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¿Era Heidegger un Sith?

Por Wolfram Eilenberger


Traducción del alemán y notas de Viviana Castiblanco

“La Fuerza era intensa en él”. Esta frase no solo aplica para Anakin Skywalker, protagonista de
Star Wars, sino también para Martin Heidegger, el pensador alemán que comenzando los años
treinta se adhirió al movimiento nacionalsocialista, convirtiéndose así en el Darth Vader de la
filosofía contemporánea. Como en el caso de Anakin, fue el temor a la finitud de la vida lo que
atrajo a Heidegger hacia el lado oscuro de la Fuerza.

Ilustración de Juan Gaviria

Desde una corta edad debió haber contado con habilidades especiales. Corto de estatura, pero de
mente despierta, surgió como líder entre los suyos. A pesar de haber crecido en un pequeño
pueblo en una provincia apartada, al ser un niño prodigio pronto suscitó el interés de sacerdotes,
hombres iluminados, quienes lo buscaron y constatando sus talentos lo llevaron a la ciudad y le
permitieron tener una formación académica. En poco tiempo, lo precedió la reputación de “rey
secreto”, admirado tanto por sus profesores como por los otros estudiantes. Finalmente, cuando
se hizo hombre, destronó a su propio mentor, lo envió al exilio y, en la cúspide de sus habilidades,
sucumbió completamente ante la ilusión de poder proclamarse a sí mismo como el único maestro
de una nueva era, de dirigir él mismo a los dirigentes.

Esta historia suena conocida, ¿verdad? No obstante, en las líneas anteriores no estamos hablando
de Anakin Skywalker o de Darth Vader, sino del filósofo alemán Martin Heidegger: uno de los
pensadores más influyentes del siglo XX. La similitud radica en que, al igual que Anakin hace
mucho tiempo y en una galaxia muy lejana, Heidegger, el gran pensador, otrora sucumbió al lado
oscuro de la Fuerza: a comienzos de la década de 1930 se afilió al Partido Nacionalsocialista
Obrero Alemán, alabando la figura de Hitler como el despertar de una nueva fuerza redentora del
mundo.

Tan pronto uno se ha embarcado en este experimento, las similitudes biográficas entre el caso de
Skywalker/Vader y el de Heidegger resultan tan ineludibles, abarcadoras y precisas, que podrían
motivar toda una investigación filosófica. No hay duda: la Fuerza era intensa en Heidegger. Tan
intensa, como para limitarla a una simple comparación biográfica. Las razones para que
Heidegger (Anakin) tomara el camino del lado oscuro de la Fuerza conducen directamente al
núcleo central de su pensamiento, su cultura, e incluso a la esencia de la filosofía misma.
La fuerza ha despertado
El Zeitgeist de los años veinte (el espíritu de la época, su clima intelectual y cultural), en el cual
Heidegger ascendió a maestro filosófico, estuvo determinado en Alemania por la toma de
conciencia de la profunda crisis civilizatoria que el país estaba atravesando. Para ponerlo en
términos de los créditos de apertura de Star Wars, episodio i: La amenaza fantasma, la República
de Weimar se encuentra “en una situación caótica”, el Parlamento se muestra irresoluto y se
pierde en “debates interminables”. Las dudas sobre la capacidad del sistema vigente para acabar
finalmente con la crisis, sin dejar de lado la recesión económica, se vuelven cada vez más
apremiantes, y el deseo de un líder más fuerte llena los corazones de muchos. ¿Qué hacer? ¿Cómo
hallar una nueva autocomprensión para construir un nuevo orden? Estas eran algunas de las
preguntas que Heidegger debía hacerse, como otros filósofos de la época.
La propuesta de Heidegger para curar la crisis que atravesaba su sociedad nace de un diagnóstico
filosófico sobre la decadencia, y en principio parece ser plenamente compatible con el
pensamiento jedi. En el núcleo de este análisis el filósofo establece una distinción que puede ser
entendida como algo entre el poder instrumental puramente técnico (“lo Gestell”¹ en sus
palabras) y una fuerza en el sentido jedi: más bien espiritual y cercana a la naturaleza. Heidegger,
el pensador, encuentra en su diagnóstico que toda la cultura occidental está decayendo hacia
una dis-posición funcional determinada por la factibilidad técnica, y hacia una racionalización
económica que aliena y desarraiga a los hombres, seres que por naturaleza buscan sentido, del
verdadero origen de su existencia, su Dasein. Según su convicción, el hombre moderno se ha
vuelto sordo, mudo e indiferente ante el llamado de la fuerza verdadera y original que yace en el
centro de todas las cosas. Por tanto, el hombre-masa ni se entiende a sí mismo ni entiende el
mundo en el que está; se encuentra en el peligroso estado de negación y “olvido del ser”.
Pero en esta era oscura percibir el llamado del ser y su verdadero poder renovador del mundo, y
hacerlo útil para el beneficio de todos, es algo reservado a unos cuantos sabios. La obra de
Heidegger de finales de los veinte y la década de los treinta apela desesperadamente a una
apertura hacia el potencial renovador del mundo de esta otra forma de la Fuerza, poética y cercana
a la naturaleza. Por este motivo, al igual que muchos jedi, el filósofo aboga por ese ideal político
–antidemocrático– según el cual solo aquellos pocos hombres sabios particularmente cercanos a
la Fuerza pueden gobernar.
En el contexto del realismo político de los años treinta, Heidegger considera el capitalismo
norteamericano y el estalinismo soviético como los más poderosos representantes de una época
completamente consagrada al poder de la técnica y a la racionalidad económica instrumental.
Ambas propuestas de sistema político son para él, en últimas, expresión del olvido del ser; así
mismo, las dos permanecen bajo el hechizo que desvanece la existencia (Dasein), provocado por
la imposición de la técnica. Adicionalmente, haciendo eco de un delirio típico de su tiempo,
Heidegger, el maestro, ve al pueblo judío ante todo como representante paradigmático de una
cosmovisión (Weltanschauung) que, al carecer de una patria o naturaleza como referentes, se ha
consagrado enteramente al pensamiento calculador de la dis-posición.
El faro de la estrella de la muerte
Quien desee hacerse una idea clara del tipo de mundo nuevo que Heidegger llegó a concebir en
su pequeña cabaña, perdida entre las montañas de la Selva Negra –esto nunca es explícito en su
obra–, puede imaginarse una mezcla entre los dos pueblos habitantes del planeta Naboo: los
humanos, a los que pertenece la princesa Padmé Amidala, y los gungans, pueblo del
posteriormente senador Jar Jar Binks. El resultado sería una suerte de sociedad medieval
estamental, de gente noble y homogénea como los humanos, que controla la naturaleza con
tecnologías orgánicas y sustentables, como aquellas cultivadas por los gungans.

Siendo así, a principios de los años treinta, Heidegger, el pensador, sufre de una susceptibilidad
interna muy anakineana: denuncia la disfuncionalidad del sistema vigente y cuenta con una
interpretación independiente, profundamente factible y bastante jedi de las verdaderas razones
de la crisis que atraviesa su patria. Por eso, es arrastrado rápidamente por el huracán de un nuevo
dictador, Hitler, quien promete categóricamente una salida a la crisis y, además, anuncia en
nombre del pueblo una nueva era, un tercer reino como vía alternativa que va más allá del
comunismo y el capitalismo. Heidegger –y esto lo asocia con el caso de Anakin– cae en el lado
oscuro de la Fuerza con la esperanza de defender el núcleo central de su doctrina y hacerla
relevante.

Muy pronto, y sin embargo demasiado tarde, Heidegger entiende algo que Anakin debe
comprender también: el líder, el Führer, a quien imaginó como un salvador, es en realidad el
definitivo y verdadero artífice de aquella era de la técnica instrumental, fría y sin escrúpulos, y
de la política de intimidación aplicada en pro de reprimir la Fuerza.
La figura de la Estrella de la Muerte, descomunal arma del nuevo emperador con la que este es
capaz de borrar planetas enteros con un solo disparo, representa en Star Wars el triunfo del poder
de la técnica sobre la Fuerza jedi. (La Estrella de la Muerte fue, sin duda, concebida por George
Lucas –autor de la saga– como una alusión a la ambición que tenía Hitler de construir una
superarma con características similares: la bomba atómica²). Respecto a Heidegger, la Estrella
de la Muerte –y más aún la Base Starkiller– representa la más clara encarnación de su mayor
pesadilla, a saber, una era de dominación universal de la técnica: se trata de una máquina de
guerra aniquiladora convertida en un planeta entero.
Los recientemente publicados Cuadernos negros (2014), las libretas de apuntes de Heidegger
escritas en los años treinta (especialmente los tomos 94 y 95), aportan un conmovedor testimonio
de la lucha interna que sostiene en esa época el filósofo alemán: por un lado, reconoce cada vez
con mayor claridad la fatal, e incluso letal, equivocación que cometió al apoyar al
nacionalsocialismo; por otro lado, no puede abandonar la esperanza de que la guerra global que
están impulsando los nazis finalmente posibilite la liberación de la imposición de la técnica.

1. Francisco Soler (La pregunta por la técnica, Editorial Universitaria 2007) sugiere
traducir Gestell en la obra de Heidegger como “dis-posición” o “imposición”. Estos términos
hacen referencia a una forma particular en que las cosas se develan en su ser: como dis-
puestas para que se saque provecho de ellas de una forma racional y calculadora. En ese sentido,
lo Gestell es la esencia de la técnica. Así, un río no se percibe como libre fluir del agua, sino
como un recurso explotable para ciertos fines. O la Base Starkiller (que hace su primera aparición
en El despertar de la fuerza) es dis-puesta por la Primera Orden como el lugar perfecto para
erigir un enclave de operaciones y alojar una superarma, más no como un planeta vivo. Así
mismo, las estrellas no son percibidas más que como la fuente energética idónea para alimentar
dicha arma.

En el texto usaré los términos “dis-posición” e “imposición” indistintamente.

2. Tal vez haciendo gala de la usual prudencia alemana, el autor del texto no alude al hecho de
que la Estrella de la Muerte, efectivamente, fue construida y utilizada para hacer volar un pueblo
entero; pero no por el Imperio, como era de esperarse, sino por los rebeldes (EE.UU.).
Cioran. "Leer es la única forma de no perder el
tiempo"
Matie Grau entrevista a Simone Boué
Por Maite Grau

Además de aforista lapidario y fumador empedernido, Emil Cioran fue un personaje de pocas
palabras. Esta conversación entre su esposa, Simone Boué, y la pintora catalana Maite Grau abre
una ventana a la vida del genial escritor rumano.

Ilustración de Horacio Cardo


¿Cómo conoció a Cioran?
Le conocí en 1941. Fui a estudiar a París gracias a una beca. Yo venía de provincias y me instalé
en una residencia de estudiantes en el bulevar Saint Michell. La residencia tenía un comedor
universitario donde podía ir a comer cualquier estudiante y siempre había unas colas larguísimas.
Un día apareció Cioran intentando colarse y así lo conocí.

Una de las principales obsesiones de Cioran era el idioma. Cuando le conoció llevaba poco
tiempo en París y todavía escribía en rumano. ¿Cómo vivió Cioran aquel cambio tan
fundamental?

Cioran estaba en París desde 1937, había escrito y publicado cinco libros en rumano pero se daba
cuenta de su escasa difusión. En 1947 hizo una prueba; intentó traducir unos versos de Mallarmé
al rumano y ese experimento fue para él una revelación, se dio cuenta de la falta de sentido de
seguir escribiendo en rumano; a partir de entonces decidió romper con su lengua materna y
empezó a escribir Breviario de podredumbre, su primer libro en francés.

Cioran cuenta que lo reescribió hasta cuatro veces.

El cambio de idioma fue muy difícil para él, decía que era como ponerse una camisa de fuerza.
Cuando escribía en rumano era más libre, su estilo era más visceral. El rumano es
extremadamente lírico, muy intenso y lleno de repeticiones. Esto en el francés no funciona. Así
que escribió una y otra vez su libro hasta que consiguió que no sonara “meteco”.

¿Cómo es la influencia francesa en Cioran?

Muchos de los rumanos, también los intelectuales, que vivían en Bucarest, hablaban francés, pero
Cioran procedía de Transilvania, que era una zona completamente distinta, regida por el Imperio
Austrohúngaro. El pueblo donde nació Cioran, Sibiu, forma parte de Hungría y tiene parte de la
cultura rumana.

Pero también están las culturas alemana y húngara, ya que el nombre de las calles está escrito en
los tres idiomas. Así que tanto el rumano como el húngaro eran lenguas maternas para él.

¿Alguna vez se planteó volver a Rumania?

No, no podía. Su hermano fue enviado a prisión durante siete años y su hermana estuvo cuatro
años en la construcción de un canal, una especie de condena a trabajos forzados donde moría
mucha gente. Ella también era una gran fumadora, consumía cerca de diez paquetes al día. Murió
en 1966. Su madre murió un mes antes. Cioran siempre decía que su familia estaba atacada por
la locura. Recuerdo que fue invitado por el embajador francés a visitar Rumania para presentar
unos libros suyos, pero esta invitación le ofendió muchísimo. Decía: “Cómo se atreve a invitarme
a mi país”. Naturalmente no aceptó. Después de la revolución en Rumania le pregunté por qué
no iba, y su respuesta fue que no quería ir porque aún quedaban muchos amigos suyos vivos y
no quería volver a verlos. Al único lugar donde realmente le hubiera gustado volver era a su
pueblo, a Sibiu.

¿Frecuentaba los círculos intelectuales?


No estaba muy interesado en los escritores, le interesaba la gente común, pero no los escritores.
Por supuesto había excepciones, era muy amigo de Henri Michaux, incluso escribió sobre él.
También le gustaba mucho Beckett, como autor y como persona.

En sus textos, algunas veces, Cioran ensalza a los mendigos. ¿Tenía algún amigo mendigo?

Si, tenía un gran amigo, un vagabundo, que venía de vez en cuando a visitarle hasta que un día
desapareció y ya no supimos nada más. Siempre decía que ese hombre era el único que había
conocido con una cabeza realmente filosófica.

¿Leía mucho?

Sí, era un escape para él. Cuando estuvo en el hospital, pocos meses antes de morir, el director
de la fundación Doucet –una fundación que se dedica a la conservación de manuscritos– me
propuso hacerse cargo de sus manuscritos. Yo tenía miedo de que después de su muerte todo el
mundo intentara apropiárselos y pensé que en esta fundación estarían bien. Al recoger todo el
material para entregarlo a la fundación, encontré tres cuadernos en una maleta. En estos
cuadernos estaba escrito en la tapa “para ser destruidos”.

Decidí conservarlos un tiempo antes de entregarlos a la fundación. Cuando los leí, fue
extraordinario, como si en esos textos me revelara un secreto. Me di cuenta de sus inseguridades
y de su sensación constante de fracaso personal. Decía cosas como: “no estoy haciendo nada, no
puedo escribir...”. También describía allí su perpetua compulsión hacia la lectura, que era para él
una forma de terapia, la única forma de no perder el tiempo. Cuando escribía se sentía siempre
desesperado, escribía para liberarse de su angustia. Yo trato de consolarme pensando que no pudo
ser tan infeliz como cuando dice: “solo escribo cuando tengo ganas de suicidarme”. En sus
cuadernos de notas aparecen frases del tipo: “ha sido una noche terrible, no he podido dormir ni
un minuto”. Utilizaba estos cuadernos como copia de trabajo, por ejemplo, para escribir sus
aforismos. En esos cuadernos podemos leer tres o cuatro versiones de algunos aforismos, y en
cada una de ellas se observa un avance hacia la brevedad, la concisión.

¿Cómo era la biblioteca de Cioran?

Por supuesto, tenía sus libros, algunos llenos de anotaciones. Pero, sobre todo, los sacaba de
bibliotecas. Al principio iba a la Sorbona, pero al poco tiempo encontró un lugar que le gusto
más, el Instituto Católico. Está más cerca de casa y le caía muy bien el bibliotecario. Cioran
consultó muchísimos libros. Solía dar cigarrillos a los empleados para que le atendiesen bien y
le buscasen los volúmenes extrañísimos que a veces necesitaba con urgencia. Era muy querido
por algunos bibliotecarios.
Una amistad a cuatro manos
Entrevista a Mario Vargas Llosa
Por Carlos Granés

En franco diálogo, el escritor peruano recuerda las filias y fobias de su amistad con Gabriel García
Márquez, sus lecturas comunes y proyectos pendientes, y la lamentable consecuencia que tuvo
entre ellos el apoyo o el distanciamiento respecto a la Revolución cubana. Testimonio de los
orígenes y la relación de dos grandes de las letras latinoamericanas... antes del quiebre.

Ilustración de Patryk Hardziej

En esta conversación con Carlos Granés, que tuvo lugar el 6 de julio de este año en San Lorenzo
de El Escorial, Mario Vargas Llosa habla por primera vez en décadas sobre la intensa amistad
que vivió con García Márquez, cuando ambos eran “felices e indocumentados”.
Quería empezar preguntándote por la amistad. ¿Cómo se forjó la amistad con García Márquez?
Entiendo que la primera vez que se vieron fue en 1967 en el aeropuerto de Caracas. Tú vas a
recibir el Premio Rómulo Gallegos por La Casa Verde; él acaba de publicar Cien años de
soledad y se conocen en ese instante preciso, en el aeropuerto. ¿Qué pasa, qué es lo que hace
clic en ustedes?
Bueno, en realidad hay una historia que comienza mucho antes. Descubrí a García Márquez como
escritor unos años atrás en París. Yo trabajaba en la Radiodiffusion-Télévision Française (RTF)
–tenía ahí distintas actividades– y una de ellas era un programa de literatura en el que
comentábamos, sobre todo, los libros que aparecían en Francia y que podían tener un interés en
América Latina. Con este motivo, algunas editoriales nos enviaban obras que pensaban que
podían ser comentadas en el programa. Y un día llegó un libro, publicado por la editorial Julliard
–estoy hablando de comienzos de los años sesenta–, que era de un autor colombiano. Me acuerdo
del título: Pas de lettre pour le colonel, o sea El coronel no tiene quien le escriba. Nunca había
oído hablar de García Márquez. Fue el primer libro que leí de él, y no lo leí en español sino en
francés. Me gustó mucho por su realismo estricto, por la descripción precisa de este viejo coronel
que sigue, inasequible al desaliento, enviando cartas, reclamando una jubilación que nunca le
llegará... Me impresionó mucho saber que había un escritor que se llamaba García Márquez y
que ya había publicado otros libros. Intenté conseguir libros de él, ya no recuerdo a través de
quién, y también averiguar un poco más. Me parece que llegaron a mis manos, como
consecuencia...
Apaga las luces, cierra los ojos y escucha
James Rhodes
Por Juan Carlos Garay

Más allá de las presentaciones nada solemnes que le han merecido rótulos
altisonantes como “rockstar del piano”, la virtuosa interpretación de James Rhodes
y su relación con las obras de grandes compositores aportan material valioso para
preguntarse por la actualidad de la música clásica. En ese terreno transcurre esta
conversación con el músico londinense, recientemente invitado a Colombia por el
Hay Festival, Rey Naranjo Editores y El Malpensante

© Ilustración Garavato

James Rhodes (Londres, 1975) ostenta el curioso honor de tener el primer álbum de música
clásica que viene con la etiqueta “Parental Advisory, Explicit Content”. Esa calcomanía pegada
a la carátula es mucho más común en géneros como el rap o el metal, y fue adoptada por la
industria discográfica en 1985 para advertir a los padres de familia acerca de contenidos vulgares
en la música que escuchan sus hijos.
¿Por qué agregar esa advertencia a algo que es, básicamente, un recital de piano con obras que
van de Bach a Moszkowski? Porque Rhodes tiene la costumbre de hablar largamente sobre cada
una de las composiciones que va a tocar. Y es tan boquisucio como divertido. Más o menos cada
tres oraciones aparece la palabra “fuck”, y eso es escándalo garantizado entre el refinado público
de la música clásica. Pero –coprolalias aparte– sus presentaciones están salpicadas de ingenio y
nos ofrecen una visión más vertiginosa de este repertorio. Para él, los Estudios de Moszkowski
son “como un manual de Fórmula Uno” y las Piezas de fantasía de Rachmáninov resultan “más
efectivas y baratas que el Prozac”.

La llegada de Rhodes al panorama de la música clásica, y en particular del piano, recuerda lo


que alguna vez escribió Michael Stegemann sobre el primer disco del legendario Glenn Gould:
“Fue como si alguien hubiera abierto las ventanas en una habitación que no se había aireado en
más de un siglo”. Esa parece ser la intención en todo lo que hace Rhodes, ser una ráfaga de aire
fresco, llevarse las telarañas.
Empezando por lo visual: en el año 2009 cuando salió su primer disco, Razor Blades, Little Pills
and Big Pianos, varios críticos de música clásica pensaron que les había llegado por error la
grabación de un artista de rock. El músico aparecía con gafas oscuras y una chaqueta deportiva
blanca. Solo hasta que uno exploraba los créditos sabía que el disco contenía la Suite francesa
N° 5 de Bach y la Sonata N° 27opus 90 de Beethoven. Pero es que Rhodes fue enfático desde el
comienzo. Quería cambiarle la imagen a esta música. Como lo manifiesta en su
libro Instrumental, no quería que la carátula fuera “otra puta acuarela francesa del siglo XVIII”.
Salidas atípicas como esta, ciertas rupturas con la etiqueta solemne que rodea este género
musical y el éxito editorial de su libro Instrumental han generado formas de reconocimiento
mediático que en ocasiones relegan a un segundo plano sus cualidades interpretativas.
Por más que la crítica tradicional ha expresado sus reservas frente a esa manera desparpajada de
mostrarse, el veredicto que importa, el de lo musical, termina conviniendo que hay una propuesta
bien fundamentada. No hace mucho el prestigioso diario The Times dijo que el fenómeno Rhodes
era “la música clásica en manos de un rockstar”. A lo que la revista
especializada Gramophone pareció complementarle: “Independientemente del personaje pop en
que se ha convertido, lo cierto es que se trata de un pianista que tiene algo que decir”.

***
/ Esa forma poco convencional de relacionarse con la música clásica, que muchos asocian con
el nombre de James Rhodes, se remite a los inicios. Un dato que diferencia su biografía de la
del 99% de los concertistas de piano es que usted no tuvo una formación tradicional en un
conservatorio. ¿Cómo comenzó entonces?

Tengo un recuerdo de niño, sentándome al piano con mucha regularidad. Y siempre que estaba
frente al teclado sentía algo ligeramente mágico. Para mí era como un escape maravilloso. Era la
oportunidad de lo privado, de estar a solas conmigo y no tener que compartir. Y de repente
empecé a notar que mi interpretación mejoraba. Era una época en que las escuelas tenían pianos,
cosa que ha cambiado mucho. Es triste ver cómo la educación musical está en crisis.
/ ¿Y le gustaría enseñar? Con seguridad se le han acercado a pedirle clases particulares.

No sé si sería un buen profesor. Lo que me ha pasado es que muchos estudiantes me piden que
los escuche tocar y, desde luego, cuando tengo tiempo lo hago y les doy algún consejo. Pero
enseñar es una cosa muy distinta. Se necesitan otras habilidades, se requiere mucha paciencia.
/ Bueno, pero supongamos que accede a tener un pupilo. ¿Cómo sería su primera clase? ¿Qué
le diría?
Le diría: “Vamos a empezar únicamente con piezas que te gusten y que quieras aprender. No
vamos a tocar escalas. No vamos a hacer nada aburrido. Y sobre todo, vas a aprender mucho más
que la técnica del piano. Va a ser lento, pero con el tiempo vas a saber montones”. De hecho, mi
segundo libro se llama Toca el piano y está dirigido a todo el mundo, incluso a los que no han
tenido nunca contacto con un teclado, para decirles que es posible tocar una obra de Bach en seis
semanas.
/ ¿De qué obra estamos hablando?
Del “Preludio Nº 1 en do mayor” de El clave bien temperado. Todo lo que se necesita es practicar
45 minutos al día durante seis semanas.
/Ese es el tipo de cosas que han levantado ampolla entre los críticos. Una posición que he
notado al leerlos es que elogian su forma de tocar pero desaprueban su informalidad…

No esperaría que fuera de otra manera. La música clásica es la última forma de arte que se abriría
completamente al común de las personas. La crítica es una industria de las envidias personales:
los críticos, los promotores, los sellos disqueros, todos quieren que la música clásica se mantenga
como la posesión de unos pocos. La quieren solo para aquellos que entienden lo que es una forma
de sonata o que saben cuántos movimientos debe tener un concierto y que por lo general usan
corbata. Todo eso es una mierda y me vuelve loco, pero las cosas están cambiando. A los críticos
les molesta cuando salgo al escenario vestido de jeans y hablo con el público y de pronto digo
“fuck” porque estoy entusiasmado, pero a mí lo único que me interesa es que mi audiencia, que
en su mayoría es gente que nunca ha estado en un concierto de música clásica, esté disfrutando.
El daimon de la vida vegetal
Por Michael Marder
Traducción de Luis Garagalza y Aitziber Yeregui

Este filósofo nos invita a olvidarnos de los fines utilitarios y a quedarnos, como las plantas,
sembrados en el medio. Por añadidura, explora la tendencia de sus colegas a dejarse la barba, lo
que en todo caso parece acercarlos más al reino vegetal que a territorios humanos.

Ilustración de Juan Gaviria


Voy a invitarlos a trasladarse, o trasplantarse, a otro tiempo y otro lugar, a saber, la China del
siglo III a. C., en los finales del período de los Reinos Combatientes. Allí encontramos un cuento
sobre el carpintero Shi y un roble, cuyo autor, el maestro Zhuangzi, es sumamente consciente de
que hacemos depender demasiado a las plantas, así como a los demás seres vivos, de nuestro
propio sistema de valores, el cual les imponemos sin darnos cuenta. Un carpintero se queja de
que el viejo roble que se encuentra cerca de un santuario de una aldea es inútil –no da frutos
comestibles, ni madera que pueda mantenerse a flote para construir un barco–. El roble se le
aparece en un sueño y le pregunta por el valor del valor, entendido en el sentido de utilidad. La
utilidad de los árboles frutales, dice, “hace que su vida sea miserable, y así no llegan a cumplir
los años que el Cielo les concede, sino que los cortan muy pronto... En cuanto a mí, he estado
tratando durante mucho tiempo de ser inútil... Si hubiera sido de alguna utilidad, ¿habría llegado
a crecer tanto? Además, tú eres un ser como yo. ¿A qué viene que un ser condene a otro ser? Tú,
que eres un hombre sin valor, ya a punto de morir, ¿cómo puedes saber que soy un árbol sin
valor?”.

Los humanos hemos insistido en la diferencia ontológica existente entre nosotros y las plantas,
no solo porque su temporalidad sea distinta de la nuestra, sino porque nos hemos convencido de
que nuestra vida tiene fines intrínsecos mientras que la de aquellas no (irónicamente, la metáfora
preferida para expresar que se ha alcanzado un fin, que una acción ha conseguido su objetivo, se
deriva de la flora y se refiere a su fruta: se dice que esa acción “ha dado sus frutos”). Tener fines
perjudica la existencia porque la pone, tanto en lo interno como en lo externo, al servicio de estos.
Tal concepción ha producido un desastre ético. Un modo de enfrentarlo sería reconocer que las
plantas son fines en sí mismos, agentes activos y autónomos. Pero una propuesta alternativa
consistiría en reconocer que la finitud carente de fines es algo que compartimos con las plantas
y, desde la conciencia de esa condición común, volver al medio. Existir, ya sea como planta o
humano, es estar en el...
¿Y para qué sirve un bebé recién nacido?
Sobre la inutilidad de la filosofía
Por Roberto Palacio

Mientras algunos funcionarios públicos cuestionan la enseñanza de la filosofía en los colegios y


los académicos responden tratando de sustentar su utilidad, el autor de este ensayo hace de
abogado del diablo en una defensa paradójica de lo abstracto y lo inútil.

Ilustración de Mao Díaz

Cuando Michael Faraday, el físico del Siglo XIX, descubrió que moviendo un imán sobre un
cable de cobre podía generar una pequeña corriente eléctrica, el público indignado lo interpeló:
“¿Y para qué diablos sirve tal cosa?”. Faraday, molesto, se ingenió una respuesta que al tiempo
daba una medida de su contraindignación: “para nada. ¿Y para qué sirve un bebé recién nacido?”.
La réplica de Faraday da en el clavo de algo que bien se puede decir no solo con respecto a los
bebés y al electromagnetismo, sino a la filosofía. Una reciente entrevista de Semana a Ignacio
Ávila, profesor de filosofía de la Universidad Nacional, sobre la pertinencia de su campo –la
pregunta concreta es infinitamente más difícil de resolver: “¿para qué sirven los filósofos?”–, ha
atraído la atención sobre este interrogante que nos hacemos de vez en cuando quienes nos
dedicamos a esto: ¿para qué sirve la filosofía?

No solo es viejo el debate sino la respuesta denodadamente simple: si se entiende por utilidad la
construcción de un objeto que sea una extensión de nuestro cuerpo, o la implementación de una
serie de actividades que darán dinero o la solución a los problemas de la vida cotidiana, la
filosofía tiene la misma función que los niños de brazos. La imagen del bebé propone un brutal
contraste entre aquello que es claramente importante y lo que cumple una función como los
paraguas, los teléfonos o los fondos de inversión. De hecho, la analogía invita a ir más allá. Las
cosas inútiles –los campos magnéticos en tiempos de Faraday, los conceptos y los niños– suelen
ser justamente aquellas en las que anidan nuestras esperanzas, donde toman forma los amores y
los vicios, en donde nos jugamos el todo por el todo y por las que perdemos la vida o la cabeza.
Odio tener que reconocerlo, pero fue Heidegger quien lo dijo con toda claridad: lo inútil tiene
poder.

Considérese la inutilidad del deporte profesional. ¿Realmente sirve para algo que veintidós
personas persigan un balón en unas yardas de césped? Que produzca o no dinero no le quita un
ápice a su sinsentido esencial. No parecemos tener problema con esa inutilidad. Considérense los
juegos en general, las fortunas que personas que añoran emociones en su vida pierden en los
casinos simplemente para aliviar la sensación ominosa de la vida sin riesgos. Considérese, más
aún, el amor... la inutilidad radical del afecto: las peripecias, los tormentos, los flagelos, el
despropósito, la pérdida de fortunas y de tiempo pensando en el ser amado. Y pese a todo, para
usar un argumento al estilo de John Stuart Mill, pregúntesele a quien ha amado si preferiría haber
conservado su dinero y su tiempo siempre con el propósito de la utilidad.

De esta inutilidad de la filosofía, sin embargo, no se debe inferir su impertinencia. La filosofía


nos obliga a examinar por qué hemos perdido la capacidad de ver luego de haber levantado,
nosotros mismos, una nube de polvo. Quizá le quepa entonces la humilde tarea de permitirnos
entender uno que otro dilema que suscita nuestra forma de vida. Nada hay de provecho en
abordarlos. No resalto acá una utilidad encubierta o secundaria; siempre es posible vivir con el
desasosiego de la estupefacción. He acá un dilema especialmente urticante: hace unos meses en
Estados Unidos, una mujer blanca de ascendencia europea, Rachel Dolezal, se declaró negra. No
era una cosa que hiciera en su casa mientras se ensortijaba el pelo para parecer más
afrodescendiente. Lo hizo de manera que el asunto tuviera una injerencia pública: se podía haber
declarado víctima de discriminación al no aplicársele políticas para las minorías. En su defensa,
Dolezal declaró que no había en ello nada que distara de la persona que se declaraba de otro
género. Transgénero, transracial; usted es un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer, yo una
negra atrapada en el cuerpo de una norteamericana blanca. ¿Cuál es la diferencia?

No me interesa el escándalo, o si Dolezal pretendía ponerse en el ojo del huracán. Pero había
algo en su reclamo que me hizo detener. Si me consideraba todo un filósofo, debía poder
especificar en qué era distinto el affair Dolezal con respecto al transgenerismo. Su argumento era
un sapo tóxico que yo no me quería tragar, pero lo tengo aún irritándome la garganta porque a
todas luces hay algo absurdo en el hecho de que si una mujer negra –y, pongámosle, africana– se
declara blanca, se vuelve el objeto de burla, mientras que si lo hace una norteamericana blanca
de ingreso medio-alto nos vemos obligados a examinar sus argumentos. Esta construcción de sí
misma como mujer negra, ¿en qué distaba de las de carácter sexual? ¿Podemos construirnos
como se nos antoje? Estas preguntas no son jurídicas, y tampoco avanzaremos en su solución a
partir de sofisticados métodos experimentales. El caso Dolezal me incitaba a dudas más radicales
y espantosas: ¿somos lo que nos proponemos?, ¿qué tanto de lo que somos es realmente erigido
por nosotros mismos? La filosofía es al fin y al cabo darle vueltas al entendimiento con el mismo
entendimiento. Sin estas herramientas de análisis, habrá que tomar aire y cerrando los ojos
terminar de tragar el insufrible batracio.

En algo es preciso concordar con los críticos de la filosofía: la solución de los nudos conceptuales
como el de Dolezal no se puede volver una especie de actividad permanente similar a la de quien
busca una cura para el cáncer. Ver las cosas de esta manera es lo que ha vuelto insoportable la
inutilidad de la filosofía, y de paso ha convertido al filósofo en un impostor. Uno no va por ahí
resolviendo absurdos y, de hacerlo, ciertamente la cosa no amerita que te den una oficina a la
cual llegar por la mañana para descifrar alguna paradoja que haya surgido en las horas de la
noche, mientras dormías. Es aterrador y hermoso al tiempo; la defensa de la filosofía pasa por su
crítica interna. Wittgenstein lo capturó con claridad asombrosa: la filosofía no es una disciplina,
es una actividad. Como tal, es algo que hacemos a veces, cuando desenredamos madejas de
palabras. Solo que hay gente que le ha cobrado afición a la cosa... y que se ha acostumbrado a
las dudas financiadas.

Pero este no es el todo de la filosofía, un absurdo autorreferencial comparable a una escuela de


chefs que solo pueden cocinar para otros chefs. Tampoco es necesario ver la filosofía como una
disciplina afín a las ciencias empíricas en las cuales se responden preguntas y se hacen
descubrimientos. Las preguntas de la filosofía tienen que ver con la manera en que entendemos
y creamos el mundo, más que con el hecho mismo de organizarlo bajo leyes que nos permiten
predecirlo. Quizá lo que haya que anotar en un papelito amarillo sea esto: ante enredos
conceptuales como el de Dolezal, solo el pensamiento abiertamente desligado de compromisos
utilitarios es capaz de decir algo, porque su mismo reclamo –el de Dolezal– está desligado de
esos compromisos. Y esa clase de pensamiento ha tenido a la filosofía por nicho hace más de
2.500 años.
La pregunta de si en filosofía hay progreso, de si vamos para algún lado, se parece mucho a la de
si en los deportes o en la literatura lo hay. Sin duda jugamos mejor al béisbol que en la época de
Babe Ruth, y el Ulises de Joyce cuenta con técnicas y experiencias distintas a las de Homero.
Pero no por ello dejaremos de admirar el estilo, el arrojo de un artista del bate o las peripecias de
Odiseo. Las grandes preguntas de la tradición filosófica se seguirán planteando porque dicen más
acerca de quienes las plantean que de los problemas mismos que estaban dispuestas a solucionar:
qué son la belleza, el bien, los números, el tiempo y la realidad son preguntas que nos definen en
cada época en particular. Dichos interrogantes señalan el límite de nuestro entendimiento.

G. K. Chesterton afirmó alguna vez que el mejor motivo para revivir la filosofía –en efecto, viene
muriendo desde el siglo xix– es que, a menos de que un hombre tenga una filosofía, le pasarán
cosas horribles. Se volverá proactivo y morirá con lo que ha cultivado en reemplazo de las ideas
propias (que sin lugar a dudas, y por una lógica aplastante, han de ser las ideas ajenas). El hombre
práctico hace un outsourcing de las ideas; en esto consiste su practicidad.
Es por ello que las críticas más significativas a la disciplina no han provenido de hombres
prácticos sino del mismo orden y dinámicas de la filosofía. Si algo la ha caracterizado en tiempos
de crisis –los cuales suelen traer consigo una importancia autodecretada– es haber contado con
los más insignes apátridas, con ilustrados traidores a su propia causa. Mi favorito, Richard Rorty,
quien ha afirmado que en una cultura secular, la filosofía no es una herramienta salvífica, ni un
saber privilegiado... es un género literario más, lo cual quiere decir que soy filósofo porque he
leído unos libros y usted literato porque ha leído otros y usted psicólogo porque ha leído otros,
etc... Los más grandes cuestionamientos que nos han puesto en la actitud de El pensador de Rodin
han venido de detractores internos. Una muestra de la magnanimidad de esta disciplina es que
nunca se los ha juzgado: la detracción de la filosofía es también filosofía. No deviene en
sectarismo, en logia, ni en sala vip. Y para fortuna de quienes escribimos ensayos como este, a
nadie se le ha llevado a las llamas por apostasía en filosofía. No puede decirse lo mismo de otros
saberes: ya recordaba David Hume que los errores en filosofía son ridículos; en teología
abiertamente peligrosos.

Pretender eliminar de nuestra visión del mundo los conceptos y su análisis esperando quedar con
una amalgama de hechos impolutos es como intentar “desbatir” un huevo. No se han
comprendido los vínculos sustanciales entre la realidad cruda, desprovista de valoraciones, y el
tejido conceptual que se tiende sobre ella. De hecho, esta misma escisión que acabo de hacer es
tan improbable y abstracta como la de hacer una separación certera y clara entre el agua y la
humedad, creyendo que podemos tomar moléculas de agua secas. Creo que el filósofo esloveno
Slavoj Žižek comprendió bien la naturaleza del problema cuando se aventuró a decir que si
privamos a la realidad de toda conceptualización, de toda esperanza, no terminamos con una
retícula de hechos limpios, aptos para las personas prácticas, sino con una pesadilla.

Permítaseme presentar la pertinencia de estas ideas a través de una analogía algo burda. Imagine
intentar comprender, como de hecho lo estamos haciendo ahora, el actual fenómeno del
resurgimiento del fundamentalismo sin la ayuda de la noción de “ideología”. La ciencia natural
quizá pueda descomponer el problema, mirarlo en sus mecanismos neurológicos, en sus pequeñas
partes interactuantes. Pero ha de entenderse que dicho tipo de perspectiva no siempre es la mejor,
que el dominio en que comienza a surgir la significación es un poco más amplio. Describir la
ideología como un fenómeno puramente neurológico, sin ninguna idea del contexto, de la
relación entre creencias, de las redes de significación, será una tarea tan difícil como intentar
describir el acto simple de asir una manzana con la mano haciendo una descripción de las
secreciones electroquímicas de las neuronas involucradas en el acto. Imagine la cantidad de
transferencias, operaciones, impulsos neuroquímicos, en ese juego complejo. Y sin embargo, hay
un sentido en el cual asir la manzana es justamente eso. Pero dicha dualidad entre la descripción
neuronal y la del sentido común aplica para todas las facetas de la vida. Imagine cómo sería
describir que maneja hasta la casa sin hacer uso de los conceptos de “destino”, “conducir”,
“parar”, porque los considera irresistiblemente abstractos, describiendo solo empujones en los
pedales, ligeras presiones en el timón, etc. Las ciencias sociales son un habla enraizada en el
sentido común sobre los componentes de la vida social y mental que se dan en esta instancia un
tanto más amplia. Sin ello, la gran mayoría de nuestras actividades carecerían de un nivel de
descripción entendible. La filosofía versa sobre este nivel de descripción. ¿Por qué íbamos a
querer eliminarla sin tener nada mejor?

Y sin embargo, eso es lo que muchos tratan de hacer hoy: quedarse con una especie de agua en
polvo a la que, claro, solo habrá que añadirle, sí, cómo no, un poco de agua para que vuelva a la
vida.
Elogio de Marx
Por Terry Eagleton
Traducción de Anaclet Pons

La imagen de Marx ha atravesado la historia en manos de detractores y defensores que parecen


no haberlo leído. ¿Cuán lejos están el mito de Marx y sus ideas?

Ilustración de Hermenegildo Sábat

Alabar a Karl Marx puede parecer tan perverso como dedicarle una palabra amable al
estrangulador de Boston. ¿No eran las ideas de Marx responsables de despotismo, asesinato en
masa, campos de trabajo, catástrofe económica y pérdida de libertad para millones de hombres y
mujeres? ¿No fue uno de sus devotos discípulos un campesino georgiano paranoide de nombre
Stalin, y no hubo otro que fue un brutal dictador chino que bien pudo haber teñido sus manos con
la sangre de unos treinta millones de personas?

La verdad es que Marx fue tan responsable de la opresión monstruosa del mundo comunista como
Jescucristo lo fue de la Inquisición. Marx habría despreciado la idea de que el socialismo pudiera
echar raíces en sociedades atrasadas, de una pobreza desesperada y crónica, como Rusia y China.
Si así fuera, entonces el resultado sería simplemente lo que él llamó “la escasez generalizada”,
lo que quiere decir que todo el mundo estaría privado, no solo los pobres. Esto significaría volver
a “toda la porquería anterior” –o, con una traducción menos fina, a “la mierda de siempre”–. El
marxismo es una teoría de cómo las adineradas naciones capitalistas podrían utilizar sus
inmensos recursos en lograr la justicia y la prosperidad para sus pueblos. No es un programa por
el cual naciones carentes de recursos materiales, de una cultura cívica floreciente, de un
patrimonio democrático, de una tecnología bien desarrollada, de tradiciones liberales ilustradas
y de una mano de obra educada y cualificada puedan catapultarse a sí mismas a la era moderna.
Este desarrollo de las fuerzas productivas (que entraña ya, al mismo tiempo, una existencia
empírica dada en un plano histórico-universal, y no la existencia puramente local de los
hombres) constituye también una premisa práctica absolutamente necesaria, porque sin ella solo
se generalizaría la escasez y, por tanto, con la pobreza, comenzaría de nuevo, a la par, la lucha
por lo indispensable y se recaería necesariamente en toda la porquería anterior [en La ideología
alemana].
Marx sin duda quería ver avanzar la justicia y la prosperidad en tales lugares. Escribió con rabia
y con elocuencia acerca de varias de las oprimidas colonias de Gran Bretaña, y no menos de
Irlanda y de la India. Y el movimiento político que su trabajo puso en marcha ha hecho más para
ayudar a las naciones pequeñas a deshacerse de sus amos imperialistas que cualquier otra
corriente política. Sin embargo, Marx no era tan incauto como para imaginar que el socialismo
se pudiera construir en esos países sin que las naciones más avanzadas les prestaran su ayuda. Y
eso significaba que la gente común de los países avanzados tenía que arrancar los medios de
producción de manos de sus gobernantes y ponerlos al servicio de los condenados de la tierra. Si
esto hubiera sucedido en la Irlanda del siglo XIX, no habría sobrevenido el hambre que envió a
un millón de hombres y mujeres a la tumba, y a otros dos o tres millones hasta los confines de la
tierra.

Hay un sentido en el que el conjunto de los escritos de Marx se puede resumir en varias preguntas
embarazosas: ¿por qué el Occidente capitalista ha acumulado más recursos de los que jamás
hemos visto en la historia humana y, sin embargo, parece incapaz de superar la pobreza, el
hambre, la explotación y la desigualdad? ¿Cuáles son los mecanismos por los cuales la riqueza
de una minoría parece engendrar miseria e indignidad para la mayoría? ¿Por qué la riqueza
privada parece ir de la mano con la miseria pública? ¿Es que no hemos conseguido, como
sugieren los reformistas liberales de buen corazón, eliminar estas bolsas de miseria humana, pero
lo haremos con el paso del tiempo? ¿O es más plausible sostener que hay algo en la naturaleza
del capitalismo que genera privación y desigualdad, tan cierto como que Charlie Sheen genera
chismes?

Marx fue el primer pensador en hablar en esos términos. Este desharrapado exiliado judío, un
hombre que una vez comentó que nadie había escrito tanto sobre el dinero y tenía tan poco, nos
legó el lenguaje con el que el sistema en que vivimos puede ser entendido como un todo. Sus
contradicciones fueron analizadas, su dinámica interior dejada al descubierto, sus orígenes
históricos examinados y su potencial caída anunciada. Esto no quiere decir que Marx considerara
el capitalismo simplemente como una Mala Cosa, como admirar a Sarah Palin o echar el humo
del tabaco a la cara de los niños. Por el contrario, era extravagante en su alabanza de la clase que
lo creó, un hecho que tanto sus críticos como sus discípulos han disimulado convenientemente.
No hay sistema social en la historia, escribió, que haya demostrado ser tan revolucionario. En un
puñado de siglos, las burguesías (middle classes) capitalistas habían borrado de la faz de la tierra
casi todo el rastro de sus enemigos feudales. Habían acumulado tesoros materiales y culturales,
inventado los derechos humanos, emancipado a los esclavos, derrocado a los autócratas,
desmantelado los imperios; lucharon y murieron por la libertad humana, y sentaron las bases de
una civilización verdaderamente global. Ningún documento prodiga elogios tales como ese
histórico y poderoso logro que es El manifiesto comunista, ni siquiera el Wall Street Journal.

Eso, sin embargo, fue solo una parte de la historia. Hay quienes ven la historia moderna como un
relato apasionante de progreso, y quienes la ven como una larga pesadilla. Marx, con su
perversidad habitual, pensó que era ambas cosas. Cada avance de la civilización ha traído consigo
nuevas posibilidades de barbarie. El lema de la gran revolución burguesa, “Libertad, igualdad,
fraternidad”, fue también su consigna. Él simplemente se preguntó por qué esas ideas no podrían
ponerse en práctica sin violencia, pobreza y explotación. El capitalismo había desarrollado
energías y capacidades humanas más allá de toda medida anterior. Sin embargo, no había
utilizado esas capacidades para hacer que hombres y mujeres se liberaran de la fatiga inútil. Por
el contrario, se los había forzado a trabajar más duro que nunca. En las civilizaciones más ricas
de la tierra se padecía tanto como en sus antepasadas del Neolítico.

Esto, consideraba Marx, no era debido a la escasez natural. Se debía a la forma peculiarmente
contradictoria en la que el sistema capitalista genera sus fabulosas riquezas. Igualdad para
algunos significa desigualdad de los demás, y libertad para algunos supone opresión e infelicidad
para muchos. La voracidad del sistema por la búsqueda de poder y beneficio había convertido a
las naciones extranjeras en colonias esclavizadas, y a los seres humanos en juguetes de las fuerzas
económicas más allá de su control. Había asolado el planeta con la contaminación y la hambruna
masiva, cicatrizándolo con guerras atroces. Algunos críticos de Marx señalan con razón la
brutalidad de los asesinatos en masa en Rusia y China comunistas. No suelen recordar con
idéntica indignación los crímenes genocidas del capitalismo: las hambrunas de finales del siglo
XIX en Asia y África, en las que murieron muchos millones de personas; la carnicería de la
Primera Guerra Mundial, durante la cual las naciones imperialistas masacraron a sus propios
trabajadores en la lucha por los recursos mundiales; y los horrores del fascismo, un régimen al
que el capitalismo tiende a recurrir cuando su espalda está contra la pared. Sin el sacrificio de la
Unión Soviética, entre otras naciones, el régimen nazi aún podría estar incólume.

Los marxistas alertaron de los peligros del fascismo mientras los políticos del llamado mundo
libre seguían preguntándose en voz alta si Hitler era un tipo tan desagradable como lo pintaban.
Casi todos los seguidores actuales de Marx rechazan las villanías de Stalin y de Mao, mientras
que muchos no marxistas seguirían defendiendo enérgicamente la destrucción de Dresde o
Hiroshima. Las modernas naciones capitalistas son en su mayor parte fruto de una historia de
genocidio, violencia y exterminio igual de detestables que los crímenes del comunismo. El
capitalismo también fue forjado con sangre y lágrimas, y Marx estuvo allí para presenciarlo. Es
solo que el sistema ha estado funcionando el tiempo suficiente para que la mayoría de nosotros
olvidemos ese hecho.

La selectividad de la memoria política tiene algunas curiosas formas. Tomemos por ejemplo el
11 de septiembre. Me refiero al primer 11 de septiembre, no al segundo. Me refiero al 11 de
septiembre que tuvo lugar exactamente treinta años antes de la caída del World Trade Center,
cuando los Estados Unidos ayudaron a derrocar al gobierno democráticamente elegido de
Salvador Allende en Chile, instalando en su lugar a un dictador odioso que asesinó muchas más
personas de las que murieron ese terrible día en Nueva York y Washington. ¿Cuántos
estadounidenses son conscientes de ello? ¿Cuántas veces ha sido mencionado en Fox News?

Marx no era un soñador utópico. Por el contrario, comenzó su carrera política peleando
ferozmente con los utópicos soñadores que le rodeaban. Tenía tanto interés en una sociedad
humana perfecta como lo pueda tener un personaje de Clint Eastwood, y nunca habló de forma
tan absurda. No creía que hombres y mujeres pudieran superar en santidad al arcángel Gabriel.
Por el contrario, creía factible que el mundo pudiera convertirse en un lugar considerablemente
mejor. En eso fue un realista, no un idealista. Quienes de verdad esconden la cabeza –la moral
de avestruz de este mundo– son quienes afirman que puede haber un cambio radical. Se
comportan como si el padre de familia y la pasta dentífrica multicolor fueran a seguir existiendo
en el año 4000. Toda la historia de la humanidad refuta este punto de vista.

El cambio radical, sin duda, puede no ser para mejor. Tal vez el único socialismo que veamos
sea uno impuesto a un puñado de seres humanos que puedan escabullirse de algún holocausto
nuclear o de un desastre ecológico. Marx habla incluso agriamente de la posible “mutua ruina de
todos los partidos”. Era poco probable que un hombre que fue testigo de los horrores de la
Inglaterra industrial-capitalista albergara presunciones idealistas acerca de sus congéneres. Todo
lo que quería decir es que hay recursos más que suficientes en el planeta para resolver la mayoría
de nuestros problemas materiales, así como había comida más que suficiente en Gran Bretaña en
la década de 1840 para alimentar varias veces a la hambrienta población irlandesa. Es la manera
en que organizamos la producción lo que es crucial. Notoriamente, Marx no nos proporcionó un
plan sobre cómo hacer las cosas de forma diferente. Es bien sabido que tiene poco que decir sobre
el futuro. La única imagen del futuro es el fracaso del presente. No es un profeta en el sentido de
mirar en una bola de cristal. Es un profeta en el sentido bíblico de alguien advirtiéndonos que, a
menos que cambiemos nuestras injustas maneras, es probable que el futuro sea muy desagradable.
O que no haya futuro en absoluto.
La broma póstuma de Cioran
Por Andrés Hoyos

Últimas reapariciones del escéptico rumano.

Emil Cioran, en 1995

Emil Cioran vivió muchos años en el sexto piso del número 21 de la rue de l’Odéon en un
apartamento parisino que Rafael Conte, el crítico español, describía como “un conjunto
de chambres de bonne concatenadas”, es decir, como una sucesión de buhardillas en las que había
que agachar la cabeza para no golpearse al entrar. Fue allí donde el gran pesimista rumano murió
el 20 de junio de 1995, jugándonos en simultánea y sin querer una broma póstuma a sus lectores.

Nadie sabe si este “fanático de la nada”, según lo define Philippe Sollers, se hubiera reído o no
de lo sucedido, pero en 1997, dos años después de su muerte, un grupo de allegados se reunió en
su modesta vivienda con la idea de desmantelarla para poderla vender. Estaba presente Henri
Boué, heredero de Cioran por serlo de Simone Boué, la recientemente fallecida maestra de
escuela francesa que vivió con el escritor durante más de cincuenta años y que por eso mismo
era su heredera universal; estaban Jean-Sébastien Dupuit, un alto funcionario del Ministerio de
Cultura francés, Yannick Guillou, editor de Cioran en Gallimard –en Francia la editorial que
publica a un escritor a lo largo de su vida adquiere “derechos morales” sobre la obra–, y estaba
el poeta Yves Peyré, director de la Biblioteca Jacques Doucet, a la que la viuda había legado
todos los papeles. Cerraba la lista un notario. Pocos meses atrás, Simone Boué había muerto
ahogada en Dieppe en circunstancias tan extrañas que algunos suponen que ella sí logró el
suicidio del que Cioran habló tanto en sus escritos pero que nunca se atrevió a cometer.

El inventario realizado en los cincuenta metros cuadrados de los que constaba la buhardilla fue
raudo y arrojó bienes por valor de 7.600 euros. Finalizado el proceso, Henri Boué contrató a una
comerciante del mercado de las pulgas de Montreuil para que alzara con el resto de las cosas
carentes de valor y entregara limpia la propiedad. La comerciante se llamaba Simone Baulez y
era tocaya de la compañera de Cioran que acababa de morir. Doña Simone II se puso manos a la
obra en la forma meticulosa en que solía proceder siempre y revisó, como po...

Hobbes y la risa
Por Jesús Silva-Herzog Márquez

Además de una explosión de alegría, la risa puede ser una potente arma contra el statu quo. Al
enfrentarla con los clericalismos y abrir la posibilidad de un Estado laico, queda claro que se trata
de un asunto serio.

Intervención fotográfica de El Gordo y El Flaco

Nietzsche, al final de Más allá del bien y del mal, imaginaba una lista de los grandes filósofos de
la humanidad de acuerdo a la sonoridad de sus carcajadas. En los primeros lugares, aquellos que
reían a boca suelta. En la cola, los solemnes de labios apretados. Nietzsche aborrecía
intensamente a los filósofos que despreciaban la risa. Thomas Hobbes mantenía la boca bien
cerrada ante el peligro de un asalto de risotadas. No negaba la relevancia filosófica de la risa: era
un peligro. El erudito de Malmesbury estaba convencido de que la risa era un tema profundo,
merecedor de un sitio relevante en su teoría geométrica del universo. ¿Qué es la risa? ¿Qué la
provoca? ¿Tiene algún significado moral? ¿Algún efecto político?

El examen meticuloso de Quentin Skinner1 es mi fuente para descubrir el tratamiento de Hobbes.


Como admirablemente relata Skinner, la convulsión involuntaria y gozosa ha sido frecuentada
durante siglos por filósofos, moralistas y médicos. Para algunos es simplemente el signo exterior
de la felicidad. Un inocente estruendo. Pocos se quedan con esa explicación. Se trata, más bien,
de una declaración cargada de sentido moral; una expresión burlona que tiende a ridiculizar los
defectos de otros. Nos carcajeamos de lo ridículo, sea dicho o hecho. Es por eso que Laurent
Joubert, un médico de Montpellier que publicó un tratado sobre la risa en 1579, advirtió que
siempre hay un dejo de amargura en la carcajada. Descartes sigue esta línea cuando anota en su
ensayo sobre las pasiones del alma que en la risa hay una mezcla de alegría y desprecio.

Hobbes conoce bien esa literatura. Bien se sabe que en el Leviatán sostuvo que el hombre tiene
una inclinación natural de poder que no cesa sino con la muerte y que los hombres se comparan
obsesivamente unos a los otros. Si la risa es una forma de gozarse, de creerse superior a otros, se
trata de un acto de poder. En la risa se experimenta el gozoso disfrute de nuestra superioridad:
una presunción de preeminencia. En Los elementos de la ley natural y política, Hobbes ofrece su
primer tratamiento sobre la risa. Al reírse, el individuo se glorifica. Así lo sostiene también en el
Leviatán: la risa es una gloria súbita que inflama al hombre con una sensación de superioridad.
Mientras los médicos del siglo xvi y xvii resaltaban las cualidades terapéuticas de la carcajada,
los humanistas tendían a resaltar su capacidad destructiva. Veían una grosería en la ruidosa
matraca bucal; un insulto en la ostentación de dientes, bullas y babas. La risa solía ser vista como
una ofensa, un arma ilegítima en la esgrima de cualquier debate. Lo que Hobbes destaca, en plena
congruencia con su edificio de soberanía, es que quien ríe pretende subrayar su propia
superioridad. En su risa, el súbdito deja de serlo. Se trata, por ello, de una amenaza a la paz, una
afrenta a las leyes de la naturaleza. Quien ríe vulnera las jerarquías, destrona al poderoso y lo
coloca, con el pastel en la cara, en el fango del ridículo. Por eso la risa es una victoria de la
incivilidad. Brotando de la barriga del orgullo, se proyecta por la boca para declarar hostilidades
y desconocer rangos.

La paz del Estado hermético de Hobbes no descansa exclusivamente en ese pacto de


representación total por el que los individuos ceden el derecho a gobernarse y a evaluar el mundo
en su cabeza. La paz de la que depende el comercio, la ciencia, el cómputo del tiempo, la
navegación y el arte puede establecerse cuando ha cesado el violento gobierno individual y se ha
instaurado la paz del soberano. Ha cesado la anarquía del juicio privado para dar paso al imperio
del juicio público. La paz hobbesiana supone tal vez otra cosa: una brida a esa tóxica afirmación
de superioridad individual. La risa libre aparece de este modo como adelanto de la guerra civil.
Es que la risa supone examen libre de las inconstancias del mundo, sus imposturas, sus caprichos,
su carácter inevitablemente ridículo. Constatar las deformidades que nos rodean es adelantar el
primer juicio, el primer veredicto individual; separarse sin cálculo y sin silogismo del dictamen
soberano y afirmar, a carcajada batiente, la razón individual. Más aún: la risa es un resorte indócil.
Evade cualquier previsión pues siempre es producto repentino, súbito. No puede agendarse una
risa para las 4:30 de la tarde. Puede encontrarse aquí una segunda limitación natural al imperio
del poder. Hobbes reconoce que el soberano, a pesar de la monstruosidad de su mando, es incapaz
de obligar al súbdito a que se mutile, se dañe, se provoque la muerte. Puede matarlo, pero no
ordenar su suicidio. Pues bien, el soberano tampoco puede imponer un carcajeo auténtico o
proscribir el reflejo de la risa. De este modo, la risa aparece como el refugio de lo ingobernable,
el albergue primario de una conciencia individual que se dispara sin exigir siquiera reflexión. La
risa arrasa lo establecido y venerable; devasta lo habitual y lo reverenciado.

El Estado hobbesiano controla la máquina de hacer la ley y la navaja del verdugo. Es propietario
de todas las tierras, declarante de la verdad y cabeza de la Iglesia. No puede, sin embargo,
adueñarse de los tensores de la risa. De ahí que la carcajada no sea solamente una expresión de
mal gusto que denota arrogancia, falta de discreción, sino una seria amenaza a la paz. Ese dios
mortal puede ser convertido en el payaso de las bofetadas. Será por eso que Fernando Savater
ubicaba ahí, en la risa, la prueba central del laicismo. Más que en los estatutos normativos, en las
fronteras entre una iglesia y el poder público, en la risa podía encontrarse el medidor del laicismo.
Y es que la vitalidad del temperamento laico está en la capacidad para someter todos los asuntos
públicos al libre examen de la razón; en otras palabras, exponer todos los asuntos colectivos al
fuego de lo ridiculizable; al amago de lo risible. Cuando se extienden zonas vedadas a ese examen
de la risa, el mundo queda encantado, sumergido en el discurso mágico de lo incuestionable.

Si hubiera un laicímetro, decía Savater, sería la risa. “Dime de lo que no puedes reírte o no debes
reírte y te diré cuáles son los límites de tu laicismo”. Una sociedad laica es aquella capaz de
afirmar el derecho a la insolencia, el derecho a burlarse de todo: del presidente y sus ministros;
de la virgen, el papa y los cardenales, del ejército y los símbolos nacionales. El proyecto laico
resiste a quienes pretenden establecer vastas zonas de sacralidad: territorios tan entrañables para
algunos que nadie tiene el derecho de penetrar en ellos sin la misma reverencia. Derecho, sí, a la
insolencia. El insolente de la risa, de la parodia, de la sátira, impugna las costumbres, rompe lo
que es habitual, se burla de aquello que es tenido como venerable. Por eso temía tanto Hobbes al
insolente de la carcajada: ahí está el desafío primario al poder y lo sagrado. Por eso la burla es la
chispa que aviva el laicismo.

1. “Hobbes and the Classical Theory of Laughter” en Visions of Politics, Vol. III: Hobbes and Civil Science,
Cambridge University Press, 2002.
Fenomenología de la feúra
Por Andy Martin

Traducción de Margarita Valencia

¿Cuáles pueden ser las consecuencias filosóficas de ir a la peluquería? ¿Un mal corte nos puede
sumir en perplejidades metafísicas? Lector: siéntate y considera.

Ilustración de Javier Olivares

Todo empezó el día en que Luigi me cortó el pelo. Parecía un profesor loco –específicamente
Doc en Regreso al futuro–, así que Luigi tomó las tijeras y trató de recomponerme. Sin embargo
–y eso fue exactamente lo que se me ocurrió cuando inspeccioné el corte al otro día en el espejo
del baño– no acabó de cortar todo lo que había que cortar. El estilo había mejorado mucho, eso
es innegable, pero quedaba un flequillo desordenado que empezaba a irritarme. Y afuera hacía
calor. De modo que saqué el accesorio para cortar el pelo que viene con la maquinilla de afeitar
y di unos cuantos hachazos aquí y allá. Cuando finalmente salí al mundo exterior parecía, y ése
fue el consenso general, un espantapájaros de muy mala reputación. Al final fui a otra barbería
(no me atreví a mostrarle a Luigi mi obra) e hice que lo esquilaran todo. Ahora parezco un cruce
de Britney Spears con Michel Foucault.
En resumen, fue uno de esos días –todos los tenemos– en los que no hay manera de que el pelo
se vea bien. No voy a extenderme en el estudio folicular de la filosofía occidental (el bigote de
Nietzsche, tan voluntad-de-poder-eterno-retorno, las barbas de Marx, muy trabajadores del
mundo uníos), pero es necesario decir que un corte de pelo puede tener importantes
consecuencias filosóficas. Jean-Paul Sartre, el pensador existencialista francés, tuvo una
experiencia con la tonsura particularmente traumática a los siete años de edad. Hasta ese
momento su carrera como seductor de multitudes había sido deslumbrante. Todo el mundo se
refería al joven Polou como “el ángel”. Su madre había cultivado con esmero un halo exuberante
de rizos rubios. Pero al abuelo se le metió en la cabeza un día que Polou parecía una niña, así que
esperó a que la madre saliera e invitó al niño a un paseo prometiéndole una sorpresa. La sorpresa
resultó ser la barbería. Polou estaba ansioso por mostrarle a su madre su nueva apariencia, pero
apenas ésta entró por la puerta y lo vio, salió corriendo escaleras arriba y se arrojó sobre la cama
llorando histéricamente. El universo tan celosamente construido –celosamente acicalado, se
podría decir– acababa de derrumbarse, como si se desmontara un decorado de Hollywood y se
reconstruyera después para una película diferente, una más dura, más lúgubre, menos romántica
y sin semidioses. Como en un cuento de hadas al revés, el joven Sartre se metamorfoseó de ángel
en sapo. Por primera vez se dio cuenta de que era tan feo como pegarle a la mamá –en palabras
de su amante norteamericana Sally Shelley–.

“La evidencia de mi fealdad” se convirtió en un leitmotiv a duras penas reprimido de su escritura.


La llevaba como una medalla de honor. (Camus observa a Sartre diligentemente aplicado a la
seducción en un bar de París y le pregunta por qué se esmera tanto. “¿Te has fijado en esta cara?”,
le responde Sartre.) El novelista Michel Houellebecq escribió en alguna parte que cuando conoció
a Sartre pensó que era casi discapacitado. No es un comentario agresivo. Está, por un lado, el
estrabismo (su característico ojo perezoso que parece mirar en dos direcciones al mismo tiempo),
y por otro la disfuncionalidad de diversas partes de su cuerpo, además de que su fealdad cuenta
para él como una especie de discapacidad. No puedo evitar preguntarme cuán indispensable para
la filosofía es la fealdad. Sartre parece sugerir que el pensamiento –el cuestionamiento serio e
insistente– surge de (quizás surge con) la conciencia de la propia fealdad.

No quiero ponerme personal o pesado, pero está claro que un concurso de miss o míster universo
con filósofos no tendría nada que envidiarle al partido de fútbol entre filósofos imaginado por
Monty Python. Tendría, por así decirlo, una relación irónica con la belleza. La filosofía como
sátira de la belleza.
No es por azar que Sócrates, uno de nuestros padres fundadores, proclame ostentosamente su
fealdad. Es el lado cómico del gran hombre. Sócrates es (a) un pensador que plantea interrogantes
profundos y difíciles, y es (b) feo. En el neoplatonismo renacentista (recuérdese, por ejemplo, la
descripción de los sabios tontos en El elogio de la locura de Erasmo) Sócrates, aun
espectacularmente feo, aparece bajo una lógica explícitamente cristiana: la filosofía –como los
rizos angélicos de Sartre– deberá salvarnos de nuestra fealdad (quizás más de la moral que de la
física).
Tampoco puedo evitar la idea de que la fealdad infiltró las proposiciones originales de la filosofía
precisamente desde esta perspectiva de la redención. La implicación se encuentra en obras como
el Fedro de Platón. Si hemos de morir para llegar a lo cierto, lo bueno y lo bello (to kalon: ni
masculino ni femenino sino neutro, como el ángel efímero de madame Sartre, de género
indeterminado), ha de ser porque lo cierto, lo bueno y lo bello nos eluden tan radicalmente en
vida. ¿Crees que eres bello?, parece decir Sócrates. ¡Fíjate bien! La idea de lo bello en este mundo
es como una equivocación. Un error de pensamiento que debe ser repensado.

Quizás la misión de Sócrates sea hacer del mundo un lugar seguro para los feos. ¿Acaso no es
todo el mundo un poco feo desde una u otra perspectiva en uno u otro momento? ¿Quién es
verdaderamente bello todo el tiempo? Solo los arquetipos pueden ser verdaderamente bellos.

Avanzo rápidamente hasta llegar a Sartre y a mi propia crisis con el espejo del baño. Me da la
sensación de que desde este punto podemos mirar el neoexistencialismo con nuevos ojos. Sartre
(como Aristóteles, como el mismo Sócrates en ciertos momentos curiosos) intenta huir de los
arquetipos. En particular, de un concepto trascendental de belleza que no deja de atormentarnos
–y que a veces nos mutila–.
“No importa que seas un tipo horriblemente feo. Si eres existencialista, vas a lograrlo”. Hasta
donde sé, Sartre nunca usó estas palabras exactas (aunque definitivamente sí se describió a sí
mismo como “salaud”). Pero la idea surge en casi todo lo que escribió. Nuestro intento por
alcanzar la belleza es un intento por convertirnos en Dios (el en-sí-para-sí, según la irritante
expresión de Sartre). Queremos, en otras palabras, convertirnos en lo perfecto, en un ícono de
perfección, y esto es imposible de lograr. Pero es buen negocio para los productores de cremas
de belleza, para los cirujanos plásticos e incluso –¡claro que sí!– para los barberos.
Cambio de sexo por un momento –voy en la dirección que madame Sartre hubiera preferido– y
empiezo a sospechar que Britney Spears se afeitó la cabeza en aras de un argumento sartreano o
socrático (y no a causa, por ejemplo, de una crisis nerviosa). Buscaba, en efecto, recurrir a la
apariencia para desmitificar lo bello. Perspicaz. El pelo está en el piso, inexplicablemente
desdibujado (Sartre), y con él yace la idea convencional de lo femenino. Pienso en Marilyn
Monroe y en Brigitte Bardot desde esa misma perspectiva: al decidir morir, la una, y vivir, la
otra, pretenden dejar atrás su estatus de ícono, desmontarlo. Desde el punto de vista
neoexistencialista, lo bello, to kalon, no es una abstracción trascendente que se ha popularizado.
La belleza es una cosa (Durkheim afirmó que los hechos sociales son cosas). Yo soy una no-cosa.
Es la razón por la cual nunca podré llegar a ser verdaderamente bello. Aunque ello no impida que
desee ser lo uno o lo otro. Quizás eso explique la anotación en los cuadernos de Camus (el más
osado contendor de Sartre): “La belleza es insoportable y nos conduce a la desesperación”.
Me río cada vez que alguien me dice que debo dejar de juzgarlo todo. Juzgar es justamente lo
que hacemos. No hacerlo sería como estar muerto. Tipificar es el comportamiento normal. Esa
mirada original en el espejo, ligeramente desesperanzada y tan consciente de lo que ve (y
usualmente acompañada de la expresión “¿No es más?” o “¿Así están las cosas?”), es una
herramienta poderosa porque nos impulsa a mejorar. La trascendencia es en el aquí y el ahora.
Debemos trascendernos a nosotros mismos. Y podemos (y aquí cito a Sartre) tras-ascender o
trasdescender. La inevitable insatisfacción con nuestra propia apariencia es el motor no solo de
la filosofía sino de toda la sociedad civil. Esto, suponiendo que no nos arranquemos los pelos de
raíz.

©The New York Times, 2010

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