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ÍNDICE:
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha……………………………………………………………Página 2
Madame Bovary…………………………………………………………………………………………………………..Página 5
Auto de fe…………………………………………………………………………………………………………………Página 23
2666…………………………………………………………………………………………………………………………Página 27
El palacio de la luna………………………………………………………………………………………………….Página 34
El lector……………………………………………………………………………………………………………………Página 34
La librería………………………………………………………………………………………………………………. Página 48
El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves, a la sobrina, del aposento
donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy
buena gana. Entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más
de cien cuerpos de libros grandes, muy bien encuadernados, y otros
pequeños; y, así como el ama los vio, volvióse a salir del aposento con
gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita y un
hisopo, y dijo:
Lo mismo dijo el ama: tal era la gana que las dos tenían de la muerte
de aquellos inocentes; mas el cura no vino en ello sin primero leer
siquiera los títulos. Y el primero que maese Nicolás le dio en las
manos fue Los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el cura:
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-Parece cosa de misterio ésta; porque, según he oído decir, este libro
fue el primero de caballerías que se imprimió en España, y todos los
demás han tomado principio y origen déste; y así, me parece que,
como a dogmatizador de una secta tan mala, le debemos, sin escusa
alguna, condenar al fuego.
-Así es verdad -dijo el cura-, y por esa razón se le otorga la vida por
ahora. Veamos esotro que está junto a él.
-Este que viene -dijo el barbero- es Amadís de Grecia; y aun todos los
deste lado, a lo que creo, son del mesmo linaje de Amadís.
-Y aun yo -añadió la
sobrina.
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-El autor de ese libro -dijo el cura- fue el mesmo que compuso a
Jardín de flores; y en verdad que no sepa determinar cuál de los dos
libros es más verdadero, o, por decir mejor, menos mentiroso; sólo sé
decir que éste irá al corral por disparatado y arrogante.
Y así fue hecho. Abrióse otro libro y vieron que tenía por título El
Caballero de la Cruz.
-Por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su
ignorancia; mas también se suele decir: "tras la cruz está el diablo";
vaya al fuego.
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barrotes de una jaula gótica, o, sonriendo, con la cabeza bajo el hombro, deshojaban una
margarita con sus dedos puntiagudos y curvados hacia arriba como zapatos de punta
respingada. Y también estabais allí vosotros, sultanes de largas pipas, extasiados en los
cenadores, en brazos de las bayaderas, sables turcos, gorros griegos, y, sobre todo, vosotros,
paisajes pálidos de las regiones ditirámbicas, que a menudo nos mostráis a la vez palmeras,
abetos, tigres a la derecha, un león a la izquierda, minaretes tártaros en el horizonte, ruinas
romanas en primer plano, después camellos arrodillados; todo ello enmarcado por una selva
virgen bien limpia y un gran rayo de sol perpendicular en el agua, de donde de tarde en tarde
emergen como rasguños blancos, sobre un fondo de gris acero, unos cisnes nadando. Y la
pantalla del quinqué, colgado de la pared, por encima de la cabeza de Emma, iluminaba todos
estos cuadros del mundo, que desfilaban ante ella unos detrás de otros, en el silencio del
dormitorio y en el ruido lejano de algún simón retrasado que rodaba todavía por los bulevares.
Cuando murió su madre, lloró mucho los primeros días. Mandó hacer un cuadro fúnebre con el
pelo de la difunta, y, en una carta que enviaba a Les Bertaux, toda llena de reflexiones tristes
sobre la vida, pedía que cuando muriese la enterrasen en la misma sepultura. El pobre hombre
creyó que estaba enferma y fue a verla. Emma se sintió satisfecha de haber llegado al primer
intento a ese raro ideal de las existencias pálidas, a donde jamás llegan los corazones
mediocres. Se dejó, pues, llevar por los meandros lamartinianos, escuchó las arpas sobre los
lagos, todos los cantos de cisnes moribundos, todas las caídas de las hojas, las vírgenes puras
que suben al cielo y la voz del Padre Eterno resonando en los valles. Se cansó de ello y, no
queriendo reconocerlo, continuó por hábito, después por vanidad, y finalmente se vio sor-
prendida de sentirse sosegada y sin más tristeza en el corazón que arrugas en su frente. Las
buenas monjas, que tanto habían profetizado su vocación, se dieron cuenta con gran asombro
de que la señorita Rouault parecía írseles de las manos. En efecto, ellas le habían prodigado
tanto los oficios, los retiros, las novenas y los sermones, predicado tan bien el respeto que se
debe a los santos y a los mártires, y dado tantos buenos consejos para la modestia del cuerpo y
la salvación de su alma, que ella hizo como los caballos a los que tiran de la brida: se paró en
seco y el bocado se le salió de los dientes. Aquella alma positiva, en medio de sus entusiasmos,
que había amado la iglesia por sus flores, la música por la letra de las romanzas y la literatura
por sus excitaciones pasionales, se sublevaba ante los misterios de la fe, lo mismo que se
irritaba más contra la disciplina, que era algo que iba en contra de su constitución. Cuando su
padre la retiró del internado, no sintieron verla marchar.
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-Pero entonces --dije-, ¿de qué sirve esconder los libros, si de los libros visibles
podemos remontamos a los ocultos?
-Si se piensa en los siglos, no sirve de nada. Si se piensa en años y días, puede servir de
algo. De hecho, ya ves que estamos desorientados.
-¿De modo que una biblioteca no es un instrumento para difundir la verdad, sino para
retrasar su aparición? -pregunté estupefacto.
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Me llamo Boris Balkan y una vez traduje La Cartuja de Parma. Por lo demás, las críticas y
recensiones que escribo salen en suplementos y revistas de media Europa, organizo cursos
sobre escritores contemporáneos en las universidades de verano, y tengo algunos libros
editados sobre novela popular del XIX. Nada espectacular, me temo; sobre todo en estos
tiempos donde los suicidios se disfrazan de homicidios, las novelas son escritas por el médico
de Rogelio Ackroyd, y demasiada gente se empeña en publicar doscientas páginas sobre las
apasionantes vivencias que experimenta mirándose al espejo. Pero ciñámonos a la historia.
Conocí a Lucas Corso cuando vino a verme con El vino de Anjou bajo el brazo. Corso era un
mercenario de la bibliofilia; un cazador de libros por cuenta ajena. Eso incluye los dedos sucios
y el verbo fácil, buenos reflejos, paciencia y mucha suerte. También una memoria prodigiosa,
capaz de recordar en qué rincón polvoriento de una tienda de viejo duerme ese ejemplar por
el que pagan una fortuna. Su clientela era selecta y reducida: una veintena de libreros de
Milán, París, Londres, Barcelona o Lausana, de los que sólo venden por catálogo, invierten
sobre seguro y nunca manejan más de medio centenar de títulos a la vez; aristócratas del
incunable para quienes pergamino en lugar de vitela, o tres centímetros más en el margen de
página, suponen miles de dólares. Chacales de Gutenberg, pirañas de las ferias de anticuario,
sanguijuelas de almoneda, son capaces de vender a su madre por una edición príncipe; pero
reciben a los clientes en salones con sofá de cuero, vistas al Duomo o al lago Constanza, y
nunca se manchan las manos, ni la conciencia. Para eso están los tipos como Corso. Se
descolgó del hombro una bolsa de lona y la puso en el suelo, junto a sus zapatos Oxford sin
lustrar, antes de quedarse mirando el retrato enmarcado de Rafael Sabatini que tengo sobre la
mesa de despacho, junto a la estilográfica que utilizo para corregir artículos y pruebas de
imprenta. Eso me gustó, pues las visitas suelen dedicarle poca atención; lo toman por un viejo
pariente. Yo acechaba su reacción y observé que sonreía a medias al sentarse: una mueca
juvenil, de conejo al cabo de la calle; de esas que captan de inmediato la benevolencia
incondicional del público en cualquier película de dibujos animados. Con el tiempo supe que
también era capaz de sonreír como un lobo despiadado y flaco, y que podía componer uno u
otro gesto según lo exigieran las circunstancias; pero eso fue mucho más tarde. En aquel
momento resultaba convincente, así que resolví arriesgar un santo y seña: —Nació con el don
de la risa —cité, señalando el retrato—… y con la sensación de que el mundo estaba loco… Lo
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vi mover despacio la cabeza, con gesto lento y afirmativo, y experimenté por él una simpatía
cómplice que, a pesar de todo cuanto ocurrió después, aún conservo. Había sacado de alguna
parte, escamoteando el paquete, un cigarrillo sin filtro tan arrugado como su viejo gabán y sus
pantalones de pana. Le daba vueltas entre los dedos, observándome a través de las gafas de
montura de acero torcidas sobre la nariz; con el pelo, que le encanecía un poco, despeinado
sobre la frente. La otra mano la mantenía, del mismo modo que si empuñase una pistola
oculta, en uno de los bolsillos: fosos enormes deformados por libros, catálogos, papeles y —
también lo supe más tarde— una petaca llena de ginebra Bols. —…Y ese fue todo su
patrimonio —completó sin dificultad la cita, antes de arrellanarse en la butaca y sonreír de
nuevo—. Aunque, si he de serle sincero, me gusta más El capitán Blood. Levanté la
estilográfica en el severo aire para amonestarlo. —Hace mal. Scaramouche es a Sabatini lo que
Los tres mosqueteros a Dumas —hice un breve gesto de homenaje en dirección al retrato—.
Nació con el don de la risa… No hay en la historia del folletín de aventuras dos primeras líneas
comparables a ésas. —Quizá sea cierto —concedió tras aparente reflexión, y entonces puso el
manuscrito sobre la mesa, en su carpeta protectora con fundas de plástico, una por página—.
Y es una coincidencia que haya mencionado a Dumas. Empujó la carpeta hasta mí, volviéndola
de modo que yo pudiese leer su contenido. Todas las hojas estaban escritas en francés por una
sola cara y había dos clases de papel: uno blanco, ya amarillento por el tiempo, y otro azul
pálido con fina cuadrícula, envejecido también por los años. A cada color correspondía una
escritura distinta, aunque la del papel azul —trazada con tinta negra— figuraba en las hojas
blancas a modo de anotaciones posteriores a la redacción original, cuya caligrafía era más
pequeña y picuda. Había quince hojas en total, y once eran azules. —Curioso —levanté la vista
hacia Corso; me observaba con tranquilas ojeadas que iban de la carpeta a mí y de mí a la
carpeta—. ¿Dónde ha encontrado esto? Se rascó una ceja, calculando sin duda hasta qué
punto la información que iba a pedirme lo obligaba a corresponder con este tipo de detalles. El
resultado fue una tercera mueca, esta vez de conejo inocente. Corso era un profesional. —Por
ahí. Un cliente de un cliente. —Comprendo. Hizo una corta pausa, cauto. Además de
precaución y reserva, cautela significa astucia. Y eso lo sabíamos ambos. —Claro que —
añadió— le diré nombres si usted me los pide. Respondí que no era necesario y eso pareció
tranquilizarlo. Se ajustó las gafas con un dedo antes de pedir mi opinión sobre lo que tenía en
las manos. Sin responder en seguida, pasé las páginas del manuscrito hasta llegar a la primera.
El encabezamiento estaba en mayúsculas, con trazos más gruesos: LE VIN D'AN]OU. Leí en voz
alta las primeras líneas:
El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito,
de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas
bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La
distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado,
cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un
bibliotecario normal. Una de las caras libres da a un angosto zaguán, que desemboca en otra
galería, idéntica a la primera y a todas. A izquierda y a derecha del zaguán hay dos gabinetes
minúsculos. Uno permite dormir de pie; otro, satisfacer las necesidades finales. Por ahí pasa la
escalera espiral, que se abisma y se eleva hacia lo remoto. En el zaguán hay un espejo, que
fielmente duplica las apariencias. Los hombres suelen inferir de ese espejo que la Biblioteca no es
infinita (si lo fuera realmente ¿a qué esa duplicación ilusoria?); yo prefiero soñar que las superficies
bruñidas figuran y prometen el infinito... La luz procede de unas frutas esféricas que llevan el
nombre de lámparas. Hay dos en cada hexágono: transversales. La luz que emiten es insuficiente,
incesante. Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en
busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo
que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací. Muerto, no faltarán
manos piadosas que me tiren por la baranda; mi sepultura será el aire insondable; mi cuerpo se
hundirá largamente y se corromperá y disolverá en el viento engendrado por la caída, que es
infinita. Yo afirmo que la Biblioteca es interminable. Los idealistas arguyen que las salas
hexagonales son una forma necesaria del espacio absoluto o, por lo menos, de nuestra intuición del
espacio. Razonan que es inconcebible una sala triangular o pentagonal. (Los místicos pretenden que
el éxtasis les revela una cámara circular con un gran libro circular de lomo continuo, que da toda la
vuelta de las paredes; pero su testimonio es sospechoso; sus palabras, oscuras. Ese libro cíclico es
Dios.) Básteme, por ahora, repetir el dictamen clásico: La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal
es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible. A cada uno de los muros de cada
hexágono corresponden cinco anaqueles; cada anaquel encierra treinta y dos libros de formato
uniforme; cada libro es de cuatrocientas diez páginas; cada página, de cuarenta renglones; cada
renglón, de unas ochenta letras de color negro. También hay letras en el dorso de cada libro; esas
letras no indican o prefiguran lo que dirán las páginas. Sé que esa inconexión, alguna vez, pareció
misteriosa. Antes de resumir la solución (cuyo descubrimiento, a pesar de sus trágicas
proyecciones, es quizá el hecho capital de la historia) quiero rememorar algunos axiomas. El
primero: La Biblioteca existe ab aeterno. De esa verdad cuyo colorario inmediato es la eternidad
futura del mundo, ninguna mente razonable puede dudar. El hombre, el imperfecto bibliotecario,
puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de
anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el
bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios. Para percibir la distancia que hay entre lo
divino y lo humano, basta comparar estos rudos símbolos trémulos que mi falible mano garabatea
en la tapa de un libro, con las letras orgánicas del interior: puntuales, delicadas, negrísimas,
inimitablemente simétricas. El segundo: El número de símbolos ortográficos es veinticinco. Esa
comprobación permitió, hace trescientos años, formular una teoría general de la Biblioteca y
resolver satisfactoriamente el problema que ninguna conjetura había descifrado: la naturaleza
informe y caótica de casi todos los libros. Uno, que mi padre vio en un hexágono del circuito quince
noventa y cuatro, constaba de las letras MCV perversamente repetidas desde el renglón primero
hasta el último. Otro (muy consultado en esta zona) es un mero laberinto de letras, pero la página
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penúltima dice «Oh tiempo tus pirámides». Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia
hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. (Yo sé de una región
cerril cuyos bibliotecarios repudian la supersticiosa y vana costumbre de buscar sentido en los
libros y la equiparan a la de buscarlo en los sueños o en las líneas caóticas de la mano... Admiten
que los inventores de la escritura imitaron los veinticinco símbolos naturales, pero sostienen que
esa aplicación es casual y que los libros nada significan en sí. Ese dictamen, ya veremos no es del
todo falaz.) Durante mucho tiempo se creyó que esos libros impenetrables correspondían a lenguas
pretéritas o remotas. Es verdad que los hombres más antiguos, los primeros bibliotecarios, usaban
un lenguaje asaz diferente del que hablamos ahora; es verdad que unas millas a la derecha la
lengua es dialectal y que noventa pisos más arriba, es incomprensible. Todo eso, lo repito, es
verdad, pero cuatrocientas diez páginas de inalterables MCV no pueden corresponder a ningún
idioma, por dialectal o rudimentario que sea. Algunos insinuaron que cada letra podía influir en la
subsiguiente y que el valor de MCV en la tercera línea de la página 71 no era el que puede tener la
misma serie en otra posición de otra página, pero esa vaga tesis no prosperó. Otros pensaron en
criptografías; universalmente esa conjetura ha sido aceptada, aunque no en el sentido en que la
formularon sus inventores. Hace quinientos años, el jefe de un hexágono superior dio con un libro
tan confuso como los otros, pero que tenía casi dos hojas de líneas homogéneas. Mostró su
hallazgo a un descifrador ambulante, que le dijo que estaban redactadas en portugués; otros le
dijeron que en yiddish. Antes de un siglo pudo establecerse el idioma: un dialecto samoyedo-
lituano del guaraní, con inflexiones de árabe clásico. También se descifró el contenido: nociones de
análisis combinatorio, ilustradas por ejemplos de variaciones con repetición ilimitada. Esos
ejemplos permitieron que un bibliotecario de genio descubriera la ley fundamental de la Biblioteca.
Este pensador observó que todos los libros, por diversos que sean, constan de elementos iguales: el
espacio, el punto, la coma, las veintidós letras del alfabeto. También alegó un hecho que todos los
viajeros han confirmado: No hay en la vasta Biblioteca, dos libros idénticos. De esas premisas
incontrovertibles dedujo que la Biblioteca es total y que sus anaqueles registran todas las posibles
combinaciones de los veintitantos símbolos ortográficos (número, aunque vastísimo, no infinito) o
sea todo lo que es dable expresar: en todos los idiomas. Todo: la historia minuciosa del porvenir, las
autobiografías de los arcángeles, el catálogo fiel de la Biblioteca, miles y miles de catálogos falsos,
la demostración de la falacia de esos catálogos, la demostración de la falacia del catálogo
verdadero, el evangelio gnóstico de Basilides, el comentario de ese evangelio, el comentario del
comentario de ese evangelio, la relación verídica de tu muerte, la versión de cada libro a todas las
lenguas, las interpolaciones de cada libro en todos los libros, el tratado que Beda pudo escribir (y
no escribió) sobre la mitología de los sajones, los libros perdidos de Tácito. Cuando se proclamó que
la Biblioteca abarcaba todos los libros, la primera impresión fue de extravagante felicidad. Todos los
hombres se sintieron señores de un tesoro intacto y secreto. No había problema personal o
mundial cuya elocuente solución no existiera: en algún hexágono. El universo estaba justificado, el
universo bruscamente usurpó las dimensiones ilimitadas de la esperanza. En aquel tiempo se habló
mucho de las Vindicaciones: libros de apología y de profecía, que para siempre vindicaban los actos
de cada hombre del universo y guardaban arcanos prodigiosos para su porvenir. Miles de
codiciosos abandonaron el dulce hexágono natal y se lanzaron escaleras arriba, urgidos por el vano
propósito de encontrar su Vindicación. Esos peregrinos disputaban en los corredores estrechos,
proferían oscuras maldiciones, se estrangulaban en las escaleras divinas, arrojaban los libros
engañosos al fondo de los túneles, morían despeñados por los hombres de regiones remotas. Otros
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se enloquecieron... Las Vindicaciones existen (yo he visto dos que se refieren a personas del
porvenir, a personas acaso no imaginarias) pero los buscadores no recordaban que la posibilidad de
que un hombre encuentre la suya, o alguna pérfida variación de la suya, es computable en cero.
También se esperó entonces la aclaración de los misterios básicos de la humanidad: el origen de la
Biblioteca y del tiempo. Es verosímil que esos graves misterios puedan explicarse en palabras: si no
basta el lenguaje de los filósofos, la multiforme Biblioteca habrá producido el idioma inaudito que
se requiere y los vocabularios y gramáticas de ese idioma. Hace ya cuatro siglos que los hombres
fatigan los hexágonos... Hay buscadores oficiales, inquisidores. Yo los he visto en el desempeño de
su función: llegan siempre rendidos; hablan de una escalera sin peldaños que casi los mató; hablan
de galerías y de escaleras con el bibliotecario; alguna vez, toman el libro más cercano y lo hojean,
en busca de palabras infames. Visiblemente, nadie espera descubrir nada. A la desaforada
esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva. La certidumbre de que algún anaquel
en algún hexágono encerraba libros preciosos y de que esos libros preciosos eran inaccesibles,
pareció casi intolerable. Una secta blasfema sugirió que cesaran las buscas y que todos los hombres
barajaran letras y símbolos, hasta construir, mediante un improbable don del azar, esos libros
canónicos. Las autoridades se vieron obligadas a promulgar órdenes severas. La secta desapareció,
pero en mi niñez he visto hombres viejos que largamente se ocultaban en las letrinas, con unos
discos de metal en un cubilete prohibido, y débilmente remedaban el divino desorden. Otros,
inversamente, creyeron que lo primordial era eliminar las obras inútiles. Invadían los hexágonos,
exhibían credenciales no siempre falsas, hojeaban con fastidio un volumen y condenaban
anaqueles enteros: a su furor higiénico, ascético, se debe la insensata perdición de millones de
libros. Su nombre es execrado, pero quienes deploran los «tesoros» que su frenesí destruyó,
negligen dos hechos notorios. Uno: la Biblioteca es tan enorme que toda reducción de origen
humano resulta infinitesimal. Otro: cada ejemplar es único, irreemplazable, pero (como la
Biblioteca es total) hay siempre varios centenares de miles de facsímiles imperfectos: de obras que
no difieren sino por una letra o por una coma. Contra la opinión general, me atrevo a suponer que
las consecuencias de las depredaciones cometidas por los Purificadores, han sido exageradas por el
horror que esos fanáticos provocaron. Los urgía el delirio de conquistar los libros del Hexágono
Carmesí: libros de formato menor que los naturales; omnipotentes, ilustrados y mágicos. También
sabemos de otra superstición de aquel tiempo: la del Hombre del Libro. En algún anaquel de algún
hexágono (razonaron los hombres) debe existir un libro que sea la cifra y el compendio perfecto de
todos los demás: algún bibliotecario lo ha recorrido y es análogo a un dios. En el lenguaje de esta
zona persisten aún vestigios del culto de ese funcionario remoto. Muchos peregrinaron en busca de
Él. Durante un siglo fatigaron en vano los más diversos rumbos. ¿Cómo localizar el venerado
hexágono secreto que lo hospedaba? Alguien propuso un método regresivo: Para localizar el libro
A, consultar previamente un libro B que indique el sitio de A; para localizar el libro B, consultar
previamente un libro C, y así hasta lo infinito... En aventuras de ésas, he prodigado y consumido mis
años. No me parece inverosímil que en algún anaquel del universo haya un libro total; ruego a los
dioses ignorados que un hombre - ¡uno solo, aunque sea, hace miles de años! - lo haya examinado
y leído. Si el honor y la sabiduría y la felicidad no son para mí, que sean para otros. Que el cielo
exista, aunque mi lugar sea el infierno. Que yo sea ultrajado y aniquilado, pero que en un instante,
en un ser, Tu enorme Biblioteca se justifique. Afirman los impíos que el disparate es normal en la
Biblioteca y que lo razonable (y aun la humilde y pura coherencia) es una casi milagrosa excepción.
Hablan (lo sé) de «la Biblioteca febril, cuyos azarosos volúmenes corren el incesante albur de
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cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira».
Esas palabras que no sólo denuncian el desorden sino que lo ejemplifican también, notoriamente
prueban su gusto pésimo y su desesperada ignorancia. En efecto, la Biblioteca incluye todas las
estructuras verbales, todas las variaciones que permiten los veinticinco símbolos ortográficos, pero
no un solo disparate absoluto. Inútil observar que el mejor volumen de los muchos hexágonos que
administro se titula «Trueno peinado», y otro «El calambre de yeso» y otro «Axaxaxas mlo». Esas
proposiciones, a primera vista incoherentes, sin duda son capaces de una justificación criptográfica
o alegórica; esa justificación es verbal y, ex hypothesi, ya figura en la Biblioteca. No puedo combinar
unos caracteres dhcmrlchtdj que la divina Biblioteca no haya previsto y que en alguna de sus
lenguas secretas no encierren un terrible sentido. Nadie puede articular una sílaba que no esté
llena de ternuras y de temores; que no sea en alguno de esos lenguajes el nombre poderoso de un
dios. Hablar es incurrir en tautologías. Esta epístola inútil y palabrera ya existe en uno de los treinta
volúmenes de los cinco anaqueles de uno de los incontables hexágonos, y también su refutación.
(Un número n de lenguajes posibles usa el mismo vocabulario; en algunos, el símbolo biblioteca
admite la correcta definición ubicuo y perdurable sistema de galerías hexagonales, pero biblioteca
es pan o pirámide o cualquier otra cosa, y las siete palabras que la definen tienen otro valor. Tú,
que me lees, ¿estás seguro de entender mi lenguaje?). La escritura metódica me distrae de la
presente condición de los hombres. La certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos
afantasma. Yo conozco distritos en que los jóvenes se prosternan ante los libros y besan con
barbarie las páginas, pero no saben descifrar una sola letra. Las epidemias, las discordias heréticas,
las peregrinaciones que inevitablemente degeneran en bandolerismo, han diezmado la población.
Creo haber mencionado los suicidios, cada año más frecuentes. Quizá me engañen la vejez y el
temor, pero sospecho que la especie humana - la única - está por extinguirse y que la Biblioteca
perdurará: iluminada, solitaria, infinita, perfectamente inmóvil, armada de volúmenes preciosos,
inútil, incorruptible, secreta. Acabo de escribir infinita. No he interpolado ese adjetivo por una
costumbre retórica; digo que no es ilógico pensar que el mundo es infinito. Quienes lo juzgan
limitado, postulan que en lugares remotos los corredores y escaleras y hexágonos pueden
inconcebiblemente cesar, lo cual es absurdo. Quienes la imaginan sin límites, olvidan que los tiene
el número posible de libros. Yo me atrevo a insinuar esta solución del antiguo problema: La
biblioteca es ilimitada y periódica. Si un eterno viajero la atravesara en cualquier dirección,
comprobaría al cabo de los siglos que los mismos volúmenes se repiten en el mismo desorden (que,
repetido, sería un orden: el Orden). Mi soledad se alegra con esa elegante esperanza.
Todavía recuerdo aquel amanecer en que mi padre me llevó por primera vez a visitar el Cementerio
de los Libros Olvidados. Desgranaban los primeros días del verano de 1945 y caminábamos por las
calles de una Barcelona atrapada bajo cielos de ceniza y un sol de vapor que se derramaba sobre la
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Rambla de Santa Mónica en una guirnalda de cobre líquido. —Daniel, lo que vas a ver hoy no se lo
puedes contar a nadie —advirtió mi padre—. Ni a tu amigo Tomás. A nadie. —¿Ni siquiera a mamá? —
inquirí yo, a media voz. Mi padre suspiró, amparado en aquella sonrisa triste que le perseguía como
una sombra por la vida. —Claro que sí —respondió cabizbajo—. Con ella no tenemos secretos. A ella
puedes contárselo todo. Poco después de la guerra civil, un brote de cólera se había llevado a mi
madre. La enterramos en Montjuïc el día de mi cuarto cumpleaños. Sólo recuerdo que llovió todo el
día y toda la noche, y que cuando le pregunté a mi padre si el cielo lloraba le faltó la voz para
responderme. Seis años después, la ausencia de mi madre era para mí todavía un espejismo, un
silencio a gritos que aún no había aprendido a acallar con palabras. Mi padre y yo vivíamos en un
pequeño piso de la calle Santa Ana, junto a la plaza de la iglesia. El piso estaba situado justo encima de
la librería especializada en ediciones de coleccionista y libros usados heredada de mi abuelo, un bazar
encantado que mi padre confiaba en que algún día pasaría a mis manos. Me crié entre libros, haciendo
amigos invisibles en páginas que se deshacían en polvo y cuyo olor aún conservo en las manos. De niño
aprendí a conciliar el sueño mientras le explicaba a mi madre en la penumbra de mi habitación las
incidencias de la jornada, mis andanzas en el colegio, lo que había aprendido aquel día... No podía oír
su voz o sentir su tacto, pero su luz y su calor ardían en cada rincón de aquella casa y yo, con la fe de
los que todavía pueden contar sus años con los dedos de las manos, creía que si cerraba los ojos y le
hablaba, ella podría oírme desde donde estuviese. A veces, mi padre me escuchaba desde el comedor
y lloraba a escondidas. Recuerdo que aquel alba de junio me desperté gritando. El corazón me batía en
el pecho como si el alma quisiera abrirse camino y echar a correr escaleras abajo. Mi padre acudió
azorado a mi habitación y me sostuvo en sus brazos, intentando calmarme. —No puedo acordarme de
su cara. No puedo acordarme de la cara de mamá —murmuré sin aliento. Mi padre me abrazó con
fuerza. —No te preocupes, Daniel. Yo me acordaré por los dos. Nos miramos en la penumbra,
buscando palabras que no existían. Aquélla fue la primera vez en que me di cuenta de que mi padre
envejecía y de que sus ojos, ojos de niebla y de pérdida, siempre miraban atrás. Se incorporó y
descorrió las cortinas para dejar entrar la tibia luz del alba. —Anda, Daniel, vístete. Quiero enseñarte
algo —dijo. —¿Ahora? ¿A las cinco de la mañana? —Hay cosas que sólo pueden verse entre tinieblas
—insinuó mi padre blandiendo una sonrisa enigmática que probablemente había tomado prestada de
algún tomo de Alejandro Dumas. Las calles aún languidecían entre neblinas y serenos cuando salimos
al portal. Las farolas de las Ramblas dibujaban una avenida de vapor, parpadeando al tiempo que la
ciudad se desperezaba y se desprendía de su disfraz de acuarela. Al llegar a la calle Arco del Teatro nos
aventuramos camino del Raval bajo la arcada que prometía una bóveda de bruma azul. Seguí a mi
padre a través de aquel camino angosto, más cicatriz que calle, hasta que el reluz de la Rambla se
perdió a nuestras espaldas. La claridad del amanecer se filtraba desde balcones y cornisas en soplos de
luz sesgada que no llegaban a rozar el suelo. Finalmente, mi padre se detuvo frente a un portón de
madera labrada ennegrecido por el tiempo y la humedad. Frente a nosotros se alzaba lo que me
pareció el cadáver abandonado de un palacio, o un museo de ecos y sombras. —Daniel, lo que vas a
ver hoy no se lo puedes contar a nadie. Ni a tu amigo Tomás. A nadie. Un hombrecillo con rasgos de
ave rapaz y cabellera plateada nos abrió la puerta. Su mirada aguileña se posó en mí, impenetrable. —
Buenos días, Isaac. Éste es mi hijo Daniel —anunció mi padre—. Pronto cumplirá once años, y algún día
él se hará cargo de la tienda. Ya tiene edad de conocer este lugar. El tal Isaac nos invitó a pasar con un
leve asentimiento. Una penumbra azulada lo cubría todo, insinuando apenas trazos de una escalinata
de mármol y una galería de frescos poblados con figuras de ángeles y criaturas fabulosas. Seguimos al
guardián a través de aquel corredor palaciego y llegamos a una gran sala circular donde una auténtica
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basílica de tinieblas yacía bajo una cúpula acuchillada por haces de luz que pendían desde lo alto. Un
laberinto de corredores y estanterías repletas de libros ascendía desde la base hasta la cúspide,
dibujando una colmena tramada de túneles, escalinatas, plataformas y puentes que dejaban adivinar
una gigantesca biblioteca de geometría imposible. Miré a mi padre, boquiabierto. Él me sonrió,
guiñándome el ojo. —Daniel, bien venido al Cementerio de los Libros Olvidados. Salpicando los pasillos
y plataformas de la biblioteca se perfilaban una docena de figuras. Algunas de ellas se volvieron a
saludar desde lejos, y reconocí los rostros de diversos colegas de mi padre en el gremio de libreros de
viejo. A mis ojos de diez años, aquellos individuos aparecían como una cofradía secreta de alquimistas
conspirando a espaldas del mundo. Mi padre se arrodilló junto a mí y, sosteniéndome la mirada, me
habló con esa voz leve de las promesas y las confidencias. —Este lugar es un misterio, Daniel, un
santuario. Cada libro, cada tomo que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes
lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien
desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi
padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad.
Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo
a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se
pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí.
En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo, viven para
siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda
nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que
ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel. ¿Crees que vas a
poder guardar este secreto? Mi mirada se perdió en la inmensidad de aquel lugar, en su luz encantada.
Asentí y mi padre sonrió. —¿Y sabes lo mejor? —preguntó. Negué en silencio. —La costumbre es que
la primera vez que alguien visita este lugar tiene que escoger un libro, el que prefiera, y adoptarlo,
asegurándose de que nunca desaparezca, de que siempre permanezca vivo. Es una promesa muy
importante. De por vida —explicó mi padre—. Hoy es tu turno. Por espacio de casi media hora
deambulé entre los entresijos de aquel laberinto que olía a papel viejo, a polvo y a magia. Dejé que mi
mano rozase las avenidas de lomos expuestos, tentando mi elección. Atisbé, entre los títulos
desdibujados por el tiempo, palabras en lenguas que reconocía y decenas de otras que era incapaz de
catalogar. Recorrí pasillos y galerías en espiral pobladas por cientos, miles de tomos que parecían
saber más acerca de mí que yo de ellos. Al poco, me asaltó la idea de que tras la cubierta de cada uno
de aquellos libros se abría un universo infinito por explorar.
Nos acercamos a la maleta. Estaba atada con una gruesa cuerda de paja trenzada, anudada
en cruz. La liberamos de sus ataduras y la abrimos silenciosamente. En el interior, montones
de libros se iluminaron bajo nuestra linterna eléctrica y los grandes escritores occidentales nos
recibieron con los brazos abiertos: a su cabeza estaba nuestro viejo amigo Balzac, con cinco o
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seis novelas, seguido de Víctor Hugo, Stendhal, Dumas, Flaubert, Baudelaire, Romain
Rolland, Rousseau, Tolstoi, Gogol, Dostoievski y algunos ingleses: Dickens, Kipling, Emily
Brontë…
¡Que maravilla! Tenía la sensación de que iba a desvanecerme en las brumas de la
embriaguez. Sacaba las novelas de la maleta una a una, las abría, contemplaba los retratos de
los autores y se las pasaba a Luo. Al tocarlas con la yema de los dedos, me parecía que mis
manos, que se habían vuelto pálidas, estaban en contacto con vidas humanas.
- Esto me recuerda la escena de una película- me dijo Luo-, cuando los bandidos abren una
maleta llena de billetes…
- ¿Qué sientes? ¿Ganas de llorar de alegría?
- No. Sólo siento odio.
- También yo. Odio a todos los que nos han prohibido estos libros.
La última frase que pronuncié me asustó, como si algún oyente pudiera estar oculto en algún
lugar de la estancia. Semejante frase, dicha por descuido, podía costar varios años de cárcel.
-¡Vamos!- dijo Luo cerrando la maleta
- ¡Espera!
- ¿Pero qué te pasa?
- Estoy indeciso…Reflexionemos una vez más: el Cuatrojos sin duda sospechará que somos
los ladrones de su maleta. Si nos denuncia, estamos jodidos. No olvides que nuestros padres
no son como los demás.
- Ya te lo dije, su madre no se lo permitirá. De lo contrario, todo el mundo sabrá que su hijo
ocultaba libros prohibidos. Y nunca podrá salir del Fénix del Cielo.
Tras un silencio de algunos segundos, abrí la maleta.
- Si sólo cogemos algunos libros, no lo advertirá.
- Pero quiero leerlos todos – afirmó Luo con determinación
Leefolt: además de estar todo el santo día de mala leche, es una flacucha. Tiene las piernas tan
delgadas 7 Adelanto de edición. © Ediciones Maeva Capítulo 1 Agosto de 1962 Aibileen Inte.
Criadas 17x24 b.qxd 5/1/81 07:00 Página 7 que parece que todavía está en edad de crecer. A sus
veintitrés años, es desgarbada como una chavala de catorce. Hasta el pelo lo tiene delicado, de un
marrón casi transparente. Aunque intenta cardárselo, sólo consigue que parezca más fino. Su rostro
se parece a ese diablillo rojo que sale en las cajas de caramelitos de canela, incluida la barbilla
puntiaguda. De hecho, todo su cuerpo está lleno de ángulos afilados y esquinas. Por eso no sabe
calmar a la criatura. A los bebés les gusta la grasa, enterrar el rostro en tu sobaco y echarse a
dormir. También les encantan las piernas grandes y gordas. Yo sé bastante de eso, ¡sí señor! Con un
año, Mae Mobley me seguía a todas partes. Al llegar las cinco en punto, la hora en la que termino
de trabajar, se agarraba a mis zuecos y se arrastraba por el suelo, llorando como si me marchara
para no volver nunca. Miss Leefolt me lanzaba una mirada de enojo, como si yo hubiera hecho algo
malo, y me arrancaba de las piernas a la pequeña, que no paraba de berrear. Supongo que es el
riesgo que corres cuando dejas que otra persona críe a tus retoños. Mae Mobley tiene ahora dos
años, unos ojazos marrones y tirabuzones de color miel. La calva que tiene detrás de la cabeza
estropea un poco el conjunto. Cuando se enfurruña, le sale la misma arruga en el entrecejo que a
su madre. Se parecen bastante, aunque Mae Mobley es más gordita. No creo que le den el premio
a la niña más guapa del condado, y tengo la impresión de que esto molesta a Miss Leefolt, pero a
mí me da igual. Mae Mobley es mi Chiquitina especial. Perdí a mi propio hijo, Treelore, justo antes
de entrar a servir en casa de Miss Leefolt. El pobre tenía veinticuatro años, estaba en la flor de la
vida. ¡Era demasiado pronto para dejar este mundo! Vivía en un pequeño apartamento en Foley
Street y salía con una jovencita muy maja llamada Frances. Yo tenía esperanzas de que algún día se
casaran, aunque él se tomaba este tema con calma. No es que estuviese buscando algo mejor,
simplemente era de esos que meditan mucho las cosas antes de hacerlas. Llevaba unas gafas
enormes y se pasaba todo el tiempo leyendo. Incluso había empezado a escribir un libro sobre la
vida de un hombre negro que trabajaba en Misisipi. ¡Ay, Señor! ¡Qué orgullosa estaba de él! Pero
una noche se quedó a trabajar hasta tarde en el molino de Scanlon-Taylor, cargando troncos en un
camión, con astillas que le atravesaban los guantes y se le clavaban en las manos. Era muy bajo
para ese tipo de faenas, pero necesitaba el 8 Adelanto de edición. © Ediciones Maeva Inte. Criadas
17x24 b.qxd 5/1/81 07:00 Página 8 trabajo. Estaba cansado y no paraba de llover. Se resbaló de la
plataforma y cayó a la carretera. El conductor del camión no lo vio y le aplastó el pecho antes de
que tuviera tiempo de apartarse. Cuando me lo contaron, ya estaba muerto. Ese día, todo mi
mundo se volvió negro: el aire era negro; el sol era negro; incluso, cuando me incorporaba un poco
en la cama, veía que las paredes de mi casa eran negras. Minny se pasaba por casa todos los días
para asegurarse de que yo todavía respiraba y me alimentaba para mantenerme con vida. Tardé
tres meses en atreverme a mirar por la ventana para comprobar si el mundo seguía allí, y me
sorprendí al descubrir que la Tierra no se había detenido porque mi hijo se hubiera muerto. Cinco
meses después del funeral, salí de la cama. Me puse mi uniforme blanco y mi crucecita de oro en el
cuello y entré a servir en casa de Miss Leefolt, que acababa de tener una hija. No tardé en darme
cuenta de que algo en mí había cambiado. Una amarga semilla se había plantado en mi interior, y
ya no era tan comprensiva como antes. –Arregla la casa y luego prepara una ensalada de pollo –me
dice Miss Leefolt. Es su día de partida de bridge, como todos los últimos miércoles de cada mes. Por
supuesto, yo ya lo tengo todo preparado: la ensalada de pollo está lista desde esta mañana y los
manteles los planché ayer. Miss Leefolt me vio hacerlo, pero, aunque no tiene más que veintitrés
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años, le gusta escucharse dándome órdenes. Lleva puesto el vestido azul que le he planchado esta
mañana, ese con sesenta y cinco pliegues en la cintura, tan diminutos que me dejo la vista cada vez
que lo plancho. Hay pocas cosas que odie en esta vida, pero ese vestido y yo no nos llevamos muy
bien. –Asegúrate de que Mae Mobley no entra a molestarnos. Ya te he dicho que estoy muy
enfadada con ella. Rasgó mi elegante papel para notas en mil pedazos y tengo que redactar quince
cartas de agradecimiento para la Liga de Damas. Arreglo esto y aquello para sus amiguitas. Saco la
vajilla buena y la cubertería de plata. Miss Leefolt no prepara una mesita de cartas cualquiera,
como las otras señoritas. Aquí se sientan en la mesa del comedor, que tengo que cubrir con un
mantel para ocultar la enorme raja en forma de ele, y pongo el centro de flores sobre el aparador
para 9 Adelanto de edición. © Ediciones Maeva Inte. Criadas 17x24 b.qxd 5/1/81 07:00 Página 9
esconder los arañazos que tiene en la madera. A Miss Leefolt le gusta quedar bien cuando tiene
invitadas. Puede que lo haga para compensar que su casa es pequeña. No son gente rica, no señor.
Los ricos no se toman tan en serio estas cosas. Estoy acostumbrada a trabajar para matrimonios
jóvenes, pero creo que ésta es la casa más pequeña en la que he servido. Sólo tiene una planta. El
cuarto de la señora y de Mister Leefolt está en la parte de atrás y es bastante grande, pero la
habitación de Chiquitina es muy pequeña. El comedor y el salón están como unidos. Sólo hay dos
cuartos de baño, lo cual es un alivio, porque he servido en casas en las que había cinco o seis
lavabos y tardaba todo un día en limpiar los servicios. Miss Leefolt sólo me paga noventa y cinco
centavos la hora, el sueldo más bajo que me han pagado en años, pero después de la muerte de
Treelore acepté lo primero que encontré. Mi casero no estaba dispuesto a esperar mucho más. De
todos modos, aunque la casa es pequeña, Miss Leefolt intenta hacer que resulte lo más acogedora
posible. Es bastante buena con la máquina de coser. Cuando no puede permitirse renovar un
mueble, se agencia un trozo de tela y cose una cubierta. Suena el timbre y abro la puerta. –Hola,
Aibileen –me saluda Miss Skeeter, porque es de las que habla con el servicio–. ¿Cómo estás? –
Güenos días, Miss Skeeter. To bien. ¡Buf, qué caló hace ahí fuera! Miss Skeeter es muy alta y
flacucha. Tiene el pelo rubio y se lo acaba de cortar por encima del hombro porque cuando le crece
se le enmaraña un montón. Tendrá unos veintitrés años, como Miss Leefolt y las demás. Tras
entrar, deja el bolso en la silla y se arregla un poco la ropa. Lleva una blusa de encaje blanca
abotonada hasta el cuello como las monjas, zapatos sin tacón, supongo que para no parecer más
alta, y una falda azul abierta en la cintura. Da la impresión de que Miss Skeeter se viste siguiendo
las órdenes de alguien. Oigo el claxon del coche de Miss Hilly y su madre, Miss Walter, que aparca
enfrente de casa. Miss Hilly vive a dos pasos de aquí, pero siempre viene en coche. Le abro la
puerta y pasa por mi lado sin pronunciar palabra. Creo que ha llegado la hora de despertar a Mae
Mobley de la siesta. En cuanto entro en su cuarto, Mae Mobley me sonríe y estira hacia mí sus
bracitos gordezuelos. –¿Ya estás despierta, Chiquitina? ¿Por qué no me has avisao? La pequeña se
ríe y se alborota, esperando que la aúpe. Le doy un fuerte abrazo. Supongo que cuando me marcho
no le dan muchos achuchones como éste. Muy a menudo, cuando llego a trabajar, la encuentro
berreando en la cuna mientras Miss Leefolt, ocupada en la máquina de coser, pone los ojos en
blanco molesta, como si se tratara de un gato de la calle maullando tras la puerta y no de su hija.
Esta Miss Leefolt es de las que se arreglan todos los días y siempre se ponen maquillaje. Tiene casa
con jardín, garaje y un frigorífico de dos puertas con congelador incorporado. La gente que la ve en
el supermercado Jitney 14 nunca se imaginaría que es capaz de salir de casa y dejar a su hija
llorando en la cuna de ese modo. Pero la criada lo sabe, ¡vaya si lo sabe! El servicio siempre se
entera de todo. De todos modos, hoy es un buen día. La niña sonríe. –Aibileen –le digo. –Ai-bi –me
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responde. –Amor. –A-mor. –Mae Mobley. –Ai-bi –dice ella, y rompe a reír sin parar. Está muy
contenta con sus primeras palabras. La verdad es que ya era hora. Treelore tampoco aprendió a
hablar hasta los dos años. Sin embargo, cuando estaba en tercero, hablaba mejor que el presidente
de Estados Unidos. Volvía de la escuela usando palabras como «conjugación» o «parlamentario».
Cuando empezó la secundaria, teníamos un juego entre los dos: yo le daba una palabra sencilla y él
tenía que buscar una parecida. Si le decía «gatito», él respondía «felino doméstico». Con
«batidora», respondía «cuchillas con motor». Un día le dije «Crisco» y empezó a rascarse la cabeza.
No podía creerse que le hubiera ganado con algo tan sencillo como el Crisco. Se convirtió en una
broma secreta entre él y yo, algo cuyo significado nadie podría descubrir por mucho que lo
intentara. Empezamos a llamar a su padre Crisco, porque no puedes guardarle respeto a un hombre
que se dedicó toda su vida a machacar a su familia. Además, era el vago más grasiento que se
pueda imaginar, así que el nombre le venía como anillo al dedo.
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quizá hubiera vivido eternidades, esas eternidades a las que aspiramos, muere, muere de
amor, víctima del instinto por el cual nosotros, la especie humana, prolongamos nuestras vidas.
¡Una súbita transformación de lo más sensato en lo más absurdo! Es como si… aunque no
admite comparación alguna; sí, es como si un día luminoso, teniendo los ojos sanos y la razón
intacta, te quemaras con todos tus libros. Nadie te amenaza, tienes el dinero que necesitas y
deseas, tus trabajos son cada día más exhaustivos y originales; libros raros y antiguos llegan a
tus manos; compras manuscritos fabulosos; ninguna mujer cruza tu umbral; te sientes libre y
protegido por tu trabajo, por tus libros… y un buen día, sin ningún motivo, pese a vivir en ese
estado fecundo y bendito, prendes fuego a tus libros y los dejas arder tranquilamente contigo.
Sería un acontecimiento lejanamente emparentado al de aquel termitero, una irrupción del
absurdo, como allí, sólo que en proporciones menos gigantescas. ¿Lograremos superar el sexo
algún día, como las termitas? ¡Yo creo cada día más en la ciencia, y cada día menos en la
imposibilidad de sustituir el amor!
decir con igual seguridad: las mujeres no existen. ¿Qué nos importan las termitas?
¿Alguien padece ahí con las mujeres? Hic mulier, hic salta ¡Quedémonos con los
humanos! Que las arañas hembras le devoren la cabeza al macho tras abusar del pobre
infeliz o que sólo los mosquitos hembras succionen sangre, no atañe en absoluto a nuestro
asunto. La matanza de los zánganos por las abejas es un acto de barbarie. Si no necesitan
zánganos, ¿por qué los crían? Y si son útiles, ¿por qué los matan? En la araña, el más
cruel y feo de todos los animales, veo la encarnación de la femineidad. Su tela brilla al sol,
venenosa y azul. -Ahora eres tú quien habla sólo de animales. -Porque conozco
soy un caso, y sé que hay otros mil peores que el mío, a cual más grave. Los filósofos
los Diálogos de Confucio, donde hay miles de opiniones y juicios sobre todos los temas de
la vida cotidiana y más que cotidiana, una sola frase sobre las mujeres! ¡No hallarás
ninguna! El maestro del silencio las ignora con su silencio. Hasta el luto por su muerte le
parece a él, que reconoce en las formalidades un valor interno, algo inoportuno y molesto.
Su mujer, con la que se casó muy joven, según la costumbre -no por convicción, y menos
aún por amor- murió tras largos años de matrimonio. Su hijo estalló en ruidosas
lamentaciones junto al cadáver. Lloró y se puso a temblar: como esa mujer había sido, por
términos duros su dolor. Voilá un homme Más tarde, su experiencia ratificó esta
convicción. Durante varios años, el príncipe del Estado de Lu lo empleó como ministro. El
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confianza en sus dirigentes. Pero la envidia se apoderó de los Estados vecinos: temían ver
perturbado el equilibrio de poderes, una teoría en boga ya en los tiempos más antiguos.
¿Qué hicieron para silenciar a Confucio? El más astuto de ellos, el príncipe de Tsi, envióle
a su vecino de Lu, a cuyo servicio estaba Confucio, ochenta mujeres escogidas, entre
partir de entonces aburrida y encontró tediosos los consejos del Sabio: las mujeres lo
divertían mucho más. Por ellas fracasó la magna obra de Confucio, que cogió el bastón de
peregrino y echó a andar, como un apátrida, de un sitio a otro, desesperado por los
sufrimientos del pueblo y esperando en vano recobrar sus influencias: en todas partes
encontró a los príncipes bajo el poder de las mujeres. Murió amargado; pero era
hubieran podido conocerse? Es probable que ninguno supiera el nombre del país al que
pertenecía el otro. "¿Por qué motivo, Venerable", preguntóle un día Ananda, el discípulo
favorito de Buda, a su maestro, "¿por qué causa las mujeres nunca toman parte en las
independiente?"
«"Las mujeres son irascibles, Ananda; las mujeres son celosas, Ananda; las mujeres son
envidiosas, Ananda; las mujeres son necias, Ananda. Este es el motivo, Ananda, esta es la
causa por la cual no toman parte en las asambleas públicas, ni dirigen negocios, ni se
«Varias mujeres imploraron su admisión en la Orden y fueron apoyadas por los discípulos,
pero Buda se negó a ceder durante largo tiempo. Decenios más tarde sucumbió a su
propia clemencia, a su piedad por ellas, y fundó, a falta de algo mejor, una Orden para
monjas. Entre las ocho estrictas Normas que les impuso, la primera dice: "Aunque llevare
ya cien años en la Orden, una monja tendrá que saludar a un monje -no importa que éste
haya sido ordenado el mismo día- con el máximo respeto. Deberá levantarse ante él, juntar
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las manos y honrarlo como es debido. Tendrá que respetar esta norma, reverenciarla,
«La séptima Norma, cuya religiosa observancia les fue encomendada en los mismos
términos, estipula: "Una monja no debe en ningún caso injuriar o censurar a un monje".
«La octava: "A partir de hoy día, el acceso a los hombres por vía del lenguaje estará
vedado a las monjas. Pero los monjes podrán acercarse a ellas por la vía del lenguaje".
«Pese a las barreras que el Sublime alzara contra las mujeres en sus ocho Normas, lo
invadió una gran tristeza al terminar y dijo a Ananda: "Si no les fuera permitido a las
mujeres, Ananda, según la doctrina y enseñanzas del Perfecto, retirarse del siglo y
consagrarse a una vida errante, esta Orden sagrada perduraría mucho tiempo, la Doctrina
verdadera duraría mil años. Mas como una mujer, Ananda, se ha retirado del siglo para
consagrarse a una vida errante, esta Orden sagrada, Ananda, no perdurará mucho tiempo,
«"Igual que si un hermoso arrozal, Ananda, es atacado por la enfermedad llamada añublo,
perece al poco tiempo, así también perecerá la Orden sagrada si a las mujeres se les
permite, en virtud de una doctrina y de unas enseñanzas, retirarse del siglo y consagrarse
«"Igual que si una hermosa plantación de azúcar, Ananda, es atacada por la enfermedad
llamada azul y perece al poco tiempo, así también perecerá la Orden sagrada si a las
mujeres se les permite, en virtud de una doctrina y de unas enseñanzas, retirarse del siglo
«Me parece oír aquí, a través del lenguaje impersonal de la fe, una enorme desesperación
personal, un tono doloroso que no he encontrado en ningún otro sitio, en ninguna de las
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"Duro como un árbol, Como los ríos sinuoso, Perverso como una mujer, Tan perverso y
absurdo" dice uno de los proverbios más antiguos de la India; bondadoso, como la mayoría
de los proverbios, en comparación con el horrible tema al que alude, pero indicativo del
- Lo qué dices sólo me resulta nuevo en parte. Admiro tu memoria. Del caudal infinito de la
tradición, citas lo que corrobora tus tesis. Me recuerdas a los antiguos brahmanes que,
antes de que existiera la escritura, transmitían oralmente a sus discípulos los Vedas, más
vastos que los libros sagrados de cualquier otro pueblo. Tú tienes en tu cabeza los libros
sagrados de todos los pueblos, no sólo de los hindúes. No obstante, pagas tu memoria
científica con una peligrosa carencia: no ves lo que ocurre a tu alrededor, nunca recuerdas
tus propias experiencias. Si yo te pidiese (cosa que desde luego no haré): cuéntame cómo
caíste en manos de aquella mujer, cómo logró mentirte y engañarte, utilizarte y jugar
contigo, cuéntame en detalles las maldades y estupideces que, según tu proverbio indio, la
componen, para que yo mismo pueda formarme un juicio y no tenga que aceptar el tuyo a
La primera vez que Jean-Claude Pelletier leyó a Benno von Archimboldi fue en la
Navidad de 1980, en París, en donde cursaba estudios universitarios de literatura
alemana, a la edad de diecinueve años. El libro en cuestión era D’Arsonval. El joven
Pelletier ignoraba entonces que esa novela era parte de una trilogía (compuesta por
El jardín, de tema inglés, La máscara de cuero, de tema polaco, así como D’Arsonval
era, evidentemente, de tema francés), pero esa ignorancia o ese vacío o esa dejadez
bibliográfica, que sólo podía ser achacada a su extrema juventud, no restó un ápice
del deslumbramiento y de la admiración que le produjo la novela.
A partir de ese día (o de las altas horas nocturnas en que dio por finalizada aquella
lectura inaugural) se convirtió en un archimboldiano entusiasta y dio comienzo su
peregrinaje en busca de más obras de dicho autor. No fue tarea fácil. Conseguir,
aunque fuera en París, libros de Benno von Archimboldi en los años ochenta del
siglo XX no era en modo alguno una labor que no entrañara múltiples dificultades.
En la biblioteca del departamento de literatura alemana de su universidad no se
hallaba casi ninguna referencia sobre Archimboldi. Sus profesores no habían oído
hablar de él. Uno de ellos le dijo que su nombre le sonaba de algo. Con furor (con
espanto) Pelletier descubrió al cabo de diez minutos que lo que le sonaba a su
profesor era el pintor italiano, hacia el cual, por otra parte, su ignorancia también se
extendía de forma olímpica.
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La lectura de estos dos nuevos libros contribuyó a fortalecer la opinión que ya tenía
de Archimboldi. En 1983, a los veintidós años, dio comienzo a la tarea de traducir
D’Arsonval. Nadie le pidió que lo hiciera. No había entonces ninguna editorial
francesa interesada en publicar a ese alemán de nombre extraño. Pelletier empezó a
traducirlo básicamente porque le gustaba, porque era feliz haciéndolo, aunque
también pensó que podía presentar esa traducción, precedida por un estudio sobre
la obra archimboldiana, como tesis y, quién sabe, como primera piedra de su futuro
doctorado.
Para entonces Pelletier ya había leído quince libros del autor alemán, había
traducido otros dos, y era considerado, casi unánimemente, el mayor especialista
sobre Benno von Archimboldi que había a lo largo y ancho de Francia.
Entonces Pelletier pudo recordar el día en que leyó por primera vez a Archimboldi y
se vio a sí mismo, joven y pobre, viviendo en una chambre de bonne, compartiendo
el lavamanos, en donde se lavaba la cara y los dientes, con otras quince personas que
habitaban la oscura buhardilla, cagando en un horrible y poco higiénico baño que
nada tenía de baño sino más bien de retrete o pozo séptico, compartido igualmente
con los quince residentes de la buhardilla, algunos de los cuales ya habían retornado
a provincias, provistos de su correspondiente título universitario, o bien se habían
mudado a lugares un poco más confortables en el mismo París, o bien, unos pocos,
seguían allí, vegetando o muriéndose lentamente de asco.
Se vio, como queda dicho, a sí mismo, ascético e inclinado sobre sus diccionarios
alemanes, iluminado por una débil bombilla, flaco y recalcitrante, como si todo él
fuera voluntad hecha carne, huesos y músculos, nada de grasa, fanático y decidido a
llegar a buen puerto, en fin, una imagen bastante normal de estudiante en la capital
pero que obró en él como una droga, una droga que lo hizo llorar, una droga que
abrió, como dijo un cursi poeta holandés del siglo XIX, las esclusas de la emoción y
de algo que a primera vista parecía autoconmiseración pero que no lo era (¿qué era,
entonces?, ¿rabia?, probablemente), y que lo llevó a pensar y a repensar, pero no
con palabras sino con imágenes dolientes, su periodo de aprendizaje juvenil, y que
tras una larga noche tal vez inútil forzó en su mente dos conclusiones: la primera,
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que la vida tal como la había vivido hasta entonces se había acabado; la segunda,
que una brillante carrera se abría delante de él y que para que ésta no perdiera el
brillo debía conservar, como único recuerdo de aquella buhardilla, s u voluntad. La
tarea no le pareció difícil.
La situación de Archimboldi en Italia, esto hay que remarcarlo, era bien distinta que
en Francia. De hecho, Morini no fue el primer traductor que tuvo. Es más, la
primera novela de Archimboldi que cayó en manos de Morini fue una traducción de
La máscara de cuero hecha por un tal Colossimo para Einaudi en el añ o 1969.
Después de La máscara de cuero en Italia se publicó Ríos de Europa, en 1971,
Herencia, en 1973, y La perfección ferroviaria en 1975, y antes se había publicado,
en una editorial romana, en 1964, una selección de cuentos en donde no escaseaban
las historias de guerra, titulada Los bajos fondos de Berlín. De modo que podría
decirse que Archimboldi no era un completo desconocido en Italia, aunque tampoco
podía decirse que fuera un autor de éxito o de mediano éxito o de escaso éxito sino
más bien de nulo éxito, cuyos libros envejecían en los anaqueles más mohosos de las
librerías o se saldaban o eran olvidados en los almacenes de las editoriales antes de
ser guillotinados.
Morini, por supuesto, no se arredró ante las pocas expectativas que provocaba en e l
público italiano la obra de Archimboldi y después de traducir Bifurcaria bifurcata
dio a una revista de Milán y a otra de Palermo sendos estudios archimboldianos, uno
sobre el destino en La perfección ferroviaria y otro sobre los múltiples disfraces de
la conciencia y la culpa en Letea, una novela de apariencia erótica, y en Bitzius, una
novelita de menos de cien páginas, similar en cierto modo a El tesoro de Mitzi, el
libro que Pelletier encontró en una vieja librería muniquesa, y cuyo argumento se
centraba en la vida de Albert Bitzius, pastor de Lützelflüh, en el cantón de Berna, y
autor de sermones, además de escritor bajo el seudónimo de Jeremias Gotthelf.
Ambos ensayos fueron publicados y la elocuencia o el poder de seducción
desplegado por Morini al presentar la figura de Archimboldi derribaron los
obstáculos y en 1991 una segunda traducción de Piero Morini, esta vez de Santo
Tomás, vio la luz en Italia. Por aquella época Morini trabajaba dando clases de
literatura alemana en la Universidad de Turín y ya los médicos le habían detectado
una esclerosis múltiple y ya había sufrido un aparatoso y extraño accidente que lo
había atado para siempre a una silla de ruedas.
Manuel Espinoza llegó a Archimboldi por otros caminos. Más joven que Morini y
que Pelletier, Espinoza no estudió, al menos durante los dos primeros años de su
carrera universitaria, filología alemana sino filología española, entre otras tristes
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razones porque Espinoza soñaba con ser escritor. De la literatura alemana sólo
conocía (y mal) a tres clásicos, Hölderlin, porque a los dieciséis años creyó que su
destino estaba en la poesía y devoraba todos los libros de poesía a su alcance,
Goethe, porque en el último año del instituto un profesor humorista le recomendó
que leyera Werther, en donde encontraría un alma gemela, y Schiller, del que había
leído una obra de teatro. Después frecuentaría la obra de un autor moderno, Jünger,
más que nada por simbiosis, pues los escritores madrileños a los que admiraba y, en
el fondo, odiaba con toda su alma hablaban de Jünger sin parar. Así que se puede
decir que Espinoza sólo conocía a un autor alemán y ese autor era Jünger. Al
principio, la obra de éste le pareció magnífica, y como gran parte de sus libros
estaban traducidos al español, Espinoza no tuvo problemas en encontrarlos y leerlos
todos. A él le hubiera gustado que no fuera tan fácil. La gente a la que frecuentaba,
por otra parte, no sólo eran devotos de Jünger sino que algunos de ellos también
eran sus traductores, algo que a Espinoza le traía sin cuidado, pues el brillo que él
codiciaba no era el del traductor sino el del escritor.
El paso de los meses y de los años, que suele ser callado y cruel, le trajo algunas
desgracias que hicieron variar sus opiniones. No tardó, por ejemplo, en descubrir
que el grupo de jungerianos no era tan jungeriano como él había creído sino que,
como todo grupo literario, estaba sujeto al cambio de las estaciones, y en otoño,
efectivamente, eran jungerianos, pero en invierno se transformaban abruptamente
en barojianos, y en primavera en orteguianos, y en verano incluso abandonaban el
bar donde se reunían para salir a la calle a entonar versos bucólicos en honor de
Camilo José Cela, algo que el joven Espinoza, que en el fondo era un patriota,
hubiera estado dispuesto a aceptar sin reservas de haber habido un espíritu más
jovial, más carnavalesco en tales manifestaciones, pero que en modo alguno podía
tomarse tan en serio como se lo tomaban los jungerianos espurios.
Más grave fue descubrir la opinión que sus propios ensayos narrativos suscitaban en
el grupo, una opinión tan mala que en alguna ocasión, durante una noche en vela,
por ejemplo, se llegó a preguntar seriamente si esa gente no le estaba pidiendo entre
líneas que se fuera, que dejara de molestarlos, que no volviera más.
Y aún más grave fue cuando Jünger en persona apareció por Madrid y el grupo de
los jungerianos le organizó una visita a El Escorial, extraño capricho del maestro,
visitar El Escorial, y cuando Espinoza quiso sumarse a la expedición, en el rol que
fuera, este honor le fue denegado, como si los jungerianos simuladores no le
consideraran con méritos suficientes como para formar parte de la guardia de corps
del alemán o como si temieran que él, Espinoza, pudiera dejarlos mal parados con
alguna salida de jovenzuelo abstruso, aunque la explicación oficial que se le dio
(puede que dictada por un impulso piadoso) fue que él no sabía alemán y todos los
que se iban de picnic con Jünger sí lo sabían.
También descubrió que era un joven rencoroso y que estaba lleno de resentimiento,
que supuraba resentimiento, y que no le hubiera costado nada matar a alguien, a
quien fuera, con tal de aliviar la soledad y la lluvia y el frío de Madrid, pero este
descubrimiento prefirió dejarlo en la oscuridad y centrarse en su aceptación de que
jamás sería un escritor y sacarle todo el partido del mundo a su recién exhumado
valor.
Aparte de Archimboldi una cosa tenían en común Morini, Pelletier y Espinoza. Los
tres poseían una voluntad de hierro. En realidad, otra cosa más tenían en común,
pero de esto hablaremos más tarde.
Liz Norton, por el contrario, no era lo que comúnmente se llam a una mujer con una
gran voluntad, es decir no se trazaba planes a medio o largo plazo ni ponía en juego
todas sus energías para conseguirlos. Estaba exenta de los atributos de la voluntad.
Cuando sufría el dolor fácilmente se traslucía y cuando era feliz la felicidad que
experimentaba se volvía contagiosa. Era incapaz de trazar con claridad una meta
determinada y de mantener una continuidad en la acción que la llevara a coronar esa
meta. Ninguna meta, por lo demás, era lo suficientemente apetecible o desea da
como para que ella se comprometiera totalmente con ésta. La expresión «lograr un
fin», aplicada a algo personal, le parecía una trampa llena de mezquindad. A «lograr
un fin» anteponía la palabra «vivir» y en raras ocasiones la palabra «felicidad». Si la
voluntad se relaciona con una exigencia social, como creía William James, y por lo
tanto es más fácil ir a la guerra que dejar de fumar, de Liz Norton se podía decir que
era una mujer a la que le resultaba más fácil dejar de fumar que ir a la guerra.
Una vez, en la universidad, alguien se lo dijo, y a ella le encantó, aunque no por ello
se puso a leer a William James, ni antes ni después ni nunca. Para ella la lectura
estaba relacionada directamente con el placer y no directamente con el
conocimiento o con los enigmas o con las construcciones y laberintos verbales, como
creían Morini, Espinoza y Pelletier.
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causó extrañeza, ¿cómo era posible, le preguntó a su amigo, que existiera un escritor
alemán que se apellidara como un italiano y que sin embargo tuviera el von,
indicativo de cierta nobleza, precediendo al nombre? El amigo alemán no supo qué
contestarle. Probablemente era un seudónimo, le dijo. Y también añadió, para sumar
más extrañeza a la extrañeza inicial, que en Alemania no eran comunes los nombres
propios masculinos terminados en vocal. Los nombres propios femeninos sí. Pero
los nombres propios masculinos ciertamente no. La novela era La ciega y le gustó,
pero no hasta el grado de salir corriendo a una librería a comprar el resto de la obra
de Benno von Archimboldi.
Cinco meses después, ya instalada otra vez en Inglaterra, Liz Norton recibió por
correo un regalo de su amigo alemán. Se trataba, como es fácil adivinar, de otra
novela de Archimboldi. La leyó, le gustó, buscó en la biblioteca de su college más
libros del alemán de nombre italiano y encontró dos: uno de ellos era el que ya había
leído en Berlín, el otro era Bitzius. La lectura de este último sí que la hizo salir
corriendo. En el patio cuadriculado llovía, el cielo cuadriculado parecía el rictus de
un robot o de un dios hecho a nuestra semejanza, en el pasto del parque las oblicuas
gotas de lluvia se deslizaban hacia abajo pero lo mismo hubiera significado que se
deslizaran hacia arriba, después las oblicuas (gotas) se convertían en circulares
(gotas) que eran tragadas por la tierra que sostenía el pasto, el pasto y la tierra
parecían hablar, no, hablar no, discutir, y sus palabras ininteligibles eran como
telarañas cristalizadas o brevísimos vómitos cristalizados, un crujido apenas
audible, como si Norton en lugar de té aquella tarde hubiera bebido una infusión de
peyote.
Pero la verdad es que sólo había bebido té y que se sentía abrumada, como si una
voz le hubiera repetido en el oído una oración terrible, cuyas palabras se fueron
desdibujando a medida que se alejaba del college y la lluvia le mojaba la falda gris y
las rodillas huesudas y los hermosos tobillos y poca cosa más, pues Liz Norton antes
de salir corriendo a través del parque no había olvidado coger su paraguas.
El tiempo libre que les quedó, que fue mucho, lo dedicaron a pasear por lo s, en
opinión de Pelletier, parvos lugares interesantes de Augsburg, ciudad que a
Espinoza también le pareció parva, y que a Morini sólo le pareció un poco parva,
pero parva al fin y al cabo, empujando, ora Espinoza, ora Pelletier, la silla de ruedas
del italiano, cuya salud en aquella ocasión no era muy buena, sino más bien parva,
por lo que sus dos compañeros y colegas estimaron que un poco de aire fresco no le
iba a sentar mal, más bien todo lo contrario.
Nada de esto agrió la relación que Pelletier y Espinoza mantenían con Morini.
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Yo había saltado desde el borde del acantilado y justo cuando estaba a punto
de dar contra el fondo, ocurrió un hecho extraordinario: me enteré de que había
gente que me quería. Que le quieran a uno de ese modo lo cambia todo. No
disminuye el terror de la caída, pero te da una nueva perspectiva de lo que
significa ese terror. Yo había saltado desde el borde y entonces, en el último
instante, algo me cogió. Ese algo es lo que defino como amor. Es la única cosa
que puede detener la caída de un hombre, la única cosa lo bastante poderosa
como para invalidar las leyes de la gravedad.
―A veces me daba la sensación de que nosotros, su familia, éramos para él como animales
domésticos.
El perro que se saca a pasear, el gato con el que se juega, y también el gato que se acurruca en el
regazo y ronronea y se deja acariciar, pueden despertar afecto, en cierto modo pueden hacerse
hasta necesarios, y sin embargo puede ser un engorro comprarles la comida, limpiar lo que
ensucian y llevarlos al veterinario. Puede ser que la vida verdadera esté en otro sitio, muy lejos de
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ahí. Me habría gustado que su vida fuéramos nosotros, su familia. A veces también me habría
gustado que mi hermano no fuera tan refunfuñón ni mi hermana pequeña tan descarada. Pero,
llegada la noche, de repente me daba cuenta de que los quería muchísimo a todos. Mi hermana
pequeña. Seguramente no era fácil ser la más pequeña de cuatro hermanos, y para afirmarse como
persona necesitaba un cierto grado de descaro. Mi hermano mayor. ―Compartíamos habitación, lo
cual sin duda se le hacía más pesado a él que a mí, y además, desde que me había puesto
enfermo, yo dormía solo en la habitación, mientras él tenía que conformarse con el sofá del
comedor. ¿Cómo no iba a refunfuñar? Mi padre. ―¿Dónde estaba escrito que sus hijos tenían que
ser lo más importante de su vida? Además, íbamos creciendo, y cualquier día tendríamos edad de
irnos de casa.‖
―¡Léemelo!
—Léelo tú misma, te lo traeré.
—Tienes una voz muy bonita, chiquillo. Me apetece más escucharte que leer yo sola.
—Uf…, no sé.
Pero al día siguiente, cuando fui a besarla, retiró la cara.
—Primero tienes que leerme algo.
Lo decía en serio. Tuve que leerle Emilia Galotti media hora entera antes de que ella me metiese en
la ducha y luego en la cama. Ahora ya me había acostumbrado a las duchas y me gustaban. Pero
con tanta lectura se me habían pasado las ganas. Para leer una obra de teatro de manera que los
diferentes personajes sean reconocibles y tengan un poco de vida, hace falta un cierto grado de
concentración. En la ducha me volvían las ganas. Lectura, ducha, amor y luego holgazanear un
poco en la cama: ése era entonces el ritual de nuestros encuentros.‖
―Con la Odisea empezó todo. La leí después de separarme de Gertrud. Pasaba muchas noches sin
dormir más que unas pocas horas y dando vueltas en la cama. Cuando encendía la luz y le echaba
mano a un libro se me cerraban los ojos, y cuando dejaba el libro y apagaba la luz, se me abrían
otra vez de par en par.
Así que decidí leer en voz alta. De ese modo no se me cerraban los ojos. Pero en mis confusas
divagaciones de duermevela, llenas de recuerdos y sueños y de atormentadores círculos viciosos,
que giraban en torno a mi matrimonio, mi hija y mi vida, se imponía una y otra vez la figura de
Hanna. Así que decidí leer para Hanna.
Y empecé a grabarle cintas"
Llevaba casi veinte años sin ver a Virginia cuando supe de la muerte de su padre. «Muere el
presidente del gremio de libreros anticuarios de Barcelona», rezaba un titular que alguien
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desconocido había dejado en mi muro de Facebook, tal vez porque sabía de mi lejana relación
con la familia. Toda una incoherencia enterarme de ese modo, porque Antoni Rogés nunca
quiso saber nada de nuevas tecnologías. Ni siquiera aprendió a manejar un ordenador.
Consideraba un lujo mantenerse apegado a los métodos de siempre. Incluso la pluma
estilográfica le parecía demasiado moderna y prefería sumergir el plumín en un tintero de
cristal que le aguardaba, en su incongruente resignación, sobre la madera de roble de su
escritorio. Escribía largas y hermosas cartas, de caligrafía difícil. La noticia aseguraba que
durante cinco años Rogés había presentado batalla a un cáncer que le carcomía los huesos,
hasta que le tocó rendirse. A continuación trazaba una semblanza de quien consideraba «el
último miembro de una especie de dinosaurios» y concluía diciendo que su recuerdo
perduraría en los anaqueles atestados de volúmenes de su establecimiento de la calle de
Canuda, toda una institución en la ciudad: la librería Palinuro. Me pregunté, tanto tiempo
después, por qué mis últimos recuerdos de Antoni Rogés también tenían dos décadas. Ni
siquiera recordaba cuándo fue la última vez que le visité. Como si al dejar la carrera hubiera
borrado también a todos los que guardaban alguna relación con aquella época. Quién sabe, a
los años les gusta jugar a hacer y deshacer relaciones. La puerta del establecimiento de Rogés
era de madera oscura, acristalada. «Librería Palinuro», rezaba el rótulo. Y debajo, en letras
doradas, perjudicadas por ese otro cáncer, el del tiempo, un lema que hacía sonreír a cuantos
se detenían a comprenderlo: «Libros leídos. Ni viejos ni usados.» La mesa donde trabajaba
Antoni se encontraba al fondo, casi en la trastienda. «Desde aquí tengo una posición
privilegiada para observar a los clientes, que no siempre son todo lo honestos que cabría
desear», decía. Le recordé sentado en aquel lugar, con las gafas resbaladas sobre la nariz, la
lupa en la mano y el ceño fruncido, entre un caos sempiterno de papeles y libros, estudiando
algún detalle de una encuadernación o de una impresión especial. Fue mi primer librero de
viejo, pero también mi primer crítico. Le llevé mis primeros y horrorosos cuentos, cuando aún
me sentía segura de todo y más escritora que nunca. En la trastienda tenía una cafetera
eléctrica. Llegué a visitarle con tanta frecuencia que yo misma preparaba el café, mientras él
buscaba las gafas y cambiaba la mesa a punto de desbordarse por un sillón de orejas de
descolorida tapicería roja. Me sentaba frente a él, en una banqueta. Esperaba sus comentarios
con el desasosiego con que un reo espera su sentencia. Por su culpa llegué a plantearme un
par de veces dejar de escribir, cuando aún no había aprendido dos cosas fundamentales de mi
oficio: que el mejor crítico es también el más duro. Y que un verdadero escritor no puede dejar
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de escribir pase lo que pase. —¿Qué haces tú estudiando leyes? Entiendo que lo haga mi hija,
que es una aburrida y odia los libros, pero tú. ¿No te aburres de aburrirte? Virginia y yo fuimos
amigas en la facultad, a pesar de que no teníamos nada en común. Ella era pasante en un
despacho de abogados muy famoso y, con toda razón, se sentía muy orgullosa de ello. Yo
había comenzado a trabajar en la sección de cultura de un periódico, una mera excusa que me
permitía lo imposible cuando estás empezando: cobrar por escribir. Virginia no entendía mi
odio hacia el Derecho. Yo no entendía su odio hacia la librería de su padre. —Por nada del
mundo quiero trabajar allí. Es horrible —decía. Compré La Vanguardia en busca de la esquela.
Había varias. Una de ellas, del gremio al que perteneció Rogés toda su vida. Antoni Rogés
Graner. Tus compañeros te recordarán con admiración y agradecimiento, etcétera, etcétera.
«La ceremonia tendrá lugar mañana, día 10 de agosto, a las 10.30 horas, en el Tanatorio de
Sancho de Ávila. Barcelona.» Llegué a las diez. Sala ocho. Sólo media docena de personas.
Virginia iba disfrazada de viuda: falda negra por debajo de las rodillas, chaqueta a juego, blusa
gris, el pelo recogido en una coleta.
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Frau Diller era una mujer mordaz, con gafas de gruesos cristales y una mirada
cruel y fulminante. Había perfeccionado esa mirada malévola para desalentar a
todo aquel que pretendiera robar en su tienda, que regentaba con porte militar,
voz helada y un aliento que incluso olía a “heil Hitler“.
Al pasar por ahí, Rudy le llamó la atención a Liesel sobre los ojos a prueba de
balas que los escudriñaban a través del escaparate.
Cuando ya se habían alejado bastante del comercio, Liesel se volvió y vio que
los ojos enormes seguían allí, pegados al cristal del escaparate.
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Cuando los soldados hubieron desaparecido, los Steiner y Liesel pasaron por
delante de varios escaparates y el ayuntamiento, que años después sería
rebanado a la altura de las rodillas y enterrado. Había varias tiendas
abandonadas todavía marcadas con estrellas amarillas y comentarios
antisemitas. Más allá la iglesia, cuyo tejado de elaborados azulejos apuntaba al
cielo. En general, la calle era un alargado tubo gris, un pasillo húmedo lleno de
gente encorvada por el frío y salpicado de tenues pisadas.
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Hasta la llegada de MAx, perdieron otro cliente, esta vez la colada de los
Weingartner. El Schimpfereiobligado se desató en la cocina. Sin embargo, Liesel
se consoló pensando que todavía les quedaban dos y, aun mejor, uno de ellos
era el alcalde, la mujer y los libros.
En cuanto a las otras actividades de Liesel, seguía armándola junto con Rudy
Steiner, Incluso me atrevería a afirmar que estaban perfeccionando su modus
operandi.
Tal como ya hemos comprobado, una de las ventajas de patear la ciudad era la
posibilidad de encontrar cosas en el suelo. Otra era fijarse en la gente o, aún
más importante, en la misma gente haciendo las mismas cosas semana tras
semana.
Un chico del colegio, Otto Sturm, era una de esas personas a las que
observaban. Todos los viernes por la tarde se acercaba a la iglesia en bicicleta
para llevarles viandas a los curas.
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Liesel cargaba con la colada, como siempre. Rudy llevaba dos baldes de agua
fría o, como él decía, dos baldes de futuro hielo.
Sin dudarlo, vertió el agua sobre la calzada, en el tramo exacto en que Otto
tomaba la curva.
La calzaba ya estaba helada de por sí, pero Rudy, apenas capaz de contener una
sonrisa que le atravesaba el rostro de oreja a oreja, le añadió una capa adicional.
Al cabo de unos quince minutos, el diabólico plan dio su fruto, por así decirlo.
– Ahí está.
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– ¡Por los clavos de Cristo- exclamó Rudy-, creo que lo hemos matado!
Tentaciones
Ella entra con la luz del sol como una gracia ondeante
que irrumpe en la penumbra de la habitación. Mansur
sale de su letargo a la vista de esta criatura que se
desliza por las estanterías.
-Por desgracia, no nos queda ningún ejemplar aquí, pero tengo algunos en
casa. Si puedes volver mañana, te lo traigo.
Ese día, el posterior a su decepción, está de mal humor y languidece detrás del
mostrador. Privado de electricidad, el local está en sombras, y ahí donde entran
los rayos del sol, el polvo vuela, acentuando la tristeza del lugar. Cuando los
clientes le piden un libro, Mansur responde secamente que no lo tiene, incluso
si está en un estante delante de sus narices. Maldice las cadenas que lo atan a
la librería de su padre, maldice a su padre que no le deja el viernes libre ni le
permite estudiar, que no lo deja comprar una bicicleta o ver a sus amigos. Odia
las obras polvorientas de la tienda; de hecho, odia los libros en general y no ha
empezado a leer uno solo desde que lo sacaron del colegio. Lo despiertan
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unos pasos ligeros acompañados por un crujido de tela pesada. Igual que la
primera vez, ella aparece en medio de un rayo de sol que hace bailar el polvo
de los libros a su alrededor. Mansur reprime las ganas de saltar de pura alegría
y de nuevo adopta un aire de librero serio.
-¿A tu casa?
Conduce al azar por las calles de Kabul con una joven velada en el asiento
trasero. No tiene el libro que ella busca, y además en casa están su abuela y
todas sus tías. La presencia tan cercana de la desconocida lo preocupa y lo
excita. En un momento de valentía, le pide que lo deje ver su cara. Ella se
queda completamente rígida durante unos segundos antes de levantar la pieza
delantera de la burkay mantener su mirada en el retrovisor. Lo sabía: es muy
bella, sus ojos maquillados son grandes y oscuros. Parece unos años mayor
que él. Haciendo unas piruetas verbales excepcionales, y gracias a su encanto
y su capacidad de convencer, Mansur logra que la estudiante se olvide del libro
de química y la invita a un restaurante.
Detiene el auto, la joven sale y se cuela discretamente por la escalera que lleva
al restaurante Marco Polo, donde Mansur pide toda la carta: brochetas de pollo
asado, kebab, mantu (fideos afganos rellenos de carne), pilau y pudín de
pistache de postre.
Durante la comida, Mansur intenta hacerla reir, quiere que se sienta halagada y
la invita a comer más. Ella está sentada en un rincón del restaurante, de
espaldas a las otras mesas, con la burka echada hacia atrás. Ha dejado a un
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lado los cubiertos y come con las manos, como la mayoría de los afganos,
mientras le cuenta su vida a Mansur y le habla de su familia y de sus estudios.
Pero él, presa de la excitación, no la escucha. Es su primera cita, su primera
cita ilegal. Al irse deja una propina exageradamente generosa a los camareros
con la que busca impresionar a su acompañante. Por su vestimenta, Mansur
deduce que no es rica, pero que tampoco es pobre. Él tiene que volver cuanto
antes a la tienda y ella entra sola en un taxi, algo que con el régimen talibán
hubiera costado latigazos y cárcel para ella y para el taxista. La cita que
acaban de celebrar en el restaurante habría sido imposible entonces, un
hombre y una mujer que no eran parientes no podían caminar juntos por la
calle, y ni en sueños ella hubiese podido quitarse la burka en público. Las
cosas han cambiado, por suerte para Mansur, quien promete a la estudiante
llevarle el libro a la tienda al día siguiente.
Toda la jornada siguiente pondera qué decirle a la chica cuando vuelva. Debe
cambiar de táctica, dejar de ser librero y empezar a comportarse como un
seductor. Del lenguaje del amor, Mansur no conoce otra cosa que las frases
grandilocuentes de las películas indias y paquistaníes, que invariablemente
comienzan con un encuentro y pasan por el odio, la traición y el desengaño
antes de acabar con maravillosas promesas de amor eterno. Buena escuela
para un joven seductor.
-Desde que te fuiste ayer, no he dejado de pensar en ti. Sabía que tú tenías
algo especial, que tú estás hecha para mí. ¡Eres mi destino!
Seguramente le gustará escuchar esto, y habrá que mirarla a los ojos, tal vez
incluso tomarla de la muñeca.
-Necesito estar a solas contigo. Quiero verte entera, quiero ahogarme en tus
ojos -dirá. O se mostrará más reservado y le dirá:
-No te pido mucho, sólo que si puedes vengas de vez en cuando; lo entenderé
si no quieres hacerlo, pero ¿podrías entonces venir al menos una vez a la
semana?
Tendrá que actuar como el Mansur del auto caro, el Mansur de la tienda
elegante, el Mansur que da generosas propinas, el Mansur vestido al estilo
occidental. Tiene que tentarla con la vida que podría tener con él.
-Tendrás una casa grande con jardín y muchos criados, e iremos de viaje al
extranjero.
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Tiene que hacerla sentirse deseada y demostrarle lo mucho que ella significa
para él.
Si aun así ella no hace lo que él le pide, habrá que echar mano del dramatismo:
Cada día la espera y cada día cierra con llave las puertas metálicas sin que ella
haya hecho acto de presencia. Las horas que Mansur pasa en la tienda se
vuelven cada vez más insoportables.
La librería de Sultán no es la única de la calle, hay otras; así como hay otras
papelerías, centros de copiado y talleres de encuadernación. En una de las
tiendas trabaja Rahimula. Pasa a menudo por la tienda de Mansur a tomar té y
charlar, pero este día es Mansur quien pasa por la tienda de Rahimula.
Lamenta su suerte; Rahimula sólo se ríe.
-Eso te pasa por probar suerte con una estudiante. Ésas son demasiado
virtuosas; debes intentarlo con alguien que necesite dinero. Las más fáciles son
las mendigas, y muchas de ellas no están nada mal. O vete donde está la ONU
y ofrécete para distribuir harina y aceite, ahí van muchas viudas jóvenes.
-Tú ve allí y búscate una con aspecto juvenil. Cómprale una botella de aceite y
pídele que venga aquí. "Si vienes conmigo a la tienda, yo te ayudo en el
futuro", eso les suelo decir yo. Cuando vienen, les ofrezco un poco de dinero y
las llevo a la trastienda. Llegan con el velo y salen con el velo; nadie sospecha
nada. Yo obtengo lo que quiero y ellas se quedan con dinero para sus hijos.
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-Les quito el velo, el vestido, las sandalias, los pantalones y la ropa interior.
Una vez dentro, es demasiado tarde para cambiar de opinión. Gritar es
impensable: incluso si alguien viene en su auxilio, la culpa será de ella de todas
formas, y saben que el escándalo les arruinaría la vida. Con las viudas no hay
problema, pero si son jóvenes, si son vírgenes, lo hago entre sus piernas,
simplemente les pido que las aprieten. O lo hago por detrás, ya sabes, por
detrás -explica el comerciante.
Mansur mira desconcertado al hombre, que es algo mayor que él. ¿Tan simple
es?
Esa misma tarde, cuando para junto a la masa azul de burkas, comprueba que
no, que no es tan simple. Compra una botella de aceite, pero las manos de la
mujer que se la ofrece son ásperas y están gastadas. Mira alrededor de él y
sólo ve pobreza. Tira la botella en el asiento trasero del auto y se va.
Una vez liga con una chica que conoce en la calle, es una analfabeta que
nunca ha visto un libro. Está esperando en la parada de autobuses que hay
enfrente de la tienda, y Mansur le dice que quiere mostrarle algo. La joven es
guapa y dócil y va varias veces a la tienda. También a ella Mansur le promete
un futuro dorado, y ella a veces se deja toquetear por debajo de la burka. Pero
esto sólo hace que a Mansur le hierva más la sangre.
-Tengo el corazón negro -le confía a Eqbal, su hermano menor, pues sabe que
no es bueno pensar en esas muchachas.
-Me pregunto por qué son tan aburridas -le comenta Ra- himula un día que
Mansur pasa a tomar té en su tienda.
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-¿Será que las mujeres afganas son diferentes? Intento explicarles lo que
tienen que hacer, pero nada... -suspira, y Mansur también.
Entra una chiquilla en la tienda, tal vez tenga doce años, tal vez catorce. Tiende
una mano sucia y mira implorante a los dos hombres.
Un sucio chal blanco con flores rotas le cubre la cabeza y los hombros, es
demasiado pequeña para llevar la burka, que no se suele llevar hasta la
pubertad.
Unas horas más tarde regresa recién lavada. Una vez más, Mansur está de
visita.
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Liquidación Final
Galicia, otoño de 2014
Están ahí los dos, al pie del Faro, en las rocas fronterizas. Ella y él. Los furtivos.
Estoy de pie frente al mar y tengo miedo a girarme, a darles la espalda, y que todo
desaparezca para siempre. También ellos. Que cuando me vuelva, solo encuentre un
inmenso vacío partido por la Línea del Horizonte, una línea fósil, sin recuerdos que
se muevan en ella como ahora lo hace Garúa en bicicleta con su lote de libros en las
alforjas. Que de pronto se encienda de día la linterna del Faro y un destello de luz
negra, humeante, recorra la ciudad y enfoque acusador la fachada de Terranova y el
letrero del escaparate en el que escribí: Liquidación final de existencias por cierre
inminente.
Mejor mentir y escribir: Liquidación por defunción. Y estar allí, en primera línea.
Eso tal vez provocaría un aplauso. Qué menos que un aplauso, que una ovación. Eso
sería una chispa de esperanza. Yo viví esa profecía, la llevé en una chapa cuando
dejé de ser el Duque Blanco: No Future. No hay futuro. Me estremece saber que
teníamos razón. Era lo último que queríamos tener, la razón. Como descubrir ahora
que nuestra fealdad intencionada era una forma de belleza. Que la costra de
suciedad era una capa protectora.
Povertade poverina,
Qué bien me sienta este rezo. Mi poeta, Jacopone da Todi. Un reg alo del tío Eliseo
cuando yo estaba en el Pulmón de Acero: Y te daré pan y agua y hierbabuena, y un
puñado de sal a quien venga de fuera.
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polio!, me afectó a mí, pero cayó como un obús en Terranova. Había una gran
epidemia de la que apenas se informaba. Cuando golpeaba cerca, la gente descubría,
atónita, que la peste acechaba hacía tiempo. A mí no solo me paralizó piernas y
brazos. El aparato respiratorio se olvidó de respirar.
No debería haber escrito ese letrero. No debería haberlo puesto en el cristal con esa
orla de esquela mortuoria.
Camino del Faro, me había ido encontrando con carteles semejantes . El kiosco de
prensa Sócrates: Liquidación por cierre. La tienda de lámparas Boreal: Liquidación
de existencias. La confitería Ambrosía: Liquidación obligatoria. Incluso la taberna
Ovidio, ya sin letrero, cómo protestan los ojos cuando paso por delante. L a lencería
La Donna Moderna: Liquidación total. Esa fue la liquidación en la que más me paré.
Dicen que los libreros, cuando salen de paseo, se dedican a ver librerías. Pero no es
mi caso. Yo siempre me fijé más en las ferreterías, en los ultramarinos, en las
tiendas de juguetes, y en las lencerías, sobre todo en las lencerías donde hay
maniquíes. Ah, mi ruta de la seda. La Maja, Las Tres Bes, La Gloria de las Medias,
La Crisálida. Y también la sombrerería Dandy. ¡Pruébese un sombrero, señor
Fontana! Yo necesito uno de gánster, señor Piñón. No hay problema, ¡se lo hacemos
a la medida de Chicago! Pero hoy, en el escaparate de La Donna Moderna, solo hay
maniquíes desnudos con el letrero de Liquidación total. Una parada para el
desasosiego. Y yo necesito un respiro. Mi memoria es una prolongación del aparato
respiratorio. En estos casos, no hay tanta distancia entre el viejo y el niño que fui.
Me apoyo, por fin, en el árbol de la horca. En el mismo parque donde colgaron al
héroe de la ciudad, el general liberal Díaz Porlier, como corresponde al hijo más
querido, el ahorcarlo. Y para calentarle los pies y aliviar lo incómodo de tal posición,
quemaron bajo el péndulo del cuerpo sus papeles, las memorias, los manifiestos y
también las cartas de amor. Ese árbol me da ánimos. Por eso no me molestó, me
alegré como un héroe el día en que oí un murmullo travieso a mi espalda: ¡Qué bien
cojea ese cabrón!
Ahora me siento culpable de todos los cierres. Por haber escrito ese letrero. Una
rebelión de los ojos. Por haber metido la jodida mano en la intimidad de las
palabras. Debería abrir día y noche. Poner luces de barco. Hace tiempo que no veo a
jóvenes robando libros. Esa excitación que se produce en el cuerpo, en la mirada.
Tengo que volver rápido a la librería.
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¿Leyó Frankenstein alguna vez el Quijote? Vayamos paso a paso. Era el verano de 1816. Mary
Shelley y su esposo, el también escritor Percy Bysshe Shelley, acudieron a Suiza, a una hermosa
casa en las montañas que su amigo lord Byron tenía en aquel lugar. Allí disfrutaban todos los
invitados de un maravilloso verano alpino henchido de bosques, valles y senderos por los que a
menudo caminaban para ejercitarse, al tiempo que así admiraban los espectaculares paisajes
de aquel territorio. Pero un día, en uno de esos frecuentes cambios meteorológicos propios de
las zonas montañosas, las nubes taparon el sol y las lluvias interrumpieron sus excursiones. Y
no sólo por una jornada o dos, sino que la lluvia pareció encontrarse cómoda entre aquellas
laderas verdes y decidió instalarse por un largo período. By ron, el matrimonio Shelley y el
resto de los invitados optaron entonces por reunirse a la luz de una hoguera que ardía en una
gran chimenea de la casa en la que se habían instalado y allí, entre copa y copa de vino,
deleitarse en la lectura en voz alta que Percy Shelley realizaba de diferentes clásicos de la
literatura universal. Percy Shelley era un reconocido poeta que, como Byron, había tenido que
escapar de Inglaterra por el revolucionario tono de muchos de sus poemas contra el gobierno
conservador británico que se oponía, entre otras cosas, a cambios en una vetusta ley electoral
que impedía que los barrios obreros tuvieran los mismos representantes parlamentarios que
las zonas rurales más conservadoras. El caso es que Percy sabía leer en público o declamar de
modo que agitaba los corazones o despertaba la imaginación de quien le escuchara. Lo
sabemos con detalle porque todo esto nos lo cuenta la propia Mary Shelley, su esposa: por un
lado, en el prólogo a su obra Frankenstein y, por otro, en su propio diario personal, en donde,
día a día, la intrépida autora se tomaba la molestia de dejar constancia de todo aquello que
había hecho cada jornada: unos escritos que ahora constituyen una pequeña gran joya para
críticos literarios y curiosos de toda condición (entre los que me incluyo). Así, Mary nos
describe cómo lord Byron, uno de esos interminables días de tormenta veraniega, sin
posibilidad de poder salir a la montaña o realizar cualquier otra actividad en el exterior de la
casa, se levantó y lanzó un gran reto. Como no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta a
muchos de los allí presentes, se trataba de un reto literario. —Os propongo un concurso. —
¿Qué tipo de concurso? —preguntó Percy intrigado y poniendo palabras a la curiosidad de
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todos los presentes. —Propongo —empezó entonces lord Byron— que cada uno de nosotros
escriba un relato, una historia de terror —dijo bajando la voz, envuelto en las sombras que
proy ectaba el fuego de la chimenea—. Y el que consideremos como el relato más terrorífico,
ése ganará el concurso. Era, sin duda, un desafío apasionante, y más aún teniendo en cuenta el
saber hacer literario de muchos de los allí reunidos, pero la brillante idea, no obstante, cayó en
el olvido con rapidez en cuanto salió el sol y regresó el buen tiempo. Byron y Percy Shelley
eran grandes escritores, pero inconstantes (los hombres… ya se sabe), y pronto dejaron las
plumas y la tinta y las palabras escritas y se adentraron de nuevo en los hermosos bosques de
los Alpes. Por el contrario, Mary Shelley, mucho más disciplinada que cualquiera de sus amigos
masculinos, no se dejó distraer o tentar por las maravillas de la naturaleza, sino que prefirió
permanecer en aquella casa y día a día, noche a noche, engendró la maravillosa novela titulada
Frankenstein o el moderno Prometeo. Por cierto, Frankenstein no es el monstruo, o la «
criatura» , como cariñosamente la define la propia Mary Shelley, sino Victor Frankenstein, el
doctor que la crea, aunque todos pensemos siempre en esta criatura cuando oímos el apellido
del doctor alemán. Pero lo más interesante de esta historia es que la escritora no creó esta
novela desde la nada absoluta, sino imbuida por esos espacios montañosos que la rodeaban (y
muchas montañas y frío y nieve hay, sin duda, en el libro que escribió, que abre con un viaje a
una región polar); y también influida, de una forma u otra, por las maravillosas lecturas que su
esposo Percy seguía haciendo por las noches junto a la chimenea de grandes clásicos de la
literatura. Mary escribía sobre todo durante el día, pero seguía compartiendo con todos las
veladas de lectura colectiva donde su marido proseguía deleitándolos con su mágica dicción,
que, estoy seguro de ello, debía de dar vida a cada uno de aquellos personajes que aparecían
en las novelas seleccionadas. Y una noche especial, tras largas caminatas para unos en la
montaña y una intensa sesión de escritura para Mary, Percy eligió una obra maestra de la
literatura española traducida al inglés: Don Quijote. Así lo recoge Mary Shelley en su diario en
la entrada del 7 de octubre de 1816: « Percy lee Curtius y Clarendon; escribir; Percy lee Don
Quijote por la noche.» Y así siguió su marido ley endo cada noche durante todo un mes, un
mes eterno e inolvidable para la historia de la literatura universal en el que Mary escribía su
gran novela. Hasta que el 7 de noviembre Mary anota en su diario: « Escribir. Percy lee
Montaigne por la mañana y termina la lectura de Don Quijote por la noche.» Mary Shelley se
enamoró de la literatura mediterránea y en particular de Cervantes, ya fuera por la pasión con
la que Percy leyó aquella traducción del Quijote, o por sus largas estancias en países del sur de
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Europa. El hecho es que Mary Shelley, años después, entre 1835 y 1837, escribiría la más que
bien documentada y aún más que interesante Vidas de los más eminentes hombres de la
ciencia y la literatura de Italia, España y Portugal, donde, entre otros muchos autores italianos
y portugueses, biografiaba también las vidas de poetas, dramaturgos y novelistas españoles
como Boscán, Garcilaso de la Vega, Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo o Calderón de
la Barca. Y es que Mary Shelley hablaba no sólo inglés, sino francés, italiano, portugués y hasta
español. ¿Y cómo aprendió español? Muy « sencillo» (obsérvese que escribo sencillo entre
comillas): tanto le gustaron el Quijote y su lectura por parte de su esposo en 1816 que, cuatro
años después, en 1820, volvió a leerlo, después de haber iniciado el estudio del español, pero
esta vez lo ley ó directamente en castellano. Y tal es la pasión que Mary Shelley sintió por esa
gran obra que el lector curioso encontrará una referencia a Sancho Panza en el prólogo a
Frankenstein, igual que podrá observar que la novela de Mary Shelley presenta su relato a
través de múltiples narradores (el aventurero Walton, el doctor Frankenstein y hasta el propio
monstruo); es decir, la misma técnica narrativa que Cervantes usó para el desarrollo del
Quijote (narrado por alguien que encontró un supuesto original en árabe que debe traducir
una tercera persona y donde cada uno quita y pone según le place). Y, por si quedan dudas,
Mary Shelley decidió recrear la famosa « Historia del cautivo» (capítulos XXXIXXLI del Quijote,
primera parte) en el capítulo 14 de la versión corregida de 1831 de Frankenstein. Para que se
hagan una idea de las similitudes: en la « Historia del cautivo» del Quijote, un cristiano
secuestrado en un país musulmán es rescatado por una musulmana que está dispuesta a
abrazar la fe cristiana desposándose con el cautivo cristiano al que va a ayudar a escapar;
mientras que en la novela de Mary Shelley la monstruosa criatura creada por el doctor
Frankenstein conocerá a Safie, una musulmana cuyo padre está preso en la cárcel de París y
será ay udado por un cristiano que ama a Safie. Las conexiones entre ambos relatos son
evidentes, pero no lo digo yo, sino que sesudos artículos académicos como el titulado «
Recycling Zoraida: The Muslim Heroine in Mary Shelley ’s Frankenstein» *« Reciclando a
Zoraida: la heroína musulmana de Frankenstein de Mary Shelley» ], publicado en una revista
tan prestigiosa como el Bulletin of the Cervantes Society of America [Boletín de la Sociedad
Cervantina de América], certifican esta relación entre un texto y otro. Hoy día, no obstante, no
corren tiempos tan buenos para el bueno de don Quijote. Recuerdo, aún abrumado, una
anécdota que me contaron no hace mucho: en una cadena de librerías decidieron que a partir
de ahora sería un programa informático el que decidiría qué libros debían permanecer en las
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estanterías y cuáles, por el contrario, debían ser retirados, ya que nadie había adquirido
ningún ejemplar en varios meses. A la hora de realizar el trabajo de retirada de los ejemplares
que no eran vendidos, se externalizaba el trabajo contratando a alguien para esa tarea
concreta, pues ver qué libros marcaba en rojo el programa, buscarlos en los anaqueles y
retirarlos en cajas sólo requería saber leer (conocer el orden alfabético que inventó el bueno
de Zenodoto
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