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“El animal laborante, que con su cuerpo y la ayuda de los animales domesticados nutre la
vida, puede ser señor y dueño de todas las criaturas vivientes, pero sigue siendo el siervo
de la naturaleza y de la Tierra; sólo el hombre trabajador se comporta como señor y amo de
toda la tierra. Desde que se consideró su productividad a imagen del Dios-Creador, de
manera que donde Dios crea ex nihilo (de la nada), el hombre lo hace a partir de una
determinada sustancia, la productividad humana quedó por definición sujeta a realizar
una rebelión de Prometeo, ya que podía erigir un mundo hecho por el hombre sólo tras
haber destruido parte de la naturaleza creada por Dios. La experiencia de esta violencia (la
fuerza física productiva hacia la naturaleza) es la más elemental de la fuerza humana y,
por lo tanto, lo opuesto al doloroso y agotador esfuerzo que se siente en la pura labor
[animal]. [La experiencia de la productividad] Puede proporcionar seguridad y
satisfacción, incluso convertirse en fuente de autoconfianza a lo largo de la vida, todo lo
cual es muy diferente del deleite que cabe esperar de una vida de labor y fatiga o del
pasajero, aunque intenso, placer del propio laborar que surge cuando el esfuerzo se
coordina y ordena rítmicamente, y que en esencia es el mismo placer que se siente en los
demás movimientos corporales. La mayoría de las descripciones sobre la <<alegría del
trabajo>>, si no son tardíos reflejos de la bíblica felicidad de la vida y de la muerte y no
confunden el orgullo de haber hecho una tarea con el <<júbilo>> de realizarla, se
relacionan con la soberbia sentida al ejercer una violenta fuerza que le sirve al hombre
para medirse ante el abrumador poder de los elementos y que, mediante el astuto invento
de ciertos útiles, sabe cómo multiplicarla más allá de su natural medida. La solidez [de la
obra] no es el resultado del placer o del agotamiento al ganarse el pan <<con el sudor de su
frente>> sino de esta fuerza, y no se toma como libre don de la eterna presencia de la
naturaleza, aunque sería imposible sin la materia extraída de ésta; ya es un producto de las
manos del hombre” (Hannah Arendt, La condición humana, p. 168).