Lo negro sigue siendo intolerable, en un sentido tácito. De eso no se habla. Un silencio
sepulcral cae alrededor de su presencia en nuestra historia, y en los elementos culturales que componen nuestra vida diaria, al punto que todo aquello que proviene de la herencia africana es disfrazado como indígena, asevera Sergio Ramírez en Tambor olvidado, su obra más reciente, cuya complejidad y el dramatismo que circunda a los acontecimientos históricos referidos en ella la asemejan más a sus excelentes novelas que a eventos de una realidad sorprendente, que en esta América nuestra en numerosas ocasiones supera sobradamente a la ficción. Con la intención de provocar la discusión sobre la formación de la identidad nicaragüense, y sustentado en su indiscutida excelencia literaria, Sergio Ramírez muestra y demuestra la presencia y persistencia de la influencia de la raza y cultura africana en la formación de nuestra identidad. Sobre este tema, convertido por intereses particulares en estigma y anatema, no se habla. Además de haber sido soslayado y ocultado por historiadores contemporáneos. De lo que no se habla, habló y debatió el escritor con medio centenar de nicaragüenses y extranjeros, de oficios, disciplinas académicas y visiones heterogéneas, convocados del 9 al 11 de mayo por el Instituto de Historia de Nicaragua y Centro América (IHNCA). “La mezcla de culturas entre conquistadores y colonizadores españoles con los pueblos aborígenes que poblaban Nicaragua --aseveró Ramírez-- ha recibido siempre un carácter de exclusividad para explicar el mestizaje, el que ha servido como señuelo y como fetiche, para explicarnos a la vez como país. De allí resultan --se afirma-- el castellano que hablamos, nuestra música anónima, nuestro catolicismo practicante, nuestras tradiciones populares, nuestra cocina, y hasta nuestro modo de ser como pueblo de ingenio marrullero”. Sin embargo acotó-- “casi nada se ha hablado del tercer componente clave, el africano, presente de manera no sólo perseverante durante ese período, sino abrumadora, tanto que para finales del siglo XVII, la población de Nicaragua en la franja del Pacífico, estaba compuesta en su mayor parte por negros, zambos y mulatos. Sólo los mulatos --surgidos de la mezcla entre españoles y negros, o entre mestizos y negros-- tenían cotas demográficas superiores a las de los mestizos resultantes de la mezcla entre españoles e indígenas, y ya no se diga las de los indígenas mismos, que en determinado momento casi desaparecieron”. El escritor mostró las rutas marítimas utilizadas desde 1516 por tratantes de esclavos genoveses, portugueses, holandeses, franceses e ingleses, como la South Sea Company, que en 30 años (1713-1743) embarcó 150,000 esclavos desde África. El tráfico de esclavos en territorios coloniales creó un inmenso triángulo mercantil: en Europa, los navíos cargaban géneros de lana y algodón, metales, baratijas y aguardiente destinados a África; allá embarcaban esclavos para ser vendidos en América; y de aquí se llevaban metales preciosos (oro y plata) o materias primas (algodón, azúcar, añil, cacao y tabaco), para ser elaborados en Europa. Se considera que durante los siglos de esclavitud, 20 millones de personas fueron desarraigadas y sometidas a las travesías de África a América, pavorosa odisea que provocó el mayor holocausto cometido contra la humanidad. Una de cada tres personas sucumbía en el viaje, lo que equivale a que 7 millones de mujeres, hombres y niños quedaron para siempre en las profundidades del mar. En las tres sesiones de trabajo en que fueron distribuidas las ponencias de este evento académico, nos asomamos a los orígenes de los negros ladinos y negros bozales, y hurgamos en los procesos de inmigración negra en el Caribe y en el Pacífico; así como en la participación demográfica y social de los esclavos negros, y libertos, en el proceso de mestizaje durante la Colonia, y en los rasgos característicos de los colonialismos inglés y español, en tanto procesos culturales distintos. Constatamos que igual que en el resto de Centroamérica, la sociedad nicaragüense fue dividida en castas: chapetones, criollos, mestizos de sangre española e india, indígenas, negros y derivados; y que las leyes coloniales vigilaban con celo el pase de una escala a otra. Los criollos debían probar ante las autoridades, con documentos y el testimonio de seis vecinos honorables, que el solicitante y sus abuelos, en tres generaciones contadas hacia atrás, eran españoles de limpia sangre, sin mezcla de moros, judíos, esclavos, ni de los recién convertidos a nuestra Santa Fe, ni penitenciados por el Santo Oficio. Sin embargo, numerosas familias de comprobado origen mulato, mediante ardides y dinero, lograron blanquearse, alcanzando así su sueño, al menos en papeles, de parecerse a los europeos. Para los mulatos descendientes de esclavos, la manera de escalar era instaurando el silencio alrededor de su procedencia, y dar a ese silencio un carácter social, de modo que el triunfo estaba en volverse invisibles. “Lo mejor era desaparecer y callar. No es de extrañar entonces que la herencia africana haya estado siempre bajo represión y pasara a convertirse en un mudo estigma”. Entre los acontecimientos silenciados está el que los mulatos se alzaran contra la Colonia antes que los movimientos por la independencia. Refiriéndose a la rebelión de 1725, Ramírez reseñó que los amotinados “no quisieron comparecer ante el Gobernador, como se les mandó, y fueron a reunirse en la plaza del barrio San Felipe, de mayoría mulata, como también lo eran los de Laborío y Zaragoza en León. Estaban bien apertrechados pues cuando depusieron sus armas les recibieron: 417 fusiles de buen servicio; 64 mosquetes y arcabuces; 318 bayonetas; 3 botijas de pólvora; 6 piezas de artillería; 2 falconetes montados con su lanada y atacadores; 3,506 balas de fusil y 24 de artillería. Además, el pueblo, que acompañaba a la milicia, estaba armado con machetes y lanzas, y hasta las tropas que defendían al gobierno estaban dispuestas a unirse a los alzados. Rebelión similar ocurrió en 1740, jefeada por el mulato Antonio Padilla, cuyo cuerpo, después de ser ahorcado, fue descoyuntado --como el de Tupac Amaru-- y sus extremidades exhibidas en calles y caminos, para escarmiento de los mulatos levantiscos. Se sabe que sangre mulata circuló en las venas de Cleto Ordóñez, Ponciano Corral, Luis Mena, José Dolores Estrada, Augusto Sandino y nuestro “paisano inevitable” Rubén Darío, nieto de “mulatos de este vecindario”, según el acta de casamiento de sus abuelos paternos, celebrado en 1819 y que consta en el Folio 167A del libro de matrimonios de El Sagrario (1807-1824), conservado en los archivos de la curia eclesiástica de León. No es casual que el componente negro esté en todas las manifestaciones de nuestra cultura. En la música se halla en la marimba y en instrumentos de percusión, maracas, juco, quijongo, tambores y atabales; en bailes y bailetes callejeros de chinegros, negros, negritos, negras, diablos y diablitos, dentro de la mixtura del Caribe africano; y como manifestaciones populares, en las fiestas de los santos patronos, donde se ha producido un triple sincretismo religioso, al ser trasladados y encubiertos los dioses indígenas y africanos en los altares y el santoral católico. La presencia de Cristos negros en varios pueblos es producto de inteligentes estrategias coloniales para catequizar negros, mulatos e indios. En esta mezcla de culturas también está la presencia de ensalmos, ritos de embrujamiento, conjuros, oraciones mágicas y hechicerías, comparándose y estableciéndose similitudes en oraciones usuales que la gente utiliza en diferentes partes del Caribe y Nicaragua para mejorar su suerte, inutilizar rivales o alcanzar amores erráticos o casi imposibles. Producto de esas tres vertientes es gran parte de nuestra cultura culinaria, en particular, nuestros platos insignias, cuyas raíces están y/o tienen influencias africanas, como la carne en baho, el vigorón, el mondongo, el gallo pinto y el curbasá. De la tradición africana e indígena también provienen los cuentos de camino, que tienen animales como personajes usuales en Nicaragua, como el Tío Coyote y el Tío Conejo. La presencia africana también vive y se reproduce en nuestra habla cotidiana, poblada de una cantidad de palabras de origen africano: banano, burundanga, cabanga, cachimba, guaro, macuá, macumba, mambo, marimba, marrulla, tanga, zambo, zarabanda... Con seguridad, este nuevo libro de Sergio Ramírez -con quien tuve el privilegio de trabajar en la revisión de su texto- no sólo provocará discusión sobre la formación de la identidad nicaragüense, sino que su valiosa y numerosa información lo hará un referente necesario para historiadores, actuales y venideros, y para estudiosos de diversas disciplinas, en su ingente oficio de descubrir, desempolvar y articular eslabones, que evidencien y visibilicen los verdaderos sustratos sobre los que está construida nuestra nicaraguanidad. Managua, mayo 2007 urtecho200@yahoo.com