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Tenía diez años y estaba comenzando quinto básico cuando me enteré que en mi
colegio, en la comuna de La Florida, se realizaría un Taller de Teatro para todos los
alumnos de quinto a octavo. Como siempre he sido histriónica -“teatrera” diría mi
hermana Emilia- no dudé en participar, sin saber que sería una oportunidad no sólo
para desarrollar mis capacidades y talentos escénicos, sino también para cumplir un
gran sueño: conocer el mar.
Todo comenzó cuando la profesora del taller nos invitó a crear nuestra propia obra
para ponerla en escena. El ejercicio consistía en mostrar a través de una
dramatización cuáles eran nuestros sueños incumplidos, es decir, aquello que nos
gustaría que pasara pero que sabíamos sería muy difícil. Muchos compañeros
presentaron situaciones en donde se mostraban alcanzando la profesión que
deseaban ejercer cuando grandes: ser modelos, futbolistas, veterinarias y, obvio,
actores y actrices. Otros fueron más imaginativos e idearon situaciones insólitas:
poder volar, dar la vuelta al mundo en un globo aerostático, convertirse en una oruga
o una mariposa, incluso alguno pensó en ser un personaje de caricatura. Yo, por
supuesto, quise contar sobre las ganas que siempre había tenido de conocer el mar.
Conocer el mar me parecía un sueño imposible porque nunca, hasta entonces, había
salido de Santiago. Es más, hay incluso comunas en las que jamás he estado. Mi
familia es muy humilde, mi padre se esfuerza mucho trabajando, pero es difícil en
estos días mantener a seis hijos y una esposa. Por esta razón sabía que era
improbable para mis padres poder viajar y pensaba que estaba destinada a pasar
toda mi vida en esta ciudad.
El día en que finalmente presenté mi ejercicio, a la profesora le agradó muchísimo.
Me dijo que mi sueño imposible le parecía tan legítimo (aunque yo no comprendí lo
que quería expresar esa palabra), que iba a buscar la forma de hacerlo realidad.
Cuando volvimos de las vacaciones de invierno la profesora del taller me dijo que
tenía una sorpresa para mí: se trataba de una invitación a Valparaíso. Me explicó que
el Segundo Medio haría una visita al Congreso Nacional, y que la profesora que iba
a cargo de la delegación estuvo de acuerdo en que yo participara de la actividad
aunque fuese bastante más pequeña. Si mis padres me autorizaban, podría cumplir
mi sueño de conocer el mar. Las profesoras hablaron con ellos y todo estuvo
arreglado. Había sólo que esperar el gran día. Moría de felicidad.
El Viernes 27 de Agosto partimos a las 8°°hrs. Mi ansiedad no me permitió dejar de
imaginar:
¿Cómo sería el mar? ¿Cuánta agua cabría en él?¿Qué se sentiría el ver una ola
romper?.
Todos los compañeros (y en realidad todo el colegio) se habían enterado de mi
sueño. Por eso cuando el bus ya estaba llegando al centro de la ciudad de Valparaíso,
desde donde era posible vislumbrar el océano, pusieron una venda en mis ojos. Esto
me enojó mucho en un comienzo, me pareció hasta cruel obligarme a seguir ansiosa,
pero más tarde comprendí sus intenciones y les agradecí porque el impacto que me
causó ver el mar, así de sopetón cuando me quitaron la venda, fue la sensación más
hermosa que he experimentado en mi vida.
Pasé frente al mar las dos horas que duró la visita de los compañeros. Una profesora
se quedó conmigo mientras otros dos profesores cuidaban al grupo. El mar me
maravilló. Era tan distinto de sus fotografías e imágenes postales. Era verde y azul y
verde brillante otra vez como los ojos de mi hermana
Gabriela cuando juega con sus muñecas. El mar iba y venía, iba y venía levantando
sus olas y dejándolas caer, como cuando la mamá cubre y descubre el rostro de mi
hermanito Antonio con una mantilla y él ríe a carcajadas. El mar también ríe a
carcajadas cuando rompen las olas con esa fuerza inmensa que me recuerda al
papá, que siempre llega a casa tan cansado pero dispuesto a compartir con nosotros
en un tremendo abrazo lo que le queda de energía. El mar era inmenso, tan inmenso
como el amor que siento por mi familia y como los deseos que tenía en esos
momentos de que estuvieran junto a mí.