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La dialéctica
Los hombres comunes se detienen en los dos primeros grados de la
primera forma del conocer, es decir, en el opinar. Los matemáticos se
elevan hasta la dianoia y sólo el filósofo accede a la noesis y a la ciencia
suprema. El intelecto y la intelección, dejando de lado las sensaciones y
todos los elementos ligados a lo sensible, captan —a través de un procedimiento
que es a la vez discursivo e intuitivo— las ideas puras y sus nexos
positivos y negativos, es decir, todos sus vínculos de implicación y de
exclusión, elevándose de idea en idea hasta llegar a captar la Idea suprema,
lo Incondicionado. Este procedimiento, mediante el cual el intelecto
avanza o se mueve de idea en idea, constituye la dialéctica y por ello el
filósofo es un dialéctico.
Ahora bien, habrá una dialéctica ascendente, que es aquella que libera
de los sentidos y de lo sensible, lleva hasta las ideas y más tarde, de idea en
idea, hasta la Idea suprema. Y habrá también una dialéctica descendente
que recorre el camino opuesto: parte de la Idea suprema o de ideas generales
y —avanzando por división (diairesis), esto es, distinguiendo paulatinamente
aquellas ideas particulares que están contenidas en las generales—
llega a determinar cuál es el lugar que una idea en particular ocupa
dentro de la estructura jerárquica del mundo ideal. En los diálogos de la
última fase queda ilustrado con una especial amplitud este aspecto de la
dialéctica.
Para concluir cabe afirmar que la dialéctica constituye la captación,
basada en la intuición intelectual, del mundo ideal, de su estructura y del
lugar que cada idea ocupa en dicha estructura, en relación con las demás:
en esto consiste la verdad. Es evidente que el nuevo significado de «dialéctica
» depende por completo de los resultados de la segunda navegación.