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Yo - el psicoanálisis

Jacques Derrida
NOTA RELACIONADA
Derrida: La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas
LECTURA RECOMENDADA
Los fines del hombre (pdf 477K)

Acerca de Jacques Derrida (1930)

Filósofo francés, cuyo trabajo originó la escuela de


deconstrucción, una estrategia de análisis que ha sido
aplicada a literatura, lingüística, filosofía, jurisprudencia y
arquitectura. En 1967, publicó tres libros: Speech and
Phenomena (1), Of Grammatology (2), y Writing and Difference (3), que han
introducido el punto de vista deconstructivista en la lectura de textos. Derrida ha
resistido ser clasificado, y sus últimos trabajos continúan redefiniendo su
pensamiento.

Nació en El-Biar, Argelia. En 1952 comenzó su estudio de filosofía en la


Escuela Normal Superior de París, donde más tarde enseño desde 1965 a
1984. Desde 1960 a 1964, Derrida enseñó en la Sorbona, en París. Desde los
comienzos de 1970 ha dividido mucho de su tiempo entre París y Estados
Unidos, donde ha enseñado en universidades tales como Johns Hopkins, Yale,
y la Universidad de California, en Irvine. Otros trabajos suyos incluyen Glas
(1974) (4) y The Post Card (1980) (5).

La obra de Derrida se centra en el lenguaje. Sostiene que el modo metafísico o tradicional de lectura produce un
sinnúmero de falsas suposiciones sobre la naturaleza de los textos. Un lector tradicional cree que el lenguaje es
capaz de expresar ideas sin cambiarlas, que en la jerarquía del lenguaje escribir es secundario a hablar, y que el
autor de un texto es la fuente de su sentido. El estilo deconstructivista de lectura de Derrida subvierte estas
presunciones y desafía la idea de que un texto tiene un significado incambiable y unificado. La cultura occidental ha
tendido a asumir que el habla es una vía clara y directa para comunicar. Derrida cuestiona esta presunción en
psicoanálisis y lingüística. Como resultado, las intenciones de los autores en el discurso no pueden ser
incondicionalmente aceptadas. Esto multiplica el número de interpretaciones legítimas de un texto.

La deconstrucción muestra los múltiples estratos de sentido en que trabaja el lenguaje. Deconstruyendo las
obras de anteriores pensadores, Derrida intenta mostrar que el lenguaje está mudando constantemente. Aunque el
pensamiento de Derrida es considerado a veces por los críticos como destructivo de la filosofía, la deconstrucción
puede ser mejor entendida como la muestra de ineludibles tensiones entre los ideales de claridad y coherencia que
gobiernan la filosofía, y los inevitables defectos que acompañan su producción.

(1) La voz y el fenómeno. Traducción


de P.Peñalver. Valencia, Pre-Textos,
1985.

(2) De la gramatología. Traducción de


O. del Barco y C.Ceretti, Buenos
Aires, Siglo XXI, 1971.

(3) La escritura y la diferencia.


Traducción de P.Peñalver, Barcelona,
Anthropos, 1989.

(4) Glas (extractos). Traducción de C.


De Peretti y L. Ferrero, Anthropos –
Revista de Documentación Científica
de la Cultura, Barcelona,
Suplementos 32, Mayo 1992.

(5) La tarjeta postal. De Freud a


Lacan y más allá. Traducción de
T.Segovia, México, Siglo XXI, 1986
(no incluye la primera parte: Envois).

JACQUES DERRIDA

Nota: lo siguiente ha sido extraído de


Fifty Key Contemporary Thinkers,
John Lechte, Routledge, 1994.
Jacques Derrida And 'Philosophy's Future' - In 1963, Derrida published
one of his more important essays - "Violence and Metaphysics," a
Recientemente, Jacques Derrida
critique of the thought of Lithuanian-French philosopher Emmanuel
ha agregado otro margen a su trabajo
Lévinas (1906-1995) ... the piece is lengthy and often dense, repeatedly
con un libro sobre Marx. Su filosofía
demonstrating the enveloping, equivocal nature of both "Hebraism and
deconstructivista, ha dicho, nunca ha
Hellenism" in terms of cultural influence - at least one theme is the
sido antimarxista en ningún sentido
cultural role of philosophy - its 'future' ... the video clip reads from the
puro. De este modo, ahora muchos
essay's opening paragraph:
están esperando, quizás
equivocadamente, una anticipación de
"That philosophy died yesterday, since Hegel or Marx, Nietzsche, or
si hay realmente un elemento político
Heidegger—and philosophy should still wander toward the meaning of
en la gramatología de Derrida. its death—or that it has always lived knowing itself to be dying... that
philosophy died one day, within history, or that it has always fed on its
Hijo de una familia argelina judía, own agony, on the violent way it opens history by opposing itself to
Jaques Derrida nació en 1930 en nonphilosophy, which is its past and its concern, its death and
Argelia y llegó a Francia en 1959. wellspring; that beyond the death, or dying nature, of philosophy,
Educado en al Escuela Normal perhaps even because of it, thought still has a future, or even, as is said
Superior (calle d’Ulm) en París, today, is still entirely to come because of what philosophy has held in
Derrida llamó la primero la atención store; or, more strangely still, that the future itself has a future—all these
de un amplio público a fines de 1965 are unanswerable questions. By right of birth, and for one time at least,
cuando publicó dos largos artículos de these are problems put to philosophy as problems philosophy cannot
reseñas de libros en historia y resolve."
naturaleza de la escritura, en el diario
parisino Critique. Estos dos trabajos Derrida's later 'ethical' thought gave reassurance that 'the future itself
formaron las bases del más has a future' ...
importante y posiblemente mejor
conocido libro: Of Grammatology (1). ("Violence and Metaphysics" can be found in "Writing and Difference" -
one of Derrida's earliest and key collection of essays)
Un número importante de
tendencias subyacen en el punto de vista de Derrida en filosofía y, más específicamente, en la tradición occidental de
pensamiento. Ellas son, primero, una preocupación por reflejar arriba y abajo la dependencia de esta tradición de la
lógica de identidad. Esta lógica de identidad deriva particularmente de Aristóteles y, en palabras de Bertrand Russell,
comprende las siguientes características claves:

1. La Ley de Identidad: ‘Lo que es, es’.


2. La Ley de Contradicción: ‘Nada puede a la vez ser y no ser’.

3. La Ley del Tercero Excluido: ‘Todo debe ser o no ser’.

Estas ‘leyes’ de pensamiento presuponen no sólo coherencia lógica, sino que también aluden a algo igualmente
profundo y característico de la tradición en cuestión, a saber: que hay una realidad esencial –un origen- al que estas
leyes se refieren. Para sostener la coherencia lógica, este origen debe ser ‘simple’ (por ejemplo, libre de
contradicción), homogéneo (de la misma substancia u orden), presente a, o de lo mismo como sí mismo (por ejemplo,
separado y distinto de cualquier mediación, consciente de sí mismo sin ningún espacio entre el origen y la
consciencia). Claramente, estas ‘leyes’ implican la exclusión de determinadas características, a saber: complejidad,
mediación, y diferencia –brevemente, características que evocan ‘impurezas’ o complejidad. Este proceso de
exclusión toma lugar en un nivel metafísico y general en el que, además, un sistema completo de conceptos
(sensible-inteligible; ideal-real; interno-externo; ficción-verdad; naturaleza-cultura; habla-escritura; actividad-pasividad;
etc.) que gobiernan la operación del pensamiento en Occidente, llega a estar instituido.

A través del punto de vista llamado ‘deconstrucción’ Derrida ha comenzado una investigación fundamental en la
naturaleza de la tradición metafísica occidental y sus bases en la ley de identidad. Superficialmente, los resultados de
esta investigación parecen revelar una tradición perforada por paradojas y aporías lógicas, tal como la que sigue, en
la filosofía de Rousseau.

Rousseau argumenta en un momento que la sola voz de la naturaleza debería ser escuchada. Esta naturaleza
es idéntica a sí misma, una plenitud a la cual nada puede ser añadido o substraído. Pero él también llama nuestra
atención sobre el hecho de que la naturaleza en verdad está alguna veces carenciada –como cuando una madre no
puede producir suficiente leche en sus pechos para la criatura. La carencia no llega a ser vista como común en la
naturaleza, si ésa no es una de sus más significativas características. De este modo, Derrida muestra, de acuerdo a
Rosseau, que la naturaleza autosuficiente también está desprovista. La falta, en realidad, pone en peligro la
autosuficiencia de la naturaleza, esto es su identidad o, como Derrida prefiere, su autopresencia. La autosuficiencia
de la naturaleza puede ser mantenida solamente si la carencia es suplida. Sin embargo, en resguardo de la lógica de
identidad, si la naturaleza requiere un elemento supletorio tampoco puede ser autosuficiente (idéntica consigo
misma), porque autosuficiencia y necesidad son opuestos: una u otra pueden ser las bases de una identidad pero no
ambas, para que la contradicción sea evitada. Este ejemplo no es ninguna excepción. La impureza de esta identidad,
o el debilitamiento de su autopresencia, es un hecho ineludible. Pero, más ampliamente, cada origen aparentemente
‘simple’ tiene, como su íntima condición de posibilidad, un no-origen. Los seres humanos requieren la mediación de la
consciencia, o el espejo del lenguaje, para conocerse a sí mismos y al mundo; pero esta mediación o espejo (estas
impurezas) tiene que estar excluida del proceso de conocimiento; hace posible el conocimiento, aunque no está
incluida en el proceso de conocimiento. O, si lo están, como en la filosofía de los fenomenólogos, ellas mismas
(consciencia, subjetividad, lenguaje) devienen equivalentes a una suerte de presencia autoidéntica.

El proceso de ‘deconstrucción’ que investiga los fundamentos del pensamiento occidental, no lo hace en la
esperanza de que será capaz de remover estas paradojas o estas contradicciones; ni lo hace en la pretensión de ser
capaz de escapar a las exigencias de su tradición ni establecer un sistema de su propia narrativa. Más bien, reconoce
que está forzado a usar los mismos conceptos que ve como insostenibles, en los términos de la demanda que
realizan. Brevemente, también debe (al menos, provisionalmente) sostener estas demandas.

El ímpetu de la deconstrucción no es simplemente que muestra, filosóficamente, que las ‘leyes’ de pensamiento
se hallan defectuosas. Más bien, la tendencia evidente en la oeuvre de Derrida es un interés de penetrar efectos,
abrir el terreno filosófico para que pueda continuar siendo el sitio de creatividad e invención. La noción de diferencia o
différance, lleva tal vez a la segunda tendencia más claramente discernible en la obra de Derrida –una íntimamente
alineada con el deseo de mantener la creatividad de la filosofía.

Différance es el término acuñado por Derrida en 1968, a la luz de sus investigaciones en la teoría saussureana y
estructuralista del lenguaje. Mientras Saussure había sufrido grandes dolores al mostrar que el lenguaje en su forma
más general podía ser entendido como un sistema de diferencias, ‘sin términos positivos’, Derrida notó que las totales
implicaciones de esa concepción no fueron apreciadas ni por los estructuralistas de días posteriores ni por el mismo
Saussure. Diferencia en términos positivos implica que esta dimensión en lenguaje debe permanecer siempre
imperceptible, estrictamente hablando es inconceptualizable. Con Derrida, la diferencia deviene en lo que queda
fuera del alcance del pensamiento metafísico occidental, porque es la última condición de posibilidad. Por supuesto,
en la vida cotidiana la gente habla más fácilmente sobre diferencia y diferencias. Decimos, por ejemplo, que ‘x’ (que
tiene una cualidad específica) es diferente de ‘y’ (que tiene otra cualidad específica), y usualmente significamos que
es posible enumerar las cualidades que producen esta diferencia. Esto, sin embargo, es dar a la diferencia términos
positivos –implicando que puede haber una forma fenoménica-, de modo que ello no puede ser la diferencia
anunciada por Saussure, la que es efectivamente inconceptualizable. La primera razón para el neologismo de Derrida
deviene en consecuencia aparente: él quiere distinguir la diferencia conceptualizable del sentido común, de una
diferencia que no es traída de regreso en el sentido de lo mismo y que, a través de un concepto, da una identidad. La
diferencia no es una identidad, ni es la diferencia entre dos identidades. Diferencia es diferencia diferida (en francés,
el mismo verbo –différer- significa tanto ‘diferenciarse’ como ‘diferir’). Différance nos alerta sobre una serie de
términos que son prominentes en la obra de Derrida, cuya estructura es inexorablemente doble: fármaco (tanto
veneno como antídoto); suplemento (tanto lo sobrante como adición necesaria); hymen (tanto interior como exterior).

Otra justificación para el neologismo de Derrida también deriva de la teoría del lenguaje de Saussure. La
escritura, había dicho Saussure, es secundaria con respecto al habla hablada por los miembros de una comunidad
lingüística. La escritura para Saussure es incluso una deformación del lenguaje en el sentido que él (a través de la
gramática) llega a ser una verdadera representación; mientras que, en realidad, reclamó Saussure, la esencia del
lenguaje está contenida únicamente en el discurso viviente, el que está cambiando siempre. Derrida interroga esta
distinción. Y como distinto, él observa que tanto Saussure como los estructuralistas (cf. Lévi-Strauss) operan con una
noción coloquial de escritura, una que intenta evacuar todas las complejidades. Por lo tanto, la escritura presupone
ser puramente gráfica, quizás una ayuda para la memoria, pero secundaria para el habla; está considerada por ser
fundamentalmente fonética, y representa así los sonidos del lenguaje. El habla, por su parte, supone estar más
cercana al pensamiento, y en consecuencia a las emociones, ideas e intenciones del hablante. El habla, como lo
primario y más original, contrasta entonces con lo secundario, el estatuto representado por la escritura. Derrida, el
gramatólogo (teórico de la escritura), intenta mostrar que esta distinción es insostenible. El propio término différance,
por ejemplo, tienen un elemento irreductiblemente gráfico que no puede ser detectado en el nivel de la voz. Además,
la pretensión de que la escritura fonética es enteramente fonética, o que el habla es completamente audible, se torna
sospechosa tan pronto como la naturaleza exclusivamente gráfica de la puntuación deviene aparente, junto con los
silencios (espacios) impresentables del habla.

De un modo u otro, la ouevre de Derrida es una exploración de la naturaleza de la escritura en el más amplio
sentido como différance. La dimensión de la escritura, que siempre incluye elementos pictográficos, ideográficos y
fonéticos, no es idéntica consigo misma. La escritura, entonces, siempre es impura, y como tal desafía la noción de
identidad, y, finalmente, la noción del origen como ‘simple’. No es ni totalmente presente ni ausente, sino que es la
huella resultante de su propia borradura en el viaje hacia la transparencia. Más que esto, la escritura es, en un
sentido, más ‘original’ que las formas fenoménicas que supuestamente evoca. La escritura como huella, marca,
grafema, deviene en la precondición de todas las formas fenoménicas. Este es el sentido implícito en el capítulo de
Of Grammatology titulado “El fin del libro y el comienzo de la escritura’. La escritura en el sentido más estricto,
muestra ese capítulo, es virtual, no fenoménica; no es lo que está producido sino lo que hace posible la producción.
Evoca todo el campo de la cibernética, la matemáticas teórica y la teoría de la información.

Estas reflexiones sobre temas de literatura, arte y psicoanálisis, al igual que de la historia de la filosofía, parten
de la estrategia de Derrida de hacer visible la ‘impureza’ de la escritura (y de cualquier identidad). Es decir, Derrida
demuestra frecuentemente que él está intentando confirmar filosóficamente, empleando estrategias retóricas, gráficas
y poéticas (como por ejemplo en Glas (2), o The post card: from Socrates to Freud and beyond), de modo que el
lector pueda estar alertado sobre el desdibujarse de las fronteras entre disciplinas (tales como filosofía y literatura), y
tema-materia (tales como escritura/filosofía y autobiografía). En la primera presentación de différance, ofrecida en la
Sorbona en 1968, un astuto oyente remarcó, aunque con algún pesar, que ‘En su obra, la expresión es tan importante
que la atención del oyente está constantemente dividida y dirigida, por una parte, a su modo de hablar, y por la otra a
lo que usted quiere decir’.

Derrida respondió diciendo: ‘Trato de colocarme a mí mismo en un cierto punto en el que ... la cosa significada
ya no es fácilmente separable de quien significa’.

La demostración de que es imposible separar rigurosamente la dimensión poética y retórica del texto (en el nivel
de quien significa) del ‘contenido’, mensaje o significado (el nivel de lo significado) es la maniobra más necesaria y
aún controversial en todo el emprendimiento derrideano. Mientras un significativo número de críticos literarios
norteamericanos parecen haber sido profundamente enamorados por esta estrategia, uno puede realmente dudar
sobre la dimensión en la cual esa estrategia pueda estar bajo el control (consciente) del filósofo. Si los límites de
disciplinas y géneros son convenciones con historias bien específicas –esto es, por implicación, si ellos están
ubicados solamente en las bases de una clase de confianza- deviene posible subvertirlas. Lo que entonces está
siendo subvertido es en realidad un principio de trabajo sumamente frágil, y no una verdad de alguna clase,
profundamente atrincherada y esencial. Con la obra de Laclau (quien ha sido inspirado por Derrida) en teoría política,
es exactamente esta fragilidad de identidad la que es vista como hacedora de un nuevo estímulo a los políticos.
Porque las identidades son construidas y no esenciales, son inevitablemente frágiles, pero sin embargo no menos
importantes. Desde otro ángulo, la obra de Derrida abre una nueva creatividad, un sentido en el cual el interés por la
escritura como gramatología tiene efectos prácticos. Aquí, observamos que Derrida muestra que los principios
eternos, metafísicos, tienen una base extremadamente frágil y finalmente ambigua. Lo que es correcto y
‘propio’ (como el nombre propio) porque tiene una identidad determinada, origina finalmente una deconstrucción de
‘propio’ (por ejemplo, un nombre no tiene simplemente a un objeto o persona simple, ‘real’ o fenoménica; porque eso
también tiene una dimensión retórica, que el juego de retruécanos hace posible). Cuando a un nombre propio se lo
muestra in-a-propiado, emerge la escritura en el sentido de Derrida. El nombre del poeta francés, F. Ponge (el cual,
en un bien conocido ensayo, Derrida transforma en éponge –esponja-), da una fuente admirable de escritura creativa,
filosófica y crítica. En inglés, uno necesita tan sólo pensar en Wordsworth y en el ‘regocijo’ en Joyce, para comenzar
toda una serie de asociaciones ‘impropias’. A través del retruécano, anagrama, etimología, o un sinnúmero de
características diacríticas (recordemos el ‘regocijo’ en Joyce), un nombre propio puede estar enlazado a uno o más
sistemas diferentes de conceptos, ideas o palabras (incluyendo aquéllas de otros idiomas). Derrida en verdad
también ha unido el nombre propio a variadas series de imágenes y sonidos, de modo que, desde cierto punto de
vista, el texto de referencia parece tener una relación muy tangencial al texto crítico (ver el tratamiento de la obra de
Jean Genet en Glas, o el ensayo Signéponge ‘sobre’ la obra de Francis Ponge). Realmente, mientras el crítico
literario tradicional podía tender a buscar la verdad (fuera semántica, poética, o ideológica) del texto literario escrito
por otro, y luego adoptar una actitud respetuosa, secundaria, ante la ‘primacía’ de ese texto, Derrida lleva el texto
‘primario’ a una fuente de nueva inspiración y creatividad. Ahora, el crítico/lector ya no interpretará únicamente (lo
cual nunca fue completamente el caso, de todos modos), sino que deviene en un/a escritor/a en su propio derecho.

Nuevamente, mientras el sentido común tiende a asumir que la iterabilidad es, más o menos, una cualidad
accidental del idioma, de modo que palabras, frases, oraciones, etc., pueden ser repetidas en contextos diferentes,
verdaderamente la íntima cualidad que Derrida considera irrevocable destaca el nivel del significador de lo
significado. Así, si el significado es referido al contexto, no hay, con respecto a la estructura profunda del lenguaje,
contexto conveniente para proporcionar pruebas de un significado final. El contexto es ilimitado, ha dicho Jonathan
Culler. El debate de Derrida con el filósofo norteamericano John R. Searl, sobre la teoría de las ‘performativas’ de J.L.
Austin, gira precisamente sobre este punto. Mientras Austin trata de producir una feliz ‘performativa’ (realizando por lo
dicho –como cuando hacemos una promesa), depende de que sea realizada en un contexto apropiado por la persona
apropiada, en tanto que una ‘performativa’ poco feliz –como cuando alguien dice ‘sí’ fuera de la ceremonia nupcial, o
cuando la persona equivocada abre una reunión- no puede ser eliminada del lenguaje. Derrida observa que esto es
así porque lo inoportuno está enraizado profundamente en la estructura de las performativas; la cualidad de
iterabilidad significa que el lenguaje, incluyendo las signaturas, puede ser tomado por cualquiera en cualquier
momento. Iterabilidad, así, impone la posibilidad de signaturas falsas.

En suma, la tarea filosófica de Derrida demanda deconstruir penetrantes eslóganes, como éstos suceden tanto
en el trabajo académico como en lenguaje de la vida diaria. El lenguaje cotidiano no es neutral; carga en su interior
presupuestos e hipótesis culturales de toda una tradición. Al mismo tiempo, la reelaboración crítica de las bases
filosóficas de la tradición en cuestión resulta, tal vez inesperadamente, en un nuevo énfasis en la autonomía
individual y la creatividad del investigador/filósofo/lector. Puede ser que este elemento antipopulista, aunque
antiplatónico, en la gramatología, sea la contribución más importante de Derrida al pensamiento de la era de
postguerra.

(1) De la gramatología. Traducción de O. Del Barco y C. Ceretti, Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.

(2) Glas (Extractos). Traducción de C. De Peretti y L. Ferrero, Anthropos. Revista de Documentación Científica de la
Cultura (Barcelona), Suplementos 32 (Mayo 1992)

Traducción: Daniel López Salort

Yo - el psicoanálisis (1)

Jacques Derrida

Traducción de Cristian de Peretti, en DERRIDA, J., Cómo no hablar y otros textos, Proyecto A, Barcelona, 1997,
pp. 70-80.
Introduzco aquí -yo- a una traducción.

Esto dice ya bastante acerca de a qué me llevarán ambas vías: a eclipsarme en el umbral a fin de facilitar la
lectura que ustedes van a hacer. Escribo en «mi» lengua pero, en el idioma de ustedes, yo debería introducir. Dicho
de otro modo, y otra vez en «mi» lengua, presentar a alguien. Alguien que, en muchos sentidos, todos ellos
singulares, no está aquí, aun cuando permanece lo suficientemente próximo y presente como para prescindir de toda
introducción.

Se presenta alguien a alguien o a varios y, por deferencia para con los anfitriones e invitado -aquellos que
reciben en su lengua y aquel que es introducido-, la cortesía más elemental exige que no nos pongamos en primer
plano. Ahora bien, uno se pone en primer plano hasta hacerse indispensable desde el momento en que se multiplican
las dificultades de traducción (una a cada paso, desde mi primera palabra) y se pone en un aprieto al intérprete del
intérprete, al que debe introducir a su vez, en su propia lengua, al introductor. Parece como si se quisiera prolongar
indefinidamente las maniobras dilatorias, distraer la atención, centrarla en uno mismo, acapararla al tiempo que se
insiste: esto es lo que me corresponde a mí, al introductor, y a mi estilo, a mi forma de hacer, de decir, de escribir, de
interpretar. ¡El desvío vale la pena, créanme, me tomo la libertad de decírselo, se lo aseguro, etc.!

A menos que, la indiscreción una vez asumida, a fin de subrayar la maniobra, yo no me retire más
eficazmente tras la lengua llamada y presunta materna, puesto que todo parece volver a ella finalmente -pese a lo
que se diga- y proceder de ella.

Ahora bien, ¿no es de esto de lo que aquí se trata? ¿Dónde aquí? Entre La corteza y el núcleo.

Pues ya he nombrado, induciéndoles de antemano a pensar en ello, aquello de lo que le oirán hablar
seguidamente a Nicolás Abraham: la presencia, el ser-ahí (fort-da) (2) o no, la pretendida presencia a sí en la auto-
presentación, todos los modos de la introducción o de la hospitalidad conferida en mí, por mí, al extranjero, la
introyección o la incorporación, todas las operaciones «dilatorias» (los «medios, por así decir convencionales,
implícitamente ofrecidos por todo el contexto cultural, a fin de permitir -salvo en caso de fijación- desvincularse mejor
de la madre maternante, al tiempo que se le muestra un apego dilatorio»); de todo esto le oirán hablar seguidamente
a Nicolás Abraham, así como de la traducción. Pues es acerca de la traducción de lo que habla simultáneamente, y
no sólo cuando utiliza la palabra, de la traducción de una lengua a otra (con palabras extranjeras), e incluso de una
lengua a sí misma (con las «mismas» palabras que cambian de pronto de sentido, que desbordan de sentido y
desbordan incluso el sentido y que, no obstante, permanecen impasibles, idénticas a sí mismas, imperturbables,
haciendo que leamos, en el nuevo código de esta traducción anasémica, lo que hubiera habido que leer en la otra
palabra, la misma, antes del psicoanálisis, esa otra lengua que utiliza las mismas palabras imponiéndoles un «cambio
semántico radical»). Al hablar simultáneamente de la traducción en todos los sentidos y más allá y más acá del
sentido, al traducir simultáneamente el viejo concepto de traducción a la lengua del psicoanálisis, Nicolás Abraham
hablará también de la lengua materna y de todo lo que se dice asimismo de la madre, del niño, del falo, de toda esa
«pseudología» que somete a tal discurso sobre el Edipo, la castración, el deseo y la ley, etc., a una «teoría infantil».

Pero si Abraham parece hablar de estas cosas archi-antiguas, no es sólo a fin de proponer una nueva
«exégesis» de las mismas, sino también a fin de descifrar o de desconstruir su sentido y de conducirlas, después, a
través de las nuevas vías de la anasemia y de la ansemántica, a un proceso de antes del sentido y de antes de la
presencia. Y también a fin de introducirnos al código que nos permitirá traducir la lengua del psicoanálisis, su nueva
lengua que altera radicalmente las palabras, las mismas palabras, las de la lengua corriente, que aún utiliza y que
traduce a aquella, a una lengua totalmente otra: luego, entre el texto traductor y el texto traducido nada parecería
haber cambiado y, sin embargo, entre ambos ya no habría más que relaciones de homonimia. Pero, como se verá, de
una homonimia incomparable a ninguna otra. Se trata, pues, de los conceptos de sentido y de traducción. Y, al
hablarnos de la lengua psicoanalítica, de su necesidad de traducirse de otro modo, Abraham proporciona la regla
para leer La corteza y el núcleo: no se entenderá nada si no se lee este texto como él mismo enseña a leer,
teniendo en cuenta la «escandalosa antisemántica», la de «los conceptos des-significados en virtud del contexto
psicoanalítico». Este texto debe descifrarse, pues, con ayuda del código que propone y que pertenece a su propia
escritura.

Ahora bien, se supone que introduzco -yo- a una traducción, la primera sin duda, al inglés, de un ensayo
mayor de Nicolás Abraham. Yo debería, pues, eclipsarme en el umbral y, para facilitar la lectura, limitar los obstáculos
de traducción correspondientes a mi escritura o al idioma de mi forma lingüística. De acuerdo. Pero ¿cómo hacer en
lo que concierne a la lengua misma?

Moi («yo-me-mí»), por ejemplo.


Se trata, como siempre ocurre con las lenguas, de la alianza de un límite con una posibilidad.

En francés, a diferencia del Ich alemán y del I inglés, moi le va como un guante al sujeto que dice je («yo»)
«moi, je dis, traduis, introduis, conduis... etc.», «yo, digo, traduzco, introduzco, conduzco... etc.») y al que se toma,
se deja o se hace tomar como si fuera un objeto (prends-moi, par exemple comme je suis, «tómame, por ejemplo
como soy», o traduis-mois, conduis-moi, introduis-moi... etc., «tradúceme, condúceme, introdúceme... etc.»). Un
guante a través del cual, incluso, yo me toco, o los dedos, como si yo estuviera a mí mismo presente en el contacto.
Pero, en francés, je-me («yo-me») puede declinarse de otro modo: por ejemplo je me souviens («yo me acuerdo»),
je me moque (« yo me burlo»), je me fais plaisir («yo me doy gusto»), etc.

La apariencia de este «como si» no es un fenómeno entre otros. «Entre el “yo” y el “me”», el capítulo así
titulado establece un «hiato», aquel que, al separar «yo» y «me», escapa a la reflexividad fenomenológica, a la
autoridad de la presencia a sí y a todo lo que ella rige. Este hiato de la no-presencia a sí condiciona el sentido que la
fenomenología convierte en su tema, pero él mismo no es ni un sentido ni una presencia. «El ámbito del
psicoanálisis, por su parte, se sitúa precisamente sobre ese terreno de impensado de la fenomenología.» Si cito esta
frase no es sólo con vistas a subrayar una etapa esencial en el trayecto del texto, el momento en el que no queda
más remedio que preguntarse: «¿cómo incluir en un discurso, cualquiera que éste sea, aquello mismo que, por ser su
condición, le escaparía por esencia?». Y justo después: «Si la no-presencia, núcleo y razón última de todo discurso,
se hace habla ¿acaso puede -o debe- hacerse entender/oír en y por la presencia a sí? De tal modo aparece la
paradójica situación inherente a la problemática psicoanalítica». La cuestión atañe, en efecto, a la traducción, a la
transposición en un discurso de su propia condición. Esto resulta ya muy difícil de pensar dado que este discurso,
que traduce así su propia condición, aún estará condicionado y fallará en esta medida tanto a su fin como a su
comienzo. Pero dicha traducción será aún más extraña: habrá de traducir a discurso aquello que «le escaparía por
esencia», a saber, un no-discurso, dicho de otro modo, algo intraducible. E impresentable. Eso impresentable que,
por medio del discurso, hay que traducir a presencia sin traicionar nada de esta estructura, Abraham lo denomina
«núcleo». ¿Por qué? Demos a la pregunta tiempo para asentarse.

Si he citado esta frase, es también para recordar que el hiato reproduce asimismo necesariamente un
intervalo, el momento de un salto en el trayecto de Nicolás Abraham mismo. De él mismo, es decir, en la relación
consigo mismo, el yo-me de su propia investigación: en primer lugar, tan lejos como era posible, una aproximación
original que compagina las cuestiones de tipo psicoanalítico y de tipo fenomenológico en un campo en el que no se
han aventurado ni los fenomenólogos ni los psicoanalistas. Todos los ensayos anteriores a 1968, fecha de La
corteza y el núcleo, conservan una huella aún muy productiva. Pienso, sobre todo, en las Reflexiones
fenomenológicas sobre las implicaciones estructurales y genéticas del psicoanálisis (1959) y en El símbolo o
el más-allá del fenómeno (1961). Todos estos textos están ahora recogidos en el volumen que lleva por título La
corteza y el núcleo (1978). En dicho volumen, aquellos rodean o envuelven el ensayo de 1968 (al que podríamos
llamar homónimo) y permitirían ver, si se adoptase una perspectiva teleológica, cómo se anuncian, desde los
primeros ensayos, todas las transformaciones por venir. Y no resultaría injustificado. Pero, hacia 1968, la necesidad
de una quiebra, espacio a la vez de juego y de articulación, marca una nueva relación del psicoanálisis con la
fenomenología, una nueva «lógica» y una nueva «estructura» de dicha relación. Éstas afectarán tanto a la idea de
sistema estructural como a los cánones de lo «lógico» en general. Tenemos un indicio explícito de ello al final del
ensayo de 1968, cuando se acaba de demostrar que los «conceptos claves del psicoanálisis» «no se pliegan a las
normas de la lógica formal: no se refieren a ningún objeto ni colección de objetos, no poseen, en sentido estricto, ni
extensión ni comprehensión».

En 1968, pues, nuevo punto de partida, nuevo programa de investigación. Pero el recorrido anterior habrá
sido indispensable. Ninguna lectura podrá prescindir, en adelante, de estas premisas.

A pesar de toda la fecundidad, a pesar del rigor del cuestionamiento fenomenológico, se impone una ruptura
y ésta es rotunda o, más bien, un extraño cambio generalizado, la conversión de una «conversión que lo trastoca
todo». Una nota del capítulo «Entre el “yo” y el “me”» sitúa el «contrasentido» de Husserl «respecto al Inconsciente».
El tipo de contrasentido es esencial y hace legible el hiato que nos interesa: Husserl entendió el Inconsciente a partir
de la experiencia, del sentido, de la presencia como «el olvido de experiencias en otro tiempo conscientes». Será
preciso pensar el Inconsciente sustrayéndolo a aquello mismo que él hace posible, a toda esa axiomática
fenomenológica del sentido y de la presencia.

La frontera, harto singular, en efecto, puesto que va a dividir dos territorios absolutamente heterogéneos,
pasa, a partir de ese momento, entre dos tipos de «conversión semántica». Aquella, que opera en el interior del
sentido para hacer que éste aparezca y conservarlo, se marca en la traducción discursiva por medio de las comillas
fenomenológicas: la misma palabra, la de la lengua corriente, una vez entrecomillada, designa el sentido intencional
puesto en evidencia por la reducción fenomenológica y por todos los procedimientos que la acompañan. La otra
conversión, aquella que el psicoanálisis opera, es absolutamente distinta de la anterior. La supone en un cierto
sentido, ya que no se la puede entender de hecho sin haber ido, de la forma más consecuente posible, hasta
el final del proyecto fenomenológico (y, desde este punto de vista también, la gestión de Nicolás Abraham me parece
de una necesidad ejemplar). Pero, inversamente, permite acceder a aquello que condiciona la fenomenalidad del
sentido desde una instancia a-semántica. El origen del sentido no es aquí un sentido originario sino pre-originario, si
cabe decir. Si cabe decir, y para decirlo, el discurso psicoanalítico, que aún utiliza las mismas palabras -las de la
lengua corriente y las de la fenomenología entrecomilladas-,las cita una vez más para decir algo totalmente otro, y
algo otro que el sentido. Es esta segunda conversión la que señalan las mayúsculas con las que los traductores
franceses han dotado a las nociones metapsicológicas; y es de nuevo un fenómeno de traducción el que sirve aquí
de indicio revelador a Abraham. Podemos reconocer la singularidad de lo que aquí se llama traducción: ella puede
operar ya en el interior de la misma lengua, en el sentido lingüístico de la identidad. En el interior del mismo sistema
lingüístico, en francés, por ejemplo, la misma palabra, por ejemplo, «placer» (plaisir), puede traducirse como a sí
misma y, sin «cambiar» verdaderamente de sentido, pasar a otra lengua, la misma en la que, no obstante, la
alteración habrá sido total, ya sea que, en la lengua fenomenológica y entre comillas, la «misma» palabra funciona de
otra manera que en la lengua «natural» aunque revele su sentido noético-noemático, ya sea que, en la lengua
psicoanalítica, dicha suspensión misma queda suspendida y que la misma palabra se encuentra traducida a un
código en donde ya no tiene sentido, en donde, haciendo, por ejemplo, posible lo que se siente como o lo que se
entiende por placer, placer no signifique ya «lo que se experimenta» (en Más allá del principio del placer, Freud
habla de un placer vivido como sufrimiento, y habrá sido preciso sacar la consecuencia rigurosa de una afirmación
que resulta tan escandalosamente insostenible para la lógica clásica, para la filosofía, para el sentido común y
también para la fenomenología). Pasar de la palabra placer en la lengua corriente al «placer» del discurso
fenomenológico y, seguidamente, al «Placer» de la teoría psicoanalítica es proceder a unas traducciones insólitas.
Por supuesto, se trata de traducciones dado que se pasa de una lengua a otra y es una cierta identidad (o no-
alteración semántica) la que efectúa dicho trayecto, la que se deja transponer o transportar. Pero ésta es la única
«analogía» con lo que se denomina corriente o fenomenológicamente «traducción». Y toda la dificultad reside en esta
«analogía», palabra que también habrá que someter a la transformación anasémica. En efecto, la «traducción» en
cuestión no pasa verdaderamente de una lengua natural a la otra: la misma palabra (placer) es la que uno reconoce
en los tres casos. No sería falso decir que se trata de un homónimo, pero el efecto de este «homónimo» no consiste
en designar, con su misma forma, sentidos diferentes. No son sentidos diferentes como tampoco son sentidos
idénticos, ni siquiera análogos, y si las tres palabras escritas de forma diferente (placer, «placer», Placer) no son
homónimos, menos aún son sinónimos. La última de dichas palabras excede el orden del sentido, de la presencia y
de la significación y «esta des-significación psicoanalítica precede a la posibilidad misma de la colisión de los
sentidos». Precesión que debe entenderse también, diré que debe incluso traducirse, según la relación de anasemia.
Ésta se retrotrae a la fuente y aún más allá, a la fuente pre-originaria y pre-semántica del sentido. La traducción
anasémica no concierne a intercambios entre significaciones, entre significantes y significados, sino a intercambios
entre el orden de la significación y aquello que, haciéndola posible, debe traducirse asimismo en la lengua de lo que
ésta hace posible, debe ser retomada en ella, reinvertida, re-interpretada. Esta necesidad es la que señalan las
mayúsculas de la metapsicología traducida al francés.

¿Qué es, pues, la anasemia? Y la «figura» que habrá parecido más «apropiada» para traducir su necesidad,
¿es una «figura»? y ¿qué es lo que legítima su «propiedad»?

Debería detenerme aquí, y dejar que, ahora, trabaje el traductor y que ustedes lean.

No obstante, quisiera añadir algo.

Introduzco aquí -yo- a una traducción y, por consiguiente, con esta sola dificultad, ya -decir moi en todas las
lenguas- introduzco al psicoanálisis en persona.

¿Cómo presentar el psicoanálisis en persona? Para ello sería preciso que el psicoanálisis pudiera, de algún
modo, presentarse a sí mismo. ¿Lo ha hecho alguna vez? ¿Ha dicho alguna vez «yo»? ¿«Yo, el psicoanálisis»?
Decir «yo» y decir «el yo», sabemos que no es lo mismo. Y se puede decir «yo» sin decirlo, sin decirlo en todas las
lenguas y según todos los códigos. Y yo ¿no es siempre una especie de homónimo? Sin duda, algo que identificamos
como el psicoanálisis ha dicho «el yo». Lo habrá identificado, definido, situado..., y descentrado Pero el movimiento
que asigna un lugar dentro de una tópica no escapa forzosamente, al menos no sin más, a la jurisdicción de esa
tópica. No por presentarse como el sujeto reflexivo, crítico, autorizado, nombrado de un «movimiento», de una
«causa», de un discurso «teórico», de una «práctica», de una «institución» multinacional que comercia mejor o peor
con él, quedaría el psicoanálisis sustraído, a priori, a las leyes de estructura y, sobre todo, a la tópica cuya hipótesis
habrá conformado. ¿Por qué no hablar, por ejemplo, de un «yo» del psicoanálisis? Y ¿por qué no reconocer que, en
él, están actuando las leyes de la metapsicología? Hay que reconocer el repliegue de esta estructura, aun cuando, a
primera vista, parezca formarse según una simple analogía: al igual que el psicoanálisis se propone enseñarnos que,
además del Ello y del Superyo, hay un Yo, también el psicoanálisis, en cuanto estructura psíquica de una identidad
colectiva, comporta instancias que pueden denominarse Ello, Superyo y Yo. Lejos de hacer que derivemos hacia un
analogismo vago, la figura de esta relación nos dirá quizá mucho más acerca de los términos de la relación
analógica de lo que lo haría la simple inspección interna de su contenido. El Yo del psicoanálisis es quizá una mala
introducción al Yo del que habla el psicoanálisis: ¿qué ha de ser un Yo si algo como el psicoanálisis puede decir: Yo?

El gesto inaugural de Nicolás Abraham en este ámbito consiste, en mi opinión, en volver a aplicar a un
corpus, cualquiera que éste sea, la ley que constituye su objeto, así como en analizar las condiciones y las
consecuencias de esta operación singular. Inaugura porque abre el ensayo a la traducción a la que yo estoy dado
por supuesto -como se dice en inglés- introducir: introduce a ella. Es inaugural asimismo por la problemática que
pone en marcha.

Con el aparente pretexto del Vocabulario del psicoanálisis de J. Laplanche y J.B. Pontalis, pero apuntando
en verdad más allá y a otra cosa, Abraham plantea, en efecto, la cuestión del «derecho» y de la «autoridad» de
semejante corpus juris que pretende poseer «fuerza de ley» en lo que concierne a los «estatutos de la “cosa”
psicoanalítica». Y Abraham añade una precisión esencial: «de la -cosa- psicoanalítica tanto en sus relaciones con el
mundo exterior como en su relación consigo misma». Esta doble relación es esencial por cuanto que autoriza la
«comparación» y la «imagen» que, después, jugarán un papel importante en la organización. La figura corteza-
núcleo, en el origen de toda traducción figurativa, de toda simbolización y de toda figuración, no será un dispositivo
trópico o tópico entre otros. Antes bien, se anticipa como una «imagen» o como una «comparación»:

He aquí, por consiguiente, una realización que, para todo el psicoanálisis, está llamada a
desempeñar las funciones de esa instancia a la que Freud ha conferido la prestigiosa designación de
Yo. Ahora bien, al referirnos con esta comparación a la teoría freudiana misma, queremos evocar esa
imagen del Yo que lucha en dos frentes: en el exterior, moderando las cargas y los ataques; en el
interior, canalizando los impulsos excesivos e incongruentes. Freud ha concebido esta instancia
como una capa protectora, ectodermo, córtex cerebral, corteza. Este papel cortical de doble
protección, hacia el interior y hacia el exterior, será fácilmente reconocido por el Vocabulario, papel
que -como es comprensible- va siempre acompañado de un cierto enmascaramiento de aquello
mismo que ha de ser salvaguardado. Aunque en la corteza queda la marca de aquello que ella pone
a resguardo, de aquello que, disimulado por ella, en ella se descubre. Y, si el núcleo mismo del
psicoanálisis no tiene por qué manifestarse en las páginas del Vocabulario, ello no impide que su
acción, oculta e inaprehensible, quede patente a cada paso por su resistencia a plegarse a una
sistemática enciclopédica.

El núcleo del psicoanálisis: lo que él mismo ha designado, con palabras de Freud, como el «núcleo del ser»,
el Inconsciente y su «propio» núcleo, su «propio» Inconsciente. Escribo en cursiva «propio» y lo dejo entre comillas:
aquí ya nada es propio, ni en el sentido de la propiedad como pertenencia (una parte del núcleo, al menos, no
corresponde a ningún Yo), ni en el sentido de la propiedad de una figura, en el sentido del sentido propio (la «figura»
de «la corteza y el núcleo», desde el momento en que se la entiende por anasemia, no funciona como ninguna otra;
figura a título de esas «figuras nuevas, ausentes en los tratados de retórica»).

Esta extraña figura sin figura, la corteza-y-el-núcleo, acaba de tener lugar, de hallar su sitio, de anunciar su
título: éste es doble y doblemente analógico. 1) La «comparación». entre el corpus juris, el discurso, el aparato
teórico, la ley del concepto, etc., esto es, entre el Vocabulario razonado, por una parte, y el Yo del psicoanálisis, por
otra parte. 2) La «imagen»: el Yo -del que habla el psicoanálisis- parece luchar en dos frentes, asegurar una doble
protección, interna y externa. Se parece a una corteza. Es preciso añadir, al menos, un tercer título oculto como un
núcleo bajo la corteza de esta última imagen (y esta singular figura está abriendo ya su «propio» abismo, puesto que
se comporta con respecto a sí misma como una corteza que resguarda, protege, oculta otra figura de la corteza y el
núcleo que, a su vez, etc.): el «córtex cerebral» o el ectodermo evocado por Freud ya era una «imagen» tomada del
registro «natural», recogida como una fruta.

Pero, y no sólo debido a su carácter abisal, la «corteza-y-el-núcleo» va a exceder muy pronto todo límite y a
medirse a toda posible baza; podría decirse que va a cubrir la totalidad del campo si esta última figura no implicase
una teoría de la superficie y de la totalidad que, como enseguida se verá, pierde aquí toda pertinencia.

Uno se preguntará: ¿cuál es la relación entre esta estructura «corteza-núcleo» y la «conversión» que
propugna Abraham? ¿Cómo introduce aquella a ese «cambio semántico radical», a esa «escandalosa
antisemántica» que marcarían el advenimiento del lenguaje psicoanalítico? ¿No es la «corteza-y-el-núcleo» una
figura trópica y tópica entre otras, un dispositivo muy particular que sería abusivo generalizar para conferirle tantos
poderes? ¿No podría llevarse a cabo la misma operación a partir de otra estructura trópica y tópica? Estas preguntas
y otras cuantas del mismo tipo serían quizá legítimas hasta cierto punto. ¿Cuál sería este punto?

Hay un punto y un momento en que la imagen, la comparación, la analogía cesan. La «corteza-y-el-núcleo»


se parece y no se parece ya a su procedencia «natural». La semejanza, que remitía a la fruta y a las leyes del
espacio natural u «objetivo», se interrumpe En la fruta, el hueso (núcleo) puede convertirse, a su vez, en una
superficie accesible. En la «figura», esta vez no llega nunca.

En un determinado punto, en un determinado momento, se impone una disimetría entre los dos espacios de
esa estructura, entre la superficie de la corteza y la profundidad del núcleo, espacios que, en el fondo, no pertenecen
ya al mismo elemento y resultan inconmensurables dentro de la relación misma que no dejan de mantener. El núcleo,
por estructura, no puede nunca salir a la superficie. «Este núcleo», no el hueso de la fruta tal como se me puede
presentar, a mí, que lo cojo con la mano y lo exhibo después de haberle quitado la corteza, etc. A mí, a quien puede
mostrársele un hueso y, para que un hueso pueda mostrárseme, yo, por mi parte, sigo siendo la corteza de un núcleo
inaccesible. Esta disimetría no sólo prescribe un cambio de régimen semántico, diré, más bien, textual, levantando
acta de este modo de que, asimismo, dicha disimetría prescribe al mismo tiempo, en contrapartida, otra ley de
interpretación de la «figura» (la corteza y el núcleo) que la habría provocado.

Precisemos el sentido (ya sin sentido) de esta disimetría. El núcleo no es una superficie disimulada que, una
vez atravesada la corteza, podría aparecer. Es inaccesible y, por consiguiente, aquello que lo marca de no-presencia
absoluta pasa el límite del sentido, de lo que siempre ha unido el sentido a la presentabilidad. La inaccesibilidad del
núcleo impresentable (que escapa a las leyes de la presencia misma), intocable y no signíficable -si no es por medio
del símbolo y de la anasemia-, es la premisa, a su vez impresentable, de esta insólita teoría de la traducción. Será
preciso, habrá sido preciso traducir lo impresentable al discurso de la presencia, lo no significable al orden de la
significación. Una mutación tiene lugar en este cambio de orden y la heterogeneidad absoluta de los dos espacios
(traducido y traductor) deja en la traducción la marca de una transmutación. En general, se admite que la traducción
opera del sentido al sentido, por medio de otra lengua o de otro código. Aquí, la traducción anasémica, que se ocupa
del origen asemántico del sentido como fuente impresentable de la presencia, ha de obligar a la lengua a decir las
condiciones del lenguaje no específicas del mismo. Y puede hacerlo, de ahí lo más extraño, a veces en la «misma»
lengua, en el mismo corpus del léxico (por ejemplo: placer, «placer», Placer). El placer que Nicolás Abraham halló,
toda su vida, en traducir sobre todo a algunos poetas (Babits, G.M. Hopkins, Shakespeare,(3) etc.) y en meditar
acerca de la traducción, lo comprenderemos y lo compartiremos mejor si nos trasladamos, si nos traducimos nosotros
mismos a lo que él nos dice de la anasemia y del símbolo, y si leemos retrotrayendo a su texto sus propios protocolos
de lectura. Así también, y como ejemplo ejemplar, la «figura» corteza-núcleo debería ser leída según la nueva regla,
anasémica y simbólica, a la que, por otra parte, ella nos había introducido. Es preciso convertir y retrotraer a ella la
ley que ella había hecho legible. Al hacer esto, no se accede a nada que sea presente, más allá de la corteza y de su
figura. Más allá de la corteza (es) «la no-presencia, núcleo y razón última de todo discurso», lo «intocable nucleico de
la no-presencia». Los «mensajes» mismos que el texto nos hace llegar deben ser reinterpretados a partir de los
nuevos «conceptos» (anasémico y simbólico) del envío, de la emisión, de la misión o de la misiva. El símbolo
freudiano del «mensajero», o del «representante» sobre todo, debe ser sometido a la misma reinterpretación («Se ha
visto cómo [...] el procedimiento anasémico de Freud crea, gracias a lo Somato-Psíquico, el símbolo del mensajero y,
más adelante, comprenderemos que es capaz de revelar el carácter simbólico del mensaje mismo. En virtud de su
estructura semántica, el concepto del mensajero es un símbolo en tanto que alude a lo incognoscible por medio de lo
desconocido, cuando sólo está dada la relación entre los términos. En último análisis, todos los conceptos
psicoanalíticos auténticos se reducen a estas dos estructuras, por otra parte complementarias: símbolo y anasemia»).
El valor mismo de autenticidad, en mi opinión («conceptos auténticos»), no saldrá indemne, en su sentido corriente,
de esta transmutación.

Traducir de otro modo el concepto de traducción, traducirlo en sí mismo fuera de sí mismo. La


heterogeneidad absoluta, marcada por el «fuera de sí mismo» que lleva más allá y más acá del sentido, debe, a su
vez, ser traducida, anasémicamente, al «en sí mismo». «Traducción» conserva una relación simbólica y anasémica
con la traducción, con lo que se denomina «traducción». Y, si insisto, no es sólo para marcar y subrayar lo que se
dice y se hace aquí mismo, a saber que se lee la traducción de un texto que se esfuerza, a su vez, en traducir otro
texto. Es también porque este último, el primero, el que firma Nicolás Abraham, es arrastrado ya por la misma
temática. Una temática sin tema puesto que el tema nuclear no es jamás un tema, dicho de otro modo un objeto
presente a la conciencia atenta, puesto ahí a la vista. El «tema» de la «traducción» da, no obstante, todos los signos
de su presencia y bajo su nombre, bajo sus homónimos en todo caso, en La corteza y el núcleo. Regularmente, ya
se trate de la «vocación de la metapsicología» («Ésta ha de traducir [la cursiva es de J.D.] los fenómenos de la
conciencia [auto- o hetero-percepción, representación o afecto, acto, razonamiento o juicio de valor] a la lengua de
una simbólica rigurosa que revela las subyacentes relaciones concretas que conjugan, en cada caso particular,
ambos polos anasémicos: Núcleo y Envoltorio. Entre dichas relaciones existen formaciones típicas o universales. Nos
detendremos aquí en una de ellas dado, además, que constituye el eje tanto de la cura analítica como de las
elaboraciones teóricas y técnicas que de ella derivan»), ya se trate, precisamente, de la formación mítica o poética,
cada vez es preciso aprender a desconfiar de una cierta ingenuidad traductora y a traducir de otro modo: «El
torpe pretende traducir [la cursiva es de J.D.] y parafrasear el símbolo literario y, de esa forma, acaba con él
irremediablemente». Y, más adelante: «Este modo de ver se impone aún más cuando el mito es considerado
ejemplar de una situación metapsicológica. Harto ingenuo sería aquel que lo tomase al pie de la letra y lo
transpusiera [la cursiva es de J.D.] pura y simplemente al ámbito del Inconsciente. Y, sin duda, los mitos
corresponden a numerosas y variadas “historias” que se “relatan” en los confines del Núcleo».

Un cierto «trans-» asegura el paso en dirección a o procedente del Núcleo a través de la traducción, las
transposiciones trópicas según unas «figuras nuevas, ausentes de los tratados de retórica», todas las
transferencias anasémicas. En su relación con el Núcleo impresentable y que no aparece, aquel apunta a esa
trasfenomenalidad cuyo concepto había sido establecido ya en El símbolo o más allá del fenómeno (inédito de
1961, recogido en el volumen Ansasemias II titulado La corteza y el núcleo. Habrá, pues, que remitirse al comienzo
de dicha obra).

En 1968, la interpretación anasémica recae ciertamente, en primer lugar, sobre temáticas freudianas y post-
freudianas: la metapsicología, el «pansexualismo» de Freud que sería «el -anasémico- del Núcleo», ese «Sexo
nucleico» que no tendría «ninguna relación con la diferencia de los sexos» y del que Freud habría dicho, «por
anasemia también, que es de esencia viril» (éste es, en mi opinión, uno de los pasajes más provocativos y más
enigmáticos del ensayo), ciertas elaboraciones posteriores a Freud y cuyas «dependencias» e «implicaciones»
precisa Abraham («pseudología infantil», «teoría infantil», «inmovilismo» y «moralismo», etc.). Otras tantas vías
abiertas a un desciframiento histórico e institucional del ámbito psicoanalítico. Y también, por consiguiente, de las
formas de introyección, de recepción o de asimilación, de desvío, de rechazo o de incorporación que puede reservar
a semejantes investigaciones.

Porque esa interpretación anasémica recae también, podríamos decir, sobre sí misma. Se traduce y exige ser
leída según los protocolos que ella misma constituye o realiza. Lo que se dice aquí, en 1968, de la anasemia, del
símbolo, de la duplicidad de la huella, prescribe, retrospectivamente y por anticipación, un determinado tipo de lectura
de la corteza y el núcleo de La corteza y el Núcleo. Todos los textos anteriores y todos los textos posteriores a 1968
se hallan, en cierto modo, envueltos ahí, entre la corteza y el núcleo. Es a esa lectura -que exige mucho tiempo y
trabajo- a la que quiero incitar aquí. Naturalmente, no se trata sólo de leer sino, en el sentido más laborioso del
término, de traducir.

¿Cómo habría introducido -yo- a una traducción? Quizá se esperase de mí que hubiese respondido, al
menos, a dos expectativas. En primer lugar, que hubiese «situado» el ensayo de 1968 dentro de la obra de Nicolás
Abraham. El caso es que ocupa, cronológicamente, un lugar intermedio entre las primeras investigaciones de 1961 y
las teorizaciones más célebres (la incorporación y la introyección, la criptoforía, el efecto de «fantasma», etc.) ahora
accesibles en Anasemias I (El verbario del Hombre de los lobos) (1976) y en los capítulos II a IV de Anasemias II
(La corteza y el núcleo) (1978). Pero una localización cronológica siempre es insuficiente y el trabajo de Abraham,
emprendido en colaboración con María Torok, prosigue. Las próximas publicaciones de María Torok nos ofrecerán,
asimismo, otras cuantas razones más para que lo consideremos abierto a la más asombrosa fecundidad. Por
consiguiente, no he podido «situar»: ¿cómo situar aquello que está demasiado cercano y que no deja de tener lugar,
aquí, en otra parte, allí, ayer, hoy, mañana? Se esperaba también de mí, quizá que dijese cómo había que traducir
esta nueva traducción. Para hacerlo, no he podido más que añadir otra más y, en suma, para decirles: ahora les toca
a ustedes traducir. Y hay que leerlo todo, traducirlo todo, esto no hace más que empezar.

Una última palabra antes de retirarme del umbral. Citando a Freud, Abraham habla aquí de un «territorio
extraño, interno». Y es sabido que la «cripta», cuyo nuevo concepto propondrá con María Torok, tiene su lugar en el
Yo. Se aloja, cual «falso inconsciente», cual prótesis de un «inconsciente artificial», en el interior del yo exfoliado.
Forma, al igual que toda corteza, un doble frente. Ahora bien, puesto que hemos hablado aquí, como de una dificultad
de traducción, en suma, de la homonimia de los «yo» y de la singular locución «el Yo del psicoanálisis», la cuestión
se habrá planteado por sí misma: ¿y si hubiera algo de la cripta o del fantasma en el Yo del psicoanálisis? Si digo que
la cuestión habrá quedado planteada, por sí misma, como piedra angular, no es con intención de presuponer el saber
de lo que quiere decir «piedra».

Ni con intención de decidir con qué entonación dirán ustedes en la falsa intimidad de las múltiples
declinaciones del Yo-me: Yo -el psicoanálisis- ya saben ustedes...

NOTAS

(1) Este ensayo fue publicado por primera vez en lengua inglesa como introducción a la traducción inglesa de un
artículo de Nicolás Abraham, «L’Écorce et le Noyau», en Diacritics, Johns Hopkins University Press, primavera de
1979. El texto francés fue publicado más tarde en Confrontation («Les fantómes de la psychanalyse», Cahiers, 8
[1982]). Publicado, por último, en Psyché. Inventions de l’autre París, Galilée, 1987.

(2) El «juego del fort-da que ha dado lugar a tantas especulaciones» queda esclarecido a partir del proceso de la
introyección en un notable manuscrito inédito de 1963, El «crimen» de la introyección, ahora accesible en L’Écorce
et le Noyau (cfr., por ejemplo, p. 128 del volumen del mismo título. París, Aubier-Flamma rion, 1978).

(3) Cfr. por ejemplo, «El fantasma de Hamlet o el VI acto», precedido de «El entreacto de la “verdad”» en L’Écorce et
le Noyau (Anasémies II) (ed. cit.). Este volumen lleva, a modo de exergo, un texto extraído de El eco de plomo y el
eco de oro, traducido por Abraham de G.M. Hopkins El exergo de El verbario del Hombre de los lobos era una
traducción de Babits El tomo III de Anasemias se titula Jonás, traducción y comentario psicoanalítico del Libro de
Jonás de Mihaly Babits. Y el tomo V: Poesías mimadas, traducciones de poetas húngaros, alemanes, ingleses...

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