You are on page 1of 3

Discípulo, Maestro

Había un momento de cada día en el que Platón se dejaba caer sobre el césped de una
colina y observaba como las nubes pasaban y pasaban. A decir verdad, había hecho esto durante
muchos años de su vida. Era algo que, según él, le ampliaba el pensamiento. Allí era donde podía
estar relajado, donde podía pensar con claridad, donde surgían las ideas y teorías sobre lo más
remoto del mundo.
Hacía una semana en la que Platón no podía dejar de pensar en lo mismo, y aquel día no
era la excepción. Acostado sobre la hierba, con la brisa revolviendo sus cabello, el joven de
dieciocho años se planteaba la más descabellada idea que nunca había tenido. ¿Qué pasaría si el
mundo que conocían no era algo real? ¿Y si todo era parte del reflejo de algo mucho mayor? ¿Si
todo estaba siendo controlado…? Pero sus pensamientos fueron interrumpidos por la presencia
de un chico que se recostó junto a Platón. Era Athos, su mejor amigo. Él vivía camino a la ciudad,
sin embargo, solía visitar a Platón en aquella colina. Athos preguntó a Platón qué era lo que hacía,
y este le contó todo lo que había pensado. Su amigo lo miró con la expresión más confundida que
podía poner, y respondió entre risas que se parecía al loco de la ciudad. Athos ya le había hablado
hacía un tiempo sobre el loco de la ciudad; era un hombre que se paraba en las calles a predicar
disparates contra los dioses y llenaba las mentes de los jóvenes de locas ideas. Platón casi nunca
bajaba a la ciudad, así que no conocía en lo absoluto a ese loco.
Pero hubo una vez en que la madre de Platón arrastró a su hijo a la ciudad para visitar a su
tía y a su primo. A Platón le desagradaba completamente la idea de ir allí, y más si eso significaba
tener que entretener a su primo mientras su madre se ocupaba de sus asuntos. Ese día viajaron a
la ciudad con sus esclavos, y a penas llegaron, su primo Leonis comenzó a preguntarle cosas a
Platón, quien no tuvo mejor idea que calmarlo contándole una historia en la que no podía dejar de
pensar.
“Esta es la historia de un grupo de esclavos en una caverna”. Comenzó Platón. “Los
esclavos estaban atados con cadenas en el cuello, las muñecas, los tobillos, no podían moverse en
absoluto, y solo podían mirar al muro que tenían en frente. Detrás de ellos había una hoguera
encendida, y entre ésta y ellos un camino escarpado. A lo largo de éste, había un muro de cierta
altura por donde pasan unos hombres con toda clase de objetos que asoman por encima del
muro. Frente a los esclavos se proyectaban las sombras de estos objetos y de los hombres que los
portan. Aquello era lo único que vieron y verían en toda su vida.” Normalmente, el niño de seis
años no comprendió del todo la historia que su primo le estaba contando, y acabó cansando y
aburrido. A Platón no le molestó en lo absoluto. Al contrario, festejó que el niño lo hubiera dejado
en paz, y se permitió dar una pequeña vuelta por la ciudad.
Caminó un par de metros hasta que se topó con una multitud alborotada y dividida. Por un
lado había gente mayor, gritando insultos y reproches. Y por el otro, había jóvenes de la edad de
Platón alabando a un hombre que no paraba de gritar cosas en medio de la multitud. “El
conocimiento empieza en el asombro.” Escuchó Platón decir al hombre. “Esa punzada de sentir
que hay una parte de la realidad que no entendemos, es aquello que nos impulsa a adquirir
conocimiento.” El joven se quedó congelado ante las palabras que estaba escuchando. ¿Acaso le
había leído la mente? A esas alturas, Platón ya podía imaginarse quien era aquel hombre: el loco.
“La sabiduría, amigos míos, es lo máximo que podemos obtener.” Continuó él. “¿Quién creen que
es el más apto para gobernarnos? ¿algún dios? ¿un guerrero? ¿un rey? ¡¿O una persona que adore
el saber y que nos guie a la felicidad plena?!” Muchos vociferaban y aplaudían, otros abucheaban y
arrojaban piedras que el loco esquivaba, al parecer con mucha práctica. Pero solo una voz clara
hizo que el hombre se callara y dirigiera toda su atención a una sola persona. “¿Y tu eres un
sabio?” Preguntó Platón. El loco lo miro perplejo, y luego sonrió. “No, yo solo sé que no sé nada.”
De repente, el loco bajó del banquillo y lo recogió, caminó hacia Platón y en un tono
apurado le dijo: “Vamos niño, el ejercito ya viene, mejor que no nos encuentren.” Y con sigilo se
abrió paso entre la multitud. Era cierto, el ejercito venía, y la gente se fue dispersando en cuanto
aparecieron. Platón dudó, pero acabó siguiendo al loco hasta una pequeña casilla en un callejón.
“Hogar dulce hogar.” Dijo el hombre mientras dejaba el banquillo en un rincón y se sentaba frente
a una mesa. “Me llamo Sócrates, y como habrás notado, soy un poco famoso por estos lados. ¿Tu
nombre?” Platón respondió un poco confundido, ni siquiera sabía como había terminado así su
día. Sócrates era algo excéntrico y olía bastante a vino, pero cada cosa que decía lograba
impresionar más y más al joven pensador. “¿Y qué pensás vos? Porque para haberme escuchado y
haber llamado mi atención estoy seguro de que tenés pensamientos propios. Así que habla para
que yo pueda conocerte.” Platón dudó un momento antes de comenzar a contarle acerca de su
loco pensamiento y la loca historia que había inventado. Al principio Sócrates se rio muchísimo, y
Platón se enfureció. “¿No me crees?” “Un hombre honesto es siempre un niño.” Respondió
Sócrates, y luego comenzó a preguntar más y más cosas; “¿cómo es el otro mundo?” “¿Cuánto
tiempo llevan ahí los prisioneros?” “¿Por qué?” Muchas de estas preguntas ni siquiera podían ser
respondidas por Platón. Y la noche cayó en Atenas, mientras el joven ni se percataba de la cercanía
de las estrellas ni de que su madre se enfadaría. Antes de marcharse escuchó el grito de Sócrates
desde la mesa: “Mañana a medio día, discípulo.”
Sócrates había recibido muchísimas peticiones de jóvenes que querían ser sus discípulos,
pero decidió tomar a Platón; y desde aquel momento el joven pensador visitó al loco para estudiar
y pensar sobre todo. Sin embargo, Sócrates le había dado una tarea mucho más importante: crear
su propio mito.
Hubo una tarde, en la que Sócrates se replanteaba ciertas cuestiones que a Platón le
aburrían, cuando al joven lo asaltó un pensamiento que nunca antes había tenido. ¿Y si un
prisionero escapaba? Pensó y pensó y pensó, hasta que finalmente logró armar su idea y ponerla
en palabras para que su maestro lo escuchara. “Hay un prisionero que logra escapar, arranca sus
cadenas y se da la vuelta. Allí ve la verdad, la mentira que era su mundo. Le duele, por supuesto,
pero quiere saber más. Ve el muro, las sombras, la hoguera. Pero hay algo más, un túnel que lleva
a la superficie, donde la luz no es artificial, sino que es el mismísimo sol, y todas las cosas son
reales. Pero le cuesta ver al principio, le lastima los ojos tanta claridad, sin embargo logra
adaptarse y consigue admirar el mundo tal como es.” Platón miró a su maestro, esperando por
una respuesta. Sócrates se mantuvo en silencio por un buen rato, hasta que finalmente dijo:
“¿Qué te parece que significa?” El joven discípulo se volvió a plantear lo que había dicho mientras
su maestro continuaba incitándolo a pensar y pensar. Y entonces lo consiguió, interpretó su propia
creación como la necesidad de saber de los hombres, la curiosidad y, más importante, la existencia
de otro mundo: el mundo de las ideas. Platón le explicó a Sócrates lo que pensaba y éste se
sorprendió y alegró de que se alumno hiciera lo que más orgullo le daba: pensar. “A aquellos que
les gusta buscar la verdad en el mundo de las ideas puede que les cueste adaptarse al comienzo,
pero tarde o temprano lo logran.” Dijo el maestro.
Platón tenía un millón de preguntas para Sócrates, pero sorpresivamente, el maestro se
paró de su asiento y caminó hacia la ventana que daba a las calles de Atenas, y dijo en un susurro
agitado “Chico, ya es suficiente por hoy. Vuelve a tu casa.” Sin dar tiempo para explicaciones,
Sócrates sacó a Platón por la puerta trasera y le cerró la puerta dejándolo estupefacto. El discípulo
estaba confundido y enojado, pero ni se imaginaba lo que estaba por ocurrir. Al día siguiente, un
grupo de soldados buscó a Platón en su hogar llamándolo a ser testigo en un juicio; el juicio de
Sócrates.
Antes de que el juicio se llevara a cabo, Platón pudo hablar con su maestro, el cual le
insistió en que no abandonara sus pensamientos. “No dejes de pensar, chico. Pensar es la clave, el
saber es la clave. Sin embargo, hoy quiero que no digas absolutamente nada acerca de tus
pensamientos e ideas, solo di todo lo que te enseñé y nada más. Creerán que te he manipulado y
llenado la cabeza de mis locuras. Pero a pesar de todo lo que digan ahora, quiero que sigas
pensando. Plantea nuevos interrogantes, ¿quién es el hombre que sale al mundo de las ideas?
¿qué pasa si vuelve a contarles lo que vio a los demás prisioneros? ¡Platón no te quedes en la
caverna, busca la salida!” Dijo Sócrates, dejando perplejo y dudoso a su discípulo, quien lo miró
preocupado y respondió “¿Qué te va a pasar?”
El maestro miró al discípulo, sonrió como si estuviera por emprender una nueva aventura,
y dijo “La muerte podría ser la más grande de las bendiciones”.
El juicio se llevó a cabo, y Platón fue considerado un joven mal llevado por un maestro
loco, y nunca más volvió a ver a Sócrates, quien fue condenado a muerte por corromper a la
juventud. Platón nunca abandonó sus pensamientos, y en unos meses concluyó aquel mito que
había elaborado con la ayuda de su mentor. El joven afirmó que mediante el razonamiento, el
hombre que salió logra distinguir entre la idea que tiene de las cosas y lo que realmente son las
cosas. Aquel hombre era el filósofo, quien sentía la obligación de compartir el saber y la verdad
con los demás. Sin embargo, aquellos que querían permanecer cegados decidieron silenciar al
filósofo tal como la gente de Atenas lo había hecho con Sócrates; con la muerte. Pero Platón no se
rindió, y decidió que él sería el filósofo que saldría de la caverna y guiaría a los ignorantes hacia el
Mundo de las Ideas.

Fredes, Sol.
Ianniello, Sofía.
Sotelo, Rocio.
Sexto Sociales.

You might also like