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Teoría general de la decadencia de los Imperios

C. M. Cipolla

Para poder declinar, un Imperio tiene primero que crecer. El crecimiento significa
un aumento de rentas. Significa también un aumento de consumo, tanto privado como
público. En general, cabe suponer que la mejora del nivel de vida es experimentada
inicialmente por círculos pequeños y relativamente privilegiados, pero el proceso está
llamado a extenderse eventualmente a sectores de la población cada vez más amplios.
Hábitos y conjuntos de valores tradicionalmente asimilados pueden retardar el cambio en
los patrones y niveles de consumo de la mayoría. Los moralistas quizá prediquen el valor
ético de un nivel de vida bajo y estable. Oligarquías egoístas pueden intentar reservarse las
ventajas del desarrollo económico. Los celosos en materia de religión y otros grupos de
fanáticos pueden envenenar la vida a sí mismos y a los demás tratando de canalizar toda la
renta adicional hacia la construcción de templos e iglesias, o de armamentos y maquinaria.
Pero a la larga las masas están llamadas a superar tales resistencias. Puede suceder que con
el transcurso del tiempo las oligarquías pierdan su fuerza o que se desgasten los mitos en
que se basa su poder. O la gente puede cansarse de soportar privaciones que ya no juzgan
ni necesarias ni inevitables. Exigirá participar en las comodidades de que disfruta la elite y
de un modo o de otro presionará para conseguir esa meta [...].
La mejoría del nivel de vida se refleja, por lo general, entre otras cosas, en el hecho
de que los individuos tienden a desertar de las ocupaciones menos atractivas.
El grado y la rapidez con que los estratos inferiores de una población logran
compartir las ventajas materiales del progreso económico varían enormemente de unas
sociedades a otras. Pero incluso en las sociedades menos abiertas, eventualmente algunos
beneficios alcanzan a las capas más bajas de la escala social. Hablando en sentido estricto,
considerar a los esclavos como parte de una sociedad agrícola no es más correcto que
considerar a los automóviles como miembros de una sociedad industrial. Y, sin embargo,
vale la pena señalar que hasta en las sociedades basadas en la esclavitud, con el paso del
tiempo, las ventajas materiales del progreso económico acabaron por ser sentidas también
por sus miembros menos afortunados. Hacia la época de Augusto, la manumisión de
esclavos en Roma había alcanzado un ritmo que el emperador juzgó demasiado rápido. En
la Italia de los siglos XV y XVI, los esclavos domésticos que eran propiedad de personas
privadas gozaban, por término medio, de un nivel de vida mejor que el de los siervos de
los siglos VIII y IX.
No hay nada inherentemente malo en el crecimiento del consumo. Desde el punto
de vista económico, podría afirmarse que en determinadas condiciones un consumo más
alto podría crear mejores oportunidades y estimular la producción. A un nivel más amplio,
puede afirmarse que dedicando mayor riqueza al bienestar de sus miembros, una sociedad
cumple el concepto ético de que la dignidad de la personalidad humana es lo único que en
fin de cuentas interesa.
Naturalmente, es probable que ocurran perversiones y excesos. Como contrapartida
a la tendencia de quienes gustarían de encadenar una población a niveles de vida
primitivos en favor de un grupo privilegiado o en aras de un ideal remoto, existe una
tendencia natural en todas las poblaciones a moverse hacia excesos o en busca de
sensaciones anormales y experiencias antinaturales, una vez que han sido satisfechas las
necesidades elementales y normales. El sentido común y el autodominio no son virtudes
corrientes. Hombres como Plinio o el emperador Vespasiano que, a pesar de mantener un
contacto estrecho con los excesos de una sociedad madura y altamente desarrollada, fueron
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capaces de conservar un género de vida tranquilo, sano y humano, son relativamente raros.
En los Imperios maduros es fácil que se desenvuelvan las extravagancias de la moda y de
la vida licenciosa. También aquí el proceso germina en los círculos superiores, pero, con el
tiempo, las extravagancias penetran inexorablemente en los estratos inferiores de la
población, adquiriendo en este proceso claros matices de vulgaridad. y no menciono aquí
estos hechos por su significación ética; los menciono simplemente para destacar que
mientras existe un mínimo de necesidades humanas por debajo del cual la vida humana
resulta imposible, no existe prácticamente ningún límite superior para los deseos humanos.
De un modo instintivo e irresistible los individuos buscan un mayor consumo, creando
incesantemente nuevas necesidades, por artificiosas, absurdas e incluso perniciosas que
sean, tan pronto como las viejas necesidades han sido satisfechas.
En su folleto De la muerte de los perseguidores, Lactancio acusa a Diocleciano de
haber cuadruplicado las fuerzas armadas y haber ampliado cuantiosamente la burocracia
hasta el punto de que pronto -según él concluye- «habrá más gobernantes que
gobernados». [...].
Conforme una unidad política crece y se desarrolla, un número mayor de funciones
se hacen cada vez más complejas y se ramifican en diversas direcciones. Además, cuando
una sociedad se desarrolla, se hace progresivamente más consciente de necesidades
sociales y colectivas que pueden revestir las más variadas formas. Una de las principales
partidas de gasto público en los Imperios maduros es, naturalmente, la defensa. Diversos
factores interrelacionadas contribuyen a la expansión de los gastos militares. Los Imperios
no existen en el vacío. Están rodeados de países que de un modo o de otro obtienen alguna
ventaja de la mera existencia del Imperio mismo. La próspera economía y la progresiva
tecnología de un Imperio en crecimiento están llamadas a irradiar efectos beneficiosos más
allá de sus fronteras ya contribuir al desarrollo de sus vecinos. Con el transcurso del tiempo
estos vecinos se convierten en una amenaza y obligan al Imperio a aceptar mayores gastos
militares. Son significativos en este respecto el caso de Grecia ante Egipto, el de las tribus
germánicas ante Roma, el de la Francia del siglo XVI para Italia y el de Inglaterra para
España y Holanda [...].
Queda el hecho fundamental de que el consumo público en los Imperios maduros
muestra una clara tendencia a crecer en forma abrupta.
El fenómeno se refleja en el crecimiento de los impuestos. Uno de los rasgos
comunes más notables de los Imperios en la última etapa de su evolución es la cuantía
creciente de riqueza que el Estado detrae de la economía. En el Bajo Imperio romano, la
tributación alcanzó tales cifras que la tierra era abandonada y muchos campesinos, después
de pagar sus rentas y tributos, apenas tenían con qué alimentar a sus hijos.
En el Bajo Imperio romano, en el Bajo Imperio bizantino, en la España del siglo
XVIII, l a inflación era rampante. El rebajamiento del contenido metálico de la moneda es
otra forma de tributación.
Debe hacerse observar que algunos Imperios fueron capaces de crecer y
desarrollarse sin ser realmente innovadores en el plano económico. El Imperio español es
un ejemplo magnífico [...]. El aflujo de metales nobles y la expansión inducida de la
demanda global tuvieron cierto efecto positivo para estimular el crecimiento de algunas
actividades en el curso del siglo XVI. Pero en lo fundamental el país no cambió. España,
en esencia, siguió siendo un país de campesinos, pastores y terratenientes; siguió siendo
una sociedad militante imbuida, como dice el profesor Elliott, «del ideal de las cruzadas,
acostumbrada por la reconquista y por la conquista de América a la búsqueda de gloria y
de botín y dominada por una Iglesia y una aristocracia que perpetuaron precisamente
aquellos ideales menos propicios para el desarrollo del capitalismo».

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Todos los Imperios parecen desarrollar eventualmente una resistencia irresistible al
cambio imprescindible para el necesario crecimiento de la producción. Luego, ni la
empresa que se necesita, ni el tipo necesario de inversión, ni el cambio tecnológico que se
precisa aparecen por parte alguna. ¿Por qué?
Hemos de admitir que lo que ex post aparece como un patrón de conducta obsoleto
fue, en una etapa anterior de la vida de un Imperio, un modo satisfactorio de hacer las
cosas, del cual los miembros del Imperio se sentían con razón orgullosos. Los españoles
habían conseguido su unidad nacional y habían levantado un gigantesco Imperio siendo
soldados y cruzados, no mercaderes y artesanos. Su orgullo se basaba en aquellos
tradicionales e ideales beligerantes que les habían ayudado en la reconquista de su país, así
como en la conquista de las Américas [...]. Las innovaciones son importantes no por sus
resultados inmediatos y efectivos, sino por su significado potencial para un futuro
desarrollo, y el potencial es muy difícil de determinar. La innovación es para la sociedad lo
que la mutación es en biología. No todas las mutaciones son buenas. Algunas son sólo
experimentos pobres y desafortunados. Sólo la selección natural (que no es racional, aun
cuando pueda ser explicada racionalmente ex post) nos dirá al cabo del tiempo qué
mutaciones son buenas y cuáles son malas.
El elemento racional que yace tras el fuerte conservadurismo de los Imperios
maduros está mezclado con elementos absolutamente irracionales. El éxito genera vanidad.
La autocomplacencia y la buena disposición para el cambio son actitudes mutuamente
excluyentes [...].
Ha de reconocerse también que, puesto que no existe nada que se parezca al homo
oeconomicus, tampoco existe una actividad económica divorciada de todas las otras
formas de actividad. Cuando hacemos negocios, actuamos de un cierto modo que refleja
nuestra personalidad global, y el modo en que hacemos negocios guarda relación con
nuestro modo de amar y de odiar, nuestro modo de comer y descansar, nuestro modo de
pensar y considerar las cosas en general. Cambiar nuestro modo de trabajar y de hacer
negocios implica un cambio más general de las costumbres, actitudes, motivaciones y
conjunto de valores que representan nuestra herencia cultural. Cuanto más orgulloso se
siente un Imperio maduro de su herencia cultural, más difícil resulta a su pueblo, desde el
punto de vista emocional, cambiar a nuevos modos de ser ya nuevos métodos de hacer las
cosas, bajo la presión de la competencia exterior y de crecientes dificultades. Muchos
sentirían sinceramente que someterse a un cambio tal equivalía a admitir la derrota. Y, por
lo tanto, el cambio, que sería la única esperanza de supervivencia, viene irónicamente a
equipararse a una rendición.
El cambio implica un esfuerzo imaginativo. El cambio choca con los intereses
creados. No es difícil explicar por qué el cambio encuentra, por lo general, oposición. Seria
sorprendente que no la encontrase. La tendencia a resistirse al cambio viene reforzada por
las instituciones existentes. No hay duda de que las instituciones en general tienen una
expectativa de vida mucho más larga que la que merecen, y esta es la razón de que se
produzcan revoluciones. Una vez creada una institución, resulta difícil modificarla o
eliminarla. Debido a su crecimiento y desarrollo pretéritos, un Imperio se caracteriza
inevitablemente por un gran número de instituciones en plena esclerosis. Impiden el
cambio por el hecho mismo de su existencia. Además, prestan valioso apoyo a esa parte de
la población que se opone al cambio por unas razones o por otras. Las rigideces
institucionales reflejan rigideces culturales. Las personas conservadoras y los intereses
creados se agrupan en torno a las instituciones obsoletas, y cada elemento refuerza
poderosamente al otro. Las minorías innovadoras están llamadas a ver frustrados sus
esfuerzos por esta combinación [...].

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Otro conjunto de factores ha de ser tenido en cuenta, a saber, esa misteriosa
combinación de influencias culturales, biológicas, sociales, psicológicas y económicas que
a falta de un término mejor podríamos denominar «el efecto de la tercera generación». En
toda buena familia hay la generación que amasa una fortuna, la generación que la conserva
y la generación que la derrocha. En este respecto, las sociedades se parecen bastante a las
familias. Aclaremos que cualquier juicio moral es absolutamente ajeno a mi
argumentación. En efecto, podemos sentir una gran simpatía por la «tercera generación».
Pueden ser más educados y exquisitos que los agresivos y toscos parvenus. Sin embargo,
subsiste el hecho objetivo de que las «terceras generaciones» parecen carecer de la fuerza
característica que poseen quienes construyen. A veces muestran, efectivamente, una
disposición masoquista para la autodestrucción que el psicoanálisis todavía no ha
explicado por completo. Los viejos mitos que ayudaron a la «primera generación» a
soportar dificultades se desgastan progresivamente y llegan aparecer ridículos. Los vecinos
de Cartago fueron sorprendidos en el anfiteatro cuando los vándalos atacaron la ciudad.
Los patricios de Colonia celebraban un banquete cuando los bárbaros se hallaban próximos
a las murallas. La construcción de un Imperio exige una falta absoluta de humor. Una vez
construido un Imperio, lo probable es que el humor se desarrolle. La gente aprende a reír
con otras gentes y eventualmente aprende también a reírse de uno mismo. Don Quijote fue
escrito en un Imperio maduro. Además, conforme los viejos mitos se desgastan y mejoran
las condiciones de vida, más individuos piensan en términos de «derechos» en vez de en
términos de «deberes», en términos de «disfrute» en vez de en términos de «trabajo».
Las interpretaciones pseudo-biológicas de historiadores racistas en los años 1920-
40 fueron doblemente desafortunadas. No sólo alimentaron estúpidos prejuicios racistas y
favorecieron políticas macabras; debido a su base anticientífica ya sus criminales
consecuencias, proyectaron también una sombra siniestra sobre el estudio del componente
biológico en la historia de la civilización humana. Ignoramos por completo la interacción
del desarrollo cultural y del biológico y, por desgracia, pocos investigadores se atreven a
aventurarse en este campo esencial por temor a verse acusados de racismo, nazismo o
cualquiera otra clase de desagradable disposición mental. Pero estoy seguro de que no
seremos capaces de entender plenamente la decadencia de los Imperios hasta que un
esfuerzo conjunto de historiadores y biólogos haya aclarado los efectos de un bienestar
prolongado y altos niveles de vida sobre la estructura psicológica de una población y los
efectos de realimentación de estos cambios sobre el comportamiento cultural de esta
misma población.
Los modos de hacer las cosas son estratégicamente importantes al determinar los
logros o realizaciones de una sociedad. Si el cambio necesario no tiene lugar y se permite
que surjan dificultades económicas, entonces lo probable es que se ponga en movimiento
un proceso acumulativo que hace que las cosas vayan progresivamente a peor. La
decadencia entra entonces en su estadio dramático y final.
Cuando las necesidades exceden de la capacidad de producción, aparecen en la
sociedad un cierto número de tensiones. La inflación, la tributación excesiva o las
dificultades en la balanza de pagos son sólo un pequeño ejemplo de toda la serie de
posibles tensiones. El sector público presiona fuertemente sobre y contra el sector privado
a fin de expoliar el máximo posible de recursos. El consumo compite con la inversión y
viceversa. Dentro del sector privado, el conflicto entre los grupos sociales se agría porque
cada grupo trata de evitar en lo posible los necesarios sacrificios económicos. A medida
que la lucha aumenta en acritud, disminuye la cooperación entre el pueblo y los grupos
sociales, aparece un sentido de alienación respecto de la comunidad, y con él un egoísmo
de grupo y de clase. Como se ha dicho del Imperio romano, «el rasgo más depresivo del

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Bajo Imperio es la aparente ausencia de espíritu público. Las fuerzas motivadoras parecen
ser, de un lado, la compulsión y, de otro, la ambición personal en sus más crudas formas»
[...].
Si el espíritu público decae y el espíritu de cooperación falta, cualquier programa
de renovación tiene escasas posibilidades de éxito. En tanto lo inadecuado de la
producción esté relacionado más con los modos anticuados de hacer las cosas que con los
inadecuados inputs, cualquier programa de austeridad podría servir de poco. Además, un
programa de austeridad sería -cosa bastante irónica- sólo un reconocimiento de una
situación de decadencia y no realmente un medio de desviarla.
En ambientes caracterizados por la falta de cooperación entre grupos sociales, por
destacar los derechos más que los deberes, por una fuerte preferencia por el ocio, todos los
esfuerzos de renovación sólo pueden traducirse en la desagradable dirección de la
compulsión y de mayores impuestos. Pero rebasados ciertos límites, compulsión y
tributación nutren la corrupción, la evasión y a menudo una redistribución de la renta en
favor de los poderosos burócratas y de las personas próximas a quienes están en el poder.
Se difundirá un sentimiento de frustración y pesimismo, y en esta atmósfera depresiva hay
escaso margen para la innovación. Es probable que exista desinversión. La tierra era
abandonada en el Bajo Imperio romano y en la Castilla del siglo XVII. Muchas firmas
cerraron en la Italia del siglo XVII. Si las cosas alcanzan este punto, y en el momento en
que lo alcanzan, la decadencia está llamada a surgir a un ritmo acelerado.
Mientras un Imperio está floreciente, sus miembros muestran una fuerte
inclinación a engañarse ellos mismos acerca de su expectativa de vida. La historia no
ofrece ningún ejemplo de Imperios indestructibles y, sin embargo, la mayoría de los
pueblos están convencidos de que lo que sucedió a los Imperios anteriores no puede
suceder al suyo. Al actuar así muestran simplemente una falta de imaginación, una ingenua
incapacidad para imaginar nuevas situaciones ante las cuales sus gustos, inclinaciones e
instituciones serán cada día más inadecuadas. Una vez que se inicia la decadencia, hay
todavía gentes optimistas que niegan tozudamente la realidad, pero el número de los que se
dan cuenta de lo que está sucediendo aumentará por fuerza de modo progresivo. Entonces
algunos tratan de racionalizar los acontecimientos y construyen teorías generales en torno a
ellos. La teoría de Vico de los flujos y reflujos de la historia fue presentada precisamente
tras el declinar de Italia en el siglo XVII. Las teorías de Toynbee se formularon en la
Inglaterra del siglo XX. Otros huyen de las generalizaciones y enfocan su atención sobre
situaciones específicas. Es notable ver cuán relativamente numerosas son las personas que
en Imperios decadentes fueron capaces de hacer un diagnóstico acertado y de recetar una
cura sensata. Pero no es menos notable el hecho de que las manifestaciones sensatas
permanezcan por lo general estériles, porque, como dijo enérgicamente González de
Cellorigo cuando observaba impotente la decadencia de España, «quienes pueden no
quieren y quienes quieren no pueden» [C. M. Cipolla, “Por una teoría general de la
decadencia económica”, en C. M. Cipolla, J. H. Elliott, P. Vilar y otros, La decadencia
económica de los Imperios, Madrid, 1999, pp. 15-26; Selección de lecturas; Prof. Dr.
Genaro Chic García].

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