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IX Bienal de Cuento Pablo Palacio Pablo Palacio como premio: apuntes sobre la declasificación literaria

Pablo Palacio como premio:


apuntes sobre la declasificación literaria

Por: Alvaro Alemán

Dice Saul Kripke en su texto Naming and Necessity (nominación y necesidad), que el
significado de un nombre (propio o natural) nunca puede reducirse a un conjunto de
propiedades descriptivas que caracterizan el objeto que denota. El nombre siempre sirve
como un “designador rígido” que se refiere al mismo objeto aun si se demuestra que todas
las características que contiene son falsas. En otras palabras, no existe ninguna propiedad
positiva en el nombre sino que este establece, por medio del acto mismo de enunciación,
una nueva relación intersubjetiva entre emisor y receptor. La historia del nombre Pablo
Palacio es así precisamente una historia de enunciaciones diversas, hechas desde distintos
lugares y momentos en nuestra historia cultural, con el objetivo de designar ciertos proteicos
contenidos entre los que surgen entrelazados, los términos “literatura” y “modernidad”.

Mi propósito en lo que sigue será explorar algunos de los contextos de enunciación del
nombre Pablo Palacio para, posteriormente, ocuparme con brevedad de dos conceptos
(el premio, la clase) que , hoy por hoy, orbitan a su alrededor con alguna insistencia. Estos
apuntes no aspiran sino a descolocar un cierto triunfalismo, manifiesto en torno de Pablo
Palacio y de su legado, que ponen en riesgo a este último. Y el mayor riesgo en torno a
Palaio es su canonización, que no quede duda.
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La asociación entre Pablo Palacio y la vanguardia artística de los años 20 es hoy en día,
ineludible. La mayor y mejor parte de los trabajos de María del Carmen Fernández y de
Wilfrido H Corral lo confirman. Palacio ha sido reivindicado como un pensador y escritor
experimental plenamente inserto dentro del torrente histórico de la vanguardia (tanto en
su dimensión estética como política), Palacio ha sido inscrito/descrito como un literato al
día. Esta sincronía con el pulso de la literatura mundial, esta circunstancia que ha llevado
a que algunos lo llamen el Kafka o el Pirandello ecuatoriano, intersecta con una supuesta
modernidad, definida como la suma de anticonvencionalismo, extravagancia y urbanidad
(en un sentido topológico). La historiografía literaria ecuatoriana, con la leve aunque
poderosa excepción de BC (y de reseñas favorables de Palacio en publicaciones de su
momento a nivel local), tal como lo ha dejado en firme el estupendo trabajo bibliográfico
de María del Carmen Fernández en su El realismo abierto de Pablo Palacio, tuvo poca
paciencia con este lojano, opacado por el advenimiento y posterior éxito continental del
llamado “realismo social”. La versión oficial de Palacio, así, por lo menos hasta los años
60 del siglo pasado, fue la historia de una anomalía, de una excepción (Así lo confirma la
publicación de la primera versión de sus Obras Completas, por ejemplo). A partir de los 70 se
experimenta una resurrección del escritor lojano, un “redescubrimiento” de su orientación
“visionaria”, una creciente conciencia de su carácter como adelantado y precursor de la
literatura “urbana”. Esta tendencia se extiende hasta el presente. Los trabajos académicos
de los años noventa cimentan esta percepción elogiosa, la reedición de sus obras se
intensifica, su nombre se convierte en sinónimo de acierto literario, de reivindicación de la
ironía, de un esteticismo crítico de la realidad circundante.

La inversión de las posturas de la crítica literaria y cultural , de una valoración francamente


hostil (pienso por ejemplo en Edmundo Ribadeneira) hacia una postura casi hagiográfica
es asombrosa. Un clásico ejemplo de lo que Thomas Kuhn, en otro contexto (el de las
revoluciones científicas) llamó un “cambio de paradigma”. Por supuesto que no todo fue
confluencia y ahí está como ejemplo el estupendo estudio de Agustín Cueva “En pos de
la historicidad perdida” en el que se combate el triunfalismo que despierta la obra de
Pablo Palacio en los 70 y que se ensaña, ahora, como versión negativa del lojano, con
la obra de Jorge Icaza. Estos dos nombres, cuyo centenario de nacimiento acabamos
de celebrar, se yerguen así como antípodas paradigmáticas de la literatura ecuatoriana
contemporánea a la mirada de Agustin Cueva1.

Las razones para este “cambio climático” en la historiografía literaria nacional son múltiples,
y diversas. Sólo anotaré aquí algunas de ellas: El crecimiento vertiginoso de los dos centros
urbanos más grandes del Ecuador: Quito y Guayaquil, junto con el desplazamiento y
reconfiguración demográfico que esto implica, el “boom” petrolero y la consiguiente
ampliación de las capas medias; ya en el plano más específicamente literario los primeros

1 La distancia que va de Icaza a Palacio, si bien en nuestra historiografía los sitúa en las
antípodas de la literatura ecuatoriana moderna, en la práctica; es decir en los pormenores de
sus obras respectivas, más que una divergencia estricta representa un continuum. Estudios re-
cientes advierten tanto sobre el “realismo abierto” de Palacio como del “vanguardismo” de
Icaza. Cfr. María del Carmen Fernández y Alvaro Alemán, respectivamente.
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efectos de ese otro “boom”, el de la literatura latinoamericana junto con su marcada


afición experimentalista a nivel formal, el crecimiento acelerado de los medios de
comunicación de masas y la creciente dependencia que estos crean en sistemas de ficción,
el desplazamiento de la lucha política hacia los centros urbanos, la fragmentación en alza
de la percepción en las sociedades modernas, la partición continua de frentes políticos en
células especializadas, la “popularización” en alza de la disidencia y la contracultura, las
rencillas literarias locales y regionales de rigor ,etc.

Pero lejos de querer justificar la “recuperación” de Pablo Palacio como un proceso


“natural” de “justicia” ante una omisión imperdonable quisiera en su lugar, meditar sobre
el capricho histórico y la inconfiabilidad estructural de todo proceso de canonización.
Quisiera aclarar: no es que la obra de Pablo Palacio o sus contribuciones a nuestra literatura
me parezcan deleznables; al contrario, Palacio me parece un autor excepcional, mi interés
reside en señalar que existe un abismo entre su obra/nombre y su significado social y que
el sistema que hoy lo erige en héroe cultural lo hace por móviles y razones profundamente
ambivalentes.

Tomemos otro ejemplo: uno que espero sea bien conocido por un público ecuatoriano
aficionado a la literatura y que—además, a mi criterio, establece un antecedente y solución
de continuidad con la obra de Palacio. Me refiero a aquel grupo de poetas que escribieron
y publicaron sus obras más importantes antes y durante los ahora míticos años veinte:
la llamada por Raúl Andrade, “generación decapitada”. Ernesto Noboa y Caamaño,
Medardo Angel Silva, Arturo Borja y Humberto Fierro. Este, no sé si llamarlo “colectivo”
, al igual que Pablo Palacio, emitió una obra crítica de su momento histórico, escribió
a contracorriente de los “valores” social y estéticamente establecidos, repudió el poder
constituido e hizo una salida rápida del panorama de las letras del Ecuador. Ciertamente
que el tono elegíaco y nostálgico de estos poetas contrasta con la sátira y agresividad
que marca el lugar de la escritura de Palacio y cierto es que el registro poético opera
de manera distinta al de la narrativa; pero el hecho es que nuestra historiografía literaria
repudió a estos autores, precisamente por las mismas razones por las cuales juzgó deficiente
a la escritura de Palacio: por no ocuparse de la realidad nacional, por trabajar dentro de
una clave estética generada en el otro lado del atlántico, por su extravagancia, por su
excentricidad, por su predilección por la fantasía, por su presunción de que la rebeldía
individual a nivel de estilo constituye un mecanismo de expresión política viable, por su
defensa resoluta de una opción minoritaria ante la arrolladora fuerza de la mayoría. . .

Palacio resulta así, lejos de un “iluminado” que afirmó su opción en el medio de la nada,
lejos de emerger formado, como Minerva de la cabeza de Zeus, un continuador de la
opción “maldita”, crítica de la modernidad decimonónica que Baudelaire ya había
ensayado en su sugerente y valioso texto El pintor de la vida moderna.

Ahora, cuál ha sido la suerte posterior de los “decapitados” de los que se olvida siempre
selectivamente, mientras se conserva la famosa figura del lenguaje, que si bien fueron
descabezados, alguien se ocupó de esa labor sangrienta (el suicidio no suele ser nunca

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tan gráfico, menos aún para los supuestos estetas consumados que se dice fueron). Lo
que observamos es una suerte de revanchismo socio cultural en marcha en nuestras letras,
una vez que las élites son despojadas del control del aparato cultural, se trata de borrar
toda marca de valor de sus trabajos, se trata de descalificarlos por su orientación socio
política olvidando o mejor, desconociendo, la proliferación insondable de significación en
toda obra. Es así que los textos de los “decapitados”, o buena parte de ellos por lo menos,
adquieren una segunda vida como portadores de la nostalgia nacional en su dimensión
más plena, en la medida en que se reconfiguran musicalmente en obras, que más que
ninguna otra en la historia de nuestra literatura, resuenan, definitivamente, a todo lo largo
y ancho del territorio y ahora, del mundo, en la forma de pasillos.

Resulta entonces que el privilegio contemporáneo que se confiere a Palacio como


literato es el resultado de un proceso selectivo de memoria, de un proceso, que es a su
vez aglutinante y excluyente2, ¿cuántas obras, textos, formas y sugerencias se rechazan
ahora, a nombre de Palacio? ¿Cuántas se esfuerzan inútilmente por recoger un estilo, un
mecanismo, una forma que no puede sentirse en plenitud salvo en un esfuerzo gigantesco
de recuperación de su especificidad histórica? Lo cual no quiere decir que no podemos
recibir de él un legado y a mi criterio ese legado es el del rechazo a su condición de
clásico. Un clásico es muchas cosas a la vez: un criterio de clasificación fijo o firme, un
molde, que es precisamente aquello a lo que su experimentalismo se oponía; un intento de
volver normativa una experiencia y a la vez es una sentencia de muerte, la proclamación
definitiva de un texto que renuncia al diálogo. Por último, un clásico es un secreto, una
información privilegiada, puesta en bóveda y confiada al cuidado de especialistas. Si
algo debería ser para nosotros el legado de Palacio, es un pedido en firme de declasificar
esos documentos, de volver a ponerlos en manos de lectores y lectoras. Si hay algo que
debemos negar es la conversión de Palacio en su propio apellido. Como decía el viejo
trabalenguas: “El rey de Constantinopla debe desconstantinopolizar su país”, debemos
así, volver a Palacio menos Palaciego, volcarlo al vértigo y desconcierto del presente,
recoger en él las historias del presente, entre las que están aquellas de esta colección que
lleva su nombre.

Si la labor invariable de un crítico literario es trazar linajes, me vería forzado a decir que,
entre los textos que forman parte de esta colección se podría tirar una línea directa que
pasa por los decapitados y por Palacio hasta este punto de llegada, que es a su vez un
punto de partida. Se trata de algo que en otro lugar, y en otras circunstancias, he dado
por llamar, en tono jocoso “el re aniñamiento de la literatura ecuatoriana”. La presunción
de la literatura en el Ecuador de hoy como un discurso privilegiado, entre privilegiados.
Digo “re” porque la literatura del Ecuador fue eso en el pasado y tuvo durante un largo
tiempo la aspiración, si bien no los medios o los recursos o la voluntad para democratizar
esa práctica. Este reconocimiento de una circunstancia real, junto con el sentido histórico
de un pasado turbio de exclusiones y rencillas y del legado que heredamos espero, es mi
más grande esperanza, contribuyan al entendimiento de la inmensa responsabilidad de

2 Palacio elude la clasificación rigurosa es, al decir de Ricardo Piglia sobre Roberto Arlt, un
autor con el que tiene mucho en común, “demasiado excéntrico para los esquemas del realismo
social y demasiado realista para los cánones del esteticismo”. Piglia, Ricardo. Crítica y Ficción.
Buenos Aires: Seix Barral, 1986.
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recibir un premio; es decir, un re-conocimiento público de los deberes y sí, también los
derechos, de asociarse con el nombre Pablo Palacio.

Adendum: el legado de Pablo Palacio en los tres cuentos ganadores:

Otro efecto secundario de la crítica literaria: la inclinación a ver todo en todo. En esta
ocasión me preguntaba por el espectro de Palacio en tres de los textos, ¿cómo emerge o
late, o se oculta en estos discursos sobre los que su nombre proyecta, como en el título de uno
de sus cuentos, una “luz lateral”?. En “Miedo a U2” de XXXXX, una de sus encarnaciones es
la de un personaje llamado “el cojo”. La deformación física alude al mítico cráneo abierto
en perpetuidad de Palacio, supuestamente adquirido cuando como infante cayó sobre
las aguas del río xxxx en su nativa Loja. El cojo de este relato es un proveedor de sueños, es
un personaje que “consigue la mezcla precisa”, que hace preparados “que te darán todo
el coraje que necesitas”. También se lo describe como “alquimista de la psicodelia”, “los
que necesitan el impulso de la ola” –dice XXX—“van donde él y llegan salvos a la arena”.
¿Cómo no ver en esta cifra, en este vehículo, mitad hombre, mitad puente una marca de
Pablo Palacio, una seña firme de un nombre que, en la figura del surfista, o de la tabla de
surf, conduce certeramente al aspirante hacia las playas de la creación?

En “Anabel Muñoz Zúñiga (1972-2003)”, Jorge Izquierdo le otorga un inmenso sitio en su


texto, precisamente a una “causa ausente”, una presencia gravitante y hasta definitoria
en la vida del talento fugaz rockero de su protagonista: se trata de un hijo muerto. Anabel
hasta sale al escenario con un portador de bebés atado a su torso, junto con un muñeco
y hace de ese elemento un signo portentoso de su precaria relación con la vida. El relato
se construye a partir de saltos múltiples entre los testimonios de quienes la conocieron en
vida y que ahora, la resucitan a partir de sus memorias. ¿No podemos ver en la figura de
“alguien que nunca fue”, en palabras del propio Izquierdo, los indicios de un “nunca fue”;
es decir, de la ficción, de alguien? ¿Más concretamente de Pablo Palacio? La figura del
puente vuelve a irrumpir en este cuento: “En el centro de la cancha del estadio, sobre
una plataforma decorada con un forro como de aluminio brillante, estaba parado un
hombrecito diminuto, puesto terno blanco y con el pelo blanco. . .´Soy un puente´, decía el
hombrecito Yeyei ni sé cuántos. ´Soy un puente, cruzadme´”. Este cuento conmemorativo
de la vida de una mujer desaparecida sin duda remueve, recoloca, un marco interpretativo
que conjura ausencia, memoria y deuda y los pone en nuestro camino de lectores y
lectoras.

Por último, en “Pórticos” de XXXXX, la marca de Palacio se manifiesta en el título del texto
mismo. Palacio como portal, como vía, como camino. Dice XXXX en un momento de su
texto, cuando Lázaro (otro nombre cargado de significación en esta tarea asociativa), el
guardián del Pórtico, conduce a Rigaux, quien lo acecha, hacia un sótano:

--Ahí está—dijo Lázaro, señalando algo con el dedo.

Rigaux sólo percibió el mohoso olor de humedad de aquel cuarto vacío. Lázaro
avanzó unos pasos más y trazó un signo en el aire. Luego retrocedió, pronunció algo

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en voz baja y lanzó una piedrita. La piedra se esfumó de súbito”

¿Ese nombre pronunciado en voz baja, no es, no puede ser, el de Pablo Palacio? No es
este un nombre para conjurar, para evocar, para trazar signos e impulsos electrónicos
en una distante pantalla? ¿No es el gesto de lanzar la piedra, el acto mismo de la
literatura?

Y la literatura es una forma de comunidad. Otro de los vasos comunicantes entre estos
tres textos es el humo. En dos de ellos, “Miedo a U2” y “Pórticos”, el fumar es un acto
profundamente comunicativo, una especie de comunión, en el tercero, “Anabel Muñoz
Zuñiga”, el espacio comunitario se extiende a través de un mundo nocturno, alternativo,
carnavalesco en donde, sin decirlo expresamente, el humo como señal de humanidad
compartida recubre las viñetas narradas. “Ereamos siete, cada cual chupaba largo
una vez y lo pasaba por la izquierda, rito es rito, mientras los temas variados se exponían
libremente comentándoselos igual si se conocía o no lo por menores quke los generaron.
. .” dice XXX en uno de los textos galardonados.

Cerremos entonces así: en estos cuentos, Palacio vuelve, al igual que lo hace a través
de las portadas sensacionalistas del Extra, que una vez alojó el texto completo de “Un
hombre muerto a puntapiés”, vuelve a través de los puntapiés de su homónimo en el
fútbol profesional, Pablo Palacios, jugador del papá Aucas, líder del campeonato de
la segunda división del fútbol ecuatoriano, vuelve a través de su potenciación cúbica
(“Palacio al Palacio”) cuando uno de sus parientes, el exmandatario A Palacio sentó
residencia en Carondelet, vuelve a través de puentes místicos, tablas de surf, niños
nonatos y humo, vuelve, hoy día también a través de los textos ganadores del concurso
de cuento Pablo Palacio.

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Obras Citadas

Corral, Wilfrido H. “La recepción canónica de Palacio como problema de la modernidad


y la historiografía literaria hispanoamericana”, sobretiro de Nueva Revista de Filología
Hispánica, t. XXXV, Núm. 2, México: Centro de Estudios Linguísticos y Literarios, El Colegio
de México, 1987

Cueva, Agustín. Literatura y conciencia histórica en América latina. Quito: Planeta, 1993.
Una primera versión apareció en Lecturas y rupturas. Quito: Planeta, 1986. Una versión
en línea se puede consultar en el blog Buseta de papel en http://grupobusetadepapel.
blogspot.com/2006_11_01_archive.html

Fernández, María del Carmen. El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de


los treinta. Quito: LibriMundi, 1991.

Kripke, Saul. Naming and Necessity. Cambridge, Massachussets: Harvard University Press,
1972 .

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