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La Doctrina de las Mónadas de Leibniz.

Doctrina de la Mónadas:

Las mónadas, sustancias simples que componen el universo, son; en virtud


de su simplicidad, inextensas debido a que la extensión es una cualidad
predicable únicamente de los compuestos. Existen necesariamente debido
precisamente a que existen los compuestos que no son otra cosa que un
aggregatum de sustancias simples. La ausencia de partes de las mónadas
implica que son indisolubles, es decir, únicamente pueden llegar a existir
por creación y dejar de existir por aniquilación.

La doctrina de las mónadas se puede interpretar como un atomismo,


aunque no sea un atomismo material sino más bien un atomismo
metafísico. Las mónadas, que debido a su ausencia de extensión, deben
entenderse como puntos geométricos ricos que se autodespliegan. Las
mónadas son por lo tanto las unidades básicas desde las cuales se compone
todo el universo.

La noción de sustancia de Leibniz resulta interesante ya que contiene


bastantes matices aristotélicos. Para Leibniz una sustancia es el sujeto
último de las predicaciones, es decir, si conocemos bien (tenemos una
definición real) de una sustancia individual podremos derivar de la propia
noción de sustancia todos los predicados que la contengan como sujeto.
Como dice Echeverría en su escrito al respecto “La lógica leibniciana
postula que todas las propiedades o características que pueden contribuir a
individualizar a alguien y a distinguirle de las restantes sustancias
individuales en el único ámbito con el que contamos para establecer tales
distinciones (el espacio-tiempo) le pueden ser atribuidas mediante una
predicación den la que intervenga el verbo ser y en la que el deítico que le
designe a uno mismo ocupe el lugar lógico-gramatical de sujeto.” Es decir,
los predicados de las sustancias se contienen en los sujetos.

Si el cálculo universal al cual aspira Leibniz fuese conseguido entonces


podríamos conocer todo el universo mediante la deducción lógica de los
predicados vinculados a las sustancias. Dios, en cambio, es capaz de hacer
esto intuitivamente, debido a su ausencia de finitud.

Las mónadas, de las cuales hay infinitas, contienen en sí percepción y


apetición. La percepción es la representación de la multitud en la unidad y
se constituye como un estado pasajero de las mónadas. Como bien dice
Echeverría en su obra Leibniz la percepción es el “estado interior de las
mónadas al representarse las cosas externas”. Cabe distinguir aquí entre la
percepción y la apercepción que puede definirse como consciencia o
“conocimiento reflexivo de este estado interior” La apetición, análogo al
connatus de Spinoza, consiste en, como dice Leibniz mismo en la
Monadología “La acción del principio interno que realiza el cambio o paso
de una percepción a otra”. O expresado en palabras de Nicholas Jolley el
apetito es “dynamic principle by means of which a monad moves from one
perceptual state to it’s successor.”

La posesión de las mismas capacidades por parte de un número infinito de


mónadas unido al hecho que todas las mónadas pueden entenderse como
espejos del universo completo, es decir, perciben el universo entero podría
llegar a entenderse como una violación del principio de identidad de los
indiscernibles que afirma que no existen dos sustancias iguales que difieran
únicamente en número.

Este problema queda resuelto por Leibniz cuando éste afirma que aunque
todas las mónadas sean espejos vivientes del universo no lo son todas en la
misma medida sino que “como una misma ciudad contemplada desde
diferentes lados parece enteramente otra y se halla multiplicada en lo que
respecta a su perspectiva también ocurre que debido a la multitud infinita
de las sustancias simples, hay como otros tantos universos diferentes que,
sin embargo, no son más que las perspectivas de uno solo según los
diferentes puntos de vista de cada mónada” Las diferentes mónadas
representan de manera distinta el universo debido a que no expresan con la
misma distincción las distintas partes del universo. Debido a la finitud de
las mónadas éstas representan con mayor distincción lo que les es más
propio y de manera más confusa aquello lejano. Es decir, las mónadas se
diferencian “by the distribution of clarity and distinctness over their
perceptual states”.

Precisamente gracias a ésta diferenciación mediante la variabilidad de la


percepción llegamos a la clasificación de las mónadas en una jerarquía. La
materia inerte contiene percepción pero ésta percepción es altamente
confusa y podría asemejarse, como hace Leibniz, a las percepciones que
tenemos los seres humanos al ser aturdidos o profundamente dormido, “En
este estado el alma no difiere sensiblemente de una simple mónada; pero
como este estado no es duradero y el alma se sustrae a él, ella es algo más.”

La segunda clase de mónadas son aquellas que contienen percepción y que


además la percepción anterior deja una impresión en las futuras
conservando, el apetito, un rastro de percepciones precedentes. En éstas
monadas se da la memoria y gracias a ello pueden aspirar al conocimiento
de verdades de hecho.

La tercera clase de mónadas son aquellas mónadas cuya percepción es


aperceptiva. Es decir, consiguen mediante la reflexión reconocer todas sus
percepciones como propias y percibirse como una unidad. Estas mónadas,
también llamadas espíritus consiguen aspirar a las verdades de razón.

Los seres vivos se componen de varias mónadas del primer tipo, que unidas
forman el cuerpo, y una única monada del segundo o tercer tipo, conocida
como la mónada dominante que percibe vivamente las percepciones de las
mónadas inferiores relacionadas y de manera más confusa las percepciones
de las mónadas del resto del universo. Si la mónada principal es del
segundo tipo, es decir, posee memoria y por lo tanto sentimiento, “A ese
viviente se lo llama animal y a su mónada se la llama alma” Si en cambio
esta alma se eleva a la razón, es decir, alcanza el tercer nivel, pasa a
denominarse espíritu.

El cuarto tipo de mónada es la mónada infinita, es decir, Dios, que contiene


en ella percepciones absolutamente nítidas de todo aquello que ocurre en el
universo. Propiamente dicho, la mónada infinita no tiene una perspectiva
sino que percibe simultáneamente el universo de manera completa e
intuitiva.

La existencia de una infinidad de mónadas, todas ellas con percepción,


supone una clara negación de la noción cartesiana según la cual el mundo
es una mera maquina. En el sistema leibniciano el mundo es un pleno vivo,
Leibniz afirma en Principios de la naturaleza y de la gracia fundados en
Razón que “Cada mónada, con su cuerpo particular, constituye una
sustancia viva. De éste modo no sólo por todas partes hay vida[…]”

Las mónadas no interactúan de manera causal entre sí, debido a que “Las
monadas no tienen ventanas por las cuales algo pueda entrar o salir.” Es
precisamente por ésta razón que las mónadas se pueden considerar
autónomas y autárquicas. La anterior afirmación necesita ser matizada ya
que tomada sin su contexto podría dar lugar a abundantes malas
interpretaciones. Se plantean las siguientes preguntas, ¿Si no hay relación
causal entre las mónadas como perciben éstas el mundo? ¿Porque, si nada
puede entrar o salir, hay una correlación de los fenómenos?

La respuesta a las anteriores preguntas proviene de la idea de Dios. Dios,


como creador del universo, adapta las percepciones de unas mónadas a
otras, haciendo que éstas concuerden necesariamente. Es decir, limita las
aspiraciones a la universalidad que posee cada mónada haciendo de ellas
composibles. Las mónadas por lo tanto no actuan unas sobre otras de
manera directa sino únicamente mediante Dios. La percepción del mundo
de una mónada se desarrolla por los principios internos de una
determinada mónada a la vez que otra cambia sus percepciones en
concordancia a la otra por un proceso interno propio. Como bien afirma
Russell “Leibniz has an infinite number of clocks, all aranged by the creator
to strike at the same instant.” Es decir, en el universo existe una armonía
pre-establecida por Dios.

En la mente de Dios existen una infinidad de mundos posibles, compuestas


de grupos de mónadas composibles, que tienden a la existencia. Dios crea,
de entre todos los mundos posibles, el mundo posible que contiene más
perfección. Éstos mundos posibles, posibles debido a que el mundo en sí es
contingente, son escogidos por Dios por un criterio moral, es decir, Dios
escoge el mejor mundo posible. En el entendimiento divino ocurre “la lucha
por la existencia, por llegar a existir”. Aplicando aquí el principio de razón
suficiente debemos afirmar la existencia de Dios.

Los argumentos para la existencia de Dios en Leibniz son varios. En primer


lugar, Leibniz procede a argumentar que si el universo es contingente, pero
a la vez todo fenómeno debe tener una causa (según el principio de razón
suficiente), nos sumergiríamos en un regreso al infinito si buscásemos ésta
causa final en la serie de los fenómenos contingentes. Leibniz lo expresa del
siguiente modo en su Monadología “la razón suficiente o última debe estar
fuera de la secuencia o series de este detalle de contingencias, por infinito
que pudiera ser.”

De éste modo la causa de todo el universo debe ser un ser necesario, es


decir, Dios. Dios, a diferencia de las otras mónadas “tiene el privilegio de
que es preciso que exista, si es posible.” Es decir, la esencia de Dios implica
su existencia. En cierto modo este argumento a favor de la existencia de
Dios está basado sustancialmente en el argumento ontológico de San
Anselmo, utilizado posteriormente por Descartes. La necesariedad de éste
argumento puede ponerse en duda. La definición de Dios tradicionalmente
aceptada como el ser máximamente perfecto puede ser puesto en duda si
analizamos la viabilidad de la definición que no es tan obvia como
pretenden ciertos autores que sea. El motivo de duda resulta ser que
existen definiciones lógicamente parecidas que no son definiciones reales.
Este es el caso por ejemplo de la definición “El número natural más grande”.
El argumento por lo tanto debe partir de la base de que si Dios es posible,
existe. Debemos analizar ahora, como hace Leibniz en su ensayo titulado
Que el ser perfectísimo existe, la viabilidad de la definición. Es decir, ¿es
posible que un ser pueda poseer todas las perfecciones? Leibniz parece
afirmar que sí. Definiendo la perfección como “Toda cualidad simple que es
positiva y absoluta, es decir, que expresa algo y lo expresa sin ningún
límite” podemos pasar a mostrar que no es impensable que todas éstas
coexistan en un único individuo. Si tomamos la proposición A y B son
incompatibles debemos descomponer los términos para demostrar su
validez. Debido a que esto es imposible, por definición, no podemos
demostrar la proposición. Según Leibniz si una proposición es verdadera
debe ser evidente por si misma o demostrable. Como no es demostrable, y
tampoco parece evidente por si misma ya que no es de la forma x es A y no
A, debe ser falsa.

De éste modo se ha demostrado la posibilidad de Dios, y como ya sabemos,


la esencia de Dios implica la Existencia obligando a nuestro entendimiento
así a aceptar la demostración de Dios.

Este es el argumento a priori del cual se sirve Leibniz aunque también


elabora una argumentación acerca de la existencia de Dios a posteriori.
Éste argumento se basa en el hecho que como dice Russell “the ultimate
reason for contingent truths must be found in necessary truths” que
existen en la mente de Dios y sin la presencia de Dios no existirían. Es
decir, incluso las verdades de hecho, que derivamos de la experiencia
mediante la memoria deben tener una razón suficiente para existir, que
debido a que se basan en los fenómenos los fenómenos deben tener una
razón de ser así y como se ha visto anteriormente al especificar el
argumento cosmológico esta razón de ser es Dios.
Existen otros aspectos de la metafísica Leibniciana que dan apoyo a la
existencia de Dios o un ser necesario, como por ejemplo, la necesidad de la
armonía preestablecida que gobierna las relaciones aparentes entre
mónadas. Esta consideración, aun así, es válida si y solo si aceptamos que
las mónadas no tienen ventanas.

Habiendo expuesto los argumentos a favor de la existencia de Dios que


utiliza Leibniz podemos pasar a analizar la producción del mundo por
Dios.

Dios ha producido de entre los mundos posibles, que tienden todos a la


existencia pero la pretenden en medida al grado de perfección que
contienen, aquel mundo posible más perfecto. Es decir, aquel que encierra
más entelequia. Como se dice en Principio de la naturaleza y de la Gracia
fundados en Razón “De la perfección suprema de Dios se sigue que al
producir el universo haya elegido el mejor plan posible” “el resultado de
todas esas pretensiones debe ser el mundo actual más perfecto que sea
posible.”

Ésta afirmación resulta muy controvertida debido a que parece negar la


existencia del mal en nuestro mundo. Ya que, ¿Si éste es el mejor mundo
posible porque ocurren terremotos etc.? ¿No parece posible pensar un
mundo mejor?

A las anteriores cuestiones resulta fácil responder desde una perspectiva


Leibniciana. Para Leibniz éste mundo es el mejor de los mundos posibles
aunque exista el mal. La acusación o la duda de la omnipotencia de Dios no
es válida debido a que Dios puede producir únicamente aquello posible
pero no puede interferir en el mundo cambiando una única parte sin
modificar simultáneamente todo el universo, debido a que todas las
monadas se corresponden entre sí. Acusar a Dios de no modificar el mundo
de ese modo es acusar a Dios de no hacer lo imposible.

En segundo lugar, Dios ha producido el mundo teniendo en cuenta el bien


total, no el bien que a cada individuo le gustaría. Resulta un claro
antropocentrismo acusar a Dios de poca bondad por permitir el mal a las
personas. Como dice Echeverría “Como ya hemos subrayado varias veces, el
hombre no es el ombligo del mundo, y lo que a él le beneficia no tiene por
qué ser lo mejor.” Los hombres son únicamente unas mónadas entre
muchas existentes y Dios busca el bien para todos. La existencia del mal
para algunas mónadas proviene del hecho que Dios no busca el bien de
cada mónada sino que basa sus consideraciones en los grados de perfección
de los mundos posibles, que debido a que todas las mónadas que lo
componen han de ser composibles, adaptadas las unas a las otras, puede ser
que un bien mayor en conjunto se de al producir un mal para algunas.

Es más, existen males que gracias a su existencia conllevan un mayor bien.


Las principales acusaciones a Dios, como un ser no absolutamente
bondadoso provienen de nuestra finitud, es decir, del hecho que nosotros
percibamos únicamente una pequeña parte del mundo. Como afirma
Leibniz en el Discurso de Metafísica “Pienso que tal opinión es desconocida
en toda la antigüedad y que sólo se funda en el conocimiento demasiado
exiguo que poseemos de la armonía general del universo”

La afirmación de Leibniz sobre el mejor mundo posible ha llevado a algunos


a pensar que se trata de un optimismo audaz por su parte. Pero no parece
extraño atribuirle éste calificativo a una afirmación según la cual incluso en
el mejor de los mundos posibles existe tanto sufrimiento. Como bien dice
Echeverría “El pesimismo de Leibniz es tan grande que no sólo piensa que
tenía que haber mal en algunos mundos posibles, sino que, en función de
un cálculo absolutamente preciso y riguroso, era ineludible que también lo
hubiese en el mejor de todos ellos.”

Un problema recurrente en la filosofía moderna desde Descartes es la


relación entre el cuerpo y el alma. Descartes responde a ésta cuestión
mediante la apelación a la glándula pineal, Spinoza en cambio resuelve la
cuestión al afirmar que pensamiento y extensión, de los cuales el cuerpo y
el alma humana son modos, son atributos de Dios y se relacionan debido a
que son dos maneras de entender (de ver representado) a Dios. Leibniz en
cambio elabora una tercera explicación. Sabiendo que las mónadas son
independientes entre sí, y por lo tanto no influyen la una en la otra, la
relación entre ambas debe explicarse. Dios, mediante la armonía
preestablecida, garantiza la correspondencia de las percepciones de la
mónada dominante (en éste caso el Espíritu) con las percepciones del
aggregatum de mónadas que componen el cuerpo humano. De éste modo
“les basta seguir sus propias leyes internas y la armonía será siempre
perfecta”

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