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Discurso de Pablo Arce Gargollo

CDLI Aniversario luctuoso del Siervo de Dios Vasco de Quiroga


Jardín de las Rosas, Morelia, Michoacán, 14 de marzo de 2016

Dos estatuas sedentes engalanan la plaza denominada Jardín de las Rosas, en


Morelia, Michoacán.
Este lugar es, en palabras del poeta Francisco Alday, «jardín profundo al que,
colgadas, acuden calles mansas y pisadas luminosas y viento en son de
arrullo».
Esta plaza, «en sus ultrajadas quietudes y en sus frescas rebanadas de sombra
y sol», nos congrega hoy, por un motivo muy particular: el cierre del año
jubilar con el que hemos celebrado el 450 aniversario del fallecimiento de
Don Vasco de Quiroga, precisamente cuando iniciamos un año más desde
aquel 14 de marzo de 1565.
En esta plaza barroca y monolítica reposan las estatuas de dos gentiles
hombres, nimbados de una grandeza sin igual.
De un lado la figura de quien siendo máxima autoridad en la Nueva España
como Oidor y en su condición de laico, fue electo primer obispo de
Michoacán. Si nos fijamos en su efigie, está sentado, postura natural luego de
tantos años de andanzas. Su rostro es sereno. Se esconde, tras el bronce, un
corazón que supo dispensar un «amor visceral» a todos cuantos se cruzaron
con él, en especial a los indios.
En el lado opuesto de la plaza está la estatua que representa a Miguel de
Cervantes Saavedra quien, también sentado, espera la celebración -el próximo
23 de abril-, que marcarán los 400 años desde el día de su muerte. Basta
acercarnos a su broncínea figura y aguzar el oído para escuchar la descripción
que hace de sí mismo:
«Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y
desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada;
las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes
grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene
sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen
correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni
grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de
espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La
Galatea y de Don Quijote de la Mancha». (Prólogo Novelas Ejemplares).
Los dos son coetáneos. Don Miguel nació en 1547, año en que don Vasco
regresó a España, en busca de los instrumentos jurídicos que necesitaba para
preservar sus proyectos en estas tierras. En vida no se conocieron.

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Don Miguel intentó, por dos veces sin lograrlo, venir a América, atraído por
las noticias de las gestas heroicas de tantos de sus coterráneos y debió conocer
lo hecho por don Vasco en el nuevo mundo.
A las personas se les recuerda por sus obras. Su grandeza y perennidad está
en función de los frutos duraderos legados a la posteridad.
Miguel de Cervantes evoca, de inmediato, al Caballero de la Triste Figura,
que tantas alegrías da a quien lo acompaña en sus andanzas para «desfacer
agravios y enderezar entuertos».
Este caballero andante es ejemplo multiforme de lo que una persona debe
hacer para mejorar el mundo. Quienes lo intentan son locos, soñadores y
utopistas. Hoy necesitamos más locos, más soñadores y más artífices de una
utopía que si puede estar en un lugar.
¿Quién fue nunca más sabio, más humano y más noble que el loco don
Quijote? Este ingenioso hidalgo que vivió loco y murió cuerdo —según el
epitafio de Sansón Carrasco— es un personaje real, y algo más: un personaje
nuestro.
Todos tenemos algo de él. Llevamos un Quijote en el corazón. Reconozcamos
que Quijotes somos, porque hemos sido locos, soñadores y deseosos de hacer
o encontrar una utopía. Queremos un mundo distinto y nos disgusta que el
real no se acomode a lo verdadero humano, que es lo más cuerdo. Somos
locos cuando estamos verdaderamente cuerdos. Aquí están Tata Vasco y el
loco de don Quijote llamando a todos a la cordura.
Los buenos hombres al morir se vuelven historia. Algunos alcanzan, por su
notoriedad, revivir en su estatua como es el caso de Vasco de Quiroga y
Miguel de Cervantes. Esta fotosíntesis de la muerte es lo que llamamos
cultura.
Algunas estatuas inertes, impertérritas al paso del tiempo son, sin embargo,
parlantes a semejanza de las antiquísimas de Pasquino y Marforio en Roma.
Quiero imaginar que en esta plaza don Vasco y don Miguel llevan años
conversando. Se entretienen en sus ideas y proyectos, deseosos de resucitar la
«edad dorada», es decir, ese mundo perfecto de los orígenes, destruido por la
perversidad de los hombres.
En sus interminables conversaciones, se quitan la palabra uno al otro. Don
Vasco subraya las cualidades de los naturales y abunda sobre la experiencia
de vida de sus pueblos-hospital que tan buenos frutos siguen dando. Don
Miguel de Cervantes, se anima y refiere con detalle lo sucedido en Barataria;
las sabias decisiones salomónicas de Sancho Panza siendo gobernador, así
como las pragmáticas y ordenanzas que dictó para su buen gobierno. (II, XLV
y ss.) y se pone a leer el discurso del Quijote a los cabreros en donde refiere
aquella «dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron
nombre de dorados» en la que «no había la fraude, el engaño ni la malicia…»
(I, XI).

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Don Vasco interviene de nuevo y le explica al «manco de Lepanto» que en el
nuevo mundo puedo implantar esa «edad dorada» porque los naturales
«tienen y gozan de la simplicidad, mansedumbre y humildad y libertad de
ánimo». Ese fue el motivo –explica–, para fundar unos pueblos en donde
todos pudieron tener una viva experiencia de vivir «a derechas» con «mixta
policía», es decir, con orden, tanto en lo material como en lo espiritual. Fue
así como logró formar una sociedad ordenada, en donde todos, por estar
pendientes del otro y sus necesidades, alcanzaron la felicidad posible en esta
tierra. En sus pueblos, le explica a Cervantes, había y todavía hay, una actitud
de servicio, trabajo bien hecho, desprendimiento de los bienes materiales,
participación en las decisiones que atañen a todos, amoroso cuidados a los
enfermos y comprensión por quienes tienen capacidades diferentes.
Cervantes no se quiere quedar atrás al mostrar la sublime y preciosa sabiduría
de Alonso Quijano cuando a su escudero le brinda atinados consejos sobre la
administración pública y las virtudes que debe poseer todo gobernante.
«Primeramente, ¡oh hijo!, -le dice el Quijote a Sancho Panza- has de temer a
Dios, porque en el temerle está la sabiduría y siendo sabio no podrás errar en
nada».
«Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti
mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del
conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el
buey».
Buen número de consejos prácticos dio el Quijote a Sancho Panza para ser un
juez probo en toda circunstancia, muchas de ellas al tenor de la siguiente: «Si
acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con
el de la misericordia». (II, XLII).
Vasco de Quiroga -juez avezado, que lo fue-, le dice a Cervantes que le parecen
magníficas cada una de estas sentencias, y que él las vivió a carta cabal.
Ambos, Don Vasco y el Quijote, concuerdan en las consecuencias que se
siguen de vivir estos buenos consejos:
«Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu
fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus
hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y
beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la
muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas
manos de tus terceros netezuelos».
¿Qué une a don Vasco con el Quijote? El concepto fundamental que los
hermana está constituido por dos palabras: tuyo y mío. El Quijote señala que
en la «edad dorada», es decir, aquella sociedad primera en donde todos vivían
con armonía, «los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y
mío» (I, XI), es decir no había egoísmo. Eso es lo que hizo don Vasco: «Los
comenzó a amar (a los naturales) desde que los vio. Los amó el señor don

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Vasco como a prójimos, cuando muchos les negaban el serlo». (Joseph
Moreno).
Frente a frente. Dos hombres notables. Los dos caballeros, uno de Malta y el
otro con los títulos del de la Triste Figura y de los Leones. Ambos están ahora
muy quietos en sus estatuas escuchando esta peroración, suplicando su final.
Supongo que hace poco menos de un mes intentaron liberarse de su pesado
pedestal para unirse a la algarabía y entusiasmo de los miles de personas que
a pocos metros de aquí produjo el paso sereno y esperanzador del Papa
Francisco quien agradeció poder tomar entre sus manos el báculo de don
Vasco de Quiroga y hacer uso del cáliz con el que celebraba el Santo Sacrificio.
«Con ustedes –nos dijo el Papa Francisco-, quiero hacer memoria de este
evangelizador, conocido también como Tata Vasco, como «el español que se
hizo indio». La realidad que vivían los indios purhépechas descritos por él
como «vendidos, vejados y vagabundos por los mercados, recogiendo las
arrebañaduras tiradas por los suelos», lejos de llevarlo a la tentación y de la
acedia de la resignación, movió su fe, movió su vida, movió su compasión y lo
impulsó a realizar diversas propuestas que fuesen de «respiro» ante esta
realidad tan paralizante e injusta. El dolor del sufrimiento de sus hermanos se
hizo oración y la oración se hizo respuesta. Y eso le ganó el nombre entre los
indios del «Tata Vasco», que en lengua purhépecha significa: Papá».
Gracias, Don Tata, por tu vida, por tu ejemplo, por las obras y el espíritu que
nos has legado. No dejes tus conversaciones quedas y profundas con ese otro
señor don que tienes enfrente en esta plaza.
¡Don Vasco de Quiroga y don Miguel de Cervantes! Escuchen bien. Nos
llenamos de alegría y de esperanza. Sus aniversarios de muerte anuncian que
están muy vivos. Nos hacen soñar que es posible una «edad dorada», que
llegará -sin duda-, cuando muchos seamos capaces de ahogar el mal en
abundancia de bien.

Muchas gracias.

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