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/Peruano/
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chilenos que iban de compras a Mendoza y algunos argentinos
que volvían a la patria.
– Buenos días –
– Buenos, peruano, ¿eh?
El gendarme se quedó observándome por un momento.
–_ Bienvenido a la Argentina.
Se oyó el fuerte golpeteo del sello en una nueva hoja del
pasaporte.
Empezó a nevar, a lo lejos se podían ver las montañas tan
silenciosas y soberbias, diminutos copos de nieve comenzaron a
caer en la dirección del viento. La carretera fue engullida por las
sombras de la noche. Qué lejos estaba y cada vez me iba
perdiendo más, ya no importó lo que tuviera que hacer para
sobrevivir.
Pero ¿Por qué no le había robado a Jorge o a Gonzalo? No me
conocían, que podía importar si nunca más los volvería a ver.
– No. No quiero ser así. (Karma pólice)
La tormenta me arrancó las horas vagas y amables como el
viento arrancó las nubes del cielo y moría de fríio, arremolinado
entre la ropa, tiritaba de angustia., Nno pude dormir pensando
hasta donde seguiría huyendo.
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tiempos oscuros y tan solo los recuerdos de días gloriosos
quedaran aun impregnados en sus estatuas.
Dejamos el centro atrás hasta un barrio con casas al estilo
suburbio americano. Los faroles de las calles, los autos, todo
parecía un set cinematográfico de los días felices. Era, una
imitación argentina del American Middle Class.
Hasta que llegamos a una casa de una sola planta, una sala y un
comedor de entrada.
– Pasá y hablá con la señora… ¡Pampi, aquí te traje un pasajero!
E– el hombre salió raudo y me dejó esperando en la sala.
– Al menos me sirve de algo “la joyita” ¿eh? –escuché una voz
que venía desde el patio del fondo de la casa. Era una mujer
mayor, de unos sesenta años, rolliza y de ojos amables que se
volvían pícaros cuando sonreía.
– ¡Ah, sos peruano. ¿Y qué hacés por aquí? –la mujer cruzó los
brazos haciendo ademán de inquisidora.
– Estoy viajando.
– ¿Solito? Vaya, vaya… Bueno, al fondo, te voy a enseñar la
habitación. Sabés, soy viuda y separada de ese que acaba de salir,
yo le llamo la joyita, en realidad se llama Ernesto.
Parecía muy amable y parlanchina, recordé de pronto a mi
madre.
– Aquí está la llave, me gustaría alquilarla por mes, pero aquí
creo que nadie quiere vivir, todos se han ido a la capital, la crisis
nos está matando y ésta es la ciudad más cara de la República
Argentina. Estamos viviendo prácticamente de lo que vienen a
comprar los chilenos.
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– Me gusta, está bonita – afirmé al observar mi habitación, una
cama, una mesita, y una cómoda, todo muy bien cuidado y
extremadamente limpio.
– El desayuno es abajo, conmigo y con otro chico que vive aquí,
si no te molesta… ¿Cómo te llamas? Ni pregunté tu nombre, soy
un poco despistada.
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Viejo lobo no tiene edad (parece de unos cincuenta a sesenta) lleno de
pelo en todo el cuerpo y una espesa barba blanca en una cara con
profundos ojos azules, esta subido de peso y por ello no se queja del frío.
Ahora vivo en casa de Pampi , me convida vino, vemos TV cuando
regreso de vender. Pampi es cariñosa y no ha sido difícil
corresponderle, es una mujer muy simpática y divertida.
Ahora está Julián, vive aquí en el cuarto de al lado. Es un tipo extraño,
alto, demasiado blanco, casi transparente, con la cara alargada y una
barbita de chivo, tiene los dedos nudosos, siempre me observa con esa
mirada de desconfianza gratuita ¿Qué quieres descubrir Julián?
Pienso dentro de mí cuando percibo su fijación ¿Qué?, me observa
tratando de quitarme la supuesta careta, preguntándose de dónde he
salido. Nos caímos mal apenas nos dimos la mano.
No quiero quedarme en casa cuando esta él, prefiero salir a pasear por
aquí, me gusta caminar por el centro. Hoy iré a vender a la plaza un
poco más temprano, tomaré otra ruta para seguir conociendo la ciudad.
Necesito ahorrar algo de dinero para comprarme unas botas nuevas.
No te conté nada, pero me las robaron en Chile y se está poniendo mucho
más frío aquí. Cómo quisiera saber cómo estás. Yo estoy bien ¿sabes?.....
..M
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de los bohemios. Nos sentamos en una mesita detrás de la puerta
de un bar de fútbol y pedimos una cerveza.
– Trabajo pasando datos en una oficina del Palacio Municipal, es
aburrido pero tranquilo, me pagan poco, al menos es algo – dijo
para entrar en confianza. — ¿Y vos?—
– Estoy camino a Buenos Aires.
– Quien como vos, aquí todo es muy aburrido, quisiera ir a
Buenos Aires ¿Y qué vas a hacer allá? ¿Tenés donde quedarte?
La conversación fluyó teniendo de fondo el partido Boca -–
Independiente. Nadie se fijó en lo que ocurría en nuestra mesita
del rincón. Lentamente, nos fuimos envolviendo en un halo
extraño que el alcohol avivó intencionalmente, un halo de deseo
carnal, de compañía, me dejé llevar por su sonrisa sinvergüenza
y los ojos grises que jugaban al amor. Después de unas diez
Quilmes salimos borrachos serpenteando las calles de Mendoza.
– Tenemos que ir a otro lugar –propuso peinando su melena con
los dedos.
– ¿Adónde?
– Yo te llevo, pero arreglémonos, no podemos ir muy tomados.
Entramos al baño de un Internet en la peatonal; encerrados ahí,
en medio del ruido de pasos, me tomó de la chaqueta y me beso
con pasión.
– Aquí no – le dije apartándome. Salimos.
Empezamos a recorrer el centro de Mendoza buscando un lugar
donde estar a solas: el recibidor de un edificio, un parque, un
callejón oscuro. Nos besamos detrás de alguna verja o de algún
árbol. Cuando aparecía gente íbamos de lo más normal,
conversando por la calle
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– Es por aquí –
Caminamos hasta un enorme edificio blanco frente a la plaza San
Martín, de estilo francés con molduras de yeso y una enorme
bandera argentina en el centro.
Era el palacio municipal de Mendoza, doblamos la esquina para
entrar por donde funcionaban las oficinas.
– Buenas noches... (No alcancé a oír su nombre) –le dijo al
vigilante de la entrada –Che, vengo a llevar unos papeles porque
mañana no voy a venir a laburar.
– Claro que sí, adelante – dijo el guardia reconociéndolo al
instante.
– Che, seguime –me indicó el muchacho. El vigilante no hizo
ninguna objeción a que yo también entrara.
Me llevó corriendo al ascensor. Una máquina antigua, de reja,
como las que se veían en la serie de los setentas Starsky & Hutch.
Mi corazón latía a mil, sólo lo seguí diligente bajo los efectos del
alcohol que ya no era necesario disimular. Nos detuvimos frente
a una gran puerta, sacó un montón de llaves y abrió.
Una enorme mesa oval dominaba el conjunto y en cada cubículo
de la mesa había un micrófono pequeño. A un costado de la sala
un mapa grande de la Argentina y otro de la ciudad de Mendoza.
Al fondo, una inmensa ventana con vista a la calle mostraban las
luces de la ciudad y lo tranquila que era Mendoza. Me acordé de
ti un pequeño instante que se hizo viento.
– ¿Te gusta? – me preguntó pícaro.
– Estás loco –contesté.
Abrió mi bragueta con desesperación. Permanecí tendido en la
mesa del consejo municipal de Mendoza – Argentina,
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disfrutando de sus labios, mirando rosetón del techo. Ya no había
cabida para pensar. Sólo vivir el momento, todo me dio vueltas,
me entregué al capricho de los sentidos, lo demás no importaba.
Sólo dos cuerpos que jadeaban en la oscuridad, contemplando las
luces de una ciudad perdida.
– ¿Cómo te llamas? –
– Feede, me dicen Fede.
Súbitamente terminó mi deseo al mismo tiempo que me abría a
una sensación mucho más grande. La culminación de lo
prohibido. Nos quedamos tendidos, desnudos, sobre la gran mesa
tratando de vernos mejor, en esa penumbra con rastros de luz de
la calle. Sonreímos al mismo tiempo al encontrarse nuestros ojos.
De pronto, se dejó oír el ruido del ascensor deteniéndose en el
piso donde estábamos.
– ¡Puta, salgamos! – dio un salto, poniéndose los interiores,
buscando las medias y los zapatos por las patas de la mesa.
Cuando el guardián abrió la puerta, salimos con un fólder vacío
en las manos.
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Había pasado cerca de un mes en casa de Pampi. Me sentía triste
por haber perdido a una buena amiga y también porque no había
comido nada en todo el día. Cuando llegué a la plaza San Martín
encontré a Samy, parchando frente al monumento a la bandera.
– Y ahora, ¿qué vas a hacer, M? –
– No sé, Samy, iré a alguna residencial y pagaré después., Lla
verdad es que no me importa –dije fanfarroneando.
– ¿Por qué no te vas a otra ciudad y pasas la noche viajando? –
sugirió.
– No tengo un centavo.
– Si no tenés dinero tenés que ir al abasto, de ahí salen varios
camiones para varios puntos y te llevan gratis. Hablá con uno de
los camioneros y seguro que te llevan, podés ir al Norte o al Sur.
– No, al sur no, Samy, al sur va a ser peor.
– Pero aquí todo está muerto por el invierno, M, y no te podés
quedar en la calle, llueve muchísimo ¿Y qué te dijo Locura, M?
¿No te daría un espacio para dormir?
– Locura también está de encargo, la mamá de su novia no lo
aguanta, con las justas me ofreció guardar la mochila.
El frío de Mendoza mantenía a la gente en sus casas, nadie se
animaba a comprar pulseras, aretes o collares de ningún tipo, lo
que más se vendía eran bufandas y guantes. Los otros hippies no
habían acudido, esperanzados en vender por la tarde si es que el
clima mejoraba.
Hicimos una bolsa común con Samy para comprar el almuerzo.
Viendo cómo caía la tarde, sentí también caer sobre mí la
incertidumbre.
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“” ¿Y ahora qué?” Experimenté una nostalgia de hogar como no
me había pasado desde Chile. Pensé en mi madre, en mi cama
tibia, en la cocina familiar y en la ropa limpia. Por un instante
imaginé que regresaba y empezaba de nuevo. Sí, eso mismo
haría.
– ¿Adónde vas, M?
–A llamar por teléfono – le contesté mientras me alejaba –Te
encargo el paño, remata cualquier cosa, al precio que sea. No
demoro, Samy.
Todavía quedaban unos minutos, los suficientes para decirle a mi
madre que estaba pasando hambre y frío, que necesitaba dinero,
y ya no aguantaba más. Llegué al locutorio y pedí una cabina,
saqué la tarjeta y marqué nervioso el número de casa. Hacía
meses que no llamaba, pero estaba seguro que la tarjeta servía.
Comenzó a timbrar, sudaba, sintiendo la alegría de volver a casa,
al Perú, a Trujillo.
—Lima—
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aspirando el olor de los cafés al aire libre. Se había hecho de
noche y era ya muy tarde para ir al Abasto.
Fue entonces que vi el letrero de una discoteca al fondo de la
peatonal. “Ingreso libre", en neón brillante.
Subí al baño del internet y me peiné con gel a la moda. Unas
gotas de perfume caro sobre mi polera negra. Las mochilas se
las encargué al del Internet.
MI QUERIDO M
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Me ha contado D C que ya estás bien y me sentí feliz. No sé por qué
presentía que estabas mal en Mendoza y lloraba. Ignoro qué fuiste a
buscar, pero sé que no te puedo detener, todo fue tan repentino. Sólo me
queda orar con toda el alma para que Dios ponga gente buena en tu
camino.
G y D a cada rato están hablando de ti y sueñan contigo, esperaban que
los vengas a buscar este mes, pero no he tenido alma para decirles que
de repente no vienes ¿Hasta cuándo, M? De todas maneras, te estamos
esperando. A veces escucho pasos subiendo las escaleras y creo que voy a
ver tu mano abriendo la puerta. Entonces me pongo a recordar cuando
venías, te echabas en la cama y nos poníamos a conversar y a matarnos
de la risa.
Cuando salgo a la calle y veo a los jóvenes bonitos, pienso: “mi hermano
es mucho más guapo”. Ojalá no hayas cambiado tu esencia, hermanito,
como yo y DC que por circunstancias de la vida hemos perdido y ahora
es tan difícil de recuperar. Cuídate mucho. Tú siempre te has resfriado
fácilmente y allá debe hacer mucho frío. Toma una taza de jengibre
caliente, lo mejor sería sin azúcar.
Te cuento que acabamos de ver el segundo gol de Perú. G y D. sólo
piensan en que vas a venir a llevarlos al estadio. Mi querido M sólo tú
sabes tu camino, nada más te pido que seas prudente, y que pronto nos
podamos ver. No voy a seguir con lo mismo, te prometo que será la
última vez, pero no me puedes dejar así, sin saber por qué, M. ¿Por
qué?
… L.
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Una fría garúa caía con fuerza sobre Mendoza. Refugiado bajo la
copa de un árbol cabeceaba sentado en una banca de la Plaza
Independencia. Viejo Lobo me había cuidado toda la mañana.
– Si vienen los pacos, te despierto –me había dicho el hippie viejo,
pero era inútil, no podía dormir.
– No son los días grandes del gran M, ¿verdad?
– No viejo lobo, no sé qué voy a hacer –le dije preocupado.
– Ya vendrán días mejores, M ¿Viste? Yo aún los espero. Una
vez viví en una cueva comiendo raíces por una semana.
– ¿En serio?
– Sí. Era muy joven, casi como tú, unos años más, pero en esa
época había hippies de verdad. Yo me metí en esa cueva porque
estaba harto de la gente.
– ¿Qué te hicieron?
– Simplemente renuncié a la humanidad, claro que no pude vivir
sin un culito por tanto tiempo.
– ¿Una semana?
– Sí, M, y conocí a la brasileña más hermosa que podés
imaginarte, un cuerpo increíble, la cara más bella y, claro, una
puta en la cama.
– Qué suerte.
–M, lo que quiero decirte es que yo quise ir a la cueva porque
todo me iba mal, Dios me quitaba lo que me daba; pero estando
allí me di cuenta que tenía más de lo que necesitaba y un día vino
la mina ésta.
– Gracias por animarme, Viejo Lobo, espero conseguirme una
mina con casa entonces.
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–“La vida es ahora M. no sirve de nada lamentarse por el pasado”.
Y si la conseguís me avisas, por ahí tiene una prima y yo también
consigo casa –dijo sonriente.
– Trato hecho –respondí.
Había salido una débil luz y la garúa se había cortado. Viejo Lobo
se tiró en la banca y en pocos segundos estaba roncando
fuertemente., Lle dejé uno de los tres pesos que me quedaban y
con el resto fui a tomar un café.
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A la búsqueda de esos días grandes de los que hablaba Viejo Lobo
fui a parar a la Terminal de buses. Al final del día la Terminal se
quedó vacía, el silencio de los pasillos sólo era interrumpido por
el sonido de alguna puerta cerrándose. Me recosté sobre la
mochila. En eso, un gendarme se acercó hacia donde estaba.
– Y usted, ¿qué hace aquí? –
– Mi bus a Buenos Aires sale a primera hora, no creí necesario
pagar un hotel si puedo esperar.
El gendarme me observó con interés.
– Está bien, ¿a qué horas sale su bus?
– A las cinco y media de la mañana – respondí con seguridad.
– Bueno, joven, buen viaje, pero cuídese de los vagos, está
prohibido dormir aquí; usted sabe, a veces vienen hippies o
vagabundos que no tienen donde quedarse.
– No se preocupe, yo le avisaré si veo alguno – le dije
tranquilizándolo. Se alejó silbando por el corredor.
Cansado del día me quede profundamente dormido.
Soñé conmigo mismo, en otro lugar, perdido en los recovecos del
tiempo, corría escapando de una vieja prisión en un edificio
colonial hasta alcanzar unas altas rejas blancas. Me sostuve de
ellas escalando sus intrincados arabescos y alcancé la cima. Una
enorme puerta de madera al fondo se interponía entre la prisión
y mi ansiada libertad, traté inútilmente de abrirla, pero fue
imposible. El frio suelo recibió mis lágrimas, la luz del amanecer
y las calles que se iban llenando de zapatos.
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Tac, tac, tac, se oyó el ruido de unos tacones, pero no de la calle
de mi sueño sino los del corredor de la estación. La luz del día
chorreaba por las celosías de concreto. Intenté tender el paño en
los alrededores de la Terminal, ofrecí al paso, fui a un restaurante
donde cambié dos collares por un almuerzo, quise venderle a los
viajeros que iban llegando hora tras hora pero no conseguí gran
cosa.
Por la noche, descontando la comida, no me alcanzaba para
dormir en ningún hostal. Tuve que volver a mi refugio en la
estación pero esta vez cambié de lugar, al lado izquierdo, donde
están las oficinas de los buses que van al sur. Sentado en la fría
banca, apoyado en mi mochila, me quedé observando cómo los
gendarmes evacuaban a los vagos de los alrededores. No me
inmuté cuando se acercaron.
– ¡Oye tú! Ya está cerrado – me dijo un policía.
– Disculpe, jefe, pero voy a viajar –
– ¿Ah, sí? ¿A dónde te vas?
– A Bariloche, mi bus parte a las cinco y media de la mañana y
no creí necesario alquilar un hotel, apenas faltan cinco horas
para que salga.
– Bueno, joven, puede quedarse si va a viajar – Se fue convencido
de que era un turista.
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– Centro de Palermo... y ¡goool!– Grito el niño gordo lanzando
la bola de trapo lejos.
– Gordo de mierda, con ese culo no me dejas tocar la bola –se
quejaba el niño flaco de mal humor.
–¡Che, qué mal perdedor que sos!
– ¡Y vos sos un gordo abusón!
– Ya dale, para que veas que soy bueno te dejo patear un penal –
dijo el gordo a manera de disculpa.
Aparentaban unos diez años. Uno tenía el cabello rojizo y
ensortijado, pecas en la cara y era gordo como un barril; el otro
era de cabello negro y lacio, moreno, de ojos verdes, flaco como
una flauta. Parecían Porcel y Olmedo en su versión infantil.
– ¡Andá callaté! Que con esa panza tapás todo el arco –el niño
flaco se agarraba el estómago mofándose de la prominencia de su
amiguito.
– ¡Vas a ver! – dijo el gordo enojado.
Empezaron a empujarse y a forcejear.
– ¡Ya, dejen dormir! – grité a los pibes.
– Mira vos… ¿Qué hacés aquí, fiera? Está prohibido quedarse –
el gordo movía las manos haciendo aspavientos en tono acusete.
– Me lo dijeron los pacos, pero yo me voy de viaje – miraba con
indiferencia a ese par de mocosos que trataban de hacerse los
listos.
– Ah, si ¿Y a dónde? –preguntó el flaco.
– No te interesa –me tapé la cara con la chaqueta tratando de
dormir.
– ¿A ver, tus pasajes? –dijo el gordo socarrón.
– No te tengo que enseñarte nada.
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– No sos de aquí, hmmm, ¿de dónde sos? –preguntó el flaco al
escuchar mi dejo.
– No tenés donde ir –aseguró el niño gordo que se había quedado
solo. El otro se alejó por un instante y cuando regresó tenía una
hamburguesa con papas fritas en la mano.
– Mirá lo que me dieron – mostró el flaco un delicioso sándwich.
– ¡Che, invitáme! – el gordo babeaba de las ganas.
– ¡No! Por ser un gordo tramposo.
Tenía mucha hambre y aunque las hamburguesas no son mi
comida favorita se veía apetitosa. Quería quitársela y darle una
mordida a ese suculento pedazo de carne industrial.
– ¿Cuánto vale? – le pregunté al mismo tiempo que revisaba mi
billetera, sabiendo que no tenía más dinero que esos dos pesos
que estaban en el fondo.
–Tres pesos – dijo el flaco.
–Mierda – dije lamentando no tener el dinero suficiente, me
quedé sosteniendo la billetera entre las manos.
–No tenés guita, ja, ja –dijo burlándose el flaco –Che, pero me
gusta tu billetera.
– ¿Te gusta? Te la cambio por la hamburguesa –
–¿De veras?
Era la billetera que había encontrado en el Internet, tenía buen
aspecto – ¿Te la cambio? – Insistí.
– Hmmm no sé –respondió el mocoso flacucho.
– Está casi nueva, seguro vale más que una hamburguesa.
En ese momento el gordo se le acercó comentándole algo al oído,
el flaco asintió y luego me respondió.
–Bueno vale, pero me la prestás un momento.
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_ ¿Para qué? – sospechaba que algo tramaba este par.
–Vos prestámela nada más– insistió el gordo –. Y este se queda
aquí de garantía.
–Vale, pero no demores ¿eh?
Esperé con el flaco a mi costado bien sujeto del cuello, no pasaron
ni cinco minutos y el gordo volvió con una suculenta
hamburguesa con papas.
–Trato hecho –el gordo me entregó el delicioso sánguche.
Sonreía pícaramente como celebrando una astucia.
–Qué pasó, ¿por qué te ríes? – pregunté intrigado. Habla gordo
o te doy tu merecido – dije amenazante.
Hablaban en secreto, entre ellos, y yo ya me estaba
impacientando.
–Vendimos la billetera a aquella mina de allá – el gordo señaló a
una muchacha que vendía revistas en una esquina de la Terminal.
–Nos dio doce pesos – continuó diciendo el gordo –, menos los
tres de tu hamburguesa ¡ganamos nueve!
Abrí los ojos sorprendido.
–Oigan, van a ver – dije persiguiéndolos.
Salieron corriendo y festejando su hazaña.
Eran niños de la calle, no pedían dinero ni tenían caras tristes.
Eran felices siendo niños, pendejos y de la calle, pero niños al fin.
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esquina y pregunté al chofer por el mercado. El microbús me
transportó lentamente mostrándome otros paisajes de Mendoza.
Las hojas secas caían de los árboles pavimentando las calles de
siena. Pasamos por una avenida ancha donde se sucedían famosas
bodegas de vino mendocino, hechas de madera con techos azul
pizarra.
–Me avisa cuando lleguemos –le pedí al chofer.
–Ven, y vamos a dar una vuelta en mi auto nuevo. Vamos a la playa,
M.
–M, Te quiero mucho, me quiero quedar para siempre contigo –
La voz.
Tu voz.
Ahora naufragaba envuelto en mis recuerdos. Sentía un vacío en
el pecho, como si todo fuera una broma de la vida ¿Qué hacía yo
ahí, sentado, medio muerto de hambre, en un bus rumbo a la
nada?
Sé que mis recuerdos me harán llorar.
Soy un perro sin casa y sin collar.
Solo la luna me acompañará.
–Joven, llegamos, este es el mercado de verduras – dijo el chofer
sacándome de mi letargo.
El mercado estaba casi desierto. No había nadie, ni siquiera
vendedores. Pregunté a un vigilante si éste era el mercado
Abasto y me dijo que era el mercado del sur y que habían llegado
pocos camiones debido a una fuerte tormenta en Bariloche. Todo
estaba interrumpido.
¡Maldición! Ni un poco de suerte, pensé. El viento cortaba como un
cuchillo.
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–¿Sabe dónde puedo encontrar un camión que me lleve fuera de
Mendoza? – pregunté al vigilante.
–Vaya al mercado de Guaymayen
–¿Está lejos?
–Sí, tenés que tomar un autobús.
–Metí la mano al bolsillo. No tenía ni un centavo.
–¿En qué dirección está? – pregunté insistente.
–Hacia el norte – me indicó el vigilante, pero caminando va a
llegar en muchas horas.
Puse la pesada mochila en la espalda, rumbo a la carretera. Entré
en calor con el peso que cargaba y a pesar del viento helado,
sudaba.
De pronto, me asaltaron los recuerdos dulces, aquellos días tan
parecidos a la felicidad. Cuando el viento cálido de la playa
desordenaba mi cabello, sonreía saliendo del mar, con esos
dientes blancos que te gustaban tanto.
Eres un sueño.
¿Por qué no me querías?
¿Qué te hice? o ¿Qué te hicieron?
Se estrelló el ángel caído, muerto
I can´t sleep tonight.
I have to gone.
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–¡Sahumerios!, ¡sahumerios! A un peso, a un pesito. – pregonaba
el muchacho. –Tengo de todo, pachulí, sándalo, rosas, jazmín,
todos los olores. ¡A un pesito!
Era un muchacho rubio de mi edad, de grandes ojos celestes. Me
vio sentado en aquella banquita, sin prestarle verdadera atención
a nada, como si luchar o siquiera pensar en el futuro fuera
demasiado esfuerzo. Sentía que la tristeza de tu recuerdo nunca
me abandonaría y que haría transcurrir más lentamente mi
existencia.
–Hola loco, ¿estás bien? – se acercó a preguntarme al verme
apesadumbrado y con la mirada perdida.
–No importa – respondí cortante, esperando que se alejara.
–Me llamo Fernando.
Me puse a la defensiva, tratando de que se marchara. Sin
embargo, el muchacho me ofreció un paquete de galletas. No
pude decirle que no.
–¿Qué tenés para vender? Si querés, podés vender conmigo, aquí en
la avenida – me propuso amistoso.
–Tengo unas pulseritas.
– Entonces, dale.
Estaba cargado de energía y buena onda, como dicen los hippies.
Me sentí avergonzado de mi autocompasión
–¡Pulseritas! A dos pesos, a tres, con semillas, piedras, de colores.
El vendedor de Sahumerios se reía de mi intento por imitarlo.
Mientras tanto, le conté mi vida a grandes rasgos.
–Vengo de Chile, no tengo un duro ni a dónde ir.
–Yo vivo con mi mujer en una casita no muy lejos de aquí, si
querés te podés quedar con nosotros –
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Me miró a los pies.
–¿No te cagás de frío con eso? – me preguntó señalando mis
zapatillas.
– Es que me robaron la botas en Chile – dije excusándome.
–¡Putos chilenos! –sentenció en un tono que me hizo esbozar una
sonrisa cómplice y me dio más confianza aún.
Abrí la mochila para ponerme unas medias nuevas, metiendo el
pie en papel periódico para sentir menos frío y luego calzándome
esas zapatillas de lona con scratch.
–Espérame que voy a comprar unos cigarrillos – dijo y se alejó a
grandes trancos.
De pronto me asaltó la desconfianza. ¿Y si viene con más gente
y me asalta? pensé alarmado. Guaymayen era una zona violenta.
Un microbús se paró frente a mí.
Sube, M, ¡escapa! , pensé en ese instante.
No tenía dinero para pagar. Me imaginé pidiéndolo a los
pasajeros como hace la gente pobre en el Perú. Contaría una
triste historia parado en medio del estrecho pasillo, ofrecería las
artesanías asiento por asiento. Seguro que algo vendería.
Señores pasajeros damas y caballeros. ¡Ayúdenme a volver a mi país!
¡Hazlo, M!, pensé. Pasaron cinco segundos que me parecieron
minutos, la puerta del microbús se cerró y mi oportunidad pasó.
M, si un fierro cruza tu cara y te golpean la cabeza hasta hacerte
sangrar es tu culpa, te lo mereces, me decía a mí mismo.
Asustado, volteé a ver al rubio que venía solo, con un paquete de
cigarros en las manos.
– ¿Nos vamos? –
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Atravesamos calles de suburbio de clase media, con casas a
ambos lados de las anchas avenidas, jardines amplios y parrales
silvestres. Hasta que llegamos a una casa de tejas azules y
grandes ventanas sin vidrios. Estaba a medio construir y en la
última calle de la urbanización. Un portón de lata amarrado
fuertemente con alambres resguardaba la entrada.
–Espérame un momento, no tengo fuego –¡Voy a la tienda de
allá! – dijo señalando una esquina cercana –. Entrá a la casa que
a veces pasan las bandas de guachos por aquí y se pone peligroso.
Se marchó rápidamente sin darme tiempo de decir nada, la
mochila me incomodaba así que empuje el portón de lata y entré.
La casa era bastante grande por dentro. Un amplio espacio de
tierra para un jardín que aún no había sido plantado, precedía a
una sala de living a medio acabar. Parecía que los constructores
habían abandonado la obra de un momento a otro, dejando
restos de andamios y material regados por todas partes.
La lluvia había formado un lodazal en el jardín. Avancé a tientas
en la oscuridad tratando de dejar el equipaje en un lugar seco,
pues ya era de noche y en la casa aún no había luz eléctrica.
Fue en un segundo preciso, tratando de que mis ojos se
acostumbren a la penumbra, en que escuché un sonido metálico
cortar el viento, hasta chocar contra el ladrillo desnudo de una
pared a mis espaldas.
Se aclaró todo el panorama cuando vi a una muchacha
sosteniendo amenazante un machete en la mano.
– ¿Quién sos vos?
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– ¡Alto! Soy amigo de Fernando– dije de inmediato y con las
manos en alto, al ver el machete amenazante que blandía la
muchacha contra mí.
– ¿Qué hacés nena? Este es mi amigo M –. Fernando entró
súbitamente. Traía una sonrisa socarrona y un cigarrillo entre
los labios.
–Casi te parte en dos ¿eh? – me dijo en tono burlon al verme
muerto de miedo. – Es fuerte mi mina. Mirá vos, así cuida de mi
pibe –. Fernando abrazo cariñosamente a la muchacha.
–Disculpá si te asusté, es que hay tanto maleante y a este no me
lo habías presentado nunca, Fernando.
–Mucho gusto, me llamo Laura. – dijo dándome la mano.
Era una muchacha realmente linda, pero de gestos toscos y
firmes, que denotaban un carácter sencillo y transparente. Tenía
alrededor de veinte años. El cabello negro lacio, los ojos grises,
las mejillas coloradas por el frío, estaba encinta de ocho meses,
la panza madura se elevaba debajo de sus vestidos.
–Che, te voy a regalar unos zapatos, míralos a ver si te sirven –
Me ofreció el rubio. Eran unas botas de cuero, viejas pero
calientes.
Nos sentamos a tomar un mate y a hablar de mi viaje, de donde
venía y qué hacía. Les mostré mis artesanías y les hablé de mis
futuros proyectos.
–¿Y por qué saliste de tu tierra? – me preguntó Laura curiosa.
Conté una historia más o menos parecida a la realidad.
–¡Che, loco! Mañana hay que levantarnos temprano a limpiar la
panadería donde trabajo, me regalaran facturitas y pasteles para
el desayuno.
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–Claro que sí –dije agradecido.
–¿Querés un porrito? – me ofreció mi nuevo amigo.
–En serio, ¿tienes?
Ambos parecían muy buenas personas y encima me invitaron
marihuana que no probaba desde hacía mucho. Fumé tranquilo
mientras reímos contando historias de duendes y fantasmas,
sentados alrededor de una vieja mesita de madera. Había un
sillón destartalado al fondo de la sala. Un frío intenso se colaba
por las ventanas, apenas cubiertas por periódicos y cartones.
–¡Contalé de nuestro viaje a Carmensa, Fernando! – . Laura
prendió los restos de una vela. Fernando aspiró nuevamente el
porro soltando una bocanada de humo que un vientecillo helado
disipó.
– Laura y yo nos fuimos el año pasado a Carmensa – dijo
Fernando –, fuimos a recoger sus cosas porque se venía a vivir
conmigo aquí en Mendoza. Tomamos un auto que se quedó
malogrado en un pueblito llamado Rodeo del Monte. Como había
que esperar más de dos días por la refacción, decidimos caminar
hasta el próximo pueblo siguiendo la carretera. Atravesamos
mucho campo pero ninguna casa a la vista. En eso, dimos con un
sendero que las plantas ocultaban y descubrimos un cementerio.
Era un cementerio antiguo, de la época de los españoles. Laura y
yo Abrimos una reja de hierro viejísima y entramos atraídos por
el lugar. Nos quedamos sorprendidos contemplando esos
mausoleos diminutos y blancos que simulaban una ciudad
pequeñita.
–¡Sí, era todo blanco, relindas las casitas, pero medio tenebrosas
– interrumpió Laura – Todo el cementerio estaba lleno de hojas
35
de árboles que se habían caído. Sonaban como galletas al caminar
por esas casas de enanos.
_Nos quedamos viendo el interior del mausoleo más bonito. Uno
de mármol blanco y con una cúpula – agregó Fernando –Tenía
una gran cruz de piedra en la entrada y dos sillitas dentro, frente
a un altar, debajo de los retratos de una pareja de viejitos que
apenas se distinguían porque estaba oscuro.
Fernando sorbió un trago de mate usando la bombilla.
–Dos sillas chiquititas, parecían de bebés. Sillas para gente
petisita – dijo Laura.
–¡Sí! La luz del sol las iluminó de pronto y ¡zas! resultaron
brillar como el oro. ¡Eran de oro! Te lo juro, M, no te estoy
pajareando.
Fernando se había puesto de pie y apretaba los puños con
ansiedad, como si hubiera perdido algo.
–Una de las sillas era una mecedora – Fernando tomó asiento
otra vez – y claro que lo primero que pensamos fue llevarnos las
sillas. Cuando intentamos abrir la puerta de hierro que cerraba
el mausoleo, nos dimos cuenta con terror que la mecedora se
movía.
–Alguien se mecía en esa sillita. Salimos corriendo de ahí,
asustadísimos –.Como si algo nos persiguiera.
–Qué susto, M, no imaginas que susto. Corrimos tanto que
llegamos hasta un pueblo que se llama Corralito y de ahí
tomamos un bus hasta Mendoza – contó Laura
–Yo todavía tengo ganas de ir a traer esas sillitas, solo que no
había encontrado con quien. ¿Vamos, M? – dijo el rubio tratando
de animarme.
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–¡Ni loco! –. Hice un no con la cabeza. Reímos.
–Hay que poner más cartones en las ventanas – Si no, M, se va a
cagar de frío. Dijo Laura.
Abrí la mochila para sacar más ropa qué ponerme. De pronto,
algo cayó por un costado.
–¿Qué es eso, M.? – preguntó curioso Fernando.
Y ahí estaban en el suelo: la carta del mago, del mundo y la del
sabio. Levanté las cartas metiéndolas en su cajita. Habían sido
adquiridas en los años 20 a una curandera de Puerto príncipe.
–Son unas cartas del tarot, me las regalaron en San Pedro de
Atacama.
–¿En serio, ¡leemé las cartas! –me pidió Laura entusiasmada.
–Pero, no sé leerlas.
Fernando y yo nos miramos las caras concertando al instante
una idea algo apurada y delincuencial motivada por nuestras
urgentes necesidades.
–¡M. leamos cartas! Abramos una consulta de “Tarot” en la casa,
podríamos poner anuncios, esas cartas se ven alucinantes. Las
cartas en sí eran magnificas con esos dibujos medievales de
Marsella, símbolos intactos que conservaban los más bellos
colores y la hermosa pátina envejecida sobre el papel hacía su
misterio irresistible.
–M. tenés que ser brasileño, así da más onda con la magia.
Además tenés la pinta. Pondremos pañuelos y telas en las paredes
de la sala sin pintar, iluminaremos el lugar con velas,
prenderemos muchos inciensos.
A Laura se le iluminó el rostro igualmente entusiasmada.
–¡Pero es que no sé leerlas!
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–No importa, inventás cualquier cosa. – dijo Fernando.
–¿Tú crees? –respondí dudoso.
–Aquí la gente es resupersticiosa –interrumpió Laura –, además
si sos brasileño la gente no va a desconfiar, ya tenés entre nuestros
vecinos, al menos, cinco clientes.
La noche se tornó
azul y se podían ver las estrellas a través de las ventanas sin
vidrios. Volaba nuestra imaginación mientras dábamos forma a
una idea loca y desesperada.
–Nos haremos ricos en pocos días –dijo Fernando mientras
servía el nuevo mate. Me lo ofreció a mí primero.
–No sé. – Respondí, la bombilla de metal me quemó los labios.
–Así conseguirías el dinero para seguir tu viaje- , Fernando habló
insistente.
–Está bien, al final serán buenos augurios.
Los tres nos dimos un abrazo cerrando el pacto. Nuestra
sugestionada imaginación nos llevó a proyectar cómo sería la
consulta. Primero, invitaríamos a los vecinos, luego
inundaríamos Guaymayen con anuncios y volantes, después la
zona norte, y al final todo Mendoza iría a la consulta de M:, “la
mano brasileña que cura tus problemas”.
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medio muertos de hambre., Ttimando a la gente que venía a
saber de su destino.
–Adelante –. Laura hizo pasar a la primera persona. Una mujer
de mediana edad, poco agraciada, por su aspecto parecía una ama
de casa.
–-¿Qué deseas saber? –le pregunté.
–¿Cómo me va a ir económicamente en este año? –me respondió
la mujer quedamente.
Tomé la baraja y las mezclé una y otra vez como había visto
hacer a los adivinos de la televisión. Luego las corté en tres
partes, haciendo montículos iguales e hice que la mujer escogiera
uno de ellos. De pronto, la carta del mundo, los bastos, el rey de
copas, los arcanos mayores y menores aparecieron todos juntos.
Desdoblé las cartas una tras otra, mirándola a los ojos para saber
qué decirle.
–Usted se quiere ir de viaje – dije a la mujer, entre afirmando y
preguntando, con mi acento gangoso de falso brasileño.
–Sí –contestó ella.
No era difícil mentirle, ¿quién no quería salir de una Argentina
en crisis?
–Estoy haciendo mis papeles para España ¿Me saldrá ese viaje?
–Siga en su empeño, lo va a conseguir.
–¿Para cuándo? –preguntó la mujer, interesada.
–A finales de este año.
Me pagó los veinte pesos de la consulta y se marchó feliz
imaginando que pronto iría a trabajar a Europa.
¡El siguiente!
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Así pasó toda esa mañana. Examinaba a la gente para terminar
diciéndoles lo que querían escuchar: Usted se va a casar pronto,
le decía a la solterona; un gran amor viene en camino, al tipo feo;
hará viajes; vendrá mucho dinero, a la que tenía cara de
ambiciosa. Suerte en el juego para ese día, su color es el rojo (si
le descubría al cliente alguna prenda de ese color). Uno tras otro
caían los billetes y las monedas, todo para pagar al nigromante
extranjero que había venido a salvar sus vidas. La gente se iba
agradecida de los buenos augurios. Al caer la noche, contamos
más de doscientos pesos de nuestro primer día de trabajo.
Celebramos con una botella de vino y fideos con carne que Laura
preparó. Fumamos un porro comentando la hazaña y lo bien que
había salido, nos fuimos a dormir contentos de haber encontrado
una mina de oro.
acomodé sobre la mesa. Nervioso veía cada uno de los símbolos Formatted: Highlight
La casa azul.
Lejos, hacía el sur, en Guaymayen, Mendoza, hay una casa con el tejado
azul y un portón de lata en la entrada. Si ves al vendedor de
sahumerios y a su mujer diles que estoy bien y que aún conservo las botas
de ese frío invierno.
Él se llama Fernando, es rubio y de alma noble. De ella recuerdo su
cabello negro, como la tierra de los viñedos de Mendoza, los ojos grises
y brillantes como un cielo cargado de estrellas. Se llama Laura, iba a
ser mamá por primera vez.
Todos los días me levantaba de madrugada, con Fernando, a limpiar
una panadería y salíamos relamiendo la mermelada de las facturitas,
con la que pagaban nuestros servicios. De regreso a la casa íbamos
robando las uvas silvestres de los jardines de Mendoza.
Un sábado me llevaron a la bailanta. Fernando era fanático de
Rodrigo, el Potro Cordobés, un cantante de cumbia villera. Fuimos a
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un lugar a bailar cumbia Argentina con Laura y su enorme panza, que
parecía que iba a reventar en cualquier momento. La pasamos muy bien
tomando fernet con coca y me sentí acompañado por un momento.
Ahora que estoy listo para partir, y sintiendo nuevamente frío,
recordaré siempre aquel invierno mágico. Si viajas hacia el sur, en
aquella casa del tejado azul, dales las gracias también, pídeles que te
cuenten la aventura de las cartas y quiérelos como ellos me quisieron a
mí, benditas almas nobles del camino…
M.
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–Gracias M, sos muy dulce –dijo ella.
Esperéando a que salga mi autobús y, me quedé sentado justo en
la misma banca de la Terminal donde había pasado la primera
noche. Cuando el guardia de seguridad me reconoció vino
directamente hacia mí hecho una furia.
–¿Otra vez tú? Andáte che, fuera de aquí.
Le sonreí con ironía, abrí mi billetera y, además del dinero, saqué
un reluciente billete de autobús.
–Me quedo, che, ahora me voy de veras.
–Prestáme eso – dijo el tipo iracundo ¡Así que a Rosario!
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muy formales, con alguna chompa de lana. Solo esperaba
encontrarme con algún loco que me indicara donde parchar.
Tenía muchas cosas para vender: aretes, pulseras y collares que
había fabricado en Mendoza junto a Fernando y Laura. No quería
quedarme angustiado buscando diamantes en el suelo. Samy me
había enseñado nuevos puntos de macramé, así que las cosas
lucían diferente.
Perdido entre edificios de blanco estuco, fuentes de agua y dioses
griegos, pregunté a la gente dónde quedaba la feria de los
domingos. Me dijeron que fuera en dirección al río Paraná. Un
muchacho que trotaba, pasó cerca de mí y le pregunté donde
quedaba la feria de los artesanos.
–¡Che seguíme que te llevo!
Me puse a trotar junto a él cargando torpemente la mochila en
la espalda.
–Mirá ese monumento a la bandera. La feria está justo detrás–
dijo el corredor señalando un edificio.
El monumento a la bandera era una copia de la Acrópolis de
Atenas hecha de mármol negro. Construida en la cima de una
colina, dominaba la vista del ríoió Paraná. Subí corriendo las
escalinatas entre emocionado y sorprendido por la belleza del
lugar en ese soleado día de invierno. Hacía frío pero no era tan
hiriente como en Mendoza. Llegué jadeando a la cima donde algo
muy extraño me sucedió.
No se explicar exactamente qué fue o si aconteció de verdad. Una
luz cegadora me envolvió borrando la visión de las columnas del
fondo, sólo pude ver mis manos y una extraña alegría me
embargo de la punta de los pies a la cabeza. Reí feliz de cosas tan
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simples como tener uñas para rascarme, de tener cabello, piel, y
ojos. Mi cuerpo se regocijaba de existir en ese halo de luz que
duró breves segundos. Pude oír el latido de mi corazón como una
máquina llena de fuerza.
Cuando la súbita sensación se calmó estaba frente a la llama
eterna y el monumento al soldado desconocido. Al otro extremo,
el río inmenso como un mar. Bajé las escaleras y continué mi
camino.
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–¡Que amatistas más perfectas! – dijo la que vendía collares de
macramé. Sodalitas, ojos de gato, rodocrositas, lapislázulis,
corales. Todas las tonalidades y brillos estaban ahí, emitiendo
suaves ondas de color las ágatas, los nácares y conchas de color
marfil.
–¡Qué lindo paño, loco! ¿De dónde sos? – preguntaron los hippies.
–Minas Gerais, Brasil – respondió el dueño del paño. Un hombre
joven, de unos treinta años, de cara delgada y macilenta, magro
de cuerpo, la piel color caramelo quemado, con unas rastas cortas
debajo de la gorra negra.
Me pareció ver algo raro en él. Me cayó mal de arranque, sentí
cierta hostilidad y fue recíproca.
–Cómo va, ¿bien? –sentí que me saludó por compromiso.
Y mostrándole el paño a Pedro, le preguntó:
– ¿Te gustan las piedras?
–Sí, son muy bonitas – contestó el cordobés.
–Si quieres podemos hacer negocios, te cambio alguna de estas
piedras por algo que tú tengas –. El brasileño habló con fabricada
amabilidad.
–¿De veras che? ¡Qué buena onda! –Pedro estaba impresionado
con las piedras del nuevo parcero. El tipo me ignoró de plano.
–Hay gente en tu paño, vamos a vender–. Traté de llevar a Pedro
lejos del brasileño. Los otros hippies se quedaron mirando las
alucinantes piedras y preguntando al recién llegado dónde las
había conseguido. La gente de la calle también se detenía a mirar
atraída por ese paño deslumbrante. Al siguiente día volvió a
aparecer, maravillando nuevamente a todos.
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–¡Buenos días, parceros! – saludó con soltura, haciendo una gran
entrada.
En el transcurso del día caí en cuenta de que el brasileño se
acercaba a conversar con cada uno de los parceros. Con el de los
boomerang, el de los caleidoscopios, el loco de los collares de
alambre y alguno que otro microbio. Me extrañaba que no me
dirigiera la palabra, aun ahora que parecía muy ameno con todos.
Me sentí mal de pensar que lo mío era envidia.
–¡Qué tal locos! ¡Buena onda! – decía el hippie levantando la
mano. Opté por quedarme mirando a la distancia.
Poco a poco, este tal Roy, brasileño de Minas Gerais fue
haciéndose amigo de Pedro, hablando de Brasil, de las playas y
de las alucinantes piedras que hay allí. Así me vino a contar
Pedro cordobés, mientras fumábamos marihuana a la orilla del
río Paraná. Ese mediodía fuimos los mismos de siempre,
charlando de muchas cosas y riendo, sintiendo que el lazo de
nuestra amistad nos unía con fuerza. Al atardecer, lo dejé en el
muelle y me fui a casa, estaba cansado y quería ir a dormir
temprano. Me contaron que esa tarde sucedió.
–¿Te gustan las piedras? – el brasileño había interceptado a un
microbio cualquiera que se había quedado solo.
–Sí, mucho.
–Te las regalo – El negro lo envolvía mostrándole el centellante
brillo de algún citrino.
–¿En serio? – el microbio miraba el tintineo hipnotizante de la
piedra sin creerlo.
–Sí, sólo tienes que firmar aquí, con unas gotas de tu sangre y
nada más – dijo el brasileño mostrándole un objeto.
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–¿Qué es eso?
–Sólo un libro.
–¿Para qué me des las piedras debo firmar un libro? ¿Eso es
todo? – Preguntó sorprendido el microbio.
–Sí, y te doy una bolsa llena de las piedras que quieras.
–¿Y qué es ese libro?
Era un libro empastado en cuero negro, con una estrella de cinco
puntas en la carátula. Una Biblia negra.
–Es un testimonio – dijo el brasileño.
–¿De qué?
–De la llegada de Dios, de una nueva era.
–No sé –dudó el microbio.
–Tú solo firma –ordenó el brasileño encandilándolo con una
muestra de todo lo que tenía en su paño, las suaves texturas y
brillos de las piedras.
–Acepto –dijo el microbio, y un diminuto riachuelo de sangre
mojó el papel sellando el trato.
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La noche oscura continuó su marcha. Fuimos a LA CUEVA. Era
un lugar onda hard rock. La rubia compró champagne que
bebíamos directamente del pico de la botella. Estaba delicioso.
Sentí las burbujas picándome la lengua, el sabor agrio y frío
corriendo por mi garganta. Luego de un par de horas, subimos
al auto y fuimos a LA COSA NOSTRA, un sitio under .
Candelabros enormes, gente vestida a lo onda gótica. Nos
quedamos allí un momento, mientras ellas saludaban a gente que
conocían. Al cabo de una hora volvimos a salir.
–¿A dónde vamos? –pregunté subiendo a la parte trasera del
auto.
–Vamos al A.N.I.M.A.L.
Cuando llegamos al lugar, mucha gente pugnaba por entrar.
Había una cola enorme, pero el tipo de seguridad al verlas, saludó
efusivamente y nos dejó entrar sin pagar. Adentro, luces bajas y
efecto de humo. Gente al frente de un escenario donde tocaba
una banda de rock nacional. En la parte de atrás, en plena
oscuridad, seres que se complacían de la penumbra, bailaban al
son de un tema cadencioso. Luego el ritmo cambió y todos
explotaron saltando al ritmo de guitarras y batería. Así
estuvimos unas horas, en medio de un remolino de gente que
vitoreaba el recital. Empezamos a bailar los tres, sostenía de la
cintura a Hazna mientras la rubia me mostraba el cuello coqueta.
–¡Dale che bésala! –
La rubia me enseñaba el piercing de la lengua seduciéndome,
nuestras bocas se enlazaron para beneplácito de Hazna, que me
agarraba de la cabeza juntándome más con Valquiria. Luego ésta
la apartó y me besó con fuerza agarrándome los cabellos. La
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rubia se fue un instante para volver con más champagne que
bebimos a sorbos hasta mis recuerdos se hicieron una película
rápida.
–Te venís a la casa –ordenó la morocha.
En la casa fue otra historia. Me arrojaron a la alfombra mientras
arrancaron mi ropa nueva. Valquiria me agarró del mentón
dándome un beso profundo. En eso, sentí las uñas de Hazna
enterrarse en mi espalda.
–Hey, suave –exclamé quejándome del rasguño.
–Qué suave, hijo de puta –. Valquiria me dio una cachetada que
me dejó ardiendo la cara.
–¿Qué pasa? –pregunté confundido por el golpe y pensando que
le había hecho algún daño.
–¡Al suelo, boludo de mierda! –me ordenó la rubia.
Sorprendido, entre borracho y atónito, seguí sus órdenes viendo
cómo se desnudaban.
–Bésala, lámela, ¿No sabes hacer nada? – la morena gritaba en
tono humillante.
Tumbado en el suelo, boca arriba, sentí los tacones de Hazna
clavarse en mis piernas. De pronto Valquiria estaba sobre mí
halándome los cabellos
–¡Bésala, pelotudo! ¿No sabes para qué sirve la lengua? Hazna
parecía fuera de sí.
No sabía cómo salir de esa vorágine y sólo me concentré en
cumplir con ese par de locas. Primero, con la rubia que tenía
trepada sobre mí, sentía sus manos en mi sexo rozándome con
esas uñas largas, estaba muerto de miedo pero increíblemente
muy excitado. Sentí su calor abrazándome el estómago cuando
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estuve dentro de ella. Mis sensaciones de placer se rompieron en
un instante cuando sentí las uñas de Hazna arañándome
fuertemente la espalda. Enseguida sentí las bofetadas y los
tirones de cabellos de la rubia. Luego, me separé de Valquiria
para agarrar a Hazna contra la pared. Oía sus jadeos mezclados
con insultos mientras le hacía el amor. Dimos vueltas en ese
carrusel sadomasoquista, hasta que el clímax nos sorprendió
como un rayo atravesando nuestros cuerpos. El estremecimiento
apago mis sentidos y caí lentamente al suelo.
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había marchado sin despedirse. Partí esa misma noche rumbo a
Buenos Aires. Después de todo tenía dinero en el bolsillo.
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Buenos Aires
Cuando desperté el bus aún recorría las calles del gran Buenos
Aires. Emocionado de estar en una de las capitales más bellas del
mundo comencé a observar el paso por avenidas rectas y muy
limpias, el bus atravesaba puentes y edificios modernos en
sincronía con la arquitectura clásica. Edificios de estuco y
esculturas de ninfas y náyades, me hacían recordar todo lo que
me habías contado de esta ciudad.
Cerré los ojos y me imaginé viendo las fotos que me mostraste
en Lima, que san Telmo y el barrio Boca, que el obelisco y las
librerías de Buenos Aires, el teatro y las grandes plazas. Borges
y Cortázar.
Ahora yo pisaba el mismo suelo y te imaginé a mi lado sonriendo,
tomándome de la mano debajo del cobertor para que la gente no
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se diera cuenta, besándome en la oscuridad. Te recordé hasta el
delirio, sintiendo que algo se estrujaba en mí pecho. Ese músculo
que ya no era corazón. Solo un pedazo de carne seca que quería
a toda costa seguir latiendo. Observe mi reflejo al pasar por un
túnel oscuro y me pregunté si todo esto tenía algún sentido.
De pronto, ya no atravesaba las calles adoquinadas de Buenos
Aires sino las del centro de Lima. El jirón Amazonas y la iglesia
San Francisco. Iba de sombrero y camisa blanca camino a Acho
donde fuimos felices por última vez en medio de la sangre y la
arena.
Quien iba a imaginar que así sería nuestra despedida. Sangre y
polvo, sangre y arena. Desperté súbitamente de mi letargo en
medio de esa confusión que era el haber llegado a la terminal.
–¡Preparen sus equipajes! - Dijo el chofer por el audio parlante.
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Caminamos juntos las calles de recoleta, buscando uno de esos
cafés al paso. La gente comenzó a llenar los espacios hechos para
los domingos. Niños pedían globos a sus madres. Los dulceros
anunciaban dulce de leche. La calle comenzó a tomar vida.
Le conté de Laura y Fernando, de las cartas del Tarot. Samy reía
moviendo su cabello al viento, dejándose llevar por mi relato.
Ella a su vez me contó que había estado en Las Leñas, al sur de
Mendoza. Que había jugado en la nieve y que el dueño de un
casino le había regalado dos Fichas de doscientos pesos cada
una, con lo que jugó a los caballos y ganó 4000 pesos.
–¡Con eso, nos vinimos M!
–¡Alucinante!
Llegamos a la esquina del shopping Recoleta. Nos sentados en un
muro mientras bebíamos café para confortar el frío de Buenos
Aires. Samy se veía muy linda esa tarde, y me le acerqué hasta
sentir la calidez de su aliento mientras ella me miraba a los ojos.
–Tengo que volver, Gus me estará esperando – dijo al oír las
campanas del reloj de una iglesia cercana.
–¿Será que nos volvemos a ver?
Se acercó a mi rostro y me besó dulcemente en los labios.
–No sé, M, tal vez.
Se despidió dándome las indicaciones de donde parchar y hacer
dinero en Buenos Aires, los cafés y los lugares para ir a ofrecer
artesanías.
–Hoy sábado es más lento, M, pero mañana domingo seguro que
hay algo – dijo alejándose.
Aún me quedaba dinero en el bolsillo pero ya no era mucho.
Parché fuera del famoso cementerio de La Recoleta, donde está
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sepultada Evita Perón. Me puse junto a un loco que hacia pipas
y otra chica que vendía títeres. Nos saludamos y nos sentamos a
charlar. Estuvo todo tranquilo por un par de horas. Era cierto
que se podía parchar libremente y los pacos no jodían como en
Chile. Luego dos horas, apenas vendí un collar de corales.
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—Buenos aires, no seas cruel. — Pensé.
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Noche triste
Ya no tengo dinero, no sé por qué te lo digo. Si algo he tratado de hacer
es no desear. El deseo te hace sufrir, eso lo aprendí de ti.
Ahora vivo en una zona pituca con un amigo del colegio, imagino cual
sería tu reacción. Pero salió de dentro de alguna maleta el viejo M.
Otra vez comiendo con modales. Me jode no tener dinero, sí. Me jode
porque hasta hace poco mi único deber cívico era estudiar y gastarme la
plata que me sobrara de la universidad. Ahora, eso era sólo un recuerdo,
porque tú ya no estás;, porque hasta ese punto llegué a depender de ti.
Anoche fui a cenar a un restaurante temático. Me llevó mi amigo José
Luis, con quien estoy viviendo.
Música árabe con un citarista y percusión en vivo. Al fondo dos
bailarinas, cojines en vez de sillas y alfombras de seda chinas. Mi amigo
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quería impresionar. Me atraparon las similitudes a la vida que
llevaba y volví a ser el viejo M. No recuerdo haber perseguido otra cosa,
excepto a ti. Ahora, en medio del mismo torbellino algo me sucede.
Luego, tomamos vino y picamos de una tabla árabe para seis personas
(habíamos ido con los amigos). Gente muy simpática y amable, muy al
contrario de la fama de arrogantes que tienen los porteños. Eran
muchachos de las clases altas de aquí, compañeros de universidad de
José Luis. Me llamó mucho la atención Laura, una chica que estudia
para ser actriz.
Te podría decir que la noche estuvo buena y que me divertí, que reí y
fui un tipo bien, pero algo me ha sucedido, recordaba la fiesta del
Partido Comunista en Arica. Las noches de ir a joder con Fede o ir a
buscar tesoros al desierto.
¿Quién soy yo?, dímelo tú, ¿para qué existo? ¿Por qué llegue tarde a
todo?
Ahora sé que me toca esperar al camino, a la carretera, al amor. Que
nadie nunca me amó. Porque abandoné y fui abandonado. Estoy
cansado de no saber quién soy.
Anoche seguí la comedia y traté de terminar la velada, aparentando ser
el M de siempre. Me gasté todo el dinero que tenía, ya nada es lo mismo.
Todo mi mundo parece haber muerto, después de ti.
……….
M
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quée estaba jugando? Me encontraba en medio de dos mundos
que nunca iban a coincidir. Vi la hora en el reloj, las diez y treinta.
Le dije a José Luis que lo alcanzaría luego.
–¿Seguro, M? –preguntó sorprendido.
–Sí, te doy el alcance, llegaré un poco más tarde.
Decidido a hacer algo radical me di un baño y me puse unos jeans
azules, una camisa de vaquero, una gorrita, y salí.
–M, ¿qué fue? Te esperé largo rato –. José Luis tenía cara de
preocupado.
–Nada, salí con unos hippies que encontré por ahí.
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La palabra hippie hizo que se le fueran las ganas de preguntarme
a dónde había ido y si la había pasado bien.
– ¿Quieres ir al cine?
Fuimos al cine del Shopping Abasto Buenos Aires. Compré
canchita y algunos chocolates. Tomé Coca cola y consumí una
mala película hecha por Hollywood. José Luis y yo volvimos a
ser los de antes. Yo, sobre todo, dejando atrás por un momento
esa quimera de personaje que me había inventado.
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–¿Y hacés lo que yo quiera? –me preguntó el desconocido.
–Depende de qué.
Nadie en ese ambiente sabía quién era yo o de donde había salido.
No tenía un agente o un amigo que me presentara ante los jefes
de la calle. Parecía que había caído mal. No sabía que me estaban
preparando una broma fea. Una vendetta en el bajo mundo de los
prostitutos de Buenos Aires.
Llegué a la avenida Santa Fe y me quedé parado frente a la
discoteca Contramano, compre una entrada.
El lugar era una discoteca tipo setentas, con la pista iluminada.
Las luces tenues en las esquinas como en cualquier antro. El
rincón de los viejos que toman whisky, el de los pelados sin un
peso con cara de quiero un papá, los bonitos y ricos en otro
extremo y, al fondo, parados contra la pared, los putos.
Yo no pronunciaba una palabra, mi personaje sólo devolvía
miradas de interés. Jugaba un juego para el cual no tenía
experiencia pero que de por sí era excitante. Un juego de poder.
Agarré el ala de mi sombrero de vaquero y puse un cigarrillo en
mis labios. Alguien se acercó a prenderlo.
Lo seguí hasta su auto a una distancia prudente, sin que nadie se
diera cuenta. Era un tipo de unos cuarenta años, de aspecto
anodino, si ningún registro o ningún papel. Un cualquiera.
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El viernes, como tenía previsto, tomé el tren para Tucumán. Un tren
desvencijado y muy incómodo, tuve que correr para alcanzarlo. Subí a
un andén diferente al que me correspondía, y traté de ir a mi asiento
pero la puerta estaba vencida y no podía pasar. El tren avanzó
lentamente hasta agarrar ese ritmo cadencioso de reloj sobre las vías,
mientras el cielo cargado de nubes oscuras se vino abajo. Me acomodé
en un asiento para dos hasta que llegó Rita. Una mochilera que
esperaba reunirse con unos amigos en el pueblo de “La Banda”, en la
provincia de Santiago del Estero. Estuvimos conversando animados
acerca de nuestros mutuos viajes hasta que llegaron sus acompañantes,
tuve que despedirme y buscar mi asiento en otro vagón.
Cuando se hizo de noche, traté de recostarme y dormir, pero un
tumultohabía un montón de niños pequeños que gritaban cada vez que
se apagaban las luces, luego reían a carcajadas, y si se volvía a apagar
la luz, volvían a gritar. Todo ese trecho que quise dormir me lo impidió
ese coro de mocosos gritando. Cuando se cansaron, quise dormir pero el
asiento era una tortura hecha de madera, hasta que amaneció.
El tren se puso más animado. La gente hacía largas colas para usar
los baños, otros se pasaban los termos de agua caliente para preparar
el mate. La gente de los pueblos del camino subía a vender alguna cosa
para desayunar. Salí del andén y me quede apoyado en la puerta, viendo
pasar los rieles debajo de mí. Arriba el sol y caballitos del diablo se
posaban en mi pelo, adorables ojos azules vinieron a mi memoria, el
olor del pasto y la humedad del invierno . Cuando volví a entrar un
grupo de chicas me saludó, curiosas por saber quién era. Este 18 cumplo Commented [U3]: Ahondar más en el encuentro. Que se
exponga el cambio del personaje desde que comenzó a viajar
un año viajando, les dije. Tanto tiempo ha pasado y parece que fue ayer hasta ese momento. La diferencia de él con sus experiencias
de viaje con las jóvenes.
cuando me fui. Formatted: Highlight
Formatted: Highlight
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Me invitaron a tomar desayuno con tortas dulces, todo tipo de
sánguches y empanadas, dieron las gracias con salmos antes de comer,
me pidieron hacerlo con ellas. Eran religiosas evangélicas, así que huí
después de llevarme algunos sándwiches. Cuando regresé a mi asiento,
saqué el pulsero y los aros y me puse a vender en el vagón. Iba de un
lado a otro, de asiento en asiento y se los mostraba a alguna chica. Una
me dio comida y una gaseosa por un par de aros, otra diez pesos por
una pulsera. Luego de un momento había hecho buen dinero hasta que
la policía me sorprendió.
—Si sigue vendiendo se baja— me advirtió.
No importaba, estaba con la panza llena y en la mochila había
guardado la estampa con la imagen de un viajero hijo-de-dios y una
oración al reverso, recuerdo de mis amigas evangélicas. Todo en ese
viaje de tren.
……M Commented [U4]:
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–Fue increíble, M, no sabes lo que pasó, ven, siéntate que te voy
a contar una historia verdaderamente extraña.
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–No, porque no sé firmar, a veces hago un redondito, escribo mi
nombre y pongo puntos, después hago otra y me sale otro
garabato.
–Ay, Pedro cordobés –Le dije palmeándole la espalda.
–Y vos sos buena onda M, me alegra que estés aquí.
–Vamos, te invito un café –le dije animándolo a celebrar el
encuentro.
–¡Sale!
Fuimos caminando por la Peatonal., Ééramos los mismos que
una vez nos encontramos en Rosario; le conté de Samy, de
Buenos aires. Y él de Santa Fe, y de unos gauchos con los que
había vivido.
–Mismos gauchos, M, vestidos de negro y carretas con
campanitas.
–Mañana parchamos, y me cuentas. Ya es tarde.
Me llevó a su hotel caminando por las calles rectas de Tucumán.
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E- Mail: Costumbres Argentinas.
Anoche después de vender las artesanías con Pedro, mi amigo Cordobés,
fuimos caminando por la Peatonal buscando un lugar dónde comer.
Luego de fideos y una botella de vino nos dieron ganas de seguirla y
resultamos en “Costumbres Argentinas”. No sabes lo que es ese lugar.
Tocan música folklórica del norte, mucho vino, bailes, zapateos y gente
con fuertes lazos con la tierra y el ganado. No habíamos vendido casi
nada, pero salimos armados con las mangas llenas de pulseras de
colores. Era el dinero de esa noche. Cuando llegamos al lugar, no hubo
necesidad de esconder las artesanías, como cuando vamos a otros
boliches. Ni bien entramos, el dueño del lugar saludó a Pedro entre
abrazos y bienvenidas y nos regaló una botella de vino. ¡Qué hijo de
puta!, le dije a Pedro despeinándolo cariñosamente, conoces a medio
mundo.
Pedro me contó que una noche venía de parchar y se topó con un grupo
de malandrines que le estaban robando a un viejo. Y que silbó
imitando el silbato de un policía. Mirá como me sale, me dijo mientras
me narraba la historia y silbóo dentro del boliche.
Mi amigo, entre sus curiosidades, imita sonidos de pájaros, de
máquinas, de cualquier huevada. La gente del boliche volteó para ver
donde estaba el policía que había tocado el silbato. No me sorprendió
que aquella vez los maleantes salieran corriendo y el hombre salvó mil
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ochocientos dólares que tenía para pagar la cuota de un auto. —Los
tenía en un bolsillo delantero de su chaqueta. — Y ahí se hizo mi
amigo, era el dueño de “Costumbres Argentinas”—, dijo Pedro,
orgulloso.
La noche avanzaba alegre, complaciente y juvenil. Un parcero que se
llama Marcos se unió al grupo, luego un gringo y su novia, después de
tres botellas de vino, ya no me acuerdo cuantos éramos;, pero éramos
muchos, sentados en varias mesas que habíamos juntado.
En medio de las bromas y el rojo vino, sonaba fuerte el ritmo de la
chacarera. Pedro salió a bailar en medio del ruedo que habíamos hecho.
Todos aplaudimos por las huevadas que Pedro hacía, entre risas y
borrachera, mientras el hippie bailaba con una mina rubia y bajita que
había conocido. Mi amigo me haló al centro y también a Florencia, e
hicimos una nueva pareja en el ruedo. Yo emulaba lo que hacía Pedro,
siguiendo el ritmo de la danza ayudado por Florencia, oyendo tambores
y las palmas de la gente. Pero en medio de mi borrachera me sentí de
pronto solo y vulnerable, dejée que me invadiera la pena. Quiero dejar
de recordar, de vivir las sensaciones del pasado.
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Salta, la linda Formatted: Centered
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–Sírvase parcero –. El hippie mayor me convidó un porro recién
hecho.
–Para que nos alcance y se ponga en onda… Me dicen “La Tribi”
–dijo la mujer alta, presentándose.
–Yo, Gules –el hippie del chaleco.
El viejo de atrás sólo sonreía, parecía tener la cara paralizada por
tanto maltrato de fin de semana. Me senté en el pasto dejando la
mochila del paño a un costado y me puse a fumar.
Hablé de todo:, de Buenos aires, de Rosario y Tucumán. A duras
penas podían concentrar las tres neuronas vivas que les
quedaban. Mucha droga, mucho alcohol. Los microbios viven
remojados en cualquier cosa que los saque de la triste realidad,
de sentir hambre o frío. A beber y drogarse, antes de morir
¿Había algo mejor? Seguí fumando y esta vez escuchaba.
–No se puede parchar en el día parcero, los pacos lo han jodido
todo –comentó Gules.
–No. Lo hemos jodido nosotros, los hippies –la Tribi hizo un
mea culpa.
–Sí, nosotros, mucha destrucción en la calle a plena luz del día.
Ebrios o drogados, los hippies hacen escándalo, no es como
nosotros que nos venimos al cementerio del tren, además
estamos tomando desde el sábado –agregó Gules.
–Pero no somos bandera –acotó La Tribi.
–Eso, no somos bandera, todo lo hacemos bien sin que nadie se
dé cuenta– aseguró el hippie del chaleco.
Todo lo contrario para el estado en el que estaban –pensé.
El otro compañero se quedó dormido de pronto, ahí tirado en el
pasto amarillo.
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–¿Y cómo se hace para vender aquí? –.pregunté interesado en
saber las movidas de la ciudad.
–Hay que esperar a las nueve y media de la noche y se pone el
paño en la Peatonal. Se vende, no se preocupe, que con las cosas
que tiene aquí se hacen las monedas – me dijo Gules, el más
sobrio de los tres, admirado de las artesanías que tenía en mi
paño. Aspiré otra bocanada de humo del porro y sentí la
necesidad de estar solo.
–Me tengo que ir, debo hacer una llamada.
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Me dieron ganas de mirarme detenidamente en un espejo para
ver cuánto había cambiado.
¿Realmente había cambiado?
Los mechones lacios de mi cabello caían largos llegando casi al
ras de mis ojos. Me había dejado crecer las patillas que
enmarcaban mi mandíbula. Mis ojos rojos por acción de la hierba
observaban la realidad a través de una fuente diáfana, instalada
en medio de la plaza.
Mis recuerdos me iban llenando de frustración y de ganas de
tenerte frente a mí para seguir discutiendo. En eso, se me acercó
un muchacho de pelo rubio preguntándome la hora, vestía una
chaqueta de cuero y jeans despintados.
–Son las once y media –le respondí cortando con hacha ese
tornado de pensamientos y recuerdos.
Yo solo necesitaba sentir una estocada, algo que me recordara
que aún estaba vivo y que mi vida empezaba. Que sólo tenía
veintidós años. ¿Por qué arrastrar el recuerdo de alguien que no
me quería? Alguien que probablemente ya no existía.
Eso es, se fue, me decía mi cabeza.
–Me llamo Jaques., Nno conozco la ciudad, la hora fue sólo una
excusa, pensé que no te habías dado cuenta.
Enredado en mi cuerpo, empapado en el mutuo sudor que
habíamos producido nos quedamos dormidos. A las seis de la
tarde me di una ducha para quitarme la pereza.
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–Pero no tengo plata, ya les dije –se excusaba la muchacha
tratando de evadirse.
–No importa, te voy a hacer un regalo amiga. Esta es “La pulsera
de los deseos” –Y la Tribi sacó un hilo de cera.
–Si le doy una vuelta, pides un deseo y mientras la usés, hasta
que se caiga, se van cumpliendo, uno por uno –le dijo la hippie a
la muchacha.
– –¿En serio? –preguntó ella ya medio interesada en la charla
de la hippie.
–Sí, pedí uno acerca del dinero, otro acerca del amor y otro acerca
de la salud, cada vez que vaya dándole una vuelta. ¡Dale! –La
muchacha se dejó convencer. La Tribi tomó el brazo derecho de
la chica y le envolvió un hilillo rojo en su muñeca.
–Cerrá los ojos y pide tu deseo, va un nudo y una vuelta.
La muchacha hacía exactamente lo que La Tribi le indicaba,
mientras le iba anudando un hilo de zapatero.
–Luego, el tercer nudo ¡Y ya está! –exclamó La Tribi al terminar
el trabajo.
–¡Gracias! –dijo la muchacha mirando la pulserita que no se veía
nada mal.
–Bueno amiga, esto es un regalo para que la pases bien –dijo la
hippie –. Ahora yo te pido un favor. ¿Me colaboras con una
moneda? Cualquiera que tengas.
La muchacha se vio obligada a colaborar y le dio a la Tribi un
par de pesos.
–¡Listo y a la bolsa! –exclamó el hippie de más edad que solo
estaba parado ahí y no decía nada como cuando lo conocí.
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Me quedé observando un momento cómo hacían dinero. Aún no
habían reparado en mi presencia cuando le tocó el turno a Gules.
–Hola amigo. Te voy a hacer un regalo fantástico. Vení, no sabes
lo que tengo aquí –, le dijo el hippie a un muchacho que había
interceptado.
–Che, pero estoy sin un mango.
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Hasta que se dieron cuenta que los observaba, no dejaron de
sorprender a la gente con el cuento de la pulsera de los deseos o
la flor del sexo.
–Me voy a la Peatonal.
–Nosotros también, vamos juntos, che –dijo la Tribi.
Había decidido viajar metido dentro de mi personaje alternativo:.
Un hippie urbano. Me había vestido con una polera verde, un
saco azul, Jeans y una bufanda en el cuello. El cabello me lo bahía
cortado según la moda de Buenos aires. Al estilo mohicano con
una cresta pequeñita en medio y aplastado a los costados. Era
fácil confundirme con cualquier chico alternativo de la ciudad, y
si estaba con los hippies, con cualquier hippie extranjero de algún
país lejano. Sin embargo, no encajaba entre los microbios.
Siempre los había evitado y ellos a mí. Cosa distinta pasó en
Salta.
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Aprovechando el pánico, nos colamos dentro Gules, la Tribi y
Yo. El chino se había quedado afuera.
Nos vimos rodeados de un ambiente a media luz, lámparas de
pergamino en las paredes, algunas mesas y sofás en los
alrededores. Al fondo, un grupo de rock tocaba un tema de Los
Gardelitos, las luces de colores combinadas con el humo del
ambiente, humo de tabaco y marihuana.
–Che, bebamos –Gules y la Tribi tomaron dos copas de
aguardiente de cortesía y se las bebieron al instante, luego
tomaron dos más de la barra de invitados
Nos juntamos los tres locos detrás del público que escuchaba a
los rockeros, pedimos una cerveza que se acabó en el acto.
Seguimos divirtiéndonos entre el humo que respirábamos y el
porro que Gules invitaba. Riéndonos infinitamente, saltando y
bailando, nos sentíamos por encima de la gente. Los chicos y
chicas del lugar se acercaban a hablarnos atraídos por nuestra
energía de tipos sin vergüenza. Hasta que ya no tuvimos más
para gastar. Sacamos las mangas de pulseras camufladas dentro
de nuestra ropa y nos pusimos a vender.
Pasamos mesa por mesa y también a la gente que estaba de pie.
Los tres hippies simpáticos, los únicos del lugar. Vendimos una,
dos, tres… ¡Listo!, ya había dinero para recargar y seguir
bebiendo.
El vigilante de la puerta se dio cuenta de nuestro alboroto. Yo
estaba perdido con la marihuana y el alcohol, reía y bailaba todo
el tiempo tratando de vender como lo hacía la Tribi, que hablaba
hasta por los codos. Se me soltó la lengua que la tenía dura para
manguear y ya estaba contando historias yo también. Me paseé
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solo vendiendo por aquí y por allá, y pedí dos cervezas más y las
llevé al grupo, los busqué por todas partes, hasta que me di
cuenta de que estaba solo. A Gules lo estaban sacando a la fuerza
los tipos de seguridad y solo vi cuando ya estaba en la puerta.
Busqué con la mirada a la Tribi que no aparecía por ninguna
parte. Uno de los guardias la descubrió metida debajo de una
mesa vendiendo una pulsera de la suerte. La levantaron y la
hicieron sacar.
En ese instante, ciego de ira, salte encima de los pacos, haciendo
un tumulto entre la gente que pedía a gritos que no nos sacaran.
–Qué hijos de puta –gritaba la gente –. Déjenlos que se queden
El guardia decía que estaba prohibido vender y que entraran
hippies porque hacían mucho escándalo. La Tribi seguía
retorciéndose para que no la echaran. La montonera siguió
protestando, hasta que ya no pudimos más y salimos volando del
lugar.
–¡Hijos de puta! –les dijo iracunda la Tribi, sacudiéndose el polvo.
–Pero vendimos bien –traté de reaccionar y decir algo que nos
tranquilizara.
–Y la pasamos bomba –aseguro Gules.
–Gracias, M, nunca habíamos entrado a ese lugar y siempre que
vinimos aquí mirábamos desde afuera –dijo La Tribi.
–Sí, pero nos sacaron igual.
Sentía rabia por la forma como habíamos salido.
–Pero que importa, más vale unas horas que nada –
Nos fuimos caminando a duras penas, lamiéndonos las heridas y
curando la autoestima, al fin reímos comentando lo bien que la
habíamos pasado. Me despedí de ellos en el vagón del tren donde
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habían armado su carpa y cruce la calle sintiéndome algo
cansado, dispuesto a dormir. Cuando llegué, vi una figura
conocida en la puerta del alojamiento. Era Jaques, el francés que
había conocido en la tarde.
–M, te vi salir fuera del boliche justo cuando acababa de llegar,
te llamé a gritos pero en medio del tumulto no me oíste,
regresemos al lugar, yo te invito.
Mi noche aún no había terminado, entré a mi pieza y me lavé la
cara, me vestí bonito y volví al lugar. Eran las tres de la mañana.
Convertido en otro personaje, el vigilante de la puerta dudó al
verme, no podía ser el mismo hippie que sacaron a la fuerza, me
invitó a pasar de forma amable.
El disfraz, siempre el disfraz.
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E- Mail: Cumpleaños de Pedro (El vagón del tren)
Pedro y yo nos hicimos patas ahí no más de darnos el saludo, casi como
tú y yo. Y claro que ni hace falta que me preguntes si fuma hierba. Este
loco es buena gente, parece un niño, jode todo el día y le gusta hablar de
Rodrigo y Maradona cuando fumamos.
Ahora acaba de llegar de Tucumán, nos encontramos en la Peatonal
anoche, cuando yo regresaba de parchar.
Como recién llegaba, lo tuve que meter a escondidas en la pieza que
estoy alquilando y ahí se quedó a dormir, más bien nos tiramos a fumar
y no dormimos un carajo hablando huevada y media hasta altas horas
de la madrugada. Pedro salió temprano y le pregunté por qué no
alquilaba una pieza si el alojamiento era barato. Me contestó que no,
que al frente había piezas gratis, simplemente había que limpiarlas. Así
que acto seguido estábamos limpiando un viejo vagón del tren allá al
frente de donde vivo. Está en una pampa, con muchas otras máquinas
en desuso, quedó espectacular; la carpa la armamos dentro, así que
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ahora tenemos casa con sala comedor y dormitorio. También están
viviendo ahí dos amigos más, Gules y la Tribi, son un cague de risa, no
sabes. Ella es alta y grandota, por eso le dicen la Tribi, por Tribilina;
el otro es flaco, así como tú cuando eras más chibolo. Ya te he dicho
que me escribas más seguido y tú nada, seguro andas ocupado con las
huevadas del título y la universidad. Yo supongo que lo dejaré ahí y
ni vuelta que darle. Ayer fue cumpleaños de este Pedro que te cuento y
los hippies acordamos hacerle un asado, como dicen aquí, a la
parrillada. Hicimos una junta y teníamos para la carne y los chorizos,
pero no alcanzaba para el carbón, ni siquiera para la sal. Yo tenía
algún guardado porque he vendido muy bien aquí y ya no naufrago
más. Fuimos a conseguir una parrilla y, acordándome de mi amigo El
Cuesco, construí una con un coche de bebé que encontré entre la chatarra.
La tarde se puso cálida y divertida y hubo hasta vino. Los cinco hippies
celebramos en medio del pasto amarillo cantando el happy birthday a
mi amigo Pedro que sonreía con cara de resaca por una noche infernal.
Recuerdo la sensación del frío cuando estaba solo y sin hogar. Ahora
me siento bien y acompañado como cuando iba contigo, compartiendo
nuestra buena y mala suerte ¿Te acuerdas? Cada fiesta en la ciudad y
la playa de Huanchaco. Escríbeme, tú sabes que eres mi único
amigo……M
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–¿A qué hora es? –le pregunte interesado
Estaba en la última ciudad de Argentina donde podía vender
bien. La visa ya se me vencía y tenía que hacer dinero para partir
rumbo a Bolivia lo más pronto posible.
–Tenés que ir temprano –. El rasta me dio las indicaciones de
dónde encontrar a la gente de la feria.
Salimos del boliche, la Tribi, Pedro, Gules y Heidi, una parcera
que conocimos dentro de ese callejón lleno de puertitas. Fuimos
a dormir al vagón del tren, le comenté a Pedro lo de la feria, pero
no le tomó mucha importancia.
–Yo iré a pedir el espacio –le dije.
Salí rápidamente a la calle Rivadavia que era una transversal de
la Valcárcel, cuando llegué vi mucha gente armando pequeños
puestos de venta a lo largo de la calle. Me señalaron al
organizador. Escondí el olor a alcohol con pastillas de menta y
mi cara con lentes oscuros.
–No hay problema, joven –me dijo el encargado –. Pero hay que
tener una mesa para que se le permita exponer.
Era un artesano del lugar y presidente de una organización de
artesanos establecidos en Salta.
– ¿Una mesa? ¿Y de dónde saco una mesa? –
–Eso lo ve usted, pero si no la consigue no podrá exponer. En el
suelo está prohibido—Tiene hasta las once para asignarle un
lugar, la feria empieza de 12 a 9pm.
La feria era un acontecimiento importante de la ciudad. Todos
los turistas que iban a Salta recorrían las calles donde se
instalaba.
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–Pedro, despierta huevón, tenemos permiso –zarandeé a Pedro
que yacía metido en su bolsa de dormir. Le expliqué la situación.
– ¿Y de dónde puta sacamos una mesa? –preguntó el hippie
decepcionado de la condición.
–No sé, pero tenemos dos horas, huevón.
Esa mañana de domingo, Pedro y yo recorrimos las calles vacías
de Salta buscando algo que sirviera como una mesa, pero nada
servía, nada era suficientemente plano o grande. Intentamos
alquilarla en un restaurante pero el dueño nos echó, fuimos al
cementerio de trenes a husmear entre la chatarra. Pedro levantó
la tapa de un barril.
– ¿Y esto, puede ser?
–No, Pedro, ahí no alcanza para nada.
– ¿Y ahora qué hacemos? No hay ni mierda –dijo el hippie
desanimado. Se me atravesó entonces la fachada del hostal barato
donde hasta hace poco me había alojado.
–Pedro –exclamé sacudiendo al hippie y tratando de ordenar una
idea –. ¡El hostal donde esta Heidi! La loca rubia de anoche.
Rubia pecosa, linda a primera vista, algo llena en carnes, Heidi
era desabrida pero buena onda. No había querido mudarse al
vagón del tren, por lo que se alojó en una pieza de esa antigua
cárcel.
–¿Y qué hay con Heidi? –preguntó Pedro, aún sin comprender.
–En el hotel hay un baño que nadie usa y la puerta esta medio
desprendida, sólo la sujeta a duras penas una bisagra.
–¿Y? –Pedro estaba aturdido.
–La puerta nos puede servir muy bien.
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–M, el dueño ni cagando te la va a prestar –dijo mostrándose
poco entusiasmado con la idea –. Es un viejo cabrón hijo de puta.
–Qué importa, no se la vamos a pedir. Ven que vamos a hacerle
una visita a Heidi.
Llegamos.
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E- Mail: Swing de fuego:
No pensé que Argentina me ayudara a crecer tanto. He aprendido
mucho aquí. Y ahora, al final de este país, volteo la cara atrás mirando
todo lo que voy dejando. Me da pena, pero es una despedida dulce, con
un franco deseo de volver. Me acuerdo de Samy, de Fernando y Laura,
y veo que detrás de mis ojos solitarios ya no está el mismo M., siento
miedo por lo que vendrá, pero ya no me paraliza. ¿Sabes que aprendí
ahora? Me he convertido en juglar, no sé cómo pasó, parece que me
andaba buscando y me encontró de pronto. Tenía planeado irme de
Salta hasta que la vi. Se llama Mel y es brasileña, jugaba con antorchas
el día que la conocí, fue después de la feria del domingo. La observé
volar envuelta en llamas de fuego y me dejé hipnotizar, me presenté, nos
hicimos amigos. Tengo unas cadenas hechas que no se utilizar, le dije y
fui corriendo a traer las antorchas de amianto que había comprado en
la plaza de Bellas artes, allá en Santiago.
Ahora hago de faquir en las calles y sé que saldré adelante sin tener que
seguir buscando centavos en el suelo. Siento que dentro de mí hay algo
esencial que nadie podrá robarme: mis sueños, rotos, pero míos. El
camino se ha vuelto amarillo y me señala rutas imposibles. Ahora, con
aliento a gasolina y la luna sobre mi cabeza, porque me he vuelto
criatura de la noche. Y de noche, porque en el fondo me quiero sentir
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contra otro cuerpo y abrazar una ilusión pasajera sabiendo que no se
amar, pero que alguna vez amé.
Alguna vez te di el corazón, ¿recuerdas?...M
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acercó a los autos pasando el sombrero. Una tras otra cayeron
las monedas en su bolsa.
–Así vas juntando las monedas M, tienes que trabajar con ganas,
si estás sin onda no te dan un peso. Es importante que sepas
muchos trucos pero más importante es la energía que trasmites,
yo solo juego con fuego porque paga más.
Paso el tiempo de la luz verde, cambio la señal al rojo y Mel
volvió a salir. La rutina no había cambiado estando en perfecta
sincronía con el espacio de tiempo para pedir las monedas. Si era
muy poco el show, la gente no daba nada, y si era muy largo la
gente se iba sin pagar. Taxistas, microbuseros, autos
particulares, todos colaboraban. Me puse a practicar en la acera
lo que ella me había enseñado mientras la veía evolucionar con
las antorchas, deseando en algún momento poseer aquella
habilidad.
–¡Tienes que volar M! ¡Volar envuelto en fuego!
Llegó el momento de irnos. El tráfico había disminuido
considerablemente, y se estaba haciendo tarde.
–¡No trabajo más! Estoy cansada y, además, ya debo tener lo
suficiente –dijo la brasileña apagando las antorchas y
guardándolas en una bolsa de cuero.
Había hecho casi cien pesos, más de lo que yo podía vender en
una tarde.
–Es buena plata, Mel, apenas invertiste cinco pesos.
–Ahora te toca a ti M. moja las antorchas y haz el truco que te
enseñé –. Y me puso las cadenas en las manos.
–Tienes que quitarte el miedo –me aconsejó.
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Truco uno y dos. El cruce básico y adelante y atrás
Había estado practicando la mañana entera el cruce básico del
swing. Es una forma de cruzar las cadenas haciendo aspas
consecutivas en direcciones opuestas, encontrándose entre sí, sin
que la cadena choque, es a partir de dominar este cruce que
salen el resto de trucos.
Al principio me fue muy difícil, me golpee en la cabeza y el pecho.
Incluso, alguna vez me di fuerte en los testículos quedándome
sin respiración. A pesar de haber practicado por horas aún no
había dominado el truco, mi mano izquierda había resultado más
lerda y terminaba por enredarme o golpearme, pero estando
frente a Mel tuve ganas de superar el miedo. Estábamos en un
terreno amplio, tal vez me costaría solo una quemazón del pelo.
No me atreví a decirle que no quería prenderlas, pues parecía una
maestra exigente.
— ¡Préndelas!— Me ordenó.
El humo de la combustión fue directamente a mi nariz. La
gasolina quemada era un olor excitante, el crepitar del fuego
elevaba mi adrenalina. Las antorchas parecían más pesadas como
si un poder las habitara, la gente que pasaba a mi alrededor
miraba con interés sobre lo que iba a suceder.
–¡Arriba M, levántalas! –gritó Mel, dándome ánimos. –¡Sin
miedo, M!
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Elevé las antorchas al aire tratando de sostener ese truco básico,
desviando casi con espasmos las llamas para no quemarme el
pelo. Me movía torpemente, más concentrado en no quemarme
que en sacar el truco.
–¡Mueve la muñeca M! –volvió a gritar Mel –La izquierda más
cerca ¡No tengas miedo de quemarte! Mueve las manos más cerca
de tu rostro.
No supe cómo pero en ese momento pensé que era una buena
idea, acerqué las antorchas a mi rostro fascinado por la sensación
de peligro. Sostuve esa única suerte perfectamente unos cuantos
segundos hasta que el combustible se consumió.
–Muy bien, M, lo hiciste.
En verdad lo había hecho. Me quedé quieto, inmóvil, sintiendo
que me embargaba una emoción intensa. Le di un abrazo a Mel
silbando de alegría.
–Vas a aprender muy rápido, M, además eres muy bonito, quién
no te va a dar una moneda a ti –afirmó coqueta la brasileña.
–¿Tú crees Mel?
–Claro que sí, M.
En ese momento sentí que quería aprender más y muy rápido,
quería aliviar la carga de la mochila. Si viajaba por sitios donde
no pudiera vender artesanías podría vivir fácilmente de los
semáforos en las ciudades grandes. Sería un malabarista.
–Me tengo que ir a la Terminal de autobuses –dijo Mel mirando
la hora –. Ven vamos por mis cosas.
Luego de sacar sus cosas del guardaequipaje de la Terminal la
acompañé a que abordara el ómnibus a Buenos aires. Le di
algunas direcciones de lugares donde ir, donde comer mucho y
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barato y le agradecí las lecciones regalándole un collar de hilo.
Sentado en una banquita de la estación, me dijo adiós a través de
la ventana.
Me sentí listo para partir y compré también un ticket de autobús
para la ciudad de Jujuy, muy cerca de la frontera.
Esa noche, cuando llegue al vagón del tren encontré a Pedro
armando un porrito, acababa de llegar del paño.
–¿Cómo te fue en el semáforo, M?
–Acabo de bautizar las antorchas –. Sonreí contento.
–¿En serio che? Qué bueno –dijo el hippie alegrándose por mí.
Prendimos el porro y le conté todo lo que había pasado con la
brasileña.
–¡Y no te agarraste a la brazuka! Si se notaba que quería algo
contigo –. Pedro me palmoteó la espalda en son de chanza.
–No, esta de ida a Buenos Aires.
–Eres un lento, M.
En medio de nuestras risas, y ya medio estonazos, le conté a
Pedro que me iba.
–O sea que te vas –Pedro bajó la mirada perdiendo la vista en el
suelo.
–Mañana a esta hora me voy directo a la frontera.
–M, eres un gran parcero y un buen amigo, te va a ir muy bien
en donde vayas. Y me regaló una bolsa de semillas de pata de
elefante que había sacado, volando en fiebre en la isla grande.
Al día siguiente por la tarde, arregle mis últimas cosas. Iba a
partir después de parchar en la Peatonal. Pedro les comentó a los
otros locos, a Gules, la Tribi y a Heidi que me iba. Cuando me
vieron llegar con mis mochilas fueron a mi encuentro.
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–¿Se va parcero? Lo voy a echar de menos –. Gules hacía una
mueca de microbio triste.
–Buena onda, parcero, que te vaya bien. Sos un buen amigo –dijo
la Tribi y se acercó a darme un abrazo, comprobé que era mucho
más alta que yo.
A la Tribi le regalé una moneda china que tenía en la billetera,
le gusto tanto que la cosió en el chaleco de Gules. A partir de ese
momento los dos andaban juntos dándose un beso en público que
los vitoreaba.
A Gules le regale todo el incienso que me quedaba para que
mangueara en los bares, regalando una varita por alguna
moneda.
Cuando abracé a Pedro le di uno de los dientes fósiles más
grandes que tenía, lo había engarzado yo mismo y colgado en
una tira de cuero hecha collar.
Entre abrazos y buenos deseos, silbidos y alboroto de ese grupito
de locos, tomé un taxi a la Terminal, cargando mi mochila partí
para Jujuy. De ahí pasaría directamente a la frontera.
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