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LA GUERRA QUE NO SE CUENTA

John W. Tamayo

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I
LA REPUBLICA BANANERA

Para los turistas extranjeros, Colombia es un paraíso tropical donde la mezcla de la


cultura indígena con los europeos y africanos resultó en deliciosas recetas de comida y
nuevos ritmos musicales. Para nosotros, los colombianos, la mezcla de creencias y
tradiciones resultó en una estructura social conflictiva que bloqueo nuestra capacidad de
desarrollo, y nos dejo a todos atorados en la época colonial. Los indígenas, los negros, y la
mayoría de los mestizos aun continúan segregados y en la pobreza, igual que hace
trecientos anos. La única esfera social que ha cambiado, ha sido la de los hacendados.
Antes, solo aquellos de sangre europea tenían acceso a la exclusividad social y a gobernar.
ahora, la nobleza se puede también alcanzar con dinero, no importa quién haya sido el
aspirante; igual que en cualquier otra sociedad capitalista de hoy, pero en ésta, la
colombiana, todo vale. El narcotraficante, el estafador, el corrupto, y el asesino, todos ellos
también tienen la oportunidad de codearse con la burgesia de antaño y buscar sus intereses
desde algún escano del gobierno. Los buenos y generosos están excluidos de esta esfera, y
si los hay, han vivido en la sombra intimidados.
Mi generación, aquella de los 70s, crecimos viendo en vivo las asanas de Pablo
Escobar, quien a punta de bala y dólares se convirtió en el coco para algunos y en héroe
para otros. Mientras las elites políticas que lo querían extraditar se orinaban del susto cada
vez que lo veian, en las comunas pobres de ciudades como Medellin, Escobar alcanzo a
super la fama de superman entre los jóvenes, pues convertirsé en un adinerado capo era
algo posible, no volar.
Cuando llego la época del narcotráfico, a finales del los anos 60s, el país ya
estábamos en problemas con las guerrillas marxistas, con la corruption, con la segregación,
y con la falta de imaginación empresarial para crear empleo y bienestar social. En los anos
siguientes, y con ayuda de estos cuatro factores, el narcotráfico poco a poco empezó a
trasformar la nacion. Bajo ese desorden los grupos de crimen organizado se multiplicaron y
el saqueo estatal se agudizo, dando espacio a la anarquía. La reacción del gobierno se limito
entonces a condenar la corrupción entre sus amigos y a incrementar el numero de soldados
para detener el avance comunista. Lo primero se areglaba con reuniones secretas y luego
con discursos publicos, pero lo segundo, las guerrillas, eran una amenaza real para las
castas económicas y politicas.
El estado, o los políticos, decidieron entonces rodear las urbes de militares y
policías. Se enfocaron tanto en que los comunistas armados no llegaran a sus clubes
sociales ni a sus propiedades, que el débil estado de derecho que se había logrado en mas de
un siglo empezó a desvanecerse en manos de la mafia, y sin emgardo no lograron contener
las guerrillas. En 1985, una celula comando del M-19 se tomo el palacio de justicia. Unos
dicen que para borrar los expedientes criminales de los narcotraficantes y otros dicen que
para jusgar al presidente por traición a la patria. Cualquiera que haya sido el motivo, el
ejercito llego inmediatamente con tanques de artillería y entre los dos mataron casi todos
los funcionarios públicos que habian en el edificio. Ningún subversivo salio con vida, pero
su acción suicidad dejo en claro su capacidad militar.

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Para finales de los anos 80s las guerrillas se habian tomado los suburbios de las
ciudades y la mitad del andamiaje gumernamental ya había pasado al servicio de la mafia.
en 1989, al presidente Virgilio Barco Vargas no le quedo mas opcion que negociar con las
guerrilas y tratar de bloquear el dominio de los carteles sobre la justicia y la policia.
Para principios de 1990, la amenaza del M-19, el grupo rebelde mas sagaz e
intrépido hasta ese momento, parecía estar controlada con la admistia otorgada a sus delitos
y a la oportunidad de entrar a la arena política. Por su lado, las FARC (Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia) y el ELN (Ejercito de Liberacion Nacional) se habian
recojido a las selvas y montanas, pues con el abandono del estado a las zonas rurales les era
mas fácil reclutar combatientes, controlar la producion de cocaína, retener secuestrados, y
aplicar libremente algunas ideas leninistas. Sin la presencia física de los grupos rebeldes en
las ciudades, la población en general sentía que la paz había llegado. Después del M-19 la
entrega de los grupos guerrilleros restantes parecía solo question de tiempo . No obstante, la
muerte sucesiva de los lideres de izquiera y los guerrilleros indultados, cerro la oportunidad
de negociar con los grupos rebeldes restantes.
Ya en 1990, y siendo Cesar Gaviria presidente, el escenario del país parecía
indecifrable. Los carteles de la droga continuaban con el mismo poder e influencia de los
anos 80s, las guerrillas habian declarado las zonas rurales como un estado independiente, y
las autodefensas armadas ya estaban en escena matando por encargo. Lo mas indignante y
preocupante, era que Pablo Escobar aun seguía libre y expandiendo su negocio, pese a que
ya había asesinado un ministro de justicia, a cientos de policías, y a docenas de transeúntes
con sus carros bomba. Al mismo tiempo, las multinacionales mineras y de petróleo
acosaban al gobierno por estabilidad en el país para poder traer mas maquinarias y mas
inversionistas.
Con el propósito de rehabilitar al país, de acuerdo a las exigencias del mercado
internacional, el gobierno decidio entonces negociar la paz con los carteles de la droga,
fortalecer las fuerzas armadas, y llamar a los sobrevivientes del M-19 para que le ayudaran
a redactar una nueva constitución incluyendo mas derechos civiles, mas leyes contra la
corrupción política, y algunas otras normas anticipandose a la llegada de mas inversion
extranjera, o el capitalismo salvaje, como se le empezó a llamar.
A mediados de 1991, mientras las elites políticas celebraban con los ex–guerilleros
la reconciliación, la nueva cosntitution, la entrega de Pablo Escobar, y la llegada de
millonarios intercionistas, en las calles todavía reinaba la incertidumbre y la incredulidad.
Por un lado, las propiedades publicas que la corrupción no había saqueado, el gobierno las
puso venta. Con la entrada en practica del neoliberalismo empezó una agresiva
privatización de los bienes públicos, y sin darnos cuenta todo lo referente al funcionamiento
del estado entro en el negocio, incluso la justicia, la salud, y el servicio de policía. Por otro
lado, las guerrillas de las FARC y el ELN ya controlaban mas del 70% de la zona rural del
país y se disputaban el 30% restante con el ejercito y las autodefensas.
En los tres anos seguidos la seguridad no mejoro; el narcotráfico solo bajo su perfil
y la mayoría de los inversionistas extranjeros se devolvieron. Las companias petroleras y
algunas otras mineras decidieron quedarse después de que el gobierno les envio para su
protección a casi la mitad del pie de fuerza armado estatal.
El presidente entrante, Hernesto Samper Pizano, no tenia mas que aportar para
solucionar el problema del narcotráfico ni de los paramilitares, y mucho menos el de la
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guerrilla, pues su campana política fue financiada por los carteles de la droga, y paso todo
su tiempo encerrado en la Casa de Narino, buscando la manera de descalificar a sus
acusadores. El periodo presidencial entre 1994-1998 fue todo un limbo y donde tanto las
guerrillas como los narcotraficantes se fortalecieron. El presidente Samper no solo paso a la
historia con el apodo de “Proceso 8.000”, pero también por ser, hasta ahora, el único
presidente colombiano al que los Estados Unidos le haya cancelado la visa.
Pocos meses antes de que Hernesto Samper entrara como inquilino a la Casa de
Narino, su antecesor, el presidente Cesar Gaviria, creo el Decreto de ley 356 de 1994,
reglamentando la seguridad privada y al mismo tiempo autorizando la creación de
asociaciones comunitarias de vigilancia rural. Inicialte estas fueron de carácter defensivo o
cooperativo con las fuerzas armadas del estado, pero luego se les autorizo el porte de armas,
y mas adelante, el acceso a inteligencia militar para hacerlas mas effectivas. Con este
decreto el gobierno les había enviado el mensaje a los terratenientes de que no se les podía
garantizar la seguridad, y por tal motivo, la protección de sus vidas y propiedades era un
problema de ellos.
Un ano después el gobernador de Antioquia, Alvaro Uribe Velez, encandilado por su
odio hacia las guerrillas que habian asesinado a su padre en un intento de secuestro, legalizo
jurídicamente los pequenos ejércitos privados que se formaron y los que ya existían en
Antioquia desde los anos 80s. Pese a las advertencias de que estas podrían mutar en algo
mas peligroso, otros políticos se unieron a la cruzada de involucrar a todo mundo en el
conflicto armado. A los ricos se les dio la option de armar sus propios grupos de defensa y
los pobres estaban obligados a informar si conocían algún guerrillero o alguien de ideas
comunistas, si no, irian a la cárcel por complicidad. El argumento del derecho a la defensa
fue el argumento central para organizar ejércitos privados e involucrar la población neutral
como soplones, inicialmente en Antioquia. Dos anos después, las pequeñas cooperativas
estimuladas por el gobernador Uribe, crecieron y se extendieron como plagas por casi todo
el país, destruyendo y matando todo lo que oliera a guerrilla, socialismo, y anti–
stablecimiento.
Cuando Andres Pastrana llego a la presidencia en 1998, los paramilitares no solo
habian hecho retroceder a las FARC en algunas zonas, si no que también habían desplazado
a miles de campesinos y se había adueñado de parte del negocio de la cocaína. El remedio
había crecido peor que la enfermedad. Su poder intimidatorio crecio al punto que eran los
políticos y sus financiadores los que seguian instrucciones. Con el reducido numero de
soldados que tenia el estado, a penas le alcanzaba para proteger algunos lugares neurálgicos
de la economía y acordonar las ciudades. Los paramilitares por su lado, tenían la capacidad
suficiente para proteger las tierras de los hacendados y la dispocision mental para realizar
operaciones militares que el ejercito no podía, como masacres.
La forma de operar paramilitar era mas disuasiva que militar, pues buscando
intimidar a sus enemigos cometia aberrarantes crímenes de genocidio. Los guerrilleros
capturados por ellos eran despedazados vivos con motosierras y sus familias, incluyendo
niños, con garrotes y machetes. Pero el efecto era contrarion porque las FARC respondia
con igual agresividad atacando puestos de policía, bases militares, y a los civiles que
creeian estaban ayudando a sus rivales.
Pese a la presión internacional sobre violación a los derechos humanos por parte de
todos los frentes en conflicto, y particularmente de los paramilitares, el nuevo presidente no

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podía hacer mucho. Querer combatir también estas organizaciones y el narcotráfico era algo
difícil y peligroso, pues ambos estaban en todas las actividades del establecimiento.
Para finales del ano 1998, los paramilitares parecían mas la avanzada del ejercito
que grupos al margen de la ley. El estado aprendio a convivir con ellos y a minimizar sus
acciones al atruirle al ejercito resultados militares perpetrados por ellos, claro esta, cuando
no eran masacres. Pese al problema que representaba encubrir organizaciones de asesinos
en serie, como lo eran los paramilitares, el gobierno y las elites económicas los necesitaban
para detener el avance guerrillero hacia las ciudades.
Un ano después de asumir como presidente, Andres Pastrana continuaba decifrando
la problemática del país e intentando sentar a una mesa de dialogo al líder máximo de las
FARC, algo que prometio durante su campana presidencial. Mientras tanto a nivel
internacional, se discutia aun si ya era hora de considerar a Colombia como un Estado
fallido. Las zonas rurales se habian convertido en campos de batalla barbárica entre
guerrilleros, militares, y paramilitares. La población civil quedo entre el fuego cruzado y no
tuvo mas opción que continuar mudandosen hacia las ciudades, pero esta vez por oleadas,
incrementando la violencia callejera y el microtrafico de armas y drogas. El abuso a la
población neutral era incontrolable, tanto en las zonas rurales como las urbanas.
En enero de 1999, mas por desespero que por estrategia política, el presidente
Pastrana acepto la demanda de las FARC de remover el ejercito y la policía de 42.000
kilometors cuadrados de territorio, conocida como “zona de distensión”. Pero ninguno de
los bandos sabia como aproximarse para negociar, mas aun cuando la guerrilla tenia mas
para ganar que para perder. Por un lado las FARC no solo contaban con una posible victora
militar pero también política. La campana mediatica acerca de la corrupción y el abandono
social de una casta política y económica que sumio al país en la miseria estaba ganando
simpatizantes y donantes en Europa. A esto, se le sumo el hecho de que el nuevo presidente
de Venezuela, hugo Chavez Frias, coincidía con la lucha de las FARC y constantemente las
justificaba. Po el otro lado, el gobierno no sabia como convencer a las guerrillas de que la
única forma de que el país saliera de la desgracia, era que ellos entregaran las armas y que
se unieran a la fuerza laborar de las multinacionales.
Bajo estas circuntancias, las negociaciones de paz dieron inico con diferentes
agendas en mente. Mientras el presidente Pastrana buscaba tiempo hasta que los Estados
Unidos aprobara ayuda militar y económica para fortalecer las fuerzas armadas, vendiendo
el cuento de que era encontra de los carteles de la droga, las FARC aprovecho también el
tiempo para entrenar sus frentes guerrilleros y utilizar la zona despejada para esconder a los
secuestrados, ya que buscaba presionar las negociaciones a su favor secuestrando
protagonistas de las elites políticas y economicas.
Para el ano 2001, los dos bandos no habian llegado a ningún acuerdo. Nisiquiera
sirbio la visita de Wall Street explicando las bondades de la bolsa de valores internacional,
ni la visita de los empresarios mas ricos del país ofreciéndoles trabajo en sus companias,
pues lo que las guerrillas pedían, como redistribución de tierras, aumento de sueldos, y no a
la privatización del estado, entre otras, no era viable ni para las elites ni para el mercado
internacional. Aunque los visitantes prometian cumplir algunas de las demandas de las
FARC para entregar las armas, estos no confiaban en ellos, mas aun cuando el gobierno,
buscando la sustitución del cultivo de hoja de coca por productos agrícolas, punto crucial en
las negociaciones, envio a varios “sardinos” de la elite a reunirse con los campesinos e

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indígenas. Estos llegaron en helicotero a las zonas donde se cultivaba la coca, descargaron
varios bultos de semillas y abono, luego miraron a su alrededor, exclamaron que “seba” y se
regresaron a Bogota rascándose las picaduras de los mosquitos. No dieron tiempo siquiera
para explicarles que cualquier alternativa agrícola no era posible, pues no habian vías de
acceso, y por que los productos que se podrían cultivar demandaban mas trabajo que
beneficios.
Las negociaciones de paz trascurrian entre visitas y propuestas que no satisfacían a
ninguno de los bandos, al punto que la zona despejada no solo parecía un sitio de recreación
de alguna republica independiente, pero también un campo de concentración autorizado. El
viejo truco de negociar bajo el juego solo trajo mas secuestrados a la zona y mas presencia
paramilitar matando a la población civil, acusándola de auxiliadores de las guerrilleras.
En febrero 20 de 2002, seis meses antes de terminar su mandato, el presidente
Pastrana dio por terminado las negociaciones de paz con las guerrillas. La ayuda externa
para fortalecer las fuerzas armadas del país ya mostraba los primeros cambios. El ejercito,
aunque sin prestaciones de seguridad social ni beneficios para sus familias, habia
aumentado el pie de fuerza de combate con “soldados profesionales”, es decir, aquellos que
terminaban de prestar el servicio militar obligatorio, podrían seguir en la fuerza por un
sueldo minimo. Lo que se buscaba con esto era comprometer y motivar a los soldados
experimentados a seguir en la institución, pues los conscriptos obligados no tenían mas
objectivo que salir con vida del servicio militar. Pero, para infortunio del gobierno, las
FARC también habia utilizado ese tiempo para re–entrenarse militarmente, armar grupos de
comandos urbanos, y crear nuevas rutas para el trafico de cocaína y armas. Dicho de otra
forma, se fortalecieron también.
Mientras todo esto ocurria en el país, todo el sur del continente americano se
convulsionaba con la elecion de Hugo Chaves y la crisis política y ecomica de argentina.
Los beneficios del capitalismo y del mercado internacional ofrecidos después de 1990, no
habia servido mas que para aumentar la desigualdad social, y con esta, justificar el discurso
socialista que promovia Hugo Chavez. El miedo a que la nación se conviertiera en un
estado comunista, como Corea del Norte o Cuba, llevo a que incluso la población de los
extractos bajos escojiera a Alvaro Uribe Velez como presidente en las eleciones
presidenciales del ano 2002. Con el, las clases media y alta, los inversionistas extranjeros, y
la agenda neoliberal estaría a salvo. Todos ellos sabían de que con su capacidad de oratoria,
sus argucias políticas, y su desapego a la vida ajena, podría acabar de una vez por todas con
la amenaza guerrillera.
Para muchos analistas, la llegada de Alvaro Uribe a la presidencia fue también la
victoria máxima de las organizaciones paramilitares. Por un lado el era un referente
ideologico para justificar la existencia de la defensa armada, y también, por que con el en el
ejecutivo, seria mas fácil legitimar el daño que habian hecho y vender las tierras que habian
dejado a tras los desplazados. Se puede decir que la toma del estado que buscaron las
guerrillas por mas de medio siglo, la consiguieron los paramilitares en menos de diez anos.
No obstante, cuatro meses después de posesionarse como presidente, y a travez de
un proceso de paz con los paramilitares, Alvaro Uribe busco sacudirse de la responsabilidad
que tenia al promover la autodefensa armada en los anos 90s. Lo hizo, no porque
consideraba que ya no eran útiles después de que el Plan Colombia habia fortalecido las
fuerzas armadas, si no porque el departamento de estado de los Estados Unidos ya habia

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metido a los paramilitares entre la lista de terroristas internacionales, y porque estos, al
igual que las guerrillas, buscaban también la toma del estado.
Dos anos tardo el presidente Uribe para convencer a los jefes paramilitares de que se
sometieran a la justicia, escojieran de entre una lista de penas alternativas las que mejor les
pareciera, y luego salieran a rehacer su vidas lejos del crimen. Entre las penas alternativas
estaba el comprometerse a no portar armas, el estar lejos de sus victimas, y no aspirar a
cargos públicos. Lo que proponía el mandatario para sacar a los grupos paramilitares del
conflicto como ganadores era ofensivo para las victiminas y para la propia justicia. De
todas formas, su propuesta tenia argumentos validos. Es verdad que en todas las
negociaciones de paz en otras partes del mundo, todas se dieron después de una leve
inyecion de impunidad, pero los crímenes cometidos por los paramilitares estaban frescos y
difíciles de absorber, al contrario, generaría mas odio y motivaría mas criminales en el
futuro.
Afortunadamente para el presidente Uribe, muy pocos en el país se atrevían a
contradecirlo. Detrás de una cara de sacerdote y jafas de John Lennon se ocultaba una
mente siniestra a la que todos tenían. Fue gracias a las organizaciones de derechos humanos
internacionales que se logro agregar una pena física de ocho anos de cárcel a la propuesta
inicial.
En julio de 2004, justo después del asesinato de Carlos Castano, máximo jefe de la
organización paramilitares, dicen que por divisiones internas, los jefes paramilitares que le
seguian, autorizados por el gobierno, la OEA, y la iglesia, dieron un conmovedor discurso
ante el congreso explicándoles porque ellos no debían ser castigados, y expusieron también
la Colombia que ellos sonaban. Muy similar a la del presidente Uribe. Cuando terminaron,
los congresistas los aplaudieron con emoción, y estos salieron del recinto con la frente en
alto y sintiendosen victoriosos.
Pero en la política todo es dinamico, y lo que habia empezado como una
negociación de paz sencilla, como entre colaboradores, se convirtió para el presidente Uribe
un martirio. Con los paramilitares concentrados en Santafe de Ralito esperando las buenas
noticias del gobierno, sus victimas empezaron a contar sus historias, y poco a poco todo el
mundo se dio cuenta que no eran los guardianes de la democracia, que hasta el mismo
presidente Uribe habia vendido desde los 90s. Bajo esta presión, y entre decreto y decreto,
el gobierno termino buscando “justicia y reparación”. Pero esto no era suficiente y ya todos
queríamos saber también la verdad de como unas autodefensas campesinas se
transformaron en asesinos a sueldo y luego en narcotraficantes.
Aunque los jefes paramilitares consideraban a Alvaro Uribe uno de los suyos detrás
de la línea de fuego, entendieron que la mejor option era entonces aceptar los ocho anos de
cárcel, antes de que le subieran el numero de anos. Ayudar a reparar a las victimas con lo
mismo que les habian quitado y contar la verdad de quienes fueron los que los apoyaron
desde la clandestinidad, se convirtió también parte de la pena. Desafortunadamente para los
cabecillas paramilitares y para el mismo presidente, a estos dummies les dio por contar la
verdad. Los delitos cometidos por ellos eran tan aberrantes, que hasta el mismo presidente
Uribe se asqueo y los entrego a los Estados Unidos antes de que su nombre saliera
involucrado en alguno de estos crímenes como autor intelectaul. En honor a la verdad,
Alvaro Uribe nunca fue militante físico de las autodefensas, ni participo en algún crime
atros, pero fue un gran motivador para que estos crecieran y los cometieran.

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En la historia republicana de Colombia, nunca habia existido un presidente con la
capacida de Alvaro Uribe de retener información, procesarla y direccionarla hacia un
objetivo en particular. Durante su vida de estudiante, y muy seguramnte por la stricta niñez
que tuvo, habia recojido tanta información teorica que desarrollo una capacidad única para
manejar el lenguaje interpretativo. No solo utilizaba el diminutivo en las palabras para
minimizar cualquier acto delictivo de su gobierno, si no que alzaba el tono de voz para
maximizar los actos de otros cuando buscaba el efecto de odio y rechazo de las masas.
El periodo de presidencial de Alvaro Uribe concidio con la administración de
George W. Bush, quien después de los ataque terroristas del 9 de septiembre del 2001, creo
la doctrina de guerra preventiva, y empezó a calificar aquellas naciones que no apoyaban
las intervenciones americanas de aliados del terrorismo. Para el departamento de seguridad
nacional de los Estados Unidos, todo grupo armado ilegal en el planeta pasaron a ser
terroristas, y entre estos las FARC. Apartir de ese momento, la palabra “terrorista” se
convirtió en la preferida del mandatario colombiano para referise a los grupos guerrilleros,
y la utilizo también para tildar de “terrorista de corbata” a todo aquel que cuestionara sus
estrategias o los negocios de sus hijos. Cada vez que nombraban los terroristas de las FARC
en las noticias, la gente temblaba y en su mente aparecia las Torres Gemelas cayendo. Al
punto que el grupo guerrillero, ya conocidos como terroristas y no como guerreros
marxistas, empezaron a asumir su papel como lo que la mayoría creía: terroristas. En
febrero del ano 2003, dejaron un carro cargado con explosivos en el parqueadero del
exclusivo club el Nogal en Bogota, donde las elites suelen ir a recrearse. Las dantescas
imágenes de la explosión agudizo el odio contra las guerrillas y dio la justificación para que
la política de soplones inventada por el mandatario cuando era gobernador de Antioquia, se
esparciera por todas las ciudades, barrios, y aulas de las universidades.
La versatilidad mental y política del presidente Uribe le daba para defender una
controvertible negociación de paz con los paramilitares, y al mismo tiempo enfilar todos los
recursos posibles para derrotar militarmente a las guerrillas, incluyendo estrategias que
afectaba mas a la población civil que al mismo enemigo.
La práctica de pagar recompensas a los soldados por guerrilleros muertos, no fue
distinta a la que la corona inglesa pagaba en la época de la colonia a los soldados y colonos
británicos por cada cabellera india que traían. Por desgracia todas las mujeres blancas
tenían también el cabello largo como los indios. Cientos de ellas fueron asesinadas y
desaparecidas después de arancarles el cuero cabelludo. En laguerra de Vietnam, miles de
civiles fueron asesinados por los norteamericanos, ya que mostrando cadáveres por la
televisión era como se media el triunfo o la derrota; patrulla que no reportaba muertos al
final del dia era considerada un fracaso. Masacres en la guerra de Vietnam como “My Lai”,
donde el ejercito americano asesino a mas de 400 personas, incluyendo mujeres y niños, se
le considero al final de la guerra como un genocidio. En Colombia, durante la
administración de Alvaro Uribe, ubieron mas de 2.000 asesinatos a jóvenes desarmados, y a
esto se le llama casi en burla “falsos positivos”. Lo que muchos no entienden, es que tanto
los militares colombianos como los soldados americanos seguian instruciones de traer
cadáveres, pues en la guerra no existe la racionalidad, solo el cumplimiento de las ordenes.
Y en el caso colombiano, tanto el presidente, como el ministro de defensa sabían que en
algo asi podría terminar la estrategia de pagar recompensas por cadáveres. En el lenguaje
militar, Alvaro Uribe envio la “Carta a Garcia” con el ministro, y los militares procedieron a
ejecutarla. Pero igual que con los grupos de autodefensas, el presidente Uribe y su ministro
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de defensa sacudieron su responsabilidad y enviaron a los militares a la pilastra publica y a
la cárcel.
Por dos periodos consecutivos, 2002–2010, la administración del presidente Uribe
busco derrotar a las FARC usando todas las técnicas posibles. Las ilegales las llamo
“secreto de Estado”, y por lo tanto quedaron ocultas y en la inpunidad. Usando la técnica
psycologica de la “Carta a Garcia”, el presidente Uribe obligo casi a todas las instituciones
publicas a cometer delitos y fraudes para complacerlo. La destreza del presidente para
impartir ordenes subliminales descompuso muchas agencias y personas cercanas a el, que
como ruedas sueltas empezaron a actuar de acuerdo a su criterio. Las agencias de
inteligencia no solo empezaron a espiar e intimidaban a la rama judicial y a periodistas
críticos, si no que en medio del desorden terminaron también sirviéndole a los paramilitares
y a las mafias.
Al finalizar su periodo de gobierno, en el 2010, Alvaro Uribe no solo tenia mas de la
mitad de sus ministros investigados por corrupcion, paramilitarismo, y narcotráfico, si no
que el exterminio de las guerrillas, como lo habia prometido, no lo cumplio, esta seguía
intacta y fuerte como en los anos 70s. Nunca entendio que las FARC y el ELN, al igual que
el ejercito y los paramilitares, se alimentan de la misma población que el gobierno descuida.
Querer acabar con la las guerrillas era buscar el exterminio de casi todos los campesinos,
indígenas, y miles de personas en las ciudades que no creen en la democracia colombiana.
Con la permanencia de las guerrillas, la esperanza de los inversionistas extranjeros,
aquellos que ya habían terminado de destruir las montanas y ríos de China e India se
empezó a esfumar. En ocho anos de total control del país, Alvaro Uribe no pudo eliminar a
sangre y fuego a las guerrillas. Quedo mal con algunas multinacionales, pero hizo los
cambios necesarios para que el neoliberalismo económico, que no es mas que la
privatización de todo, se profundizara y las masas lo vieran como el camino para ser como
los Estados Unidos o Europa. Los tres “huevitos”, fue el nombre que el presidente Uribe le
puso a sus políticas de gobierno para que fueran fácil de identificar: “Seguridad
democrática, Cohesion Social, y Confianza Inversionista”. Que en palabras mas coherentes
con lo que hacia, se puede traducir a: militarizacion, sometimiento, y explotación.
Aunque intento ejecutar las tres políticas al mismo tiempo, el poder de las guerrilas
no dejaban que estas se concretaran en la zonas rurales, donde las multinacionales debían
estar, mientras las protestas sociales frenaban la privatización en las zonas urbanas. La
seguridad democrática, o la militarización de todo el país, era la única option. Alvaro Uribe
ya había reformado la constitución para ser presiente por segunda vez, una tercer vez lo
convertiría en dictador, y era algo que no buscaba, y ni siquiera lo discutia. Si la influencia
del comunismo no hubiera llegado a Colombia amenazando la propiedad privada, muy
seguramente el seria el abogado y ganadero mas prestigioso del país.
Para las elecciones presidenciales del ano 2010, Alvaro Uribe buscaba entre sus
colaboradores mas cercanos la persona que pudiera continuar empollando los tres
“huevitos” y perseguir a las guerrillas hasta su exterminio

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La cultura del narcotráfico había tirado a la mierda el mito del trabajo duro y la
educacion, pues Pablo Escobar, Carlos Lehder, y otros, ya había demostrado que hay otras
formas mas rapidas y efectivas de ser exitoso. Para los estratos sociales bajos, la option
empezó a ser como sicarios, putas, trasportador de drogas, o no hacer nada y esperar que
alguno de los bandos en conflicto lo absorbiera como combatiente urbano. Al mismo
tiempo, en las zonas rurales los grupos rebeldes de las FARC y el ELN se hacían cada vez
mas fuertes y numerosos con el dinero del narcotráfico y el contrabando de gasolina y otros
productos desde Venezuela y brazil. Por su parte, y en orden para proteger sus intereses, la
clase burgues fortalecio su presencia en la arena política, pues desde ahí se maneja las
fuerzas armadas, la economía, y la justicia. De esta forma las tres ramas del estado se
conviertio en un muro de protección para las familias de clase alta tradicionales, igual que
en la colonia, pero esta vez, también protegia todo aquel bandido que alcanzara su nivel
economico. Asi fue que de un momento a otro todas las ramas del gobierno se empezaron a
llenarse de hombres y mujeres sin ningúna expectativa técnica pero si con pasado dudosos.
La adminstracion publica se había convertido en una cloaca de ambiciones, solo la cara
bonita de algunas mujeres en el poder como maria ema mejia, noemi sanin, y martha lucia
ramirez, distraían la fetidez que salía de las oficinas publicas.
Antes del narcotráfico, aun existía algo de honorabilidad en las actividades dirarias
de cada colombiano, incluso entre los empleados públicos. Confiar en la palabra de otro y
obtener títulos académicos era el discurso diario en las familias de ricos y pobres. Incluso,
la mayoría de los aspirantes politicos buscaban formarse en otros países y algunos
aceptaban con nobleza las criticas académicas y de sus contracditores, pero en menos de
diez anos el narcotráfico acabo por completo con esta cultura. Con la entrada de Pablo
Escobar a la política, las clases obreras entendieron que el prepararse intelectalmente agrega
muy poco a la hoja de vida, exepto una gran deuda bancaria, mientras que las elites
políticas dedujeron también que para administrar una puta finca bananera no se necesita
invertir tiempo en universidades; era solo cuestión de astucia, mantener sus contactos, y en
algunas ocaciones comprar los títulos académicos para que la vuelta quedara bien hecha. De
todas formas, aquellos que se flajeraron por anos en las aulas académicas y que por
ambision y convicion drenaron en la política tenían una ventaja; habian desarrollado un
lenguaje manipulativo y propagandista que respaldaban con sus títulos. Después de los anos
90s todo presidente llego al poder gracias a algún delito cometido en su entorno, o después
de traicionar la confianza de alguien cercano. Cesar Gaviria llego a la presidencia después
de la muerte de Luis Carlos Galan en 1990. Hernesto Samper por la generosidad de los
carteles de cocaína en 1994. Andres Pastrana gracias en 1998 gracias a la popularidad que
le dio una semana de secuestro. Alvaro Uribe velez al apoyo incondicional de los ejércitos
de ultra-derecha. Juan Manuel santos se sazono en los gobiernos de todas las anteriores, y
en 2008 llego a la casa de Narino traicionando a Uribe y mintiéndole a todos.
Las elites del pasado nunca se imaginaron en que podría mutar su concepto de
subjugar a las masas atravez de la democracia. Durante su vida republicana, el estado
colombiano nunca había caído tan bajo. A epception de las dictaduras militares de Rafael
Reyes y Rojas Pinilla, se pudo decir que el país respiraba algo de democracia, pero con el
boom de la cocaína, las tres esferas del estado han sido influenciadas o directamente
establecidas por delincuentes. Primero fueron los carteles de la droga, luego fueron los
paramilitares, y ahora, para el ano 2017, el turno es para los jefes de los grupos guerrilleros.

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Se puede decir que hasta 1986, cuando termino el mandato presidencial de Belisario
Betancour, había alguna esperanza de que Colombia se formara como una nación
democrática. Su compromiso por eradicar la violencia y la pobreza lo llevo a negociar
acuerdos de paz con las FARC, EPL, M-19, y a presionar a los Estados Unidos a combatir
la importación de cocaína. Ninguna de estas se materializaron, y al contrario, la violencia se
acrecentó después de que Pablo escobar ordenara asesinar al ministro de justicia Rodrigo
Lara Bonilla.
Desde sus orígenes, las milicias comunistas fueron vistas en Colombia como un
problema rural que incomodaba a las elites cuando visitaban sus haciendas. Hasta los anos
80s, esto fue controlable, basto con establecer bases militares y de policía cerca a los sitios
de recreación familiar y donde las multiniacionales tenían algún interés. Las ciudades
prácticamente se aislaron de las zonas rurales y solo había intervention cuando los
campesinos hacían protestas. La presencia guerrillera creía en todo el país, no solo por el
abandono del estado si también porque en los últimos 20 anos la población colombiana se
había duplicado. En 1964, cuando FARC practicamnte se registraron como movimiento
guerrillero, el país había sensado cerca de 17 millones de colombianos. Para el ano 1985,
cuando el M-19 se tomara el Palacio de Justicia en 1985, la población ya estaba alrededor
de 28 millones de personas, mientras no solo las FARC, si otros nuevos grupos rebeldes
contaban ya con miles de combatientes. Sin embargo, las zonas rurales seguian
abandonadas y únicamente aumentaba la política de represión. A medida que las guerrillas
crecían, subía también el numero de policías y soldados.

Hasta esta fecha, a los jóvenes no les importaba mucho como las elites
monopolizaban la nación, pues aun habian optiones de trabajo, los programas de televisión
alentaban el buen comportamiento, la bienestarina alcanzaba para todos, y los padres
controlaban las actividades de sus hijos.

la televisión impartia valores de comportamiento. En el campo laborar el café y la


cana de azúcar empleaba a miles de jóvenes, por otro lado aun la colonización de selvas y
montanas seguía viva. Bastaba con internarse en las selvas de la amazonia, tumbar arboles,
y declarar cierto territorio como suyo. Para esa fecha, los apaíses industrializados ya habian
explorado y explotado hasta el ultimo rincón de sus territorios, y nosotros aun
continuavamos comiendo en tutumas y cocinando en ollas de barro.

Colombia seguía en la agricultura manual y abriendo huecos por todo el terrirorio


extrayendo sus recursos naturales. Algunos nos preguntamos si fue apropostio de las elites
que el bus del desarrollo nos dejara sentados en la época colonial y desaprovecharamos la
oportunidad del mercado global y el potencial geográfico de la nacion. Lo cierto es que la
mentalidad clasista que llevamos los colombianos dentro no permite que nuestro semejante
proguese, y al contrario, es satisfactorio bloquear a aquel que esta un eslabon por debajo
dentro de la cadena social. La única forma de llegar a la cúspide social es a travez de varias
generaciones de trabajo o, mas comúnmente, abriéndose campo con la trampa y las armas.
Dejar que la inovacion entre al país significa el fin del monopolios familiares, al igual que
la conceintizacion de las masas. Se acabaría entonces las clases sociales y todos estaríamos
a un mismo nivel como seres humanos. Por ahora, y desde que empezó la industrailizacion,
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nos hemos dedicado a comprar la maquinaria vieja y a reciclar nuestros propios
desperdicios. Asi fue que las oportunides para esos 30 millones de colombianos de los anos
80s, ahora 47 millones, se han limitado a apoyar a alguno de los grupos en el conflicto,
usualmente el que mayor influencia tiene en la región donde se vive. Para los campesinos,
las guerrillas comunistas, para los pobres de las ciudades, el ejercito o la policía. Mas tarde
los grupos paramilitares entrarían con fuerzas reclutadas de ambos bandos. A la fecha de
hoy, y pese a que el gobierno de Juan Manuel Santos, busca el fin del conflicto para que
todos juntos lotiemos y vendamos el país, aun, entre las fuerzas armadas del estado y la
seguridad privada, hay mas de dos millones de hombres armados.

Desde que comenzó la revolución de la independencia, en 1810, el país paso de ser


una colonia de la corona española, a una gran finca de múltiples propietarios. Algunos de
los dueños aun descendien de la burguesia europea, y otros se hicieron patronos la marcha.
A diferencia de los descendientes europeros, quien en su mayoría vive en el extranjero y
solo ve al país como negocio, muchos de criollos resucitados prefirieron quedarse, no solo
porque les incomoda que los traten por igual en otros países, si no para cuidar lo que
consiguieron, muchos por medio de la trampa, la a amenaza, o el asesinato. Estos se
reconocer facilemnte porque viven rodeados de escoltas, viven en mansiones estilo bunkers,
y se les ve muy activos en las calles en épocas electorales.
Cada vez que un caso de corruption sale a la luz publica, todos nos preguntamos
cómo y cuándo el país se volvió tan corrupto, violento y económicamente desigual. La
incognita es tan grande, que en la ultima década se han formado varios grupos
histogriaficos para develar nuestra verdadera historia. Desde la conquista española, la
sociedad colombiana ha evolucionado entre el miedo, la mentira, y la malicia. Es difícil
comprender la conplejida de los episodios evolutivos de la nación, pues nadie a tenido a
iniciativa de cuidar el patrimonio histórico. Generalmente, el pasado a sido a comodado e
adotrinado con la educación, asi que es muy difícil conocer la verdad, mas aun cuando el
que la dice es ejecutado.
Mi única reflecion, intentando entender porque nuestro país llego al estado de
desconpocison social y a la crisis de gobierno en la que estamos, solo puedo traerlo desde
mis propias vivencias. Cuando era niño, solia preguntarle a mi madre de porque había ricos
y pobres y porque había gente buena y mala. Ella solia responder también, que después de
que la serpiente tento a eva y cain mato a Abel, el hombre se había dividio entre el bien y el
mal, que los ricos y los malos habian elejido el camino trazado por lucifer. De acuerdo a sus
creencias, dadas por la religión católica, ellos arderían eternamente en el infierno, mientras
nosotros, los corderos de Dios, los observaríamos desde el cielo regocijados. Yo, a tan corta
edad, solo debería preocuparme en obedecer a mis padres, de esa forma llegaría ha ser un
adulto de bien y me salvaría de la condena eterna. A medidia que crecia el tema del infierno
para los malos perdia sostento, pues pese a las amenazas de la biblia, todos en mi alrededor
continuaban haciendo cosas malas. Tanto en la escuela como me ensenaban a no mentir y a
frontar las concequencias de sus actos, pero mi padre se negaba cada vez que el señor de la
couta del televisor tocaba a la puerta, mientras los profesores pasaban largo tiempo
chismoseando. Me ensenaban a no robar, pero mi madre con frecuencia hechaba mas papas
o arroz a la bolsa de compras después pagar y de camino a la salida. Ella estaba contenta de
tumbar al tendero porque sabía que el tenía la balanza ajustada y mezclaba también la leche
con agua para hacerla rendir. Las actividades ilegales aun se ven en todos los lugares y a
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todos los niveles. De hecho yo también estaba con frecuencia haciendo algo indebido.
Durante mi vida escolar era común robar objetos de los compañeros y escuchar que el
alcalde y el rector se estaban robando el presupuesto de la escuela. De esta forma es
imposible ser alentado en la honestidad y la honradez, los valores humanos son simple
alegorías de convivencia. Por un lado la sociedad exigue una conducta recta y por el otro
lado, la realidad, ensena que la única manera de sobrevivir es pasando por encima de otros.
Por alguna razón, los ricos y privilegiados han entendido y practicado esta regla por
generaciones. Mientras los unos les importa un culo los valores y la religión y solo buscan
su propio bienestar, los otros aun continúan en el dilema del bien y el mal. Es cierto que
unos crecen mentalizándose a si mismos como patrones y los segundos como sirvientes,
pero con el cielo ganado. Creamos un sistema social donde el bienestar de unos pocos es
directamente proporcional a la miseria de la mayoría. Incluso esta regla se aplica entre la
mismas familias cuando la codicia a rebosado la senzates. Este sistema de explotarse entre
una misma sociedad no es algo nuevo, desde su evolución cada asentamiento humano ha
desarrollado cierta capacidad de joderse entre si, pero es cierto también que algunas
sociedades se la han areglado para convivir sin los niveles conflcitivos y de pobreza como
los de Colombia. Siempre crei que esto era normal, que asi era la forma en que todos los
países vivian, que siempre habrán ricos y pobres, y que debia estar agradecido por vivir en
el país mas “feliz” del mundo.
No fue hasta que alguien, un periodista de Univision a quien yo protegui cuando fui
escolta militar en la ciudad de Bogota durante las eleciones presidenciales de 1998, me
preguntara que si yo conocía otros países, como Canada, Francia o Inglaterra.
Desconcertado le dije que no, pero que si había escuchado con frecuencia a muchos turistas
en la televisión decir que el país es un paraíso. El hombre se rio de mi con simpatía, y
acontinuacion me dijo en forma suave, con un tono de voz y de espresion en cara que me
hizo sentir como un idiota: una cosa no se puede comparar con otra si se desconoce alguna
de las dos, asi que Colombia no puede ser el país mas feliz del mundo porque la felicidad es
relativa a cada persona y a cada sociedad. Sacar a relucir que porque somos uno de los
países con mas días festivos y que casi todos sabíamos bailar salsa o merengue, era ridículo,
pues al mismo tiempo también estábamos entre los mas corruptos, desiguales e incultos.

por algunas semanas durante su estadia una persona que yo protegia cuando fui
escolta personal, más tarde, siendo ya un adulto interesado en la historia que pude
comprender por qué nuestra nación, a pesar de sus espléndidos recursos naturales y la
diversidad humana, más del 90 por ciento vive en la pobreza. La sociedad se desarrolló por
inercia y se convirtió involuntariamente en un estado.

Recuerdo con claridad la tarde que en el aeropuerto el Dorado de Bogotá, descendí de un


avión comercial, proveniente de Puerto Asís Putumayo un lugar apartado en el sureste
colombiano, apretando contra el pecho una bolsa negra con un pantalón y un par de medias,
mientras buscaba cubrirme del punzante frío que llegó después de una impetuosa lluvia.
Casi yerto, me dejé caer sobre una silla de la sala de espera, tratando de asimilar el hecho de
tener que empezar mi vida de nuevo, con treinta mil pesos en el bolsillo, un poco más en
una cooperativa fantasma y unas cesantías que tardaron en llegar hasta que acepté dejar una
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tercera parte enredada entre una sarta de ladrones, para que no dilataran más el pago de la
misma. Sentía angustia al pensar que así concluían nueve años de sufrimiento y allí, viendo
en un noticiero local a una mujer con nariz de garfio pidiendo subir el presupuesto de las
Fuerzas Armadas, aun a costa de la salud y la educación, maldije mil veces el día en que,
amarrandome unas botas militares, me deje absorber por un mundo subterráneo, incógnito e
irracional, que sólo dejaba ver la idílica trampa a las de juventudes oculta tras unas
adornadas palabras de patriotismo y valor.
Sin vergüenza alguna, dejé que las lágrimas rodaran por mis mejillas, mientras me hundía
en pensamientos y reflexiones de lo que había hecho con mi vida; creía que hacía el bien
matando, porque un sacerdote que rechazaba el aborto bendijo mi fusil. Me hizo sentir
glorioso, cubriendo con sábanas blancas a una línea de compatriotas muertos, y
omnipotente por haber reprimido con salvajismo protestas que ni los generales entendían
porque, al igual que yo, se acondicionaron sólo para obedecer y ayudaron a distorsionar la
realidad. Me hicieron ver con malos ojos la marcha o protesta social, que todo lider laboral
o pensante es una amenaza que debe ser callada. Aun así, siendo soldado me llegué a
preguntar: ¿Por qué a los gobiernos les tiene sin cuidado atrasarle el pago a los maestros, y
enfermeros, mientras que mi sueldo siempre llegó puntal? ¿Será que las armas son
persuasivas, incluso ante el Estado? Nunca tuve la disposición suficiente, incluso, para
hacerme estos interrogantes tan simples. Me envolví en ilusiones de superhombre y no
alcancé a imaginar los perversos intereses que se mueven detrás de las guerras.
Recordaba esos primeros dias en que me sentia realizado y valiente cuando usaba una
costosa artillería, pero desconociendo que simultaneamente muchos colombianos a los que
supuestamente defendía buscaban entre la basura su comida. Sin darme cuenta, me había
convertido en escudo de los satisfechos. Me negué a aceptar que en mi condición de pobre
por herencia, mi destino fuera el de dignificarme como lacayo, el de seguir empuñando un
arma como única opción de vida.
Cerré los ojos con fuerza y me pregunté de cuál libertad hablamos con orgullo los
colombianos? si después de conocer la pobreza en cada rincón del país puedo asegurar que
siempre hemos divagado entre los deseos de poder de los mismos y cambiando de dueños,
mientras continuamos esperando con paciencia el cambio que eufóricos pregonan los
gobernantes mientras malgastan el dinero del estado. Bastó con recordar mi infancia, el
sufrimiento de mis padres, su lucha diaria por subsistir, siempre adormecidos por la
cotidianidad de la ignorancia y la manipulación religiosa de la fe.
Asfixiados por la miseria conservaron vanas ilusiones en la justicia divina y esperanza en
una vida mejor. Para colmo, como destino trajico ya marcado para la mayoria de los
familias probres en Colombia, uno a uno de los hijos, fuimos empuñando las armas, que un
dia supuestamente nos dieron la idependencia y ahora nos arrebatada la inocencia
transformando los sueños de un niño en constantes pesadillas que se ven venir como
herencia infranqueable en nuestro destino. ¿Acaso hay una fuerza desconocida que obra
sobre los hombres y predispone su camino? No lo sé, y aunque el destino, dicen, se lo traza
uno mismo, espero que miles de jóvenes, a punto de empezar esa labranza militar,
reflexionen sobre el real camino, después de leer mi historia.

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DEDICATORIA:
A mi madre, a quien nunca le he escuchado un reproche ni una maldición por su camino
cubierto con flores espinosas, y a los hombres que conocí y murieron por alcanzar lo que
creyeron nobles ideales.

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A veces la vida es tan cruel, que
sólo alcanzamos a alucinar la
felicidad.

16
I

17
Seleccionar el camino correcto de la vida es tan
fácil como bostezar, si sólo se busca existir, si
se busca vivir y cambiar vidas con nuestra vida,
será cosa de sabios, y aún más, cuando se tiene
el alma vendada.

18
I
–Buenos días, señor.
–¡Sí! ¿En qué le puedo servir?
–Vengo a prestar servicio militar, estoy dispuesto a irme ahora mismo, si así lo disponen.
–¡Qué bien, muchacho!, pocas veces se ven jóvenes tan dispuestos a ofrendar su vida por la
patria. Es un gesto que en verdad me agrada y por el que le propongo que en vez de irse a
sufrir dos años como soldado regular, se vaya más bien de suboficial. Tiene buen porte para
comandante –me dijo, mirándome de pies a cabeza–. Yo soy el reclutador de soldados, y le
aconsejo que hable primero con ese sargento, diciéndole que va de parte mía, del sargento
Camargo –señaló a un gordo bigotudo que estaba sentado en un escritorio detrás de un
ventanal.
–Buenos días, señor, el sargento Camargo me envió para acá.
–Bueno, muy bien, ¿imagino que le explicó más o menos cómo es el asunto?
–No, señor, sólo me dijo que hablara con usted.
–¡Ah! Bueno, entonces, lea este folleto, y si cumple con los requisitos que dice, dentro de
cinco días estará usted en la mejor escuela del ejército para hacer hombres de verdad.
–¿Como eso es todo?, pero eso no me dice mucho –le dije en gracia, tratando de darme
confianza.
–El proceso es muy sencillo, usted me trae los documentos que dice el folleto, paga el costo
de la inscripción y un dinero que debe dejar por si se retira del curso; son los derechos de
haber utilizado y gastado los uniformes. Si pasa el curso al final, se le devolverá el dinero.
–¿Y cómo es la escuela?, ¿es como en las películas? –pregunté, bastante interesado, viendo
la cantidad de propaganda que esparció sobre la mesa.
–Ponga atención, la escuela es muy similar a un colegio: tiene salones de clases, campos de
juegos, piscina, bar, restaurante, sala de computadoras y una cantidad de cosas más que
puede ver en el folleto. Tiene derecho también a servicios médicos y odontológicos, a una
pensión vitalicia después de los veinte años de servicio a la patria e indemnizaciones, si le
llega a pasar algo. ¿Cómo le parece?
No alcancé a organizar la respuesta hasta después de varios minutos, puesto que estaba casi
infartado con la cantidad de prebendas que me ofrecía, de una forma tan hipnotizante, que
sólo vine a caer nuevamente en la realidad cuando el sargento me recordó sobre el depósito
de efectivo que debía hacer. En ese momento me pregunté a mí mismo si la policía era tan
distinta de ejército, porque a ninguno de mis hermanos les habían exigido dinero para
ingresar, o de pronto sería por eso que mi padre siempre se quejó de los malos servicios
médicos y mis hermanos del sueldo y el maltrato de los superiores. Pero era una duda que
no me interesó aclarar en ese momento, debido que no contaba con el dinero. No obstante,
analizando las palabras que el sargento me dijo antes de abandonar su oficina: “Esta es la
oportunidad de su vida, no la deje ir. En ninguna otra empresa va a conseguir lo que le
ofrece el ejército”, creí que realmente tenía razón y me dirigí nuevamente a la fábrica del
señor Castro donde trabajaba como ayudante de produccion con el fin de pedir su
colaboración, que sin muchas arandelas me concedió, diciendo: “Con tal de que su tía no lo
tenga que ver mas aqui... dígame qué más necesita”, y cinco días después, a las dos y treinta
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de la madrugada, el despertador saltaba sobre la vieja silla metálica que tenía cerca de la
cama como mi mesa de noche, sacándome de un profundo sueño que hacía tan sólo media
hora había podido alcanzar debido a las preocupaciones de enfrentar el incógnito e
irracional mundo de las armas, aún más, en un país desangrado por la violencia. Esa
realidad me hizo titubear varias veces mientras terminaba de meter dentro de una bolsa
plástica dos jabones, un champú y un cepillo de dientes, únicos objetos que llevaría,
“Porque todos los elementos que se lleve que no sean útiles de aseo, se lo echan a la
basura”, me dijo uno de los trabajadores de la fábrica que había prestado servicio militar.
Teniendo en cuenta la posición en que me hallaba en esos momentos, me ungí de valor, no
sin antes dejar caer varias lágrimas, mientras salia de aquel cuarto en los que pase en
soledad mis ratos de tristeza.
Luego de colgar en la puerta de la oficina del señor Castro una hoja de papel con el escrito:
“Dios le pague por todo”, desaparecí por las lúgubres calles del barrio Puente Aranda de
Bogota y pasada una hora estaba ya entre una fila de cien aspirantes a suboficiales del
ejército de Colombia, sentado sobre la bolsa plástica, con la cabeza metida entre las piernas
flexionadas, cubriéndome del tenaz frío de la madrugada que traspasaba como agujas la
camiseta y el pantalón de terlenca que llevaba puesto. No pude sostener esa cómoda
posición por mucho tiempo, puesto que uno de los jóvenes que se hallaba a mi lado no hizo
más que saltar, un ejercicio de calentamiento no apropiado para la estrechez en que
estábamos, pero que terminé imitando, igual que otros jóvenes para buscar calentarnos un
poco. Pero la cura resultó peor que la enfermedad, por que después de que el sudor
humedeció la ropa, aumento el frío, esto, pese a que el sol ya daba su primer saludo, tras la
iglesia de Monserrate resaltando su silueta en la cima de la montaña, un leve cambio en el
ambiente que sólo nos sirvio para calentar el ánimo. Preferí, entonces, retomar a la posición
de sentado, con la cabeza entre las rodillas, y cuando estaba a punto de aliviar el frío,
escuché una voz de trueno al final de la hilera, que me hizo poner en pie nuevamente.
–¡Haga la cola como todos, sinvergüenza! ¡O lo saco a pescozones!
Era un muchacho de piel morena, tan alto, que su cabeza sobresalía a las demás, gritándole
groseramente a otro mas pequeño de cabellos rubios, que se había colado entre los
primeros.
–¡Venga, sáqueme, si es tan verraco, pírobo hijueputa! –se respondio el pequeño.
La respuesta muy seguramente hirió el orgullo del moreno, porque segundos después paso a
mi lado como un ventarrón, desgonzando los puños. Por un momento imagine que el otro
saldria corriendo pero contrario a lo que podria imaginar cualquier espectador, el pequeño
lo esperó desafiante y sacó una inmensa navaja cuando el moreno estaba a pocos metros;
peligrosa sorpresa, que obligó a correr a más de uno, y si no hubiera sido por el chirriar de
una puerta al abrirse y la voz enérgica del sargento reclutador, el hecho habría terminado en
tragedia.
–¡Dejen el escándalo, jóvenes, y alisten sus documentos –gritó el sargento-, en cinco
minutos empezamos, y venga el grandulón que está allá con el de pelo rubio, para que
ayude a correr mesas.
El moreno no tuvo más que olvidarse del asunto, mientras armaba la improvisada oficina
del sargento un metro atrás de la puerta por donde había salido, y por la que fuimos
entrando uno a uno con los documentos, listos para ser revisados. Con una rapidez tal, que

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en menos de una hora ya estaba extendiéndole mi carpeta, que no recibió hasta después de
darme una extraña orden para mi.
–¡Vaya a la cafetería y tráigame una gaseosa con empanada!
–¿Yo? –pregunté, mirando a lado y lado.
–¿Ve a alguien más aquí?, futuro soldadito –me respondió, señalando la cafetería.
No había necesidad, como se dice popularmente, de tener tres dedos de frente para entender
perfectamente que debía cumplir su misión, con lo que a partir de ese momento empecé a
escuchar de los reservistas “Carta a García”, una frase célebre a la que nunca pude hallarle
una aplicación razonable, puesto que se utilizaba tanto en las delicadas operaciones de
combate, para descargar sucesivamente las responsabilidades en grados subalternos, como
en los abusos más triviales de los que en muchas ocasiones fui víctima, empezando ese
mismo día, cuando debí utilizar mi dinero para satisfacer el hambre del sargento, quien al
menos me agradeció, pronosticándome un halagador futuro militar.
–Será usted un buen subalterno, cumple las órdenes al pie de la letra, y mejor aún, sin
cuestionarlas –me aseguró cuando regresé con su pedido.
Luego me señaló una pequeña puerta metálica pintada de rojo, en la que había un soldado
de pie, controlando el ingreso. “Únicamente los aspirantes”, le decía a cada uno que íbamos
pasando, y agregaba también, de muy buena forma y a escondidas del sargento, “el que no
quiera pasar hambre el resto del dia aproveche este momento para comprar comida”, una
sugerencia que no atendí, porque me parecía absurdo y desproporcionado lo que decía, pero
cuando el reloj señalaba la una de la tarde, me di cuenta de que tenia razon y fue un error no
haber acogido el consejo. Claro está, que esa era una preocupación segundaria, porque,
como presentí, después de cruzar la puerta, había empezado el aislamiento más estricto, tal
vez, con el único fin de que ninguno de los que nos hallábamos en el espacioso salón
haciendo bromas, nerviosamente, pudiéramos en algún momento hablar con alguien que
nos hiciera retractar de la aspiración de ofrendar la vida por la patria. Estábamos en una
constante tensión, que sólo pude reducir cuando me senté, al lado de unos veinte jovenes
más, a escuchar las historias de guerra de un ex soldado, que con un léxico muy cercano a
la grosería nos tuvo boquiabiertos hasta que entró el sargento reclutador a callarlo de un
grito y a reunirnos en un extremo del salón.
–¡De pie, zánganos, que éstas no son horas de dormir! –gritó–. ¡Tomen sus cosas y reunanse
para poderlos ver a todos! – decia mientras empujaba a uno de los que estaba cerca de él.
Estoy completamente seguro de que tanto como yo, con excepción de los quince
reservistas, ninguno se podía explicar el cambio de temperamento, pues en el proceso de
reclutamiento había sido muy amable, hablando de la familia y los muchos planes que el
aspirante podía hacer después de obtener un grado. Pero así serían las cosas de ahora en
adelante, confirmé un rato después con uno de los reservistas, el cambio de temperamento
del sargento: “Y espere que le empiecen a dar tabla por ese culo”. Recordé en ese momento
lo que mi hermano José le había contado a mi madre en su primera licencia del servicio
militar, cuando llegó con las nalgas moradas y un pómulo hinchado por las cachetadas y
patadas que había recibido de un superior cuando llego cinco minutos tarde a una formacion
de la compañia. Deshonroso trato, que como bien lo decía el reservista, estaba a la orden del
día y lo mejor era cumplir con lo que dijeran para que el maltrato sea menor, un consejo que

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me puso a la defensiva, por lo que comencé a cumplir a cabalidad las órdenes que
continuamente estaba impartiendo el sargento.
–¡Tomen un espacio considerable entre cada uno y vayan armando hileras de veinte, para
que mi capitán los pueda contar sin problema!, ¡hagan esa actividad con la ayuda de los
reservistas, mientras yo pregunto si ya llegaron con los camiones!
Salió, esbozando una sonrisa burlona, por el desorden que hacíamos al tratar de cumplir la
orden. Muchos, especialmente los que venían del campo, nunca en sus vidas habían
escuchado palabras como los del sargento, y aunque los reservistas fueron ágiles en su
colaboracion, no lograron armar el pelotón, y éste quedó, como dijo el sargento al entrar:
“Un arrume de bultos de carne”, ofensa que pasó desapercibida, al ver la cantidad de
medallas que traía colgadas en el pecho el hombre que lo acompañaba. Su porte y elegancia
eran como los de un soldado hitleriano.
–¡Buenos días, señores! –saludó, el hombre.
–¡Buenos días, señor! –respondimos en coro.
–¡Disculparán ustedes las pocas atenciones que hasta ahora se les han brindado, pero
ustedes, futuros soldados de la patria, deben comprender desde ahora que éste es un ejército
muy pobre! pero esto no debe ser obstáculo para el cumplimiento de la misión, ni siquiera
las personales. Si no míreme a mí, el capitán Padilla, actual comandante de una compañía
de dragoneantes de la mejor escuela militar y uno de los más sobresalientes oficiales del
ejército, lógicamente, por lo que cargo aquí –dijo y señaló a su pecho.
Y sin nadie preguntarle, fue dando el significado de cada medalla que tenía, finamente
organizadas a lado y lado de la chaqueta, y al final de la presentación hubo una
emocionante ovación. Luego de sus palabras, nos quedamos pensando en que podríamos
realizar todos los cursos que había descrito, es decir, él había cumplido con esto su objetivo
de captar todo nuestro interés, para luego hacernos ver, de una manera no muy sutil,
mientras se paseaba entre nosotros, lo difícil que sería alcanzar al menos una de las
medallitas.
–¿Usted se cree mujer o es que le encanta usar champú? –preguntó, serio a uno de los
jovenes presentes.
–¡No, señor, me gusta tener el cabello largo! –contestó irritado.
–¡Y usted!, ¿cree que con ese cuerpito de doncella pueda aguantar nuestro entrenamiento? –
pregunto al de cabellos rubios.
–¡Sí, señor! –respondió el pequeño.
–¡Cómo se nota que sus vidas eran una total fiesta! –dijo, saliendo del montón y tomando
una posición altiva frente a todos–. ¡Les enseñaremos a ser hombres de verdad, con espíritu
y cuerpo fuertes, hombres que puedan asumir cualquier reto de la vida, con verraquera y
decisión; esos son los hombres que necesita nuestro ejército! –dijo y luego guardó silencio,
miró el reloj y salió a paso largo sin decir otra palabra.
Pasaron no más de tres minutos cuando regresó.
–¡Muy bien, ya están los camiones, así que guarden silencio y sigan mis indicaciones, si no
quieren tener problemas! ¿De acuerdo?
–¡De acuerdo! –respondimos nuevamente, en coro.
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–Entonces, formen una hilera, y vamos saliendo despacio.
Fue palmoteando uno a uno, como para no perder la cuenta de veinte que debíamos quedar
en cada camión. Y más nos tardamos en cerrar las compuertas que en estar cruzando la
ciudad a toda velocidad. En breve, sentí el viento golpearme el rostro, mientras permanecía
prendido de la carrocería, observando el infinito por entre los listones de madera, con la
mente perdida en cantidad de pensamientos. Luego caí en un superficial sueño, que me
obligó a tomar asiento, cuando empecé a sentir el ardiente calor del municipio de Melgar,
en esos momentos uno de los reservistas me agitó con fuerza del hombro, diciendo: “Mire
esa cantidad de culos hermosos que hay bañándose en el río”, una indecente invitación, a la
que sólo le presté una sonrisa de aprobación, pues mi pasado conservador no me permitía
hacer mayores comentarios. Pero sí aproveché la ocasión, para empezar a entablar un corto
diálogo, que terminó cuando llegamos a lo que mi interlocutor definió: “La base militar más
grande y poderosa del país”.
–¡Regáleme unos minutos, mi capitán, mientras reviso! –dijo el comandante de guardia,
bordeando los camiones.
–¡Que no sea una revisada cabrona, porque vamos de afán –respondió el capitán desde la
cabina.
Me incorporé inmediatamente, y por entre los listones pude ver a un hombre de mediana
edad, con un porte similar al del capitán, dando órdenes a unos soldados de gorro negro,
quienes se subieron a los camiones terciando un fusil a la espalda para revisar
superficialmente las bolsas que cada aspirante llevaba. Luego de esto, gritaron: “Sin
novedad, mi sargento”, y continuamos por una angosta carretera de asfalto por cinco
minutos más, hasta llegar a un despejado llano, donde había un segundo retén militar y
desde donde comenzaban a divisarse las construcciones. Estábamos llegando al lugar que el
reservista describía como “una poderosa base”, pues, según el, contaba con todo lo que una
pequeña ciudad necesita para que sus habitantes vivan cómodamente, claro ésta,
dependiendo del gusto por el calor; porque sentí las suelas de mis zapatos pegarse al asfalto,
cuando detrás de unos hangares pintados de rojo descendimos del camión.
–¡Reúnanse todos aquí, por favor! –gritó el capitán, bajo la sombra de un gran árbol, a
pocos metros de uno de los hangares–. Esta es la Escuela de Suboficiales del Ejército
Nacional, aquí se forman los comandantes del futuro, los guerreros de la patria, los amos en
el campo de combate, porque a eso vinimos, ¿verdad?
–¡Sí señor! –respondimos en coro.
–¡A lo que vinimos, entonces, a prepararnos en la guerra para defender la patria y a nuestros
seres queridos! ¿Verdad?
–¡Sí, señor! –respondimos, con un entusiasmo que debió escucharse por toda la base.
*********

–¡Bueno, ahora formen una hilera detrás de mi dragoneante y síganlo, para reunirnos con el
resto de los reclutas! –sé refirió a un joven uniformado, quien llegaba corriendo.
Vaya sorpresa cuando nos reunimos con los otros reclutas; por lo menos mil hombres más
había frente a los hangares que rodeaban una cancha de fútbol, dispersos por todos lados,
sin cruzar el límite de la cancha. Unos estaban acostados sobre el césped, cubriendose la
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cara del sol con la camisa, otros sentados descansando espalda con espalda, unos gritando y
otros pidiendo ir al baño. Una escena muy parecida a lo que el reservista describió en gracia
como “una hijueputa venta de ganado”, en ese momento no cruzo por mi mente que más de
un tercio de ellos habrían de morir en el campo de batalla, a muchos de ellos, aunque no
compartimos la misma compañía, sí los conocí y consideré amigos.
Después, el dragoneante nos fue distribuyendo por toda la cancha, para armar luego grupos
pequeños de integración, mientras esperábamos nuevas órdenes, que varias horas más tarde
vino a impartir un militar de alto rango, por medio de un megáfono.
–¡Pongan atención para realizar esto más fácil! ¡Los apellidos que empiecen por “A”,
forman una hilera aquí, al igual que los de la “B” y la “C”, “D”, “E”, sucesivamente, hasta
llegar a la “Z"!
Transcurrió media hora, fue un completo caos tratar de organizar los más de mil hombres en
hileras.
–¡Silencio! ¡Silencio! –gritaba nuevamente el hombre del megáfono–. ¡Por favor,
comandantes de compañía, asuman cada uno una letra y organicen este mierdero!
–¡Comandante de la compañía “A”, saque, con sus subalternos y dragoneantes, la cuota de
hombres que conformarán su compañía! –ordenó el hombre del megáfono.
La labor continuo el resto de la tarde y para las siete de la noche ya estaban terminando de
conformar cada una de las compañias.
–¡Comandantes de compañías, lleven a sus discípulos a comer y luego a peluquería! ¡Hoy
mismo los quiero ver a todos con la cabeza pelada y mañana en uniforme deportivo! –
concluyó.
Rápidamente, los comandantes de compañía dieron la orden a sus subalternos de organizar
tal y como debíamos quedar, formando nuevamente una hilera por orden alfabético, esta
vez a nivel compañía, de donde fuimos saliendo uno tras otro, hasta armar cuatro pelotones
de treinta y seis hombres, en forma de cuadro, frente a la entrada del alojamiento y sobre la
calle que bordeaba la cancha de fútbol. Luego nos ordenaron por orden de estatura en cada
escuadra, sin olvidar quien estaba a la derecha y a la izquierda, porque así deberíamos
seguir formando antes de realizar cualquier actividad, mientras llegaba la oportunidad de
escoger la especialidad militar, con la ayuda y orientación de catorce jóvenes uniformados,
que nos esperaban en línea sobre el andén, mirándonos como perros de caza, ansiosos por
comenzar su fase de mando con los reclutas.
–¡Dragoneantes, al frente! –se escuchó una voz de trueno, y los catorce jóvenes pegaron un
salto, formando una línea frente a él y de espaldas a los pelotones–. ¡Tienen cinco minutos
para conseguir menajes y dárselos a sus hombres!
Los jóvenes respondieron con un respetuoso saludo, alzando la mano a la altura de la frente,
para luego salir como potros desbocados a cumplir la orden del hombre que, de frente a los
cuatro pelotones, nos miraba como si fuera un ser majestuoso.
–¡Soy el capitán Rodríguez, comandante de la compañía Sucre, a la cual a partir de hoy
pertenecen! Quiero también, que a partir del momento me cuenten sus problemas, dudas e
inquietudes que tengan mientras estén en mi compañía. Más claro aún, desde este momento
soy su papá y mamá; todo lo que necesiten o les pase tiene que ver conmigo. No quiero ver
caras largas ni cuerpos derrotados; deseo ver caras duras y cuerpos fuertes. Debe ser así,
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para que sean buenos comandantes, porque cuando lleguen a sus unidades, dentro de año y
medio, con el grado de cabos segundos, deberán tener el carácter y la inteligencia suficiente
para dominar soldados sumamente fuertes y astutos, cosas que deberán superar ustedes, por
ser sus superiores…
Mientras el capitán nos hablaba de la ventaja de ser buenos comandantes y las grandes
cualidades que tenía la escuela para formanos de tal manera, los dragoneantes fueron
repartiendo unas bolsas de tela verde que contenian dos platos metálicos, un jarro, cuchillo,
cuchara y tenedor, esto era lo que habían salido a buscar a toda velocidad y lo llamaban
“menaje”, lo que nos hizo acordar inmediatamente que durante el día no habíamos
consumido más que agua, y pese a los regaños del capitán, todos volteamos a mirar con
frecuencia, buscando la ubicación del restaurante y la cafetería, hecho que el capitán debió
tomar como una súplica inconsciente, después de una hora de estarlo escuchando, y ordenó
a los dragoneantes que nos dirigieran al comedor de tropa, donde nos formamos
nuevamente de la misma forma en que estábamos frente al alojamiento. Y desde la cuarta
escuadra donde quedé ubicado por mi apellido, que empezaba con una de las últimas letras
del alfabeto, pude divisar unas grandes mesas para veinte hombres bajo una espaciosa
construcción sin paredes, y detrás de las mesas y al fondo del comedor se alcanzaba a ver
también una línea de soldados armados con cucharones, dispuestos a servir la comida que
extraian de unos grandes fondos que reposaban sobre una mesa metálica, por la que
minutos después estaba pasando, extendiendo mi mano con el plato, de una forma muy
parecida a como había visto en las películas, incluso, se parecía la manera en la que el
primer soldado tiró sobre el plato una masa blanca, diciendo: “Listo el arroz”. El soldado
que servia la lenteja se expresó de una forma similar.
–¡No, gracias! – Le dije al soldado que estaba sirviendo la carne por que a simple vista se
veia descompuesta.
–¡Un momentico, alumno, tiene que recibir la carne! –me dijo el dragoneante.
–No, gracias, prefiero aguantarme las ganas –respondí, desanimado.
–¡Primero no soy amigo suyo, y segundo, mi orden es que reciba todo lo que le falta de
comida!
–Sí, señor, y perdóneme, por favor, si lo ofendí.
Respondí, tembloroso, y sin más reproches, recibí lo que me hacía falta de comida, para
luego sentarme, y a toda prisa, engullir hasta el último grano, preguntándome por qué nunca
antes me había sentido tan cobarde, y mucho menos ante un hombre de la mitad de mi
tamaño, que bien lo recuerdo, lo veía tres veces más grande, después de saber que era “el
dragoneante mayor”, el hombre por encima de los demás dragoneantes, que podía mandar
la compañía a voluntad, lógicamente, con parámetros superiores, que en algunas ocasiones
los desbordaba.
–¡Tienen tres minutos para lavar el menaje y estar formados como esta tarde frente al
alojamiento! –gritó el dragoneante.
Afortunadamente para los reclutas, siempre había un hombre de mayor edad, portando un
brazalete blanco con dos letras marcadas en negro: “SS”, casco verde y libros bajo el brazo,
quien le observaba y corregía, como calificando sus acciones.
–¡Tienen treinta minutos más para ese ejercicio! –corrigió el dragoneante.

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Después de esto, continuamos con actividades varias hasta las diez de la noche, hora en que
ya estábamos formados frente al alojamiento, entonces ya nos habian rasurado la cabeza y
era un motivo suficiente para bromear mientras esperabamos que los comandantes
terminaran de disponer el lugar para dormir, según la orden del hombre del brazalete y
como lo deseábamos todos los nuevos reclutas.
–¡No, señores, un momento!, ¡no quiero ver a nadie sentado y mucho menos acostado!
¡Primero deben medirse todo lo que ven sobre el camarote, e intercambian entre ustedes
mismos, hasta que encuentren la talla apropiada de su uniforme! –gritó el dragoneante
mayor, parado sobre dos catres y prendido de una lámpara de techo.
Tomé los dos vestidos camuflados y el par de botas que había sobre el catre, y me senté en
el suelo a medírmelas, con tan mala suerte, que las botas cuatro números mayores a mi talla
no hallé con quien intercambiarlas, debiendo así colocarme tres pares de medias, para andar
con precisión, mientras consiguiera algún gigante que tuviera el mismo problema, pero a la
inversa. Mientras que con los dos vestidos no tuve mayores problemas, sólo una pequeña
organización en la presentación, que gustosos me corrigieron los dragoneantes,
enseñándome también el estilo correcto de amarrar las botas, entubar el pantalón entre ellas
y doblar las mangas de la camisa, actividades que me hicieron repetir hasta que, según
ellos, quedó perfecto y yo caí exhausto sobre el catre hasta el siguiente día.
–¡De pie, reclutas, hora del baño! –pasó el dragoneante mayor, sacudiendo los catres a las
cinco de la mañana–. ¡Tienen media hora para bañarse, afeitarse, ponerse el traje de
deporte, arreglar la cama y salir a formar para el desayuno!
Desperté completamente desubicado, cuando sentí el movimiento del catre. Me cubrí
nuevamente con la manta por varios segundos, rogando porque sólo fuera una pesadilla el
hecho de estar escuchando los gritos cada cinco segundos: “¡Formar! ¡Formar!”. Era una
realidad de la que no podía escapar. Veinte minutos después estaba formado frente al
comedor de tropa, en espera del desayuno, lo mismo que seguiría comiendo todas las
mañanas por año y medio: huevo cocido, pan y chocolate, un desayuno que comí gustoso,
e, incluso, como patético recluta, guardé dos huevos entre los bolsillos, para irlos comiendo
a escondidas mientras escuchaba las instrucciones del capitan comandante de la compañía
que nos reunia frente al alojamiento de la compañia.
–¡Hoy les daré su primera clase de Justicia Penal Militar! ¡El tema: La deserción como
delito! –dijo, con las manos atrás, paseándose sobre la primera escalinata–. ¡Estará muy
interesante, lo haré con ejemplos reales traídos de la cárcel militar más conocida como
cuatro bolas!
Minutos después, llegaron cuatro soldados con insignias de policía militar, custodiando a
dos jóvenes que venían esposados, cabizbajos y sin muchos deseos de contar su desgracia.
Parecían, incluso, negarse a la presentacion por lo que los soldados los empujaron con sus
armas cerca del capitán.
–¡Cuenten ustedes a los alumnos por qué están detenidos! –ordenó.
Los jóvenes lo miraron desafiante y se negaron a responder, hasta que los soldados, por
señas del capitán, les apuntaron al abdomen con las armas.
–¡No les estoy pidiendo un favor, señores! –alegó el capitán–. ¡Es una orden, y les sugiero
que la cumplan, antes de que pierda la paciencia!

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Aceptando la desventaja, uno de ellos, entre lágrimas, se decidió a hablar.
–Yo estuve entre un pelotón hace dos años, así como ahora lo están ustedes, y cada semana
recibía sagradamente las cartas de mi novia y mi familia, contando cómo estaban y la falta
que les hacía, en especial, a mi novia, que cuando me vine quedó embarazada. Una noche,
acosado por tanto ejercicio, tantas órdenes, me senté a pensar en mi novia y decidí
largarme, sin que nadie me viera, pero estando en Melgar y a punto de coger un bus, me
capturaron. Les aseguro que ahora estoy muy arrepentido del delito que cometí, hubiese
preferido aguantar tres cursos más –terminó su relato, llorando.
–¡Ahora cuéntenos usted por qué está encerrado! –le dijo el capitán al otro joven.
–¡Yo estaba de centinela de alojamiento en la noche, cuando este pendejo se desertó!,
¡ahora debo acompañarlo, por no estar pendiente y callar por miedo, dándole tiempo de que
se alejara más!
–¡Después de escuchar estos testimonios!, ¿quién desea desertar? –intervino, nuevamente,
el capitán–. ¿Ninguno, verdad? ustedes aquí tendrán momentos de mucha presión por parte
de mis dragoneantes y los instructores, pero no será motivo para dejar todo tirado o
terminar en una celda por tratar de desertar! ¡Graben en sus mentes que ésta es su nueva
familia y el fusil, su novia mimada para consentir, limpiar y cuidar!
Posteriormente, a la supuesta clase de “Justicia Penal Militar” la frase “Estoy aburrido”
desapareció de nuestro léxico, al menos en público, porque incluso los reservistas,
considerados perrazos experimentados en el oficio de las evadidas se sintieron afectados y
los dos primeros meses no cruzaron más allá de lo permitido por los dragoneantes. Una
falsa cortina que duró hasta que por boca de uno de los mismos instructores, nos enteramos
de que el llamado delito de deserción no cubre a los alumnos de escuelas, y también, de que
la charla de los detenidos había sido una obra de teatro para, según el capitán, ganarnos
psicológicamente y que no fuéramos a desertar, un hecho que sería gravísimo para él al
momento de ser calificado para su ascenso, esto significaría para él una falta de liderazgo.
Mentira o no, esa mañana logro sugestionarnos con eso de la justicia penal militar por el
resto del día, ninguno se atrevió a sacar a flote su hombría. Mas adelante, el dragoneante
mayor ordenó tomarnos de la mano, mientras realizábamos un recorrido por las
instalaciones, diciendo:
–¡Este es el cárcamo donde la fase de mando viene a bañarse!, ¡está tienda es la dragona,
donde los Dioses de la escuela se refrescan después de torturar a los alumnos, este es el...!
Terminamos varias horas después con la cena en el rancho de tropa y luego, esta vez en
formación militar hacia el frente del alojamiento, donde permanecimos sentados espalda
con espalda cantando himnos, mientras los dragoneantes llenaban sus carpetas de
comandantes de escuadra. Por efecto del propio cansancio no sentimos el transcurrir del
tiempo, y nos dejamos caer uno a uno, con la complacencia de los dragoneantes, de
espaldas contra el pavimento, para observar el estrellado cielo, mientras nos hundíamos
cada uno en sus pensamientos.
–¡Qué es esta mierda vida hijueputa! –se escuchó una voz histérica sobre nosotros–.
¿Dónde putas se encuentra el suboficial de servicio? –se dirigió al dragoneante mayor.
–¡Salió a comer, mi teniente! –respondió firme, el muchacho.

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–¡Por qué hijueputas dejan que se echen como reses estos cabrones! ¿Ah?, ¡mi dragoneante
mayor! –le dijo, casi mordiendo su nariz.
–¡No hay excusa, mi teniente! –
–¡En ese caso, se presenta toda la fase de mando en la guardia a las cero una doble cero
horas!
–¡Cómo ordene, mi teniente! –respondió, con los ojos llorosos, de pronto por la ira, al no
poder contestar a semejante desafío.
A las doce de la noche, mientras los alumnos nos disponíamos a dormir, los dragoneantes se
alistaban en medio de maldiciones; para salir a cumplir la cita con el teniente oficial de
inspección de turno. Yo los observaba en silencio, admirando su enorme capacidad física,
puesto que era la segunda noche que no dormían, y en el día no los vi sentarse más que para
las comidas. Creí que esa situación era insuperable, cuando uno de los dragoneantes dijo al
salir, viendo un recluta dormido sobre la carta que estaban escribiendo, supuestamente, sin
que nadie se enterara: “¡Eso, aproveche para dormir, recluta pecuecudo, que dentro de ocho
días muere Morfeo para ustedes!”, y le quitó la carta para leerla en voz alta. Me pareció una
absoluta violación a la privacidad, y se lo manifesté a mi compañero de camarote. El
dragoneante continuo diciendo: “Ya lo veré enjabonado y en pelota, trotando por todo el
alojamiento en chanclas, a ver qué nombre le atribuye a eso”. No le vimos el gusto al
comentario y por la cara que pusieron mis compañeros parece que tampoco a ellos les causo
gracia.
Un rato despues terminamos escuchando historias denigrantes de otros soldados, que
terminaron en experiencias de combate, con tan exacta descripción, que las tres horas
restantes de descanso soñé que era ya un soldado, en medio de un intenso combate,
disparando infinidad de armas y granadas que hacían temblar la tierra.
–¡De pie!, ¡de pie!, ¡recluta dormilón! –gritaba uno de los dragoneantes, agitando mi
camarote, cinco minutos después de que había sonado la trompeta.
Me percaté del porqué de los escandalosos gritos, cuando vi al resto de reclutas vistiéndose
a toda prisa. Y sin mirar siquiera quién fue el que me quitó la sabana de un tirón, salté desde
el segundo piso del camarote donde dormía y salí corriendo en dirección al baño, impulsado
por varios dragoneantes que me seguían, con irrepetible insolencia, por ser el último en
levantarme, haciéndoles perder valiosos minutos que tenían para formar la compañía frente
al alojamiento, donde esperaba impaciente el teniente oficial de inspección, amenazándolos
con otra noche de ejercicios.
–¿Qué pasa, qué pasa, mis dragoneantes, les quedó grande formar estos reclutas? ¡Les
restan tres minutos para tenerlos formados, y si no van a correr como puta en carnaval esta
noche y el resto de la semana en la guardia!
Una presión psicológica que de nada sirvió, pues los quince minutos de los que
disponíamos para realizar la cantidad de actividades sólo logramos superarlos varias
semanas después. El teniente consideró este hecho como falta de “mierda” y tendió a los
dragoneantes frente a la formación, ordenándoles que debían dar dos vueltas a la cancha de
fútbol, arrastrándose en los codos. Fue una orden demencial, que los dragoneantes, jóvenes
entre diecisiete y veinte años, cumplieron con gran dignidad, hasta que dos de ellos dejaron
parte de la piel sobre unas afiladas piedras a mitad de la segunda vuelta, haciéndome
acordar a lo que mi hermano José me dijo cuando se enteró de mi decisión de empuñar las
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armas: “Al ejército no, allá el único requisito es ser bobo, para aguantarse esa mano de
locos”. Tampoco estaba lejos de la realidad, y afortunadamente, con el tiempo aprendí a
conocer y a diferenciar las locuras, que sin temor a equivocarme, me atrevo a definir así:
algunos son locos atrevidos, que no les importa su vida ni la de los demás, otros se hacen
los locos, buscando beneficios, y un tercer grupo busca distraer con actos demenciales su
alocada vida sexual, porque, como lo dijo uno de los reclutas reservistas esa mañana: “El
comandante más grosero, patán y gritón, generalmente termina siendo un hermoso cordero
para que se lo coman los soldados costeños”, una grave acusación que sonrojaría a
cualquier militar, por el deterioro de su imagen personal y reputacion, por que
supuestamente “En las filas de nuestro ejército no se aceptan las maricas”, como defendió
orgulloso otro reservista; Esa defensa podría tomarse como sólida, si los aludidos nunca
fueran descubiertos, y muy seguramente, yo continuaría creyéndolo por más tiempo, de no
haber sido porque dos años después de escuchar esto, mi patrulla se encontró con la patrulla
del teniente gritón y mal hablado mientras patrullaba las selvas del Caquetá en el sur del
pais, y confirmé sin preguntar, que los soldados respetaban más al cabo recién egresado que
al mismo teniente de dos estrellas. “El teniente es un cochino marica, llegó montándola de
bravo y después seguía a los centinelas para que le dieran chuzo”, me afirmó el mismo
cabo. Y aunque similares acciones se pueden tomar como hechos aislados, siempre fui
indiferente con las preferencias sexuales de algunos superiores y subalternos, siempre
cuestione la forma en que el teniente mal hablado trató de inducirnos la “milicia por las
venas”, para ocultar su inclinación sexual, convirtiendo en verdaderas pesadillas, según él,
“sólo para machos”, la primera fase de adaptación, que culminó con la ceremonia de
entrega de armas, un mes después.
–¡Al entregaros estas armas!, ¿prometéis utilizarlas siempre en la defensa de la patria y de
sus instituciones legítimas, sirviendo fiel y lealmente a la República? –retumbó la pregunta
por varios parlantes ubicados a lado y lado de la multitud que nos observaba.
–¡Sí, prometo! –respondió el bloque de reclutas, con emoción.
–¡Si así lo hiciereis, que Dios y la patria os lo premien, si no, que él o ella os lo demanden!
Luego descendió un sacerdote de la tribuna, y en medio de oraciones, esparció agua bendita
sobre las armas. Varias lágrimas alcanzaron a rodar por mis mejillas, al escuchar la
ennoblecedora misión que Dios y la patria me encomendaban, y de saber también que había
finalizado, así fuera en los físicos huesos, una etapa que varios de mis parientes, e incluso
yo mismo en varias ocasiones, creí que no superaría. Sentía un enorme gozo, que sólo
podría ser superado con la presencia de mi madre, a quien esperaba aquella tarde ver tras la
mesa de las armas, buscando el nombre en mi fusil, para entregármelo con una bendición, al
saber que era para defender la patria y su vida misma. Esa espera se transformó en
ansiedad, cuando llegué al borde de la mesa y no la vi, dando tiempo a que una señora del
montón tomara la iniciativa, al verme angustiado y vacilando por extender las manos para
recibir el arma.
–No te preocupes, hijito, a lo mejor tu mami anda perdida entre tanta gente, mira que yo
también ando buscando a mi hijo –me dijo.
–Muchas gracias, señora, y sepa usted que con este fusil también la voy a defender –fue lo
único que se me ocurrió en ese instante para agradecerle.
Después de la ceremonia, marchaba orgulloso con mi fusil terciado al pecho en dirección al
alojamiento, cuando escuché una voz conocida:
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–¡Benhard!, ¡Benhard!, ¡hijo! –era mi madre, acompañada de José, mi querido hermano
mayor, a quien no veía desde hacía cinco años, cuando salió a prestar su servicio militar.
Sin pedir permiso, salí del bloque de marcha, corriendo a los brazos de mi madre, y ella
tumbó mi casco con su frente al abrazarme y, sin saber qué tan importante era, me arrebató
el fusil de las manos y lo puso a un lado, preguntando al cielo desconsolada:
–¿Por qué? ¿Por qué Dios mío mis hijos deben sufrir tanto, si estamos cumpliendo las
santas leyes?, ¿por qué me lo tienen en los meros huesos, si llegó gordito? –mientras miraba
mi quemado rostro de pómulos salientes perdido en sus manos.
Escuchando su lamento, le sonreí alegre, expresando lo bien que estaba y cuánto más podía
resistir. Comprendió y calmó su llanto con una leve sonrisa. Contaba yo con diecisiete años,
pero me sentí como el chiquillo de dos; me sentía infinitamente alegre de escuchar su dulce
voz, de sentir sus suaves manos resbalar por mi rostro y acariciar mi cabeza calva. Me hizo
derramar lágrimas de nostalgia, viéndonos por breves segundos, luego nos sentamos en el
césped, cerca de la guardia, mientras ponía en mis manos una pequeña olla con sancocho de
gallina, diciendo:
–Tenga, mi amor, para que no olvide la comida casera.
–Guarde esta panela para que coma con agua cuando se sienta débil, es lo que comen los
ciclistas y la gente del campo para coger fuerzas –complemento, José.
Tomé la panela y la guardé entre la camisa, diciendo:
–Para que no me la quiten los dragoneantes.
Luego tomé la cuchara, y como un perdido, al llegar nuevamente a casa devoré el sancocho,
mientras en silencio observaban los gestos de gusto que hacía al comer y desgastar hasta los
huesos más pequeños. Era comprensible mi comportamiento; en todos esos días no había
comido más que arroz y agua.
–Devuelva la ropa y todo lo que sea de este matadero, y se regresa con nosotros a la casita –
me pedía mi madre, paseando su mano sobre mi cabeza.
–No, madre, cómo se le ocurre a usted pedir semejante cosa. Ya pasé lo más duro, ahora me
resta no perder el ritmo.
–Pues siga el ritmo y verá como en otros veinte días no habrá más que un esqueleto para
recoger –dijo, y volteó su mirada hacia José, como pidiendo apoyo.
–Sí, hombre, sálgase de esta mierda, todavía está a tiempo, aún no ha jurado bandera. No
queremos verlo sufrir como sufrimos el Mono y yo prestando servicio. Recuerde cómo me
golpearon con el maletin y todo lo que llevaba dentro, esto cuando llegué tarde despues de
un permiso, ademas me dieron veinte tablazos por quedarme dormido de centinela.
Recuerde, una cosa es el maltrato, la humillacion y otra muy diferente la instruccion
militar.
–Lo siento, mamá, ya estoy muy grande como para tomar mis decisiones, y mi decisión es
continuar hasta el final del curso –aclaré.
–Bueno, es su elección, mi amor. No la comparto, pero la respeto, y puede contar con mi
apoyo y el de sus hermanos –concluyó, y continuó acariciándome la cabeza.
Al marcharse rato después, sacó de su cartera dos manzanas verdes y las depositó dentro de
mi camisa, diciendo: “Para que no se las quiten los tales dragoneantes”. Luego José,
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sintiendo que también debía dejarme algo, dobló un billete de mil pesos por la mitad, le dio
un beso de suerte y lo introdujo en un bolsillo de mi camisa: “Este billete lo guardo desde
que entré a la policía, pero en este momento le sirve más a usted”, dijo, mientras yo,
comprendiendo lo especial del obsequio, no sabía si responder con un beso en la mejilla,
como siempre lo hicimos entre hermanos, o darle un simple abrazo, que también descarté,
porque deseaba que me viera como el hombre militar que ahora era y no el niño que años
atrás cuidaba. “Deje la huevonada, hermano, que un abrazo no hace menos hombre a
nadie”, dijo, con una diminuta sonrisa de satisfacción, y me abrazó con fuerza. Fue un
verdadero gesto de amor, que me destrozó por dentro.
A la hora de partir, me quede de pie junto al sargento comandante de guardia, mientras los
observaba alejarse a paso corto, en el trayecto José contaba algunas monedas y billetes que
mi madre le iba pasando hasta completar los pasajes de regreso a casa. Y aunque ellos
nunca lo hubieran deseado así, a partir de ese momento me prometí que no volvería a verlos
hasta que finalizara el curso y tuviera ya un sueldo fijo o algunos ahorros con los que
pudiera devolverles en algo lo que habían hecho por mí; así se lo hice saber a mi madre por
teléfono y así me lo jure una noche de rodillas, encerrado en el baño.
Preferí estar todos los fines de semana haciendo aseo por toda la escuela y la brigada, con
los alumnos y soldados que les asignaban esta tarea como castigo y otras rutinas a las que,
sin darme cuenta, me acostumbré, sintiéndome como en casa y como a diario me repetían:
“Es una pequeña parte de un perfecto sistema en defensa de la democracia”, al punto de ver
normal, e incluso heroica, la cantidad de barbaridades y estupideces que algunos
instructores hacían para sobresalir y que los viéramos como ellos mismos decían: “Dioses”.
La mayoría lo eran de sola palabra, pues recuerdo un oficial de grado teniente que gustaba
de ser cargado por cuatro hombres en una silla, mientras los golpeaba con una vara,
olvidando tal vez, por el trato igual o peor que había recibido en su formación, que estaba
continuando una cadena de maltrato y abuso con los hombres, que en un futuro próximo
también saldrían con la convicción y entrenamiento suficiente para hacer lo mismo con los
subalternos, porque, como dijo uno de los reservistas después de cargar varias horas la silla:
“Por eso es que el soldado raso y el policía agarran los civiles a patadas, es lo único que uno
aprende”. Esa apreciación me vino en gracia y algunos alcanzamos a calificar esta situación
como tradición de la excelente formación militar, incluso, después de recibir uno de los
ejemplos más prácticos que tuve de humillación y abuso de poder que marcarían mis
principios de instructor y supuesto liderazgo en los primeros años de vida militar. Fue este
un acontecimiento que sucedió la tarde en que marchaba feliz hacia el polígono a disparar
por primer vez arma, con orgullo y emoción, que me produjeron un descuido que me llevó a
desatender la orden del oficial que dirigía el ejercicio.
–¿Cuál fue la última orden que di después del disparo, gran cabrón?
–Formar una hilera frente a usted, mi teniente –respondí, seguro.
–¿Dónde dije que debían apuntar después de disparar?
–Hacia arriba, mi teniente, por si quedó alguna bala sin disparar –le dije, sonriendo,
esperando que me felicitara por los excelentes resultados del disparo.
–¿Este cabroncito me piensa coger el culo o qué? ¡Mire dónde está apuntando el arma, bobo
estúpido!

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Fijé mi vista sobre el fusil, buscando el error, temblando del susto. Fue tanta la emoción de
disparar, que aún continuaba con el arma apuntando al frente y el dedo listo para un nuevo
disparo, descuidando con esto las rigurosas medidas de seguridad.
–Discúlpeme, mi teniente, es que... –traté de corregir el error rápidamente.
–¡No hay tiempo de corregir errores, las medidas de seguridad en el polígono son sagradas,
y esto merece un castigo ejemplarizante para el resto de reclutas!
Me arrebató el fusil de las manos y me ordenó tenderme en el piso, para luego seguir
arrastrándome sobre los codos hasta una mediana fosa de agua estancada, donde
permanecían revolcándose como cerdos varios reclutas, por errores similares. Era éste un
avance táctico que realizaba con fuerte abnegación, pese a la cantidad de accesorios que
como recluta traía encima y lo dificultoso del terreno, pero, desafortunadamente, era
demasiado lento para el teniente, quien trató de motivarme con una patada en el estómago,
que me dejó sin aire e hizo más lento el avance, efecto que el teniente calificó de “perro
culo”, y me propinó un golpe más, que definitivamente me detuvo, haciéndole perder la
postura. Entonces, sacando a flote todas sus energías, me agarró de la camisa y me arrastró
hasta la fosa, con tan inusual violencia, que dejé un camino con mis pertenencias, que luego
él mismo trajo y me las lanzó, mientras me revolcaba como cerdo en el agua sucia. No
alcanzo a imaginar qué estaría pensando o pretendía, lanzándome incluso los cubiertos del
menaje, con tanta agresividad, que sentí cuando el tenedor golpeo de punta en mi cabeza.
–¡Uy, marica, agradezca que sólo fue el tenedor! ¿Porque se imagina que hubiera sido el
cuchillo? –dijo, indignado, uno de los reclutas que se hallaba entre el foso, después de que
el teniente se había alejado.
–Bueno, afortunadamente no fue nada, me duele más que se me pierdan los cubiertos en
esta agua picha –le dije, ya calmado.

–¡Cómo que no fue nada, hermano!, si le quedaron los cuatro huecos en la cabeza, yo sigo
diciendo que de chimba no fue el cuchillo, porque ese sí le hubiera pasado el hueso.
–Ya qué puedo hacer, aparte de mamarme el dolor, más bien ayúdeme a buscar los
cubiertos.
–No, hermano, vaya a que le limpien esa herida, porque con esta porquería de agua se le
infecta y de pronto le pasa al cerebro –me sugirió, muy serio.
–No, hermano, yo no me acerco por allá hasta que me lo ordenen, la próxima cagada y me
fusilan.
–Pues no se deje ver de ese hijueputa, dígale a mi sargento Badilla, que está de suboficial de
servicio que lo lleve algún lado a que le miren esos huecos.
Acepté la recomendación del joven, y tímido, me acerqué interrumpiendo al sargento, quien
dormía sobre la raíz de un frondoso árbol, ocultándose del sol.
–Mi sargento, para solicitarle...
–¡Qué busca el recluta pecuecudo inmundo! –dijo, y medio abrió los ojos, fingiendo que me
miraba.
–Mi sargento, es que mi teniente me enterró un tenedor en la cabeza, a ver si usted me lleva
al hospital.
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–¡Muestre a ver qué es lo que tiene! –se puso en pie, desperezándose–. ¡No tiene nada, sólo
unos huequitos, y no creo que por ahí se desangre! Más bien sí creo que usted es un perro
culo, sacándole el cuerpo a la instrucción.
–No, mi sargento... –traté de defenderme.
–No me discuta, recluta inmundo, y por grosero, hágase más bien unos doscientos rollos –
ordenó y se acostó de nuevo.
–Pero mi sar...
–¡Trescientos recluta! –interrumpió.
–Por favor, mi sar...
–¡Cuatrocientos, y sigue subiendo cada vez que hable!
Al instante, me tendí en el piso y empecé a ejecutar a toda velocidad la orden del sargento,
tardando aproximadamente veinte minutos en dar las cuatrocientas vueltas, como si fuera
un rodillo humano. Fue un ejercicio que me dejó completamente agotado, y lleno de barro,
me dirigí nuevamente a la fosa, donde injustamente recriminé al joven por sus consejos, y
recibí una respuesta que tal vez sería la única explicación a la cantidad de sucesos fatídicos
que me ocurrieron ese día: “Usted lo que está es de malas, hermano”, me dijo. Para colmo
de males, cuando hacía la fila para recibir el almuerzo frente al rancho de tropa, el oficial de
servicio de guarnición clavó su miraba en mi sucia apariencia, gritando.

–¡Suboficial de servicio!
–¡Que ordena, mi capitán! –respondió en posición firme el sargento.
–¡Mire este alumno todo cochino, póngalo a lavar fondos toda la semana y que en la noche
vaya a la guardia, para que le enseñen a andar limpio!
–¡Cómo ordene, mi capitán!
Caminó hasta donde yo estaba y me sacó de un estrujón, ordenando que debía quedar de
último en la fila, para recibir las ollas junto con la cena, un castigo que en principio me
horrorizó, por el simple hecho de ser un castigo, pero después de darme un festín con unas
sobras de pollo me di cuenta de que no era tan malo, y luego de cada comida estaba
esperando las ollas antes de que me lo ordenaran. En realidad, estaba más contento por el
tiempo que disponía para la actividad que por las sobras, porque solía sentarme cerca de un
gran árbol a observar el cielo, mientras pensaba en mi familia y en qué tan rápido me estaba
transformando en un hombre fuerte, apreciacion basada en el concepto de que hombría era
soportar el dolor y morir peleando, así no tuviera claro el porqué. Me repetía a diario el
deber que tenía de entrenarme para pelear hasta morir, al fin de cuentas vivía en una especie
de mundo subterráneo con sus propios gobernantes y leyes, con reglas que siempre
beneficiaron al de mayor rango, porque, como lo había demostrado el capitán meses atrás,
la justicia militar se acomoda a conveniencia, formando un cerrado círculo en el que por la
misma vida es mejor estar dentro, y así no entienda nada, hacer todo lo que digan con total
abnegación, hasta someterse en silencio a una extirpación de inocencia para un implante de
violencia y humillacion impuesto como destino. Los militares te hacen creer que ésta es la
forma de creer más rápida en todos los sentidos, incluso profesionalmente, “porque no hay
mejor administrador que el militar”, decían los instructores, sin explicar nunca, tal vez por
ignorarlo. ¿Por qué hablaban de someter al subalterno, así fuera a punta de “leño en las

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costillas”, mientras en otras empresas hablaban de liderazgo?. Un sencillo interrogante que
me llevó a concluir que la inducción militar está fríamente diseñada para atrapar mentes
jóvenes que no tienen una personalidad individual definida. Ellos son las bien recibidas en
medio de lo absurdo e irracional, son los que mejor se les puede confundir el maltrato con
entrenamiento; esto es una supuesta acción psicológica de guerra que no funciona en
mentes mayores a la edad límite de ingreso, porque, incluso los que bordean dicha edad, ya
empiezan a moverse por intereses distintos. Poco tiempo despues llego el dia de seleccionar
la insignia de la especialidad militar.
–¡Infantería! –grité a todo pulmón, al escuchar mi nombre por un alta voz, y salí corriendo a
la fila de los jóvenes que ya habían seleccionado.
–¡Logístico! –respondió mi compañero, pasando a la fila logística.
Éste fue un súbito cambio que nunca hubiera imaginado en él, pues en varias ocasiones
hablamos de la importancia del combate cuerpo a cuerpo para llegar a ser excelentes
soldados, para continuar sosteniendo la institución “con los varones que ponen el pecho”,
como repetíamos orgullosos. Pero al verlo correr hacia la fila del cuerpo logístico que crecía
rápidamente, le pregunté, visiblemente extrañado, después de que el evento había concluido
y ya nos encontrábamos en las nuevas compañías.
–Pensé que deseaba ser infante, recuerde que usted mismo me dijo que “la infantería es para
hombres de verdad”.
–Sí, claro, pero eso fue hace días. Viéndolo bien, la infantería sí es el hombre, pero el
hombre bruto y huevón que se la pasa toda la vida en el monte matando zancudos,
comiendo mal y esperando que la guerrilla le quiebre el culo. Por eso yo más bien sigo el
consejo de un tío que es de infantería, y me voy por la sombrita, mientras me llega la
pensión, que a eso fue a que vine.
–Me desilusionan sus aspiraciones militares, perdió usted el honor de defender a la patria
con sangre.
–Pero no lo ponga así de trágico, porque si se trata de defender la patria, desde una oficina
también se puede, ¿o usted cree que de dónde sale la comida de los que están peleando o los
enfermeros que los curan?, de los logística, claro está. Ah, y quiero aclararle algo: no es
cobardía, yo le meto el culo a la pelea, pero cuando me toque de verdad, entonces me tienen
que coger bien cortico. Mientras tanto, yo no quiero exponer el pellejo y la salud tras un
pinche sueldo.
–¿Me está diciendo que la guerra y vida militar se lleva tras un escritorio, y fuera de eso
dice que no es cobardía? ¿Qué le pasa, hermano?
–¡No, hombre!, con usted no se puede, el encierro lo acostumbró a todas estas maricadas.
Se va a dar cuenta más adelante de lo que le estoy hablando, cuando pasen los años sin
poder formar una familia estable, clavado de mula todo el tiempo en el monte, aguantando
frío, hambre, sueño y guerrilla por todo lado, mientras, yo esté en mi oficina, tomando
cafecito con galletas, esperando que el reloj marque las cinco de la tarde, para llegar a casa
ver televisión y a montarle la pierna a mi señora. ¿Ve la diferencia?
–¿Para usted es justo lucir el mismo uniforme que otros sudan y sangran en combate? Si
cree que sí, debería irse de esta mierda.

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–¡Este huevón ya se volvió fanático de la mala vida! Parece que no tuviera cerebro. Piense,
hermano, para dónde más pega uno con este desempleo tan tenaz, si no es para el ejército o
la policía. Usted sabe bien que yo alcancé a hacer dos semestres de veterinaria en la
universidad y por eso tal vez pienso diferente de usted. Lo que sí le aseguro es que no vine
a que me quiebren el culo. Vengo por el sueldo fijo y el poco de beneficios que leí en un
folleto, y usted es el que debería estar mirando más bien cómo se cambia de arma, ahora
que puede.
–No, gracias, ya sabe por donde se puede meter ese consejo y mucha suerte en la vida de
los cobardes –me despedí, cortante.
Con una verdadera demostración de inmadurez, di la vuelta, mirándolo como si fuera
alguien insignificante, mientras caminaba hacia un grupo de infantes que hablaban
emocionados del arma que habían elegido. Y aunque el joven trató infructuosamente de que
la pequeña diferencia no fuera motivo para que nuestra amistad cambiara, yo siempre
guardé la distancia, e incluso buscaba la forma de hacerlo sentir inferior, con fuertes
comentarios en el momento de los entrenamientos, que afortunadamente para él, tuve que
tragármelos en silencio siete años después, al llegar a una oficina logística en busca de
ayuda. Lo hallé sentado tras un escritorio, bañado en loción, con el cuello almidonado y
cuatro condecoraciones, mérito por su trabajo. Dejó salir una leve risita burlona al
reconocerme dentro de un sucio uniforme, botas de caucho, pálido y cansado de sufrir en
patrullajes, situación que nunca había alcanzado a imaginar, ni siquiera cuando mi arma
exigía una especialidad en contraguerrillas, y en ella vi venir claramente la dura vida de la
infantería.
–¡Con dirección trazada para cada escuadra, partirán de aquí hasta el campamento dispuesto
para su llegada! ¡Harán el recorrido de los cincuenta kilómetros que está calculado para
cinco días! ¡Cada recluta tendrá diez fósforos, cuchillo y poncho! ¡Durante ese lapso de
tiempo necesitarán comer y dormir, así que utilicen el cuchillo para cazar y los fósforos
para azar! ¡Además, tienen gran variedad de frutos y raíces para complementar, sólo deben
aplicar todo lo que se les ha enseñado! ¡Ah!, ¡y el poncho es para dormir! –explicó uno de
los instructores.
Partimos a internarnos en la selva, distribuidos en grupos de a diez y con direcciones
diferentes, dispuestos a cerrar con broche de oro la última fase del curso contraguerrillero y
los últimos días en la escuela, creyendo firmemente que ya estábamos preparados para
cualquier desafío. Pero nuestro ánimo fue perdiendo fuerza, cuando después de dedicar todo
un día a elaborar trampas nos sentamos sobre unos troncos a pensar qué poníamos de
carnada, pues en esa parte siempre nos decían: “se pone cualquier huevonada para que el
animal entre”, pero nunca nos interesó preguntar cuál era la tal “huevonada”. Por esa razón,
optamos entonces por comer frutos, y buscar otros alimentos, siguiendo la vieja técnica de
“observar a los animales, a ver qué comen”, pero sólo vimos algunos micos saborear las
hojas en las copas de los árboles. Por fin, nos decidimos a comer de una gruesa raíz que uno
del grupo identificó como la que les dan de comer a los marranos en su pueblo y de lo que
nos alimentamos hasta el sexto día, fecha en que caímos completamente agotados a los pies
de los instructores.
–¡No se echen ahí, que parecen ratas muertas, sigan donde está el resto de los reclutas! –
gritó un teniente.

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Y continuamos hasta un improvisado corral hecho con cuerdas, donde estaban ya tres
grupos de soldados escuchando las órdenes de un capitán.
–¡Bueno, como no hay más gente, y sé que vienen muertos del hambre, les serviremos el
almuerzo a medida que vayan llegando! ¡Formen una fila y síganme!
Le seguimos hasta detrás de las tiendas de campaña, donde nos esperaban diez soldados
disfrazados de chef y dispuestos a servir varias comidas, que se veían realmente apetitosas,
sobre unas mesas con mantel, bastante fino para el lugar. Nos dijeron que era “algo que nos
merecíamos, después de lo que habíamos logrado”, comentábamos alegres, mientras
armábamos una fila para pasar a la mesa.
–¡Cada uno recibirá una presa de pollo asado, un filete de pescado, porción de ensalada de
verduras, yuca, papa y jugo de fruta natural! ¡Disculparán la incomodidad de tener que
recibir todo en el mismo plato! –continuó el capitán.
En mi camisa la hubiera recibido, de ser necesario, pues era tanta el hambre, que sentí
salirse a los ojos de sus cuencas al acercarme a la mesa y un poco más que alegría, cuando
uno de los soldados me preguntó:
–¿Qué presa desea el soldado?
–Cualquiera. ¡No, espere, déme una pechuga!
–Una pechuga para el señor –repitió.
Sacó la pechuga de entre la olla, la puso en mi plato y le dio dos vueltas sin soltarla, luego
la paso por mi nariz y la metió nuevamente a la olla, dejando sólo el olor en el plato. Igual
pasó con el resto de comida, llegamos al final de la mesa con el plato vacío.
–¡Bueno soldados!, me imagino la llenura que deben tener con semejante almuerzo, de
todas formas, si alguien desea repetir el recorrido, lo puede hacer –dijo, por último, el
capitán–. Y como aquí no tenemos marranos más que ustedes, tocará botar lo que sobró a la
basura –concluyó con una sarcástica risa.
Luego ordenó vaciar el contenido de las ollas en un profundo hueco en la tierra que sellaron
nuevamente. Los presentes solo nos limitamos a observar atónitos el hecho mientras
pronunciabamos en voz baja vulgares palabras contra el capitán. Como si estuvieramos
dirigidos por una mente colectiva, merodeábamos como buitres la comida recien sepultada,
la situación se prolongo por varias horas debido que el capitan dejo un soldado como
centinela. Unas pocas horas mas tarde un joven que no superaría los diecinueve años de
edad y recien ingresado al ejército, aprevechando un descuido del centinela, inicio la
excavacion en busca de la comida pero minutos despues fue detenido e intimidado por las
palabras de un moreno de casi dos metros de altura, que rato despues accedio a nuestras
pretenciones no sin antes obligar al joven a sellar nuevamente el hueco, el tiempo fue
suficiente para sacar hasta el último hueso de pollo que envolvimos en hojas de arbustos y a
escondidas de los instructores disfrutamos. Con esta desagradable experiencia culminó la
fase del entrenamiento y con ésta, el curso a suboficiales del ejército.
–¡De conformidad con la facultad legal conferida en los artículos 43, 48, 51 y 126 del
decreto 1211 de 1989, y por haber reunido los requisitos legales exigidos para cada efecto,
el comando del ejército asciende al grado de cabo segundo, de acuerdo a orden
administrativa de personal...!

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Retumbó por última vez la voz del maestro de ceremonia por los altavoces, llamando
después a los diez primeros puestos del curso al frente de la tribuna de honor, de donde
descendieron el Ministro de Defensa, comandante general de las fuerzas militares, y los
comandantes de cada fuerza, quienes impusieron, con un apretón de manos, las insignias a
lado y lado del uniforme de los orgullosos diez primeros.
–¡Formación de revista! –gritó alguien entre el bloque de los cuatrocientos veinte
triunfantes, pocos segundos después de haber salido en marcha el último de los diez
primeros puestos.
Nos separamos dos pasos por escuadra, dando espacio a los generales y a varios soldados
que sostenían unos medianos almohadones con las insignias.
–¡Felicidades, cabo, ya es un comandante, y a partir de este momento recibe la orden de
defender la patria y al pueblo colombiano! –me dijo uno de los generales, al pegar las
jinetas de cabo segundo, sobre los costados de mi chaqueta.
–¡Con mi sangre, si es preciso, mi general! –respondí, realmente emocionado, pues si un
teniente era para mí como un Dios, estar frente a un general era algo más que una aparición
divina.
Y precisamente eso eran para la tropa, lo confirmé con el tiempo, divinidades que se
entronan en lo más alto de las tribunas a observar siempre de lejos a los de la esfera
inferior; esos ignorantes soldados que no sienten ni piensan y se conforman con un saludo
por alta voz. Así lo percibí siempre, porque nunca vi a uno de ellos descender de su pedestal
para enterarse de los constantes abusos con que sus subalternos nos sometían, por lo que
escuchamos decir por muchos años: “Sólo se acercan al soldado para la foto”, y tal vez de
ahí radique el apodo de “troperos y queridos”. Claro está, que toda regla tiene su excepción,
porque aquella tarde un despistado general terminó sentado en nuestra cena de despedida
por varios minutos, y aunque sólo habló de la importancia de ofrendar la vida por la patria,
nos hizo sentir importantes, incluso alcanzó a entregar varios diplomas a los cientos de
cabos segundos, que lo esperábamos impacientes para salir a nuestras casas con cinco días
de descanso, antes de ejercer como cabos.
–Qué alegría siento verlo nuevamente y saber que esta bien! –dijo mi madre, secando las
lágrimas con el delantal de la cocina–, y tristeza de saber la vida dura que de ahora en
adelante cargarán sus hombros. ¿Por qué no avisó la fecha de la ceremonia, hijo querido?
José, Luz y yo deseábamos verlo marchar tan elegante con ese uniforme.
–No quería hacerlos gastar plata en pasajes, mamá –la abracé, pidiendo perdón.
–¿Y trajo fotos de la ceremonia o alguna otra cosa que yo pueda mostrarle a mis amigos? –
interrumpió Fabián, esculcándome los bolsillos.
–¡Eeeehh!, no molestes a mi muchacho, déjalo quieto, que él vino a descansar no a que le
incomode la vida –alegó mi madre.
Efectivamente, ella hizo todo lo posible para que yo pudiera disfrutar al máximo esos cinco
días. Recuerdo que se sentaba a mi lado a verme devorar las fabulosas comidas tipicas de
nuestra region recien preparadas por ella, en cada comida me animaba para que repitiera y
saciara mi apetito. “Mi hijo se merece todo, antes de que empiece a sufrir nuevamente”.
Expresaba mientras se sentaba a mi lado a acariciarme la cabeza, haciéndome olvidar que
en pocas horas debía partir.

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–En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo. Dios lo bendiga y lo lleve por el
camino del bien, que nunca le vaya a tocar matar a otra persona.
De rodillas recibí su bendición, escapulario en mano, mientras el bus pitaba tras de mí,
afanando mi partida. Sin despegar mi vista de sus empañados ojos, me senté en la última
silla, agitando las ma nos en señal de despedida. Y aunque deseaba que la partida no fuera
un drama, demostrando cierta frescura y frialdad, sentí que se me desprendía el alma,
cuando en la distancia vi su diminuta figura cubrirse la cara con las manos al sentarse sobre
el andén a llorar, una escena que me perturbó durante todo el viaje, preguntándome cómo
podía ella resistir la despedida de sus hijos, sabiendo que aún éramos prácticamente unos
niños, y aún más, sin saber si volvería a ver especialmente a los que portábamos las armas,
esto por los desafíos que cada día enfrentábamos.
–¡Permiso, mi sargento, buenas noches, el cabo segundo Triana, que viene trasladado de la
escuela de suboficiales a esta unidad, se presenta! –dije, cuando efectuaba la primera
presentación con el comandante de guardia del Batallón Patriotas, en la calurosa ciudad de
Honda.
–Mucho gusto, bien venido –me extendió su mano–, ya llegaron dos de sus cursos, siga
hasta el alojamiento de reclutas y hable con el suboficial de servicio, él ayudará en lo que
necesite.
Levanté la tula militar con mis pertenencias y caminé despacio hacia donde me había
indicado el sargento, observando asombrado el brutal cambio de disciplina al que estaba
acostumbrado, pues casi no podía dar crédito al ver el relevo de la guardia perimetral
silbando, riendo y dos soldados fumando mientras marchaban. Claro, qué más puede
esperarse, pensé, si el cabo que los dirigía iba montado en una cicla y sin armamento, hecho
que para mí merecía calabozo de inmediato, y para los soldados un castigo ejemplar, que
por lo visto nunca habían recibido, y que yo me propuse darles, en cuanto estuviera
ubicado.
–Buenas noches, soldado, ¿me puede decir dónde encuentro al suboficial de servicio? –
pregunté.
–Él está de relevante, lo está remplazando mi cabo Rodríguez –respondió mientras se
acomodaba perezosamente en un catre.
–¿Y dónde puedo encontrar a mi cabo Rodríguez?
–Debe estar en el casino de suboficiales, tomandose una cerveza.
Me despedía del centinela, cuando apareció el hombre que minutos antes venía dirigiendo
la marcha de los centinelas, y frenando la bicicleta a escasos centímetros de mis pies,
preguntó, algo fatigado:
–¿Ya sabe cuál es su alojamiento?
–¡Permiso, mi cabo, buenas noches, el cabo segundo Triana que llega...!
–Tranquilo, hermano, que ya sé quién es usted –me interrumpió–, es uno de los siete
trasladados de la escuela.
–¡Así es, mi cabo! –le confirmé.
–Mucho gusto, Triana –dijo, mientras me extendía su mano–, soy el cabo Castro, y no se
imagina con qué ansia los esperaba. En este momento la compañía de instrucción se
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encuentra en terreno, y de allí sale a patrullar con los comandantes actuales. Únicamente
quedamos dos en la nueva compañía, Rodríguez y yo; aunque, viéndolo bien, estoy solo,
Rodríguez no sirve ni para muerto porque se come las velas. Afortunadamente, puedo
contar con veinte dragoneantes para alistar todo lo de la nueva compañía que en cinco días
llega. La verdad es que nos está tocando duro, pendientes de la compañía, prestando de
relevante de guardia de guardia y comunicaciones a nivel batallón. Míreme a mí, nada más,
de relevante y suboficial de servicio, cumpliendo dos órdenes a la vez. Pero no se puede, le
pedí el favor a Rodríguez de pasar los dragoneantes al comedor y este se escapo a tomar
cerveza, por eso es que los estaba esperando a ustedes.
–Y ahora que los nombra, ¿sabe dónde están mis compañeros de curso?
–Ah, qué pena, me puse a hablar mierda y se me pasó por alto. Debe presentársele al
administrador del casino, de pronto allí estan sus compañeros de curso, y nos vemos
después, porque debo estar ahora en la guardia. Estos cabrones duermen y fuman mucho de
centinelas –se despidió.
Pese a que su saludo y demás comportamientos no eran propiamente un buen ejemplo de
cortesía y educación, sí me pareció aceptable para el medio en el que nos desenvolvíamos, y
alcancé incluso a pensar que por fin me había librado de superiores patanes y groseros, por
que después de ascender de cargo, se suponía que el trato sería diferente. Entonces debí
aceptar que el buen trato era de pocos, cuando el sargento me recibió con un madrazo por
no estar afeitado.
–¿Cómo putas se atreve a presentárseme así?, ¡cabo de la mierda! –gritó el sargento desde
el escritorio.
–Hasta ahora llego, mi sargento, no vi la necesidad de afeitarme estando de permiso –
respondí, con cierta indignación.
–¡No, señor, eso no es disculpa, usted sabía que venía para una unidad militar, donde no
existen las disculpas! ¡Por esa falta de compromiso es que a los cabos segundos no se les
pueden asignar cuartos en los casinos, deben dormir allá, con los soldados, con esa mano de
animales, ¡para que aprendan la diferencia! ¡Así que siga derechito para el alojamiento de
reclutas!
En medio de maldiciones, caminé en dirección al alojamiento de reclutas, y pasando por el
centro de unos destartalados camarotes, llegué a una amplia habitación con baño privado y
closets de pared que compartiría con tres cabos más, y me senté sobre la cama que debía
ocupar, empeze por brillar las botas, preparándome de una vez para la presentación ante el
comandante de batallón para el siguiente día, un hecho que tanto mis compañeros como yo
creíamos de suma importancia, al punto de que pasé toda la noche parpadeando sin poder
dormir e imaginando la forma correcta de saludar al coronel, hasta que mi reloj despertador
se accionó a las cuatro de la madrugada. Me puse en pie de un brinco y sacudi levemente
por el hombro a uno de los compañeros que había llegado borracho, según él, “para tener
valor”, mientras los otros dos practicaban uno frente al otro el saludo militar.
–¡Buenos días, mi coronel, el cabo segundo Triana que llega trasladado de la escuela de
suboficiales a esta unidad, se presenta! –hablé lo más fuerte posible, ya frente a él.
Igual lo hicieron Mejía, Cruz, Lizcano, Sánchez, Hernández y Ramírez.

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–¡Bienvenidos sean ustedes a esta su primera unidad! –decía el coronel, después de las
presentaciones–. ¡Los conocimientos adquiridos en la escuela, complementados con una
gran dosis de energía juvenil, espero los sepan aprovechar en bien de la institución y la
patria! –descendió dos gradas para extendernos la mano y agregó–: Les deseo mucha suerte
en su vida militar y en su primera compañía de instrucción, –y luego subió nuevamente las
dos gradas–. ¡Ahora preséntense al capitán Jerez; él es su comandante de compañía!
Regresamos a la fila, leyeron la orden del día, anunciando allí nuestra presentación y la
asignación a la compañía Bolívar.
–¡Buenos días, mi capitán! –saludábamos en coro al capitán Jerez, minutos después de
terminar la formación.
–¡Quién es el más antiguo de todos! –fue la respuesta al saludo.
–¡Infante, mi capitán! –respondí.
–¡Forme sus compañeros y me da parte frente al régimen interno de la compañía! ¡Cuando
regrese, ya deben estar formados! –ordenó y se alejó, a paso largo.
Su estatura, porte y bastos conocimientos de táctica militar nos infundieron desde ese
momento el respeto que siempre le tuvimos; incluso, logró un gran aprecio por su ingenio
para solucionar pequeños conflictos entre los subalternos, que lo veíamos como a un
verdadero líder por que nos trataba con respeto, pese a la cantidad de artimañas torturantes
que utilizó para que en medio de la guerra fuéramos legado de su entereza. Ahora recuerdo
claramente las palabras de mi compañero Mejía, el día en que debimos decidir si apoyarlo o
estar en contra de él, cuando el comandante del batallón nos puso de testigo ante un juez,
por irregularidades en el gasto de dinero asignado para la alimentacion. Pero que nunca se
había robado, sencillamente porque había dividido el dinero por cabeza para que cada uno
supiera lo que tenía asignado para su comida. “El subalterno es quien califica al superior,
porque a él se muestra tal como es, sin temores ni cuidados, mientras al superior lo
convence con apariencias, y los comandantes, como mi capitán, no tienen nada que
ocultar”. Desafortunadamente, no podíamos decir lo mismo del coronel, quien meses
después resultó envuelto en escándalos de corrupción y paramilitarismo, junto con varios de
sus subalternos, aunque a diario se lo veía glorificarse con sus virtudes, absurdas
exhibiciones que el mismo capitán criticó. Pero el capitán, por cierto, no alcanzó a estar
más de tres meses al mando de la compañía, porque el coronel, al ver que su sanción no
progresaba, decidió enviarlo a una lejana base, “dizque a ver si la guerrilla le quiebra el
culo”, dijo éste, al entregarle el mando a otro capitán. Ninguno de los cabos y subtenientes
recién egresados entendíamos cuál era su verdadera misión, aparte de pintarse la cara todas
las mañanas como fiel guerrero, para gritar frente a los doscientos reclutas: “¡Enemigo a la
espalda, enemigo a la derecha, a la izquierda, al frente!”, y “Comandantes, pueden seguir
con sus hombres”, mientras él desaparecía por los estrechos pasillos del casino de oficiales
de nuevo a su habitación, tal vez para hacer cuentas de las ganancias que obtenía de los
descuentos en el pago que les hacía a los reclutas por pintar su alojamiento, colgar cuadros
y los mismos útiles de aseo, porque todo superaba con creces el valor comercial. Ésta era
una delicada situación, que aunque todos en la compañía sabíamos de antemano, nadie se
atrevía a reprochar, porque sería atacar a un a Dios que podría ordenar varios días de
calabozo y cada uno se concentraba en lo que debía hacer, en mi caso, hacerme bajo el
ardiente sol a impartir los conocimientos adquiridos, y entre ellos, la tortura, ¿pues qué otro
nombre se le podría dar al hecho de golpear a un soldado con un palo en la cabeza o en las
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piernas, por una desacertada respuesta?, venía contagiado de una terrible enfermedad,
llamada potestad, que sólo el capitán con sus consejos logró apaciguar, mientras
desapareció, creyéndome incluso con el poder suficiente para decidir entre la tragedia o
felicidad de un recluta, riéndome como un verdadero diablo de sólo ver las caras de terror
que hacían al verme todas las mañanas, creyendo estúpidamente que el sadismo era también
una cualidad del buen militar. Y así, sin ninguna razón, empecé a rechazar los principios
inculcados por mi madre y los deseos de ser como Juan Bosco, que de hecho, en ocasiones,
me hacían reflexionar sobre mi comportamiento, sin ningún éxito, porque después del
dilema, daba la espalda a mi conciencia y terminaba con la cabeza pegada a una mesa sucia,
abrazando una botella de cerveza, y contrario al olvido que deseaba, llegaba completamente
ebrio a altas horas de la noche, a continuar maltratando a los reclutas, lo que para mí era
sólo entrenamiento. Era un real y hostil problema, que llegó a oídos del coronel, después de
que golpeé a varios soldados con una botella de gaseosa en la cabeza.
–Este joven toca sacarlo de la compañía de instrucción, si lo dejamos allí, dentro de poco
vamos a tener un gran problema; matará un soldado o un soldado lo matará a él por
quitárselo de encima –le decía el comandante de la compañía al coronel.
–Pasarlo a una compañía de choque sería peor, yo creo que lo mejor es trasladarlo a la
sección de inteligencia. El capitán Tellez lo pondrá en su sitio en pocos días, de eso sí estoy
seguro, y dele la orden de que se presente hoy mismo en la sección segunda.
–¡Cómo ordene, mi coronel! –respondió el capitán y salió a buscarme.
Media hora después, me encontraba en posición firme frente al temible capitán Tellez, jefe
de la sección segunda y ampliamente conocido por sus reservados operativos, en los que,
según otros oficiales, “No quedaba uno vivo”.
–¡Permiso, mi capitán, para hablar!
–¡Siga! –me respondió desde su escritorio, sin levantar mirada del periódico que leía.
–¡El cabo segundo Triana, que pasa por orden del comando del batallón a esta sección, se
presenta!
–Bueno, me imagino que a mí no me romperá la nariz –preguntó, riendo, a la vez que se
ponía en pie para saludar de mano.
Guardé silencio, sin dejar mi posición altiva; sabía el viejo truco de dar confianza, para
luego castigar por abusivo.
–Relájese, hermano, eso es lo bueno de esta sección, nada de majaderías, todo con calma y
con alegría. Pero eso sí, con mucha responsabilidad –hizo una pausa para pensar y
continuó–: Aquí la cuestión es muy sencilla, y por ahora usted andará a la pata del sargento
Bermúdez, mientras se empapa del trabajo, y el tiempo que no esté andando con él, debe
permanecer aquí, esperando órdenes. No debe salir a la calle sin el consentimiento mío, si
pasa de la guardia, yo debo estar enterado, o en su defecto, el sargento Bermúdez. No hay
disculpa, ni siquiera para comprar cigarrillos.
–¡No fumo, mi capitán! –respondí, con la misma altivez.
–Bueno, sea para lo que sea, ni siquiera para visitar amigas, ¿me entendió, cabo?
–¡Sí, mi capitán!
–Ahora preséntesele al sargento, el hombre está metido en aquel cuartico –me señaló.
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Crucé la puerta que dividía la oficina del capitán y el pequeño cuarto de análisis de
información donde se hallaba el sargento, y como es costumbre, asumí la posición firme en
cuanto lo vi.
–¡Permiso, mi sargento!
–¡Qué hubo hombre! –interrumpió la presentación–, omita la pleitesía, que eso no va
conmigo. Ya escuché lo que le dijo mi capitán, y no le pare tantas bolas a ese idiota, que no
sabe más que ofender, y la fama que tiene de matón es fama ajena, como siempre –dijo, en
voz baja.
–¿Qué debo hacer aquí, mi sargento? –pregunté, bastante interesado.
–Tome asiento y observe cómo se monitorea con esta vaina. Deberá remplazarme cuando
salga a tomar café –sonrió, pícaramente–, o si prefiere, vaya mirando todo lo que hay aquí,
para que se ambiente.
Preferí tomar asiento sobre una butaca cerca a la entrada y empecé a escudriñar con la vista
lo que había en mi entorno: varios archivadores, dos mesas de madera pegadas a la pared
atiborradas de carpetas, libros y hojas sueltas, dos máquinas de escribir viejas, oxidadas,
aparatos de monitoreo, dos teléfonos comerciales y una mesa de hierro con cuatro sillas,
justo en el centro del cuarto. “Ahí es donde hacemos las entrevistas para sacar cosas como
las que hay allá”, dijo el sargento, señalándome unas carpetas que había sobre otra mesa
con valiosa información. Así me enteré en ellas de las últimas acciones delictivas de la
jurisdicción: un grupo indeterminado de hombres armados había incursionado veinte días
antes en un pequeño pueblo a cuatro horas de allí, asesinando dos policías y tres
pobladores, a los que calificaban de colaboradores del ejército y los paramilitares. Habían
pintado las paredes de las casas alrededor del parque principal, con frases alusivas a las
fuerzas revolucionarias, e izado una bandera de muerte, no sin antes asegurar la cuerda con
una carga explosiva para quien intentara bajarla; luego desaparecieron. La brigada había
dispuesto de todas sus tropas disponibles para la persecución y captura, pero los maleantes
se habían perdido por completo, “ningún hijueputa civil quiso decir para dónde cogieron”,
aclaró el sargento. Quince días después, volvieron a aparecer en diferentes puntos de las
carreteras intermunicipales a altas horas de la noche, atracando los carros que pasaban, y
todas las brigadas actuaban a igual hora. Estas acciones se las atribuyeron al mismo grupo,
que se creía se debía haber fragmentado para despistar.
–Para que vea que aquí en la sección segunda la cosa no es tan sencilla como la pintan,
porque todo el mundo cree que no tenemos nada que ver cuando una patrulla hace una
buena operación –me dijo el sargento, después de guardar las carpetas.
–Pero, ¿qué mi sargento?, cuando podré salir a buscar información, yo estoy es ansioso por
poner en practica lo que aprendí.
–No se afane, muchacho, todo a su debido tiempo, pero si está tan urgido de acción, para
mañana le tengo una listica de informaciones que necesito.
Efectivamente al día siguiente tenía las primeras misiones que creí de inteligencia, pero no
eran más que averiguaciones y seguimientos a señoras infieles, cuyos sus esposos estaban
de patrulla, incumplimiento de órdenes, como consumir licor estando de servicio o ingresar
prostitutas a los casinos. Estas eran informaciones que el sargento llamaba de
contrainteligencia, mientras el capitán y otros integrantes de esta sección, que nunca vi,
porque hacían su trabajo fuera de la unidad, investigaban sobre el grupo de asaltantes. Para
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mí fue fastidioso y humillante seguir mujeres casadas y compañeros de trabajo, para luego
contar lo que habían hecho o dicho, en cinco días ya estaba harto, y aunque bajé
notablemente la intensidad que ponía a la labor, continué haciéndolo por cerca de quince
días más, hasta que el capitán, tal vez por mi consagración al trabajo, decidió cambiarme de
misión.
–Tome asiento, viejo Triana, que necesito hablar con usted –me dijo en su oficina.
–¡Usted ordena, mi capitán! –respondí, nuevamente, en posición altiva.
–¿Dígame cuántos años tiene?
–Dieciocho, mi capitán.
–¿Qué tanto cree usted que ha vivido en el ejército?
–Lo suficiente como para subsistir –respondí, con firmeza.
–Yo sé que usted es un verraco, pero lo quiero comprobar, el comando de la brigada ordena
la presentación allí de dos hombres por batallón, para crear un grupo no sé para qué, de
pronto sea por los guerrilleros que andamos buscando, y de este batallón iremos usted y yo.
Espero no me defraude, usted me cae bien, porque tiene carácter y mucho deseo de
aprender sobre la guerra. Empaque ropa para diez días, y a las quince horas se me presenta
aquí, para irnos juntos.
–Como ordene, mi capitán –respondí, emocionado.
Sonriente, me dirigí al casino, donde, a nombre de mi buena suerte, me tomé una cerveza
brindando con el cantinero, y mientras pedía una cerveza más, porque la situación lo
ameritaba, llegaron a mi mente infinidad de escenas de películas de espionaje y guerra.
Creía sencillamente que así mismo se desenvolvía la realidad, e igual que en las cintas, yo
sería uno de los héroes; me imaginaba la conformación de un grupo estilo Los doce del
patíbulo, que en la Segunda Guerra Mundial llevaron a cabo riesgosas misiones. Mi
imaginación me subió la moral, al punto de salir en rápidos saltos por los matorrales, hasta
llegar a las ventanas del alojamiento donde habitaba, como si fuera una serpiente, me
deslice por una de ellas, sin que el centinela se diera cuenta. “Porque usted es duro para esta
clase de operaciones”, me decía, empacando la ropa y demás objetos que debía llevar. Y sali
de la misma forma, llegué cumplidamente a la cita con el capitán. Me atendió, luego de
hablar media hora por teléfono.
–Ahh, que jartera, debo recordarle a mi esposa que no se me gaste todo el sueldo en salones
de belleza y en huevonadas –dijo el capitán–. ¿Y ya alistó todo lo que va a llevar? -Me
pregunto.
–¡Sí, mi capitán, aquí tengo la maleta!
–Bueno, espéreme un momento, entonces, le informo a mi coronel que ya salimos. Y
téngame este portafolios, y no lo vaya a descuidar ni por el putas, que ahí tengo también
mis papeles.
–¡No se preocupe, que conmigo está bien seguro, y aquí lo espero, mi capitán!
No tardo más de cinco minutos; salió a paso apurado, mientras me entregaba un fardo de
carpetas, diciendo: “Tampoco descuide este sobre, y vaya rapido a mi casa y recoja mi
maleta, que mi señora la debe tener lista”. Tercié mi maleta y el portafolios al cuello, y salí
a toda velocidad a cumplir su orden, pensando que tal vez por eso me había elegido para la
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misión, para cargar sus pertenecías todo el tiempo. Pero accedía sin ningún reparo a
cualquier capricho de grado, que como es habitual, ejercen los grados inmediatamente
superiores con los inferiores, porque a mayor grado, mayor resistencia a lo que se puede
llamar tradición. Así, debí pasarle también lo que fuera pidiendo de su maleta, empezando
con el dinero para los pasajes que guardaba en el portafolios. Según él, esto era “sinónimo
de la confianza”, más no de consideración, porque al momento de guardar el equipaje en el
baúl de un taxi intermunicipal, varias carpetas se deslizaron bajo mi brazo, cayendo al
suelo.
–¡Ahhh, puta vida, hombre, solo eso me faltaba, puse un manicagado a cargar mis cosas!
¡Esos son los documentos que le entregaré al dueño de la finca, hombre!
–Lo siento, mi capi… señor –me retracté, inclinando la cabeza y siguiendo el juego,
mientras recogía las carpetas.
–¡Cómprese una bolsa negra y envuelva esa mierda, porque vea, también las tiene todas
mojadas con sudor! ¿Me entendió?
–Sí, señor, ya la compro, y le juro que no volverá a pasar –esquivé su fría mirada,
alejándome.
Sin cruzar palabra alguna, de mi parte, porque consideraba que siempre eran injustas las
observaciones que me hacía, llegamos tres horas después a la ciudad de Ibagué, justo
cuando el sol se ocultaba por completo. Recogí el equipaje y lo seguí a prudente distancia,
mientras caminaba por una céntrica calle, observando vitrinas, cuando paramos por un
instante frente a un mediano letrero, que decía: “Tenemos lindas paisitas”.
–Yo voy a entrar a saludar a unas amigas, usted adelántese, pídame un cuarto en el casino
de oficiales y vaya alistándome las carpetas, que por ahí en media hora llegó –me ordenó,
mientras me hacía entrega de dos mil pesos–, coja un taxi, para que no camine tanto, y
anote las placas del carro, que eso sirve para legalizar los gastos.
Diez minutos después, me hallaba frente al comandante de guardia de la brigada, quien, sin
muchas formalidades ni requisas, me señaló al fondo varios bloques de oficinas, en las que
nos esperaban, y luego el casino de oficiales. Dejé la maleta del capitán en una lujosa
habitación, me dirigí a las oficinas y, cruzando varias puertas custodiadas por soldados,
llegué a la recepción de la oficina del comandante de la brigada. Allí encontraría un
mediano grupo de hombres esparcidos por todo el salón, hablando entre sí. Escondí mi
maleta detrás de una puerta y, tímido, pregunté al más cercano.
–Buenas noches, señor, ¿ésta es la oficina del comandante de la Brigada, cierto?
–Como no, es ésta. ¿Y usted, quién es, viene de algún batallón o qué? –me contestó un
fornido hombre, de mediana estatura y cabello rapado.
–Sí, mi capitán y yo venimos en representación del batallón de Honda, para una reunión
con mi general.
–¿En representación?, acaso esto es un concurso de pintura o de sostenes –dijo y soltó una
carcajada que se escuchó en todo el salón–. No, hombre, se dice venimos los dos comandos
por batallón. Ah, y a todas éstas, ustedes deben ser los que están retardados, debieron haber
llegado hace más de media hora, mi general está reputo porque en el radiograma decía a las
diecinueve y son las diecinueve y treinta; él salió hace un momento y dijo que le
avisáramos en cuanto estuviéramos completos.
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–¿O sea que ustedes deben ser los dos por batallón que pidieron? –pregunté, esta vez con
cierta timidez
–Sí, dos por batallón, y también de la policía.
–¿De la policía?, o sea que la cosa es en grande.
–No sé, pero se ve como buena la vaina. ¿Qué grado tiene usted? –dijo, y me miró de pies a
cabeza.
–Cabo segundo.
–¡Ah!, qué bien, mucho gusto. Yo soy el sargento Guzmán, del batallón Libertadores.
–Gracias, mi sargento, en minutos viene mi capitán y le avisamos a mi general, entonces.
–Yo creo que de una vez, hermano, porque esto ya está aburridor.
Afortunadamente, cuando el sargento Guzmán salió a informarle al general de nuestra
llegada, apareció el capitán, acompañado de una gaseosa en lata y una gran sonrisa de
satisfacción.
–¿Cómo va la vaina? –me preguntó
–Ya dejé su maleta en el casino de oficiales y ya puse la documentación en el orden que me
dijo, y para que sepa, este gentío son los dos por batallón que pidieron. Ah, dizque también
hay gente de la policía.
–¿De la policía? Bueno, esperemos, a ver qué pasa, entonces. ¿Y mi general, ya salió?
–Ya fueron a informarle que estamos listos.
Tratábamos de integrarnos con los demás hombres, hablando de misiones similares, que en
el pasado, algunos de ellos habían realizado. Yo afirmaba con la cabeza ante todo lo que
decían, pues, por obvias razones, no tenía derecho de opinar, pero sí a sentir una especie de
maligno poder que transmitían en sus comentarios, y si no es por la llegada de un mayor,
que apagó los murmullos y nos guió hasta un amplio salón, probablemente hubieran
empezado a desconfiar de mis capacidades que afortunadamente el capitán me resaltaba a
cada instante, haciéndome sentir casi igual a ellos.
Y como si fuera un ritual, uno a uno nos fuimos sentando en la silla que nos iba indicando
el mayor. Conté rápidamente veinte hombres, mientras observábamos un gran mapa del
departamento del Tolima, atiborrado de chinches y letreros. “Vayan grabando los puntos
rojos, mientras llega mi general”, dijo el mayor, saliendo del salón. Pero no alcanzó a cerrar
la puerta, cuando ingresó el general, acompañado de dos coroneles. De inmediato, todos
nos levantamos, asumiendo la posición de firme; el general tomó igual posición a un lado
del mapa, y con una potente voz que armonizaba con su atlética figura de más de uno
ochenta de estatura, ordenó la presentación por batallón. Luego se paseó en círculo,
mirando la punta de sus zapatos, como pensando, se detuvo a mitad de la tercera vuelta y,
con gran elocuencia, dijo.
–Fueron ustedes seleccionados por el comando de cada batallón, para conformar un grupo
que cambiará las reglas del juego con la guerrilla. Son ustedes hombres curtidos en superar
situaciones difíciles, conocidos por poner lo mejor en el cumplimiento del deber, y lo más
importante, son ustedes cien por ciento confiables, porque esta misión tiene tanto de
riesgosa como de ilegal, así que planeen muy bien cada movimiento que vayan a dar, nadie
se hará responsable de ustedes si algún otro organismo de seguridad los llega a capturar;
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corren por su propio riesgo. Bien, ahora vamos al punto. Como ustedes saben, unos setenta
guerrilleros, aproximadamente, se tomaron la población del Palomar; asesinaron a varios
policías y civiles, asaltaron las tiendas más grandes y dejaron una carga de dinamita en la
plaza principal. Luego desaparecieron sin dejar rastro. Dos días después, montaron retenes
en las principales vías del departamento. Siempre se nos pierden, y por más tropa que se
sitúe, no los encontraremos, porque se ocultan en la misma población. Creo que continuar
narrándoles las acciones sobra para ustedes, les deseo mucha suerte y los dejo con el
coronel Villamizar, jefe de operaciones de la brigada; él les dará los detalles –dijo, y se
retiró a su oficina.
Se puso en pie un hombre de mediana estatura, gordo, al punto de que se agitaba en cada
movimiento. Acomodó unas gafas doradas sobre la nariz y sacó del bolsillo del saco un
puntero láser, con el que señaló uno de los chinches del gran mapa diciendo.
–Éste es el punto donde se presentaron las acciones más seguidas, aquí son tres centímetros,
pero en el terreno son kilómetros. Es el sitio al que llegó una contraguerrilla dos horas
después de ser enterada por un camionero que viajaba de Honda a Ibagué.
Desgraciadamente, ya se habían ido y no encontraron ni rastros. Sin embargo, previendo
que volvieran aparecer en algún sitio cercano de la carretera, la patrulla montó varios
observatorios a kilómetros sin resultados. A los diez días se dejaron sentir secuestrando a un
finquero a cinco horas de allí. Sé intensificaron los operativos con más tropa y colaboración
de la policía, e igual; sin resultados hasta la fecha. Lo desagradable de esto es que las
acciones de ese grupo guerrillero se siguen dando sin mayores problemas, y todos en un
radio no mayor a los trescientos kilómetros, por eso, después de intensos análisis,
dedujimos que se ocultan separadamente en algún lugar del sector, para luego reunirse y
hacer sus fechorías, claro está, que deben tener colaboradores o de pronto tienen gente del
mismo sector vinculados. El caso es que en algunos municipios y pueblos, de acuerdo a
nuestras últimas informaciones, se ha visto gente extraña, especialmente en cantinas y
discotecas, derrochando dinero. Se ha estudiado el historial de algunos de ellos, y da la
casualidad que un poco más de la mitad o tienen entradas a la cárcel, o desaparecieron de
otros sitios donde se les hacía seguimiento policial. Bueno, señores, yo creo que con esto es
suficiente. ¿Alguna pregunta?, ¿algún aporte? –todos los presentes nos miramos–. Bueno,
como no hay preguntas ni aportes, es hora de que vayamos al grano. Son ustedes veinte
hombres, combinando dos fuerzas; policía y ejército, en este caso, los señores de la policía
trabajarán bajo el mando del más antiguo de los grupos que conformen. Van a ser cuatro
grupos de a cinco, tres militares, dos policías: el primer grupo se llamará Vulcano uno y
estará al mando del capitán Tellez; segundo grupo, Vulcano dos, al mando del teniente
Osorio; el tercer grupo, Vulcano tres, estará al mando del sargento primero Posada; el
cuarto grupo, Vulcano cuatro, al mando del sargento Umaña. Los comandantes escogerán
sus cuatro hombres, tienen veinte minutos para eso, sin salir de aquí –concluyó, y a paso
largo, salió del salón.
En Vulcano uno quedamos, por orden de antigüedad, así: capitán Tellez, apodado don
Rodulfo; sargento Guzmán, Quemao, por su color de piel; cabo Triana, Lamparita, por mi
cara de asombro y el color rojo que tomaba cada vez que escuchaba algo nuevo; el agente
Toloza, Morcilla y agente Pedraza, Popeye. Claro que los agentes ya traían sus apodos, al
igual que algunos militares, ellos estaban ya familiarizados con acciones similares y sabían
que lo mejor es utilizar un alias. En los otros grupos se procedió igual. Veinte minutos
después, entró nuevamente el coronel.
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–¡Muy bien, señores, el tiempo se nos acorta y los resultados deben verse pronto, para que
no nos sigan jalando las orejas de arriba! –caminó hasta el gran mapa, sacó su puntero, y sin
dejar de hablar, señaló unos pequeños puntos–. Tomen nota, comandantes, porque no pienso
repetir. Vulcano uno: Lérida, Ambalema, La Sierra, Beltrán, Cambao, Armero y Guayabal.
Vulcano dos: Honda, Puerto Bogotá, Mariquita, La Paz, Victoria, Caparrapí, Dorada y
Puerto Salgar. Vulcano tres: Ortega, San Antonio, Coyaima, Chaparral, Ataco y Natagaima.
Vulcano cuatro: Espinal, Suárez, Cunday, Cabrera, Núñez y Villarica. Cada hombre debe
estar completamente consciente de la delicada operación que vamos a adelantar, todo esto
está fuera de cualquier regla; en especial, ustedes, quienes serán los actores principales,
deben aplicar la astucia y prudencia necesaria para no convertir esto en un fracaso y de
pronto en un escándalo internacional con las tales ONG. Son situaciones en las que nos
vemos obligados a jugar sucio, de lo contrario, se saldrá esto de las manos. Cada grupo se
moverá únicamente en el sector asignado, están ya contactados los informantes, para que les
indiquen el camino y les señalen también a los facinerosos. De igual forma, deberán tener
comunicación constante con la brigada y con las patrullas del sector, si necesitan de apoyo.
Se les informó que debían traer ropa civil para varios días, y espero que en esa ropa de civil
no vengan zapatillas del uniforme de gala o camisetas verdes; esto es muy delicado para
pecar por esas insignificancias. Llevarán el armamento y los vehículos que crean
necesarios. ¿Alguna pregunta? ¿Algún aporte? –nos miramos nuevamente en silencio, y él
continuó–: Bueno, como no hay más que aclarar, pueden seguir al mayor Zapata, que les
dará el armamento, los vehículos y el dinero para que en máximo una hora estén saliendo al
sitio que les corresponde.
Señaló a un hombre que había llegado minutos antes y permanecía sentado en una silla al
final del salón, observándonos sin intervenir hasta ese momento.
–A mí sólo me queda desearles suerte y mi apoyo para lo que les pueda servir en esta
trascendental misión –dijo, camino a uno de los depósitos de armamento–. Por ahora, los
dejaré veinte minutos en el depósito, para que elijan el armamento, luego los espero en el
hangar de transportes, para que reciban los vehículos.
A pesar del sofisticado armamento que guardaban con recelo en unos cajones especiales,
todos optamos por lo tradicional, esto a pesar de que habia un fusil con mira láser. “La
orden es que siempre deben permanecer en el depósito, porque los soldados los botan o los
dañan”, dijo el capitán, en disculpa, y tomó una pistola nueve milímetros, con cinco
proveedores, suficiente para un oficial de su grado. El sargento Guzmán empuñó un fusil
galil con cuatro proveedores, dos granadas de mano, un chaleco antibalas y una pistola con
tres proveedores, “Porque uno no sabe con qué le va a salir el enemigo y lo mejor es tener
fierros para responder”. Y por estos sabios consejos me armé igual que él, mientras los
agentes prefirieron ametralladoras, “Con esto no falla ni el más tonto”, decían. Luego nos
dirigimos al hangar de transportes, donde el mayor asignó a mi grupo una camioneta Luv,
un jeep Trooper y una motocicleta Honda, de alto cilindraje, que por antigüedad y respeto a
la edad de los policías, conduje mientras no se necesitaba, para consumar algún acto.
–¿Seguro que puede con ese animalazo, hermano? –me preguntó el sargento, viéndome
forcejear con la motocicleta, tratando de continuar sobre ella.
Pero fue cuestión de una ligera explicación acerca del encendido y dos vueltas al hangar,
para sentir la suficiente confianza y salir a toda velocidad tras los dos carros, lo que por el
temor a una caída en las cerradas curvas me tomó varios kilómetros de distancia, razón por

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la cual llegué a las diez de la noche a una estación de gasolina ubicada en las afueras del
municipio de Ambalema, donde me esperaban impacientes mientras tomaban tinto.
–¡Si no sabe manejar moto se la damos a otro! –dijo el capitán, irritado por mi tardanza.
–¡No, señor, me falta un poco de práctica, hace años que no manejo y, fuera de eso, esta
moto es muy grande para mí!
–¡Está bien, no saque disculpas maricas que no es necesario!, ahora siga derecho para el
parque, busque un hombre de ruana blanca con sombrero del mismo color, y para que no lo
vaya a confundir, él dijo que iba a amarrarse una pañoleta roja alrededor del sombrero, debe
de estar en algún chuzo de esos tomando aguardiente. Dígale que llegó la encomienda y
tráigalo aquí.
Estacioné la motocicleta en un costado del parque y empecé a caminar por la orilla de los
negocios de licor, buscando al hombre con tal descripción, y al cabo de diez minutos y
varias cantinas revisadas, lo hallé sentado en una mesa, con una botella de cerveza en la
mano y mirando hacia el centro de la calle.
–¿De casualidad usted está esperando una encomienda? –le pregunté, sutilmente.
–¡Ah!, por fin llegaron, pensé que no vendrían, la cita era a las nueve y media, y ya son las
once.
–Discúlpenos, señor, usted sabe que la carretera es mala y de noche poco se ve, así que
acepte mis disculpas por hacerlo esperar y le pido me acompañe donde está el resto de
compañeros.
–Dígame dónde están, y en treinta o cuarenta minutos les caigo. No me arriesgo con usted,
mañana estarán más que pintados en todo el pueblo.
–En la bomba de gasolina, sobre la entrada principal; allí reconocerá los carros que estarán
parqueados cerca de esa moto –señalé la moto que conducía.
Regresé al grupo y repeti lo dicho por el informante. Después de especular un rato sobre la
identidad del individuo, nos subimos a los vehículos, dispuestos a dormir los minutos
restantes; Pronosticábamos que la noche sería bastante agitada para nosotros y al menos
quince minutos de sueño serían buenos para “recobrar fuerzas”, como dijo el sargento, no
sin antes asignar los turnos de guardia para cuando el hombre se hiciera presente.
–¡Don Rodulfo, nos llegó el mensajero! –gritó Morcilla, pasados los cuarenta minutos.
–¡Ya era hora, viejo! –respondió el capitán, desperezándose.
De inmediato, saltamos de los vehículos rodeando al informante.
–Bueno, hermano, pásenos el dato rápido, a ver si terminamos también rápido, porque esta
semana no he hecho sino trasnochar –le dijo el sargento.
–No debería estar pensando en dormir, esta misma noche empezamos a trabajar, y hay que
aprovechar el tiempo al máximo, mucho más hoy, que es viernes, porque los que buscamos
están tomando en las cantinas y bares, por donde comenzaremos. Ah, mi capitán, el
muchacho que fue a buscarme no lo utilice esta noche, ese soldado se puede tirar todo,
porque por encima se ve la inexperiencia. Yo no sé qué entiende él por discreción, allá fue a
buscarme y lo único que le faltó fue hacer veintidós de pecho, para que todo el mundo se
enterara de que es militar.

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El hombre hablaba con tal propiedad de la situación y todo lo que involucra una operación
de estas características, que no dejó ninguna duda de ser un militar encubierto,
posteriormente nos enteramos de que era de grado sargento y jefe de una llamada red de
informantes.
–Entonces deje la moto aquí y váyase para la estación de policía; infórmeles que oficiales
del ejército están haciendo una operación encubierta, y que si escuchan disparos o llegan a
llamarlos por otra cosa, tarden más de lo normal, para que nos den tiempo de irnos –me
ordenó el capitán, siguiendo el consejo del informante.
Me trepé nuevamente en la moto y salí en busca de la estación de policía. La hallé sin
problema en el pequeño pueblo, donde sólo la cúpula de la iglesia supera la altura del asta
de la bandera, que permanecía ondeante al frente de una casa de dos pisos, forrada con
bultos de arena, que la hacían ver como una fortaleza adornada con dos frondosos árboles,
justo a lado y lado de la única entrada, por la que ingresé cantando y silbando, para que el
centinela, donde quiera que estuviera, supiera que había alguien allí; Morcilla me había
advertido: “Ojo, que los policías de pueblo duermen más que el putas cuando están de
servicio, y de pronto le meten un tiro sin darse cuenta”, y continué haciendo el mayor ruido
posible.
–¡Alto el santo! ¿Quién vive? –salió una perezosa voz desde la parte más obscura de una de
las trincheras.
–¡Soy cabo del ejército, y vengo hablar con ustedes!
–¡Un momento, mi cabo!
Seguido al grito, escuché también el ruido de una silla metálica al acomodarse y el plass
inconfundible de unas chancletas al acercarse.
–Esta noche va a haber matazón en este pueblo –le dije–, la brigada quiere arreglar cuentas
con los delincuentes que mataron dos de sus compañeros en la última toma. Le pido que si
llegan a reaccionar para cubrir alguna emergencia de asesinato, demórense un poquito más
de lo normal, para que los civiles no sospechen de ustedes. Usted ya sabe lo que les podría
pasar si los relacionan con nosotros.
–Por supuesto que lo sé, con los tales derechos humanos el problema que se forma es
grande –respondió, riendo–. De todas formas, eso no será problema porque ahora estoy
solo, y yo no dejaré el puesto abandonado ni por el putas, así estén matando a mi madre en
el parque. Con tanto ladrón suelto, se me meten y me roban un fusil.
–¿Y el resto de policías qué?, ¿dónde andan? –le pregunté, curioso.
–Los agentes solteros están de rumba y los casados no duermen aquí; ellos viven cerca,
pero de aquí a lo que les informe, se vistan y vengan a recoger el armamento, ya ha pasado
más de media hora. ¿Le sirve así, mi cabo?
–Creo que así está bien, mientras tanto, yo debo esperarlos aquí. ¿Será posible que me
preste un catre y una cobija para dormir un rato?
–Claro, mi cabo, suba y ubíquese en la cama que guste, por que esta noche no creo que
aparezcan los solteros.
Me quité las zapatillas y me acomodé sobre uno de los catres a descansar, y aunque tenía la
mayor disposición para ello, no lograba relajarme, pues no podía apartar de mi mente las

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últimas palabras del informante: “Mínimo dos debemos quiñar al tiempo”. Sólo después de
dos horas de trágicos pensamientos, la pesadez del sueño empezó a abrazarme, justo cuando
empecé a escuchar un acelerado tropel y gritos en la entrada de la estación. Sabía
claramente que se trataba de los policías casados, que habían venido por el armamento:
–¡Despacio, despacio, señores, ya saben cómo es la vaina! –repetía el centinela.
Luego, un profundo silencio llegó hasta mis sentidos, haciéndome soltar varias lágrimas,
mientras rezaba una oración por las vidas que había ayudado a extinguir, intentando
inútilmente de no sentirme culpable; daba vueltas en el catre y me dolía la cabeza. Por fin,
entre recriminaciones y defensas, me quedé dormido.
–¡Despierte, viejo Lámpara, es hora de largarnos de aquí! –me agitó de un pie el sargento.
–¡Sí, ya salgo! –respondí, entre sueños.
Habían pasado tan sólo diez minutos desde que había logrado dormirme. Acomodé
rápidamente el armamento en mi cintura, bajé en tres pasos las largas escaleras desde el
segundo piso y me trepé en la moto, para salir tras la camioneta Luv, donde iba el sargento
haciéndome señas de que debía correr más rápido, hecho al que me sentí prácticamente
obligado cuando el capitán desde la misma camioneta asomó la cabeza por la ventana,
gritando algo que no entendí, muy seguramente haciendo referencia a la lentitud con la que
conducía. Nos desviamos de la vía principal, para empezar a ascender por una estrecha
carretera sin pavimentar, que tenía un enorme letrero que decía: “Lérida”, que era un
pequeño poblado de no más de tres mil habitantes, al que llegamos casi al amanecer.
Escondimos los vehículos en un garaje privado ya dispuesto por nuestro segundo
informante y nos dirigimos hacia el único hospedaje del sitio, al que entramos de a dos, con
una diferencia de diez minutos. “Para no despertar sospechas”, dijo el capitán, empacando
también las armas en un costal que dejó a mi cuidado y que entré cargando por las escaleras
de una derruida casucha acondicionada como hotel, llamando la atención de la única
persona que lo atendía, quien se ofreció prontamente a cargarlo, generosa actitud, que
lógicamente decliné, pero que cuando el hombre vio un cañón de fusil que había rasgado la
funda acepté a regañadientes su ayuda hasta el cuarto, donde le dije en murmullo que
éramos paramilitares y que nada debía temer si no abría la boca y nos atendía bien. Este fue
un peligro que creí superado, cuando el hombre de avanzada edad salió echándose
bendiciones, y yo me quedé sentado en la cama, riendo por la cara de asombro que había
hecho cuando le dije que ya había matado a cinco guerrilleros con mi pistola. Por un
momento olvidé el rudo futuro que me estaba envolviendo, y tal vez por eso, dormí sin
mayor problema durante todo el día y desperté sólo cuando el reflejo de las lámparas de los
postes cayeron sobre mi rostro, a través de una ventana de madera entre abierta. Me levanté
de un salto de pensar en el regaño que podía darme el capitán por dormilón y salí a buscarlo
para recibir instrucciones, encontrando únicamente al sargento en una pequeña sala viendo
televisión.
–¿Cómo durmió, viejo Lamparita? –dijo, al verme.
–Bien, mi sargento, ¿y mi capitán?
–No ha despertado todavía. Siéntese, él sabe que antes de las ocho tenemos otra reunión.
Me senté a su lado, y por la confianza que siempre me demostró, inmediatamente empecé a
interrogarlo sobre el suceso de la noche anterior.

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–¿Y cómo nos fue anoche, cuántos alcanzaron a eliminar? –le pregunté, como si fuera de mi
agrado lo acontecido.
–Pues bien, viejo Lámpara, alcanzamos a pelar sólo dos, pero para empezar está bien.
Morcilla quiñó uno entre una tienda y yo quiñé otro en una cantina, pero eso sí, alcancé
hacerlo suplicar, como me gusta a mí, que me pidan perdón y me ofrezcan cosas antes de
volarle la cabeza para la puta mierda.
Diciendo esto, su mirada se aguiló, como si viviera el momento, y la voz se le hizo
cavernosa ante la escena que emocionado describía; una rara transformación que nunca
hubiera imaginado en humano alguno, pues parecía estar personificando al mismo Satanás
en sus dominios. Desde ese día no volví a preguntarle nada relacionado con sus acciones, e
igual que el capitán, siempre preferí ser su amigo.
–¿Cómo durmieron, muchachos? –interrumpió el capitán.
–Hola, viejo Rodulfo, ¿cómo me le va? –saludó atento el sargento.
–Bien, bien, viejo Quemao. Ahora, a movernos, el tiempo pasa volando y tenemos que dar
resultados a la brigada.
Y sin decir más palabra, regresamos cada uno a su cuarto, para en cinco minutos salir del
lugar de igual forma en que habíamos entrado.
–A las ocho llega nuestro informante –dijo el capitán, cuando estábamos ya reunidos en el
parqueadero–. Morcilla irá con él hasta el sitio donde le señalé el objetivo, nos debe
informar cada paso en cuanto tenga al próximo candidato a la vista. Luego entrarán
Lamparita y Quemao en la moto, dan el bote y regresan aquí para salir rumbo a la Sierra.
En cuanto escuché mi apodo relacionado con otro asesinato, mi cuerpo pareció
desvanecerse, y buscando alguna escapatoria, pedí disculpas, mientras me retiré a orinar.
Aún no me sentía con las agallas suficientes para quitarle la vida a otro ser humano, e
incluso alcancé a pensar en utilizar la moto para escaparme en ese momento, pues aquello
no era precisamente lo que yo esperaba de la vida castrense. Todo esto iba en contra de mis
principios, no cabía en mi cerebro el hacer semejante atrocidad, un hecho que se volvió
dilema, porque esto no cabía entre los planes que había programado para llegar a ser un
excelente militar, por lo que había alcanzado incluso a decirme que un soldado debe estar
preparado psicológicamente para despellejar al enemigo, pero una cosa es imaginarlo
durante un entrenamiento y otra es ir al hecho. Por momentos, me sentí decepcionado
conmigo mismo, había dado una imagen de ser un hombre valiente, y lo sentía mucho más
cuando les rompía la ceja a los soldados. Pero en ese momento, me demostraba a mí mismo
que no era así.
–Tranquilo, Lamparita, eso ocurre sólo una vez. Igual me asusté yo cuando empecé a matar
–me dijo el sargento, tomándome de un hombro.
–No hay problema, mi sargento, yo sé que tarde o temprano me tocará hacerlo en este
trabajo, solo deme unos minuticos, yo me doy valor.
Este intento de darme ánimo de nada me sirvió, en cuanto quise prender la moto, las piernas
parecían no obedecer a mi cerebro, que maquinaba todo como en una pesadilla, una suave y
lenta pesadilla.
–¡Nos tocó cambiar de piloto porque a Lamparita le quedó grande aceptar su destino! –dijo
el capitán, con rabia.
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–Fresco Lamparita, yo manejo la moto por esta noche –aceptó Popeye.
Descendí cabizbajo y, apenado, me retiré detrás de la camioneta.
–No se preocupe muchacho, usted aún está muy joven. Ya aprenderá cómo son las cosas,
por ahora aléjese de ese estúpido capitán para que no lo moleste; él es así, le gusta presionar
en las cosas que no puede hacer –me compadeció Morcilla.
Veinte minutos después de salir el sargento y Popeye con el informante, se escucharon dos
disparos en el parque. De inmediato, encendimos los vehículos y salimos del parqueadero,
esperando que pasaran haciendo la señal de victoria, que, por cierto, no hicieron al cruzar,
tal vez por la gran velocidad que llevaban, pero al verlos salir a la vía principal y continuar
sin parar, supimos que el operativo había sido un éxito y partimos también a toda prisa tras
ellos. Dos horas después, pensamos que de pronto se habían desviado por alguno de los
tantos cruces antes de llegar a la Sierra, una pequeña vereda de al menos veinte casas,
donde los encontramos a orilla de carretera, fumando y fanfarroneando de la destreza que
tenían sobre una moto.
–En este cagadero sí no hay hotel, mi capitán. Yo creo que lo mejor es quedarnos por aquí, a
orilla de la carretera, mientras amanece –dijo el sargento, cuando llegamos.
–Por eso no hay problema, hermano –respondió Morcilla, plegando el asiento donde iba
sentado.
Después de que imitamos su idea, nadie lograba dormir, puesto que el calor era insoportable
cuando subíamos las ventanillas, y los mosquitos una pesadilla cuando la bajábamos, sólo
las anécdotas de guerra y corrupción que contaba cada uno logró que el tiempo no se
percibiera, porque cuando menos pensamos, un gallo de alguna casa cercana anunció la
madrugada.
–Bueno, qué carajos, trasnochados y todo, toca seguir con la misión. –dijo el capitán,
saliendo del vehículo–. Aquí nos toca encontrar la finca El palomar y hacerles una requisa.
Según el informante, ahí trabajan de fachada algunos guerrilleros, y dijo también que
esconden los uniformes y el armamento en algún lado de la finca. Esta vez entrará
Lamparita con Quemao, mientras nosotros los observamos y apoyamos desde algún lado
donde se pueda, le daré a Lamparita otra oportunidad para que coja vara.
Después de hallar la casa descrita por el informante, el capitán y los dos agentes se ubicaron
en un cerro desde donde podrían prestarnos apoyo, ingresamos al patio saludando, como si
estuviéramos extraviados.
–¡Buenos días, señores! –gritó el sargento a tres hombres que se encontraban en el corredor
de la casa.
–¡Buenos días! –respondió uno de ellos.
–¡Venimos para la finca El trigal, vamos a coger café! –improvisó el sargento, mientras yo
guardaba silencio a su lado.
–¡Creo que sí están bien perdidos, por aquí no existe esa finca! –respondió el mismo
hombre, moviendo la cabeza de lado a lado, en forma negativa.
–¡Qué verraquera, hombre, y todo lo que hemos caminado! ¡Y como para no perder el
viaje! ¿Será que nos podrían dar trabajo aquí?
–¡No, señores, ya estamos completos!
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–¿Completos? ¡Pero si veo a tres!
–¡Sí! ¡El resto ya están trabajando!
–Ah, bueno, en ese caso, levanten las malparidas manos y no se muevan, porque les estallo
la cabeza, gran cabrones –gritó el sargento, desenfundando el arma.
Rápidamente le seguí, me acerqué a ellos pistola en mano para requisarlos, sin encontrarles
nada.
–¡Revise las piezas, viejo Lámpara, mientras yo me encargo de estos cabrones!
Busqué por todos los rincones, y bajo unas flojas tablas del piso hallé dos uniformes
camuflados, un vestido de policía y botas militares en una bolsa plástica, recogí todo esto y
lo tiré al patio, donde el sargento pudiera verlo.
–¡Busque en el zarzo, Lamparita! –me gritó, emocionado.
Entre unos costales hallé una escopeta, dos revólveres, una carabina y tres granadas de
mano.
–¿De cuál de los tres es esto? –gritó el sargento, tirándoles una camisa de policía a los pies
de los espantados hombres.
–¡No, señor agente, aquí nunca habíamos visto eso! –respondió él más viejo de los tres–.
¡Yo soy el dueño de la finca y ellos son mis hijos, aquí se le da trabajo a la gente en tiempo
de cosecha, pero uno no sabe quién es quién!
–¡Si no me dicen de quién es este armamento mientras cuento tres, todos los tres se van a
morir! –aseguró el sargento, mirándoles sádicamente.
–¡Pero, señor, nosotros no...!
–¡Uno! –le interrumpió.
–¡Le suplico, señor que..!
–¡Dos!
En ese preciso instante, salieron de entre los matorrales dos mujeres, corriendo, llegaron
hasta los hombres, y, abrazándolos, gritaban, entre sollozos.
–¡Por favor, no mate a mi papá ni a mis hermanos!
–¡Quítense de ahí, viejas metidas, o les vuelo la cabeza por soperas!
–¡Pues sí! ¡Mátenos, maldito asesino, mátenos! –respondió una de las mujeres, con valentía.
El sargento no esperaba esta reacción, me miró, yo permanecía como estatua, apuntando al
grupo, que aterrado, se abrazaba.
–¿Qué opina Lamparita? ¿Les damos a todos, o qué?
–Lo que usted diga, mi sargento –respondí en voz baja.
–¡Bueno, empiece a darles candela!
Mis ojos se abrieron más de lo normal, debió ser una expresión tan graciosa, que el sargento
se echó a reír, diciendo:

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–Dejemos esta mierda así, llevémonos solo la ropa y las armas, porque a estos cabrones los
salvaron las brujas y el poco de mirones. Qué lástima, los hubiéramos podido vestir con
esos uniformes y matarlos, para que alguna patrulla se apuntara un éxito.
Sobre una colina, por donde cruzaba un camino de herradura, varias personas seguían el
suceso y en cuanto les miré de frente, se escondieron. Poco después, reunidos, hablábamos
de lo necesario que era actuar de noche, para evitar iguales contratiempos, “Porque aún
quedan dos para darles el bote en este sector”, dijo el capitán. La desventaja era que lo
ocurrido en la finca ya debía haberse esparcido como polvo y nos reconocerían en cualquier
lugar.
–El otro objetivo es el profesor de la escuelita de este cagadero, ese es más que auxiliador.
Hace rato la brigada le sigue la pista, esperando un desliz para arrestarlo, y no han tenido
éxito, pero ya se le acabo la dicha al cabrón. Esta vez irá mi sargento con Morcilla; buscan
el momento, lo matan y regresan aquí, para largarnos –aclaró el capitán.
–¡No! Morcilla nos espera, quiero ir con Lamparita, mi capitán, ya es hora de que despierte
–dijo el sargento.
–Bueno, hermano, si usted cree que el muchacho ya está listo para matar, llévelo.
Nos montamos en la moto y subimos a un cerro, desde donde se divisaba a la perfección la
vereda, en especial, la escuela. Esperamos allí hasta las once y treinta, hora en que
empezaron a salir profesores y alumnos. Seguimos de vista al hombre, quien era nuestro
objetivo; un joven de cabello largo, trenzado en una sola cola, que dejaba caer sobre el
hombro izquierdo, barba corta, delgado y fino en sus movimientos. Se despidió de otros dos
profesores, acomodó unos libros en la dirección de una destartalada moto y empezó un leve
descenso por un angosto camino de herradura, hasta la carretera donde debíamos estar
esperándolo.

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El arrebatar la vida pronto se extinguirá en el
recuerdo de quien jamás debió existir, porque
su destino fue matar. Yo, en cambio, debo
existir, buscando la forma de ser perdonado,
por matar en contra de mi destino.

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II
–Bueno, viejo Lámpara, es la oportunidad para saber qué tan macho es. Usted dispara y yo
manejo.
–¡No! No creo que sea el momento, mi sargento.
–No sea cobarde, viejo me dijo, en voz baja, haga de cuenta que va a matar a un
marrano, sólo apunte y dispare. Si no cae, sígale dando, y si no dispara, es que no sirve para
esta mierda, y se regresa a su batallón con la cola entre el rabo.
Aquellas palabras hirieron mi orgullo. Cerré los ojos, y como en especie de trance, me dejé
arrastrar por la extraña situación, que ya era imposible de evitar, pues pese a que sentía el
cuerpo pesado y que el aire era difícil de inhalar, quería acabar rápido con lo que había
empezado. Deseaba terminar de una sola vez y demostrarle a todos que yo sí era un buen
soldado, “que podía llegar a beber sangre y morder carne del muerto”, como me decía el
sargento para quitarme el miedo. Por esta razón, me transformé en algo muy similar a un
zombi, cuando trepé a la moto, luego de darle un beso de suerte al cañón de la pistola y
repetir una extraña oración que el sargento me iba diciendo hasta cuando llegamos a la
carretera, desde donde vi a la víctima descender con prudente velocidad, esquivando los
huecos, mientras el sargento detenía la moto de un empellón. El sargento miró por instantes
fijamente al individuo y luego aceleró.
–Pasaré tan cerca, que ni por el putas puede fallar, apúntele a la cabeza y con un tiro tiene –
me susurró.
Y así fue, mi pistola quedó a escasos diez centímetros de su cabeza. Fue tan rápido y lento a
la vez, porque mi mente aún lo recuerda con todos los detalles, que casi pude ver la ojiva
salir del cañón dando vueltas hasta introducirse en su cabeza. Seguí sus movimientos, hasta
que rodó por el piso de piedra menuda. No pude ver su rostro de muerte, porque al
momento del disparo volteó la cara, tratando de esquivar lo inevitable. A espaldas nuestras
se escuchó el estruendo de la aparatosa caída, el sargento dio la vuelta y paró la moto frente
al caliente cadáver.
–¡Bájese y cerciórese de que éste bien muerto! ¡Pero rápido, viejo Lámpara!
Con mi pie derecho traté de mover el cuerpo, pero sus pies enredados en la moto
dificultaron el movimiento; me parecía que estaba inconsciente, sólo el hilo de sangre sobre
las piedras delataba lo fatal.
–¡Levántele la cabeza a ver como la tiene! –gritó, viendo mi lentitud.
Me incliné para tocarle cabeza, pero una sensación de asco y miedo se apoderó de mí, opté
por moverla con el zapato dejando al descubierto un gran hoyo entre el oído y ojo
izquierdo. Su cara salpicada de sangre causó el terror que me llevó corriendo hasta la moto.
–¡Péguele otro tiro, hombre!
–¡No, mi sargento, ya está más que muerto! –dije, y me trepé en la moto.
–¡Este man sí que es huevón! –dijo, sacó su pistola y a escasos cinco metros remató al
profesor, con un certero tiro a milímetros del anterior.
Minutos después, me hallaba en medio del grupo, recibiendo felicitaciones por la acción,
pues había superado la etapa de iniciación, lo que ellos llamaban “el bautizo”, por lo que en
una humilde tienda sobre la carretera que conduce al municipio de Beltrán pedimos una
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botella de aguardiente, incitados por el sargento, “Porque este muchacho tiene que llegar a
ser más matón que todos nosotros juntos”, dijo, y seguimos bebiendo hasta altas horas de la
noche, razón por la cual el capitán se vio obligado a imponer el grado, para darle fin a la
celebración y poder llegar al caserío antes del amanecer, donde, afortunadamente, otro
informante decía tenernos un lugar seguro para descansar. Pero ese día ni muchos días más
pude dormir bien; bastaba estar sólo, para sentir la presencia de aquel hombre reclamando
la vida que injustamente le había arrebatado, bastaba que mi cerebro diera tregua al cuerpo
para, que se apareciera en sueños, acompañado de dos lindos niños, y yo me preguntaba
desesperado que quién cuidaría ahora de los dos pequeños, mientras yo, con cínica
tranquilidad, le respondía que si así lo deseaba los podía quiñar también, y despertaba
bañado en sudor, preguntándome qué sentiría mi madre y hermanos viéndome tendido en
un charco de sangre, o si la ley de compensación se acordaría de mí en cuanto Dios me
bendijera con un hijo, arrebatándome violentamente la vida, dejándolo desamparado.
Lentamente me hundía en las aguas podridas de un infierno interior; había cogido el aprecio
de mis compañeros, pero había manchado mi alma y perdido la inocencia, puesto que con
las acciones siguientes sentí que hasta la conciencia se dilataba, porque ahora era yo quien
se ofrecía para matar, esperando inútilmente que mi mente se acostumbrara a las escenas
que no me dejaban dormir, a esa lucha que sostenía mi instinto contra la razón, a ese olor a
azufre que empecé a sentir cuando la misión terminó, y yo contaba varias vidas sobre mis
espaldas, por lo que alcancé, incluso, a sentirme infinitamente dichoso, cuando el coronel
me colmó de sublimes elogios el día que regresé al batallón. Y aunque seguí demostrando
valentía y desapego, mi corazón se sumía en el dolor, por haber traicionado los principios
morales inculcados por mi madre, y decidí entregarme al licor para tratar de borrar los
rostros que me perseguían, que me torturaban cada noche, dejando en llamas mis sueños.
Trataba de remplazarlos con recuerdos lindos de mi juventud: el primer amor, el primer
beso y las tiernas caricias de Adriana sobre mi rostro, pasaba horas enteras sentado en una
sucia mesa de cantina, con una botella de cerveza en la mano, tratando de olvidar lo que ya
no podía, porque el fugaz efecto del licor lo único que hizo fue arraigar más un sentimiento
de culpabilidad, que sólo lograba calmar en el duro entrenamiento con los reclutas. Les
pegaba y decía que la vida militar era sufrimiento y guerra, y que para una buena guerra se
deben dejar a un lado los sentimientos y principios, porque aquel que no bebiese sangre y
bajara a los infiernos a conocer el sufrimiento, jamás llegaría a ser un buen soldado. Yo les
di la oportunidad de conocerlo en corto tiempo, que con actos demenciales llamé
nuevamente la atención del coronel.
–¡Qué ordena, mi coronel! –saludé, con fuerza.
–El capitán Tellez me comentó con detalles su participación en el grupo y todas las mañas
que tiene para entrenar reclutas –guardó silencio por un momento, mientras sacaba de su
escritorio un fajo de hojas. Luego, agregó–: Estoy de acuerdo con el capitán Tellez, usted es
un joven fácil de adaptar a cualquier circunstancia, ¿cree usted lo mismo?
–¡Afirmativo, mi coronel!
–Excelente, con ese positivismo lo necesito durante cinco meses, organice su material de
patrullaje y esté pendiente, para que salga hoy mismo a Puerto Boyacá con el sargento
Carrillo.
–¡Como ordene, mi coronel!

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Empaqué mi equipo de patrullaje en un costal de fibra y salí en busca del sargento Carrillo.
Seis horas después, llegamos al tórrido pueblo, dode esperamos que las indicaciones y
coordinaciones del coronel salieran bien. Descendimos del bus escalera en mitad del
parque, central, el sargento me miró desconcertado, luego sus ojos verdes se clavaron en
cada sitio del parque, tratando de reconocer a quien nos debía estar esperando.
–¿Mi coronel dijo un carro blanco o beige? –preguntó, sentándose sobre el costal donde
traía su equipo.
–Blanco, mi sargento, claro que con estas carreteras me imagino que debemos buscar un
carro beige.
–Lo mejor será buscar almuerzo, porque tengo un hambre del putas –dijo, mientras terciaba
el costal al hombro.
–¿A qué hora dijo mi coronel que debían estar esperándonos? –pregunté, mientras le seguía.
–De doce a una de la tarde, y son las once y cincuenta, deben estar por llegar, no perdamos
de vista el parque mientras comemos algo.
Caminamos hasta un restaurante ubicado en un costado del parque, tomamos asiento y
ordenamos sancocho de pescado, el plato preferido de Carrillo, “Es una chimba para
levantar muertos”, decía, mientras secaba el sudor de la frente con la camisa, pues el calor
era insoportable y los ventiladores de techo no alcanzaban a refrescar el ambiente,
haciéndome ir, desesperado, cada tres minutos al baño a lavarme la cara. Sucedió que en
uno de estos recorridos vi a un hombre que, sin mayores reservas y al fondo del salón, puso
una pistola al lado del plato y sobre ella un sombrero, y luego de comprobar la temperatura
del caldo que como cerdo sorbía, centró su vista sobre el sargento, situación que de
inmediato le comenté y a la que con mucha frescura respondió:
–No se atortole, que ese debe ser un paraco; recuerde que en esta zona el control lo tienen
ellos y ellos están con nosotros, de lo contrario, ya nos habrían matado –y siguió comiendo
pausadamente por quince minutos más.
Luego de este tiempo, miró el reloj y me hizo señas para que saliéramos a sentarnos bajo la
sombra de un frondoso árbol, donde continuamos esperando el contacto. Pero no habrían
pasado más de cinco minutos cuando una camioneta se detuvo ruidosamente frente a
nosotros, y de ella salieron a toda velocidad cuatro hombres con subametrelladoras, con las
que nos apuntaron al pecho.
–¡Trépesen a la camioneta! –ordenó uno de ellos.
Los nervios se reflejaron en mis piernas temblorosas al momento de subir a la carrocería,
miré al sargento y lo vi con cínica tranquilidad. Después de ubicarnos al fondo y en el piso
de vehículo, los hombres bajaron las armas y se aferraron a los barrotes mientras saliamos a
toda velocidad.
–No te preocupes, viejo Triana, éstos parecen ser los que estábamos esperando; mírele a ese
hombre la pañoleta –me dijo en voz baja.
La pañoleta de color negro tenía las iniciales “ACC”, bordadas en hilo rojo, que las hacía
notar a distancia.
–Mi sargento, ¿qué quieren decir las iniciales? –le pregunté.

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–Autodefensas Campesinas de Colombia. ¿Acaso no sabe de ellas? –me preguntó,
extrañado, después de una corta pausa.
–Sí, claro, quién no sabe de los paras, lo que no sabía era el nombre técnico, porque
siempre los he visto de civil cuando llegan al batallón, incluso, nunca…
–¡Cállense, señores, que aún no es hora de hablar! –gritó uno de ellos.
–¿Y se supone que vamos a trabajar con ellos? –pregunté, un en susurro, al sargento.
–¿Cómo le parece, hermano?, toca desde un principio mostrar la forma, para que sepan con
quién están tratando –su rostro adoptó un gesto de enojo.
–Bueno, eso sería más adelante, ahora sería una locura ponerse de alzado; no se le olvide
que en la guerra todo vale, y estos sí son buenos para eso, para todo lo que tenga que ver
con…
–¡Oigan, señores, por última vez les digo que se callen! –interrumpió nuevamente el
hombre.
–¿Al menos nos pueden decir para dónde vamos? –le reproché.
–No se preocupe, está en buenas manos –respondió otro hombre, con una leve sonrisa.
Guardamos silencio durante una hora, tiempo que duró el recorrido por la polvorienta
carretera, hasta que la camioneta paró bruscamente.
–¿Encontraron a los señores? –preguntó alguien fuera del vehículo.
–¡Sí, aquí los llevo! ¡Abran esa mierda! –gritó el hombre de la pañoleta.
Se escuchó el chirriar de una puerta en madera al abrir, y el latir de varios perros rodeando
la camioneta.
–Disculparán el trato que les dimos en el parque y durante todo el trayecto, pero así deben
funcionar las cosas aquí, ustedes son desconocidos en la región y si los dejamos deambular
por el pueblo, perderemos credibilidad de protección. Debemos ser tan hostiles con todos
los que lleguen, que nadie se atreverá a venir en busca de problemas –nos dijo, jovialmente,
un hombre que pasó de la cabina a la carrocería.
–¿Y qué tenemos que ver nosotros? –pregunté.
–Se supone que nosotros no debemos recibir ninguna clase de apoyo, y es más, se cree que
ustedes deben estar peleando contra nosotros; pero como pueden ver, no es así, somos parte
de la misma familia.
–¿Y cuál es el negocio con nosotros? –preguntó el sargento.
–¿No les dijo mi coronel? respondió el hombre, rascándose la mejilla.
–Únicamente nos dijo que esperáramos una camioneta blanca en el parque, ella nos llevaría
hasta donde el mayor Cogollo –aclaré.
–Bueno, debió decirles, para que llegaran preparados psicológicamente y con materiales.
–No importa, ya estamos aquí, ahora llévenos donde mi mayor –repuso el sargento.
Descendimos de la camioneta, mirando curiosamente, estábamos en el patio de una casa
grande de dos pisos, con corredor en redondo, la típica finca adinerada; hermosos jardines
rodeados de agua canalizada, gansos, patos y pájaros por doquier. Estaba hipnotizado,

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observando tanta hermosura, hasta que un grito en el corredor del segundo piso llamó mi
atención.
–¡Tráigamelos!
–Ese es mi mayor, vamos y se le presentan –dijo nuestro anfitrión.
Subimos al segundo piso cargando los costales. Nos recibió un hombre de mediana estatura,
cabeza rapada, disimulando una incipiente calva, bigote ancho y puntudo, dando vuelta casi
hasta las orejas. Vestía botas pantaneras, pantalón camuflado, camiseta blanca y pistola al
cinto.
–Sean ustedes bienvenidos a la cuna de las Autodefensas Campesinas de Colombia. Soy el
mayor Cogollo, encargado del campo de adiestramiento y jefe militar de esta región.
–¿Mi coronel y mi mayor también tienen mando sobre los paras? –le pregunté, ingenuo.
–Me extraña, Triana, que no sepa de qué se trata esto, ¿o se está haciendo el güevón? dijo
el sargento Carrillo, propinándome un suave golpe de amigo en la nuca.
–Pues la verdad, mi sargento, hasta ahora me estoy desayunando. Como veo a mi mayor y
gente de los paras acá.
–Veo que están mal informados –interrumpió el mayor–, tomen asiento y les explico, para
que esta misma noche alisten todo para mañana. Yo soy mayor, pero retirado, al igual que
innumerables oficiales y suboficiales. Llegamos aquí algunos por querer cambiar la
situación, otros por evadir la justicia civil y militar. Los que no fueron militares se nos unen
por venganza, algunos por el sueldo, otros porque nacen para la guerra y prefieren estar de
nuestro lado. Juntos conformamos una fuerza paralela al ejército contra el mismo enemigo,
es por eso indispensable la presencia de ustedes.
–¿Y qué tal se trabaja aquí? –preguntó el sargento.
–Muy similar al ejército –respondió el mayor–, la diferencia está en que aquí sí hay
compromiso.
–¿Y eso?
–Mire, hermano, cuando uno ingresa a la escuela militar lo inflan con los más nobles
principios y valores, sólo se habla de fe, caridad, honradez, justicia y fortaleza, que es lo
ideal en un soldado, pero al momento de aplicar todo esto muy poquitos salen al ruedo,
porque la gran mayoría están por una posición, por el cargo y el poder que conlleva, y ojalá
sea con el pecho lleno de condecoraciones y medallas, y preferiblemente tras un escritorio,
arrodillársele a los políticos, para que los apadrinen hasta general. Les importa un carajo la
dignidad. Yo sí conservé los principios y la dignidad, y por eso estoy aquí. Me echaron con
la disculpa de que no alcancé al cupo para coronel, y la verdad es que no tenía padrino. Me
enfrasqué en la guerra y se me olvidó que eso no es mérito para ascender, pero sí veo con
tristeza cómo llegan a altos mandos oficiales corruptos y otros que lo único que saben de la
guerra es la instrucción de la escuela, y los ve uno por ahí, planeando grandes operaciones
antisubversivas, por eso es que la guerrilla juega con el ejército. Pero con las Autodefensas
sí se jodieron, porque cada uno de los integrantes tiene una razón de ser; así sea por
venganza, es un compromiso de corazón.
Dicho esto, se puso en pie y caminó hasta la ventana, observó el paisaje por unos instantes
y regresó a nosotros, evocando con evidente tristeza los años de juventud que había

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entregado a la profesión de las armas. Luego detalló hechos viciosos de bajos, medios y
altos mandos castrenses, que me hicieron dudar, de quien venían las palabras, habló de la
lealtad, honradez y justicia que pregonaban con vehemencia mis comandantes, y yo incluso
llegué a dudar si el profesor con sus libros de primaria que había asesinado fríamente meses
atrás era una letal amenaza para la sociedad.
–Lo que más me duele de todo esto –continuó el mayor– es que mi padre murió a manos de
la guerrilla, porque se negó a darles dinero, y yo le había prometido sobre su tumba que me
haría militar. Sería el mejor y no descansaría hasta que el país quedara libre de esa plaga.
Pero, bueno, así es la vida, toca seguir para delante con esto, no hay de otra.
–A eso venimos, mi mayor –intervino el sargento–, a ver cómo podemos acabar con esa
plaga, a que nos diga con quién es que hay que mover los fierros.
–No se acelere, sargento –dijo el mayor–, ustedes darán instrucción militar por el momento,
hagan de cuenta que están en su batallón, saquen buenos hombres para la guerra.
–Con eso no hay problema, mi mayor –le dije–, mi duda está en los cambios que habría que
hacerle a la instrucción, por ejemplo, en las técnicas de patrullaje.
–Por eso no se preocupen, enseñen cuanto saben, que en la teoría de combate utilizamos las
mismas enseñanzas del ejército, la diferencia viene al momento de combatir; nosotros no
tenemos que esperar a que nos maten dos o tres hombres para gritar: “¡Alto, somos el
Ejército Nacional!”, mientras caen dos hombres más. No tenemos que esperarlos, más bien
vamos y los sacamos de sus casas, sin darles tiempo a que se reúnan y nos golpeen. Nos da
igual si en combate les metemos el tiro por la espalda o lo partimos con una motosierra, al
fin y al cabo, el objetivo es eliminarlos; son basura. ¿Ve la diferencia, mi cabo?, tampoco
tenemos que rendirle cuentas a la Fiscalía, ni a la Procuraduría, y mucho menos a los
farsantes esos de derechos humanos que trabajan para la guerrilla. En conclusión, no
estamos amarrados para la lucha. Pero, bueno, me imagino que deben venir cansados.
Síganme, les muestro donde se pueden duchar y cambiar de ropa, si lo prefieren.
Nos condujo hasta un cuarto contiguo al que estábamos, tenía dos camas con mesa de
noche, baño privado y vista a una pista de eficiencia de combate, donde se podía divisar
jóvenes arrastrarse y saltar, cruzando los obstáculos.
–Éste es el cuarto de nuestras ilustres visitas, el de los grandes hacendados y políticos que
vienen a hacernos generosas donaciones, a cambio de seguridad a sus tierras, y para mí
ustedes son también ilustres visitas, porque nos donarán conocimiento; así que pueden
quedarse aquí por hoy. Mañana pasarán a los cuartos de los instructores. Gusto me daría que
continuaran durmiendo aquí, pero es necesario que no se note mucho la diferencia en
comodidades. Es algo desagradable marcar esa diferencia, sabiendo que luchamos por la
misma causa. Gracias a Dios, me he dado cuenta, esas cosas son delicadas, porque
despiertan un sentimiento negativo contra los que duermen en colchón de plumas, mientras
otros se encogen de frío, tirados en el piso a pocos metros. Por eso esta casa sólo la utilizo
para oficinas y otras labores administrativas, porque duermo y me alimento igual que
cualquier soldado. Y por cierto, quedamos vecinos, me separa del cuarto de instructores una
pared de madera.
–Sabe que sí, mi mayor –anotó el sargento–, cuando fui soldado sentía frío, hambre y
sueño, tirado como un perro, envuelto en un plástico, que me cubría de la lluvia, mientras
mi comandante, por ser oficial, se paseaba como un pisco en chanclas, tomando caldo de
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gallina y viendo televisión en una casa, después de la dura jornada de patrullaje, y los
soldados esperaban que hirviera el agua de panela y el arroz para lanzarnos en picada. Y el
hombre convencido de que uno no se daba cuenta ni sentía rabia por eso.
–Ese es otro de los graves males que adoptan los oficiales, el bendito elitismo que lo lleva a
uno a maltratar a los subalternos, e incluso las esposa ascienden con uno; la esposa del
coronel le da órdenes a la del mayor, la del mayor a la del capitán y así sucesivamente. Esa
fue una de las causas por las que llegué a mayor soltero, yo no iba a dejar que me
sancionaran porque mi mujer no le obedeció o miró mal a la esposa del coronel. Allá todo
gira alrededor de apariencias y fantasías, es un mundo diferente, lo viene uno a notar
cuando ya no está en él.
–De todas formas, ser oficial es una chimba, –afirmó el sargento–, de mayor para arriba
pueden hacer lo que se les venga en gana, porque hasta los jueces militares se someten. Así
quién no va a extrañar una vida de esas. Pero algo sí diré toda la vida, mi mayor, el ejército
es muy hermoso, se lo cagan los que lo dirigen, porque buscan exprimirlo en su beneficio.
–Entonces, retírese y únase a nuestra causa, sargento –le dijo el mayor, tomándolo del
brazo.
–Claro, mi mayor, por eso me regalé para esta misión, necesitaba hacer contacto con
ustedes.
–Bienvenido, entonces, compañero, y en cuanto se retire, cuente con el doble de sueldo del
que está ganando.
–Terminare lo que vine hacer aquí, y empiezo las vueltas de retiro –aclaró, alegre, el
sargento.
–¿Y usted? ¿Se nos une también o qué? –preguntó el mayor, palmoteándome el hombro.
–No, gracias, yo paso por ahora. Aún no he sufrido decepciones como las de ustedes, sólo
unas cuantas patadas y la enterrada de un tenedor en la cabeza, nada que no pueda resistir.
–Bueno, viejo Triana, de todas formas, tiene las puertas abiertas para cuando decida luchar
por la patria –dijo, y se alejó con el sargento a su oficina.
Me encontraba, luego del baño, sentado sobre un baúl cerca de la ventana, recibiendo la
brisa de la noche y observando el duro entrenamiento de los combatientes paras, cuando
regresó el sargento, oliendo a licor y con la camisa en la mano.
–¡Cierre esa puta ventana, hermano, y venga le explico cuál es la instrucción que le toca
dictar mañana! –me gritó, mientras de un salto cayó en la cama, extendido boca arriba–. A
usted le toca técnicas de arrastre y a mí manejo de ametralladoras.
Quince minutos después, apareció un hombre joven, enviado por el mayor, con los
elementos requeridos para tales instrucciones. Tardamos hasta las tres de la madrugada,
preparando y ensayando lo que expondríamos cuatro horas más tarde, temas que dominé
con propiedad, ya frente a los primeros treinta combatientes.
–¡El tiro rasante de un combatiente en posición de tendido se promedia en veinticinco y
treinta centímetros, así que, simulando esta altura y el tiro por encima de sus cabezas, he
puesto alambres de púas, y sobre ellos pasarán estos palos con puntillas, a ras del alambre,
para que quien levante el trasero sienta el rigor del entrenamiento!

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Había construido un pequeño túnel en alambre de púas a treinta centímetros del piso y con
veinte metros de largo, por donde debían pasar los combatientes arrastrando el fusil.
¡El primero! grité, después de haber explicado las ventajas del ejercicio.
Todo marchaba bien, hasta el décimo hombre, quien con su abultada cintura destempló el
primer alambre, y como lo había prometido, los palos con puntillas se estrellaron en sus
nalgas, traspasando la piel.
¡Jueputa! se paró de un brinco, sobándose las nalgas.
¡Tiéndase nuevamente y cruce el obstáculo, gordo panzón! le grité al oído.
Era mi forma de instruir soldados, y a estos, en tales circunstancias, les vi como soldados.
¡A mí no venga a gritar y mucho menos a pegar, cabito de mierda! se enojó el hombre,
apuntando el arma hacia mi cabeza.
El cañón quedó a escasos cinco centímetros de mi nariz, fue tal la sorpresa, que mis
sentidos se bloquearon, pues nunca pensé estar en igual situación, y mucho menos había
imaginando en cuántas cosas pensaron o sintieron en tan corto tiempo los hombres a los que
alguna vez clavé mi pistola en sus cabezas. Afortunadamente, el instinto de supervivencia
me hizo ser más ágil, porque en alardes de rapidez y dominio quité la cabeza del cañón,
mientras le propinaba un fuerte codazo en el rostro que lo envió al piso, y tardó varios
segundos para reponerse y ponerse en pie para continuar con el desafío.
¡Dejen el escándalo y apártense! ordenó el mayor, de un grito.
Estoy seguro de que el gordo tenía la firme decisión de disparar. Nunca entenderé por qué
no lo hizo al instante, de pronto, daba tiempo para ver, satisfecho, una cara de terror, tiempo
que aproveché para desarmarlo.
¡Gordo Quintero, dese un paseo, descanse, y cuando esté más tranquilo, regresa! le gritó
el mayor. ¡Venga, Triana, hablemos un momento! dijo, y me hizo señas con la mano.
Disculpe, mi mayor, por lo ocurrido, no sé qué paso. No entiendo por qué reaccionó ese
gordo así, esa es la forma correcta de entrenar a un guerrero le dije.
No se preocupe, la culpa es mía, por no advertirle cómo debía ser el trato con estos
jóvenes me palmoteó el hombro, ahora regrese y ni por el putas les grite, y mucho menos
pegarles.
Apenado y malhumorado regresé a la instrucción, los combatientes me observaban entre
extrañados y disgustados, pero no le di trascendencia al asunto, y en poco tiempo todo se
normalizó. Sin embargo, esta situación fue una gran lección, puesto que me llevó a
diferenciar la jefatura del liderazgo. En esa ocasión me había enfrentado a un hombre sin
escrúpulos, solían decir, porque allí, donde las leyes son normas por convicción, no se
ofende a un subalterno, porque “se hiere el orgullo de un varón”. A partir de este hecho,
acepté el gran error que venía cometiendo desde que el grado me dio el poder de dictar
órdenes, pues creía que los soldados me respetaban por ser un hombre decidido y capaz,
pero no era así, estaba equivocado; debieron verme como una amenaza y una tortura que
debían soportar, por temor al reglamento y a represalias de los superiores, “porque serían
perseguidos, maltratados y destruidos socialmente, sin tener en cuenta sus motivos”, me
decían, con frecuencia, exsoldados que continuamente llegaban a engrosar las filas
paramilitares, haciéndome sentir de cierta forma culpable, hecho por el que puse todo el
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empeño para que cambiaran la visión que tenían de los comandantes, y de no ser porque
cuatro meses después debí regresar a mi batallón de origen, lo más probable es que hubiera
pasado también a engrosar las filas de los pares, y muy seguramente también, hubiera
terminado involucrado en la investigación que días antes había ordenado un alto mando
militar, con el supuesto fin de establecer los nexos entre paramilitares y militares, por los
exagerados abusos que cometían los primeros con la población civil, muchas veces en
compañía de oficiales y suboficiales de unidades militares y de policía. La verdad sea dicha,
no existían nexos, lo que había era una hermosa hermandad. Compartíamos los casinos, los
alojamientos y organizábamos salidas en grupos a las discotecas, hasta los comerciantes de
mejor ingreso se identificaban con ellos, porque el mayor orgullo de muchos era compartir
la misma mesa con los paracos, incluyendo varios jueces de la región, y tal vez por eso
quedaron en el olvido y en la más vil impunidad asesinatos, violaciones a menores y tráfico
de drogas, en cuya investigación: “La justicia penal militar llegaría hasta las últimas
consecuencias”, como repetía con vehemencia un general ante los medios de comunicación.
Aunque la noticia salió como “extra”, en medio de una excelente película de acción, ya para
los militares era chiva vieja, porque cuando llegué a la unidad, muchos días antes, ya se
alistaban para recibir al comandante de brigada, primera instancia en la investigación, que
más que una investigación parecía una visita de calificación, porque el aseo y el orden en
que se hallaba la unidad era tan perfecto, que debieron guiarse por algún manual o video de
la guardia inglesa: los soldados y comandante de guardia estaban perfectamente
uniformados, con las botas brilladas y un rasurado reciente, marchando con una elegancia
inigualable, algo muy inusual en esta unidad, bastándome esta primera impresión para saber
la importancia de la visita, que confirmé minutos después ya frente al coronel, a quien debía
presentarme por el término de la misión.
¡Permiso, mi coronel, para hablar! pregunté, en el umbral de su oficina.
¡Hable rápido, que estoy muy ocupado! me respondió, sin levantar la mirada de su
escritorio.
¡El cabo segundo Triana, que se encontraba cumpliendo órde...!
¡Bueno, muy bien, joven! me interrumpió. Lo felicito por su labor, por ahora retírese, y
no se deje ver de la comisión inspectora, que no demora en llegar. Dígale lo mismo al
sargento Carrillo. Ustedes están muy mechudos y vueltos mierda como para que los vea mi
general.
¡Cómo ordene, mi general! respondí y salí en busca del sargento.
¡Ah!, la gran puta tramadera con las revisiones y las investigaciones, vámonos a tomar
cerveza a la calle, entonces, antes de que nos enchicharronen respondió el sargento,
cuando le comuniqué lo dicho por el coronel.
No, gracias, mi sargento, paso por esta vez, ya he tomado suficiente en mi vida con los
paras, ahora debo ahorrar para enviarle plata a mi madre. Estaré por aquí pendiente de la
revision, ¿o investigación? Bueno, la mierda que sea, el caso es que prefiero quedarme por
aquí.
Decidí antes de irme a ver televisión el resto del día, dar un paseo por la guarnición y
saludar a mis condiscípulos, en ese momento descubrí la verdadera transformación que
había tenido la unidad por la visita, porque nunca había visto algo similar, ni siquiera
cuando estuve en la escuela militar de suboficiales: en el rancho de tropa, los comedores
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tenían mantel con fruteros en el centro y las frutas no eran sintéticas. Los soldados
cocineros tenían puesto delantal blanco, gorro de chef, guantes especiales para evitar el
contacto directo con las comidas; habían dejado a un lado la pala con la que revolvían las
ollas y se armaron de finos cucharones. Fue el único día que vi a los soldados disfrutar un
delicioso y abundante almuerzo de pollo perfectamente sazonado, un cuarto de pollo para
cada uno. En las compañías y casinos el cambio fue igual. Los alojamientos de los soldados
tenían una limpieza y arreglo que no volvió a repetirse el resto del año; materos, cuadros,
colchones y toallas nuevas adornaban el recinto. Los baños, completamente limpios,
desprendían olores por todos lados, haciendo agradable lo que antes era un asco, e incluso,
alcancé a ver papel higiénico remplazando al periódico, había suficiente como para un
batallón. Definitivamente, el bienestar que todo soldado colombiano sueña. Lástima que
después de la investigación se guardaron todos estos bellos adornos y utensilios necesarios;
pasó el general felicitando al comandante del batallón, y detrás de ellos un soldado
recogiendo todo nuevamente. Igual ocurrió con los cascos, bufandas, camuflados y botas
nuevas, que fueron a parar al mismo depósito, posiblemente en espera de una nueva visita o
investigación.
Por fin se fueron estos desgraciados dijo el coronel a las seis de la tarde, despidiendo la
comitiva en la guardia.
Y la pobreza, el abuso y los nexos volvieron a reinar, pues, aparte de que los soldados
cocineros volvieron a tomar las palas y camisas grasosas, los militares continuamos la
relación con los paramilitares, aunque con un poco de reserva, después de que los altos
mandos destituyeron de sus cargos a varios oficiales y suboficiales. “Para tener a quien
mostrar ante los medios de comunicaciones, como lo habían prometido, pero saben
claramente que los lazos con los paras nunca se podrán romper, porque ellos se alimentan
con los que vamos saliendo del ejército, y ustedes no van a dejar de ser mis amigos porque
me echaron”, dijo un capitán, despidiéndose de un grupo de militares en el casino de
suboficiales. Y aunque la palabra amigo quedaba en entredicho, porque días antes había
llamado a un sargento mayor “viejo entupido e ignorante”, en medio de una formación,
varios aceptamos, más por formalismo que por reconciliación, bebernos tres botellas de
aguardiente con él, antes de que un carro de los paramilitares lo recogiera, ya entrada la
noche, frente al batallón, mientras el sargento Carrillo y tres de mis condiscípulos
esperábamos impacientes que llegara el nuevo día, pues el “hasta las últimas
consecuencias” que afirmaba el coronel no pasó de la destitución de algunos miembros,
cuya relación con la delincuencia era muy evidente, mientras otros, que incluso podríamos
estar más comprometidos, sólo fuimos trasladados de batallón, “para que los civiles vean
que esta mierda sí funciona”, como dijo un mayor, después de escuchar la nueva asignación
de unidades.
¡Sargento segundo Carrillo, del batallón de infantería número cincuenta, al Distrito Militar
número diez! ¡Cabo segundo Triana, del batallón de infantería número cincuenta, al
batallón de contraguerrillas móvil número dos! ¡Cabo segundo Mejía, del batallón de
infantería núme..! leía el ayudante de comando, frente a la formación de la mañana, igual
que cuando llegamos.
Mis compañeros Mejía, Lizcano, Cruz, Hernández y Ramírez también saldrían trasladados
a batallones de contraguerrillas, donde perderían la vida Lizcano y Hernández, en una
emboscada guerrillera tres meses después de su presentación. A Mejía nunca más le volví a

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ver, me enteré a los años, por boca de terceros, que se había retirado y dedicado a los
quehaceres en la tienda de barrio propiedad de su padre. A Cruz lo encontré seis años
después en Pitalito Huila, cuando del batallón Los Panches, estaba casado y con tres hijos,
pedía siempre permanecer patrullando para que le alcanzara el sueldo. Y a Ramírez lo hallé
en sanidad militar, paseando en muletas, con medio intestino de plástico y domando una
prótesis.
A las cinco de la madrugada del siguiente día partí rumbo a Ocaña, al norte de Santander,
llevando entre una caja de cartón todas mis pertenencias. Los temores y dudas se hacían
evidentes; un leve dolor de estómago y cabeza me acompañaron durante las veintidós horas
de viaje, pues, pese a que ya había adquirido la suficiente experiencia para superar
situaciones de riesgo y extrema tensión, temía a lo que verdaderamente era patrullar en
zonas donde el enemigo tenía un absoluto control y mucho más. El sargento Carrillo me
decía: “Los soldados profesionales son unas porquerías, no se dejan mandar de nadie y les
gusta hacerle maldades a los cuadros”. Había escuchado no sólo eso de varios comandantes,
si no que también había oído que existían casos en los que los mismos soldados, en medio
de un fogoso combate con el enemigo, habían aprovechado la situación para eliminar a los
mandos. Aunque siendo sincero, todo esto dependía del trato que se le hubiera dado al
subalterno, aunque la excepciones eran pocas, porque la tendencia es a creer que el
subalterno es un animal entrenado exclusivamente para obedecer, y no tener en cuenta sus
sentimientos. Esto último, pensé, “debe ser el secreto para ganar sus mentes”, con la
intención de darme ánimo, cuando ya las luces de la ciudad de Ocaña se desvanecían entre
la alborada, y yo caminaba en busca de la guarnición militar.
¿Qué busca usted por aquí, civil? me gritó un sargento panzón, cuando empecé a
husmear entre las carpas del batallón.
Disculpe, mi sargento, soy suboficial, y acabo de llegar trasladado a esta unidad, pero no
sé dónde ni a quién debo presentarme le respondí, con cierto nerviosismo, pues aunque era
mi medio, era una situación completamente nueva.
¡Empiece conmigo! dijo y sonrió también. Soy el sargento Rojas, encargado de
abastecimientos en la brigada extendió la mano para saludarme. ¿Y usted es el cabo...?
Triana, cabo segundo Triana, mi sargento.
Bueno, muchacho, mucho gusto, ahora preséntesele a mi coronel; él está en la carpa de
comando. ¡Ah!, y luego a mi mayor jefe de personal; está en la carpa vecina a la de mi
coronel concluyó, señalando dos carpas más adelante.
¡Permiso, sigo, mi coronel! grité, frente a la entrada de una de las parcas.
¡Siga! escuché con claridad.
Abrí a dos manos las solapas de la entrada y vi al coronel al fondo del recinto, sentado en
una pequeña mesa, desayunado en compañía de dos mayores y un capitán.
¿Qué necesita, joven? preguntó, mirándome de abajo a arriba.
¡Permiso, mi coronel, buenos días! dije y me puse firme de inmediato. ¡El cabo
segundo Triana, que llega trasladado a esta unidad, se presenta!
Muy bien, lanza, ahora preséntesele al jefe de personal, para que le informe a qué
compañía pertenece me dijo, sin más rodeos, y continuó hablando con sus acompañantes.
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Realicé el saludo correspondiente, como un gesto mecánico y continué hacia la segunda
carpa.
¡Permiso, sigo, mi mayor! grité desde la entrada.
¡Siga! respondió el mayor.
El jefe de personal estaba detrás de un escritorio de madera, atiborrado de papeles, cajas y
sobres.
¡Permiso, mi mayor. Buenos días, el cabo seg..!
¡Sí, sí, hermano, ya sé, usted es el cabo Triana! me interrumpió. Deme un minuto,
mientras arreglo este mierdero y le informo a qué compañía pertenece y cuándo sale para
donde está esa compañía, ¿okay?
Lo comprendí perfectamente, era uno de los días más agitados para él, debía abastecer de
comida, sueldos y encomiendas a los más de dos mil hombres que conformaban la brigada;
también debería ubicar a los comandantes que llegamos y despedir a quienes se marchaban
por traslado. En menos de una hora debía tener todo esto listo para cuando llegaran los
helicópteros, pues su riguroso horario de viaje no permitía esperar con el motor apagado. Y
esta vez, había llegado antes de la hora indicada, y casi en vuelo estacionario embarqué
sobre la remesa de las compañías, para, en contados minutos, estar surcando los cielos del
Catatumbo.
Mi reloj marcaba las once de la mañana cuando el aparato tocó tierra en Orú, en la
formidable estación de bombeo del oleoducto Caño Limón-Coveñas, en donde, al instante,
de detrás de unos matorrales, salieron más de veinte soldados, quienes, apresurados,
empezaron a bajar la carga y a subir dos heridos y un muerto, resultado de un leve roce con
el enemigo en horas de la mañana. Tomé mi equipo, y como una liebre, salté, para
refugiarme detrás de un matorral del fuerte viento producido por las aspas del helicóptero.
Buenos días, señor, ¿es usted mi cabo Triana? me preguntó, amablemente, un soldado.
Acertó usted, soldado, mucho gusto dije y estreché su mano, soy el cabo Triana.
Bienvenido, entonces, mi cabo, llegó usted a una buena compañía; disciplinada y
aguerrida, que es lo mejor.
Gracias, hermano, es la primera vez que trabajo con soldados profesionales, y en verdad
espero que sean disciplinados y aguerridos, nos entenderíamos muy bien.
En ese caso, esperamos también que usted sea un buen comandante, honesto y con
autoridad moral, así nos entenderíamos muy bien, y si gusta, de eso podríamos hablar
después, yo venía a informarle que lo están esperando tras el rancho. Los comandantes
están en reunión dijo, dio media vuelta y se alejó, para mi sorpresa, omitiendo el
respetuoso saludo a un superior, mostrándome así una conducta que empezaría a ver en los
soldados, de quienes empezaría a escuchar que el saludo era: “una pleitesía huevona, en
medio de la guerra”.
La escena me dejó la sensación de que no eran precisamente los soldados sumisos y
obedientes que en la compañía de reclutas conocí, y aunque ya estaba advertido de ello,
empezaba a comprender que el grado tiene poco que ver en cuanto a respeto se refiere en el
real contexto de la guerra, y muy contrario al malestar que sentía horas atrás, tal vez porque
el sudor y el fusil empezaban a encajar nuevamente en mis manos, empecé a desear el olor
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a pólvora, y en actitud positiva, me dirigí al sitio donde estaban reunidos los comandantes,
sentados en medianas piedras.
Siga, siga, mi cabo, usted ya es parte de este equipo me dijo, cordialmente, uno de los
tenientes. Soy el teniente Gallego, comandante de la compañía, y ellos son el subteniente
Villamil, el sargento Meléndez mientras hablaba, fue señalando a cada uno de los allí
reunidos, los cabos primeros Perea, Blanco y Álzate, los cabos segundos Bedoya, Quiroz,
Millán y Antolines. Bueno, muy bien, como ya nos conocimos, puede seguir adonde están
los víveres y empacar los suyos, hoy mismo empieza con una misión. La compañía de
reclutas que está en el cerro sale de licencia dentro de ocho días, y la orden es traerlos hoy
mismo para que alisten todo el material de reintegro. El cabo Triana con su escuadra sera el
relevo de ellos hasta que llegue la nueva compañía, asi que por favor revise muy bien la
munición y las granadas que van a llevar; Es mejor que se preparen y salgan hoy mismo por
que ese cerro se ve cerquitica, pero está en la mierda.
Hora y media después, estaba trepando la empinada loma del cerro Eslabones, con mi
equipo a cuestas y seguido por los diez soldados que me fueron asignados. Tres horas más
tarde, había llegado cargando a dos desmayados por el agotamiento. Salieron de posición
quienes nos esperaban con ansiedad, pues a partir de ese momento asumía la seguridad de
los tres críticos picos. Me fue difícil conservar los tres puntos seguros con diez hombres,
donde antes había sesenta, por lo que pasé la primer noche sin dormir; Por temor había
creado once puestos de centinela, por que muy seguramente el enemigo ya sabia el desigual
cambio y en cualquier momento llegaría por nuestras cabezas, latente circunstancia que nos
tuvo en vela por tres días más, supuestamente, el tiempo necesario mientras se hacía
presente la nueva compañía. Pero llegó el quinto día, y aún continuábamos esperando con
igual impaciencia, pues ya los ojos se cerraban por el agotamiento. Al séptimo día, y al no
avistar la presencia del enemigo, decidí bajar la guardia a dos centinelas por puesto, y
luego, al décimo segundo día, a uno por cada pico; ya la confianza y falta de víveres hacían
mella en la seguridad. Sólo contábamos con dos panelas y una libra de lentejas, por lo que
la falta de alimentos era más preocupante que el mismo enemigo, y, siendo yo el
comandante, debía buscar una pronta solución, que creí imposible por la lejanía en que
estábamos del resto de la compañía y porque seguía ciegamente la orden de no abandonar el
lugar. Claro está que esa era mi percepción de los hechos, se me había olvidado que estaba
dirigiendo soldados profesionales, quienes en situaciones de extrema incapacidad del
comandante toman decisiones propias, tal como ocurrió ese día, porque a eso de las seis de
la tarde, cuando el sofocante calor del día empezaba a descender, y yo me encontraba
sentado en la entrada de mi tienda de campaña, observando el atardecer mientras pensaba,
escuché un fuerte jadeo flanqueando la carpa, un bulto cayó frente a mí, y junto a él estaba
uno de los soldados más precoces que haya conocido.
¡Listo, mi cabo!, solucionado el problema de comida por unos días dijo, sacando un gajo
de plátanos del costal.
¿De dónde sacó usted eso? pregunté, sorprendido.
Rebuscando, mi cabo, no podemos dejarnos morir de hambre, pues respondió sonriente y
con un acento paisa.
¡Solo respóndame! ¿De dónde sacó mi soldado yuca, plátano y gallinas de entre la base?
mi asombro se transformó en enfado, pensando que se había evadido.

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Tranquilo, tranquilo, mi cabo, sólo quería ayudar con la situación, pero no importa,
sígame, pues, y le muestro de dónde los saqué.
Me guío hasta la garita más alta, desde donde pude divisar a lo lejos un rancho, en medio de
un pequeño sembrado de verduras.
¡La orden es muy clara, soldado! dije, y lo tomé del cuello agresivamente. ¡Para salir de
la base es única y exclusivamente en registros! agregué y lo solté de un empujón.
Descendí de la garita y me dirigí al costal.
¡Esto es fruto de la desobediencia, gran cabrón! tomé los plátanos y los lancé fuera de la
base.
¡No, mi cabo, no haga eso! gritó, alarmado, el soldado. ¡Lo importante ahora es comer!
¿Imaginase un sancocho de gallina bien chimba? dijo, y me sujetó del brazo evitando un
nuevo lanzamiento.
Bruscamente me zafé, y dando un giro, lo golpeé con el codo en el rostro.
¡Eso es para que aprenda a respetar a sus superiores! le grité al oído.
¿Ah sí? ¡Entonces esto es para que aprenda a respetar a un soldado profesional, cabo gran
hijuepúta! dijo y me propino también un fuerte golpe en la cara, que me dejó bloqueado.
Más por la respuesta que por el mismo efecto del golpe, y aunque el sentimiento al instante
fue el de responder con otro golpe, me contuve, pues pareció que la sacudida había
encausado nuevamente la razón.
¿Qué pasa, cabito de mierda, le da miedo o qué? ¡Hágale, hágale, pues, que aquí lo que
hay es varón para responder!
Lo observé por unos instantes, mientras me convencía de que continuar peleando era
agudizar más el enorme problema que tenía.
¡Estaba muy acostumbrado a pegarle a los reclutas esta gonorrea de cabo! ¡Pero aquí sí se
jodió con nosotros! gritó otro soldado, desde una garita.
Un agravio al que no le presté atención, pues estaba concentrado tratando de comprender
cómo había terminado en tan difícil situación, después de los consejos recibidos y la misma
experiencia que tuve con los paramilitares.
¡Yo no tengo por qué estar peleando con ustedes, les voy a pasar un informe por ataque al
superior! le respondí, con cierta calma, mientras me dirigía a mi tienda de campaña.
¡Cómo si eso sirviera de mucho aquí en el monte, cabo recluta! me gritó otro soldado.
A esta última observación le di toda la razón, al recordar lo que me había dicho un sargento:
“En el monte queda prácticamente a merced de lo que uno como líder pueda hacer, porque
un informe sirve más para limpiarse el culo, pues los comandantes de batallón, con tal de
que el soldado no se vaya, le ceden la razón”. Claro está, que, pese a las circunstancias,
creía que mis capacidades de relación no eran tan limitadas como para acudir a terceros,
con mayor razón, cuando recordé el complemento a la frase del sargento: “y uno debe
ganarse al soldado de corazón, para que no lo vayan a quebrar en combate o apuñalar
mientras duerme”, motivo por el que permanecí sentado en la entrada de la tienda de
campaña, sin atreverme a internarme en la oscuridad en busca de los centinelas, como solía

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hacerlo para pasar revista de las posiciones. Una irresponsabilidad, para mí, justificada por
los fieros hombres entre los que me hallaba, pero nunca por las funciones que ejercía, pues
sabía también por experiencia que si el comandante baja la guardia la gran mayoría de
subalternos también lo harían, aun más, cuando se trata de demostrarle al superior que sus
órdenes no tienen ninguna validez, como tal vez quería demostrarme el soldado que se
hallaba de centinela a las tres de la madrugada en una de las garitas, hora en que aún
permanecía sentado en la entrada de la tienda de campaña, jugando con mis pensamientos.
¡Apague ese cigarrillo, hermano, no se da cuenta del blanco que está siendo con esa vaina!
le grité, cuando en medio de la oscuridad vi una inconfundible luz avivarse y desvanecerse
por instantes.
¡No se preocupe, cabo recluta, que yo sé cuándo puedo o no puedo fumar, no se le olvide
que soy soldado profesional! me respondió y continuó fumando.
¡Haga lo que quiera, hermano, al fin y al cabo, es su vida! le dije y regresé a mi tienda
de campaña.
Pero no habrían alcanzado a pasar más de treinta segundos, cuando desde algún lugar fuera
de la base se escuchó una detonación de fusil y un zumbido surcó los aires, el centinela
cayó aparatosamente de la garita, con un tiro en el rostro, y casi al instante se escucharon
por todos lados fuertes explosiones de mortero. Afortunadamente, el mismo día en que
llegamos, realizamos varios ensayos de defensa que con destreza asumimos. Los disparos y
explosiones se cruzaron, desgarrando el silencio de la noche. Al frente se veían los
fogonazos de los fusiles enemigos, mientras la tierra se estremecía y los oídos parecían
reventar. Algo insólito ocurrió, el cielo enrareció y descargó una violenta tempestad; las
gotas se sentían como punzadas. Minutos antes, las estrellas brillaban en lo alto, ofreciendo
tranquilidad, y ahora los relámpagos y truenos hacían parecer el combate un juego de niños,
caían tan cerca los rayos, que la lucha cesaba por momentos, temiendo a la ira de Dios.
A las cuatro y treinta, una hora después, escuché una fuerte explosión, pero esta vez fue un
sonido hueco, al que le resté importancia, porque a cada segundo había detonaciones. Al
notar que la ametralladora, el arma de apoyo más importante en un combate de estas
características, se había silenciado por completo, comprendí que tal vez había perdido el
operador del arma, y a rastras me acerqué al sitio, ocultándome con el mismo humo de la
explosión. Meses antes, deseaba con vehemencia entrar en combate, por la misma
preparacion psicologica que que había recibido durante los entrenamientos, pero en ese
momento pensaba que si algunos de los instructores, quienes narraban heroicas escenas
como películas de Rambo se hubieran acercado tan sólo un milímetro a la realidad, muy
probablemente yo hubiera descartado esa estúpida aspiración, y, por ende, me hubiera
librado de los horribles recuerdos que aún me asaltan en la soledad, porque mientras me
arrastraba en los codos buscando a tientas al operador de la ametralladora, sin querer y
como por instinto, agarré con fuerza algo blando que me parecieron varias culebras
enrolladas, y por entre la tenue luz de un relámpago alcancé a ver la parte superior del
soldado. Si no hubiera sido porque yo ya había tenido contacto con la muerte, hubiera
perdido el control, pues nunca imaginé similar situación; el mortero cayó con sorprendente
precisión dentro de la trinchera y lo desintegró por completo de la cintura hacia abajo, y yo,
incrédulo, sostenía aún su caliente intestino.
¡Paisa! ¡Paisa! ¡Traiga el radio, que estos malparidos nos van a acabar en minutos! grité,
sin dejar de disparar.
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¡No, mi cabo, si prendo el radio me cae un puto rayo encima! respondió el Paisa desde
otra trinchera.
¡Me importa un culo si cae un rayo, de todas formas nos van a tostar cuando nos copen
estos malparidos!
¡En ese caso, prefiero morir de un tiro! me respondió.
¡Pues si no lo prende, tenga la seguridad que yo le doy ese gusto! le dije, mientras le
apunté con mi arma.
Esa noche parecía que el diablo había pedido nuestras almas, convirtiendo los tres picos en
un verdadero infierno, y yo estaba dispuesto al desafío.
¡Cobra seis de cerro! ¡Cobra seis de cerro! ¡Contesten, por Dios, nos están copando más
de cien guerrilleros!repetía, desesperado, el Paisa, por el micrófono del radio.
Los sobrevivientes continuábamos repeliendo el ataque, sin percatarnos de cuántos
quedábamos, de vez en cuando se escuchaban gritos de insultos de uno de los cerros,
lamentablemente, siempre eran los mismos. El Paisa insistía con la comunicación.
¡No, mi cabo, abajo deben estar durmiendo los de comunicacio...!
Un fuerte estallido interrumpió sus palabras, la tierra se estremeció y el cielo rugió como
cayendo encima; no veía más que una brillante luz en mi entorno, acompañada de un leve
silbido. Mi mente se quedó en blanco no sé por cuánto tiempo, me pareció una eternidad,
por fin, en medio del silbido, entró un estrecho grito de victoria.
¡No tienen más que hacer, entrénguese, les respetaremos la vida!
Lo escuché tan cerca, que el instinto de supervivencia me hizo lanzar las cuatro granadas y
a seguir la detonación con el fusil; gritos y lamentos se escucharon donde cayeron las
granadas y ráfagas. Había frustrado su intento de tomarse el pico más vulnerable, fue por
eso que recibí de lleno todo el embate enemigo, con los resultados funestos. Después de
esto y de reinar el silencio por unos segundos, tuve escaso tiempo para organizar mis ideas;
En el ambiente se sentia un fuerte olor a chamuscado y estiércol humano que no me dejaban
concentrar, y la oscuridad era tal, que fue imposible establecer el origen de cada uno.
¡Paisa, Paisa! grité, con la esperanza de una respuesta.
¿Mi cabo? escuché una voz entre la oscuridad.
¿Paisa? pregunté, apuntando el fusil adonde creí que me respondían.
No, mi cabo, soy Tamayo dijo en voz baja.
¿Tamayo? ¿Qué hace usted aquí, hermano?, no podemos descuidar los otros picos.
Venimos a apoyarlo, mi cabo, esos malparidos parece que sólo ven este pico, le están
dando con todo respondió Tamayo.
Y si se toman este pico, ahí sí nos jodimos, porque las trincheras de los otros picos le están
dando la espalda a éste se escuchó en la oscuridad una tercera voz.
¿Y al fin qué, se pudo comunicar el Paisa o no? le pregunté a Tamayo.

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Parece que no, mi cabo, no tuvo mucho tiempo, un rayo le cayó encima; está achicharrado
el pobre huevón no hubo tiempo de condolencias ni lamentaciones, terminó Tamayo de
informarme y el embate enemigo se hizo sentir nuevamente.
Ya era de madrugada y el sol empezó a salir tímidamente sobre las montañas, dejando ver
movimientos de ramas frente a nosotros. Mi reloj de pulso marcaba las seis de la mañana,
cuando vimos, no muy lejos, una hilera de hombres ascender por una empinada cuesta, con
el fusil terciado a la espalda, con un aspecto de gran decepción, pues la luz del día y el fiero
contrincante los llevaron al fracaso, y tal vez por eso el cielo nos felicitó, dejando caer un
suave rocío, y más tarde con un hermoso arco iris, tendido donde se empostó nuestro
enemigo. El tiempo pareció detenerse, mientras los soldados y yo permanecimos en
silencio, grabando la terrible escena a nuestro alrededor.
Oiga, mi cabo, haciendo la cuenta, falta uno, éramos once y aquí sólo estamos diez; siete
vivos, tres muertos dijo Tamayo, haciendo la cuenta en los dedos.
Nos miramos entre sí, luego a los muertos.
¡Claro! Falta la Iguana continuó Tamayo. ¡Busquemos a esa hueva, debe estar
escondido del miedo!.
Y después de buscarlo por todas las trincheras, lo hayamos tendido entre el campo minado,
sin las dos piernas y destrozado por completo en la parte frontal del cuerpo. Jamás sabré
qué estaba haciendo él por ese sector, de pronto trataba de huir, olvidando el sitio que
estaba cruzando. Con una soga y un gancho en un extremo arrastramos el cuerpo y las
piernas hasta la base. Ni la hermosura del paisaje lograba opacar el resultado del cruento
combate. Solté mi armamento, dando la espalda a los intestinos y sesos esparcidos, tomé
asiento sobre una trinchera y, motivado por la brisa y el verdor de las montañas, quise
reflexionar sobre la profesión que había escogido.
A las diez de la mañana se escuchó a lo lejos el conocido tableteo de un helicóptero
proveniente de la brigada. El fuerte viento que causó al descender en el centro de la base
salpicó nuestras manos y rostro de barro y sangre. El motor se apagó, y cuatro hombres
descendieron con maletines y bolsas: tres civiles que no conocía y el mayor jefe de personal
de la brigada.
¿Qué pasó aquí, viejo Triana, cómo putas se dejó hacer esto? dijo el mayor,
entregándome las bolsas mortuorias.
Al tiempo, los tres hombres de civil se pusieron tapabocas, guantes y sacaron de sus
maletines la herramienta para efectuar el levantamiento.
Pero, mi mayor alegué, con justa razón, ésta es una base para sesenta y sólo habíamos
once.
Eso no es disculpa, hombre, un soldado profesional está preparado para enfrentar a diez
subversivos decía, mientras sacaba del helicóptero un radio de comunicaciones, y ni
siquiera fue capaz de pedir apoyo, venimos porque el comandante de compañía dice que
hace dos días usted no se reporta. Esto no le gustará nada a mi coronel.
No me restó más que guardar silencio, mientras escuchaba. “He hecho todo cuanto estuvo a
mi alcance desde que me apoderé del sitio, y éste es el ingrato reconocimiento a mi
sacrificio”, pensé.

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Alfa seis de alfa uno, alfa seis de alfa uno repetía el mayor.
Siga alfa uno, éste es alfa seis se escuchó al coronel, por el gangoso altavoz del radio.
Mi coronel, era lo que temíamos, cuatro muertos y tres heridos leves.
¿Y el armamento? preguntó, con preocupación.
Completo, mi coronel, cuatro muertos y tres heridos fue el resultado.
Únicamente me interesa el armamento, soldados incorporamos a diario dijo,
tranquilamente. Haga la cuenta de la munición gastada a ver si se la cobramos al
comandante por falta de verraquera. Y, por cierto, ¿quién es el comandante?, ojalá esté
muerto por estúpido. Eso ocurre por falta de registros y control en los centinelas;
seguramente subieron a dormir y a comer a ese cerro.
El cabo Triana es el comandante de lo que queda en pie, mi coronel, dice que subió con
diez soldados hace doce días, con comida para tres, a ocupar un sitio donde deben
permanecer mínimo cincuenta hombres.
No le veo a eso problema respondió el coronel, son puras excusas de ese inepto; sopese
la situación, a ver si se pueden abrir cargos contra ese cabrón. Y cuando baje de ese cerro,
lo quiero ver patrullando mínimo ocho meses. A ver si coge valentia.
Como ordene, mi coronel respondió el mayor al finalizar la conversación.
Parecía que estuviera hablando de otro ejército, como si todo fuera un juego de mover
fichas, esperando sentado el resultado. “Está omitiendo la realidad, se basa, de pronto, en
películas o entrenamientos que tuvo”, pensé cuando el mayor le dio la orden al comandante
de compañía de no darme descanso por un año. Castigo que creí bien merecido, porque
después del suceso, me sentía agobiado por la muerte de mis subalternos. Me sentía
responsable de alguna manera, especialmente con el soldado Paisa, joven de veintidós años,
al que prácticamente obligué a dejar este mundo, cuando, aun después de las advertencias
de un posible rayo, lo amenacé varias veces con dispararle si no encendía el radio, grave
hecho que quedó gravado en mi conciencia, porque cada vez que llueve revivo esos
momentos y me oculto en algún lugar, evitando ser alcanzado por un rayo, y si de pronto no
hay sitio para ocultarme, me acerco a la persona que esté más próxima, pensando: “Si Dios
y el Paisa quieren llevarme con un rayo, tendrán que hacerlo sobre el cadáver de este
desafortunado”. Ese fue un cargo de culpa que persistió, pese a la extraña relación que
empecé a sostener con la muerte, porque después de ese día continuó arañándome con su
hoz en cada combate; Siempre tan cerca, que a veces sentía el impulso de experimentar el
paso al más allá, cuando la adrenalina subía y la excitación de cada pelea me cegaban la
razón, y tal vez fue mi ángel de la guarda quien siempre logró librarme, y sólo tuve leves
heridas por esquirlas de granadas. Así no lo deseara ya, estaba prisionero en el submundo
de la guerra por voluntad, adaptándome con cierta facilidad a una especie de etapa
cavernícola sin justificación, pues paralelo a la necesidad de buscar dónde dormir era un
básico problema diario, la preparación de la comida no contaba con la más mínima regla de
higiene, he ahí la respuesta para los que dicen que “el soldado tiene estómago de animal”,
puesto que cocinar arroz sobre el arroz del anterior día es muy normal, como dice uno de
militar, por no desperdiciar el preciado líquido, y algunas veces, por seguir las instrucciones
de algún viejo patrullero: “No pierda tiempo lavando ollas, que el calor mata los
microbios”. Por esta razón, en adelante tampoco me preocupé por lavar el plato donde
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comía, tal vez por unos dos meses, y sólo lo limpié con hojas de los árboles después de
comer, y muy seguramente por esa suciedad de viejo patrullero empecé a sentir un fuerte
dolor de espalda, cabeza y ganas de vomitar. “¡Lo que le va a dar es una gripe, la hijueputa!,
ya le preparo un jarron con limonada”, me dijo el soldado enfermero, cuando le describí los
síntomas y mostré los ojos totalmente amarillos. “Por lo que veo, usted lo que tiene es
hepatitis, pero no se preocupe, que a esas enfermedades maricas tampoco hay que
demostrares miedo”, me dijo un sargento y aunque dispuse de toda mi fortaleza para
continuar con el patrullaje, al siguiente día perdí el conocimiento mientras subía una
empinada cuesta, una situación que, pese a las circunstancias, hirió mi orgullo, cuando al
despertar, ya a pocos metros del final de la pendiente, varios soldados me llevaban sobre
una camilla hasta donde se hallaba el comandante de compañía, hablando por radio con el
coronel.
Hay un cabo con síntomas de hepatitis hace cuatro días, mi coronel le dijo el comandante
de compañía.
¿Nombre del perro culo? preguntó el coronel.
Triana, cabo Triana, mi coronel.
¿Acaso no era ese el comandante del cerro Eslabones?
Sí, mi coronel, el mismo.
Infórmele que mucha pena me da, pero no hay forma de sacarlo de dónde está, mandar un
helicóptero es tirarnos la operación y gastar combustible, que aguante al menos eso, ya que
no pudo aguantar los pantalones en el cerro.
Mi ánimo quedó por el piso al escuchar tan desmoralizantes palabras, estaba entregando mi
vida para que él sacara pecho ante sus superiores y medios de comunicación, y ésta era mi
paga; el olvido y desinterés por la vida de un subalterno. Dolido y triste, accedí a repartir mi
equipo en la escuadra y a ser cargado en camilla por cuatro días; Estaba seguro que mi
situación de salud no mejoraria a menos que tuviera atención médica y alimentaria, que
recibí ocho días después, gracias a que la operación de golpear un campo de adiestramiento
enemigo se abortó, porque hacía más de un mes que estaba desocupado según las últimas
informaciones. Y aunque fue un golpe de desmoralización para el resto de la tropa, para mí
fue una bendición el estar cruzando las espesas selvas del Catatumbo sobre un helicóptero,
con dirección a la base donde se hallaba el coronel. Ocho días llevábamos allí descansando,
remendando uniformes y botas, cuando surgió una nueva operación. Mi situación de salud
era aún delicada, pero hubiera preferido cien veces haber salido a patrullar con mi
compañía, que quedarme por orden del médico “descansando”. El coronel se convirtió en
otra enfermedad tras de mí, a diario recibía sus agravios y órdenes ilógicas de patrullar
alrededor de la base hasta el anochecer, y en la noche debía pasar revista a los centinelas, y
en cuanto él me veía me repetía constantemente que yo había sido un miserable cobarde y
no merecía más que su desprecio, que de hecho no sólo me demostró en las disposiciones,
puesto que había ordenado al pagador de la unidad retenerme el sueldo por varios meses:
“Porque ese hijueputa no merece ni estar ganando sueldo”, le dijo. Total arbitrariedad ante
la que me hallaba indefenso, por que aparte de verlo como un personaje omnipotente que
tenía todo el derecho sobre nosotros, desconocía por completo cualquier defensa jurídica,
pues en la escuela, y durante el resto de mi formación militar, sólo aprendí los derechos del
superior, quedando en un limbo similar a la esclavitud. Y tal vez por mí excelente sumisión,
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decidió premiarme, remplazando al suboficial de comunicaciones, quien había salido de
vacaciones. Bueno, o al menos eso fue lo que pensé, porque al suboficial siempre lo vi
relativamente descansado, pero me di cuenta de que no era así cuando el coronel me
preguntó el mismo día que asumí el cargo:
¿Usted sabe lo que es una basenilla?
Claro, mi coronel, es donde la gente hace orina y caga, para no ir hasta el baño.
¡Excelente!, entonces consígase una, porque usted no puede salir de aquí ni al baño. ¿Me
entendió?
¡Cómo ordene, mi coronel! respondí, dudando de si era verdad lo que decía.
Era diciembre, las festividades en Convención se escuchaban desde lejos con música y
juegos pirotécnicos, y allí encerrado, no podía hacer más que recordar las Navidades que
había pasado con mi madre y hermanos, pidiendo al cielo la vida para una futura Navidad
en casa. Eran torturantes recuerdos, que empezaron a atravesarme los sentimientos,
mientras permanecía sentado frente a los radios, en espera de que las patrullas se reportaran
sin novedad cada treinta minutos, o que llamaran de la división por cualquier situación
especial, como efectivamente ocurrió cuatro días después, más exactamente, el veintitrés de
diciembre a las nueve de la noche. Ese día, el comandante de división pidió hablar con
todos los comandantes de brigada y batallón de la jurisdicción, eso incluía al coronel. “¡En
quince minutos estará al aire mi general, para hablar con los comandantes de batallón y
brigada!”, escuché por el gangoso alta voz y salí a toda velocidad a informarle al coronel.
¡Mi coronel, mi coronel! ¡Programa con el comandante de la división! entré gritando en
su oficina.
¡No está aquí, lanza! me dijo el sargento ayudante de comando. Está en el pueblo,
haciendo vueltas.
¡En diez minutos estará mi general al aire hablando con los comandantes de brigada y
batallón! le dije, preocupado.
¿Cómo así?, ahí sí yo no sé qué decirle, se supone que a esta hora y en una base, mi
coronel debería estar aquí. Pero, sabe que, haga de cuenta que el radio está dañado o
cualquier cosa diferente, lo importante es no dejar caer a mi coronel.
De regreso a comunicaciones, imité varias veces la voz del coronel para suplantarlo en el
radio; fue lo más astuto que se ocurrió, pues como decía el sargento: “No podía dejar caer a
un superior”. Pudo tratarme muy mal, pero en mi formación estuvo ante todo la lealtad, y
todo salió de acuerdo al plan, puesto que pude engañar con mi voz al comandante de
división, una perfecta suplantación que me subió el ego y con una frágil sonrisa de
satisfacción me quedé dormido sobre la mesa, hasta que, alrededor de las cuatro de la
mañana, sentí algo pesado que me arrastró los pies, haciéndome caer.
¡Despierte, maldito holgazán!
¡Qué ordena, mi coronel! me puse firme de inmediato.
¿Qué hace durmiendo en horas de trabajo? ¡Vago!la voz era pesada y su aliento apestaba
a licor.

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Casi no he dormido estos días mi coronel, los reportes cada media hora no dejan pegar los
ojos traté de disculparme.
¡Bueno, ya, ya! hizo una pausa, conteniendo el deseo de vomitar. ¡Ya sé que usted es un
inepto llorón!, dígame más bien que ha pasado en mi ausencia.
Las patrullas se reportaron sin novedad y me reporté al comando de división sin novedad,
de resto no más mi coronel.
¿Se reportó con quién? abrió los ojos, asombrado.
Con todo respeto, mi coronel, hablé con el comandante de división por usted, mi sargento
me dijo que usted estaba ocupado y que hiciera lo que fuera para que mi general no se
enterara que andaba por fuera dije, apreté los puños y cerré los ojos, esperando su
reacción.
¡Bien!, bien hecho, muchacho, esos son los subalternos que uno necesita, porque se
supone que a la hora que llame debo estar aquí. ¿Y qué más dijo el hombre? preguntó, más
tranquilo esta vez.
Que estaría pendiente en la división por lo de las fiestas de Navidad, que siempre hay
borrachos, evadidos y suicidios, y que esto lo puede aprovechar la guerrilla.
Siga así, a ver si algún día gana meritos dijo, mientras me palmoteaba el hombro. Luego
salió esbozando una sonrisa por lo ocurrido.
No pensé que lo fuera a coger de vicio, pero así sucedió, porque tranquilo salía a tomarse
unos tragos con las personalidades del pueblo, confiado en mi responsabilidad y la
imitación de su voz por el radio. Y los siguientes días realicé todos los reportes, e incluso,
desplazaba patrullas a voluntad, al fin de cuentas, el estar las veinticuatro horas frente al
radio me hacía conocedor de todos lo movimientos, mientras el coronel era traído en un
carro de la alcaldía y bajado en hombros por sus escoltas, situación que para nada me
importaba, ahora mucho menos, porque la relación entre superior y subalterno subía
notablemente, hecho que me dio la suficiente confianza para que una tarde aceptara la
invitación de varios soldados a jugar fútbol en un espacio cercano.
¡Venga para acá, mi cabo! me gritó el coronel desde las dos piedras que teníamos para
delimitar el arco.
¡Qué ordena, mi coronel! le respondí, entre cortado por el cansancio.
¿Sabe usted que puede pasar detenido por esto? ¡Evadido del puesto de trabajo, jugando
fútbol, descuidando sus responsabilidades! ¿Lo sabe? dijo, mientras me observaba de pies
a cabeza, con cierto aire de desprecio.
No, mi coronel, no lo sabía respondí, con la cabeza inclinada.
¡Mire, cabo, la próxima vez que lo vuelva a ver un metro alejado de las comunicaciones lo
paso detenido! ¿Me entendió?
¡Sí, mi coronel, le entendí perfectamente! respondí fuerte pero sumiso.
Es algo difícil de entender, hacía gran parte de su trabajo, cuidaba su espalda con toda
lealtad y ésta era la forma en que me retribuía. Empecé a odiarlo como nunca antes lo había
hecho, puesto que la lealtad y el respeto deben ser recíprocos, cosa que no ocurría en esta

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situación, y que de hecho me hizo reflexionar sobre lo que hacía, pues lo mío no era lealtad
sino alcahuetería, y como era de esperarse en un miembro del bajo mundo, empecé a trazar
un plan para satisfacer mi venganza.
Hoy tengo una charla con la juez del pueblo, ya sabe usted qué hacer cuando se
comunique el comandante de división me dijo el coronel esa misma noche.
¡Como ordene, mi coronel, haré lo correspondiente con el comando de la división cuando
llame! respondí, esbozando una sonrisa de rufián cuando dio la vuelta para alejarse.
Y efectivamente como lo prometí, “Hice lo correspondiente” cuando llamó el general a las
seis treinta de la madrugada del siguiente día, informándole de los motivos reales de por
qué el coronel no había hecho los programas anteriores. Enfureció tanto, que a la hora
estaba sobrevolando el lugar en helicóptero, mientras el coronel, aún en medio de la
borrachera, trataba infructuosamente de vestirse con rapidez, siendo emboscado cuando se
ponía los pantalones con la ayuda del sargento.
¡Esto es algo inconcebible, cómo se le puede confiar el mando de una brigada militar a
semejante escoria! hablaba fuertemente el comandante de división en el umbral de la
alcoba.
Este… yo, disculpe, mi general es que… yo hacía lo posible por defenderse.
Usted no sirve para este cargo, coronel, le advierto que haré lo posible para que lo
destituyan dijo, dio media vuelta y se marchó seguido por su escolta.
Quedó el coronel aturdido y sin borrachera; se le había pasado con semejante visita. El
comando de división tenía razón, era algo sin explicación, tenía el mando de una de las
mejores unidades, su oficina de comando era una casa con todas las comodidades: televisor,
nevera, teléfono, cocinero y sirvientes propios; era dueño de un palacio en medio de la
miseria que vivían sus hombres, y con todo esto maldecía su suerte de estar allí, sufriendo
las inclemencias, con un grado militar que aprovechaba para estar en cócteles codeándose
con gobernadores, alcaldes y ricos de la región; no lo digo yo, lo decía él mismo cada vez
que se emborrachaba, cuando no sólo su lengua se desabrochaba, si no también, en
ocasiones, desenfundaba la pistola, para hacer tiros al aire, desafiando al enemigo,
irresponsables locuras de poder a las que quedé expuesto después de que el general se
marchó.
Mire, cabito hijo de puta me dijo el coronel, casi mordiéndome la nariz. Yo sé que esto
es obra suya. ¡Desleal!, de ahora en adelante téngase el culo, porque no le voy a rebajar ni
media, o dejo de llamarme coronel Piñeros si en tres meses usted no está detenido o muerto.
En mi sitio de trabajo, repasé cada palabra buscándole significado: “puta”, mi madre no es
ninguna puta, es una santa, “desleal”, no me considero desleal, “cabrón”, tampoco soy
cabrón, ni siquiera tengo novia. La sangre me ardía por las venas, envenenando mis
pensamientos. “Echarme para atras es demasiado tarde”, pensé, “debo afrontar esta
situación como un varón. De todas formas, pasaré detenido, o de pronto me manda a matar
éste malparido”. Entonces tomé una pistola, revisé la carga y su efectividad, y decidido a
todo, llegué hasta la oficina del coronel completamente cegado por la furia. Me paré con
firmeza frente a su escritorio, empuñando el arma tras de mis espaldas; sólo faltaba un
impulso de decisión, cuando una fuerte mano me dobló el brazo, obligándome a soltar el

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arma. El coronel estaba paralizado, cuando entrevió en mi rostro las intenciones de matarlo,
y permaneció inmóvil, como si dejara que la situación rodara por sí misma.
¡Qué diablos piensa hacer, viejo Triana! me dijo el sargento, mientras me sometía con la
misma arma.
¡Éste malparido lo mato, así me pudra en la cárcel! contesté furioso, sin dejar de mirar al
coronel.
Al instante, la guardia se hizo presente, y cinco soldados me apresaron, sin dejarme espacio
ni para mover un dedo.
¡Ni por el putas lo suelten! decía el coronel. ¡Este cabo gran hijueputa se acaba de echar
la soga al cuello! ¡Llévenlo para el calabozo!
A rastras me metieron en un estrecho cuarto de cemento con una reja como puerta, era el
improvisado calabozo de la base. Olía a mil demonios, puesto que allí mismo los soldados
se orinaban y defecaban cuando estaban castigados por días.
No, hermano, usted cómo la fue a cagar así con mi coronel me decía el sargento, quien
de cierta forma me compadecía, tal vez por ser del mismo gremio de los suboficiales, ya
está el hombre llamando a la división para que manden un helicóptero por usted.
Me parece muy bien que llame a la división aclaré, y me saquen lo más pronto de aquí,
ya no aguanto a ese malparido coronel. En la división tengo más oportunidades de
defenderme, mi general sabe que yo fui quien le informó de las borracheras, y como ya no
tengo mucho que perder, le voy a contar más cosas, por ejemplo, lo de los soldados que
hace meses se les dio de baja en las patrullas, y siguen apareciendo en planillas de sueldo y
víveres, y que también deja pasar contrabando desde Venezuela.
En cuanto terminé de hablar, el sargento salió corriendo y puso al tanto al coronel de mis
declaraciones, quien tomó la decisión más sabia que le haya visto en todo el tiempo que lo
conocí.
Cabo Triana me dijo al día siguiente en su oficina, le perdono el intento de homicidio,
ataque al superior, insubordinación y lesiones psicológicas. Casi me da un infarto ayer, eso
es para que vea al buen comandante que ha traicionado. Así que empaque sus cosas y esta
misma tarde sale con un soldado para donde está su compañía. ¿Me entendió, cabo?
¡Sí, mi coronel! respondí, emocionado por su magnificencia. Y, con todo respeto, mi
coronel, ¿a qué hora llega el helicóptero?
¿Helicóptero? ¿Usted cree que tiene derecho a que lo lleven en helicóptero?
Disculpe, mi coronel, tengo entendido que todos los desplazamientos deben ser por aire,
por tierra sería un suicidio en esta región, en cualquier parte puede salir el enemigo.
¡Le estoy dando la orden muy clara, precisa y concisa! ¡Cabo! ¡Baje a la carretera con el
soldado, trépense en el primer carro que pase y lleguen hasta donde está la compañía! dijo,
y se puso en pie, golpeando el escritorio.
¡Cómo ordene, mi coronel! dije, considerando que no debía discutir más.
Estuvimos casi tres horas esperando que pasara el vehículo indicado: un camión cargado de
bultos de papa y arroz. Marqué la bendición en mi frente y como un cotero me senté en la
carrocería a disfrutar del viaje. Dos horas después, llegando al pequeño caserío de San
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Pablo, vi hombres armados empostados sobre los cerros que rodean el pueblo. No eran
soldados, su vestimenta y armamento los delataban: unos vestían de policía, otros de camisa
camuflada y pantalón jean, eran barbados y de cabello largo, con armamento de diferentes
calibres y marcas. No quedaba ninguna duda, eran el enemigo y estaban esparcidos por el
pueblo, caminando, tomando gaseosa y jugando billar. Estoy seguro de hubiéramos pasado
desapercibidos, de no ser por los nervios del soldado, quien corrió atropelladamente desde
la cabina hasta las puertas de la carrocería, a esconder una hamaca militar que traía oculta
entre los bultos de papa, pese a las advertencias que le había hecho de que no debíamos
tener absolutamente nada militar, pues un hallazgo de estos por parte del enemigo
significaba la muerte, y muy seguramente fue esta última palabra la que hizo que el miedo
lo dominara, porque, desgraciadamente, fue un nervioso movimiento que no pasó
desapercibido para dos guerrilleros, quienes inmediatamente detuvieron el vehículo.
¡Que está escondiendo usted ahí! le preguntó uno de ellos al asustado soldado.
¡Nada! Es una camisa respondió, nerviosamente.
¿Una camisa?, muestre, a ver le arrebató la hamaca. ¡Ah!, una camisa, muy bonito,
¿no? ¡Tenemos un patiamarrado aquí! gritó el hombre, llamando la atención de todos.
Y empezaron a salir guerrilleros de todos los rincones, para agudizar más nuestra situación,
claro está, que aún no se habían fijado en mí, pero sólo hubiera bastado una mirada del
soldado para que supieran que también era militar, por lo que traté de disimular,
acomodando los bultos mientras hablaba con el conductor.
¡Hijo de puta regalado! dijo una mujer uniformada, acercándose a observar al
prisionero. ¡Hace rato que no cogíamos uno de estos tan fácil! ¡Toca ajusticiarlo con la ley
revolucionaria! se alebrestó la vieja, incitando al desorden.
Patadas, insultos y culatazos de fusil recibió mi compañero, mientras era arrastrado hasta
una tienda. No había nada más que hacer, “Ha llegado su hora”, pensé y le hice señas al
conductor de continuar despacio, sin llamar mucho la atención, a lo que él accedió sin
reproches, tal vez compadecido con mi juventud, pues sabía perfectamente mi identidad,
ademas por que nos había recogido en la parte baja de la base militar. Con el corazón
destrozado, abandonaba a su suerte al joven soldado, para hora y media después estar
llegando al sitio donde acantonaba mi compañía. Una vez allí, luego de informar con detalle
lo ocurrido, montamos inmediatamente el operativo, con el fin de salvar al compañero de
armas. Desgraciadamente, lo encontramos a la salida del pueblo, tirado en una cuneta
maniatado y con el estómago agujerado de lado a lado por un ardiente hierro para marcar
ganado. Debió gritar tanto, que amarraron su camisa en la boca, y estaba destrozada de
morderla. Fue una cruel muerte, que nos llenó de indignación y nos repartimos en grupos
por todo el pueblo buscando información, situación bastante complicada en algunas
regiones, donde la mayoría de los habitantes consideran a los alzados en armas sus
salvadores, y aún más cuando no se dispone de dinero que motive. Rara vez alguien se
acercaba, disimulado, para señalar un subversivo, que generalmente había tenido problemas
con él. En esta ocasión, nos señalaron a un joven dueño de una modesta tienda veterinaria,
única en varios pueblos a la redonda, como cabecilla del grupo que había cometido el
inhumano asesinato. Lo apodaban el doctor, había llegado desde Bucaramanga, a finales de
los años ochenta, buscando clientes para diversos productos agrícolas y veterinarios; se

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enamoró un fin de semana, y varios meses después regresó con todo su andamiaje, para
quedarse definitivamente.
Toca ir por ese hijueputa guerrillero dijo el comandante de compañía, pero toca hacerlo
sin que nadie se dé cuenta, por si después toca pelarlo.
No se preocupe, mi teniente, que yo hago esa diligencia respondió el cabo Quiroz.
Esperemos que llegue la noche para poder hacer esa vuelta.
Para mayor efectividad, decidí a acompañarlo a hacer la captura; íbamos vestidos de civil,
con botas pantaneras, sombrero y fusil terciado, oculto bajo un poncho. Lo hallamos detrás
de un mostrador de madera, acomodando pequeñas cajas con medicina sobre un anaquel.
Nos miró sin mayor aspaviento y continuó en la actividad, hasta que Quiroz volteó varios
costales con alimento para aves que tenía en la entrada, para llamar su atención.
¿Qué les pasa, están locos?
¡Loco su madre! respondió Quiroz. ¡Venga para acá, más bien, viejo tramador!
Sin explicación alguna, Quiroz descargó con furia la culata del fusil en su pecho. El hombre
cayó de espaldas y se incorporó con desafiante rapidez, yo reaccioné por instinto y apunté
mi arma a su cabeza. Comprendió que nuestra intención no era matarlo, pero que de pronto
algún movimiento peligroso podría obligar a accionar mi gatillo, entonces atenuó su furia,
extendió las manos al frente, en señal de sumisión, y esperó inmóvil a que Quiroz se las
atara, luego le introdujo en el bolsillo del pantalón una granada de mano, dejando el seguro
expuesto, que controlaba con seis metros de nailon. “Por si se le ocurre escapar a esta
gonorrea”, dijo. De esta forma, lo guiamos en silencio por los sitios tranquilos del caserío,
hasta un cerro cercano, donde acampamos esa noche.
Necesito la lista de todos los alzados en armas que viven aquí le dijo el comandante de
compañía al prisionero.
No sé de qué está hablando, señor agente respondió, tímidamente.
¡No me diga policía, cabrón, prefiero ser bombero!
Dígame, entonces, quiénes son y qué desean de mí. ¡No he hecho nada para que me tengan
aquí! dijo, mientras miraba angustiado a todos los presentes.
¡Calle la jeta! ¡A usted no le importa quiénes somos, preocúpese más por lo que le puede
pasar si no empieza a cantar nombres!
Pero qué quiere que le diga, señor, yo no sé nada de lo que me está hablando. Si es por el
soldado, tampoco sé nada, porque yo llegué hace cuatro horas de Convención. En la tienda
está empacado aún lo que traje.
¿No quiere hablar? ¡Bueno! ¡Cabo Quiroz! gritó el comandante.
¿Qué ordena, mi teniente? respondió Quiroz.
Este señor lo está preguntando hace rato, dice que sólo con usted hablará dijo, se frotó
las manos y se alejó con una risotada.
Toda la unidad conocía las charlas que sostenía Quiroz con los prisioneros, era un completo
carnicero, amaba la sangre y el dolor, tenía unos métodos muy particulares de hacer hablar
a los capturados, era una caja de Pandora en cuanto a torturas.

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A ver dijo Quiroz, empecemos la charla tomó una soga y le ató los pies.
Ordenó a tres soldados hacer una gran cruz de madera, y a rastras, lo llevó hasta allí, para
amarar sus manos abiertas al tronco en forma de cruz.
Hagamos de cuenta que yo soy un soldado romano y usted Cristo que va a morir
lentamente. ¿Listo?
El hombre no respondía, lo observaba con terror.
Miremos a ver qué tan sensible tiene los deditos continuó Quiroz, sacando de su equipo
de tortura un par de agujas capoteras.
Dieron las doce de la noche, quitaron la luz en el pueblo, cesó la música en las cantinas y
los gritos del prisionero se escucharon a kilómetros. El comandante de compañía ordenó a
Quiroz dejar al prisionero quieto hasta el próximo día.
Acostado en una hamaca, me balanceaba al son de los pensamientos, recordando lo que
hasta ese momento había vivido peleando contra un enemigo prácticamente invencible.
¿Cuáles eran sus ideales y metas que los llevaban a matar sin compasión, y a elegir el
suicidio a menguar en combate? ¿Será un ser diferente, una bestia astuta engendrada por el
demonio para causar el caos en toda la nación, como me lo habían descrito años atrás? ¿O
verdaderamente tienen algo de razón en su lucha, que los hacía especial y respetados en
muchas zonas del país? Ésta era mi oportunidad de aclarar algunas dudas, por primera vez
estaba tan cerca de un guerrillero con vida.
No más, no más, por favor decía el prisionero, cuando me acerqué, ya le dije todo lo
que deseaba escuchar su compañero.
Tranquilo, tranquilo, no le haré daño, sólo vengo a charlar traté de cambiar su angustia.
¿Cómo se siente? pregunté, estúpidamente, viendo su estado.
¿Cómo cree usted que me debo sentir? respondió, mostrando los dedos de los pies aún
con agujas incrustadas.
Hasta ese momento creía que las duras experiencias habían formado una coraza alrededor
de mi corazón, de cualquier sentimiento compasivo con el enemigo, pero la cruel escena de
tortura cobarde hizo temblar mi ser y razonar en principios de caballerosidad, consideré
deshonroso ganar una partida con el contrincante desarmado, y atado de pies y manos. Un
verdadero hombre busca el enemigo igual o superior para ganar con orgullo, el cobarde no
da la oportunidad por temor a perder. Esa noche juré ante Dios no volver a disparar a un
hombre indefenso.
–Ya se podrá imaginar qué sintió el soldado cuando ustedes lo atravesaron con ese hierro
caliente –le dije, mientras cortaba la cuerda que ataba sus manos–. No estoy de acuerdo con
estas cosas que hace Quiroz, ha olvidado lo que es un verdadero varón.
–Gracias, hermano, se ve que usted es un tipo inteligente y bacán –agradeció, sobando sus
muñecas–. ¿Y los pies? ¿Acaso no me los va a desatar?
–¿Usted es imbécil o se está haciendo?, mi intención es que descanse y podamos hablar.
–Muchas gracias, de todas formas, entiendo su posición, mi cabo –dijo, luego de observar el
grado en mis hombros.

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–¡Ah!, distingue grados y todo, casi lo mata el cabo loco ese y al fin de cuentas, acepta que
es guerrillero.
–Guerrillero no, revolucionario, alzado en armas contra un sistema explotador y corrupto –
aclaró, con un semblante de moral.
–Bueno, de todas formas pelea usted contra un Estado legítimamente constituido, contra un
gobierno elegido democráticamente –le dije, alejando mi mano de la empuñadura del fusil
para disipar sus temores.
–¿Y usted? –me preguntó–. ¿Usted por qué lucha?, ¿por la patria?, ¿por los gobernantes?,
¿por sus jefes?, ¿o por usted mismo?
–Sí, efectivamente, por eso es que lucho, por la patria, por mi país y su democracia.
–¿Democracia?, ustedes son los únicos convencidos de que en Colombia existe la
democracia, poco o nada deben saber qué es democracia. Déjeme decirle que democracia es
todo lo contrario a lo que se hace aquí, porque aquí sólo participan ricos y pícaros
acomodando leyes. Armaron y conservan una estructura política precisamente
antidemocrática, aquí los gobiernos son empresas electoretas que toman y dejan como
herencia familiar, crearon un triángulo donde los de abajo somos el manso, miserable e
ignorante pueblo que los sigue, eligiendolos por una teja para el rancho, y los de arriba,
ellos, los poderosos latifundistas de doble moral, con su Estado donde nada funciona, donde
los jueces no hacen justicia; Las entidades públicas son botines personales, donde para el
pobre enfermarse es igual a condenarse a muerte. ¿Por eso es por lo que usted lucha?

Por defender un sistema corrupto con sus políticas neoliberales, cuyos presidentes y
ministros se han enriquecido por medio del robo al erario público o la entrega de facilidades
a compañías extranjeras a cambio de abundantes regalías. sabia usted que asi es como
banqueros y algunos empresarios aprovechan la bonanza y eligen presidentes. Todos ellos
quieren participar del frugal banquete de utilidades que se ofrece en la mesa de la economía
colombiana y no se contentan con eso, sino que quieren las mejores presas. Envían las
ganancias del petróleo al exterior para lucro de los bancos extranjeros en lugar de dedicarlas
al progreso del país, reducen el salario real de los trabajadores y arruinan a los pequeños
productores y a las pequeñas empresas. Todo esto mientras el pueblo carece de acceso a la
salud, a la educación, al empleo, al agua y a una vivienda digna. Se ha preguntado por que
miles de campesinos luchan por la tierra y una reforma agraria que los ayude?. Por que en
las ciudades se dispersa la protesta popular con la guerra sucia adelantada por sicarios
apoyados por el mismo sistema para dividir las organizaciones sociales?.

Ellos trabajn una "Disuasión Discriminada" para dispersar los movimientos sociales,
aislándolos, en lo posible enfrentándolos entre si, los debilitan con la represión y los
asesinatos selectivos de los lideres hasta derrotarlos, asi evitan el surgimiento de un
proyecto alternativo.

Así como las transnacionales y las pandillas de gamonales compiten como tiburones a
dentelladas por los grandes negocios, los sectores populares hacen servilismo y canibalismo
disputándose las migajas que el sistema deja caer de la mesa, como puestos politicos.
Ademas de agudizar todos los conflictos entre sectores populares, para lo cual utilizan el

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factor político, religioso, económico y organizativo. Ellos buscan cómo azuzar a unos
contra otros, dándoles por separado a todos la razón para que se enfrenten con los otros.

Incursionaba en un debate que se salía de mi realidad, había sido preparado físicamente


para defender al Estado con las armas, incluso en maniobras sucias, pero con ideas o
principios institucionales... jamás...
¡Pues...! dudé por un instante, ¡por eso y por mi familia! fue todo lo que hallé en mi
razón.
Disculpe si lo ofendo, mi cabo, pero usted es muy ingenuo o se está haciendo el güevón
dijo y se sentó sobre una pequeña roca. ¿Se ha puesto a analizar cuál es su verdadero
papel en este conflicto? ¿Ha pensado quién se perjudicaría más si usted u otro de sus
compañeros muere? ¿La patria? ¿La democracia? ¡No, cabo!, su familia es la más
lastimada, el de menos oportunidades es el que más sale perjudicado en una guerra, porque
lo único que tiene para poner es la vida, mientras la oligarquía sólo tienen que pedir más
impuestos, homenajear y ofrecerles premios a los serviles generales, para que vayan y les
laven el cerebro a ustedes y se hagan matar por ellos. Porque ustedes no son más que un
muro de protección para sus intereses, y cada uno de ustedes es un ladrillo de ese muro, por
eso es que la muerte de un soldado no les afecta, simplemente lo reemplazan como poner
otro ladrillo, otro joven sin más opción de vida que tapar ese hueco luego de decir esto,
guardó silencio, su voz empezaba a temblar, a tornarse nostálgica, dio un profundo suspiro,
mientras pasaba la mano por la cabeza, en forma lenta, desde la frente hasta la nuca; debía
estar estresado, pues no era para menos, creía que sus argumentos harían que yo apretara
más rápido la soga alrededor de su cuello. Ustedes los militares me dan lástima
continuó, no saben ni siquiera lo que están defendiendo; cualquiera que tenga tres dedos
de frente sabe que el sistema es el que tiene al país en un caos, esa que ustedes llaman
institucionalidad es la que tiene a este pueblo, a los campesinos estancados en el tiempo.
Nos excluyen del Estado y de cualquier avance, sólo aparecen cuando hay petróleo y
cuando hay que fumigar, de resto no los vemos si no a ustedes, robando gallinas y
torturando gente a nombre de la justicia.
¿Si su guerra es de oportunidades e igualdad a favor del pobre, porque matan a los
soldados, que como usted mismo lo dice venimos de familias pobres? ¿O usted cree que es
un placer para nosotros andar por los montes con cincuenta kilos de peso sobre las costillas,
persiguiéndolos a ustedes, supuestos campesinos rebeldes que hay que combatir?
Pues eso parece, mi cabo sonrió irónicamente, a excepción de los jóvenes que sus
familias no tienen con qué comprar la libreta militar. No sé ustedes qué hacen ahí, lo más
seguro es que estén buscando la estabilidad laboral que no les ofrecen en otro lado, pero ese
miserable sueldo, esas condecoraciones que en otras guerras de invasión o resistencia serían
un orgullo nacional, aquí no valen; porque están matando a sus compatriotas, regando
sangre en la misma tierra; eso los convierte en blanco revolucionario, y así como ustedes,
hacemos lo que hace cualquier enemigo: matar a su contrincante. Además, ustedes vienen a
buscarnos al campo, nosotros no llegamos en masa a las grandes ciudades a buscarles pelea,
a ustedes no los necesitamos en el campo, lo que necesitamos son escuelas, puestos de
salud, carreteras, luz, asesores agrícolas, no explotadores. Es mínimo por lo que estamos
luchando, pero para los grandes capitalistas de las ciudades, es un escándalo que un

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campesino líder comunitario pida al llamado Estado, algo de dinero para que en su pueblo
haya luz y agua potable; no, ni por el putas le dan ese dinero, toca ahorrarlo para que los
corruptos ajusten tantos miles de millones de dolares y se lleven del país algo con que vivir
bien. Dígame, señor, ¿es falso lo que digo?
Lamentablemente, usted tiene toda la razón en ese punto ideologicamente estaba
desarmado , pero dígame una cosa, si ustedes saben cuál es el manejo que se le está dando
al dinero público, por qué no hacen algo directo, por qué no le cobran con la piel a un
desgraciado ladrón de esos, en vez de estar matando policías y soldados, o tratando de
conseguir dinero en pueblos que tienen las mismas necesidades que ustedes reclaman.
Eso lo he pensado yo y muchos revolucionarios, que a cambio de robar de una caja agraria
unos cuantos pesos, mejor ir y coger a un desgraciado de esos y quitarle todos los miles de
millones que pertenecen al pueblo, pero, escuche bien, las ciudades se han convertido en
fortalezas políticas y burgueses, entre ellos mismos se protegen. Mire nada más, hasta el
político más insignificante crea su pedestal y ustedes se encargan de cuidarlo, por eso los
llamamos a ustedes instrumentos de la burguesía, andan tras ellos, cuidándoles el culo y
lamiéndoselo, por eso es que nos toca esperar cualquier oportunidad en las carreteras, por
eso es que...
¡Ese sí es falso! le interrumpí, irritado. ¡No me diga que seleccionan las víctimas por su
dinero o posición, se llevan a cualquier persona, independiente de lo que haga o tenga!
¡Usted me dice que nosotros somos instrumentos!, ¿y usted? ¡Se alimentan del narcotráfico,
de secuestros, de extorsiones y durante más de treinta años vienen reclutando al mismo
pueblo a la fuerza! ¿Y qué han logrado, aparte de ayudar a volver mierda el país? ¡Nada! ¿Y
por qué? ¡Porque ustedes sólo buscan plata no más; convirtieron el inconformismo del
pobre en una guerra de resentimientos contra todos, esa es la verdad! Ustedes desde aquí,
en la selva, confunden al pequeño empresario, al empleado que tiene un buen carro y de
pronto una finca, con los grandes y poderosos que manejan el país. Entonces van y lo sacan
del pelo, porque al parecer tiene mucha plata, y terminan yendo en contravía de lo que
luchan concluí, con la intención de alejarme.
¡Quiero aclárale algo, para que no generalice!, nuestra organización cometió el grave error
de dejarse tentar de lleno por el narcotráfico. ¿Qué más se podía hacer?, las guerras son
costosas, y toda la élite gobernante siempre ha estado metida en el rollo, así que se trataba
de que si no lo controlábamos en beneficio, otros sí lo harían. Esto dio pie para que nuestra
filosofía se distorsionara y se manipulara por comandantes salidos del montón, ascendidos
por acciones atroces, tipo su amigo Quiroz. Se formaron frentes de combate que se
respaldan en un mando central, pero las decisiones inmediatas las toma cada cual. Ahí le
justifico por qué se presentan esas indiscriminaciones, y aunque yo me considero un
revolucionario a la antigua, estoy de acuerdo con el secuestro, de algún lado tenemos que
financiar nuestra lucha, y qué más que sacarle al que tiene. Es pura mierda que el dueño de
un lujoso carro no tenga con qué sostenerlo, cualesquier cosita tendrá que aportarnos. Ese
método de financiación lo consideró legal, así como su Estado considera legal meterle
prácticamente la mano a uno en el bolsillo, para sacarle los impuestos que se convierten en
riqueza de unos pocos. Pero como son ellos, a eso no se le puede llamar secuestro, si no
justicia contra un vulgar ladrón de la sociedad.

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¡Bien!, es mucha la plata que ustedes recogen, incluso más de la que recibe del Estado y
las Fuerzas Armadas en un año. ¿Dónde está?, ¿dónde están las escuelas, los hospitales y
las carreteras que piden? ¿No deberían estar más bien en ese cuento?
¡Ese es el problema de ustedes!, creen todo lo que les dicen los generales y noticieros, que
son la expresión de la oligarquía que siempre han manejado el país y los medios de
comunicacion, que los hacen comer entero para que sigan ahí, sometidos por ellos. Mire,
nosotros no podemos gastar dinero en suplantar al Estado pacíficamente, primero tenemos
que ganarles la guerra para pensar en cambios, ahora todo está destinado a eso. ¿O por qué
cree que tenemos en jaque a más de trescientos mil hombres?, claro que ustedes de por sí
son ineficaces, por carecer de ideales, cumplen mediocremente para que no los saquen de
clubes, ni los bajen de estatus en los cócteles, mientras nosotros, independiente del negocio
que usted dice, tenemos una justificación para luchar con el alma, si morimos, morimos
felices, pensando en que mañana nuestros hijos no serán excluidos de nada. Es la herencia
que deseamos, un pueblo con justicia social.
Por un instante guardé silencio, miré mis botas y, sin sentido alguno, apreté los cordones,
mientras buscaba en mis recuerdos alguna otra razón para refutar su posición ideológica.
Debió ser tan obvia mi ignorancia, que el hombre dejó esbozar una frágil sonrisa, esperando
el complemento a mi respuesta:
¡No! – le dije- ¡Su justificación es realmente absurda, se está escudando en situaciones que
ustedes no dejan cambiar! ¡Son ustedes los que están destruyendo al país! ¡No dejan hacer
inversiones para que haya empleo, desplazan la gente y se quedan con sus tierras...!
Tranquilo, cabo me interrumpió, no se esfuerce más, no hallará suficientes respuestas.
Pero, ¿sabía acaso que las guerrillas en Colombia fueron creadas básicamente por el mismo
Estado, cuando, en la violencia por colores políticos, los mismos dirigentes armaban a la
gente del campo para que se destrozaran entre sí, produciéndose los primeros
desplazamientos campesinos, que hoy en día acordonan todas las ciudades? ¿Quién,
entonces, empezó a destruir el país? Desde ahí las guerrillas fueron creciendo y
fortaleciéndose, con el mismo abandono de los que ustedes defienden, de los mismos que
pregonan la estúpida comparación de que son cuarenta millones de colombianos contra la
violencia y no veintisiete millones de colombianos contra el hambre y la pobreza. ¿Cuándo
ha escuchado a algunos de los que condenan a la guerrilla aceptar que son dueños del
ochenta por ciento de las tierras y riquezas del país? Por esa razón, es que el campesino se
podrá gastar toda su vida y la de sus hijos, y nunca serán dueños de lo que trabajan, porque
el sistema es así, esta diseñado para que funcione así, para explotarnos, convertirnos en
baterías para sus proyectos capitalistas, no son más que seguir aumentando su capital,
pagándonos miserables sueldos y enviando a los curas para que no nos dejen sacar la cabeza
del hoyo, intimidándonos con supersticiones, haciéndonos creer que el sufrimiento es bueno
para el alma, a poner la otra mejilla y el culo para que se lo golpeen. ¿Me entiende? ¿Sabe
de qué estoy hablando o esto es muy complicado para usted? me miró interrogante, puesto
que todo el tiempo estuve atento a sus palabras, pero dirigiendo la mirada a diferentes
partes, como queriéndole decir que en nada me importaba su versión. La realidad es que en
mi mente y corazón empezaban a gestarse múltiples interrogantes. Disculpe, cabo, si de
pronto hiero sus sentimientos patriotas, pero le estoy hablando con toda franqueza.
Si toda su filosofía comunista concluye en la igualdad material, está equivocado. Sostener
una igualdad sería complicado, muchos vivirían recostados. Aparte de eso, ¿dónde
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quedarían las ideas individuales y el deseo de superación?, yo siempre he creído que el que
trabaja consigue, el que cree en Dios tiene esperanza, el que no, se estanca en la vida y se
ahoga en las cantinas, maldiciendo su vida y la de su familia.
¿Sabe algo, cabo? dijo, y me miró fijamente a los ojos, detrás de ése uniforme se
esconde un hombre bueno, ético, que cree en Dios y en la justicia divina dijo, y señaló con
su mano la camándula que mi madre me colgó en el cuello el día en el que obtuve mi
primer grado. Eso es bueno, pero muchas veces injusto, porque, como le había dicho, los
religiosos nos han llevado a un pozo más profundo que el mismo infierno, lleno de mierda e
infelicidad. Nos inculcan temores que nos lleva a sostener la cabeza baja y a recibir ofensas
calladitos, a que nos roben todo, porque Dios proveerá. Nos han idealizado el sufrimiento y
la pobreza como la puerta para entrar al paraíso, mientras ellos se llevan todo el oro,
mueven varios hilos del poder en todos los países; Por eso es que nadie se mete con ellos.
El creyente se niega a aceptar que la fe es un negocio a nivel mundial, tan grande y
próspero como cualquier otra empresa, con escándalos de corrupción y abusos sexuales
aberrantes. Esos son la gran mayoría de nuestros guías espirituales, por algo se entienden
tan bien con la clase señorial, olvidaron las enseñanzas y se alinearon con el mejor postor.

El hombre me tenía completamente desarmado, arrinconado contra las cuerdas; ya no sabía


qué más refutarle, desconocía por completo el pasado histórico de la nación. Ahora lo
confieso, pese a que jamás podría alinearme con sus métodos de presión, muchas de sus
palabras se enlazaban sabiamente con la situación constante de pobreza en mi familia y en
todos los que me rodeaban. Comprendí que en los bandos opuestos donde luchábamos, cada
uno tenía una cortina hecha con pedazos de falsos principios y valores, que alimentaban
cada vez más nuestro odio.
Me puse en pie y caminé hasta el centinela; estaba dormido el soldado, no lo desperté, hice
señas al hombre de acercarse, se acercó saltando, saqué mi cuchillo y corté las cuerdas que
ataban sus pies.
Usted no se imagina cuántos problemas me traerá esto. Lo considero un hombre valiente,
que está dispuesto a hacerse matar por lo que cree correcto. Nunca pensé que accediera a
esta charla.
Tambien le digo que nunca dejaré de luchar, sólo hasta cuando haya oportunidades e
igualdad para el pobre dijo, y se dispuso a marchar.
Espere un minuto lo detuve, déjeme hacerle una última pregunta. ¿Qué sabe usted de la
muerte del soldado? ¿Dónde vive el que empuñaba el hierro caliente? Únicamente ese,
quiero sólo ese.
Le aseguro que nadie del pueblo está involucrado, fue una casualidad haberlo encontrado
tan facil, y le aseguro también que de haber estado yo presente nada de eso hubiera
ocurrido. Ustedes los militares me caen tan mal como para matarlos, pero odio torturar, no
soy como su amigo Quiroz.
Entonces lárguese, antes de que me arrepienta 
Me miró a los ojos y respondió a mi gesto con una leve sonrisa y desapareció entre los
arbustos. La noche continuo y el canto de un gallo pueblerino me indicó la proximidad del
día y de Quiroz, quien muy seguramente durmió poco esperando el amanecer para
continuar con su entrevista. Después de esto, tuve que enfrentarme a Quiroz y al
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comandante de compañía por traidor. Había dejado ir a uno de los líderes del grupo y
posiblemente la oportunidad de capturar a los subversivos del pueblo.
El encuentro anterior no sólo cambió mi percepción de muchas situaciones, y aunque
siempre he tenido mis dudas sobre la suerte y la casualidad, creo más bien en la causa y
efecto o ley de la compensación, como quieran llamarle; el hecho es que el hombre que dejé
ir también salvó mi vida pocos meses después, cerca de un poblado llamado Abrego,
caserío a orillas del río Catatumbo, donde deberíamos estar antes de las cinco de la mañana,
montando un dispositivo de seguridad para las elecciones presidenciales. En la dirección
que llevaba la compañía, era obligatorio subir el gran cerro que bordeaba la carretera, justo
en la entrada del poblado. Eran las cinco y quince de la madrugada y, de acuerdo con la
orden superior, a esa hora ya debíamos estar custodiando las mesas de votación. Subir el
cerro implicaba más de cuatro horas, era lo más indicado, si se trataba de evadir alguna
emboscada enemiga, pero el tiempo no daba espera, y nuestro comandante decidió tomar la
carretera, eludiendo el cerro.
Triana, adelántase con unos cinco soldados y asegure el otro lado ordenó el teniente,
descargando su equipo y tomando posición para apoyarme.
Como ordene, mi teniente respondí en susurro.
Tomé aire y elegí del montón cinco soldados. Sabía lo que esto significaba, cualquier
militar responsable lo sabe; meterse entre un cañón es meterse a la boca del lobo esperando
que en cualquier momento se cierre, y este cañón era una gran boca: montaña cortada por
un extremo, que le daba paso a la carretera y al suave río. Catatumbo, el corte era perfecto,
de aproximadamente cuarenta metros de alto, por trescientos de largo.
Emprendí el trayecto, observando cautelosamente hacia arriba, faltaban pocos metros,
cuando el puntero ordenó “alto”, tomando una posición de seguridad, había visto siluetas
correr al final del cerro. Regresó corriendo y se paró a mi izquierda, señalando por dónde
había visto correr las siluetas. De repente, un fuerte estallido estremeció la tierra, una
intensa luz cegó mis ojos y una fuerte onda explosiva me arrojó a orillas del río. No sentía
dolor, sólo un fuerte silbido y la luz cegadora que persistía en mis ojos. Me hallaba tendido
boca abajo sobre unas menudas piedras. Los brazos y piernas no me respondían cuando
quise ponerme en pie; continué tendido, perdiéndome en aquella luz y sonido. No sé cuánto
tiempo transcurrió, cuando empecé a escuchar voces muy cerca.
¡Mire, aquí hay un patiamarrado tirado! se escuchó, cada vez más cerca.
Saqué fuerzas desde el alma, me puse de rodillas y estiré la mano para tomar mi fusil; pese
a que lo veía tan cerca, no lograba alcanzarlo, porque la visión no coordinaba con mis
intenciones. Apoyé la otra mano en el piso, queriendo estirarme más, pero se dobló como si
fuera de plastilina, estaba fracturada en tres pedazos. Sentí un gran dolor y me fui de
bruces, parando con la frente.
¡Quieto, hijo de puta, no se haga rematar! decía la misma voz, cerca de mí.
No puse atención a sus palabras, me arrodillé nuevamente y continúe buscando el fusil. Se
enojó el hombre y me propinó un puntapié en el rostro. Sentí la cabeza estallar, cuando por
tercera vez me estrellé con el piso, mi vista quedó perdida casi por completo, no veía más
que sombras confusas a mi alrededor.
Rématelo, antes de que le llegue el apoyo escuché que decía una voz de mujer.
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¡No!, subanlo en la canoa para llevarlo. Pacho quiere uno de estos vivo se escuchó una
tercera voz entre ellos.

¡Que hijueputas! advirtió nuevamente la mujer. ¡Pacho quiere ponernos una carga con
este patiamarrado!
¡Ni mierda! le respondió a la mujer. ¡Es la orden de Pacho, y las órdenes de Pacho se
cumplen! terció su fusil a la espalda y me arrastró de los pies hasta la canoa.
El combate continuaba sobre la carretera; el enemigo, dueño de las partes más altas, llevaba
las de ganar con cualquiera que se atreviera a subir los cerros o cruzar la carretera. El
comandante de compañía tomó una sabia decisión: conservar posiciones frontales con
nutriente fuego hacia los cerros, obligando al enemigo a aferrarse al terreno y descuidar la
retaguardia, confiando en su buena posición.
–¡Si nosotros no podemos subir, ellos tampoco podrán bajar! –gritaba el comandante de la
compañía, decidido.
Luego envió a treinta de sus hombres a bordear el cerro, buscando la retaguardia. Era un
gran riesgo, porque no se sabía cuántos guerrilleros conformaban el ataque, y el que los
hayan obligado a aferrarse del terreno también preocupaba al enemigo.
Si no se bajan de los cerros y se internan en el monte, los van a volver mierda cuando
lleguen los helicópteros de esos perros le escuché decir a uno de ellos, cuando iba en la
canoa.
Afortunadamente para ellos, y como la mayoría de veces, el apoyo helicoportado llegó
después del medio día, cuando ya todo había terminado, para entonces yo me encontraba
tendido boca arriba, en el patio de una humilde choza. No hubo necesidad de atarme, el
enemigo fue consciente de ello, mis fatales heridas no pronosticaban más que un pronto
deceso. Nuevamente estaba sintiendo la sombra de la muerte. Mi rostro estaba
completamente desfigurado: el hueso sobre la ceja izquierda estaba fracturado, un pedazo
de metal desprendido por la carga de dinamita me había golpeado, la carne que cubría el
hueso se la debió haber llevado el metal, porque cuando, motivado por un intenso dolor de
cabeza, me toqué suavemente buscando la lesión, no sentí la piel, palpaba un hueco blando,
cubierto con pequeños pedazos de hueso colgando de la sangre seca. Desgraciadamente, no
sólo tenía esta lesión, pero sí era la más grave. El resto fue un brazo y tres costillas
fracturadas, un hombro desencajado e infinidad de cortadas por todo mi cuerpo; algunos
cortes eran tan grandes y profundos, que necesitaron más tarde parte de mis nalgas para
cubrirlos, esto sin contar innumerables esquirlas de granada incrustadas profundamente. Si
esa mañana se hubieran dado cuenta de mi estado, lo más probable es que hubieran
preferido golpearme la cabeza con una piedra, adelantando mi muerte. No podía moverme
ni un centímetro; Cuando el calor disminuyó y la sangre dejó de salir; crucé el límite del
dolor, experimentando una sensación de tranquilidad, ya nada me interesaba, ni siquiera
cuando me hablaban o pateaban por no hablar. Me limité a recordar los momentos bellos
que de niño había pasado sentado en las piernas de mi madre, cantando música de Julio
Jaramillo, los momentos deliciosos en que experimenté el amor en los labios de Adriana.
Recordaba cuántas cosas buenas y malas llenaban mi alma. La balanza estaba más inclinada
al mal, las muertes que había causado me estaban llevando al infierno, y aunque el
remordimiento y las plegarias no son suficientes para ser perdonado, Dios me dio otra
oportunidad de equilibrar la balanza.
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¿Ustedes son huevones o qué? escuché una voz muy cerca de mí. ¡Les dije que quería
uno vivo para sacarle información y ustedes me traen un chulo que a duras penas puede
abrir la jeta pidiendo que lo maten!
¡Sí ve! ¡Sí ve, gran pendejo, le dije que no trajéramos esta basura! gritó la mujer a la que
había escuchado horas atrás pedir mi muerte.
No podía ver quiénes hablaban, mi cerebro empezaba a desconectarse por intervalos, la
vision se me hacia cada vez mas borrosa; No veía más que una tenue luz cuando quise mirar
hacia el sol.
¡Quítenle las botas y los proveedores que todavía sirven, y tírenlo al río con la barriga
llena de piedras, para que se hunda! ordenó el hombre a mi lado.
Sentí unas manos tomarme de las axilas, levantando mi tronco del piso, mientras otros me
quitaban los proveedores y las botas. Luego, uno de ellos gritó:
¡Quién quiere esta camándula! la arrebató de mi cuello y la exhibió en lo alto.
El hombre quien había ordenado mi muerte detuvo su marcha, dio media vuelta y regresó.
Quiero mirar algo dijo, arrebatando la camándula al subalterno. ¡Traiga agua y lávele la
cara a este chulo ordenó a quien me había quitado la camándula.
Sentí el líquido caliente caer en la frente y unas burdas manos restregar mi rostro.
¡Dios mío! dijo el hombre, asombrado. Como es el mundo de pequeño y la vida de
extraña, este cabo fue quien me dejó ir cuando me tenían crucificado.
¿Y acaso le piensa devolver el favor, comandante Pacho? interrumpió la mujer, que
desde el río buscaba mi muerte.
Claro, camarada, es lo minimo que puedo hacer hacer por el. Asi quedamos a mano
respondio mi antiguo prisionero. ¡Traigan al enfermero para que lo atienda! ordenó.
Al siguiente día fui dejado en una casa del poblado más próximo, al cuidado de sus
moradores, mientras pasaba el ejército para entregarme. Esta vez había corrido con mucha
suerte, pues de los seis que conformábamos el grupo de reconocimiento, sólo yo sobreviví
al duro embate enemigo, y esto gracias al cuerpo del puntero que se había devuelto para
informarme sobre la situación. Éste se paró a mi lado y recibió de lleno la onda explosiva
con todos los objetos cortantes que contenía el artefacto, yo recibí cuanto su cuerpo no pudo
absorber.
Cinco meses tardó mi recuperación en el Hospital Militar, y con ello llegó mi traslado a un
batallón situado a orillas del río Caquetá, en el Putumayo, y de allí fui asignado a una base
en los límites de Amazonas y Caquetá, ubicada donde antes fue una terrible cárcel
colombiana para los convictos más peligrosos. Cuentan los indígenas, habitantes vecinos de
la base, que nadie se atrevía a escapar de allí, puesto que por un lado estaba el ancho y
torrentoso río infestado de pirañas, anguilas, boas y otros animales igualmente peligrosos,
por el otro lado, un precipicio de quinientos metros de altura, y por los lados restantes, la
inexpugnable e impredecible selva Amazónica. De esa época a la actual las cosas han
cambiado bastante en Araracuara, pues donde antes estaban las instalaciones de la cárcel
situaron una generosa y cómoda base aérea norte americana, custodiada por una compañía
de soldados colombianos, a la que ahora pertenecía.

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Ya habían transcurrido fugazmente cuatro años desde que ingresé a las filas, ahora
sustentaba el grado de cabo primero y en la compañía el segundo más antiguo de los
suboficiales, el resto eran cabos segundos. El cabo primero Mantilla, dos años más antiguo
en el grado, era la mano derecha del capitán comandante de la base, y entre los dos hacían
las reglas en el lugar.
Mi capitán eligió para esta base únicamente cabos segundos, para poder hacer de las suyas
con el respaldo del cabo Mantilla decía el cabo Fuentes, el mismo día de mi llegada.
La verdad, yo no quiero problemas con el capitán, pero si no estoy de acuerdo con sus
decisiones seré el primero en hacer oposición le afirmé a los jóvenes.
Ellos estaban muy esperanzados en mí, era el ejemplo palpable de la experiencia en
situaciones difíciles, esa especie de prototipo militar al que un recluta busca imitar y, si es
preciso, igualar. Me sentaba tardes enteras a narrarles combates con ametralladoras y
morteros, a enseñarles las tácticas de guerra sucia que se desarrollan por instinto, a
transportar nuestros heridos y a desaparecer sin sospecha los muertos del enemigo, a
explicarles de qué forma veía ahora al ejército; era un duro empleo, que me hacía envejecer
mas rapidamente, al que con resignación ya me había acostumbrado, por temor a sufrir lo
que siempre le decían a quienes se retiraban por voluntad: “La vida civil está muy dura,
aquí tiene comida, vestidos, clubes, posición, salud, vivienda y un sueldo fijo cada mes”.
Fueron largas las charlas, en las que sólo acerté a aconsejarles que no debían aceptar ser
objetos para beneficio de terceros, porque la experiencia me había dejado que nadie se
preocupará por ellos, ni siquiera sus superiores, porque siempre estarán ocupados buscando
la forma de sacar provecho personal a cualquier situación, y ni siquiera tendrían
consideración cuando los años y el equipo de campaña los encorvara, porque un sargento
mayor en el ejército colombiano “Es un viejo con mañas que se niega a seguir patrullando”,
como le escuché decir a varios oficiales superiores. Pese a que llevaba escasos cinco años
empuñando las armas, eran suficientes para comprender que lo más saludable era cumplir
las órdenes y disfrutar de las aventuras que da la profesión, mientras el poder del grado no
fuera para agravar el sufrimiento de los subalternos.

Y para que sepa bien cómo es la vaina, ahí le cuento continuó hablando el cabo Fuentes,
tomando la vocería de los ocho cabos segundos de la base, aquí hay una compañía, así que
la partida de alimentación asciende a un poco más de tres millones de pesos, y de esos tres
millones ya vienen invertidos millón y medio en víveres secos: lentejas, frijoles, enlatados,
etcétera. El otro millón y medio nos lo envían púlpito para comprar víveres frescos: carne,
plátano, yuca, tomate, cebolla, etcétera, de los cuales, haciendo cuentas, gastamos al mes,
por mucho, quinientos mil pesos. Sólo se consigue pescado, plátano y yuca, y esa vaina es
casi regalada, porque aqui abunda y según las cuentas de mi capitán con el cabo Murillo,
antes quedamos debiendo plata del mes que sigue.
Y eso no es todo, mi cabo intervino el cabo López, complementando al comentario. Los
gringos todos los días nos dan el sobrado, con eso es que le damos sabor a las comidas.
Esa noche tuve la oportunidad de conocer tan nombrada base americana. ¡Dios mío!, en
verdad era una confortable base. A comparación de nuestra base, era un sueño entrar allí,
era imposible ver tantas cosas útiles sobre un pedazo de selva y tan alejados de la
civilización, esto no daba el contraste con la pobreza de su ejército vecino. Poseían luz las
veinticuatro horas del día, aire acondicionado hasta en los improvisados baños, que
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parecían más bien de centro comercial, televisión con señal satelital, sala de computadores,
cocina con todas las comodidades; neveras, estufas, microondas, hieleras, cafeteras, en
pocas palabras, un chef no tendría de qué quejarse para hacer la mejor cena. No dejé de
pensar en la impresionante comodidad que posee el ejército norte americano, cualquiera de
los soldados colombianos que estábamos allí pasaríamos dichosos unos cinco años
encerrados sin problemas. Pero lo que más me impresionó fue el profesionalismo y
liderazgo que ejercen los comandantes sobre sus hombres, el grado es único y
exclusivamente para liderar una tropa, jamás para explotarla. Todas las mañanas veía al
coronel comandante de la base salir con una escoba a barrer el frente de su habitación;
igualmente, recogía su ropa sucia y la depositaba en una caneca, para él mismo lavarla los
sábados; luego llegaba a la cocina y servía su desayuno.

Esto era muy diferente de lo que ocurría en nuestra base; el comandante, tres grados menos
que el coronel, había dispuesto de dos soldado como sirvientes, uno para lavarle la ropa, el
baño y mantener aseada su habitación, y el otro, cocina aparte de la nuestra, elaboraba sus
comidas; platos especiales que le vi llevar hasta su cama. Era bien esclavista el capitán y no
tardé mucho en empezar a discutir con él. Llegaron los víveres del siguiente mes, y del
millón y medio, como era costumbre, veinte días después ya no había dinero.

¡Claro!, cómo diablos les va a alcanzar el dinero, si mantienen tomando trago y tirando
con las niñas que están haciendo el año rural comentaba el cabo Fuentes, cuando
estabamos nuevamente reunidos.
Y los papás confiados que están sufriendo en esta lejanía, ja, ja, ja dijo el cabo Cerquera,
soltando una risotada.
Bueno, ya interrumpí, yo no me aguanto esta situación, mi capitán cree que esto es un
paseo con gastos pagos y está muy equivocado. Ahora mismo hablaré con él, a ver cómo
son las cosas.
No se afane mucho, mi cabo me detuvo López, de un brazo, son las seis de la tarde, a
esta hora debe estar comiendo fuera con las del rural.
Bueno, mejor así, el comandante está evadido de la base advertí, con suspicacia. Ahora
regresen a sus puestos y esperen la alarma para reaccionar.
Ya estaba cansado por la falta de responsabilidad de mi comandante, había cedido la razón a
los cabos segundos y ahora buscábamos la forma de deshacernos de él. En una lata vacía,
metí varios cartuchos de fusil y la puse sobre dos piedras con una vela encendida debajo.
Diez minutos después estallaron y las ojivas salieron disparadas. La sirena de la base
americana no se hizo esperar, tomaron posición de defensa y por los radios pedían hablar
con el comandante de nuestra base, para coordinar apoyos, en caso de combate.
Lógicamente, no lo encontraron, fui yo como el más antiguo quien tomó el mando de la
situación y los mandé para el carajo en nombre del capitán, mientras trataba de
comunicarme con el comandante de batallón, para informarle del hostigamiento y la
ausencia de nuestro comandante. Desafortunadamente, no pude comunicarme, dando
tiempo a que apareciera al trote el capitán, con su compinche, para detenerme. Me gané un
gran lío esa noche, el capitán se dio cuenta de que todo había sido planeado y comenzó a
elaborar un “cochino informe”, en busca de que me cobijará algún delito, que gracias a él
mismo no pudo sustentar, pues no tenía ninguna autoridad moral. Cómo explicaría la

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inversión de tres millones mensuales en comida, donde únicamente se consigue casabe y
fariña; cómo explicaría el extravío de cincuenta uniformes, cincuenta pares de botas,
cincuenta catres portátiles, una planta eléctrica, tres televisores y una nevera que habían
donado los soldados americanos, viendo las dificultades que pasábamos en la base. Qué se
iba a imaginar el coronel americano que lo ideal había sido formar los soldados
colombianos y entregarle a cada uno su regalo. Pero no, él confió en nuestro comandante y
nuestro comandante nos defraudó, enviando todo esto para Bogotá en un avión pesquero.
La verdad la supimos después, cuando el coronel americano le preguntó a algunos soldados
por qué no utilizaban los uniformes y los televisores que nos había regalado. Qué irónico,
los mismos soldados cargaron el avión con estos artículos, que aún deben estar en alguna
sala amiga, y los uniformes, en manos de algún soldado que pagó más de cien mil pesos por
utilizar uniforme importado. Todo esto le saqué en cara cuando quiso asustarme con sus
gritos e informes ficticios, por lo que decidió, entonces, remitirme a otra base, ubicada en el
centro de la Amazonia: Chorrera, sin duda alguna, el sitio más tranquilo, hermoso y
misterioso en el que haya estado. Una extraña excitación recorría mi cuerpo cada vez que
caminaba por los corredores de la casa Arana, leyendo la deliciosa obra de José Eustasio
Rivera: La vorágine, cuando comparaba cada relato ejecutado en esta tenebrosa casa de
piedra. Cómo me encantaba cruzar a nado el río, llegando a la reserva indígena Witoto y
Bora, qué bellos pensamientos surcaban mi mente, cuando, acostado en el césped,
observaba desde el centro de la base las estrellas, y estoy casi seguro de que desde niño no
había sentido tanta paz y tranquilidad, pues los recuerdos malos estaban prohibidos, solo
quería disfrutar cada momento del puro paisaje. Considero que fui afortunado al llegar allí,
no tenía comodidades, pero tenía la tranquilidad del espíritu que hacía muchos días
necesitaba, y adopté la grata costumbre de disfrutar esto, hasta que llegó el sargento Marlez
a asumir el mando de la base. Este era un hombre pernicioso y borrachín, que, según el
coronel, lo habían enviado como castigo a la alejada base, pero, de hecho, más bien fui yo
quien salio castigado con su presencia, pues nunca antes había bebido tanto licor que a
escondidas le traían entre los víveres, y mucho menos perdido todo el sueldo en apuestas de
dominó.

92
La juventud es una venda que tapa la realidad, una venda llena
de energía, de fuerza e ideales, para crear un mundo mejor.
Cuando los años pasan y la venda se afloja, alcanza uno a
percibir esa realidad, esa realidad trágica de haber luchado en
vano por la justicia. Esa realidad que deja al descubierto
profundas heridas que sólo el amor puede borrar, mientras
recorremos el laberinto en busca de la puerta que nos ha
deparado el destino.

93
III
Habían transcurrido ya más de cuatro meses entre borracheras y peleas de apostador,
cuando, en medio de un prolongado orinar, escuche en la profundidad de la selva el rumbar
de un motor, que por más atención que presté, no pude identificar con claridad, pues el
efecto de un petaco de cerveza lo hacía escuchar por todos lados.
Es una avioneta, mi cabo. No se ve porque va a ras de la selva y con las luces apagadas.
Debe ser la misma que todas las noches va y viene, yo creo que desde Perú, porque para ese
lado es que queda me dijo el centinela al verme alumbrar hacia el río con una linterna.
¿Y por qué no habían dicho nada antes?, esa debe ser una avioneta de los narcos le
reproché.
Pero los comandantes serán los únicos que no la ven, porque ese tiesto debe estar pasando
hace más de tres meses.
Y la verdad es que en medio de la perniciosa vida que llevábamos los comandantes, no
recuerdo haberla escuchado, tal vez el sonido se debió confundir con los vallenatos que el
sargento Marlez escuchaba las veinticuatro horas del día, en una destartalada grabadora, a
todo volumen.
–De todas formas, lo máximo que podemos hacer nosotros es informarle a mi coronel, por
si quiere armar una operación, porque la avioneta debe aterrizar en los llanos del Yari, y esa
vaina sí queda en la mierda como para ir nosotros. Además, todo el mundo sabe que allá
hay un laboratorio el hijueputa de grande, pero nadie sabe como llegar –me respondió el
sargento, cuando lo enteré.
Y aunque estuvimos a punto de no informarle al coronel y realizar nosotros mismos la
búsqueda, motivados por las historias de que los “narcos enterraban grandes sumas de
dinero en barriles”, pocos días después, descartamos el hecho por lo que nos contó una
inesperada visita.
¡Necesito hablar con su comandante! gritaba un hombre de facciones witota, en la
entrada de la base.
¿Que necesita de él? preguntó el centinela.
¡Necesito hablar con el comandante ahora mismo, tengo una información importantísima
y sólo al comandante se la daré!
¡Debe ser muy importante, porque si es para pedir víveres, los perros lo podrían estar
mordiendo! respondió el soldado detrás la puerta de madera, donde se aglomeraron más de
quince perros latiendo al intruso.
El sargento acomodó su camisa, medio amarró las botas y salió a atender al hombre,
seguido por tres soldados escoltas.
Tengo una información valiosa para usted, sargento dijo el indígena, cerca de aquí hay
un laboratorio bien grande de coca. Es tan grande, que todos los días sacan media tonelada
de coca ya lista.
¿Cómo sé que es verdad? preguntó el sargento, sobándose la barbilla.
Porque yo los llevo, y a cambio, quiero un bulto de coca para venderlo en Manaos.

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¿Y usted cree que esto es así no más? dijo, y posó la mano sobre el hombro del
indígena. Esto puede ser una emboscada, amigo.
¡No!, ¡cómo se le ocurre! dijo el hombre y quitó la mano del sargento con brusquedad.
¿Me cree huevón o qué?, yo también sé qué clase de hombres son ustedes.
A ver, empecemos por el derecho. ¿Qué lo motivó a traernos esta información? dijo y
descargó nuevamente el brazo sobre el hombro del indígena.
Se perdieron diez kilos de coca y los jefes de planta mataron a mi hermano, diciendo que
había sido él. Y yo ni por el putas podía dejar las cosas así. ¡Maté al que mató a mi hermano
y me escapé!, pero me doy cuenta de que fue una cagada. No tengo dinero ni sé ahora para
dónde ir. Es por eso que a cambio de un bulto de coca los llevo.
¿Y cuántos hombres custodian el laboratorio? preguntó nuevamente el sargento.
No le sabría decir exactamente, pero son muchos, yo creo que más de cien.
¡Llámenme a Triana! ordenó el sargento de inmediato–. Saquéle más información a éste
man, mientras yo hablo con mi coronel, a ver si ordena hacer algo y dejar por unos días esta
vida de engorde, porque, así sean cincuenta los que estén custodiando ese laboratorio, a
nosotros nos queda difícil me susurró cuando llegué.
Afortunadamente, la respuesta del comandante de batallón fue positiva y ordenó desplazar
más gente y armamento para realizar la operación antidrogas.
Partiremos en canoas indígenas, porque ese es el único medio de trasporte que tenemos
aquí dijo el teniente Hualteros, a la hora de emprender la misión, cinco días después de
haber recibido la información del indígena. Llegaremos hasta Indostán, desembarcamos y
continuamos selva adentro, hasta salir al río Cahuinari, a la altura de Tolima B.
Diez días tardó el trayecto desde la base hasta la reserva indígena de Indostán, y luego de
hacer una última revista al armamento y comunicaciones, nos internamos en la selva. Los
primeros cinco días fueron un lindo paseo, pienso que nunca antes foráneo alguno se había
internado tanto en la espesa selva por este sector. Era fantástico ver plantas, frutos, insectos
y culebras de un tamaño descomunal, tan grandes, que podrían engullirse a un hombre sin
hacer mayor esfuerzo, como la que vio el soldado Benitez, cuando se acercó a un caño para
llenar su cantimplora, se sentó en ella a beber agua, pensando que era un tronco de árbol
caído.
Al sexto día, empezaron las calamidades, cuando decidimos acampar a la orilla de un caño;
fue la peor noche que tuvimos en todo el trayecto, pues nunca antes, en mis constantes
travesías por los montes, había visto un hormiguero tan grande, y mucho menos de
hormigas conga. Tenía casi doscientos metros a la redonda, se veían moverse por el piso de
hojas secas, y como si fuera poco, medían alrededor de las dos pulgadas; bastarían sólo tres
de sus aguijonazos para hacer batir en duelo a un hombre con la muerte.
Pasamos toda la noche trepados en las hamacas, sosteniendo el equipo de patrullaje,
evitando así que se lo llevaran, mientras con la otra mano debíamos embadurnar con crema
dental y talco las cuerdas de la hamaca, para que no se treparan las persistentes
depredadoras, sino hubiéramos hecho esto nos hubiera ocurrido lo mismo que a los
uniformes sudados de quienes los colgaron sobre las ramas para secar: no aparecieron ni los
botones. Con estos pequeños desafíos, la situación se venía poniendo cada vez más crítica,

95
y aunque el guía había dicho que tardaríamos máximo ocho días en la travesía, no entiendo
por qué el sargento ni el mismo guía aceptaron que estábamos perdidos, cuando pasamos
veinte jornadas sin bañarnos, con una sola comida al día y andando ya casi en calzoncillos,
debido que la humedad no dejaba secar la ropa, ademas estaba impregnada por la sal del
sudor por lo que las hormigas arrieras se daban un banquete cada noche con nuestras ropas
dejando únicamente harapos. El guia nos nos sugirió estar lo más cerca posible unos de
otros durante las noches para evitar ser arrastrados por un tigre o boa; todos quisimos estar
lo más juntos posibles en las obscuras noches; Cierta noche colgamos las hamacas casi una
encima de la otra, hasta contar cinco en el mismo árbol, quedamos tan pegados, que no
había espacio ni por donde bajar de la hamaca. Dieron aproximadamente las doce de la
noche y la incomodidad era tal, que muy pocos dormimos, recuerdo claramente las palabras
del teniente, quien por primera vez se veía sometido a tantas torturas.
¡Corra para allá, soldado huevón! estrujó a alguien que le puso el trasero en la cara,
buscando por donde descender de la hamaca. ¡No puedo creer esto, la parte más
despoblada del mundo y miren éste hacinamiento tan hijueputa! dijo, casi llorando,
mientras el resto soltamos una disimulada risa.
Pero véalo por el lado amable, mi teniente le dijo el sargento, como para animarlo, al
menos ya tiene qué contar a los amigos cuando salga a vacaciones.
Y aunque el sargento lo dijo con mucha gracia por la inexperiencia del teniente, más bien la
tomó como una ofensa, porque pasó toda la noche recordándole el grado, de una forma tan
intensa, que, si no fuera por los chillidos de una manada de micos que se acercaban, lo más
probable es que el sargento también le hubiera demostrado que el respeto al superior varía
un poco en el área de combate.
¡Es una manada de micos! gritó el guía. ¡Pongan los techos de las hamacas, si no
quieren ser arañados!
Rápidamente tendimos los plásticos sobre los mosquiteros. Pasaron unos minutos, y los
chillidos estaban ya sobre nuestras cabezas. Fue aterrador sentir el hostigamiento de cientos
de micos; unos metían la mano entre las hamacas, buscando cosas sueltas para robar, otros
nos lanzaban palos, frutos y estiércol de ellos. Fueron tan acosadores, que hubo necesidad
de disparar varias ráfagas de ametralladora al aire, por lo que matamos al azar a más de
diez. Fue la única forma de alejarlos cuando el sol salía.
Durante las siguientes noches, olvidándonos de la seguridad, encendimos varias hogueras
para mayor tranquilidad, que, afortunadamente, sólo fueron tres, porque en el atardecer del
día veintiocho salimos a orillas del río Cahuinari, unos cuantos kilómetros abajo de Tolima
B., donde por fin entró la comunicación después de quince días de estar sin señal, y con ella
una inoportuna orden, que hacía en vano nuestra travesía, pues el coronel nos dijo que
abortáramos la operación, a escasos dos días de llegar al sitio. “Pero no podemos
devolvernos después de tanto sacrificio, que a usted mismo le consta, mi teniente. Lo que
debemos hacer es decirle al coronel que no le copiamos y seguimos para delante, porque él
no sabe ni dónde putas andamos”. Le sugería el sargento al teniente, como único
responsable de la misión, y que, por cierto, no quiso aceptar, hasta después de enterarse de
los millones que podríamos hallar enterrados.
No le escucho, mi coronel, la señal es muy mala. De todas formas, si me escucha, estamos
bien y pronto llegaremos al objetivo decía el teniente, animado por la ambición.
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¡Esa perrada es vieja, mi teniente! gritaba el coronel por el radio. ¡Yo sé que me está
escuchando, y le repito la orden! ¡Abortar operación de inmediato! ¡Avanza un kilómetro
más y aténgase a las consecuencias, junto con el sargento y el cabo!
Entre maldiciones y en desorden, regresamos a Indostán, y luego a la base, transportados en
las canoas indígenas.
–La orden viene de arriba –dijo el coronel, cuando ya en la base le explicábamos nuestras
penurias y lo cerca que estábamos del gran laboratorio.
No dio más explicaciones y se marchó con el teniente y los soldados agregados.
–Quién sabe cuál de esos hijueputas generales recibió plata por abortar la operación, porque
el cuento de que según el satélite no había nada en la zona sólo se lo come ese teniente,
como medio mariqueto –decía el sargento, mientras destapaba una botella de cerveza y
extendía el juego de domino sobre la mesa, para continuar nuestra perniciosa vida por cinco
meses más, justo hasta que el comando superior decidió trasladarme a la escuela de donde
había salido como cabo cinco años atrás. Allí debía instruir a los alumnos en tácticas de
guerra y ejercicios de gimnasia, y aunque fue satisfactorio ver nuevamente muchas cosas
que extrañaba, consideré muy desventajoso el traslado, ahora más que había reflexionado
sobre las apuestas, puesto que en las unidades de contraguerrillas recibía un poco más de
sueldo por el riesgo, mientras en la escuela recibí trescientos cincuenta mil pesos
equivalente a 170 dolares al mes para distribuirlos de la siguiente forma: ciento veinte mil
pesos de alimentación, cincuenta en el bar para gaseosas y golosinas, veinte en lavado de
ropa, cuarenta en cuotas de algún uniforme o implemento adicional impuesto por la
dirección de la escuela. Me restaban ciento diez mil pesos, de los cuales debía sacar a veces
hasta más de la mitad para comprar elementos de instrucción, si deseaba que mis alumnos
recibieran una clase más didáctica, pues sabía por experiencia que ésta es una etapa
fundamental en cualquier soldado y no me importaba desprenderme de “algunos pesos”,
como solía decir, claro está, partiendo de lo que constantemente repetían los altos mandos:
“Éste es un ejército pobre, que se vale de pocos recursos y mucha imaginación”. Lo que sí
no podía pasar desapercibido eran los penosos momentos que teníamos los instructores por
falta de comodidad, estábamos por debajo de cualquier regla de bienestar personal, y no
precisamente por falta de recursos, si no por falta de interés, pues la comida era bastante
deficiente para costar ciento veinte mil pesos, las habitaciones eran pequeños cuartos con
catres y viejas cómodas, la ventilación consistia en estrechos orificios en las paredes, que a
la vez servian de pasajes para los ratones, los baños eran un insulto cada vez que se
necesitaban; me oriné los pies tantas veces como olvidé que todos los orinales y tazas
estaban rotos. La moral de los instructores estaba tan menguada, que una mañana, después
de la formación, el director de la escuela decidió escuchar nuestras quejas. No tenía que
perder, y sospechando lo que podía pasar, fui el primero en exponer las necesidades.
Lamentablemente, nunca pude expresar mi inconformismo, sin ser reprendido por salirme
del sistema de sumisión, porque cinco días después de levantar mi queja, y con una marca
como resentido, me hallaba entre las bananeras, recorriendo el Uraba antioqueño, en busca
del enemigo, porque segun el comandante, me faltaba sufrir mas y aprender de las
necesidades y limitaciones del Estado, según el director de la escuela.
En este nuevo batallón contraguerrillero, conocido como los Panches, tendría bajo mi
mando a los soldados más decididos que me hayan acompañado en todas las cruzadas; no
les importaba ser alcanzados por la muerte, mientras estuvieran bajo el liderazgo de un buen
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comandante, y gracias a ellos me convertí en un buen comandante. Eran mis hermanos
cuando enfermaban, mis hijos cuando morían, mis amigos cuando reían, mi desgarrado
corazón cuando lloraban por la pobreza de sus familias. De todas formas, nuestras vidas
eran muy similares: de origen humilde, metidos en la guerra como única opción de vida,
transformados en máquinas de guerra sin entender muy bien por qué moríamos. Los llegué
a apreciar y a admirar tanto, que incluso los respeté a veces más que a mis superiores,
cuando tenían la razón, guiados por su malicia y experiencia. Fue un gran honor para mí
haber patrullado a su lado los montes del Meta, Guaviare, Huila, Cauca, Caquetá y
Putumayo por varios años, porque nunca podré olvidar los momentos difíciles que vivimos,
a partir de que el avión Hércules que nos trasportaba arribó al pequeño pueblo de Puerto
Asís, y sus más de quince toneladas de peso parecían no perjudicar a la nave, ni preocupar
al piloto, quien maniobraba como en un juego, haciéndonos palidecer a los estrechos cien
hombres que viajábamos como equipaje. Las llantas chirriaron dos veces al hacer contacto
bruscamente con el pavimento de la pista. Era la primera vez que visitaba tan nombradas
tierras y lo hacía ostentando ya el grado de sargento. Mi reloj marcaba las dos de la tarde, el
sol quemaba como aceite encendido, mientras constataban el armamento y el personal
llegado. Luego buscamos refugio bajo los árboles, en espera de más personal, mientras nos
mirábamos en silencio, pensando en qué nueva aventura nos deparaban tan hostiles tierras,
cuál sería la misión, cuántas vidas se sacrificarían esta vez, mientras perseguíamos a un
enemigo obstinado y peligroso.
Oscureció, y el Hércules no regresó mas el mismo día, permanecimos a orillas de la pista,
esperando el siguiente día. Colgué mi hamaca en dos fuertes chamizos, un suave y
silencioso viento hacía el ambiente tranquilo, sin temores ni delirios, y dejándome arrastrar
por ellos, caí en un profundo sueño, hasta cuando el sol del siguiente día fastidió mis ojos.
Por fin despertó este man dijo el teniente Zambrano, comandante de la compañía. Ya
estaba preocupado por usted. Pero, bueno, no vine a criticar su sueño, vengo a decirle que
debe salir al pueblo con sus soldados y realizar un patrullaje de presencia.
¡Ahhh!, como ordene, mi teniente contesté, desperezándome. ¿Y a qué hora se supone
que llega el Hércules con el resto del personal? pregunté, mientras amarraba mis botas.
Eso depende de los pilotos, si son buenos y madrugadores, deben estar por tarde a las
nueve de la mañana.
¿Y usted ya sabe cuál es la misión aquí, mi teniente? le pregunté, mientras terciaba mi
armamento.
No, hermano, todavía no sé nada. Me imagino que tiene que ver con la base que se
tomaron más abajo.
¿Cuál, la base de Las delicias?
No me han confirmado, pero creo que sí, dicen que la guerrilla después de la toma se
replegó y viene subiendo.
Bueno, entonces hay que ir preparándonos psicológicamente para combatir le dije,
siguiendo una corazonada.
Sí, por ahora no queda más, siga, entonces, con el registro, viejo Triana dijo y se alejó,
algo preocupado.

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Mientras, yo reunía a varios soldados para salir a recorrer el pueblo de arriba a bajo.
¡Oiga, mi sargento! me dijo el soldado Pimentel, después de pasar tres veces por la
misma calle. ¿No cree usted que nos estamos dando mucho látigo caminado por este
cagadero? Solicito hacer alto, sentarnos en una tienda y tomarnos una gaseosa fría.
¡Listo! No hay problema, pero no se aparten mucho, por si se presenta alguna emergencia.
Nos repartimos en todas las tiendas del parque buscando calmar la sed, mientras nos
refugiábamos del sol.
¡Yo invito! grito el soldado Yúle, a otros cinco soldados que llegaron.
¿Cómo? ¿Yule va a invitar a tomar gaseosa? ¡No puede ser! ¿Dónde hacemos la raya,
Yule? dijo un soldado a mi lado.
Causó bastante gracia su ocurrencia, pues en los dos años que llevaba conociéndolo jamás
metió su mano al bolsillo para comprar una gaseosa, y mucho menos para invitar a sus
compañeros.
¡Cállense la jeta y tómense la gaseosa! respondió Yule, irritado.
¡Ya escucharon! ¡No hagamos enojar a Yule, porque nos deja sin gaseosa y sin roscón!
dijo el mismo soldado, riendo.
¿Roscón? ¡El roscón se lo dará su hermana! aclaró Yule, enojado. ¡Y sólo déme seis
gaseosas! le gritó al tendero.
Y entre charlas y risas, transcurrió más de una hora tomando la gaseosa y comiendo roscón,
que después de tanta presión Yule se decidió a brindar, y muy seguramente hubiéramos
repetido la dosis a sus costillas, si no hubiera sido porque los motores del Hércules se
escucharon a lo lejos.
¡Rápido, rápido! ¡La cuenta! le gritó Yule al tendero.
Son veinte mil pesitos respondió tranquilamente el tendero.
¿Qué? ¿Qué son qué? preguntó Yule, asombrado.
Son veinte mil pesos, seis gaseosas a dos mil quinientos cada, una suma quince mil, y los
roscones cinco mil, son veinte mil. Baratico.
¡Este mal nacido atracador! ¡Convencido de que le voy a pagar a dos mil quinientos
gaseosa, sabiendo que máximo se cobra a quinientos pesos! subió el tono de voz,
agresivamente.
¡Le estoy cobrando lo que cuesta en cualquier parte de Puerto Asís! aclaró el tendero,
ofendido.
¡Si mucho, le daré cinco mil pesos por todo, no tengo más! dijo y tiró un billete arrugado
sobre el mostrador.
El tendero tenía razón, la carestía en este pueblo era incontrolable, pues la abundancia de
dinero que producían las drogas daba espacio para que los comerciantes incrementaran los
artículos hasta diez veces su valor real; irónicamente, esto sucedía en un pueblo donde la
luz se quitaba a las ocho de la noche por falta de presupuesto.

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–Porque aquí todo el que llega es a hacer plata para irse, y después de los raspachines, las
que más plata hacen son las putas, universitarias que llegan de Bogotá, y cobran quinientos
mil pesos por un polvo y un millón, si les toca bajar al caserío de Piñuña negro –me contó
el tendero, mientras le pagaba el excedente que debía Yule, un gesto que me tomó varios
minutos, por mi incontrolable curiosidad, por lo que llegué a la pista cuando ya todo el
batallón se encontraba formado y escuchando las órdenes que impartía un mayor.
¡Pónganse al trote, señoritas! nos gritó el mayor, al ver nuestra lentitud para ingresar a la
formación. ¡Como les venía diciendo, hace cinco días, más de mil subversivos se tomaron
una base a pocos kilómetros de aquí! ¡Nuestra misión es muy clara: buscarlos, con el fin de
rescatar a los soldados secuestrados! ¡Eso es todo lo que puedo generalizar, los pormenores
los tendrán los comandantes de compañía! concluyó, mientras reunía a los oficiales en un
costado de la pista.
Muy seguramente, preocupado por las nuevas técnicas de guerra sucia adoptadas por el
enemigo, y pese a que la gran mayoría allí presentes habíamos sufrido en carne propia sus
trampas vietnamitas, era bastante prudente considerar a esta última como la más eficaz y
mortal de todas: el asalto en masa, que superó, incluso, las expectativas de la filosofía de
guerra: “Cinco contra uno, victoria asegurada”, y dio como resultado la aniquilación total
de cien hombres situados en un punto predominante a orillas de un río, pues según las
ultimas informaciones, empezaron a innovar sus métodos de pelea con la llegada de un
astuto líder militar, que, por cierto, comprendió muy bien después de este asalto que era
mejor combatir buscando superioridad numérica, y desde ese día continuaría haciéndolo,
para nuestra desgracia.
Agruparse de esa forma podría ser un gran revés para él, lo sabía perfectamente, era muy
difícil esconder dos mil hombres, equipos y armamento, después de estar localizados.
Desgraciadamente, también sabían que nuestro apoyo llegaba siempre tres días después. La
situación se tornaba difícil, ya no podríamos andar fragmentados y mucho menos, tomar
carreteras, caminos y campos abiertos, como lo veníamos haciendo, incluso no podíamos
dejarnos ver por ningún campesino, porque, como por arte de magia se reunía el enemigo,
superándonos en hombres.
Triana toma la punta, como siempre. me dijo el teniente Zambrano, poco después de la
reunión con el mayor. Tome la dirección que marca el río Mecaya y empiece a caminar,
porque estamos retardados ordenó, palmoteándome el hombro.
Pero, explique mejor la situación, mi teniente solicitó con justa razón el cabo Blanco.
¿Hacia dónde nos dirigimos? ¿Para dónde cogieron las otras compañías?, debe usted
enterarnos de todo eso, para después no cagarla cuando nos encontremos entre la maraña.
Disculpen se dirigió a los mandos medios de la compañía, estoy tan presionado por mi
mayor, que a veces olvido muchas cosas. La cuestión es la siguiente: debemos llegar
primero al río Mecaya, aproximadamente en ocho días, allí esperamos al resto de las
compañías, para salir en línea peinando el sector, hasta un poco más abajo de la vereda
Sólita, ahí esperamos órdenes, no es más. El resto es cuestión de cada uno.
Veinte días después, habíamos llegado a Sólita. Descansamos tres días y luego nos
internamos en la selva, esperando salir a Concepción, con una orden similar a la inicial,
según los comentarios, para justificar el gasto, por si no lográbamos rescatar a los soldados:
“Destruir todos los cultivos y cocinas de coca encontrados en el camino”. No era muy
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difícil encontrarlos, aproximadamente cada media hora de camino por la espesa selva,
hallamos unos grandes claros sembrados con esta planta, igual que las rústicas cocinas
procesadoras de la pasta, bastaba seguir el caño de un rio para encontrarlas y, al igual que
era de fácil cumplir esta segunda misión, también me fue igual comprender que en la vida
nadie trata de cambiar o mejorar las cosas a su alrededor, a menos que, en algún momento,
lo toque o sufra en carne propia las desventajas que ve en los demás, y en esta travesía por
el Putumayo comprendería mi posición como militar, lo que me dejó una gran desilusión,
pues un humilde e iletrado campesino me había hecho sentir utilizado para el bienestar e
intereses de unos pocos, mientras el resto sufría, buscando sobrevivir. Ya había destruido
varias hectáreas de coca con sus rústicas cocinas, sin tener resistencia alguna, solamente
unas terribles miradas de rencor y venganza se clavaron en mi recuerdo, después de haber
dejado en cenizas lo que venía dándoles el sustento a varias familias pobres, pues así lo
desearan, ningún campesino se atrevía a detener pacíficamente a un grupo de soldados,
dispuestos hacer cumplir las órdenes, y tal vez por eso, cada día crecía más nuestro
enemigo.
Por favor, señor comandante, no nos tumbe las planticas, es lo único que tenemos para
vivir lloraba una señora, prendida de mi brazo.
Tres niños observaban la escena, desde la puerta de un rancho con paredes de madera y con
techo de paja, todo medio caído.
Lo siento mucho, señora, ustedes están sembrando algo ilegal y mi orden es destruir todo
sembrado de coca que vea respondí, decidido.
Usted no entiende, comandante, sacamos únicamente un kilo de pasta al mes, eso nos da
sólo para comprar comida continuó llorando, prendida de mi brazo, y usted lo piensa
destruir.
¡No, señora, usted es la que no entiende! dije y di un paso al frente, zafándome de su
brazo.
Por qué no entra a mi rancho y se da cuenta de lo pobre que soy, y si usted me arranca las
plantas y me quema la cocina, de qué más vamos a vivir dijo y me tomó nuevamente del
brazo, para no dejarme ir.
¡Suélteme, señora, debo cumplir con mi deber! zafé, con brusquedad su mano de mi
brazo, al tiempo que escuché un grito a mis espaldas.
¡Cobardes! ¡Malditos cobardes! ¡Se aprovechan de quienes no pueden defenderse!
Era un hombre de avanzada edad, quien, con machete en mano, discutía con uno de mis
soldados. Llegó justo cuando estaba yo zafando la mano de mi brazo, interpretando mal la
escena.
¿Qué pasa allá? le pregunté al soldado.
¡Éste es el esposo de la señora, acaba de llegar del río y dice que usted le estaba pegando a
su mujer! contestó el soldado.
¡Ustedes son unos aprovechados! interrumpió el hombre. ¡Métase a la casa, que yo
arreglo esto!  le dijo a su esposa y agitó el machete en lo alto.

101
El hombre estaba dispuesto a defender, incluso con la vida, sus dos hectáreas de coca,
porque lo más probable, si mi visión de la vida no hubiera empezado a cambiar, era que
hubiera tomado la sugerencia de uno de los soldados más antiguos: “Déjeme, yo mato a ese
viejo alevoso, que ahí tengo un uniforme y un revolver de mas para legalizarlo”. Así me
dijo, cuando el anciano alcanzó a golpear con la mano a uno de los soldados que lo
sostenían.
No sea grosero, escuche, deje que le explique cuál es su falta. No se ponga así de bravo,
porque va a salir perdiendo le dije, mientras me acercaba.
¿Por qué no le tumba los cultivos a gente que tiene más de cincuenta hectáreas sembradas?
¡Claro! ¡Como yo no tengo plata para darle! ¿Cierto?
Y si no quiere meterse en problemas por qué no utiliza la tierra para sembrar cosas más
provechosas. ¿Ah? le pregunté.
Claro, como ustedes sólo vienen a darnos problemas, no saben cómo son las cosas por
aquí.
Si sé hombre le dije, y es un buen consejo el que le estoy dando. Siembre yuca, plátano,
maíz, frutas, a cambio de estar sembrando esa maldita planta.
Maldita para usted, bendita para mí, porque es la que me ha dado el sustento para mi
familia dijo, echándose una bendición. ¿Y qué cree usted, que después de sacrificar
meses de trabajo sembrando plátano, yuca y maíz, qué debo hacer con eso?
Venderlo, sacar varias cargas y venderlos en los pueblos, como hacen todos los
campesinos del país respondí, convencido.
Cómo se ve comandante que usted no conoce los sufrimientos y abandono de esta zona del
país. ¿Por dónde cree usted que debo sacar las cosechas? ¿Y en qué las voy a sacar? usted
sabe cuanto estan pagando por esos productos?  viendo mi receptividad, dejó caer el
machete y con los ojos empañados de lagrimas me contó una corta historia. Cuando estaba
joven, mi papá dedicó varios años a sembrar todo lo que usted dice, él no quiso meterse con
la coca, porque presentía que iba hacer un problema al igual que ocurrio con la explotación
del caucho, pero, pobre viejo, se demoraba dos días por el río para llegar a Puerto
Leguizamo con la carga, luego regresaba con medio bulto de víveres, con lo poquito que le
daban por la cosecha no alcanzaba ni para comprar los viveres de dos semanas.
En parte tenía razón de ver la coca como único medio de subsistencia. No tenia otra fuente
de produccion que le generara ingresos para sostener a su familia, ni tampoco recibian
ninguna ayuda del estado, posiblemente por eso vivian aislados, rezagados de la
civilización, sin derecho a una carretera, a una escuela, a un hospital, pues lo unico que
conocen del Estado es la furiosa bota militar, que pasa de vez en cuando tumbando el
sustento de vida, con la obligación de hacer cumplir la ley. Este hecho se convirtió en una
preocupación que pasó también a hacer parte de mi destino y durante el trayecto hice hasta
lo imposible para que mi compañía no tumbara los cultivos menores a dos hectáreas. Estaba
incurriendo en un delito, lo sabía, pero no me importó ser criticado ni defenderme de falsas
acusaciones, que inmediatamente quedaban sin validez por mi arrojo en el combate y la
larga lista de enemigos muertos, cesando la polémica por completo, cuando tuvimos que
esperar quince días entre Concepción y Hacha, poblaciones ribereñas del río Putumayo, de
donde fuimos sacados en helicóptero y dejados el mismo día en el poblado de Bocas, a
102
orillas del río Losada. Desde allí emprenderíamos al siguiente día las largas jornadas hasta
Guani, pasando sobre la sierra de la Macarena, donde nuevamente demostraría que mi único
interés era pelear. Dos dias despues mi compañía entró en contacto con un frente enemigo a
las diez de la mañana, cuyos combatientes estaban esperándonos con unas vigorosas
posiciones de lucha. A las dos de la tarde llegó otra compañía de refuerzos, y a ellos
también les llegó otro frente a reforzar. Nos enganchamos en una dura pelea durante dos
días. La munición empezó a escasear y el apoyo de otra compañía no llegaba; estaban
peleando no muy lejos de allí, no podíamos esperarlos más, debíamos actuar rápido, antes
de quedar sin municiones y ser sometido.
No hay de otra dijo el teniente Zambrano, debemos subir como sea y tomar esas
posiciones. Sólo espero que no haya muchos muertos.
Todos entendimos que era la única opción, aparte de retroceder, pero esa jamás la permitiría
yo y muchos de los valientes soldados, “Porque el orgullo de un guerrero es morir en el
campo de combate”, decíamos, mientras las dos compañías nos tendíamos en línea para
avanzar por grupos, apoyándonos entre nosotros. Afortunadamente, no habíamos avanzado
un metro, cuando se escuchó en los cielos el moralizador y característico sonido del avión
fantasma, el que pasó sobre nosotros y descargó unas cuantas bombas en las posiciones
enemigas; tras las explosiones, avanzábamos en orden, buscando las mismas posiciones. El
enemigo había retrocedido, sangre y vainillas se veían a montón en las improvisadas pero
fuertes trincheras. Y lo más asombroso después de cada combate era no encontrar los
cuerpos enemigos esparcidos como uno se lo imagina según la intensidad de las
explosiones, esta vez, después de haberles caído encima más de quinientas libras de
explosivos, no encontramos a nadie.
¡Cómo que no fueron capaces de matar al menos uno, después de tener más de doscientos
al frente! decía el comandante de la brigada, cuando se le informó por radio de los
resultados. ¡Están muy mal, muy mal, esas dos compañías son un puñado de mierda sin
derecho a permiso por el resto del año!

Pero, mi coronel alegó el teniente Zambrano, usted no se imagina la magnitud del


enfrentamiento. Gracias a Dios, no tengo soldados muertos, únicamente, heridos leves.
¡Sí!, ¡claro! continuó el coronel. ¡Me los imagino allá, tendidos en un campo
recogiendo flores! ¡Porque eso son, un puñado de maricas, que les da miedo enfrentarse al
enemigo con verraquera! ¡Estos tenientes de hoy en día no sirven para nada, no se parecen
ni en lo más mínimo a su comandante de brigada, porque cuando yo era subteniente me
agarré a puños con los bandidos de Tiro Fijo, Sangre Negra y Desquite, yo solo con los tres!
¡Mientras ustedes son dos compañías y no pudieron hacer nada! ¡Cobardes! ¡Y están
retardados para que arranquen tras ellos, a ver si esta vez hacen algo!
Disculpe, mi coronel intervino el teniente Zambrano, primero debemos sacar a los
heridos, y solicito que en esos mismos helicópteros nos envíen comida y munición, que ya
no tenemos.
¡Miren esta mierda, miren esta mierda! repetía el coronel. ¡Y fuera de eso me exige
comida y munición este estúpido! ¿Cree usted que la merece?
¡Sí, mi coronel, merecemos comida, munición, vestidos camuflados, botas, hamacas,
equipos nuevos y mucho más respeto! respondió el teniente, ofendido.
103
¡Pues no, señor, mientras no me den resultados, no merecen nada más! ¡Aguanten, así
como aguanté yo varios meses sin comer nada cuando era subteniente! dijo e hizo una
corta pausa. ¡De todas formas, esperen mañana en la mañana un helicóptero con víveres, y
tengan listos los soldados heridos para que los saquen! ¿Me entendió?
¡Alto y claro, señor! respondió el teniente, quien luego apagó el radio, tiró el micrófono
al piso y agregó: ¡Hijo de puta ese!, cree que esto es un juego de Nintendo. Claro, como él
está allá rascándose las huevas, esperando que yo le diga que tengo cien subversivos
muertos, para correr a los medios y sacar pecho como si fuera él un guerrero, porque con el
cuento ese de cuando era subteniente, tiene enrredado a todo el mundo, pero si fuera verdad
que los generales y coroneles de hoy en día fueron unos guerreros como dicen, no
tendríamos el enemigo que tenemos ahora.
Fresco, hermano, no se altere le dijo el otro comandante de compañía, usted ya sabe
cómo es esto, hombre, uno se mata aquí para que otro cabrón saque pecho, pero no importa,
después llegará nuestro cuarto de hora, cuando tengamos ese grado.
¡Escuchen eso, escuchen eso! armó escándalo el sargento Barrionuevo, cuando le
escuchó decir. ¡Oigan lo que está diciendo, mi teniente! ¡No!, ¡qué pensamientos tan
hijueputas de profundos, y uno esperanzado en que las cosas van a cambiar, cuando ustedes
que han vivido de pleno la guerra sean generales!
De inmediato, todos los comandantes nos reunimos a su alrededor, para escuchar y opinar.
Dieron las diez de la noche y nosotros aún discutiendo sobre cómo deberían cambiar las
cosas cuando una nueva generación de líderes tomara las riendas de nuestro ejército.
A las nueve de la mañana del siguiente día, como había dicho el coronel, un helicóptero
cortaba el viento buscando donde descender, cuando unas ráfagas de ametralladora lo
obligaron a levantar vuelo nuevamente.
¡Rotor, rotor, lo veo a las quince! ¡Por ahí no se meta! ¡De la vuelta y busque las nueve!
decía el operador del radio, orientando al helicóptero.
¡Por qué diablos no me avisó que podían dispararme! alegó el piloto por el radio.
Qué pena, hombre, se me olvidaba que ustedes siempre llegan cuando no hay enemigo. Le
recomiendo dar la vuelta y buscar las nueve para descender, si no quiere ser ave de corto
vuelo le aclaró el operador del radio, riendo.
¡Siendo así, regresamos en otra ocasión, cambio y fuera! dio un brusco giro para alejarse.
¡Espere, piloto! se afanó el teniente Zambrano, quitándole el radio al operador.
¡Ustedes deben recoger los heridos y dejar nuestros víveres!
¡Nuestra orden es muy clara! respondió el piloto. ¡Si el terreno no está seguro, no
podemos descender, porque estos aparatos valen mucha plata, para que los vayan a dañar!
¡Entonces para qué putas tenemos naves de guerra, si no se pueden apoyar cuando estamos
en combate! se alteró con justa razón el teniente. ¡No sean cobardes y bajen al menos por
los heridos!
¡Me da mucha pena respondió el piloto, pero no puedo descender un metro más!, ¡y
como para no perder el viaje, ahí les va la comida!

104
Una lluvia de frascos, bolsas y cajas partían las ramas de los árboles al caer. Absolutamente
todo se rompió, esparciéndose por el lugar, y el piloto regresó a la base diciendo que solo
pudo cumplir la mitad de la misión. La situación estaba bastante difícil para nosotros, con
poca munición, sin víveres, con heridos y el enemigo hostigando nuestra posición a cada
momento. Afortunadamente, las otras compañías venían en camino, y fueron ellas las que
nos solucionaron, momentáneamente, el problema de alimentación y munición. Luego nos
separamos en busca del enemigo, que huyó en cuanto vio las cinco compañías reunidas;
esto también lo supieron los pilotos y regresaron al tercer día por los heridos.
Habían pasado ocho días desde el último combate, no encontrábamos rastro del escurridizo
enemigo. Y es que en la selva es muy difícil seguir un rastro; las hojas viejas y húmedas
bajo los árboles se hunden e inflan cuando se pisan, como si nadie hubiera pasado.
Instintivamente sabíamos que estaban cerca por lo que manteniamos alerta. Al décimo día,
uno de mis soldados encontró una caja de cigarrillos húmeda y limpia, durante un
reconocimiento que realizaba con mi grupo, esto era un gran indicio de la proximidad del
enemigo. Formé quince hombres en línea, y avanzamos a rastras. De repente, una tos
rompió el silencio, miré a los soldados, convencido de que había sido uno de ellos, pero
también miraban a lado y lado intrigados. El de más lejos hizo señas de que a un costado
había un centinela enemigo, entonces ordené tomar posición de defensa, luego subí a un
gran árbol, desde donde vi pequeños y disimulados hilos de humo salir de la maraña. El
grueso del enemigo supuestamente estaba allí, a ochenta o tal vez cien metros al frente.
Descendí y bordeé su posicion, buscando una mejor hubicacion para eliminar de paso al
centinela que habiamos detectado. Una admosfera de tension se sentia en el ambiente, en
medio del silencio solo escuchaba mi corazón que palpitaba con gran fuerza y la adrenalina
corria por mi cuerpo Estabamos concentrados en no cometer el mas minimo error o ruido
que nos delatara, pues muy rara vez se presentaban estas situaciones supuestamente
ventajosas para nosotros. Mi soldado operador del radio informaba al teniente Zambrano,
para que avanzara con el resto de la compañía, mientras yo eliminaria al centinela enemigo.
Como una serpiente, me acerqué a él, cuchillo en mano. Verdaderamente, la suerte estaba
por completo de nuestro lado; el hombre cabeceaba del sueño, hacía varios días que tanto
ellos como nosotros no habíamos podido dormir tranquilamente. Esto favoreció mi acción,
y a este hombre el sueño lo llevó a la tumba. Esperé a que su barbilla se clavara en el pecho,
me puse en pie y como un rayo crucé los escasos diez metros que nos separaban. Levantó la
cabeza, incrédulo del peligro, no debió ver más que un bulto negro frente a él tapando su
boca y el dolor agudo de la hoja metálica cortando su cuello. Quedaron sin seguridad por
aquel costado. Minutos después, con la compañía lista para el asalto, los comandantes
sopesábamos la situación. Lo más probable es que hubiera más de doscientos hombres allí,
mientras nosotros éramos sesenta y dos. De ese número saldrían quince a cubrir las vías de
escape enemiga, otros doce deberían cuidar los equipos y la retaguardia de los treinta y siete
que conformábamos el grupo de asalto. Era demasiado riesgo enfrentarnos con tales
diferencias numéricas, pero no había tiempo que perder, debíamos actuar rapidamente, de lo
contrario, se enterarían de la ausencia de su camarada. El sargento Ramírez sugirió pedir
apoyo aéreo a la brigada, era una buena opción y fácil de ejecutar.
Pedestal de cobra seis, pedestal de cobra seis repetía el teniente Zambrano, buscando
contacto radial con la brigada.
Siga cobra seis para pedestal se escuchó una perezosa y gangosa voz en la brigada.

105
Solicito hablar con el comando de la brigada, cambio continuó el teniente.
¿Está en combate?, cambio preguntaron de la Brigada.
No, aún no entramos en combate, cambio.
Entonces no puedo comunicarlo con el comando de la brigada, sabe usted muy bien que
mi coronel no pasa al radio, a menos que estén en combate algunas de las patrullas. Fuera
de eso, está desayunando, no me quiero ganar una insultada tan temprano, cambio.
Mire, hermano decía el teniente, en estos momentos tengo más de noventa reses
acorraladas, listas para matar, necesito coordinar con mi coronel el apoyo, cambio.
Un momento, le comunico esto a mi coronel, cambio comprendió perfectamente el
mensaje.
Que sea lo más pronto posible, el asunto es para ya, si dejamos pasar más de veinte
minutos, nos tiramos toda la operacion, cambio.
Deme cinco minutos respondieron de la brigada.
Los ánimos se venían al piso viendo en silencio, como transcurría el tiempo desperdiciando
tan escasa oportunidad.
¡Siga! ¡Siga, cobra para pedestal seis! se escuchó por el pequeño parlante del radio.
Buenos días, mi coronel contestó entusiasmado el teniente Zambrano, este es cobra
seis, me reporto sin novedad, cambio.
¡Siga!
Hace media hora, el sargento Triana halló un centinela enemigo mientras realizaba el
registro de la madrugada, le dio de baja y ahora esperamos su apoyo para entrar en combate
con el grueso.
¿Y para qué me está esperando?, tiene todo a la mano, la suerte y la sorpresa de su lado.
¿Me pregunto yo, para qué me está esperando?, ¿o desea acaso que le reúna un grupo de
porristas y le hagamos barra?
No, mi coronel, es que debe haber casi doscientos hombres allí, mientras mi equipo de
asalto sólo suma treinta y siete. Es un ataque muy arriesgado, señor, si se enteran de la
diferencia numérica se podrían voltear fatalmente los papeles, y lo más probable es que lo
sepan cuando nuestro poder de fuego sea menor. Con todo respeto, mi coronel, quiero darle
las coordenadas exactas del sitio, para que envíen un avión fantasma a bombardear el lugar,
luego entraríamos nosotros a peinar el terreno, cambio.
¡Mire teniente! se alteró el coronel. ¡Que le quede muy claro, no voy a enviar un avión
para que gaste millones en combustible por cubrirles la cobardía!, ¡son ustedes infantes del
ejército, y le recuerdo que la especialidad del infante es el combate cuerpo a cuerpo! ¡Qué
belleza! ¡Soldados profesionales, pidiendo apoyo para enfrentar a un poco de indios
armados con machetes y palos!, ¿Me entendió bien, teniente? ¡Combate cuerpo a cuerpo!
¡Y si no me da, con semejante papayazo, mínimo diez bandoleros muertos, lo sanciono a
usted y a ese poco de suboficiales cobardes que tiene. Cambio y fuera!
El coronel se retiró del radio, dejando al encargado de comunicaciones pendiente del
desenlace. Quedamos atónitos con sus desatinadas apreciaciones y amenazantes palabras.

106
¡Perro hijo de puta! vociferó con rabia el sargento Riveros. Como nunca ha estado en
combate, cree que todo es pelicula.
Ni tendrá idea de en qué situación estamos intervino el cabo Blanco, a esa gonorrea
sólo le importa a esta hora su desayuno. Claro, pero seguramente esta esperando resultados
positivos para ir a sacar pecho como si el hubiera hecho el trabajo.
¡Bueno, ya! alegó el teniente Zambrano ahora debemos tratar de hacer las cosas rápidas
y lo mejor posible. ¿Qué opina, mi sargento Riveros?, usted es el de la experiencia aquí.
Apreciando la situación contestó Riveros, lo más indicado es hacer lo siguiente: Triana
y Blanco, con diez soldados, hacen una oreja, ubicándose detrás de ellos, buscando hacerles
sandwich. Mientras Cumbe y Gorgojo, con cinco soldados cada uno, esperan en los flancos
en caso de apoyo, bien sea a Triana o a nosotros. El resto emplazamos las ametralladoras,
los morteros y los lanza granadas aquí. Triana y Blanco deben tomar posiciones seguras en
máximo veinte minutos, luego abrirán fuego nutrido sobre ellos. Lo más probable es que
retrocedan buscando posiciones, y cuando lo hagan, aquí estaremos nosotros para recibirlos.
¿Está de acuerdo, mi teniente?
Sí, es una buena alternativa, respondió el teniente. Arranque Triana y Blanco con los
diez soldados, ¡ah!, tengan mucho cuidado con los vigias.
Quince minutos después, me hallaba buscando una buena posición para dar inicio al plan
del sargento Riveros. Nos emplazamos, abarcando una línea de más de cincuenta metros
frente al enemigo. Algo sí, nos parecía extraño; durante el recorrido no encontramos los
postas, que son los ojos de quienes están descansando. Jamás nos imaginamos que habían
quedado detrás de nosotros, no uno o dos como era usual, sino una gran avanzada de más
de veinte hombres. No se habían percatado de nuestra presencia, hasta que se dio inicio al
combate, y aparecieron con suficiente fuego como para obligarnos a retroceder.
Desgraciadamente, no teníamos para dónde correr, porque fuimos nosotros quienes
quedamos como dentro de un sandwich. Y como se esperaba, el grueso enemigo que
pensábamos encerrar retrocedió, buscando posición. Pensaron que la ofensiva había sido
tan grande, que habíamos eliminado sus veinte hombres de avanzada, y cuando se vieron
frente a frente con las ametralladoras y los morteros, reaccionaron con verdadera
desesperación. Los papeles se habían cambiado trágicamente, tal como se lo había
pronosticado al coronel el teniente Zambrano. Aparte de eso, los morteros y lanzagranadas
cruzaban sobre las cabezas enemigas, y caían donde me encontraba; escuchaba con atención
cómo las granadas partían las ramas de los árboles, indicando el sitio de su caída, después
tenía cuatro segundos para evadir la explosión. El enemigo detrás de mí había retrocedido,
no tenía necesidad de gastar munición, los morteros, las poderosas ametralladoras y los
lanzagranadas nuestros se nos estaban acabando. No habían transcurrido más de veinte
minutos del crudo combate, cuando un sonido conocido y moralizante para las tropas cruzó
los cielos, dejando caer una pesada bomba en medio de las posiciones. Escarbando como un
topo, quité pasto y tierra de la raíz de un árbol, buscando un refugio, y me tendí sobre los
arañazos que alcancé a dar. Tapé mis oídos con las manos, abrí al máximo la boca y rogué a
Dios para que no me cayera encima. Segundos después, la tierra tembló y un desbastador
viento pasó por mis costados como cuchillas afiladas. Una espesa niebla de pólvora cubrió
el lugar, y luego reinó el silencio y la desolación. Continué no sé cuánto tiempo, tendido,
esperando no estar muerto. Traté de incorporarme, mi visión se fue nublando lentamente y
los brazos se doblaron, por lo que caí de golpe sobre la tierra escarbada. Desperté en el
107
hospital militar, en medio de líquidos y gasas, con infinidad de perforaciones por esquirlas
de granada y un gran hoyo en la pierna derecha, hecho por una astilla que traía la honda
explosiva. Pero el sacrificio valió la pena, porque el coronel obtuvo lo que quiso: cuarenta y
tres subversivos, el cabo Blanco y quince soldados muertos.
Transcurrieron tres meses. Mis heridas sanaban con rapidez; ya podía hacer flexiones de
pecho y caminar hasta el corredor, donde, en un gran sillón frente a la ventana del quinto
piso, me sentaba a ver pasar las nubes, melancólico. Aunque los demás enfermos siempre
fueron muy amables, haciéndome participar de sus juegos y de algunas actividades
familiares, me sentía solo, triste y decepcionado con mi suerte, pues pensaba
constantemente en mi madre, que nada sabía de mi situación, porque no quería preocuparla.
Siempre le había dicho por teléfono que estaba bien, que mi trabajo era de oficina y en
sitios muy lejanos para ir a visitarla, pero esta vez deseaba verla. Necesitaba sentirla cerca,
para dormir tranquilo sabiendo que allí estaba, cuidando mis heridas. Todos los domingos
mi mente armaba una conmovedora escena, convenciendome de que ella había llegado con
alguno de mis hermanos. Que cada vez traían una fruta diferente, que reíamos y
charlabamos un rato, mientras me contaban cómo estaban en casa. Luego se marchaban con
la promesa de regresar al domingo siguiente. Luego me decia a mi mismo que la
imaginación puede con todo. Las enfermeras cada mañana dejaban el medicamento sobre la
mesa, para que el doliente lo tomara si deseaba sentirse mejor, sin saber si lo botaba por su
mal sabor o si consumía tan sólo la mitad. Entonces empecé a decirles que mi mamá
acostumbraba a quedarse acompañandome hasta cuando había terminado de tomar el
medicamento, porque el enfermo necesita sentir que importa mucho su recuperación, y
luego las llenaba de halagos por su belleza, lo que, por cierto, me dio excelentes resultados
por que comence a recibír una intachable atención, hasta el día en el que el médico ordenó
mi salida.
¡Sargento!, aliste sus cosas que ya tiene salida. Debe presentarse en el Comando General
de las Fuerzas Militares. Será escolta personal del comandante general.
¿Cuándo, doctor?
¡Mañana!
¿Mañana?
Sí, señor, en uniforme número tres.
Pero... no tengo uniformes, doctor, ni siquiera tengo plata. Del batallón sólo me han
enviado cincuenta mil pesos en los tres meses, y ayer los invertí en útiles de aseo.
Usted sabe, sargento, que en el ejército no se aceptan las disculpas. Tome estos dos mil
pesos, súbase en un bus que diga “Directo Carrera Séptima”, bájese en el Cantón Norte,
donde viven los escoltas solteros y consígase un uniforme prestado para mañana.
Dos horas después, me hallaba sobre la carrera Séptima, vestido con un pantalón viejo y
una camiseta blanca con letreros del Deportivo Caldas, que me había regalado uno de los
enfermeros, para que, por motivos de prestigio de la institución, me dejaran salir del
edificio. Abordé una buseta de servicio publico y descendí rato después, frente a las
instalaciones militares del Cantón Norte, esperando hallar a algún militar conocido, que me
orientara y prestara el uniforme de presentación.

108
¡Permiso, mi coronel, buenos días, el sargento Triana, que viene trasladado a esta unidad,
se presenta!
¿Sabe conducir moto? me preguntó sin mirarme, y mientras escudriñaba en las gavetas
de su escritorio.
¡Afirmativo, mi coronel!
Qué bien, sargento, entonces pasa a la escolta de la señora de mi general. Allí hace falta
una moto hizo una corta pausa, observando varios documentos que había extraído de una
de las gavetas y agregó: Espere un momento aquí, mientras llega el sargento Moya; él lo
acompañará a reclamar la moto y el armamento salió a paso largo, con el fajo de papeles
bajo el brazo.
Una hora después, estaba sentado sobre una motocicleta de alto cilindraje, con chaleco
antibalas, radio de comunicaciones y pistola al cinto.
Consígase también unas botas con punta de acero y un garrote de madera que le sirva para
romper espejos y parabrisas me dijo el sargento Moya, quien llevaba cinco años
escoltando en moto.
¿Por qué, mi sargento? ¿Acaso no es suficiente con el brazalete?
Confíese en ese brazalete, y verá cómo le pasa un carro por encima. Aquí la gente no come
de uniforme ni de brazalete, le toca montarla de bravo me dijo.

Aunque no compartí la agresividad que buscó inducirme el sargento Moya, decidí aceptar la
sugerencia, por las anécdotas de peleas que narró otro sargento, y al siguiente día, cuando el
reloj marcaba las cinco de la mañana, estaba ya en formación, frente a la casa del general,
buscando dónde colgarme el garrote de maderao, mientras escuchaba las órdenes del
coronel.
¡QAP, los escoltas de mi general! se escuchó minutos después por el radio portátil que
cada uno llevábamos, interrumpiendo las instrucciones.
Al instante, más de veinte hombres que conformaban la escolta del personaje principal
abordaron los vehículos, esperando que saliera el general para ir armando una caravana
impenetrable de dos mercedes blindados, tres camionetas y cuatro motocicletas. Una hora
más tarde, salió el hijo del general, custodiado por una caravana similar, y hacia el medio
día salió la esposa, con el cabello húmedo y completamente desarreglada. Miró a todos
lados con arrogancia y subió al Mercedes, haciendo señas al conductor de partir a toda
prisa; la seguíamos en una camioneta y dos motocicletas, de las cuales yo conducía una.
Quince minutos después, llegamos a un prestigioso salón de belleza, entregó la agenda del
día al jefe de escoltas, e ingresó, para salir a las dos horas, transformada en una presentable
dama. De nuevo las sirenas de las motos alertaban a los demás vehículos, para que abrieran
espacio mientras pasábamos. El general la esperaba impaciente en la puerta principal de un
club social al norte de la capital, donde se llevaría a cabo un homenaje a la labor de las
Fuerzas Armadas, por parte de los más acaudalados industriales del país. Ella pidió
disculpas por la tardanza, y sin reproche alguno, recibió el disimulado regaño del general,
mientras ingresaba al salón del evento, prendida de su brazo. El coronel jefe de escoltas los
siguió, hasta que se ubicaron en la mesa de los agasajados y regresó adonde estábamos los
escoltas, para distribuir responsabilidades en la seguridad del sitio, puesto que para el
109
enemigo la reunión de los poderes políticos, económicos y militares representaba una gran
oportunidad de ataque. El sargento Moya y yo fuimos ubicados en la entrada principal, para
ayudar en las requisas de los invitados. Observé cuidadosamente a las personas que
entraban, percibiendo una profunda altivez, lo comprobé cuando uno de ellos, con una
estúpida mirada de compasión, se me acercó y depositó en el bolsillo de mi camisa un
billete de diez mil pesos, diciendo: “Para que compre cera para sus zapatos o se tome un
refresco, yo sé que ustedes sufren mucho”. Ese gesto de pesar me humilló enormemente y
me despertó infinidad de sentimientos econtrados; había creído que el verme armado hasta
los dientes, tensando los músculos y mirando con fiereza en mi entorno, infundiría respeto,
mas no compasión. Qué ironías; Cuestionaba la actitud de este hombre con el sargento
Moya, cuando pasaron frente a nosotros hermosas tenientes, empujando varias sillas de
ruedas con soldados mutilados en combate. “Son los Héroes olvidados”, le dije a Moya,
“son la parte visible de la guerra y lastimosamente el orgullo de nuestros generales. Y aqui
los traen para que los aplaudan estos señores de doble moral. Para ellos, solo somos los
idiotas útiles”.
Pasaron frente a nosotros estos jovenes valientes; Muchachos con cara de niño, en ellos se
veia el dolor, el miedo y la incertidumbre. Era evidente que muchos quedaron lesionados
para el resto de sus vidas. Y muy seguramente ahora tendran que lidiar con su rehabilitación
a solas. Son los sobrevivientes malheridos, los jovenes que vivieron y sufrieron los
procesos de la guerra en carne propia y ahora luchan por volver a la calle. Son héroes de
una triste guerra que por muchos años ha dejado profundas heridas y superficiales
soluciones.

Mirandolos recordaba como despues de un combate, en varias ocasiones un rescate podía


tomar entre 10 y 30 horas. Mientras los soldados que podían salvarse morían desangrados o
sus heridas se agravaban tenazmente, todos sabiamos que la primera hora y los primeros
auxilios eran cruciales en esos momentos. Y aun asi seguian aferrados a la vida.

Volvi a la realidad, allí continuaban frente a nosotros, estos jovenes que fueron a la guerra,
arriesgaron sus vidas en pos de un ideal, que cerraron los ojos a las dudas, porque allí
adentro la consigna es "vencer o morir". Ahora cada uno tiene su propia historia. Y muy
seguramente se estaran preguntando: ¿Valió la pena tanto dolor y sacrificio, tanta entrega y
heroísmo?.

Y aunque el sargento comenzó a observarme de manera sospechosa por esta posición,


minutos después me cedió la razón, cuando entendió que no había necesidad de ir muy lejos
para confirmarlo, bastaba ingresar al salón de la velada para sentir una fuerte atmósfera de
hipocresía, ver la parodia de justicia y patriotismo de los que días antes se abrazaban y
felicitaban con nuestros enemigos en una mezcla de dialogo y ahora, en medio de los
generales, estaban pidiendo a gritos atizar más la guerra.

Desde que los grupos revolucionarios juntaron la suficiente fuerza para desestabilizar la
pirámide de poder, el conflicto se volvió importante para ellos y pasó hacer numero uno en
sus agendas. Entonces se volvieron los verdaderos protagonistas de la guerra, pero sin dar la
cara al combate, solo atizando el fuego, porque para ellos es más fácil criticar o animar, que
sudar el uniforme, y exponer el pellejo. Esa noche era evidente que deseaban salir del

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banquete, satisfechos con las cifras de muertos que exponía un coronel. A su salida
palmoteaban la espalda de cada soldado que encontraban en su camino. Sin necesidad de
quitarme la gorra para airear el cerebro, comprendí también que en las guerras los más
afectados siempre son los pobres, son los que ponen el pecho, como los soldados exhibidos
esa noche, quienes con su tímida presencia resaltaron la innegable diferencia entre las
clases sociales y la misma vida militar, porque mientras ellos contenían sollozos de
infortunio, sus superiores controlaban la postura, la elegancia y la altura del whisky en la
copa. A alguien le escuché decir alguna vez: “Aunque a todo militar se le puede atribuir el
título de soldado, debemos clasificarlos por grados para sacar los gustos y preferencias de
cada uno, de acuerdo con su cultura y entorno”. Y efectivamente, allí se veían a los altos
mandos siendo el centro de atracción, felices haciendo la guerra, así sea a distancia. “¡Qué
carajos!”, lo importante es que se vea la sangre y el temor a las armas, para seguir en el
podio de la manipulación y los halagos, que, por cierto, recibieron sin descanso hasta que
finalizó el evento y que se extendió hasta la una de la madrugada. Finalmente llegaron a la
conclusión de que lo mejor era humanizar la guerra para aliviar presiones internacionales,
lo que para la gran mayoría de los asistentes era darle una ración extra de comida a los
soldados, o, en el mejor de los casos, que se le reconociera el derecho a la pensión, primas,
pagos por muerte o invalidez y asistencia médica para sus hijos, porque ahora sí
necesitaban la motivación para futuras inmolaciones, ya que el único impulso latente para la
lucha era el concepto de honor. Incluso, todos estuvieron de acuerdo en que se debía
involucrar a toda la sociedad en el conflicto, bajo la maxima del que no esta a favor del
gobierno esta en contra de el. Posición que se asumiría como estar a favor de los violentos y
facilitador del terrorismo, y para hacer efectiva la medida, varios pidieron restringir las
garantías constitucionales de libertad personal, restringir la libertad de prensa y darle
funciones extraordinarias a las Fuerzas Armadas, para que pudieran efectuar allanamientos
y capturas sin orden judicial. Este punto me dejó pensativo, puesto que, hasta el momento,
nadie en las patrullas se preguntaba si torturar para buscar informacion era legal o no, por
que se venían haciendo de acuerdo con el criterio de cada comandante. Sin embargo,
después de salir los ponentes para tal iniciativa, pude presagiar que nunca antes había
habido tanta represión en nombre de la libertad sobre un pueblo cuya inocencia se
presumía. Mi sensación era que se buscaba terminar con una amenaza latente al precio que
fuera, logicamente sufriendo los de su estrato social hacia abajo, al fin de cuentas, qué más
daba, ya debían estar acostumbrados a las aberrantes medidas de injusticia. Y aunque la
reflexión sobre muchas situaciones de mi vida militar fue después del retiro, esa noche me
convencí del dominio que tiene el dinero al momento de trazar los destinos de una nación.
Un poder que se concentro en unos pocos y que no solo determinan la economia sino el
destino politico del pais, ademas, con el consecuente manoseo de los medios de
comunicacion para dividir a los mismos desposeídos.

Mi reloj marcaba las dos de la madrugada, cuando el general y su señora salieron,


abriéndose paso entre venias y halagos de los asistentes, abordaron el vehículo, y
nuevamente las sirenas de las motos espantaron el silencio de las desoladas calles. Quince
minutos después, habíamos llegado a su apartamento, y mientras la señora ingresaba al
edificio a toda velocidad, cubriéndose la cabeza con la chaqueta, el general nos daba la
orden de estar nuevamente en su puerta a las cinco y media de la mañana. Desconcertado,
miré a mis compañeros y los vi con una pasividad acostumbrada.

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Oigan, ¿será que mi general se equivocó de hora? les pregunté.

¿Por qué? me respondió el jefe de escoltas.

Porque son las dos y media de la mañana, y mi general dice que nos espera a las cinco y
media.

Lo mejor es que se vaya acostumbrando dijo uno de los sargentos, aquí vino a hacer
curso de búho.

Bueno, señores intervino el coronel, no alarguemos esto y aprovechemos el tiempo más


bien para dormir. Queda autorizado el que se quiera quedar durmiendo en el carro, y el resto
deben estar nuevamente aquí a las cinco de la mañana, para darle una revisada al
armamento y los carros.

Y aunque la habitación que compartía con dos cabos quedaba relativamente cerca, no quise
incomodarlos tocando puertas, decidí, entonces, dormir en uno de los vehículos destinados
para la escolta. Medio aflojé las correas del arnés y me acosté en la silla trasera,
acompañado de infinidad de pensamientos, me preguntaba también cómo puede adaptarse
un guerrero a un trabajo servil, que prácticamente era a lo que se reducían mis labores, pues
permanecí más tiempo llevando tarjetas y regalos, que realizando actividades propias de
seguridad. “Esto es algo indigno”, pensé, puesto que ya me había acostumbrado a la vida
del combatiente, a cargar en hombros a mis enemigos y compañeros muertos, a disfrutar la
libertad de los campos, de las montañas y a escuchar el canto de las aves, mientras me
recuperaba. Unos marcados recuerdos que empezaron a llenarme de nostalgia y tristeza, y
del deseo de regresar a mi anterior labor o a cualquier patrulla lo más pronto posible, pero
el destino parecía estar marcando mi vida en contra de mis deseos, porque una tarde,
cuando obligaba a detenerse un automóvil para darle paso a la esposa del general, que se
dirigía a un evento social, su conductora sacó la cabeza por la ventana para repudiar mi
abuso.

¿Por qué me detiene? ¡Abusivo! ¡No ve que mi semáforo está en verde!


¡Un minuto no más, señorita! le grité.
¿Quiénes son ustedes para hacer lo que se les venga en gana? preguntó la joven, alterada.
¡Cállese, vieja escandalosa! le gritó el cabo Ríos desde uno de los vehículos escolta.
¡Claro, muy machos! ¡Como andan en manada y armados! ¡Deberían estar más bien en el
monte persiguiendo guerriller...!
No escuché más, la caravana pasó, y yo debía adelantarme para taponar el siguiente
semáforo. Quince minutos después, llegamos a un exclusivo restaurante de la Zona Rosa,
en la ciudad de Bogota, donde ingresó la esposa del general acompañada de varias mujeres
de la alta sociedad. Los escoltas permanecimos deambulando de esquina a esquina hasta las
nueve de la noche, hora en que el jefe de grupo pudo confirmar que la señora estaría allí
hasta la media noche. Me dirigí, entonces, a un restaurante de comidas rápidas, en busca de
algo liviano y en el preciso momento cuando estacionaba la motocicleta, vi el vehículo de la
joven que horas atrás vociferaba sus derechos.

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¡Hey!, ¡el de camuflado! me reconoció la joven, cuando pasé cerca de su mesa, en
dirección a la barra, por mi pedido.
¿Sí?, ¿en qué le puedo servir, señorita? le pregunté, cortésmente.
¡Usted fue el que me paró en el semáforo para que pasaran los reyes magos! ¡Estúpido!
afirmó, con agresividad.
Sí, señorita, y discúlpeme si le causé alguna molestia, entienda que estaba cumpliendo con
mi trabajo le dije, sin alterar mi ánimo.
¡Ahh!, ¡no!, discúlpeme usted por ingenua, pensé que las funciones de la fuerza pública
era garantizar la tranquilidad, no armar el desorden, como lo hizo en el semáforo.
Mire, señor interrumpió una de las cuatro jóvenes que la acompañaban, le pedimos mil
disculpas por mi amiga, ha bebido un poco y eso la hace hablar más de lo prudente. Haga
de cuenta que no pasó nada y siga tranquilo a comer su hamburguesa.
¡No!, espere un momentico que no he terminado aún, el destino me lo envío para que le
diera un jalón de orejas por abusivo.
Abusivo no es mi nombre señorita, es Benhard dije y me alejé.
Esa noche la vi como una niña malcriada y grosera. Pero cuando salí del lugar, aún su voz
resonaba en mi cerebro, su perfume me seguía y su hermoso rostro no se apartaba de mis
pensamientos. Decidí regresar al siguiente sábado, en busca del jalón de orejas que había
prometido. Fortuna o no, la encontré a la misma hora y en el mismo lugar. Pasé cerca a su
mesa, esperando escucharla en igual posicion de la vez anterior. No pasó nada, sólo miradas
inciertas. “De pronto no me recuerda”, pensé, y decidí sentarme en diagonal a su mesa,
donde podía verme sin obstáculos. Igual, sólo miradas inexactas sobre mí. No quería darme
por vencido, no podía dejar extinguir esa llama de atracción que ahora me embargaba. Tenía
que escucharla esa noche, entonces decidi esperarla cerca de su auto para facilitar el
encuentro.
Disculpe, señorita le dije, cuando se disponía a abordar el vehículo.
¿Otra vez usted?
Sí, quería ofrecerle disculpas por el incidente en el semáforo, y por haberla dejado
hablando sola la semana pasada.
¿Y quién le dijo que estábamos hablando?, yo estaba hablando, usted únicamente debía
escuchar insistió, con vanidad.
No era más, señorita dije y me alejé, es tonto disculparse con una persona como usted.
¡Espere! dijo.
Me detuve sin mirar y ella continuó:
Soy un poco altanera a veces, acepto sus disculpas y usted acepte las mías.
Qué bien, las acepto, siempre y cuando me acepte un helado.
Está bien, pero cerca de aquí.
Desde ese día entró a ser parte de mi vida, dueña de mis sueños, néctar de mis labios y dos
años mas tarde madre de mi hija. Con ella empezaba a sentir nuevamente el amor, ese
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sentimiento que se había apagado años atrás. Sentí que seria mi esposa desde el primer beso
que nos dimos; lo sentí tan suave, tan tierno, tan delicado. Desperto en mi sensaciones que
no sentia desde mi primer amor y ahora me embargaba por completo, era tan suave y tan
fuerte a la vez que me obligo a cambiar las expresiones fuertes y machistas por esquelas,
flores, chocolates y cartas de amor. Me sentía distinto, habia cambiado, mi vida estaba dado
un giro para bien. Pero como generalmente ocurría cuando empezaba a estar cómodo en
algún lugar, mis superiores ya estaban preparando mi traslado para otra zona del pais como
ocurre con casi todos los militares. En el fondo sabia que esto afectaria enormemente mi
relacion sentimental.
–No entiendo por qué le gusta nadar en contra de la corriente –me decía el coronel en su
oficina–, incumplirle una orden a la señora de mi general es como incumplírsela a él
mismo.
–Siento mucho haber incumplido esa orden, señor, jamás imaginé que fuera a llegar tan
lejos el asunto, pensé que la señora entendería que estaba en un error –respondí,
desalentado–. Pero no haber cumplido una orden ilógica como la de hacer retroceder más de
cincuenta carros para que la señora pudiera parquear su vehiculo donde queria y esto,
despues de haber pasado de largo por descuido, merece una sanción y el traslado, me iré
gustoso, señor, porque hice lo que creí correcto.
–Pero, hombre, usted lleva diez meses aquí, imposible que en ese tiempo no haya entendido
las cosas. Qué le costaba detener el tráfico, mientras el carro de la señora daba reversa.
–Era más fácil dar la vuelta que dar reversa, señor, así no hubiera armado el trancón ni el lío
que tengo.
–Bueno, de todas formas el daño ya está hecho, y aunque no estoy de acuerdo con la
sanción ni el traslado, debo cumplir las dos, es orden de mi general, a él no le gustan los
sindicalistas.
Al siguiente día efectuaba la presentación bajo la carpa de comando, en un batallón de
contraguerrillas ubicado en las selvas del Caquetá.
–¡Buenos días, mi mayor, el sargento Triana que llega trasladado a esta unidad se presenta!
–¿Usted es el que llega de las oficinas del comando general? –me preguntó, observándome
de abajo arriba.
–Pues no precisamente de oficina, mi mayor, pero sí pertenecía al comando general.
–De todas formas, todo el que esté en Bogotá, si no es de oficina es escolta.
–Acertó, mi mayor, yo era lo segundo.
–¡Ah! Bueno saberlo, sargento, entonces usted toma el mando de mi seguridad, la seguridad
interna del puesto de mando, la externa la tiene asignada el teniente Óscar con su compañía.
Esto, mientras se adapta a la guerra, porque generalmente los escoltas nunca han patrullado.
–Sí, mi mayor, por primera vez estoy tan cerca de la guerra, le agradezco su consideración –
acepté, con una leve sonrisa.
Desde ese mismo instante me puse al frente de la seguridad; estuve revisando las trincheras,
el perimetro de los campos minados, campos de tiro, las armas pesadas y la asignación de
área por cada soldado para un eventual ataque enemigo. Fue cuestión de varias horas para
adaptarme nuevamente al sudor, al olor a pólvora y a las incomodidades de llevar la casa a
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cuestas, porque el equipo del soldado es la cama, el comedor, el armario, la gaveta del baño,
la mesa de noche, es todo cuanto posee para subsistir como persona.
Los días se hacían largos y las noches muy cortas, de pronto porque ya había adoptado la
costumbre de levantarme a las tres de la mañana, y en medio de la oscuridad recoger la
hamaca y cuanto había utilizado para dormir. Luego vertía dos cucharadas de avena en un
jarro con agua, y la bebía calmadamente, mientras observaba el cielo buscando mi estrella.
Generalmente, eran diez o quince minutos de vagos pensamientos, que terminaban siempre
en un profundo suspiro de ilusiones, mientras me alejaba en busca de los centinelas. A las
cuatro treinta de la mañana levantaba a la tropa, y ordenaba tomar posición a la defensiva;
porque generalmente los ataques de mayúscula sorpresa se realizan en la madrugada,
aprovechando así la oscuridad para el asalto y la luz del día para huir bajo los árboles. Por
esa razón, permanecía la mayor parte del tiempo dando vueltas a la base, evitando que se
durmieran los centinelas, acompañándolos quince o veinte minutos en cada puesto, tiempo
en el que escuchaba parte de sus tristes historias, ya que comprendía lo estresante y
monótono que es esperar al enemigo: cada ruido, cada movimiento que causa el viento
fuera de los límites de la base es motivo de alarma. Este acercamiento también me hizo
conocer muy de cerca sus vidas, sus familias, sus aventuras amorosas, sus fracasos y sueños
para el futuro. Los escuchaba con atención porque ahora deseé conocer muy de cerca las
personas que estaban bajo mi mando, para no cometer injusticias ni errores cuando impartía
órdenes, que a veces se debían impartir muy sabiamente, para no tener efectos contrarios.
Los casos de hurto de dinero continuaban presentandose en los mandos militares, recuerdo
claramente que el soldado Medina, apodado el sordo, y no precisamente porque fuera sordo,
si no por su lentitud para captar los mensajes, lo que daba la impresión de que no había
escuchado bien. A este joven lo traigo en mi memoria con una entrañable nostalgia, por su
buen comportamiento, humildad e ingenuidad. Me hice su amigo, su confidente y protector,
cuando me enteré de las mañas que utilizaba el sargento encargado de pagar los sueldos: el
sordo le había pedido el favor de que le consignara el sueldo en una cuenta a nombre de su
madre en la Caja Agraria, único banco del pueblo, el sargento mensualmente le entregaba
una supuesta copia del recibo de consignación del dinero, y el sordo, como no sabía leer ni
escribir, se conformaba con la palabra de un sargento del ejército, sin saber que su madre se
moría de hambre y necesidades por que nunca recibio el dineroque le había prometido su
adorado hijo. Y aunque luché a capa y espada para que el sargento reintegrara el dinero, no
pude hacer nada, puesto que ningún mando superior se interesó en abrir la investigación,
eso sería para ellos ponerse la soga en el cuello, ya que, según un soldado cercano al mayor,
desde los capitanes hasta el mayor robaban dinero de los sueldos y la alimentación de las
compañías.
Recuerdo la tarde en que llegó el comandante de la Fuerza Aérea, acompañado de unos
artistas musicales muy populares en el momento, esto formaba parte de una campaña
interna que tenia como objetivo levantar el animo y la moral de los combatientes. Como si
la moral dependiera de estimulos musicales. Esto me confirmaba una vez mas que los altos
mandos no conocen las necesidades de sus subalternos y mucho menos lo que significa el
liderazgo. En una de las rifas, dirigida por Marbell unas de las cantantes, el sordo se ganó
una máquina de afeitar de baterías. Después de marcharse los artistas invitados, salió
corriendo en busca de un espejo para ensayar su regalo. Con gran sorpresa, lo hallé justo
con la mano en alto, dispuesto a estrellar la máquina contra el piso.
–¡Espere!, ¡Espere, sordo, no la dañe!
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–¡No es justo, mi sargento! –respondió airado–. ¡Soporte todo el dia bajo tremendo sol, a
ver si me ganaba algo y mire con lo que me salen! ¡Esta mierda que no hace más que ruido!
Y mientras le hablaba de las hermosas piernas de Marbell, tomé la máquina, la destapé para
revisarla, y encontré que las cuchillas estaban completamente oxidadas. Las extraje con
cuidado y se las entregué en la mano.
–Métalas en un jarro con alcohol, déjelas remojar un rato, y luego límpielas con un cepillo,
como el de los dientes –le expliqué.
–Gracias, mi sargento, ya consigo el alcohol –respondió, esperanzado.
Pareció que hasta ahí había llegado el asunto, pero no, tres días después, mientras trataba de
conciliar el sueño acostado en la hamaca, escuché una agresiva reprimenda.
–¡Sordo marica! ¡Cómo se le ocurrió cambiar la máquina por este anillo que no vale una
mierda, y fuera de eso le da encima! ¿No ve que es de cobre? – le decia Nagles, su mejor
amigo.
–El me juró que era oro –respondió el sordo ingenuo.
–¡Ese marica no se va aprovechar de usted porque es sordo y bobo! ¡Camine, a ver, yo lo
acompaño para que le devuelva la afeitadora y la plata! –le dijo Nagles tomandolo del
brazo.
Conociendo el temperamento agresivo de la mayoría de los soldados voluntarios, y en
especial el de Nagles, les seguí, ocultandome en la oscuridad.
–¡Oiga! ¡Cabrón! ¡Devuélvale la afeitadora al sordo! –gritaba Nagles, frente a la hamaca
del soldado Puerta Higuita, quien ya estaba durmiendo.
El sordo se limitaba a mover la cabeza, asintiendo o negando, de acuerdo con lo que decía
Nagles, mientras el soldado Higuita se ponía en pie, acomodando sus botas de caucho.
–¿Cuál es la bulla, defensor del pueblo? –preguntó Higuita, desafiante mientras se
levantaba.
–Vengo a que le devuelva la afeitadora al sordo, el anillo que le dio se lo puede meter culo
arriba.
–¡Ah, sí, y qué tal si me ayuda! –dijo Higuita, mientras propinaba un cabezazo en la nariz
de Nagles.
Se trabaron en una singular pelea, mientras el sordo miraba a todos lados, pendiente de que
no los viera algún superior. Dejé que sus puños se cruzaran un buen rato, luego los separé,
pero esto no sería suficiente, puesto “que ya traían un roce desde tiempo atrás”, como me
dijo el sordo. Opté por pedirle al teniente Oscar que tuviera en su compañía al soldado
Nagles, el más agresivo. Nunca entendí por qué después del gran aprecio que sentía por el
sordo, decidí enviarlo también al siguiente día para la compañía del teniente, algo me decía
que el soldado Nagles velaría por él, ante sus infantiles acciones, presentimiento bastante
contradictorio, puesto que mi grado y cargo le podía hacer la estadía más llevadera en el
ejército. De todas formas, lo había recomendado bien con el teniente, con quien, con las
idas y venidas de su compañía a la base, fuimos creando una gran amistad, que, por cierto,
empezó a tambalear por culpa del mayor, quien buscó encubrir su falta de decisión y coraje
con mi lealtad, la situacion se asentuo cuando el soldado encargado de las comunicaciones
interceptó una conversación enemiga.
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–Ese es un paso muy peligroso, camarada, me tocaría bordear el cañón para que no me
vayan a coger en ese hueco.
–Bordeándolo se gasta todo el día, hombre, échese la bendición y pase al trote, que por ahí
no hay patiamarrados.
–Bueno, camarada, de todas formas esté pendiente, por si pasa algo. Recuerde que sólo
tengo veinte hombres.
–Pase tranquilo, hombre, que cualquier cosa yo le llego, así me demore un poquito, usted
también sabe lo lejos que estoy.
Hacía varios días las patrullas no daban un resultado notable contra el enemigo, y el sitio al
que hacían referencia en la comunicación estaba a cinco kilómetros de la base, un punto
bastante propicio para montar una emboscada. Parecía ser un día de suerte, por lo que el
mayor decidió jugar la partida con la compañía del teniente Oscar, donde ahora marchaba
Nagles y el sordo.
–Escuche atentamente la orden que le voy a dar, teniente –decía el mayor por el radio–,
saque el mapa y extiéndalo en el piso.
–Ya está listo, señor.
–Ubique el cañón de la María, está a cinco kilómetros de aquí.
–Ya lo ubiqué, señor.
–Tome la dirección.
–Doscientos veintidós grados de dirección, señor.
–Bueno, muy bien, ahora deje una escuadra con los equipos y aliste el armamento, que en
menos de una hora debe tener montada una emboscada en ese sitio.
Pasaron no más de cuarenta minutos, cuando se escuchó al teniente Oscar por el radio.
–Ya estoy llegando al sitio, señor, pero el soldado puntero me dice que algo anda mal,
solicito hacer un registro primero, antes de empezar a subir al sitio de emboscada.
–¡Qué registro ni qué mierda, teniente! ¡Si se pone con registros y arandelas, no va a montar
la emboscada a tiempo!
–Debería dejarlo hacer el registro, mi mayor –intervine con respeto–, si el soldado puntero
dice que algo anda mal, es porque algo anda mal, no se debe ignorar la experiencia de un
soldado con más de diez años en la guerra, señor.
–Y a usted quien le pidió sugerencias, escoltica del comando, ¡yo soy el comandante, soy el
que determina cuándo algo anda mal, así que no intervenga en mis asuntos, si no quiere una
sanción!
Si mi grado y experiencia no eran suficientes para una sugerencia, mucho menos acataría el
presentimiento del soldado, que era lo más lógico, porque como en cualquier profesión, la
persona se forma con la experiencia, y en este caso un combatiente se forma en medio de la
guerra, y este soldado ya olía el enemigo en el aire, sabía cuando algo estaba mal. No se
puede definir claramente con palabras un presentimiento de emboscada, de pronto porque el
silencio es total, porque los pájaros no cantan, el viento no sopla, como si se quedaran
expectantes ante lo que va a suceder. Precisamente por no escuchar esa corazonada la vida
de todos los que conformaban la patrulla estaba pendiente de un hilo.
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–¡Es una emboscada, mi mayor!, ¡la comunicación que interceptó era un cebo para traernos
hasta acá! –gritó el teniente por el radio.
–¡Cálmese, cálmese, teniente! ¡Combátales, que sólo son veinte! –dijo el mayor.
–¡No, mi mayor, no son veinte, deben haber más de doscientos! ¡Solicito apoyo para salir
de ésta!
El mayor me miró interrogante, luego pidió al operador del radio que lo comunicara con la
base aérea más próxima.
–¡Solicito apoyo aéreo a las siguientes coordenadas! –pidió el mayor, ya comunicado con la
base aérea–. ¡Me están copando una compañía más de doscientos facinerosos!
–Lo siento mucho, mayor –respondió el comandante de la base aérea–, en este momento no
tenemos disponibilidad de naves; hay dos helicópteros en mantenimiento y tres más ya
cumplieron las horas de vuelo. Le recomiendo hacer el apoyo terrestre, mientras pido su
apoyo a Bogotá.
El mayor tiró el micrófono del radio sobre la mesa, se puso de pie, encendió apuradamente
un cigarrillo y dio grandes bocanadas de humo, luego salió fuera de la carpa, mirando el
sitio del combate.
–¡Necesito urgentemente el apoyo, señor! ¡Me están acabando la tropa! –se escuchó
nuevamente al teniente por el radio.
–¡Resista mientras llega el apoyo aéreo, teniente! –respondió el mayor.
–¡La base está cerca, mi mayor! ¡Solicito que el sargento Triana se acerque y me apoye con
los morteros, mientras tanto! ¡Estoy en un sitio de donde no me puedo mover ni para
delante ni para atrás!
Al escuchar la súplica de auxilio que con desespero hacía el teniente, salí corriendo en
busca de los morteros. Ya los soldados estaban en sus posiciones esperando órdenes.
–Se quedan los centinelas, el resto, carguen los morteros y síganme –ordené.
–¡Un momento, sargento! –me detuvo el mayor–. ¡Yo no he dado la orden de salir con esos
morteros!
–Disculpe, señor, quería tener todo listo para cuando ordenara salir.
–¡No, sargento! ¡Nadie va a salir! ¡Esta base es más importante que la compañía del
teniente! ¡Dentro de muy poco llegará el apoyo aéreo!
–Con todo respeto, le recuerdo, señor, los apoyos aéreos llegan casi siempre a recoger los
muertos, así que le pido me deje ir con diez soldados, suficiente para operar los morteros.

–¡No puedo exponerme a que los maten y se lleven los morteros, suficiente con los muertos
que tiene la compañía del teniente!
–¡Mi mayor! –interrumpió el soldado radioperador a gritos–. ¡Mi teniente acaba de
informar que van más de quince soldados muertos!
–Esa compañía tiene una oportunidad de sobrevivir con el apoyo de los morteros, déjeme
avanzar dos kilómetros con ellos, señor.
–¡No, sargento! ¡Dejarlo ir significa quedarme solo con los centinelas!

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–Pero ésta en una buena posición, señor, los centinelas pueden aguantar más de lo que
puede resistir la compañía en esa emboscada.
Su comportamiento me daba a entender que no sabía cómo manejar la situación, no deseaba
dejar la base con pocos hombres por temor a un ataque; cabía esa posibilidad, comprendía
perfectamente, pero lo que no comprendía era el hecho de no agotar recursos para salvar a
sus hombres, como dejarme ir con diez soldados de apoyo para darle una esperanza de vida
a la agonizante compañía. Esperé a que regresara a su carpa de comando y salí con mis
hombres, a apoyar a quienes ya estaban casi perdidos por falta de munición. Llevaba un
poco más de veinte minutos disparando los morteros, cuando hizo su aparición el tan
anhelado apoyo aéreo, y descargando sus poderosas bombas, obligó al enemigo a retirarse.

–¡Usted es un cobarde, sargento! ¡No merece estar al mando de los soldados que tiene! –me
gritaba el teniente tres horas después de haber llegado a la base con media compañía
muerta.
–No entiendo de qué me está hablando, mi teniente, hice lo que pude para ayudar a su
compañía –le respondí, extrañado.
–¡Si hubiera llegado antes, si no hubiera entrado en pánico y escondido cuando mi mayor lo
mandó a buscar para ayudarme!
No entendía lo que estaba pasando, expuse mi vida y libertad, desobedeciendo al mayor por
ir en su ayuda, y estaba siendo tildado de cobarde.
–Déjeme explicarle, mi teniente, yo…
–¡No tiene nada que explicar sargento! –me interrumpió y se alejo.
Pensativo, incliné la cabeza, mientras me dirigia desmotivado a la soledad de una trinchera.
–¿Le pasa algo, mi sargento? –me preguntó el centinela.
–No estoy seguro, lo que sí estoy es muy desconcertado con las palabras de mi teniente,
pensé que teníamos una buena amistad.
–Háblese con el soldado de comunicaciones, él debe saber lo que está pasando.
Sin que el teniente ni el mayor se enteraran, me reuní unos minutos después con el soldado
encargado de las comunicaciones bajo la misma trinchera.
–¿Usted sabe lo que está pasando conmigo? –le pregunté.
–Le cuento, mi sargento, porque usted es un varón, y no se merece lo que está tramando mi
mayor.
–Gracias, hombre, por favor cuenteme, mi orgullo y honor están en juego.
–Si fuera únicamente eso, mi sargento; el comandante de brigada viene en camino y me late
que usted pagará parte de los platos rotos.
–Por qué? hice lo que tenia que hacer, todos ustedes lo saben, si no me hubiera acercado
con los morteros, hubieran acabado con la compañía.
–Yo lo sé mi sargento, y los soldados de la compañía “Bravo” que sobrevivieron lo saben.
–¿Si lo saben los soldados, por qué no lo sabe mi teniente?
–Porque desde que llegó mi mayor no lo ha dejado salir de la carpa de comando.

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–Algo se trae entre manos mi mayor, él sabe que es el único responsable del fracaso.
–Usted sabe, mi sargento –me aclaró el soldado–, la cuerda se rompe por el lado mas
delgado, si el comandante dice que Jesús es el diablo, es diablo, y si uno dice lo contrario,
se lo lleva el putas, y eso fue lo que le pasó a usted.
–No se ponga con huevonadas, hermano, y termine de contarme lo que pasa antes de que lo
manden a buscar.
–Después de darse cuenta de que usted había salido de la base con los morteros
incumpliendo la orden, se ofendió tanto, que lo echó al agua con el comandante de brigada.
–Que ridículo, el comandante de brigada no tenía por qué enterarse, él es mi comandante
directo, puede sancionarme cuando quiera y las veces que quiera pero no tenia por que
llamar a nadie.
–Pues sí –me respondió el soldado–, pero en la brigada también escucharon cuando mi
teniente le dijo que la única salvación era usted con los morteros.
–¿Y eso no fue precisamente lo que hice? –le interrumpí.
–Sí, mi sargento, pero eso no fue precisamente lo que le dijo mi mayor al comandante de
Brigada; él dijo que usted había entrado en un shock nervioso cuando empezó el combate,
por que usted nunca había patrullado, y que por eso no había enviado el apoyo antes, y a mi
teniente le dijo lo mismo.
–¿Y mi teniente se comió ese cuento?
–Si lo decía mi mayor, supongo que sí.
Comprendí perfectamente la reacción del teniente; el mayor estaba cubriendo su falta de
capacidad de decision con mi pellejo. Eso no lo podía soportar. “Prefiero que me tilden de
cualquier otra cosa menos de cobarde”, pensé. Y con la calma que da la experiencia en
algunas situaciones, le pregunté al mayor bajo la carpa de comando.
–Con el respeto que usted se merece, señor –tomé la posición de firme como es costumbre–
solicito una explicación por lo que usted le dijo al comandante de brigada y a mi teniente.
–No le ponga atención al teniente, sargento –me respondió con cínica tranquilidad–, está
muy alterado, es comprensible, casi le acaban la compañía
–Usted sabe que el teniente y yo teníamos la razón –fui directo al grano–, si me hubiera
dejado ir a tiempo con los morteros, no hubieran matado veintidós soldados, pero como
temía quedarse solo con los centinelas, señor...
–¿Me está diciendo cobarde, sargento? –preguntó, alterado.
–¡Sí!, más directo no puedo ser, señor, si no pude llegar a tiempo fue por su cobardía.
–¡Retírese, sargento, me está atacando!
Regresé nuevamente a la trinchera, cinco soldados de los que me habían acompañado con
los morteros me esperaban impacientes.
–Tranquilo, mi sargento, no vamos a dejarlo solo en esto; cuando llegue mi general nos
vamos a meter para explicarle todo. Por comandantes como usted, se justifica dar la pelea –
me dijo uno de ellos.

120
Me hundí en el pensamiento, buscando la forma de contrarrestar las versiones del grado
superior contra la realidad.
–¡Por orden de mi general, queda usted detenido mientras pasa a manos de la justicia! –me
dijo un capitán esa misma tarde, cuando el comandante de la brigada llegó con su comitiva
para ver los resultados de la emboscada.
–¿Con qué cargos, mi capitán? –le pregunté.
–¡Cobardía, ataque verbal a un superior, incumplimiento a órdenes, insubordinación! ¿Le
parece poquito, sargento?
Después de entregar el armamento, fui llevado por cuatro soldados hasta un improvisado
calabozo bajo una garita.
–Mi general quiere verlo –me dijo, media hora después el mismo capitán.
Custodiado por cuatro soldados, llegué a la carpa de comando, donde me esperaban el
general y el mayor.
–¡Déjenos solos! –se dirigió al mayor.
Y a través de los lentes de sus diminutas gafas doradas, me lanzó una fría mirada, mientras
sacaba de su maletín un pequeño libro de justicia penal.
–Los soldados ya me enteraron de cómo habían sido las cosas, algunas contradictorias a la
versión del mayor –dijo, y luego hizo una pausa, mientras ojeaba el libro–. ¿Por qué los
soldados están dispuestos a pedir la baja, si lo paso detenido a usted?
–No sé, señor, de pronto me consideran un buen líder.
–¿Líder? ¿Y por qué no comandante, como lo da su grado?
–Porque hay una gran diferencia, señor.
–¿Sabe usted la diferencia entre líder y comandante, sargento?
–El comandante es el que grita, golpea e hiere a los subalternos para esconder su
ignorancia, el líder diseña planes de solución y motiva a su gente para que lo sigan sin
temores y enseña.
–Son ofensivas sus palabras, sargento, ahora entiendo por qué el mayor tiene un concepto
tan bajo de usted.
–Soy directo, señor –le dije, conservando mi posición altiva.
–¡Silencio! –me interrumpió–. ¡Uno puede ser directo, siempre y cuando le den la
oportunidad de hablar!
–¿Y si no hay esa oportunidad, señor?
–Se guarda las opiniones para otra ocasión –dijo y me miró fijamente–. ¡Al superior no se
lo critica, se lo admira! Y a quien le quede difícil aceptar estas cosas, es mejor que piense a
tiempo en el retiro.
–¡Como ordene, mi general! –dudé por un instante–. Pero deseo dejar algo muy en claro,
señor, si no me hubiera escapado con los morteros, no tendría la mitad de la compañía con
vida, estarian todos muertos.

121
–Es un punto a favor y en contra suyo; de haber perdido toda la compañía, hubiera afectado
bastante mi carrera. Lo que no puedo perdonar es el hecho de haber desobedecido al mayor,
insubordinarse y agredirlo verbalmente; debe asumir la responsabilidad penal, pero
teniendo en cuenta lo anterior, lo dejo con la máxima sanción que el comando de brigada le
pueda imponer.
Con una sensación de insoportable fatiga, regresé a mi tienda de campaña, triste,
desilusionado y pensativo. Me quité la camisa, la extendí sobre la tierra y me dejé caer
pesadamente. Pasaron minutos de confusos pensamientos, mientras observaba perdido el
techo de la carpa. Casi sin percibirlo, las lágrimas rebalsaron mis ojos, cayendo lentamente
sobre las orejas. Habían transcurrido nueve años desde que el destino me asignara esta
mision. Nueve años rindiendo culto a una estúpida guerra que nunca entendí, a un maltrato
psicologico que nunca comparti, matando al pueblo a nombre del pueblo. Pero ahí estaba,
aferrado a esa vida por ingenua voluntad, viendo como escurria mi vida tras momentos de
volátil felicidad, trayendo los recuerdos lindos de mi niñez, para aliviar en parte la
desilusión...
¿Dónde está mi sargento? un grito cerca de allí cortó mis pensamientos.
¡En la trinchera! respondió el centinela.
Con rapidez, sequé las lágrimas y tomé una posición altiva frente a tres soldados que
entraban a la trinchera: Saldarriaga, Perdomo y Martínez, tres soldados que se habían
destacado por leales y valientes desde mi llegada.
–¿Cómo le fue, mi sargento? –preguntó Perdomo.
–Mal, muchachos –le respondí, resignado–, muy mal, pienso, que hasta aquí los acompaño,
hasta hoy soy su comandante.
–¡No diga, mi sargento! –exclamó Martínez–. ¿Lo trasladaron por apoyar a la compañía?
¡Que hijueputas, nos rompimos el lomo corriendo con esos morteros para esto, no mi
sargen...!
–No, hermano –lo interrumpí, mirándolo a los ojos–, me retiro del ejército. No quiero
seguir apostando mi vida por quienes me discriminan, señalan y condenan para ocultar su
incapacidad y falta de liderazgo.
–Yo le llamo falta de huevas, mi sargento –intervino Saldarriaga–, hacer la guerra a
distancia es lo más cobarde, yo también estoy mamado de aguantarle gritos y maricadas a
muchos hipócritas. Si no fuera por que le estoy ayudando a mi madre a pagar la casita, me
largo de esta mierda, así sea a raspar coca o para los paras. ¿Y usted, mi sargento, qué
piensa hacer ahora?
–Me voy donde soy bien recibido, donde se valora al guerrero y donde todos meten el culo
por la misma causa.
–¿Verdad, mi sargento? –exclamó Saldarriaga, alegre–. ¿Se va para donde los paracos?
–Sí, me voy para las autodefensas, hoy mismo me pongo en contacto con el sargento Vera
para que me esté abriendo campito alla.
–¿Mi sargento Vera? –preguntó Martínez–. ¿El que se fue hace cinco meses para los paras y
se llevó un poco de soldados?

122
–Si, el mismo que está dando la guerra en el Putumayo –le respondí–, y en pocos meses
debo estar haciendo lo mismo en otro departamento. ¿Así que cuántos de ustedes se van
conmigo?
–¿Cuánto pagan, mi sargento? –preguntó Saldarriaga.
–No estoy seguro, pero está alrededor de quinientos o seiscientos mil pesos, un poco más de
lo que estamos ganando aquí.
–Usted sabe, mi sargento, que los soldados seguimos como voluntarios porque no hay más
que hacer, necesitamos un trabajo estable, y si allá pagan más, pues, cuente conmigo, mi
sargento –concluyó Saldarriaga.
–¡Y conmigo, mi sargento! –se unió Martínez.
–Yo también me le pego al parche –dijo Perdomo–. ¿Y usted, Soto, se va con nosotros o
qué? –se dirigió al centinela, que escuchaba atento la conversación.
–¡No, gracias, yo sigo haciendo patria desde aquí! –respondió el centinela–. ¡Ustedes saben
que yo tengo hijos y meterme a eso es para problemas después!
–Este soldado anda más desubicado que nosotros –dijo Perdomo en voz baja–. ¡Bueno,
hermano –se dirigió al centinela–, siga haciendo patria, a ver qué le van a dar a sus hijos
cuando le den un tiro en la cabeza!
Hablamos de las frustraciones, del futuro incierto, de los sueños y nuestras familias, hasta
cuando el centinela fue relevado poco después de que el sol se había ocultado por completo.
Me despedí de ellos con un fuerte apretón de manos y una palmada suave en el hombro,
queriendo expresar mi respeto y admiracion. Se retiraron del lugar y yo permanecí sentado
en la tierra, de espalda contra la pared, mirando el oscuro de la trinchera, meditaba sobre el
siguiente paso en mi vida, que afectaría el corazón de mi madre, el futuro de mi hija que se
gestaba en la mujer que deseaba con desespero abrazar y besar el resto de mis días. Qué
difícil es desatar un nudo lleno de recuerdos imposibles de borrar; me sentí defraudado y
profundamente triste de haber apretado ese nudo que postró mis energías. Recordé paso a
paso mi vida, riendo en silencio y sollozando en suspiros, mientras caminaba alrededor de
la base, observando la miseria a la que un soldado se acostumbra, mientras espera sumiso el
momento de pelear y morir. “¿Por quién o por qué?”, me preguntaba. “¿Por la patria, como
dijo Soto?, ¿por una democracia fingida, que entrega poder a cambio de dinero y
conveniencias, mientras el pobre se mata por una ración de subsistencia? ¿O tal vez por el
pueblo colombiano, como me inculcaron durante nueve años? ¿Y si es así, dónde están los
hijos de los ricos y políticos que nunca los vi entre la tropa?, son pueblo únicamente para
ellos cuando los afecta la violencia que patrocinan, cuando no pueden salir tranquilos por
las carreteras. ¿Será que los soldados estamos haciendo la guerra de otros, y por eso nos
reclutan, tratan y cuentan como ganado? ¿Y las autodefensas, qué papel juegan entonces
dentro del eslabon economico? o sera solo un centro de acopio de venganzas y de hombres
militares decepcionados que ahora reciben paga por defender las tierras de los
narcotraficantes, políticos poderosos y corruptos? Si es así, es inútil continuar una vida de
salvaje, únicamente por el sueldo, porque en nada ayudará mi sufrimiento a un pueblo en el
que el individualismo y el deseo de poder es parte de la cultura, de nada me servirá
ingresar a las autodefensas, sería únicamente cambiar el nombre del grupo y continuar
manchando mis manos y conciencia, para que otros sigan su vida como si nada pasara,

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como si mi existencia y lucha fuera parte de un gran muro de protección fácil de remplazar
con otro infortunado”. Todo esto me decía, reflexionando, en medio de mi gran decepción.

“¿Que haré, entonces?”, me pregunté, preocupado. “¿Qué empresa necesitará rastreadores


de selva, expertos en armas largas, explosivos, alguien que tenga la resistencia para soportar
ocho días tomando agua con azucar, mientras camina con cuarenta kilos de equipaje encima
y resista más de un mes sin bañarse?, ¿quién necesitará una persona con el cuerpo agotado y
profundas heridas emocionales?”

Dándome suaves golpes con el puño en la cabeza, regresé a la trinchera, desenfundé el


cuchillo que siempre cargué entre la bota y lo enterré varias veces en un bulto de arena,
mientras pensaba: “Mejor me voy para las autodefensas, de todas formas, es la segunda
opción de vida para un militar de tropa sin pensión, y siempre tendré garantías jurídicas por
estar al lado del poder”. Pero enseguida, me quedé inmóvil por un instante. “¿Y mi hija, mi
novia, mi madre, mis hermanos, dónde quedan? Qué egoísta soy, así no gane mucho, podré
tenerlos cerca y darles también felicidad”. Gracias al cielo decidí darme esa oportunidad de
cambiar de vida.

Amaneció, el sol me sorprendió sentado con la cabeza entre las rodillas y completamente
dormido, un grito a lo lejos me sacó del letargo.
–¡Sargento Triana, sargento Triana –reconocí la voz del soldado Saldarriaga.
–¡Aquí, en la trinchera! –le respondí.
–Le traigo buenas noticias, mi sargento –me dijo, con una sonrisa–, de la compañía Bravo
se quieren ir con usted ocho soldados, de la Águila, como quince.
–Y yo le tengo malas noticias, Saldarriaga –le dije–, cambié de parecer, me siento
desmoralizado y cansado de sufrir por nada.
–¿O sea que ya no...?
–No, hermano, ya no me voy para las autodefensas, pero con mucho gusto sacaré la lista y
se la daré al sargento Vera para que los tenga en cuenta.
–Mi sargento, ¿usted está seguro de lo que va a hacer?, tenga en cuenta que en la vida civil
sólo servimos para vigilantes y lava perros.
–Completamente seguro, amigo Saldarriaga –le respondí, con tranquilidad.
Otra situación también me había quedado muy clara, que mientras exista tan extrema
pobreza, desigualdad social y desgobierno, tendremos los problemas de guerrilla y
paramilitarismo por mucho tiempo, Sentia rabia solo de pensar en la situacion de violencia
en que hemos caido por causa de los malos gobernantes; En las familias de los soldados
muertos, y como se gudizaban los odios despues de cada enfrentamiento. Me desalentaba
no vislumbrar una solucion al conflicto para detener el sufrimiento de tanta gente, pues
siempre habrá alguien dispuesto a “tomar las banderas de los desheredados”, otros a
reclamar con violencia, si es preciso, los derechos que por generaciones han ido
desmontando los malos gobernantes que continuan en los viejos vicios de la politiqueria,
despilfarro, corrupcion y mostrando alteradas versiones sobre la realidad del pais para
buscar su respaldo en el colectivo inconsciente que ayuda a perpetuar las condiciones

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estructurales de miseria y continuidad de los mismos problemas en un pais que se baña en
sangre.
Bajo la sombra de la húmeda trinchera, sentado sobre un bulto de arena y otro como
escritorio, desbordo sobre el papel las últimas anotaciones de mi vida militar. Ahora herido
en mi orgullo por los hombres de la institucion por la cual estuve dispuesto a ofrendar mi
vida a cambio de nada, me alejo desilusionado con la triste imagen de corrupcion y falta de
liderazgo que nunca pense encontrar en ella. Ya cansado de flagelar mi espíritu y mi cuerpo,
con una sed incansable de conocimiento y de abrazar a la mujer que amo, la misma que
lleva en su vientre mi sangre y parte de mi ser, que ahora me clama. Me embarco en un
helicóptero, sin más de lo que llevo puesto y sentado al lado de dos cuerpos sin vida que
pronto seran reemplazados como otro ladrillo en la pared, brotan de mis ojos dos lágrimas,
que en su caída llevan el mensaje de adiós a la selva, escenario que fue testigo de mis
sueños, aventuras y desesperos, cuando sentí que me tragaba. Miro mi reloj, son las
diecisiete y quince horas, cierro los ojos y me hago a la idea de que de nuevo he nacido. En
mi mente ruego a Dios que me perdone por no hacer justicia cuando pude, porque dediqué
mi juventud persiguiendo a mi hermano para matarlo. Pido que mi vida no sea vana, que
con la experiencia adquirida me fije un puerto adonde llegar, un puerto adonde arriben mis
aspiraciones, donde queden anclados mis sueños de justicia y la firme esperanza de un
nuevo horizonte, donde se le dé a cada uno el valor que le corresponde como persona,
donde los ideales tengan un sentido lógico, sin artimañas ni trucos, donde la vida prime
sobre cualquier cosa material. A ese lugar quiero llegar, donde mis enseñanzas y trabajo
estén ajustadas a la realidad, esa realidad que todos queremos vivir.

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