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AMANECER

VUDU
Relatos De Horror y Brujería
Afroamericana

SELECCIÓN DE JESÚS PALACIOS

VALDEMAR 1993
Para Pedro Duque,
mi hermano en Regla Ocha,
porque él sabe

JESUS PALACIOS
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3.
UN PRÓLOGO QUE ES UNA ADVERTENCIA

¡V u—dú! Dos simples sílabas que despiertan en


nuestra imaginación el obsesivo sonido de los
tambores, las cimbreantes figuras de
bailarines poseídos por oscuros dioses, ídolos de barro
atravesados por alfileres asesinos. Viejas películas en
glamuroso blanco y negro, el lento desgranarse de los
blues del pantano, los ojos en blanco de zombis y
muertos vivientes, el ritmo frenético de la rumba,
sangrientos sacrificios al pie de altares desconocidos...
Bueno, bueno. Antes de seguir, una justa advertencia,
una necesaria aclaración: el Vudú, como su hermana
caribeña la Santería, es mucho más que esa imagen
típicamente de género que hemos evocado arriba. Son,
de hecho, religiones populares afroamericanas cuya
verdadera naturaleza abarca complejos fenómenos
sociales, culturales, religiosos e históricos. No en vano
los antropólogos optan, a la hora de referirse al Vudú,
por emplear la grafía francesa propia de Haití,
escribiéndolo Vodoun, para diferenciarlo radicalmente
del concepto popularizado por el cine y la literatura
fantástica, que lo han convertido prácticamente en
sinónimo de brujería y/o magia negra.
Los interesados en la verdadera esencia de las
religiones afroamericanas pueden, y deben, husmear
entre las páginas que Alfred Métraux, Roger Bastide o
Wade Davis han dedicado al Vodoun haitiano, las que
Zora Neale Hurston o Robert Tallan dedicaran al
Vudú y el Hoodoo —que en justicia debería escribirse
Judú— del Sur de los Estados Unidos; las que
Fernando Ortiz y Lydia Cabrera, entre otros
escribieran sobre la Santería afrocubana, el diario de
viaje del director de cine Henri Georges Clouzot a
través del Brasil, del Candomblé y de la Macumba, o
las más recientes descripciones de la moderna
Santería neoyorquina, escritas por la portorriqueña
Migene González Wippler.
Porque lo que ahora tenéis entre las manos es un
libro de relatos de horror. Todos están, desde luego,
relacionados con su lado más oscuro y siniestro, con
las prácticas mágicas, los hechizos y las maldiciones,
las crónicas negras y los asesinatos rituales. Sería
absurdo negar el atractivo morboso que ejerce sobre
nosotros esa cara oscura del Vudú. Ya la simple
realidad de la existencia hoy día de religiones basadas
en el sacrificio y las prácticas mágicas, no sólo en
países tropicales y “atrasados”, como nos gustaría
creer, sino en el interior mismo de nuestras grandes
ciudades, resulta francamente inquietante para el
hombre presuntamente civilizado. Y es que quizá lo
más terrorífico del Vudú sea cómo lo real y lo
fantástico se entremezclan en él, de forma difícilmente
discernible. No estamos ante fenómenos
sobrenaturales incomprobables, ante paganismos
ancestrales ya desaparecidos, ante criaturas más bien
míticas como vampiros y hombres lobo. Cualquiera
que lo desee puede consultar las incontestables
pruebas reunidas en torno al caso de Narcille Clovis, el
fenómeno zombi más documentado de Haití. Y, sin
llegar a extremos melodramáticos, cualquier turista
avisado puede asistir a ceremonias y fiestas rituales a
lo largo de todo el Caribe y buena parte de
Sudamérica, visitar el Museo del Vudú en Nueva
Orleáns, o comprar cualquier accesorio que necesite
para sus hechizos santeros en las muchas “botánicas”
del Harlem Hispano de Nueva York o de la Pequeña
Cuba de Miami.
Son estos aspectos únicos, la contemporaneidad de
una religión pagana procedente del Africa oscura y su
posible poder real, los que han hecho del Vudú uno de
los temas predilectos de la literatura fantástica y de
terror. Desde los tiempos de “Weird Tales”, en plena
era dorada del pulp, el Vudú es presencia continua en
el cuento de horror y, aunque se eche quizá a faltar al
arquetípico Hugh B. Cave, autor que residió largas
temporadas en el propio Haití, de las páginas
amarillentas de los pulps hemos entresacado joyas
como Madre de Serpientes de Robert Bloch, Palomos
del Infierno del texano Robert E. Howard —que
aporta aquí el mito de la zuwenbi, verosímil invención
del propio Howard—, Papá Benjamín de William Irish
—es decir, de Cornell Woolrich—, y Desde lugares
sombríos de Richard Matheson.
Junto a estos relatos de terror clásicos,
encontraremos historias que les fueron narradas a
viajeros e investigadores como auténticas y libres de
cualquier duda. Attilio Gatti, Vivian Meik, el célebre
William Seabrook —que con su clásico Magic Island
dejó bien establecidas las bases de la leyenda negra del
Vudú haitiano—, la periodista Inez Wallace, Lydia
Cabrera, Raymond J. Martínez y el Dr. Gordon Leigh
Bromley, aportan sus experiencias —a veces
personales— de la realidad del fenómeno zombi, de la
existencia de sectas secretas africanas y siniestros
rituales necrofílicos, del poder de los antiguos dioses
de Africa, de las posesiones o “montas”, y de la terrible
eficacia de hechizos y maldiciones.
Algunos de los relatos que incluimos son
estrictamente (!!!) verídicos, como ocurre con los
escritos por el investigador de lo oculto Brad Steiger y
su esposa, tanto Los espeluznantes secretos del
Rancho Santa Elena, que narra los famosos sucesos
de Matamoros que inspirarían también a Barry
Gifford su novela Perdita Durango, como La pócima
de amor comprada con sangre. Y especial atención,
por su realismo de puro y duro informe policial,
merece ¡Asesinado al pie de un altar vudú!, la crónica
de Richard Shrout que nos introduce en las oscuras
relaciones que unen la práctica de la Santería con el
narcotráfico y el hampa latina de Estados Unidos.
Todo un episodio de “Miami Vice”.
La mítica conexión entre el Vudú y la música popular
queda ejemplificada tanto en el clásico Papá
Benjamín, con su jazzístico y maldito Canto Vudú,
como en El Boogie del Cementerio de Derek
Rutherford, un terrorífico Rock’n Roll que haría
estremecer de miedo al mismísimo Screamin’ Jay
Hawkins. Y la presencia del cine de terror más clásico
la encontraremos en Yo anduve con un zombi, que
diera pie —convenientemente mezclada con Jane
Eyre— a la legendaria producción de Val Lewton,
dirigida por Jacques Torneur, además de,
nuevamente, en el relato de William Irish, llevado a la
pequeña pantalla por Ted Post en 1961, y víctima de
toda una adaptación inconfesa en el clásico de
episodios Doctor Terror, producido por la británica
Amicus Films. Pero, cuidado, no en Zombi Blanco de
Vivian Meik, sin relación alguna con el film del mismo
título. Por cierto, he de confesar aquí que el título de
esta antología lo hemos tomado prestado de Voodoo
Dawn, la película —y novela— de John Russo, con la
que el coautor de La noche de los muertos vivientes
quiso pagar su deuda con el Vudú.
No quiero dar paso ya a los misterios del Caribe y el
Africa profunda sin otra advertencia: a pesar de
nuestro criterio, digamos que geográfico, los relatos
no siempre se ajustan estrictamente a su área
territorial, y es que nuestra selección no pretende ser
ni exhaustiva ni, mucho menos, ortodoxa. Como veréis
se mezclan en ella los relatos y los hechos reales, la
crónica negra y los cuentos de fantasmas, el Vudú, la
Santería y hasta otros cultos más terribles y
desconocidos. Se trata tan solo de explorar —y
explotar— ese lado más siniestro, terrorífico y brujeril
del Vudú. Su leyenda negra —muchas veces falsa,
otras no—, su folklore más fantástico, su imagen más
pop. Yo, por mi parte, confieso que siento por el
verdadero Vudú y la Santería el mayor de los respetos
y una gran simpatía.
Puede que vosotros, cuando hayáis terminado de
leer las páginas que siguen, también deseéis
profundizar más en las religiones afroamericanas. Ya
se sabe, si no puedes vencerles, únete a ellos.
VOCABULARIO
En todos los relatos seleccionados se han respetado los términos propios
del Vudú y la Santería tal y como los transcriben sus autores; ello supone
que, a veces, el mismo término aparezca escrito de distinta forma, según el
autor y hasta el relato. Para facilitar la comprensión de algunos de los
textos se incluye un pequeño vocabulario de términos religiosos
afroamericanos, que recoge exclusivamente aquellos que se nombran en el
libro.
Este VOCABULARIO ha sido confeccionado por Jesús Palacios y Pedro
Duque. Al lado de cada término, entre paréntesis, se dan otras variantes del
mismo.

ABAKUÁ (Abakwá, Abacuá): Secta afrocubana,


también conocida por el nombre de Ñañiguismo o
ñáñigos, procedente de los pueblos Efik y Ekoi de la
Costa Calabar del Oeste de África. El término Abakuá
se refiere al pueblo y la región de Akwa, donde
floreció esta sociedad en el continente africano.
Aunque actualmente se la da por desaparecida, desde
mediados del siglo XIX y hasta muy entrado el XX, la
Sociedad Abakuá ejerció una enorme influencia
secreta en la vida política y social de Cuba, como
puede comprobarse en la novela que le consagró Alejo
Carpentier: Ecue—Yamba—O.

AMARRE: Se llama así en la Santería al acto


ejecutado por un brujo o curandero con el fin de
retener a la persona amada, manteniéndola bajo su
voluntad. Se trata, esencialmente, de un hechizo
amoroso.

BABALAWO (Babalao): Sacerdote santero


dedicado al culto adivinatorio de Fa o Ifá. Su nombre
significa “Padre y dueño del secreto” en lengua
yoruba, de cuyo Oráculo de Ifé africano proviene este
culto. Más generalmente, sacerdote santero.

BABALOCHA: Sacerdote santero encargado de las


ceremonias de iniciación de los nuevos santeros.

BAJAR EL SANTO (Coger el Santo, subir el


Santo, tener el Santo, etc.): Frase que se usa
familiarmente en la Santería para denominar la
posesión física de un creyente por alguno de los santos
u Orichas, llamada a su vez “monta”.

BARÓN SAMEDI: Loa o dios Vudú, señor y


guardián de los cementerios, algunas veces
identificado con Guedé, que es representado por una
gran cruz colocada sobre la tumba del primer hombre
enterrado en el lugar. Junto al Barón la Croix y el
Barón Cimitière, forma la tríada de los Barones Vudú,
todos con herramientas de enterradores.

CANDOMBLÉ (Candombé): Nombre que designa


en Bahía (Brasil) ciertos cultos —y sus prácticas—
afroamericanos, muy similares al Vudú y, sobre todo,
a la Santería. Aunque originalmente era africano y
yoruba o nago, rindiendo por tanto culto a los Orixás
al igual que la Santería a sus Orichas, posteriormente
se han introducido variantes como el Candomblé
Blanco, con divinidades indias autóctonas. Al igual
que, a veces, las palabras Vudú y Santería, Candomblé
puede designar tanto la religión como sus prácticas,
las ceremonias y, al tiempo, el recinto donde se
celebran.
DAMBALLAH (Damballah Wedo): Loa o dios
Vudú de la lluvia, los ríos y los lagos. Su símbolo es la
serpiente, generalmente una boa constrictor rojiza, y
al tratarse de uno de los Loas más poderosos, temidos
y adorados, ha contribuido sobremanera a extender el
error de que el Vudú es un simple culto a la Serpiente.

EBBÓ (Ebó): Palabra yoruba que designa en


Santería la ofrenda de frutas y dulces o el sacrificio de
animales cuadrúpedos y de aves que se ofrece a los
Orichas para obtener su favor.

GANGÁNGÁME: Sacerdote o brujo perteneciente a


la secta Gangá de la Santería cubana, de origen congo
o bantú, y fuertemente animista. En ella se adora a los
espíritus de los muertos, y está fundamentalmente
orientada hacia la magia y los ritos funerarios.

GRIS GRIS: Hechizo mágico Vudú que puede


consistir tanto en un simple sacrificio animal, como en
una bolsa llena de objetos mágicos, en un talismán o
en un fetiche. Puede usarse tanto para el bien como
para el mal, y ejerce su influencia sobre la suerte de
aquél a quien se le destina. A veces designa un dibujo
místico en el suelo, similar a los vevés haitianos. Es un
término propio del Sur de los Estados Unidos, pero
procede del africano Gri—Gri, de igual significado.

GUEDÉ (Ghede): Loa Vudú de la muerte y los


cementerios. Designa tanto una divinidad como a un
conjunto de dioses, relacionados siempre con los
cementerios, la muerte, los ritos funerarios y el culto a
los antepasados. Procede del pueblo de los Ghede—vi,
casta africana de enterradores llevada como esclavos a
Haití. Paradójicamente, Guedé posee también
connotaciones fálicas, siendo también Señor de la
Vida, muy dado a las obscenidades y a la bebida.

IWORO: En lengua yoruba, dícese de los santeros y


creyentes que son hijos de Obatalá.

IYALOCHAS (Yalochas): Sacerdotisas santeras,


equivalentes femeninos del Babalocha o Babalao.

LENGUA: Nombre que se da en la Santería a los


rezos y frases litúrgicas que se recitan en lengua
yoruba. Asimismo, la Sociedad Abakuá denomina
“lengua” al dialecto ñáñigo, y en el Vudú se llama
“langage” a la lengua usada en los sagrados ritos
africanos.

LUCUMÍ: Nombre que dieron arbitrariamente los


cubanos a todos los negros procedentes de Nigeria, la
mayoría de ellos yorubas, por lo cual ha quedado
también como sinónimo de yoruba y de la propia
Santería, de predominio nigeriano.

MAMALOI: Familiarmente, nombre con el que se


designa a las sacerdotisas Vudú, sobre todo en el Sur
de los Estados Unidos, pero a veces también en Haití.

OBEAH: Nombre que recibe en algunas islas del


Caribe —Trinidad, Martinica, Jamaica, etc.— la magia
afroamericana, y que equivale hasta cierto punto al
Vudú y la Santería.

OMÓ (Omó Oricha): En yoruba, hijo de Santo. Es


decir, aquél que ha sido iniciado por completo en la
Santería y elegido ya por su Oricha correspondiente.

ORICHAS (Orischas): Nombre genérico de las


divinidades yorubas a las que se rinde culto en la
Santería, y también en el Candomblé brasileño con el
nombre de Orixás. Son el equivalente de los Loas del
Vudú, y al ser sincretizados con el Santoral católico, la
palabra Oricha deviene a su vez sinónimo de Santo.

ORO: En yoruba, la palabra que designa el cielo, el


lugar de residencia de los Santos u Orichas.

OUANGAS (Wangas): Maleficios Vudú, actos de


magia negra contra un enemigo o amuletos mágicos
que se emplean con fines egoístas o malignos.
También mal de ojo.

PALO MAYOMBE (Regla de Palo): Secta


afrocubana de origen bantú, inclinada profundamente
hacia la magia y la brujería. Con el nombre de Palo
Cruzado se subordina al sistema yoruba de la Santería,
al que complementa con prácticas y dioses
congoleños, siempre con un enfoque más práctico y
utilitario. Tal es la forma de este culto, que Mayombé
es a veces el nombre que se le da al espíritu del mal, y
el término mayombero sirve para designar a todos los
brujos en general.
PAPALOI: Familiarmente, nombre que se da a los
sacerdotes del Vudú.

PATAKÍ (Patakín): Relato cuyo protagonismo


puede correr a cargo de los dioses, de reyes, animales
y hasta objetos, de carácter mitológico y moral.
Encabeza, acompañado de un refrán o conseja, cada
signo (odu) del Diloggún o Tablero de Ifá, el sistema
adivinatorio yoruba usado en Santería.

PIEDRA (Otán): Piedra sagrada en la que se supone


reside el espíritu de un Santo u Oricha; se guarda en
una “sopera” y se le hace el “ebbó” que corresponda a
su Oricha.

REGLA DE OCHA (Regla Lucumí): Nombre que


se le da también a la Santería. Dos son las Reglas
principales afrocubanas: la Regla de Ocha o Santería,
y la Regla de Palo o Palo Mayombe.

SANTOS: Al llegar a Cuba, los Orichas yorubas


fueron asimilados por los esclavos a los Santos de sus
amos, para poder adorarlos y celebrar sus fiestas. Lo
mismo ocurrió en Brasil y en Haití, donde Orixás y
Loas tienen sus Santos correspondientes. De este
fenómeno sincrético deriva el término Santería,
extendido después a toda Latinoamérica y Estados
Unidos.

SANTISMO: Aunque a veces se le llama también


Santería, no debe confundirse con el culto
afroamericano originado en Cuba. Se trata de un
sincretismo amerindio propio de México y la frontera
de Estados Unidos, que utiliza prácticas tanto del
catolicismo más ferviente como de viejos rituales
aztecas, mayas e indígenas en general. Está
estrechamente relacionado con los artistas imagineros
mexicanos y chicanos, muchos de los cuales
pertenecen a sectas santistas, y sus prácticas,
miembros y área de influencia se guardan en el
máximo secreto.

SOPERA: Recipiente donde se guarda y protege el


“otán” de un Oricha, así como sus collares y otros
objetos sagrados. Al contacto con el español se debe
que este recipiente, originalmente una vasija de
madera o barro, cobrara la forma y la decoración de
una sopera barroca, pintada con los colores de su
Santo.
Jesús Palacios & Pedro Duque 1993
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS MUERTOS

ATTILIO GATTI
LOS MAYORES ASESINOS

L os cocodrilos, gorilas, búfalos, leones,


leopardos, serpientes y elefantes se cobran
todos los días en Africa un tributo de vidas
humanas que no es muy inferior al que pagan los
hombres en aquel continente a enfermedades
tropicales, como la fiebre de la selva y la fiebre
amarilla, el sodoku y kala—azar, la lepra y la
enfermedad del sueño, por nombrar sólo unas pocas.
Sin embargo, por lo que se refiere al Africa Central,
tengo la firme convicción de que, entre todas las fieras
y todas las epidemias juntas, no causan tantas
víctimas en hombres, mujeres y niños de la raza negra
como las sociedades secretas con sus odiosos
crímenes.
¡Que nadie se llame a engaño! Estas antiguas sectas,
que tienen su origen en un remoto pasado de
crueldad, lujuria y barbarie, siguen siendo hoy mismo,
a pesar de todos los esfuerzos de lo que llamamos
civilización, unas asociaciones de los mayores y más
implacables asesinos.
Estas fuerzas malignas operan en todas partes y su
poder se acrecienta con su invisibilidad. Se ocultan
entre las multitudes negras que hormiguean en los
arrabales de las pequeñas ciudades y de las
explotaciones mineras que están en plena actividad; se
filtran en todas las tribus desparramadas a lo largo de
los ríos, a orillas de los lagos, en los bosques, llanuras
y selvas; se recatan entre los mismos indígenas que los
blancos tenemos a nuestro servicio o vemos pasar
desde el camión.
Para demostrar esto que afirmo voy a relatar un
episodio espantoso que nadie, que yo sepa, ha hecho
público hasta ahora.
Se trata de la historia horrible, pero absolutamente
auténtica y exacta hasta en sus menores detalles, fuera
de cambios deliberados de nombres, del poblado de
Mohoko. Sin embargo, el lector que quiera explicarse
bien cómo es posible que los espeluznantes e
implacables asesinatos de las sectas secretas sigan
realizándose hoy día en el Congo en una gran escala y
con casi absoluta impunidad, debe empezar por
conocer las condiciones generales de vida en aquel
país. Concretemos el caso a la región de los Watza, en
la que yo residí por espacio de varios meses durante
una de mis últimas expediciones.
El poblado del jefe Mohoko se hallaba enclavado en
ese territorio, tan extenso como Bélgica, y que es la
única población de importancia. Se compone de una
docena de chozas, en las que están instalados
comerciantes griegos e indios, y de una docena de
malas casas de ladrillo en las que viven funcionarios
belgas, entre los que se cuentan un médico, un
veterinario, el empleado de correos, el recaudador de
impuestos y unos cuantos representantes más del
Gran Dios Balduque, ninguno de los cuales tiene nada
que ver con el gobierno de los indígenas. Completan la
población un hospital, una pequeña casa misional,
algunos edificios en los que está instalada la
Administración, el Tribunal, la cárcel y una choza muy
amplia para la “guarnición”.
Pero el Administrador y sus dos ayudantes tienen
que gobernar a una masa humana de 30.000 a 40.000
personas. No puedo dar cifras exactas, pero éstas que
cito son las mismas que oí en boca del Administrador
Territorial, señor Van Veerte. Coincidiendo con mi
estancia en el país se estaba procediendo a la
ocupación permanente de grandes extensiones de
territorio; y, como es natural, no disponía aquel señor
ni de tiempo ni de medios para llevar a cabo un censo
exacto de la población, que se mostraba muy poco
dócil.
Van Veerte, lo mismo que sus antecesores, conocía
de una manera superficial un par de los diecisiete
dialectos hablados entre las tribus que estaban bajo su
autoridad. Por eso tenía que entenderse siempre con
los indígenas por medio de su intérprete Sankuru,
natural del país, que llevaba muchos años de policía.
Todo el mundo hablaba de la lealtad de Sankuru.
Siendo joven, combatió a las órdenes de Stanley,
cuando el gran explorador norteamericano abrió la
región del Congo al dominio del rey Leopoldo II.
Tanto el rey Alberto como el rey Leopoldo III tuvieron
a gala, en sus visitas casuales a la colonia, el prender
una nueva medalla a la blusa azul de Sankuru;
medallas que éste, a pesar de su anciana edad,
ostentaba con dignidad propia de un monarca.
Sankuru lo sabe todo y conoce a todos. Y lo que no
sabe de primera mano lo averigua por medio de uno u
otro de los veinticuatro policías indígenas que eligió,
entrenó y que están a sus órdenes. Téngase esto en
cuenta: los Administradores pasan, pero Sankuru
sigue siempre en su puesto. Por eso los
Administradores hacen lo que Sankuru susurra en el
oído blanco en el momento propicio.
No niego que Van Veerte se aconseja mucho y se
informa a través de la Misión católica, que funciona de
muchos años atrás, y también del médico, aficionado a
la etnografía local. Pero lo que el padre José conoce, lo
sabe a través de Basiri, un catequista con cabeza de
gorila; y la fuente de información del doctor
Gablewitch es Manuel, su ayudante; y, del mismo
modo, la enciclopedia viva de Van Veerte es Sankuru,
su intérprete, jefe de su policía... y su gacetillero.
Todo marcharía como la seda si entre Sankuru,
Manuel y Basiri no existiese una vieja enemistad cuyos
orígenes nadie ha logrado averiguar, pero que sigue
hoy tan viva como el primer día. Los tres se odian
profundamente, y cada cual susurra con frecuencia al
oído de su propio amo el cuento de las pequeñas faltas
de que se han hecho culpables sus enemigos de toda la
vida.
Los tres hombres blancos no fomentan abiertamente
estas rivalidades, pero se aprovechan en todo
momento de las mismas. No los censuro, ni quiero dar
a entender con esto que no son muy buenos amigos.
Todo lo contrario. En cuanto alguno de ellos se entera
de algo referente al servidor del otro, hace cuestión de
honor el poner al corriente al interesado. El padre
José se acaricia la roja barba, quejándose de la falta de
caridad cristiana de aquellos paganos, y excluyendo de
esta apreciación, como es natural, a Basiri, cuyas
palabras son casi el Evangelio. El doctor Gablewitch,
por su parte (el doctor es un polaco de muy buen
corazón), se ríe a carcajadas y asegura que todos los
indígenas son unos soberanos embusteros; todos,
menos su ayudante.
Y el administrador no se toma siquiera la molestia de
decir a los otros que Sankuru es hombre que merece
absoluta confianza, y se frota las manos de gusto, si no
materialmente, por lo menos con el pensamiento.
Porque está profundamente convencido de que
aquella enemistad entre los tres aliados negros de las
autoridades blancas es un hecho que ofrece
grandísimas ventajas.

..........

Había yo llegado a desentrañar este curioso estado de


cosas, cuando organicé una corta expedición de caza
que debía tener lugar en Mohoko. Estando ya a punto
de emprender mi safari, se me acercó Manuel, el
ayudante del doctor Gablewitch, diciéndome que su
amo le había mandado que fuese a Mohoko. ¿Había
inconveniente en que se sumase a mi safari? Me
aseguró que podía serme útil, porque conocía muy
bien el camino. Agregó que había estado muchas veces
en aquella región, aunque no en el mismo Mohoko.
No me fijé de momento en la excesiva insistencia
que ponía al decirme esto último, pero andando el
tiempo hube de recordarlo. Estaba muy atareado
arreglándolo todo para salir cuanto antes, y no tenía
tiempo para perderlo en conversaciones. Me limité a
decirle que sí y nos pusimos en camino.
Llegué a Mohoko y me encontré con una pequeña
comunidad de unos doscientos indígenas, ariscos,
primitivos, pero inofensivos.
Aunque el trato que mantenía con la tribu era muy
superficial, me sorprendió desagradablemente el
observar que había entre ellos un gran número de
idiotas. Y no me sorprendió menos el que la
comunidad los alimentase y cuidase muy bien, porque
estaba acostumbrado a ver que en Africa los enfermos
incurables quedan relegados a la categoría de parias,
de los que todo el mundo se desentiende.
Había hecho yo a Van Veerte el ofrecimiento de que,
mientras anduviese por allí, realizaría con mucho
gusto un censo preliminar y se lo enviaría. Me imaginé
que sería juego de niños, y lo dejé para el último día.
Pero cuando empecé la tarea vi que era una cosa
complicadísima.
El jefe me recibió agriamente. Y me dijo, además,
que estaban enfermos. Las mujeres se mostraron
mohínas, los hombres se declararon casi abiertamente
hostiles, y los chicos recelosos. Y aquellos idiotas, tan
gordos y reacios a moverse, lo complicaban todo
llevándome la contraria, permaneciendo en su sitio
cuando yo les mandaba que se apartasen y metiendo
la nariz cuando menos los necesitaba.
Sintiéndome incapaz de desenredar aquel embrollo,
acabé pidiendo ayuda a Manuel. Éste se prestó muy
solícito y reunió a toda la población, arengándoles con
la mayor energía en su dialecto local. Yo no entendí
una palabra, pero lo que Manuel les dijo surtió mucho
mayor efecto que mis coléricas charlas en kingwana,
que es el esperanto de la región. El jefe pareció
despertar, todos formaron en línea, y, aunque estaba
oscureciendo, obtuve en menos de una hora
resultados tangibles.
Conservo los totales en mi diario: Hombres, 42
casados, 19 solteros; mujeres, 78 casadas, 35 solteras
núbiles; niños, 44 de uno y otro sexo.
Saqué la impresión de que al menos el cincuenta por
ciento de las hembras y el diez por ciento de los
varones eran imbéciles, o quizá que estaban atacados
de alguna enfermedad desconocida para mí, aunque se
hallaban, siquiera en apariencia, bien alimentados.
Manuel, con la suficiencia de un médico, me dijo:
—Es la enfermedad del sueño.
Agregó que por eso no los había evacuado, porque
temía que la vacuna fuese un obstáculo para las
inyecciones que el Bwana médico habría de ponerles
más adelante. Aquello era un puro disparate, porque
no existía la mosca tsé—tsé en aquella parte del país.
Pero era inútil discutir sobre estas cosas con un
indígena que desempeñaba las funciones de algo así
como enfermero.
Me fijé de pronto en la esposa más joven del jefe, que
iba y venía tímidamente a mi alrededor. Tuve la
impresión de que quería decirme alguna cosa
importante, pero que titubeaba, sin atreverse a dirigir
la palabra al hombre blanco. Por fin lo hizo, pero no
tuvo tiempo de explicarse, porque apenas habló dos
palabras la cogió Manuel del brazo, gritándole que
volviese a su choza. Quise intervenir, pero ella se libró
de las manos de Manuel y echó a correr, tan asustada
y recelosa que no quiso volver ni aun cuando le envié a
decir por éste último que viniese.
Regresamos a Watza, y al llegar a las primeras casas
del poblado presenciamos una escena curiosa.
Van Veerte, seguido a cierta distancia por su jefe de
policía, se dirigía hacia su despacho. Se detuvo para
cambiar conmigo algunas palabras. De pronto, como
si se acordase de algo, se volvió buscando a Manuel, el
cual se encaminaba ya hacia la casa del doctor, dando
un rodeo para no encontrarse con Sankuru.
—¿Dónde está ese hombre? —preguntó Van Veerte.
La cara de Manuel adquirió una expresión tan
elocuente de sorpresa que bastaba para que el
Administrador comprendiese que no adivinaba el
sentido de su pregunta.
Inesperadamente se abalanzó Sankuru hacia
Manuel, chillando:
—Yo te di la orden de que al volver trajeses contigo al
llamado Loko—Loko. Te dije que el Bwana
Administrador quería que compareciese ante el
tribunal.
Manuel, tan cortés y bien mirado de ordinario, sufrió
una desconcertante transformación. Fue tan
extraordinario el cambio que tanto el Administrador
como yo nos quedamos por un momento mudos y
atónitos escuchando el torrente de insultos y
maldiciones que salieron de su boca, contorsionada
por el furor.
También Sankuru perdió el dominio de sí mismo. Su
actitud respetuosa y casi meliflua desapareció. Lo
único que comprendimos fue que los dos viejos rivales
se acusaban el uno al otro de ser los más cochinos
embusteros, y no sé cuántas cosas más, de todo el
país.
Un grito de Van Veerte impuso silencio y el
chasquido de su látigo obligó a los dos hombres a salir
corriendo en direcciones opuestas. El Administrador
se rascó la cabeza:
—No me lo explico. Ese individuo, Loko—Loko, tenía
que comparecer ante el tribunal para responder de
una acusación sin importancia, pero no se presentó. Al
saber que Manuel iba a Mohoko, encargué a Sankuru
que le dijese que al volver trajese consigo a Loko—
Loko. Suponiendo que Sankuru olvidase mi orden, o,
lo que es más probable, que Manuel no quisiese
ejecutar el encargo, ¿a santo de qué ha venido esta
riña entre ellos?
Iban a ocurrir de allí en adelante muchas cosas que
ni Van Veerte ni nadie podía explicarse.
Empezando por los juramentos que hizo Manuel,
afirmando que Loko—Loko no se encontraba en aquel
poblado.
Y porque los dos policías que fueron enviados
inmediatamente para que procediesen a la detención
de aquel individuo no regresaron, como debían, a los
cuatro días.
Pasados tres días más, destacó el Administrador al
mismo Sankuru con órdenes terminantes de traer a
Loko—Loko, a los dos policías y, para hacer un
escarmiento, al jefe mismo de Mohoko.
Transcurrió una semana. Por fin regresó Sankuru.
Venía cansado, abatido... y con las manos vacías.
Todos los que había ido a buscar habían desaparecido.
—Pero esto es un desatino —gritó enojado Van
Veerte—. ¿También el jefe ha desaparecido? ¿Se ha
ausentado sin permiso mío? ¡Verdemte!
Sankuru tragó saliva, como si tuviese que hacer un
esfuerzo doloroso para continuar su informe. Se quejó
de que en el poblado de Mohoko no le quisieron ni
escuchar. Llegaron hasta amenazarle con matarlo a
palos si no se largaba de allí enseguida. Y él, que había
luchado a las órdenes de Stanley y había sido
condecorado por dos reyes blancos, tuvo que apelar a
la fuga para salvar la vida.
Las palabras de aquel hombre, el tono patético de su
voz, la expresión de vergüenza que se retrataba en su
rostro arrugado, habrían estremecido al hombre más
duro. Pero, mientras hablaba, me cruzó por la cabeza
un recuerdo. El de la más joven de las esposas del jefe.
¿Qué sería lo que quería decirme?
Creí que era mi deber informar a Van Veerte, y en
cuanto Sankuru dio fin a su informe y se retiró, le
conté la extraña actitud del jefe y cómo su joven
esposa había intentado hablar conmigo.
Cada palabra mía no hacía sino aumentar la
inquietud del Administrador. Cuando acabé de hablar
gruñó:
—Aquí ocurre algo grave, muy grave.
No tardó en poner al corriente de todo al doctor y al
padre misionero. También éstos se manifestaron
intranquilos.
El misionero se acarició la barba y dijo:
—Con lo que he oído hasta ahora, me basta para que
desee acompañarle a usted, si es que decide ir a
Mohoko.
—También yo le acompañaré —dijo el doctor.
La “tropa” que el Administrador tenía a sus órdenes
ascendía a la cifra de un sargento y cinco soldados. Se
los llevaría a todos de escolta, dejando la cárcel de
Watza sin otra guardia que algunos policías. Quizá se
viese en la necesidad de hacer frente a una
sublevación y de sofocarla con sólo aquellas fuerzas y
los dos blancos que le acompañarían con sus leales
criados.
La cara de Van Veerte era de ordinario inexpresiva,
pero yo adivinaba lo que ahora estaba pensando. Por
eso no me sorprendió que aceptase la colaboración de
todos los que se ofrecieron a ir con él, e incluso la mía.
A los dos días, tomadas las medidas necesarias,
salimos todos juntos. En la tarde del segundo
acampamos a dos horas de distancia, más o menos,
del poblado de Mohoko.
A la mañana siguiente avanzamos con toda clase de
precauciones. El sargento y los soldados iban delante,
por si nos habían tendido alguna emboscada. Los
policías formaban la extrema retaguardia de la
columna, para impedir que, si nos atacaban con
flechas y lanzas envenenadas, los peones de transporte
tirasen sus cargas y saliesen huyendo.
A medida que avanzábamos se iba haciendo más
siniestro el silencio que nos rodeaba. No se veía aún el
poblado, aunque lo teníamos tan cerca que
hubiéramos debido oír voces y gritos.
Nos hallábamos en la última curva de un sendero
bastante empinado, cuando llegó hasta nosotros un
grito. Era el sargento quien lo había dado, y venía a
todo correr hacia nosotros.
Echamos a correr también a su encuentro..., y vimos
a los cinco soldados que andaban de un lado para otro
por el espacio abierto que antes ocupaba el poblado.
Parecían buscar algo; pero ¿cómo es que no veíamos
otra cosa que a los cinco soldados?
El poblado había desaparecido.

EL CASO DEL PUEBLO DESAPARECIDO

P arecerá descabellado lo que cuento, pero era la


pura verdad. Ya no estaba allí el poblado.
Mis ojos atónitos, que veinte días antes habían visto
allí una gran choza destinada a las reuniones y el
palabreo, unas ochenta chozas grandes, decenas de
graneros y gallineros, no descubrían ahora más que un
campo desolado en el que se divisaban algunas ruinas
carbonizadas. De la población, anda; los 218
habitantes se habían esfumado. Hombres, mujeres y
niños. Se habían largado todos.
"¿Adónde? ¿Por qué razón?", nos preguntábamos
unos a otros.
Prescindiendo del por qué, no encontrábamos
indicación alguna del dónde.
Después de una búsqueda de dos horas, regresaron
Sankuru y sus policías muy abatidos, asegurando que
aunque ellos tenían más experiencia que los soldados
en estas cosas, tampoco habían podido hallar el rastro.
Ni siquiera podían señalar la dirección probable,
porque la tribu había borrado y confundido con
mucho cuidado sus huellas.
Van Veerte estaba en ascuas. No es posible
reproducir en letra impresa los comentarios que hizo,
aunque en esencia venían a resumirse en que no era
posible que desaparecieran así como así 218 personas.
Pero el hecho es que habían desaparecido, tan
completa y definitivamente que parecía que nadie
sería ya capaz de aclarar semejante misterio, y que
sólo quedaría memoria de él en algún archivo
polvoriento y en el epitafio oficial que marcaría el fin
de la carrera colonial del señor Van Veerte.
Por suerte para la majestad de la justicia y para la
carrera del Administrador, había tenido yo un buen
día el capricho de ir a cazar cerca del poblado de
Mohoko, brindándome al propio tiempo a hacer un
pequeño servicio al Administrador. Esto alteró por
completo el curso de las cosas, aunque no quiero
atribuirme por ello ningún mérito.
Algunas preguntas que había hecho a los indígenas y
algunos datos que había recogido; la tentativa que
hizo para hablarme la esposa joven del jefe y su fuga;
la escena entre Sankuru y Manuel; la extraña
desaparición de Loko—Loko y de los dos policías
enviados en su busca... Con estos frágiles hilos
iniciaron su fatigosa investigación los dos magistrados
que destacó, al conocer lo ocurrido, la Administración
de la provincia.
Muy poca cosa, en resumidas cuentas. Pues bien:
estos hechos insignificantes fueron la clave que
condujo al descubrimiento de uno de los más
espeluznantes misterios del Congo, según pudo verse
al final.
Tuve la suerte de seguir desde el principio aquella
investigación, que resultó hasta el último momento
llena de emociones.
Pronto llegamos todos nosotros a convencernos de
que la desaparición de Mohoko era obra de una
sociedad secreta. Pero nadie sabía de qué secta se
trataba, aunque era evidente que dominaba con mano
de hierro a las poblaciones de todos aquellos
alrededores. Hasta Sankuru y sus policías, Basiri y
Manuel, fuentes habituales de información que nunca
fallaban, parecían ahora incapaces de dar con una
clave, sorprender una palabra indiscreta o
proporcionar un dato cualquiera. Nos hallábamos
frente a una conspiración de silencio aterrorizado que
ni las promesas ni las amenazas lograban romper.
El doctor Gablewitch y el padre José empezaron a
visitar, pueblo por pueblo, todos los de la región. Iban
en apariencia para llevar a los indígenas sus consuelos
médicos y espirituales; pero, en realidad, para llevar a
cabo, como pudiesen, un censo de cada tribu y para
tomar rápida nota de cualquier señal o coincidencia
sospechosa que pudiera llamar su atención.
Nada de particular descubrieron en los seis primeros
poblados que visitaron.
Pero en el séptimo, mientras el doctor se hallaba
entregado a sus tareas médicas, observó que un
indígena intentaba escabullirse de puntillas por detrás
de la choza, con la evidente intención de que no le
viese. Despachó en el acto un policía en su
persecución, porque el indígena echó a correr al verse
descubierto. Aquél lo alcanzó y se lo trajo a rastras. El
indígena gruñía y jadeaba.
El doctor Gablewitch se fijó en los tatuajes circulares
que llevaba en el torso; parecían del mismo estilo que
los que yo le había explicado que eran frecuentes en
Mohoko.
El buen doctor, que gustaba de las bromas pesadas,
compuso un rostro terriblemente amenazador y rugió:
—Tú escapabas, y eso demuestra que eres culpable.
En castigo, te voy a poner ahora una inyección que te
mate con una agonía lenta y espantosa.
El indígena dejó de forcejear y se quedó suspenso;
pero en cuanto vio que el médico cogió en sus manos
una jeringa llena de suero, dio un salto atrás, dando
alaridos y pugnando a brazo partido por desasirse de
los policías. Viendo que no lo conseguía, gritó:
—¡No, Bwana, por favor! ¡Diré lo que sé!
Estas fueron las últimas palabras que pudo
pronunciar. El doctor sintió el silbido de algo que
pasaba junto a su oreja..., y una flecha se clavó en el
corazón del preso. El veneno en que estaba
impregnado causó un efecto instantáneo.
Se produjo una enorme confusión.
Salió para aquel lugar un magistrado, pero tardó un
día entero en llegar. Los dos blancos, sus criados y los
policías no habían conseguido dar en aquellas
veinticuatro horas con una clave. Peor aún: al pedir el
magistrado al médico sus notas, éste no las encontró.
Habían desaparecido las listas de nombres, familias,
inyecciones, tatuajes y todas las demás observaciones
que había hecho.
El magistrado dio orden a los soldados de que
reuniesen a toda la población. Pero Garao era un
pueblo que nos reservaba sorpresas. El número de los
individuos que aparecían con vacunas recientes era
bastante superior a la cifra que el doctor recordaba
haber vacunado.
—¡Tráiganme al jefe! —ordenó muy escamado el
juez.
Todos salieron llamando al jefe, pero éste no
apareció ni supo nadie decir dónde andaba.
El magistrado gritó a Sankuru:
—¡Tráeme volando al jefe! Como no esté aquí dentro
de diez minutos...
Pero transcurrieron diez minutos, y veinte, sin que
apareciese. Y fue por último el magistrado mismo
quien tuvo que ir a verlo... en un pequeño calvero
donde lo encontraron Sankuru y sus policías, en
medio de un charco de sangre, con la garganta
destrozada por horribles zarpazos de un felino.
—Un akkha —murmuró Sankuru.
Y al mismo tiempo señaló unas huellas del feroz
leopardo de las montañas de aquella región, que
estaban claramente marcadas aquí y allá en el fango,
alrededor del cadáver todavía caliente.
—Un akkha lo ha matado —repitió con semblante
lívido, y al decirlo se restregó las manos una y otra vez
en la blusa azul de su uniforme.
Basiri exclamó entonces:
—¡Ese majadero ha tocado el cadáver!
El magistrado miró a Sankuru y vio las manchas de
sangre. Esto le produjo una repentina turbación, y
volvió la vista hacia otro lado. Pudo así descubrir la
causa del súbito silencio que se había producido a su
alrededor. La bulliciosa multitud de indígenas que
había ido en pos de él hasta el lugar en que fue hallado
el cadáver se había esfumado.
Había bastado que se pronunciase una sola palabra:
“¡Akkha!” para que se desbandasen todos sin abrir la
boca.
A nadie engañó aquella muerte del jefe de Garao. Los
animales carnívoros no atacaban jamás al hombre en
pleno día y en los alrededores del poblado. Aquello era
cosa de los Hombres Akkha, los feroces asesinos que
acostumbraban a emboscarse en espera de sus
víctimas para clavarles en el cuello unas garras de
hierro que se atan a las manos; los akkhas, que se
cubren la cabeza con una piel del auténtico leopardo
para disfrazar así su personalidad; los akkhas, que
una vez cometido el crimen dejan impresas en el lugar
unas huellas falsas de felino hechas con un bastón
tallado, borrando antes con sumo cuidado las suyas
propias.
Era un asesinato más.
Desde aquel momento, los crímenes se sucedieron
rápidamente unos a otros. Conforme avanzaba la
investigación, se iban amontonando los cadáveres.
¡Hasta el número de cuarenta y siete! Y sin encontrar
jamás un rastro, fuera de algunas huellas de akkha, y
esto sólo en algunos casos. Indicaciones que pudiesen
guiar las pesquisas, ninguna. A menos que...
Sí, algo había. Cuarenta y cinco de los cuarenta y
siete asesinados tenían la marca de haber sido
vacunados, y dieciocho de los hombres estaban
tatuados con círculos. Dos había que no presentaban
señal de haber sido vacunados, pero al examinar sus
cadáveres observó el doctor un detalle curioso.
Ambos tenían el relieve de una cicatriz igual en el
estómago, un poco más arriba del ombligo.
Manuel, el ayudante del médico, brindó una
explicación posible de aquel hecho. La vacuna
asustaba en un principio a los indígenas, pero luego se
dieron a pensar que tal vez fuese una gran operación
de magia de los blancos. Entonces, algunos de los que
no habían sido vacunados querrían gozar de una
protección parecida a la que la vacuna proporcionaba,
y se dirigían al hechicero, y éste les haría una incisión
abdominal, embutiendo en ella algunos de sus sucios
medicamentos.
Pero, ¿y los tatuajes de los dieciocho restantes? ¿Qué
sentido tenían? ¿Y qué se podía deducir del hecho de
que ninguna de las víctimas hubiese escapado de la
vacunación de Manuel o a la del hechicero? ¿Se
trataba de una simple coincidencia? ¿No nos
encontraríamos, según insistían tercamente los
magistrados, con alguna pieza del rompecabezas de
Mohoko a la que no veíamos aún el sentido?
Entretanto, el magistrado, Van Veerte, el padre y el
médico habían sometido a interrogatorios, unas veces
con halagos y otras de una manera rigurosa, a un buen
millar de indígenas; pero con todo ello estaban en el
mismo punto de partida.
También habían encarcelado los magistrados a unos
cuantos centenares de indígenas, con la esperanza de
que alguno de ellos cediese y hablase. Tampoco este
recurso sirvió de nada. Poco a poco tuvieron que
ponerlos en libertad a todos. A todos, menos a cierta
persona que trajeron en automóvil desde un poblado
lejano de otra región, y que quedó encarcelada en la
capital de la provincia. Nadie sabía quién era.
Los magistrados me habían pedido, mientras se
llevaba adelante la investigación, que les hiciese
ampliaciones de todas las fotografías que yo había
hecho en Mohoko. Llevé a cabo este encargo, que me
costó mucho trabajo. Eran fotografías del jefe de
Mohoko y de sus mujeres; de hombres con los torsos
tatuados; de un joven cazador al que me encontré
cierto día llevando atado a la muñeca un burdo
emblema fálico o erótico; del pueblo mismo, etc.
Fue tal la satisfacción de los magistrados al recibir
aquellas fotografías que tuve la seguridad de que
habían identificado al preso misterioso como a uno de
los individuos que desaparecieron con todo el poblado
de Mohoko. Y tantas vueltas le di a este asunto que
adquirí la casi seguridad de que también yo lo había
identificado.
Una tarde, estando la mayor parte de los encargados
de la investigación en Watza para tomarse un día de
descanso, que se habían ganado muy bien, cogí una de
mis ampliaciones y llamé a Bombo, mi chófer en
muchas expediciones. Se la enseñé y le dije:
—Fíjate bien en lo que voy a decirte, porque hay en
ello una buena matabisha para ti. Tú sabes quién es la
persona de este retrato, ¿verdad que sí?
—No, Bwana —me contestó visiblemente intrigado;
pero luego se iluminó su rostro con una expresión
curiosa y se corrigió—: Es posible que la conozca.
—Muy bien. ¿Y sabes dónde se encuentra ahora?
Bajó la cabeza, pero no dijo nada. Se diese o no
cuenta, su actitud equivalía a decirme: “Lo sé
perfectamente, pero es mejor que no me meta en este
asunto.”
—Fíjate bien lo que te digo —agregué—. Esta
fotografía te la has encontrado tú haciendo la limpieza
del campamento y la has cogido sin decirme nada a
mí. ¿Me entiendes bien? Cuando estés reunido con
alguno de tus amigos, sácala y házsela ver. Diles que te
ha parecido que es de la misma persona que se llevó el
magistrado en su automóvil. Lo único que yo quiero
que tú me digas es si alguno de los circunstantes se
interesa especialmente por ella. Si alguien te la pide,
dásela. Y dime quién es. Con esto habrás ganado la
matabisha..., que será igual al salario de un mes,
¿estamos?
Bombo cogió la foto y se dio por enterado de mi
promesa sin muestras de mucho entusiasmo.
—Lo que ordenes, Bwana —dijo sin levantar la vista,
y desapareció.
Un rato después oí gran vocerío, estallidos de risa y
pasos de gente que se acercaba a mi tienda. Apareció
Sankuru, que traía a rastras a Bombo, el cual pugnaba
por desasirse. Venían detrás dos policías y todos mis
criados.
Sankuru soltó al detenido, saludó con la mayor
gallardía cuadrándose, y dio rienda suelta a su
indignación:
—Bwana —me dijo—: este criado al que quieres
como a un hijo y en el que has depositado tu
confianza, es un ladrón y debes castigarlo con
severidad.
Cogí la fotografía que él me presentaba indignado y
le contesté que no tenía ningún valor, que yo mismo la
había tirado. Sin embargo, lo felicité por su celo, le di
unos golpecitos en el hombro y le obsequié con un
paquete de cigarrillos. Y le pregunté de sopetón quién
era la persona de la fotografía aquella.
Sankuru se quedó desconcertado un momento, pero
se recobró en seguida. Pero yo había visto lo suficiente
para saber que me contestaría con una mentira.
Con mucha precipitación, y como queriendo soslayar
un asunto demasiado peligroso, contestó:
—No lo sé, Bwana —y para hacer más convincente
su mentira, agregó—: Soy viejo y tengo la vista
cansada. No sé siquiera quién puede ser esa mujer.
—Si tan mal estás de la vista —le dije—, ¿cómo has
podido ver que se trata de una mujer?
—¡ Muy bien dicho, Bwana! —exclamó riéndose,
como si mi salida le pareciese graciosísima.
Los demás se echaron también a reír. Viendo que no
sacaría ni una palabra más de Sankuru, los despedí a
todos.
Ardía en deseos de saber si Bombo había enseñado
la fotografía a alguien más, pero antes quería estar
seguro de que Sankuru se había alejado. Me tumbé en
mi cama de campaña.
Pero era tal mi impaciencia que no pude resistir más,
y a los cinco minutos me puse en pie. ¡Bendito sea
Dios que tan a tiempo me envió aquel impulso!
El crujir de la cama se confundió casi con el ruido
que hizo una tela al rasgarse. En la almohada en la que
un segundo antes descansaba mi cabeza temblaba
todavía una flecha, y la mancha que apareció en la
funda me decía sin lugar a dudas que la flecha estaba
embadurnada de veneno.
Todo esto ocurrió en menos tiempo que el que cuesta
contarlo. Y, también en un instante, apagué yo la luz,
eché mano al rifle y a una linterna eléctrica y espié por
la parte posterior de mi tienda la negra muralla de
vegetación que rodeaba al claro del bosque en que
estaba instalado el campamento, y que por aquel lado
no distaba más de seis metros.
Escuché con gran atención. No oí el menor ruido. Mi
linterna tenía dispositivo para adaptarla al cañón del
fusil en las cacerías nocturnas. Las coloqué, las
encendí y registré los alrededores con el foco de luz,
adelantando el rifle. Hice bien en mantenerme detrás
de la tienda, porque pasó otra flecha silbando por
encima de la luz de la linterna y fue a clavarse en el
suelo a dos pies de distancia de mí. Apagué
inmediatamente la luz y apunté hacia el sitio de donde
había venido el chasquido del arco. Disparé, no
porque creyese que iba a dar al hombre, sino para
asustarlo y ponerlo en fuga.
Volví a encender la linterna, pero esta vez la llevaba
en la mano, porque oí el ruido que alguien hacía
abriéndose paso por entre arbustos y ramas. Pero la
oscuridad no me dejó ver nada.
Mis criados acudieron corriendo. Les di orden de
que se quedasen vigilando y que no permitiesen que
nadie se acercase. Entonces pregunté a Bombo
cuántas personas habían visto la fotografía antes de
mostrársela a Sankuru, pero le advertí que no
pronunciase nombres, porque no quería poner en
peligro su vida. Esto pareció quitarle un peso de
encima y me contestó:
—Una solamente, y me pareció que iba hacia aquella
choza que hay por ese lado —y señaló en la misma
dirección de donde habían venido las flechas.
No quería saber más por el momento. Me dirigí
rápidamente hacia la casa de Van Veerte y le insté a
que cogiese su revólver y me acompañase.
Estaba seguro de lo que íbamos a ver..., si
llegábamos a tiempo, mientras nos encaminábamos a
toda prisa hacia una choza situada a espaldas de la
estrecha faja de selva que había detrás de mi
campamento. Pero en el momento de ocultarnos
detrás de un enorme tronco de árbol, ya no estaba tan
seguro, y pensaba: “Con tal de que no esté
equivocado ...!”
Desde el interior de la choza solitaria se filtraban
tenues rayos de luz.
—No se mueva —susurré al oído de Van Veerte—.
Pero fíjese bien en los que salen. Cuando los haya
visto, lo sabrá ya todo.
Al cabo de un rato se apagó la luz; pero entonces se
había levantado la luna, iluminando el panorama con
su pálida claridad.
Oímos abrirse la puerta. Fueron saliendo del interior
hombres, de a uno, con grandes intervalos, y se
alejaron en silencio, pero nosotros pudimos
reconocerlos a todos, sin género alguno de duda.
Al pasar por delante de nosotros el último, me
pareció que Van Veerte sufrió un escalofrío. Quizá el
que se escalofrió no fue él, sino yo. Aquel hombre
llevaba en la mano un arco que, puesto vertical, le
igualaba a él en altura. Era un arco que parecía el más
apropiado para disparar flechas como la que se había
clavado profundamente en la almohada de mi cama de
campaña.

LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS MUERTOS

Aquel día era domingo.


Aunque debíamos salir todos al siguiente por la
mañana para llevar adelante nuestras investigaciones,
celebramos aquella noche un largo consejo de guerra,
durante el cual adoptamos varias resoluciones.
La primera de todas fue la de que nos esforzaríamos
en mantener una actitud que no hiciese sospechar que
sabíamos algo.
Segundo, que tendríamos todos muy buen cuidado
de no permanecer nunca aislados.
Tercero, que siempre que tuviésemos que referirnos
a los cuatro criminales que ya creíamos conocer, nos
referiríamos a ellos con las letras A, B, C y D, aun
cuando hablásemos en francés, inglés o flamenco.
Cuarto, que el más joven de los magistrados se
retrasaría, fingiendo una pequeña indisposición, y no
se pondría en camino hasta que nosotros llevásemos
ya bastante adelantado nuestro viaje. Fingiría
entonces una agravación de su enfermedad y daría
orden a su chófer de que lo condujese al hospital
provincial, y allí ocuparía una cama de manera que se
enterase la gente. Más tarde, adoptando las mayores
precauciones para no ser visto por ningún indígena,
sometería a un duro interrogatorio a la mujer que
estaba encerrada en la cárcel de la provincia,
poniéndole delante las “confesiones” que le habían
hecho A y sus otros compañeros. He dicho “la mujer”
porque mi hipótesis había resultado exacta, y ya los
magistrados no podían ocultar la personalidad de la
presa.
Todo salió a pedir de boca, por aquella vez al menos.
Ahora que creíamos conocer una buena parte del
juego, procurábamos alejar sospechas, haciéndonos
los tontos cuanto nos era posible.
Regresamos a Watza el sábado por la tarde, después
de una semana de safari. El magistrado “enfermo”
estaba ya sano, nos esperaba y tenía urgente necesidad
de tomar el aire del campo. Como faltaban aún tres
horas para que oscureciese y para la hora de la cena,
subimos todos a mi automóvil.
Hicimos alto en la cumbre de una colina pelada.
Nadie podría acercársenos en muchos centenares de
yardas a la redonda sin que lo viésemos. Era el lugar
más adecuado para charlar con toda libertad.
El magistrado joven nos confirmó lo que ya nos
suponíamos al verlo restablecido. Después de acosar a
la mujer por espacio de varios días, había por fin
sucumbido y hecho una confesión completa.
Aquella conversación resultó la más espeluznante,
pero también la de mayor emoción e interés que he
escuchado en mi vida. Parecía como si entre los seis
estuviésemos componiendo una novela de misterio,
fuera de que la aportación de cada uno de nosotros no
era un simple fruto de nuestra imaginación, sino un
trozo más del rompecabezas infernal que íbamos
poniendo en el lugar que le correspondía.
Cuando finalizamos nuestra conversación el libro
estaba completo y el misterio aclarado. Faltaba sólo
aportar las pruebas concluyentes y el desenlace final.
Teníamos la seguridad de que también eso lo
tendríamos, si nos acompañaba la suerte, el miércoles
por la mañana a más tardar, porque ese día nos
encontraríamos todos de vuelta en el sitio donde había
estado emplazado un día el pueblo de Mohoko.
Era evidente que nuestros criminales tenían su
cuartel general en este pueblo. Una de las claves de
que disponíamos para obtener esta conclusión era la
insistencia con que Manuel había afirmado que jamás
había estado allí antes del viaje que hizo en mi
compañía. Sin duda le asustaba pensar que yo pudiera
descubrir casualmente alguna cosa. Otro indicio era el
haber venido conmigo, ya que no se lo había ordenado
el médico, sino que fue él mismo quien se lo sugirió al
doctor.
Lo confirmaba también el caso de Loko—Loko. Es
probable que no se mostrase completamente sumiso.
Cuando fue citado para que compareciese ante el
tribunal con objeto de responder de una acusación
leve, tuvieron buen cuidado los asesinos de que no se
pusiese fuera del control de su mano de hierro,
temerosos de que hablase. Los dos policías que fueron
en su busca, y que al ver que aquél había desaparecido
armaron barullo y amenazaron, tuvieron el mismo fin
que Loko—Loko. Con estas tres muertes el total de los
asesinatos ascendía a cincuenta.
Todo esto había sido confirmado por la mujer que
estaba presa en la cárcel provincial. Era ésta, en
efecto, la más joven de las esposas del jefe de Mohoko,
la misma que quiso hablar conmigo, pero no para
advertirme de lo que ocurría, sino simplemente para
pedirme la fotografía que me había visto hacerle.
Pudimos advertir que los miembros de la secta que
caían en desgracia no salían mejor librados que los
extraños. Bastaba infringir una regla para que el
infractor pagase su falta con la muerte, aunque
perteneciese a la casta privilegiada cuyo emblema era,
en opinión nuestra, el tatuaje de círculos.
Esto se demostraba con lo ocurrido al indígena en
Garao, que, cuando el doctor le amenazó en broma
con una inyección mortal, dijo que diría lo que sabía, y
en el acto, C o B, que estaban al acecho, le infligieron
el castigo.
Se demostraba también con el caso del jefe de Garao.
Se sabía que era hombre de carácter débil. Cuando el
magistrado manifestó su resolución de someterlo a un
duro interrogatorio, temieron también C o D que se
fuese de la lengua. Entonces un akkha, oportuno y
eficaz, entró en acción unos minutos antes de que
Sankuru y sus policías llegasen al lugar del crimen.
Y el ejemplo más concluyente era el del jefe de
Mohoko, al que designábamos con la letra B.
Indudablemente que era el segundo de a bordo, pero
con todo eso, murió a los pocos días de marcharme yo
del pueblo, y la enfermedad que le aquejaba era ya
obra del veneno.
—¡Murió asesinado! —eso fue lo que la joven esposa
manifestó al magistrado, y, según afirmó, lo había
matado A, letra con la que seguíamos designando al
jefe supremo de la secta.
Lo peor de todo era el sistema que la sociedad
secreta tenía de matar.
—Es lo más espeluznante que oí en mi vida —explicó
el magistrado más antiguo—. Pero me parece que es
verdad. El nombre de la secta ya lo indica:¡Los que
bailan con los muertos! Así se llaman ellos mismos.
—Ya me lo estaba imaginando —exclamó el médico
sin poderse contener—. ¡Los muy cochinos y
bandidos...!
Y entonces nos explicó ciertas anormalidades que
observó en los cadáveres que aparecían con incisiones
abdominales.

..........
Al llegar a este punto me adelantaré al curso de los
acontecimientos, para completar este primer informe
del doctor Gablewitch con los muchos eslabones de la
cadena que aún faltan y que nos fueron
proporcionados por los mismos criminales,
especialmente por A, que resultó ser, según habíamos
supuesto nosotros aún antes de que él y veintinueve de
sus cómplices fuesen declarados culpables y
condenados a trabajos forzados a perpetuidad, el jefe
supremo de la secta, culpable, según propia confesión,
de varios centenares de asesinatos.
La secta seguía en todos los casos el mismo
demoníaco procedimiento. Cuatro o cinco de sus
miembros, enmascarados con pieles de leopardo, se
introducían a medianoche en la choza del que iba a ser
su víctima.
Sin necesidad de recurrir a procedimientos de
violencia física, caía aquélla “muerta”, es decir, sin
voluntad, ya se tratase de un niño, de una mujer o del
hombre más vigoroso. Los indígenas usaban este
calificativo de “muerta” porque no eran capaces de
comprender el gran poder hipnótico que
desarrollaban los asesinos de la secta.
Bajo la influencia de esta fuerza hipnótica y
obedeciendo al mando de sus verdugos, el “muerto” se
levantaba, salía de la choza y caminaba con el cuerpo
rígido hacia donde ellos lo llevaban.
Y siempre la demoníaca procesión se dirigía al
mismo lugar, a un claro de bosque que había detrás de
la aldea de Mohoko, un tétrico calvero del que nadie se
atrevía a hablar en voz alta, pero al que todos los
habitantes de la región conocían por el nombre de
“Plaza del Baile con los Muertos”.
Allí estaban reunidos los iniciados, y, al llegar la
nueva víctima, empezaba una danza bruja en la que el
“muerto” participaba, sin ofrecer resistencia a cuanto
se le ordenaba. Primero bailaban en grupo. Después,
conforme los iba llamando el jefe supremo, bailaban
todos los miembros en pareja macabra con el
“muerto”.
A continuación eran conducidas a la plaza aquellas
otras víctimas que ya llevaban “muertas” algún
tiempo; eran casi siempre mozas y mujeres jóvenes.
Acto seguido, y a la luz temblorosa de las antorchas,
tenían lugar orgías indescriptibles, hacia el final de las
cuales entraban en juego los falos rígidos (como el que
yo había visto en la muñeca de un joven).
Con las primeras luces del día, cuando el frenesí
general había llegado a su punto máximo, se obligaba
al nuevo “muerto” a tumbarse boca arriba en el centro
de la enloquecida muchedumbre, y entonces un
hechicero le hacía una profunda incisión en la piel, por
encima del ombligo, y la rellenaba de dawa, es decir,
de una medicina secreta.
Según manifestaron los acusados, los hechiceros de
la secta habían llegado a la conclusión de que la dawa
no surtía los mismos efectos afrodisíacos en los
individuos que habían sido vacunados que en los que
no habían recibido la nueva endemoniada invención
del hombre blanco. Por eso tenían los mismos adeptos
a la secta tanto interés en vacunarse, como medio
defensivo contra la posibilidad de ser elegidos para
“muertos”; y también, por la razón contraria,
procuraban poner fuera del alcance de la jeringuilla
del hombre blanco a los que ya tenían elegidos para
víctimas suyas.
Acabada la demoníaca ceremonia en la “Plaza del
Baile con los Muertos”, la última víctima, todavía bajo
el influjo del sueño hipnótico, y las demás “muertas”
de reuniones anteriores, eran distribuidas en varias
chozas del poblado de Mohoko, en el que los
desgraciados vegetaban hasta que llegaba la noche de
la ceremonia definitiva en la que había de cumplirse
su destino.
Durante todo este tiempo los “muertos”, entre los
que se contaban muchas más mujeres que hombres,
vivían lo que los de la secta llamaban “una segunda
vida”. No tenían que trabajar y se les alimentaba
copiosamente, lo mismo que si fuesen animales
cebados por encargo de un carnicero exigente. Su
idiotez iba en aumento y llegaban a perder el uso de
sus facultades humanas, no viviendo ya sino con el
ansia de satisfacer los accesos de lujuria que
desarrollaba en ellos la sustancia afrodisíaca
contenida en la dawa.
En otros términos, se preparaba desde todo punto de
vista a la víctima para las orgías asquerosas que se
celebraban con frecuencia en la siniestra plaza y que
terminaban con el “Banquete del Akkha”. La víctima
cuyo sacrificio debía celebrarse quedaba en la plaza y
era sometida a un último tormento. Uno de los
miembros de la secta, enmascarado y revestido con
pieles de akkha, salía al centro y obligaba a la víctima
a bailar con él una parodia de la danza de los
cazadores, y cuando estaban en ella saltaba a su
cuello, lo mataba y lo hacía pedazos.
Los restantes iniciados se unían entonces al presunto
akkha y compartían ávidamente aquel banquete, que
dejaba empequeñecidas las más aterradoras fiestas
canibalescas. Y todo ello bajo la mirada inexpresiva de
los demás “muertos—vivos” que un día iban a sufrir la
misma suerte.

··········

Cuando se conocieron todos aquellos horrores no fue


cosa difícil encontrar la solución al problema de la
desaparición de los doscientos dieciocho habitantes de
Mohoko. Una mitad aproximadamente eran de otras
localidades. No se trataba de idiotas bien cuidados,
como yo había supuesto, ni de individuos atacados de
la enfermedad del sueño, como pretendía Manuel.
Eran pobres desgraciados, raptados por la secta en
toda la región, y que vivían en Mohoko bajo los efectos
de la diabólica droga para satisfacer los depravados
apetitos de sus adeptos.
Los demás habitantes del poblado eran miembros o
familiares de los miembros de la secta, y tanto mi
visita como mis preguntas no pudieron menos que
despertar sus recelos.
Antes de que empezásemos a investigar hicieron
desaparecer a todos aquellos cadáveres ambulantes,
matándolos y enterrándolos o, lo que es mucho más
probable, devorándolos, en una fanática sucesión de
bestiales banquetes.
Hecho esto, los demás huyeron en todas direcciones,
divididos en pequeños grupos, después de prender
fuego a todo lo que no pudieron llevarse.

..........

Al día siguiente de nuestra conferencia, es decir, el


lunes, volvimos a recorrer la distancia que nos
separaba de Mohoko.
El martes por la noche acampamos a dos horas de
marcha del descampado en que antes se levantaba el
poblado. El miércoles por la mañana nos pusimos en
marcha muy temprano.
Cuando llegamos al descampado de Mohoko, oímos
de pronto un agudo silbido. Nos rodearon por todas
partes hombres con uniformes de color kaki. Un
oficial belga se adelantó y nos saludó. Llegaron hasta
mis oídos algunas frases sueltas de su conversación
con los magistrados: “Ayer cavamos durante todo el
día... en el otro descampado..., cráneos..., huesos
humanos... por todas partes..., docenas, centenares...”
Terminada la conversación se volvió el oficial hacia
su tropa de soldados negros y, después de darles la voz
de firmes, les gritó enérgicamente:
—Os recuerdo otra vez las órdenes rigurosas que os
tengo dadas. Si alguien, sea blanco o negro, intenta
cruzar vuestra línea para escapar, lo tumbaréis de un
tiro. Repito, sea quien sea.
Examiné los rostros de la gente que había ido con
nosotros y vi que estas palabras habían producido una
impresión tremenda.
Van Veerte no perdió tiempo con muchas palabras.
Dirigiéndose a la caravana, les habló de este modo:
—Quiero hacer excavaciones en este terreno. El que
quiera ganarse un sobrejornal de dos francos, que coja
una azada de ese montón.
Todos los peones de carga se adelantaron en tropel
para echar mano a las herramientas. Van Veerte
agregó:
—Quiero que trabajen también los policías, y todos
vosotros.
Al oír esto, Sankuru y sus hombres se adelantaron a
coger cada cual una azada. Con gran sorpresa mía,
también Manuel, Basiri y sus compinches imitaron su
ejemplo.
Cuando se hizo un poco el silencio, habló otra vez
Van Veerte, y ahora de un modo tajante:
—Quitaos las blusas y las camisas. Todos, sin
excepción.
Fue una cosa curiosa el ver que individuos como
Sankuru, Manuel y Basiri, a los que se había tratado
hasta entonces con toda clase de miramientos, se
sometían humildemente a tal indignidad. Pero algo
había en la voz de Van Veerte que no admitía réplica.
Los tres enemigos irreconciliables se desvistieron
rápidamente y se pusieron a trabajar en línea con los
demás.
Van Veerte entabló conversación con nosotros y con
el oficial, desentendiéndose por completo de los
indígenas, que se habían puesto a trabajar con
endemoniada energía, pero sin orden alguno, y
divididos en varios grupos. Al cabo de un rato, y como
si hasta entonces no hubiese advertido lo que estaban
haciendo, se volvió hacia ellos y les gritó con voz de
trueno:
—Hatajo de estúpidos, donde yo os he mandado
cavar es en la Plaza. No aquí. En el otro
descampado...,¡en la Plaza del Baile con los Muertos!
Todos tiraron las azadas al suelo. Se oyó un disparo,
seguido de gritos airados. Se armó una espantosa
baraúnda de tiros, gemidos, voces de mando, golpes
de las culatas de los rifles contra los cuerpos
desnudos, ¡un completo pandemónium!
Pero las cosas habían sido calculadas
cuidadosamente. La compañía de infantería indígena
había llegado días antes secretamente desde la capital
de la provincia y lo tenía todo ensayado a la
perfección. Pronto pasó aquella tormenta y se
restableció el orden. En el extremo más lejano del
descampado habían detenido los soldados al grupo de
peones y policías que, al oír aquel temido nombre se
desbandaron, poseídos de indescriptible pánico.
Aquella fuga no tenía mayor alcance.
Pero otro grupo de soldados traía a rastras a dos
individuos, con tatuajes en sus torsos, que forcejeaban
y daban alaridos como animales salvajes. Finalmente,
un tercer grupo transportaba el cuerpo encogido y sin
vida de un anciano y lo dejó en la pequeña elevación
que hacía el terreno donde nos encontrábamos. El más
joven de los magistrados dirigió una mirada fría a
aquel rostro lastimoso, acribillado a balazos, y
exclamó:
—Aquí tenemos a nuestro D.
—¡Sankuru! —musitó Bombo, sin dar crédito a sus
ojos.
Otro de los magistrados hizo este comentario:
—¡Qué bien tramado estaba! Cada uno de ellos
ocupaba un cargo de confianza y de influencia
decisiva, aparentando enemistad mortal con los otros
dos.
Van Veerte dijo por centésima vez:
—La noche que los vi salir de la choza me pareció
estar viendo visiones.
Era ya superfluo que siguiésemos designando a
Manuel y a Basiri por las letras A y C. Los dos estaban
heridos, acometidos de un arrebato histérico y
echando espumarajos por la boca.
Cuando vieron el cuerpo inanimado de su
compinche, se callaron de repente.
Y también de repente y simultáneamente recobraron
la voz, para concentrar sus acusaciones contra
Sankuru, esforzándose desesperadamente por
acumular todas las responsabilidades sobre el muerto.
El doctor no hacía más que gruñir:
—¡Grandísimos cochinos, ratas inmundas...!
Van Veerte y los magistrados observaban cómo
Manuel y Basiri eran amordazados, esposados y
ligados con cuerdas. El magistrado decano dijo a los
soldados:
—Vosotros me respondéis de que lleguen a la cárcel
vivos y sanos. ¡Andando con ellos!
LOS HOMBRES QUE BAILAN CON LOS MUERTOS
Attilio Gatti, 1949
Trad. Armando Lázaro Ross
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
LA PÓCIMA VUDÚ DE AMOR COMPRADA CON SANGRE
BRAD STEIGER Y SHERRY HANSEN STEIGER

L as narraciones de los consortes demoníacos


también traen a la mente aquellos ejemplos en
que los satanistas descarriados han buscado
crear pócimas de amor que les dieran un poder
ilimitado sobre el sexo opuesto. Un acontecimiento
que tuvo lugar en New Jersey hace unos años es un
clásico ejemplo de cómo la combinación de sexo, vudú
y oscuros deseos puede provocar un motivo
espeluznante para el asesinato y el sacrificio humano.
Juan Rivera Aponte había nacido en Puerto Rico y
había sido educado en una mezcla de cristianismo,
magia negra y vudú. Siempre desde su infancia había
oído a los hechiceros hablar de una legendaria fórmula
que podía darle a un hombre control sexual completo
sobre las mujeres.
Cuando vino a los Estados Unidos, consiguió un
trabajo en una granja de pollos en las afueras de
Vineland, New Jersey. Se encargó de traer consigo
algunos de los antiguos libros de magia negra de su
familia en su vieja maleta, y una vez que finalizaba sus
tareas en la granja se pasaba las noches indagando en
los viejos volúmenes en busca de la pócima mágica de
amor. Aunque esas noches eran más bien solitarias y
deprimentes, en su corazón sabía que pasaría las
noches futuras haciendo el amor con mujeres
hermosas.
Su mente enfebrecida se había centrado en una
muchacha en particular. Una hermosa estudiante de
instituto de ojos oscuros, cabello negro y un cuerpo
que empezaba a florecer había llegado a obsesionarle.
Juan sabía que ella era demasiado joven para casarse,
pero la magia la obligaría a entregarse a él.

CONTROL COMPLETO SOBRE LAS MUJERES, QUE LAS


CONVIERTE EN “ESCLAVAS DE AMOR”

Finalmente, en un viejo libro de vudú, encontró la


fórmula para una legendaria pócima “esclava de
amor”. Había vuelto las amarillentas y frágiles páginas
del antiguo tomo hasta que sus ojos se clavaron en el
texto español bajo el título que prometía Pócimas de
Amor.
Le temblaba todo el cuerpo de ansiedad mientras
leía las instrucciones y los ingredientes. Las alas de
murciélago desecadas serían fáciles de conseguir. Las
entrañas de lagarto presentaban pocos problemas.
Confiado, siguió leyendo. Mezclaría y prepararía la
pócima de inmediato. Todas las mujeres que deseaba
serían sus esclavas de amor.

POLVO TRITURADO DEL CRÁNEO DE UN NIÑO INOCENTE

Entonces leyó el último ingrediente, y la respiración se


le entrecortó ásperamente en la garganta.
“Rocía la pócima con harina de huesos reseca y
triturada de un cráneo humano. El polvo ha de
prepararse del cráneo de un niño inocente.”
Juan soltó el libro y se levantó de la silla de un salto.
Aunque quedó momentáneamente asqueado de horror
ante esa cosa sórdida que debía hacer, sabía que
ningún precio sería demasiado alto por su derecho a
tener a cualquier mujer que quisiera.
La noche del 13 de octubre, Roger Carletto, un
estudiante de instituto de trece años, planeaba ir al
cine en Vineland con su hermana.
—Un tío me debe un dólar —le dijo a su hermana—.
Espérame mientras voy a pedírselo.
Montó en su bicicleta y pedaleó a toda velocidad por
North Mill Road en dirección a las afueras de la
ciudad.
Cuando Roger no regresó en un tiempo razonable, su
hermana se lo contó a sus padres, y después de un
intervalo más largo, la familia se lo notificó a la
policía. A Roger Carletto nunca más se lo volvió a ver
vivo.
Pasó el invierno, y cuando llegó el deshielo de la
primavera, se repitió el dragado de los ríos y
estanques de los alrededores de Vineland en busca del
cuerpo del chico desaparecido.
En el verano todo el mundo se preguntaba qué le
había sucedido a Roger Carletto. La policía aún carecía
de pistas sobre su desaparición. Era como si el chico,
sencillamente, hubiera entrado en otra dimensión.

EL CUERPO DESMEMBRADO EN EL GALLINERO

Entonces, en la noche del 1 de julio, las autoridades


recibieron por fin su primera pista en el caso. Los
patrulleros Joseph Cassissi y Albert Genetti
respondieron a una llamada nocturna realizada por un
granjero de North Mill Road que dijo que su mozo de
campo se había vuelto completamente loco.
Según el joven granjero, su esposa se había
despertado durante la noche y había descubierto a su
mozo, Juan Rivera Aponte, paralizado en su cuarto de
baño, de pie, como si fuera una estatua de piedra.
Tenía un palo en la mano, que comenzó a blandir ante
la pareja, hasta que el granjero se lo arrebató.
Los dos agentes de policía fueron conducidos hasta
el cuarto de Aponte, situado encima del gallinero. Era
un hombre delgado, de cabello y ojos oscuros, casi
hipnóticos. Dormía en un camastro rodeado de varias
botellas de cerveza vacías. Las paredes del cuarto
estaban cubiertas de fotografías de chicas desnudas y
estrellas de cine.
Durante el interrogatorio inicial de Aponte, afirmó
que su jefe, el joven granjero, había matado al niño
Carletto y lo había enterrado en el gallinero.
Siguiendo las instrucciones del mozo de campo, la
policía se puso a excavar en el suelo de tierra del
gallinero y quedó sorprendida al encontrar el cadáver
del muchacho. El cuerpo estaba vestido sólo con unos
pantalones cortos, y le faltaba la parte superior del
cráneo, la mano izquierda y un pie. Siguiendo con la
excavación, los agentes desenterraron el pie y la mano,
pero no pudieron encontrar rastro alguno de la parte
que faltaba del cráneo.
Al horrorizado granjero, que estaba demasiado
atontado para protestar por su inocencia, se le pidió
que acompañara a los agentes a la comisaría.
El detective Tom Jost no podía creer que el granjero
fuera culpable, aduciendo que tenía fama de ser un
hombre muy trabajador y de buen carácter. Aponte
había afirmado que su jefe había matado a Roger
Carletto debido a su ascendencia italiana, y que el
granjero odiaba a todos los italianos porque en la
Segunda Guerra Mundial habían sido fascistas. Jost
no podía tragarse un prejuicio que se remontaba a la
Segunda Guerra Mundial como un motivo convincente
para matar y mutilar a un adolescente.

LIBROS EXTRAÑOS Y ANTIGUOS DE MAGIA NEGRA, VUDÚ Y


HECHIZOS DE AMOR

El capitán John Bursuglia tampoco se creyó la


historia. Ordenó un registro del cuarto de Aponte y
contrató a un traductor para que le contara qué había
en todos esos libros viejos escritos en español.
Entonces, a la mujer joven que había actuado como
intérprete durante los interrogatorios de Aponte se le
asignó la lectura de los libros del mozo de campo. No
le hizo falta más que un vistazo para informarle al
capitán Bursuglia que los volúmenes trataban de
vudú, rituales de magia negra e instrucciones sobre
cómo hechizar a la gente.
Varios días después consiguió la total atención del
oficial de policía, cuando leyó en voz alta los
ingredientes para una pócima de amor especial, una
que requería el cráneo de un niño inocente.
Después de cinco horas de ser interrogado por los
detectives y de dar respuestas evasivas e
insatisfactorias, el puertorriqueño finalmente se
derrumbó y confesó el asesinato de Roger Carletto.
Aponte explicó cómo había necesitado esa pócima de
amor con el fin de conseguir a la chica de sus sueños.
Se había estado preguntando dónde podría dar con un
joven inocente cuando Roger Carletto llamó a su
puerta. Éste le había prestado un dólar a Aponte y
quería que se lo devolviera.

“HABRÍA MATADO A CUALQUIERA PARA CONSEGUIR ESE


CRÁNEO”

—Necesitaba el hueso triturado del cráneo —dijo


Aponte con indiferencia—. Habría matado a
cualquiera para conseguir ese cráneo. Dio la
casualidad de que Roger fue el primer niño que
apareció.
Los horrorizados oficiales escucharon en silencio
mientras Aponte describía cómo había golpeado al
muchacho, cómo le había estrangulado con una
cuerda y cómo había enterrado luego el cuerpo en el
suelo de tierra del gallinero.
—No dejé de regar la tumba para evitar que el cuerpo
se hundiera —explicó—. No quería que mi jefe viera la
depresión en la tierra y sospechara algo.
”Pasados unos meses, desenterré el cuerpo y le saqué
la parte superior del cráneo con un cuchillo de cocina.
Luego volví a meterlo en la tumba, le pasé unos
alambres al cráneo y lo colgué dentro del hornillo de
mi cuarto. Quería que se secara rápidamente para
poder terminar la pócima.
¿Por qué había irrumpido aquella noche en el hogar
de su jefe?
Aponte sólo pudo sugerir que había bebido mucha
cerveza y que quizá quería que lo atraparan. Tal vez su
conciencia le había vencido.
—Creo que lo hice con el fin de que viniera la policía
y me arrestara.
Las pruebas psiquiátricas indicaron que Juan
Aponte conocía la diferencia entre el bien y el mal.
Durante su juicio, el asesino del vudú presentó un
alegato de no defensa y fue sentenciado a cadena
perpetua.
—Jamás llegué a completar mi pócima de amor de
esclava —se quejó Aponte a un compañero de celda
antes de ser trasladado a una prisión estatal—. Sé que
habría funcionado. Podría haber obtenido el poder
para tener a cualquier mujer que quisiera.

THE VOODOO LOVE POTION THAT WAS BOUGHT WITH BLOOD


Extraído de Demon Deaths, 1991
Brad Steiger & Sherry Hansen Steiger
Trad. Elías Sarhan
LOS ESPELUZNANTES SECRETOS DEL RANCHO SANTA
ELENA

BRAD STEIGER Y SHERRY HANSEN STEIGER

E n abril de 1989, varios oficiales de la policía


mexicana siguieron a un miembro de un culto
satánico, enloquecido por la droga, que les
condujo hasta un gran caldero negro en cuyo interior
encontrarían un cerebro humano, una concha de
tortuga, una herradura, una columna vertebral
humana, y varios huesos humanos puestos a hervir en
sangre.
Durante el primer día de excavaciones en los
terrenos del Rancho Santa Elena, en las afueras de
Matamoros, México, saldrían a la superficie una
docena de cuerpos humanos mutilados. Algunas de las
víctimas habían sido acuchilladas, golpeadas,
tiroteadas, colgadas o hervidas vivas. Algunas habían
sufrido mutilaciones rituales.
Los monstruos humanos responsables de estos
horripilantes actos fueron Adolfo de Jesús Constanzo,
un traficante de drogas y Alto Sacerdote, y Sara María
Aldrete, una joven y atractiva mujer que llevaba una
increíble doble vida como Alta Sacerdotisa del horror
y como estudiante honoraria del Texas Southmost
College, en Brownsville. La esencia de este culto el
“mal por amor al mal” de Adolfo y Sara, era el
sacrificio humano.
Si bien, por una parte es ciertamente evidente que
estas ejecuciones rituales eran empleadas como una
herramienta disciplinaria por Constanzo, el señor de
la droga, no se deben dejar a un lado estos asesinatos
como simples y espeluznantes lecciones motivadas por
el propósito de reforzar la obediencia absoluta de los
miembros del gang. Como en todos los casos de
sacrificios satánicos rituales, Constanzo prometía a
sus seguidores que así obtendrían el poder de
absorber la esencia espiritual de sus víctimas. Los
crueles y horribles asesinatos se realizaban al tiempo
que se oraba para conseguir fuerza, riqueza y
protección contra el daño físico y contra la policía.

SANTERIA: UN CULTO DE SACRIFICIO CON CIEN MILLONES


DE SEGUIDORES

La madre de Adolfo Constanzo era practicante de


“Santería”, una amalgama religiosa que ha
evolucionado a partir de la mezcla de los espíritus
adorados por los esclavos africanos con la jerarquía de
santos intercesores de sus amos Católicos Romanos.
Lejos de ser un oscuro culto, la “Santería” tiene como
mínimo unos cien millones de seguidores, la mayoría
de ellos en el Caribe y Sudamérica. Aunque los ritos
de “Santería” suelen incluir el sacrificio de aves y
animales pequeños, se trata de una religión
esencialmente benigna.
Fue a finales del verano de 1989 cuando Constanzo
decidió crear su propio sincretismo religioso.
Comenzando con las creencias de “Santería” de su
madre, introdujo en ellas algunos elementos del vudú.
Después, prosiguió añadiendo las violentas prácticas
del “Palo Mayombe”, un maligno culto Afrocaribeño,
combinándolo además con “santismo”, un
particularmente sangriento ritual azteca.
Pero, fuera como fuera que Constanzo realizara la
mezcla de ingredientes de su terrible expresión
religiosa, el ensangrentado altar sacrificial acabó
convirtiéndose en el centro de su cruel cosmología.

EL DICTADOR MANUEL NORIEGA Y SU BRUJA VUDÚ

Poco después de que el dictador Manuel Noriega


cayera del poder, fuentes de la Inteligencia de los
Estados Unidos revelaron que el verdadero
gobernante de Panamá había sido un practicante del
vudú, una mujer llamada María da Silva Oliveira, una
anciana sacerdotisa de sesenta años, procedente del
Brasil, que practicaba el “Candomblé” y el “Palo
Mayombe”.
Varios testigos han establecido que Noriega creía
ciegamente en su collar vudú, en su bolsa de hierbas, y
en cierto encantamiento escrito sobre un trozo de
papel para protegerle. El periodista John South,
escribiendo desde la Ciudad de Panamá, capital de
Panamá, cuenta que todos aquellos próximos al
dictador eran conscientes de que éste no hacía ni un
simple movimiento sin consultar primero a María.
Cuando los soldados americanos encontraron la casa
que Noriega había regalado a su bruja vudú, hallaron
evidencias de hechizos que atentaban contra la vida
del ex—Presidente Ronald Reagan y contra la del
Presidente Bush. María había escrito cantos rituales
especiales para que Noriega los repitiera sobre las
fotografías de sus enemigos, mientras quemaba velas
vudú y polvos mágicos.
De acuerdo con la Inteligencia de los Estados
Unidos, la propia red de espionaje de Noriega le había
informado de que las fuerzas estadounidenses
planeaban invadir Panamá el 20 de diciembre de
1989. El dictador ordenó a María que llevara a cabo
inmediatamente un sacrificio que determinara la
validez de estos informes de Inteligencia.
Durante una ceremonia ritual, María degolló y abrió
los estómagos de varias ranas, de forma que pudiera
estudiar sus entrañas. Su interpretación de las
entrañas la llevó a predecir la invasión estadounidense
para el 21 de diciembre.
Poniendo más confianza en su sacerdotisa vudú que
en su red de Inteligencia, Noriega creyó a María.
Consecuentemente, no había puesto a sus tropas en
movimiento cuando las fuerzas de los Estados Unidos
atacaron el 20 de diciembre, un día antes de lo que
había profetizado el sacrificio. Y así, Noriega perdió
también la oportunidad de escapar, huyendo por
delante del ejército invasor.

THE GRISLY SECRETS OF RANCHO SANTA ELENA


Extraído de Demon Deaths, 1991
Brad Steiger & Sherry Hansen Steiger
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
EL BOOGIE DEL CEMENTERIO
DEREK RUTHERFORD

T enéis que entenderlo: todos pensamos que el


tipo estaba loco. Ahí estábamos, seis músicos
que luchaban, es decir, que luchaban por seguir
vivos. No luchábamos con la música... la teníamos
lista, una espléndida mezcla de Shuffle y Cajun de
Nueva Orleans, con un toque de blues por encima.
¡Comida para el alma, tío! Pero no podíamos comer la
música, y la música jamás metía gasolina en la
furgoneta o reemplazaba los amplificadores rotos, así
que nos pasábamos los días y las noches yendo por la
carretera de una actuación barata a otra, de cerveza y
comida gratis en el local si teníamos suerte y los dioses
tenían puestos sus sombreros de boogie. Hasta que,
un día, ahí apareció él.
Se nos acercó con polvo en el abrigo y en las botas, el
pelo plateado y escaso, los ojos oscuros y hundidos, y
la piel consumida y tirante sobre los huesos. Tenía los
dedos largos y deformes y encallecidos. Parecía contar
unos cien años, pero se movía como si tuviera sólo
setenta. Un hombre viejo. Sin embargo, podía cantar
como un pájaro que volara por primera vez.
Estábamos tocando en un barco, una de esas viejas
barcas del Támesis rehabilitadas como restaurante.
Había quizá unas cincuenta o sesenta personas allí
metiéndose chile en la boca y moviendo los pies al
ritmo de la música. Era el 4 de julio, y a pesar de que
había todo un océano entre nosotros y los Estados
Unidos de América, la mayoría se lo pasaba en grande
y lo celebraba como si hubieran sido los Brits los que
hubieran ganado esa guerra.
Había unos escalones que bajaban hasta el barco —
estábamos tocando por debajo de la línea de flotación
—, viejos escalones de madera que eran un poco
peligrosos para un joven, más aún para un tipo viejo
con las suelas de los zapatos mojadas y apoyado en un
bastón. Se detuvo a mitad de camino y nos miró, con
los ojos profundamente escondidos en sus cuencas,
haciendo que nos fuera imposible aguantarle la
mirada. ¡Qué grima! Bajé la vista a las cuerdas e inicié
torpemente unos acordes. Al acabar el primer pase
nos habíamos olvidado por completo de él. Estábamos
sentados preparando el orden de las canciones que
tocaríamos en el segundo pase cuando de repente
apareció justo detrás de mí y preguntó con voz suave y
cálida (habría apostado pelas que esa voz no podía
salir de nadie que no fuera él) si nos gustaría
conseguir una actuación.

—Olvídalo, abuelo —dijo Mark, aunque se rió al


hablar para no irritar al viejo.
—Lo digo en serio —afirmó el anciano polvoriento, y
nosotros nos reímos y volvimos a dedicarnos al orden
de las canciones—. ¿Cuánto vais a cobrar por esta
noche?
Nadie contestó, y como sentí compasión por él me di
la vuelta. De cerca, su piel era como la corteza de un
árbol. Sus dientes del color del maíz.
—No mucho —repuse—. Pero nos dan de comer,
¿entiendes lo que quiero decir?
Asintió y supe que lo entendía. Él también había
pasado por ello.
—Entonces, ¿qué os parecen quinientas libras? —
preguntó.
Sonreí, porque escuchas ese tipo de cosas cada
noche: “Yo mismo estoy metido en el negocio y tengo
algunos contactos, ¿qué os parecería una actuación?”
“Mi hermano conoce al guitarrista de tal o cual grupo,
quizá os pueda conseguir una actuación” “Me llamo
Elvis Presley, ¿quizá queráis una actuación?” Las
habíamos oído todas. Escuchas a esos tipos porque
quieres que vayan a tu siguiente actuación... En
nuestro nicho del mundo del rock’n’roll quieres que
cualquier tía tatuada y su hermano colgado asistan a
tu siguiente actuación. Más cuerpos, más cerveza. Más
cerveza, más dinero. Así que sonreí y él supo lo que yo
estaba pensando, porque, como he dicho, él mismo ya
había pasado por ello. Pero aún no se rindió.
—Lo único que tenéis que hacer es tocar una de mis
canciones —me dijo—. Sólo una. Las demás las elegís
vosotros. Quinientas libras.
Mark levantó la vista de la lista.
—¿Qué ha dicho?
—Quiere darnos quinientas libras por cantar una de
sus canciones.
Mark escrutó al viejo y enarcó las cejas como para
preguntar si era verdad o si el tipo estaba loco.
El viejo asintió.
—¿Cuándo sería esa actuación?
El viejo se encogió de hombros.
—Aceptad, y ya arreglaré algo.
Miré a Mark. Él también se alzó de hombros. Miré
de nuevo al viejo.
—La tocaremos —dije.
Quinientas libras. Era un montón de dinero por
entonces. Como he dicho, pensamos que el viejo
estaba loco.

Se quedó hasta el final de la actuación, y cuando todos


los felices comensales se hubieron marchado y las
sillas empezaban a colocarse del revés sobre las mesas,
nos mostró su canción. Tío, cualquiera sabía de dónde
había salido ese cabrón, pero el hijo de puta tenía un
clásico en la manga. Rock del pantano que palpitaba al
ritmo del corazón, acordes sencillos que atravesaban
unos ritmos sentidos, más que oídos. Palabras de
vudú. Algo salido del profundo Sur. Un latido que se
acoplaba al flujo de la sangre que corría por nuestras
venas. Un coro que crecía de ninguna parte y subía y
subía cada vez más hasta que sólo la luna era más
brillante.
Sí, cantaba como un pájaro en vuelo. Tocó esa
canción una y otra vez, y en cada ocasión era
exactamente igual. Pero nunca se hacía pesada, jamás
aburrida. Cada vez despertaba un nervio. Quizá la
había tocado mil veces (y después empecé a
preguntarme si se la había tocado a todos los grupos
que hubiera visto nunca y si nosotros éramos los
primeros que alguna vez habían sido capaces de
tocársela a él) y la había trabajado hasta dejarla en su
forma perfecta. Nunca olvidaré la expresión de sus
ojos cuando empezamos a cuajar su canción. Por
supuesto, a él se la tocamos de manera distinta.
Nosotros teníamos guitarra y piano, bajo y batería. Él
usaba sólo una guitarra. Pero captamos el espíritu y el
alma y la esencia. Se le iluminaron los ojos, el color
fluyó a sus mejillas. Sonrió, y no daba la impresión de
ser la clase de tipo que lo hacía muy a menudo. Y
luego, lo mejor de todo, sacó un fajo de billetes de esas
viejas ropas de carretera que parecían haberse caído
de una caravana y haber sido arrastradas por la tierra,
y desenrolló una cantidad equivalente a doscientas
cincuenta libras.
—El cincuenta por ciento ahora. El cincuenta por
ciento la noche de la actuación.
Entonces se fue y nos dejó ensayando su canción, y
maldita sea si no era la mejor que había tocado en mi
vida.
La actuación reforzó la idea que teníamos de lo loco
que estaba el viejo. Nos consiguió una desvencijada
sala de pueblo en mitad de ninguna parte y no se lo
dijo a nadie hasta la noche anterior. Nosotros se lo
dijimos a unos amigos, pero a las nueve en punto,
cuando Mark dio la entrada a la primera canción, ni
siquiera había la suficiente gente como para formar un
equipo de rugby. Humillante. Pero por doscientas
cincuenta libras nos aguantamos la vergüenza.
Guardamos su canción para el final. Todos habíamos
acordado que no teníamos nada mejor que meter
detrás. Llegó el descanso, y le pregunté al viejo cómo
se llamaba.
Se mostró suspicaz.
—¿Cuándo vais a tocar mi canción? —preguntó.
—Es la última de la noche —le dije.
—Si no la tocáis no cobráis.
—Tranquilo —comenté—. Es la canción
condenadamente mejor que he oído en mucho tiempo.
No sólo queremos tocarla esta noche, queremos
tocarla todas las noches.
Se relajó y volvió a sonreír.
—Os gusta mi canción, ¿eh?
—Es el motivo por el que necesito tu nombre —
indiqué—. Algún día... nunca se sabe, algún día quizá
podamos grabarla.
La sonrisa estalló en una carcajada.
—Algún día pueden pasar muchas cosas.
—Hablo en serio —dije—. Tenemos planes.
—Sois bastante buenos —reconoció—. Pero a veces
eso no basta.
Mirándole, supe cuán cierto era. Una canción, lo
único que habíamos oído de él, y podría haber sido
otro Hank Williams, otro Jimmie Rogers. Una
leyenda. Sin embargo, era un vagabundo. Un tipo sin
hogar, un alma perdida. Un errabundo. De costa a
costa, de ciudad en ciudad. El genio dentro. El frío
fuera.
—Bueno, ¿cómo te llamas? —pregunté de nuevo.
—Olvídalo.
—No. Quiero saberlo.
—Robert —contestó por último.
—¿Robert qué?
—Sólo Robert.
—Vamos.
Sacudió la cabeza.
—Si ganáis dinero con mi canción, quedáoslo.
—¿Qué sucede, estás huyendo o algo parecido?
—Puedes ponerlo así.
Lo dejé correr. El tipo estaba loco.
Unas pocas personas más entraron cuando ya había
empezado el segundo pase. Probablemente, clientes
habituales, atraídos por los sonidos como una polilla a
la luz. Para cuando llegamos a la canción del viejo, la
multitud era casi respetable. Se trataba de la clase de
actuación que había hecho gratis cuando tenía catorce
años, y luego, catorce años después, un viejo estaba
pagando cientos de libras por escuchar su canción en
vivo.
Mark dio la entrada. La habíamos llamado El Boogie
del Cementerio, porque el viejo no tenía título para
ella. La batería y la guitarra introdujeron el ritmo. El
bajo y el piano incorporaron los acordes. Se estableció
la onda y Mark empezó a cantar. Las cabezas se
volvieron. Las conversaciones se detuvieron. Todo el
mundo supo que esta canción era un número uno.
Empezamos funky. Gruñendo con esos registros
bajos. Aullando en los altos. Melodías de contrapunto,
armonías, y todo el tiempo el latido que se acoplaba
con el flujo de nuestra sangre, la batería con los latidos
de nuestros corazones. Una marcha fúnebre de Nueva
Orleans, con un ritmo alto y toques de jazz. Una danza
de guerra africana, oscura y peligrosa. Un blues de
Chicago gritando por ayuda. La guitarra de Hendrix
buscando allá arriba vida entre las estrellas. Y todo el
tiempo, el latido. Vislumbré al hombre en la parte de
atrás de la sala. Estaba sonriendo y moviendo el pie.
Deseé haber puesto una grabadora. Había algo en el
aire esa noche. Llegamos a la mitad como si fuera una
canción que hubiéramos practicado toda nuestra vida.
Vi a Pete y a Marty, nuestra sección rítmica,
sonriéndose. Y qué importaba que casi no hubiera
nadie. Éste era el Paraíso. Con una canción como ésa
podíamos llegar. Otro verso. El coro. Baja, crea un
poco de tensión, una vez que has rodeado las casas ahí
abajo, grave y funky, y luego vuelve a subir. Más y más
alto, la guitarra sacando los acordes un microsegundo
antes para dar la impresión de acelerar sin cambiar el
ritmo. Una cosa muy profesional. Otro coro. Un falso
final y luego el de verdad. El Boogie del Cementerio,
chicos. Sufrid.
Aplaudieron como si en el escenario estuvieran los
Beatles. Nos miramos. Esa canción era de otro mundo.
Hicimos un bis, una versión caliente de Let’s Twist
Again, porque no había nada más que una canción
acelerada que se pudiera acercar a la atmósfera de El
Boogie del Cementerio. Al terminar, miré al viejo.
Tenía compañía. Un tío joven. Atractivo, alto y
delgado. Vestido con un traje de ejecutivo. Pelo
oscuro. Buena piel. Pómulos que las cámaras amarían.
Apuesto a que las mujeres se morían por ese tipo.
Mientras observaba, Robert le dio un fajo de dinero.
Con la cabeza señaló en nuestra dirección como si le
dijera “¿Puedes dárselo al grupo?”, y luego dio media
vuelta y se dirigió hacia la puerta, caminando tan
rápidamente como nunca antes había visto. En la
puerta, juro que se detuvo y nos lanzó una última
mirada, una mirada de tristeza. Una mirada de
disculpa. Luego, desapareció.
El otro tipo no perdió tiempo. Vino directamente
hacia el escenario, con el dinero en la mano. Incluso
era más atractivo de cerca: le brillaban los dientes, la
piel tenía un tono saludable, los ojos le centelleaban.
—Buena actuación, chicos —dijo.
—Gracias.
—Escuchad, Robert tuvo que marcharse. Me pidió
que os diera esto —alargó el dinero y yo lo cogí sin
pensarlo. Además, ¿qué se suponía que tenía que
pensar? Pero en el instante en que lo tuve en la mano,
un frío gélido estrujó mi corazón. Temblé. Algo más
que dinero había pasado entre nosotros—. Me encantó
El Boogie del cementerio —añadió.
No estaba seguro, pero, ¿el viejo no había estado solo
cuando tocamos la canción? Quizá el tipo se
encontraba en otra parte de la sala. Aunque en
realidad no había muchos asistentes como para haber
ocultado a alguien, y seguro que no noté la presencia
de este tío.
—Es una de las canciones del viejo —comenté.
El tipo atractivo sonrió.
—¿Eso es lo que os contó?
—¿Qué quieres decir?
Sacudió la cabeza, descartando el tema.
—Seguid tocando, chicos. Ya os volveré a ver.
Y se fue. ¿Qué pasaba con nosotros? Atraíamos a
todos los tocados.

..........

Uno: repartí el dinero con los muchachos, y cada vez


que les pasaba un billete juro que temblaban.

..........
Dos: volviendo a casa recordé de repente que Mark
había presentado la canción del viejo como “una
canción que nos mostró la noche pasada un extraño”.
Jamás mencionó el título que le habíamos dado.

No puedo decir que las cosas fueran cuesta abajo a


partir de ese momento. Tampoco puedo decir que
mejoraran, aunque cada vez que tocábamos El Boogie
del Cementerio hasta el público más muerto cobraba
vida. Seguimos en la carretera y los promotores
agarrados nos siguieron robando. Con el tiempo, el
grupo se separó. Eso fue hace mucho tiempo y no
puedo recordar las causas. No creo que volviéramos a
sentirnos a gusto entre nosotros.
Y alguien nos estaba siguiendo.
Nunca vimos a nadie. De hecho, nunca
mencionamos en voz alta la idea, pero todos lo
sabíamos. Muchas veces capté a uno de los chicos
mirando por encima del hombro como si alguien le
hubiera llamado o le hubiera pasado un dedo por la
columna vertebral. A mí también me pasó. Al conducir
la furgoneta, mirando por el espejo retrovisor en
busca de algo que no estaba ahí. Ruidos de pasos en
salas de ensayo vacías. Sombras donde no debía haber
sombras. Puede haber sido la imaginación. Pero, ¿en
todos nosotros? Empezó a atacarnos los nervios. Y,
así, al final el grupo se separó.

Después de aquello toqué la guitarra para millones de


grupos, una semana aquí, un mes allí. Siempre
tratando de mantener el cuerpo y el alma juntos y,
poco a poco, fracasando. Nunca volví a conseguir esa
sensación que experimentamos con El Boogie del
Cementerio. A lo largo de los años se lo toqué a varios
grupos, pero ninguno pareció encenderse como lo
habíamos hecho nosotros. En una ocasión, en la parte
norte de Londres, un grupo de tíos jóvenes casi lo
consiguió. Yo sentí que mi alma se animaba, que mis
pulsaciones se hacían ligeras, pero no pudieron
mantener el tiempo. Empezó a hacerse una obsesión...
encontrar una banda que fuera capaz de tocar El
Boogie. Fui abandonando mis propias actuaciones y
me pasé los días vagando por bares y clubes en busca
de los tipos que pudieran aguantarlo. No había nada
complicado con la canción, ningún acorde difícil o
notas inusuales, sólo el latido de la sangre a través de
las venas que debía ser el correcto. Y sin embargo
nadie podía tocarla.
Me encontraba a unos setecientos kilómetros del
lugar al que una vez había llamado hogar, cuando
conocí a Crazy Montgomery Jones y sus Alabama
Playboys. Estaban tocando en la parte de atrás de un
pub apagado ante menos de cuarenta personas.
Canciones de blues y soul conocidas que ya habían
sido viejas en mi época y que ahora eran veinte años
más viejas. Me quedé de pie en el fondo bebiendo una
pinta de cerveza negra que se iba recalentando cada
vez más, y en el descanso les pregunté qué estaban
ganando.
—No mucho. Pero la cerveza es gratis —me contó el
batería.
Sonreí. Yo ya había pasado por ello antes. Sólo que
entonces había sido yo el que iba a ser seducido por
una canción.
—¿Queréis una actuación por quinientas libras? —
pregunté.
Se rió. Tuve la impresión de que pensaba que estaba
loco.

..........

El tiempo es algo raro. No creo que la tocaran tan bien


como solíamos hacerlo nosotros. Le dieron un
tratamiento moderno. Compases estridentes y
distorsión sónica. Más notas. Pero consiguieron el
latido. Temblé, y durante un momento pensé que
fuera lo que fuere lo que me había estado siguiendo
todos estos años, se había acercado y se hallaba a mi
lado. Miré a mi izquierda. Nadie. A mi derecha. Nadie.
A Montgomery Jones, o como se llamara de verdad,
le encantó la canción. Me dijo que era lo mejor que
habían oído jamás. Yo habría dicho lo mismo por
quinientas libras, pero creo que lo sentían.
Contraté la noche de un viernes en un centro de la
comunidad local. Recordé aquella actuación que
hicimos tantos años atrás, a la que, debido a la
inexistente publicidad, no asistió nadie. Me tomé la
libertad de gastarme veinte libras en un anuncio en la
prensa local. Qué demonios, además no era mi dinero.
Le debía a un tipo del sur un montón de pelas. Con los
intereses, ahora más. Apuesto que si alguna vez daba
conmigo el pago podría involucrar un par de piernas
rotas. Pero necesitaba el dinero para una ocasión
como ésta, y las probabilidades de que el prestamista
se topara con un tipo de carretera como yo eran muy
reducidas. En cualquier caso, dos piernas rotas
parecían una visión jodidamente mejor que tener a lo
que fuera que iba detrás de mí siguiéndome el resto de
mi vida.
Tocaron bien. Si no espléndida, la multitud era
respetable, y al final de la noche, cuando los Alabama
Playboys se lanzaron a El Boogie del Cementerio, la
mayoría se levantó y se puso a bailar. La canción
seguía siendo un número uno.
Entonces algo me pasó a mí.
No puedo decir qué. No fue nada específico. Quizá
un aligeramiento de las preocupaciones. Una
relajación del alma. Hacia la mitad de la canción
empecé a sentirme bien. Como si hubiera pensado en
algo agradable y luego olvidara por completo qué era,
sabiendo únicamente que vendrían cosas placenteras.
Cuando el guitarrista tocó el solo, me descubrí
sonriendo. Empecé a mover el pie. Tenían el ritmo, el
latido. Los ocho del grupo. Ahora tenían todo el latido.
Vudú. Algo me hizo pensar en el vudú.
Metí la mano en el bolsillo del abrigo, era viejo, del
ejército austríaco de los años 50, grueso y cálido, y
barato. Me protegía bien en las noches frías. Un
dinero bien gastado en la tienda de excedentes del
ejército. No me había sentido tan bien en años.
—¿Quieres que le entregue el dinero al grupo?
Miré a la izquierda. No había cambiado nada. Seguía
siendo alto y de pelo oscuro y atractivo, tal como lo
recordaba. Nos había dicho que volvería a vernos.
Asentí. El hijo de puta ni siquiera había envejecido.
Cogió el dinero de mi mano. Intenté mirarle a los ojos,
pero no pude. Se rió, y, me avergüenza decirlo, yo me
escabullí como un gato asustado, casi derribando a
varias personas en mi camino hacia la puerta. Con
alguna distancia entre nosotros, me paré y le eché un
último vistazo a la banda. El guitarrista me miraba de
forma rara. ¿Qué podía hacer? Esbocé una sonrisa
débil, me encogí de hombros en una especie de
disculpa y me fui. Era la primera vez que había estado
solo en muchos años.
Fuera, me vi reflejado en la ventanilla de un coche.
Ahora tenía una barba salpicada de gris. Llevaba el
pelo largo y revuelto. El abrigo estaba polvoriento. Las
botas gastadas. Un verdadero hombre de la carretera.
Un verdadero hombre viejo. Pero por lo menos era
libre.
Me encaminé hacia el oeste. Por primera vez en
mucho tiempo me puse a pensar en el grupo. Me
pregunté si algún otro había encontrado a alguien que
pudiera tocar El Boogie del Cementerio igual que
nosotros. Sabía una cosa, que si no lo habían
encontrado, nunca dejarían de buscarlo.
Y nunca dejarían tampoco de mirar por encima del
hombro.
THE GRAVEYARD BOOGIE
Derek Rutherford
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
AMERICAN ZOMBIE
DR. GORDON LEIGH BROMLEY

P arís en 1936 era agradable cuando conduje


desde el Aeropuerto Le Bourget a la ciudad, una
mañana de primavera. Había embarcado en el
primer vuelo desde Londres en una visita rápida, y mi
intención era cubrir un buen número de
investigaciones disparatadas. Un escritor en el
periódico parisino Le Temps había publicado algunos
puntos de vista sobre el arte comercial moderno, y yo
quería formularle más preguntas al respecto. Una vez
que hube terminado otras entrevistas, llamé a su
oficina y pedí hablar con el señor Henri Champley,
mencionando que traía una carta de su corresponsal
en Londres, Robert L. Cru. Me informaron que se
encontraba en la Agence Havas, pero me dijeron que
podía dirigirme ya al periódico, pues esperaban que
regresara pronto.
Cuando entré en la oficina no tenía la más mínima
intención de realizar ninguna mención sobre mi
propio interés en la magia; sin embargo, madame
Tabouis —que dio la casualidad de presentarse al
mismo tiempo que yo— hizo un comentario fortuito
sobre las hazañas de madame Alexandra David—Neel,
a quien yo había conocido en Benarés hace muchos
años, antes de que se fuera al Tíbet. Encontré a
monsieur Champley muy interesado en un libro que
acababa de terminar de corregir; y estaba
profundamente inmerso en la cultura negra en todos
sus aspectos. Ya había publicado un libro titulado,
creo, Route Shanghai; y este nuevo trabajo iba a
llamarse Femme Blanc et l’Homme Noir, o un título
similar... aún no lo había decidido. Hacía poco yo
había reseñado los volúmenes de W.B. Seabrook,
Magic Island y Jungle Ways; y cuando hube acabado
con mis preguntas corrientes, nuestra conversación se
dirigió a las experiencias de la magia. A pesar de sus
muchos viajes, monsieur Champley no alegaba haber
tenido ninguna experiencia íntima con el lado oculto
del mundo, aunque había recorrido todo el Oriente.
Con toda probabilidad no se apartó demasiado de los
bien recorridos trayectos de la gente rica. Había
visitado los Países Bajos y también las Indias
Orientales; Java y, por supuesto, Bali, e imagino que
también Sumatra; pero incluso allí no buscó contacto
con el mundo oculto. Con el submundo corriente del
blanco civilizado, sí; ése era, en verdad, uno de sus
intereses como buen periodista y estudioso de los
asuntos mundiales. Estaba francamente alarmado de
las relaciones sexuales del hombre blanco con las
mujeres de color, y —lo que a él le parecía más grave—
de las mujeres blancas con los hombres de color.
Comprendía, dijo, la repugnancia alemana hacia esta
revolución biológica. Le comenté lo de las colonias
francesas y lo que yo mismo había visto. Reconoció
todo: desde Marruecos a Indochina. Y luego mencionó
Haití... y a los zombis; y entonces recordé los relatos
de Seabrook.
Después, Henri Champley exclamó con calma:
—¡Por supuesto, yo mismo he visto un zombi! ¡Y no
en Haití, sino en Nueva York! ¡Y era una mujer blanca!
Incluso entre los estudiantes de magia, el fenómeno
del zombi rara vez se menciona. El zombi, el vampiro,
el profanador de tumbas, y las versiones modernas de
los íncubos y los súcubos... no son nada agradables.
Uno necesita tener un corazón valiente y ciertos
conocimientos para examinarlos con frialdad. Entre
los Bataks de Sumatra había conocido a los zombis, y
aunque en la peor ocasión no estuve solo, su dueña se
hallaba demasiado próxima al distrito para mi gusto.
Le pedí a monsieur Champley que me hablara de
esa zombi americana. Hizo una pausa prolongada
antes de empezar. Daba la impresión de que hubiera
tratado de olvidar una experiencia desagradable y que
le resultara difícil recordar los suficientes hechos del
acontecimiento.
—¿Recuerda lo que dice madame David—Neel acerca
de sus experiencias en el Tibet? —Asentí, ya que había
leído con atención sus libros—. Había un hombre...
varios hombres que se convirtieron en raudos viajeros,
ayudados en parte por encontrarse en un estado casi
hipnótico. Bien, ése me parece a mí que es un tipo de
enfoque al zombi; pero ahora su resistencia es mayor.
Por lo demás, la criatura puede estar muerta para este
mundo.
Mi propia experiencia coincidía con esa observación.
Hay zombis de muchos grados y varios tipos. Aun en
las calles de Londres, a intervalos, se puede ver a los
muertos vivientes realizando alguna tarea por
voluntad de sus amos. Pero a mí me interesaba esta
zombi americana.
—Yo estaba en Nueva York —continuó monsieur
Champley— y, naturalmente, me dirigí a Harlem, el
principal distrito negro, por razón de mis propios
estudios de la cultura negra.
Había asistido a una reunión de una especie de
sociedad secreta, celebrada en un sótano de la Avenida
Lennox, una vez que los “tugurios” corrientes de los
negros habían cerrado. Allí los negros discutieron los
aspectos políticos de su futuro. Uno de ellos, a quien él
llamó señor Joshua, caminó con él hasta el mismo
Central Park. Bajo la primera luz del sol, sacaron
muchos temas. Hablaron de la atracción entre la gente
blanca y la de color. El señor Joshua se tornó más
misterioso cuando surgió el tema de la “fascinación”,
dijo monsieur Champley.
—Joshua insinuó que los negros todavía poseían
algunos de los antiguos secretos de la magia... ésos
que se conocían en el Congo, en Guinea, hace siglos.
Estos métodos tradicionales de magia, afirmó, les eran
desconocidos a los chinos o a los japoneses. En cuanto
a ello, yo mismo no sé si es correcto.
”Entonces me preguntó si yo sabía lo que era un
guédé. El nombre me era absolutamente extraño.
Luego explicó que se trataba de un zombi. En el acto
reconocí el término por el libro de Seabrook, y dije que
sí; sin embargo, no conocía nada más que lo que la
ligera descripción allí impresa pudo contarme, lo cual
no era mucho, y le indiqué a Joshua que no estaba en
mi terreno.
”—Bien —dijo con orgullo, como si el mago negro
tuviera un rango muy alto en la orden para haber
adquirido ese poder (¡y quizá así sea!)—, puede pensar
que se trata de un cuerpo muerto, traído una vez más
a la vida antes de que toda la vida haya partido. O
puede decir que es, quizá, un ser humano corriente
cuya voluntad ha sido completamente dominada. Su
propia inteligencia está suprimida; nunca más volverá
a emerger. Entiende lo suficiente como para oír y
obedecer, ¡pero nunca se eleva a la consciencia
personal!
”—¿Es lo mismo que el hipnotismo? —pregunté.
”—¡Claro que no! No es lo mismo —repuso mi amigo
Joshua—. Es una esclavitud del alma. ¡Y yo la he visto!
Entonces formulé una pregunta:
—¿Cuál es, con precisión, la diferencia entre un
proceso de hipnotismo, como el sistema que
empleaban años atrás en el Salpétriere por razones
médicas o investigación psicológica, y este proceso
oculto de fascinación que ha producido un
zombi? ¿Cuál es la diferencia entre el hipnotismo
corriente... y el método aliado, pero no idéntico, del
mesmerismo?
Champley se confesó incapaz de definirla. Yo había
visto la práctica tanto del hipnotismo como del
mesmerismo; y tenía la seguridad de que existía una
diferencia considerable. Sin entrar en detalles aquí,
consideraba que un proceso se operaba de forma
directa a través de la mente, y el otro,
primordialmente, a través del cuerpo. O, para decirlo
de otra manera, se podía mesmerizar a un animal —un
gato o una gallina—, pero no era posible hipnotizar a
un ser que carecía de una mente consciente para ser
hipnotizada. Le expliqué, lo mejor que pude, algunos
de estos puntos.
—Pero —pregunté—, ¿cómo se produce el
zombi? ¿Es una obsesión?
De nuevo Champley reconoció su ignorancia. No lo
sabía; no se lo habían contado. Siguió narrándonos
más cosas de su aventura en Nueva York.
—El señor Joshua me habló de un negro misterioso y
viejo, a quien él conocía personalmente, que había
afirmado tener el poder de producir y controlar a los
zombis. Primero le había mostrado esa zombi
americana a Joshua, como un ejemplo para que él no
temiera el poder de los blancos.
”En una habitación, en un piso más alto de una
pensión de Harlem, que en realidad se hallaba encima
del sótano del restaurante donde yo asistí a la reunión
de los negros, había un cuarto cerrado. Allí se
escondía esa zombie americana. El negro viejo abrió la
puerta en silencio. Se acercó a la cama, que tenía una
figura quieta cubierta con una especie de mantel
barato. Retiró la tela y reveló la cara mortalmente
pálida de una mujer de unos treinta años, de pelo
oscuro. Quitó el mantel del todo. Ella tenía los brazos
reposando a los costados, y su torso y extremidades
brillaban con una especie de palidez cerosa. No había
ni un punto de color en ella, ni tenía vello, y los
pezones eran como las raíces blancas de alguna
planta.
”El negro viejo retrocedió, con los brazos cruzados,
al tiempo que musitaba alguna antigua exhortación
del Congo; y al cabo de un momento la mujer se
levantó, se cubrió el cuerpo con la tela y empezó a
moverse por el cuarto, realizando diversas tareas
insignificantes, siendo el único sonido el suave roce de
sus pies descalzos y el continuado y profundo cántico
del viejo mago. Durante unos diez minutos o así la
escena nos mantuvo en silencio. Entonces, el anciano
paró, agitó los brazos con lento poder, momento en
que la mujer volvió a echarse y se puso, una vez más,
rígida. No pudimos detectar ninguna señal o sonido de
respiración en todos esos minutos. Volvió a cubrirla
con el mantel y el negro nos hizo un gesto para que
nos fuéramos. No necesitamos una segunda orden. Me
alegré de salir al fresco y luminoso aire del día. No
podía creer lo que había visto: ¡sin lugar a dudas una
zombi americana, una mujer blanca en ese estado
oculto, ahí, en la Avenida Lennox, en Harlem, Nueva
York!
—¡Ya está! —finalizó Champley con cierto
nerviosismo, pensé yo, ante el recuerdo de ese
episodio antinatural—. ¡Es todo lo que puedo
contarles sobre esa zombi americana!
—Hay muchas historias de la Misa Negra en París —
reconocí—, y en su mayor parte son leyendas, o algo
meramente teatral y sin realidad alguna. Pero parece
que lo que usted vio tuvo la realidad sin la ceremonia.
—Desde entonces —prosiguió el periodista—, he
pensado que, quizá, hay otras clases de zombis. ¿Tipos
de magia más moderna, de engaños más modernos?
¡Pero no debo mezclar este ocultismo con nuestras
políticas!
Al ver que recuperaba su humor galo, reí. Yo sabía
que el París moderno tenía muchos misterios, muchos
atractivos para los príncipes o los mendigos, algunos
de ellos de naturaleza oculta; y algunos más
cálidamente humanos en su inmediatez de encanto
para el hombre corriente.
—Una cosa más —recordó—. Jamás averigüé de
dónde procede el nombre de zombi. A la mujer la
llamaron guédé.
—Seabrook nos da el nombre de zombi como un
término vudú, procedente de Haití —aventuré. Había
escuchado nombres diferentes para la misma criatura
en la India y Sumatra—. La palabra zombi quizá
provenga del español antiguo, posiblemente es una
corrupción de es hombre y de sombra1. El nombre
hindú, chayya, también significa una criatura de la
sombra; pero un fantasma es un bhuth: el doble es el
s’arira.
Estos términos no vienen en los diccionarios
habituales, ingleses o franceses; ni siquiera se pueden
encontrar en las enciclopedias del ocultismo. La
palabra francesa guédé significa glasto; mientras que
guerat significa barbecho. ¿Indica, entonces, ese
término —quizá como un antiguo vocablo de argot
parisino que de algún modo llegó a Haití— “la criatura
que es barbecho”, incapaz de un crecimiento del alma?
El habla isleña de las Indias Occidentales tiene
muchos dialectos que combinan el francés, el español
y el portugués con las lenguas africanas de los negros;
y tal vez se hayan encontrado nombres nuevos para la
antigua y casi olvidada magia del Continente Oscuro.

AMERICAN ZOMBIE
Dr. Gordon Leigh Bromley
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

1
En castellano en el original. (N. del T.)
YO ANDUVE CON UN ZOMBI
INEZ WALLACE

H aití, esa oscura y misteriosa isla, en la que han


surgido figuras tan increíbles como Christophe
—el Napoleón negro—, de fama mundial;
donde los ritos del vudú unen al hombre con lo
sobrenatural de tal forma que escapa al
entendimiento... Haití nos ofrece aún otro fenómeno
que confunde a los grandes pensadores y científicos de
nuestros días.
Cuando visité la isla por primera vez y escuché las
historias que voy a relatar, me negué a creerlas.
No culparé a nadie por dudar al término de este
relato. Pero hoy en día, expresado fríamente en los
libros de leyes de la República, se reconoce
oficialmente la existencia de una práctica de magia
metafísica, posiblemente la más repugnante que se
pueda imaginar.
El artículo 249 del Código Penal de Haití, establece
lo siguiente: “Se calificará de intento de asesinato el
empleo de sustancias químicas contra cualquier
persona a la que, sin causarle la muerte, se le produzca
un coma letárgico más o menos profundo. Si, después
de haberle administrado tales sustancias, la persona
fuera enterrada, el hecho será considerado asesinato,
sin tenerse en cuenta el resultado que se derive de
ello”.
Sencillamente: es asesinato enterrar a una persona
como si estuviera muerta, y posteriormente sacar su
cuerpo para que viva otra vez (al margen de cualquier
resultado).
Y se promulgó esta ley porque se ha comprobado
una y otra vez que las artes misteriosas de la población
negra de Haití han conseguido que los muertos salgan
de sus tumbas y lleven una existencia de esclavos sin
alma, moviéndose como cuerpos sin inteligencia
individual.
Estos cadáveres vivientes son llamados zombis.
No son espíritus o fantasmas espectrales, sino
cuerpos de carne y hueso que han muerto, pero se
mueven todavía, andan, trabajan y, algunas veces,
hasta hablan.
El gobierno prefiere decir que se trata de gente
drogada, enterrada y desenterrada. Pero pasa el
tiempo y no queda más remedio que admitir la
existencia de los zombis como una realidad.
Cuando oí hablar de ellos por primera vez, cada
palabra que escuchaba me provocaba una sonrisa de
incredulidad. Después he llegado a considerar la
misteriosa leyenda de los zombis (los muertos sacados
de sus tumbas y obligados a trabajar para los vivos)
como algo más que una leyenda.
Creo —porque lo he sabido a través de fuentes
incuestionables— que han ocurrido estas cosas y que
siguen ocurriendo hoy día, a no muchas millas de
nuestros supercivilizados Estados Unidos, en la
mágica y misteriosa isla de Haití. He escuchado
fantásticos relatos de hombres y mujeres blancos, de
cuya palabra no puedo dudar, y he leído aún más en
cierto libro sobre los zombis.
¿Qué poder psíquico hace posible que estos cuerpos
muertos se muevan, actúen, caminen y bailen como si
estuvieran vivos? Y, ¿qué superpoder puede hacer
incluso que hablen en algunas ocasiones?
Desde la misteriosa isla de Haití llegan muchas otras
historias de lo oculto, místicos relatos sobre vudú,
magia negra, hechizos, maldiciones y magnetismo
animal.
En los oscuros anales de esta misteriosa isla
aparecen extraños ritos vudú, y el culto al negro
macho cabrío y a la blanca cabra florece hasta en las
ciudades más populosas de Haití. El vuduísmo está
prohibido por la ley, pero incluso los emperadores
negros de la isla lo han practicado y temido.
Pero el fenómeno que los nativos temen en mayor
grado (y no sólo los ignorantes nativos corrientes, sino
negros cultivados e incluso doctores del vudú, que
creen ser todopoderosos) es el terrorífico zombi.
Porque el zombi y la magia sobrenatural que en él
subyace, están más allá aún del entendimiento de los
doctores del vudú, con todos sus negros ritos.
Y este miedo supersticioso al zombi y todo cuanto se
relaciona con estas personas muertas está plenamente
justificado.
Los haitianos mantienen que actualmente hay
zombis trabajando en los campos de caña, alrededor
de las solitarias mansiones de la isla, y algunos dicen
que estos misteriosos trabajadores muertos existen
también en las ciudades más pobladas. Uno puede
reconocerlos porque, excepto en raras circunstancias,
nunca hablan y siempre miran al frente fijamente. Si
no se está seguro, podemos cerciorarnos ofreciendo al
sospechoso algo de comida salada, “porque el zombi
no puede probar la sal”, e inmediatamente sabrá que
está muerto, haciendo regresar su cuerpo viviente a la
tumba, no importa dónde esté ésta, ¡y nadie podrá
detenerlo!
No hace muchos años, cerca del famoso Port—au—
Prince, ocurrió un incidente que inmediatamente me
recordó a los zombis. Un hombre blanco, que estaba
pasando una mala racha y había llegado a Haití con el
nombre de George MacDonough, se enamoró de una
joven nativa de color, finalizando su amor por ella
cuando una muchacha blanca se enamoró a su vez de
él. Así fue como abandonó a Gramercie por Dorothy
Wilson, y se casó con ella.
Pero no había terminado aún con Gramercie, cuyos
feroces y primitivos celos resultaron algo que era
mejor evitar. No llevaba aún un año de casado, cuando
su joven esposa cayó misteriosamente enferma y
murió. Dos noches después de su entierro se
descubrió que su tumba había sido removida, pero no
de una forma tan evidente como para justificar una
investigación.
Seis meses después, una misteriosa historia comenzó
a propagarse por Port—au—Prince. Se decía que en las
horripilantes y mágicas laderas de Morne—au—
Diable, próximas a la frontera dominicana, había un
grupo de esclavos formado por zombis. El rumor
corrió y corrió, y de pronto un nuevo misterio se unió
a aquella historia, cuando se supo que había una
mujer blanca trabajando en el campo de caña. George
MacDonough oyó la historia, al igual que otros
muchos colonos americanos.
Como sus compañeros, se rió al principio. Pero luego
empezó a pensar en la tumba profanada de su esposa.
En su momento aquel hecho no le había sugerido
nada, pero ahora, ¿tendría alguna relación con estos
rumores? Se asustó, dominado por los nervios, al
recordar que la vengativa Gramercie era del mismo
distrito del que procedía la fantástica historia.
Movido por un repentino impulso, se dirigió al
interior, hacia Morne—au—Diable, llevando con él un
fiel guía negro y dos amigos. Partió por la noche, en
secreto, sin que se trasluciera nada de la expedición.
Su llegada al campo de caña de Gramercie resultó una
completa sorpresa para su antigua novia morena.
Pero la terrible escena que presenció en aquellos
campos introdujo la locura en su corazón, y
Gramercie huyó aullando de terror hacia la selva,
tratando de escapar a su venganza. “Porque en los
campos, trabajando con los esclavos negros, ¡se
hallaba el cadáver de la esposa de George
MacDonough!” Antes de su llegada, Gramercie, oculta
por las altas cañas, había estado haciendo extraños
pases en el aire.
Cuando se dirigió hacia su esposa, los azules ojos de
ésta le miraron sin comprender, sin reconocerle. Y al
ver que sus repetidos gritos no conseguían respuesta
alguna de ella, acabó por entender. A la caída de la
noche llevó consigo su cuerpo de muerto—viviente a
casa. Y de nuevo, al anochecer, al cementerio. Abrió su
tumba y le dio a comer sal, viendo cómo caía a sus
pies, ahora ya realmente muerta.
Después, George MacDonough inició la búsqueda de
Gramercie, pero ya era demasiado tarde para poder
vengarse él mismo, porque los nativos temen a los
zombis y a quienes les obligan a trabajar más que al
hombre blanco, y enterados del crimen, antes de que
MacDonough pudiera llegar a Morne—au—Diable
para matar a la bruja que había utilizado con su poder
el cuerpo de su esposa muerta, ellos mismos —su
propia gente— la habían asesinado brutalmente.

..........

Un hombre de edad, al que llamaré mayor


Hemingway, me dijo que cualquier blanco que haya
vivido en Haití, relacionándose con la misteriosa vida
de los nativos, dudaría mucho antes de decidirse a
negar la existencia de los zombis.
—¿Sabe? —me dijo—, una vez que se está fuera de
Haití, todas estas cosas vuelven a uno. Para quien
nunca ha estado allí, todo resulta demasiado increíble.
La mayoría de la gente tiene un miedo ancestral al
vudú, porque ha sido practicado incluso aquí, en el
Sur de los Estados Unidos. Aunque esto de los zombis
parece más difícil de creer, pero existen, lo sé.
Y me relató la siguiente historia:
“Una vez, durante una sublevación nativa, estaba yo
instalado en el distrito de Morne—au—Diable (un
territorio montañoso donde los nativos son tan
ignorantes y supersticiosos como sólo los negros
pueden llegar a serlo, y donde florece el vudú.) Una
noche, una bonita muchacha negra vino a pedirme
que la ayudara.
Parece ser que dos semanas antes su hermano había
muerto y había sido enterrado, pero ahora ella
pretendía haberlo visto trabajando en la casa de un tal
Ti Michel, un pequeño granjero que vivía no muy lejos
de donde yo me había instalado.
Había oído hablar de los hechizos y maleficios del
vudú, habiendo llegado a creer en ellos, pero esto era
algo nuevo para mí.
Yo le dije:
—¿Qué puedo hacer?
Ella sonrió misteriosamente y me alargó un paquete
de azúcar cande (una clase de mezcla parecida al
caramelo.)
—Mañana —dijo—, vaya donde Ti Michel. En los
campos verá hombres trabajando la caña. Los
hombres estarán mirando fijamente al frente, con la
mirada vacía, sin hablar. Deles el azúcar cande.
—¿Qué bien les puede hacer el cande?
—Déselo y verá. El cande encubre sal.
Bueno, ya se había despertado mi curiosidad lo
suficiente para hacer lo que me pedía, y lo hice. Al día
siguiente di una vuelta por la hacienda del viejo Ti
Michel y descubrí que éste me miraba con gran
suspicacia. Miré un poco a mi alrededor y finalmente
recorrí sus campos de caña. Durante todo el tiempo él
me observaba como lo hace el gato con el ratón. Me
acerqué a la fila de hombres que cavaban, y él vino
tras de mí.
Entonces, de repente, le llamó su hijo desde otra
parte del campo, porque tenía problemas con uno de
los trabajadores, y yo me quedé a no más de tres
metros de dos hombres y tres mujeres que estaban
trabajando. Rápidamente me dirigí a ellos, les hablé,
les toqué. No me contestaron, pero se enderezaron
cuando les toqué.
¡Nunca olvidaré sus ojos! Era como si mirasen el
interior de un viejo pozo en medio de la noche,
¿entiende lo que quiero decir?
Bueno, les di el azúcar cande, lo tomaron y
empezaron a chuparlo. Entonces llegó Ti Michel
corriendo hacia mí; había visto que estaba dando algo
a sus trabajadores y empezó a chillar:
—¿Qué les ha dado? ¿Qué les ha dado?
No tuve la oportunidad de responder. De repente,
aquellos trabajadores lanzaron un grito horrible,
arrojaron sus herramientas y se volvieron rápidos
hacia la pequeña ciudad cerca de la cual estaba yo
instalado, comenzando a marchar en fila de a uno
fuera del campo. Ti Michel me miró sólo durante un
instante; después empezó a correr en dirección
contraria. Nunca se le volvió a ver, pero dos semanas
más tarde alguien comentó que habían encontrado
una camisa manchada de sangre identificada como
suya. Estos nativos tienen su propia forma de
encargarse de la gente como Ti Michel.
Bueno, yo estaba muy interesado en los zombis, así
que los seguí. Llegaron a la ciudad; la gente chillaba y
corría por todas partes. Algunos corrieron en
dirección al cementerio, hacia el cual iban ahora los
zombis tan rápidos como podían.
No los pude alcanzar; los perdí. Cuando llegué al
cementerio, vi un grupo de negros medio histéricos
cavando frenéticamente en cinco tumbas, y cerca de
los túmulos descubrí unos montones informes,
negros. (¡Ahora, afortunadamente, los zombis ya
estaban muertos!).
No espero que lo crean, pero yo lo vi.”
..........
La historia de los bailarines zombis de Port—au—
Prince es interesante desde el punto de vista de que
arroja alguna luz sobre los terribles ritos mágicos
concernientes a la vuelta desde la tumba de los
muertos para trabajar en los campos de caña.
Una mujer negra llamada Bretéche llevaba un local
donde se daban exhibiciones de baile, a muy poca
distancia de Port—au—Prince. De educación bastante
esmerada, era conocida por haber estado relacionada
con los escenarios desde su infancia, y porque durante
cierto tiempo la gente blanca había frecuentado su
establecimiento.
Ahora ya sólo acudía el elemento negro, y ella se
convirtió en noticia por su audacia, pues no se le
ocurrió otra cosa que revelar los ritos secretos del
vudú en el escenario. De pronto comenzó a circular un
rumor: “ ¡La Bretéche tiene zombis bailando para
ella!”
Una investigación oficial reveló la existencia en su
casa de siete figuras misteriosas que bailaban a sus
órdenes, siguiendo cada inflexión de su voz, pero sin
ninguna respuesta emocional, moviéndose sólo de
manera automática. Jamás se había oído hablar a
alguno de los extraños bailarines. La Bretéche fue
llamada a declarar.
A todas las preguntas que se le hicieron respondió no
haber cometido asesinato, puesto que sus bailarines ya
estaban muertos. Dijo que sus bailarines habían sido
enterrados y que ella los había desenterrado para
ayudarles, y ahora ellos la ayudaban a ella.
—¿Qué hizo usted?
—Primero hice una figura de barro, así... —Y les
mostró de forma rudimentaria cómo la había hecho.
Una figura de barro parecida a un hombre—: así... —Y
levantó y sostuvo una imaginaria figura de barro,
empezando a darle aliento, susurrando a la vez una
curiosa especie de ritual.
Luego miró hacia arriba y dijo:
—Después dije: baila, y ellos bailaron para mí.
Los blancos cultos admiten la existencia de los
zombis, igual que lo hace el gobierno. No obstante,
éste teme implicarse en cualquier explicación de
origen psíquico. En otras palabras, el gobierno de
Haití dice: “¿Zombis? Sí, existen; pero no podemos
dar una explicación. Forman parte del misterio de
Haití.”
Una respuesta oficial, en efecto. Pero no puede
convencerme de que no hay realmente muertos
vivientes trabajando en los campos de caña de Haití.

I WALKED WITH A ZOMBIE


Inez Wallace
Trad. Miguel Hernández
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
PATAKÍ DE OFÚN

RECOGIDO POR LYDIA CABRERA

U n pobre hombre que vivía de su trabajo murió


sin dejarle nada a su hijo. Éste, que era un
mozalbete, se debatía en la miseria, y su padre,
desde el otro mundo, penaba por él viéndolo sin
amparo, siempre vagabundo, comiendo unas veces,
otras enfermo. Además, tampoco comía el difunto.
Al fin, el padre pudo enviarle un mensaje con un
“Onché—oro” —un correo del cielo, que iba a la tierra.
—Dígale a mi hijo, le pidió, que sufro mucho por él,
que quiero ayudarlo y que me mande dos cocos.
Onché—oro buscó al muchacho, le transmitió el
recado de su padre y éste, encogiéndose de hombros,
le dijo:
—Pregúntale a mi padre dónde dejó los cocos para
mandárselos.
Cuando el difunto escuchó la respuesta de su hijo,
trató de disimular, y dijo quitándole importancia a
aquel desplante:
—¡Cosas de muchacho!
Pero al poco tiempo volvió a encomendarle al Onché
otro recado para su hijo. Esta vez el difunto le pedía
un gallo.
—¿Dónde dejó mi padre el gallinero para que yo le
mande el gallo que me pide?
El correo le repitió al padre textualmente las
palabras del hijo.
Pocos días después, Onché—oro volvió a
presentársele al joven. Su padre le suplicaba esta vez
que le mandase un agután, un carnero.
—¡Está bien!, dijo el muchacho sin ocultar su cólera.
Si no hay para cocos ni para gallo, ¿de dónde diablos
cree mi padre que voy a sacar el carnero? Nada me
dejó, nada tengo, ¡nada...! pero no se vaya, espere un
momento.
Entró en su covacha, cogió un saco, se metió dentro,
amarró como pudo la abertura, y le gritó:
—¡Venga y llévele a mi padre este bulto!
El correo lo cargó y se lo llevó al padre, que al
vislumbrarlo desde lejos con su carga a cuestas, dio
gracias a Dios.
—¡Al fin mi hijo me envía algo de lo que he pedido!
Los Iworo y los Orichas que estaban allí reunidos en
Oro esperando el carnero, desamarraron el bulto para
sacar al animal y proceder al sacrificio, pero quedaron
boquiabiertos al encontrar una persona en vez del
carnero que esperaban.
—¡Estás perdido, hijo mío!, sollozó el padre.
Los Orichas le dijeron al muchacho indicándole una
puerta cerrada:
—Abre esa puerta y mira.
Y allí contempló cosas aún más portentosas.
—¡Todas eran para tí!, le explicó el padre. Para
dártelas te pedí el carnero.
El joven arrepentido y muy apesadumbrado, le
suplicó que lo perdonara y le prometió mandarle
enseguida cuanto había pedido.
—¡Qué lástima!, le respondió el padre, ya no puedo
darte cuanto quería. Tú no podías ver las cosas del
otro mundo, pero haciendo “ebó”, tus ojos hubieran
obtenido la gracia de ver lo que no ven los demás, y te
hubiera dado lo que has visto. Ya es tarde, hijo, y lo
siento, ¡cuánto lo siento!
Y así fue, cómo por ruin y por desoír a su muerto,
aquel joven perdió el bien que le esperaba y la vida.

PATAKI DE OFUN
Extraído de YEMAYÁ Y OCHÚN. KARIOCHA, IYALORICHAS Y OLORICHAS
Lydia Cabrera
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS
LYDIA CABRERA2

L os santos, airados, no solamente envían las


enfermedades sino todo género de
calamidades. Del caso de Papá Colás
conocido en la Habana a fines del siglo pasado, se
acordarán los viejos. Era “omó Obatalá”. Tenía la
incalificable costumbre de enojarse y conducirse
soezmente con su Santo, de insultarle cuando no
tenía dinero. Conozco la historia por varios
conductos: sabido es que Obatalá, el dios puro
por excelencia —es el Inmaculado, el dios de la
blancura, el dueño de todo lo que es blanco o
participa esencialmente de lo blanco—, exige un
trato delicadísimo. La piedra que habita Obatalá
no puede sufrir inclemencias de sol, de aire, de
sereno. A Obatalá es menester tenerle siempre
envuelto en algodón —Oú— cubrirlo con un
género de una blancura impecable. En sus
accesos de rabia, Papá Colás asía a Obatalá, lo
liaba en un trapo sucio o negro, y para mayor
sacrilegio, lo relegaba al retrete. Obatalá es el
Misericordioso; es el gran Orisha omnipotente
que dice “yo siempre perdono a mis hijos”; pero a
la larga se hartó de un trato tan canallesco e
injustificable. Un día que a Papá Colás le bajó el
Santo, este le dejó dicho que en penitencia por su
2
En los relatos de Lydia Cabrera seleccionados, se observarán algunas irregularidades de orden gramatical y
tipográfico, que hemos respetado. (N. del E.)
irreverencia se diera por preso, permaneciendo
en su cuarto durante diez y seis días junto a los
orishas. Papá Colás se encogió de hombros, y
muy lejos de obedecer la voluntad del dios,
soltando un rosario de atrocidades, se marchó a
la calle sin ponerse un distintivo de Obatalá, sin
llevar siquiera una cinta blanca de hiladillo.
“Yo que conocí a sus hermanas, doy fe que todo
eso es verdad; las pobres siempre tenían el
corazón temblando en la boca, comentando su
mala conducta y esperando que el Santo lo
revolcara. Colás se portaba con los Santos como
un mogrolón (sic) y ellas decían: El Angel lo va a
tumbar”. Y así fue. Dormía Papá Colás frente a la
ventana de su habitación, que daba a la calle, y
sin saberse poqué, al pasar el carretón de la
basura, el negro, como un loco (recuérdese que
Obatalá, “el amo de las cabezas”, castiga con la
cabeza y arrebata el juicio) armándose de la
tranca de la puerta mató al carretonero. Así diez y
seis días de retiro se convirtieron en diez y seis
años de presidio para el desobediente. Un
contemporáneo de este santero, tan conocido por
sus blasfemias y rebeldías como por su
clarividencia —dicen que para adivinar no tenía
necesidad de consultar sus caracoles, “tan fuerte
era su vista”— nos cuenta que los jueces iban a
condenarlo a pena de muerte (garrote); que hubo
junta de babalawos y que Orula, Oshún y Obatalá
se negaban a acceder a los ruegos de los demás
Santos que pedían su gracia. Obatalá, después de
largas súplicas, solo perdonó y consintió en
salvarle la vida “cuando los blancos pensaron en
sentenciarlo con pena de orí (cabeza), y Obatalá,
por tratarse de la cabeza de un hijo suyo,
conmutó la pena”. Este Papá Colás, que ha
dejado tantos recuerdos entre los viejos, era
famoso invertido y sorprendiendo la candidez de
un cura, casó disfrazado de mujer, con otro
invertido, motivando el escándalo que puede
presumirse.
Desde muy atrás se registra el pecado nefando
como algo muy frecuente en la Regla lucumí. Sin
embargo, muchos babalochas, omó—Changó,
murieron castigados por un orisha tan varonil y
mujeriego como Changó, que repudia este vicio.
Actualmente la proporción de pederastas en
Ocha (no así en las sectas que se reclaman de
congos, en las que se les desprecia
profundamente y de las que se les expulsa)
parece ser tan numerosa que es motivo continuo
de indignación para los viejos santeros y devotos.
“¡A cada paso se tropieza uno un partido con su
merengueteo!”
“En esto de los Addodis hay misterio”, dice
Sandoval, “porque Yemayá tuvo que ver con
uno... Se enamoró y vivió con uno de ellos. Fué en
un país, Laddó, donde todos los habitantes eran
así, maricas, mitad hombres, que dicen
nafroditos (sic) y Yemayá los protegía”. “Oddo es
tierra de Yemayá. ¡Cuántos hijos de Yemayá son
maricas!” (y de Oshún). Sin embargo, los Santos
Hombres, Changó, Oggún, Elegguá, Ochosi,
Orula, y no digamos Obatalá, no ven con buenos
ojos a los pederastas. No hace muchos años, Tiyo
asistió a la escena que costó la vida a un
afeminado que llamaban por mofa María Luisa, y
que era hijo de Changó Terddún. “La pena era
que aquel desgraciado le bajaba un Changó
magnífico. Cuando para sacar a cualquiera de un
aprieto lo mandaba a que se jugase el dinero de la
comida o del alquiler del cuarto al número que le
decía, nunca lo engañaba. Ese número que daba
Changó Terddún salía seguro. ¡Ah! Pero Changó
no lo quería amujerado, y ya había declarado en
público que su hijo lo tenía muy avergonzado.
Fué en una fiesta de la Virgen de la Regla, María
Luisa estaba allí y todos nosotros bromeando con
él, ridiculizándolo. En eso, cuando a María Luisa
le estaba subiendo el Santo, llegó otro negrito, un
cojo, Biyikén, y le dio un pellizco en salva sea la
parte. Ahí Changó mismo se viró como un toro
furioso y gritó: ¡Ya está bueno! Mandó a traer
una palangana grande con un poco de agua y nos
ordenó que todos escupiésemos dentro y que el
que no escupiese recibiría el mismo castigo que le
iba a dar a su hijo. María Luisa estaba sano. Era
bonito el negrito, y simpático... ¡Una lástima!
Cuando se llenó de escupitajos la palangana, se le
vació en la cabeza. Al otro día, María Luisa
amaneció con fiebre. A los diez y seis días, lo
llevamos al cementerio. Changó Terddún lo dejó
como un higuito”.
No menos extraña y ejemplar la historia de los
Santeros R. y Ch... Ch. Con un mantón amarillo
de seda enredado a la cintura era la Caridad del
Cobre, Oshún panchággara, en persona.
En Gervasio, en el solar de los Catalanes,
celebró una gran fiesta en honor de Oshún. Era
espléndida la “plaza” que le hizo a la diosa (plaza
se llama a las ofrendas de frutas, que después de
exponerlas un rato ante las soperas del Orisha, se
reparten entre los devotos y asistentes a la fiesta).
“Todo lo que se daba allí era por canastas”, me
cuenta un testigo, “las naranjas, los cocos, los
canisteles, las ciruelas, los mangos, los plátanos
manzanos, las frutas bombas, todas las frutas
predilectas de Oshún, los huevos, además de los
platos de bollos, palanquetas, panetelas
borrachas, miel, natillas, harina dulce con leche y
mantequilla, pasas, almendras y azúcar blanca
espolvoreada con canela, y rositas de maíz... Ch.
Había gastado en grande para su Santa. La casa
estaba llena de bote en bote. A las doce, cae Ch.
con Oshún. R. que está en la puerta borracho,
dice: a mí también ahora mismo me va a dar
Santo, y lo fingió. Entra al cuarto, va a la canasta
de los bollos, y se pone a comer bollos con miel.
Viene Ch. con Oshún a saludarlo y éste le manda
un galletazo. Lo agarran, y le pega una patada. Le
gritamos ¡R. tírate al suelo! ¡Pídele perdón a
Mamá!
—¡Bah! ese es un maricón...
—No es Ch. ¡Es nuestra Mamá!
Oshún no se movió. Abrió el mantón, un
mantón muy bueno que le habían regalado a Ch.
los ahijados, y se rió. Levantó la mano derecha y
apuntando para R. tocándose el pecho dijo:
—Cinco irolé para mi hijo, y cinco irolé para mi
otro hijo.
Y ahí mismo se fué.
Ch. amaneció con cuarenta grados de fiebre y el
vientre inflamado. R. amaneció con cuarenta
grados de fiebre y el vientre inflamado... Cinco
días después murieron a la misma hora, el mismo
día. No valió que los ahijados trajeran un pavo
real y cincuenta y cinco gallinas amarillas y todo
lo que hacía falta para hacerle ebbó. Cinco días
después, asistiendo yo al entierro de Ch., pasaba
al mismo tiempo la puerta del cementerio el
entierro de R. Las tumbas están cerca. La madre
de Ch., que también era hija de Oshún, y
veinticuatro personas más que eran hijos e hijas
de Oshún, en uno y otro cortejo se subieron y
usted las veía reirse y reirse, sin hablar... Hasta
que echaron la última paletada de tierra, las
Oshún al lado de la fosa, no dejaron de reir, pero
no a carcajadas como se ríe la Santa, sino con una
risa fría y burlona que helaba la sangre, en un
silencio en que no se oía más que la pala y el
puñado de tierra cayendo en el hoyo”.
Abundan también las lesbias en Ocha
(alacuattá) que antaño tenían por patrón a Inle,
el médico, Kukufago, San Rafael, “Santo muy
fuerte y misterioso” y a cuya fiesta tradicional en
la loma del Angel, en los días de la colonia, al
decir de los viejos, todas acudían. Invertidos, —
Addóddis, Obini—Toyo, Obini—Naña o Erán
Kibá, Wassicúndi o Diánkune, como les llaman
los Abakuás o Ñañigos— y Alácuattas u Oremi se
daban cita en el barrio del Angel el 24 de octubre.
Los balcones de las casas se quemaba un pez de
paja relleno de pólvora y con cohetes en la cola; la
procesión y los fuegos artificiales resultaban
espléndidos. Allí estaba en el año 1887, “su
capataza la Zumbáo”, que vivía en la misma
loma. Armaba una mesa en la calle y vendía las
famosas tortillas de San Rafael. (Las del negro
Papá Upa, su contemporáneo, fueron también
muy célebres, y aun las recuerdan algún viejo
glotón).
De la Zumbáo, santera de Inle, me han hablado
en efecto, varios viejos. Era costurera con buena
clientela, muy presumida y rumbosa. Otros me
hablan de una supuesta sociedad religiosa de
Alacuattás. Lo curioso es que Inle es un Santo tan
casto y exigente, en lo que se refiere a la moral de
sus hijos y devotos, como Yewá. Es tan poco
mentado como ésta, como Abokú (Santiago
Apóstol) y Naná, pues se le teme y nadie se
arriesga a servir a divinidades tan severas e
imperiosas. Ya en los últimos años del siglo
pasado, en la Habana, “Inle casi no visitaba las
cabezas”. Una sesentona me cuenta que una vez
fue al Palenque y bajó Inle. Todos los Santos le
rindieron pleitesía y todas las viejas y viejos de
nación que estaban presentes “se echaron a llorar
de emoción”. —“Desde entonces”, me dice, “no he
vuelto a ver a Inle en cabeza de nadie” y tampoco
recuerda más nada de aquella inolvidable visita al
Palenque que honró la bajada de San Rafael, pues
tarde, cuando había terminado la fiesta, se halló
en el fondo de la casa, en una habitación,
atontada y con la ropa todavía empapada de
agua. Deduce que “le dio el Santo”, Inle, y como
es costumbre cuando el Santo se manifiesta
presentarle una jícara llena de agua para que
beba y espurrée abundantemente a los fieles, su
traje húmedo y su “sirímba”, (atontamiento)
serían prueba de haberla poseído el Orisha.
A Inle se le tiene en Santa Clara por San Juan
Bautista, (24 de junio) que aquí es el día de
Oggún, y no por San Rafael, (24 de octubre). Es
un adolescente, casi un niño; se le ofrecen
juguetes, y es tan travieso que lo emborrachan la
noche del veinte y tres para que pase durmiendo
el día siguiente y no haga de las suyas. Amanece
fresco el veinte y cinco. Era el Santo del famoso
villareño Blas Casanova, que en él se manifestaba
muy sereno y “leía el alma de todos”.
Yewá, “nuestra Señora de los Desamparados”,
virgen, prohibe a sus hijas todo comercio sexual;
de ahí que sus servidoras sean siempre viejas,
vírgenes o ya estériles, e Inle, “tan severo”, tan
poderoso y delicado como Yewá, acaso exigía lo
mismo de sus santeras, las cuales se abstenían de
mantener relaciones sexuales con los hombres.
No menos conocido que el caso de Papá Colás
entre la vieja santería, es el de P.S., hijo de una de
las más consideradas y solicitadas iyalochas
habaneras, de O.O., quien en un momento de
expansión, me lo refiere como ejemplo de la
inflexibilidad y del proceder de un dios
agraviado.
“P. era, como yo, hijo de Changó; y como tal era
tamborero aunque de afición. Si cogía un cajón
para tocar, el cajón se volvía un tambor. Cantaba
que hacía bajar del cielo a todos los Santos. Pero
mi hijo P. se puso en falta con Changó y se
perdió. En una fiesta le dijo así al mismo Santo,
en mi propia casa: si es verdad que usté es Santa
Bárbara y dice que hace y que torna, y que a mí
me va a matar ¡máteme enseguida! A ver, ¡que
me parta un rayo ahora mismo! y déjese de más
historias. Santa Bárbara no le contestó. Se echó a
reír. Yo me quedé fría, y abochornada del
atrevimiento del muchacho. Pasaron los años. El
siguió trabajando y divirtiéndose. En los toques
que yo daba en mi casa, Santa Bárbara recogía
dinero y se lo daba3. Bueno, con eso P. creyó que
a Changó se le había olvidado aquel incidente.
Otra falta que cometió fue la de sonar a varias
mujeres de Changó: ¡digo, con lo celoso que es él!
Ponga otras cositas que hizo, unidas a la
zoquetería que tuvo con el propio Santo y
arresultó que al cabo del tiempo, y cuando menos
se lo pensaba, Santa Bárbara saltó con que se las
iba a cobrar entonces todas juntas, y caro. Por
que eso tienen los Santos, esperan para vengarse,
dan cordel y cordel, y arrancan cuando más
desprevenido está el que tiró la piedra. Primero
Changó me lo puso como bobo. Después loco. Un
día se fué desnudo a la calle y volvió tinto en
sangre. Estuvo amarrado. Pedía perdón y Santa
Bárbara lo que contestaba siempre era: que sepa
que yo los tengo más grandes que él, que yo no he
olvidado, aunque cuando me insultó me reía. Y
yo su madre, con ser yalocha, sin poder salvarlo.
Tiraba los caracoles para hacerle algo a mi hijo
3
Los Santos posesionados de sus hijos le piden dinero a los asistentes a las fiestas para regalarlo a los tamboreros,
demostrándoles con esto que han tocado a su entera satisfacción.
(ebbó) y Changó me contestaba que yo no podía
más que él, que me dejase de parejerías. Oigame,
no logré hacerle ni una limpieza a mi hijo. ¡Nada,
con mi santería! Y a padecer como madre. Al fin
murió que no era ni su sombra. Un esqueleto.
Cuando se lo llevaron, lo que pesaba era la caja”.
O.O. deja en silencio otro pecado
imperdonable que cometió su sacrílego hijo. Es
una llegada suya quien me cuenta que lo que más
entristeció a O.O. —y “desde entonces ella
empezó a declinar, eso acabó con ella”— fue lo
que hizo con su piedra de Oshún. “O.O. tenía una
piedra africana que era de su madrina lucumisa;
su madrina la trajo cuando vino a Cuba, y se la
había dejado a ella. La piedra creció. Se puso
enorme. Parecía por la forma, un melón. Dos
hombres no podían moverla. Esa Caridad tenía
un metro de ancho. Como que no había sopera
para ella. O.O. la tenía en una batea. En una
mudada, P. se la botó. Sí señora... Dicen muchos
que la echó al río, pero no se sabe de fijo adonde
fué a parar la Caridad del Cobre”.
No siempre los Santos, sin embargo, castigan
con justicia. Si en el caso de Papá Colás se
comprende que Obatalá aplicara a su hijo un
correctivo más que merecido, en el de Luis S. el
rigor de Changó parece tan excesivo como
gratuito. Contra el capricho despiadado de los
dioses, contra la antipatía divina que se ensaña
en algún mortal, “por que sí”, no puede lucharse.
Se ataja a tiempo el mal que desencadena el
mayombero judío, este tipo que aún inspira al
pueblo un terror en el que hallaremos tan fuertes,
tan rancias reminiscencias africanas: todo se
estrella, en cambio contra la mala voluntad
irreductible del Santo que “emperra”, “se vuelve
de espaldas” y niega su protección o su perdón al
hombre infortunado, sin más pecado que el de
haber incurrido en su desagrado, “en caerle
pesado”. Si bien es cierto que el favor de los
Orishas se compra, pues son estos muy
interesados, glotones y susceptibles al halago,
cuando el Orisha se enterca y se hace el sordo, no
acepta transacción alguna. Y aquí, si el adivino y
conjurador, dueño de los medios de que se vale —
coco, diloggún, okpelé, vititi mensu o andilé—
para revelar al hombre el misterio del presente o
la incógnita del futuro, es honrado no insistirá en
rogativas que arruinen al sentenciado sin
apelación con gastos que implican serios
sacrificios y de los que sólo él se beneficiará
mterialmente.
“Cuando el Santo se vira y quiere perder a uno,
¿qué se va a hacer?” Absolutamente nada. La
enfermedad entonces lo saben el babalawo y el
gangángáme, no tiene remedio; ya no existe para
este individuo la posibilidad de “un cambio de
vida” o de cabeza, esta operación mágica,
universal y milenaria que consiste en hacer pasar
la enfermedad de una persona a un animal, a un
muñeco, al que se tratará de darle el mayor
parecido con el enfermo, o a otra persona sana,
por lo que muchos se guardan de estar en
contacto directo y aún de visitar santeros e
iyalochas enfermos de gravedad, “no sea que
cambien vida”, pues el espíritu más fuerte puede
apoderarse de la vitalidad del más debil, robarle
la vida y recuperar la salud. (“Por eso vé Vd. que
un santero viejo, ya moribundo revive, y en
cambio se muere el joven que está a su lado”).
Tampoco le salvaría la gracia que un orisha
infundiera a una yerba. No valen rogaciones ni
ebbó, sacrificios de aves y cuadrúpedos, tan
eficaces que estipulan de antemano los Santos,
especificando su naturaleza en cada caso,
mediante los caracoles o el Ifá.
Luis S., al revés que Papá Colás, no era santero.
En un toque de tambor Changó le pidió
“agguddé” —plátano—, y Luis no lo entendió o se
hizo el distraido. Es verdad que no creía mucho
en los Santos; detalle de la mayor importancia.
Un domingo que iba de compras al mercado
alguien se le acercó y le habló en lengua. En aquel
instante perdió el conocimiento y sin recobrarlo
lo llevaron a su habitación en el solar. No volvió
en sí hasta transcurridas cinco horas. Estando
aún inconsciente en la cama, su mujer “cae” con
Changó, éste la conduce a casa de su madrina, y
allí el Santo refiere lo ocurrido.
—“Alafi (Changó) ¿pero qué has hecho?” le
preguntan. “Etie mi cosinca”, (No he hecho nada)
responde el Santo maliciosamente dándose en la
rodilla y encogiéndose de hombros.
La madrina le retiró el Santo a la mujer de Luis.
No se perdió tiempo; se hicieron rogaciones para
desagraviar a Changó. Advertido por la madrina
de su mujer, Luis le sacrificó un hermoso
carnero. Pero Changó... “de tan rencoroso, de tan
caprichoso que es”, no quedó satisfecho. El
hombre empeoró y su mujer no podía dejarlo
solo pues inmediatamente Alafi lo lanzaba al
suelo y quedaba atontado, privado de
movimiento por mucho rato. Explicaba
torpemente al volver en sí, que un negro lo
elevaba y lo dejaba caer. “Por la tirria de Santa
Bárbara, que se empeñó en acabar con él”, Luis S.
al fin murió de un síncope.

VENGANZAS Y CASTIGOS DE LOS ORISHAS


Extraido de EL MONTE
Lydia Cabrera
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
EL GRIS GRIS EN EL ESCALÓN DE SU PUERTA LE
VOLVIÓ LOCO
RAYMOND J. MARTÍNEZ

M uchas de las casas viejas de Nueva Orleans


fueron construidas cerca de la acera, y se
accedía a ellas por una escalera, por lo
general de tres o cuatro tramos. En la actualidad los
foráneos se preguntan por qué se mantienen esos
escalones tan limpios, pero eso es una costumbre
respetada desde hace tiempo. Se los lava todos los
días, y a veces, cuando no están perfectamente
limpios, se extiende sobre ellos ladrillo en polvo.
Nunca ha habido una explicación satisfactoria para
que se eche ladrillo en polvo sobre escalones del todo
limpios. El interior de la casa puede estar polvoriento
y sucio, pero los escalones han de encontrarse
relucientes, pues ello le da la impresión a los
transeúntes de que toda la casa está igual de limpia.
(Es la mejor explicación que puedo dar sobre los
escalones limpios de Nueva Orleans; puede que haya
una mejor, pero yo no la conozco.)
Había un hombre de moral dudosa que tenía dos
nombres, J. D. Rudd y J. B. Langrast. Hacia 1850 era
el propietario de una casa que tenía un gran patio,
situada en la calle Dumaine, y en ella se ganaba la vida
vendiendo chatarra que almacenaba en su terreno,
tanto en el interior de la casa como en el patio. Sin
embargo, sus escalones siempre estaban limpios, y
cualquier persona que entraba en la morada se
quedaba asombrada al ver la suciedad: las ropas
viejas, las sábanas que no habían sido cambiadas en
semanas, y los diversos artículos, como garrafones,
muebles rotos, ruedas de carreteras y pajareras. No
obstante, ganaba bastante dinero, pues la mitad de la
chatarra que vendía era robada, y una buena parte la
recogía gratis. Compraba muy poco. Sin embargo, no
había día en que no realizara ventas que ascendieran a
una suma próxima a los cien dólares, en aquella época
una cantidad considerable.
El motivo por el que utilizaba dos nombres se debía
a que tenía dos mujeres, una en la parte alta de la
ciudad y la otra en la parte baja. Ninguna conocía la
existencia de la otra, y, como una hablaba sólo francés
y la otra sólo español, no resultaba probable que se
llegaran a conocer y compararan notas. En la zona alta
era conocido como Langrast, y en la baja como Rudd;
y cuando estaba en la parte alta vestía un excelente
traje a medida y camisa limpia, de hecho, se vestía
como un caballero, mientras que en la parte baja
llevaba ropas de trabajo, pues su esposa de allí,
habiendo sido criada en una choza, no era muy
exigente. Hasta hoy en día no se sabe por qué quería
dos mujeres, ya que pasaba la mayor parte del tiempo
en su cuartel general de la chatarra en la calle
Dumaine, y dormía en una cama apenas apta para
animales, y menos aún para un hombre que a veces se
vestía como un caballero y asumía modales
adecuados. Vivió feliz de esa manera durante varios
años, y se consideró como un genio del engaño.
Marie Laveau se hallaba en la cúspide de su fama y
gloria por esa época, y asombraba a la gente con sus
increíbles logros, pero Langrast la odiaba, a ella y a su
culto, y a todos los individuos que profesaran el vudú.
Decía que eran “la escoria de la tierra, y ladrones que
preferían matar y robar.” Siempre que había un
asesinato misterioso en la ciudad él le atribuía el
crimen a algún “vudú”. Pero una mañana, al abrir la
puerta delantera de la casa, vio en los lustrosos
escalones una cruz y una bolsa pequeña que contenía
la cabeza de un gallo. Eso le enfureció, y fue de
inmediato a informar del asunto a la policía; sin
embargo, sólo había recorrido unas calles cuando se le
ocurrió que no se hallaba en posición de atraer
publicidad sobre su persona, ya que estaba usando dos
nombres y estaba casado con dos mujeres. Una vez
que se hubo calmado, también pensó que la policía
poco podía hacer al respecto. Cuanto más
discretamente viviera, mejor. Dio la vuelta y se
preguntó qué podía hacer con la cabeza de gallo que
llevaba con él para mostrársela a la policía, y al ser
incapaz de decidirse se metió en un bar y pidió una
copa de whisky. De pie a su lado, en la barra, había un
hombre de aspecto lamentable que parecía estar
emborrachándose adrede, pues no paraba de pedir
una copa tras otra.
Cuando Langrast se disponía a marcharse, el hombre
le encaró y dijo:
—¿Me ve? Míreme, en una ocasión fui un caballero
próspero. Pero míreme ahora. Soy un mendigo. ¿Por
qué? ¿Le gustaría saberlo? Es una historia interesante,
y yo se la voy a contar. Los seguidores del vudú me
lanzaron una maldición. Yo estaba enamorado de una
muchacha; pero no voy a hablar de eso... por motivos
que conozco muy bien, motivos sagrados, muy
sagrados. El amuleto aparecía cada mañana en el
escalón de mi puerta —cada mañana— y entonces mi
suerte empezó a cambiar. Un sinsonte que venía a
cantar a mi ventana todas las mañanas desapareció;
mi pececillo de colores se murió; mi perro, Rex, el
animal más bueno que haya vivido alguna vez, recibió
un tiro, y murió en mis brazos, despidiéndose de mí
como lo haría un ser humano. —En ese momento le
saltaron las lágrimas—. Yo estaba en el negocio del
tabaco y vendía tabaco cultivado aquí, en el distrito de
St. James, y ganaba dinero. Iba camino de
convertirme en millonario, a pesar de que gastaba el
dinero a raudales.
Langrast no deseaba oír la historia, y reanudó la
marcha, pero el hombre lo agarró del brazo.
—No tenga prisa; podría sucederle a usted, y le
aconsejo que lo escuche para que pueda estar en
guardia. Me llamo John Spiker, y soy de Kentucky.
Langrast estaba asustado. Parecía como si el amuleto
ya empezara a actuar sobre él.
—Le invito a una copa —dijo—, y eso es todo.
Mientras John Spiker le indicaba con un gesto al
camarero que les llevara dos copas, Langrast le deslizó
la cabeza de gallo en el bolsillo.
Les sirvieron las bebidas y Spiker se puso a hablar de
nuevo.
—Sí, como iba diciendo, tenía un carruaje y los
mejores hombres de la ciudad me estrechaban la
mano en la calle; pero ahora no me conocen, ni
siquiera saben ya mi nombre, no reconocen mi cara...
como si nunca me hubieran visto. Pero deje que le
muestre mi cheque de diez mil dólares anulado,
calderilla que...
Metió la mano en el bolsillo, y cuando sintió la
cabeza de gallo la cara se le puso lívida, y pareció
incapaz de mover un músculo. Se volvió para ver si
había alguien detrás de él, con la mano aún en el
bolsillo apretando la cabeza de gallo. Al rato la sacó, la
examinó y la arrojó con todas sus fuerzas contra el
espejo del bar, rompiendo dos botellas de whisky.
El camarero se dirigió al cuarto trasero del bar y
regresó con una escopeta de doble cañón que apuntó
en dirección de Langrast y Spiker cuando dijo:
—Y ahora largaos, los dos.
—¿Por qué yo? —preguntó Langrast.
—Porque te vi meter esa cabeza de gallo en el bolsillo
de Spiker.
Al oírlo, Spiker recordó todas las imprecaciones que
había escuchado alguna vez en el viejo Kentucky y se
las soltó a Langrast, jurando que si tuviera un revólver
lo mataría, y declarando que si se encontraba cuando
lo tuviera le dispararía en el acto, pues ese incidente
había renovado la maldición lanzada sobre él,
prolongándola “ni se sabe cuánto”.
El camarero, ya calmado, soltó la escopeta y,
habiendo disfrutado de los magníficos insultos de
Spiker, dijo que los muchachos podían tomar una
copa por invitación de la casa, y para mostrarles que el
amuleto no significaba nada para él, conservaría la
cabeza de gallo en un vaso de su mejor whisky y la
mantendría en el estante de los licores.
Spiker no se movió durante un momento; luego, con
lágrimas frescas cayéndole por las mejillas, le estrechó
la mano a Langrast. Una vez acabada la copa a cuenta
de la casa, decidieron que se emborracharían juntos, y
juraron que “limpiarían Nueva Orleans del vudú”, y
que lo desenmascararían “como el fraude más sucio
que existiera jamás o regresarían a un país civilizado,
como Tennessee o Kentucky, donde un hombre podía
dispararte cara a cara, pero que jamás se agacharía
para ponerte un amuleto en el escalón de la puerta,
causándote la muerte por una lenta humillación e
inanición.”
Casi agotaron el licor del bar, todo a cuenta de
Langrast, pues era un hombre próspero. En algún
momento del amanecer se fueron trastabillando a
casa, y cuando Langrast llegó a la suya vio una cruz
nueva y otra cabeza de gallo en los escalones. Eso le
volvió loco. Entró en la casa, cogió su escopeta y se
puso a destrozar los escalones a balazos, al tiempo que
maldecía el vudú y juraba que iba a matar hasta el
último de sus seguidores que “infestaban esta ciudad”.
Los vecinos llamaron a la policía y Langrast fue
encerrado.
Cuando le soltaron, después de pagar una fuerte
multa, malvendió su negocio, abandonó a sus dos
esposas y dejó la ciudad.
Treinta años después llegó un anciano a Nueva
Orleans procedente del Perú, y se registró en el Hotel
St. Louis como J. B. Langrast. Hablaba español con
fluidez y era muy rico, ya que provocó un impacto en
los círculos bancarios depositando medio millón de
dólares en un banco de Nueva Orleans. Pasado un
tiempo, se puso a buscar a la mujer de J. D. Rudd y a
la mujer de J. B. Langrast. Descubrió que la señora
Rudd estaba muerta y que la señora Langrast, ahora
de cincuenta años, trabajaba como camarera en el
Hotel St. Louis. Se dirigió al restaurante y la
reconoció. Pero ella no le reconoció a él; había
envejecido mucho, y como ya casi había olvidado el
inglés ella no pudo recordar su voz... su entonación
había cambiado. Pero al final la convenció de que era
su marido y la llevó a Tennessee, que para él era un
civilizado en el que deseaba pasar el resto de su vida...
donde un hombre nunca te disparaba por la espalda,
ni te torturaba con amuletos ni te lanzaba una
maldición.

GRIS GRIS ON HIS DOOR—STEP DROVE HIM MAD


Extraído de Mysterious Marie Laveau, Voodoo Queen, And Folk Tales Along The Mississippi,
1956
Raymond J. Martínez
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
DESDE LUGARES SOMBRÍOS
Richard Matheson

E l doctor Jennings giró hacia el bordillo y las


ruedas de su Jaguar levantaron una ola de
barro. Pisó con fuerza el freno, sacó la llave con
la mano izquierda mientras con la derecha tanteó en
busca del maletín que tenía a su lado. Un instante
después se hallaba en la calle esperando un hueco en
el tráfico por el que poder cruzar.
Alzó la mirada hacia las ventanas del apartamento
de Peter Lang. ¿Estaría bien Patricia? Había sonado
asustada por teléfono... trémula, cercana al pánico.
Jennings bajó los ojos y frunció el ceño ante la hilera
de coches que no dejaban de pasar. Luego, cuando se
produjo un hueco en la procesión, se lanzó a la
carrera.
La puerta de cristal se cerró automáticamente a su
espalda mientras atravesaba el vestíbulo. ¡Padre, date
prisa! ¡Por favor! ¡No sé qué hacer con él! La voz
sobrecogida de Patricia reverberó en su mente. Entró
en el ascensor y apretó el botón del décimo piso. ¡No
puedo contártelo por teléfono! ¡Tienes que venir!
Jennings tenía la vista clavada delante sin ver nada,
ajeno al susurro de las puertas al cerrarse.
Ciertamente, la relación de tres meses de Patricia
con Lang había sido problemática. Aun así, no se
sentiría justificado para pedirle que la rompiera. A
Lang no se le podía clasificar entre los ricos ociosos.
Cierto, jamás había tenido que enfrentarse a un
trabajo en sus veintisiete años de vida. Pero no era
indolente o inútil. Era uno de los cazadores más
importantes del mundo, y se movía en el mundo que
había elegido con elegante autoridad. Y a pesar de su
aire jactancioso, en él había una vena de humor
siempre dispuesta a manifestarse y un sentido básico
de la justicia. Pero lo más importante era que parecía
amar mucho a Patricia.
Sin embargo, este problema, fuera cual fuere, había
surgido mientras el doctor se hallaba fuera.
Jennings parpadeó y enfocó la vista. Las puertas del
ascensor estaban abiertas. Marchó rápidamente
pasillo abajo, mientras los zapatos producían un ruido
crujiente en los baldosines encerados del suelo.
Había una nota escrita a mano pegada a la puerta.
Pasa. Jennings experimentó un temblor ante la visión
de la apresurada letra de Pat. Cobrando ánimos,
entró...
Y se paró en seco. El salón se encontraba revuelto,
las sillas y las mesas tiradas, las lámparas rotas, un
puñado de libros lanzados por el cuarto, y por todas
partes se veían diseminados cristales rotos, cerillas y
colillas de cigarrillos. Docenas de manchas de licor
ensuciaban la moqueta blanca. En el bar, una botella
volcada goteaba whisky por el borde de la barra; un
chirrido regular inundaba la habitación procedente de
los gigantescos altavoces de pared. Jennings se quedó
boquiabierto.
Peter debe de haberse vuelto loco.
Se quitó el sombrero y el abrigo, y luego se acercó al
equipo de alta fidelidad y lo apagó.
¿Padre?
—Sí —Jennings oyó con alivio el sollozo de su hija y
se apresuró a ir al dormitorio.
Se encontraban en el suelo bajo la ventana. Pat
estaba de rodillas abrazando a Peter, que había
encorvado su cuerpo desnudo hasta quedar
acurrucado, los brazos apretados contra la cara.
Cuando Jennings se arrodilló junto a ellos, Patricia le
miró con ojos dominados por el terror.
—Intentó tirarse por la ventana —dijo—, intentó
matarse.
—Bueno —Jennings apartó los brazos temblorosos
de ella y trató de levantar la cabeza de Lang. Peter
jadeó, reculando para evitar su contacto y de nuevo
volvió a encogerse en una bola de extremidades y
torso. Jennings observó su silueta contraída, el
movimiento de músculos en la espalda y hombros de
Peter. Parecía que había serpientes retorciéndose bajo
la piel tostada por el sol—. ¿Cuánto tiempo lleva así?
—preguntó.
—No lo sé —su rostro era una máscara de agonía—.
No lo sé.
—Ve al salón y sírvete una copa —ordenó su padre—.
Yo me ocuparé de él.
—Intentó saltar por la ventana.
—Patricia.
Ella empezó a llorar y Jennings giró la cara; lo que
necesitaba eran lágrimas. De nuevo trató de estirar el
inflexible nudo que era el cuerpo de Peter. Una vez
más el joven jadeó y se apartó de él.
—Trata de relajarte —dijo Jennings—. Quiero que te
tumbes en la cama.
—¡No! —exclamó Peter; la voz era un susurro denso
por el dolor.
—No puedo ayudarte, muchacho, a menos que...
Jennings calló, con expresión sorprendida. En un
instante el cuerpo de Lang había perdido su rigidez.
Estaba extendiendo las piernas y los brazos se
apartaban de su tensa posición ante la cara.
Peter levantó la cabeza. El rostro, cubierto por una
barba oscura, estaba lívido, los ojos perdidos, era la
cara de un hombre que aguanta un tormento
insoportable.
—¿Qué pasa? —preguntó Jennings, consternado.
Peter sonrió, una mueca desagradable.
—¿No se lo ha contado Patty?
—¿Contado qué?
—Me están embrujando —repuso Peter—. Algún...
—Cariño, no —suplicó Pat.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Jennings.
—¿Una copa? —dijo Peter. ¿Cariño?
Patricia se puso con cierta inseguridad de pie y se
dirigió al salón. Jennings ayudó a Lang a echarse en la
cama.
—¿Qué es todo esto? —preguntó.
Lang dejó caer pesadamente la cabeza sobre la
almohada.
—Lo que dije —contestó—. Embrujado. Maldecido.
Hechicero — lanzó una risita débil—. El bastardo
esquelético me está matando. Ya lleva tres meses...
casi desde que Pat y yo nos conocimos.
—¿Estás...?— empezó Jennings.
—La codeína es ineficaz —dijo Lang—. Incluso la
morfina... nada. —Jadeó en busca de aire—. Sin fiebre,
sin escalofríos. No tengo ningún síntoma para la
asociación de médicos. Sencillamente... alguien me
está matando. —Miró a través de párpados
entrecerrados—. ¿Gracioso?
—¿Hablas en serio?
Peter bufó.
—¿Quién demonios lo sabe? —comentó—. Quizá sea
delirium tremens. Dios sabe que hoy he bebido lo
suficiente como para... —La maraña de su pelo oscuro
se deslizó por la almohada cuando miró en dirección a
la ventana—. Infiernos, ya es de noche —dijo. Giró con
rapidez—. ¿Hora?
—Las diez pasadas —dijo Jennings—. ¿Qué hay de...?
—Martes, ¿verdad? —inquirió Lang. Jennings se le
quedó mirando—. No, veo que no. —Lang empezó a
toser secamente—. ¡Una copa! —gritó.
Cuando sus ojos se dirigieron a la puerta, Jennings
miró por encima del hombro. Patricia había vuelto.
—Se ha caído todo —dijo con voz de niña asustada.
—De acuerdo, no te preocupes —musitó Lang—. No
la necesito. Pronto estaré muerto.
—¡No hables así!
—Cariño, me encantaría morirme ahora mismo —
dijo Peter, mirando al techo. Su ancho pecho se alzó
de manera irregular al respirar—. Lo siento, cariño, no
hablaba en serio. Oh, oh, ya empieza de nuevo. —Lo
dijo con tanta suavidad que su ataque los cogió por
sorpresa.
Bruscamente, empezó a forcejear en la cama, sus
piernas de músculos agarrotados pateando como si
fueran pistones, los brazos cruzados sobre la piel tensa
de su cara. Un ruido como el chillido de un violín
osciló en su garganta y Jennings vio que le caía saliva
por la comisura de los labios. El médico fue a toda
velocidad en busca de su maletín.
Antes de llegar a cogerlo, el cuerpo agitado de Peter
se había caído de la cama. El joven se irguió, gritando,
con la boca abierta con el frenesí de un animal
esclavizado. Patricia trató de contenerlo, pero, con un
rugido, él la apartó bruscamente a un lado y fue
trastabillando hacia la ventana.
Jennings salió a su encuentro con la hipodérmica.
Durante varios momentos quedaron abrazados en una
forcejeante lucha, el distendido rostro de Peter a unos
centímetros de la cara del médico, las manos de venas
hinchadas en busca de la garganta de Jennings. Lanzó
un grito ronco cuando la aguja atravesó su piel y,
dando un salto hacia atrás, perdido el equilibrio, se
desplomó. Intentó incorporarse, los ojos enloquecidos
clavados en la ventana. Entonces, la droga entró en su
sangre y se quedó sentado en la postura flácida de un
muñeco de trapo. El sopor vidrió sus ojos.
—El bastardo me está matando —musitó.
Le tendieron en la cama y cubrieron sus lentos
espasmos.
—Me está matando —repitió Lang—. El negro
bastardo.
—¿De verdad cree eso? —preguntó Jennings.
—Padre, míralo —contestó ella.
—¿Tú también lo crees?
—No lo sé —sacudió la cabeza con gesto impotente—.
Lo único que sé es que le he visto cambiar de lo que
era a... esto. No está enfermo, padre. No tiene nada. —
Experimentó un escalofrío—. Sin embargo, se está
muriendo.
Jennings apartó los dedos del agitado pulso del
joven.
—¿Le han visto?
Ella asintió cansinamente.
—Sí —respondió—. Cuando empezó a empeorar, fue
a ver a un especialista. Pensó que quizá su cerebro... —
Sacudió la cabeza—. No tiene nada malo.
—Pero, ¿por qué dice que le están...? —Jennings se
vio incapaz de pronunciar la palabra.
—No lo sé —dijo ella—. A veces, parece creerlo. La
mayor parte del tiempo bromea.
—Pero, ¿en qué se basa...?
—Un incidente en su último safari —repuso Patricia
—. En realidad no sé qué pasó. Un nativo zulú lo
amenazó; dijo que era un hechicero y que iba a... —Se
le quebró la voz—. Oh, Dios, ¿cómo algo así puede ser
verdad? ¿Cómo puede suceder?
—La cuestión, pienso, es si Peter en realidad cree
que está sucediendo —comentó Jennings. Se volvió
hacia Lang— . Y, por su aspecto...
—Padre, me he estado preguntando si... si, tal vez, la
doctora Howell podría ayudarlo.
Jennings la miró un momento. Luego, dijo:
—Tú crees en ello, ¿verdad?
—Padre, trata de comprenderlo. —Había un deje
tembloroso de pánico en su voz—. Tú sólo has visto a
Peter de vez en cuando. Yo he visto cómo le sucedía
día tras día. ¡Algo le está destruyendo! No sé qué es,
pero probaré cualquier cosa para frenarlo. Cualquier
cosa.
—De acuerdo —apoyó una mano tranquilizadora en
la espalda de ella—. Ve a llamarla por teléfono
mientras yo lo ausculto.
Una vez se hubo ido al salón —la conexión del
dormitorio había sido arrancada de la pared—,
Jennings bajó la manta y contempló el cuerpo
bronceado y musculoso de Peter. Temblaba con
vibraciones ínfimas... como si, dentro del
encarcelamiento químico de la droga, cada nervio
aislado palpitara todavía.
Jennings apretó los dientes. En alguna parte en el
centro de su percepción sintió que la exploración
médica sería inútil. No obstante, experimentaba
desagrado por lo que podía estar preparando Patricia.
Iba contra la naturaleza científica, ofendía la razón.
También le asustaba.
Jennings vio que el efecto de la droga ya casi había
desaparecido. Por lo general, habría dejado a Lang
inconsciente de seis a ocho horas. Y ahora —en
cuarenta minutos— estaba en el salón con ellos,
echado en el sofá enfundado en su bata, diciendo:
—Patty, es ridículo. ¿Qué va a conseguir otra
doctora?
—¡Muy bien, entonces, es ridículo! —exclamó ella—.
¿Qué quieres que hagamos... simplemente quedarnos
inmóviles y observar cómo...? —fue incapaz de
terminar.
—Shhh —Lang acarició su cabello con dedos
temblorosos—. Patty, Patty. Tranquila, cariño. Quizá
pueda con ello.
—Tú vas a poder con ello —Patricia le besó la mano
—. Es por los dos, Peter. No seguiré sin ti.
—No hables de esa manera —Lang se retorció en el
sofá—. Oh, Dios, empieza de nuevo. —Forzó una
sonrisa—. No, me encuentro bien —le dijo—. Sólo... es
una especie de hormigueo. —La sonrisa se transformó
en una repentina mueca de dolor—. ¿Así que esta
doctora Howell va a solucionar mi problema? ¿Cómo?
¿Qué es, una quiropráctica?
—Es una antropóloga.
—Estupendo. ¿Qué va a hacer, explicarme los
orígenes étnicos de la superstición? —Lang habló
rápidamente, como si intentara superar el dolor con
las palabras.
—Ha estado en Africa —dijo Pat—. Ella...
—Yo también —cortó Peter—. Un sitio maravilloso
para visitar. Pero no juegues con los médicos brujos.
—Su risa se tornó en un grito jadeante—. ¡Oh, Dios,
negro esquelético y bastardo, si te tuviera aquí! —Sus
manos se extendieron en dos garras, como si quisiera
ahorcar a un atacante invisible.
—Perdón...
Se volvieron sorprendidos. Una mujer joven y negra
les miraba desde la entrada del salón.
—Había una tarjeta en la puerta —explicó.
—Por supuesto; lo habíamos olvidado —Jennings ya
se había puesto de pie.
Oyó que Patricia le susurraba a Lang:
—Quería decírtelo. Por favor, no tengas prejuicios.
Peter la miró fijamente, su expresión incluso más
sorprendida:
—¿Prejuicios?
Jennings y su hija cruzaron la estancia.
—Gracias por venir —Patricia apretó su mejilla
contra la de la doctora Howell.
—Es agradable verte, Pat —dijo la doctora Howell.
Por encima del hombro de Patricia le sonrió al
médico.
—¿Has tenido algún problema en llegar hasta aquí?
—preguntó éste.
—No, no, el metro nunca me falla.
Lurice Howell se desabotonó el abrigo y giró cuando
Jennings alargó el brazo para ayudarla. Pat miró el
bolso que Lurice había dejado sobre el suelo; luego
observó a Peter.
Lang no apartó los ojos de Lurice Howell mientras
ella se le acercaba, flanqueada por Pat y Jennings.
—Peter, te presento a la doctora Howell —dijo Pat—.
Fuimos juntas a Columbia. Enseña antropología en el
City College.
Lurice sonrió.
—Buenas noches —saludó.
—No tan buenas —repuso Peter.
Desde el rabillo del ojo Jennings vio la forma en que
Patricia se puso rígida.
La expresión de la doctora Howell no se alteró. Su
voz no cambió.
—¿Y quién es ese negro esquelético y bastardo que
desearía tener aquí? —preguntó.
La cara de Peter se puso momentáneamente en
blanco. Luego, con los dientes apretados para luchar
contra el dolor, repuso:
—¿Qué se supone que significa eso?
—Una pregunta —dijo Lurice.
—Si está planeando dirigir un seminario sobre
relaciones raciales, olvídelo —musitó Lang—. No me
encuentro con ánimos para ello.
—Peter.
Observó a Pat a través de ojos llenos de dolor.
—¿Qué quieres? —demandó—. Ya estás convencida
de que tengo prejuicios, así que... —Dejó caer la cabeza
de nuevo sobre el apoyabrazos del sofá y cerró los ojos
—. Dios, clávame un cuchillo —jadeó.
La sonrisa tensa había desaparecido de los labios de
la doctora Howell. Al hablar, miró a Jennings con
seriedad.
—Lo he examinado —dijo él—. No hay señal de
deterioro físico, ni rastro de lesión cerebral.
—¿Cómo va a saberlo? —contestó ella con calma—.
No es una enfermedad. Es ju—ju.
Jennings se quedó mirando.
—Tú...
—Ya empezamos —dijo Peter con voz ronca—. Ya lo
tenemos. —Se volvió a sentar, clavando los dedos
pálidos en los cojines—. Ésa es la respuesta. Ju—ju.
—¿Lo duda? —preguntó Lurice.
—Lo dudo.
—¿Del mismo modo en que duda de sus prejuicios?
—Oh, Jesús, ¡Dios! —Lang se llenó los pulmones con
un sonido gutural, de aspiración—. Estaba herido y
quería algo que odiar, así que elegí a ese asqueroso
bastardo para...—Se dejó caer hacia atrás
pesadamente—. Al demonio. Piense lo que quiera —se
llevó una mano paralizada a los ojos—. Sólo déjenme
morir. Oh, Jesús, Dios, déjenme morir. —De repente,
miró a Jennings—. ¿Otra inyección? —suplicó.
—Peter, tu corazón no puede...
—¡Al demonio mi corazón! —La cabeza de Peter se
movía hacia adelante y hacia atrás—. ¡Entonces media
dosis! ¡No puede negárselo a un moribundo!
Pat se llevó el borde de su tembloroso puño a los
labios, tratando de no llorar.
—¡Por favor! —dijo Peter. Una vez que la inyección
hubo surtido efecto, Lang se tumbó, la cara y el cuello
llenos de sudor—. Gracias —musitó. Los pálidos labios
se retorcieron en una sonrisa cuando Patricia se
arrodilló a su lado y comenzó a secarle el rostro con
una toalla—. Hola, amor —susurró. Los ojos apagados
de Peter se volvieron hacia la doctora Howell—. Muy
bien, lo siento, mis disculpas —comentó con cortesía
—. Le doy las gracias por venir, pero no creo en eso.
—Entonces, ¿por qué está funcionando? —preguntó
Lurice.
—¡Ni siquiera sé lo que está pasando! —espetó Lang.
—Creo que sí —dijo la doctora Howell; su voz surgía
con premura—. Y yo lo sé, señor Lang. El ju—ju es la
magia pagana más terrible del mundo. Siglos de
creencia colectiva serían suficientes para conferirle un
poder aterrador. Tiene ese poder, señor Lang. Usted lo
sabe.
—¿Y cómo lo sabe usted, doctora Howell? —
contrarrestó él.
—Cuando tenía veintidós años —repuso ella—, pasé
un año en un pueblo zulú realizando trabajo de campo
para mi doctorado. Mientras estuve allí, la ngombo se
encariñó conmigo y me enseñó casi todo lo que sabía.
—¿Ngombo? —preguntó Patricia.
—Creía que los hechiceros eran hombres —comentó
Jennings.
—No, la mayoría son mujeres —indicó Lurice—.
Mujeres astutas y observadoras que trabajan muy
duramente en su profesión.
—Fraudes —dijo Peter.
Lurice le sonrió.
—Sí —comentó—. Lo son. Fraudes. Parásitos.
Holgazanes. Alarmistas. Sin embargo... ¿qué cree
usted que le está haciendo sentir como si mil arañas se
arrastraran por su cuerpo?
Por primera vez desde que entrara en el
apartamento Jennings vio una expresión de miedo en
la cara de Peter.
—¿Sabe eso? —le preguntó Lang.
—Sé por todo lo que está pasando —afirmó la
doctora Howell—. Yo misma lo pasé durante aquel
año. Una hechicera de un pueblo próximo me lanzó
una maldición de muerte. Kuringa me salvó de ella.
—Cuéntemelo.
Jennings notó que la respiración del joven se estaba
acelerando. Le sorprendió darse cuenta de que la
segunda inyección ya empezaba a perder su efecto.
—¿Que le cuente qué? —dijo Lurice—. ¿Sobre los
dedos de largas uñas desgarrando sus entrañas?
¿Sobre la sensación que tiene de que debe encogerse
hasta formar una bola con el fin de aplastar a la
serpiente que se va extendiendo en su vientre? —Peter
se la quedó mirando con la boca abierta—. ¿La
sensación de que su sangre se ha convertido en ácido?
—prosiguió Lurice—. ¿Que si se mueve se desintegrará
porque sus huesos han sido chupados hasta quedar
huecos? —Los labios de Peter empezaron a temblar—.
¿Esa sensación de que su cerebro está siendo
devorado por una manada de ratas peludas? ¿Que sus
ojos están a punto de derretirse y chorrear por sus
mejillas como si fueran jalea? ¿Que...?
—Ya basta —el cuerpo de Lang tuvo unos escalofríos
espasmódicos.
—Sólo he dicho esas cosas para convencerle de que
lo sabía —comentó Lurice—. Recuerdo mi propio
dolor como si lo hubiera sufrido esta misma mañana
en vez de hace siete años. Puedo ayudarle si me deja,
señor Lang. Haga a un lado su escepticismo. Usted
cree en ello, o no podría hacerle daño, ¿no lo ve?
—Cariño, por favor —pidió Patricia.
Peter la miró. Luego su mirada regresó a la doctora
Howell.
—No debemos esperar mucho más, señor Lang —le
advirtió ella.
—De acuerdo —él cerró los ojos—. De acuerdo,
inténtelo. Por todos los infiernos que no puedo
empeorar.
—Deprisa —suplicó Patricia.
—Sí —Lurice Howell dio media vuelta y cruzó el
cuarto para ir a coger su bolso.
Fue al recogerlo que Jennings captó la expresión en
su rostro... como si se le acabara de ocurrir alguna
complicación formidable. Ella los miró.
—Pat —dijo—, ven aquí un momento.
Patricia se incorporó de inmediato y se acercó a ella.
Jennings las observó durante un momento antes de
volver a posar los ojos en Lang. El joven empezaba a
retorcerse de nuevo. Ya le vuelve, pensó Jennings.
—¿Qué?
Jennings miró a las mujeres. Pat contemplaba a la
doctora Howell con expresión aturdida.
—Lo siento —dijo Lurice—. Debí informarte desde el
principio, pero no hubo ninguna oportunidad.
Pat titubeó.
—¿Ha de ser de esa manera? —preguntó.
—Sí.
Patricia miró a Peter con aprensión dubitativa en los
ojos. Luego, bruscamente, asintió.
—Muy bien —repuso—. Pero date prisa.
Sin pronunciar otra palabra, Lurice Howell entró en
el dormitorio. Jennings observó a su hija mientras
ésta miraba con fijeza la puerta cerrada.
La puerta del dormitorio se abrió y salió la doctora
Howell. Jennings, que en ese instante giraba desde su
posición junto al sofá, contuvo el aliento. Lurice
estaba desnuda hasta la cintura y debajo llevaba una
falda fabricada con diversos pañuelos de colores
anudados entre sí. Sus piernas y pies estaban
desnudos. Jennings la miró boquiabierto. La blusa y
falda que había llevado antes no habían revelado nada
de la sinuosa belleza de su cuerpo.
Jennings desvió la vista a Pat; su expresión al mirar
a la doctora Howell era inconfundible.
El doctor volvió a observar a Lurice; la expresión de
ella al observar la cara del joven era más difícil de
interpretar.
—Por favor, compréndanlo, jamás he hecho esto
antes —dijo Lurice, avergonzada por su silencio
escrutador.
—Lo comprendemos —repuso Jennings, una vez más
incapaz de quitarle los ojos de encima.
Un punto rojo y brillante estaba pintado en cada una
de sus mejillas cetrinas, y sobre su cabello rizado
llevaba un penacho de plumas parecido a un yelmo,
cada una de una tonalidad castaña con un ojo vívido
en el extremo. Sus pechos sobresalían de una maraña
de collares hechos de dientes de animales, madejas de
cuentas y abalorios de brillantes colores y tiras de piel
de serpiente. En el brazo izquierdo —atado alrededor
del bíceps con un hilo de lana de angora— colgaba un
pequeño escudo de piel moteada de buey.
Avanzó hacia ellos con un desafío tímido, casi
infantil... como si su vergüenza estuviera equilibrada
por el conocimiento de su esplendor físico. Jennings
quedó sorprendido al ver que tenía el estómago
tatuado, cientos de diminutos ribetes que formaban
un dibujo de círculos concéntricos alrededor de su
ombligo.
—Kuringa insistió en ello —explicó Lurice como si él
se lo hubiera preguntado—. Fue su precio por
enseñarme sus secretos. —Sonrió fugazmente—.
Conseguí disuadirla de limarme los dientes hasta
dejarlos puntiagudos.
Jennings percibió que estaba hablando para
esconder su vergüenza y sintió una oleada de simpatía
hacia ella mientras dejaba el bolso en el suelo, lo abría
y empezaba a extraer su contenido.
—Los ribetes se levantan haciendo pequeñas
incisiones en la carne —dijo ella— y metiendo en cada
incisión una pizca de pasta. —Depositó en la mesita un
frasco con un líquido grumoso y un puñado de piedras
pequeñas y lustrosas—. La pasta tuve que hacerla yo
misma. Tuve que coger un cangrejo de tierra con las
manos y arrancarle una de sus pinzas. Tuve que
desollar una rana viva y la mandíbula de un mono. —
Dejó en la mesita un haz de lo que parecían ser lanzas
diminutas—. La pinza, la piel y la mandíbula, junto
con algunos ingredientes de plantas, los molí hasta
convertirlos en una pasta.
Jennings se mostró sorprendido cuando ella extrajo
un disco de la bolsa y lo puso en el tocadiscos.
—Cuando diga Ahora, doctor —pidió—, ¿querrá
poner la aguja sobre el disco?
Jennings asintió en silencio.
Cuando se acuclilló para colocar los diversos objetos
sobre el suelo, se hizo evidente que bajo la falda de
pañuelos Lurice iba completamente desnuda.
—Bueno, puede que no viva —dijo Peter, la cara casi
blanca ya—, pero da la impresión de que voy a tener
una muerte fascinante.
—Siéntense los tres formando un círculo —dijo
Lurice.
El educado refinamiento de su voz, procedente de los
labios de lo que parecía una diosa pagana impactó a
Jennings mientras se acercaba a ayudar a Lang.
El ataque tuvo lugar cuando Peter intentó ponerse
de pie. En un instante, se vio sumido en él,
contorsionándose en el suelo, el cuerpo doblado, las
rodillas y los codos golpeando la alfombra. De repente,
se dio la vuelta, echó atrás la cabeza y los músculos de
la espalda se le tensaron con tanta fuerza que su
espalda se arqueó hacia arriba desde el suelo. Una
espuma blanquecina salía de las comisuras de su boca,
sus ojos abiertos parecían congelados en sus cuencas.
—¡Lurice! —chilló Pat.
—No hay nada que podamos hacer hasta que pase —
dijo Lurice. Miró a Peter con ojos consternados.
Entonces, cuando la bata de él se abrió y se retorció
desnudo en la alfombra, apartó la cara, y el rostro se le
tensó con una expresión que Jennings, para su
inquietud, interpretó como una expresión de miedo.
Luego, él y Pat se agacharon para tratar de contener el
afligido cuerpo de Lang—. Suéltenlo —ordenó Lurice
—. No hay nada que puedan hacer.
Patricia le lanzó una mirada centelleante de asustada
animosidad. Cuando el cuerpo de Peter por fin
experimentó un último temblor y quedó inmóvil,
cruzó la bata sobre su cuerpo y volvió a anudarle el
cinturón.
—Ahora. Formen el círculo; deprisa —dijo Lurice,
obligándose con claridad a abandonar algún terror
interior—. No, debe sentarse solo —indicó cuando
Patricia se situó junto a él, sosteniéndole la espalda.
—Se caerá —dijo Pat con una corriente subterránea
de resentimiento en la voz.
—Patricia, si quieres mi ayuda...
Con cierta vacilación, mientras sus ojos iban de las
facciones asoladas por el dolor de Peter a la expresión
atormentada de la cara de Lurice, Patricia se apartó de
él y se quedó quieta.
—Con las piernas cruzadas, por favor —indicó Lurice
—. ¿Señor Lang? —Peter gruñó, con los ojos medio
cerrados—. Durante la ceremonia, le pediré algo en
pago, bastará algo personal, insignificante.
Peter asintió.
—De acuerdo, empecemos dijo él—. No podré
aguantar mucho más.
Los pechos de Lurice se alzaron, temblando, cuando
aspiró una bocanada de aire.
—A partir de ahora silencio —murmuró.
Nerviosa, se sentó frente a Peter e inclinó la cabeza.
A excepción de la estertórea respiración de Lang, en la
habitación reinó un silencio mortal.
Jennings pudo oír débilmente, en la distancia, los
sonidos del tráfico. En vano intentó desterrar de su
mente los malos presagios. No creía en esto. Sin
embargo, aquí estaba sentado, con las piernas
cruzadas que ya empezaban a acalambrarse. Aquí
estaba sentado Peter Lang, obviamente próximo a la
muerte y sin ningún síntoma que lo explicara. Aquí
estaba sentada su hija, aterrada, luchando
mentalmente contra lo que ella misma había iniciado.
Y aquí, lo más extraño de todo, estaba sentada no la
doctora Howell, una inteligente profesora de
antropología y una mujer culta y civilizada, sino una
Bruja Africana semidesnuda con sus instrumentos de
magia bárbara.
Hubo un sonido traqueteante. Jennings parpadeó y
miró a Lurice. En la mano izquierda asía un haz de lo
que parecían lanzas pequeñas. Con la derecha estaba
cogiendo piedras lustrosas y diminutas del montón.
Las agitó en la palma como si fueran dados y las arrojó
sobre la moqueta, la mirada clavada en su caída.
Observó el dibujo que trazaron en la alfombra; luego
volvió a cogerlas. Frente a ella, la respiración de Peter
se hacía cada vez más ardua. Y si sufría otro ataque, se
preguntó Jennings, ¿Tendría que iniciarse de nuevo la
ceremonia?
se retorció en el instante en que Lurice quebró el
silencio.
—¿Por qué vienes aquí? —preguntó. Miró a Peter con
frialdad, casi con ojos coléricos—. ¿Por qué me
consultas? ¿Es porque no tienes éxito con las mujeres?
—¿Qué? —Peter la contempló con perplejidad.
—¿Alguien en tu casa está enfermo? ¿Es la razón por
la que vienes a mí? —preguntó Lurice, con voz
imperiosa. De repente, Jennings se dio cuenta de que
ella ahora era por completo una hechicera
interrogando a su paciente varón, arrogantemente
despectiva respecto a su rango inferior—. ¿Estás
enfermo? —Casi escupió las palabras, echando hacia
atrás los hombros. Jennings miró de manera
involuntaria a su hija. Pat permanecía sentada como
una estatua, las mejillas pálidas, los labios formando
una línea fina y casi blanca—. ¡Habla, hombre! —
ordenó Lurice, la ngombo altiva.
—¡Sí! ¡Estoy enfermo! —El pecho de Peter se sacudió
en busca de aire—. Estoy enfermo.
—Entonces, habla de tu enfermedad —dijo Lurice—.
Cuéntame cómo llegó a ti.
O bien Peter ya se hallaba en tal estado de dolor que
cualquier noción de resistencia quedó destruida... o
había sido atrapado por la fascinación de la presencia
de Lurice. Probablemente era una combinación de
ambas cosas, pensó Jennings mientras observaba
cómo Lang empezaba a hablar, la voz dominada, los
ojos presos de la mirada ardiente de Lurice.
—Una noche entró ese hombre furtivamente en el
campamento —dijo—. Trataba de robar algo de
comida. Cuando le perseguí, se puso furioso y me
amenazó. Dijo que me mataría.
La voz del joven era tan mecánica que Jennings se
preguntó si Lurice había hipnotizado a Peter.
—Y llevaba, en una bolsa a su costado... —la voz de
Lurice parecía impulsarle como el de una
hipnotizadora.
—Llevaba un muñeco —dijo Peter. La garganta se le
contrajo al tragar saliva—. Me habló.
—El fetiche te habló —repitió Lurice—. ¿Qué te dijo?
—Dijo que moriría. Dijo que, cuando la luna fuera
como un arco, yo moriría.
Bruscamente, Peter tembló y cerró los ojos. Lurice
volvió a tirar los huesos y los contempló. De repente,
arrojó las lanzas diminutas.
—No es Mbwiri ni Hebiezo —dijo—. No es Atando ni
Fuofuo ni Sovi. No es Kundi o Sogbla. No es un
demonio del bosque lo que te devora. Es un espíritu
maligno que pertenece a un ngombo que ha sido
ofendido. El ngombo ha traído el mal a tu casa. El
espíritu maligno del ngombo se ha pegado a ti en
venganza por tu ofensa contra su amo. ¿Lo entiendes?
Peter apenas fue capaz de hablar. Asintió con
movimientos espasmódicos.
—Sí.
—Di: Sí, lo entiendo.
—Sí —tembló—. Sí, lo entiendo.
—Me pagarás ahora —le dijo ella.
Peter la miró durante varios momentos antes de
bajar la vista. Sus dedos rígidos buscaron en los
bolsillos de la bata y salieron vacíos. De repente jadeó
y los hombros se encorvaron hacia delante cuando un
espasmo de dolor recorrió su cuerpo. Hurgó en los
bolsillos una segunda vez como si no estuviera seguro
de que se hallaran vacíos. Luego, frenéticamente, se
quitó el anillo del dedo anular de la mano izquierda y
lo extendió. La mirada de Jennings saltó a su hija. Su
cara era como de piedra mientras observaba a Peter
entregar el anillo que ella le había regalado.
—Ahora —dijo Lurice.
Jennings se puso de pie y, tambaleándose debido a la
insensibilidad de sus piernas, se acercó al tocadiscos y
colocó el brazo de la aguja en su sitio. Antes de que
hubiera regresado al círculo, el cuarto quedó inundado
con el batir de tambores, un cántico de voces y un
batir de palmas bajo e irregular. Con los ojos clavados
en Lurice, Jennings tuvo la impresión de que todo se
estaba desvaneciendo en los extremos de su visión,
que Lurice, sola, era visible bajo una luz levemente
nebulosa.
Ella había dejado el escudo de piel de buey en el
suelo y sostenía el frasco en la mano. Quitó el tapón y
bebió el contenido de un único trago. De manera vaga
Jennings se preguntó qué era lo que había bebido.
La botella cayó con un ruido sordo sobre la moqueta.
Lurice empezó a bailar.
El comienzo fue lánguido. Al principio sólo se
movieron sus brazos y hombros, el inquieto y sinuoso
gesto sincronizado con la cadencia de los tambores.
Jennings la miró, imaginando que su corazón había
alterado su ritmo al de los tambores. Observó la
contorsión de sus hombros, los movimientos
serpentinos que hacía con los brazos y las manos. Oyó
el crujido de sus collares. El tiempo y el espacio habían
desaparecido para él. Podía haber estado sentado en el
claro de una selva, contemplando las contorsiones
somnolientas de su danza.
—Batid las manos —ordenó la ngombo.
Sin titubeos, Jennings empezó a batir al ritmo de los
tambores. Miró a Patricia. Ella hacía lo mismo, los
ojos todavía clavados en Lurice. Sólo Peter
permaneció inmóvil, la mirada al frente, los músculos
de su mandíbula temblando mientras apretaba los
dientes. Durante un fugaz momento, Jennings volvió a
ser un médico que observaba preocupado a su
paciente. Luego, girando, se vio atraído otra vez a la
insensata fascinación de la danza de Lurice.
Los tambores comenzaron a acelerar el ritmo,
tornándose más sonoros. Lurice inició un movimiento
dentro del círculo, girando despacio, los brazos y
hombros aún en gestos ondulantes. Sin importar
dónde se situara, sus ojos quedaban clavados en Peter,
y Jennings se dio cuenta de que sus ademanes eran en
exclusiva para Lang... movimientos de aproximación,
de acercamiento, como si lo que buscara fuera tentarlo
a ir a su lado.
De repente, ella se inclinó, se sacudió con abandono,
oscilando los pechos de lado a lado y agitando los
collares con su salvaje rostro flotando a centímetros
de la cara de Peter. Jennings sintió que los músculos
de su estómago se contraían cuando Lurice pasó sus
dedos en forma de garra sobre las mejillas de Peter,
luego se irguió y giró, los hombros echados hacia atrás
con negligencia, exhibiendo los dientes en una mueca
de celo salvaje. Al instante, ya había dado la vuelta
para mirar de nuevo a su cliente.
Se inclinó una segunda vez, en esta ocasión
avanzando y retrocediendo delante de Peter con
movimiento felino, con un canturreo rabioso en la
garganta. Por el rabillo del ojo Jennings vio que su
hija adelantaba el torso. La expresión de su cara era
terrible.
De repente, los labios de Patricia se abrieron como
en un grito silencioso. Agachándose, Lurice se había
cogido los pechos con dedos penetrantes y los
empujaba a la cara de Peter. Éste la miró con el cuerpo
tembloroso. Canturreando de nuevo, Lurice
retrocedió. Bajó las manos y Jennings se puso tenso al
ver que se estaba quitando la falda de pañuelos. En un
momento había caído sobre la alfombra y ella volvió a
centrarse en Peter. Fue en ese instante cuando
Jennings comprendió lo que había bebido.
—No —la voz llena de veneno de Patricia le hizo girar
con el corazón acelerado. Ella se estaba poniendo de
pie.
—¡Pat! —susurró.
Ella le miró y, durante un momento, se observaron.
Luego, con un violento temblor, volvió a dejarse caer
al suelo y Jennings ya no le prestó atención.
Lurice estaba de rodillas delante de Peter,
meciéndose hacia adelante y atrás y frotándose los
muslos con las manos. Parecía que no podía respirar.
Su boca abierta no dejaba de aspirar aire con ruidos
jadeantes. Jennings vio que le caían gotas de sudor
por las mejillas; las vio brillar en su espalda y
hombros. No, pensó. La palabra salió de manera
automática, la vocalización de algún terror alienígena
que pareció crecer, ahogarle. No. observó las manos
de Lurice volver a coger sus pechos. Los tambores
palpitaban y aullaban en sus oídos. El corazón le latía
con fuerza.
¡No!
Las manos de Lurice se habían extendido
súbitamente y abierto la bata de Lang. La respiración
de Patricia era ronca, sorprendida. Jennings sólo
captó un vistazo de su cara distorsionada antes de que
su mirada volviera a verse atraída hacia Lurice.
Tragado por el frenético batir de los tambores, el
aullido de la voz canturreante, las explosivas
palmadas, sintió como si su cabeza empezara a
atontarse, como si la habitación se moviera. En una
neblina de ensueño, vio las manos de Lurice estirarse
hacia Peter. Vio una expresión de pesadilla en la cara
del hombre cuando la tortura cerró un vicio a su
alrededor... un tormento que era tanto carnalidad
como agonía. Lurice se acercó a él. Más cerca. Ahora
su cuerpo bañado en sudor se contorsionó a
centímetros del suyo propio.
—¡Dámelo! —su voz fue bestial, voraz—. ¡Dámelo!
—Apártate de él. La advertencia gutural de Patricia
sacó a Jennings del trance. Giró y la vio adelantarse
hacia Lurice... quien, en ese instante, se pegó al cuerpo
de Peter.
Jennings se lanzó hacia Pat, sintiendo que debía
hacerlo. Ella se retorció con frenesí en sus manos,
mientras su aliento cálido caía sobre sus mejillas, y
con el cuerpo violento en su cólera.
—¡Apártate de él! —le gritó a Lurice—. ¡Quítale las
manos de encima!
—¡Patricia! —espetó Jennings.
—¡Suéltame!
El grito de agonía de Lurice los paralizó. Aturdidos,
la vieron separarse de Peter y caer de espaldas, con las
piernas dobladas y los brazos cruzados sobre la cara.
Jennings experimentó una oleada de horror. Dirigió la
mirada hacia el rostro de Peter. La expresión de dolor
se había desvanecido. Sólo permanecía una
perplejidad atontada.
—¿Qué pasa? —preguntó Patricia.
La voz de Jennings sonó hueca, atemorizada.
—Se lo ha quitado —dijo.
—Oh, Dios mío... —contempló a su amiga,
espantada.
La sensación que tiene de que debe encogerse hasta
formar una bola con el fin de aplastar a la serpiente
que se va extendiendo en su vientre. Las palabras
invadieron la mente de Jennings. Observó el
ondulante reptar de músculos bajo la carne de Lurice,
la contorsión espasmódica de sus piernas. En el otro
extremo de la habitación, el disco terminó, y, en la
súbita quietud, pudo oír un agudo gemido que vibraba
en la garganta de Lurice. La sensación de que su
sangre se ha convertido en ácido, que, si se muere, se
desintegrará porque sus huesos han sido chupados
hasta quedar huecos. Con ojos perturbados, Jennings
la observó padecer la agonía de Peter. La sensación de
que su cerebro está siendo devorado por una
manada de ratas peludas, que sus ojos están a punto
de derretirse y chorrear por sus mejillas como si
fueran jalea. Las piernas de Lurice se enderezaron.
Giró hasta ponerse de espaldas y empezó a mover los
hombros. Sus piernas se encogieron hasta que sus pies
quedaron apoyados sobre la alfombra. Su estómago
osciló con una respiración torturada, los pechos
hinchados oscilaron de lado a lado.
—¡Peter!
El horrorizado susurro de Patricia hizo que Jennings
levantara la cabeza con brusquedad. Los ojos de Peter
brillaban mientras miraba el cuerpo tenso de Lurice.
Había empezado a apoyarse sobre las rodillas, con una
expresión inhumana en las facciones. En ese momento
sus manos se alargaron hacia Lurice. Jennings lo cogió
de los hombros, pero Peter no pareció darse cuenta.
No dejó de estirarse hacia Lurice.
—Peter. —Lang intentó hacerlo a un lado, pero
Jennings apretó con más fuerza—. Por el amor de
Dios... ¡usa la cabeza, hombre! —le ordenó—. ¡La
cabeza!
Peter parpadeó. Miró a Jennings con los ojos de un
hombre que acababa de despertar. Jennings apartó las
manos y dio rápidamente media vuelta.
Lurice yacía inmóvil de espaldas, con los ojos
oscuros mirando al techo. Se inclinó sobre ella y apoyó
la yema de un dedo bajo su pecho izquierdo. Los
latidos de su corazón casi eran imperceptibles. Le
miró de nuevo los ojos. Tenían la mirada vidriosa de
un cadáver. De repente, se cerraron y un temblor
prolongado, torturador, recorrió a Lurice. Jennings la
observó con la boca abierta, incapaz de moverse. No,
pensó. Era imposible. No podía estar...
—¡Lurice! —gritó.
Ella abrió los ojos y le miró. Después de unos
instantes, sus labios se movieron débilmente e intentó
sonreír.
—Ya ha acabado —susurró.

El coche avanzaba por la Séptima Avenida con las ruedas


siseando en el barro. Junto al asiento de Jennings, la
doctora Howell iba inmóvil debido a la extenuación. Una
avergonzada y arrepentida Pat la había bañado y vestido,
después de lo cual Jennings la había ayudado a subirse a
su coche. Justo antes de dejar el apartamento, Peter
había intentado darle las gracias, pero, incapaz de hallar
las palabras, le había besado la mano y dado media
vuelta sin decir nada.
Jennings la miró.
—¿Sabes? —dijo—, si yo no hubiera visto lo que de
verdad sucedió esta noche, no me lo creería jamás.
Todavía no estoy seguro de creerlo.
—No resulta fácil de aceptar.
—¿Le contaste a Patricia lo que iba a pasar?
—No —repuso Lurice—. No podía contarle todo. Intenté
prepararla para el impacto que se le avecinaba, pero, por
supuesto, tuve que reservar parte. De lo contrario quizá
habría rechazado mi ayuda... y su novio habría muerto.
—Era un afrodisíaco lo que había en esa botella,
¿verdad?
—Sí —contestó ella—. Debía soltarme. Si no, las
inhibiciones personales me habrían impedido hacer lo
que era necesario.
—¿Qué pasó justo antes del final...? —comenzó
Jennings.
—¿El aparente deseo del señor Lang por mí? —
preguntó Lurice—. Sólo fue un trastorno del momento.
La súbita extracción del dolor le dejó, durante unos
segundos, sin voluntad propia. Si lo desea, sin una
contención civilizada. Era un animal el que me quería, no
un hombre.
Minutos después Jennings aparcó delante del edificio
de apartamentos de la doctora Howell y se volvió hacia
ella.
—Creo que los dos sabemos cuánta enfermedad dejaste
expuesta... y curaste esta noche —comentó.
—Espero que sí —dijo Lurice—. No por mí, sino... —
sonrió un instante—. No por mí realizo esta plegaria —
recitó—. ¿Lo conoce?
—Me temo que no.
Escuchó en silencio mientras la doctora Howell volvía a
recitarlo. Luego, cuando él hizo ademán de bajarse del
coche, ella le contuvo.
—Por favor, no hace falta. Ahora me encuentro bien.
Abriendo la puerta, bajó y se detuvo en la acera.
Durante unos momentos se miraron. Después, Jennings
alargó el brazo y le apretó la mano.
—Buenas noches, querida —dijo.
Lurice Howell le devolvió la sonrisa.
—Buenas noches, doctor.
Jennings la observó atravesar la calzada y entrar en el
edificio. Luego, poniendo de nuevo el coche en marcha,
dio un giro en forma de U y emprendió el regreso a la
Séptima Avenida. Mientras conducía, en voz baja repitió
el poema de Countee Cullen que Lurice le había recitado:

No por mí realizo esta plegaria


Sino por esta raza mía
Que extiende desde lugares sombríos
Oscuras manos en busca de pan y vino.

Los dedos de Jennings se apretaron sobre el volante.


—Usa tu cabeza, hombre —dijo—. Tu cabeza.

FROM SWADOWED PLACES


Richard Matheson
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3.
¡ASESINADO AL PIE DE UN ALTAR VUDÚ!

RICHARD SHROUT

N o es un secreto en el vecindario de Miami


Beach que Miguel Pérez vendía drogas. El
grupo de la SUI (Unidad de Investigaciones
callejeras) de la Policía de Miami Beach, que investiga
los crímenes organizados y los narcóticos, ya le
conocía.
Aun cuando saben que hay algo ilegal en marcha, no
ocurre muy a menudo que los ciudadanos honrados
quieran verse involucrados. De modo que cuando
Felipe Beltrán llamó diciendo que quería ayudar a la
policía en una redada de drogas, la detective Lauri
Wonder, que hablaba español, fue a verle.
—Felipe Beltrán llamó acerca de alguien que
traficaba en narcóticos en un edificio de apartamentos
que él regentaba —recordó la detective Wonder—.
Dijo: “Mire, mi apartamento se encuentra justo
enfrente del suyo. Si vigila a través de esta mirilla” —
¡me está diciendo cómo realizar una transacción de
drogas!— “si su hombre se queda en mi apartamento,
pondremos cámaras y todo eso, y él podrá realizar una
compra directa de Miguel Pérez”.
”—Le dejaré usar mi apartamento —dijo Beltrán—,
pero yo no quiero verme involucrado, ya sabe. Sólo
quiero estar presente cuando sus polis secretos
puedan entrar en acción y le arresten en cuanto usted
reciba la señal.
”—Yo no lo necesitaba —dijo la detective Lauri
Wonder—. No lo necesitaba para nada. Todo el mundo
conoce a Miguel Pérez. Quiero decir, yo ando por las
calles. Sabes a quién le puedes comprar. Hace tiempo
le compré cocaína a Miguel Pérez. Ya ha sido
arrestado antes.
”—En comparación con los pesos pesados, es un
traficante insignificante de unos gramos. Sin embargo,
te podía proporcionar más si querías. Ésa era nuestra
intención. Tenía un apartamento separado de aquel en
el que vivía, donde vendía las drogas. Una mujer iba
allí con un cochecito de bebés. Supuestamente, ésa es
la forma en la que entran las drogas.
Llevar a cabo una redada de drogas contra alguien
tan insignificante como Miguel Pérez estaba casi en el
nivel más bajo de las prioridades del Departamento de
Policía de Miami Beach. Felipe Beltrán se enfadó
mucho cuando no actuaron en el acto ante su generosa
oferta.
A las 23: 30 de la noche del 10 de junio de 1985, una
mujer en el edificio de apartamentos oyó gritos,
seguidos de una serie de disparos y el sonido de
alguien que corría. Llamó a la policía y se escondió
bajo la cama hasta que llegaron.
El agente Héctor Trujillo estaba patrullando la zona
desde la calle 41 hasta Goverment Cut, un lugar de
South Beach desde donde los yates de lujo ponían
rumbo al Atlántico. Llegó a la dirección de la Avenida
Pennsylvania a las 23:34. Otras unidades llegaron al
mismo tiempo.
La puerta del apartamento de Miguel Pérez estaba
entreabierta. Los agentes entraron con cautela
empuñando los revólveres. Vieron el cuerpo de un
hombre acribillado a balazos en el suelo. Registraron
las otras habitaciones para cerciorarse de que no había
nadie más. Luego se lo notificaron a la Unidad de
Personas del departamento, que, entre otros crímenes,
se encarga de las investigaciones de homicidio en
Miami Beach.
Varios sargentos llegaron con un equipo de
investigadores. El detective John Murphy fue
nombrado jefe de la investigación, con el detective
Robert Hanlon como ayudante. Enviaron a varios
miembros del equipo para empezar a interrogar a los
inquilinos del edificio mientras ellos examinaban la
escena del crimen.
En el dormitorio y en la cocina había mesas con
jarrones de flores y estatuillas religiosas, que los
detectives reconocieron como altares de Santería. La
Santería es una mezcla de deidades africanas y santos
católicos, una religión afín al vudú, que es muy
popular en Cuba y las islas del Caribe, igual que en la
zona de Miami. No impone ninguna restricción moral
o ética a sus miembros, pero enseña un sistema de
rituales y ofrendas para atraer la buena suerte y alejar
la mala suerte. No es inusual que los criminales
practiquen la Santería, con la esperanza de prosperar
en sus asuntos ilegales y mantener a la policía y a los
enemigos lejos.
Evidentemente, a Miguel Pérez no le había reportado
ningún bien aquella noche. Pero lo significativo era
que ninguna de las estatuillas de los santos había sido
derribada o movida. Debajo de una había algo de
dinero doblado, colocado como una ofrenda a la
deidad que representaba. No se había abierto ningún
cajón de las cómodas. No había pruebas de que el
lugar hubiera sido registrado. Nada en el apartamento
parecía cambiado de sitio.
Salvo por el cuerpo, que yacía en un charco de
sangre, con un brazo extendido que dejaba un rastro
en el suelo, era una escena tranquila.
Sin embargo, los detectives Murphy y Hanlon vieron
que en una mesa había una bolsa marrón que contenía
paquetes de marihuana y paquetes de celofán con una
sustancia blanca que sospecharon que era cocaína,
cuidadosamente cerrados y listos para la venta. Pero
las drogas seguían ahí, sin que nadie las hubiera
tocado.
Un gran fajo de dinero —491 dólares para ser exactos
— sobresalía del bolsillo de la víctima, para añadir aún
más misterio.
—En ese punto —recordó el detective Murphy—
tuvimos un pequeño problema. Nos era imposible
comprender de inmediato por qué la víctima había
sido asesinada. Las drogas estaban ahí, el hombre
disponía de una gran cantidad de dinero en su bolsillo
izquierdo, que era absolutamente visible, más las joyas
que aún llevaba en su persona. El apartamento no
había sido desvalijado.
—Pensamos que se trataba de una especie de
venganza —acordó Hanlon— debido al hecho de que el
dinero seguía allí, las drogas seguían allí, y no se
habían llevado nada del apartamento.
No parecía ser una cuestión de drogas, sino un
asesinato, puro y simple. Llegaron los técnicos de la
escena del crimen del Departamento Metropolitano de
Policía del Condado de Dade e iniciaron un registro
metódico del lugar y de los papeles acumulados de la
víctima, cosas como facturas y recibos.
El técnico Tommy Stoker resumió sus hallazgos:
—Había una nota escrita en español sujeta con una
chincheta a la puerta de entrada. Ponía: “vuelvo
enseguida”. Había seis casquillos de balas de nueve
milímetros y algunos proyectiles usados en el suelo.
Había agujeros de bala en una ventana, agujeros de
bala en las puertas, agujeros de bala en las paredes.
”Por lo que pude determinar, daba la impresión de
que quienquiera que realizara los disparos,
probablemente estaba al pie de la entrada.
”Al día siguiente volvimos para examinar el exterior.
En el callejón descubrimos sangre en el cajetín del
circuito eléctrico en la pared oeste del edificio.
También había un paquete de cigarrillos con sangre en
el celofán.
La doctora Valerie Rao, forense adjunta del Condado
de Dade, llegó a las 14:30 para examinar el cadáver
antes de trasladarlo para realizarle la autopsia.
Anunció que había “poca rigidez y un mínimo de
lividez posterior”. Cuando se le preguntó qué
significaba eso, sonrió y contestó: “Quiere decir que
lleva poco tiempo muerto”.
Era lo único para lo que no necesitaban una teoría
que lo explicara. Miguel Pérez tenía agujeros de bala
en el centro del pecho, en la tetilla izquierda, en el
antebrazo derecho por encima del codo, en la parte
inferior izquierda de la espalda, en la espalda a la
altura del hombro derecho, en la parte posterior de la
rodilla derecha, y en la parte frontal de la pierna, en la
espinilla.
Pero el examen superficial del cuerpo reveló un
misterio adicional: la víctima tenía un área con
suturas en el cuero cabelludo de un tratamiento
médico muy reciente. También tenía inexplicados
moratones y abrasiones en las rodillas.
Se trasladó el cuerpo. Ya era la mañana del 11 de
junio. Los detectives Murphy y Hanlon iniciaron la
investigación de los antecedentes de Miguel Pérez.
—Nos pusimos en contacto con nuestras unidades de
investigación y también con la Agencia Contra la
Droga, Inmigración y otras autoridades Federales —
recordó Murphy—, para ver si teníamos a un
traficante de drogas importante o sólo un tipo que se
movía al nivel de la calle.
Averiguaron que Pérez tenía un arresto anterior. Su
libertad condicional había expirado el 7 de marzo de
1984. Su vida había expirado un año, tres meses y tres
días después. Por la División de Licencias de Trabajo
del Condado de Dade averiguaron que Pérez tenía una
licencia como “vendedor ambulante”. No especificaba
qué era lo que vendía.
Los interrogatorios a los inquilinos del edificio no
habían revelado nada. Muchos sólo hablaban español,
y todos estaban asustados. Horas después del mismo
día 11, un detective vio a un hombre que daba vueltas
nervioso por el callejón que había detrás de los
apartamentos. Dijo que se acababa de enterar del
crimen y pensó que le habían disparado a un familiar.
Se le pidió que fuera a la comisaría, donde le podría
interrogar un agente que hablaba español.
El pariente de la víctima, Phillip Ruiz, fue
interrogado en español por el detective Bob Davis.
Contó que a Miguel Pérez le habían golpeado y robado
el 9 de junio, el día anterior al asesinato. Dijo que
creía que dos hombres, que vivían a unas cuatro o
cinco calles de distancia, eran los responsables. Sus
motivos eran que constantemente se los veía por la
zona, y que él los había visto por el edificio justo antes
del incidente. Miguel Pérez incluso le había descrito a
los atacantes.
El detective Charles Metscher le mostró a Phillip
Ruiz más de 150 fotografías de delincuentes conocidos
y sospechosos, con la débil esperanza de que uno se
pareciera a la descripción dada por la víctima de
aquellos que le habían atacado. Finalmente, Phillip
Ruiz identificó con vacilación una foto. El nombre que
figuraba al dorso decía que el hombre se llamaba
Jesús Fernández. Se trataba de una identificación de
segunda mano, basada en el informe verbal de la
víctima, y aunque intentarían comprobarla, los
agentes de la ley no tenían mucha confianza en ella.
Una comprobación de los hospitales y clínicas
cercanos reveló que Miguel Pérez había sido tratado
en el Hospital Monte Sinaí el 9 de junio por una grave
laceración en el cuero cabelludo. Por lo menos, eso
explicaba los puntos frescos que tenía en la cabeza y
las abrasiones en las rodillas. Con toda probabilidad,
también explicaba la sangre encontrada en el cajetín
eléctrico y el envoltorio de celofán del paquete de
cigarrillos en el callejón.
Quizá no fuera tan inusual que asaltaran a un
traficante de drogas. La pregunta era: ¿Los golpes y el
robo se relacionaban con el asesinato? De no ser así,
poco ganarían encontrando a Jesús Fernández, el
hombre cuya fotografía había sido señalada entre las
más de cien por alguien que con anterioridad había
visto al hombre, pero que no había presenciado el
ataque.
Las relaciones de la víctima con otros que vivían en
el edificio aún no se habían determinado. A las 18:30
del 12 de junio, los detectives Murphy y Hanlon
localizaron al encargado del edificio donde había
tenido lugar el tiroteo. Éste les explicó que acababa de
empezar en el trabajo y afirmó que no conocía muy
bien a los inquilinos.
Les informó a los detectives que el encargado
anterior, quien había vivido en un apartamento de una
planta de arriba del edificio, había desaparecido varios
días antes del crimen. Dijo que corrían rumores de
que traficaba con drogas. Afirmó no conocer su
nombre.
El vecindario se componía de hoteles que en el
pasado habían sido decientes, cuyas antiguas
habitaciones hacía tiempo que habían sido convertidas
en apartamentos pequeños y que se alquilaban por
“temporada”, mes o semana. Algunos de los inquilinos
eran ancianos dependientes de la Seguridad Social,
familias que vivían de la caridad y gente de paso que
una semana vivía en un lugar y la siguiente en otro.
En las atestadas zonas urbanas donde poca gente
sabe algo de sus vecinos y, por lo general, se
preocupan aún menos, siempre hay alguien que tiende
a ser curioso por puro aburrimiento, o, al menos
normalmente, siente curiosidad cuando sucede algo
fuera de lo corriente. La cuestión radica en dar con esa
persona.
Los detectives decidieron hablar con los residentes
de los edificios adyacentes para ver si alguien podía
proporcionarles información relevante. Tuvieron
mucha suerte.
Un hombre cuyo apartamento daba al callejón del
edificio de la escena del crimen aún no había sido
interrogado por los agentes, y tenía mucho que contar.
El detective Murphy resumió la información.
—La noche del homicidio miró por su ventana y vio
un coche más o menos situado en el centro del
callejón. Parecía que había alguien detrás del volante.
Salió del dormitorio y se dirigió al balcón, y cuando
llegó allí, el coche ya se encontraba próximo a la
puerta trasera del edificio de apartamentos de la
víctima.
”Mientras miraba desde allí, oyó seis o siete
disparos. Observó que un individuo salía del edificio,
se metía en el coche y, luego, que el coche emprendía
la marcha hacia el norte por el callejón; el vehículo
giró a la izquierda en la Calle Diez y prosiguió hacia el
oeste.
”La descripción que dio del coche era que se trataba
de un vehículo oscuro, parecido a un Camaro o un
Firebird. A él le dio la impresión de que podía haber
tenido una especie de emblema en la capota. También
describió las ropas que vestían. Le dijo al detective lo
que llevaban puesto el conductor y el pasajero.
”Después de hablar con él, regresamos a la escena y,
usando nuestra unidad, colocamos nuestro coche tal
como el testigo creyó verlo y lo fotografiamos.
Hicieron que el testigo mirara las mismas fotografías
policiales que Phillip Ruiz había inspeccionado antes.
—Por último, identificó a alguien que se parecía
mucho a Jesús Fernández, pero no hubo ninguna
identificación positiva de nadie —dijo el detective
Murphy.
La doctora Valerie Rao informó sobre los hallazgos
de la autopsia. Dijo que a Pérez le habían disparado
cinco veces, esclareciendo la impresión inicial causada
por puntos de salida limpios de algunas heridas.
Algunos de esos puntos de salida estaban “abiertos” en
apariencia, lo que significaba que el cuerpo se hallaba
contra algo como una pared o el suelo, lo cual
dificultaba que las balas salieran. Ninguna de las
heridas era de corta distancia.
La víctima tenía un tatuaje de una cruz en el
hombro, con cuatro puntos a cada lado de la cruz.
También había un tatuaje de Santa Bárbara, una
deidad de la Santería.
El informe de toxicología reveló la presencia de
Benzoylecgonina, un metabolito de la cocaína, en su
orina. Pero la forense adjunta advirtió que los estudios
demuestran que es posible tener tales metabolitos en
la orina hasta 19 horas después de haber consumido
cocaína, de modo que eso no era particularmente
significativo.
Llegaron otros informes de laboratorio. Muestras
tomadas de las manos de la víctima no mostraron que
hubiera disparado un arma recientemente. Eso
eliminaría cualquier futura alegación del sospechoso
de que lo mató en defensa propia. Las superficies de la
escena del crimen no habían conducido a ninguna
huella dactilar, e incluso las 18 huellas dactilares
latentes sacadas del exterior de la puerta de entrada
resultaron ser inútiles en cuanto a propósitos de
comparación.
En los días que siguieron, la división de homicidios
recibió numerosas llamadas frenéticas de Phillip Ruiz,
quien siempre informaba que acababa de ver a los
sospechosos en la zona, pero los detectives jamás
pudieron llegar a tiempo para aprehenderlos.
Gracias a una investigación paciente, los oficiales de
la ley descubrieron que la víctima le decía a la gente
que era un vendedor de joyas, pero no encontraron
nada que lo verificara.
El 17 de junio, los detectives rastrearon recibos
encontrados en los efectos de la víctima hasta una
agencia de alquiler de coches. Indagaron que Miguel
Pérez alquilaba coches por semana, uno distinto cada
mes, lo cual no era una manera muy económica de
alquilar vehículos. Estaba claro que no mantenía su
extraño estilo de vida vendiendo joyas inexistentes.
Gracias a la factura eléctrica y a una referencia de
una oficina de bonos de comida encontradas en el
apartamento del hombre muerto, los detectives
finalmente fueron capaces de localizar el 1 de julio a la
esposa separada de la víctima. Por medio de un
traductor, les contó que ella y su marido tuvieron una
pelea y que se emitió una orden de arresto contra él
por golpearla. Reconoció que había dos apartamentos,
uno registrado a nombre de él y el otro al de ella.
Afirmó no conocer nada sobre el tráfico de drogas.
Mencionó que su marido se quedaba petrificado de
miedo de alguien llamado Ocana, debido a una
animosidad reinante entre ellos desde Cuba. Dijo que
había oído que Ocana se encontraba en Nueva York o
New Jersey... no recordaba cuál. La última vez que vio
a Miguel Pérez fue una semana antes de su muerte.
El 9 de junio, los detectives decidieron interrogar a
todo el mundo de nuevo. Empezaron por Phillip Ruiz,
el familiar de la víctima. Parecía estar aterrado.
Explicó que su relación con Miguel Pérez había sido
tensa, porque Pérez no aprobaba el estilo de vida que
él llevaba. Entonces, Phillip Ruiz admitió ser
homosexual.
Eso no explicaba el terror que experimentaba. Los
oficiales de la ley sospecharon que temía por su vida.
Ruiz les contó que había localizado a una mujer y a su
amante para que hablaran con ellos. Les instó a
ponerse en contacto con la pareja.
Se pusieron a buscarlos, pero antes de que pudieran
ser localizados, el 13 de julio la mujer fue llevada ante
ellos por el Patrullero de Miami Beach, Armando
Torres. En una ocasión el agente había tramitado una
denuncia puesta por ella sobre algún asunto, y ella le
saludó en la calle. Le preguntó a Torres: “¿A quienes
van a encerrar... a la gente que lo mató o a la persona
que les ordenó ir a matarlo?
Tenía información sobre el asesinato de Miguel
Pérez, pero por temor a represalias quería estar segura
de que todos los involucrados iban a ser arrestados.
Tan pronto como el agente descubrió que el asunto
pertenecía a homicidios, la llevó a la comisaría. Le dijo
que si había suficientes pruebas contra una persona,
en verdad que sería arrestada. Ella decidió arriesgarse.
Los detectives Murphy y Hanlon no estaban de
servicio, pero llegaron a las 20:30 para interrogarla.
—Estaba muy nerviosa —recordó Murphy—, y había
ciertas cosas que queríamos tocar para cerciorarnos de
que ella sabía lo que había pasado de verdad, pero sin
hacerle preguntas que sugirieran sus respuestas. Salió
bien.
Los detectives de Miami Beach graban todos los
interrogatorios. Su historia se centró en alguien
apodado “El Chino”, que era amante de una muchacha
que ella conocía. Contó que unos días antes del
asesinato se encontraba en la casa de El Chino. Le oyó
quejarse de que no quería pagar una deuda que tenía
con Miguel Pérez. El Chino mencionó que le había
dicho a un hombre llamado Ocana y a otro apodado
“Jabao” que “se encargaran de su problema con
Pérez”. Les dijo que podían repartirse a medias
cualquier dinero o drogas que encontraran.
Aproximadamente a las 10:00 horas del día del
asesinato, relató ella, Ocana fue a su apartamento
mientras Jabao esperaba en el coche. “El problema de
El Chino está resuelto”, afirmó Ocana. Le contó que
había apaleado seriamente a Pérez, le había quitado
sus cadenas de oro y lo había abandonado dándole por
muerto. Luego Ocana se marchó.
Aquella noche, a eso de las 23:15 horas, Ocana y
Jabao regresaron a su apartamento. Ocana quería que
ella y su amigo los acompañaran a la casa de El Chino
a buscar una cadena y un revólver. Dijo que le habían
contado que Miguel Pérez seguía con vida y que ahora
iba a matarlo porque prefería matar a que lo mataran.
Cuando salieron del apartamento, se subieron a un
Camaro negro de dos puertas. Ocana comentó que
acababa de robarlo para el asunto de esa noche, ya que
su propio coche era muy conocido en la zona.
En casa de El Chino, éste le dio a su amigo una
cadena de oro para que se la entregara a Ocana, quien
estaba esperando en el coche. Le dijo a los oficiales
que reconoció que la cadena pertenecía a Miguel
Pérez. Volvieron junto a Ocana y Jabao a su
apartamento. Antes de que ella y su amigo bajaran del
coche, Ocana le mostró un revólver del calibre 38 y
Jabao exhibió una pistola negra semiautomática.
Entonces le contó a los detectives Murphy y Hanlon
que a eso de las 2: 30 de la madrugada del siguiente
día, 11 de junio, El Chino fue a su apartamento. Le dijo
que Jabao y Ocana habían matado a Pérez y
solucionado su problema.
—Ahora no tengo que pagarle el dinero —comentó
con placer maligno—. Esa gente se va a marchar. Pero
no puedo ser visto con ellos, así nadie pensará que yo
soy quien los envió a matarlo.
En otro interrogatorio con el amigo de la mujer,
Murphy y Hanlon fueron capaces de conseguir otra
pieza de información. Les dijo que el 10 de junio, a eso
de las 23:15, mientras iban en el Camaro negro que
Ocana había robado, se pararon en una gasolinera.
Ocana bromeó que iba a llenar el depósito 4 con
gasolina y luego llenar a Miguel Pérez con balas.
De acuerdo, los detectives quisieron saber si él
conocía los nombres verdaderos de El Chino, Ocana y
Jabao. Claro, contestó la pareja, son Rolando Ocana y
Jesús Fernández. Ella les mostró la fotografía de El
Chino y dijo que era Felipe Beltrán, el antiguo
encargado del edificio de apartamentos de la víctima.
De antiguos informes de arrestos por robo, los
4
Juego de palabras intraducible debido a que tank en inglés, entre sus diversas acepciones, se puede usar para tanque
o carro de combate y depósito de gasolina de un vehículo (N . del T.)
oficiales de la ley consiguieron fotografías de
Fernández y Ocana, que la pareja identificó en el acto.
La mujer les proporcionó el nombre y la dirección de
la amante de Fernández, que vivía en Hialeah. La
pareja también les proporcionó la nueva dirección de
Beltrán, donde les dijeron que se había mudado 72
horas antes del asesinato.
Ya tarde, el 16 de julio, los detectives localizaron a la
amiga de Fernández. Les contó que Jesús Fernández
estaba en la cárcel, en New Jersey, por un delito de
robo. El 17 de julio los oficiales la llevaron a declarar al
cuartel general.
—Al principio —recordó el detective Murphy—, nos
soltaba fragmentos y piezas sueltas, pero no toda la
verdad. Poco a poco nos reveló que Ocana y Fernández
fueron a buscarla a su apartamento en Hialeah y la
llevaron en coche un trayecto largo.
”Pararon a cenar en la carretera y después la
condujeron a alguna parte y la hicieron bajar del
coche. Fernández la apuntó con un arma y le dijo que
había llenado de agujeros a Miguel Pérez. Incluso dijo
que le había disparado seis veces y que le quedaban
tres balas.
”Luego la dejaron en algún sitio de la Nacional 27,
después de desembarazarse de algunas pistolas y una
escopeta recortada. Se marcharon y ella tuvo que
hacer autoestop para regresar a casa.
A las 4: 00 de la madrugada los detectives la llevaron
a la zona de Okeechobee Road, donde ella creía que
habían tirado las armas. Las buscaron, pero fueron
incapaces de encontrarlas.
El 18 de julio llevaron los resultados de su
investigación a la oficina del fiscal del estado y
obtuvieron órdenes de arresto para Felipe Beltrán,
Jesús Fernández y Rolando Ocana con cargos de
conspiración y asesinato en primer grado. Le
notificaron a las autoridades de New Jersey acerca de
las órdenes para Fernández y Ocana.
—Fuimos donde supuestamente vivía el señor
Beltrán —recordó el detective Murphy—. Le
encontramos a las 17: 30 en el callejón a una manzana
de distancia.
Murphy se acercó desde un extremo y el detective
Hanlon y John Quiros desde la otra dirección y
atraparon al asustado sospechoso entre ellos.
—¡Somos oficiales de policía! —gritó Quiros—.
Tranquilícese. ¡Está bajo arresto!
Beltrán fue aprehendido sin ningún incidente.
Aparentemente, en su mundo era un alivio verse
atrapado entre hombres que sólo eran polis en vez de
entre otros traficantes de drogas que buscaban
venganza.
Los oficiales le presentaron un impreso que decía:
“Este documento es para certificar, habiendo sido
informado de mis derechos constitucionales de que no
se registre la casa aquí mencionada sin una orden de
registro y de mis derechos a negarme a consentir
dicho registro, que desde este momento autorizo a los
representantes del Departamento de Policía de Miami
Beach, Condado de Dade, Florida, a llevar a cabo un
registro completo de mi residencia”.
Beltrán negó todo, incluso que conociera a la
víctima. Pero firmó el impreso de autorización de
registro de sus habitaciones. Encontraron una
pequeña cantidad de drogas.
—También encontramos —informó luego el detective
Murphy— un rollo de bolsas de plástico transparentes,
una balanza de plástico verde, una lupa, cucharas de
plástico, unos alicates pequeños, un cortaúñas, dos
frascos de cristal, una bolsa de plástico grande, un
estuche marrón de una pistola, un cargador negro,
algunas municiones del 38 Especial, y un revólver
Rossi del 38 de tres pulgadas.
Después Phillip Ruiz les contaría que creía que el
revólver pertenecía a Miguel Pérez, la víctima.
Beltrán se negó a hablar, negándolo todo. Cuando le
mostraron el arma, empezó a reconocer cosas a
regañadientes. Admitió reconocer a la víctima, pero
dijo que se había mudado del edificio varias semanas
antes del asesinato. Los oficiales de la ley tenían
pruebas de todo lo contrario: se fue sólo tres días
antes.
Cuando se le preguntó acerca de la parafernalia de
drogas, Beltrán tenía una explicación.
—Afirmó —recordó el detective Robert Hanlon— que
Pérez vendía drogas y que quería quedarse algo para
él, ya que la policía andaba tras su pista. Dijo que
Pérez le acusó de informarle a la policía sobre él. Lo
negó, por supuesto
”Dijo que eran drogas que Pérez le había dado, que
todo se trataba de un error, que no le debía ningún
dinero, y que había oído en la calle que Pérez había
establecido un contrato de 10.000 dólares para que le
mataran.
A veces la historia cambiaba.
—Le preguntamos por esa parafernalia de drogas,
que indicaba que él estaba traficando —añadió
Murphy—. Dijo que la detective Wonder se las dio
para que actuara como mensajero para coger a Miguel
Pérez. Eso no nos pareció en absoluto factible.
Cuando se lo preguntaron a la detective Wonder, ella
lo confirmó:
—No tenía permiso de mí o de mi unidad para tener
droga alguna cuando no trabajara como informante
confidencial. Y aun cuando lo hiciera, no estaría en
posesión de ninguna droga a menos que tuviera que
entregársela a alguien.
”Jamás trabajó para nosotros como confidente —
recalcó ella—. Sería estúpido por mi parte darle drogas
de nuestra taquilla de narcóticos y decir que procedían
de Miguel Pérez. Entonces me podrían meter a mí en
la cárcel. Ni pensó lo que decía. Se vio atrapado en su
propia mentira.
Beltrán fue encerrado. Los otros dos sospechosos
seguían sueltos.
En Newark, New Jersey, había tenido lugar el robo a
un bar de la Avenida Prospect en 26 de junio pasado.
Se describió a los atracadores como dos varones de
aspecto hispano. Poco después del robo un sospechoso
fue arrestado en la Avenida Bloomfield. Dijo llamarse
Jesús Santiago.
Un poco más tarde, un hombre fue a la comisaría de
Belleville, New Jersey, e informó que un tiroteo
acababa de tener lugar a una manzana de distancia, en
la Calle William y la Avenida Washington. En la
escena del suceso, los agentes encontraron a un
hombre joven en una furgoneta. Sangraba ligeramente
de una herida en la cabeza. La ventanilla de atrás
había sido destrozada por una bala, y se podía ver el
proyectil alojado en la puerta.
La reducida multitud que se había agrupado allí
informó que el agresor, un varón hispano sin afeitar —
de un metro setenta y cinco centímetros de altura,
complexión delgada, pelo castaño revuelto, vestido
con pantalones oscuros, una camisa azul y blanca, una
cazadora de cuero y una gorra de béisbol— se había
dado a la fuga en dirección a la Calle William.
Los coches patrulla en el acto establecieron un
perímetro. Dos oficiales de la policía de Belleville,
Charles Hood y Gregory MacDonald, iniciaron la
búsqueda a pie desde el límite de Newark de regreso
hacia Belleville.
—Había unos garajes con las puertas abiertas —
recordó el oficial Hood—, y yo entré en algunos.
Entonces vi a un hombre agazapado detrás de una
piscina cubierta con una loneta en un patio trasero.
Había otro hombre en el patio con una linterna. Le
grité: “¿Quien es ese individuo?” Me dijo que no lo
sabía.
”Mientras me acercaba al sospechoso, éste intentó
escapar corriendo y salir del patio, al tiempo que
gritaba y me insultaba. Le derribé al suelo y luchamos.
Otros agentes oyeron el estrépito y vinieron en mi
ayuda y esposamos al sospechoso.
El oficial MacDonald realizó una barrida circular de
la zona. Vio la loneta que cubría la piscina donde se
había visto por primera vez al sospechoso. La levantó
y encontró una pistola de nueve milímetros.
—Cuando volvimos a la escena del crimen —recordó
Hood—, había una multitud en la esquina. Todo el
mundo estaba diciendo: “Ése es el tipo que le disparó
a nuestro amigo”. Fue unánime.
El sospechoso dijo llamarse Jesús Jiménez. A
diferencia de la población de Miami, en la que una de
cada tres personas habla español, nadie de la policía
de Belleville lo hablaba. Tuvieron un grave problema
de comunicación con el sospechoso.
Pero el detective José Sánchez del departamento de
robos de la policía de Newark, New Jersey, nació en
Puerto Rico y había vivido allí hasta la edad de 18
años. Hablaba un español fluído.
—El detective de Miami Beach, John Murphy, me
llamó el 18 de julio —recordó Sánchez—, y por la
información recibida, creía que las personas a las que
yo investigaba por robo estaban involucradas en un
caso de homicidio en Florida. Me proporcionó la
información en cuanto a sus nombres verdaderos.
Mencionó a Rolando Ocana y a Jesús Fernández. Me
dijo que iba a enviarme las huellas dactilares y las
fotografías en el último vuelo con destino Newark.
Sánchez fue a la Cárcel del Condado de Essex a
interrogar a “Jesús Jiménez”, que ahora sabía que era
Jesús Fernández, y a “Jesús Santiago”, quien en
realidad era Rolando Ocana.
—Me identifiqué a Fernández —dijo el detective
Sánchez— y le dije que estaba allí para interrogarle
sobre un robo en Newark y otras cosas de las que creía
que teníamos que hablar, tales como quién era y cómo
había llegado a Newark, y todo lo demás.
”Me contó que había conocido a su compañero,
Rolando Ocana, en Miami. Lo veía desde hacía un par
de meses, y algo sucedió allí y tuvieron que irse.
”Le pedí que fuera específico sobre lo que sucedió.
Me contó que estaba en Miami Beach y que Rolando
Ocana fue a verlo y dijo: “Vayamos a una casa en la
playa. Tengo que hacer algo, y luego habré
terminado”. Así que subió a un coche, que era un
Camaro oscuro.
Fernández le dijo al detective Sánchez que vino a los
Estados Unidos en 1980 y que habitualmente
trabajaba en restaurantes en Las Vegas. En ciertos
momentos de la conversación habló a gran velocidad y
pareció agitado.
—En algunos momentos de la charla —recordó
Sánchez—, a menudo se quedaba en silencio. Tuve que
repetirle las preguntas varias veces. Me contestaba “Ya
es suficiente, no quiero hablar más”. Entonces, yo me
acomodaba en la silla y aguardaba hasta que
recobraba la compostura y empezaba a hablar de
nuevo.
”Me contó wur estaba con Rolando Ocana, quien
conducía un Camaro oscuro en dirección a la playa.
Ocana le pidió que esperara en el coche. Dijo: “estaba
esperando y, de repente, oí disparos. No recuerdo
cuántos fueron, pero inmediatamente después vi a
Rolando corriendo de regreso al coche, muy nervioso.
Subió y nos largamos.
Fernández afirmó que no podía identificar una
fotografía de Felipe Beltrán.
Cuando Sánchez intentó hablar con Ocana, recibió
una comunicación distinta.
—En aquella época —dijo Sánchez— no hablaba con
nadie. Me echó de la celda, me insultó y se negó a
decirme nada. Quería saber dónde estaba su abogado,
y qué hacía yo allí. Resultó que tampoco quiso hablar
con su abogado de New Jersey.
El detective Robert Hanlon de Miami Beach voló a
New Jersey. Hizo que las autoridades examinaran la
pistola que Fernández había escondido debajo de la
loneta justo antes de ser detenido. Se llevó los
proyectiles de vuelta a Miami, donde expertos en
armas de fuego determinaron que eran del arma que
había matado a Miguel Pérez.
Los sospechosos fueron trasladados al Condado de
Dade, Florida, para ser juzgados. La amiga de
Fernández declaró que él le había dicho que le disparó
a Miguel Pérez seis veces y que le quedaban tres balas
en la pistola. La acusación fiscal señaló que la pistola
que tenía en el momento de su arresto en New Jersey
disparaba nueve balas. Los sospechosos fueron
juzgados por separado y cada uno fue encontrado
culpable.
Jesús Fernández y Rolando Ocana recibieron
sentencias a cadena perpetua. Felipe Beltrán fue
sentenciado a 10 años de prisión.
El 24 de junio, Phillip Ruiz había regresado al
cuartel general de la Policía de Miami Beach con
información que afirmó había temido dar antes. Dijo
que Miguel Pérez le había contado el día que lo
apalearon que Beltrán lo iba a matar. También dijo
que él había visto a Beltrán llevando el medallón de
Miguel el 4 de julio.
Declaró que Beltrán incluso lo había ido a ver
después del asesinato, diciéndole: “Escucha, el
problema no es contigo, era con Miguel”. Por último, a
regañadientes, reconoció que su pariente, la víctima, sí
había sido un traficante de drogas.
—Entonces Phillip Ruiz se echó a llorar —recordó el
detective Murphy—. El motivo que nos dio fue que
tuvo miedo de contarnos antes que Miguel Pérez
traficaba con drogas debido a que temía que no
trabajaríamos en el caso con tanto ahinco si sabíamos
que era un traficante.
”Le dijimos que el trabajo que le dedicábamos a cada
caso era el que éste requería. Todos reciben el mismo
tratamiento.

[NOTA DEL EDITOR AMERICANO:


Phillip Ruiz no es el nombre verdadero de la persona así llamada en la
historia. Se ha usado un nombre ficticio porque no hay razón para el
interés público en la identidad de esta persona.]

MURDERED AT THE FOOT OF A VOODOO ALTAR


Extraído de la revista Oficial Detective, 1988
Richard Shrout
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3.
MADRE DE SERPIENTES

ROBERT BLOCH

E l vuduísmo es algo muy raro. Hace cuarenta


años era un tema desconocido, salvo en ciertos
círculos esotéricos. En la actualidad existe una
sorprendente cantidad de información al respecto
debido a la investigación... y una sorprendente
cantidad de información errónea.
Recientes libros populares sobre el tema son, en su
mayor parte, fantasías puramente románticas,
elaboradas con las incompletas teorizaciones de los
ignorantes.
Sin embargo, quizá esto sea lo mejor. Pues la verdad
sobre el vudú es tal que a ningún escritor le interesaría
o se atrevería a imprimirla. Parte de ella es peor que
sus más descabelladas fantasías. Yo mismo he visto
algunas cosas de las que no quiero discutir. Además,
sería inútil contárselo a la gente, pues no me creería. Y
una vez más quizá sea lo mejor. El conocimiento
puede ser mil veces más aterrador que la ignorancia.
No obstante, yo lo sé porque he vivido en Haití, la
isla oscura. He aprendido mucho por las leyendas, he
tropezado con muchas cosas por accidente, y casi todo
mi conocimiento proviene de la única fuente de
verdad auténtica: las declaraciones de los negros. Por
lo general, esos viejos nativos del país de la colina
negra no son gente habladora. Hizo falta paciencia y
un trato prolongado con ellos antes de que se abrieran
y me contaran sus secretos.
Ésa es la razón por la que muchos de los libros de
viaje son tan palpablemente falsos... ningún escritor
que permanece en Haití durante seis meses o un año
podría ganarse la confianza de aquellos que conocen
los hechos. Hay tan pocos que en realidad los
conocen... tan pocos que no tienen miedo de
relatarlos.
Pero yo los he descubierto. Dejad que os hable de los
viejos días; los viejos tiempos en que Haití se levantó
en un imperio transportado en una ola de sangre.

Fue hace muchos años, poco después de que los


esclavos se hubieran rebelado. Toussaint l’Ouverture,
Dessalines y el Rey Christophe los liberaron de sus
amos franceses, los liberaron después de
sublevaciones y masacres y establecieron un reino
basado en una crueldad más fantástica que el
despotismo que imperaba antes.
Por entonces no había negros felices en Haití.
Habían conocido demasiado la tortura y la muerte; la
vida despreocupada de sus vecinos de las Indias
Occidentales era por completo ajena a estos esclavos y
descendientes de esclavos. Floreció una extraña
combinación de razas: salvajes hombres tribales de
Ashanti, Dambalalah y la costa de Guinea; caribeños
hoscos; vástagos morenos de franceses renegados;
mezclas bastardas de sangre española, negra e india.
Mestizos y mulatos taimados y traicioneros
gobernaban la costa, pero había moradores aún peores
en las colinas de allende.
Había selvas en Haití, junglas impenetrables,
bosques rodeados de montañas e infestados de
ciénagas llenas de insectos venenosos y fiebres
pestilentes. Los hombres blancos no se atrevían a
entrar allí, pues eran peores que la muerte. Plantas
chupadoras de sangre, reptiles venenosos y orquídeas
enfermas atiborraban los bosques, que escondían
horrores que África jamás había conocido.
Pues es en aquellas colinas donde floreció el vudú
verdadero. Se dice que allí vivían hombres,
descendientes de los esclavos fugados, y facciones
proscritas que habían sido expulsados de la isla.
Rumores furtivos hablaban de pueblos aislados que
practicaban el canibalismo, mezclado con oscuros
ritos religiosos más terribles y pervertidos que
cualquier cosa que hubiera salido del mismo Congo.
La necrofilia, la adoración fálica, la antropomancia y
versiones distorsionadas de la Misa Negra eran
corrientes. La sombra de Obeah estaba por todas
partes. El sacrificio humano era común, las ofrendas
de gallos y cabras cosas aceptadas. Había orgías
alrededor de los altares vudú, y se bebía sangre en
honor de Barón Samedi y los otros dioses negros
traídos desde tierras antiguas.
Todo el mundo lo sabía. Cada noche los tambores
rada resonaban desde las colinas, y los fuegos
centelleaban por encima de los bosques. Muchos
papalois y hechiceros conocidos residían en el linde
mismo de la costa, pero jamás se los molestó. Casi
todos los negros “civilizados” aún creían en los
hechizos y los filtros; incluso los que iban a la iglesia
se entregaban a los talismanes y encantamientos en
tiempos de necesidad. Los así llamados negros
“educados” de la sociedad de Port—au—Prince eran
abiertamente emisarios de las tribus bárbaras del
interior, y a pesar de la muestra exterior de
civilización, los sangrientos sacerdotes todavía
gobernaban detrás del trono.
Desde luego había escándalos, desapariciones
misteriosas y protestas esporádicas de los ciudadanos
emancipados. Pero no era sabio meterse con aquellos
que se inclinaban ante la Madre Negra, o provocar la
ira de los terribles ancianos que moraban a la sombra
de la Serpiente.
Ése era el rango de la hechicería cuando Haití se
convirtió en una república. La gente a menudo se
pregunta por qué existe aún la magia hoy en día; quizá
sea más secreta, pero todavía sobrevive. Se pregunta
por qué los espantosos zombis no son destruidos, y
por qué el gobierno no ha intervenido para erradicar
los demoníacos cultos de sangre que aún acechan en la
penumbra de la jungla.
Tal vez esta historia proporcione una respuesta: este
cuento secreto y antiguo de la nueva república. Los
funcionarios, al recordar el relato, todavía tienen
miedo a interferir demasiado, y las leyes que han sido
promulgadas se hacen cumplir con poca fuerza.
Porque el Culto de la Serpiente de Obeah jamás
morirá en Haití... en Haití, esa isla fantástica cuya
sinuosa costa se parece a las fauces abiertas de una
monstruosa serpiente.

Uno de los primeros presidentes de Haití era un


hombre culto. Aunque nacido en la isla, fue educado
en Francia, y cursó extensos estudios durante su
estancia en el extranjero. En su acceso al cargo más
alto de la tierra se le vio como un cosmopolita
ilustrado y sofisticado del tipo moderno. Por supuesto
que aún le gustaba quitarse los zapatos en la intimidad
de su despacho, pero nunca exhibió sus pies desnudos
en capacidad oficial. No me malinterpretéis, el
hombre no era un Emperador Jones; sencillamente,
era un caballero de ébano instruido cuya natural
barbarie en ocasiones atravesaba su lustre de
civilización.
De hecho, era un hombre muy astuto, Tenía que
serlo con el fin de llegar a presidente en aquellos
tempranos días; sólo los hombres extremadamente
astutos alcanzaron alguna vez ese rango. Quizá os
ayude un poco que os diga que en aquellos tiempos el
término “astuto” era para un haitiano educado
sinónimo de “deshonesto”. Por lo tanto, resulta fácil
darse cuenta del carácter que tenía el presidente
cuando se sabe que se lo consideraba uno de los
políticos de más éxito que jamás haya dado la
república.
En su corto reinado pocos enemigos se le opusieron;
y aquellos que trabajaban contra él por lo general
desaparecían. El hombre, alto y negro como el carbón,
con la conformación física de cráneo de un gorila
albergaba un cerebro notablemente capaz bajo su
frente prominente.
Su habilidad era fenomenal. Tenía una perspicacia
para las finanzas que le benefició mucho; es decir, le
benefició tanto en su vida oficial como personal.
Siempre que consideraba necesario subir los
impuestos, también incrementaba el ejército y lo
enviaba a escoltar a los recaudadores. Sus tratados con
los países extranjeros eran obras maestras de
ilegalidad legal. Este Maquiavelo negro sabía que
debía trabajar deprisa, ya que los presidentes tenían
una manera peculiar de morir en Haití. Parecían
particularmente sensibles a la enfermedad...
“envenenamiento por plomo”, como podrían decir
nuestros modernos amigos gángsters. Así que el
presidente actuó deprisa en verdad, y realizó un
trabajo magistral.
Realmente fue notable, a la vista de su pasado
humilde. Pues la suya fue una saga de éxito al estilo
del buen Horatio Alger. No conoció a su padre. Su
madre era una bruja en las colinas, y aunque bastante
famosa, había sido muy pobre. El presidente había
nacido en una cabaña de madera; todo un entorno
clásico para una futura y distinguida carrera. Sus
primeros años habían sido plácidos, hasta que a los
trece años lo adoptó un benevolente ministro
protestante. Durante un año vivió con ese hombre
amable, realizando las tareas de un criado en la casa.
De repente, el pobre ministro murió a causa de un
oscuro mal; fue de lo más lamentable, pues había sido
bastante rico y su dinero aliviaba gran parte del
sufrimiento de esa zona en particular. En cualquier
caso, ese rico ministro murió, y el hijo de la pobre
bruja partió a Francia para recibir una educación
universitaria.
En cuanto a ella, se compró una mula nueva y no
dijo nada. Su habilidad con las hierbas le había
proporcionado a su hijo una posibilidad en el mundo,
y estaba satisfecha.
Pasaron ocho años antes de que el muchacho
regresara. Había cambiado mucho desde su partida;
prefería la sociedad de los blancos y la de los mulatos
de piel clara de Port—au—Prince. Se sabe que también
le prestaba poca atención a su anciana madre. Su
melindrez recién adquirida le hacía ser dolorosamente
consciente de la ignorante simpleza de la mujer.
Además, era ambicioso, y no le interesaba publicitar
su relación con una bruja tan famosa.
Porque ella era bastante famosa a su manera. De
dónde había venido y cuál era su historia original,
nadie lo sabía. Pero durante muchos años su cabaña
en las montañas había sido el punto de encuentro de
adoradores extraños e incluso de emisarios extraños.
Los oscuros poderes de Obeah se evocaban en su
sombrío altar de las colinas, y un grupo furtivo de
acólitos residía allí con ella. Sus fuegos rituales
siempre brillaban en las noches sin luna, y se
entregaban bueyes en bautismos sangrientos al Reptil
de la Medianoche. Pues era una Sacerdotisa de la
Serpiente.
Ya sabéis, el Dios—Serpiente es la deidad real de los
cultos a Obeah. Los negros adoraban a la Serpiente en
Dahomey y Senegal desde tiempos inmemoriales.
Veneran a los reptiles de forma peculiar, y existe cierto
vínculo oscuro entre la serpiente y la luna creciente.
¿Curiosa, verdad, esa superstición de la serpiente? El
Jardín del Edén tuvo a su tentador, ya sabéis, y la
Biblia habla de Moisés y su báculo de serpientes. Los
egipcios reverenciaban a Set, y los antiguos hindúes
tenían un dios cobra. Da la impresión de estar
generalizado por todo el mundo ese odio y adoración
por las serpientes. Siempre parecen ser reverenciadas
como criaturas del mal. Los indios americanos creían
en Yig, y los mitos aztecas siguen el modelo. Y, por
supuesto, las danzas ceremoniales de los Hopi son del
mismo orden.
Pero las leyendas de la Serpiente Africana son
especialmente terribles, y las adaptaciones haitianas
de los ritos sacrificales son peores.

En la época de la que hablo se creía que algunos de los


grupos vudú criaban en realidad serpientes; pasaban a
los reptiles de contrabando desde Costa de Marfil para
usarlos en sus prácticas secretas. Había rumores de
pitones de unos seis metros que se tragaban bebés que
les eran ofrecidos en los Altares Negros, y de envíos de
serpientes venenosas que mataban a los enemigos de
los maestros del vudú. Es un hecho conocido que un
peculiar culto que adoraba a los gorilas había
introducido furtivamente en el país a unos simios
antropoides; por lo que las leyendas de la serpiente
podrían haber sido igualmente verdad.
Sea como fuere, la madre del presidente era una
sacerdotisa, y tan famosa, a su manera, como su
distinguido hijo. Él, justo después de su regreso, había
ascendido poco a poco al poder. Primero había sido
recaudador de impuestos, luego tesorero, y por último
presidente. Varios de sus rivales murieron, y aquellos
que se le opusieron no tardaron en descubrir que era
oportuno eliminar su odio; pues aún era un salvaje de
corazón, y a los salvajes les gusta torturar a sus
enemigos. Se rumoreaba que había construido una
cámara de torturas secreta bajo el palacio, y que sus
instrumentos estaban oxidados, aunque no por el
desuso.
El abismo entre el joven estadista y su madre
comenzó a ensancharse justo antes de su subida al
poder presidencial. La causa inmediata fue su
matrimonio con la hija de un rico plantador mulato de
piel clara de la costa. No sólo la anciana se vio
humillada porque su hijo contaminó la estirpe familiar
(ella era negra pura, y descendiente de un rey—esclavo
de Nigeria), sino que se mostró más indignada debido
a que no fue invitada a la boda.
Se celebró en Port—au—Prince. Los cónsules
extranjeros asistieron, y la crema de la sociedad
haitiana estuvo presente. La hermosa novia había sido
educada en un convento y sus antecedentes se
consideraban en la más alta estima. Sabiamente, el
novio no se dignó a profanar la celebración nupcial
incluyendo a su desagradable madre.
Sin embargo, ella fue y observó la celebración desde
la puerta de la cocina. Y estuvo bien que no revelara su
presencia, ya que habría avergonzado no sólo a su
hijo, sino también a unos cuantos más... dignatarios
que a veces la consultaban de manera no oficial.
Lo que vio de su hijo y de su prometida no fue
agradable. El hombre era ahora un dandy afectado, y
su esposa una coqueta tonta. La atmósfera de pompa y
ostentación no la impresionó; detrás de sus máscaras
festivas de educada sofisticación, sabía que la mayoría
de los presentes eran negros supersticiosos que
habrían ido corriendo a verla en busca de
encantamientos o consejos oraculares en cuanto
tuvieran problemas. No obstante, no hizo nada; sólo
sonrió con amargura y volvió a casa cojeando.
Después de todo, todavía amaba a su hijo.
Sin embargo, la siguiente afrenta no pudo pasarla
por alto. Fue en la toma del cargo de nuevo presidente.
Tampoco a ese acontecimiento se la invitó, pero ella
fue. Y en esta ocasión no se quedó en las sombras.
Después de que el juramento de posesión fuera
recitado, marchó con decisión ante la presencia del
nuevo gobernante de Haití y lo abordó delante de los
mismos ojos del cónsul de Alemania. Era una figura
grotesca: una vieja pequeña y fea que apenas medía un
metro y medio, negra, descalza y vestida con harapos.
Naturalmente, el hijo ignoró su presencia. La bruja
marchita se pasó la lengua por sus encías desdentadas
en terrible silencio. Luego, con tranquilidad, comenzó
a maldecirlo... no en francés, sino en el dialecto nativo
de las colinas. Invocó la ira de sus sangrientos dioses
sobre su cabeza desagradecida, y le amenazó tanto a él
como a su esposa con venganza por su relamida
ingratitud. Los invitados quedaron conmocionados.
También el nuevo presidente. No obstante, no perdió
la compostura. Con calma llamó con un gesto a los
guardias, quienes se llevaron a la ahora histérica
bruja. Trataría con ella después.
La noche siguiente, cuando consideró adecuado
bajar a la mazmorra a razonar con su madre, ella no
estaba. Había desaparecido, le dijeron los guardias,
moviendo los ojos misteriosamente. Hizo que
fusilaran al carcelero y regresó a sus aposentos
oficiales.
Estaba un poco preocupado respecto a la maldición.
Veréis, él sabía de lo que era capaz la mujer. Tampoco
le gustaron las amenazas que profirió contra su mujer.
Al día siguiente hizo que le fabricaran unas balas de
plata, igual que el Rey Henry en los viejos días.
También compró un encantamiento ouanga de un
hechicero que conocía. La magia lucharía contra la
magia.
Aquella noche, una serpiente le visitó en sueños; una
serpiente de ojos verdes que le susurró a la manera de
los hombres y le siseó con aguda y burlona risa cuando
él la golpeó en su sueño. Por la mañana había un olor
reptilesco en su dormitorio, y un légamo nauseabundo
sobre su almohada que emitía un olor similar. Y el
presidente supo que sólo su encantamiento le había
salvado.
Aquella tarde su esposa echó en falta uno de sus
vestidos parisinos, y el presidente interrogó a los
sirvientes en su cámara de torturas. Descubrió algunos
hechos que no se atrevió a contarle a su mujer, y a
partir de ese momento dio la impresión de estar muy
triste. Ya había visto trabajar a su madre con figuras
de cera antes: pequeños maniquíes que se parecían a
hombres y mujeres, vestidos con partes de sus
prendas robadas. A veces les clavaba agujas o los
asaba sobre un fuego bajo. Siempre las personas reales
enfermaban y morían. Ese conocimiento hizo al
presidente bastante desdichado, y estuvo más
preocupado cuando regresaron unos mensajeros y le
dijeron que su madre había desaparecido de su vieja
cabaña en las colinas.
Tres días después su esposa murió de una herida
dolorosa en el costado que los médicos no pudieron
explicar. Estuvo en agonía hasta el final, y justo antes
de morir se rumoreó que su cuerpo se puso azul y se
hinchó hasta el doble de su tamaño normal. Sus rasgos
estaban carcomidos como con lepra, y sus
extremidades dilatadas se parecían a las de una
víctima de elefantiasis. En Haití hay horribles
enfermedades tropicales, pero ninguna mata en tres
días...
Después de eso, el presidente enloqueció.
Como Cotton—Matters antaño, inició una cruzada de
caza de brujas. Se envió a los soldados y a la policía a
peinar todo el campo. Los espías fueron a los
cobertizos de las cimas de las montañas, y las patrullas
armadas se agazaparon en campos lejanos donde
trabajan los hombres—muertos vivientes, con sus
vidriosos ojos mirando incesantemente a la luna. Se
interrogó a las mamalois sobre los fuegos, y se asó a
los poseedores de libros prohibidos sobre llamas
alimentadas con esos mismos volúmenes que
guardaban. Los sabuesos ladraron en las colinas, y los
sacerdotes murieron en los altares donde solían
realizar sacrificios. Sólo se había dado una orden
especial: la madre del presidente debía ser capturada
con vida y sin recibir daño alguno.
Mientras tanto, él permaneció sentado en palacio
con las brasas de la lenta locura en sus ojos: brasas
que ardieron con llama demoníaca cuando los
guardias trajeron a la bruja marchita, a quien habían
capturado cerca de aquella terrible arboleda de ídolos
que hay en la ciénaga.
La llevaron abajo, aunque se debatió y arañó como
un gato salvaje, y luego los guardias se fueron y
dejaron a su hijo a solas con ella. Solo, en la cámara de
torturas, con una madre que le maldijo desde el potro.
Solo, con un fuego frenético en los ojos, y un gran
cuchillo de plata en la mano...
El presidente pasó muchas horas en su cámara de
torturas secreta durante los siguientes días. Rara vez
se lo vio por el palacio, y sus sirvientes recibieron
órdenes de que no debía molestársele. Al cuarto día
subió por la escalera oculta por última vez, y la
titilante locura de sus ojos se había desvanecido.
Qué sucedió en la mazmorra subterránea jamás se
sabrá con certeza. Sin duda es lo mejor. El presidente
era un salvaje de corazón, y para el bárbaro la
prolongación del dolor siempre aporta éxtasis...
Sin embargo, se sabe que la vieja bruja maldijo a su
hijo con la Maldición de la Serpiente en su último
aliento, y ésa es la maldición más terrible de todas.
Se puede obtener cierta idea de lo que pasó
conociendo la venganza del presidente, ya que tenía
un sentido del humor lúgubre y la noción de la
retribución de un salvaje. Su esposa había sido
asesinada por su madre, quien creó una imagen de
cera de ella. Él decidió hacer lo que sería
exquisitamente apropiado.
Cuando subió por la escalera aquella última vez, sus
sirvientes vieron que llevaba con él una vela grande,
hecha de grasa de cadáver. Y como nadie vio nunca
más el cuerpo de su madre, hubo conjeturas curiosas
respecto a cómo había conseguido la grasa de cadáver.
Pero también la mente del presidente se inclinaba
hacia las bromas macabras...
El resto de la historia es muy sencilla. El presidente
fue directamente a su despacho en el palacio, donde
depositó la vela sobre su escritorio. Había descuidado
el trabajo en los últimos días, y tenía muchos asuntos
oficiales que atender. Permaneció sentado en silencio
un rato, mirando la vela con una sonrisa curiosa y
satisfecha. Luego ordenó que le llevaran los
documentos y anunció que se ocuparía de ellos de
inmediato.
Trabajó toda la noche, con dos guardias
estacionados en el exterior junto a la puerta. Sentado a
su mesa, se dedicó a su tarea a la luz de la vela... esa
vela hecha con grasa de cadáver.
Era evidente que la maldición lanzada por su madre
al morir no le molestaba en absoluto. Una vez
satisfecho, su ansia de sangre saciada descartó toda
posibilidad de venganza. Ni siquiera era lo
suficientemente supersticioso como para creer que la
bruja pudiera volver de la tumba. Permaneció
bastante tranquilo allí sentado, todo un caballero
civilizado. La vela proyectaba sombras ominosas sobre
el cuarto en penumbra, pero él no lo notó... hasta que
fue demasiado tarde. Entonces, alzó la vista... para ver
la vela de grasa de cadáver retorcerse hasta adquirir
una vida monstruosa.
La maldición de su madre...
¡La vela —la vela hecha con grasa de cadáver—
estaba viva! Era una cosa sinuosa, y que se retorcía,
moviéndose en su candelabro con un propósito
siniestro.
El extremo de la llama pareció brillar con intensidad y
adquirir un súbito y terrible parecido. El presidente,
sorprendido, vio la cara ígnea de su madre; una cara
diminuta y arrugada de fuego, con un cuerpo de grasa de
cadáver que se lanzó hacia el hombre con espantosa
facilidad. La vela se estiraba como si estuviera derritiéndose;
se estiraba y extendía hacia él de un modo terrible.
El presidente de Haití aulló, pero era demasiado tarde. La
resplandeciente llama del extremo se apagó, quebrando el
hechizo hipnótico que mantenía en trance al hombre. Y en
ese momento la vela saltó, mientras la habitación
desaparecía en la temida oscuridad. Era una oscuridad
horrible, llena de gemidos y el sonido de un cuerpo
debatiéndose que se hizo cada vez más y más débil...
Estaba inmóvil cuando los guardias entraron y
encendieron las luces de nuevo. Sabían lo de la vela de grasa
de cadáver y la maldición de la madre—bruja. Ésa es la
razón por la que fueron los primeros en anunciar la muerte
del presidente; los primeros en meterle una bala en la nuca y
afirmar que se había suicidado.
Le contaron la historia al sucesor del presidente, y éste dio
órdenes de que se abandonara la cruzada contra el vudú. Era
mejor así, pues el nuevo gobernante no deseaba morir. Los
guardias le explicaron por qué le habían disparado al
presidente y dicho que había sido suicidio, y su sucesor no
quiso arriesgarse a caer en la Maldición de la Serpiente.
Pues el presidente de Haití había sido estrangulado por la
vela de grasa del cadáver de su madre... una vela de grasa
de cadáver que estaba enroscada alrededor de su cuello
como una serpiente gigantesca.

MOTHER OF SERPENTS
Robert Bloch, 1964
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
PALOMOS DEL INFIERNO
ROBERT E. HOWARD

I—EL SILBADOR EN LA OSCURIDAD

G riswell despertó repentinamente con todos los


nervios vibrando por una premonición de
inminente peligro. Miró a su alrededor con
aire aturdido, incapaz al principio de recordar dónde
estaba o qué hacía allí. La luz de la luna se filtraba a
través de las polvorientas ventanas, y la enorme
estancia vacía con su altísimo techo y el negro boquete
de su hogar resultaba espectral y desconocida. Luego,
a medida que emergía de las telarañas de su reciente
sueño, recordó dónde se encontraba y qué estaba
haciendo allí. Volvió la cabeza y miró a su compañero,
que dormía en el suelo, cerca de él. John Branner no
era más que una alargada forma en la oscuridad que la
luna apenas teñía de gris.
Griswell trató de recordar lo que le había
despertado. En la casa no se oía ningún sonido; fuera,
todo estaba igualmente silencioso: el siseo de la
lechuza llegaba de muy lejos, del bosque de pinos.
Finalmente, Griswell capturó el huidizo recuerdo. Lo
que le había asustado hasta el punto de despertarle era
una pesadilla espantosa. El recuerdo fluyó ahora a
raudales, reproduciendo como en un aguafuerte la
abominable visión.
Aunque, ¿había sido un sueño? Tenía que haberlo
sido, desde luego, pero se había mezclado tan
extrañamente con recientes acontecimientos reales
que resultaba difícil saber dónde terminaba la realidad
y dónde empezaba la fantasía.
En sueños, le había parecido revivir sus últimas
horas de vigilia con todo detalle. El sueño había
empezado, bruscamente, cuando John Branner y él
llegaban a la vista de la casa donde ahora se
encontraban. Habían llegado por un camino vecinal
lleno de baches que discurría entre los numerosos
pinares —John Branner y él—, procedentes de Nueva
Inglaterra, en viaje de vacaciones. Habían divisado la
antigua casa con sus galerías cubiertas alzándose en
medio de una jungla de arbustos y malas hierbas en el
momento en que el sol se ocultaba detrás de ella.
Estaban agotados, mareados por el traqueteo del
automóvil sobre aquellos infames caminos. La antigua
casa desierta excitó su imaginación con su aspecto de
pasado esplendor y definitiva ruina. Dejaron el
automóvil junto al camino, y mientras avanzaban a
través de una maraña de maleza unos cuantos
palomos se alzaron de las balaustradas de la casa y se
alejaron con un leve batir de alas.
La puerta de madera de encima estaba abierta. Una
espesa capa de polvo cubría el suelo del amplio
vestíbulo y los peldaños de la escalera que conducía al
piso superior. Cruzaron otra puerta que se abría al
vestíbulo y penetraron en una habitación vacía,
grande, polvorienta, llena de telarañas. Las cenizas del
hogar estaban cubiertas de polvo.
Discutieron la conveniencia de salir a buscar un poco
de leña y encender fuego, pero decidieron no hacerlo.
A medida que el sol se hundía en el horizonte, la
oscuridad llegaba rápidamente, la oscuridad negra,
absoluta, de los terrenos poblados de pinos. Los dos
amigos sabían que en los bosques meridionales
abundaban las culebras y las serpientes de cascabel, y
no les sedujo la idea de salir a buscar leña a oscuras.
Abrieron unas latas de conservas, cenaron
frugalmente, luego se enrollaron en sus mantas
delante del vacío hogar e inmediatamente se quedaron
dormidos.
Esto, en parte, era lo que Griswell había soñado. Vio
de nuevo la maltrecha casa irguiéndose contra los
arreboles de la puesta de sol; vio la bandada de
palomos que emprendían el vuelo mientras Branner y
él se acercaban a la casa. Vio la sombría habitación
donde ahora se encontraban, y vio las dos formas que
eran su compañero y él mismo, envueltos en sus
mantas y tendidos en el polvoriento suelo. A partir de
este punto su sueño se modificó sutilmente, pasando
de lo real a lo fantástico. Griswell estaba asomado a
una estancia sombría, iluminada por la grisácea luz de
la luna que penetraba por algún lugar ignorado, ya que
en aquella estancia no había ninguna ventana. Pero a
la grisácea claridad Griswell vio tres formas
silenciosas que colgaban suspendidas en hilera, y su
inmovilidad despertó un helado terror en su alma. No
se oía ningún sonido, ninguna palabra, pero Griswell
intuía una presencia terrible agazapada en un oscuro
rincón... Bruscamente volvió a encontrarse en la
estancia polvorienta, de techo alto, delante del gran
hogar.
Estaba tendido en el suelo, envuelto en sus mantas,
mirando fijamente a través del sombrío vestíbulo,
hacia un lugar bañado por un rayo de luna, en la
escalera que ascendía al piso superior. Allí había algo,
una forma inclinada, completamente inmóvil bajo el
rayo de luna. Pero una sombra borrosa y amarillenta
que podría haber sido un rostro estaba vuelta hacia él,
como si alguien agachado en la escalera les estuviera
contemplando. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo,
y en aquel momento se despertó..., si es que en
realidad había estado durmiendo.
Parpadeó varias veces. El rayo de luna caía sobre la
escalera, en el lugar exacto donde había soñado que lo
hacía; pero Griswell no vio ninguna figura acechante.
Sin embargo, su cuerpo seguía temblando a causa del
miedo que le había inspirado el sueño o la visión que
acababa de tener; sus piernas estaban heladas, como
si las hubiera sumergido en agua fría.
Griswell hizo un movimiento involuntario para
despertar a su compañero, cuando un repentino
sonido le dejó paralizado.
Era un silbido procedente del piso superior. Suave y
fantasmal, iba subiendo de tono, sin desgranar
ninguna melodía determinada. Aquel sonido, en una
casa supuestamente desierta, resultaba bastante
alarmante; pero lo que heló la sangre en las venas de
Griswell fue algo más que el simple miedo a un
invasor físico. No habría podido definirse a sí mismo
el terror que se apoderó de él. Pero las mantas de
Branner se movieron, y Griswell vio que su compañero
estaba sentado. La forma de su cuerpo se dibujaba
vagamente en la oscuridad, con la cabeza vuelta hacia
la escalera, como si escuchara con mucha atención. El
misterioso silbido aumentó todavía más en intensidad.
—¡John! —susurró Griswell, con la boca seca.
Habría querido gritar..., decirle a Branner que arriba
había alguien, alguien cuya presencia podía resultar
peligrosa para ellos; que tenían que marcharse
inmediatamente de la casa. Pero la voz murió en su
garganta.
Branner se había puesto en pie. Sus pasos resonaron
en el vestíbulo mientras lo cruzaba en dirección a la
escalera. Empezó a subir los peldaños, una sombra
más entre las sombras que le rodeaban.
Griswell continuó tendido, incapaz de moverse, en
medio de un verdadero torbellino mental. ¿Quién
estaba silbando arriba? Vio a Branner pasar por el
lugar iluminado por el rayo de luna, vio su cabeza
extrañamente erguida, como si estuviera mirando algo
que Griswell no podía ver, encima y más allá de la
escalera. Pero su rostro era tan inexpresivo como el de
un sonámbulo. Cruzó la zona iluminada y desapareció
de la vista de Griswell, a pesar de que este último trató
de gritarle que regresara.
Pero de su garganta sólo salió un ahogado susurro.
El silbido fue desvaneciéndose hasta morir del todo.
Griswell oyó crujir los peldaños bajo las botas de
Branner. Ahora había alcanzado el rellano superior, ya
que Griswell oyó resonar sus pasos por encima de su
cabeza. Repentinamente, los pasos se detuvieron, y la
noche entera pareció contener la respiración. Luego,
un espantoso grito rompió el silencio, y Griswell se
incorporó, gritando a su vez.
La extraña parálisis que le impidió moverse había
desaparecido. Dio un paso hacia la escalera, y luego se
detuvo. Volvían a resonar los pasos. Branner estaba de
regreso. No corría. Andaba incluso con más lentitud
que antes. Los peldaños de la escalera volvieron a
crujir. Una mano, que se movía a lo largo de la
barandilla, quedó iluminada por el rayo de luna; luego
la otra, y un escalofrío de terror recorrió el cuerpo de
Griswell al ver que esta segunda mano empuñaba un
hacha..., un hacha de la cual goteaba un líquido
oscuro. ¿Era Branner el que estaba descendiendo la
escalera?
¡Sí! La figura había cruzado ahora el rayo de luna, y
Griswell la reconoció. Luego vio el rostro de Branner,
y una ahogada exclamación brotó de sus labios. El
rostro de Branner estaba pálido, cadavérico; unas
gotas de sangre se desprendían de él; sus ojos,
vidriosos, tenían una fijeza obsesionante; y la sangre
manaba también de la herida claramente visible en su
cabeza.
Griswell no recordó nunca exactamente cómo
consiguió salir de aquella maldita casa. Más tarde
conservó un recuerdo confuso de haber saltado a
través de una polvorienta ventana llena de telarañas,
de haber corrido ciegamente a través de la maleza,
aullando de terror. Vio la negra barrera de los pinos, y
la luna flotando en una neblina roja como la sangre.
Al ver el automóvil aparcado junto al camino recobró
parte de su cordura. En un mundo que había
enloquecido de repente, aquél era un objeto que
reflejaba una prosaica realidad; pero en el momento
en que se disponía a abrir la portezuela, un espantoso
chirrido resonó en sus oídos, y una forma ondulante
avanzó la cabeza hacia él desde el asiento del
conductor, mostrando una lengua ahorquillada a la luz
de la luna.
Con un aullido de terror, Griswell echó a correr hacia
el camino, como corre un hombre en una pesadilla.
Corría a ciegas. Su aturdido cerebro era incapaz de
ningún pensamiento consciente, Se limitaba a
obedecer al instinto primario que le impulsaba a
correr..., correr..., correr hasta caer exhausto.
Las negras paredes de los pinos surgían
interminablemente a su lado, hasta el punto de que
Griswell tenía la sensación de no moverse de sitio.
Pero súbitamente un sonido penetró la niebla de su
terror: el inexorable rumor de unos pasos que le
seguían. Volviendo la cabeza, vio a alguien que
avanzaba detrás de él..., lobo o perro, no habría
podido decirlo, pero sus ojos ardían como bolas de
fuego verde. Griswell aumentó la velocidad de su
carrera, dio la vuelta a una curva del camino y oyó
relinchar a un caballo; vio la grupa del animal y oyó
maldecir al jinete que lo montaba; vio un brillo
azulado en la mano levantada del hombre.
Griswell se tambaleó y tuvo que agarrarse al estribo
del jinete para no caer al suelo.
—¡Por el amor de Dios, ayúdeme! —jadeó—. ¡La
cosa! ¡Ha asesinado a Branner..., y me está
persiguiendo! ¡Mire!
Dos bolas de fuego ardían entre los arbustos en la
revuelta del camino. El jinete volvió a maldecir y
disparó tres veces consecutivas. Las bolas de fuego se
desvanecieron y el jinete, librando su estribo del
agarrón de Griswell, hizo avanzar su caballo hacia la
revuelta. Griswell dio unos pasos vacilantes,
temblando como un azogado. El jinete desapareció
unos instantes de su vista; luego regresó al galope.
—Ha desaparecido —dijo—. Supongo que era un
lobo, aunque nunca oí que persiguieran a un hombre.
¿Sabe usted lo que era?
Griswell se limitó a sacudir débilmente la cabeza.
El jinete, recortándose contra la luz de la luna, le
miraba desde lo alto, empuñando aún en su mano
derecha el humeante revólver. Era un hombre
robusto, de mediana estatura, y su ancho sombrero y
sus botas le señalaban como un nativo de la región tan
claramente como el atuendo de Griswell revelaba en él
al forastero.
—¿Qué es lo que ha sucedido? —preguntó el jinete.
—No lo sé —respondió Griswell—. Me llamo
Griswell. John Branner, el amigo que viajaba conmigo,
y yo nos detuvimos en la casa abandonada que hay al
otro lado del camino para pasar allí la noche. Algo... —
el recuerdo le hizo estremecerse de horror—. ¡Dios
mío! —exclamó—. ¡Debo de estar loco! Alguien se
asomó por encima de la barandilla de la escalera...,
alguien que tenía el rostro amarillento. Creí que
estaba soñando, pero tiene que haber sido real. Luego,
alguien silbó en el piso de arriba, y Branner se levantó
y subió la escalera como un sonámbulo, o un hombre
hipnotizado. Oí un grito; luego, Branner volvió a bajar
con un hacha ensangrentada en la mano, y... ¡Dios
mío! ¡Estaba muerto! Le habían abierto la cabeza. Vi
sus sesos a través de la herida, y la sangre que
manaba por ella, y su rostro era el de un cadáver.
¡Pero bajó la escalera! Pongo a Dios por testigo de
que John Branner fue asesinado en aquel oscuro
rellano, y de que su cadáver descendió luego la
escalera con un hacha en la mano... ¡para asesinarme!
El jinete no hizo ningún comentario; permaneció
sentado sobre su caballo como una estatua,
recortándose contra las estrellas, y Griswell no pudo
leer en su expresión, ya que su rostro estaba
ensombrecido por el ala de su sombrero.
—Piensa usted que estoy loco —murmuró Griswell—.
Tal vez lo esté.
—No se que pensar —respondió el jinete—. Si no se
tratara de la antigua casa de los Blassenville... Bueno,
veremos. Me llamo Buckner. Soy el sheriff de este
condado. Vengo de llevar a un negro al condado
vecino y se me ha hecho un poco tarde.
Se apeó de su caballo y se quedó en pie junto a
Griswell, más bajo que él pero mucho más fornido. De
su persona se desprendía un aire de decisión y de
seguridad en sí mismo, y no resultaba difícil imaginar
que sería un hombre peligroso en cualquier clase de
lucha.
—¿Teme usted regresar a la casa? —preguntó.
Griswell se estremeció, pero sacudió la cabeza:
revivía en él la obstinada tenacidad de sus
antepasados puritanos.
—La idea de enfrentarme de nuevo con aquél horror
me pone enfermo —murmuró—. Pero, el pobre
Branner... Tenemos que encontrar su cadáver. ¡Dios
mío! —exclamó, desalentado por el abismal horror de
la cosa—. ¿Qué es lo que encontraremos? Si un
hombre muerto anda...
—Veremos.
El sheriff ató las riendas alrededor de su brazo
izquierdo y empezó a llenar los cilindros de su enorme
revólver mientras andaban.
Cuando llegaron a la revuelta del camino, la sangre
de Griswell estaba helada ante el pensamiento de lo
que podían encontrar en el camino, pero sólo vieron la
casa irguiéndose espectralmente entre los pinos.
—¡Dios mío! —susurró Griswell—. Parece mucho
más siniestra ahora que cuando llegamos a ella y
vimos aquellos palomos que volaban del porche...
—¿Palomos? —inquirió Buckner, dirigiéndole una
rápida mirada—. ¿Vio usted a los palomos?
—Desde luego. Una bandada, que salió volando del
porche.
Caminaron unos instantes en silencio, hasta que
Buckner dijo con cierta brusquedad:
—He vivido en esta región desde que nací. He pasado
por delante de la antigua casa de los Blassenville
centenares de veces, a todas las horas del día y de la
noche. Pero nunca he visto un solo palomo, ni en la
casa ni en los bosques de los alrededores.
—Había una verdadera bandada —repitió Griswell,
sorprendido.
—He conocido a hombres que juraron haber visto
una bandada de palomos posados en el porche de la
casa, a la puesta del sol —dijo Buckner lentamente—.
Todos eran negros, excepto uno. Un trampero. Estaba
encendiendo una fogata en el patio, dispuesto a pasar
allí aquella noche. Le vi al atardecer y me habló de los
palomos. A la mañana siguiente volví a la casa. Las
cenizas de su fogata estaban allí, y su vaso de estaño, y
la sartén en la cual frió su tocino, y sus mantas,
extendidas como si hubiera dormido en ellas. Nadie
volvió a verle. Eso ocurrió hace doce años. Los negros
dicen que ellos pueden ver a los palomos, pero ningún
negro se atreve a pasar por este camino después de la
puesta del sol. Dicen que los palomos son las almas de
los Blassenville, que salen del infierno cuando se pone
el sol. Los negros dicen que el resplandor rojizo que se
ve hacia el oeste es la claridad del infierno, porque a
aquella hora las puertas del infierno están abiertas
para dar paso a los Blassenville.
—¿Quiénes eran los Blassenville? —preguntó
Griswell, estremeciéndose.
—Eran los propietarios de todas estas tierras. Una
familia franco—inglesa. Llegaron procedentes de las
Indias Occidentales, antes de la evacuación de
Louisiana. La Guerra Civil les arruinó, como a otros
tantos. Algunos de sus miembros resultaron muertos
en la guerra; la mayoría de los otros murieron fuera de
aquí. Nadie vivió en la casa solariega a partir de 1890,
cuando miss Elisabeth Blassenville, la última del
linaje, desapareció una noche de la casa y nunca
regresó... ¿Es ése su automóvil?
Se detuvieron al lado del vehículo, y Griswell
contempló morbosamente la antigua mansión. Sus
polvorientos ventanales estaban vacíos y oscuros; pero
Griswell experimentaba la desagradable sensación de
que unos ojos le acechaban con expresión hambrienta
a través de los cristales.
Buckner repitió su pregunta.
—Sí —respondió Griswell—. Tenga cuidado. Hay una
serpiente en el asiento..., o por lo menos estaba allí.
—Ahora no hay ninguna —gruñó Buckner, atando su
caballo y sacando una linterna de las alforjas—.
Bueno, vamos a echar un vistazo.
Echó a andar hacia la casa con la misma tranquilidad
que si se dirigieran a efectuar una visita de cumplido a
unos amigos. Griswell le siguió, pegado a sus talones,
respirando agitadamente. La leve brisa llevaba hasta
ellos un hedor a corrupción y a vegetación podrida, y
Griswell experimentó una intensa sensación de
náusea, en la cual se mezclaban el malestar físico y la
angustia mental que provocaban aquellas antiguas
mansiones que ocultaban olvidados secretos de
esclavitud, de orgullo de raza, y de misteriosas
intrigas. Se había imaginado el Sur como una tierra
lánguida y soleada, acariciada por suaves brisas que
transportaban cálidos aromas a flores y a especias,
donde la vida discurría plácidamente al ritmo de los
cantos que los negros entonaban en los campos de
algodón bañados por el sol. Pero ahora acababa de
descubrir otro aspecto, completamente inesperado: un
aspecto oscuro, impregnado de misterio. Y el
descubrimiento le resultaba repulsivo.
Cruzaron la pesada puerta de madera de encima. La
negrura del interior quedaba intensificada ahora por
el haz luminoso proyectado por la linterna de
Buckner. Aquel haz se deslizó a través de la oscuridad
del vestíbulo y trepó por la escalera, y Griswell
contuvo la respiración, apretando los puños. Pero
ninguna forma demencial se reveló allí. Buckner
avanzó con la ligereza de un gato, la linterna en una
mano, el revólver en la otra.
Mientras proyectaba la luz de su linterna en la
habitación que se abría al pie de la escalera, Griswell
lanzó un grito..., y volvió a gritar, a punto de
desmayarse con el espectáculo que se ofrecía a sus
ojos. Un rastro de gotas de sangre cruzaba la
habitación, pasando por encima de las mantas que
Branner había ocupado, las cuales estaban extendidas
entre la puerta y las del propio Griswell. Y las mantas
de Griswell tenían un terrible ocupante. John Branner
estaba tendido en ellas, boca abajo, con una horrible
herida en la parte posterior de la cabeza. Su mano
extendida seguía empuñando el mango de un hacha, y
la hoja estaba profundamente clavada en la manta y
en el suelo que se extendía debajo, en el lugar exacto
donde había reposado la cabeza de Griswell cuando
dormía allí.
Griswell no se dio cuenta de que se tambaleaba ni de
que Buckner le cogía, impidiendo que cayera al suelo.
Cuando recobró el conocimiento, la cabeza le dolía
terriblemente y todo parecía dar vueltas alrededor.
Buckner proyectó el haz luminoso de su linterna
sobre su rostro, haciéndole parpadear. La voz del
sheriff llegó desde más allá de la brillante claridad:
—Griswell, me ha contado usted una historia muy
difícil de creer. Vi algo que le perseguía a usted, pero
aquello era un lobo, o un perro salvaje.
”Si está ocultando algo, será mejor que lo escupa
ahora. Lo que me ha contado a mí es insostenible ante
cualquier tribunal. Va usted a enfrentarse con la
acusación de haber asesinado a su compañero. Tengo
que detenerle. Si es usted sincero conmigo, las cosas
serán mucho más fáciles. Ahora dígame, ¿mató usted
a este hombre, Griswell?
”Supongo que ocurriría algo parecido a esto:
discutieron ustedes por algo, la discusión se agrió,
Branner empuñó un hacha y le atacó, pero usted
consiguió desarmarle, le abrió la cabeza de un hachazo
y volvió a dejar el arma en sus manos... ¿Me equivoco?
Griswell ocultó la cara entre sus manos, sacudiendo
la cabeza.
—¡Dios mío! ¡Yo no maté a John! ¿Por qué iba a
hacer una cosa así? John y yo éramos amigos de la
infancia. Le he dicho a usted la verdad. No puedo
reprocharle a usted que no me crea. Pero juro por Dios
que es la verdad.
La luz volvió a iluminar la abierta cabeza de Branner,
y Griswell cerró los ojos.
Oyó que Buckner gruñía:
—Creo que le mataron con el hacha que tiene en la
mano. Hay sangre y sesos pegados a la hoja, y unos
cuantos cabellos del mismo color que los suyos. Eso
empeora las cosas para usted, Griswell.
—¿Por qué? —gimió Griswell con voz temblorosa.
—Elimina toda posibilidad de alegar defensa propia.
Branner no pudo atacarle con ese hacha después de
que usted le abrió la cabeza con ella. La herida es
mortal de necesidad. Debió usted arrancar el hacha de
su cabeza, clavarla en el suelo y colocar sus dedos
alrededor del mango para que pareciera que él le
atacaba. Una maniobra muy hábil..., si hubiera
utilizado usted otra hacha.
—Pero yo no le maté —gimió Griswell—. No tengo la
menor intención de alegar defensa propia.
—Eso es lo que me intriga —admitió Buckner
francamente—. ¿Qué asesino sería tan estúpido para
contar una historia tan descabellada como la que
usted me ha contado para demostrar su inocencia?
Cualquier asesino habría inventado una historia que
fuera lógica, al menos. ¡Hum! El rastro de sangre
procede de la puerta. El cadáver fue arrastrado..., no,
no pudo ser arrastrado. El suelo está lleno de polvo y
se verían las huellas. Tuvo usted que transportarle
hasta aquí, después de haberle matado en otro lugar.
Pero, en ese caso, ¿por qué no hay sangre en sus
ropas? Desde luego, puede usted haberse cambiado la
ropa. Pero ese individuo no lleva muerto mucho
tiempo.
—Bajó la escalera y cruzó la habitación —murmuró
Griswell—. Venía a matarme. Supe que venía a
matarme cuando le vi acechando por encima de la
barandilla. Descargó el golpe donde yo habría estado,
de no haberme despertado. Mire aquella ventana...
Está rota: salté a través de ella.
—Sí, lo veo. Pero, si andaba entonces, ¿por qué no
anda ahora?
—¡No lo sé! Estoy demasiado trastornado para
pensar cuerdamente. Temí que se levantara del suelo y
saliera en mi persecución. Cuando oí aquel lobo
corriendo detrás de mí, creí que era John que me
perseguía... ¡John, corriendo a través de la noche con
su hacha ensangrentada y su ensangrentada cabeza!
Sus dientes castañetearon mientras revivía aquel
espantoso horror.
Buckner paseó por el suelo el haz luminoso de su
linterna.
—Las gotas de sangre proceden del vestíbulo.
Vamos. Las seguiremos.
Griswell se estremeció.
—Proceden del piso superior —murmuró.
Buckner le miraba fijamente.
—¿Teme usted subir al piso, conmigo?
El rostro de Griswell estaba gris.
—Sí. Pero voy a subir, con usted o sin usted. La cosa
que mató al pobre John puede estar todavía oculta
allí.
—Suba detrás de mí —ordenó Buckner—. Si algo
salta sobre nosotros, yo me ocuparé de ello. Pero, por
su propio bien, le advierto que disparo con más
rapidez de la que emplea un gato en saltar, y que rara
vez fallo un tiro. Si se le ha ocurrido la idea de
atacarme por detrás, olvídela.
—¡No sea estúpido! —exclamó Griswell.
El furor había barrido momentáneamente sus
temores, y aquella enojada exclamación pareció
tranquilizar a Buckner mucho más que todas sus
protestas de inocencia.
—Deseo ser justo —dijo—. No puedo acusarle y
condenarle sin pruebas. Si es verdad la mitad
solamente de lo que me ha contado, ha vivido usted un
verdadero infierno y no quiero ser demasiado duro.
Pero debe comprender lo difícil que me resulta
creerle.
Griswell no respondió, limitándose a indicarle con
un gesto que estaba dispuesto a acompañarle arriba.
Cruzaron el vestíbulo y se detuvieron al pie de la
escalera. Un rastro de gotas de sangre, claramente
visibles en los polvorientos peldaños, señalaba el
camino.
—Hay pisadas de hombre en el polvo —gruñó
Buckner—. Hay que subir despacio. Tenemos que
fijarnos bien en lo que vemos, ya que al subir
borraremos estas huellas. Hay un rastro de pisadas
que suben y otras que bajan. Del mismo hombre. Y no
son de usted. Branner era un hombre mucho más alto
que usted. Hay gotas de sangre en todo el camino...,
sangre en la barandilla, como si un hombre hubiera
posado en ella su mano ensangrentada..., una mancha
de algo que parecen...,sesos. Me pregunto...
—Bajaba la escalera, y estaba muerto —se estremeció
Griswell—. Agarrándose con una mano a la barandilla,
y empuñando con la otra el hacha que le mató.
—Pudieron transportarle —murmuró el sheriff—.
Pero, si alguien le transportó, ¿dónde están sus
huellas?
Llegaron al rellano superior, un amplio y vacío
espacio de polvo y sombras donde las ennegrecidas
ventanas rechazaban la claridad de la luna y el haz
luminoso de la linterna de Buckner parecía
inadecuado. Griswell temblaba como una hoja. Aquí,
en la oscuridad y el horror, había muerto John
Branner.
—Alguien silbaba aquí arriba —murmuró—. Igual
que las de la escalera; unas van y otras vienen. Las
mismas huellas... ¡Judas!
Detrás de él, Griswell ahogó un grito, ya que acababa
de ver lo que había provocado la exclamación de
Buckner. A unos pies de distancia del último peldaño,
las huellas de las pisadas de Branner se detenían
bruscamente y luego daban la vuelta, casi pisando las
huellas anteriores. Y en el lugar donde se había
detenido había una gran mancha de sangre en el
polvoriento suelo..., y otras huellas que llegaban hasta
allí, huellas de pies descalzos, pequeños pero de
pulgares muy anchos. También aquellas huellas
retrocedían a partir de aquel punto.
Buckner se inclinó sobre ellas, gruñendo.
—¡ Las huellas se encuentran! ¡Y en el lugar donde se
encuentran hay sangre y sesos en el suelo! Aquí
mataron a Branner, descargándole un hachazo. Unos
pies descalzos procedentes de la oscuridad se
encuentran con unos pies calzados; luego, ambos dan
la vuelta. Los pies calzados bajan la escalera, los
descalzos retroceden por el rellano.
Proyectó la luz de su linterna a lo largo del rellano;
las pisadas se desvanecían en la oscuridad, más allá
del alcance de la luz. A un lado y a otro, las cerradas
puertas de otras tantas estancias eran secretos
portales de misterio.
—Supongamos que su descabellada historia fuera
cierta —murmuró Buckner, medio para sí mismo—.
Esas huellas no son de usted. Parecen las de una
mujer. Supongamos que alguien silbó, y Branner subió
aquí a investigar. Supongamos que alguien le atacó
aquí, en la oscuridad, abriéndole la cabeza. En tal
caso, las huellas hubieran sido tal como son, en
realidad. Pero, suponiendo que fuera eso lo que
hubiera ocurrido, ¿por qué no se quedó Branner
tendido aquí, donde encontró la muerte? ¿Pudo haber
vivido el tiempo suficiente para arrancar el hacha de
manos del que le asesinó, y bajar la escalera con ella?
—¡No, no! —exclamó Griswell—. Yo le vi en la
escalera. Estaba muerto. Ningún hombre podría vivir
un minuto después de recibir tal herida.
—Lo creo —murmuró Buckner—. Pero es una locura.
O un plan diabólicamente hábil... Sin embargo,
ningún hombre en su sano juicio elaboraría un plan
tan descabellado pata escapar al castigo de su crimen,
cuando un simple alegato de defensa propia sería
mucho más eficaz. Ningún tribunal aceptaría esa
historia. Bueno, vamos a seguir esas otras huellas.
Avanzan por el rellano... ¡Un momento! ¿Qué es esto?
Con un estremecimiento de terror, Griswell vio que
la luz de la linterna empezaba a amortiguarse.
—Esta batería es nueva —murmuró Buckner, y por
primera vez Griswell captó una nota de temor en su
voz—. ¡Vamos! ¡Tenemos que salir de aquí
inmediatamente!
La luz se había amortiguado hasta quedar reducida a
un débil brillo rojizo. La oscuridad parecía acercarse a
ellos, deslizándose con el paso silencioso de un gato.
Buckner retrocedió, hacia la escalera, llevando a
Griswell pegado a sus talones. En la creciente
oscuridad, Griswell oyó un sonido como el de una
puerta que se abría lentamente, y al mismo tiempo las
negruras que les rodeaban vibraron con una oculta
amenaza. Griswell supo que Buckner experimentaba
la misma sensación que le había invadido a él, ya que
el cuerpo del sheriff se tensó como el de una pantera
dispuesta a saltar.
Pero continuó retrocediendo, sin prisas, luchando
contra el pánico que le impulsaba a gritar y a
emprender una loca huida. Una terrible idea hizo
brotar un sudor helado de su frente. ¿Y si el muerto se
estaba deslizando detrás de ellos en la oscuridad,
empuñando el hacha ensangrentada presto a
descargarla sobre ellos?
Aquella posibilidad le abrumó hasta el punto de que
apenas se dio cuenta de que sus pies alcanzaban el
vestíbulo inferior, y sólo entonces descendían, hasta
recobrar toda su fuerza. Pero cuando Buckner
proyectó el haz luminoso hacia la parte superior de la
escalera, no consiguió iluminar más que oscuridad
que colgaba como una tangible niebla sobre el rellano
superior.
—Esta maldita linterna estaba embrujada —
murmuró Buckner—. La cosa no tiene otra
explicación. No puede atribuirse a causas naturales.
—Ilumine la habitación —suplicó Griswell—. Vea si
John..., si John está...
No consiguió traducir en palabras su horrible idea,
pero Buckner comprendió.
Griswell no habría sospechado nunca que la vista del
espantoso cadáver de un hombre asesinado pudiera
inspirarle tal sensación de alivio.
—Todavía está ahí —gruñó Buckner—. Si anduvo
después de ser asesinado, no ha vuelto a hacerlo desde
entonces. Pero, aquella cosa...
Proyectó de nuevo la luz de la linterna hacia la parte
superior de la escalera, mordiéndose el labio y
rezongando en voz baja. Por tres veces había
levantado su revólver. Griswell leyó en su
pensamiento. El sheriff se sentía tentado de volver a
subir aquella escalera, de medir sus fuerzas con lo
desconocido. Pero el sentido común le retenía.
—A oscuras, no tendría ninguna posibilidad —
murmuró—. Y, si subo, la luz volverá a apagarse.
Se volvió hacia Griswell.
—Sería inútil intentar nada. En esta casa hay algo
diabólico, y creo que puedo adivinar lo que es. No creo
que asesinara usted a Branner. Lo que le asesinó está
ahí arriba..., ahora. En su historia hay muchos puntos
que resultan descabellados; pero, ¿acaso no es
descabellado que una linterna se apague sin más ni
más? No creo que lo que haya allá arriba sea humano.
Hasta ahora, nunca me había asustado la oscuridad,
pero no voy a subir a ese piso hasta que se haga de día.
No tardará en amanecer. Esperaremos fuera, en
aquella galería.
Las estrellas empezaban a palidecer cuando salieron
al amplio porche. Buckner se sentó en la barandilla, de
cara a la puerta de la casa, empuñando su revólver.
Griswell tomó asiento junto a él y se reclinó contra los
restos de una columna. Cerró los ojos, acogiendo con
placer la leve brisa que parecía refrescar su
enfebrecido cerebro. Experimentaba una extraña
sensación de irrealidad. Era un forastero en una
región desconocida, una región que parecía haberse
llenado repentinamente de negro horror. La sombra
del patíbulo planeaba encima de él, y en aquella
sombría mansión yacía John Branner, con la cabeza
destrozada... Como las ficciones de un sueño, aquellos
hechos giraban en su cerebro hasta que se fundieron
en un crepúsculo gris mientras el sueño se apoderaba
compasivamente de su alma.
Despertó a un frío amanecer y al recuerdo de los
horrores de la noche. La niebla se arrastraba en
jirones por las copas de los pinos. Buckner le estaba
sacudiendo.
—¡Despierte! Ya es de día.
Griswell se puso en pie, frotándose los ojos. Su
rostro aparecía viejo y gris.
—Estoy dispuesto. Vamos arriba.
—¡Ya he estado allí! —dijo Buckner, con ojos
llameantes—. No quise despertarle. Subí en cuanto
amaneció. No encontré nada.
—Pero, las huellas de los pies descalzos...
—Han desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí, desaparecido. El polvo del rellano ha sido
removido, desde el punto donde terminaban las
huellas de los pasos de Branner; ha sido barrido hacia
los rincones. Ahora no existe ninguna posibilidad de
seguir las huellas de nadie. Alguien barrió el polvo
mientras estábamos aquí sentados, y no oí ningún
sonido. He recorrido toda la casa. No he visto
absolutamente nada.
Griswell se estremeció al imaginarse a sí mismo
durmiendo solo en el porche mientras Buckner llevaba
a cabo su exploración.
—¿Qué haremos ahora? Aquellas huellas eran mi
única posibilidad de demostrar la veracidad de mi
historia.
—Llevaremos el cadáver de Branner al
Ayuntamiento del condado —respondió Buckner—. Yo
explicaré los hechos. Si las autoridades se enteran de
la versión que usted puede darles, insistirán en
acusarle de asesinato. Yo no creo que usted matara a
Branner..., pero ningún fiscal de distrito, ningún juez
ni ningún jurado creería lo que usted me ha contado,
ni lo que nos sucedió anoche. Déjeme manejar este
asunto a mi modo. No pienso detenerle a usted hasta
que haya agotado todas las demás posibilidades.
”Cuando lleguemos a la ciudad, no diga nada de lo
que ha ocurrido aquí. Yo me limitaré a informar al
fiscal del distrito que John Branner fue asesinado por
una persona o personas desconocidas, y que estoy
trabajando en el caso.
”¿Está usted dispuesto a regresar conmigo a esta
casa y a pasar la noche aquí, en la habitación en la que
usted y Branner durmieron anoche?
Griswell palideció, pero respondió con la misma
obstinación con que sus antepasados habían
expresado su decisión de plantar sus cabañas en las
tierras de los pequots:
—Estoy dispuesto.
—Entonces, vámonos; ayúdeme a trasladar el
cadáver de Branner a su automóvil.
Griswell se estremeció a la vista del ensangrentado
rostro de su amigo a la luz grisácea del amanecer. La
niebla extendía unos viscosos tentáculos alrededor de
sus pies mientras transportaban su macabra carga a
través de la maleza.

II—EL HERMANO DE LA SERPIENTE

De nuevo las sombras se alargaban sobre los pinares,


y de nuevo dos hombres llegaron por el antiguo
camino en un automóvil con matrícula de Nueva
Inglaterra.
Buckner conducía. Los nervios de Griswell estaban
demasiado alterados para permitirle empuñar el
volante. Su rostro estaba aún muy pálido, y todo su
aspecto revelaba un gran cansancio. La tensión del día
pasado en la capital del condado había venido a
añadirse al horror que planeaba sobre su alma como la
sombra de un buitre de alas negras. No había
dormido, apenas había comido.
—Prometí hablarle de los Blassenville —dijo Buckner
—. Era una gente orgullosa, altiva, y sin el menor
escrúpulo cuando se trataba de imponer su voluntad.
No tenían para sus negros las consideraciones que en
mayor o menor escala les guardaban los otros
plantadores; supongo que seguían aferrados a las
costumbres de las Indias Occidentales. Había una
vena de crueldad en todos ellos..., y especialmente en
miss Celia, la última de la familia que llegó a esta
región. Vino mucho después de que los esclavos
fueran declarados hombres libres, pero miss Celia
seguía azotando con su látigo a su doncella mulata, lo
mismo que cuando era una esclava, según dicen los
viejos del lugar... Los negros decían que cuando moría
un Blassenville, el diablo le estaba esperando siempre
en los pinares que rodean la casa.
”Una vez terminada la Guerra Civil, los Blassenville
fueron desapareciendo con bastante rapidez. Vivían
pobremente de su plantación, que cada día rendía
menos. Finalmente, sólo quedaron cuatro muchachas,
hermanas, que habitaban en la antigua mansión. La
plantación era cultivada por unos cuantos negros que
seguían viviendo en sus chozas y trabajaban en calidad
de aparceros. Las muchachas, muy orgullosas, se
avergonzaban de su pobreza y no se relacionaban con
nadie. A veces pasaban meses enteros sin salir de casa.
Cuando necesitaban provisiones, enviaban a un negro
a comprarlas.
”Pero la gente empezó a hablar de los Blassenville
cuando miss Celia vino a vivir con ellas. Procedía de
algún lugar de las Indias Occidentales, de donde era
originaria la familia. Dicen que era una mujer
elegante, bella, de poco más de treinta años. Tampoco
ella se relacionó con la gente. Se había traído a una
doncella mulata, y la trataba de un modo que hacía
honor a la tradicional crueldad de los Blassenville.
Conocí a un viejo negro, hace unos años, que juraba
haber visto a miss Celia atar a la doncella a un árbol,
completamente desnuda, y azotarla con un látigo.
Cuando la mulata desapareció, el hecho no constituyó
una sorpresa para nadie. Todo el mundo imaginó que
se había fugado, desde luego.
”Un día de la primavera de 1890, miss Elisabeth, la
más joven de las muchachas, se presentó en el pueblo
por primera vez en un año, quizás. Iba en busca de
provisiones. Dijo que todos los negros habían
abandonado la plantación. Añadió que miss Celia se
había marchado también sin decir nada. Sus
hermanas creían que había regresado a las Indias
Occidentales, pero ella estaba convencida de que su tía
estaba aún en la casa. No aclaró el sentido de estas
palabras. Se limitó a coger sus provisiones y regresar a
la casa.
”Al cabo de un mes se presentó un negro en el
pueblo y dijo que miss Elisabeth vivía completamente
sola en la antigua mansión. Dijo que sus tres
hermanas ya no estaban allí, que se habían marchado
una detrás de otra sin dar ninguna explicación. Miss
Elisabeth ignoraba adónde se habían marchado, y
tenía miedo de vivir sola en la casa, pero no sabía
adónde ir. No tenía parientes ni amigos. Pero estaba
mortalmente asustada de algo. El negro dijo que
permanecía encerrada continuamente en su
habitación, con unas velas encendidas toda la noche...
”Una noche tormentosa miss Elisabeth se presentó
en el pueblo montando el único caballo que poseía,
medio muerta de miedo. Al llegar a la plaza se cayó del
caballo; cuando pudo hablar, dijo que había
descubierto una habitación secreta en la casa, olvidada
durante un centenar de años. Y dijo que en aquella
habitación se encontraban sus tres hermanas,
muertas, colgadas del techo por el cuello. Añadió que
alguien la persiguió con un hacha, y ella huyó de la
casa montando en el único caballo que poseía. Pero
estaba mortalmente asustada, y no sabía quién la
había perseguido. Dijo que parecía una mujer con un
rostro amarillento.
”Inmediatamente, medio centenar de hombres se
presentaron aquí y registraron la casa de arriba abajo.
Pero no encontraron ninguna habitación secreta, ni
los cadáveres de las tres hermanas. Lo que sí
encontraron fue un hacha en el rellano superior, con
algunos cabellos de miss Elisabeth pegados al filo, lo
cual confirmaba lo que miss Elisabeth había contado.
Pero ella se negó a regresar a la casa y mostrarles
dónde se encontraba la habitación secreta; casi
enloqueció cuando se lo sugirieron.
”Cuando estuvo en condiciones de viajar, la gente del
pueblo reunió algún dinero y se lo prestaron —era
demasiado orgullosa para aceptar limosnas—. Se
marchó a California. No regresó nunca, pero más
tarde se supo —cuando envió el dinero que le
prestaron— que se había casado.
”Nadie quiso comprar la casa. Quedó tal como miss
Elisabeth la había dejado, y con el paso de los años la
gente fue robando los muebles hasta vaciarla del todo.
—¿Qué opinó la gente de la historia que contó miss
Elisabeth? —preguntó Griswell.
—La mayoría opinó que el vivir sola en esta casa la
había desquiciado. Pero algunos creyeron que la
doncella mulata, Joan, no había huido, como se dijo.
Opinaban que estaba oculta en el bosque, y saciaba su
odio hacia los Blassenville asesinando a los miembros
de la familia. Dieron una batida por todos los pinares
con varios perros, pero no encontraron ni rastro de la
mulata. Si había una habitación secreta en la casa,
tenía que estar oculta allí..., suponiendo que la teoría
fuese cierta.
—No puede haber estado oculta en la casa todos
estos años —murmuró Griswell—. Y, de todos modos,
lo que ahora hay en la casa no es humano.
Buckner hizo girar el automóvil, para dejar la
carretera y adentrarse en un camino vertical que
discurría entre los pinos.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Griswell.
—Hay un viejo negro que vive al final de este camino,
a unas cuantas millas de aquí. Quiero hablar con él.
Nos enfrentamos con algo que requiere algo más que
el sentido común de un blanco. Los negros saben más
que nosotros acerca de algunas cosas. El viejo al que
vamos a visitar tiene casi cien años, si es que no los ha
cumplido ya. Su dueño le proporcionó cierta
educación cuando era un muchacho, y al convertirse
en un hombre libre viajó más de lo que suelen viajar la
mayoría de blancos. Dicen que es un hombre voodoo,
un brujo.
Griswell se estremeció, contemplando con inquietud
los verdes árboles que les rodeaban por todas partes.
La fragancia de los pinos llegaba a su olfato mezclada
con el perfume de plantas desconocidas. Pero,
dominándolo todo, se percibía un indefinible hedor de
materia en descomposición. Una desagradable
sensación puso un nudo en la boca de su estómago.
—¡Un voodoo! —murmuró—. Me había olvidado de
eso... Nunca se me había ocurrido relacionar la magia
negra con el Sur. Para mí, la brujería siempre estuvo
asociada con antiguas y tortuosas calles de ciudades
portuarias, que ya eran antiguas cuando en Salem
colgaban a las brujas...Para mí, la brujería se relacionó
siempre con las antiguas ciudades de Nueva
Inglaterra..., pero todo esto es más terrible que
cualquier leyenda acerca de Nueva Inglaterra. Esos
pinos sombríos, esas antiguas mansiones
abandonadas, las plantaciones perdidas, los
misteriosos negros, las viejas leyendas de locura y
horror... ¡Dios mío! ¡Qué espantosos terrores antiguos
hay en este continente que los estúpidos llaman
“Nuevo”!
—Ahí está la choza del viejo Jacob —anunció
Buckner, deteniendo el automóvil.
Griswell vio un claro y una pequeña cabaña
agazapada a la sombra de los enormes árboles. Allí, los
pinos daban paso a las encinas y los cipreses, llenos de
un musgo grisáceo, y más allá de la cabaña se extendía
una ciénaga poblada de una lujurienta vegetación. De
la chimenea de barro de la cabaña surgía una leve
espiral de humo azulado.
Griswell siguió a Buckner hasta la diminuta
vivienda. El sheriff empujó la puerta y penetró en la
cabaña. Al encontrarse en la relativa oscuridad del
interior, Griswell parpadeó. Una sola ventana, muy
pequeña, daba paso a la luz del día. Un viejo negro
estaba agazapado junto al hogar de tierra,
contemplando una olla que hervía al fuego. Miró hacia
ellos cuando entraron, pero no se levantó. Parecía
increíblemente viejo. Su rostro era una masa de
arrugas, y sus ojos, negros y vivaces, se velaban de
cuando en cuando como si su mente vacilara.
Buckner hizo un gesto a Griswell para indicarle que
se sentara en la única silla que había en la cabaña,
mientras él se instalaba junto al fuego en una
banqueta toscamente labrada, enfrente del anciano.
—Jacob —dijo bruscamente—, ha llegado el
momento de que hables. Sé que conoces el secreto de
Blassenville Manor. Nunca te interrogué acerca de
ello, porque no era de mi competencia. Pero anoche
fue asesinado un hombre allí, y pueden colgar al
hombre que me acompaña por el asesinato, a menos
que me digas qué es lo que alberga la antigua casa de
los Blassenville.
Los ojos del anciano brillaron para volver a apagarse
inmediatamente, como si los achaques de la edad le
impidieran concentrarse durante mucho tiempo en
una idea.
—Los Blassenville —murmuró, y su voz era suave y
cultivada. Se expresaba en un inglés perfecto, que no
recordaba en nada las formas dialectales de los de su
raza—. Eran una gente orgullosa, caballeros...,
orgullosa y cruel. Algunos murieron en la guerra...,
otros resultaron muertos en duelos... Algunos
murieron en la antigua casa...
Sus palabras se convirtieron en una serie de
ininteligibles murmullos.
—¿Qué ocurrió en la casa? —preguntó Buckner
pacientemente.
—Miss Celia era la más orgullosa de todos —
murmuró el anciano—. La más orgullosa y la más
cruel. Los negros la odiaban; especialmente Joan.
Joan llevaba sangre blanca en sus venas, y también
era orgullosa. Miss Celia la azotaba como a una
esclava.
—¿Cuál es el secreto de Blassenville Manor? —
insistió Buckner.
La niebla se desvaneció de los ojos del anciano; unos
ojos tan oscuros como pozos iluminados por la luna.
—¿Qué secreto, caballero? No comprendo.
—Sí, me comprendes perfectamente. Durante años y
años, la casa se ha erguido allí, solitaria, con su
misterio. Tú conoces la clave para descifrarlo.
El anciano removió el contenido de la olla. Ahora
parecía en posesión de todas sus facultades mentales.
—Caballero, la vida es dulce, incluso para un viejo
negro.
¿Significa eso que alguien te mataría si me revelaras
el secreto?
Pero el anciano estaba murmurando de nuevo, con
los ojos cerrados.
—Alguien, no. Ningún humano. Ningún ser humano.
Los dioses negros de la ciénaga. Mi secreto permanece
inviolado, guardado por la Gran Serpiente, el dios que
está por encima de todos los dioses. Enviaría a un
pequeño hermano para que me besara con sus fríos
labios..., un pequeño hermano con un cuarto creciente
en la cabeza. Le vendí mi alma a la Gran Serpiente,
cuando me convirtió en creador de zuvembies...
Buckner se puso rígido.
—He oído esa palabra antes de ahora —dijo
suavemente— de labios de un negro moribundo,
cuando yo era un niño. ¿Qué significa?
El miedo llenó los ojos del viejo Jacob.
—¿Qué es lo que he dicho? No, no he dicho nada.
—Zuvembies —le apremió Buckner.
—Zuvembies —repitió maquinalmente el anciano,
con los ojos inexpresivos—. Una zuvembie es una
mujer..., en la Costa de los Esclavos las conocían. Los
tambores que susurran por la noche en las colinas de
Haití hablan de ellas. Los creadores de zuvembies son
honrados por la gente de Damballah. Hablar de ello a
un hombre blanco significa la muerte..., es uno de los
secretos prohibidos del dios Serpiente.
—Estabas hablando de las zuvembies —dijo Buckner
suavemente.
—No debía hablar de ellas —murmuró el anciano, y
Griswell se dio cuenta de que estaba pensando en voz
alta—. Ningún hombre blanco debe saber que yo bailé
en la Ceremonia Negra del voodoo, y fui convertido en
creador de zombies y zuvembies. La Gran Serpiente
castiga con la muerte a las lenguas que hablan
demasiado.
—¿Una zuvembie es una mujer? —le apremió
Buckner.
—Era una mujer —murmuró el anciano—. Ella sabía
que yo era un creador de zuvembies... Se presentó en
mi choza y me pidió el horrible brebaje..., el brebaje
compuesto con huesos de serpientes, y sangre de
murciélago, y garras de esparavel, y otros elementos
que no pueden ser nombrados. Ella había danzado en
la Ceremonia Negra..., estaba madura para convertirse
en una zuvembie..., lo único que necesitaba era el
Brebaje Negro..., era muy hermosa..., no podía
negárselo.
—¿A quién? —preguntó Buckner ansiosamente, pero
el anciano hundió la cabeza en su pecho y no
respondió. Parecía dormitar. Buckner le sacudió—. Le
diste un brebaje a una mujer para convertirla en una
zuvembie... ¿Qué es una zuvembie?
El anciano murmuró, con voz soñolienta:
—Una zuvembie deja de ser humana. No reconoce ni
a parientes ni a amigos. Es un miembro más del
Mundo Negro. Tiene a su mando los demonios
naturales:lechuzas, murciélagos, serpientes y hombres
—lobo, y puede manejar la oscuridad de modo que
apague una pequeña luz. Puede ser asesinada por
medio del plomo o del acero, pero a menos que muera
así, vive eternamente, y no come el alimento que
comen los humanos. Mora como un murciélago en
una caverna o en una casa antigua. El tiempo no
significa nada para la zuvembie; una hora, un día, un
año, todo es lo mismo. No puede hablar palabras
humanas, ni pensar como piensa un humano, pero
puede hipnotizar a un ser viviente con el sonido de su
voz, y cuando mata a un hombre, puede dar órdenes a
su cuerpo sin vida hasta que la carne está fría.
Mientras fluye la sangre, el cadáver es esclavo suyo. Su
mayor placer consiste en asesinar seres humanos.
—¿Y por qué quería ella convertirse en una
zuvembie? —preguntó Buckner suavemente.
—Odio —susurró el anciano—. ¡Odio! ¡Venganza!
—¿Se llamaba Joan? —murmuró Buckner.
El nombre pareció desvanecer las nieblas de
senilidad que envolvían la mente del voodoo. Sus ojos
se aclararon una vez más, convirtiéndose en dos
círculos duros y brillantes como húmedo mármol
negro.
—¿Joan? —dijo lentamente—. No he oído ese
nombre por espacio de una generación. Al parecer me
he quedado dormido, caballeros; no recuerdo nada...,
les ruego que me perdonen. Los hombres viejos se
quedan dormidos ante el fuego, como los perros
viejos. ¿Me preguntaban por Blassenville Manor?
Caballeros, si les dijera por qué no puedo contestar a
su pregunta, atribuirían mi actitud a simple
superstición. Sin embargo, pongo al Dios del hombre
blanco por testigo de que...
Mientras hablaba, extendió el brazo hacia un
montón de leña que había junto al hogar, con la
intención de añadir un tronco al fuego. Pero
inmediatamente contrajo el brazo, profiriendo un
horrible grito. Cuando el reflejo de las llamas iluminó
el brazo del voodoo, los dos hombres blancos vieron
que tenía enrollada una pequeña serpiente, que dejaba
caer su puntiaguda cabeza sobre la carne negra, una y
otra vez, con silencioso furor.
El anciano se desplomó, gritando, al tiempo que
Buckner entraba en acción. Poniéndose de pie de un
salto, cogió un tronco y aplastó con él la cabeza del
reptil. El viejo Jacob, entretanto, había cesado de
gritar y estaba tendido en el suelo, boca arriba,
completamente inmóvil.
—¿Está muerto? —susurró Griswell.
—Tan muerto como Judas Iscariote —respondió
secamente Buckner contemplando al reptil, que
continuaba retorciéndose en el suelo—. Esa infernal
serpiente le inyectó en las venas el veneno suficiente
para matar a una docena de hombres de su edad. Pero
creo que lo que en realidad le mató fue la impresión.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Griswell,
estremeciéndose.
—Dejaremos el cadáver en aquel catre. Nadie entrará
aquí, si tenemos la precaución de cerrar la puerta de
modo que no pueda entrar ningún cerdo salvaje, ni
ningún gato. Mañana lo llevaremos al pueblo. Esta
noche tenemos trabajo. Manos a la obra.
A Griswell le repugnaba la idea de tener que tocar el
cadáver, pero ayudó a Buckner a instalarlo en el catre
y luego salió apresuradamente de la choza. El sol
estaba hundiéndose en el horizonte, y las llamas rojas
del crepúsculo encendían las negras copas de los
árboles.
Subieron al automóvil en silencio y regresaron por el
mismo camino que habían seguido al venir.
—El viejo dijo que la Gran Serpiente enviaría a uno
de sus hermanos —murmuró Griswell.
—¡Tonterías! —replicó Buckner—. A las serpientes
les gusta el calor, y esta región pantanosa está
infestada de ellas. La que mordió al viejo estaba oculta
entre la leña, al calor del fuego. El viejo Jacob la
importunó, y el animal se defendió. No hay nada de
sobrenatural en esto.
Permaneció unos instantes en silencio y luego
añadió, en tono distinto:
—Ha sido la primera vez que veo una serpiente que
ataca sin silbar; y la primera vez que veo a una
serpiente con una cresta blanca en forma de cuarto
creciente.
Al cabo de un rato, Griswell preguntó:
—¿Cree usted que la mulata Joan ha permanecido
oculta en la casa durante todos estos años?
—Ya oyó lo que dijo el viejo Jacob —respondió
Buckner—. El tiempo no significa nada para una
zuvembie.
Cuando llegaron a la vista de la casa, Griswell se
mordió el labio superior para reprimir un
estremecimiento. Volvió a sentirse poseído por una
indescriptible sensación de horror.
—¡Mire! —susurró, en el preciso instante en que
Buckner detenía el automóvil. Buckner gruñó.
Desde las balaustradas de la galería se alzó una nube
de palomos que emprendieron un rápido vuelo,
recortándose contra la roja claridad del crepúsculo.

III—LA LLAMADA DE ZUVEMBIE

Cuando los palomos hubieron desaparecido, los dos


hombres permanecieron unos instantes en sus
asientos, en silencio.
—Bueno, por fin los he visto —murmuró finalmente
Buckner.
—Tal vez los únicos que pueden verlos son los
hombres marcados —susurró Griswell—. Aquel
trampero los vio...
—Bueno, veremos —replicó el sheriff
tranquilamente, mientras se apeaba del automóvil,
pero Griswell se dio cuenta de que la mano que
empuñaba el revólver temblaba un poco.
Al entrar en el amplio vestíbulo, Griswell vio la
hilera de huellas que se extendían por el suelo,
señalando el paso de un hombre muerto.
Buckner había traído unas mantas. Las extendió
delante del lugar.
—Yo me acostaré junto a la puerta —dijo—. Y usted
lo hará donde lo hizo anoche.
—¿Vamos a encender una fogata? —preguntó
Griswell, temblando ante la idea de la oscuridad que lo
invadiría todo cuando se apagara el breve crepúsculo.
—No. Tiene usted una linterna, igual que yo. Nos
acostaremos a oscuras, y veremos lo que sucede.
¿Puede usted utilizar el revólver que le he dado?
—Supongo que sí. Nunca he disparado un revólver,
pero conozco su funcionamiento.
—Bueno, a ser posible deje los disparos de mi
cuenta.
El sheriff se sentó con las piernas cruzadas sobre sus
mantas y vació el cilindro de su “Colt”, revisando
minuciosamente cada uno de los cartuchos antes de
volver a colocarlos.
Griswell paseó nerviosamente arriba y abajo,
lamentando la lenta desaparición de la luz como un
avaro lamenta la desaparición de su oro. Se apoyó con
una mano en la repisa del hogar, mirando fijamente
las cenizas recubiertas de polvo. El fuego que había
producido aquellas cenizas fue encendido por
Elisabeth Blassenville, hacía más de cuarenta años. La
idea resultaba deprimente. Griswell removió las
polvorientas cenizas con el pie. Algo se hizo visible
entre los carbonizados restos: un trozo de papel,
manchado y amarillento. Griswell se inclinó y lo sacó
de las cenizas. Era un cuaderno de notas, con tapas de
cartón.
—¿Qué ha encontrado usted? —Preguntó Buckner,
inclinando el reluciente cañón de su revólver.
—Un antiguo cuaderno de notas. Parece un diario.
Las páginas están cubiertas de escritura, pero la tinta
se ha borrado y no puede leerse nada. ¿Cómo supone
que fue a parar al fuego, sin que ardiera?
—Lo tirarían ahí cuando el fuego estaba apagado —
sugirió Buckner—. Probablemente lo tiró alguien que
entró en la casa con el propósito de robar muebles.
Alguien que no sabía leer, probablemente.
Griswell hojeó el cuaderno, forzando la vista para
distinguir algo a la escasa luz. Súbitamente, su cuerpo
se puso rígido.
—¡Aquí hay una anotación que resulta legible!
¡Escuche!
Leyó:
“Sé que en la casa hay alguien, además de mí misma.
Puedo oír a alguien que merodea por la noche cuando
el sol se ha puesto y en el exterior reina la oscuridad. A
menudo, durante la noche, oigo que alguien araña la
puerta de mi habitación. ¿Quién es? ¿Una de mis
hermanas? ¿Tía Celia? Si es una de ellas, ¿Por qué
merodea de ese modo por la casa? ¿Por qué araña la
puerta de mi habitación, y huye cuando la llamo? ¡No,
no! ¡No me atrevo! Tengo miedo. ¡Dios mío! ¿Qué
puedo hacer? No me atrevo a permanecer aquí..., pero,
¿Adónde voy a ir?”
—¡Santo cielo! —exclamó Buckner—. ¡Ese debe de
ser el diario de Elisabeth Blassenville! ¡Continúe!
—Las páginas que siguen no son legibles —respondió
Griswell—. Pero unas páginas más adelante puedo leer
algunas líneas.
Leyó:
“¿Por qué huyeron todos los negros cuando
desapareció tía Celia? Mis hermanas están muertas.
Sé que están muertas. Y tengo la impresión de que
murieron horriblemente, en medio de una espantosa
agonía. Pero, ¿Por qué? ¿Por qué? Si alguien asesinó a
tía Celia, ¿por qué tenía que asesinar a mis pobres
hermanas? Ellas fueron siempre amables con los
negros. Joan...”
Griswell interrumpió la lectura.
—Un trozo de página está arrancado. Aquí hay otra
anotación con otra fecha... Bueno, supongo que es una
fecha, aunque no puedo asegurarlo.
“...La cosa terrible que la vieja sugirió? Citó a Jacob
Blount, y a Joan, pero no se atrevió a hablar
claramente; quizá temía...”
—Aquí también falta un trozo de página —explicó
Griswell. Luego prosiguió la lectura:
“¡No, no! ¡Es imposible! Ella está muerta..., o muy
lejos de aquí. Sin embargo, nació y se crió en las
Indias Occidentales, y por algunas alusiones que dejó
caer, supe que había sido iniciada en los misterios del
voodoo. Creo que incluso bailó en una de sus horribles
ceremonias... ¿Cómo pudo haber descendido a tal
grado de bestialidad? Y este..., este horror. ¡Dios mío!
¿Pueden ser sensibles tales cosas? No sé que pensar.
Si es ella la que merodea por la casa, la que araña la
puerta de mi habitación, la que silba tan espantosa y
dulcemente... ¡No! Me estoy volviendo loca. Si
continúo aquí sola, moriré tan horriblemente como
debieron morir mis hermanas. Estoy completamente
segura de eso.”
La incoherente crónica terminaba tan bruscamente
como había empezado. Griswell estaba tan absorto en
su tarea de descifrar los borrosos rasgos de aquella
escritura que ni siquiera se había dado cuenta de que
había anochecido, y Buckner sostenía en alto su
linterna a fin de que él pudiera leer. Despertando de
su abstracción, dirigió una rápida mirada al oscuro
rellano.
—¿Qué conclusión ha sacado usted? —preguntó
Griswell.
—Lo que había sospechado desde el primer
momento —respondió Buckner—. Aquella doncella
mulata, Joan, se convirtió en zuvembie para vengarse
de miss Celia. Probablemente odiaba a toda la familia
tanto como a su dueña. Había tomado parte en las
ceremonias del voodoo en su tierra natal, y estaba
“madura”, como dijo el viejo Jacob. Lo único que
necesitaba era el Brebaje Negro..., y el viejo Jacob se lo
proporcionó. Asesinó a miss Celia y a las otras tres
muchachas, y no asesinó a Elisabeth por pura
casualidad. Ha permanecido oculta en esta casa
durante todos estos años, como una serpiente en unas
ruinas.
—Pero, ¿por qué tenía que asesinar a un
desconocido?
—Ya oyó usted lo que dijo el viejo Jacob —le recordó
Buckner—. Una zuvembie siente un gran placer al
asesinar a un ser humano. Llamó a Branner desde lo
alto de la escalera, le abrió la cabeza, colocó el hacha
en su mano y le ordenó que bajara a asesinarle a
usted. Ningún tribunal creería esto, pero si podemos
presentar su cadáver, será una prueba más que
suficiente para demostrar que es usted inocente.
Aceptarán mi palabra de que ella asesinó a Branner.
Jacob dijo que una zuvembie puede ser asesinada...
Desde luego, al informar de este caso no tendré que
mostrarme demasiado exacto en los detalles.
—Vi que nos acechaba por encima de la barandilla de
la escalera —murmuró Griswell—. Pero, ¿por qué no
encontramos sus huellas en la escalera?
—Tal vez lo soñó usted. Tal vez una zuvembie puede
proyectar su espíritu... ¡Diablo! ¿Por qué tratar de
razonar acerca de algo que se encuentra más allá de
las fronteras de la razón? Vamos a empezar nuestra
vela.
—¡No apague la luz! —exclamó Griswell
involuntariamente. Luego añadió—: Desde luego.
Apáguela. Tenemos que estar a oscuras, como —vaciló
—, como estábamos Branner y yo.
Pero, en cuanto la estancia quedó sumida en la
oscuridad, el miedo se apoderó de él con fuerza
insostenible. Se tumbó sobre sus mantas, temblando,
tratando de contener los tumultuosos latidos de su
corazón.
—Las Indias Occidentales deben de ser el lugar más
horrible del mundo —murmuró Buckner, una mancha
borrosa sobre sus mantas—. Había oído hablar de los
zombies, pero ignoraba lo que era una zuvembie.
Evidentemente, alguna droga preparada por los
voodoos para provocar la locura en las mujeres.
Aunque esto no explica las otras cosas: los poderes
hipnóticos, la anormal longevidad, la capacidad de
controlar cadáveres... No, una zuvembie no puede ser
una simple loca. Es un monstruo, algo que está por
encima y por debajo de un ser humano, creado por la
magia que brota en los pantanos y las selvas negras...
Bueno, veremos.
Su voz cesó de sonar, y en el silencio que siguió,
Griswell oyó los latidos de su propio corazón. En el
exterior, en los negros bosques, un lobo aulló y las
lechuzas sisearon. Luego, el silencio volvió a caer
como una niebla negra.
Griswell se obligó a sí mismo a permanecer inmóvil
sobre sus mantas. El tiempo parecía haberse detenido.
Y la espera se estaba haciendo insoportable. El
esfuerzo que hacía para dominar sus alterados nervios
bañaba en sudor todos sus miembros. Apretó los
dientes hasta que le dolieron las mandíbulas, y clavó
las uñas en las palmas de sus manos.
No sabía lo que estaba esperando. El espantoso ser
volvería a atacar. Pero, ¿cómo? ¿Sería un horrible y
melodioso silbido, unos pies descalzos deslizándose
por los crujientes peldaños, o un repentino hachazo en
la oscuridad? ¿Le escogería a él, o a Buckner? Tal vez
Buckner estaba muerto ya... En la oscuridad que le
rodeaba no podía ver nada, pero oía la respiración
regular del hombre. El meridional tenía unos nervios
de acero. ¿Era que Buckner respiraba junto a él,
separado por una angosta franja de oscuridad? ¿O
acaso el monstruo había atacado ya en silencio, y
ocupado el lugar del sheriff?
Así de descabelladas eran las ideas que cruzaban
rápidamente por el cerebro de Griswell.
Experimentaba la sensación de que iba a volverse
loco si no se ponía en pie de un salto, gritando, y huía
frenéticamente de aquella maldita casa. Ni siquiera el
temor a la horca podía retenerle tendido allí en la
oscuridad por más tiempo. De repente, el ritmo de la
respiración de Buckner se rompió, y Griswell se sintió
como si acabaran de echarle un cubo de agua helada.
Desde algún lugar situado encima de ellos empezó a
oírse un melodioso silbido...
Griswell notó que le faltaban las fuerzas, que su
cerebro se hundía en una oscuridad más profunda que
la negrura física que le rodeaba. Siguió un período de
absoluta confusión mental, pasado el cual su primera
sensación fue la de movimiento. Estaba corriendo por
un camino increíblemente escabroso. A su alrededor
todo era oscuridad, y corría ciegamente. Se dijo a sí
mismo que debió de huir de la casa y haber corrido
varias millas, quizás, antes de que su agotado cerebro
empezara a funcionar. No le importaba; morir en la
horca por un asesinato que no había cometido no le
aterrorizaba ni la mitad que la idea de regresar a
aquella mansión de horror. Estaba dominado por el
ansia de correr..., correr..., correr como estaba
haciendo ahora, ciegamente, hasta agotar sus fuerzas.
La niebla no se había disipado del todo de su cerebro,
pero tenía conciencia de que no podía ver las estrellas
a través de las negras ramas de los árboles. Deseó
vagamente saber hacia dónde se dirigía. Supuso que
estaba trepando por una colina, y el hecho le extrañó,
ya que sabía que no había ninguna colina en un radio
de varias millas alrededor de la casa de los
Blassenville. Luego, encima y delante de él, notó un
leve resplandor.
Avanzó hacia aquel resplandor como si le empujara
una fuerza irresistible. Luego se estremeció al darse
cuenta de que un extraño sonido chocaba contra sus
oídos: un silbido melodioso y burlón al mismo
tiempo. El silbido borró todas las nieblas. ¿Qué
significaba aquello? ¿Dónde estaba? El despertar llegó
como el golpe aturdidor de una maza de matarife. No
estaba corriendo a lo largo de un camino, ni trepando
por una colina; estaba subiendo una escalera. ¡Se
encontraba aún en Blassenville Manor! ¡Y estaba
subiendo la escalera!
Un grito inhumano brotó de sus labios. Y,
dominando aquel grito, el fantasmal silbido adquirió
un tono de diabólico triunfo. Griswell intentó
detenerse..., retroceder..., incluso arrojarse por
encima de la barandilla. Pero su fuerza de voluntad
estaba reducida a jirones. No existía ya. Griswell no
tenía voluntad. Había dejado caer su linterna, y había
olvidado el revólver en su bolsillo. No podía dominar a
su propio cuerpo. Sus piernas, moviéndose
rígidamente, funcionaban como piezas de un
mecanismo independiente de su cerebro, obedeciendo
a una voluntad exterior. Subiendo metódicamente, le
transportaban al rellano superior, hacia el resplandor
que ardía encima de él.
—¡Buckner! —gritó—. ¡Buckner! ¡Por el amor de
Dios!
Su voz se estranguló en su garganta. Había llegado al
último peldaño. Empezó a avanzar por el rellano. El
silbido había cesado, pero su impulso seguía
conduciéndole hacia adelante. No podía ver la fuente
de la que procedía el resplandor. No parecía emanar
de ningún foco central. Pero Griswell vio una vaga
figura que avanzaba hacia él. Parecía una mujer, pero
ninguna mujer humana era capaz de andar con aquel
paso ingrávido, ninguna mujer humana había tenido
nunca aquel rostro de horror, aquella borrosa
expresión demencial... Griswell intentó gritar a la vista
de aquél rostro, al brillo del acero que esgrimía la
mano en forma de garra, pero su lengua estaba helada.
Luego oyó un sonido que parecía arrastrarse
silenciosamente detrás de él; las sombras fueron
hendidas por una lengua de fuego que iluminó una
espantosa figura que caía hacia atrás. Al mismo
tiempo resonó un aullido inhumano.
En medio de la oscuridad que siguió al inesperado
fogonazo, Griswell cayó de rodillas y se cubrió el
rostro con las manos. No oyó la voz de Buckner. La
mano del meridional sobre su hombro le despertó de
su estupor.
Una luz proyectada directamente sobre sus ojos le
cegó. Parpadeó, sombreó sus ojos con una mano y alzó
la mirada hacia el rostro de Buckner, que se
encontraba en el mismo borde del círculo de luz. El
sheriff estaba pálido.
—¿Está usted herido? —preguntó ansiosamente
Buckner—. ¿Está usted herido? En el suelo hay un
cuchillo de matarife...
—No estoy herido —murmuró Griswell—. Ha
disparado usted en el momento preciso... ¡El
monstruo! ¿Dónde está? ¿Adónde ha ido?
—¡Escuche!
En alguna parte de la casa resonaba un horrible
aleteo, como de alguien que se arrastrara y luchara en
medio de las convulsiones de la muerte.
—Jacob estaba en lo cierto —dijo Buckner en tono
sombrío—. El plomo puede matarlas. La acerté de
lleno, desde luego. No me atreví a encender la
linterna, pero había suficiente claridad. Cuando
empezó aquel fantasmal silbido, casi tropezó usted
conmigo. Andaba usted como si estuviera hipnotizado.
Le seguí por la escalera. Iba detrás de usted, aunque
muy agachado para que ella no pudiera verme y huir.
Estuve a punto de disparar demasiado tarde, pero
confieso que el verla me dejó casi paralizado... ¡Mire!
Proyectó el haz luminoso de su linterna a lo largo del
rellano, hasta detenerlo en una abertura visible en la
pared, en un lugar donde antes no había ninguna
puerta.
—¡La entrada secreta que descubrió miss Elisabeth!
—exclamó Buckner—. ¡Vamos!
Echo a correr a través del rellano y Griswell le siguió
con aire aturdido. Los sonidos que acababan de oír
procedían de algún lugar situado más allá de aquella
misteriosa puerta, y ahora habían cesado.
La luz reveló un angosto pasadizo en forma de túnel
que evidentemente conducía a través de una de las
recias paredes de la casa. Buckner penetró en el
pasadizo sin la menor vacilación.
—Tal vez no fuera capaz de pensar como un ser
humano —murmuró, iluminando el camino delante de
él—, pero tuvo la astucia suficiente para borrar sus
huellas, a fin de que no pudiéramos seguirlas y
descubrir, quizá, la abertura secreta. Allí hay una
habitación... ¡La estancia secreta de los Blassenville!
Y Griswell exclamó:
—¡Santo cielo! ¡Es la cámara sin ventanas que
anoche vi en mi sueño, con los tres cadáveres colgados
del techo!
La luz que Buckner paseaba por la estancia de forma
circular se inmovilizó repentinamente. Dentro del
amplio anillo luminoso aparecieron tres figuras, tres
formas resecas, encogidas, momificadas, ataviadas
con unos vestidos muy antiguos. Sus pies no tocaban
el suelo, ya que estaban colgadas del cuello a unas
cadenas suspendidas en el techo.
—¡Las tres hermanas Blassenville! —murmuró
Buckner—. Miss Elisabeth no estaba loca, después de
todo.
—¡Mire! —susurró Griswell con voz apenas audible
—. ¡Allí, en aquel rincón!
La luz se movió, volvió a detenerse.
—¿Fue aquello una mujer en otros tiempos? —
inquirió Griswell, como si se interrogara a sí mismo—.
¡Dios mío! Mire ese rostro, incluso en la muerte. Mire
esas manos en forma de garras, con las uñas
renegridas como las de una fiera. Sí, era humana...
Lleva aún los harapos de un antiguo vestido de baile,
muy lujoso. ¿Por qué llevaría una doncella mulata un
vestido como ése?
—Éste ha sido su cubil durante más de cuarenta años
—murmuró Buckner, sin responder a la pregunta,
inclinándose sobre el horrible cadáver tendido en el
rincón de la estancia—. Bueno, Griswell, esto le
exonera a usted: una mujer loca con un hacha... Es lo
único que las autoridades necesitan saber. ¡Dios mío!
¡Qué venganza! ¡Qué horrible venganza! Aunque,
pensándolo bien, tuvo que tener una naturaleza
bestial. Lo prueba el hecho de que se iniciara en los
misterios del voodoo cuando no era más que una
jovencita...
—¿Se refiere usted a la mulata? —susurró Griswell.
Un escalofrío recorrió su cuerpo, como si intuyera un
horror que superaba a todos los horrores que había
experimentado hasta entonces.
—Interpretamos equivocadamente las palabras del
viejo Jacob y lo que miss Elisabeth escribió en su
diario —dijo—. Ella debía de estar enterada, pero el
orgullo familiar selló sus labios. Ahora veo claro,
Griswell; la mulata se vengó, aunque no del modo que
suponíamos. No ingirió el Brebaje Negro que el viejo
Jacob le había preparado. Lo quería para
suministrárselo subrepticiamente a otra persona,
mezclándolo en su comida o en su café. Luego, Joan
huyó de esta casa, dejando sembrada en ella la semilla
del infierno.
—¿Ese cadáver no... no es el de la mulata? —susurró
Griswell.
—Cuando la vi allá afuera, en el rellano, supe que no
era mulata. Y aquellos rasgos contraídos seguían
reflejando un parecido familiar. He visto su retrato y
no puedo equivocarme. Ese cadáver es el del ser que
en otros tiempos fue Celia Blassenville.

PIGEONS FROM HELL


Robert E. Howard
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
Zombi Blanco

Vivian Meik

G eoffrey Aylett, comisionado en funciones del


distrito de Nswadzi, estaba asustado. En sus
veinte años en África nunca antes había
experimentado la sensación de encontrarse tan
definitivamente desconcertado. Sentía como si algo
estuviera apretándose contra él, algo que no podía ver
ni localizar, y, no obstante, algo que parecía envolverle
y que de una manera inexplicable amenazaba con
asfixiarlo. Últimamente había empezado a despertarse
de repente durante la noche, esforzándose por respirar
y casi abrumado por una sensación de náusea. Una vez
que ésta desaparecía, aún permanecía el extraño
rastro de un olor horrible e innominado, un olor que
tenía fuertes reminiscencias con las consecuencias de
las primeras batallas de la campaña de Mesopotamia.
Aquellos habían sido días de espantosas
enfermedades, cuando el cólera y la disentería, las
insolaciones, la fiebre tifoidea y la gangrena habían
campado incontroladas; donde cientos quedaron en el
sitio en que cayeron; cuando, presionados por los
enemigos y olvidados por los amigos, los
supervivientes se vieron forzados a abandonar incluso
el decoro elemental del entierro decente... Recordó las
moscas y la descomposición, la temperatura de
cincuenta grados...
Y ahora, dieciocho años después, cuando despertaba
por las noches parecía flotar a su alrededor como una
presencia maligna el mismo olor de la corrupción
fétida.
Aylett era, primero y por encima de todo, un hombre
racional, acostumbrado a enfrentarse a los hechos. Sus
conocimientos del misterio de África, de sus lugares
recónditos y sus selvas, de su espectral atmósfera,
eran tan completos como el de cualquier hombre
blanco —sonrió fantasiosamente al recalcarse a sí
mismo lo pequeños que eran éstos— y buscaría alguna
razón concreta que explicara ese vacío de años
estrechado con ese horrible hedor. Si fracasaba en
conseguir una solución satisfactoria, se vería obligado
a concluir que ya era hora de regresar a casa con un
largo permiso.
Con cautela, como era propio de un hombre con su
experiencia sobre los modos de los dioses oscuros,
indagó en la profundidad de su alma, pero no pudo
encontrar la respuesta que buscaba.
En el distrito sólo había una conexión entre él y la
Mesopotamia de 1915 —un tal John Sinclair, retirado
del Ejército de la India—, pero esa conexión ya era un
eslabón roto bastante antes de la primera aparición de
esas asquerosas pesadillas.
Sinclair había sido un camarada oficial en los viejos
días, y, siguiendo el consejo de Aylett, se había
instalado en unos miles de acres de tierra virgen en el
comparativamente desconocido distrito de Nswadzi
apenas terminar la guerra. Pero había muerto hacía
más de un año, y, lo que era más importante, lo había
hecho de manera natural. El mismo Aylett había
estado presente en la muerte de su amigo.
Siendo al mismo tiempo un místico como resultado
de su conocimiento de África y un pragmático como
resultado de su educación occidental, Aylett consideró
de forma metódica la verdad trivial de que hay más
cosas en el cielo y en la tierra que las que sueña
nuestra filosofía, y repasó en detalle todo el período de
su asociación con Sinclair.
Al acabar, se vio obligado a reconocer el fracaso, y,
en verdad, analizado lógica o místicamente, no existía
ninguna razón adecuada para relacionar a Sinclair con
sus problemas presentes. Sinclair había muerto en
paz. Incluso recordó el absoluto contento de su último
aliento... como si le hubieran quitado una gran carga
de encima.
Era verdad que antes de esto, Sinclair —y también
Aylett—, durante los dos primeros años de la Guerra,
había pasado un infierno que sólo aquellos que lo
habían experimentado podían apreciar. También era
verdad que, en una memorable ocasión, Sinclair había
salvado la vida de Aylett con gran riesgo para la suya
propia, cuando Aylett, abandonado por muerto, había
estado tendido bajo el sol con graves heridas.
Naturalmente, jamás lo había olvidado, pero siendo el
típico caballero inglés, había hecho poco más que
estrechar la mano de su amigo y musitado algo al
efecto de que esperaba que algún día se presentara la
oportunidad de pagárselo. Sinclair había descartado el
asunto con una risa, como algo sin importancia... sólo
una obra hecha en un día de trabajo. Allí había
concluido el incidente y cada uno prosiguió su recto
camino.
Como colono, Sinclair había sido todo un éxito. Con
el tiempo se había casado con una mujer muy capaz,
quien, eso le pareció a Aylett siempre que se había
detenido durante un viaje en su hogar, estaba muy
preparada para la dura existencia de la esposa de un
plantador.
Al principio Sinclair había dado la impresión de ser
muy feliz, pero a medida que pasaban los años Aylett
ya no estuvo tan seguro. En más de una ocasión había
tenido la oportunidad de notar los cambios sutiles que
experimentaba, a peor, su amigo. Estancamiento,
diagnosticó él, y le recomendó unas vacaciones en
Inglaterra. Las plantaciones solitarias, lejos de los
tuyos, tienden a poner a prueba los nervios. Sin
embargo, no siguieron su consejo, y los Sinclair
prosiguieron con su vida. Dijeron que habían llegado a
amar mucha aquel lugar, aunque él pensó que el
entusiasmo de Sinclair no era verdadero. En cualquier
caso, no había sido asunto suyo.
Eso era todo lo que podía recordar, y se repitió que
todo había terminado hacía más de un año. Pero los
viejos recuerdos permanecen. Se encontró reviviendo
otra vez aquel horrible día después de Ctesifonte,
cuando Sinclair, literalmente, le había devuelto a la
vida.
Comenzó a cuestionarlo... ociosa, fantásticamente.
La tarde se tornó en crepúsculo, la puesta del sol dio
paso a la magia de la noche. Aylett todavía no hizo
movimiento alguno para dejar la silla del campamento
situada bajo el toldo de su tienda e irse a la cama.
Después de un rato, el último de sus “muchachos”
vino a preguntarle si podía retirarse. Aylett le contestó
con aire distraído, con los ojos clavados en los leños
del fuego del campamento.
A medida que pasaban las horas pudo oír el sonido
de los tambores nocturnos con más claridad. Desde
todos los puntos cardinales los sonidos venían y se
iban, el tambor contestando al tambor... el telégrafo de
los kilómetros sin senderos que el mundo llama
África. Con indolencia se preguntó qué decían, y con
qué exactitud transmitían sus noticias. Extraño,
pensó, que ningún hombre blanco haya dominado
jamás el secreto de los tambores.
Subconscientemente siguió su palpitante monotonía.
Poco a poco se percató de que el batir había cambiado.
Ya no se estaban transmitiendo opiniones o noticias
sencillas. Hasta ahí podía entender. Había algo más
que se enviaba, algo de importancia. De repente se dio
cuenta de que fuera lo que fuere ese algo, en
apariencia se lo consideraba de vital urgencia, y que,
por lo menos durante una hora, se había repetido el
mismo ritmo breve. Norte, sur, este y oeste, los ecos
palpitaban una y otra vez.
Los tambores empezaron a enloquecerlo, pero no
había forma de detenerlos. Decidió irse a dormir, pero
había estado escuchando demasiado tiempo, y el ritmo
le siguió. Al final cayó en un sueño inquieto, durante el
cual el implacable y palpitante stacatto no dejó de
martillearle su mensaje indescifrable al subconsciente.
Dio la impresión de que se despertó un momento
después. Una niebla palúdica se había levantado de los
pantanos de abajo y había invadido el campamento. Se
encontró jadeando en busca de aliento. Intentó
sentarse, pero la niebla parecía empujarle para que
siguiera echado. Ningún sonido salió de sus labios
cuando se afanó por llamar a sus “muchachos”. Sintió
que le sumergían cada vez más... abajo, abajo, abajo y
todavía abajo. Justo antes de perder el sentido se dio
cuenta de que estaba siendo asfixiado, no por la densa
niebla, sino por una nauseabunda miasma que hedía
con todo el horror de la descomposición...
Al abrir de nuevo los ojos, Aylett miró a su alrededor
azorado. Una cara amable y barbuda estaba sobre él, y
oyó una voz que pareció provenir de una gran
distancia y que le animaba a beber algo. Le palpitaba
la cabeza con violencia y respiraba con profundos
jadeos. Pero el agua fresca despejó un poco el
asqueroso olor que daba la impresión de aferrarse a su
cerebro.
—Ah, mon ami, c’est bon. Creímos que estaba
muerto cuando los “muchachos” lo trajeron. —La cara
barbuda exhibió una sonrisa—. Pero ahora se pondrá
bien, hein? Usted es —¿cómo lo dice?— duro, hein?
Aylett se rió a pesar de sí mismo. Vaya, por supuesto,
éste era el puesto de la misión de los Padres Blancos, y
su viejo amigo, el Padre Vaneken, plácido y digno de
confianza, le estaba cuidando. Cerró los ojos feliz.
Ahora ya no había nada que temer, pronto todo estaría
bien. Entonces, tan súbitamente como había venido,
ese terrible y persistente hedor de muerte y
descomposición le abandonó...
—Pero padre —discutió su horrible experiencia
después—, ¿qué podría haber ocurrido? Los dos
somos hombres de cierta experiencia de África...
El misionero se encogió de hombros.
—Mon ami, tal como usted dice, esto es África... y no
tengo muchas pruebas de que la maldición de Cam, el
hijo de Noé, se haya levantado alguna vez. Los oscuros
bosques son la fortaleza de aquellos cuyos espíritus
inconscientes se han rebelado y aún no han venido
para servir tal como primero se ordenó.?Quién sabe?
Nosotros... yo no indago demasiado aquí. Cuando
llegué por primera vez, en mi joven idealismo busqué
convertir, pero ahora yo... yo me contento con realizar
las curas de las fiebres y heridas, y espero que le bon
Dieu lo comprenda. Es lo mismo en todas partes
donde está la maldición de Noé. La civilización no
cuenta. Piense en Haití —pasé allí doce años—, Sierra
Leona, el Congo, aquí. ¿Qué puedo decir sobre el
ataque que usted recibió por parte de la niebla? Nada,
hein? Usted... usted dele las gracias a Dios por estar
vivo, pues aquí, mon ami... aquí se encuentra la cuna
de África, la fortaleza más antigua de los hijos de
Cam...
Aylett observó al misionero con intensidad.
—Padre —preguntó de modo deliberado—, ¿qué es lo
que intenta que comprenda?
Los dos hombres, viejos en las maneras de la jungla
negra, se miraron con firmeza.
—Mon ami —repuso con calma el sacerdote—, usted
es un viejo amigo. En cuestión de formas de la religión
pensamos de maneras distintas, pero ésta no es la
Europa convencional, gracias a Dios, y cada uno de
nosotros ha hecho lo mejor según sus creencias. El
mismo Dios no puede hacer más. Así que se lo
contaré. He visto esa niebla antes... por dos veces.
Una en Haití y la otra en este distrito.
—¿Aquí?
El padre asintió.
—Estaba en el campamento asistiendo a la escuela
catecúmena que hay junto a las tierras de la señora
Sinclair...
—Prosiga —la voz de Aylett sonó baja.
—Como usted sabe, la señora Sinclair ha llevado la
plantación desde la muerte de su marido. Se negó a
regresar a casa. Al principio usted, yo —toda la zona—
pensamos que estaba loca por quedarse allí sola,
pero... —el misionero se encogió de hombros— qué
voulez—vous? Una mujer es una ley en sí misma. En
cualquier caso, ha conseguido que sea el mayor éxito
jamás alcanzado, y hemos de callar, hein?
—¿Pero la niebla?
—Iba a eso. Me cogió por el cuello aquella noche. Yo
vivía en la casa, como lo hacemos todos los que
pasamos por allí... África Central no es una catedral
cerrada... pero, aparte de no saber nada acerca de lo
que pasó durante varias horas, no me sucedió nada. —
Tocó el emblema de su fe en el rosario, que era parte
de su atuendo—. La señora Sinclair dijo que me vi
agobiado por el calor, pero a mí esa explicación no me
basta...
—Sin embargo, eso no explica nada.
—Quizá no... ¡pero la señora Sinclair dijo que no
había notado nada peculiar!
—¿Cómo puede ser?
El sacerdote hizo un gesto ambiguo.
—Yo no soy la señora Sinclair —dijo con brusquedad,
y Aylett supo que el misionero no pronunciaría otra
palabra sobre ella.
—Cuénteme lo de Haití, padre —pidió.
El cura contestó con voz tranquila.
—Allí comprendimos que estaba producida
artificialmente por magia negra vudú, algo muy real,
mon ami, que mi iglesia reconoce, como tal vez sepa
usted, y que allí llaman “el aliento de los muertos”.
¿Por qué...? —volvió a alzarse de hombros.
Aylett giró el rostro y miró con fijeza hacia la
distancia. Durante un largo rato clavó la vista en la
línea de las lejanas colinas, sumido en sus
pensamientos. Recordó una imagen en las que esas
colinas aparecían como fondo: una fotografía tomada
por un hombre que casi había estado más allá del
límite de demarcación para darle la verdad al mundo.
Pero había fracasado. La fotografía mostraba un grupo
de figuras. Eso era todo hasta que uno las estudiaba, y
aun entonces nadie creería que se trataba de una
fotografía de hombres muertos... a los que no se
permitía morir.
Durante horas los dos hombres permanecieron
sentados en silencio, cada uno ocupado con sus
propios pensamientos. La noche cubrió el diminuto
puesto de la misión, y desde lejos el sonido de los
tambores les llegó transportado por la suave brisa. De
repente, Aylett se volvió hacia el misionero.
—Padre —dijo en voz baja—, desde aquí la casa de
los Sinclair sólo está a treinta kilómetros...
El sacerdote asintió.
—Lo entiendo, mon ami —repuso. Luego, pasado un
momento, añadió—: ¿Lo consideraría una
impertinencia si le pidiera que guardara esto en su
bolsillo... hasta que vuelva?
Sacó un crucifijo pequeño.
Aylett alargó la mano.
—Gracias —dijo con sencillez.
El sol se había puesto cuando la machila5 de Aylett
fue depositada en el mirador de la señora Sinclair. Ella
salió a recibirle.
—Me preguntaba si volvería a verle —le observó con
calma—. No ha venido por aquí desde... hace más de
un año ya. —Entonces cambió el tono de su voz. Se rió
—. ¡Como un oficial de distrito, ha descuidado
vergonzosamente sus deberes!
Aylett, con una sonrisa, se confesó culpable,
excusándose en base a que todo había ido tan bien en
esta sección que había titubeado en entrometerse en la
perfección.
—¿Ha perdido ahora la perfección? —replicó ella.
—En absoluto. Esta visita es mera rutina.
—Hum... Gracias —dijo ella con sequedad—. De
todas formas, pase y póngase cómodo, y mañana le
mostraré unas tierras perfectas.
Aylett estudió a su anfitriona con atención durante la
cena. Se sintió incómodo por lo que veía cada vez que
la cogía con la guardia baja. Apenas podía creer que
esta fuera la misma mujer a la que él había dado la
bienvenida como prometida unos años atrás. La vida
ardua la había endurecido, pero contaba con ello. Sin
embargo, había algo más... una especie de dureza
amarga, así lo describió a falta de un término mejor.
Después del recibimiento formal, la señora Sinclair
habló poco. Parecía preocupada por los asuntos de la
plantación.
—Mis propios territorios en África —dijo—. Oh,
cuánto amo el país, su magia y su misterio y su vasta
grandeza.
5
Machila: parihuela, el medio corriente de transporte en los “matorrales”.(N. del A.)
Le recordó cómo se había negado a regresar a casa.
Pero mañana, comentó, cuando él viera su África —la
plantación—, lo comprendería.
Aylett se retiró temprano, claramente
desconcertado. La había visto mirando la cuidada
pulcritud de la plantación antes de darle las buenas
noches. De modo inconsciente ella había alargado las
manos hacia la extensión en una especie de adoradora
súplica y, no obstante, bajo la brillante luz de la luna
en esa mensual adoración, él había vislumbrado el
contraste de las duras líneas de su cara y la amargura
de su boca. África...
Extenuado como estaba, durmió bien. No sabía si la
pequeña cruz que le había dado el padre tuvo algo que
ver con ello, pero por la mañana se había despertado
más descansado de lo que había estado en semanas.
Anheló recorrer la plantación.
La señora Sinclair no había exagerado cuando
empleó la palabra perfección. Los campos habían sido
limpiados hasta que ninguna brizna perdida de hierba
crecía entre las cosechas; los graneros se alzaban en
apretadas hileras; los leños estaban apilados entre
cuerdas; el huerto y el jardín de la cocina eran
exuberantes, y el pasto en el hogar de la granja era el
más verde que él había visto en los trópicos.
—¿Para qué? —su mente subconsciente no dejaba de
martillearle—. ¿Por qué... y, por encima de todo,
cómo?
Aylett se había dado cuenta de algo que sólo un
experto habría visto. Había muy poca mano de obra,
aunque los trabajadores que andaban por ahí parecían
muy ocupados.
Como si adivinara sus pensamientos, la señora
Sinclair los contestó.
—Mis “muchachos” trabajan —dijo con voz
monocorde al tiempo que agitó el látigo de piel de
hipopótamo que llevaba.
Aylett enarcó las cejas.
—¿Métodos portugueses? —preguntó con calma,
mirando el látigo.
La señora Sinclair se volvió hacia él. Por primera vez
notó el antagonismo deliberado de ella.
—En absoluto; se debe al conocimiento de cómo
sacar lo mejor de un nativo, una facultad que veo que
los funcionarios aún no han adquirido.
El oficial del distrito encajó la estocada sin
inmutarse.
—Touché —repuso, pero sabía que no se había
equivocado en cuanto a la mano de obra.
Es extraño, pensó, malditamente extraño...
la señora Sinclair no hizo gesto de enterarse de la
concesión del punto que le había hecho. Tenía los
labios apretados con firmeza y, al continuar, habló con
frialdad:
—Es sólo una cuestión de llegar al corazón de África,
ese corazón palpitante que hay debajo de todo esto... A
África no le sirven aquellos que no se entregan con sus
propias almas.
De repente, ella se dio cuenta de lo que estaba
diciendo, pero antes de que pudiera cambiar de tema,
Aylett prosiguió con la cuestión. Su voz fue como la de
ella.
—Muy interesante... —dijo—, pero nosotros no
animamos a los europeos, en especial a las mujeres
europeas, a volverse “nativas”.
No obstante, la última palabra la tuvo la mujer.
—¡La perspicacia de los círculos oficiales! —
murmuró. Luego miró a Aylett de nuevo a la cara—.
¿Sueno como una nativa —preguntó con voz áspera—
o parezco una nativa?
Aylett apenas la escuchaba. La estaba mirando. Sus
ojos contradecían sus palabras, pues si alguna vez vio
una expresión tiránica, de maligna perversión en una
cara humana, fue entonces. Empezó a entender...
Se sintió agradecido cuando la inspección terminó, y
aliviado de que ella no le ofreciera la invitación formal
para que permaneciera más tiempo.
A ocho kilómetros de los lindes de su territorio tenía
una tienda montada detrás de unos matorrales y
raciones para dos días bajo la sombra. Envió a su
safari a marcha ligera rumbo al puesto de la misión, y
lo observó hasta que se perdió de vista. Luego se sentó
a la espera de la noche.
—El corazón de África... —repitió para sí mismo,
pero su voz sonó lúgubre, y sus ojos centellearon con
fría cólera.
No fue hasta que oyó los tambores cuando Aylett
retrocedió por el sendero mal definido en dirección a
la plantación. En el borde del terreno se fundió entre
las sombras de la arboleda y avanzó lentamente junto
a los eucaliptos. Se arrastró sin hacer ruido hasta el
mismo árbol que crecía en el jardín que había delante
de la casa.
Al poco rato vio a la señora Sinclair salir al mirador.
Junto a ella había un nativo gigante que parecía un
diablo obsceno, un médico brujo, siniestro y grotesco,
que se encontraba desnudo a excepción de un collar de
huesos humanos que colgaban y traqueteaban sobre
su enorme pecho. Manchas de arcilla blanca y ocre
rojizo embadurnaban su cara.
Sólo cubierta en parte por una magnífica piel de
leopardo, la mujer blanca descendió al claro y restalló
el látigo que tenía en la mano. Sonó como un disparo
de revólver. Como si se tratara de una señal, Aylett oyó
el batir de tambores cercanos. Desde uno de los
graneros se inició la procesión más grotesca que
hubiera visto jamás. Los tambores palpitaron con
malevolencia: el breve stacatto que había precedido a
la fétida niebla que casi le había asfixiado. Se tornaron
más y más sonoros. El mensaje recorrió las selvas, fue
recibido y contestado. No cabía duda en cuanto a su
significado.
Se agazapó más cuando los tambores se
aproximaron, con los ojos clavados en la escena
macabra que tenía ante él. Siguiendo los tambores,
con la misma regularidad que una columna en
marcha, avanzaban los hombres que trabajaban la
perfecta plantación. Se movían en filas de cuatro, con
pies pesados y andar automático... pero se movían. De
vez en cuando el restallido de ese látigo terrible
sonaba como un disparo por encima del batir de los
tambores, y entonces Aylett podía ver cómo ese cruel
látigo cortaba la carne desnuda, y cómo una figura
caía en silencio, para volver a levantarse y unirse a la
columna.
En su marcha rodearon el jardín. Al acercarse, Aylett
contuvo la respiración. Tuvo que dominar cada nervio
de su cuerpo para evitar lanzar un grito. Casi como si
estuviera hipnotizado, observó las caras inexpresivas
de los autómatas silenciosos, lentos... caras en las que
ni siquiera había desesperación. Sencillamente se
movían a las órdenes del implacable látigo en
dirección a sus tareas asignadas en el campo.
Encorvados y aplastados, pasaron a su lado sin emitir
un sonido.
La tensión nerviosa casi quebró a Aylett. Entonces lo
comprendió... esos desgraciados autómatas estaban
muertos, y no se les permitía morir...
le vinieron a la mente las figuras de la increíble
fotografía; las palabras del padre; la magia del vudú,
reconocida como hecho por la más grande Iglesia
Cristiana de la historia. Los muertos... a los que no se
permitía morir... zombis, los llamaban los nativos en
susurros, allí adonde iba la maldición de Noé... y ella
lo llamaba conocer África.
Un terror gélido invadió a Aylett. La larga columna
llegaba a su final. La señora Sinclair la recorría, el
látigo restallando sin piedad, la cara distorsionada por
una lascivia pervertida, y el asqueroso médico brujo
asomándose maliciosamente por encima de su
hombro desnudo. Ella se detuvo junto al árbol detrás
del que él estaba agazapado. Una única figura
encorvada seguía a la columna. Con un jadeo de
horror Aylett reconoció a Sinclair. Entonces el látigo
se abatió sobre esa cosa desgraciada que una vez había
muerto en sus brazos.
—¡Dios mío! —musitó Aylett con impotencia—. No es
posible...
Pero supo que el vudú del médico brujo le había arrojado
esa imposibilidad a la cara. El látigo restalló de nuevo,
lanzando al solitario zombi blanco al suelo. Despacio, se
levantó —sin un sonido, sin expresión— y automáticamente
siguió a la columna. Oyó, como en una pesadilla, increíbles y
espantosas obscenidades de los labios de la mujer, burlas
crueles... y el látigo restalló y mordió y desgarró, una y otra
vez. En la vanguardia de la columna los tambores seguían
palpitando.
Por último, el horror pudo con él. Aylett se encontró
aferrando con desesperación la diminuta cruz que el padre le
había dado. Con la otra mano empuñó el revólver y apuntó
con fría precisión... Disparó cuatro veces a un punto por
encima de la piel de leopardo y dos a la cara embadurnada
del médico brujo... Luego se plantó con la cruz levantada
delante del que antaño había muerto como Sinclair.
La figura estaba silenciosa, encorvada e inexpresiva. No
hizo señal alguna cuando Aylett se le acercó, pero cuando el
crucifijo la tocó un temblor recorrió su cuerpo. Los párpados
caídos se alzaron y los labios se movieron.
—Ya me lo ha pagado —susurraron con gratitud. El cuerpo
osciló y se desmoronó.
—Polvo al polvo... —rezó Aylett.
A los pocos momentos lo único que quedaba era un escaso
polvo grisáceo. Había pasado un año tropical, recordó Aylett
con un escalofrío... Luego dio media vuelta y, con el crucifijo
en la mano, recorrió la columna...

WHITE ZOMBIE
Vivian Meik
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
LA PALIDA ESPOSA DE TOUSSEL.

W. B. SEABROOK

U n anciano y respetado caballero haitiano, cuya


esposa era de nacionalidad francesa, tenía una
hermosa sobrina llamada Camille, una joven
mulata de piel clara a quien presentó y apadrinó en la
sociedad de Port—au—Prince, donde se hizo popular,
y para quien esperaba arreglar un matrimonio
brillante.
Sin embargo, su propia familia era pobre; apenas se
podía esperar que su tío, lo cual entendían, le diera
una dote —era un hombre próspero, pero no rico, y
tenía una familia propia—, y el sistema francés de la
dot es el que prevalece en Haití, de modo que al
tiempo que los jóvenes apuestos de la élite se
apiñaban para llenar sus citas a los bailes, poco a poco
se hizo evidente que ninguno de ellos tenía
intenciones serias.
Al acercarse Camille a la edad de veinte años,
Matthieu Toussel, un rico cultivador de café de Morne
Hôpital, se convirtió en su pretendiente, y después de
un tiempo la solicitó en matrimonio. Era de piel
oscura y la doblaba en edad, pero rico, cosmopolita y
bien educado. La casa principal de residencia de los
Toussel, en la falda de las colinas y que daba a Port—
au—Prince, no tenía techo de paja y paredes de barro,
sino que era un hermoso bungalow de madera, con
techo de tejas y amplias terrazas, entre un jardín de
vivas flores de fuego, palmeras y buganvillas. Allí
Matthieu Toussel había construido un camino,
guardaba su coche grande y a menudo se lo veía en los
cafés y clubes de moda.
Corría un antiguo rumor de que estaba asociado de
algún modo con el vudú o la brujería, pero tales
rumores son normales respecto a casi todos los
haitianos que han adquirido poder en las montañas, y
en el caso de los hombres como Toussel rara vez se
toman en serio. No pidió ninguna dote, prometió ser
generoso, tanto con ella como con su apremiada
familia, y ésta la convenció para que se casara.
El plantador negro se llevó a su pálida esposa con él
de vuelta a la montaña, y durante casi un año, eso
parece, ella no fue infeliz, o, por lo menos, no dio
muestras de ello. Aún bajaban a Port—au—Prince, y
asistían de manera esporádica a las soirées de los
clubes. Toussel le permitió visitar a su familia siempre
que lo deseó, le prestó dinero a su padre y arregló todo
para enviar a su hermano menor a un colegio en
Francia.
Pero poco a poco su familia, y también sus amigos,
comenzaron a sospechar que no todo marchaba tan
felizmente como parecía allá arriba. Empezaron a
darse cuenta de que ella se mostraba nerviosa en
presencia de su marido, que daba la impresión de que
había adquirido un vago y creciente temor de él. Se
preguntaron si Toussel la estaba maltratando o
descuidándola. La madre intentó conseguir las
confidencias de su hija, y la muchacha gradualmente
le abrió el corazón. No, su marido jamás la había
maltratado, jamás le había dirigido una palabra
brusca; siempre era amable y considerado, pero había
noches en las que parecía extrañamente preocupado, y
en tales noches ensillaba su caballo y cabalgaba rumbo
a las colinas, a veces sin regresar hasta después de que
hubiera amanecido, momento en el que se mostraba
aún más extraño y más perdido en sus propios
pensamientos que la noche anterior. Y había algo en el
modo en que a veces se sentaba y la miraba que la
hacía sentir que ella estaba, de algún modo,
relacionada con esos pensamientos secretos. Le tenía
miedo a los pensamientos y le temía a él. De modo
intuitivo sabía, como lo saben las mujeres, que en sus
excursiones nocturnas no se hallaba involucrada
ninguna otra mujer. No estaba celosa. Se encontraba
poseída por un miedo irracional. Una mañana, cuando
pensaba que él se había pasado toda la noche en las
colinas, mirando por casualidad por la ventana, así se
lo contó a su madre, le había visto salir por la puerta
de una construcción baja que había en su gran jardín,
apartada de los otros bloques, y que él le había dicho
que era su despacho, donde guardaba la contabilidad,
los papeles de negocios, y donde la puerta siempre
estaba cerrada con llave.
—Entonces —comentó la madre, aliviada y tranquila
—, ¿a qué se debe todo esto? Con toda probabilidad,
esos pensamientos secretos suyos se deben a
problemas de negocios... a alguna mezcla de café que
está preparando y que, quizá, no va muy bien, así que
se queda despierto toda la noche en su despacho
meditando y calculando, o se marcha a caballo para ir
a reunirse y consultar con otros. Los hombres son así.
El asunto se explica por sí solo. Lo demás no es más
que tu imaginación nerviosa.
Y ésta fue la última conversación racional que
mantuvieron madre e hija. Lo que sucedió
posteriormente allá arriba en la noche fatal del primer
aniversario de bodas lo entresacaron de los intervalos
medio lúcidos de una criatura aterrorizada, temerosa e
histérica, que finalmente se volvió loca de remate. No
obstante, los acontecimientos por los que tuvo que
pasar se le quedaron grabados de forma indeleble en
la cabeza; hubo tempranos períodos en los que parecía
bastante cuerda, y la secuencia de la tragedia se pudo
deducir poco a poco.
La noche de su primer aniversario Toussel había
partido a caballo, diciéndole que no lo esperara, y ella
había supuesto que en su preocupación se había
olvidado de la fecha, lo cual le dolió y la hizo guardar
silencio. Se fue a la cama pronto y, por último, se
quedó dormida.
Cerca de la medianoche su marido la despertó;
estaba de pie junto a la cama y sostenía una lámpara.
Debía de haber vuelto hacía cierto tiempo, pues ahora
se lo veía vestido de etiqueta.
—Ponte el vestido que usaste en la boda y arréglate
—dijo—, vamos a ir a una fiesta. —Ella estaba
somnolienta y aturdida, pero inocentemente
complacida, imaginando que un tardío recuerdo de la
fecha le había hecho prepararle una sorpresa. Supuso
que la iba a llevar a cenar y a bailar al club, donde la
gente a menudo aparecía bastante después de la
medianoche—. Tómate tu tiempo —añadió él—, y
ponte tan hermosa como puedas... no hay prisa.
Una hora más tarde, cuando se reunió con él en la
terraza, preguntó:
—Pero, ¿dónde está el coche?
—No, —repuso él—, la fiesta se va a celebrar aquí.
Y ella notó que había luz en la cabaña, su “oficina”,
en el otro extremo del jardín. No le dio tiempo para
interrogarlo o protestar. La cogió del brazo, la condujo
por el oscuro jardín y abrió la puerta. La oficina, si
alguna vez había sido tal cosa, se había transformado
en un comedor, iluminado por una luz difusa
procedente de las velas altas. Había una mesa antigua
con un buffet, sobre la que colgaba un espejo, y donde
había platos de carnes frías y ensaladas, botellas de
vino y frascas de ron.
En el centro de la estancia estaba puesta una
elegante mesa con un mantel de damasco, flores y
reluciente plata. Cuatro hombres, también con trajes
de etiqueta, pero que les sentaban mal, ya se hallaban
sentados a la mesa. Había dos sillas vacías en los
extremos. Los hombres sentados no se levantaron
cuando la joven enfundada en su vestido de boda
entró del brazo de su marido. Se sentaban encorvados
y ni siquiera giraron las cabezas para saludarla.
Delante tenían copas de vino llenas a medias, y pensó
que ya estaban borrachos.
Mientras Camille se sentaba con movimiento
mecánico en la silla a la que la condujo Toussel,
ocupando él mismo la que estaba enfrente, con los
cuatro invitados situados entre ellos, dos a cada lado,
de una forma antinaturalmente tensa, aumentando
dicha tensión a medida que hablaba, dijo:
—Te pido... que perdones la aparente rudeza... de
mis invitados. Ha pasado mucho tiempo... desde...
que... probaran el vino... y se sentaran así a una
mesa... con... una anfitriona tan hermosa... Pero, eh,
ahora... beberán contigo, sí... alzarán... sus brazos,
como yo alzo el mío... brindarán contigo... más... se
levantarán y... bailarán contigo... más... harán...
Cerca de ella, los dedos negros de un silencioso
invitado estaban cerrados con rigidez en torno al frágil
pie de una copa de vino, ladeada, derramándose. El
horror acumulado en Camille se desbordó. Cogió una
vela, la aproximó a la cara macilenta y caída, y vio que
el hombre estaba muerto. Se encontraba sentada a la
mesa de un banquete con cuatro muertos apuntalados.
Sin aliento durante un instante, luego gritando, se
puso en pie de un salto y salió corriendo. Toussel llegó
a la puerta demasiado tarde para frenarla. Era pesado
y la doblaba en edad. Ella corrió gritando aún a través
del jardín oscuro, un destello blanco entre los árboles,
y atravesó el portón. La juventud y el absoluto terror le
prestaron alas a sus pies, y escapó...
Una procesión de mujeres madrugadoras del
mercado, con sus cestos llenos cargados en burros,
que bajaba por la falda de la montaña al amanecer, la
encontró allí abajo sin sentido. Su vaporoso vestido
estaba roto y desgarrado, sus pequeños zapatos de
satén blanco deshilachados y sucios, uno de los
tacones arrancado allí donde tropezó con una raíz y
cayó.
Le mojaron la cara para revivirla, la subieron a un
burro y caminaron a su lado, sosteniéndola. Sólo
estaba medio consciente, incoherente, y las mujeres
comenzaron a discutir entre sí, tal como lo hacen las
campesinas. Algunas creyeron que se trataba de una
dama francesa que había sido tirada o se había caído
de un coche; otras que se trataba de una Dominicaine,
que había sido sinónimo en el dialecto criollo desde
los primeros días coloniales de “prostituta de lujo”.
Ninguna la reconoció como Madame Toussel; quizá
ninguna de ellas la había visto jamás. Estaban
discutiendo si dejarla en el hospital de las Hermanas
Católicas en las afueras de la ciudad, en cuya dirección
iban, o si sería más seguro —para ellas— llevarla
directamente al cuartel de la policía y contar la
historia. Su sonora discusión pareció despertarla; dio
la impresión de haber recuperado en parte los
sentidos y comprender lo que hablaban. Les dijo cómo
se llamaba, el nombre de soltera, y les rogó que la
llevaran a casa de su padre.
Una vez allí, habiéndola metido en la cama y llamado
a los médicos, la familia fue capaz de conseguir por el
farfulleo histérico de la joven una comprensión parcial
de lo que había sucedido. Ese mismo día subieron a
ver a Toussel... a registrar la casa. Pero Toussel se
había ido, y todos los sirvientes habían desaparecido
salvo un anciano, quien dijo que Toussel se hallaba en
Santo Domingo. Entraron en la así llamada oficina y
encontraron aún la mesa puesta para seis personas, el
vino sobre el mantel, una botella volcada, las sillas
tiradas, los platos de comida todavía intactos sobre la
mesilla, pero aparte de eso no descubrieron nada.
Toussel jamás regresó a Haití. Se dice que ahora está
viviendo en Cuba. La investigación criminal era inútil.
¿Qué esperanza razonable podían haber tenido de
condenarlo basándose en las pruebas que no se
sustentaban solas de una esposa de mente
desequilibrada?
Y en ese punto, tal como me fue relatada, la historia
se acababa con un encogimiento de hombros,
quedando en un misterio inconcluso.
¿Qué había estado planeando ese Toussel... qué
siniestra, quizá criminal necromancia en la que su
esposa iba a ser la víctima o el instrumento? ¿Qué
habría ocurrido si ella no hubiera escapado?
Formulé estas preguntas, pero no tuve ninguna
explicación convincente o incluso una teoría en
respuesta. Hay historias de abominaciones más bien
horrendas, impublicables, practicadas por algunos
brujos que afirman levantar a los muertos, pero hasta
donde yo sé, sólo se trata de historias. Y en cuanto a lo
que de verdad sucedió aquella noche, la credibilidad
depende de la prueba aportada por una muchacha
demente.
Entonces, ¿qué queda?
Lo que queda se puede exponer con unas pocas
palabras:
Matthieu Toussel preparó una cena de aniversario de
boda para su esposa en la que se dispusieron seis
platos, y cuando ella miró las caras de los otros cuatro
invitados, se volvió loca.
LA PÁLIDA ESPOSA DE TOUSSEL
W. B. Seabrook
Trad. Elías Sarhan
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3
PAPÁ BENJAMÍN
WILLIAM IRISH

A las cuatro de la mañana una piltrafa de


hombre entró tambaleándose
Departamento Central de Policía de Nueva
en

Orleans. Detrás de él, en una esquina, un reluciente


Bugatti ronroneaba como un gato amodorrado. Era el
el

mejor auto que jamás se había detenido allí. Atravesó


vacilante la sala de espera, desierta a aquella hora
temprana, y traspuso la puerta abierta al fondo. Un
soñoliento sargento de guardia abrió los ojos; un
desocupado detective que hojeaba la edición del día
anterior del Times Picayune, sentado en una silla
apoyada en las dos patas traseras y con el respaldo
contra la pared, levantó la cabeza. Cuando el cono de
luz de la lámpara que pendía del cielo raso cayó sobre
el recién llegado, las bocas de ambos se abrieron y sus
ojos parpadearon. Las dos patas delanteras de la silla
del detective se apoyaron ruidosamente en el suelo. El
sargento colocó las palmas de ambas manos sobre el
escritorio y levantó los codos en actitud de cordial
recibimiento. Un policía llegó de la habitación trasera
secándose una gota de los labios. También se quedó
boquiabierto cuando vio quién estaba allí. Se acercó al
detective y dijo, haciendo pantalla con la mano:
—Éste es Eddie Bloch, ¿no?
El detective no se tomó la molestia de contestar.
Aquello equivalía a decirle cómo se llamaba él mismo.
Los tres se quedaron mirando fijamente a la figura
iluminada por el haz de luz, con un interés respetuoso,
casi admirativo. No había nada de profesional en su
escrutinio, no eran los policías estudiando a un
sospechoso; eran tipos del montón mirando a una
celebridad. Observaron el ajado esmoquin, el tallo de
gardenia que había perdido sus pétalos y la deshecha
corbata. Su abrigo, que colgaba antes de su brazo, se
arrastraba ahora tras él por el polvoriento piso del
Departamento de Policía. Dio un toque a su sombrero,
que cayó y rodó tras él. El policía lo cogió y lo limpió.
Nunca había sido adulador, pero ¡aquel hombre era
Eddie Bloch!
Era su rostro, más que su personalidad o su
indumentaria, lo que atraía las miradas en todas
partes. Era el rostro de un muerto..., el rostro de un
muerto en un cuerpo viviente. La macabra forma de su
calavera parecía asomar a través de su piel
transparente; se podían ver sus huesos como en una
placa radiográfica. Los ojos eran los de un obseso, un
perseguido, colocados en enormes cuentas que
dividían la cara como una máscara. Ni el alcohol ni la
vida licenciosa podían haber hecho tales estragos. Sólo
una larga enfermedad y el conocimiento anticipado de
la muerte podían causarlos. Cuando se visita un
hospital se ven caras así, con ojos en los que ya está
muerta toda esperanza..., que ven ya la fosa abierta.
No obstante, por extraño que parezca, reconocieron
al hombre. El reconocimiento fue lo primero; la
observación de su deplorable aspecto vino después,
más lentamente. Quizá se debía a que los tres policías
habían sido llamados alguna vez para identificar
cadáveres depositados en la Morgue. Su mente estaba
adiestrada en ese sentido, y la cara de aquel hombre
era familiar a miles de personas. No porque hubiese
violado el más leve precepto legal, sino porque había
expandido la felicidad en torno a él, poniendo en
movimiento, con su música, millones de pies.
La expresión del sargento de guardia cambió. El
policía susurró al oído del detective:
—Parece como si acabara de ser atropellado por el
tren.
—A mí más bien me da la impresión de una
formidable borrachera —contestó el detective.
Pero aquellos hombres sencillos, avezados en su
profesión, sólo podían explicar el aspecto del hombre
por causas vulgares. El sargento de guardia dijo:
—El señor Eddie Bloch, ¿no?
Este alargó la mano por encima del escritorio para
saludarlo. A duras penas podía tenerse en pie. Movió
la cabeza, pero no retiró la mano.
—¿Le ha ocurrido algo, señor Bloch? ¿En qué
podemos servirle? —el detective y el policía se
acercaron más—. ¡Corra a buscar un vaso de agua,
Latour! —dijo el sargento ansiosamente—. ¿Ha sufrido
un accidente, señor Bloch? ¿Ha sido asaltado?
El hombre se irguió apoyándose en el borde del
escritorio. El detective extendió su brazo por detrás de
él por si se caía hacia atrás. Bloch continuaba
hurgando en sus bolsillos. El esmoquin le bailaba a
cada movimiento. Los policías notaron que su peso no
debía pasar ahora de cincuenta kilos. Extrajo un
revólver, que a duras penas pudo levantar. Lo empujó,
haciendo que se deslizase por el escritorio. Luego dio
media vuelta y, señalándose a sí mismo, dijo:
—He matado a un hombre, ahora mismo, hace un
momento. A las tres y media.
Los policías se quedaron mudos de asombro. Casi no
sabían cómo hacer frente a la situación. Estaban en
permanente contacto con asesinos, pero éstos tenían
que ser buscados y arrastrados allí a viva fuerza, y,
cuando la fama y la fortuna se mezclaban con un
crimen, como ocurre rara vez, diestros abogados y
barreras protectoras surgían por doquier para
proteger al asesino. Este hombre era uno de los diez
ídolos de América, o lo había sido hasta hacía muy
poco. Hombres como él no mataban a nadie. No
aparecían así, inopinadamente, a las cuatro de la
mañana, para plantarse delante de un simple sargento
de guardia y un anónimo detective y mostrar al
desnudo su alma desgarrada en una figura hecha
jirones.
Durante un minuto el silencio reinó en la sala, un
silencio que podía cortarse con un cuchillo. Después,
Bloch habló de nuevo con acento agónico:
—¡Le digo que he matado a un hombre! No se quede
mirándome de ese modo! ¡He matado a un hombre!
El sargento le contestó amablemente, con simpatía:
—¿Qué le ocurre, señor Bloch? ¿Ha estado usted
trabajando demasiado? —se levantó de su asiento y se
acercó a él—. Venga adentro con nosotros. ¡Usted,
Latour, quédese ahí, por si suena el teléfono!
Cuando lo tuvieron dentro de la habitación trasera,
el sargento ordenó:
—¡Tráigame una silla, Humphries! Ahora, beba un
trago de agua, señor Bloch. Bien, cuéntenos todo —el
sargento había llevado el revólver con él. Lo pasó por
delante de su nariz y luego abrió la cámara, mirando
de reojo al detective—. Sí, ha sido disparado.
—¿Un accidente, señor Bloch? —sugirió
respetuosamente el detective.
El hombre de la silla movió la cabeza. Comenzó a
temblar, aunque la noche era tibia y agradable.
—¿A quién fue? ¿Quién era? —agregó el sargento.
—No sé su nombre —murmuró Bloch—, nunca lo
supe. Le llaman Papá Benjamín.
Sus dos interlocutores cambiaron una mirada de
sorpresa.
—Parece como... —el detective no terminó la frase, se
volvió hacia Bloch y le preguntó con tono indiferente
—: Era un blanco, ¿no?
—No, era negro —fue la inesperada respuesta.
El asunto iba tornándose cada vez más disparatado,
más inexplicable. ¿Cómo un hombre como Eddie
Bloch, uno de los más famosos directores de orquesta
del país, que cobraba más de mil dólares semanales
por tocar en el Maxim’s, había matado a un ignorado
negro y se trastornaba por ello hasta aquel punto? Los
dos policías jamás habían visto cosa parecida; habían
sometido a sospechosos a interrogatorios de cuarenta
y ocho horas, de los cuales aquellos habían salido
frescos como lechugas comparados con este hombre.
Había dicho que no fue un accidente ni un asalto.
Continuaron interrogándole, no para confundirle, sino
para ayudarle a recobrarse.
—¿Qué hizo el hombre? ¿Olvidó las debidas
distancias? ¿Le respondió? ¿Se puso insolente?
No hay que olvidar que estamos en Nueva Orleans.
La cabeza de Bloch oscilaba como un péndulo.
—¿Perdió usted momentáneamente los estribos? Fue
eso, ¿no?
Otro movimiento negativo de cabeza. La condición
del hombre sugirió al detective una explicación. Miró
hacia atrás para asegurarse de que el agente no estaba
escuchando. Luego, muy discretamente:
—¿Es usted aficionado a las drogas? ¿Era él quien se
las proporcionaba?
El hombre los miró.
—Jamás he probado nada nocivo. Un médico podrá
atestiguarlo.
—¿Tenía él algo contra usted? ¿Le causaba
molestias?
Bloch tornó a hurgar en sus ropas; éstas seguían
bailándose sobre el esquelético armazón. De pronto,
extrajo un gran fajo de billetes, tan alto como largo,
más dinero del que habían visto junto en su vida los
dos policías.
—Aquí tengo tres mil dólares —dijo simplemente,
arrojándolos como había hecho con el revólver—. Los
llevé esta noche y traté de dárselos. Le habría dado el
doble, el triple, si hubiese pronunciado la palabra, si
me hubiera dejado libre. No quiso. Entonces tuve que
matarlo. Era lo único que podía hacer.
—¿Qué es lo que le hacía? —dijeron los dos policías
al mismo tiempo.
—Me estaba matando —levantó el brazo y recogió el
puño de la camisa. La muñeca era casi del grosor del
pulgar del sargento. El valioso reloj de pulsera de
platino que la rodeaba tenía la correa prendida en el
último agujero que era posible hacer, y aún le quedaba
floja como un brazalete—. Ya he bajado a cuarenta y
cinco kilos. Cuando me quito la camisa el corazón está
tan a flor de piel que se puede ver cada latido.
Los policías dieron un paso hacia atrás, deseando
casi que el hombre no hubiese entrado allí, que se
hubiera dirigido a cualquier otra Comisaría. Desde el
comienzo mismo habían presentido en el caso algo
que superaba su entendimiento, algo que no puede
hallarse en los reglamentos, pero tendrían que
afrontarlo.
—¿Cómo? —preguntó Humphries—. ¿Cómo lo
estaba matando?
Un destello de tormento asomó a los ojos de Bloch.
—¿No cree usted que ya se lo habría dicho si
pudiera? ¿No cree usted que habría venido aquí hace
meses para pedir protección, para que me salvaran, si
yo hubiese podido decírselo y si ustedes pudiesen
creerme?
—Nosotros le creeremos, señor Bloch —dijo el
sargento tranquilizadoramente—. Le creeremos todo.
Díganos lo que sepa.
Pero Bloch, en cambio, por primera vez espetó una
pregunta:
—¡Contéstenme! ¿Creen ustedes en algo que no
pueden ver, que no pueden oír, que no pueden tocar?
—Radio —sugirió el sargento tímidamente, pero la
respuesta de Humphries fue más franca:
—No.
El hombre volvió a hundirse en su asiento y se
encogió apáticamente.
—Si no creen, ¿cómo puedo esperar que lo
entiendan? He acudido a los mejores médicos, a los
más grandes hombres de ciencia de todo el mundo, y
no quisieron creerme. ¿Cómo puedo esperar que
ustedes lo hagan? Dirán sencillamente que estoy
trastornado y se contentarán con eso. Yo no quiero
pasar el resto de mi vida en un manicomio... —se
interrumpió y suspiró—. Y, sin embargo, ¡es cierto, es
cierto!
Se habían metido en tal embrollo que Humphries
decidió salir del paso como pudiera. Hizo una
pregunta sencilla, que hacía tiempo debía haber
formulado para terminar con aquel maleficio.
—¿Está usted seguro de que lo mató?
Bloch estaba físicamente acabado y casi al borde del
colapso. Todo el caso podía ser pura alucinación.
—Yo sé lo que hice, estoy seguro —contestó el
hombre con calma—. Ya estoy un poco mejor. Lo sentí
en el momento mismo de liquidarlo.
Si era así, no lo parecía. El sargento echó una mirada
a Humphries y se tocó la frente con gesto significativo.
—¿Qué le parece si nos lleva al lugar del hecho? —
sugirió Humphries—. ¿Puede hacerlo? ¿Fue en el
Maxim’s?
—Ya les he dicho que era un negro —respondió Bloch
con reproche—. El Maxim’s no es un lugar cualquiera.
Fue en el Vieux Carré. Puedo mostrarles dónde fue,
pero no podré conducir el coche. A duras penas pude
venir hasta aquí.
—Haré que conduzca Desjardins —dijo el sargento, y
llamó al policía—. Telefonee a Dij y dígale que espere a
Humphries en la esquina de Canal y Royal, en seguida
—se volvió y miró a la informe figura de la silla—.
Hágale beber un trago en el camino. No me parece que
resista hasta allá.
Bloch enrojeció levemente: no tenía sangre para
más.
—Ya no puedo probar el alcohol. Estoy al cabo de
mis fuerzas. Me consumo —dejó caer la cabeza y luego
la levantó—. Pero voy a recobrarme poco a poco ahora
que él...
El sargento se llevó aparte a Humphries.
—Si resulta como él dice y no es un sueño, llámeme
en seguida. Yo telefonearé después al jefe.
—¿A esta hora?
El sargento hizo una indicación en dirección a la
silla.
—Es Eddie Bloch, ¿no?
Humphries cogió a éste del brazo y lo hizo levantar
con cortés energía. Ahora que las cosas tomaban un
rumbo normal sabía dónde pisaba. Sería siempre
considerado, pero ahora como funcionario, pues eso
entraba ya en su rutina.
—Vamos, señor Bloch.
—No haremos informe alguno hasta estar seguros de
lo que se trata —dijo el sargento a Humphries—. No
quiero echarme encima a toda la ciudad mañana por
la mañana.
Humphries casi tuvo que sostener a Bloch para salir
del Departamento y entrar en el automóvil.
—¿Es éste? —dijo—. ¡Caray! —lo tocó con un dedo y
partieron suavemente—. ¿Cómo pudo usted entrar con
este coche en el Vieux Carré sin dar contra las
paredes?
Dos levísimos fulgores en la calavera que se
reclinaba en el respaldo del asiento eran los únicos
signos de vida que se manifestaban en el hombre que
iba a su lado.
—Solía dejarlo a algunas manzanas de distancia e iba
hasta allí a pie.
—¡Oh! ¿Fue usted más de una vez?
—¿No lo habría hecho usted tratándose de su vida?
Volvía aquel disparatado asunto, pensó Humphries
con disgusto. ¿Por qué un hombre como Eddie Bloch,
astro del micrófono y de los salones de baile, tenía que
acudir a un negro de los bajos fondos rogándole por su
vida?
Llegaron rápidamente a Royal Street. Dieron la
vuelta a la esquina, Humphries abrió la portezuela y
vio a Desjardins poner un pie en el estribo. Luego se
dirigió nuevamente hacia el centro de la calzada sin
detenerse. Desjardins se sentó al otro lado de Bloch,
terminando de anudarse la corbata y abotonarse el
chaleco.
—¿De dónde sacó el Aquitania? —preguntó, y luego,
mirando a su lado—: ¡Santo Kreisler, Eddie Bloch!
Solíamos escucharlo todas las noches en casa, con
Emerson...
—¿Qué te pasa? —lo atajó Humphries—. ¿Comiste
guiso de lengua?
—¡Vire! —se oyó una voz sofocada entre ellos, y en
seguida dos ruedas llevaron al Bugatti por la North
Rampart Street—. Tenemos que dejarlo aquí —agregó
poco después. Los hombres salieron del coche—.
Congo Square, el antiguo lugar de reunión de los
esclavos.
—¡Ayúdalo! —dijo Humphries a su compañero
perentoriamente, y lo tomaron cada uno de un brazo.
Tambaleándose entre ellos, con el inseguro paso de
un ebrio, rápido a veces, lento otras, Bloch les
enseñaba el camino; de pronto se encontraban frente a
un pasaje que no habían advertido hasta aquel
momento. Era como una rendija abierta entre dos
casas, y tan fétida como una alcantarilla. Tuvieron que
colocarse en fila india para pasar. Pero Bloch no podía
caerse; las paredes casi le raspaban los hombros. Uno
de los policías iba delante de él y el otro detrás.
—¿Llevas revólver? —preguntó Humphries por
encima de la cabeza de Bloch a Desjardins, que iba
delante.
—¡Me resfriaría sin él! —se oyó la voz del otro en la
oscuridad.
Un rayo de luz rojiza surgió de improviso por el
marco de una ventana, y un codo color café tocó al
pasar las costillas de los tres.
—Entra, querido —murmuró una voz aguardentosa.
—Ve a lavarte la boca con jabón —aconsejó el nada
romántico Humphries por encima del hombro, sin
volverse siquiera.
El rayo de luz se cortó con la misma rapidez que
apareciera.
El pasaje se ensanchaba al llegar al fondo de un
grupo de casas que databan del tiempo de la
dominación francesa o española, y en cierto trecho
pasaba por debajo de una arcada, formando como un
túnel. Desjardins se dio de cabeza contra algo y lanzó
un juramento.
—¿Estamos lejos aún? —preguntó secamente
Humphries.
—Aquí es —jadeó débilmente Bloch, deteniéndose
frente a una sombra negra de la pared. Humphries la
recorrió con su linterna y aparecieron unos escalones
carcomidos. Luego indicó a Bloch que entrara, y éste
se echó atrás refugiándose en la pared opuesta—.
¡Déjeme a mí aquí! No me haga entrar allí otra vez —
rogó—. ¡No podría resistirlo, tengo miedo!
—¡Oh, no! —dijo Humphries con determinación—.
Usted nos mostrará el camino —y lo apartó de la
pared.
Como antes, no se mostró rudo, sino simplemente
profesional. Dij abrió la marcha iluminando el camino
con su linterna. Humphries llevaba la suya apuntando
a los zapatos de cuarenta dólares del director de
orquesta, que caminaba dominado por el temor. Los
escalones de piedra se convirtieron en otros de
madera astillada por el uso. Tuvieron que pasar por
encima de un negro borracho, hecho un ovillo, con
una botella debajo de un brazo.
—¡No vaya a encender una cerilla! —aconsejó Dij,
tocándole la nariz—. Puede estallar.
—¡No seas chiquillo! —le soltó Humphries.
Dij era un buen detective, pero ¿se daba cuenta del
tormento que sufría el hombre que iba entre ellos?
Aquel no era momento para...
—Fue aquí. Al salir cerré la puerta.
La cadavérica faz de Bloch apareció perlada de gotas
de sudor cuando uno de los policías la iluminó con su
linterna.
Humphries abrió la carcomida puerta de caoba que
había sido colocada cuando uno de los Luises era aún
rey de Francia y señor de aquella ciudad. La luz de una
lámpara brillaba débilmente en el fondo de la
habitación, sacudida su llama por una corriente de
aire. Los policías entraron y miraron.
En una vieja y derruida cama cubierta de andrajos
vieron una figura inanimada, con la cabeza colgando
hacia el suelo. Dij puso la mano debajo de ésta y la
levantó. La cabeza subió como una pelota de basket—
ball. Luego, al soltarla, cayó y hasta pareció rebotar
una o dos veces. Era un viejo, viejísimo negro, de
ochenta años o más. Había una mancha oscura, más
oscura que la arrugada piel, debajo de uno de sus
legañosos ojos, y otra en la fina orla de blanco algodón
que rodeaba su nuca.
Humphries no esperó a ver más. Se volvió y salió
rápidamente en busca del teléfono más próximo para
informar al Departamento Central que, después de
todo, aquello era verdad y que podían despertar al
jefe.
—No le dejes ir, Dij —se oyó su voz desde el oscuro
hueco de la escalera—, pero no le molestes. Frena la
lengua hasta que recibamos órdenes.
El espantajo que estaba con ellos trató de salir tras
Humphries, mascullando ininteligiblemente:
—¡No me deje aquí! ¡No me obligue a quedarme
aquí!
—No le voy a molestar, señor Bloch —dijo el policía,
tratando de calmarlo y sentándose
despreocupadamente en el borde de la cama, al lado
del cadáver, para atarse el cordón de los zapatos—.
Nunca olvidaré que fue su Love in Bloom ejecutada
por radio una noche, hace dos años, lo que me animó a
declararme a la que hoy es mi esposa...
Pero el comisario lo haría dos horas más tarde en su
oficina, aunque sin gran entusiasmo. Trataron de
ayudar a Bloch lo más posible dentro de las reglas. Era
inútil. El viejo negro no le había atacado, robado,
molestado ni secuestrado. El revólver no se había
disparado accidentalmente, ni tampoco lo había
disparado en el calor del momento o en un acceso de
furor. El comisario, en su desesperación, casi dio con
su cabeza contra el escritorio al reiterar una y otra vez:
—Pero, ¿por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Y por enésima vez obtuvo la misma increíble
respuesta:
—Porque me estaba matando.
—Entonces, usted admite que él, en efecto, le atacó.
La primera vez que el comisario le hizo esta pregunta
fue con una chispa de esperanza. Pero ahora, a la
décima o duodécima vez, la chispa ya se había
apagado.
—Jamás se me acercó. Yo era quien le buscaba para
suplicarle. Comisario Oliver, esta noche me arrodillé
ante ese viejo y me arrastré por el suelo de aquella
sucia habitación como un gato, rogando, clamando
abyectamente, ofreciéndole tres mil, diez mil,
cualquier suma, ofreciéndole, por último, mi propio
revólver y pidiéndole que me matara con él para
terminar de una vez, para que cesara mi tormento. No,
ni siquiera ese rasgo de misericordia. Entonces
disparé..., y ahora me voy a sentir mejor. Ahora voy a
vivir...
Estaba demasiado débil para llorar; el llanto exige
fuerzas. El pelo del comisario estaba a punto de
erizarse.
—¡Termine con eso, señor Bloch! —gritó. Se acercó a
él y le tomó por los hombros como para refrenar sus
propios nervios. Sintió los afilados huesos en sus
manos y las retiró inmediatamente—. Voy a hacer que
le examine un alienista.
El montón de huesos dio un respingo.
—¡No, no haga eso! Mándeme a mi hotel...— tengo
un baúl lleno de informes médicos. He visitado a los
más grandes especialistas de Europa. ¿Puede usted
encontrarme a alguien más autorizado que Buckholt,
de Viena, o Reynolds, de Londres? Ellos me tuvieron
en observación durante meses. Yo no estoy ni siquiera
al borde de la locura y no soy un genio ni de lejos. No
escribo la música que ejecuto, soy un mediocre, falto
de inspiración..., en otras palabras, soy un ser normal.
Estoy más sano que usted mismo en este momento,
señor Oliver. Mi cuerpo se ha gastado, mi alma
también; lo único que me queda es mi cerebro, pero
usted no puede sacármelo.
La cara del comisario se había tornado roja como
una remolacha. Estaba a punto de estallar, pero se
dominó y habló suave, persuasivamente:
—Un negro de ochenta y tantos años, tan débil que
no podía ni subir la escalera de su casa y a quién
debían meterle los alimentos por la ventana en una
canastilla, mata... ¿a quién? ¿A un blanco vagabundo
de su misma edad? ¡Nooo..., nada de eso! ¡Mata al
señor Eddie Bloch, el más famoso director de orquesta
de América, que fija su propio salario dondequiera que
vaya, a quien se le escucha todas las noches en
nuestros hogares, que tiene cuanto un hombre puede
desear!
Le observaba tan de cerca que los ojos de ambos
estaban al mismo nivel. Su voz era un susurro
aterciopelado.
—Dígame una cosa, señor Bloch —luego, con una
explosión—. ¿Cómo es eso posible?
Eddie Bloch aspiró una profunda bocanada de aire.
—Emitiendo mortíferas ondas mentales que llegaban
hasta mí por el éter.
El pobre comisario estuvo a punto de desplomarse.
—¿Y dice usted que no necesita asistencia médica? —
resolló con dificultad.
Se produjo un revuelo de ropa y ruido de botones, y
la chaqueta, el chaleco, la camisa y la camiseta cayeron
uno tras otro en el suelo, en torno a la silla donde
estaba sentado Bloch. Éste se volvió:
—¡Mire mi espalda! Podrá contar mis vértebras por
encima de la piel —tornó a ponerse de frente—. Vea
mis costillas. Observe los latidos de mi corazón.
Oliver cerró los ojos y se volvió hacia la ventana.
Estaba en una situación endiablada. Afuera, Nueva
Orleans palpitaba de vida, y cuando se conociera este
caso él se convertiría en el hombre más impopular de
la ciudad. Y si, por el contrario, no lograba penetrar a
fondo en el asunto, ahora que había ido tan lejos, se
haría culpable de negligencia en el cumplimiento de su
deber.
Bloch, que volvía a vestirse lentamente, adivinó los
pensamientos del comisario.
—Querría deshacerse de mí, ¿verdad? Usted está
tratando de hallar la manera de echarle tierra al
asunto. Se resiste a llevarme ante el Gran Jurado por
temor de que sufra su reputación, ¿no? —su voz era
casi un grito de pánico—. Bueno, yo necesito
protección. No quiero volver otra vez allá... a buscar
mi muerte. No quiero salir en libertad bajo fianza. Si
me dejan libre ahora, aún con mi propio
consentimiento, serán tan culpables de mi muerte
como Papá Benjamín. ¿Cómo se yo que mi bala puso
término a la cosa? ¿Cómo puede saber nadie qué hace
la mente después de la muerte? quizá sus
pensamientos me alcancen aún y traten de apoderarse
otra vez de mí. ¡Le digo que quiero que me encierren!
¡Quiero ver gente a mi alrededor noche y día! ¡Quiero
estar en lugar seguro...!
—¡Chis...! ¡ Por el amor de Dios, señor Bloch! Van a
creer que estoy torturándole —el comisario dejó caer
los brazos y exhaló un profundo suspiro—. Está bien,
le detendré, ya que así lo quiere. Le arresto por el
asesinato de un tal Papá Benjamín, aunque se rían de
mí y pierda mi puesto.
Por primera vez desde que el asunto había
comenzado, arrojó a Eddie Bloch una mirada de
verdadera ira. Tomó una silla, la hizo girar en el aire y
la plantó con estrépito frente a Bloch. Puso un pie
sobre ella y apuntó con el índice casi junto a los ojos
de aquél.
—No soy hombre de términos medios. No le voy a
encerrar a usted para tenerlo entre algodones y llevar
el asunto con paños tibios. Si la cosa ha de hacerse
pública, lo será completamente. Comencemos.
Dígame todo lo que yo quiero saber, y lo que yo quiero
saber es... ¡todo!

..........

Los acordes de Goodnight Ladies se apagaron; los


bailarines abandonaron la sala; las luces comenzaron
a apagarse y Eddie Bloch arrojó su batuta y se secó la
nuca con un pañuelo. Pesaría unos ochenta y cinco
kilos y se encontraba en toda la plenitud de su edad.
Era un hermoso bruto. Pero ya su cara tenía un acre
gesto de disgusto. Los músicos comenzaron a guardar
sus instrumentos y Judy Jarvis subió a la plataforma
con su traje de calle, preparada para irse. Era la
cantante de la orquesta y, además, la esposa de Eddie.
—¿Vamos, Eddie? Salgamos de aquí —ella también
parecía ligeramente disgustada—. Esta noche no he
recibido un solo aplauso, ni siquiera después de mi
rumba. Debo estar en decadencia. Si no fuera tu
mujer, tal vez me encontraría sin trabajo a estas horas.
Eddie le palmeó un hombro .
—No eres tú, querida. Somos nosotros los que
comenzamos a ahuyentar a la gente. ¿Has notado
cómo ha disminuido la concurrencia en las últimas
semanas? Esta noche había más camareros que
clientes. El empresario tiene derecho a cancelar mi
contrato si las entradas bajan de cinco mil dólares
diarios.
Un camarero se acercó al borde de la plataforma.
—El señor Graham quiere verle en su oficina antes
que usted se retire, señor Bloch.
Eddie y Judy cambiaron una mirada.
—¿No te lo decía, Judy? Vuelve al hotel, no me
esperes. Buenas noches, muchachos.
Eddie Bloch pidió su sombrero y poco después llamó
a la puerta de la oficina del empresario.
El señor Graham estaba detrás de una pila de
papelotes.
—Esta semana la entrada ha sido de cuatro mil
quinientos, Eddie. La gente puede obtener bebidas y
los mismos bocadillos en cualquier parte, pero va a
donde la orquesta le atrae. He notado que hasta los
pocos que vienen ni siquiera se mueven de su mesa
cuando usted levanta la batuta. Vamos a ver, ¿qué es
lo que ocurre?
Eddie abolló su sombrero de un puñetazo.
—No me lo pregunte. Recibo de Broadway las
orquestaciones acabadas de salir del horno, y echamos
los bofes ensayando...
Graham mascó su cigarro.
—No olvide que el jazz nació aquí, en el Sur. Usted
no puede enseñarle nada a esta ciudad. Aquí la gente
pide siempre algo nuevo.
—¿Cuándo nos despedimos? —preguntó Eddie,
sonriendo por un lado de la boca.
—Termine la semana. Vea si puede resolverlo para el
lunes. Si no, tendré que telegrafiar a San Luis pidiendo
la orquesta de Kruger. Lo siento, Eddie.
—¡Qué se le va a hacer! —contestó Eddie, bonachón
—. Ésta no es una institución benéfica.
Eddie salió de nuevo del oscuro salón. La orquesta
ya se había ido. Las mesas estaban apiladas. Un par de
viejas negras, arrodilladas, fregaban el parqué. Eddie
subió a la plataforma para retirar algunas partituras
olvidadas sobre el piano. De pronto, sintió que pisaba
algo. Se inclinó y recogió una pata de gallina con una
tira de tela roja atada a su alrededor. ¿Cómo diablos
había llegado allí? Si hubiese estado debajo de alguna
mesa, habría pensado que un comensal la había
dejado caer. Eddie enrojeció. ¿Querría decir que él y
sus muchachos habían estado tan mal esa noche que
alguien la había arrojado deliberadamente mientras
tocaban?
Una de las limpiadoras levantó la vista. De
improviso, ella y su compañera se incorporaron,
acercándose con los ojos desmesuradamente abiertos,
hasta ver lo que Eddie tenía en la mano. Entonces se
dejó oír un doble gemido de irracional espanto. Un
cubo rodó por el suelo y jamás dos personas, blancas o
negras, salieron de allí tan apresuradamente como las
dos viejas. La puerta casi saltó de sus goznes, y Eddie
pudo oír todavía sus exclamaciones calle abajo, hasta
perderse a lo lejos.
“¡Por el amor de Dios! —pensó el asustado Eddie—.
Deben de haber bebido una ginebra endiablada”.
Arrojó el objeto al suelo y volvió al piano a buscar sus
partituras. Una o dos hojas se habían caído detrás y se
agachó a recogerlas. Entonces el piano lo ocultó.
La puerta se abrió otra vez y Eddie vio entrar
apresuradamente a Johnny Staats (tuba y percusión),
palpándose de arriba abajo como si estuviera
ensayando el shimsham y recorriendo el piso con la
vista... De pronto, se inclinó... para recoger el
desperdicio que Eddie acababa de tirar, y al
enderezarse de nuevo con aquello en la mano exhaló
tal suspiro de alivio que hasta Eddie pudo oírlo desde
donde estaba. Ello le hizo desistir de llamar a Staats,
como iba a hacer. “Superstición —pensó Eddie—; se
trata de su amuleto, eso es todo, como para otros una
pata de conejo. Yo también soy un poco supersticioso:
nunca paso por debajo de una escalera...”
Sin embargo, ¿por qué las dos viejas se habían
puesto histéricas a la vista de aquél objeto? Eddie
recordó que algunos de los músicos sospechaban que
Staats tenía algo de sangre negra, y habían tratado de
decírselo cuando entró a formar parte de la orquesta,
pero él no había querido darles crédito.
Staats se escurrió de nuevo, tan silenciosamente
como había entrado, y Eddie decidió darle alcance
para gastarle algunas bromas acerca de la pata de
gallina durante el trayecto hasta su hotel. (Todos
vivían en el mismo.) Cogió sus hojas de música,
algunas de las cuales estaban en blanco, y salió. Staats
ya se había alejado en dirección opuesta a la del hotel.
Eddie vaciló un instante, pero luego salió detrás de él
como movido por un repentino impulso. Sólo para ver
dónde iba o qué se proponía hacer. Tal vez el terror de
las dos negras y la manera como Staats había recogido
la pata de gallina no eran ajenos a su determinación,
aunque él no se daba cuenta clara de ello. ¡Y cuántas
veces, después, se lamentó de no haber ido
directamente al hotel, a su Judy, a sus muchachos, y
de haberse apartado de la luz y del mundo de los
blancos!
No perdió de vista a Staats y así llegó hasta el Vieux
Carré. ¡Bueno, adelante! Allí había una cantidad de
lugares, reliquias de otras épocas, en los que
cualquiera hubiese deseado entrar. O quizá tuviera
alguna amiga mulata escondida por allí. Eddie pensó:
“Es ruin espiar de este modo a Staats”. Pero luego,
ante sus ojos, a medio camino del estrecho pasaje por
donde acababan de meterse, Staats desapareció,
aunque no había visto abrirse ni cerrarse ninguna
puerta. Cuando Eddie llegó al último lugar en que le
viera, advirtió una especie de grieta entre dos viejos
callejones, oculta por un ángulo del muro. ¡De modo
que era por allí por donde se había metido! Eddie
sentía que el asunto empezaba a cansarle. Sin
embargo, se introdujo por allí y siguió caminando a
tientas. De vez en cuando se detenía y podía oír los
suaves pasos de Staats un poco delante de él. Después
reemprendía la marcha. Una o dos veces el pasaje se
ensanchó un tanto, dejando pasar un rayo de luna por
entre las paredes. Más tarde un hilo de luz anaranjada
se filtró por una ventana y un codo le rozó el vientre.
—Serás más feliz aquí; no sigas adelante —dijo una
voz suave.
Era una profecía. ¡Si él lo hubiese sabido!
Pero el impávido Eddie contestó simplemente:
—¡Vete a dormir, trasnochadora!
Y la luz desapareció.
Luego entró en un túnel y se dio un cabezazo que le
hizo saltar las lágrimas. Pero, al otro extremo, Staats
se detuvo al fin en una mancha de luz y pareció
quedarse mirando hacia arriba, una ventana o algo
así; Eddie permaneció inmóvil dentro del túnel,
levantándose el cuello del esmoquin para ocultar el
blanco de su camisa.
Staats se detuvo sólo un instante, durante el cual
Eddie le observó conteniendo el aliento. Finalmente,
emitió un extraño silbido. No había nada de casual en
eso; era un sonido difícil de emitir sin práctica previa.
Luego se quedó esperando, hasta que, de pronto, otra
figura se acercó a él en la penumbra. Eddie aguzó la
vista. Era un negrazo como un gorila. Algo pasó de las
manos de Staats a las de éste —posiblemente la pata
de gallina—, luego entraron en la casa frente a la cual
Staats se había detenido. Eddie pudo oír los
arrastrados pasos por la escalera y el crujido de una
vieja y carcomida puerta. Después todo quedó en
silencio.
Avanzó hasta la desembocadura del túnel y se puso a
mirar hacia arriba. No se veía ninguna luz por las
ventanas. La casa parecía estar deshabitada, muerta.
Eddie agarró la solapa de su esmoquin con una
mano y se dio con la otra un puñetazo en la
mandíbula. No sabía qué hacer.
El vago impulso que lo había llevado hasta allí en pos
de Staats comenzaba a debilitarse. ¡Staats tenía
curiosos amigos! Algo rara debía de ocurrir en aquel
lugar tan apartado y a esa hora de la madrugada; pero,
después de todo, nadie tiene que dar cuenta de su vida
privada. Eddie se preguntaba por qué diablos habría
ido hasta allí. No deseaba que nadie supiera que lo
había hecho. Ahora se volvería atrás, a su hotel, y se
metería en la cama. Tenía que pensar alguna novedad
para el Maxim’s de allí al lunes, o su contrato sería
rescindido.
Luego, cuando ya había levantado el pie para
marcharse, una apagada melopea comenzó a oírse
dentro de aquella casa. Era tan suave como un
murmullo. Tenía que atravesar espesas puertas y
espaciosas habitaciones vacías y pasar por el hueco de
aquella escalera antes de llegar a él. “Alguna
ceremonia religiosa —se dijo Eddie—. Entonces, Staats
profesa un culto, ¿eh? Pero, ¡vaya un lugar
apropiado!”
Una pulsación como la de una máquina lejana
subrayaba la melopea, y, de vez en cuando, un bum
como el del trueno acercándose a través de la ciénaga
la cubría. Sonaba así: Bum—butta—butta—bum—
butta—butta—bum, y la melopea volvía a elevarse,
Eeyah—eeyah—eeyah...
El instinto profesional de Eddie despertó de pronto.
Lo ensayó, marcando el compás con la mano, como si
sostuviera la batuta. Sus dedos sonaron como un
latigazo.
—¡Oh, dios! ¡Esto es maravilloso! ¡Magnífico!
¡Sublime! ¡Lo que yo necesitaba! ¡Tengo que entrar
aquí!
¿De modo que con una pata de gallina bastaba? Se
volvió y echó a correr por el túnel a través del pasaje,
siguiendo el camino por donde había venido, bajando
aquí y allí, y encendiendo una cerilla tras otra. Luego
se encontró una vez más en el Vieux Carré, donde los
cajones de desperdicios no habían sido retirados aún.
Vio una lata en la esquina de dos callejuelas y la volcó.
El hedor subía hasta el cielo, pero se metió en la
basura hasta las rodillas, como un trapero, e introdujo
los brazos hasta el codo esparciéndolas a diestro y
siniestro. Tuvo suerte, pues encontró un agusanado
esqueleto de gallina. Le arrancó una pata y la limpió
en un trozo de periódico. Luego emprendió el regreso.
Un momento. ¿Y la cinta roja para atarla? Se tanteó de
arriba abajo; hurgó en todos los bolsillos. No tenía
nada de ese color. Tendría que prescindir de eso, pero
entonces tal vez fracasaría. Dio la vuelta y corrió por el
estrecho pasaje sin preocuparse por el ruido que
producía. Otra vez el hilo de luz anaranjada y el codo
de la perseverante mujer. Eddie se inclinó, la asió por
la manga del rojo quimono y rompió una tira de éste.
Palabras soeces, que ni Eddie conocía, cesaron al
ponerle en la mano un billete de cinco dólares. Pronto
estuvo al otro extremo del pasaje. ¡Con tal de que la
ceremonia no hubiese terminado aún!
No había terminado. Cuando se había ido de allí, el
cántico era débil y apagado. Ahora era más sonoro,
más persistente, más frenético. Eddie no se preocupó
de lanzar el silbido; de todos modos no habría podido
imitarlo exactamente. Se zambulló en el pozo negro
que era la entrada de la casa, sintió los grasientos
peldaños debajo de sus pies, alcanzó a subir uno o dos,
y de pronto el cuello de su camisa le pareció cuatro
números más chico, pues una manaza lo había
aferrado de él por detrás. Algo afilado, que podía ser
desde un cortaplumas de bolsillo hasta una navaja de
afeitar, le rozó el cuello debajo de la nuez, haciéndole
saltar unas gotas de sangre preliminares.
—Bueno, me la he ganado —dijo con voz
entrecortada.
¿Qué clase de religión era aquella? El Objeto afilado
se quedó donde estaba, pero la mano soltó el cuello de
la camisa para coger la pata de gallina. Luego, el
objeto afilado se apartó también, pero no mucho.
—¿Por qué no dio usted la señal?
Eddie se tocó la garganta.
—Estoy enfermo de aquí y no pude.
—Encienda una cerilla, quiero ver su cara. —Eddie
obedeció y sostuvo la cerilla un momento—. No he
visto nunca su cara aquí.
—Mi amigo, que está allá, puede decírselo.
—¿El señor Johnny es su amigo? ¿Le pidió que
viniera?
Eddie pensó rápidamente. La pata de gallina podía
tener más fuerza que Staats.
—Esto me dijo que viniera.
—¿Papá Benjamín le mandó eso?
—¡Claro! —dijo Eddie rotundamente. De seguro
Papá Benjamín era su sacerdote, pero aquella era una
manera endemoniada de... La cerilla le quemó los
dedos; entonces la arrojó al suelo. Con la oscuridad se
produjo un momento de incertidumbre que podía
terminar de cualquier manera. Una gran provisión de
mundología y un millar de años de civilización
respaldaban a Eddie—. Me va a hacer llegar tarde. A
Papá Benjamín no le va a gustar.
Subió a tientas la oscura escalera, pensando que en
cualquier momento podía sentir su espalda hecha
trizas, pero era mejor que quedarse quieto esperando
que se lo hicieran. Volverse atrás sería atraerse aquello
más rápidamente. No obstante, sus palabras habían
surtido efecto y nada le ocurrió.
—En el momento menos pensado vamos a ver pasar
por aquí a medio Nueva Orleans —gruñó,
malhumorado, el cancerbero africano, dejándose caer
en la escalera como una foca cansada.
Hizo alguna otra observación acerca de “negros que
parecían blancos”, y luego siguió rascándose.
Llegó al descansillo de la escalera, tan cerca del bum
—butta—bum que éste apagaba todos los demás
sonidos. Toda la armazón de la vieja casa parecía
temblar. Un hilo de luz rojiza le indicó dónde estaba la
puerta. La empujó suavemente y la puerta cedió. El
chirrido de sus goznes se perdió en el torrente sonoro
que surgió del interior. Vio bastantes cosas y lo que vio
incitó aún más su curiosidad. Algo le decía que lo
mejor era entrar tranquilamente, cerrando la puerta
tras él antes de que le vieran. El copo de nieve que
estaba al pie de la escalera podía subir y aferrarlo otra
vez del cuello. Abrió un poco más la puerta, se escurrió
dentro y la cerró con el tacón de su zapato,
apartándose inmediatamente de allí lo más que pudo.
Evidentemente, nadie le había visto.
Era una sala grande y sombría y estaba atestada de
gente. Solo la iluminaba una lámpara de aceite y gran
cantidad de cirios que podían parecer brillantes
comparados con la oscuridad de fuera, pero que allí
alumbraban débilmente. Las largas sombras
danzantes arrojadas contra las paredes por los que se
movían en el centro de la sala eran para él una
protección tan eficaz como podía serlo la oscuridad del
exterior. Dio una vuelta a la sala y una ojeada fue
suficiente para revelarle que aquello era cualquier
cosa menos una ceremonia religiosa. Al principio le
pareció una juerga, pero allí no se veía ginebra por
ninguna parte y en la danza no intervenían mujeres.
Era más bien una reunión de demonios acabados de
salir del infierno. Muchos de ellos se habían quedado
tendidos en el suelo, y los demás pasaban sobre ellos
al saltar de un lado a otro, pisando a veces los rostros,
los pechos, los brazos y las manos yacentes. Otros, que
habían caído en una especie de trance, estaban
sentados en el suelo, la espalda apoyada en las
paredes, algunos balanceándose y otros poniendo los
ojos en blanco y dejando escapar de su boca hilos de
espuma. Rápidamente, Eddie se dejó caer sentado en
el suelo y puso manos a la obra. También comenzó a
balancearse, dando golpes en el suelo con los puños,
pero él no estaba en trance. Lo que hacía era tomar
notas para un número que sería un éxito en el
Maxim’s. Una hoja de música en blanco estaba
parcialmente oculta debajo de sus muslos y a cada
momento se inclinaba para escribir con un trocito de
lápiz.
“Clave de fa —pensó—, puedo decidirlo cuando lo
instrumente. Mi, re, do; mi, re, do. Luego otra vez.
Espero que no se me haya pasado nada.”
Bum—butta—butta—bum. Jóvenes y viejos, gordos y
flacos, desnudos y vestidos, saltaban de derecha a
izquierda, de izquierda a derecha, en dos círculos
concéntricos, mientras las llamas de las velas
danzaban locamente y las sombras se agitaban entre
los muros. En el centro de todo aquello, dentro del
círculo interior de bailarines, se encontraba un
hombre viejísimo, de tez y huesos negros, que se veía
sólo algunas veces por entre los apretados cuerpos que
le rodeaban. Tenía puesta alrededor de la cintura una
piel de animal, y su cara estaba oculta por una horrible
máscara. A un lado del viejo, una mujer rechoncha
hacía sonar sin interrupción dos calabazas, marcando
el butta del ritmo de Eddie. Al otro lado, otra mujer
batía el tambor: el bum. El viejo sostenía en alto un
ave que chillaba y batía las alas; en la otra mano, un
cuchillo de afilada hoja. Algo resplandeció en el aire,
pero los bailarines se interpusieron entre Eddie y la
visión. Lo que logró ver después fue que el ave ya no
agitaba las alas. Colgaba pesadamente y la sangre de
sus venas corría por el arrugado brazo del viejo.
“Esta parte no entrará en mi número”, se dijo Eddie.
El horrible viejo cayó cerca de Eddie, que esquivó
rápidamente. A su alrededor ocurrían cosas
repugnantes. Vio a algunos de los locos bailarines caer
de bruces sobre las rojas gotas y limpiarlas con la
lengua. Luego seguían gateando en torno a la
habitación, buscando otras.
“Será mejor que me vaya —se dijo Eddie, que
comenzaba a sentir náuseas—. Debería venir la Policía
y arrear con todos.” Sacó de debajo de sus piernas las
hojas de música, ahora llenas de notas, y las guardó en
un bolsillo de la chaqueta; luego recogió las piernas,
preparándose para levantarse y salir de aquel antro
infernal. Mientras tanto, una segunda ave, esta vez
negra (la primera era blanca); un berreante lechón y
un cachorrillo de perro habían corrido la suerte del
primer animal. Los cuerpos no eran desperdiciados
una vez que el viejo los dejaba. Eddie veía suceder
cosas en el suelo, entre los pies frenéticos de los
bailarines, y adivinaba otras que le inducían a cerrar
los ojos.
De pronto, levantado ya medio centímetro del suelo,
se preguntó qué se había hecho de la melopea, del
choque de las calabazas y del son del tambor y el batir
de pies de los bailarines. Abrió los ojos y vio todo
inmovilizado en torno a él. Ni un movimiento, ni un
sonido. Un huesudo brazo del viejo terminaba en una
mano tinta en sangre, cuyo índice apuntaba como una
flecha en dirección a Eddie. Éste se dejó caer aquel
medio centímetro. No había podido estar en aquella
posición mucho tiempo y, además, algo le decía que no
iba a poder salir inmediatamente.
—¡Hombre blanco! —dijo el viejo con voz alterada, y
todos comenzaron a rodearlo.
Un gesto del viejo los inmovilizó otra vez.
Una voz cascada salió por la gesticulante boca de la
máscara.
—¿Qué hace usted aquí?
Eddie se tentó los bolsillos mentalmente. Tenía unos
cincuenta dólares. ¿Sería suficiente para comprar su
salida? Sentía, sin embargo, la desagradable
impresión de que a ninguno de los presentes le
interesaba el dinero, como debiera ser..., aunque fuese
en ese momento. Antes de que pudiera llevar a cabo lo
que pensaba, otra voz se oyó:
—Yo conozco a este hombre, papaloi. Déjeme a mí.
Johnny Staats había ido allí enfundado en su
esmoquin, con su pelo bien peinado hacia atrás. Era
una ruedecilla en la vida nocturna de Nueva Orleans.
Ahora estaba descalzo, sin chaqueta, sin camisa...,
hecha una piltrafa. Una gota de sangre en medio de la
frente le había trazado una línea de sien a sien. Unas
plumas de gallina estaban pegadas a su labio superior.
Eddie lo había visto bailar con los demás y arrastrarse
por el suelo. Cuando Staats se le acercó, Eddie sintió
erizársele el pelo de asco. Los demás retrocedieron un
paso, tensos, listos a saltar.
Los dos hombres hablaron en voz baja y ronca.
—Es el único camino, Eddie. No te puedo salvar...
—¡Cómo! ¡Estamos en el corazón de Nueva Orleans!
¡No se atreverían!
Pero el rostro de Eddie transpiraba
abundantemente. No era tonto. La Policía llegaría con
seguridad y registraría el lugar, pero ¿qué
encontraría? Sus restos mezclados con los de las aves,
el lechón y el perro.
—Es mejor que te apresures, Eddie. No voy a poder
entretenerlos mucho más tiempo. A menos que lo
hagas, no podrás salir vivo de aquí. Puedes estar
convencido. Si trato de detenerlos, yo también caeré.
Tú sabes lo que es esto, ¿no? ¡Esto es vudú!
—Lo supe a los cinco minutos de entrar aquí —y
Eddie pensó para sí: “¡Tú, hijo de una tal! Mejor será
que le pidas a Mumbo—Jumbo que te encuentre un
nuevo trabajo para mañana por la mañana.” Rió para
sus adentros, pero dijo, poniendo cara grave—: ¡Claro
que voy a iniciarme! ¿Para qué crees que vine aquí?
Sabiendo lo que ahora sabía, Staats sería la última
persona en el mundo que revelara el origen de aquel
nuevo formidable número que él iba a sacar de todo
eso, y cuyas notas ya tenía bien guardadas en el
bolsillo. Además, quizá pudiera sacar más material del
acto de iniciación. Una canción o un baile para Judy,
que ejecutaría tal vez bajo un foco de luz verde. Por
último, era inútil pretender que allí había bastantes
navajas, cuchillos y otras armas para permitirle salir
sin un rasguño.
El rostro de Staats era grave, sin embargo.
—Eddie, no juegues. Si tú supieras lo que yo sé
acerca de esto, verías que es más serio de lo que
parece. Si eres sincero y obras de buena fe, está bien.
Si no es así, sería preferible que te dejaras cortar en
pedazos ahora mismo.
—¡En mi vida he obrado más seriamente! —dijo
Eddie.
Pero en lo más hondo de su ser se reía con todas sus
ganas. Staats se volvió hacia el viejo.
El papaloi quemó algunas plumas y vísceras a la
llama de una vela. El silencio era absoluto. Todos los
presentes se arrodillaron al mismo tiempo.
—Salió muy bien —suspiró Staats—. El lo ha leído.
Los espíritus están conformes.
“Bueno, por ahora vamos bien —pensó Eddie—. He
engañado a las tripas y a las plumas.”
El papaloi lo señaló.
—Ahora, déjenlo ir. ¡Y guarda silencio! —sonó la voz
detrás de la máscara.
Repitió las mismas palabras por segunda y tercera
vez, haciendo una larga pausa entre cada una.
Eddie miró esperanzado a Staats.
—Entonces, ¿puedo irme siempre que no cuente a
nadie lo que he visto?
Staats movió la cabeza apesadumbrado.
—Es una parte del ritual. Si te fueras ahora y
comieras algo que no te sentara bien, caerías muerto
antes de que terminara el día.
Nuevos sacrificios sangrientos, y el tambor, las
calabazas y la melopea comenzaron de nuevo, pero tan
suavemente como al principio. Llenaron un tazón de
sangre. Eddie fue levantado y conducido hasta él por
Staats, de un lado, y un negro anónimo, del otro. El
papaloi sumergió su ya ensangrentada mano en el
tazón y trazó un signo en la frente de Eddie. El cántico
se elevó detrás de él. La danza comenzó de nuevo.
Ahora estaba en medio de todos. Eddie era una isla de
cordura en un mar de selvático frenesí. El tazón se
elevó ante él. Eddie trató de dar un paso atrás, pero
sus padrinos lo sujetaron fuertemente por los brazos.
—¡Bebe! —susurró Staats—. ¡Bebe..., o te matan aquí
mismo!
Aun a esta altura del juego se le ocurrió un chiste a
Eddie. Aspiró hondamente y dijo:
—Bueno, ingeriremos vitamina A.
Staats se presentó al ensayo de la mañana siguiente y
se encontró con que otro músico ocupaba su puesto
frente a la batería. No dijo gran cosa cuando Eddie le
entregó un cheque por el sueldo de dos semanas.
Eddie escupió ante él en el suelo y gruñó:
—¡Lárgate de aquí, cochino!
Staats sólo murmuró:
—De modo que los traicionas, ¿eh? No quisiera estar
en tus zapatos por toda la fama y el dinero de este
mundo.
—Si te refieres a aquel mal sueño de anoche —dijo
Eddie—, debo decirte que no se lo he contado a nadie,
ni intento hacerlo. ¡Ah, cómo se reirían de mí si lo
hiciera! Sólo recuerdo lo que puede servirme de algo.
¡Soy blanco!, ¿sabes? La selva para mí no es otra cosa
que árboles, el Congo es un río, la noche sólo sirve
para encender la luz eléctrica —sacó un par de billetes
—. Dales esto de mi parte y diles que les pago mis
cuotas desde ahora hasta el día del Juicio y que no
necesito recibo. Y si intentan echar un filtro en mi
naranjada, se van a encontrar bailando en una cadena.
Los billetes cayeron en el lugar donde Eddie había
lanzado su escupitajo.
—Tú eres uno de los nuestros. ¿Te crees blanco? La
sangre lo dice. No habrías ido allí, no habrías podido
soportar la iniciación, si lo fueras. Acuérdate de mirar
algunas veces tus uñas. Mírate en un espejo el blanco
de tus ojos. ¡Adiós, cadáver!
Eddie también le dijo adiós. Le saltó tres dientes, le
rompió las narices y rodó con él por el suelo. Pero no
pudo borrar la sonrisa de “reconocimiento” que
resplandecía aún en la faz ensangrentada.
Los separaron y los hicieron levantarse y
apaciguarse. Staats salió tambaleante, pero sonriendo
por lo que sabía. Eddie, jadeando, volvió a colocarse
frente a la orquesta.
—Bueno, muchachos. Todos a una ahora. ¡Bum—
butta—butta—bum—butta—butta—bum!

...........

Graham le concedió un aumento de quinientos


dólares, y todo Nueva Orleans se agolpó en la sala del
Maxim’s el sábado por la noche. La gente se tocaba
hombro con hombro y hasta se colgaba de las arañas
para ver. “Por primera vez en América el verdadero
Canto Vudú”, anunciaban innumerables carteles por
toda la ciudad. Cuando Eddie empuñó su batuta, las
luces se apagaron, y un torrente de luz verde inundó la
plataforma desde abajo; se habría podido oír el ruido
de un alfiler al caer.
—Buenas noches, amigos. Aquí están Eddie Bloch y
sus Five Chips tocando para ustedes desde el Maxim’s.
van a oír en seguida, por primera vez a través del éter,
el Canto Vudú, el inmemorial himno ritual que jamás
hombre blanco alguno ha podido oír antes. Puedo
asegurar que se trata de una transcripción fidelísima,
sin una nota de variación.
Entonces, suavemente y como a lo lejos, la orquesta
comienza: bum—bum—butta—bum.
Judy se preparó para bailarlo y cantarlo. Estaba ya
con el pie en el primer peldaño de la plataforma,
esperando que le indicaran su entrada. Tenía un
maquillaje color naranja, un vestido de plumas, un
pajarillo artificial sujeto a una mano y empuñaba un
cuchillo en la otra. Su mirada encontró la de Eddie, y
éste comprendió que ella quería decirle algo.
Moviendo aún su batuta, se apartó a un lado hasta
colocarse a su alcance.
—¡Eddie, no, haz que paren! ¡Interrumpe! Tengo
miedo por ti...
—Ya es tarde —contestó Eddie en voz baja—. Hemos
comenzado; además, ¿de qué tienes miedo?
Judy le mostró un arrugado trozo de papel.
—Hace un momento me encontré esto debajo de la
puerta de tu camerino. Parece una amenaza. Hay
alguien que no quiere que ejecutes ese número.
Eddie, sin dejar de mover su batuta, desdobló el
papel con su mano izquierda y leyó:
“Tú puedes atraer los espíritus, pero ¿podrás
rechazarlos después? Piénsalo bien.”
Eddie estrujó el papel y lo arrojó al suelo.
—Staats está tratando de asustarme porque lo
despedí.
—Estaba atado a un manojito de plumas negras —
trató de decirle ella—. No le habría prestado atención;
pero cuando lo vio la doncella, me suplicó que no
bailara este número. Después me dejó plantada...
—Estamos transmitiendo —le recordó él entre
dientes—. ¿Me acompañas o no?
Eddie volvió al centro de la plataforma. El tambor
resonó más y más alto, del mismo modo que la noche
anterior. Judy dio vueltas en medio de un torrente de
luz verde y comenzó el endemoniado lamento que
Eddie le había enseñado.
Un camarero dejó caer una bandeja llena de vasos en
medio del silencio de la sala, y cuando el jefe de
comedor acudió, aquél había desaparecido. Había
abandonado sencillamente su puesto, dejando una
docena de mesas sin servir.
—¡Maldito sea...! —dijo aquél, rascándose la cabeza.
Eddie estaba al frente a la orquesta, de espaldas a
Judy, y al mover su cuerpo a compás de la música,
algún alfiler que probablemente se había olvidado de
sacar de su camisa se clavó de improviso en su
espalda, un poco más abajo del cuello, justamente
entre los omóplatos. Eddie dio un respingo y después
no sintió nada más...
Judy chillaba, berreaba, se desgañitaba.
Pronunciaba palabras que ni él ni ella entendían, que
Eddie había logrado anotar fonéticamente la otra
noche. Su cimbreante cuerpo realizaba todas las
contorsiones, naturalmente suavizadas, que aquella
endiablada negra cubierta de grasa y desnuda
totalmente ejecutó aquella noche. Clavó el fingido
puñalito en el pajarillo y lanzó al aire imaginarias
gotas de sangre. Jamás se había visto nada parecido.
Y, al terminar, en el silencio que cayó de pronto sobre
la sala, se pudo contar hasta veinte: de tal modo se
había apoderado de todos.
Después comenzó el ruido. Fue como una avalancha.
Más que nunca en aquel lugar, la gente comenzó a
pedir bebidas, y la encargada del lavabo de señoras no
podía atender a las mujeres que se refugiaban allí para
desahogar su nerviosismo.
—¡Trata de irte de aquí ahora! —dijo Graham a
Eddie en un intervalo—. Mañana por la mañana me
firmarás un nuevo contrato que no te defraudará. Ya
tenemos cobradas seis mil mesas reservadas para la
próxima semana. ¡Algunas hasta por telegrama desde
tan lejos como Shreveport!
¡Éxito! Eddie y Judy regresaron en taxi a su hotel,
cansados, pero felices.
—¡Esto durará años! Será nuestra ejecución más
celebrada, como la Rhapsody in Blue para Whiteman.
Ella fue la primera en entrar en el dormitorio.
Encendió las luces y un minuto después llamó a Eddie.
—¡Ven a ver esto...! Es algo monísimo. —La encontró
con un muñequito de cera en las manos—. ¡Oh, y eres
tú, Eddie! Tan pequeñito y, sin embargo, tan parecido.
¿No es una cosa perf...?
Eddie lo cogió y se quedó mirándolo. Era él, en
efecto. Estaba enfundado en dos retazos de tela negra
que hacían de esmoquin. Los ojos, el pelo y los demás
detalles habían sido trazados con tinta sobre la cera.
—¿Dónde lo encontraste?
—Sobre tu cama, apoyado en la almohada.
Estaba a punto de sonreír cuando dio la vuelta al
muñequito. En la espalda, justamente debajo del
cuello, entre los omóplatos, había clavado un pequeño,
pero maligno, alfiler negro.
En un primer momento se puso pálido. Ahora sabía
de dónde provenía aquello y lo que quería decir. Pero
no era eso lo que le hacía cambiar de color. Acababa
de recordar algo. Se quitó la americana, se arrancó el
cuello y se volvió de espaldas a Judy.
—¡Mírame la espalda! Sentí un alfilerazo cuando
ejecutábamos el número. Pásame la mano. ¿Notas
algo?
—No..., no tienes nada —contestó ella.
—Debe de haberse caído.
—No puede ser —repuso Judy—. Tu cinturón está
tan ceñido que parece incrustado en el cuerpo. No
tuvo que ser nada, pues de lo contrario lo tendrías
encima. Te habrá parecido.
—Escucha. Yo sé cuándo me pincha un alfiler. ¿No
tengo ninguna marca en la espalda? ¿Algún rasguño
entre los hombros?
—Nada.
—Será cansancio, nerviosismo —se acercó a la
ventana abierta y arrojó el muñeco al vacío con todas
sus fuerzas.
Una desagradable coincidencia; eso era todo. Pensar
otra cosa sería darles alas a ellos. Sin embargo, Eddie
se preguntaba qué le hacía sentirse tan cansado. Había
sido Judy la que había bailado y no él. No obstante, se
sentía agotado desde la ejecución del número.
Apagaron las luces y Judy se quedó profundamente
dormida. Él, durante un rato, permaneció en silencio.
Poco después se levantó y entró en el baño, cuyas
luces eran las más brillantes del departamento, y se
quedó observándose atentamente en el espejo.
“Acuérdate de mirar algunas veces tus uñas. Mírate
el blanco de los ojos”, le había dicho Staats. Eddie lo
hizo. Sus uñas tenían un tinte azulado que nunca
había notado antes. El blanco de sus ojos estaba
ligeramente amarillento.
La noche estaba tibia, pero Eddie comenzó a tiritar
de pies a cabeza. No pudo dormir... A la mañana
siguiente la espalda le dolía como si tuviera sesenta
años. Pero sabía que era por no haber pegado los ojos
en toda la noche, no por un alfiler mágico.
—¡Oh, santo Dios! —dijo Judy al otro lado de la cama
—. Mira lo que le has hecho.
Y mostró a su marido la segunda página del
Picayune Times, que decía:
“John Staats, hasta hace poco miembro de la
orquesta de Eddie Bloch, se suicidó ayer tarde, a la
vista de docenas de personas, arrojándose de un bote
que conducía él mismo en el lago Pontchartrain.
Estaba solo en ese momento. El cadáver fue recogido
media hora más tarde.”
—Yo no tengo la culpa —dijo Eddie sombríamente.
Sin embargo, sospechó lo que sucedió ayer por la
tarde. La noche se acercaba y no podía afrontar lo que
se le venía encima por haber apadrinado a Eddie y
traicionado a los otros. Ayer tarde...
Eso quería decir que Staats no había sido el que
dejara aquella amenaza en el camerino ni el
muñequito en la cama. Staats ya estaba muerto a
aquella hora..., ya no era ni blanco ni negro.
Eddie esperó a que Judy se encontrara debajo de la
ducha para telefonear a la Morgue.
—Se trata de Johnny Staats. Trabajó conmigo hasta
ayer, de modo que si nadie reclama su cadáver,
envíenlo a una funeraria a mi costa.
—Ya lo han reclamado, señor Bloch, esta mañana
temprano. Sólo esperamos que el médico forense
certifique el suicidio. Es una asociación de gente de
color. Viejos amigos de él, según parece.
Judy entró en la habitación y le dijo:
—¿Qué te pasa?¡Estás verde!
Eddie pensó: “Ni que hubiese sido mi peor enemigo.
No puedo permitir que suceda. ¿Qué clase de horrores
van a tener lugar en alguna parte, en la oscuridad?”
Los creía capaces hasta del canibalismo. Tenía el
teléfono al alcance de la mano, y sin embargo no podía
denunciarlos a la Policía sin descubrirse a sí mismo,
pues tendría que confesar que había estado allí y que
había tomado parte en las reuniones, por lo menos
una vez. Y cuando eso se supiese, ¡bang!¡bang!, adiós
reputación. Se le haría la vida imposible...,
especialmente ahora que había ejecutado el Canto
Vudú, identificándose con él en la mente del público.
De modo que, solo otra vez en su habitación, decidió
llamar a la famosa agencia de detectives privados de
Nueva Orleans.
—Necesito un guardaespaldas, sólo por esta noche.
Que me espere en el Maxim’s a la hora de cerrar.
Armado, desde luego.
Era domingo y los bancos estaban cerrados, pero
Eddie tenía crédito en todas partes y logró reunir mil
dólares en efectivo. Cerró trato con un crematorio
para que se hiciese cargo de un cadáver, a última hora
de la noche o al día siguiente muy temprano. Quedó
en notificarles adónde debían ir a retirarlo. El pobre
Johnny Staats no había podido librarse de ellos en
vida, pero lo iba a lograr después de muerto. Eso era lo
menos que habría hecho cualquiera por él.
Aquella noche, a pesar de las disposiciones de
Graham para dar más espacio al público en el
Maxim’s, resultó insuficiente. El número del Vudú era
un éxito sin precedentes. Pero la espalda de Eddie
estaba contraída mientras movía su batuta. Era cuanto
podía hacer para mantenerse erguido.
Cuando aquella noche cesó la algarabía, el detective
privado ya le estaba esperando.
—Mi nombre es Lee.
—Muy bien, Lee. Venga conmigo.
Salieron y se introdujeron en el Bugatti de Eddie,
dirigiéndose a toda velocidad al Vieux Carré y
deteniéndose con un repentino frenazo en el centro de
lo que seguirá siendo Congo Square, llámese
oficialmente como se llame.
—Por aquí —dijo Eddie, y su guardaespaldas se
escurrió por el pasaje tras él.
—¡Hola querido! —dijo la de los codazos.
Y por una vez, para sorpresa de ella, recibió una
respuesta amable.
—¿Qué dices, Eglantine? —observó al pasar el
guardaespaldas de Eddie—. ¿Así que te mudaste?
Se detuvieron delante del caserón, al otro extremo
del túnel.
—Bueno, hemos llegado —dijo Eddie—. Vamos a ser
detenidos en mitad de la escalera por un negro
gigantesco. Lo que usted tiene que hacer es salir del
paso, no importa cómo. Y voy a ir arriba y usted me
esperará en la puerta. Debe tratar de que yo pueda
salir de allí. Probablemente tengamos que bajar entre
los dos el cadáver de un amigo, pero no estoy seguro.
Depende de que esté o no en esta casa. ¿Me
comprende?
—Perfectamente.
—Encienda una linterna y sosténgala alumbrando
por encima de mis hombros.
Un cuerpo enorme, amenazante, bloqueó la angosta
escalera, con unas piernas y brazos de gorila, capaces
de un mortífero abrazo. Mostraba sus desmesurados
dientes y esgrimía una hoja de reluciente acero. Lee
apartó bruscamente a un lado a Eddie y pasó delante.
—¡Suelta eso, muchacho! —ordenó impertérrito, y
esperó a ver si la orden era acatada.
De todos modos, un arma había sido esgrimida
contra los dos blancos. Disparó tres veces desde una
distancia de un metro y dio exactamente donde
quería. Las balas se alojaron en ambas rodillas y en el
codo del brazo que sostenía el cuchillo.
—Quedarás inválido para el resto de tu vida —
observó con satisfacción—. O tal vez sea mejor
evitártelo —aplicó el cañón del revólver a la sien del
coloso caído.
El estampido resonó por la estrecha escalera
despertando repetidos ecos.
—¡Vamos rápido —dijo Eddie—, antes de que se lo
lleven...!
Saltó por encima de la postrada figura, con Lee tras
él.
—¡Quédese ahí! Será mejor que vuelva a cargar
mientras espera. Si lo llamo, ¡por amor de Dios, no
cuente hasta diez antes de entrar!
Al otro lado de la puerta se produjo un ir y venir de
pies y un excitado aunque sofocado murmullo de
voces. Eddie la abrió rápidamente y la cerró de un
golpazo, dejando a Lee afuera. Todos se quedaron
clavados en su sitio cuando le vieron. Allí estaban el
papaloi y otros seis hombres, no tantos como la noche
de la iniciación de Eddie. Probablemente, el resto
estaba esperando en alguna parte fuera de la ciudad,
en un lugar secreto donde la ceremonia del entierro,
cremación u... orgía debía tener lugar.
Papá Benjamín estaba ahora sin su máscara y sin la
piel del animal. En la habitación no había calabazas ni
tambor ni figuras estáticas alineadas contra la pared.
Estaban a punto de salir, pero él había llegado a
tiempo. Tal vez estuviesen esperando una hora
determinada. Las ordinarias sillas de cocina en las que
el papaloi debía ser llevado a hombros estaban
preparadas, acolchadas con trapos. Había una hilera
de cestos cubiertos de arpillera arrimados a la pared
trasera.
—¿Dónde está el cuerpo de Johnny Staats? —gritó
Eddie—. Ustedes lo reclamaron y lo retiraron de la
Morgue esta mañana.
Sus ojos se posaron en los cestos y en el manchado
cuchillo que yacía en el suelo a su lado.
—Mucho mejor —cacareó el viejo— es que tú lo
hubieras seguido. La fatalidad ya te tiene señalado...
A estas palabras se elevó un confuso murmullo.
—¡Lee! —llamó Eddie—. ¡Venga! —y Lee se puso
inmediatamente a su lado, revólver en mano—.
¡Cúbrame mientras echo un vistazo por aquí!
—¡A ver, todos ustedes, pónganse en aquella
esquina! —rugió Lee, dando un fuerte puntapié a uno
de ellos, que se movía más lentamente que los demás.
Obedecieron, quedándose amontonados, con los ojos
fijos y escupiendo como una bandada de monos. Eddie
se dirigió directamente a los cestos y arrancó la
arpillera que cubría el primero. Carbón. El siguiente,
café. El otro, arroz. Y así sucesivamente.
Eran, simplemente, cestos de los que las negras
suelen llevar en la cabeza cuando van al mercado.
Eddie miró a Papá Benjamín y sacó el rollo de billetes
que había llevado para él.
—¿Dónde lo tienes? ¿Dónde ha sido enterrado?
¡Llévanos allá! ¡Muéstranos dónde es!
ni un sonido. Sólo un quemante, ondulante odio que
casi se podía palpar. Eddie miró el cuchillo que yacía
allí, no ensangrentado, sino sólo gastado, mellado, con
hilachas adheridas, y le dio un puntapié.
—No está aquí, seguramente —le dijo a Lee, mientras
se dirigía a la puerta.
—¿Qué hacemos, patrón? —preguntó su satélite.
—Salir volando de este estercolero a respirar aire
puro —dijo Eddie avanzando en dirección a la
escalera.
Lee era de los que sacan provecho de cualquier
situación, cualquiera que sea ésta. Antes de seguir a
Eddie se acercó a uno de los cestos, se metió una
naranja en cada bolsillo de la americana y luego hurgó
entre las demás para elegir una especialmente buena
para comer allí mismo. Se oyó un golpe seco y la
naranja rodó por el piso como una bola de bolos.
—¡Señor Bloch! —gritó roncamente—. ¡Lo encontré!
—respiraba trabajosamente a pesar de su rudeza.
Algo como un hondo suspiro partió del rincón donde
estaban los negros. Eddie se quedó inmóvil, mirando,
y luego se apoyó en el marco de la puerta. Por entre
una capa de naranjas del canasto, los cinco dedos de
una mano surgían verticalmente; una mano que
terminaba bruscamente en la muñeca.
—Es su marca —dijo Eddie con voz entrecortada—.
¡Ahí, en el dedo meñique! La conozco.
—Bueno, usted dirá. ¿Les disparo? —preguntó Lee.
Eddie movió la cabeza.
—No fueron ellos..., se suicidó. Hagamos lo que
tenemos que hacer y larguémonos.
Lee volcó uno después de otro todos los cestos. El
contenido de los mismos se esparció por el suelo. Pero
en cada uno de ellos había algo más. Exangüe, blanco
como carne de pescado. Aquel cuchillo, las hilachas
adheridas a la hoja. Ahora Eddie sabía para qué lo
habían usado. Tomaron un cesto y lo forraron con una
de las mugrientas mantas de la cama. Después, con
sus propias manos, lo llenaron con lo que habían
encontrado y lo taparon con las esquinas de la manta,
llevándoselo entre los dos fuera de la habitación y
bajándolo por la oscura escalera, mientras Lee
caminaba de espaldas, revólver en mano, cubriendo la
retirada. Juraba como un condenado. Eddie trataba de
no pensar en cuál podía haber sido el destino de esos
cestos. El cuerpo del negro seguía allí, atravesado en la
escalera.
Siguieron a lo largo del callejón y por último
depositaron su carga en la quietud del alba de Congo
Square. Eddie tuvo que apoyarse en la pared. Se sentía
enfermo. Luego volvió y dijo:
—La cabeza...¿Vio usted si...?
—No, no la pusimos —contestó Lee—. ¡Quédese aquí,
volveré por ella! ¡Yo estoy armado, y después de lo que
hemos visto ya puedo soportar cualquier cosa!
Lee tardó sólo unos cinco minutos. Volvió en mangas
de camisa. Traía su chaqueta hecha un rollo debajo de
un brazo. Se inclinó sobre el cesto, levantó la manta y
un segundo después la colocó otra vez. El bulto que
había traído envuelto en su americana desapareció.
Luego arrojó la americana y le dio un puntapié.
—La tenían escondida en un armario —murmuró—.
Tuve que atravesar la palma de la mano a uno de ellos
para que soltaran la lengua. ¿Qué querían hacer?
—Una sesión de canibalismo, tal vez..., no sé... Mejor
no pensarlo.
—Traje de vuelta su dinero. Me parece que no les
importaba...
Eddie se lo devolvió.
—Bueno, por su traje y el tiempo perdidos.
—¿No va usted a denunciar a esos gorilas?
—Ya le dije que él se había arrojado al agua. Tengo
en el bolsillo una copia del informe médico legal.
—Ya sé, pero ¿no hay alguna ley que prohiba la
disección de un cadáver sin permiso?
—No puedo verme mezclado con esa gente.
Destrozaría mi carrera. Tenemos lo que fuimos a
buscar. Ahora, olvídese de lo que vio.
Un coche de la funeraria llegó a Congo Square y se
llevó el cesto. Los restos de Johnny Staats
emprendieron el camino hacia un fin mejor que el que
habían estado a punto de tener.
—Buenas noches, patrón —dijo Lee—. Cuando me
necesite para otra cosita...
—No —dijo Eddie—. Me voy de Nueva Orleans.
Y su mano pareció de hielo a Lee cuando éste se la
estrechó.
Así lo hizo. Devolvió a Graham su contrato y una
semana después se encontraba tocando en el corazón
de Nueva York. Tenía un criado blanco. El Canto
Vudú, desde luego, seguía haciendo furor. Su
programa empezaba y terminaba con él, y Judy seguía
interpretando con clamoroso éxito su número de
danza. Pero Eddie no podía deshacerse de aquel dolor
de espalda que había comenzado el día del estreno.
Primero, se sometió durante un par de horas diarias a
la acción de los rayos ultravioleta. No sintió mejoría.
Luego se hizo examinar por uno de los más grandes
especialistas de Nueva York.
—No tiene nada —dijo la eminencia—.
Absolutamente nada: el hígado, los riñones, la
presión..., todo está perfectamente. Debe de ser cosa
de su imaginación.
La balanza de su baño le decía lo mismo. Perdía dos
kilos por semana, a veces siete. Y no recuperaba ni un
gramo. Más especialistas. Esta vez rayos X, análisis de
sangre, opoterapia, todo lo imaginable. No sirvió. Y el
agudo dolor, la laxitud, se extendía lentamente,
primero por un brazo, después por el otro.
Separaba muestras de todo lo que comía, no un día,
sino todos los de la semana, y las hacía analizar. Nada.
Ya no era necesario que se lo dijeran. Sabía que ni en
Nueva Orleans, donde había comenzado aquello, le
habían echado algo en la comida. Judy comía de la
misma fuente y tomaba el café de la misma cafetera.
Todas las noches bailaba incansablemente y, no
obstante, era la imagen de la salud.
De modo que era su imaginación, como todos le
habían dicho. “Pero no lo creo —se decía a sí mismo—.
No creo que el clavar un alfiler en un muñeco de cera
pueda producirme dolor a mí. Ni a mí ni a nadie.”
No era su cerebro, entonces, sino el cerebro de
alguien que estaba en Nueva Orleans, que pensaba,
deseaba, ordenaba su muerte, noche y día.
“Pero no puede ser —pensaba Eddie—; no hay tal
cosa.”
Sin embargo, la había; ocurría ante sus propios ojos
y sólo admitía una respuesta. Si el alejarse unos cinco
mil kilómetros sobre tierra firme no servía de nada, tal
vez sirviese cubrir la misma distancia a través del mar.
La primera etapa fue Londres y el Kit Kat Club.
Menos, menos, menos, acusaban las balanzas de los
cuartos de baño, un poco cada semana. Los dolores se
extendían ahora hasta las caderas. Las costillas
comenzaban a sobresalir. Se moría de pie. Ahora
encontraba más cómodo andar con bastón, pero no
por hacerse el presumido, sino para apoyarse al andar.
Sus hombros le atormentaban todas las noches, sólo
por haber movido su batuta. Se hizo construir un atril
especial para apoyarse, que le ocultaba a la vista del
público mientras dirigía. A veces, al terminar un
número, su cabeza estaba más baja que sus hombros,
como si su columna vertebral fuese de goma.
Finalmente acudió a Reynolds, mundialmente
famoso, el más grande alienista de Inglaterra.
—Quiero saber si estoy cuerdo o loco.
Estuvo en observación durante semanas, meses; le
sometieron a todas las pruebas conocidas y muchas
desconocidas, mentales, físicas, metabólicas.
Encendían intensas luces ante sus ojos y observaban
sus pupilas; éstas se contraían hasta el tamaño de
cabezas de alfileres. Le tocaron el fondo del paladar
con papel de lija: casi se ahogó. Lo ataron a un sillón
que giraba horizontal y verticalmente a tantas
revoluciones por minuto y luego le hacían caminar a
través de la sala: hacía eses.
Reynolds le sacó una buena cantidad de libras y le
dio un informe que abultaba como la guía de
teléfonos, para decirle, en resumen:
—Usted, señor Bloch, es una persona tan normal
como cualquiera. Es tan equilibrado que hasta le falta
ese toquecito de imaginación que tienen la mayoría de
los actores y los músicos.
De modo que no era su propio cerebro; la cosa venía
de fuera. Todo aquello, desde el principio hasta el fin,
duró dieciocho meses. Trataba de huir de la muerte,
mas la muerte se apoderaba de él lenta, pero segura.
Se quedó en los huesos. Sólo podía hacer una cosa.
Mientras tuviera fuerzas para subir a bordo de un
barco, podía volver al lugar donde había comenzado.
Nueva York, Londres, París, no habían podido
salvarlo. Su único recurso estaba en manos de un
negro decrépito en el Vieux Carré de Nueva Orleans.
Logró llegar hasta allí, a la misma semiderruida casa,
sin guardaespaldas, sin importarle ahora que lo
mataran o no, y casi deseando que lo hicieran, para
terminar de una vez. Pero, al parecer, eso habría sido
demasiado fácil y demasiado poco. El gorila que había
dejado por muerto aquella noche se arrastró hasta él
en dos muletas, le reconoció, le lanzó una mirada de
odio inextinguible, pero no levantó ni un dedo para
tocarle. Ellos habían marcado ya a ese hombre, ¡mal
para quien se interpusiera entre ellos y su infernal
satisfacción! Eddie Bloch subía penosamente la
escalera sin oposición, tan inmune su espalda al
cuchillo como si vistiera una coraza. Detrás de él, el
negro se tendió en la escalera para festejar su
largamente esperada hora de satisfacción con alcohol
y... olvido.
Encontró al viejo solo en la habitación. La edad de
piedra y el siglo XX se enfrentaban, y la edad de
piedra triunfó.
—¡Quíteme esto de encima! —dijo Eddie roncamente
—. ¡Devuélvame mi vida...! Yo haré cualquier cosa,
cualquier cosa que usted diga.
—Lo que ha sido hecho no puede deshacerse. ¿Crees
tú que los espíritus de la tierra y del aire, del fuego y
del agua, conocen el perdón?
—¡Interceda por mí entonces! Usted me lo atrajo.
Aquí tiene dinero, le daré otro tanto, todo lo que yo
gane, todo lo que pueda ganar...
—Tú has tocado lo prohibido. La muerte te ha
seguido desde aquella noche. Por todo el mundo, por
el aire que rodea la tierra, has hecho mofa de los
espíritus con el canto que los invoca. Todas las noches
tu esposa lo baila. La única razón de que ella no
comparta tu suerte es que no sabe lo que hace. Tú, sí.
¡Tú estuviste aquí, entre nosotros!
Eddie cayó de rodillas y se arrastró por el suelo ante
el viejo, asiéndose a sus vestiduras.
—¡Máteme, entonces, para terminar con esto! ¡No
puedo más...! —había comprado el revólver aquel día
con la intención de matarse por su propia mano, pero
descubrió que no podía. Hacía un minuto imploraba
por su vida, ahora lo hacía por su muerte—. Está
cargado; todo lo que tiene que hacer es apretar el
gatillo. ¡Mire, mire! Yo cerraré los ojos. Dejaré un
papel escrito y firmado diciendo que yo mismo lo
hice...
Trató de depositarlo en la mano del brujo y de cerrar
los huesudos y arrugados dedos sobre él, apuntando
hacia sí mismo. El viejo lo arrojó lejos de él y cloqueó,
regocijado:
—La muerte vendrá, pero de otro modo...
Lentamente, ¡oh, tan lentamente!
Eddie permaneció tendido en el suelo, boca abajo,
sollozando. El viejo escupió sobre él y lo rechazó con el
pie. Eddie logró erguirse y dirigirse a la puerta. No
tuvo ni la fuerza suficiente para abrirla al primer
intento. ¿Era aquella cosa insignificante lo que lo
impedía? Tocó algo con el pie, miró, se inclinó para
levantar el revólver y se volvió. Su pensamiento fue
rápido, pero la mente del viejo lo fue más aún. Casi
antes de concretar su idea, el viejo la adivinó. En un
instante, se deslizó gateando al otro lado de la cama
para poner algo entre los dos. Inmediatamente la
situación cambió. El miedo abandonó a Eddie y se
apoderó del viejo. Éste perdió la agresividad, sólo por
un minuto, precisamente cuanto Eddie necesitaba. Su
cerebro irradió una luz como un diamante, como un
faro a través de la niebla. El revólver rugió sacudiendo
su débil cuerpo y el viejo cayó tendido sobre la cama,
colgante a un lado la cabeza, como una pera
demasiado madura. La armazón de la cama se agitó
levemente durante un momento por la caída, y
después todo terminó...
Eddie se quedó allí, tembloroso aún. Después de
todo, ¡había sido tan fácil! ¿Dónde estaba toda su
magia ahora? Fuerza, poderío, voluntad, volvieron a
circular por sus venas como si una espita hubiera sido
abierta de pronto. La nubecilla de humo que había
quedado en la cerrada habitación flotaba aún en el
aire. De pronto Eddie esgrimió el puño contra el
cuerpo muerto en la cama.
—¡Ahora voy a vivir!, ¿sabes? —abrió la puerta, la
retuvo durante un instante y luego bajó a tientas la
escalera, pasando al lado del inconsciente guardián,
murmurando siempre el mismo estribillo—: ¡Ahora
voy a vivir! ¡Voy a vivir!

...........

El comisario se enjugó la frente, como si estuviese en


la cámara de vapor de un baño turco. Exhaló como un
tanque de oxígeno.
—¡Jesús, María y José! ¡Señor Bloch, qué historia!
Más me hubiese valido no pedirle que me la contara.
Esta noche no voy a poder dormir.
Aun después de que el acusado fue llevado de allí,
necesitó bastante tiempo para calmarse. El cajón
superior derecho de su escritorio le ayudó un tanto...,
unos dos dedos, como también el abrir las ventanas
para dejar pasar la luz del sol.
Por último, cogió el teléfono y se puso de nuevo al
trabajo.
—¿A quién tiene usted ahí carente de nervios?
Quiero decir, un tipo con tan poca sensibilidad que
pueda sentarse sobre un alfiler de sombreros y lo
convierta en un clip. ¡Oh, sí, ese charlatán de
Desjardins! Lo conozco. Mándemelo.
...........

—No, quédate fuera —jadeó Papá Benjamín con


dificultad a su guardián, por la entreabierta puerta—.
Yo me he comunicado con el obiah, y en cambio tú
estás sucio. Estás borracho desde ayer. Toma las
convocatorias. Introduce la mano, una vez para cada
una; tú sabes cuántas son.
El inválido negro introdujo su enorme zarpa por la
rendija, y por detrás de la puerta el papaloi colocó una
pata de gallina en su palma. Una pata con un trapo
rojo atado. El mensajero la escondió en sus andrajos y
volvió a introducir la mano para alcanzar otra. Veinte
veces repitió el acto y luego dejó caer su brazo
pesadamente. La puerta empezó a cerrarse
lentamente.
—¡Papaloi! —gimió la figura que estaba fuera—. ¿Por
qué escondes la cara? ¿Están enojados los espíritus?
Había un destello de sospecha en sus ojos. En
seguida, la rendija de la puerta se ensanchó. La
arrugada y familiar cara de Papá Benjamín asomó y
sus ojos lanzaron rayos malignos.
—¡Vete! —chilló el viejo—. ¡Ve a llevar las
convocatorias! ¿Quieres que haga caer sobre ti la ira
de un espíritu?
El mensajero salió dando tumbos. La puerta se cerró
violentamente.
Se puso el sol. Era de noche en Nueva Orleans. Salió
la luna. Sonaron las campanas de la medianoche en el
campanario de la catedral de San Luis, y apenas se
había extinguido la última nota, un horrible y selvático
silbido se oyó frente a la casa envuelta en el silencio.
Una negra rechoncha, con un cesto al brazo, subió
pesadamente la escalera, un momento después abrió
la puerta, se dirigió al papaloi, y volvió a cerrarla,
trazó en ella con su dedo una invisible marca y la besó.
Luego se volvió y sus ojos se abrieron de sorpresa.
Papá Benjamín estaba en la cama, tapado hasta el
cuello con los inmundos trapos. Los familiares
candeleros estaban encendidos. La taza para la sangre,
el cuchillo del sacrificio, los polvos mágicos, todo el
atuendo del ritual estaba dispuesto. Pero colocados
alrededor de la cama, en vez de estarlo al otro extremo
de la sala, como siempre.
La cabeza del viejo, sin embargo, se irguió sobre los
revueltos trapos. Sus ojos la miraron sin pestañear; el
familiar semicírculo de algodón que rodea su cabeza y
su máscara de ceremonias está a su lado.
—Estoy un poco cansado, hija mía —le dice. Sus ojos
se vuelven a la pequeña imagen de cera de Eddie
Bloch colocada bajo los candelabros, erizada de
alfileres. La mujer también mira—. Un condenado está
próximo a su fin. Vino aquí anoche pensando que yo
podía ser muerto como cualquier otro hombre. Me
disparó un tiro. Yo soplé y detuve la bala en el aire;
ésta dio vuelta y entró de nuevo en el revólver. Pero
¡eso me cansó tanto! Forzó un poco mi garganta.
Un destello vengativo iluminó la ancha cara de la
mujer.
—¿Y él morirá pronto, papaloi?
—Pronto —soltó la agotada figura de la cama.
La mujer rechinó los dientes y agitó los brazos con
regocijo. Luego levantó la tapa de su cesta y dejó
escapar una gallina negra, que salió aleteando por la
habitación.
Cuando los veinte se reunieron, hombres y mujeres,
viejos y jóvenes, el tambor y las calabazas tornaron a
sonar, la cadenciosa melopea comenzó y la orgía se
inició. Lentamente, danzaron alrededor de la cama.
Luego, más rápidamente cada vez, frenéticos,
asiéndose unos a otros, haciéndose sangre con
cuchillos y uñas, girando los ojos en un éxtasis que
otras razas más frías no conocen. Las ofrendas,
plumíferas y pilíferas, que habían sido atadas a las
patas de la cama, chillaban y saltaban alborotadas.
Entre ellas había un monito que ocultaba su cara entre
las manos, como un niño atemorizado, y chillaba. Un
negro barbudo, con su desnudo torso brillante como
charol, cogió una de las aterrorizadas aves, la desató y
la extendió con ambas manos en dirección al brujo.
—Estamos sedientos, papaloi; queremos comer la
carne de nuestros enemigos.
Los demás hicieron eco a estas palabras:
—Tenemos hambre, papaloi; queremos comer la
carne de nuestros enemigos.
Papá Benjamín movió la cabeza a compás del ritmo.
—¡Sacrificio, papaloi, sacrificio!
Papá Benjamín parecía no oírlos. Luego, los trapos
se levantaron y emergió un brazo; pero no el tostado y
esquelético brazo de Papá Benjamín, sino uno
musculoso y firme como la pata de un piano,
enfundado en sarga azul, blanco en la muñeca y
terminando en un revólver de reglamento de la
Policía, con el gatillo montado. El fingido brujo se
puso en pie de un salto, sobre la cama, de espalda a la
pared, y recorrió lentamente a todos aquellos diablos
humanos con el cañón de su revólver, se izquierda a
derecha, luego de derecha a izquierda, en línea recta,
sin prisa.
El resonante mugido de un toro salió de la grieta de
su boca, en vez de la cascada voz de falsete del
papaloi.
—¡Pónganse todos contra aquella pared! ¡Suelten los
cuchillos!
Pero todos estaban embobados. El paso del éxtasis a
la estupefacción no es instantáneo. Además, ninguno
de ellos era muy avispado; de lo contrario, no estarían
allí. Las bocas se abrieron, la melopea cesó, los
tambores y las calabazas enmudecieron, pero seguían
apiñados frente a aquel repentino desafío lanzado con
el familiar y arrugado rostro de Papá Benjamín y el
fornido cuerpo de un blanco..., demasiado cerca para
que éste se sintiera cómodo. Las ansias de sangre y la
manía religiosa no conocen el miedo al revólver. Se
requiere una cabeza fría para eso, y la única cabeza
fría en aquella habitación era el arrugado coco que
estaba encima de los anchos hombros del que esgrimía
el revólver. Disparó dos veces y una mujer que estaba
a un extremo del semicírculo, la del tambor, y un
hombre al otro extremo, el que sostenía el ave del
sacrificio, cayeron al mismo tiempo lanzando un doble
gemido. Los del centro retrocedieron lentamente por
la sala, con los ojos fijos en el hombre que estaba en
pie sobre la cama. Un descuido, un parpadeo y se
arrojarían sobre él como un solo cuerpo. Levantando
su mano libre, se arrancó los rasgos del brujo, para
respirar más libremente y ver mejor. La máscara se
convirtió en un arrugado trapo ante los aterrorizados
ojos de los negros. Era una mezcla de parafina y fibra
llamada moulage. Una mascarilla mortuoria tomada
de la cara del cadáver, que reproducía las más finas
líneas del cutis y hasta su color natural. Moulage. El
siglo XX había vencido, después de todo. Detrás de la
máscara apareció, sonriente, sudorosa, la angulosa
cara del detective Jacques Desjardins, que no creía en
espíritus, a menos que éstos estuvieran dentro de una
botella. Fuera de la casa se oyó el vigésimo primer
silbido de la noche, pero esta vez no un silbido
selvático, sino uno largo, frío y agudo, que servía para
convocar a las figuras ocultas en las sombras de los
portales, que habían estado allí esperando
pacientemente toda la noche.
Luego, la puerta fue casi arrancada y la Policía
irrumpió en la habitación. Los prisioneros —dos de
ellos gravemente heridos— fueron empujados y
arrastrados abajo, para reunirse con el guardián
inválido que había estado durante la última hora bajo
custodia policíaca. Puestos en fila, atados unos a otros,
marcharon a lo largo del tortuoso pasaje hasta salir a
Congo Place.
En las primeras horas de aquella misma mañana,
poco más de veinticuatro horas después que Eddie
Bloch entrara tambaleante en el Departamento de
Policía con su extraña historia, todo el asunto estaba
cocinado y rotulado. El comisario, sentado frente a su
escritorio, escuchaba atentamente a Desjardins.
Esparcida sobre la mesa había una extraña colección
de amuletos, imágenes de cera, manojos de plumas,
hojas de bálsamo, ouangas (hechizos de raspaduras
de uñas, horquillas para el pelo, sangre seca, raíces
pulverizadas); monedas enmohecidas, desenterradas
de las fosas de los cementerios, en cantidad como no
había visto nunca. Todo aquello era ahora la evidencia
legal que iba a ser cuidadosamente rotulada y
ordenada para el uso del fiscal en el proceso.
—Y esto —explicó Desjardins, señalando una
empolvada botellita— es, según me dijo el químico,
azul de metileno. Es la única sustancia lógica hallada
en aquel lugar, y que había quedado olvidada con un
montón de basura que parecía no haber sido tocado
desde hacía años. A qué uso lo destinaba aquella
gente, no podía decirlo.
—Un minuto —interrumpió vivamente el comisario
—; eso concuerda con algo que el pobre Bloch me dijo
anoche. Él notó un color azulado debajo de sus uñas y
otro amarillento en el blanco de sus ojos, pero sólo
después del acto de su iniciación. Esa sustancia
probablemente haya tenido que ver con eso; puede ser
que sin que él se diera cuenta, se la hayan inyectado.
¿Comprende usted? Eso lo destrozó exactamente
como ellos querían. Bloch tomó esas señales como la
revelación de que tenía sangre negra. Ésa fue la brecha
por donde penetró el maleficio, quebrantando su
incredulidad, desmoronando su resistencia mental.
Era cuanto ellos necesitaban: un punto vulnerable. La
sugestión hizo lo demás. Si usted me lo preguntara, le
diría que con Staats usaron el mismo método. No creo
que él tuviera más sangre negra que el mismo Bloch,
y, en realidad, según me dicen, la teoría de que la
sangre negra puede manifestarse así después de varias
generaciones es una patraña.
—Bien —dijo Desjardins, mirándose sus enlutadas
uñas—; si se va a juzgar por las apariencias, yo debo de
ser un zulú pura sangre.
Su superior le miró, y si no hubiese tenido cara de
póquer, tal vez habría podido verse reflejada en ella la
aprobación y hasta la admiración.
—Debió de ser un momento peliagudo el que pasó
usted cuando los tenía a todos alrededor, al
desempeñar aquella farsa, ¿no?
—¡Pchs! No me impresionó gran cosa —contestó
Desjardins—. Lo único que me molestó fue el olor.

...........

Eddie Bloch —absuelto hacía dos meses al tiempo que


ingresaban en la cárcel del Estado veintitrés ex—
vuduístas con penas que variaban de dos a diez años—
ascendió a la plataforma del Maxim’s para iniciar una
nueva temporada. Estaba pálido y desmejorado, pero
recobraba lentamente su peso normal. La ovación que
se le tributó era capaz de reanimar a cualquiera. La
gente aplaudía a rabiar y le vitoreaba, y eso que su
nombre había quedado fuera del reciente proceso. Los
testimonios de Desjardins y sus compañeros habían
hecho innecesarios los de él.
El tema musical que iniciaba era dulce e inofensivo.
Luego un camarero se acercó y le entregó una
petición. Eddie movió la cabeza.
—No. ya no está en nuestro repertorio.
Y siguió dirigiendo. Le llegó otra petición, y después
otra. De pronto, alguien gritó, y un segundo después
toda la concurrencia hizo eco: “¡El Canto Vudú!
¡Queremos oír el Canto Vudú!
Eddie se puso aún más pálido, pero se volvió y trató
de sonreír, moviendo al mismo tiempo la cabeza. La
gente no se calló. La música no podía oírse y Eddie
tuvo que interrumpir. Desde todos los ámbitos de la
sala, como en un partido de fútbol, le gritaban:
—¡Queremos el Canto Vudú! ¡Queremos...!
Judy estaba a su lado.
—¿Qué le pasa a la gente? —preguntó Eddie—. ¿No
sabe lo que eso me ha causado?
—¡Tócalo, Eddie, no seas tonto! —le pidió ella—.
Ahora es el momento; rompe de una vez para siempre
con el hechizo; convéncete de que ya no tiene poder
sobre ti. Si no lo haces ahora, no podrás librarte de él
jamás. ¡Adelante, yo bailaré con esta misma ropa!
—Okay! —dijo Eddie.
Golpeó en su atril con la batuta. Hacía algún tiempo
que no lo ejecutaba, pero sabía que podía confiar en su
orquesta. Suavemente, como un trueno a la distancia
acercándose cada vez más: ¡bum—butta—butta—
bum! Judy remolineó detrás de él y dejó escapar el
grito preliminar: Eeyaeeya!
Judy oyó una conmoción a su espalda y se detuvo
tan repentinamente como había comenzado. Eddie
Bloch había caído en el suelo, boca abajo, y no se
movió más.
De algún modo, todo el público presintió la verdad.
En esa caída había algo definitivo que se le reveló. Los
que bailaban esperaron un minuto y luego se
disgregaron con un ligero murmullo. Judy Jarvis no
gritó ni lloró; se quedó allí mirando fijamente,
pensando... El último pensamiento de Eddie, ¿había
nacido en su propio cerebro o había venido de
fuera? ¿Había estado dos meses en camino desde la
profundidad de la fosa, buscándolo? ¿Buscándolo
hasta encontrarlo esta noche, cuando comenzaba una
vez más a ejecutar el canto que lo dejaba a merced de
África? Ningún policía, ningún detective, ningún
médico ni hombre de ciencia podría decirlo
jamás. ¿Vino de dentro o de fuera? Todo lo que dijo
Judy fue:
—¡Quédense a mi lado, muchachos...! Bien cerca;
tengo miedo de las sombras...

PAPÁ BENJAMIN
William Irish
Trad. V. Canoura y H. Maniglia
Amanecer Vudú. Valdemar Antologías 3

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