así, otra forma de formular la materia mediata de la humildad sería la siguiente: es todo aquello que puede ser ocasión para la
soberbia o la humildad. Nos parece que esta formulación no va en contra de decir que la materia mediata de la humildad son los
honores. Pensamos que las riquezas y la humildad -así como cualquier virtud, o de hecho, cualquier don natural o sobrenatural
que uno puede tener- puede considerarse un honor.
El honor o los honores parecen guardar cierta relación con la propia excelencia. Efectivamente, al hablar de la soberbia, Santo
Tomás constata que su objeto es lo arduo, porque consiste en la apetencia de la propia excelencia[38]. Se puede deducir de esto
que los honores no se buscan por sí mismos sino para alcanzar la propia excelencia. De modo que también se puede expresar la
materia de la humildad diciendo que es un apetito de la propia excelencia. Expresar en estos términos la materia de la humildad
añade una referencia explícita al sujeto de la humildad, que sólo aparece de forma implícita cuando se habla del honor como
objeto de la esperanza. Lo excelente o grande, a lo cual tiende el apetito, es algo que hace excelente o grande al sujeto.
Así pues, habiendo distinguido bien los diversos modos en que cabe formular tanto la materia inmediata, esto es, la pasión de la
esperanza, como la materia mediata, los honores, es preciso notar que en realidad la materia es una. En efecto, Santo Tomás no
distingue entre una materia inmediata y otra mediata, sino que lo que dice es que la humildad trata de la esperanza de manera
inmediata y de los honores de manera mediata. Es más, dice expresamente que la materia propia de la humildad son los
honores[39], sin más. Esto se explica porque hablar de los honores en relación con la humildad supone de por sí hablar de la
esperanza como tendencia cuyo objeto es el bien arduo. En cambio, decir que la esperanza es la materia de la humildad no implica
hablar de los honores en concreto, porque la esperanza tiende hacia lo arduo en general. De suerte que el modo más preciso de
expresar la materia de la humildad es diciendo que son los honores.
Cabe también otro modo de formular la materia de la humildad que incluye de forma explícita la materia inmediata, la materia
mediata y una referencia al propio sujeto, y que, en este sentido, nos parece que es la más completa. Se trata de una formulación
de la materia que ya hemos apuntado. La materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. Por apetencia habría de
entenderse la pasión de la esperanza, cuyo objeto es el bien arduo futuro capaz de ser obtenido y que implica confianza en uno
mismo. Esta apetencia correspondería a la materia inmediata. En cambio, la propia excelencia habría de interpretarse como los
honores, en cuanto que son un bien arduo concreto -por ser algo grande-, los cuales son algo externo al alma y que comprenden
todo aquello que puede ser motivo de soberbia o, lo que es lo mismo, ocasión para el ejercicio de la humildad.
2. El modo de obrar: la moderación de la apetencia de la propia excelencia
El modo de obrar de una determinada virtud corresponde a la forma de la misma[40]. La expresión que emplea Santo Tomás para
designar esta forma de obrar de una virtud es modo formali[41], el modo formal.
El modo de obrar de una virtud, en cuanto forma de la misma, se distingue de su materia. Santo Tomás parece referirse a esta
distinción al oponer la materia de un acto de virtud al acto en sí: “Una virtud está en relación con dos cosas: con la materia de su
acto y con el acto mismo”[42]. Como ya hemos considerado, la materia de un acto de virtud es aquello sobre lo cual opera la
virtud. En cambio, el acto mismo -o sea, la forma de obrar- consiste en el debido uso de tal materia. El acto mismo o modo de
obrar de una virtud es más excelente que su materia, precisamente porque la forma es más excelente que la materia[43]. Y, por lo
mismo, el modo de obrar es aquello por lo que principalmente se alaba una virtud[44].
La humildad obra principalmente refrenando[45]. Lo que refrena la humildad es la esperanza y la confianza en sí mismo, esto es,
la materia inmediata de la humildad. El refrenar de la humildad hace referencia también a la materia remota, es decir, a los honores
o cosas a propósito de las cuales uno puede ensoberbecerse. Sin embargo, lo que la humildad refrena sobre todo es la esperanza
y la confianza. La humildad refrena el movimiento hacia los honores y no los honores como tal. La humildad afecta a la relación
del sujeto con respecto a las cosas dignas de honor, pero no refrena ni modera esas cosas en modo alguno.
La humildad opera sobre todo refrenando el ímpetu de la pasión de la esperanza, pero también usándolo[46]. El uso de la esperanza
parece indicar el aprovechamiento del movimiento natural del alma hacia la excelencia, sin refrenarlo indebidamente, o incluso,
el fomentarlo o animarlo.
La humildad refrena la esperanza y confianza en uno mismo y también la usa; sin embargo, la refrena más que la usa: “La
humildad reprime la esperanza o confianza en sí mismo más que usarla” [47]. A modo de interpretación a esta afirmación de
Santo Tomás, podemos concluir, pues, que en la mayoría de los casos, la humildad se encarga de refrenar la aspiracion a las cosas
grandes; sin embargo, en algunos casos -dependerá acaso de las circunstancias y, quizá sobre todo, de cada persona-, la humildad
se encarga de que uno no deje de aspirar, por así decir, a las cosas grandes que le corresponden, de acuerdo con su capacidad. En
efecto, como es sabido, in medio virtus, la virtud se halla en el centro; en el caso de la humildad, se encuentra entre la aspiración
a lo que supera la propia capacidad y el no tender hacia lo que corresponde al potencial de cada uno.
En resumen, el modo de obrar principal de la humildad es el refrenar la esperanza o confianza en sí mismo, pero que hay también
un modo de obrar secundario: el uso de la confianza en sí mismo. Y, por expresarlo de modo sintético, podemos decir que el
modo de obrar de la humildad es simplemente la moderación de la pasión de la esperanza, o lo moderación de la búsqueda de la
propia excelencia, o más sencillamente aún, la moderación del amor propio.
3. El fin de la humildad: la apetencia razonable de la propia excelencia
Hemos dicho que la materia de la humildad es la apetencia de la propia excelencia. La materia viene a ser, pues, aquello sobre lo
cual recae la acción de la virtud, siendo la acción de la virtud el modo de obrar: en el caso de la humildad, la moderación de la
búsqueda de la propia excelencia. En cambio, el fin de una virtud es aquello a lo que está inmediatamente ordenada esa virtud[48].
Así pues, cuando hablamos ahora del fin de la humildad, nos referimos al fin que tiene en cuenta el sujeto al moderar su tendencia
a la propia excelencia.
Hablar de fin, en general, y ahora en concreto del fin de la virtud de la humildad, implica hablar de la razón. En efecto, el fin de
la virtud moral en general es hacer que el hombre viva según la recta razón, es decir, de forma racional; y el fin de cada virtud en
particular es mantener su propia materia dentro de los límites de la razón a través de su modo de obrar.
Santo Tomás hace alusión al fin de la humildad en varias ocasiones. Así, por ejemplo, afirma que “pertenece propiamente a la
humildad que uno se reprima a sí mismo para no tender a aquellas cosas que le superan”[49]. Las palabras “para no tender a
aquellas cosas que le superan” aluden al fin de la humildad. Igualmente, dice que la humildad modera y refrena el espíritu a fin
de que no aspire desmedidamente a cosas altas, a cosas grandes, a lo grande[50]. Afirma también que “a la humildad le toca
reprimir el ánimo en el apetito desordenado de cosas grandes, contra la presunción”[51], es decir, contra el exceso de esperanza.
En su comentario al Evangelio de Mateo, Santo Tomás distingue dos elementos en la humildad, que podrían tomarse como dos
fines o como un fin doble: “Así como en la soberbia hay dos cosas, a saber, el afecto o deseo desordenado y la estimación
desordenada de sí, del mismo modo, y en sentido contrario, sucede en la humildad, porque no busca la propia excelencia, e
igualmente no se considera digno”[52]. Este texto parece contradecir lo que afirma en la Suma Teológica, ya que decir que la
humildad modera y refrena el espíritu a fin de que no aspire desmedidamente a cosas altas parece suponer que el espíritu debe
tender a cosas altas, solo que no de forma desmedida. Nos parece que habría que interpretar el “no buscar la propia excelencia”
como referido a la búsqueda desmedida de esa excelencia, igual que cuando se habla del amor propio y hay que interpretar que
se quiere significar el amor propio desordenado.
En favor de esta interpretación, podemos señalar que, en el mismo comentario escriturístico, Santo Tomás afirma que apetecer
más gracia -a la que corresponde una mayor gloria- no es malo, porque dice la Escritura: “Buscad los carismas mejores” (1 Co
12, 31)[53]. En cualquier caso, la Suma Teológica es posterior al comentario al Evangelio de Mateo, por lo que sería lógico pensar
que Santo Tomás estaría más de acuerdo con aquélla.
En cuanto al “no considerarse digno”, como posible fin del humilde, conviene aclarar que no parece tomarse en un sentido absoluto
o estricto. En efecto, afirma Santo Tomás en laSuma Teológica: “La humildad se fija en la regla de la razón recta, según la cual
uno tiene una estimación verdadera acerca de sí mismo. La soberbia, en cambio, no hace caso de ella, sino que la traspasa,
creyéndose más de lo que es”[54]. En este texto, da la impresión de que para Santo Tomás la estimación verdadera de sí mismo
no es un fin de la humildad, sino que pertenece en sí a la recta razón. El sujeto, por la humildad o la soberbia, puede hacer caso o
no de esa estimación verdadera, pero ésta no es obra de la humildad sino de la recta razón.
La recta razón o lo razonable no se mide sólo en relación a las exigencias de la naturaleza humana sino también a las exigencias
del tiempo, del estado, etc.; en definitiva, de las circunstancias personales de cada uno[55]. En consecuencia, la humildad dice
relación a la verdad sobre uno mismo en concreto: “La humildad se fija en la regla de la razón recta, según la cual el hombre
tiene de sí mismo una concepción verdadera”[56].
Como la estimación verdadera de sí mismo pertenece a la recta razón y no propiamente a la humildad, se puede reducir el fin de
la humildad a uno. En efecto, Santo Tomás no parece incluir como fin de la humildad la estimación verdadera sobre sí mismo:
“La humildad refrena el apetito a fin de que no aspire a las cosas grandes más allá de los límites de la recta razón”[57]. Por
contraste, señala también que por la soberbia aspiramos voluntariamente a algo que estásobre nuestras posibilidades[58], como
lo parece indicar, por otra parte, el mismo término latino superbia. Dichas posibilidades vienen determinadas precisamente por la
recta razón: “La soberbia busca el exceso sobre la recta razón, por ser ‘apetito de excelencia desmedida’, según anota San
Agustín”[59]. La soberbia supone un amor desordenado a la propia excelencia, que se traduce en traspasar los límites de la recta
razón[60].
Resumiendo, pues, el fin de la humildad es la apetencia razonable -según la recta razón- de la propia excelencia. En cambio, el
fin de la soberbia es “el amor desordenado a la propia excelencia”[61].
4. El motivo: la reverencia debida a Dios
El fin de la virtud está supeditado a otro fin, que aquí llamamos motivo. Al menos eso parece indicar el siguiente texto: “Para
reprimir la presunción de la esperanza (lo cual se refiere al fin), hay que fijarse en la reverencia debida a Dios, para no traspasar
el grado de bondad que Él nos ha señalado como propio” [62]. El motivo o fin que mueve al hombre a moderar su tendencia a lo
grande es la reverencia debida a Dios.
El objeto de la reverencia, en general, es la excelencia de la persona, en este caso, de Dios[63]. La reverencia parece referirse,
ante todo, al hecho de que uno tenga a otro -en este caso Dios- en mucho y a uno mismo en poco[64]. Así, como afirma Fullam,
“la humildad es fundamentalmente una virtud comparativa. En otras palabras, la humildad supone el sopesar de un rasgo, cualidad
o capacidad de una persona con el de otra”[65].
Como consecuencia, la reverencia a Dios supone sujeción a Él: “la humildad se ocupa propiamente de la reverencia por la que el
hombre se somete a Dios”[66]. En efecto, la humildad guarda una relación muy estrecha con la sujeción: “la humildad parece
implicar preferentemente la sujeción del hombre a Dios”[67].
Sin embargo, es importante notar que la sujeción o sometimiento no tiene un cariz negativo, sino al contrario. Se trata de algo
eminentemente positivo, pues se refiere precisamente a lo que perfecciona a la persona: “La perfección de las cosas está en la
subordinación a lo que les es superior; así, el cuerpo vivificado por el alma, y el aire iluminado por el sol”[68]. Es más, la
bienaventuranza consiste precisamente en la perfecta sumisión a Dios[69].
Por contraste, la soberbia implica insumisión a Dios: “La soberbia se opone a la humildad, que busca directamente la sumisión
del hombre a Dios; y se opone tratando de suprimir esa sujeción, en cuanto que se eleva sobre las propias fuerzas y sobre la línea
señalada por la ley de Dios”[70]. Se entiende así que Santo Tomás considere que la soberbia consiste sobre todo en el desprecio
de Dios[71].
Si en el sometimiento a Dios está nuestra perfección, en la insumisión a Él está nuestra perdición: “Así como el bien de cada cosa
está en permanecer en su orden, así su mal está en abandonarlo. El orden de la criatura racional consiste en estar sometida a Dios
y sobre las demás criaturas; por eso, así como el mal de la criatura racional está en someterse a otra inferior por amor, también es
su mal no someterse a Dios, atentando contra Él por presunción o desprecio”[72].
En síntesis, el motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios, que se refiere a la percepción de la superioridad de Dios y,
por tanto, de la inferioridad de uno mismo. Esta reverencia implica o tiene como consecuencia el sometimiento a Dios. Por el
contrario, la soberbia supone insumisión a Dios por presunción -exceso de esperanza o confianza en las propias fuerzas- o
desprecio. Por reverencia a Dios uno busca su propia excelencia según la recta razón, lo que corresponde al fin de la humildad.
Esa apetencia razonable de la propia excelencia se da por medio de una moderación de la pasión de la esperanza, lo cual
corresponde al modo de obrar de la humildad. Y la pasión de la esperanza o apetencia de lo grande, la aspiración a la propia
excelencia que la humildad modera, es la materia de la humildad.
5. El sujeto de la humildad
El sujeto de una virtud es la potencia o potencias en que radica o inhiere. Si se puede decir que la materia de la humildad
corresponde a su causa material, el modo de obrar a su causa formal y el fin y el motivo de la humildad a su causa final, el sujeto
de la humildad corresponde a la causa eficiente de la virtud, a aquello de lo que procede de forma inmediata.
Abordaremos a continuación la relación de la humildad con cada una de las potencias del alma. Nos fijaremos primeramente en
la razón, la cual, no siendo sujeto de la humildad, es regla directiva de la misma (5.1). En segundo lugar, examinaremos la voluntad
en cuanto sujeto principal de la humildad (5.2). En tercer lugar, nos detendremos a considerar el apetito irascible en cuanto sujeto
secundario de la voluntad (5.3). Por último, veremos la relación que guarda la humildad con el apetito concupiscible, si bien,
como el caso de la razón, no sea propiamente sujeto de la humildad (5.4).
5.1 La razón, norma directiva de la humildad
El movimiento de toda virtud moral tiene su inicio en la razón[73], y por tanto, también la humildad. Ello es así porque “el saber
es condición requerida para la virtud moral en tanto que ésta obra según la recta razón”[74]. La humildad tiene su inicio, pues, en
la razón, concretamente en la recta razón. En realidad, la razón es siempre la recta razón cuando se habla de la virtudes, como es
el caso.
Refiriéndose específicamente a la humildad en cuanto relacionada con la recta razón, afirma Santo Tomás: “La característica de
la humildad es matar el deseo de lo que excede las propias facultades. Para conseguir esto, hace falta que cada cual conozca lo
que le falta para alcanzar la perfección de la virtud. Por consiguiente, el conocimiento de los propios defectos pertenece a la
humildad, como norma directiva del apetito (...)”[75]. De forma que la humildad tiene su inicio en la razón en cuanto que da a
conocer a uno lo que le falta para alcanzar la perfección, esto es, en cuanto que proporciona el conocimiento de los propios
defectos.
Con todo, las virtudes morales, y concretamente la humildad, no tienen a la razón por sujeto. A ello se refiere el Aquinate al
afirmar que “la virtud moral se halla esencialmente en el apetito”[76], es decir, en el apetito intelectivo o voluntad, en el apetito
irascible o en el apetito concupiscible. Las virtudes que tienen como sujeto la razón son las virtudes intelectuales.
Para entender por qué la razón no es sujeto ni de las virtudes morales en general ni de la humildad en particular, nos puede servir
de ayuda concebir el sujeto como causa eficiente, como hemos sugerido más arriba. La causa eficiente es aquella de la que procede
inmediatamente un efecto. Así, la razón no es causa eficiente o inmediata de la humildad, sino mediata, pues, como veremos
enseguida, los actos de la humildad provienen directamente de la voluntad, si bien nunca sin intervención previa de la razón.
Así pues, la humildad tiene su inicio en la razón, en cuanto que sin el conocimiento de los propios defectos no se puede realizar
un acto de humildad. La humildad, como toda virtud moral, tiene su inicio en la razón, pero concretamente en cuanto que el
conocimiento que provee de los propios defectos le sirve de norma directiva al apetito para no tender a lo que está por encima de
las propias fuerzas y del límite señalado por el creador.
5.2 La voluntad, sujeto principal de la humildad
Al hablar de las virtudes morales, Santo Tomás contempla la voluntad en estrecha relación con la razón o inteligencia. En efecto,
alude a ella a veces con el nombre de apetito intelectivo[77]. Nos parece que se puede decir que no concibe la voluntad con
independencia, como algo separado de la razón.
Para el Aquinate, el apetito intelectivo o voluntad es siempre sujeto de las virtudes morales, y por ende, de la humildad: “El sujeto
del hábito llamado virtud (moral) en sentido puro y simple, no puede ser sino la voluntad u otra potencia en cuanto movida por la
voluntad. Y la razón es porque la voluntad mueve a obrar a todas las demás potencias que de algún modo son racionales, como
hemos visto; así, cuando alguien obra bien actualmente, lo debe a tener buena voluntad”[78]. De ahí que no haya virtud que no
tenga como sujeto a la voluntad.
Sin embargo, hay virtudes morales que radican en la voluntad exclusivamente y otras que radican en otra potencia en cuanto
movida por la voluntad, de tal forma que radican tanto en la voluntad como en esas potencias. Así, una virtud puede radicar en
dos potencias al mismo tiempo: en la voluntad y en el apetito irascible o en la voluntad y en el apetito concupiscible. Pero en este
último caso, su sujeto principal será la voluntad y su sujeto secundario el irascible o el concupiscible: “Una cosa puede darse en
dos o en varios sujetos, no por igual, sino según cierto orden; y en este sentido puede una virtud pertenecer a diversas potencias,
de manera que en una de ellas se halle principalmente y se extienda a otras por modo de difusión o disposición, en cuanto que
una potencia es movida por otra o en cuanto que recibe algo de otra”[79].
¿Qué virtudes radican exclusivamente en la voluntad? Una virtud tiene como sujeto exclusivo la voluntad solamente cuando ésta
necesita de algo que sobrepasa su propia capacidad, a saber, cuando la voluntad se dirige a un bien extrínseco, como es el bien
del prójimo o el bien divino[80]. Ello es así porque “no se requiere hábito alguno para lo que conviene a una potencia por su
propia naturaleza”[81]. De modo que las virtudes que radican exclusivamente en la voluntad son las virtudes que dirigen los
afectos del hombre hacia Dios o hacia el prójimo; como, por ejemplo, la caridad, la justicia y otras[82]. En cambio, las virtudes
que ordenan los afectos hacia el bien propio del sujeto que quiere -como es el caso de la templanza y de la fortaleza-, no tienen a
la voluntad como sujeto (exclusivo), sino el concupiscible y el irascible respectivamente[83].
Santo Tomás no afirma que la humildad radique exclusivamente en la voluntad, pero tampoco lo niega de forma explícita. Se
hace necesario, pues, hacerse una pregunta: ¿Ordena la humildad los afectos del hombre hacia Dios y hacia el prójimo? Si la
respuesta fuera afirmativa, radicaría exclusivamente en la voluntad; y si no, inheriría también en el irascible o en el concupiscible.
Para determinar esto, podemos fijarnos en el motivo y en el fin de la humildad. El motivo de la humildad es la reverencia debida
a Dios. La reverencia implica sometimiento a Dios y a los demás en lo que participan de Dios[84]. Por tanto, la humildad ordena
los afectos a Dios. En cambio, parece que no los ordena propiamente a lo demás, sino a lo que tienen los demás de Dios. De ahí
que se afirme: “Por la mansedumbre el hombre se ordena respecto al prójimo (...) Por la humildad se ordena respecto a Dios y
respecto a sí mismo” [85].
El que por la humildad el hombre se ordene respecto de sí mismo parece aludir al fin de la humildad, que es la apetencia moderada
de la propia excelencia. La apetencia se refiere a los afectos del hombre. Por tanto, la humildad, como virtud moral que es, ordena
los afectos del hombre. Esta apetencia o estos afectos se refieren, a fin de cuentas, a uno mismo. De manera que la humildad
ordena los propios afectos hacia uno mismo. Efectivamente, por la humildad el hombre modera el amor desordenado a uno mismo.
Resulta claro, pues, que la humildad no radica exclusivamente en la voluntad, pues dice relación al bien propio y no sólo al bien
del prójimo o al bien divino. Igualmente, es manifiesto que la humildad tiene como sujeto principal la voluntad y que tiene un
sujeto secundario, en la medida en que dice relación al bien del propio sujeto. Resta por ver, entonces, si tiene como sujeto
secundario el irascible o el concupiscible.
5.3 El apetito irascible, sujeto secundario de la humildad
El apetito irascible, en cuanto parte del apetito sensitivo junto con el apetito concupiscible, se distingue de la voluntad en que su
objeto no es un bien espiritual sino un bien sensible. Se distingue de ella, además, por la razón bajo la cual considera el bien. La
voluntad mira el bien bajo la razón universal de bien; el apetito irascible, en cambio, mira el bien en cuanto repele[86], es decir,
en lo que tiene de arduo. El apetito irascible presupone la voluntad, porque se fija, por así decir, en un aspecto concreto del bien
- o quizá, más bien, en algo anejo a la consecución del bien- que la voluntad mira bajo la razón universal de bien.
El apetito irascible no puede ser, en sí mismo, sujeto de virtud alguna, si no es en cuanto movido por la voluntad, como ya hemos
indicado. Y tampoco lo es con independencia de la razón, porque la voluntad, al menos en lo que se refiere a las virtudes morales,
no funciona independientemente de ella. El apetito irascible puede ser sujeto de una virtud moral sólo en la medida en que participa
de la razón: “El apetito irascible y el concupiscible pueden considerarse de dos modos: en primer lugar, en sí mismos, en cuanto
que son partes del apetito sensitivo, y, así considerados, no pueden ser sujetos de la virtud. En segundo lugar, en cuanto participan
de la razón, pues naturalmente están destinados a obedecerla, y, así considerados, pueden ser sujetos de la virtud humana, pues
son principios de acción humana en la medida que participan de la razón”[87]. De manera, pues, que el carácter de sujeto del
apetito irascible, así como el del concupiscible, depende tanto de la voluntad como de la razón.
Como se puede apreciar por lo dicho hasta ahora, en realidad existen tres posibles sujetos en los que puede radicar una virtud
moral: la voluntad, el apetito irascible en cuanto que incluye la voluntad, y el apetito concupiscible en cuanto que comprende,
igualmente, la voluntad. Se puede afirmar también que la voluntad es el sujeto principal de todas las virtudes morales, y que, en
cambio, el apetito concupiscible y el apetito irascible en sentido estricto no pueden ser más que sujetos secundarios porque, en
última instancia, son movidos por la voluntad o apetito intelectivo.
Santo Tomás dice expresamente que la humildad tiene su sujeto en el apetito irascible[88], con lo que ha de entenderse el apetito
irascible en cuanto movido por la voluntad. Lo mismo afirma, por otra parte, de la soberbia[89]. Para determinar dónde radica
una virtud o vicio se considera su objeto, ya que cada potencia tiene su objeto propio. Como la soberbia tiene por objeto lo arduo
-y, por tanto, al parecer, también la humildad-, se sigue que ha de tener alguna relación con el apetito irascible, cuyo objeto es
precisamente lo arduo. Por lo tanto, la humildad tiene a la voluntad por sujeto principal y al apetito irascible por sujeto secundario.
En la cuestión 161 de la Secunda Secundae, en la que Santo Tomás aborda directamente el tema de la humildad, no se dice que
la misma radique también en la voluntad. Sin embargo, en la cuestión 162, en la que trata el tema de la soberbia, afirma que ésta
radica tanto en el apetito irascible como en la voluntad; es decir, radica en el irascible en un sentido amplio, que alcanza el apetito
intelectivo o voluntad[90]. Nos parece que al decir que la humildad radica en el irascible se refiere al irascible en este sentido
amplio, que incluye el sentido propio. En cualquier caso, pensamos que decir que la humildad radica en el irascible tomado en
sentido propio no excluye que también se pueda decir que radique en el irascible en sentido amplio.
La razón que aduce el Aquinate para explicar por qué la soberbia -y, por tanto, la humildad- no puede inherir sólo en el apetito
irascible es que lo arduo, que es objeto de la soberbia, se encuentra tanto en materia sensible como en materia espiritual. Si lo
arduo se encontrara sólo en la materia sensible, entonces la soberbia inheriría en el apetito irascible como parte del apetito
sensitivo, siendo la otra parte el apetito concupiscible. Pero, como es el caso, si lo arduo incluye la materia espiritual, entonces la
soberbia inhiere también en la voluntad.
De esta manera, se entiende que en los demonios, que son ángeles, y por tanto, de naturaleza puramente espiritual, que no tienen
apetito sensitivo alguno -ni irascible ni concupiscible- exista también la soberbia. Y, de la misma manera, como ya se ha señalado,
da razón de por qué el pecado de nuestros primeros padres fue de soberbia, ya que en el estado de inocencia no se concibe que
hubiese rebelión de la carne contra el espíritu[91]. El bien que apetecieron tuvo que ser uno de tipo espiritual. Además, ese bien
espiritual tuvo que haber sido apetecido en contra de la la ley divina, pues, de otro modo, no podría haber desorden en la apetencia
de esos bienes espirituales. Y como precisamente la apetencia de cierto bien espiritual por encima de lo establecido por Dios
pertenece a la soberbia, resulta evidente que el primer pecado fue de soberbia.
A modo de conclusión, entonces, podemos decir que el apetito irascible es sujeto secundario de la humildad. Asimismo, podemos
afirmar que el irascible en sentido amplio, es decir, en cuanto incluye el apetito intelectivo o voluntad, constituye el sujeto de la
humildad en su totalidad.
5.4 El apetito concupiscible
Al igual que el apetito irascible respecto de la voluntad, el concupiscible se distingue de ambos por la razón bajo la cual mira el
bien: “El apetito concupiscible mira a la razón propia del bien en cuanto deleitable al sentido y conveniente a la naturaleza,
mientras que el irascible mira a la razón de bien en cuanto repele y combate lo que es perjudicial. La voluntad, por el contrario,
mira al bien bajo la razón universal de bien” [92].
Así como la voluntad presupone la razón -o, al menos, cuenta siempre con ella-, y el irascible presupone la voluntad y, por tanto,
también la razón, éste -el irascible- también presupone el apetito concupiscible: “Las pasiones del irascible presuponen las del
concupiscible”[93]. Las pasiones son apetitos y la potencia del apetito irascible y la del concupiscible están constituidas por sus
pasiones. Por lo tanto, decir que las pasiones del irascible presuponen las pasiones del concupiscible equivale a decir que el apetito
irascible como tal presupone el concupiscible.
La razón de fondo que explica que el apetito irascible presupone el apetito concupiscible es la siguiente: “La función del irascible
es eliminar los obstáculos para la realización del concupiscible, mientras que la función del concupiscible es desear el bien en sí
(I-II, q. 23). El irascible es, por tanto, un impulso añadido a otro impulso, una pasión reforzada para el mismo bien básico. Dicho
de otro modo, empleando las palabras de Santo Tomás: ‘las pasiones del irascible presuponen las pasiones del concupiscible’.
Uno tiene que querer un bien antes de que el apetito que desaloja los obstáculos para su posesión entre en juego”[94].
Efectivamente, antes de desalojar los obstáculos para la consecución de un bien determinado -de lo cual se encarga el irascible-
es preciso que uno desee ese bien -de lo cual se encarga el apetito concupiscible-.
El bien deseable o concupiscible con el que se relaciona la humildad son los honores, que constituyen su materia. La humildad
tiene que ver con la búsqueda moderada de los honores, en la medida en que modera la apetencia de la propia excelencia. Por lo
mismo, el acto de humildad presupone el apetito concupiscible y, en esa medida, guarda alguna relación con ella. Por otra parte,
Santo Tomás coloca la virtud de la humildad como una parte de la templanza. Considera que es una parte de ella. Y la templanza
modera precisamente las pasiones del apetito concupiscible.
Resumiendo pues, el apetito concupiscible se relaciona con la humildad en cuanto el acto de humildad presupone la apetencia de
un bien concupiscible o sensible. Sin embargo, no es sujeto de la humildad en sentido alguno.
6. Las Manifestaciones de la humildad
En primer lugar (6.1), presentaremos las manifestaciones de la virtud de la humildad con respecto a uno mismo. En el segundo
apartado (6.2), enumeraremos algunos actos de humildad que dicen referencia a Dios. En el tercero (6.3), señalaremos aquellos
actos en que se manifiesta la humildad con relación a los demás. Y en el cuarto (6.4), indicaremos los modos en que se traduce la
humildad en la relación de la persona con los bienes exteriores, concretamentamente las riquezas y los honores.
La humildad respecto a uno mismo
Para Santo Tomás, la humildad respecto a uno mismo parece reflejarse básicamente en tres cosas: en una baja concepción de uno
mismo; en una desconfianza en la propia capacidad; y, por último, en un desprecio de la propia persona. Comencemos por
examinar la primera, como manifestación fundamental de la humildad.
Ser humilde implica considerarse pecador. Esto es precisamente lo que distingue al soberbio del humilde. En efecto, comentando
las palabras de Jesús: “He venido a juzgar a este mundo, para que los que no ven vean; y los que ven queden ciegos” (Jn 9, 39),
dice Santo Tomás: “Aquel que no reconoce sus pecados considera que ve; y quien reconoce sus pecados considera que no ve. Lo
primero es propio de los soberbios; lo segundo de los humildes”[95]. Los soberbios son ciegos porque les ciega espiritualmente
sus pecados: “Los cegaron sus malicias” (Sab 2, 21) y, por lo mismo, no ven, no reconocen sus pecados. El humilde, en cambio,
los ve y los reconoce.
Más allá de sentirse pecador, la humildad lleva a no tener una alta consideración de sí. En efecto, la Virgen, por ejemplo, no era
pecadora, pero, aun así, no sentía altamente de sí. Por ese motivo hubo de ser instruida acerca del misterio de la Encarnación que
en ella debía realizarse; no fue debido, pues, a su falta de fe, sino precisamente a su humildad, por la que tenía una baja concepción
de sí[96]. En realidad, la humildad implica el saberse incapacitado, no ya para entender las cosas que están sobre el intelecto
humano, sino también muchas que están al alcance de la inteligencia de otros hombres[97].
Como consecuencia de esta concepción moderada de sí, el humilde se sorprende ante las alabanzas recibidas: “Es costumbre de
los santos y de los humildes que cuando oyen grandes cosas de sí, se sorprenden y se admiren”[98]. De todas formas, no es
manifestación de humildad negar los dones que uno ha recibido de Dios: “Nadie debe cometer un pecado para evitar otro. Por lo
mismo, no se debe mentir para evitar la soberbia. Así, San Agustín recomienda ‘no huir tanto del orgullo que se llegue a faltar a
la verdad’. Y San Gregorio: ‘Es una humildad imprudente la que se expone a mentir’”[99].
Incluso cabe elogiarse a sí mismo. Santo Tomás señala al menos dos casos[100]. Uno, ante las tentación de la desesperación, lo
cual hizo Job ante las acusaciones que le hacían. Efectivamente, puede uno acordarse de las cosas buenas que ha hecho ante las
tentaciones de desesperación, y en cambio acordarse de las malas ante las tentaciones de soberbia. Otro caso es cuando es útil
para ser tenido en mayor fama y se dé más crédito a la doctrina que se predica. Es lo que hace San Pablo cuando escribe a los
Corintios, para que no diesen más crédito a los pseudo-apóstoles que a él.
Además de traducirse en una concepción más bien baja de uno mismo, la humildad se pone de manifiesto en el hecho de no
confiar en la propia capacidad: “Se llama humilde a quien no se apoya en sus fuerzas”[101]. El humilde no se fía de sus fuerzas
sino del poder divino: “Aspirar a bienes mayores confiando en las propias fuerzas es acto contrario a la humildad; pero el aspirar
a ellas confiando en el auxilio divino no va contra la humildad”[102].
No sólo desconfía el humilde de sus propias fuerzas sino también de su propio parecer: “ (...) es potentísima sabiduría que el
hombre no se apoye en su inteligencia: ‘No te apoyes en tu prudencia (Pr 3, 5) (...) Y que el hombre no se fíe de su inteligencia
procede de la humildad. De ahí que también el lugar de la humildad sea la sabiduría, como se dice en Proverbios XII. Pero los
soberbios no se fían sino de sí mismos”[103].
También es manifestación fundamental de la humildad el desprecio de sí mismo: la humildad supone cierto laudable rebajamiento
de sí mismo[104], es decir, cierta humillación propia[105]. Aquí tiene su importancia el adjetivo cierto. En efecto, el
aborrecimiento propio no puede ser total, puesto que también hemos de amarnos a nosotros mismos. ¿Como, pues, compaginar
estas dos exigencias? Pues “amando al hombre de Jesucristo y aborreciendo al hombre de Adán: amando al hombre espiritual y
aborreciendo al carnal. Amemos en nosotros la obra de Dios y aborrezcamos la nuestra. Amemos lo que Dios ama en nosotros y
aborrezcamos lo que en nosotros aborrece (...)”[106].
Este desprecio puede tener manifestaciones externas. Así, por ejemplo, para defender el que los religiosos usen lo que llama hábito
de humildad, dice: “Como prueba el Filósofo en el libro X de las Éticas, las virtudes no consisten sólo en los actos interiores, sino
también en los exteriores; esto es así por lo que se refiere a las virtudes morales. Y la humildad es una virtud moral, pues no es ni
intelectual ni teologal. Por tanto, consiste no sólo en cosas interiores, sino también en cosas exteriores. Así pues, como pertenece
a la humildad que el hombre se desprecie a sí mismo, también pertenece a ella que se usen algunas cosas exteriores
despreciables”[107].
Otra forma de desprecio o humillación es la mendicidad, sobre lo cual dice el Aquinate que, entre las obras de penitencia, nada la
supera en cuanto a hacer más humilde al hombre[108]. En efecto, mendigar supone una humillación por cuanto los hombres más
miserables nos parece que son los que además de ser pobres tienen que pedir a otros para sustentarse[109]: “Recibir las cosas
necesarias para la vida es acto de humildad en quienes tanto se han humillado por Cristo que se someten a la indigencia (...)”[110].
La humillación puede venir también de otro, y es acto de humildad si se recibe con espíritu de humildad. Y así, callar ante un
agravio es una manifestación suma de humildad, de la que Cristo, además, dio máximo ejemplo: “Y no le respondió palabra, de
modo que se admiró sobremanera el gobernador” (Mt 27)[111]. A la vez, no siempre es aconsejable callar ante las acusaciones.
Santo Tomás advierte que es lícita la defensa de las críticas y, por tanto, no va contra la humildad, en el caso de que no sean
críticas hechas para corregir sino para destruir; y, sobre todo, cuando no es blasfemada la propia persona sino la verdad[112].
Pero pensamos que, propiamente hablando, esto no constituye un acto de humildad sino de alguna otra virtud, acaso la justicia.
En realidad, tanto el desprecio de la propia fama -lo cual se hace cuando se calla ante las acusaciones- como el apetecerla, pueden
ser algo vicioso o laudable: “La fama no es necesaria para el hombre por sí misma, sino para la edificación del prójimo. Por lo
cual, apetecer la fama por el prójimo, es propio de la caridad, pero apetecerla por sí mismo pertenece a la vanagloria. Y, al
contrario, el desprecio de la fama por sí mismo es humildad, pero el desprecio de la fama por el prójimo es apatía e
insensibilidad”[113].
La humildad respecto a Dios
La humildad implica no sólo una actitud hacia uno mismo, sino también una actitud hacia Dios. Efectivamente, si bien la humildad
tiene que ver con la búsqueda moderada de la propia excelencia, también implica el reconocimiento de la excelencia de Dios. De
hecho, como ya hemos apuntado, el motivo de la humildad es la reverencia debida a Dios, el honor debido a Dios en virtud de su
excelencia.
Más aún, podríamos decir que la humildad tiene que ver principalmente con la relación del hombre con Dios, más que con el
hombre consigo mismo: la humildad comporta sobre todo sujeción o sometimiento a Dios[114]. Santo Tomás no define
explícitamente lo que entiende por sometimiento. De todas formas, parece significar simplemente el considerar y aceptar que otro
es superior a uno. Por lo menos así se desprende de la cita escriturística a la que acude Santo Tomás para contrarrestar las
objeciones según las cuales el hombre no debe someterse a todos por humildad: “La humildad nos hace considerar a los demás
como superiores a nosotros” (Flp 2, 3)[115]. La sujeción responde a la reverencia que debe el hombre a Dios: “Por la humildad
el hombre se somete a Dios por reverencia a Él (...)”[116]. Y como la reverencia debida a otro se debe en función de su excelencia,
la razón por la cual nos sometemos a Dios es su excelencia.
Las manifestaciones de la humildad respecto a Dios vienen a ser las consecuencias específicas que implica el sometimiento a
Dios, que puede decirse que son innumerables, pues en la medida en que es soberbia todo lo que implica desprecio de los preceptos
de Dios[117], todo acto de virtud parecería ser un acto de humildad.
Una manifestación concreta de este sometimiento es el hecho de esperar todo de Dios. En efecto, a Dios pertenece todo lo que se
refiere a la perfección y a la salvación; pues al hombre pertenece tan sólo lo defectuoso. De modo que, por así decir, no le cabe
otra alternativa al hombre que acudir a Dios. En efecto, comentando la oración dominical, Santo Tomás concluye que es una
oración humilde, precisamente porque pide y espera todo de Dios: “La oración debe ser también humilde, según aquello del Salmo
101, 18: ‘Miró la oración de los humildes’; y de Lucas 18 sobre el fariseo y el publicano; y de Judith 9, 16: ‘El clamor de los
humildes y de los mansos siempre te agrada’. La cual humildad ciertamente se conserva en esta oración (dominical): pues hay
verdadera humildad cuando uno no presume nada de sus propias fuerzas, sino que lo espera todo de la impetración del poder
divino”[118]. Así pues, rezar esperando todo de Dios es manifestación humildad.
El apoyo escriturístico en que parece basarse Santo Tomás para decir que sólo podemos confiar en el poder divino, y no en
nuestras fuerzas, son las palabras del Señor: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Sobre ellas hacer ver el Aquinate cómo el
Señor declara que no somos capaces de hacer cosas grandes, ni siquiera cosas pequeñas, sino nada en absoluto; si no somos
capaces ni de pensar -“No que de nosotros seamos capaces de pensar algo como de nosotros mismos, que nuestra suficiencia
viene de Dios” (2 Cor 3, 5)-, mucho menos vamos a ser capaces de otras cosas[119].
Es una manifestación de humildad también la confesión de los propios pecados[120]. Relacionando esta manifestación con la
idea de que la humildad implica sobre todo sometimiento a Dios por reverencia a Él en virtud de su excelencia, podríamos decir
que en la confesión de los pecados se reconoce que todo lo que es perfección y salvación viene de Él, y en esa medida hay un
sometimiento por reverencia.
Algo parecido se puede decir del hecho de conmemorar los beneficios recibidos de Dios.[121] Al hacerlo, el hombre reconoce la
excelencia de Dios, de quien se admite que proceden esos beneficios. Por contraste, el creer que el bien poseído procede de uno
mismo y pensar que los dones concedidos gratuitamente por Dios han sido merecido por uno mismo son muestra de soberbia[122].
El sometimiento guarda relación con la adoración: “(...) ofrecemos a Dios una adoración espiritual y otra corporal. La espiritual
consiste en la devoción interna de la mente, mientras que la corporal consiste en la humillación del cuerpo”[123]. Santo Tomás
habla expresamente de las genuflexiones como humillación del cuerpo: “Lo que hacemos exteriormente orando -dice San Agustín-
lo hacemos para despertar interiormente nuestro afecto. Pues las genuflexiones, por ejemplo, no son de por sí agradables a Dios,
sino porque por ellas, como demostración de humildad, interiormente el hombre se humilla”[124]. De la misma forma, los gestos
del sacerdote en el Santo Sacrificio, concretamente el juntar las manos e inclinarse en oración suplicante, designan la humildad y
obediencia con que Cristo padeció[125].
Tenemos así que son manifestaciones de humildad respecto a Dios pedir su ayuda, pedir perdón, darle gracias y adorarle con la
humillación del cuerpo. Casualmente coinciden estas manifestaciones con los cuatro fines del Santo Sacrificio del altar. De donde
se podría deducir que la manifestaciones de humildad respecto a Dios constituyen, en cierto sentido, una prolongación de la Misa.
La humildad respecto a los demás
En su comentario al cuarto libro de las Sentencias, Santo Tomás anota que “por la humildad el hombre se somete a Dios por
reverencia a Él y, como consecuencia, a otros por Dios”[126]. El sometimiento a los demás es una consecuencia del sometimiento
a Dios: “La humildad, en cuanto virtud especial, considera principalmente la sujeción del hombre a Dios, en cuyo honor se humilla
sometiéndose incluso a otros”[127].
Santo Tomás señala también la razón por la cual la humildad lleva a someterse a los demás: “A Dios tenemos que venerarlo no
sólo en sí mismo, sino en todas sus participaciones, aunque no de la misma forma que lo veneramos a Él. Por la humildad debemos
someternos a todos nuestros prójimos por reverencia a Dios, como aconseja San Pedro: ‘Someteos todos a los hombres por Dios’
(1 P 2, 13). Claro está que el culto de latría se reserva sólo para El”[128]. De modo que debemos someternos a los hombres en
cuanto que son una participación de Dios. Por la humildad vemos las cualidades de los demás como dones de Dios y reflejo de
Dios[129]. Por todo lo cual, por humildad, hemos de mostrar señales de honor y reverencia a los demás[130], reconociendo el
don de Dios en ellos. Por la soberbia, en cambio, se busca justo lo contrario, pues se desprecia a los demás, con ansia de que sólo
brille el propio bien[131].
Al decir que debemos someternos a los hombres, surge la pregunta sobre la medida en que debemos hacerlo. El Aquinate da
respuesta a este interrogante empleando el concepto de participación: “En el hombre hay que considerar dos cosas: lo que es de
Dios y lo que es del hombre. Es propio del hombre todo lo defectuoso; de Dios, todo lo que pertenezca al orden de la salvación y
perfección, como atestigua Oseas: ‘Tu perdición es obra tuya, Israel. Tu fuerza soy yo”. Pues bien, dado que la humildad se ocupa
preferentemente de la reverencia debida a Dios como súbditos, considerado en lo que es propio suyo, debe someterse a los demás
en lo que éstos tienen de Dios”[132]. Por tanto, debemos someternos a los hombres, pero no en todo, sino en lo que participan de
Dios, que es, en concreto, todo lo referente a la perfección y a la salvación.
Santo Tomás restringe aún más el alcalce del sometimiento a los demás. Éste dependerá no sólo de aquello en lo que el otro
participa de Dios -es decir, de lo perfecto y de lo que pertenece a la salvación-, sino también de lo que uno participa de Dios: “La
humildad no exige que lo que en nosotros existe de Dios se someta a lo que en los demás descubrimos también de Dios, ya que
quien participa de los dones de Dios sabe que los posee, según acredita San Pablo: ‘Sepamos qué dones hemos recibido de Dios’
(1Co 2, 12). No es falta de humildad preferir los dones recibidos por nosotros a los dones recibidos por los demás, como enseña
San Pablo: ‘A otras generaciones no fue revelado el misterio como ahora a los apóstoles’ (Ef 3, 5)”[133].
Por otra parte, contempla Santo Tomás el sometimiento en lo que concierne a lo que cada uno tiene como propio, a saber, lo
defectuoso: “Igualmente, no se exige por la humildad que sometamos lo que hay en nosotros como propio nuestro a lo que en los
demás existe como suyo propio. En caso contrario, tendría que considerarse todo hombre más pecador que los demás, siendo así
que el mismo San Pablo, sin faltar a la humildad, escribe: ‘Somos judíos por naturaleza, no pecadores de entre los gentiles’ (Ga
2, 15)”[134]. Así pues, no se requiere sometimiento ni en lo que se refiere a lo participado de Dios por uno mismo y por otra
persona, ni tampoco en lo que se refiere a lo tenido como propio por uno mismo y por otra persona.
Entonces, ¿en virtud de qué puede una persona someterse a otra?: “Uno puede pensar que hay algunos bienes en el prójimo que
uno mismo no tiene, o algunos defectos en sí mismo que no hay en otro: en virtud de ello puede someterse por humildad a él.”[135]
La humildad implica sometimiento. En el caso de Dios es evidente que en todo hemos de someternos a Él. Sin embargo, en el
caso del prójimo, no hemos de someternos en todo, sino sólo en aquello que participa de Dios y sólo en la medida en que aquello
no es participado por uno.
La humildad respecto a los bienes exteriores
Es manifestación de humildad el desprecio de los bienes exteriores, concretamente las riquezas y los honores[136]. Por lo que se
refiere a las riqueza en concreto, efectivamente, la soberbia suele originarse de la abundancia de las cosas temporales[137], en
cuanto sirven de ocasión para enorgullecerse[138]. Por lo mismo, la humildad se recomienda sobre todo a los ricos: “A los ricos
de este mundo encárgales que no sean altivos”[139]. De todas formas, la relación que tiene la humildad con los gastos de
ostentación tiene que ver con la jactancia, y por tanto con la humildad, sólo de modo secundario, en la medida en que son signos
del apetito interior[140]. Efectivamente, cabe la posibilidad de que a las riquezas que pueda uno poseer no corresponda un acto
interior de orgullo.
Así como el hombre tiende a enorgullecerse a propósito de los bienes que posee, así también tiende a deprimirse a causa de la
pobreza[141]. En el fondo, los bienes temporales no deben ser amados sino en función de los espirituales o eternos. Por eso, no
debe el hombre desanimarse o frustarse cuando se ve privado de ellos ni elevarse o enorgullecerse cuando los posee en abundancia.
Efectivamente, al comentar las palabras que dirige Job a su mujer -“Si recibimos de Dios los bienes, ¿por qué no también los
males?”-, dice Santo Tomás: “Job nos enseña a tener tal constancia de ánimo que, al igual que cuando Dios nos da bienes
temporales los hemos de emplear de tal forma que no nos elevemos soberbiamente, así también hemos de soportar las cosas malas
contrarias de tal modo que no se abata nuestro ánimo, según aquello del Apóstol a Filemón ‘Sé ser humillado; sé estar en la
abundancia’, y luego ‘Todo lo puede en aquel que me conforta’”[142].
El uso moderado de los bienes exteriores pertenece a la virtud[143]. De modo que corresponde a la humildad moderar el uso de
las riquezas y los honores en cuanto ocasiones de ensoberbecerse. En cambio, el desprecio de las bienes exteriores, lo cual es más
excelente que el uso moderado de los mismos, corresponde al don. Nos parece que en el caso de la humildad, este don sería el
don de temor con el que relaciona Santo Tomás esta virtud[144], como veremos más adelante.
Por último, podemos decir que la pobreza, con la que está relacionada la humildad, puede indicar mayor o menor humildad,
según se sea pobre sin quererlo o queriéndolo: “En el que es pobre por necesidad no es tan laudable la humildad; pero es señal de
gran humildad en el que es pobre por su voluntad; y ésta es la pobreza de Cristo”[145].
7. La definición de la humildad
Santo Tomás ofrece una definición de humildad en la Summa Contra Gentiles: “La virtud de la humildad consiste en mantenerse
dentro de los propios términos, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior”[146]. La humildad
consiste, pues, en obrar según la propia capacidad. En efecto, hay cosas grandes a las que algunos pueden aspirar sin caer por ello
en la soberbia. Pero como los dones no han sido repartidos de forma igual, el aspirar a ciertas cosas grandes puede ser soberbia
para algunos. Además, hay cosas que sólo son posibles para Dios, para quien todo es posible. Pasemos ahora a identificar las
cuatro causas de la humildad contenidas en esta definición.
Como hemos señalado ya, la causa material de una virtud, la materia, es aquello sobre lo cual opera la virtud. La materia de la
humildad es la apetencia de la propia excelencia. Decir que por la humildad el hombre no se llega a lo que está por encima de sí
presupone la apetencia de la propia excelencia. De modo que la materia de la humildad está implícitamente presente en la
definición.
La causa formal de una virtud, su modo de obrar, es el acto mismo de la virtud, o lo que es lo mismo, el debido uso de su materia.
El modo de obrar de la humildad es la moderación de la apetencia de la propia excelencia. Mantenerse dentro de los propios
términos sin llegarse a lo que está sobre sí supone una moderación de un movimiento del alma hacia la propia excelencia. Por
tanto, el modo de obrar aparece de forma explícita en la definición.
La causa final de una virtud, su fin, es mantener su materia dentro de los límites de la razón por medio de su modo de obrar. El
fin de la humildad es la apetencia razonable de la propia excelencia, en definitiva, obrar según las propias posibilidades. Y en la
definición que hemos transcrito esto está señalado al hablar de los propios términos dentro de los que se mantiene la persona
humilde. Sin embargo, se ha de tener en cuenta que, como ya hemos señalado, no sobrepasar los propios límites, implica no sólo
un refrenar el movimiento del espíritu hacia lo excelente, sino también, en ocasiones, el usar ese movimiento y, en ese sentido,
puede llevar, por así decir, a subir hasta lo que corresponde a los propios términos. Y así, se puede describir también el fin de la
humildad como el mantenerse dentro de los propios límites.
La causa final de la humildad apenas señalada parece estar supeditada a otra: la reverencia debida a Dios por la que se tiene en
mucho a Dios -y a los demás en lo que participan de Dios- y a uno mismo, en cambio, en poco. Se trata de una reverencia que
supone sujeción a Dios. A esta sujeción, que proviene de la reverencia, se refieren las palabras “sometido a lo superior”. De
manera que en la definición figura la sujecion a Dios como parte de la causa final de la humildad, pero no la reverencia de la que
ésta procede.
La causa eficiente de una virtud, su sujeto, es aquella potencia o potencias en la que radica la misma y de la que proceden
inmediatamente sus actos. El sujeto de la humildad es doble: el sujeto principal es la voluntad y el sujeto secundario el apetito
irascible. En la definición se alude a la voluntad y al apetito irascible, concretamente cuando se dice que la humildad consiste
en mantenerse dentro de los propios límites, sin llegarse a lo que está sobre sí, estando, en cambio, sometido a lo superior.
Santo Tomás ofrece lo que se podría tomar como otra definición de la humildad en laSumma Theologiae: la virtud por la cual una
persona “considerando su deficiencia, se atiene a lo que es bajo, de acuerdo con su medida”[147]. De hecho, ésta es la definición
de humildad de Santo Tomás que se suele citar[148]. Distingamos también en esta definición la materia, el modo de obrar, el fin,
el motivo y el sujeto.
Las palabras “se atiene a lo que es bajo” corresponden a las palabras de la anterior definición: “sin llegarse a lo que está sobre sí”.
Atenerse a lo que es bajo equivale a no llegarse a lo que nos supera. No llegarse a lo que supera nuestra capacidad presupone una
tendencia a la propia excelencia. Por tanto, atenerse a lo que es bajo presupone también la apetencia de la propia excelencia, lo
cual es la materia de la humildad. De manera que la materia de esta virtud está contenida igualmente en esta definión de forma
implícita.
Las palabras “atenerse a lo que es bajo” corresponden a las palabras de la otra definición: “mantenerse dentro de los propios
límites” y, como éstas, indican el modo de obrar de la humildad. Efectivamente, atenerse a lo que es bajo supone una moderacion
del apetito de propia excelencia.
La humildad lleva a atenerse a lo que es bajo considerando la propia deficiencia, de acuerdo con la propia medida, lo cual es lo
mismo que decir que lleva a mantenerse dentro delos propios límites, sin llegarse a lo que está sobre sí. La propia deficiencia, los
defectos, son los propios límites. En realidad, no es otra cosa sino la concepción verdadera de uno mismo, puesto que lo que
pertenece al hombre es todo lo defectuoso. Y atenerse a lo que es bajo según la propia medida equivale a no llegarse a lo que está
por encima de uno, es decir, actuar según esa verdad sobre nosotros mismos. Así, si hemos dicho que el fin de la humildad es la
apetencia según razón de la propia excelencia, también puede decirse que es actuar de acuerdo con la propia medida, considerando
la propia deficiencia.
El motivo de la humildad -la reverencia debida a Dios- no está contemplada en esta definición que ofrece Santo Tomás de la
humildad. Se podría, sin embargo, agregar a esta definición este elemento esencial. Quedaría así la definición: la virtud por la
cual una persona, considerando su deficiencia, se atiene a lo que es bajo, de acuerdo con su medida, por reverencia a Dios.
El sujeto de la humildad tampoco aparece en esta definición. De todas formas, nos parece que no es necesario incluirlo por ser
algo que no distingue claramente a la humildad de otras virtudes.
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Super epistolam ad Titum lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 301-326.
Super Evangelium S. Ioannis lectura, c. R. CAI, Marietti, 5a ed. (Taurini-Romae, 1972).
Super Evangelium S. Matthaei lectura, c. R. CAI, Marietti, 5a ed. (Taurini-Romae, 1951).
Super primam epistolam ad Corinthios lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, I, c. R. CAI, Marietti, 8ª ed. (Taurini-Romae
1953) 231-435.
Super secundam epistolam ad Corinthios lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, I, cit., 437-561.
Super primam epistolam ad Thessalonicenses lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, c. R. CAI, Marietti, 8ª ed. (Taurini-
Romae 1953) 163-190.
Super secundam epistolam ad Thessalonicenses lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 163-190.
Super primam epistolam ad Timotheum lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 211-264.
Super secundam epistolam ad Timotheum lectura, en Super epistolas S. Pauli lectura, II, cit., 265-299.
Obras de otros autores
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A. ALBERDI, El concepto de humildad en Santo Tomás: «Vida sobrenatural» 30 (1935) 348-356.
A. ALBERDI, El concepto de humildad en Santo Tomás: «Vida sobrenatural» 31 (1936) 28-37.
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Notas

[1] Cfr. ORÍGENES, The Commentary of Origen on St. John´s Gospel, XXVIII, 19, A.E. BROOKE (ed.), Cambridge 1896.
[2] Cfr. IDEM, In Ezechielem homiliae, IX, 2, en Die griechischen christlichen Schriftsteller 33, W.A. BAEHRENS (ed.), Leipzig
1925.
[3] Cfr. S. JUAN CRISÓSTOMO, Homilías sobre los Hechos de los Apóstoles, XXX, 3 (PG 60, 261); XXX, 2 (PG 60, 255).
[4] Cfr. S. AGUSTÍN, De civitate Dei, XIX, 25 (CESL 48, 696).
[5] Cfr. IDEM, Tractatus in evangelium Ioannis (25), VI, 16 (PL 35, 1604); Sermones LXII, 1 (PL 38, 415).
[6] S. GREGORIO, Moralia in Iob, L. 31, Cap. 45, nn. 87-90 (PL 76, 620D ss); L. 9, Cap. 36 (PL 75, 890C); L. 23, Cap. 13 (PL
76, 265B); L. 27, Cap. 46 (PL 76, 442ss).
[7] S. BERNARDO, De gradibus humilitatis, PL 182, 941-972.
[8] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 2.
[9] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.
[10] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, Dubuque (Iowa) 1952, p. 100.
[11] Cfr. O. LOTTIN, Morale Fondamentale, París 1954, p. 22.
[12] Cfr. B. HÄRING, La ley de Cristo, III, Barcelona 1973, p. 78.
[13] T. S. CENTI, La Somma Teologica, 21, 17, citado por KACZYNSKI, Humildad, en F. COMPAGNONI-G. PIANA-S.
PRIVITERA-M. VIDAL, “Nuevo Diccionario de Teología Moral”, Madrid 1992, p. 884-885.
[14] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559.
[15] P. J. WADELL (C. P), The Primacy of Love: An Introduction to the Ethics of Thomas Aquinas, New York 1992, p. 25: “For
all its clarity and brilliance, Thomas never believed theSumma was the final answer on anything; in fact, its very structure suggests
Thomas´s conviction that our search for the truth is open-ended and forever incomplete”.
[16] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, cit., p. x.
[17] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a.1, co.
[18] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 2.
[19] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[20] Cfr. I-II, q. 40, a. 1, co.
[21] Cfr. II-II, q. 129, a.2, co.
[22] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3; a. 1, ad 3.
[23] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[24] Cfr. II-II, q. 129, a. 6, co.
[25] De virtutibus in communi, q. 2, a. 12, ad 26: “...quodammodo se habent ad spem vel fiduciam alicuius magni”.
[26] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a. 1, co.; a. 2, co.
[27] Cfr. II-II, q. 129, a. 2, ad 2.
[28] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 1.
[29] Cfr. II-II, q. 129, a. 1, ad 2.
[30] Cfr. Contra impugnantes, Cap. XIX, ad 5.
[31] Cfr. Sermones, n. 12, ps 3.
[32] Cfr. S. Th., II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[33] Cfr. Super II ad Cor., Cap. XII, Lect. III, n. 473.
[34] Cfr. S. Th., II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[35] Cfr. In Isaiam, Cap. V, vs. 14.
[36] Cfr. S. Th., II-II, q. 129, a. 2, ad 2.
[37] Cfr. II-II, q. 38, a. 2, ad 2.
[38] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[39] Cfr. II-II, q. 129, a. 2, ad 1.
[40] Cfr. II-II, q. 137, a. 2, ad 2.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 4, ad 2.
[42] II-II, q. 129, a.1, co: “Consideratur autem habitudo virtutis ad duo: uno quidem modo, ad materiam circa quam operatur; alio
modo, ad actum proprium”.
[43] Cfr. II-II, q. 137, a. 2, ad 2.
[44] Cfr. II-II, q. 157, a. 3, co.
[45] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[46] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[47] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Humilitas autem plus reprimit spem vel fiduciam de seipso quam ea utatur”.
[48] Cfr. I, q. 1, a. 7, co.; I-II, q. 54, a. 2, ad 3.
[49] II-II, q. 161, a. 2, co: “Ad humilitatem proprie pertinet ut aliquis reprimat seipsum, ne feratur in ea quae sunt supra se”.
[50] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[51] II-II, q. 162, a. 1, ad 3: “Ad humilitatem pertinet retrahere animum ab inordinato appetitu magnorum, contra
praesumptionem”.
[52] Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1491: “Sicut enim in superbia sunt duo, affectus inordinatus, et aestimatio
inordinata de se: ita, e contrario, est in humilitate, quia propriam excellentiam non curat, item non reputat se dignum”.
[53] Cfr. Ibíd., Cap. XVIII, Lect. I, n. 1487.
[54] S. Th., II-II, q. 161, a. 3, ad 2: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem
de se habet. Hanc autem regulam rectae rationis non attendit superbia, sed de se maiora existimat quam sint”.
[55] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 4.
[56] II-II, q. 162, a. 3, ad 3: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem de se
habet”.
[57] II-II, q. 161, a. 1, ad 3: “Humilitas reprimit appetitum, ne tendat in magna praeter rationem rectam”.
[58] Cfr. II-II, q. 162, a. 1, co.
[59] II-II, q. 162, a. 1, ad 2: “Superbia autem appetit excellentiam in excessu ad rationem rectam: unde Augustinus dicit, XIX De
civ. Dei, quod superbia est ‘perversae celsitudinis appetitus”.
[60] Cfr. II-II, q. 162, a. 4, co.
[61] II-II, q. 162, a. 2, ad 4: “... inordinatus amor propiae excellentiae”.
[62] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “In reprimendo praesumptionem spei, ratio praecipua sumitur ex reverentia divina, ex qua contingit
ut homo non plus sibi attribuat quam sibi competat secundum gradum quem est a Deo sortitus. Unde humilitas praecipue videtur
importare subiectionem hominis ad Deum”.
[63] Cfr. II-II, q. 104, a. 2, ad 4.
[64] Cfr. In Dionysii de divinis nominibus, Cap. III, Lect. un., n. 254.
[65] L. A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, Tesis Doctoral, pro manuscripto,
Facultad de Teología de la Universidad de Harvard, Cambridge 2001, p. 50: “Humility is fundamentally a comparative virtue. In
other words, humility presumes that there is a weighing of some trait, quality or capacity against that of another”.
[66] S. Th., II-II, q. 161, a. 3, co: “Humilitas autem, sicut dictum est (a. 1 ad 5; a. 2, ad 3), proprie respicit reverentiam qua homo
Deo subiicitur”.
[67] II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Humilitas praecipue videtur importare subiectionem hominis ad Deum”.
[68] II-II, q. 81, a. 7, co: “Res perficitur per hoc quod subditur suo superior, sicut corpus per hoc quod vivificatur ab anima, et aer
per hoc quod illuminatur a sole”.
[69] Cfr. II-II, q. 19, a. 11, ad 2.
[70] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, co: “Superbia humilitati opponitur. Humilitas autem proprie respicit subiectionem hominis ad Deum,
ut supra dictum est (q. 161 a. 1 ad 5). Unde e contrario superbia proprie respicit defectum huius subiectionis: secundum scilicet
quod aliquis se extollit supra id quod est sibi praefixum secundum divinam regulam vel mensuram”.
[71] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, ad 3.
[72] II-II, q. 19, a. 11, co: “Sicut autem bonum uniuscuiusque est ut in suo ordine consistat, ita malum uniuscuiusque est ut suum
ordinem deserat. Ordo autem creaturae rationalis est ut sit sub Deo et supra ceteras creaturas. Unde sicut malum creaturae
rationalis est ut subdat se creaturae inferiori per amorem, ita etiam malum eius est si non Deo se subiiciat, sed in ipsum
praesumptuose insiliat vel contemnat”.
[73] Cfr. I-II, q. 59, a. 1, co.
[74] I-II, q. 56, a. 2 ad 2: “Scire praeexigitur ad virtutem moralem, inquantum virtus moralis operatur secundum rationem recta”.
[75] II-II, q. 161, a. 2, co.: “Ad humilitatem proprie pertinet ut aliquis reprimat seipsum, en feratur in ea quae sunt supra se. Ad
hoc autem necessarium est ut aliquis cognoscat id in quo deficit a proportione eius quod suam virtutem excedit. Et ideo cognitio
proprii defectus pertinet ad humilitatem sicut regula quaedam directiva appetitus”.
[76] I-II, q. 56, a. 2 ad 2: “Essentialiter in appetendo virtus moralis consistit”. Las razones que da el Aquinate para justificar esta
incongruencia se abordarán más adelante cuando se trata el tema de la relación de la humildad con otras virtudes.
[77] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[78] I-II, q. 56, a. 3, co: “Subiectum vero habitus qui simpliciter dicitur virtus, non potest esse nisi voluntas; vel aliqua potentia
secundum est mota a voluntate. Cuius ratio est, quia voluntas movet omnes alias potentias quae aliqualiter sunt rationales, ad suos
actus, ut supra habitum est: et ideo quod homo actu bene agat, contingit ex hoc quo homo habet bonam voluntatem”.
[79] I-II, q. 56, a. 2, co: “(...) potest esse aliquid in duobus vel pluribus, non ex aequo, sed ordine quodam. Et sic una virtus
pertinere potest ad plures potentias; ita quod in una sit principaliter, et extendat ad alias per modum diffusionis, vel per modum
dispositionis; secundum quod una potentia movetur ab alia, et secundum quod una potentia accipit ab alia”.
[80] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, ad 3.
[81] I-II, q. 56, a. 6, obj. 1: “Ad id enim quod convenit potentiae ex ipsa ratione potentiae, non requiritur aliquis habitus”.
[82] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, co.
[83] Cfr. I-II, q. 56, a. 6, obj. 1. En efecto, afirma Santo Tomás: “(...) en la parte racional hay dos virtudes cardinales: la prudencia
en cuanto a la razón, la justicia en cuanto a la voluntad. En la (parte) concupiscible, la templanza; mas en la irascible, la fortaleza”
(De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 25).
[84] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[85] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum (...) Per humilitatem
ordinatur ad se et ad Deum”.
[86] S. Th., I, q. 82, a. 5, co: “Concupiscibilis respicit propriam rationem boni, inquantum est delectabile secundum sensum, et
conveniens naturae; irascibilis autem respicit rationem boni, secundum quod est repulsivum et impugnativum eius quod infert
nocumentum. -Sed voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”.
[87] I-II, q. 56, a. 4, co: “Irascibilis et concupiscibilis dupliciter considerari possunt. Uno modo secundum se, inquantum sunt
partes appetitus sensitivi. Et hoc modo, non competit eis quod sint subiectum virtutis. -Alio modo possunt considerari inquantum
participant rationem, per hoc quod natae sunt rationi obedire. Et sic irascibilis vel concupiscibilis potest esse subiectum virtutis
humanae: sic enim est principium humani actus, inquantum participat rationem”.
[88] II-II, q. 161, a. 4, ad 2: “Licet humilitas sit in irascibili sicut in subiecto (...)”.
[89] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[90] Cfr. II-II, q. 162, a. 3, co.
[91] Cfr. II-II, q. 163, a. 1, co.
[92] I, q. 82, a. 5, co: “Concupiscibilis respicit propriam rationem boni, inquantum est delectabile secundum sensum, et
conveniens naturae; irascibilis autem respicit rationem boni, secundum quod est repulsivum et impugnativum eius quod infert
nocumentum. -Sed voluntas respicit bonum sub communi ratione boni”.
[93] II-II, q. 141, a. 3, ad 1: “...passiones irascibilis praesupponunt passiones concupiscibilis”.
[94] L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., pp. 46-47: “The purpose of the
irascible is to eliminate obstacles to the fulfillment of the concupiscible, while the purpose of the concupiscible is to desire the
good itself. (I-II, Q. 23) The irascible, then is a drive added to a drive, a reinforced passion for the same basic good. Or as Thomas
puts it, ‘the passions of the irascible presuppose the passions of the concupiscible.” (Q. 141.3 ad1) You have to want a good before
the appetite that clears away obstructions to its possession is engaged”.
[95] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. IX, Lect. 4, n. 1360.
[96] Cfr. S. Th., III, q. 30, a. 4, ad 1.
[97] Cfr. In Dionysii de divinis nominibus, Cap. III, Lect. un., n. 258.
[98] Super evangelium Johannis, Cap. XIV, Lect. VI, n. 1938: “(...) sanctorum et humilium consuetudo est ut cum magna de se
audiunt, stupeant et admirentur”.
[99] S. Th., II-II, q. 113, a. 1, ad 3: “Homo non debet unum peccatum facere ut aliud vitet. Et ideo non debet mentiri
qualitercumque ut vitet superbiam. Unde Augustinus dicit, ‘Super Io.’: ‘Non ita caveatur arrogantia ut veritas relinquatur’. Et
Gregorius dicit quod ‘incaute sunt humiles qui se mentiendo illaqueant’”.
[100] Cfr. Super II ad Cor., Cap. II, Lect. III, n. 75.
[101] In Psalmos, Ps 9, n. 25: “Humilis dicitur qui non innititur suae virtuti”.
[102] S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 2: “Tendere in aliqua maiora ex propriarum virium confidentia, humilitati contrariatur. Sed quo
aliquid ex confidentia divini auxilii in maiora tendat, hoc non est contra humilitatem”.
[103] In orationem dominicam, petitio III, a. 3: “Inter alia autem quae faciunt ad scientiam et sapientiam hominis potissima
sapientia est, quod homo non innitatur sensui suo. Prov. III, 5: Ne innitaris prudentiae tuae. Nam illi qui praesumunt de sensu suo,
ita quod non credunt aliis, sed sibi tantum, semper inveniuntur et iudicantur stulti. Prov. XXVI, 12: Vidisti hominem sapientem
sibi videri? Magis illo spem habebit insipiens. Quod autem homo non credat sensui suo, procedit ex humilitate: unde et locus
humilitatis est sapientia, ut dicitur Prov. xi. Superbi autem sibi ipsis nimis credunt”.
[104] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 1, ad 2.
[105] Cfr. Contra impugnantes, Cap. VIII, co.
[106] A. ALBERDI, El concepto de humildad en Santo Tomás: “Vida sobrenatural” 31 (1936), p. 31.
[107] Contra impugnantes, Cap. VIII, co: “Ut philosophus probat in 10 Ethic., virtutes non solum in interioribus actibus, sed in
exterioribus etiam consistunt: et loquitur de moralibus virtutibus. Humilitas autem quaedam moralis virtus est: non enim est neque
intellectualis neque theologica. Ergo non solum in interiori consistit, sed etiam in exterioribus. Cum ergo ad humilitatem pertineat
quod homo se ipsum contemnat, hoc etiam ad humilitatem pertinebit quod aliquis exterius contemptibilibus utatur”.
[108] Cfr. Ibíd., Cap. VII, co.
[109] Cfr. S. Th., II-II, q. 187, a. 5, co.
[110] Contra impugnantes, Cap. VII, ad 7: “(...) accipere necessaria ad victum, est actus humilitatis in his qui tantum se
humiliaverunt pro christo, ut se subiicerent egestati (...)”.
[111] Cfr. In Psalmos, Ps 37, n. 8.
[112] Cfr. Contra impugnantes, Cap. XIV, ad 1.
[113] Quodlibetales I-XI, Quodlibetum X, q. 6, a. 2: “Fama enim non est necessaria homini propter seipsum, sed propter
proximum aedificandum. Appetere ergo famam propter proximum, caritatis est; appetere vero propter seipsum, ad inanem gloriam
pertinet. E converso contemptus famae ratione sui ipsius, humilitas est, ratione vero proximi ignavia et crudelitas”.
[114] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[115] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, sc.
[116] In IV Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 3, ad 6: “(...) per eam (humilitas) homo se ex reverentia Deo subjicit, et per consequens
aliis propter Deum”.
[117] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[118] In orationem dominicam, prologus, n. 1025: “Debet etiam oratio esse humilis, secundum illud Psal. CI, 18: Respexit in
orationem humilium; et Luc. XVIII, et pharisaeo et publicano; et Iudith IX, 16: Humilium et mansuetorum semper tibi placuit
deprecatio. Quae quidem humilitas in hac oratione servatur: nam vera humilitas est quando aliquis nihil ex suis viribus praesumit,
sed totum ex divina virtute impetrandum expectat”.
[119] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. XV, Lect. I, n. 1993.
[120] Cfr. In Isaiam, Cap. VI, 300-309.
[121] Cfr. In Psalmos, Ps 15, n. 1.
[122] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 4, ad 4.
[123] II-II, q. 84, a. 2, co: “Respondeo dicendum quod, sicut Damascenus dicit, in IV libro, ‘quia ex duplici natura compositi
sumus, intelellectuali scilicet et sensibili, duplicem adorationem Deo offerimus’: scilicet spiritualem, quae consistit in interiori
mentis devotione; et corporalem, quae consisti in exteriori coporis humiliatione”.
[124] Super ad Thim. I, Cap. II, Lect. II, n. 72: “Augustinus: Quod exterius orando agimus, facimus ut affectus noster interius
excitetur. Genuflexiones enim et huiusmodi non sunt per se acceptae Deo, sed quia per haec tamquam per humilitatis signa homo
interius humiliatur (...)”.
[125] Cfr. S. Th., III, q. 83, a. 5, ad 5.
[126] In IV Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 3, ad 6: “(...) per eam (humilitas) homo se ex reverentia Deo subjicit, et per consequens
aliis propter Deum”.
[127] II-II, q. 161, a. 1, ad 5: “Humilitas autem secundum quod est specialis virtus, praecipue respicit subiectionem hominis ad
Deum, propter quem etiam aliis humiliando se subiicit”.
[128] II-II, q. 161, a. 3, ad 1: “Non solum debemus Deum revereri in seipso, sed etiam id quod est eius debemus revereri in
quolibet: non tamen eodem modo reverentiae quo reveremur Deum. Et ideo per humilitatem debemus nos subiicere omnibus
proximis propter Deum, secundum illud I Petr. 2, 13: ‘Subiecti estote omni humanae creaturae propter Deum’: latriam tamen soli
Deo debemus exhibere”.
[129] Cfr. L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., p. 57.
[130] Cfr. Super ad Philemon, Cap. un., Lect. 1, n. 13-14.
[131] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 4, prologus.
[132] II-II, q. 161, a. 3, co: “In homine duo possunt considerari: scilicet id quod est Dei, et id quod est hominis. Hominis autem
est quidquid pertinet ad defectum sed Dei est quidquid pertinet ad salutem et perfectionem: secundum illud Osee 13, 9: ‘Perditio
tua, Israel: ex me tantum auxilium tuum’. Humilitas autem, sicut dictum est (a. 1 ad 5; a. 2, ad 3), proprie respicit reverentiam
qua homo Deo subiicitur. Et ideo quilibet homo, secundum id quod suum est, debet se cuilibet proximo subiicere quantum ad id
quod est Dei in ipso”.
[133] II-II, q. 161, a. 3, co: “Non autem hoc requirit humilitas, ut aliquis id quod est Dei in seipso, subiiciat ei quod apparet esse
Dei in altero. Nam illi qui dona Dei participant, cognoscunt se ea habere: secundum illud I ad Cor. 2, 12: ‘Ut sciamus quae a Deo
donata sunt nobis’. Et ideo absque praeiudicio humilitatis possunt dona quae ipsi acceperunt, praeferre donis Dei quae aliis
apparent collata: sicut Apostolus, ad Eph. 3, 5, dicit: ‘Aliis generationibus non est agnitum filiis hominum, sicut nunc revelatum
est sanctis Apostolis eius’”.
[134] II-II, q. 161, a. 3, co: “Similiter etiam non hoc requirit humilitas, ut aliquis id quod est suum in seipso, subiiciat ei quod est
hominis in proximo. Alioquin, oporteret ut quilibet reputaret se magis peccatorem quolibet alio: cum tamen Apostolus absque
praeiudicio humilitatis dicat, Gal. 2, 15: ‘Nos natura Iudaei, et non ex gentibus peccatores’”.
[135] II-II, q. 161, a. 3, co: “Potest tamen aliquis boni esse in proximo quod ipse non habet, vel aliquid mali in se esse quod in
alio non est: ex quo potest ei se subiicere per humilitatem”.
[136] Cfr. I-II, q. 69, a. 3, co.
[137] Cfr. In Job, Cap. XV, vs. 25-27.
[138] Cfr. S. Th., II-II, q. 112, a. 1, ad 3.
[139] Cfr. III, q. 40, a. 3, ad 3.
[140] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 4.
[141] Cfr. Super ad Philip., Cap. IV, Lect. I, n. 172-174.
[142] In Job, Cap. II, vs. 9-10.
[143] Cfr. S. Th., I-II, q. 69, a. 3, co.
[144] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, co.
[145] Cfr. III, a. 40, a. 3, ad 3: “In eo qui ex necessitate pauper est, humilitas non multum commendatur. Sed in eo qui voluntarie
pauper est, sicut fuit Christus, ipsa paupertas est maximae humilitatis iudicium”.
[146] Summa Contra Gentiles, Libro IV, Cap. LV, n. 3950: “(...) virtus humilitatis in hoc consistit ut aliquis infra suos terminos
se contineat, ad ea quae supra se sunt non se extendens, sed superiori se subiiciat (...)”.
[147] II-II, q. 161, a. 1, ad 1: “(...) puta cum aliquis, considerans suum defectum, tenet se in infimis secundum suum modum”.
[148] Cfr. S. CARLSON, The Virtue of Humility, cit., p. 15.

La humildad en las obras de Santo Tomás (II)


James E. Bermúdez
Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2003.
Índice
El desarrollo de la humildad
1. Las causas de la humildad
1.1. La acción de Dios
1.2. La acción del hombre
2. Los grados de la humildad
2.1. Los doce grados de humildad según San Benito
2.2. Los tres grados de humildad según la Glosa
2.3. Los siete grados de humildad según San Anselmo
3. La perfección de la humildad
3.1. El temor de Dios: don que perfecciona la humildad
3.2. La pobreza de espíritu como bienaventuranza correspondiente a la humildad
3.3. La paz, fruto principal de la humildad
El desarrollo de la humildad
1. Las causas de la humildad
Las causas de la humildad son la acción de Dios y la acción del hombre, o sencillamente, Dios y el hombre. La acción de Dios
incluye todo aquello que hace Dios para procurar nuestra humildad: lo que en su providencia permite o dispone en orden a nuestra
humildad, así como la gracia que infunde en nuestras almas (1.1). La acción del hombre se refiere al esfuerzo que ha de poner
para crecer en humildad, lo cual se concreta en los medios principales de que dispone para desarrollar esta virtud (1.2).
1.1 La acción de Dios
Dios procura la humildad de sus elegidos por medio de su providencia. En efecto, como la materia del vicio de la soberbia se halla
principalmente en el bien, Dios permite que sus elegidos, por alguna enfermedad, o defecto, o incluso pecado mortal, se vean
privados del bien que buscan, a fin de que se humillen y reconozcan que no les bastan sus fuerzas para mantenerse en pie[1]. Dios
permite estas cosas con el fin de ayudar a ver que todo lo bueno que tenemos lo recibimos de sus manos y que nuestras fuerzas -
que también las tenemos como recibidas- son limitadas. De este modo, por su paternal providencia, nos lleva a un mejor
conocimiento propio, y como consecuencia, a confiar más en Él.
Este fin, pretendido por Dios al permitir estas cosas, está subordinado a otro: evitar cosas peores. Del mismo modo que un médico
con frecuencia provoca una enfermedad menor para evitar una mayor, Nuestro Señor Jesucristo, el médico de las almas, permite
que muchos de sus elegidos sean afligidos con grandes enfermedades corporales para combatir las enfermedades graves del alma,
e igualmente, permite que caigan en pecados menores -incluso en pecados mortales- para evitar pecados aún mayores[2].
Tenemos, en este sentido, el caso de San Pablo[3]: “Para que no me engría a propósito de la magnitud de las revelaciones, me fue
dado el aguijón de la carne, un ángel de Satanás, que me abofetea” (2 Co 12, 7). Este aguijón, en sentido literal, significa un dolor
ilíaco; por tanto, una enfermedad corporal. Así, Dios querría o permitiría su enfermedad para ayudarle a ser humilde.
Pero el aguijón de la carne puede interpretarse también como referido a la concupiscencia de la carne. Y así, puede referirse a lo
mismo a que alude San Pablo cuando dice que no hace lo que quiere, sino lo que no quiere (cf. Ro 7, 25). Este aguijón de la
carne, dice el Apóstol, es un ángel de Satanás. En realidad, es un ángel enviado o permitido por Dios; pero es de Satanás, porque
su intención es subvertir o destruir; la intención de Dios, en cambio, es humillar y probar. Así pues, Dios se sirve del ángel de
Satanás para procurar la humildad de San Pablo.
“Rogué tres veces al Señor que se retirase de mí” (2 Co 12, 8). Podemos hacer notar aquí -porque no lo hace el Aquinate- que el
que San Pablo rogase tres veces al Señor pone de manifiesto que no confió en sus propias fuerzas. De manera que la experiencia
de su debilidad le sirvió para conocerse a sí mismo, reconocerse débil, y confiar más en Dios.
“Y Él me dijo: Te basta mi gracia. Pues en la enfermedad se perfecciona la virtud” (2 Co 12, 9). Y comenta Santo Tomás: “La
virtud se perfecciona en la enfermedad, no porque la enfermedad cause la virtud, sino porque da ocasión para cierta virtud, esto
es, para la humildad”[4]. De este modo, el que la experiencia de la propia debilidad -tanto física como espiritual- sea ocasión para
crecer en la humildad, y no causa de ella, pone de relieve el hecho de que es necesaria la correspondencia del hombre.
Dios procura nuestra humildad, no ya permitiendo la tentación, sino incluso permitiendo el pecado, quedando así éste ordenado
al bien de la virtud. De esta manera, aunque la caída en el pecado sea un castigo por nuestros anteriores pecados[5], es también
manifestación de la misericordia divina[6], ya que puede favorecer no sólo la humildad, sino también la prudencia[7] y la
diligencia[8].
Un caso similar es el de San Pedro. Dios permitió que le negara tres veces para favorecer su humildad. “‘Aunque todos se
escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré’ (Mt 26, 33). Se consideraba más firme que los demás; y cayó en aquello que se
dice en Lc. 18, 11: ‘No soy como los demás hombres’ etc... Se atribuía a sí mismo lo que no debía, como está escrito en Jn 15,
15: ‘Sin mí, no podéis hacer nada’. Por eso, por cuanto habló con arrogancia, le permitió caer más veces; y esto lo hace Dios,
porque odia mucho la soberbia: ‘Y humilla toda arrogancia’ (Jb 40, 6)”[9]: “En verdad en verdad te digo que esta misma noche,
antes de que cante el gallo, me negarás tres veces” (Mt 26, 34). Y aun en la réplica de San Pedro a estas palabras se nota su
arrogancia: “Aunque tenga que morir contigo, no te negaré” (Mt 26, 35). Al decir esto se pone por encima, no ya de los apóstoles,
sino del mismo Señor y en esto se aprecia su soberbia[10].
Las humillaciones que quiere o permite el Señor pueden efectivamente ayudar a vivir la humildad, y así lo muestra el caso de San
Pedro. Efectivamente, en las confesiones de amor que posteriormente hace al Señor, se pone de manifiesto su humildad: “Señor,
tú sabes que te amo” (Jn 21, 15). Ahora no se pone por encima del Señor diciéndole que no le negará, cuando el Señor le había
dicho que sí le negaría, sino que se humilla ante Él, no atreviéndose a confesar su amor sino bajo el testimonio de Cristo. E
igualmente, no se pone por encima de los apóstoles diciendo: “Te amo más que éstos”, sino simplemente: “Te amo”. Y nos enseña
así el apóstol a no considerarnos mejores que los demás, sino a considerar a los demás mejores que nosotros: “En humildad, que
cada cual considere a los demás como superiores” (Flp 2, 3)[11].
Podemos colocar como algo incluido en la providencia de Dios por la que favorece nuestra humildad, la ayuda que los demás nos
prestan para que aprendamos a ser humildes. En efecto, la perfección -y, por tanto, la humildad- depende también de la relación
con los demás[12]: así hemos traducido lo que Santo Tomás denomina en latín politica. El Aquinate no desarrolla en este lugar
esta idea, pero es de una gran lógica. La relación con otras personas parece referirse a la formación y la ayuda que se recibe de
los demás: la familia, la escuela, etc. De esta manera, si la relación con los demás está comprendida en la providencia de Dios,
podemos decir que Dios procura nuestra humildad también a través de otras personas.
A la vez, hay que tener en cuenta que la relación con otras personas puede ser también motivo de soberbia. Puede darse, por
ejemplo, una educación en el orgullo, de manera que la relación con otras personas sea ocasión para fomentar la soberbia. Esto lo
permite Dios porque respeta la libertad humana, aunque Él lo que busque sea nuestra humildad.
Entre quienes pueden procurar nuestra soberbia se encuentra el diablo. Santo Tomás afirma que éste tienta a los
grandes (magnos) por las glorias vanas. El contexto de esta afirmación es las tentaciones de Jesús en el desierto, concretamente
la segunda de ellas, en la que el diablo lleva a Jesús al pináculo del templo. El Aquinate se pregunta por qué lo puso en concreto
sobre el pináculo. A lo que responde que porque era un lugar en el que se enseñaba. Y así, el que el diablo condujera a Jesús ahí
significa que tienta a los grandes con la vanagloria[13].
Santo Tomás no explica aquí quienes son los grandes. Caben al menos dos interpretaciones. Podría referirse a uno de dos tipos
de hombre que Santo Tomás distingue: los de grande y elevado ánimo, los cuales son fácilmente provocados a la ira, y los
pusilánimes que son propensos a la envidia[14]. Los grandes serían, pues, los de soberbio y elevado ánimo. Esta interpretación,
sin embargo, no parece acertada porque no es aplicable a Cristo, que no fue ni soberbio, ni dado a la ira, ni tampoco pusilánime
y propenso a la envidia.
Otra interpretación es que los grandes son, sin más, los virtuosos. Esta lectura nos parece más acertada, y esto, por dos motivos.
Primero, porque entendido de este modo, cabe decir que Cristo es un grande, es el grande. Y segundo, porque todos podemos caer
en la vanagloria, no sólo los de soberbio y elevado ánimo. En cualquier caso, lo que interesa resaltar aquí es que el diablo induce
a la soberbia: si Dios procura nuestra humildad; el diablo, en cambio, intenta fomentar nuestra soberbia.
Sacando conclusiones de lo dicho hasta ahora, Dios procura nuestra humildad por medio de su misericordiosa providencia,
dándonos ocasiones para ejercitarnos en esta virtud: la enfermedad, las tentaciones, y hasta el mismo pecado. Asimismo, intenta
fomentar nuestra humildad sirviéndose de los demás. Sin embargo, éstos también pueden favorecer a veces nuestra soberbia, de
modo que procuran nuestra humildad, pero no siempre.
En cambio, el diablo nunca procura nuestra humildad; si acaso intenta que caigamos en la tentación de la soberbia. Aun así, Dios
se puede servir de la acción del diablo -que no escapa a la providencia divina- para procurar nuestra humildad, como se puede
apreciar en el caso de San Pablo. En efecto, si se interpreta el pasaje del aguijón de la carne como referido a la concupiscencia
estimulada por el diablo, entonces Dios se sirve de las tentaciones para procurar la humildad de San Pablo y, por tanto, la nuestra.
Aparte de la providencia de Dios, existe otro modo en que Dios nos ayuda a ser humilde: dándonos su gracia. Se trata de algo que
podría acaso considerarse como parte de la providencia, pero en realidad es algo distinto. Es una ayuda más directa. Es una luz y
una fuerza de Dios que actúa en nosotros. En realidad, lo que hemos incluido hasta el momento como perteneciente a la
providencia de Dios no son sino ocasiones que brinda Dios para que nos ejercitemos en la humildad; en cambio, el don de la
gracia causa la humildad. Aun así, pensamos que la providencia de Dios puede considerarse también causa de esta virtud: una
causa ocasional, más externa que interna y menos decisiva de cara al desarrollo de la virtud.
Lo más decisivo para el desarrollo de la virtud es el don de la gracia: la humildad en el hombre se debe en primer lugar y
principalmente a la gracia[15]. De todas maneras, la causa primera de la humildad parece ser el Espíritu Santo. En efecto, Santo
Tomás afirma que el Espíritu Santo causa la humildad[16]. Así, como el Espíritu Santo es quien infunde la gracia, el Espíritu
Santo es la causa primera o última de la humildad, quedando la gracia, si se quiere, como causa segunda o penúltima. Con todo,
como Santo Tomás en la Suma teológica no habla del Espíritu Santo como causa de la humildad, y el Comentario al evangelio de
Mateo, donde sí lo hace, es anterior a esta obra, podemos decir simplemente que la causa primera de la humildad es la gracia de
Dios. En el fondo, nos parece que la gracia de Dios es inseparable del Espíritu Santo. En este sentido, el concepto gracia de Dios
incluye de alguna forma al Espíritu Santo: la gracia es precisamente la acción del Espíritu Santo en el alma.
1.2 La acción del hombre
“El hombre consigue la humildad en virtud de dos cosas: en primer lugar y de modo principal, por el don de la gracia (...) y, en
segundo lugar, por el esfuerzo humano”[17]. Para el crecimiento de la humildad, paralelo a la gracia como acción de Dios en el
hombre, ha de concurrir el correspondiente esfuerzo humano: la acción del hombre. Para desarrollar esta virtud es necesaria la
colaboración humana: aprovechar todas las ocasiones que ofrece Dios para humillarse, correspondiendo a la gracia.
Consideremos, pues, con más detenimiento lo que el hombre ha de poner de su parte para ser humilde.
La humildad requiere del esfuerzo humano, del mismo modo que cualquier otra virtud. Podemos decir que el esfuerzo humano -
en última instancia el hombre- es la causa secundaria de la humildad, siendo la primera la gracia de Dios. Este esfuerzo se traduce
en la repetición de actos: “La perfección, por la que el hombre se hace grato, se debe a la gracia, a la relación con los demás y a
la repetición de actos”[18].
En realidad, los medios para crecer en humildad son las manifestaciones de humildad, de las que ya hemos tratado. De ellos, hay
dos que para Santo Tomás son principales: acudir a los sacramentos y a la oración.
Estos dos medios están relacionados de modo especial con la gracia de Dios, pues ésta la recibimos principalmente a través de
los sacramentos y de la oración, si bien la recibimos también de muchos otros modos. Sin embargo, al hablar de los sacramentos
y de la oración como medio para desarrollar la humildad, Santo Tomás no se refiere a ellos como canales de la gracia, sino como
ocasiones para ejercitarse en la humildad. De modo que cuando hablamos aquí de estos medios nos referimos, por así decir, al
aspecto humano de los mismos. Así entendidos, éstos son concreciones del esfuerzo humano en cuanto causa secundaria de la
humildad.
Santo Tomás explica en su Comentario a las Sentencias por qué convenía que los sacramentos poseyeran un carácter sensible. En
efecto, la corrupción de la virtud en el hombre se dio por medio de un sometimiento a las cosas temporales y sensibles por un
afecto desordenado. Como la virtud se hace y se corrompe por el mismo camino, era conveniente que la reparación o curación de
la virtud se obrase por medio de una humillación -es decir, un acto de humildad- en las cosas temporales y sensibles por reverencia
a Dios. Así, además, se cumple el adagio según el cual las cosas contrarias, por sus contrarias son curadas[19]. De manera que
los sacramentos en general son un medio para crecer en la virtud de la humildad, no sólo en el sentido de que son cauces de la
gracia de Dios, sino también porque son una ocasión para hacer actos de humildad.
Con todo, el único sacramento concreto al que Santo Tomás hace alusión expresa en este sentido es el sacramento de la Penitencia:
“Por la confesión de los pecados el hombre se hace más humilde y más manso”[20]. Por confesión ha de entenderse también la
satisfacción por los pecados, pues es propio del humilde no sólo confesar los pecados, sino también satisfacer por ellos[21]. Aquí,
de nuevo, no se quiere señalar el hecho de que por la gracia de la confesión nos hacemos humildes sino que el esfuerzo humano
que requiere confesar los pecados y satisfacer por ellos es materia de humildad y el que confiesa sus pecados se ejercita y crece
en esta virtud.
Por otra parte, Santo Tomás parece ver en la oración una ocasión privilegiada para crecer en humildad. En la oración se rebaja -
se hace bajar- la altivez del espíritu de soberbia[22]. Por la oración humilde, no sólo disminuye la soberbia y aumenta la humildad,
sino que se satisface por la soberbia de los precedentes pecados y se amputa la raíz de los mismos de cara al futuro[23]. La
humildad en la oración tiene también, entonces, un valor satisfactorio y previene contra los futuros pecados.
Santo Tomás señala, como modo de evitar la soberbia, la consideración de la propia flaqueza, la de la grandeza de Dios y la de la
imperfección de las obras buenas de que se ensoberbece el hombre[24]. Si bien Santo Tomás no trata estos medios en el contexto
de la oración, nos parece que se pueden considerar como parte de la oración en cuanto medio para el desarrollo de la humildad.
El primer modo de evitar la soberbia -la consideración de la propia flaqueza- se refiere al conocimiento de uno mismo. El segundo
-la consideración de la grandeza de Dios- dice relación al conocimiento de Dios. Pero el tercero -la consideración de la
imperfección de las propias obras- nos parece que también hace referencia en última instancia a uno mismo. Considerar la
imperfección de las propias obras buenas remite a la propia flaqueza. Por ello, nos parece que este tercer modo de evitar la soberbia
se puede incluir en el primero. Y así, podemos decir que son dos los medios para evitar la soberbia: la consideracion de la propia
flaqueza y la consideracion de la grandeza de Dios.
Estos medios para evitar la soberbia -y, por tanto, de vivir la humildad- se refieren a la razón, pues ambos consisten en realizar
una consideración, cosa propia de la inteligencia. Como toda virtud moral tiene su inicio en la razón[25], esta consideración es
algo que pertenece a la raíz u origen de la humildad. De suerte que se trata de una consideración por parte de la razón, que da
lugar a un conocimiento propio y a un conocimiento de Dios, que está como en el origen de la virtud y del cual depende, en último
término -junto con el asentimiento por parte de la voluntad-, el que se realicen o no los actos propios de la humildad.
Por lo que se refiere concretamente a la consideración de la propia flaqueza, es fácil comprender por qué Santo Tomás lo considera
como medio para vivir la humildad. En efecto, como ya señalamos, “la humildad se fija en la regla de la recta razón, según la cual
el hombre tiene una verdadera estimación de sí mismo”[26]. Ser humilde no parece ser otra cosa que actuar según la verdad sobre
uno mismo. Y por eso es lógico que el fijarse en la recta razón, la cual proporciona una concepción verdadera sobre uno, sea un
medio indispensable para ser humilde. La concepción verdadera de uno mismo es el conocimiento propio. Y decirconocimiento
propio nos parece que equivale a decir consideración de la propia flaqueza, por cuanto -como señala Santo Tomás- lo propio del
hombre es lo defectuoso, los defectos, porque todo lo que hay de perfección, de bueno en él, es propio de Dios[27].
Por lo que respecta a la consideración de la grandeza de Dios, también resulta lógico que Santo Tomás lo considere medio para
la práctica de la humildad. Si el motivo por el que el hombre vive la humildad es la reverencia debida a Dios, un requisito
necesario, un medio que, por fuerza, habrá de poner, será la consideración de la grandeza de Dios. En efecto, el objeto de la
reverencia es precisamente la excelencia de una persona, es decir, la grandeza de una persona, que en este caso es Dios[28].
Santo Tomás considera también el ayuno como un posible medio para crecer en humildad. En efecto, al comentar las palabras del
Salmo: “Y humillaba con ayunos mi alma” (Ps 34, 13), ofrece varias interpretaciones, siendo una de ellas la de que el ayuno es
causa de humildad en el justo[29]. Sin embargo, no resulta claro a qué humildad se refiere, porque opone dicha humildad a la
soberbia carnal, pues ésta se vería macerada por el ayuno. Parece referirse al desorden de las pasiones, a la concupiscencia de la
carne. En cualquier caso, Santo Tomás afirma que se puede entender este versículo como referido al ayuno en cuanto acompañado
de la humildad como único medio para que aquél sea grato a Dios.
En suma, los medios para vivir la humildad son, por una parte, acudir a los sacramentos -tanto porque por ellos recibimos la
gracia, como porque son ocasiones para el ejercicio de la humildad-; y, por otra, la oración, que incluye la consideración de la
propia flaqueza y la consideración de la grandeza de Dios.
2. Los grados de la humildad
La virtud de la humildad está en el hombre por naturaleza, en cuanto que hay una incoación natural de la virtud en todo hombre.
A propósito de si las virtudes en general están en nosotros por naturaleza, Santo Tomás propone la siguiente objeción: “Dice la
Glosa sobre Mateo IV, 23: ‘enseña los preceptos naturales: a saber, la castidad, la justicia, la humildad, los que el hombre posee
por naturaleza’”[30]. A ella responde diciendo que “las virtudes se denominan naturales en cuanto a las incoaciones naturales de
las virtudes que están en el hombre, no en cuanto a su perfección”[31].
Existe, pues, una inclinación e incoación natural de la virtud de la humildad, que se perfecciona con la gracia y con el
ejercicio[32] o esfuerzo humano, según se van poniendo los medios. De tal manera que existe un desarrollo de la humildad, en
virtud del cual se puede hablar de diversos grados en esta última.
En la Suma Teológica, Santo Tomás examina principalmente la clasificación de la humildad en doce grados hecha por San Benito.
A ella dedicaremos el primer apartado. Seguidamente expondremos otras dos clasificaciones -los tres grados de la humildad según
la Glosa y los siete grados de humildad según San Anselmo-, sobre las cuales Santo Tomás también trata, si bien brevemente.
2.1 Los doce grados de humildad según San Benito
Santo Tomás estudia los doce grados de humildad, según San Benito, a fin de determinar si están bien señalados. Estos grados
son: 1) tener siempre los ojos bajos y manifestar humildad interior y exterior, 2) hablar poco y bien y en voz baja, 3) no ser muy
propenso a la risa, 4) ser taciturno hasta ser interrogado, 5) observar lo prescrito por la regla común del monasterio, 6) creerse y
comportarse como el último de todos, 7) confesar sinceramente la inutilidad para todas las cosas, 8) confesar los propios pecados,
9) llevar con paciencia la obediencia en cosas ásperas y difíciles, 10) someterse a los mayores por obediencia, 11) no tratar de
satisfacer la propia voluntad y 12) temer a Dios y conservar el recuerdo vivo de todos sus beneficios[33].
Para mostrar que estos doce grados están bien señalados, Santo Tomás ofrece antes lo que se puede considerar un resumen de
toda la cuestión sobre la humildad, la cuestión 161: “La humildad radica esencialmente en el apetito, refrenando el ímpetu del
mismo a fin de que no aspire a cosas grandes; pero la regla de operaciones está en el entendimiento, a fin de que nadie se engañe
creyéndose más de lo que es. Estos dos elementos tienen su origen en la reverencia debida a Dios, que se deja sentir primero
interiormente y se manifiesta luego al exterior en palabras, hechos y gestos, lo mismo que las restantes virtudes. ‘Por su rostro y
modo de proceder se conoce al hombre sensato’, enseña el Eclesiástico”[34].
A continuación, Santo Tomás pone de manifiesto cómo están presentes en la clasificación de San Benito todos estos elementos
que intervienen en el desarrollo de la humildad, mostrando de este modo que está bien hecha esta clasificación: “Aparece, en
primer término, un elemento que corresponde al principio y raíz de la humildad y que figura en el número doce: ‘temor de Dios
y memoria de sus beneficios’”.
“Viene luego el elemento apetitivo: no aspirar desordenadamente a la propia gloria. Este fin se consigue venciendo tres
dificultades: no seguir los movimientos de la propia voluntad (grado undécimo); regularla conforme al arbitrio del superior (grado
décimo), y no desistir ante los obstáculos (grado noveno)”.
“En tercer lugar vienen los elementos que nos obligan a reconocer los propios defectos.También son tres: reconocimiento y
confesión de los mismos (grado octavo); juicio de insuficiencia para cosas grandes, viendo nuestros defectos (grado séptimo), y
preferencia de los demás sobre uno mismo (grado sexto).
“Por fin, los elementos referentes a los signos externos. Ante todo, el hombre no debe apartarse en sus obras de la vía común
(grado quinto), ni gastar el tiempo en palabras vanas (grado cuarto), ni excederse en el modo de hablar (grado segundo), y, por
último, moderar los gestos externos, reprimiendo la altanería en la mirada (grado primero) y cohibiendo la risa y demás signos de
necia alegría (grado tercero)”[35].
Santo Tomás toma en consideración varias dificultades que presenta esta clasificación, que hacen pensar que no está bien hecha.
Primeramente, en esta clasificación se ponen primero los actos externos y luego los internos; sin embargo, toda virtud, y, por
tanto, también la humildad, procede del interior al exterior. Por tanto, esta clasificación podría parecer incorrecta. Santo Tomás
responde así a esta objeción: “Para conseguir la humildad necesita el hombre dos cosas: la gracia de Dios, y en este sentido
precede lo interior a lo exterior; segundo, el esfuerzo humano, por el que comienza moderando los movimientos externos y, al
fin, llega a dominar la raíz interior del mal. En este orden están señalados los grados de la humildad en el lugar referido”[36]. Así
pues, en el cultivo de la virtud de la humildad, como en el de cualquier otra virtud, Dios trabaja de adentro hacia afuera, mientras
que el hombre trabaja de afuera hacia adentro. Y por eso, por lo que respecta a éste, tiene que empezar a esforzarse por vivir la
humildad por los actos externos. Lo interior es lo más difícil y de ello se encarga Dios primero y preferentemente. Lo exterior es
lo más fácil y de ello se encarga el hombre primero y preferentemente.
Una segunda dificultad que contempla Santo Tomás para considerar correctos los doce grados de humildad es la inclusión en los
mismos de actos que son propios de otras virtudes, como la obediencia y la paciencia. A esta dificultad responde el Aquinate
diciendo que “no hay dificultad en atribuir a la humildad cosas que pertenecen a otras virtudes, pues así como un vicio nace de
otro, así también el acto de una virtud tiene su origen en otra anterior”[37]. Consideramos que, en este caso, los actos
pertenecientes a la obediencia y a la paciencia son originados por un acto de humildad y no al revés. Así se entiende que Santo
Tomás diga que la obediencia es causada por la reverencia a los superiores[38], mientras que la humildad es causada por la
reverencia a Dios. Pues si se obedece a los superiores es, en última instancia, porque se quiere obedecer a Dios[39]. De ese modo,
además, se comprende que Santo Tomas diga que la razón por la que nos sometemos a los demás es por aquello que participan
de Dios[40].
Por otra parte, parece que se incluyen elementos que van contra la verdad, lo cual no pertenece a virtud alguna, quizá menos aún
a la humildad; así, por ejemplo, figuran como grados de la humildad el tenerse por el último de todos y el más vil, y asimismo, el
confesarse inútil para todo. A esta dificultad responde Santo Tomás afirmando que el considerarse el más vil se puede hacer sin
ningún tipo de falsedad, comparando los defectos propios ocultos con los dones divinos ocultos de los demás; e igualmente, puede
uno confesarse inútil para todas las cosas en la medida en que, a fin de cuentas, recibimos todo de Dios[41].
2.2 Los tres grados de humildad según la Glosa
Otra clasificación de los grados de la humildad es la de la Glosa, la cual contempla sólo tres grados: 1) someterse a los mayores
y no anteponerse a los iguales, 2) someterse a los iguales y no anteponerse a los inferiores y 3) someterse incluso a los inferiores.
Esta clasificación considera la humildad según las diversas condiciones de las personas, a diferencia de la clasificación en doce
grados, que considera la naturaleza de las cosas mismas[42].
En su comentario al Evangelio de Mateo, Santo Tomás afirma que Jesús muestra tener el máximo grado de humildad al querer
ser bautizado. En efecto, el primer grado y el inferior es el de aquél que no se prefiere a sí sobre sus iguales y se somete al que es
superior; el segundo, el de quien se somete a sus iguales; y el tercer grado, y el más alto, es el de quien se somete incluso al que
es inferior. Y éste es precisamente el grado de humildad que evidencia Cristo al querer ser bautizado por el Bautista[43].
2.3 Los siete grados de humildad según San Anselmo
Los siete grados de humildad de San Anselmo son: 1) reconocerse despreciable, 2) dolerse de ello, 3) confesarlo, 4) persuadirse
de ello (querer creerlo), 5) sobrellevar con paciencia el que eso se publique, 6) sobrellevar ese trato despreciable de que se es
objeto, y 7) amarlo.
Los grados de esta clasificación están todos ellos contenidos en el sexto y séptimo en la clasificación de San Benito, que son:
creerse y comportarse como el último de todos y confesarse sinceramente inútil para todas las cosas[44]. Se trata, por tanto, de
una clasificación no exhaustiva.
Como conclusión a este apartado en torno a las diversas clasificaciones en grados de la humildad, podemos decir que Santo Tomás
sostiene que la clasificación en doce grados según se encuentra en la Regla de San Benito es la más completa, y la única, de las
tres que examina, que se fija en la misma naturaleza de las cosas. Los grados de humildad que se señalan en la Glosa también son
correctos, y constituyen una clasificación completa. Sin embargo, no toma como criterio la misma naturaleza de las cosas, sino
las distintas condiciones de las personas. Finalmente, los siete grados que señala San Anselmo contemplan, por así decir, sólo los
grados correspondientes a una etapa concreta del desarrollo de la virtud de la humildad, de manera que están bien señalados, pero
no constituyen una clasificación completa.
3. La perfección de la humildad
El don de temor perfecciona la humildad (3.1). A su vez, la pobreza de espíritu que, en cuanto bienaventuranza, tiene que ver con
la perfección de la vida espiritual, guarda relación tanto con el don de temor como con la humildad (3.2). Y la paz, fruto del
Espírtu Santo, se relaciona con la humildad, sobre todo con la perfección de la humildad (3.3).
3.1 El temor de Dios: don que perfecciona la humildad
Los dones del Espíritu Santo son perfecciones de las potencias del alma -es decir, de la inteligencia y de la facultad apetitiva o
voluntad-, por las que éstas se tornan dóciles a la moción del Espíritu Santo, del mismo modo que por las virtudes morales se
vuelven dóciles las potencias apetitivas -el apetito irascible y el apetito concupiscible y la voluntad- a la razón[45].
Los dones del Espíritu Santo son, así, principio de las intelectuales y de las virtudes morales y, a su vez, las virtudes teologales
son principio de los dones[46]. De manera, pues, que las virtudes teologales actúan sobre los dones y éstos, a su vez, actúan sobre
las virtudes intelectuales y morales.
Entre los dones existe un orden: el don de temor es el primero de ellos en escala ascendente. Se trata de un temor de Dios: un
temor filial, esto es, un temor de ofender a Dios por el amor que se le tiene[47]. Se traduce en reverenciar a Dios y huir de no
someterse a Él[48]. Así, como los dones se encargan de hacer que las potencias del alma sean dóciles a la acción del Espíritu
Santo, se sigue que el don de temor es el primer don. Efectivamente, lo primero que se requiere para que algo sea un buen móvil
es que no se resista al motor. Esto es precisamente lo que realiza el don de temor al hacer que el hombre se someta a Dios por
reverencia hacia Él[49], es decir, por reconocer su superioridad. Y por eso se dice también que el temor es principio de la vida
espiritual[50].
El don de temor actúa como principio de la vida espiritual mediante la humildad[51], al perfeccionarla. El temor es principio de
la humildad porque el sometimiento a Dios por el cual le reverenciamos, de lo cual se encarga el don de temor, es justamente el
motivo de la humildad. En realidad, nos parece que el motivo de la humildad, según lo hemos señalado, pertenece al don de temor,
y por tanto, a la perfección de la humildad. De forma que el motivo de la humildad y el don de temor se identifican.
3.2 La pobreza de espíritu como bienaventuranza correspondiente a la humildad
El don de temor corresponde a la bienaventuranza de la pobreza de espíritu. El razonamiento que sigue Santo Tomás para llegar
a esta conclusión es el siguiente: La bienaventuranza es un acto de virtud perfecta. Por tanto, todas las bienaventuranzas tienen
que ver con la perfección de la vida espiritual (al igual que los dones). Dicha perfección parece comenzar por el abandono de los
bienes terrenos, lo cual pertenece a la pobreza. De manera que, así como el don de temor es el primero de los dones, del mismo
modo también la pobreza de espíritu es la primera de las bienaventuranzas[52].
A su vez, la humildad corresponde a la pobreza de espíritu. En efecto, cuando el Aquinate explica quiénes son los pobres de
espíritu, afirma que se puede entender por tales los humildes[53]. Se entiende así que la humildad guarde relación con los bienes
terrenos, especialmente con las riquezas. En efecto, como ya hemos indicado en el tercer capítulo al hablar de las manifestaciones
de la humildad respecto a los bienes externos, la soberbia suele sobrevenir a propósito de los bienes temporales que se poseen. Y
por eso es propio de la humildad despreciar los bienes terrenos.
La pobreza de espíritu, o humildad, se distingue del voto de pobreza. No existe voto de humildad, por la misma razón que no
existe voto de caridad: porque, mientras que el voto depende de la propia voluntad, la perfección de la humildad y de la caridad
no se da por nuestro arbitrio, sino que depende del obrar de Dios[54]. Así, hablar de la perfección de la humildad –del don de
temor y de la pobreza de espíritu- es poner de manifiesto la acción de Dios como causa de la humildad.
Tenemos, por tanto, que la virtud de la humildad corresponde al don de temor, que perfecciona la humildad, y que caracteriza a
los pobres de espíritu: “(...) para reprimir la presunción de la esperanza, hay que fijarse en la reverencia debida a Dios, a fin de no
traspasar el grado de bondad que Él nos ha señalado como propio nuestro. De modo que la humildad parece implicar sobre todo
sujeción a Dios. Y por eso San Agustín, bajo el nombre de pobreza de espíritu, atribuye la humildad al don de temor, por el cual
el hombre reverencia a Dios”[55].
3.3 La paz, fruto principal de la humildad
La paz procede de la humildad, porque por la humildad el hombre se somete a Dios y, por tanto, no tiene necesidad de resistirle.
Nadie puede tener paz con Dios si no es obedeciéndole humildemente[56]: “Él es sabio de corazón y robusto de fuerza: ¿Quién
le resiste y tiene paz?” (Jb 9, 4). Efectivamente, si la humildad implica sobre todo sujeción a Dios, la soberbia comporta
principalmente insumisión o resistencia a Dios. De ahí que los impíos o soberbios no pueden tener paz: “No hay paz, dice Yahvé,
para los impíos” (Is 57, 21).
La paz es fruto de la humildad porque el humilde confía en Dios: “Su firme ánimo conservará la paz, porque en ti pone su
confianza” (Is 26, 3). En efecto, el soberbio confía en sus propias fuerzas y por eso tiene motivo para la intranquilidad, pues sus
fuerzas son limitadas. En cambio, el humilde, que confía en Dios, tiene paz porque el poder de Dios no tiene límites.
Quizá pueda referirse también a esta paz estas otras palabras de la Sagrada Escritura: “Pero Dios, que consuela a los humildes,
nos consoló con la llegada de Tito” (2 Co 7, 6). Esta consolación la otorga Dios con la gracia. Se refiere, pues, a la consolación
del Espíritu Santo: “El espíritu del Señor, Yahvé, está sobre mí, pues Yahvé me ha ungido, me ha enviado (...) para publicar el
año de gracia de Yahvé y un día de venganza de nuestro Dios, para consolar a todos los tristes” (Is 61, 1-2)[57].
Con todo, Santo Tomás no llega a decir que la paz, en cuanto fruto del Espíritu Santo, tiene correspondencia con la humildad. En
efecto, cuando se pregunta si la pobreza de espíritu es la bienaventuranza correspondiente al don de temor, afirma que los frutos
que parecen corresponder al don de temor son aquéllos que se refieren al uso moderado y la privación de las cosas temporales -la
continencia, la castidad y la modestia-, pero no menciona la humildad[58].
Una razón que podría explicar lo anterior es que existe una bienaventuranza que se refiere específicamente a los pacíficos. De
todas maneras, Santo Tomás tampoco relaciona la humildad con esta bienaventuranza.
Por lo demás, no es de extrañar que Santo Tomás relacione la humildad con la paz, pues el mismo Señor dice: “Venid a mí todos
los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde
de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mt 11, 28-29). El descanso para el alma parece indicar la paz espiritual,
pues si se tratara más bien de un descanso físico, quizá no hablaría el Señor de un descanso del alma.

Notas

[1] Cfr. Super II ad Cor., Cap. XII, Lect. III, n. 472.


[2] Cfr. Ibíd., Cap. XII, Lect. III, n. 472.
[3] Cfr. Ibíd., Cap. XII, Lect. III, nn. 473-474.
[4] De virtutibus in communi, q. 1, a. 9, ad 19: “Virtus perficitur in infirmitate, non quia infirmitas causat virtutem, sed quia dat
occasionem alicui virtuti, scilicet humilitati”.
[5] Cfr. S. Th., I-II, q. 87, a. 2, co.
[6] Cfr. I-II, q. 79, a. 4, co.
[7] Cfr. III, q. 89, a. 2, ad 1.
[8] Cfr. In II Sententiarum, d. 31, q. 1, a. 4, c, ad 1.
[9] Super evangelium Matthaei, Cap. XXVI, Lect. V, n. 2212: “Unde reputabat se aliis firmiorem; et incidit in illud quod dicitur
Lc. XVIII, 11: Non sum sicut caeteri hominum etc... attribuebat sibi quod non debebat, cum scriptum sit Io. XV, 15; Sine me nihil
potestis facere. Quia ergo arroganter locutus est, ideo magis permisit eum cadere. Et hoc facit Deus, quia multum odit Deus
superbiam; Iob XL, 6: Et respiciens omnem arrogantem humiliat”.
[10] Cfr. Super evangelium Johannis, Cap. XXI, Lect. III, n. 2621.
[11] Cfr. Ibíd., Cap. XXI, Lect. III, n. 2621.
[12] Cfr. Ibíd., Cap. IV, Lect. III, n. 386.
[13] Cfr. Ibíd., Cap. IV, Lect. I, n. 330.
[14] Cfr. In Job, Cap. V, vs. 2-4.
[15] S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum...
Aliud autem est humanum studium”.
[16] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1488.
[17] S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum...
Aliud autem est humanum studium”.
[18] Super evangelium Matthaei, Cap. IV, Lect. III, n. 386: “... perfectio, qua gratus homo redditur, est ex gratia, politica, et ex
assuetudine”.
[19] Cfr. In IV Sententiarum, d. 1, q. 1, a. 2, a., ad 2.
[20] Ibíd., d. 17, q. 3, a. 5, sc. 1: “Per confessionem homo fit humilior et mitior...”.
[21] Cfr. In Job, Cap. XLII, vs. 1-7.
[22] Cfr. In IV Sententiarum, d. 15, q. 2, a. 1, b, ad 3.
[23] Cfr. Ibíd., d. 15, q. 2, a. 1, b, ad 3.
[24] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 6, ad 1.
[25] Cfr. Ibíd., I-II, q. 59, a. 1, co.
[26] Ibíd., II-II, q. 162, a. 3, ad 3: “Humilitas attendit ad regulam rationis rectae, secundum quam aliquis veram existimationem
de se habet”.
[27] Cfr. Ibíd., II-II, q. 161, a. 3, co.
[28] Cfr. Ibíd., II-II, q. 104, a. 2, ad 4.
[29] Cfr. In Psalmos, Ps. 34, n. 9.
[30] De virtutibus in communi, q. 1, a. 8, obj. 2: “Matt., IV, 23, dicit glossa: Docet naturales iustitias: scilicet castitatem, iustitiam,
humilitatem, quales naturaliter habet homo”.
[31] Ibíd., q. 1, a. 8, ad 1: “Virtutes dicuntur naturales quantum ad naturales inchoationes virtutum quae insunt homini, non
quantum ad earum perfectionem”.
[32] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. IV, Lect. III, n. 386.
[33] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, prologus.
[34] II-II, q. 161, a. 6, co.: “Humilitas essentialiter in appetitu consistit, secundum quod aliquis refrenat impetum animi sui, en
inordinate tendat in magna: sed regulam habet in cognitione, ut scilicet aliquis non se existimet esse supra id quod est. Et utriusque
principium et radix est reverentiam quam quis habet Deum. Ex interiori autem dispositione humilitatis procedunt quaedam
exteriora signa in verbis et factis et gestibus, quibus id quod interius latet manifestatur, sicut et in ceteris virtutibus accidit: nam
‘ex visu cognoscitur vir, et ab occursu faciei sensatus’, ut dicitur Eccli. 19, 26”.
[35] II-II, q. 161, a. 6, co.: “Et ideo in praedictis (ar. 1) gradibus humilitatis ponitur aliquid quod pertinet ad humilitatis radicem:
scilicet duodecimus gradus, qui est, ‘ut homo Deum timeat, et memor sit omnium quae praecepit’. Ponitur etiam aliquid pertinens
ad appetitum: ne scilicet in propriam excellentiam inordinate tendat. Quod quidem fit tripliciter. Uno modo, ut non sequatur homo
propriam voluntatem: quod pertinet ad undecimum gradum. Alio modo, ut regulet eam secundum superioris arbitrium: quod
pertinet ad gradum decimum. -Tertio modo, ut ab hoc non desistat propter dura et aspera quae occurrunt: et hoc pertinet ad nonum.
Ponuntur etiam quaedam pertinentia ad existimationem hominis recognoscentis suum defectum. Et hoc tripliciter. Uno quidem
modo, per hoc quod proprios defectus recognoscat et confiteatur: quod pertinet ad octavum gradum. -Secundo, ut ex
consideratione sui defectus aliquis insufficientem se existimet ad maiora: quod pertinet ad septimum. -Tertio, ut quantum ad hoc
sibi alios praeferat: quod pertinet ad sextum. Ponuntur etiam quaedam quae pertinent ad exteriora signa. Quorum unum est in
factis, ut scilicet homo non recedat in suis operibus a via communi: quod pertinet ad quintum. -Alia duo sunt in verbis: ut scilicet
homo non praeripiat tempus loquendi, quod pertinet ad quartum: nec excedat modum in loquendo, quod pertinet ad secundum. -
Alia vero consistunt in exterioribus gestibus: puta in reprimendo extollentiam oculorum, quod pertinet ad primum; et in cohibendo
exterius risum et alia ineptae laetitiae signa, quod pertinet ad tertium”.
[36] II-II, q. 161, a. 6, ad 2: “Homo ad humilitatem pervenit per duo. Primo quidem et principaliter, per gratiae donum. Et quantum
ad hoc, interiora praecedunt exteriora. -Aliud autem est humanum studium: per quod homo prius exteriora cohibet, et postmodum
pertingit ad extirpandum interiorem radicem. Et secundum hunc ordinem assignatur hic humilitatis gradus”.
[37] II-II, q. 161, a. 6, ad 1: “Non est autem inconveniens quod ea quae ad alias virtutes pertinent, humilitati adscribantur. Quia
sicut unum vitium oritur ex alio, ita naturali ordine actus unius virtutis procedit ex actu alterius”.
[38] Cfr. II-II, q. 104, a. 3, ad 1.
[39] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[40] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, ad 1.
[42] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, ad 4.
[43] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. III, Lect. II, n. 294.
[44] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 6, ad 3.
[45] Cfr. I-II, q. 19, a. 9, co; I-II, q. 68, a. 4, co.
[46] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 4.
[47] Cfr. II-II, q. 19, a. 10, co.
[48] Cfr. I-II, q. 19, a. 9, co.
[49] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, co.
[50] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 1.
[51] Cfr. II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[52] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 1.
[53] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1488.
[54] Cfr. Contra impugnantes, Cap. II, arg. 4, ad 4.
[55] S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3: “Sed in reprimendo praesumptionem spei, ratio praecipua sumitur ex reverentia divina, ex qua
contingit ut homo non plus sibi attribuat quam sibi competat secundum gradum quem est a Deo sortitus. Unde humilitas praecipue
videtur importare subiectionem hominis ad Deum. Et propter hoc Augustinus, in libro “De serm. Dom. In monte”, humilitatem,
quam intelligit per paupertatem spiritus, attribuit dono timoris, quo homo Deum reveretur”.
[56] Cfr. In Job, Cap. IX, vs. 4.
[57] Cfr. Super II ad Cor., Cap. VII, Lect. II, n. 260.
[58] Cfr. S. Th., II-II, q. 19, a. 12, ad 4.

La humildad en las obras de Santo Tomás (III)


James E. Bermúdez
Parte de la Tesis Doctoral presentada en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, 2003.

Índice:
La humildad y las demás virtudes
1 Su coincidencia y distinción respecto de otras virtudes
1.1 Las virtudes teologales
1.2 Las virtudes intelectuales
1.3 Las virtudes morales
1.4 La magnanimidad
1.5 La mansedumbre
1.6 La obediencia
2 La humildad como parte de algunas virtudes
2.1 La humildad como parte de la templanza según el modo de obrar
2.2 La humildad como parte de la fortaleza según la materia
3 La humildad como fundamento de todas las virtudes
3.1 El alcance del término fundamento aplicado a la humildad
3.2 El alcance del concepto fundamento aplicado a otras virtudes
4 El rango de la humildad entre las demás virtudes
4.1 La excelencia de la humildad
4.2 Las virtudes superiores a la humildad

La humildad y las demás virtudes


Primero, estudiaremos lo que la humildad tiene en común con algunas virtudes concretas y lo que la diferencia de éstas (1).
Segundo, identificaremos dos virtudes con respecto a las cuales la humildad puede considerarse una parte, según diversos aspectos
(2). Tercero, analizaremos el sentido en que la humildad es fundamento de todas las virtudes (3). Y cuarto, señalaremos el rango
de la humildad entre las demás virtudes (4).
1. Su coincidencia y distinción respecto de otras virtudes
Examinamos a continuación la relación que guarda la humildad con ciertas virtudes: las virtudes teologales (1.1), las virtudes
intelectuales (1.2), las virtudes morales (1.3), la magnanimidad (1.4), la mansedumbre (1.5) y la obediencia (1.6). Al fijarnos en
la relación particular de la humildad con estas virtudes, procederemos indicando, en primer lugar, aquello en lo que convienen
con la humildad y aquello en lo que se distinguen de ella. Acto seguido, señalaremos la influencia específica de una sobre la otra,
en los casos en que Santo Tomás hace alguna referencia al respecto.
1.1 Las virtudes teologales
Las virtudes teologales tienen a Dios por objeto. Por su parte, la humildad se ocupa principalmente de la reverencia por la que el
hombre se somete a Dios, es decir, lo que hemos denominado el motivo de la humildad. En consecuencia, podría pensarse que la
humildad debería contarse entre las virtudes teologales por tener a Dios por objeto. Santo Tomás descarta esta posibilidad
respondiendo que “las virtudes teologales, que tienen por objeto al fin último, el cual es primer principio en las cosas
apetecibles, son causa de todas las virtudes”[1]. Santo Tomás parece indicar que el que la virtud de la humildad se ocupe
preferentemente de la reverencia debida a Dios implica que tiene a Dios por objeto, pero ello no es suficiente para considerar una
virtud como teologal, ya que todas las virtudes tienen a Dios por objeto, en la medida en que son causadas e informadas por las
teologales.
Así, la humildad coincide con las virtudes teologales en tener a Dios por objeto. En cambio, se distingue de éstas porque, de
alguna manera, es posterior a ellas al ser causada por las mismas.
Cabría preguntarse aquí: ¿Existe una humildad que no esté causada por las virtudes teologales? Nos parece que la respuesta es
positiva. En realidad, cuando Santo Tomás afirma que la humildad tiene que ver sobre todo con la reverencia por la que el hombre
se somete a Dios, está hablando de la perfección de la virtud de la humildad, de la humildad causada e infundida por las tres
virtudes teologales. De modo que el Aquinate define la humildad fijándose en la perfección de la virtud. Pero cabría quizás hablar
de una humildad no causada por la virtudes teologales.
Veamos ahora el caso concreto de la virtud teologal de la caridad en relación con la humildad. Hemos anotado que el fin de la
humildad es la apetencia razonable de la propia excelencia. Esta propia excelencia hace referencia al amor propio. Y cuando
hablamos de caridad, aunque solemos referirnos sobre todo al amor a Dios y a los demás por Dios, en ocasiones se hace referencia
al recto amor a uno mismo como parte también de la caridad. Así, una primera cosa que tienen en común la humildad y la caridad
es que se relacionan con el amor propio ordenado. Se trata de ver, pues, en que se diferencia esa relación.
El amor propio se relaciona de tres modos con la caridad[2]. Algunas veces el amor propio es contrario a la caridad: esto sucede
cuando el amor del bien propio se constituye en fin en sí mismo. Otras veces el amor propio está incluido dentro de la caridad:
ello ocurre cuando uno se ama a sí mismo por Dios y en Dios. Y otras veces, este amor se distingue de la caridad, pero no la
contradice. Es el caso en que uno se ama a sí mismo en razón del bien propio, pero de tal modo que no pone en él su fin.
La humildad se relaciona con el amor propio de estos mismos tres modos. El amor propio contrario a la caridad es también
contrario a la humildad. Pero existe una diferencia: el amor propio contrario a la humildad, al parecer, es más reducido que el
amor propio que se opone a la caridad. Verdaderamente, todo pecado es de algún modo contrario a la caridad[3]. Por eso, el amor
propio que le es contrario parece referirse a todos los pecados. En cambio, el amor propio contrario a la humildad -es decir, la
soberbia- corresponde concretamente al amor de la propia excelencia, no al amor propio en general. De ahí que el amor contrario
a la humildad sea pecado y, además, de suyo, mortal, si bien, como otros pecados, pueda ser venial por la imperfección del acto,
esto es, bien porque el acto se comete antes de reflexionar, bien por falta consentimiento[4]. Es decir que la soberbia admite
parvedad de materia.
Por lo que se refiere al amor propio por el que uno se ama a sí mismo en y por Dios, cabe afirmar algo semejante. Parece
corresponder a la perfección de toda virtud. Por lo mismo, no coincide exactamente con el amor propio ordenado de la humildad.
Sin embargo, es de suponer que la incluye. De aquí, por ejemplo, que se ponga, como ya hemos dicho, el temor de Dios y el
recuerdo vivo de sus beneficios como último grado de humildad en la clasificación de San Benito[5]. Así, cuando reconocemos
los dones recibidos y damos gracias por ellos, manifestamos humildad; una humildad que supone un amor propio en Dios y por
Dios.
El tercer modo en que se relaciona caridad con el amor propio lo comparte también con la humildad. El amor propio que se
distingue de la caridad pero que no la contradice, por el cual uno se ama a sí mismo en razón del bien propio pero de tal modo
que no pone en él su fin, podría referirse a las virtudes, aunque no a la perfección de las mismas. Como tal, dicho amor propio
incluiría la humildad, si bien no la perfecta humildad.
La caridad muestra un parecido con la humildad en el hecho de que hace referencia no sólo a Dios -y a los demás por Dios-,sino
también a uno mismo. En efecto, acabamos de decir que la caridad abarca el amor propio ordenado. De igual modo, la humildad
no implica sólo sometimiento y reverencia a Dios -y sometimiento a los demás en lo que tienen de Dios- sino un amor ordenado
a la propia excelencia. Sin embargo, se distinguen en que la caridad incluye no sólo la reverencia debida a Dios, sino el amor a
Dios en general; e, igualmente, no comprende tan sólo el amor ordenado a la propia excelencia sino al bien propio en general.
Se puede señalar otra distinción más entre la humildad y la caridad. La humildad nos dispone a la unión con Dios en cuanto que
nos somete a Él; en cambio, la caridad une el hombre a Dios directamente. La humildad dispone a la unión con Dios; la caridad
realiza esa unión[6]. Por contraste, la soberbia comporta desprecio de la Ley divina[7] y, por tanto, un desprecio a Dios. La
soberbia también indispone a la unión con Dios, en la medida en que supone un desprecio a Dios, un rebelarse contra Dios, y
también en cuanto implica un amor desordenado a la propia excelencia.
Por otra parte, la caridad y la humildad crecen de modo paralelo: cuanto más se ama a Dios, tanto más se desprecia la propia
excelencia y tanto menos se atribuye uno[8]. Pero la atribución de las acciones buenas a uno mismo tiene que ver con los medios
con los que uno busca la propia excelencia, lo cual se relaciona con la virtud de la esperanza, más que con la virtud de la caridad,
que versa más bien sobre el fin que se persigue. Pasemos pues a hablar de la relación que tiene la humildad con la esperanza.
Santo Tomás no menciona de forma explícita el vínculo que existe entre la humildad y la virtud teologal de la esperanza. No
obstante, hay muchas razones para pensar que considera que están muy relacionadas entre sí.
La humildad y la esperanza se relacionan entre sí en la medida que ambas tratan sobre la confianza de alcanzar algún bien.
Efectivamente, la materia de la humildad se relaciona en cierto modo con la confianza respecto de algo grande[9]. Se trata,
además, de una confianza en sí mismo[10]. En cambio, la virtud de la esperanza tiene que ver con la confianza en el auxilio divino
para alcanzar cualquier bien, pero principalmente a Dios como bien principal[11]. Se trata, pues, de una confianza, pero una
confianza en Dios. Igualmente, se trata de una confianza de alcanzar algo grande -no hay bien más grande que Dios mismo-, pero
también la confianza de alcanzar cualquier bien.
A esta razón, para considerar la humildad como vinculada a la esperanza, se añade el hecho de que el don de temor -que, como
ya se ha visto, se relaciona con la humildad- corresponde a la esperanza[12]. En realidad, cabría pensar que el temor filial es
contrario a la esperanza, pero no es así, pues lo que se teme no es no recibir el auxilio divino sino retraerse de dicho auxilio. Y
así, el don de temor y la esperanza se compenetran y perfeccionan mutuamente[13]. Así pues, si la esperanza corresponde al temor
de Dios y el temor de Dios corresponde a la humildad, entonces la esperanza corresponde también a la humildad.
La relación de la humildad con la virtud teologal de la fe, es poco tratada por Santo Tomás. Además, lo que señala se refiere a la
fe como fundamento de la vida espiritual, y en qué sentido se distingue esta fundamentación de las virtudes por parte de la fe de
la fundamentación propia de la humildad. Pero como dedicamos más adelante un apartado a las virtudes que se dicen fundamento
de las demás, relegaremos el tratamiento de este tema para ese momento.
Únicamente queremos mencionar aquí la afirmación del Aquinate según la cual por la fe el pecador se acerca a Dios, mientras
que por la humildad le adora[14]. A este respecto, podemos comentar simplemente que este adorar a Dios, propio de la humildad,
sin duda hace referencia a la reverencia a Él debida, que es el principio y raiz de la humildad: lo que hemos denominado el motivo.
Santo Tomás no comenta esta afirmación suya, por lo cual se hace difícil precisar el alcance que le concede.
En resumen, la humildad nos dispone a la unión con Dios. La fe nos acerca a Él. La esperanza nos hace confiar en el auxilio
divino para alcanzar la unión con Dios. Y la caridad nos une efectivamente a Dios.
1.2 Las virtudes intelectuales
Todas las virtudes humanas son o virtudes morales o virtudes intelectuales. Santo Tomás explica el criterio para determinar si una
virtud es moral o intelectual: “En el hombre hay dos principios de acciones humanas: la inteligencia o razón y el apetito, que son
los dos únicos principios de movimiento en el hombre, como afirma el Filósofo. Es, por tanto, necesario que toda virtud humana
perfeccione uno de estos principios. Si una virtud da al entendimiento especulativo o práctico la perfección requerida para realizar
un acto humano bueno, será virtud intelectual; si da perfección al apetito, será virtud moral”[15]. La virtud de la humildad modera
la pasión de la esperanza, que pertenece al apetito. Por tanto, es una virtud moral, no intelectual.
Además de moderar las pasiones, las virtudes morales moderan las acciones[16], y en ello se ve también que la humildad es una
virtud moral. Efectivamente, la humildad se traduce en actos exteriores, en acciones. De ahí que se hable de actos externos de
humildad[17].
Entre las virtudes intelectuales, la humildad se relaciona especialmente con la prudencia. La soberbia priva de la prudencia porque
el soberbio, al no medir sus fuerzas, sobrevalora su capacidad[18]. El que se apoya en su prudencia es soberbio también porque
no se somete a la Sagrada Escritura, que precisamente enseña: “No te apoyes en tu prudencia” (Pr 3, 5)[19].
La humildad guarda estrecha relación también con la sabiduría. Comentando las palabras “ocultaste estas cosas a los sabios y
prudentes y las revelaste a los pequeñuelos” (Mt 11, 25), Santo Tomás afirma que por pequeñuelos se puede interpretar los que
no presumen de sí mismos, esto es, los humildes: “Donde hay humildad, ahí hay sabiduría (Pr 11, 2)[20]. Quizá se pueda decir,
incluso, que hay mayor sabiduría ahí donde hay es mayor la humildad, precisamente porque a mayor humildad corresponde mayor
unión con Dios, fuente de toda sabiduría.
Pasemos ahora a considerar la distinción de la humildad respecto de las virtudes morales.
1.3 Las virtudes morales
Dentro de las virtudes morales, las virtudes cardinales ocupan un lugar preferente. Comencemos, pues, por precisar en qué
coinciden y en qué se diferencia la humildad de las virtudes cardinales en general. Para ello, expongamos primeramente las
características propias de estas virtudes, aunque sea someramente.
El nombre virtudes cardinales viene del latín cardo, cardinis, que significa quicio o gozne, aquello sobre lo cual gira una puerta.
Por eso, se llaman cardinales a aquellas virtudes en las que de algún modo gira y se funda la vida humana, como en ciertos
principios de esa vida[21].
La vida humana es aquélla que es proporcionada al hombre. Se puede determinar cuál es la vida proporcionada al hombre
comparando y contrastando la vida propia del hombre con otros tipos de vida. En la primera encontramos cierta naturaleza
sensitiva, en la cual coincide con la de los animales. Asimismo, encontramos en la vida humana una razón práctica, la cual es
propia del hombre según su grado. Por último, hallamos un intelecto especulativo, que, sin embargo, no se encuentra de modo
perfecto en el hombre, como en el caso de los ángeles, sino según cierta participación en el alma[22].
De ahí que la vida propia del hombre no es la vida llamada voluptuosa, la vida de los placeres o deleites, que se adhiere a los
bienes sensibles. Dicha vida es la vida bestial, la vida propia de los animales. Y tampoco es la vida propia del hombre la vida
contemplativa. Esta vida es sobrehumana. La vida propiamente humana es la vida activa[23].
Por lo tanto, la vida que gira alrededor de las virtudes cardinales y se funda en ellas, como en ciertos principios, es la vida propia
del hombre, concretamente la vida activa. Pero esta vida consiste en el ejercicio de las virtudes morales. Así, las virtudes morales
giran alrededor de las virtudes cardinales y son fundamentadas por éstas.
Que las virtudes morales giren alrededor de las virtudes cardinales y sean fundadas por éstas implica que reciben algo de ellas.
De ahí que se afirme que son ciertos principios que, como tales, rigen a las otras virtudes. Y tal vez precisamente por eso se llamen
tambiénvirtudesprincipales a las virtudes cardinales.
En realidad, las virtudes cardinales se dicen principales de dos maneras distintas: “Podemos considerar de dos modos las cuatro
virtudes (cardinales) indicadas. Primero, según sus principios formales comunes. De este modo se llaman virtudes principales,
como generales, a todas las virtudes, de manera que, por ejemplo, la virtud que cause el bien en la consideración de la razón puede
llamarse prudencia; y toda virtud que pone en las operaciones el bien debido y recto, se llamará justicia; y toda virtud que cohibe
y reprime las pasiones, se llamará templanza; y toda virtud que fortalece el alma contra cualquier pasión, se llamará fortaleza (...)
De esta manera se contienen en éstas las demás virtudes (...) Segundo: pueden ser consideradas en cuanto que cada una de ellas
es denominada por lo que hay de principal en sus materias respectivas, y así son virtudes especiales contrapuestas a las restantes.
Se llaman principales, sin embargo, por orden a las demás, a causa de la principalidad de su materia. Así, la prudencia es la virtud
que impera; la justicia, la que trata de las acciones debidas entre iguales; la templanza, la que refrena las concupiscencias de los
deleites del tacto; la fortaleza, la que da estabilidad frente a los peligros de muerte. Las otras virtudes pueden ser principales bajo
otros aspectos, pero éstas se llaman principales por razón de su materia”[24].
Santo Tomás explica por qué existen cuatro virtudes cardinales -ni más ni menos- y por qué esas cuatro son precisamente la
justicia, la prudencia, la fortaleza y la templanza. Como hemos apuntado en la introducción, B. Häring sugiere que la humildad
debe considerarse también una virtud cardinal[25]. Pero nos parece que las razones que aduce el Aquinate bastan para comprender
en qué se distinguen las virtudes cardinales de la humildad y, por tanto, por qué la humildad no es una virtud cardinal. Santo
Tomás dedica todo el primer artículo de De virtutibus cardinalibus a explicar la lógica inherente a este sistema de las cuatro
virtudes cardinales, partiendo de tres puntos de vista diversos, o dicho de otro modo, fijándose en tres aspectos diferentes de la
virtudes cardinales: sus respectivos modos, materias y sujetos.
En primer lugar tenemos los modos de la virtud o los cuatro actos virtuosos procedentes de la razón. Éstos vienen a ser como
elementos comunes a todas las virtudes, o como requisitos del acto de virtud. Se trata, al parecer, del primer modo de considerar
las virtudes cardinales como principales, es decir, en cuanto se contienen en ellas las demás virtudes. Y así, en todo acto de virtud
debe intervenir la razón, en cuanto que dirige el acto virtuoso, la rectitud, entendida como la adecuada proporción respecto a algo
extrínseco como a su fin; la firmeza, como adhesión adecuada al acto por parte del sujeto, y la moderación, concebida como la
modificación adecuada de la sustancia del mismo acto[26]. La razón que dirige, la rectitud, la firmeza y la moderación son, pues,
los modos o aspectos de toda virtud, que corresponden, respectivamente, a la prudencia, a la justicia, a la fortaleza y a la templanza.
Cuando se habla de modo aquí parece aludirse a lo que con anterioridad habíamos denominado modo de obrar; el cual, en la
humildad, es la moderación de la pasión de la esperanza, concretamente de la apetencia de la propia excelencia. Por consiguiente,
está incluido en la moderación como uno de los modos de la virtud, es decir, como uno de los elementos comunes a toda virtud,
que corresponden a las cuatro virtudes cardinales. Así, la humildad puede estar contenida en toda virtud, pero a modo de
subaspecto, por así decir, del aspecto moderativo de la templanza que está contenido en todo acto virtuoso.
Santo Tomás pasa luego a examinar las virtudes cardinales fijándose en su materia. Aquí considera la virtudes principales en
cuanto virtudes especiales, no en cuanto aspectos de toda virtud. Hace notar cómo cada uno de estos modos del acto de virtud
tiene una cierta principalidad en ciertas materias y actos especiales, por lo cual se los denomina virtudes principales o cardinales.
La principalidad de la materia se refiere a la dificultad para moderar esa materia según la recta razón. Hace referencia a la dificultad
para mantener dicha materia concreta dentro de los límites de la razón en comparación con la dificultad para controlar la materia
concreta de las otras virtudes: “Es virtud principal aquélla a la que se atribuye principalmente algo perteneciente a la alabanza
propia de cada virtud, en cuanto que lo practica en su propia materia, en la cual es sumamente difícil y perfecto practicarlo”[27].
Santo Tomás se fija primeramente en la materia de la prudencia, que viene a ser los actos de la razón práctica. En esta materia -
que podemos denominar nosotros materia general, para distinguirla de la materia propia de la prudencia-, caben distinguir tres
materias concretas o propias: 1) la búsqueda de lo bueno que ha de hacerse, que corresponde a la virtud de laeubulia; 2) el juicio
sobre lo bueno, que corresponde a la synesim y al gnomen, con los que el hombre se hace buen juzgador; y 3) la ordenación de
la ejecución del bien, lo cual pertenece a la prudencia. La búsqueda de lo bueno y el juicio acerca de ello están en función de la
ordenación de la ejecución del bien. De donde se sigue que pertenece a la prudencia lo principal en estas materias o, lo que es lo
mismo, en esta materia general-. Y por eso la prudencia es virtud cardinal en su materia (general)[28]. Además, si tomamos en
cuenta lo que más arriba apuntamos, según lo cual la virtud principal es aquélla cuya materia concreta es más difícil de controlar,
la prudencia es virtud cardinal también por este motivo.
Identificada ya la materia concreta de la prudencia y su principalidad en la misma, analiza seguidamente Santo Tomás la materia
concreta de la justicia, poniendo también de manifesto su principalidad dentro de su materia.
La rectitud del acto por la disposición a algo extrínseco constituye una cierta materia. Esta disposición puede referirse tanto a las
cosas que pertenecen a uno como propias, como a aquellas cosas que son para otro. La rectitud del acto por la disposición a algo
extrínseco en estas últimas tiene mayor razón de bien y, por tanto, es más laudable. En efecto, muchos que pueden usar la virtud
en las cosas propias no pueden usarla en las cosas de otros. Esta recta disposición a algo extrínseco que pertenece a otros
corresponde precisamente a la justicia, y por eso se dice que la justicia tiene una cierta principalidad en su materia[29].
Por último, analiza Santo Tomás la templanza y la fortaleza, desde el punto de vista de sus respectivas materias y poniendo en
evidencia su principalidad en ellas:
“La moderación o refreno es alabada y tiene razón de bien principalmente ahí donde la pasión impele de modo principal, la cual
la razón debe refrenar a fin de que se alcance el medio de la virtud. Y la pasión máxima impele a las máximas delectaciones, las
cuales son las del tacto; y por eso, por esta parte, se pone como virtud cardinal (principal) a la templanza, la cual refrena las
concupiscencias de las delectaciones del tacto” [30]
En la Summa Theologiae, Santo Tomás aborda directamente la posibilidad de considerar la humildad una virtud cardinal en razón
de la principalidad de su materia. Concretamente,explica por qué la templanza es virtud cardinal y no la humildad. Debe notarse,
a este respecto, que Santo Tomás considera la humildad como parte de la templanza por su modo de obrar, pero no por su materia,
la cual es parte de la fortaleza, como principio formal común, esto es, como virtud que fortalece al alma contra alguna pasión. En
cualquier caso, a este tema le dedicaremos un apartado más adelante.
A propósito de si la templanza es una virtud cardinal, se plantea la siguiente objeción: “La esperanza-pasión es más importante
que el deseo o placer. Como la humildad refrena la presunción de una esperanza desmedida, hay que concluir que esta virtud es
más digna que la templanza moderadora de la concupiscencia”[31]. A continuación ofrece la respuesta a tal objeción: “El objeto
de la esperanza es más principal que el de la concupiscencia. Por eso, la esperanza es la pasión principal del apetito irascible. Pero
el objeto de la concupiscencia y del placer táctil mueve con mayor vehemencia al apetito; es más natural. Tal es la razón de que
la templanza, que modera dicho movimiento, sea virtud principal (cardinal)”[32] y no la humildad.
Nos parece que aquí puede ser útil distinguir dos cosas. Una cosa es la principalidad en cuanto dificultad para practicar una virtud
y otra la principalidad que se refiere a la importancia de una pasión y su correspondiente virtud. La concupiscencia y el placer
táctil pueden ser más difíciles de controlar que la esperanza; pero la esperanza es más importante. Así, por ejemplo, es más
importante ser humilde que ser casto, aunque cueste más ser casto que ser humilde. Hay que temer la soberbia más que la
sensualidad, aunque ambas virtudes sean esenciales. En este sentido, quizá se pueda decir que es más fácil caer en un pecado
mortal en contra de la castidad que caer en un pecado mortal contra la soberbia.
Con todo, no hay que subestimar, ni mucho menos, la dificultad para practicar la humildad. A este propósito, podemos recordar
de nuevo lo que comenta Santo Tomás a propósito de las palabras de Cristo: “Es más fácil que un camello entre por el ojo de una
aguja que el que entre un rico al reino de los cielos” (Mt 19, 24). El Aquinate interpreta que el rico se refiere al soberbio, y el
camello, a Cristo, y el ojo de la aguja, a la pasión de Cristo. Así, es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja a que
un soberbio se humille[33].
Por otra parte, Santo Tomás llega a afirmar que lo que el hombre desea más que cualquier otra cosa es la excelencia[34]. Esto
parece contradecir lo que acabamos de apuntar: que la concupiscencia y el placer tactil mueven al apetito con mayor vehemencia
que la esperanza. Nos parece que esto se resuelve hasta cierto punto tomando en cuenta que todo depende de la persona de que se
trate y de la etapa en la vida espiritual en la que se halle.
Por lo que se refiere a la consideración de la principalidad de la fortaleza como virtud especial, Santo Tomás hace el siguiente
planteamiento. Las cosas que mueven a la fuga constituyen una cierta materia. Dentro de esta materia, existen algunas cosas en
las que la pasión mueve máximamente a la fuga. Éstas constituyen la materia principal dentro de esta materia, porque en ella la
virtud es más laudable y tiene mayor razón de bien. Esta materia principal está constituida por los máximos peligros, es decir, los
peligros de muerte. Precisamente de esto de ocupa la fortaleza, y por lo mismo, es una virtud principal o cardinal[35].
De nuevo en la Summa Theologiae, Santo Tomás aborda directamente la posibilidad de considerar la humildad como virtud
cardinal en atención a su materia: “Entre las pasiones del irascible lo más importante es lo que pertenece a los temores y audacias
a propósito de los peligros de muerte, sobre los cuales versa la fortaleza. De ahí que la fortaleza se diga virtud cardinal en el
irascible, no la mansedumbre que versa sobre las iras (...), debido a que (la ira) es la última entre las pasiones del irascible; ni
tampoco la magnanimidad y la humildad, las que de algún modo se relacionan con la esperanza o con la confianza de algo grande.
Pues la ira y la esperanza no mueven al hombre con una intensidad tal como el temor de la muerte”[36]. De modo que la humildad
no es una virtud principal porque no versa sobre lo que es más principal o difícil en su materia, pues entre las pasiones del irascible
-de las que versan la fortaleza- lo más difícil es lo que pertenece a los temores y audacias a propósito de los peligros de muerte.
Finalmente, Santo Tomás adopta el punto de vista de los sujetos de las virtudes cardinales. Aquí parece tomar las virtudes
cardinales tanto como elementos comunes a toda virtud como como virtudes especiales. Y así, señala que existen sólo cuatro
potencias capaces de actuar como principios de los actos humanos, es decir, voluntarios: la razón, la voluntad, el irascible y el
concupiscible. A cada una de ellas corresponde una de las virtudes cardinales. La prudencia radica en la razón, la justicia en la
voluntad, la fortaleza en el irascible y la templanza en el concupiscible[37].
Así pues, como cada una de estas cuatro virtudes corresponde perfectamente a estos cuatro potencias, y como éstas son las únicas
que pueden actuar como principios de los actos humanos, no puede haber otra virtud cardinal que no sea parte de una de éstas.
Con lo cual, la humildad no es virtud cardinal.
Y concluye Santo Tomás la respuesta a la cuestión de si son cuatro las virtudes cardinales -la prudencia, la justicia, la templanza
y la templanza-: “Por todo lo cual, resulta claro el cálculo (ratio) de las virtudes cardinales, ya por parte de los modos de la virtud,
que son como las razones formales, ya por parte de la materia, ya también por parte de los sujetos”[38]. Así, queda expuesto lo
que explica que sean cuatro las virtudes cardinales y que sean, en concreto, la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, y
que se excluye de ellas la humildad.
1.4 La magnanimidad
La materia de la humildad, al igual que la de la magnanimidad, se relaciona en cierto modo con la esperanza o con la confianza
de algo grande[39]. De modo que las dos virtudes coinciden en lo que hemos denominado como la materia próxima de la
humildad: la pasión de la esperanza. Convienen, además, en lo que hemos llamado la materia remota, esto es, el bien arduo, y
más concretamente, los honores[40]. Y como ambas tiene relación con el bien arduo, las dos tienen como sujeto al apetito irascible.
Sin embargo, se distinguen en que la humildad se relaciona con el bien arduo en la medida en que éste es atractivo o bueno; en
cambio, la magnanimidad se relaciona con él en cuanto es difícil o arduo[41].
Por lo que respecta al fin de estas virtudes, no parece haber ninguna diferencia. En efecto, el fin de la magnanimidad no parece
ser distinto al que hemos mencionado como el propio de la humildad, es decir, la búsqueda moderada de la propia excelencia. Y
así, ambas virtudes coinciden en su materia, en su sujeto y en su fin.
La humildad y la magnanimidad se distinguen en cuanto a su modo de obrar: “Hablando de las pasiones dijimos que el bien arduo
reune dos cualidades: una que nos atrae, la razón de bien; otra que nos retrae, la dificultad para conseguirlo. El primer aspecto da
lugar a un movimiento de esperanza; el segundo, a un movimiento de desesperación. También expusimos ya que, para moderar
esos movimientos o impulsos en busca del bien, necesitábamos una virtud moralque nos sirviera de freno, y otra para dar firmeza
de ánimo y valor, a fin de resistir al movimiento de alejamiento. Por consiguiente, en torno al apetito del bien arduo se precisa
una doble virtud: la primera, para moderar y refrenar el espíritu a fin que no aspire desmedidamente a cosas altas, misión que
cumple la humildad; la segunda, que dé firmeza al ánimo contra la desesperación y le empuje a la consecución de los grandes
bienes conforme a la recta razón. Esta función se confía a la magnanimidad”[42]. De modo que en lo que se diferencian la
humildad y la magnanimidad es en el modo de obrar: la humildad refrena la tendencia inmoderada hacia las cosas grandes, en
tanto que la magnanimidad impulsa el movimiento del alma hacia lo grande.
En realidad, a juzgar por sus respectivos modos de obrar, la humildad y la magnanimidad podrían parecer, no ya virtudes distintas,
sino contrarias. Sin embargo, no existen virtudes que se opongan entre sí. Efectivamente, la humildad y la magnanimidad no se
oponen entre sí porque convienen en su sometimiento al dictamen de la razón[43]: la humildad refrena la tendencia a lo grande
en vista del bien de la razón y la magnanimidad anima el movimiento del alma hacia lo grande también según la recta razón.
Las dos virtudes se distinguen también, y quizá sobre todo, en cuanto a sus respectivos motivos. El motivo de la humildad, como
ya se ha dicho, es la reverencia debida a Dios. Y así, la humildad lleva a ver nuestros propios defectos y los dones de Dios en los
demás; en cambio, la magnanimidad lleva a ver los dones de Dios en nosotros -y, por tanto, a luchar por alcanzar la excelencia
acorde con nuestros dones-, y puede llevar al desprecio de los demás si vemos que éstos no aprovechan sus dones; pero la
distinción fundamental está en que la humildad mira sobre todo los dones de Dios en otros mientras que la magnanimidad mira
los dones propios[44]. En este sentido, la humildad proporciona una visión más amplia[45]. Efectivamente, como es lógico,
existen más dones fuera de nosotros que dentro de nosotros. En fin de cuentas, “la humildad nos llama a mirar hacia fuera de
nosotros para ver el obrar de Dios”[46].
1.5 La mansedumbre
“Toda la nueva ley consiste en dos cosas: la mansedumbre y la humildad. Por la mansedumbre el hombre se ordena respecto al
prójimo... Por la humildad se ordena respecto a Dios y respecto a sí mismo”[47]. Estas palabras que hemos citado con anterioridad
en otro contexto, señalan que la mansedumbre y la humildad tienen en común que toda la nueva ley consiste en ellas, y se
distinguen en que la mansedumbre ordena a uno a los demás, mientras que la humildad ordena a uno a Dios y a uno mismo.
La humildad y la mansedumbre también tienen en común que pertenecen a la fortaleza, son parte de ella, según la materia. Así se
desprende de las siguientes palabras, que ya hemos citado: “Entre las pasiones del irascible lo más importante es lo que pertenece
a los temores y audacias a propósito de los peligros de muerte, sobre los cuales versa la fortaleza. De ahí que la fortaleza se diga
virtud cardinal en el irascible, no la mansedumbre que versa sobre las iras..., debido a que (la ira) es la última entre las pasiones
del irascible; ni tampoco la magnanimidad y la humildad, las que de algún modo se relacionan con la esperanza o con la confianza
de algo grande. Pues la ira y la esperanza no mueven al hombre con una intensidad tal como el temor de la muerte”[48]. Se ve,
pues que se distinguen en lo que se refiere a su materia próxima: la humildad refrena la pasión de la esperanza, mientras que la
mansedumbre refrena la ira.
La humildad y la mansedumbre también coinciden en que son parte de la templanza, según su modo de obrar propio. Así se
desprende del siguiente texto: “La norma a la que nos atenemos en la designación de las distintas partes de una virtud es el modo
formal (modo de obrar propio) de esa virtud principal. El modo característico de la templanza y fuente de su nobleza es el refrenar
o moderar el ímpetu de la pasión. En orden a esa moderación, todas las virtudes que refrenan o moderar el ímpetu son partes de
la templanza. Y así como la mansedumbre refrena el movimiento de ira, la humildad refrena el movimiento de esperanza, que es
aspiración del espíritu a cosas altas. Luego, con igual derecho que proponemos la mansedumbre como parte de la templanza, hay
que proponer también la humildad”[49].
Ambas virtudes ayudan al conocimiento de la verdad. En efecto, son necesarias para la averiguación y el juicio de la verdad[50].
La soberbia ciega[51], y la ira perturba el juicio de la razón.
Por último, la humildad propia parece facilitar la mansedumbre de los demás. De este modo, por ejemplo, los que se arrepienten
de las injurias hechas a otros y se humillan y les piden perdón, mitigan la ira de éstos: “La respuesta suave quebranta la ira”. La
humildad mitiga la mansedumbre, por cuanto pedir perdón por la ofensa manifiesta que se tiene en mucho a aquél ante quien uno
se humilla[52].
1.6 La obediencia
Santo Tomás parece considerar la obediencia como parte de la humildad o, por lo menos, como causada por ella, al decir que los
grados de humildad de la regla de San Benito están bien señalados. Recordemos que dicha regla contempla como noveno y décimo
grado de la humildad “llevar con paciencia la obediencia en cosas ásperas y difíciles” y “someterse a los mayores por
obediencia”[53]. Dice Santo Tomás: “No hay dificultad en atribuir a la humildad cosas que pertenecen a otras virtudes, pues así
como un vicio nace de otro, así también el acto de una virtud tiene su origen en otra anterior”[54].
Consideramos que, en este caso, los actos pertenecientes a la obediencia y a la paciencia son originados por un acto de humildad
y no al revés. Así se entiende que Santo Tomás diga que la obediencia es causada por la reverencia a los superiores[55], mientras
que la humildad es causada por la reverencia a Dios. Pues si se obedece a los superiores es, en última instancia, porque se quiere
obedecer a Dios[56]. De ese modo, además, se comprende que Santo Tomas diga que la razón por la que nos sometemos a los
demás es por aquello que participan de Dios.
Las dos virtudes coinciden también en que se pueden entender no sólo como virtudes especiales sino también como virtudes
generales. Así, Santo Tomás habla de un sentido universal de la humildad[57]. Se trata de la humildad en cuanto virtud por la que
la persona se somete al dictamen de la ordenación que establece la justicia. De todas formas, el Aquinate no desarrolla esta idea.
Del mismo modo, la obediencia se puede entender también como una virtud en la que está incluida toda virtud, porque todos los
actos de las virtudes caen bajo los preceptos de la ley divina. Así entendida, no es una virtud especial, que es aquella que supone
cierta inclinación al cumplimiento de los preceptos por el motivo de que son debidos[58].
Por otra parte, como mencionamos ya en la introducción, O. Lottin ha planteado que tanto la humildad como la obediencia están,
a su vez, unidas a la virtud de la religión[59]. Ciertamente, es evidente el parecido que tienen estas virtudes con la religión. Sin
embargo, ello no significa necesariamente que sean una parte de la misma. En el fondo, nos parece que toda virtud se relaciona
de algún modo con la religión.
Por lo que se refiere a la relación de la humildad con la virtud de la religión, desde luego que Santo Tomás considera la humildad
una virtud distinta a la religión. Hablando de la oración como acto de la virtud de la religión, afirma que la humildad concurre en
la oración en la medida en que hace que nos reconozcamos necesitados. La religión, en cambio, se encarga de presentar la oración
a Dios[60]. Según el Aquinate, la humildad no es sólo distinta de la humildad, sino que no forma parte de ella. En efecto, en
la Suma Teológica anexiona la religión a la virtud de la observancia; la humildad, en cambio, a la templanza.
2. La humildad como parte de algunas virtudes
Anteriormente hemos enunciado que la humildad forma parte de la virtud cardinal de la templanza atendiendo a su modo de
obrar, y a la virtud cardinal de la fortaleza en atención a su materia. Se trata ahora de desarrollar más a fondo esta idea.
Examinaremos primero la humildad como parte de la templanza (2.1) y después como parte de la fortaleza (2.2).
2.1 La humildad como parte de la templanza según el modo de obrar
Una virtud moral puede pertenecer a una virtud cardinal de uno de estos tres modos: como parte integral, como parte subjetiva o
como parte potencial[61]. Una virtud que es parte integral de una virtud cardinal constituye un componente que por fuerza ha de
concurrir para la perfección del acto de una virtud determinada. La parte integral es como una condición para la actividad moral;
es decir, como una condición que se tiene que dar para que un acto de virtud sea perfecto. Las partes integrales de la templanza,
por ejemplo, son dos: la vergüenza, por la que huimos de la torpeza contraria a la templanza, y la honestidad, por la que se ama
la belleza propia de la templanza[62].
Una virtud que es parte subjetiva de una virtud principal constituye una especie de esa virtud[63]. Todas las virtudes cardinales -
salvo la fortaleza- están divididas según diversas especies. La templanza, en concreto, tiene varias partes subjetivas o especies: la
abstinencia, la sobriedad, la castidad y la virginidad.
Una virtud que se dice parte potencial de una virtud principal es una virtud aneja que se ordena a otros actos o materias
secundarias[64]. Es un hábito secundario. A veces se le llama a la parte potencial virtud secundaria o aneja. Las cuatro virtudes
cardinales tienen agrupadas alrededor de sí virtudes anejas que imitan su modo de funcionar[65].
El criterio para determinar si una virtud pertenece a una u otra virtud cardinal como parte potencial es la coincidencia en el modo
formal (modo de obrar propio), no en la coincidencia en el sujeto o en la materia[66]: “Al juntar a una virtud principal otras
secundarias, nos fijamos más en el modo como la imitan (...) que en la materia sobre que versan”[67]. En efecto, una virtud
secundaria se considera tal cuando la materia propia es distinta de la de la virtud cardinal, siendo, sin embargo, igual el modo de
conducirse[68].
Santo Tomás ofrece dos motivos por los que elige el modo formal como criterio para asignar una virtud moral a una virtud moral
cardinal como parte potencial. Por una parte, “el modo de obrar es lo más característico de la virtud y de donde recibe su
nombre”[69]. Por otra, “la unión de una virtud secundaria a la principal no se considera sólo por la materia, sino principalmente
por parte del modo, ya que siempre es más excelente la forma que la materia”[70].
Santo Tomás considera que la humildad es una parte potencial de la templanza, junto con la continencia, la mansedumbre y la
clemencia, entre otras[71]. No es una parte integral porque es más que una condición necesaria para un acto perfecto de virtud.
En efecto, es un hábito específico con su propio fin. No puede ser tampoco una parte subjetiva, por cuanto su materia no es
principal sino secundaria.
En concreto, la humildad es una parte potencial de la templanza por exclusión. No es una virtud aneja a la prudencia porque ésta
es esencialmente una virtud intelectual. No es una virtud aneja a la justicia, porque la función principal de ésta no es racionalizar
el apetito interior, las pasiones, sino retribuir lo debido a Dios o al prójimo. Tampoco es parte de la fortaleza, porque la humildad
reprime más que usa, la esperanza o la confianza en sí mismo, en tanto que la fortaleza apoya y estimula el alma.
Ahora bien, al concebir la humildad como parte potencial de la templanza, surge una dificultad: la soberbia se opone a la humildad,
y el Filósofo coloca a la soberbia entre los vicios opuestos a la virtud de la fortaleza[72]. Santo Tomás resuelve este problema del
modo que sigue: “La soberbia, en cuanto que aspira desmedidamente (superextendit) a aquellas cosas que están sobre ella misma,
tiene algo del modo de la audacia; y por eso se reduce de algún modo a los vicios opuestos a la fortaleza; aunque propiamente
hablando, según lo que comúnmente llamamos soberbia, ésta sea más bien exceso de magnanimidad. Sin embargo, la humildad,
en cuanto que es una disminución, tiene algo del modo de la templanza; y por eso a ella se reduce, como parte potencial”[73].
De modo que la única virtud cardinal a la que se asemeja la humildad en su modo formal o modo de obrar es la templanza. La
humildad reprime el apetito en su tendencia hacia su objeto, el bien arduo, y -añadimos- animando a la esperanza sólo ocasional
y secundariamente. Además, Santo Tomás dice expresamente que “toda virtud que produce moderación en cualquier materia, y
reprime el apetito en su tendencia hacia algún objeto, puede ser colocada como una parte potencial de la templanza”[74].
Ahora bien, dentro de la partes potenciales de la templanza ¿dónde se encuentra la humildad? Santo Tomás la coloca como la
primera parte de la modestia, la cual “se distingue de la templanza en cuanto que esta última modera los movimientos más difíciles
de refrenar, mientras que la modestia se fija en los más fáciles”[75]. La modestia ordena aquellos movimientos desordenados que
no han sido ya templados por la continencia o la mansedumbre. Estos movimientos desordenados que templa la modestia son: 1)
los movimientos del alma hacia la excelencia, los cuales son templados por la humildad; 2) los movimientos de curiosidad, que
son templados por la estudiosidad; 3) los movimientos indecentes y deshonestos, los cuales son templados por la eutrapelia o
modestia corporal: y, por último, 4) los movimientos desordenados en cuanto al modo de vestir y ornato exterior, que son
templados por la modestia en el ornato.
Finalmente, como resumen de este apartado, transcribimos íntegramente la respuesta de Santo Tomás en el artículo cuarto de la
Cuestión 161 titulado Si la humildad forma parte de la modestia o templanza:
“La norma a la que nos atenemos en la designación de las distintas partes de una virtud es el modo formal (modo de obrar propio)
de esa virtud principal. El modo característico de la templanza y fuente de su nobleza es el refrenar o moderar el ímpetu de la
pasión. Por orden a esa moderación, todas las virtudes que refrenan o moderan el ímpetu son partes de la templanza. Y así como
la mansedumbre refrena el movimiento de ira, la humildad refrena el movimiento de esperanza, que es aspiración del espíritu a
cosas altas. Luego, con igual derecho que proponemos la mansedumbre como parte de la templanza, hay que proponer también
la humildad. Por eso, como Aristóteles dice que quien aspira a cosas pequeñas, conforme a su condición, no es magnánimo, sino
solamente ‘moderado’, nosotros podríamos decir que es humilde. Y entre las diversas partes de la templanza hay que colocar esta
virtud bajo la modestia, como enseña Cicerón, ya que la humildad no es otra cosa que cierta moderación de espíritu. De ahí que
San Pedro nos hable de ‘la incorruptibilidad del espíritu tranquilo y modesto’”[76].
2.2 La humildad como parte de la fortaleza según la materia
Como ya hemos señalado, la materia próxima de la humildad es la esperanza y su materia próxima el bien arduo, concretamente
el bien arduo de los honores. La esperanza es una pasión que pertenece al irascible y el bien arduo, el bien que corresponde al
apetito del irascible. Por su parte, podemos decir que la fortaleza tiene como materia próxima los temores y audacias y, como
materia remota el bien arduo de la vida en circunstancias de peligro de muerte[77]. Ponemos podemos decir porque Santo Tomás
no distingue entre materia próxima y materia remota de la fortaleza. Y así, la humildad y la fortaleza coinciden en que tienen
como sujeto el irascible, en que actúan sobre una pasión de esa potencia, cuyo objeto es el bien arduo. En pocas palabras, estas
virtudes coinciden en la materia: ambas actúan sobre una pasión del irascible.
Para evitar confusiones, podríamos decir que convienen en la materia general, distinguiéndola así de la materia propia de cada
uno, que consta a su vez de una materia próxima propia al igual que una materia remota propia. La materia próxima propia de la
humildad es la esperanza, siendo su materia remota propia los honores. En cambio, la materia próxima propia de la fortaleza son
los temores y audacias y la materia remota la vida en peligros de muerte como bien arduo que se persigue.
Lo que determina que una virtud sea principal o cardinal respecto a aquellas con las que coinciden en su materia general es, en
definitiva, como ya hemos dicho, la dificultad para controlar la materia propia de cada una, es decir, la pasión correspondiente en
su tendencia hacia su objeto propio. Así, los temores y audacias a propósito de los peligros de muerte mueven con más intensidad
que la esperanza[78]. Y por eso, la fortaleza es virtud principal en el irascible, y no la humildad.
De este modo, aunque Santo Tomás coloque la virtud de la humildad como una aneja o secundaria de la templanza, por emplear -
como a continuación veremos en detalle- el criterio del modo de obrar para asignar una virtud secundaria a una virtud cardinal,
nos parece que podemos decir que afirma, de modo implícito, que la virtud de la humildad forma parte de la virtud cardinal de la
fortaleza o que, por lo menos, puede considerarse parte de ella, si se utiliza el criterio de la materia. En ese caso, la humildad
quedaría no como virtud secundaria sino como parte subjetiva de la misma, es decir, como una especie suya.
3. La humildad como fundamento de todas las virtudes
Consideremos ahora la relación que guarda la humildad con las virtudes en general. Ya hemos visto la coincidencia y la distinción
de la humildad respecto de algunas virtudes, e incluso hemos señalado en algunos casos la dinámica que se da entre la humildad
y algunas de éstas. Se trata ahora de fijarnos en una relación concreta que se da entre la humildad y todas las demás virtudes: su
fundamentación respecto de ellas.
Explicaremos en primer lugar en qué sentido se dice que la humildad es fundamento (3.1). A continuación, distinguiremos el
modo de fundamentación de la humildad de otros modos de fundamentación (3.2).
3.1 El alcance del término fundamento aplicado a la humildad
Comentando las palabras del Apóstol San Pablo -“La virtud se perfecciona en la debilidad” (Cor II, 12, 9)-, dice Santo Tomás
algo a lo que ya hemos hecho referencia en otro contexto: “la virtud se perfecciona en la debilidad, no porque la debilidad cause
la virtud, sino porque da ocasión para cierta virtud, esto es, para la humildad”[79]. Al identificar aquí la virtud de la que habla
San Pablo con la virtud de la humildad, parece afirmar que la humildad de alguna manera engloba a la virtud en general, o lo que
es lo mismo, a todas las virtudes. Quizá pueda decirse que sea a este carácter global de la humildad al que alude cuando señala
que ella es guardián[80] de las otras virtudes. Así, el hecho de que las englobe se daría en la forma de una conservación. En
cualquier caso, Santo Tomás dice que la humildad es “guardián de las virtudes” (custos virtutum), pero no explica por qué la
considera como tal. De todas formas, este cierto carácter global de la virtud de la humildad parece estar relacionado con su carácter
de fundamento.
Por otra parte, es interesante notar que Santo Tomás habla de la soberbia como poseyendo cierto carácter general, a pesar de ser
un pecado especial[81]. Nos detenemos ahora en este punto por cuanto ayuda a comprobar si, efectivamente, la humildad tiene
cierto carácter global o general y a determinar el sentido en que la humildad es guardián de las virtudes, y si esto tiene que ver
con su carácter de fundamento.
Para entender el sentido en el que se dice que la soberbia tiene cierto carácter general, hay que advertir que se puede considerar
este vicio de dos maneras: una, desde la perpectiva de su especie propia, que le viene de su objeto propio -la apetencia o amor
desordenado de la propia excelencia, lo cual, por otra parte, se corresponde con lo que hemos denominado el fin de la humildad:
la apetencia razonable de la propia excelencia-, y en este sentido es un pecado especial; y otra, según una cierta redundancia que
puede tener sobre todos los otros pecados, y en este sentido tiene cierto carácter general[82]. Santo Tomás alude también al sentido
universal de la humildad[83], como hemos apuntado antes, pero no explica el alcance que le otorga a esta expresión[84].
La soberbia, en cuanto pecado especial, ha sido considerada por algunos autores como un vicio capital, es decir, un pecado especial
del que nacen otros muchos tipos de pecados[85]. Un vicio capital es un pecado que tiene un fin sumamente apetecible, por lo
que el deseo de él da lugar a otros muchos pecados derivados[86]. Así, parece existir cierto paralelismo entre el concepto de vicio
capital y el de virtud cardinal. Los vicios capitales, al igual que las virtudes cardinales, tratan sobre aquellas cosas que son más
apeticibles, que son más difíciles de practicar.
En cambio, Santo Tomás, siguiendo a San Gregorio, opta por fijarse en el influjo que ejerce la soberbia sobre los demás pecados,
en virtud del cual se la considera reina y madre de los demás pecados[87]. Por tanto, no incluye la soberbia entre los principios
especiales de los vicios, esto es, los vicios capitales[88]. Efectivamente, para el Aquinate la soberbia parece ser un vicio más
importante aún que los vicios capitales, por cuanto los mismos pecados capitales nacen de ella[89]. Así, por ejemplo, la soberbia
causa la vanagloria, que se distingue de la soberbia en que ésta busca la propia excelencia, en tanto que aquélla busca manifestar
esa excelencia[90]. Y lo mismo cabe decir de la envidia[91].
La razón por la que la soberbia tiene cierta causalidad sobre los demás pecados parece ser que los fines de todos los pecados se
ordenan a su fin, y esto, porque de todo bien perseguido se sigue cierta perfección y excelencia, y la excelencia es justamente lo
que más desea el hombre[92]. Este motivo que aduce Santo Tomás parece claro. Sin embargo, llama la atención que, existiendo
un paralelismo entre los pecados capitales y las virtudes cardinales y habiendo optado por no incluir la soberbia entre los pecados
capitales, como han hecho otros autores, el Aquinate entienda la humildad, no ya como una virtud cardinal, sino como parte de
una de ellas, a saber, la templanza.
Si bien Santo Tomás afirma que la soberbia tiene cierto carácter general, en el sentido de que puede tener cierta redundancia sobre
los otros pecados, no la considera un pecado general, precisamente porque tiene un objeto propio: la apetencia desordenada de la
propia excelencia. En este sentido, se plantea una objeción en favor de considerar la soberbia como un pecado general. Todo
pecado especial contraría a alguna virtud especial, mientras que la soberbia es capaz de corromper cualquier virtud, así como -
podríamos añadir- la humildad conserva o guarda las demás virtudes. Parecería, pues, que la soberbia no es un pecado especial,
sino un pecado general.
A esta dificultad responde con el argumento que sigue. Es necesario tener en cuenta que la corrupción de una virtud se puede dar
de dos modos: primero, por una oposición directa y, segundo, por un abuso de esa misma virtud. Según el primer modo, la soberbia
corrompe, concretamente, a la humildad; mas del segundo modo es capaz de destruir todas las virtudes, en la medida en que puede
tomar ocasión de todas ellas -incluso de la humildad[93] y también las teologales-, para enorgullecerse, al igual que lo puede
hacer respecto de cualquier otra excelencia[94].
Así pues, la soberbia no es esencialmente un pecado general o universal, sino sólo por cierta redundancia, en el sentido de que de
él pueden nacer todos los demás pecados[95]. En este sentido se dice que la soberbia es inicio o principio de todos los pecados[96].
De modo que se puede cometer un pecado concreto que no sea inducido por la soberbia, sino por la flaqueza o la ignorancia[97].
Y en este caso tenemos un pecado venial. Si la soberbia fuese un pecado universal o general, todo pecado sería mortal. Sin
embargo, sólo hay pecado mortal cuando éste procede de una soberbia perfecta[98].
En virtud del carácter general del vicio de la soberbia, todos los pecados pueden tener su origen en él. Y por el hecho de que el
objeto de la soberbia es el desprecio de la ley divina, se puede decir que hay soberbia en todo pecado, teniendo en cuenta lo que
acabamos de decir: que algunos pecados se pueden cometer, no por soberbia, sino por flaqueza o ignorancia. De tal manera que,
en un determinado acto, puede haber soberbia en cuanto al efecto externo -por cuanto que en toda transgresión de la ley divina
hay soberbia contra Dios-, pero sin afecto[99].
En resumen, y aplicando al caso de la humildad todo lo expuesto acerca del cierto carácter general que tiene la soberbia, podemos
decir que, efectivamente, la humildad posee también cierto carácter general precisamente por ser guardián de todas las virtudes,
ya que las conserva de la corrupción de la soberbia, la cual corrompe directamente a la misma humildad, pero puede también
destruir, por abuso, cualquier virtud. En definitiva, decir que la humildad tiene cierto carácter general equivale a decir que es
guardián de las virtudes. La distinción está, si acaso, en que esta última expresión es más gráfica.
El cierto carácter general de la humildad, o lo que es lo mismo, su función de guardián de las demás virtudes, se refiere igualmente
a su carácter de fundamento. Son tres modos de señalar la misma realidad. En efecto, la humildad es fundamento de todas las
demás virtudes, en el sentido de que remueve lo que acecha a las buenas obras de la virtud a fin de destruirlas[100], esto es, la
soberbia.
La palabra fundamento añade, si acaso, un matiz. Lo que es fundamento da firmeza, consolida. De manera que la humildad
fortalece de alguna forma a las otras virtudes. La razón por la que da firmeza a las otras virtudes es porque remueve la soberbia.
En este sentido, la soberbia sería, así, al parecer, lo que debilita a esas otras virtudes. De lo cual podemos concluir que si no hay
humildad alguna, no puede mantenerse en pie ninguna virtud; aparece así como condición de las demás virtudes. E igualmente,
podríamos deducir de ello que las virtudes se hacen más estables, al menos en parte, en la medida en que crece la humildad.
Por último, saliéndonos ya de la terminología de Santo Tomás, podemos mencionar, como otro modo en que se ha formulado la
humildad en cuanto fundamento, el considerarla como una especie de meta-virtud, como una virtud necesaria para la adquisión
de la virtud en general[101]. Así, como afirma Schlesinger, la humildad consiste esencialmente en un olvido de sí que proporciona
una mayor objetividad[102], lo cual es necesario para el desarrollo de cualquier virtud. Se trata de un modo positivo de plantear
la función de la humildad en lo que se refiere a la práctica de las virtudes en general. Efectivamente, si la soberbia ciega, y la
humildad se encarga de guardarnos de la soberbia, entonces puede decirse que aquélla da luz al entendimiento; lo que es útil para
la prudencia y, por consiguiente, para todas las virtudes.
3.2 El alcance del concepto fundamento aplicado a otras virtudes
La humildad no es la única virtud que Santo Tomás califica de fundamento de las otras. Veamos ahora qué otras virtudes considera
Santo Tomás como fundamento de otras y en qué se distinguen de la humildad en lo que se refiere a su carácter fundante.
Una cosa puede ser primera -entiéndase fundamento- de modo esencial o de modo accidental[103]. Las virtudes teologales son
necesariamente de modo esencial las primeras entre las demás virtudes, puesto que el fin es principio en el orden operativo, y las
virtudes teologales tienen como objeto precisamente al fin último. Y entre éstas, la fe es la primera. En efecto, la voluntad no
puede tender hacia el fin último si no se halla antes en el entendimiento. Y el fin último está en el entendimiento justamente por
la fe, estando en la voluntad por la esperanza y la caridad.
Una cosa puede ser fundamento de otra también de modo accidental. Una causa accidental es igualmente primera de modo
accidental. Apartar los obstáculos es efecto de una causa accidental. En este sentido, algunas virtudes pueden ser anteriores a la
fe en cuanto que apartan los impedimentos para creer. Este es el caso de la humildad, la cual aparta la soberbia, que es un obstáculo
para la virtud de la fe en la medida que hace que el hombre no se someta a la verdad de fe. Con todo, las virtudes que son causa
accidental de otras virtudes -entre las que se incluye la humildad- no son verdaderas virtudes si no van unidas a la fe.
Por tanto, las virtudes teologales son las únicas que se dicen fundamento esencial o causa esencial de las demás virtudes. La
humildad, en cambio, es causa accidental de las mismas. Y este es el modo en que causa la fe en concreto, y también el resto de
las virtudes, porque la fe es la primera de todas las virtudes; es anterior incluso a la esperanza y a la caridad.
En realidad, las virtudes teologales son también los principios o fundamentos de los dones del Espíritu Santo, y éstos, a su vez,
de las virtudes intelectuales y morales[104]. Podríamos anadir que su fundamentación respecto a las otras virtudes es parecida a
la de la humildad en la medida en que tornan dóciles a las potencias del alma a la acción del Espíritu Santo, y en ese sentido,
remueven obstáculos.
Por lo que se refiere concretamente al don de temor -que, como hemos dicho, corresponde a la virtud de la humildad- hay que
señalar que la Sagrada Escritura dice de algún modo que es fundamento de las virtudes: “el temor del Señor es inicio de la
sabiduría” (Sal 110, 2). El temor del Señor fundamenta las demás virtudes concretamente en el sentido de que destierra el pecado
(cfr. Si 1, 27) en lo que se refiere a los éxitos o victorias (prospera) en la medida que son ocasión de pecado[105]. Por éxitos aquí
se puede entender honores.
Las virtudes cardinales también se dicen fundamento por la misma razón por la cual son cardinales, es decir, por la principalidad
de su materia, y en ello se diferencia su modo de fundamentar las otras virtudes: “La humildad se llama conservación y fundamento
de las otras virtudes en su ser, en cuanto que remueve lo que obstaculiza, a saber, la soberbia, la cual acecha las buenas obras, a
fin de que perezcan, como dice Agustín, no por la principalidad de la materia, a la cual las materias de las otras virtudes se reducen,
de tal manera que los movimientos de las otras virtudes se hicieran firmes por la humildad, cosa que hace la virtud cardinal” [106].
En definitiva, la manera de fundamentar las demás virtudes propio de las virtudes cardinales se distingue de la forma en que lo
hace la humildad, en que aquéllas las fundamentan directamente, mientras que la humildad lo hace indirectamente: “La humildad
da firmeza a todas las virtudes indirectamente, removiendo aquello que amenaza las buenas obras de la virtud, para que perezcan;
pero con las virtudes cardinales se da firmeza a las otras virtudes directamente”[107]. Esto constituye una razón adicional por la
cual la humildad no es una virtud cardinal: no fundamenta a las otras virtudes directamente -como lo hacen las virtudes cardinales-
sino indirectamente. Así, si se compara la vida espiritual con un edificio, la humildad viene a ser como la base del mismo y la
virtudes cardinales como sus pilares.
Cabría preguntarse si al hablar Santo Tomás de las virtudes cardinales como fundamento directo de las otras virtudes se refiere al
conjunto de las cuatro en relación con todas las demás virtudes que no son cardinales, o a cada una de ellas en particular con
relación a sus virtudes anejas o adjuntas. Nos parece que Santo Tomás se refiere a cada virtud cardinal en particular: la fortaleza,
la templanza, la justicia y la prudencia fundamentan de forma directa a cada una de las virtudes secundarias que de ellas dependen.
Aun así, nos parece que habría que admitir que una virtud cardinal es fundamento también de las otras virtudes que no dependen
directamente de ella, y esto en virtud de la conexión que existe entre todas las virtudes. Así y todo, la relación que existe entre
una virtud cardinal y una virtud no aneja a ella nos parece que debería concebirse como una redundancia y no como una
fundamentación.
Por otra parte, no parece que se pueda decir que una virtud cardinal sea fundamento de otra virtud cardinal -ni directo, ni indirecto-
, por cuanto están, en principio, a un mismo nivel; sólo sería fundamento indirecto de las virtudes anejas al resto de las virtudes
cardinales, pero en el sentido de que da firmeza a éstas por una cierta redundancia o influjo en ellas. Cabría preguntarse, además,
si alguna virtud cardinal da firmeza a la humildad. En efecto, al colocar la humildad como una virtud aneja a la templanza[108],
afirma de modo implícito que la templanza da firmeza a la humildad, lo cual parece una contradicción: por un lado se afirma que
es fundamento de todas las virtudes -incluidas, si hemos entendido bien el texto de Santo Tomás, las virtudes cardinales-, y, por
otro, que la templanza es fundamento de la humildad. Nos inclinamos a pensar que la humildad es fundamento de todas las
virtudes en un sentido -por así decir- absoluto, de manera que ninguna otra virtud moral le da firmeza.
Transcribimos de nuevo el texto citado anteriormente, pero haciendo otro subrayado: “La humildad da firmeza a todas las virtudes
indirectamente, removiendo aquello que amenaza las buenas obras de la virtud, para que perezcan; pero con las virtudes cardinales
se da firmeza a las otras virtudes directamente”[109]. Al referirse a las virtudes de las que la humildad es su fundamento, Santo
Tomás las califica con el adjetivo todas (omnes). En cambio, para referirse a las virtudes respecto de las cuales cada una de la
virtudes cardinales es fundamento, emplea el calificativo otras (aliae). Sería preciso determinar si el término otras aquí equivale
a todas. Nos parece que afirmar que la humildad es fundamento de todas las virtudes implica que también es fundamento de las
virtudes cardinales, aunque Santo Tomás no lo formule así de modo explícito. De ser así, no parecería que fuese fundamento
indirecto de las virtudes cardinales, sino fundamento directo. Aclarar este punto tiene su importancia, pues si se afirma que la
humildad no fundamenta de modo directo las virtudes cardinales, entonces podría quizá considerarse, bajo su aspecto de
fundamento -si bien indirecto-, como virtud cardinal; en cambio, si se afirma que la humildad fundamenta directamente las
virtudes cardinales, entonces resultaría bastante claro que no debería tomarse por una de las virtudes cardinales, al funcionar a
otro nivel, a un nivel más profundo que las mismas. Nos parece que la humildad no es fundamento directo de las virtudes
cardinales, sino indirecto, de igual modo que lo es respecto de las virtudes anejas a las cardinales y -nos atrevemos a añadir-
incluso de las virtudes teologales. De forma que la virtud de la humildad, sí, es fundamento de todas las virtudes, pero, volviendo
al ejemplo del edificio, lo hace del modo en que los cimientos sostienen la casa: indirectamente, a través de los pilares, que serían
lo que sostiene la casa directamente.
Por último, Santo Tomás señala la penitencia como fundamento. Aborda este tema a propósito de la cuestión de si la virtud de la
penitencia es engendrada por el temor[110]. Tanto el temor como la penitencia se llaman fundamento en cuanto que hacen huir
del mal. Pero el modo de ser fundamento el uno y el otro es distinto. El temor es lo primero en cuanto a retroceder de todo mal;
en cambio, la penitencia lleva a retroceder de un mal concreto, es decir, del mal ya cometido. Así, el temor es un principio general,
y la penitencia una especie de él.
Concluyamos diciendo brevemente en qué se distingue la humildad como fundamento de todas las virtudes de las otras virtudes
señaladas también por Santo Tomás como fundamento de las demás. La humildad es fundamento de todas las virtudes en cuanto
que remueve el obstáculo de las virtudes, esto es, la soberbia. Las virtudes teologales son fundamento de las demás virtudes por
cuanto se refieren al fin último, el cual es principio en el orden operativo. El temor es fundamento en el sentido de que por él se
retrocede del mal. Las virtudes cardinales son fundamento de sus respectivas virtudes anejas por la principalidad de su materia.
Y, finalmente, la penitencia es fundamento en la medida en que hace retroceder concretamente del mal cometido.
4. El rango de la humildad entre las demás virtudes
Habiendo considerado la naturaleza y desarrollo de la humildad, y su distinción de otras virtudes, estamos en condiciones de
apreciar las excelencias de esta virtud tanto en sí misma (4.1) como en relación con las otras virtudes (4.2).
4.1 La excelencia de la humildad
La excelencia, nobleza o importancia de la humildad lo muestra el hecho de que resume de alguna manera toda la ley. Lo afirma
Santo Tomás de modo explícito en esta cita que, por su rico contenido, hemos citado ya muchas veces: “Toda la ley nueva consiste
en dos cosas: la mansedumbre y la humildad. Por la mansedumbre el hombre se ordena respecto al prójimo... Por la humildad se
ordena respecto a Dios y respecto a sí mismo”[111].
Santo Tomás parece interpretar que el Señor invita más a la humildad que a la mansedumbre, pues en más de una ocasión afirma
que el Señor invita a imitar principalmente su humildad[112], aunque en ningún momento dice explícitamente que el el Señor nos
propuso la humildad más que la mansedumbre. Por eso quizá afirme el Aquinate que “la humildad es lo que más agrada a
Dios”[113]. Sin embargo, en otra ocasión dice que Cristo nos invitó a imitarle principalmente tanto en su humildad, como en la
mansedumbre y en la caridad[114]. En cualquier caso, la humildad es una de las tres virtudes en las que consiste la toda la ley, de
modo que podríamos decir que la ley se resume en la humildad, en la mansedumbre y en la caridad.
Por otra parte, es interesante notar que, al decir que Cristo recomienda principalmente la humildad, la mansedumbre, y la caridad,
Santo Tomás pone la humildad casi al nivel de la caridad, si no es que lo pone al mismo. En efecto, el que la caridad sea vínculo
de perfección habla de la gran importancia de esta virtud.
Cumplir la ley es alcanzar la santidad. Así, aquello de lo que consta la santidad es equivalente a la ley. Sin embargo, Santo Tomás
no incluye -al menos explícitamente- ni la mansedumbre ni la caridad- al hablar de aquello en que consiste la santidad: “la santidad
consiste en dos cosas: en portarse humildemente y en dar culto a Dios”[115]. El culto a Dios se refiere a la virtud de la religión,
y así lo hace notar Santo Tomás. De modo que la ley consiste fundamentalmente no sólo en la humildad, mansedumbre y caridad,
sino también en la religión. Sin embargo, cabe interpretar estas palabras como referidas tan sólo a la humildad, puesto que por
ésta, como ya hemos visto, el hombre reverencia a Dios sometiéndose a Él. De este modo, la santidad consistiría sin más en la
humildad.
De todas formas, se pueden interpretar estas palabras como queriendo decir: hay dos cosas esenciales a la santidad, aunque no
sean las únicas. En efecto, tomando en cuenta el contexto en el que el Aquinate hace esta afirmación, esta interpretación podría
ser válida. Santo Tomás hace esta afirmación al comentar los siguientes versos de la Escritura: “Que nadie con afectada humildad
o con el culto de los ángeles os prive del premio, haciendo alarde de lo que ha visto, hinchándose vanamente bajo el efecto de su
inteligencia carnal, y no teniendo la cabeza, por la cual el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos,
crece por crecimiento divivno” (Col 2, 18-19). Dice Santo Tomás Tomás que los pseudoapóstoles a los que hace referencia San
Pablo se hacía pasar por santos, y por eso fingían humildad y religiosidad, cosas de las que consta la santidad.
Otro modo de hablar de la ley, o de la santidad como cumplimiento de la ley, es hablar de las cosas que se requieren para entrar
en la gloria. En este sentido, comentando las palabras del Salmo “Estate sujeto al Señor y órale” (Sa 36, 4), el Aquinate señala
que se requieren dos cosas para alcanzar la gloria: la humildad y la oración[116]. Efectivamente, “el que fuese humillado, estará
en la gloria” (Jb 22); “Es justo estar sometido al Señor”: de ahí que diga: “Estate sujeto al Señor”. Y la oración es necesaria para
llegar a la gloria porque por ella precisamente el hombre llega a Dios que es la gloria de nuestra bienaventuranza: “Mucho vale
el clamor asiduo de los justos” (2 Ma, 9).
La oración podría interpretarse como incluida dentro de la religión. Sin embargo, también podría entenderse como un aspecto de
la humildad. Así, en la oración se reverencia o adora a Dios, cosa propia de la humildad. Igualmente, se le da gracias, lo cual
también es manifestación de humildad. Asimismo, se le pide perdón, lo cual se hace por humildad. Y finalmente, se pide ayuda a
Dios, lo que es propio del que confía en Dios y no sólo en sus propias fuerzas, que implica humildad.
4.2 Las virtudes superiores a la humildad
Santo Tomás explica con detalle el criterio que sigue para determinar la perfección de una virtud, y cómo éste se aplica a cada
virtud: “La bondad de la virtud humana procede del orden de la razón, que se mide principalmente por relación al fin. Por eso las
virtudes teologales, cuyo objeto es el fin último, son las más perfectas. Pero secundariamente se tiene también en cuenta el orden
que guardan entre sí los medios en función del fin. Esta ordenación radica esencialmente en la misma inteligencia ordenadora;
por participación, en el apetito racional. Dicha ordenación, en forma universal, la establece la justicia, principalmente la legal. Y
el someterse a su dictamen es obra de la humildad, si se toma en sentido universal; de cualquier otra virtud, en su materia propia.
Por consiguiente, después de las virtudes teologales, que miran al fin directamente, y de las virtudes intelectuales, que miran a la
misma razón, y de la justicia, principalmente después de la legal, sigue en perfección la virtud de la humildad”[117]. El criterio
que emplea Santo Tomás para determinar la perfección o bondad de una virtud con respecto a las demás es el orden de la razón.
Interpretamos estas palabras como queriendo decir que una virtud es superior a otra en la medida en que lleva el bien de la razón
a la acción humana; es decir, en cuanto lleva a la persona a actuar según la recta razón, a actuar de un modo razonable. Esto
equivale a decir que el rango de una virtud se refiere a cuán decisiva es ésta de cara a la santidad.
Así, las virtudes teologales son las más importantes. Y las segundas más importantes son las intelectuales, entre las cuales se
encuentra la prudencia. Luego viene la justicia, y en primer lugar, concretamente la justicia legal; después las otra dos: la
conmutativa y la distributiva, aunque entre éstas Santo Tomás no establece un orden. Podría llamar la atención que la justicia,
siendo una virtud cardinal, sea más perfecta que la humildad. Pero hay que recordar que la dificultad para vivir una virtud no está
relacionada necesariamente con su perfección. Así, por ejemplo, “Las virtudes cardinales se llaman principales respecto a todas
las otras virtudes no porque son más perfectas que todas las otras, sino porque sobre ellas versa principalmente la vida humana, y
sobre ellas se fundan las otras virtudes”[118]. Esta es la respuesta que ofrece Santo Tomás para explicar por qué la liberalidad,
siendo más perfecta que las justicia, no se encuentra entre las cardinales. En efecto, es más laudable dar a alguien de lo propio, lo
cual hace la liberalidad, que darle a alguien lo suyo, de lo que se encarga la justicia.
Después de la virtud cardinal de la justicia tenemos la humildad en sentido universal y cada virtud en su materia propia. Aquí da
la impresión de que Santo Tomás considera que en la humildad están contenidas de alguna forma todas las virtudes, si bien no
abunde aquí sobre este particular.
Tenemos, pues, que dentro de las virtudes morales, la humildad es inferior tan sólo a la virtud cardinal de la justicia. Por tanto, es
superior a la fortaleza y a la templanza. Y en cuanto a la virtud de la prudencia, asumimos que la incluye Santo Tomás dentro de
las virtudes intelectuales y que, por tanto, es superior en perfección a la humildad.

NOTAS:
[1] S. Th., II-II, q. 161, a. 4, ad 1: “Virtutes theologicae, quae sunt circa ultimum finem, qui est primum principium in
appetibilibus, sunt causae omnium aliarum virtutum”.
[2] Cfr. II-II, q. 19, a. 6, co.
[3] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 2.
[4] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, co.
[5] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, co.
[6] Cfr. In IV Sententiarum, d. 12, q. 3, a. 2, c., ad 1.
[7] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[8] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XVIII, Lect. I, n. 1491.
[9] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[10] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 2, ad 3.
[11] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 2.
[12] Cfr. II-II, q. 19, a. 12, ad 3.
[13] Cfr. II-II, q. 19, a. 9, ad 1.
[14] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. VIII, Lect. I, n. 683.
[15] S. Th., I-II, q. 58, a. 3, co: “Principium autem humanorum actuum in homine non est nisi duplex, scilicet intellectus sive
ratio, et appetitus: haec enim sunt duo moventia in homine, ut dicitur in III De anima. Unde omnis virtus humana oportet quod
principiorum. Si quidem igitur sit vel practici ad bonum hominis actum, erit virtus intellectualis: si autem sit perfectiva appetitivae
partis, erit virtus moralis”.
[16] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 5.
[17] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 3.
[18] Cfr. Super ad Thim. II, Cap. III, Lect. 1, n. 101.
[19] Cfr. Super ad Thim. I, Cap. VI, Lect. 1, n. 238.
[20] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. un., n. 959.
[21] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[22] Cfr. Ibíd., q. un., a. 1, co.
[23] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Vita ergo proprie humana est vita activa, quae consistit in exercitio virtutum moralium: et ideo proprie
virtutes cardinales dicuntur in quibus quodammodo vertitur et fundatur vita moralis, sicut in quibusdam principiis talis vitae;
propter quod et huisumodi virtutes principales dicuntur”.
[24] S. Th., I-II, q. 61, a. 3, co: “Praedictas quatuor virtutes dupliciter considerare possumus. Uno modo, secundum communes
rationes formales. Et secundum hoc dicuntur principales, quasi generales ad omnes virtutes: utputa quod omnis virtus quae facit
bonum in consideratione rationis, dicatur prudentia; et quod omnis virtus quae facit bonum debiti et recti in operationibus, dicatur
iustitia; et omnis virtus quae cohibet passiones et deprimit, dicatur temperantia; et omnis virtus quae facit firmitatem animi contra
quascumque passiones, dicatur fortitudo... Et sic aliae virtutes sub ipsis continentur... Alio vero modo possunt accipi, secundum
quod istae virtutes denominantur ab eo quod est praecipuum in unaquaque materia. Et sic sunt speciales virtutes, contra alias
divisae. Dicuntur tamen principales respectu aliarum propter principalitatem materiae: puta quod prudentia dicatur quae
praeceptiva est; iustitia, quae est circa actiones debitas inter aequales; temperantia, quae reprimit concupiscentias delectationum
tactus; fortitudo, quae firmat contra pericula mortis. Aliae virtutes possunt habere aliquas alias principalitates, sed istae dicuntur
principales ratione materiae”.
[25] Cfr. B. HÄRING, La ley de Cristo, III, cit., p. 78.
[26] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[27] S. Th., II-II, q. 137, a. 2, co: “Virtus principalis est cui principaliter adscribitur aliquid quod pertinet ad laudem virtutis:
inquantum scilicet exercet illud circa propriam materiam in qua difficillimum et optimum est illud observare”. Cfr. también II-II,
q. 123, a. 2 y I-II, q. 61, a. 3 y 4.
[28] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[29] Cfr. Ibíd., q. un., a. 1, co.
[30] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Moderatio autem, sive refrenatio, ibi praecipue laudem habet et rationem boni, ubi praecipue passio
impellit, quam ratio refrenare debet, ut ad medium virtutis perveniatur. Impellit autem passio maxima ad prosequendas
delectationes maximas, quae sunt delectationes tactus; et ideo ex hace parte ponitur cardinalis virtus temperantia, quae reprimit
concupiscentias delectabilium secundum tactum”.
[31] S. Th., II-II, q. 141, a. 7, obj. 3: “Spes est principalior motus animae quam desiderium seu concupiscentia, ut supra habitum
est (1-2 q. 25 a.4). Sed humilitas refrenat praesumptionem immoderatae spei. Ergo humilitas videtur esse principalior virtus quam
temperantia, quae refrenat concupiscentiam”.
[32] II-II, q. 141, a. 7, ad 3: “Ea quorum est spes, sunt altiora his quorum est concupiscentia: et propter hoc spes ponitur passio
principalis in irascibili. Sed ea quorum est concupiscentia et delectatio tactus, vehementius movent appetitum, quia sunt magis
naturalia. Et ideo temperantia, quae in his modum statuit, est virtus principalis”.
[33] Cfr. Super evangelium Matthaei, Cap. XIX, Lect. un., n. 1602.
[34] Cfr. S. Th., II-II, q. 132, a. 4, co.
[35] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co.
[36] De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26: “Inter passiones irascibilis, praecipuum est quod pertinet ad timores et audacias
circa pericula mortis, circa quae est fortitudo: unde fortitudo ponitur virtus cardinalis in irascibili; non mansuetudo, quae est circa
iras...propter hoc quod est ultima inter passiones irascibilis; nec etiam magnanimitas et humilitas, quae quodammodo se habent
ad spem vel fiduciam alicuius magni: non enim ita movent hominem ira et spes sicut timor mortis”.
[37] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, co: “Harum autem quatuor virtutum prudentiaquidem est in ratione, iustitia autem est
in voluntate, fortitudo autem in irascibili, temperantiaautem in concupiscibili; quae solae potentiae possunt esse principia actus
humani, id est voluntarii”.
[38] Ibíd., q. un., a. 1, co: “Unde patet ratio virtutum cardinalium, tum ex parte modorum virtutis, quae sunt quasi rationes
formales, tum etiam ex parte materiae, tum etiam ex parte subiecti”.
[39] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[40] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, ad 3; q. 129, a. 1, co.
[41] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, co.
[42] II-II, q. 161, a. 1, co.: “Respondeo dicendum quod sicut dictum est (1-2 q. 23 a.2), cum de passionibus ageretur, bonum
arduum habet aliquid unde attrahit appetitum, scilicet ipsam rationem boni, et habet aliquid retrahens, scilicet ipsam difficultatem
adipiscendi: secundum quorum primum insurgit motus spei, et secundum aliud motus desperationis. Dictum est autem supra (1-
2 q. 61 a. 2) quod circa motus appetitivos qui se habent per modum impulsionis, oportet esse virtutem moralem moderantem et
refrenantem: circa illos autem qui se habent per modum retractionis, oportet esse virtutem moralem firmantem et impellentem. Et
ideo circa appetitum boni ardui necessaria est duplex virtus. Una quidem quae temperet et refrenet animum, ne immoderate tendat
in excelsa: et hoc pertinet ad virtutem humilitatis. Alia vero quae firmat animum contra desperationem, et impellit ipsum ad
prosecutionem magnorum secundum rationem recta: et haec est magnanimitas”.
[43] Cfr. II-II, q. 161, a. 1, ad 3.
[44] Cfr. L.A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based in Thomas Aquinas, cit., p. 92.
[45] Cfr. Ibíd., p. 109.
[46] Cfr. Ibíd., p. 111: “... humility calls us to look outside ourselves to see God at work”.
[47] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Tota enim lex nova consistit in duobus: in mansuetudine et humilitate.
Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum... Per humilitatem ordinatur ad se, et ad Deum”.
[48] De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26: “Inter passiones irascibilis, praecipuum est quod pertinet ad timores et audacias
circa pericula mortis, circa quae est fortitudo: unde fortitudo ponitur virtus cardinalis in irascibili; non mansuetudo, quae est circa
iras...propter hoc quod est ultima inter passiones irascibilis; nec etiam magnanimitas et humilitas, quae quodammodo se habent
ad spem vel fiduciam alicuius magni: non enim ita movent hominem ira et spes sicut timor mortis”.
[49] S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.: “Respondeo dicendum quod, sicut supra dictum est, in assignando partes virtutibus praecipue
attenditur similitudo quantum ad modum virtutis. Modus autem temperantiae, ex quo maxime laudem habet, est refrenatio vel
repressio impetus alicuius passionis. Et ideo omnes virtutes refrenantes sive reprimentes impetus aliquarum affectionum, vel
actiones moderantes, ponuntur partes temperantiae. Sicut autem mansuetudo reprimit motum irae, ita etiam humilitas reprimit
motum spei, qui est motus spiritus in magna tendentis. Et ideo, sicut mansuetudo ponitur pars temperantiae, ita etiam humilitas”.
[50] Cfr. Super ad Thim. II, Capt. II, Lect. IV, n. 84.
[51] Cfr. Super ep. ad Romanos, Capt. I, Lect. VII, n. 130.
[52] Cfr. S. Th., I-II, q. 47, a. 4, co.
[53] Cfr. II-II, q. 161, a. 6, pr.
[54] II-II, q. 161, a. 6, ad 1: “Non est autem inconveniens quod ea quae ad alias virtutes pertinent, humilitati adscribantur. Quia
sicut unum vitium oritur ex alio, ita naturali ordine actus unius virtutis procedit ex actu alterius”.
[55] Cfr. II-II, q. 104, a. 3, ad 1.
[56] Cfr. II-II, q. 161, a. 3, ad 1.
[57] Cfr. II-II, q. 161, a. 5, co.
[58] Cfr. II-II, q. 4, a. 7, ad 3.
[59] Cfr. O. LOTTIN, Morale Fondamentale, París 1954, p. 22.
[60] Cfr. S. Th., II-II, q. 83, a. 15, co.
[61] Cfr. I, q. 76, a. 8, co; II-II, q. 120, a. 2, co; II-II, q. 128, a. 1, co, passim.
[62] Cfr. II-II, q. 143, a. un., co.
[63] Cfr. II-II, q. 48, a. 1, co.
[64] Cfr. II-II, q. 48, a. 1, co.
[65] Cfr. II-II, q. 157, a. 3, ad 2.
[66] Cfr. II-II, q. 161, a . 5, ad 2.
[67] II-II, q. 157, a. 3, ad 2: “Adiunctio virtutum secundariarum ad principales magis attenditur secundum modum virtutis, qui
est quasi quaedam forma eius, quam secundum materia”.
[68] Cfr. II-II, q. 128, a. 1, co, passim.
[69] II-II, q. 157, a. 3, co: “Ad modum ex quo principaliter dependet laus virtutis, unde et nomen accipit”.
[70] II-II, q. 137, a. 2, ad 1: “Annexio secundariae virtutis ad principalem non solum attenditur secundum materiam, sed magis
secundum modum: quia forma in unoquoque potior est quam materia”.
[71] Cfr. II-II, q. 143, a. un., co.
[72] De todas formas, el Filósofo griego considera la humildad una de las siete partes de la templanza (Cfr. In III Sententiarum,
d. 33, q. 3, a. 2, c, obj. 1).
[73] In III Sententiarum, d. 33, q. 3, a. 2, c, ad 2: “Superbus, inquantum se superextendit ad ea quae sunt supra ipsum, sic habet
aliquid de modo audacis; et ideo reducitur aliquo modo ad vitia opposita fortitudini; quamvis proprie loquendo, secundum quod
communiter de superbia loquimur, magis sit excessus magnanimitatis. Humilitas autem, inquantum diminutio est, habet aliquid
de modo temperantiae; et ideo ad ipsam reducitur sicut pars potentialis”.
[74] S. Th., II-II, q. 144, a. 1, co.
[75] II-II, q. 160, a. 2, co.: “... differt a temperantia in hoc quod temperantia est moderativa eorum quae difficillimum est refrenare,
modestia autem est moderativa eorum quae in hoc mediocriter se habent”.
[76] II-II, q. 161, a. 4, co.: “Respondeo dicendum quod, sicut supra dictum est, in assignando partes virtutibus praecipue attenditur
similitudo quantum ad modum virtutis. Modus autem temperantiae, ex quo maxime laudem habet, est refrenatio vel repressio
impetus alicuius passionis. Et ideo omnes virtutes refrenantes sive reprimentes impetus aliquarum affectionum, vel actiones
moderantes, ponuntur partes temperantiae. Sicut autem mansuetudo reprimit motum irae, ita etiam humilitas reprimit motum spei,
qui est motus spiritus in magna tendentis. Et ideo, sicut mansuetudo ponitur pars temperantiae, ita etiam humilitas. Unde et
Philosophus, in IV Ethic, eum qui tendit in parva secundum suum modum, dicit non esse magnanimum, sed ‘temperatum’: quem
nos humilem dicere possumus. Et inter alias partes temperantiae, ratione superius dicta (q. 160 a. 2), continetur sub modestia,
prout Tullius de ea loquitur: inquantum scilicet humilitas nihil est aliud quam quaedam moderatio spiritus. Unde et I Petr. 2, 4
dicitur: ‘In incorruptibilitate quieti ac modesti spiritus’”.
[77] Cfr. De virtutibus in communi, q. 1, a. 12, ad 26.
[78] Cfr. Ibíd., q. 1, a. 12, ad 26.
[79] Ibíd., q. 1, a. 9, ad 19: “Virtus perficitur in infirmitate, non quia infirmitas causat virtutem, sed quia dat occasionem alicui
virtuti, scilicet humilitati”.
[80] Cfr. Ibíd., q. 1, a. 12, obj. 26.
[81] Cfr. S. Th., II-II, q. 162, a. 2, co.
[82] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[83] Cfr. II-II, q. 161, a. 5, co.
[84] Quizá pueda ayudar a esclarecer el alcance del sentido universal de la humildad esta cita de San Josemaría Escrivá de
Balaguer: “ ‘La oración’ es la humildad del hombre que reconoce su profunda miseria y la grandeza de Dios, a quien se dirige y
adora, de manera que todo lo espera de Él y nada de sí mismo. ‘La fe’ es la humildad de la razón, que renuncia a su propio criterio
y se postra ante los juicios y la autoridad de la Iglesia. ‘La obediencia’ es la humildad de la voluntad, que se sujeta al querer ajeno,
por Dios. ‘La castidad’ es la humildad de la carne, que se somete al espíritu. ‘La mortificación’ es la humildad de las pasiones,
inmoladas al Señor. –La humildad es la verdad en el camino de la lucha ascética” (Surco, Madrid 1986, n. 259).
[85] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co.
[86] Cfr. II-II, q. 153, a. 4, ad 2.
[87] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co.
[88] Cfr. II-II, q. 132, a. 4, co.
[89] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, co; ad 3.
[90] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, ad 2.
[91] Cfr. II-II, q. 162, a. 8, ad 3.
[92] Cfr. II-II, q. 132, a. 4, co.
[93] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 3.
[94] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, ad 3.
[95] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 1.
[96] Cfr. II-II, q. 162, a. 7, ad 1.
[97] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[98] Cfr. II-II, q. 162, a. 5, ad 1.
[99] Cfr. II-II, q. 162, a. 2, co.
[100] Cfr. De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13.
[101] Cfr. L. A. FULLAM, The Virtue of Humility: A Reconstruction based on Thomas Aquinas,cit., p. 21, 243.
[102] Cfr. G. N. SCHLESINGER, Humility: “Tradition” 27 (3) (S. 1993) 12.
[103] Cfr. S. Th., II-II, q. 4, a. 7, co.
[104] Cfr. II-II, q. 19, a. 9 ad 4.
[105] Cfr. In III Sententiarum, d. 23, q. 2, a. 5, ad 2.
[106] Ibíd., d. 33, q. 2, a. 1, d, ad 3: “Humilitas dicitur conservatio et fundamentum aliarum virtutum in esse suo, inquantum
removet prohibens, scilicet superbiam, quae bonis operibus insidiatur ut pareant, sicut dicit augustinus, non autem propter
principalitatem materiae, ad quam aliarum virtutum materiae reducuntur, ut sic aliarum virtutum motus in humilitate firmentur,
quod facit cardinalem virtutem”.
[107] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13: “Humilitas firmat omnes virtutes indirecte, removendo quae bonis virtutum
operibus insidiantur, ut pereant; sed in virtutibus cardinalibus firmantur aliae virtutes directe”.
[108] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 4, co.
[109] De virtutibus cardinalibus, q. un., a. 1, ad 13.
[110] Cfr. In IV Sententiarum, d. 14, q. 1, a. 2, c., co.
[111] Super evangelium Matthaei, Cap. XI, Lect. III, n. 970: “Tota enim lex nova consistit in duobus: in mansuetudine et
humilitate. Per mansuetudine homo ordinatur ad proximum... Per humilitatem ordinatur ad se, et ad Deum”.
[112] Cfr. S. Th., II-II, q. 161, a. 5, ad 4; III, q. 40, a. 3, ad 3.
[113] II-II, q. 188, a. 8, obj. 3: “(...) humilitas est maxime Deo accepta”.
[114] Cfr. I-II, q. 68, a. 1, co.
[115] Cfr. Super ad Coloss., Cap. II, Lect. IV, n. 124: “Sanctitas autem in duobus consistit, scilicet in humili conversatione, et
cultura Dei”.
[116] In psalmos, Ps. 36, n. 4.
[117] S. Th., II-II, q. 161, a. 5, co: “Bonum humanae virtutis in ordine rationis consistit. Qui quidem principaliter attenditur
respectu finis. Unde virtutes theologicae, quae habent ultimum finem pro obiecto, sunt potissimae. Secundario autem attenditur
prout secundum rationem finis ordinantur ea quae sunt ad finem. Et haec quidem ordinatio essentialiter consistit in ipsa ratione
ordinante: participative autem in appetitu per rationem ordinato. Quam quidem ordinationem universaliter facit iustitia, praesertim
legalis. Ordinationi autem facit hominem bene subiectum humilitas in universali quantum ad omnia: quaelibet autem alia virtus
quantum ad aliquam materiam specialem. Et ideo post virtutes theologicas; et virtutes intellectuales, quae respiciunt ipsam
rationem; et post iustitiam, presertim legalem; potior ceteris est humilitas”.
[118] De virtutibus in communi, q. un., a. 1, ad 12: “Virtutes principaliores omnibus aliis, non quia sunt omnibus aliis perfectiores,
sed quia in eis p

La soberbia según Tomás de Aquino


J.F. Sellés. Facultad de Filosofía. Universidad de Navarra
Índice
Planteamiento
¿Qué es la soberbia?
Soberbia personal
Soberbia respecto de los demás
Soberbia respecto de Dios
Antídotos

Planteamiento
Como advirtió Tomás de Aquino hay dos vicios característicos de los seres espirituales: la soberbia y la envidia[1]. A la
precedente exclusividad tal vez se objete que también la acedia o tristeza espiritual es inorgánica, pues es claro que ésta no se
confunde con el aburrimiento físico ni con el tedio o la falta de ilusión mental (por ejemplo, en la profesión), sino que es el
desaliento personal en orden a alcanzar metas espirituales[2]. Sin embargo, aunque este defecto se refiera realmente a realidades
inorgánicas, sin embargo está vinculada a la pereza, la cual tiene un indudable componente orgánico. En efecto, tal abatimiento o
falta de aliento en orden a alcanzar los bienes más altos del espíritu es debido a la laboriosidad que comportan las correspondientes
acciones corporales a emplear[3].
También se podría objetar que, por ejemplo, el placer estético es insensible, de modo que elesteticismo se podría considerar como
un defecto propiamente inmaterial. No obstante, es claro que sin realidades culturales sensibles (pinturas, esculturas, literaturas…)
tal delectación no comparece. Asimismo se suele indicar que hay cierta ira que es copyright del espíritu, porque incluso se atribuye
al ser divino. Ahora bien, ésta se refiere a asuntos sensibles. De modo que, al parecer, sólo los dos defectos arriba mencionados
parecen, por su origen y su objeto, inmateriales.
Es interesante conocer la índole de estas faltas. La rémora –aunque en este caso coyuntural– es sobre la conveniencia de publicar
estas páginas, pues es sabido que, por una parte, tocar temas éticos es molesto, sencillamente porque puede incomodar a los demás
y, por otra, porque exponerlos en el contexto universitario, donde los enojos son más sutiles, es, sin duda, un moderno tabú. Tal
vez fuera más oportuno hablar de las perfecciones contrarias –lahumildad y la caridad–. Con todo, si es cierto el aserto aristotélico
de que, por contraste, el hombre aprende más de las exposiciones negativas que de las positivas, tal vez lo que se escribe a
continuación pueda beneficiar al lector que, de seguro, podrá ahondar en lo indicado.
Al escribir esta exposición se cuenta con otro escollo, a saber, que respecto de estos males –en especial, la soberbia–, nadie se
puede considerar inmune, ya que nadie parece justificado a reiterar aquello de “no soy como los demás”[4], pues se trata –según
enseñaba una Glosamedieval– del pecado universal[5]. De modo que, si existe alguna persona sin este defecto, esa será sin
mancha[6]. En adelante se procederá, primero, a explicar la soberbia. El orden será como sigue: al inicio, una exposición del
defecto; luego, un elenco de sus manifestaciones; por último, unas breves propuestas de corrección, pues en este defecto es magna
la necesidad de rectificar[7].

¿Qué es la soberbia?
La palabra “soberbia” se puede entender en dos sentidos: uno positivo y poco frecuente, y otronegativo y de uso ordinario, según
si aquello a que se aspira es, respectivamente, bueno o malo[8]. Esta sería una acepción material del término. Sin embargo,
formalmente hablando, el vocablo designa un vicio negativo del espíritu, el superior a todos. El sentido positivo es el que, por
ejemplo, en una universidad, designa que ésta lo sigue siendo y crece como tal. En cambio, el negativo es el más eficaz disolvente
de la institución universitaria.
Tomás de Aquino indica que soberbio es el que tiene un amor desordenado hacia su propio bien por encima de otros bienes
superiores[9]. El sólo hecho de dudar si existen bienes superiores al propio ya es, pues, síntoma de este defecto. Es amor
desordenado, porque como el soberbio no se conoce como quién es, sino que tiene un conocimiento de sí como de aquél que
quiere ser, desea para él lo que no le es adecuado. La describe como el apetito inmoderado de la propia excelencia[10] que, de
paso, rebaja la dignidad ajena[11]. Desde luego, la exelencia es debida a alguna cualidad buena[12]; por eso, se puede referir a
diversas aptitudes humanas[13]. Por el contrario, añade que el humilde no se preocupa de la propia excelencia, pues se considera
indigno[14]. Advierte también que la soberbia es la madre[15] y reina[16] de todo defecto, es decir, su origen y su fin[17]. De
modo que las otras lacras, como hijas naturales, tienen cierto parecido a la madre[18] y, asimismo, cierta propensión a rendirle
honores[19].
Otra nota que el de Aquino atribuye a la soberbia es que este defecto radica en la voluntad[20], y, precismente por considerarla
una mala inclinación de esta potencia humana, añade que el soberbio no se subordina a su recto conocimiento propio, de modo
que pueda percibir por él su distintiva verdad[21]. Por el contrario, nota que la humildad se ajusta al adecuado conocimiento que
alguien tiene de sí[22] (“donde hay humildad hay sabiduría”, dice laEscritura[23]). Por eso admite que la soberbia impide la
sabiduría[24]. También advierte que las verdades directamente impedidas por la soberbia son aquellas que se denominaban
“afectivas”[25], es decir, unas de las más altas que sólo las personas virtuosas conocen por connaturalidad. En rigor, el fruto
seguro de este defecto es la ceguera de la mente[26].
No obstante, si bien se mira, la soberbia no inhiere en la voluntad, sino –como su carcoma[27]– en lo más neurálgico de nuestra
intimidad, de donde procede toda malicia, y a donde toda corrupción se ordena[28]. Sí, nadie se reduce a su voluntad, y es en esa
realidad personal irreductibilble donde anida la soberbia y la peor ignorancia, lo cual le llevó a clamar a San Pablo: “de la ceguera
del corazón, líbranos Señor”[29]. Por eso se entiende que la perfección contraria, la humildad, sea –más que una virtud de la
voluntad– la fuente personalde todas las virtudes. También por esto la humildad, en cuanto que remueve la soberbia, es la sal que
preserva toda virtud[30]. Si el vicio de la soberbia es el más grave, también será el más tenaz y perdurable, porque es el que está
más hondamente radicado en nuestro ser; tan fuerte que extingue todas las virtudes y corrompe todas las potencias humanas[31].
Por lo que se refiere sus los tipos, Tomás señala que uno es el de aquel que se gloría en sus cualidades, y otro el de quien se arroga
lo que le sobrepasa[32]. Obviamente el segundo es peor –también más ciego– que el primero.
El carácter distintivo de este defecto respecto de los otros lo cifra el de Aquino en que en cualquiera de los demás se da siempre
cierto defecto; sin embargo, el mal en éste se toma de la perfección a la que desordenadamente se aspira[33]. Efectivamente, la
soberbia tiende a lo excelso[34], pero sin un “pequeño detalle”: la rectitud. Se distingue de la vanidad o vanagloria(la más afín a
aquélla[35]), es decir, del amor a la gloria mundana[36], porque la primera es el deseo desproporcionado de cualquier gran
realidad; la segunda, en cambio, tiende a la sóla grandeza externa, la alabanza y el honor[37], es decir, a ser considerado superior
a quien se es, pues así como el honor social es –según Aristóteles– el premio debido de la virtud, la soberbia busca ese honor pero
sin virtud. La una es interna (latens in corde[38]), mientras que otra es una manifestación suya externa[39].
La soberbia se distingue de la avaricia en que la primera es descabelladamente ávida de bienes inmateriales, mientras que la
segunda lo es de los sensibles. Se diferencia de la lujuriaen que ésta engendra torpeza, mientras que la soberbia intentando “pasarse
de lista” logra la peor ignorancia. De la gula, en que ésta tiende a lo fácil, mientras que la otra a lo arduo. De laenvidia, en que
ésta se entristece por el bien ajeno; en cambio, la soberbia se entristece por la carencia del bien propio que insensatamente desea.
De la pereza, en que ésta –como dice el refrán castizo– “ni lava ni peina cabeza”, mientras que la soberbia es trabajosa, pues
siempre anda maquinando cómo acrecentar el propio prestigio. La tentativa de justificación de estas actitudes es –según indica–
plural, pues unas veces se las tiende a disfrazar bajo el aspecto de la magnanimidad, otras, bajo el de audacia, ya que el soberbio
pretende –aunque sin orden– aquello que le supera[40].
Se presenta la soberbia, sobre todo, en dos frentes, y en ambos se parece a un tumor[41]maligno y con metástasis: en el de
la ciencia, y en el del poder[42]. En cuanto a la ciencia, es bien conocido que ésta hincha[43], pues el que se cree que sabe, todavía
no sabe como es debido. Por lo que al poder respecta, dos son las posibles causas de soberbia: la altura del status y las obras[44].
No es extraño, pues, que, sobre todo en una sociedad como la nuestra donde “mandar” y “obedecer” no significan exclusivamente
“servir”, la soberbia se manifieste en el sentirse “señor” del cargo en vez de “administrador” del mismo[45]. Tomás añade que
este defecto afecta sobremanera a la juventud[46]. Con todo, no es sólo un problema de gente joven, pues con el paso de los años
este defecto parece volverse tan acrisolado y retorcido como encubierto. También declara que incide más en las personas públicas
que en las privadas[47].
Seguidamente se intentan rastrear tres ámbitos de este defecto. Se atiende, en primer lugar, a la soberbia para consigo mismo; en
segundo lugar, para con los demás y, por último, con referencia a Dios.

Soberbia personal
Para consigo mismo la actitud soberbia lleva al convencimiento de que sin el propio criterio y experiencia difícilmente se acierta
en un tema o se realiza algo con corrección. Manifestaciones suyas son la arrogancia y la jactancia[48]: la primera, porque se
siente pagado de sus propios éxitos por encima de su objetiva valía; la segunda, que puede ser de cualidades que no tiene o que
tiene, porque es un afecto interno derivado del propio aprecio[49]. Otra expresión suya es la pertinacia en el propio parecer[50].
Otras veces lo es larotundidad con que afirma un criterio, incluso aunque con el paso del tiempo (y no mucho) tal juicio cambie
hasta el punto de afirmar –con la misma determinación– lo mismo que antes se negaba. Algunas, lo es la ambición[51].
Manifestaciones de soberbia personal distintas a las precedentes son el suponer que no puedeaprender de los demás[52], la lectura
de textos más por curiosidad[53] o por crítica que por aprender y salvar la parte de verdad que contienen, pues ningún hombre,
aún sabio, debe rechazar la doctrina del menor[54]. Otra, la de callarse el error grave y perjudicial de un autor, cuando se debe y
ante quienes es debido, so capa de que se tiene cierta preferencia o sintonía con él. También lo es la perseverancia en el error,
pues todo yerro es causado por la soberbia[55]. Es propenso a ensoberbecerse quien, siendo de condición humilde y sin
experiencia de gobierno, es elevado a algún cargo[56].
Soberbia propia es, sobre todo, creer que el sentido del ser personal que se es coincide con el del yo que uno se ha forjado con sus
títulos y curriculum y con el que barniza su mirada y actuación, o sea, su entera vida. Si alguien se obceca en la afirmación de su
propio yo, va perdiendo de vista su sentido personal, la mayor donación creatural que ha recibido. En efecto, como enseña Polo,
“lo peor para el ser personal es aislarse o ensoberbecerse, pues el egoísmo y la soberbia agostan el ser donal”[57]. En el fondo,
para captar el sinsentido de la soberbia, tal vez valga la pregunta del libro de la Sabiduría: “¿De qué nos ha servido la
soberbia?”[58], pues si por ella agoniza el propio ser personal, tras su pérdida ¿qué se podrá ganar?

Soberbia respecto de los demás


Para con los demás, la soberbia lleva a considerarse superior a los otros en demasiados aspectos[59], lo cual acarrea
la sospecha respecto de la capacidad ajena. No lo es, en cambio, considerarse superior en algún aspecto[60]. La soberbia es,
obviamente, contraria al amor al prójimo en cuanto que alguien se prefiere desordenadamente a sí mismo frente los demás y se
substrae a su sujeción[61]. Manifestaciones físicas de este defecto son el andar con el cuello erguido[62] y tener miradas
altivas[63], indiferentes o, incluso, apartar la vista. También lo es la discordia[64] debida a la diversidad de pareceres, pues el
orgulloso no favorece la libertad ajena, sino que tiende a uniformar según su unidireccional criterio. La soberbia promueve
asimismo la injuria[65], pues tras solidificar una concepción tan fijista como rebajada de demás; se tiende a ponerles etiquetas
cuyo adhesivo tiene la rara virtualidad de ser tan fuerte y permanente como los juicios severos de que nace[66]. Tales motes
constituyen un jocoso método de difamación. También nacen de la soberbia el susurro o la torcida insinuación y la lengua
doble[67].
Asimismo, el orgulloso se inclina fácilmente a airarse, incluso por nimiedades, cuando algo contraría su voluntad[68]. Soberbia
es también cometer claras injusticias a los inferiores sin repararlas ni pedir perdón por ellas, pues este defecto es de tan gran mole
que fácilmente, y casi inadvertidamente, deprime la justicia[69]; también lo es el padecerlas guardando permanente rencor al
agresor. Lo es el no ver compañeros sino subordinados; el fijarse más en los ajenos defectos que en sus virtudes; el inteto de
controlar en concreto el trabajo de los demás, siendo el propio inmune a todo control[70]; el aparentar interés ante la presencia de
otros cuando en realidad no se ven sino personas que molestan los propios intereses y llevan a perder el tiempo (hipocresía, en
román paladino); la ingratitud de fondo (aunque se cuide la forma) ante un servicio o trabajo prestado[71]; la crítica cuando no
pretende ser constructiva; el negarse a desempeñar tareas “inferiores” y el excusarse ante las justas correcciones que se nos hacen,
de las que, a veces, se siguen incluso escándalos[72], o el evadirse ante las ayudas que nos piden y buenamente podemos
ofrecer[73]. Lo es, desde luego, el abuso de poder (es decir, "poner bozal al buey que trilla"); el inmiscuirse autoritariamente en
asuntos ajenos que no nos atañen directamente[74]. También el preguntar no para aprender, sino para poner en un brete al ponente;
el objetar no para ayudar, sino para hacer valer la propia opinión. Lo es asimismo todo lo que provoca nuestra separación de los
demás[75], aunque bien es verdad que hay que ser más amigo de la verdad que de cualquiera. Lo es laprecipitación en las
decisiones de gobierno[76]; la pérdida de tiempo en asuntos insignificantes[77]; pensar que los demás están a nuestro servicio,
no al revés (en rigor, preguntar ¿quién es mi prójimo?, en vez de: ¿de quién soy prójimo?[78]). Es soberbia, para quien tiene la
capacidad de dirigir sirviendo, eludirla y separarse de los demás[79].
Manifestación de este defecto es la desobediencia por parte de quienes ocupan cargos inferiores[80], el desprecio del
mandato[81], el realizar algo indebido fuera de lo prescrito[82]. Es muestra de orgullo por parte de los superiores
el extralimitarse mandando algo fuera de lo debido, el sentirse “intocables”, no menos que “vacas sagradas” de las castas
superiores, que no se sienten subditos porque a nadie consideran superior[83]. Es orgullo el desprecio(máxime sin justificación
racional) de cualquier otra opinión, parecer, ajeno. Otra muestra es eljuicio temerario sobre asuntos inciertos y realidades
futuras[84]. Y otras, la indignación[85], eldesdén hacia el consejo ponderado ajeno[86], etc.
La soberbia se puede manifestar en una afectada seriedad en el decir, de modo que el lenguaje no es directo y amable, sino seco
y similar al de una partida de ajedrez. La actuación suele estar acompañada de una conducta formalista, opuesta a la alegría y
sencillez que deben caracterizar la vida corriente corriente. Tal acartonada gravedad comporta, no pocas veces, un trato duro para
con las demás personas, incluso dictatorial. Ésta derivada rigidez[87]lleva a mostrarse no sólo susceptible ante cualquier
comentario ajeno, sino también a pasar rápidamente a estar a la defensiva, e incluso a ser agresivo. Con todo, tal dureza pierde la
savia de la felicidad[88]. Otro fruto del orgullo intelectual es el distancimiento respecto de los demás, en especial de los inferiores.
Su consecuencia en ellos es la falta de confianza, y es claro que donde ésta escasea, al final el bien común no comparece. Si
alguien es el sujeto paciente –sufriente– de algunas de las precedentes actitudes que caracterizan a ciertos agentes, debe estar muy
agradecido, pues debe verlas como grandes ayudas para intentar ser humilde.

Soberbia respecto de Dios


Para con el ser divino la soberbia cierra progresivamente la apertura ínsita a él en el corazón humano. En efecto, la intimidad
personal humana está abierta natural y sobrenaturalmente a la realidad personal divina que le transciende; el yo, en cambio, se
abre siempre a lo inferior a él. Por tanto, una vida engreida, centrada en el yo, tiende a perder de su horizonte existencial a Dios.
En el fondo, si el yo recaba su propia finitud, tal pretensión favorece el ateísmo[89]. Para Agustín de Hipona, la soberbia no es
más que una perversa imitación de Dios[90], al único que se le debe la gloria y el agradecimiento por todo. En este sentido, la
mayor muestra de este defecto es adscribrise a sí los bienes que se tienen[91]. En cambio, para Tomás de Aquino, negar a Dios
es mayor soberbia que pretender ser como él[92]. En esa situación no se pierde, desde luego, la “idea” de Dios, pero el trato
“personal” con él se torna, primero oneroso, y luego desaparece, puesto que Dios no es una “idea”, y nadie en su sano juicio está
dispuesto a tratar personalmente con ideas.
La actitud humana que precede a esta situación es, sin duda, la infidelidad[93]. Una manifestación de este defecto es
la presunción[94], que concibe a Dios, más que como un Padre, como una achacosa abuela de ojos ciegos para con los delitos del
nieto; en el fondo, un abuso de la misericordia divina[95]. Otra expresión en esta misma línea es la de reuhir laveneración debida
a Dios, que puede llegar incluso a la blasfemia[96]. Se ha indicado que la soberbia es la fuente de todo mal. Ahora cabe añadir
que el inicio de ésta es el apartarse de Dios[97]. Bien mirado, la soberbia es la secularización del honor divino, es decir, una
ambición secular[98]. En suma, soberbia es hacer la propia voluntad, no la divina[99].
La aversión a Dios que este defecto provoca es distinta a la que provocan los demás vicios, pues en aquéllos uno se separa del ser
divino bien por debilidad o bien por cierta ignorancia, mientras que en éste el rechazo se produce por el hecho de que no se le
quiere aceptar, ni a él ni a sus mandatos. De otro modo: los demás vicios huyen de Dios, pero la soberbia se enfrenta a él[100].
Visto positivamente: respecto de Dios, del hombre, más que decir que “tiene” esperanza es mejor decir que la “es”. Ahora bien,
si la soberbia comporta un alterado deseo de propia excelencia, será contraria a la esperanza personal humana. Tomás recoge
una Glosa medieval en la que se añadía que si bien este defecto es lo que más pronto aparta de Dios, también es lo que más tarda
en volver a él[101]. Por lo demás, si las criaturas dependen libre y esperanzadamente de Dios, no es extraño que quien se opone
al ser divino rechace también a los demás[102].

Antídotos
Al terminar de describir este defecto y algunas de sus manifestaciones se debe dar cierta pauta de solución. En general, a cualquier
persona afectada en mayor o menor medida por este grave mal le viene bien el dolor y la enfermedad, pues esta excesiva seguridad
profesional amparada en los estamentos es fácilmente vulnerable, ya que la debilidad humana aparece en la vivencia de cualquier
dolencia, la cual acaba afectando a todos. En efecto, como advierte Polo, “el dolor suspende la soberbia de la vida, el
envanecimiento y la orgullosa seguridad en la propia eficiencia y capacidad para establecerse y moverse en un orden regular y
suficiente, y así deja patente, sin trabas ni enmascaramientos, la necesidad e indigencia de la existencia humana en medio del
éxito mundano”[103].
Pero si alguien no desea esperar a la llegada de la enfermedad para combatir este mal interno, se le puede aconsejar que, si
la soberbia es respecto de sí, tenga piedad de sí misma, no vaya a ser que intentando, con denodado esfuerzo, forjar un yo más o
menos exitoso en un contexto sociocultural determinado, no persista en la progresiva búsqueda de su propio sentido
personal novedoso e irrepetible y lo acabe perdiendo. En cuanto a la faceta de este viciorespecto de los demás, cierta medicina
que la combate bien es el temor al oprobio e ignonimia[104] cuando –como en el caso de los políticos– devienen públicas sus
culpas. Otra, el pedir favores a otros[105]. Y por lo que se refiere al orgullo frente a Dios, es remedio el temor a la réplica divina,
pues el mal siervo, entenebrecido su corazón por la soberbia, no sabe qué hará con él su señor[106].
Cabe indicar también como buenos tratamientos contra la soberbia los siguientes: a nivelpersonal, advertir que los más sabios
son personas sencillas[107]. A nivel racional, el estudio; a nivel lingüístico y de hechos, la modestia en el hablar y en el
hacer[108], pues la humildad suena en la voz y, en mayor medida, en el silencio.

Notas
[1] “Sólo la soberbia y la envidia son pecados puramente espirituales, que pueden competer a los demonios”. Tomás de
Aquino, S. Theol., I, q. 63, a. 2 ad 2.
[2] Cfr. S. Theol., II-II, q. 36, a. 4 co.
[3] “La acedia es cierta tristeza por la que el hombre se vuelve tardo para los actos espirituales debido a labor corporal… y así
es claro que sólo la soberbia y la envidia son pecados puramente espirituales”. S. Theol., I, q. 63, a. 2, ad 2.
[4] Lc., XVIII, 11.
[5] Cfr. Super Psalmo, 7, n. 1.
[6] Cfr. Super Psalmo, 18, n. 9.
[7] Cfr. Super II Tim., cap. 2, l. 4.
[8] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 1, ad 1.
[9] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 15.
[10] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 3 expos.
[11] “Se dice que la soberbia es el amor de la propia excelencia en cuanto que la desordenada presunción de superar a los demás
es causada por ese amor”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 4.
[12] “Hay que considerar que cualquier excelencia sucede a algún hábito bueno”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 4 co.
[13] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 2, ad 4.
[14] Cfr. Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 18, l. 1.
[15] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 5,, q. 1, a. 3 co.
[16] “Gregorio (San), no puso a la soberbia como especial cabeza de los vicios, sino como cabeza universal de todos, y la llamó
reina de todos los vicios”. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 5 expos.
[17] “Los fines de todos los vicios se ordenan al fin de la soberbia”. S. Theol., II-II, q. 132, a. 4 co. Cfr. También: De malo, q. 8,
a. 1, ad 1.
[18] Cfr. De malo, q. 8, a. 2 co.
[19] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 7.
[20] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 3 co; De malo, q. 8, a. 3 co.
[21] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 1.
[22] “La humildad tiende a la regla de la recta razón según la cual alguien tiene una verdadera estimación de sí. Pero la soberbia
no tiende a esta regla de la recta razón”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3, ad 2.
[23] Prov. XI, 2.
[24] “Así como la humildad es el principio de la sabiduría, así la soberbia es su impedimento”. Super Iob, cap. 15.
[25] “Otro es el conocimiento de la verdad afectiva. Y la soberbia impide el conocimiento de tal verdad, ya que los soberbios,
mientras se deleitan en la propia excelencia, fastidian la excelencia de la verdad”. S. Theol., II-II, q. 162, a. 3. ad 1.
[26] “La soberbia… ocluye los ojos de la mente”. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 1, ad 1.
[27] Cfr. Catena in Mt., cap. VI, l. 14.
[28] Cfr. S. Theol. II-II, q. 162, a. 2 co.
[29] Ef., IV, 14.
[30] Cfr. Super Sent., lib. III, d. 33, q. 2, a. 1, qc. 4, ad 3.
[31] Cfr. De malo, q. 8 a. 2 ad 1.
[32] Cfr. Super Iob, cap. 40.
[33] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 22, q. 1, a. 1 co.
[34] Cfr. Super Sent., lib. IV, d. 49, q. 1, a. 3, qc. 4, ad 2.
[35] Cfr. De malo, q. 9 a. 3 ad 1.
[36] Cfr. C. Gentiles, lib. IV, cap. 55, n. 19.
[37] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 4 co.
[38] S. Theol., II-II, q. 170, a. 2, ad 1
[39] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 8, ad 2.
[40] Cfr. Super Sent., lib. III, d. 33, q. 3, a. 2, qc. 3, ad 2.
[41] In Ethic., lib. IV, l. 15, n. 16.
[42] Cfr. S. Theol., I-II, q. 98, a. 6 co.
[43] I Cor., VIII, 1. Cfr. De substantiis separatis, cap. 20 co.
[44] Cfr. Super II Cor., cap. VI, l. 2.
[45] Cfr. Super II Cor., cap. VI, l. 2.
[46] Cfr. Super Psalmo, 24, n. 6.
[47] Cfr. Quodlibet X, q. 6, a. 3 co.
[48] Cfr. S. Theol. II-II, q. 112, a. 1, ad 2. Cfr. también: Ibid., II-II, q. 132, a. 5, ad 1; De malo, q. 8, a. 4 co.
[49] Cfr. De malo, q. 8, a. 4, ad 3.
[50] Cfr. De malo, q. 8, a. 1, ad 7; Super I Cor., cap. XI, l. 4.
[51] Cfr. Super I Cor., cap. XIII, vs. 4; Super I Cor., cap. XIII, l. 2.
[52] Cfr. Super Io., cap. IX, l. 3.
[53] Cfr. Compendium theologiae, lib. I, cap. 190 co.
[54] Cfr. Super Io., cap. 9, l. 3.
[55] Cfr. Super Io., cap. 4, l. 2.
[56] Cfr. Catena in Io., cap. IV, l. 2.
[57] Polo, L., Antropología trascendental, I. La persona humana, Pamplona, Eunsa, 2ªed., 2003, 95.
[58] Sap., V, 8.
[59] “Superbi frequenter alios se superiores in multis aestimant”. Super Sent., lib. II, d. 21, q. 2, a. 1, ad 1.
[60] Cfr. S. Theol., II-II, q. 33, a. 4, ad 3.
[61] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 5, ad 2.
[62] Super Isaiam, cap. III, l. 3.
[63] Cfr. S. Theol. II-II, q. 161 a. 2 ad 1.
[64] Cfr. S. Theol., II-II, q. 37, a. 2, ad 1.
[65] “(La soberbia) dispone a la contumelia, en cuanto que aquellos que se consideran superiores, facilmente injurian a otros y
les proppalan injurias”. S. Theol., II-II, q. 72, a. 4, ad 1.
[66] Cfr. S. Theol. II-II, q. 33, a. 5 co.
[67] Cfr. Super II Cor., cap. 12, l. 6.
[68] Cfr. S. Theol., II-II, q. 72, a. 4, ad 1.
[69] Cfr. Catena in Lc., cap. 18, l. 2
[70] “Querer regular a otros, y que su voluntad no sea regulada por el superior, es querer sobresalir, y no en cierto modo no estrar
sujeto, lo cual pertenece al pecado de soberbia”. S. Contra Gentiles, lib. III, cap. 109, n. 8. Cfr. también: S. Theol., I, q. 63 a. 2
co; Ibid., I-II, q. 84, a. 2, ad 2.
[71] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 42, q. 2, a. 4, ad 5; S. Theol., II-II, q. 162, a. 4, ad 3.
[72] Cfr. De virtutibus, q. 3, a. 1, ad 16.
[73] Cfr. Super Gal., cap. 6, l. 1.
[74] Cfr. Super I Tim., cap. 6, l. 1.
[75] Cfr. Super Heb. (rep. Vulgata), cap. 10, l. 2.
[76] Cfr. Super Rom., cap. 11, l. 3.
[77] Cfr. Puer Jesus, pars 2.
[78] Cfr. Catena in Lc., cap. X, l. 9.
[79] Cfr. Super Heb., [rep. vulgata], cap. X, l. 2.
[80] Cfr. S. Theol. I, q. 63, a. 2 co.
[81] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 2, ad 1.
[82] Cfr. Super Sent., lib. II, d. 5, q. 1, a. 3 co.
[83] Cfr. Super Iob, cap. 11.
[84] Cfr. Contra impugnantes, pars 5 cap. 2 co.
[85] Cfr. Super Isaiam, cap. 16.
[86] Cfr. Ibid.
[87] Cfr. Super Sent., lib. IV, d. 17, q. 2, a. 1, qc. 1 co.
[88] Cfr. In Ethic., lib. X, l. 13, n. 4.
[89] “La soberbia mira al pecado por parte de la aversión a Dios, de cuya sujeción a su precepto el hombre recusa”. S. Theol., I-
II, q. 84, a. 2 co.
[90] Cfr. De Civitate Dei, l. XIX.
[91] Cfr. Tomás de Aquino, Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 10, l. 1.
[92] Por eso Tomás de Aquino enseña que “el pecado de los primeros padres no fue el más grave de todos los pecados humanos…
pues mayor es la soberbia por la que alguien niega a Dios o blasfema, que la soberbia por la cual alguien apetece desordenadamente
la divina semejanza, que fue el pecado de los primeros padres”. S. Theol., II-II, q. 163, a. 3 co.
[93] “La infidelidad, en cuanto que es pecado, nace de la soberbia, por la cual acontece que el hombre no quiere someter su
intelecto a las reglas de la fe”. S. Theol., II-II, q. 10, a. 1, ad 3.
[94] Cfr. S. Theol., II-II, q. 21, a. 4 co.
[95] Cfr. Super Iob, cap. 24.
[96] Cfr. S. Theol., II-II, q. 158, a. 7, ad 1.
[97] Cfr. Ecco., X, 14. Cfr. en Tomás de Aquino: S. Theol., II-II, q. 162, a. 5 co; Ibid., q. 162, a. 7, ad 2; Super Psalmo, XIII,
n.1; Super II Cor., cap. XII, l. 3; Super Rom., cap. V, l. 5.
[98] Cfr. Contra impugnantes, pars 2, cap. 1, ad 3.
[99] Cfr. Catena in Io., cap. 6, l. 5.
[100] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 6 co.
[101] Cfr. S. Theol., II-II, q. 162, a. 7, ad 4.
[102] Cfr. De malo, q. 8, a. 2, ad 4.
[103] Polo, L., La persona humana y su crecimiento, Pamplona, Eunsa, 1977, 256.
[104] Cfr. Super Mt. (rep. Leodegarii Bissuntini), cap. 26, l. 5.
[105] Cfr. Contra impugnantes, pars 2, cap. 6 co.
[106] Cfr. Super Io., cap. 15, l. 3; Super Psalmo, 33, n. 10.
[107] Cfr. In Ethic., lib. X, l. 13, n. 4.
[108] Cfr. S. Theol. II-II, q. 161 pr.

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