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CAPITULO II

LA ÉPOCA MONÁRQUICA
1. LA MONARQUÍA
El periodo monárquico comprende los primeros siglos de Roma, desde los orígenes hasta la promulgación de las XII Tablas (en torno
al 450 a.C.).
Conocemos esta etapa como del derecho arcaico o época monárquica.
FUENTES DE CONOCIMIENTO
El periodo histórico que comprende los primeros siglos de Roma presenta un problema inicial: el de la escasa información de que
disponemos para conocerlo. Siendo ésta una época “prehistórica”, ofrece dificultades añadidas a las que se plantean en etapas
posteriores, para las que contamos con documentación más o menos abundante.
Para estudiar la Monarquía, tenemos que acudir en primer lugar a las obras de los historiadores romanos. Dos de ellas son
especialmente importantes: Antiguedades romanas de Dionisio de Halicarnaso y Ab urbe condita, de Tito Livio. Estas obras
proporcionan datos de una tradición que no recogen de primera mano, ya que fueron escritas en época de Augusto, y la crítica ha
demostrado que contienen numerosas anticipaciones históricas, es decir, retrotraen a épocas pretéritas acontecimientos producidos
en tiempo posterior. Otras Veces hacen concurrir tradiciones diferentes en un solo hecho y, en ocasiones, duplican sucesos al
referirse a momentos distintos.
Los propios historiadores fueron conscientes de la escasa fiabilidad de los datos proporcionados por la tradición sobre los primeros
tiempos. Livio se excusaba de la escasez de noticias que aportaba para los tres primeros siglos de la historia de Roma aduciendo que
todo el material que podía proporcionarle información se había perdido en el incendio de la ciudad por los galos en el año 387 a.C.
Una importante fuente de conocimiento son los fasti capitolini, lista de nombres de quienes ocuparon las magistraturas mayores
(cónsules, dictadores, tribuni militum consulari potestate -“tributos militares con potestad consular”-) desde el comienzo de la
República, que la leyenda data el año 509 a.C. A ella está unida una relación de los triunfors (fasti triumphales) en la que se señalan
las victorias militares conmemoradas con dicha efeméride. Desde luego, estas listas no son fidedignas y se debieron de confeccionar
por orden de Augusto en la segunda mitad del siglo I a.C., probablemente en torno al año 36.
Algunos fragmentos del liber singularis enchiridii de Pomponio (jurista de abundante obra, contemporáneo de los emperadores
Adriano y Antonino Pío), contienen datos sobre este periodo, y también contamos con las narraciones de los historiadores griegos
Polibio y Diodoro Sículo. Del mismo modo, en el libro II del De republica de Cicerón hay numerosas referencias al derecho arcaico.
Los descubrimientos arqueológicos constituyen también un gran auxilio para conocer esta época. Un ejemplo de ello es la llamada
tumba del lictor de Vetulonia, que permite afirmar que la institución de los lictores y los signos que portban fueron incorporados a
las instituciones políticas romanas por los etruscos.
Esta brevísima referencia a las fuentes de conocimiento del periodo monárquico quedaría incompleta sin una mención de las leges
regiae y del ius papirianum. La reconstrucción de las leges regiae, leyes que según la tradición habrían sido votadas por los comicios
curiados en época monárquica, es bastante inconsistente. No sólo contienen disposiciones legislativas atribuidas a los reyes, sino
que incluyen también como dato cierto la creación por los primitivos monarcas de numerosas instituciones. Pero lo más probable es
que se trate de reglas recogidas por la tradición o, a lo sumo, formuladas por los pontífices.
Un pontífice de las postrimerías del periodo monárquico o de los comienzos de la República, llamado Sextus Papirius, llevaría a cabo
una recopilación de estas leges regiae de improbable existencia. La colección de la que dan noticia Pomponio y Dionisio de
Halicarnaso es una compilación apócrifa de finales de la República o de la época de Augusto, no anterior, en todo caso, al siglo III a.C.
B) LA TRADICIÓN LITERARIA
Alguien dijo en una ocasión que los pueblos que no tienen leyenda están condenados a morir de frío. No es éste el caso de Roma, en
torno a cuyo origen han confluido las más hermosas de la tradición mediterránea. El mito hizo de la Roma primitiva una Monarquía
fundada por Rómulo, latino de la estirpe de los reyes albanos, descendiente de Numitor y Rea Silvia. En dicha tradición se reúnen
leyendas del mundo helenístico que tal vez hayan llegado a Roma a través de los etruscos, según las cuales Rómulo fundó la ciudad,
el senado y los comicios. Pero hay que tener en cuenta que la mayoría de estos hechos y algunos acontecimientos con los que se
relaciona al fundador de la ciudad, así como las empresas militares que se le atribuyen, se produjeron en época posterior.
La misma tradición dice que después de Rómulo siguieron seis reyes a los que la historiografía atribuyó diversas reformas y
epopeyas: Numa Pompilio modificó el calendario e instituyó los colegios sacerdotales y el colegio pontificial; Tulo Hostilio derrotó a
la ciudad de Alba Longa y rompió la liga de las ciudades; Anco Marcio construyó el primer puente de madera sobre el Tíber, la
primera red de alcantarillado y fundó Ostia. A éstos siguieron otros tres reyes de origen etrusco: Tarquino el Antiguo, que instauró la
Monarquía despótica, siendo posteriormente derrocado; Servio Tulio, de posible origen esclavo, al que se atribuyó la reforma
centuriada del ejército y la construcción de la primera muralla de Roma, y, finalmente, Tarquino el Soberbio, cuya actitud arbitraria
provocó su derrocamiento el 509 a.C.
De toda esta tradición tal vez debamos aceptar algunas ideas que, contrastadas con datos de época histórica como la forma en que
se nombraba al rex sacrorum o sumo pontífice, pueden permitirnos identificar la manera en que se decidía la designación del
monarca, pues hemos de rechazar la posibilidad de que se tratara de una monarquía hereditaria.
Hay en el libro primero de la obra de Livio, a propósito de la designación del rey Numa, un pasaje de una gran belleza. Se trata de
una ceremonia que también menciona Plutarco, y Dionisio de Halicarnaso la recuerda, asimismo, para los reyes Tulo, Anco y
Tarquino. El rito se inicia con la toma de augurios; a continuación Numa, que había sido señalado por el último interrex, es situado
en un lugar prominente y el augur realiza la precatio; pone la mano derecha sobre la cabeza del futuro rey y, mirando al firmamento,
pide un signo a Júpiter para que se confirme el acierto en la designación. Recibido el signo, Numa desciende de la colina augural.
En realidad, si hemos de dar crédito a Livio, el rex era revelado por los dioses con su propio lenguaje, en este caso el vuelo de las
aves, interpretado por el pontifex maximus, que se encargaba de comunicarlo al pueblo en la ceremonia solemne de la inauguratio.
Siendo asi que sólo los sacerdotes conocían el lenguaje en el que se expresaba la divinidad, podemos imaginar su poder.
Resulta evidente el carácter religioso que la literatura atribuye a la Monarquía, cuyos límites de actuación fueron, con toda
probabilidad, los mores maiorum y la voluntas deorum (“la voluntad de los dioses”). Esto hacía del rex un summus augur interlocutor
entre los dioses y los hombres, los cuales se encontraban bajo su potestad. Además, ejercía la justicia suprema y ostentaba el mando
del ejército. Este poder omnímodo, denominado imperium, le permitía incluso vincular a toda la colectividad en compromisos con
otras comunidades, concluyendo tratados que, si aceptamos la información de Dionisio de Halicarnaso, se rompían con la muerte
del rex, porque las sociedades con las que se establecía el pacto (foedus) entendían que se había acordado con él y no con el pueblo
romano.
Bajo el poder del rex se encontraban los súbditos, organizados en unidades de tipo militar, religioso y administrativo: las treinta
curias. Los patres probablemente constituyeran el consilium regium o consejo de ancianos, que se encuentra en todas las
civilizaciones antiguas de la cuenca mediterránea. Esta sucinta descripción de lo que pudo ser la primitiva Monarquía nos permite
comprender que, en los tiempos de la crisis republicana, uno de los peores insultos que se podía proferir contra quien ponía en
peligro las instituciones políticas que permitían la participación de los ciudadanos en los destinos de Roma, por mínima y formal que
esta participación fuese, era el de rex. Sila y César, entre otros, fueron denostados con esa palabra.
1. LA CIVITAS QUIRITARIA
La primitiva organización romana respondió al modelo griego de polis y lo más probable es que su ciudadanía originaria se
restringiera a los miembros de las gentes patriciae, llamados quirites. La ciudad-Estado quiritaria no conservó siempre la misma
identidad. Atravesó por diversos momentos ya que, después de una primera fase de formación en la que predominaría la etnia
latino-sabina, etapa que la mayoría de los autores denominan “estado gentilicio” (siglos VIII-VII a.C.), pasaría a una fase de
consolidación (siglo VI a.C) y, finalmente, sufriría un periodo de crisis en el que las luchas que enfrentaron a patricios y plebeyos
determinaron la evolución del modelo hacia una forma nueva que los propios romanos llamaron res publica.
A) ORGANIZACIÓN SOCIAL DE LA CIVITAS
Podemos afirmar que la ciudad de Roma no surgió de repente como pretende la leyenda, sino que fue el resultado del asentamiento
de varios grupos en el Lacio desde los inicios del siglo VIII a.C. que culminó con la unión de las tribus primitivas Ramnes, Tities y
Luceres, que, a su vez, fueron el resultado asociativo de grupos menores, gentes y familiae.
De ser así, los grupos sociales que dieron lugar a la civitas fueron la gens y la familia, entendida ésta no en el sentido que
actualmente tiene, sino como grupo organizado que incluía a las personas, los animales, el fundo y los aperos de labranza, todo lo
cual se encontraba bajo el gobierno del pater formando lo que se denominaba el mancipium. La primitiva gens, que con toda
probabilidad e identificó con la familia agnaticia tal como la concibiera Ulpiano, estaba constituida por el conjunto de familias
descendientes de un antepasado común que permanecían unidas bajo el gobierno de un pater gentis. De tal manera que, en la
misma medida en que la formación de las tribus representó una pérdida progresiva de identidad para las gentes, la formación de las
civitas significó lo mismo para las tribus, por lo que algunos historiadores piensan que la civitas fue originariamente una
confederación de familiae.
Todo esto permite conjeturar que la asamblea de patres tuvo en los orígenes una influencia grande. Más tarde se llamaría senatus y
designaría un rex de carácter vitalicio que sería, a la vez, la personalización del poder ciudadano y el representante de la civitas
quiritaria ante otras civitates. Al mismo tiempo, este rex podría convocar al resto de los quirites en comicio curiado para
comunicarles sus decisiones a las que, de haber existido, podrían hacer referencia las leges regiae.
El ordenamiento jurídico estuvo constituido por los mores maiorum, las costumbres que eran tenidas como reglas por los
antepasados, arraigadas en el seno de las gentes y de las familiae. Pero, en todo caso, el ius era definidor de poderes personales
concretos cuyo ejercicio se ritualizaba en actos de fuerza que se ejercían sobre las personas y sobre las cosas. Y ello ha de
entenderse en el sentido de que sólo el pater era depositario de todos los poderes del grupo que se aglutinaba bajo su autoridad.
El ordenamiento jurídico de los tiempos de la ciudad quiritaria fue llamado posteriormente por los juristas ius quiritium. Regulaba las
relaciones interfamiliares de aquella comunidad, por lo que debemos pensar que las normas consuetudinarias sólo tenían fuerza
vinculante si eran comunes a todas las “gentes” y “familias”. Este aspecto de la cuestión tiene especial interés porque la norma
jurídica sirvió para definir al grupo que, con el tiempo, sería el populus romanus originario y, al mismo tiempo, se distinguió de las
normas internas propias de cada familia o gens, y de las normas jurídicas de otros pueblos.
Es posible que en el siglo VII a.C. la civitas quiritaria sometiera a un pueblo vecino asentado en el monte Aventino. Esto supuso,
según la opinión de algunos autores, la aparición de un sector de población identificado como la plebe, integrado por los habitantes
de aquel monte, que eran de estirpe latina.
La plebe, originariamente, no formaba parte de la organización quiritaria. Lo recuerda Livio, que utiliza con gran sutileza las
expresiones populus y plebs; en un momento determinado emplea la expresión vos solos gentem habere para referirse a que sólo los
patricios tenían una gens. La clase plebeya conservó sus tradiciones y costumbres, sus creencias y divinidades e, incluso, su
organización. Pero hay que insistir en que el origen de su existencia como clase, que permitiría que la de Roma fuese definida por
algunos autores como la historia de un enfrentamiento entre patricios y plebeyos, es muy discutido. Pese a ello, podemos afirmar
que se organizó de manera autónoma, circunstancia que facilitó su oposición al propio Estado romano.
B) INFLUENCIA ETRUSCA
Está generalmente aceptada la idea de que en el siglo VI a.C. se inició una etapa marcada por la hegemonía etrusca en el Lacio, lo
cual se manifestó en numerosos indicios como los nombres etruscos en las listas de reyes, el origen etrusco de los signos externos
del poder, a los que ya nos hemos referido, o la aparición en esta época de nuevos sistemas de construcción de tipo etrusco en el
Lacio. Incluso es probable que el mismo nombre de Roma sea de origen etrusco.
Todo esto no significa necesariamente que se haya producido una conquista. Es más, hay razones para pensar que se trató de un
aumento progresivo de la influencia etrusca, desconocido para nosotros, pero que culminó en la consolidación de una gens
hegemónica, la de los Tarquinos, que se impuso al resto de las gentes latinas o latino-sabinas. Ello dio lugar a que se produjeran
importantes cambios en la civitas por cuanto que los patres de la gens Tarquinia, Tarquino Prisco, Servio Tulio y Tarquino el
Soberbio, debieron impulsar el desarrollo económico y militar, lo que en opinión de muchos autores era propio de la civilización
etrusca. De haber sido así, habrían puesto en la base de todo el sistema político la idea de imperium que, con toda probabilidad, se
identificó originariamente con el supremo mando del ejército que ostentaba el rex, para significar más tarde el poder omnímodo de
éste.
Por otro lado, según todos los indicios historiográficos, el gobierno despótico de los reyes etruscos propiciaría un ambiente hostil a
ellos en la clase plebeya e, incluso, entre los patricios pertenecientes a las antiguas gentes quiritarias. No tendría nada de particular
que la reforma del ejército, que con los Tarquinos se organizó como exercitus centuriatus (“ejército ordenado por centurias”), en el
que se inscribían tanto los patricios como los plebeyos, se volviese en contra de los intereses de la gens dominante y fuese utilizado
contra el mismo rey etrusco, como recuerda la tradición (Bruto reunió al ejército y lo arengó para enfrentarlo a Tarquino).
C) ESTRUCTURA POLÍTICA
Aparte de las consideraciones que hasta ahora hemos hecho, no es mucho más lo que se puede decir acerca de las características
políticas de la época arcaica. Los datos arqueológicos y el resto de la información historiográfica de que disponemos no permiten
hacer más que conjeturas.
Dionisio de Halicarnaso recordaba que el poder se distribuía entre la asamblea del pueblo, la cual tenía como misiones elegir al rey,
aprobar las leyes y decidir sobre la guerra; el senado, que ratificaba las decisiones de la asamblea y asesoraba al rex, y este último, al
que correspondía el culto a los dioses, ostentaba el mando supremo militar, administraba justicia, custodiaba las leyes y convocaba
al pueblo y al senado. Livio dijo que el pueblo elegía al rey y que el senado ratificaba la elección y era consultado de omnibus (“sobre
todas las materias”) por el rey. Cicerón acentuó la participación del pueblo en el poder, eligiendo al rex, al que confería el imperium
por medio de una lex curiata o acuerdo de la asamblea reunida por curias. Pero tanto Livio como Cicerón retrotraen a época
monárquica instituciones republicanas y la información que proporcionan no es fiable.

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