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Publicado como número 2 de Temas de Humanidades, Centro de Estudios Sociales

Interdisciplinarios del Litoral / Secretaría de Extensión de la Facultad de Formación Docente


en Ciencias de la Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1998.
La paginación es distinta de la de la edición en papel y pueden faltar correcciones de
tipiado.

Aproximaciones a la revolución: Inglaterra en el siglo XVII.

por Luciano P. J. Alonso

1. Concepto y temporalidad de la revolución:

El concepto de revolución utilizado en los inicios de la modernidad era ajeno a las


connotaciones socio-políticas, ya que implicaba una noción de movimiento circular, revolutio, y como
tal era aplicado a la mecánica celeste (Koselleck, 1993). En su ocasional asociación a los cambios de
los gobiernos y del orden social era portador de la concepción del giro de la Fortuna, que entronizaba
a unos u otros en un movimiento que expresaba transitoriedad pero no mutación. Apareció aplicado a
la misma revolución inglesa de 1640 por Thomas Hobbes, quien veía un movimiento circular que se
abría con el conflicto entre la Corona y el Parlamento, alcanzaba su máxima apertura con la
decapitación del rey y la República, para cerrarse en un retorno al gobierno absoluto que
preanunciaba la Restauración. Luego de la experiencia del caos de la guerra civil, representada en el
mitológico Behemoth de la escatología judía, se alzaba un nuevo Leviathan que fundaba la ley en su
misma autoridad. Las alteraciones del gobierno de los hombres debían culminar restituyendo la
delegación del poder, para evitar los males del estado de guerra de todos contra todos.
Admitir que la regresión histórica sea factible no implica en modo alguno suponer que se trata
de la restitución completa del pasado, tanto en las relaciones e interacciones efectivas que la
constituyen como en su “sistemidad”. El tiempo en larga duración de las instituciones es un “tiempo
reversible” en tanto que es condición y resultado de las prácticas organizadas de la vida diaria, y en el
sentido de que no conduce en una dirección determinada (Giddens, 1995, pp. 70-72 y passim), pero
no por eso deja de ser duración y fluir. Y precisamente la alteración de la cotidianeidad, la anarquía o
trastocamiento de lo dado, es lo que constituiría la característica definitoria de la revolución: un
movimiento que altera la reproducción de los sucesos de la vida diaria.
Con todo, la ruptura de un orden, un doble poder, la desarticulación de los controles sociales,
culminan tarde o temprano en una nueva estructura de dominación -al menos en las revoluciones
conocidas hasta el presente-. Al esbozar las líneas de un estudio comparativo de tres grandes
revoluciones europeas modernas -Inglaterra, Francia, Rusia- Christopher Hill sugería una serie de
elementos comunes: conflictos en el seno de la clase dominante, rebelión emergente, triunfo de los
insurrectos sobre la reacción, desviación de izquierdas y retorno al orden con una dictadura de nuevo
tipo -Cromwell, Napoleón, Stalin-. Si bien la comparación no puede generar una pauta de
interpretación uniforme frente a la irrepetibilidad de la historia1, la acotación permite recordar que todo
movimiento revolucionario se cierra tarde o temprano en un nuevo equilibrio de control social. “He
observado (decía a su vez Wallerstein, 1986, p. 38) que, en los últimos cien años aproximadamente,
las explosiones más progresistas de sentimiento y acción colectivas, las que han dejado el residuo
más positivo, se han producido en las últimas fases de movilización política de los movimientos, las
fases en las que estos movimientos están menos «bajo control». Una vez que estos movimientos
logran «el poder», estas explosiones se tornan más prácticas y menos efervecentes, y finalmente
mueren de inanición, desilusión o supresión activa”. La observación podría extenderse a movimientos

1
La historia no se repite a sí misma aún cuando la comparación permita hacerse de un lenguaje ilustrativo –v.g.
“reacción termidoriana”-. Es en la adopción de un programa de investigación que destaque las diferentes fuerzas
que operan, como pueden llegar a entenderse los diferentes resultados (cf. al respecto el análisis de la
concepción de irrepetibilidad en Trotski que realiza Burawoy, 1997, pp. 71-74).
2

revolucionarios anteriores; la institucionalización de los mismos por un grupo o élite tiende a agotar el
impulso revolucionario. ¿No constituye la revolución el momento fundacional de un nuevo orden? ¿No
puede acaso pensarse como un movimiento cerrado en sí mismo que retorna al control social y a la
dominación? Simple alteración de la normalidad de la política, la revolución entendida en estos
términos corre el peligro de confundirse con el mero recambio de élites, preso en el eterno retorno de
las sociedades tradicionales. Esta concepción casi premoderna de la revolución como movimiento
circular impide captar las modificaciones estructurales por la acción social; oculta aquello que Pierre
Vilar (1978) había planteado en los años de 1960 con vigor frente a las “cárceles de larga duración”
del estructuralismo braudeliano: el cambio como dominio del historiador.

La recuperación de una historia de tiempo corto luego de 1968 y la predilección entre los
historiadores annalistas por la detección de "rupturas" con una cierta influencia del posestructuralismo,
modificaron las formas de conceptualización de la revolución. En su momento, el estructuralismo
althusseriano había impuesto una lógica de la ruptura como mera constatación, como fractura casi
accidental entre dos estructuras inconciliables -que eran aquellos objetos teóricos científicamente
válidos en oposición a lo empírico y contigente-, que luego se vió desde otro ángulo fortalecida gracias
a un cierto impacto de los escritos de Foucault sobre la "Nueva Historia" -la “tercera generación” de
Annales-2. En suma, una serie confluyente de opciones que daban a los historiadores franceses un
marco propicio para un análisis que eludía los estudios de coyunturas y de transiciones y que, en el
plano internacional, era solidario con el impacto de una antropología relativista que comprendía a cada
sociedad o momento histórico como un universo inconmensurable3. El “retorno al acontecimiento” no
anuló la “historia de larga duración”, sino que la complementó como dedicación a un espacio temporal
que la segunda no había asumido como parte de su programa, transformando las permanencias en
inmovilismos.
El mismo período de producción historiográfica al que se alude asistió a un ataque frontal
contra el concepto de "revolución" por parte de la Nueva Historia, destinado tanto a impugnar la
viabilidad política de Mayo del '68 como a retomar la discusión sobre las alteraciones radicales de la
historia francesa, y la víctima propiciatoria no podía ser otra que la Revolución de 1789. "Las fases
revolucionarias son examinadas como tentativas restauradoras, fundamentalmente relacionadas con
el pasado. Incluso serían reaccionarias en el sentido de que reaccionarían contra nuevos elementos
que se ven contestados... Bajo la perspectiva de la macrohistoria, lo factual se ve reducido a la
impotencia y deja de ser motor y acelerador del proceso para convertirse en un puro símbolo, mito o
fantasía" (Dosse, 1988, pp. 248-249). Entre el tiempo corto del acontecimiento y el tiempo largo de las
"cárceles de larga duración" no hay mediación. Si la revolución es una simple marca en la continuidad
de lo real que no puede ser insertada en una narración más que bajo la forma del mito, entonces no
se explica el mecanismo del cambio social que la coyuntura revolucionaria implica.
Krystof Pomian (1988) planteaba por entonces la inutilidad del concepto de "revolución" como
diferenciador de movimientos políticos y sociales, reduciendo su uso positivo a la descripción de un
tiempo de cambio acelerado. Esa descarga del contenido socio-político del término implicaba la
licuación de su contenido conceptual. La revolución industrial, la neolítica, la agrícola, la sexual, la de
los precios, podían ser definitivamente leídas como concatenaciones de cambios en un tiempo
especialmente rápido, ajenas a una confrontación inmanente a las sociedades en las que transcurrían.
Y en rigor, ni siquiera se trataba necesariamente de cambios, mejor, de cadenas de acontecimientos
en una serie acelerada.
Ese uso del concepto de "revolución" es altamente criticable pues resulta pura y
exclusivamente descriptivo. No aporta ninguna funcionalidad explicativa para la reconstrucción

2
Ciro Cardoso (1981, pp. 85-86) ha realizado una acertada observación sobre la imposibilidad de explicar la
sucesión de una "episteme" por otra en Las palabras y las cosas de Foucault, al verse a la historia como mera
"doxología" y generarse una visión de la "ruptura" como simple cesura. Ese es en todo caso el Foucault
ensalzado por Paul Veyne y recogido por la "Nueva Historia", y no el Foucault de Microfísica del poder, La
verdad y las formas jurídicas o Vigilar y castigar, mucho más atento al surgimiento de dispositivos y a una
conjunción entre procesos económico-políticos y conflictos de saber.
3
Se trata sobre todo de la incidencia de los trabajos de Peter Winch y de Cliffort Geertz, en cuyas concepciones
la experiencia cultural es entendida como una alteridad irreductible, que sólo puede ser captada plenamente por
los hablantes que participan del mismo juego y que se plasma al momento del análisis histórico o antropológico
en una relación identitaria entre texto y contexto. Esas concepciones tienden a presentarse en un marco de
inmovilismo de los sistemas de creencias, que hace que los procesos históricos de transición entre diversas
configuraciones sólo puedan ser captados como “saltos gestálticos” (Habermas -en base a MacIntyre-, 1989, p.
100).
3

histórica y uniformiza los procesos sociales más variados en una simple referencia a la percepción del
tiempo. Cuanto más, su uso es inevitable como artificio literario -¿cómo describir algo así como la
"revolución industrial" en otros términos?-, para destacar modificaciones rápidas en comparación a
largas permanencias. Pero ni siquiera un patrón temporal relativo parece ser límite para la
identificación de múltiples revoluciones en una polisemia absoluta. Roy Porter (1989) ha observado
precisamente ese uso abusivo del término "revolución" -a propósito de la "larga revolución" de
Raymond Williams- y se ha preguntado sensatamente sobre si no sería más conveniente no evitar el
uso de términos más simples y correctos como "cambio".

Crisis y revolución. Ambos conceptos son inseparables y ya Rousseau veía la revolución


como el resultado inevitable de la crisis del Antiguo Régimen (Koselleck, 1993, p. 75). La crisis
estructural es el prerrequisito de la revolución, ¿cómo pensar la alteración del orden allí donde
funcionan los controles, los resortes de poder, la repetición de la cotidianeidad?
Problemas de las palabras, crisis no es tampoco un concepto unívoco. Al menos tiene dos
grandes acepciones. En primer término es una disfunción en el seno de una estructura, una cierta
imposibilidad de asegurar la continuidad de un cuerpo social. Criticada por Morsel (1991) como
extensión del uso médico relativo a la crisis de un organismo como enfermedad, es la acepción que
aparece en los análisis demográficos de tipo malthusiano o los económicos de tipo neoclásico. En el
campo del materialismo histórico, esta visión aparece ejemplarmente en Antonio Gramsci como
“variedad de síntomas mórbidos” cuando muere lo viejo y aún no nace lo nuevo (Anderson, 1998, pp.
76-77); o en los estudios de Pierre Vilar sobre España; allí la crisis de una formación social parece
desligada de su transformación en función de otra estructura social cuando se plantea que "...en su
propio solar, en Castilla y hacia 1600, el feudalismo entra en agonía sin que exista nada a punto de
reemplazarle" (1979, p. 121).
En segundo lugar, el concepto refiere frecuentemente a una alteración estructural de la que
surgen nuevos elementos y formas de combinación. Es vista como "ajuste de posiciones", período de
"aparente recesión" que aproxima el advenimiento de otro sistema (Hobsbawm, 1982), combinación
de signos de declinación y crecimiento, procesos de "complejidad extrema" en los cuales es difícil
destacar una "tendencia predominante" (Kosminski, 1974). La historiografía marxista sobre las crisis
de los siglos XIV y XVII manejó ventajosamente esta acepción, atacando explícitamente la noción de
crisis como decadencia4. La revolución es aquí también momento de una última ruptura, el umbral de
un sistema hacia otro, como aparece claramente en la cuestión que Christopher Hill lanzaba para
destruir la argumentación según la cual ya no existía el feudalismo hacia el siglo XVII: si se alegaba la
desaparición del feudalismo con el fin de la servidumbre y del Estado descentralizado, entonces nunca
se había producido ninguna revolución burguesa que derrocase un Estado feudal (Hill, 1982, pp. 170-
171). Así, para un cierto "marxismo político" atento más al estudio de las luchas de clases que al
desarrollo económico, en la transición del feudalismo al capitalismo la revolución implica una última
fase caracterizada por la toma del poder por la burguesía como clase ascendente que ya ha minado
las bases materiales del poder aristocrático tras sucesivas crisis (vg. Inglaterra, Francia) y cuyo
desarrollo no es ineluctable, ya que la construcción del capitalismo ha culminado en muchas
formaciones sociales sin revoluciones emergentes (vg. Alemania, Italia, Japón).

Pero desde Robespierre al menos, quizás desde la Ilustración en su conjunto, la revolución ya


no fue entendida como círculo o punto de llegada, sino como punto de partida de un proceso
emancipatorio violento ordenado por un telos racional. Ni ruptura episódica, ni tiempo acelerado, pero
tampoco “salida” o “final” de una situación, sino más bien apertura hacia el futuro. El concepto
adquiere con la madurez de la modernidad una carga programática: pensar la revolución es pensar la
forma más radical de acción social orientada al cambio emancipatorio que pueda concebirse. La
revolución sería entonces aquel movimiento social en el cual un actor desarrolla conscientemente una
tarea transformativa esencial en un sentido de justicia y libertad, propuestos como valores universales
a partir de una argumentación racional5. Sólo con esa connotación es posible el uso del concepto
4
Una tendencia similar en ámbitos historiográficos no marxistas puede ilustrarse con las visiones que de la
crisis del siglo XIV se presentan en Seibt y Eberhard, 1992 (especialmente en los capítulos introductorio y final),
en las cuales se enfatiza el carácter mutacionista del concepto.
5
Por supuesto que esperar un desarrollo determinado de los procesos revolucionarios -sean cuales fueran sus
supuestos iniciales- es confiar exageradamente en la prognosis histórica; como lo decía Diderot: "¿Cuál será el
resultado de la próxima revolución? No se sabe". Las revoluciones son tanto fruto de la voluntad como de las
condiciones estructurantes y los movimientos libertarios, como lamentablemente ha quedado suficientemente
4

como una categoría formal, es decir un uso sociológico en la historiografía, y no una mera descripción.
Lo que distinguiría al concepto moderno de revolución sería que “...la meta de una revolución política
sea la emancipación social de todas las personas, la transformación de la propia estructura social"
6
(Koselleck, 1993, p. 78), con lo que se tornan inseparables los aspectos políticos y sociales : la
revolución no puede ser equiparada a los “golpes de Estado”, por más que estos puedan encontrarse
en su seno y sean hasta necesarios para su triunfo, ni a los “movimientos sociales” que no se
proponen el acceso al poder de Estado como mecanismo de cambio.
Desde el punto de vista que estamos tratando, la existencia de un proceso revolucionario
presupone un sujeto histórico definido desde alguna forma constructiva de la identidad social -la
cultura compartida, la posición jurídica y/o la función de un grupo en el contexto social- que impulsa
una acción tendiente a la modificación estructural de la sociedad. Si bien tal sujeto puede tener una
mayor o menor claridad en sus objetivos y en las opciones de la acción, se presupone en esta versión
categorial su intencionalidad racional -lo que permite distinguir bien los movimientos de rebelión o
revuelta de los revolucionarios-. En términos de Georges Rudé (1981) -quizás simple versión
historiográfica de la conocida tesis leninista de la vanguardia- este actor colectivo es un sujeto definido
como clase que detenta una conciencia inherente a su situación que en un cierto momento puede
conjugar con una teoría derivada desde otro sector social. Sin necesidad de suscribir sin reservas la
visión puramente clasista de Rudé y admitiendo la posibilidad de otros sujetos revolucionarios
definidos a partir de otras identidades, podemos resaltar el carácter imprescindible de la conciencia de
la acción para un uso provechoso del epíteto "revolucionario". Quizás deberíamos guardar el uso del
término en cuestión para la modernidad, en tanto que la intencionalidad racional del actor colectivo
emergente orientada al cambio emancipatorio no es casi posible por condiciones infraestructurales en
las sociedades precapitalistas.
El concepto de “revolución pasiva” lanzado por Antonio Gramsci o el de “revolución desde
arriba” propuesto por Barrington Moore Jr. tratan de dar cuenta de procesos en los cuales desde el
aparato del Estado se promueve el cambio social como forma de asegurar la continuidad de la
dominación. Los términos aludidos identifican bien el origen diverso de movimientos de cambio a
costa de perder de vista el problema de su intención divergente. Subordinan a la clarificación de las
transformaciones estructurales -datos "objetivos" de la realidad- el análisis de la voluntad
emancipatoria y la acción consciente de los sujetos históricos. Las nociones de revolución "pasiva" o
"desde arriba" son engañosas porque uniformizan parcialmente procesos muy distintos. En su caso,
se trataría mejor de procesos de actualización histórica sin pretensión de contenidos emancipatorios,
efectivizados a través de una serie de reformas no necesariamente violentas. En esos procesos las
élites y/o clases dirigentes, apoyadas en aparatos particulares para el ejercicio del poder, producen
modificaciones sustanciales que alteran su misma inserción en las relaciones de producción/poder a
los fines de dar continuidad a sus privilegios, ante la amenaza de sectores emergentes y la
desarticulación de los mecanismos de control. La existencia de formaciones sociales con estructuras
de clases y poder alternativas, altamente competitivas desde el punto de vista del desarrollo socio-
económico y de la adquisición de solidaridades de los grupos no dominantes en el sentido de un
posible "modelo societal", es normalmente un fuerte impulso para la adopción de reformas desde
arriba, entendidas como opciones ventajosas ante el riesgo de la revolución. Ésta debería ser
diferenciada de las renovaciones planeadas por las élites, y la clave de esa distinción puede
encontrarse en la lucha de clases y las insurrecciones populares. Si como plantea Theda Skocpol las
revoluciones son "...transformaciones rápidas y fundamentales de la estructura de clases y del estado
de una sociedad y van acompañadas, y en parte ayudadas, por revueltas desde abajo" (1984, p. 4), tal
vez fuera preferible reservar el uso del término "revolución" y la consecuente adjetivación para los
7
procesos emergentes .

probado, pueden culminar en las más atroces limitaciones de la libertad y la justicia. Por su parte, las reformas
de actualización histórica promovidas por clases dirigentes deseosas de perpetuarse han arribado
eventualmente a sociedades más liberales y distributivas. Una interesante introducción al problema de las
relaciones entre conflicto social, cambio social e intencionalidad de los actores se halla en Moscoso (1997).
6
Roger Chartier ha acotado que la revolución implica una transformación radical de la distribución del poder y
modificaciones de la estructura social (1988, p. 558), asociación que no sólo parece justa sino también
inevitable. Contra la repugnancia de Hanna Arendt por las revoluciones sociales, podría preguntarse si es
factible una redistribución radical del poder sin modificaciones de la estructura social. Afirmar que puede haber
“revoluciones políticas” contra “revoluciones sociales”, es licuar el contenido sustantivo de la política como
mediación entre sujetos sociales.
7
Esa definición de Skocpol recoge la tradición de una teoría marxista del cambio socio-estructural y del conflicto
de clases, aunque en una cierta relativización -"en parte ayudadas..."- podemos ver su desestimación de los
sujetos sociales revolucionarios (Casanova, 1986/87). Por otra parte, tanto los movimientos emergentes como
5

Necesitados de definir un contenido realmente revolucionario y no –por ejemplo- regresivo, o


meramente reproductivo de relaciones de dominación y explotación, debemos tomar un parámetro de
discusión con respecto al sentido del adjetivo “emancipatorio”. Podemos considerar orientado a la
emancipación de los individuos y grupos sociales todo cambio que afiance lo constitutivo de la
humanidad, cual es la posibilidad real de autodeterminación. Si la característica común a los seres
humanos es que “...son determinados precisamente de una manera que les permite un grado de
autodeterminación...” (Eagleton, 1997, p. 136), todo valor que sustente la apertura del sujeto individual
o colectivo hacia la autonomía puede convertirse en un valor universal con un contenido
emancipatorio. Cuál es el contenido sustantivo de esos valores y sus formas concretas de realización
es una materia que no corresponde discutir aquí, pero podemos presuponer que la posibilidad real de
autodeterminación depende de que una distribución de activos de diversa naturaleza impida que
ciertos individuos o grupos sociales ejerzan dominación sobre otros.
Siguiendo a E. O. Wright, quien aplica la teoría de la explotación de John Roemer, la tarea
revolucionaria esencial se definiría en cada sistema conforme un esquema de tendencia a la
distribución igualitaria de activos que podría resumirse como se aprecia en la Figura 1. El esquema
brinda una tipología ideal de sociedades y tareas revolucionarias. Estaríamos así ante una revolución
antifeudal cuando el movimiento tienda a la construcción de instituciones igualitarias, fundadas en la
igualdad jurídica de las condiciones y que aseguren la libertad individual -entendida como libertad de
conciencia, libertad de acción y por ende libertad del propio cuerpo-, en contra de las formas de
control sobre los hombres típicas del poder feudal. Igualmente, una revolución antiburguesa implicaría
la socialización de los medios de producción -sin que Wright se interese aquí por la forma que
asumiría esa “socialización”-, como modo de eliminación de la distribución desigual de esos activos;
en otras palabras y teniendo en cuenta distintos modelos de “revoluciones socialistas”, implicaría la
expropiación de la burguesía para dar paso a nuevas relaciones de producción caracterizadas por la
propiedad estatal, colectiva y/o cooperativa de los medios de producción. En el caso de las tareas
revolucionarias en las sociedades de socialismo burocrático de Estado -o si se quiere “socialismo
realmente existente”- y de un hipotético socialismo a secas, no caben dudas de que la concepción de
Wright es programática. En definitiva, la distribución equitativa de activos en pro de un horizonte de
autodeterminación individual y social es un objetivo inalcanzable, ya que aún en el supuesto más
optimista Wright no desconoce la persistencia de calificaciones y capacidades diferentes entre los
hombres, de igual manera que la institución de poderes es inevitable para el funcionamiento de
cualquier sociedad. De lo que se trata es de eliminar las dominaciones, tarea de las diversas
instancias de transformación revolucionaria de lo social8.

La exigencia de concebir el término “revolución” como una categoría formal no puede


utilizarse como argumentación contra su uso como categoría histórica. La adopción de categorías
formales es condición necesaria pero no suficiente para el conocimiento científico sobre lo social,
entendiendo por tal a aquel que es lógicamente coherente, argumentativamente no circular y
empíricamente falsable. Ciertas revoluciones fracasan a pesar del ímpetu de sus activistas, otras son
9
“traicionadas”, otras ocurren de manera harto contradictoria . No podemos definir sin más “La
Revolución” y dedicarnos luego a su búsqueda a través de los siglos. La construcción de una
categoría formal sólo puede servir como “instrumento de medida” o “tabla de corrección” para el
trabajo historiográfico comparativo acerca de las diferentes -muy diferentes- revoluciones. En esta
dimensión cobra importancia el análisis de cada revolución como movimiento social en un espacio-
tiempo determinado -o lo que es lo mismo, en una red de relaciones dada- y, más allá de su genérica

los descendentes pueden articularse en procesos dialécticos, y ambos se vinculan indefectiblemente con
conflictos de intereses y de visiones de mundo.
8
En la distinción de la “tarea revolucionaria” se encuentra también la diferenciación entre los movimientos
revolucionarios y mesiánicos. Perry Anderson acota que: “La idea de revolución ... es intensiva. El peligro al que
siempre ha estado expuesta ... es el exceso de significado; es decir, el acto decidido de derrocar un aparato
estatal establecido, considerado el primer obstáculo político para la transformación de la sociedad, se ve
abrumado por la importancia apocalíptica de una total trasposición de valores, en la que se concentra el telos de
toda la historia. En una perspectiva semejante, el activismo se transforma en voluntarismo y éste en
mesianismo” (1998, p. 80-81).
9
Para un sencillo ejemplo, ¿cómo concebir las “revoluciones” europeo-orientales de 1989? Desde la perspectiva
de la consecución de las libertades individuales es indudable que fueron cambios repentinos y radicales en las
estructuras de poder orientados en un sentido emancipatorio, pero desde la perspectiva del control sobre los
activos en medios de producción, implicaron una “regresión” a la apropiación privada de dichos medios y del
excedente mediante el mecanismo del mercado.
6

calificación, la identificación de su singularidad irreductible. Solamente un análisis en base a


categorías formales nos permite clarificar el sentido de los procesos sociales mediante modos
hipotético-deductivos de conocimiento, pero únicamente la construcción de categorías históricas como
las de “revolución inglesa”, con un contenido histórico-social preciso, nos posibilita comprender los
procesos concretos de cambio social experimentados en formaciones sociales determinadas. La
representación historiográfica de las revoluciones ajustada a métodos científicos implica la producción
de explicaciones narrativas que combinen un concepto sociológico con interpretaciones de registros
empíricos. De allí la trascendencia del programa de investigación de Trotski (Burawoy, 1997), que
trata de conjugar un método deductivo con el estudio de las diferencias específicas a nivel nacional10,
y permite entonces (re)construir a partir del contexto de los conflictos aquellos procesos causales que
11
se van articulando por acciones moleculares .
Esa misma noción de procesos causales implica asumir una temporalidad problemática de la
revolución, en la cual no hay ni fracturas definitivas ni simples evoluciones, y mucho menos retornos.
La explicación narrativa de un “proceso revolucionario” requiere de la concepción del tiempo histórico
desde la categoría de la totalidad y de la idea de una “secuencia de coyunturas” en las que se realiza
la estructuración12. Y, en ese sentido Leopoldo Moscoso ha propuesto un esquema para graficar la
secuencia de la revolución social en tres grandes fases, el que se agrega como Figura 2. El énfasis se
pone aquí en el análisis de la situación revolucionaria condicionada por causas estructurales, el
momento de la insurrección en el cual cobran importancia los grupos interesados en la toma del poder
-lo que une el problema de la política revolucionaria de Lenin con el de la tecnología revolucionaria de
Blanqui-, y la salida revolucionaria de la cual se derivarán los resultados y consecuencias a largo
plazo. El establecimiento de esta secuencia de coyunturas básicas implica un proceso causal continuo
y cambiante -proceso de causación en la terminología de Moscoso (1997, p. 122)- en el cual los
13
procesos “objetivos” se entrelazan con la intencionalidad de los actores . Las ventajas analíticas y
hermenéuticas de la consideración de un acontecer procesual se encuentran en la superación de las
simples constataciones de rupturas o sumatorias de cambios en un tiempo acelerado, posibilitando
distinguir niveles de estructuración y coyunturas cualitativamente distintas que expliquen el proceso de
cambio social revolucionario.

2. Debates sobre el sentido de la revolución inglesa del siglo XVII:

Si es correcto que los acontecimientos del siglo XVII inglés son suficientemente conocidos,
sigue planteándose el problema de construir una secuencia que nos permita delimitar el proceso
revolucionario. Las divergencias entre la monarquía y el Parlamento se tornarían críticas desde 1628,
14
con la presentación de la “Petición de Derechos” a Carlos I por las Cámaras, las sucesivas
clausuras del cuerpo parlamentario por el rey que culminaron en la disolución de 1629, y los festejos

10
Para la época del capitalismo -que en un sentido más amplio sería la de la modernidad-, Trotski explica las
diferencias nacionales de las configuraciones de clase y sus posibilidades revolucionarias por la aplicación de
su teoría del desarrollo desigual y combinado (cf. Trotski, 1985, cap. 1).
11
Para Burawoy el programa de investigación de Trotski presenta tres ventajas más, que no hacen al tema que
se trata aquí: su capacidad de someterse a falsación, de realizar predicciones y mirar al futuro -aunque su
optimismo revolucionario lo traicionara y fuera aquí Gramsci quien corrigiera la teoría marxista- y de concebir al
historiador como inserto “en el medio de la historia”.
12
“Es el modo de constituirse de la totalidad el que conforma los diferentes tiempos. Cuando nos referimos a los
modos de constituirse de la totalidad no nos referimos a una totalidad dada, sino más bien a la construcción de
objetos en la perspectiva de la totalidad, los cuales pueden reconocer distintos parámetros de tiempo y de
espacio. Construcción del objeto que implica el razonamiento de relacionar lo particular con lo universal, pero
donde lo universal es la totalidad supuesta, que, sólo después, se descubre como producto de la propia
investigación (...) En esta línea, la coyuntura es el momento de la estructuración misma; no es la totalidad dada
sino su proceso de constitución. Sin embargo, como la estructuración sólo puede conocerse sobre la base de
una cierta permanencia, supone que se tengan que conocer los procesos como una secuencia de coyunturas,
cada una de las cuales puede considerarse como una totalidad «inconclusa».” (Zemelman, 1992, p. 43-44).
13
Moscoso adopta la “metáfora de la obstetricia” de Trotski como modelo de vinculación entre el análisis de
situaciones revolucionarias y el “arte de la insurrección”, para hablar entonces de una “ginecología política” en la
cual entran las intenciones de los actores revolucionarios (1997, passim).
14
Declaración de los derechos de los súbditos ingleses presentada como petición de confirmación de antiguas
libertades, tendiente a limitar la prerrogativa regia de actuar sobre la ley y los tribunales. Establecía que los
súbditos no podían ser obligados a ceder préstamos o impuestos sin una ley parlamentaria, que no podían ser
retenidos en prisión sin causa justa ni obligados a albergar soldados, y que deberían abolirse las comisiones
para actuar bajo la ley marcial.
7

populares ante el asesinato del Duque de Buckingham, favorito del monarca. La política coercitiva
apoyada en la Cámara Estrellada y el Tribunal de la Alta Comisión15, así como la implantación cuasi
permanente del Ship money16 y tributos similares, y las confrontaciones de la Corona con los
escoceses, vinieron a agravar la situación. Hacia inicios de 1640, con la convocatoria y disolución del
“Parlamento Corto” era evidente la tendencia a la conformación de un doble poder en la formación
social inglesa. Pero recién en 1641 se agudizarían los conflictos entre Carlos I y el nuevo “Parlamento
Largo” –iniciado a fines de 1640-. Los disturbios de Londres con la aparición de los enfrentamientos
entre “caballeros” y “cabezas redondas” y la detención del Conde de Strafford y del Arzobispo Laud
por orden del Parlamento -con la posterior ejecución del primero-, pueden ser considerados como los
primeros acontecimientos revolucionarios. Es entonces que se puede intentar concebir la revolución
como un movimiento endógeno que se inserta en una dinámica macrorregional: la rebelión irlandesa
de 1641 y la disidencia de los presbiterianos escoceses constituirían elementos agravantes del
conflicto, exigiendo respuestas del poder estatal en momentos en los que éste hallaba comprometido
su control sobre la misma Inglaterra.
Desde 1642 a 1647 se desarrolló la guerra civil propiamente dicha, que enfrentó a los
ejércitos del rey y del Parlamento con la permanente presencia del partido escocés como fuerza que –
17
si bien en 1643 se alió a los presbiterianos ingleses y a los independientes contra Carlos I- osciló
entre el apoyo a unos u otros en provecho propio. Los triunfos de Marston Moor (1644) y Naseby
(1645) representaron el ascenso político de Oliver Cromwell y los independientes, abriendo el camino
para la ulterior ocupación del país, la agudización de la represión revolucionaria ejemplificada en el
juicio y condena de Laud, y la prisión del rey. Los años de 1647 a 1649 asistirían a la intensificación
de los debates en el seno del ejército parlamentario y la agudización de los conflictos con levellers y
diggers18, saldados con la ley marcial y la reorganización de la milicia por Cromwell. El 9 de febrero de
1649 se produjo la decapitación de Carlos I, condenado por un “Parlamento Disminuido” que declaró
la Commonwealth o República. Desde el punto de vista de la conflictividad abierta, puede decirse que
ése fue el cénit del proceso revolucionario. En 1653 el gobierno parlamentario fue sucedido por el
Protectorado de Cromwell, apuntalado en el ejército, el que a la muerte del Lord Protector en 1658
intentó sostener en un principio a su hijo y restaurar el “Parlamento Disminuido”, para apoyar el
retorno de los Estuardo en la persona de Carlos II dos años después.
El período de la Restauración (1660-1688) se vió sesgado por las muy diversas políticas de
Carlos II y su hermano y sucesor Jacobo. Hasta 1685 la política de Carlos tendió a la vivificación de la
monarquía en el interior sin negar el papel del Parlamento -con una primera etapa de reacción política
y religiosa personificada en la presidencia de Clarendon- y se caracterizó en el plano internacional por
una constante oscilación entre el conflicto y la alianza ora con las Provincias Unidas y Suecia, ora con
19
Francia. La primera división entre tories y whigs en el Parlamento, ocurrida en 1679, representaría la
aparición de una política de partidos que no se consideraban estrictamente enemigos sino
adversarios. La muerte de Carlos II y su sucesión por Jacobo II Estuardo reavivaron los conflictos en
torno a las prerrogativas reales y a la tolerancia religiosa. Las rebeliones regionales, la nueva
represión religiosa, la influencia francesa en la corte, el ataque a la legislación que limitaba las
atribuciones reales y la renovada indulgencia para con los católicos decidieron el acuerdo de los
partidos parlamentarios y religiosos contra Jacobo II, que culminó en la “Revolución Gloriosa” con la

15
La Cámara Estrellada era un tribunal originalmente encargado de juzgar delitos contra la Corona y que luego
amplió sus funciones como tribunal de primera instancia. La Alta Comisión era un tribunal eclesiástico creado
por Enrique VIII y encargado de velar por el cumplimiento de las normas sobre supremacía real y uniformidad
litúrgica y dogmática de la Iglesia Anglicana, y por tanto comprometido con la posición episcopalista.
16
Impuesto excepcional para la defensa del reino que se pagaba en las ciudades costeras –o que asumía la
forma de préstamo de buques y tripulaciones al Estado-, y que Carlos I impuso aun en tiempos de paz.
17
Se da el nombre de independientes a todos los movimientos religiosos separatistas que se oponían tanto al
episcopalismo anglicano como al presbiterianismo de corte calvinista. Entre ellos destacaban los barrowistas,
browmistas, baptistas y congregacionalistas, y junto con los prebisterianos formaban parte de la corriente
conocida con el nombre de puritanismo. Adquirieron importancia en el Parlamento Largo y en el ejército, y
mantuvieron una relación de apoyo mutuo no exenta de tensiones con Cromwell.
18
Levellers o niveladores: partido heterogéneo en el que destacaba John Lilburne y que propugnaba el
republicanismo y la extensión del sufragio, así como una amplia tolerancia religiosa. Diggers o cavadores:
movimiento radical de los “verdaderos niveladores” en el que militaba Gerrard Winstanley que insistía en la
necesidad de la igualdad social y económica, proponiendo la eliminación de la propiedad privada.
19
Tories: parlamentarios conservadores identificados por los protestantes con el papismo por no manifestarse
contra la exclusión de los católicos de la sucesión al trono. Whigs: apelativo de los políticos que trataban de
excluir a los católicos de la sucesión en oposición al partido Tory, y que intentaban limitar los poderes del rey y
ampliar los del Parlamento. Con el tiempo las denominaciones se tomaron como equivalentes de
“conservadores” y “liberales”.
8

convocatoria a Guillermo de Orange y María para ocupar el trono. El Parlamento de la Convención de


168920 ofreció formalmente la Corona a los nuevos reyes de Inglaterra y sancionó definitivamente las
normas que iban a regir la nueva monarquía: la Declaración de Derechos y el Acta de
21
Establecimiento .
Como puede apreciarse de esta apretada reseña, los principales sucesos político-
institucionales del siglo XVII inglés en el orden del poder estatal no pueden ser fácilmente
constreñidos en una periodización lineal. Dentro del lapso aludido destacan el período de la a veces
identificada como “Primera Revolución Inglesa” de 1640-49, prolongada por la Commonwealth y el
Protectorado hasta 1660, y la “Revolución Gloriosa” de 1688-89. Antes de la guerra civil y en el
intervalo de la Restauración, las políticas proabsolutistas de los Estuardos se ven acompañadas de
tensiones y transacciones en su relación con el Parlamento y el puritanismo, así como de frecuentes
conflictos armados en la inmediata periferia de Inglaterra, concretamente Escocia e Irlanda, que recién
terminarían a inicios del siglo XVIII con la anexión de la primera y la definitiva colonización de la
segunda. El establecimiento de una secuencia de coyunturas revolucionarias se ve complejizado por
la existencia de diversas fases y ritmos; producción de una situación revolucionaria hacia 1639-40,
crisis e insurrección, salida revolucionaria parlamentaria (1647-53) y luego dictatorial con el
Protectorado, Restauración y conformación de una nueva situación revolucionaria saldada con rapidez
en 1688-89. Sea cual fuera la periodización que se adopte, el proceso revolucionario inglés abarcaría
casi todo el siglo XVII, lo que ha permitido a Christopher Hill hablar repetidamente de un “siglo de la
revolución”.

En la descripción del proceso revolucionario que trate de pautar los tiempos, situaciones y
salidas del movimiento general, nos encontramos con la imposibilidad de reconstruir discursivamente
la realidad pasada sin dotar de sentido a los hechos que narramos. A fines de la década de 1970,
Roger Chartier escribía que: “Por encima de la trama de los acontecimientos, bien establecida en el
siglo XIX, los debates [sobre las revoluciones inglesa y francesa] se han centrado en torno a dos
cuestiones fundamentales: de una parte, los orígenes, próximos o remotos, socioeconómicos o
culturales, de las revoluciones; de la otra, su profundo significado en cuanto a la evolución de las
sociedades afectadas.” (1988, p. 558). Los problemas de las causas y del sentido de la revolución en
la historia de Inglaterra se transformaron quizás mucho antes del siglo XX en un campo de batalla,
sea en polémicas historiográficas, sea en controversias científicas22. Debemos a los historiadores
contemporáneos una mayor claridad de los aspectos en discusión, una apelación muchas veces
consecuente a criterios científicos y una crítica razonada de las interpretaciones ideológicas, pero no
es desacertado observar que las luchas de la revolución inglesa no acabaron en 1649 o 1689; se
continuaron desde el día siguiente y hasta el presente como luchas por la dotación de sentido.
Las primeras narraciones de los sucesos revolucionarios se gestaron en el marco de los
mismos conflictos y asumieron la fraseología propia de la escatología o de la crítica de la religión.
Lógicamente, si se tiene en cuenta que el pensamiento político se realizaba en la esfera de la
teología, concibieron la confrontación como resultado de las discrepancias confesionales. David
Hume, escribiendo desde un siglo XVIII que se había liberado de las formas de representación
religiosa de los fenómenos sociales, no tenía intenciones de disimular su disgusto frente a lo que
consideraba una visión del conflicto deformada por la religión. “Es de advertir –escribía- que todos los
historiadores que vivieron hacia aquellos tiempos, y lo que es acaso aun más decisivo, todos los
escritores que han tenido ocasión de detenerse en estas extrañas revoluciones, representan los
desórdenes y convulsiones de Inglaterra como un efecto de las disputas de la religión, suponiendo

20
El proceso de la Revolución Gloriosa se desarrolló entre fines de 1688 y principios de 1689, pero como en
Inglaterra se aplicó hasta 1752 el calendario Juliano, es frecuente que las fechas de los acontecimientos no
concuerden entre diversos textos según la datación utilizada.
21
La Declaración de Derechos enumera las ofensas de Jacobo II a las libertades inglesas, sanciona el
ofrecimiento del trono a Guillermo, fija los límites de acción de la monarquía frente al Parlamento y confirma los
derechos individuales -entre los cuales el más importante era el de Habeas corpus-. El Acta de Establecimiento
de dos años después (1701) precisa el orden de sucesión de la Corona y los requisitos para el acceso al trono,
reafirmando la independencia del Parlamento y de la justicia ante la monarquía.
22
En la distinción de Gérard Noiriel (1997, p. 48, nota 76), una controversia científica comprende a quienes
hablan un mismo lenguaje y comparten un mismo sistema de normas, mientras que una polémica enfrenta a
historiadores cuyos criterios de juicio son expresión de universos mutuamente extraños. Desgraciadamente, en
la gran mayoría de las polémicas historiográficas los participantes no asumen que el campo de discusión no es
en realidad el de la definición de conceptos y la articulación de relaciones, sino el de las interpretaciones
valorativas.
9

que la discusión política acerca de la autoridad y la libertad estaba subordinada a la otra” (1843-44, t.
IV, p. 49). La concepción de la revolución como un movimiento puritano en contra de las políticas
represivas del episcopado anglicano, encarnadas en el Arzobispo Laud, o incluso contra el catolicismo
ora encubierto, ora manifiesto de los Estuardo, continuó desarrollándose hasta plasmar hacia fines del
siglo XIX en la tesis de la “revolución puritana” de S. R. Gardiner, y renaciendo ocasionalmente a lo
largo del siglo XX. La excepcionalidad de la revolución inglesa consistiría en que su realización tendía
a posibilitar la libre profesión de fe, con lo que de ninguna manera podía asimilársela a una “revolución
23
social” como la francesa . La asociación explícita entre absolutismo político y absolutismo religioso
permitió a los historiadores que destacaban los aspectos confesionales integrar en sus narraciones los
problemas relativos al poder del Estado. El “caso Cromwell” fue repetidamente aducido para explicar
la sumisión de la política a la teología, e incluso un autor cauteloso al respecto como Jean Delumeau
no puede dejar de nombrarlo como “verdadero profeta del siglo XVII” (1977, p. 231), olvidando quizás
que el poder personal del jefe del ejército parlamentario no se basaba meramente en aspectos
carismáticos, sino en instrumentos de control organizacional como la oficialidad del ejército o en la
racionalidad instrumental de sus acciones24.
La aparición de la versión whig de la historia vino a trastocar las relaciones postuladas por la
versión confesional, haciendo de las ofensas de los Estuardo a las libertades inglesas el leitmotiv de la
revolución. Fue aquí Hume uno de los que contribuyó a construir tempranamente esa visión, criticando
la concepción religiosa y presentando los conflictos como resultado de la eclosión inevitable de un
“partido patriótico” que defendía los privilegios del pueblo inglés contra las usurpasiones del monarca
(1843-44, t. III, cap. 50º). La política de los Estuardo aparecía entonces como un ataque a los
principios del gobierno limitado que constituían el basamento del Estado inglés desde la Carta Magna.
La historia de Inglaterra podía ser leída como una única línea de desarrollo en el sentido de la libertad
y la propiedad, que nacía en las autonomías sajonas, se sacudía el “yugo normando” y se ratificaba
con la Declaración de Derechos; una “visión optimista” en la cual las “extrañas revoluciones” sólo
podían ser concebidas como alteración del orden natural del progreso. Los levantamientos del siglo
XVII eran realmente reactivos porque se erigían contra una autoridad que avanzaba, poniendo al
resguardo los derechos del pueblo con “barreras más firmes y mejor determinadas que las
establecidas por la constitución” (Hume, idem, p. 582).
En la cima de la política liberal y en respuesta a los intentos de Thierry y Guizot de comparar
las revoluciones inglesa y francesa, a mediados del siglo XIX, la versión whig de la revolución se
canonizó con la obra magna de Lord Macaulay, cuya Historia de la revolución de Inglaterra constituyó
un punto de inflexión historiográfico al considerar que la revolución se restringía al período de 1688-
168925. Para Macaulay la historia inglesa era una pura continuidad, desde la Carta Magna hasta sus
días, del imperio del “gobierno limitado” -concepto que, como en Hume, caracterizaba al orden político
como relación entre el Estado y los particulares, callando toda dominación social-. Eludiendo la
ostensible diferencia entre los grandes barones del siglo XIII y los diversos grupos sociales de 1850,
consideró que no se había dado en Inglaterra más que una tranquila evolución: “...como los grandes
cambios sobrevenidos en su constitución política durante los seis últimos siglos fueron efecto de un

23
Por ejemplo, en la visión de Alfred Stern: la revolución francesa y la inglesa no constituyen procesos
comparables, ya que “... así como la revolución francesa no pensó nunca en producir un transtorno en el terreno
religioso, tampoco la inglesa pensó en derribar el antiguo edificio de la sociedad. La proclamación de la diosa
Razón fue un hecho tan pasajero como la existencia de los niveladores, pues si las masas francesas no estaban
poseídas del entusiasmo que impulsaba a los campeones del puritanismo, en cambio los ingleses estaban muy
lejos de las ideas niveladoras de los discípulos de Rousseau” (1901, p. 8).
24
La solución dada por Cromwell a los conflictos en el seno del ejército, con el ajusticiamiento sumario de
agitadores elegidos al azar, o la presión sumamente violenta ejercida sobre los miembros del Parlamento en
numerosas ocasiones -entre las que cabe destacar el juzgamiento de Carlos I-, así como su proverbial
capacidad de negociación, hacen dificultoso pensar en un puro portador de carisma. Extraño profeta de la
revolución puritana aquel que en la apertura del Parlamento del Protectorado –en 1654, una vez acallada la
confrontación- declaró que era natural la división de la sociedad en nobleza, gentry y trabajadores (Kofler, 1974,
p. 265). Igualmente, destacan en él formas “modernas” de ejercicio del poder militar, basadas en la
reorganización del ejército (cuyo fruto sería el llamado New Model Army de 1645-49) y el cálculo racional de las
operaciones. Cf. Regan, 1989, segunda parte, cap. 2, quien opone el espíritu caballeresco de sir John Byron al
cálculo de Cromwell, apoyado en su confianza religiosa, en la batalla de Marston Moor, y Parker, 1990, p. 199,
quien considera a Cromwell más cercano a los procedimientos militares de la guerra moderna de fines del siglo
XVII y del XVIII que a las formas anteriores.
25
No solamente Macaulay reserva el término “revolución inglesa” para la Revolución Gloriosa, sino que además
la primera parte de la obra -de aproximadamente un cuarto de su extensión- trata de servir de marco al tema
sintetizando la historia británica desde la ocupación romana hasta 1685, mientras que las otras tres cuartas
partes se encuentran dedicadas al período 1685-1689.
10

desarrollo gradual, y no de un período de destrucción seguido de otro de reconstrucción, la presente


ley fundamental de la Gran Bretaña es, a la que protegía su desarrollo hace cinco siglos, lo que a la
planta el árbol y el niño al hombre” (1882-84, t.1, p. 35). Por eso la Revolución Gloriosa era
“esencialmente defensiva”, teniendo de su parte “la tradición y la legalidad” en el resguardo de la
constitución fundamental del reino frente al despotismo de los Estuardo; constitución que no se
hallaba formalmente plasmada en un documento, pero que estaba esparcida en “antiguos y nobles
estatutos” y grabada en “el corazón de los ingleses” (idem, t. 4, p. 497). Fuertemente ideológica, la
obra de Macaulay resaltaba el carácter individual como motor de la historia, tomaba a broma los
cuestionamientos de los puritanos más consecuentes26 y describía a las clases poseedoras en
27
términos laudatorios . Su conciencia de pertenencia a una clase dominante sólidamente asentada se
expresó con toda claridad en una habitual operación discursiva que condenaba la violencia como
método revolucionario sin decir una palabra de la violencia de los poderosos, y que negaba a las
clases populares todo registro historiográfico sobre sus luchas, al afirmar que desde esa “última
revolución” a ningún inglés discreto y patriota se le hubo ocurrido derribar el gobierno establecido
(idem, t. 4, pp. 502-504).
La posteridad whig de Macaulay reiteró en el siglo XX la tendencia a enjuiciar los procesos
revolucionarios ingleses en función de su adecuación al modelo liberal de resolución de conflictos. La
Great Rebellion de 1640-60, sangrienta en exceso y caracterizada por las oposiciones entre grupos
sociales y políticos, fue opuesta sistemáticamente a la Glorius Revolution de 1688-89, cuya sensatez
la distinguiría de las otras revoluciones y que habría sido “... llevada a cabo por toda la nación, por la
unión de todas las clases...” estableciendo “... una forma a la vez antigua y nueva de gobierno ...”
28
(Trevelyan, 1951, p. 7-13) . La revolución liberal se afirmaba como una revolución conservadora, que
resguarda la vía inglesa al reino de la libertad y al imperio de la ley. Y para quien piense que una
concepción tan genuinamente continuista de la historia se encuentra sepultada por los debates del
siglo XX, se encuentra la obra de Alan Macfarlane como ejemplo de la vigencia de una narración que
de la mano de la “excepcionalidad” de la historia inglesa -lo que es mezcla de una verdad de
perogrullo, porque ninguna historia es idéntica a las otras, con una ideología nacionalista de viejo
cuño- enfatiza la “evolución” pacífica y natural de Inglaterra hacia un capitalismo ya conformado en el
siglo XIII frente a los torpes esfuerzos del continente por seguir sus pasos (1993, esp. cap. VII y
Posdata).
Las concepciones puritana y whig de la revolución compartieron desde su inicio una radical
distinción entre la corte y el país, o incluso entre el rey y el pueblo, consagrándolos como los actores
exclusivos del drama. El hecho de que en ocasiones arribaran a la simbiosis demuestra su similitud
historiográfica, ya que sólo las diferencia la precedencia causal de uno u otro elemento, el religioso o
el político. Participan de una concepción episódica de la causa propia del método inductivo y de la
filosofía empirista en general, estableciendo asociaciones causales pero no procesos. Se transforman
así en expresión ideológica de las clases dominantes, que no pueden admitir las crisis sociales como
momentos de su propio progreso histórico y las aborrecen como alteraciones del orden natural de la
sociedad que ellas mismas han construido. Si bien se llega a postular la identificación del puritanismo
con ciertas capas sociales (v.g. Stern, 1901, pp. 17-18, o Macaulay, 1882-84, t. 2, cap. III, ítem XVI),
queda eliminada toda posibilidad de causalidad social y sólo resta analizar los enfrentamientos
personales en la dinámica del proceso. La irracional apelación a la “unidad de todas las clases” en la
Revolución Gloriosa oculta los enfrentamientos periféricos de Escocia e Irlanda y la construcción de la
justicia penal más sanguinaria de la historia moderna, en la cual el más mínimo atentado contra la
29
propiedad por parte de las clases populares era castigado con la horca . A su vez, la relación entre la
monarquía y el clero se reduce a las pretensiones absolutistas de los Estuardo y de Laud, impidiendo
concebir a la Iglesia Anglicana como un aparato ideológico de Estado en sentido estricto, cuya
funcionalidad superaba el apoyo a los intereses personales de los monarcas o del episcopado para
transformarse en el pilar del control cultural.

26
Es casi patético ver como Macaulay se burla de George Fox por su negativa a usar la segunda persona del
plural al dirigirse a los aristócratas (1882-84, t. 1, cap. I, ítem VI). Evidentemente el burlado no se engañaba
sobre las relaciones de poder que el lenguaje vehiculiza y reproduce.
27
Los puntos más descollantes son al respecto los relativos al estado de la gentry y la yeomanry al momento del
ascenso al trono de Jacobo II (1882-84, t. 2, cap. III, ítemes XIV y XVI), llegando Macaulay a catalogar a esta
última como una “clase viril”.
28
La obra de Trevelyan que se cita, publicada en 1938 y entroncada explícitamente en la tradición de Macaulay,
se yergue como llamado a defender el “sistema de gobierno mediante la discusión” contra los “nuevos
absolutismos”. De allí su encendida defensa de la obra de la Revolución Gloriosa en pro de las libertades
individuales y de la paz.
29
Cf. Moore (1991) o Thompson (1984).
11

Los avances de la historia económica de principios del siglo XX y los estudios sobre la
vinculación entre puritanismo y capitalismo demostraron la insuficiencia de las versiones puritana y
whig de la revolución30. La cuestión social fue introducida en la agenda del debate historiográfico
principalmente por los historiadores radicales y marxistas, girando sobre la diferenciación entre
aristocracia y burguesía. Si para los historiadores no marxistas se trataba de reconocer el carácter
social del conflicto en base a los instrumentos de la sociología clásica, para los marxistas se trataba
de seguir las ideas marxianas sobre la revolución burguesa y concebirla por tanto como un fenómeno
de clase. Según Marx, en un texto de 1847, “Tanto en la Revolución inglesa como en la francesa, el
problema de la propiedad se planteaba de tal modo que de lo que se trataba era de abrir paso a la
libre competencia, aboliendo todas las relaciones feudales de la propiedad, tales como los tributos
señoriales, los gremios, los monopolios, etcétera, que habían ido convirtiéndose en otras tantas trabas
31
para la industria, en su desarrollo a lo largo de los siglos XVI a XVIII.” (Marx, 1992a, p. 188) . La
burguesía era la clase social que se alzaba contra las trabas feudales en relación con la propiedad,
por lo cual la atribución social de la revolución estaba clara desde un principio. Esa fue inicialmente la
posición de Christopher Hill, quien desde sus trabajos de los años de 1940 planteó que la Inglaterra de
Carlos I era esencialmente feudal y que por tanto el capitalismo se transformó en dominante luego de
la revolución. La discusión ulterior de las tesis de Hill en los medios historiográficos vino a simbolizar
la aceptación -limitada, por cierto- del materialismo histórico dentro del concierto académico británico,
no desde luego por motivos políticos sino por la imposibilidad de desconocer la fuerza argumentativa
de sus planteos. Pero los inconvenientes para la adopción de tal concepción aparecieron casi con su
difusión. En primer lugar porque en los mismos medios marxistas se discutía el carácter feudal o
32
capitalista de Inglaterra en los siglos XVI y XVII . El que la revolución fuera realizada por elementos
burgueses no demostraba que hubiera tenido por objetivo barrer con las formas feudales de la
propiedad, pues podía argumentarse que éstas ya se encontraban en disolución desde la crisis del
siglo XIV y desde la Guerra de las Dos Rosas (1455-1485) y las investigaciones de Stone en la
década de los ’60 (1985, p. 37 y ss) demostraban que la movilidad de la tierra había sido muy alta
antes de la revolución de 1640-60, y no después. De otra parte, porque la noción de “burguesía” es
problemática para la Inglaterra anterior a la revolución industrial. La controversia entre R. H. Tawney y
H. Trevor Roper sobre el carácter de clase de la gentry en los años de 1950 -capitalista y puritana o
no- demostró las dificultades de concebir a las categorías sociales y al mismo proceso revolucionario
como homogéneos. Por último los intentos de los historiadores sociales preocupados por dilucidar el
33
conflicto como problema del reconocimiento de status -como el mismo Stone - y la posterior reacción
conservadora en la historiografía de los años 1970, derivaron en fuertes impugnaciones a la intención
de concebir el conflicto social en términos de conflictos de intereses reales. Si bien los historiadores
apoyados en un weberianismo consecuente -como Tawney- buscaron reconstruir las
representaciones del pasado inglés en términos alejados de la justificación ideológica de la versión
whig, la mayor parte de los historiadores académicos siguió optando por negar todo contenido social a
los hechos (Fontana, 1982, p. 78).
Una recuperación de los aportes de la historiografía preocupada por los procesos de cambio
social en el período revolucionario debería comenzar por la identificación de los actores de la
revolución. La participación de las diferentes clases y categorías socioprofesionales en los

30
Sobre la fractura de la tesis de la “revolución puritana” y la continuidad de los debates sobre el papel de la
religión en la revolución de 1640-60, cf. Delumeau, 1977, pp.231-234.
31
Esa visión se vió pronto contestada por el propio Marx en 1850 (1992b, p. 207), cuando viró a la
consideración de la posesión territorial nobiliaria previa a la revolución como algo que “...no era, en realidad, una
propiedad feudal, sino una propiedad burguesa...”.
32
Wallerstein reseña en detalle la controversia inicial entre marxistas en los años 1940-41 sobre la tesis
principal de Hill, así como derivaciones posteriores del debate, simpatizando evidentemente con la crítica de
Peter Field en el sentido de que la Inglaterra del siglo XVII ya era una sociedad económicamente capitalista,
más allá de las formas políticas (1984, pp. 8-10). Es sintomático que el período de 1940-48, en el cual el
programa de un desarrollo socialista burocrático frente a la crisis del capital parecía inevitable, fuera el momento
en el cual en los medios marxistas británicos discutieron con mayor vivacidad el carácter de la revolución inglesa
del siglo XVII como revolución burguesa en la transición al capitalismo.
33
Para Lawrence Stone, son la crisis de confianza en la nobleza de los pares,el desgaste de la barrera social
entre éstos y la gentry y la movilidad social, los principales factores que explican la inestabilidad social del
período (Stone, 1975 y 1985). Como ha observado Fontana (1982, pp. 78-79), la argumentación central de
Stone es tautológica, pues plantea de que si hay poca estabilidad dada la amplia movilidad, es probable que
haya inestabilidad. Sin embargo sus trabajos reseñan con notable solvencia las transformaciones de la sociedad
inglesa hacia la modernidad.
12

movimientos no fue de ninguna manera homogénea (Hill, 1980a, pp. 148-151). Está fuera de toda
duda que no sólo el clero episcopaliano sino principalmente la mayor parte de la alta nobleza, se
alinearon en el partido del monarca (Jeannin, 1970), pero si la representación estamentaria no había
perdido vigor en cuanto a la diferenciación de la nobleza, ya no jugaba rol alguno en lo referente a la
identidad de la multitud de grupos sociales en conformación por debajo de ella. El caso paradigmático
es el de la gentry, cuyos miembros se encuentran en ambos bandos siendo motivo de discusión en
34
qué porcentaje , y cuya identidad pasa por una representación tan laxa como la de ser reputado
como un gentleman (ibídem). Las transformaciones de la propiedad en el campo inglés desde el siglo
XIV, el ascenso político de la gentry a nivel local en la Guerra de las Dos Rosas, la puesta en venta de
los bienes del clero monacal y otras corporaciones en ocasión de la Reforma Anglicana, y la aparición
de la tríada de grandes terratenientes, arrendatarios capitalistas y trabajadores asalariados como
característica distintiva de las relaciones de producción rurales, afianzaron a los nobles sin blasón
como sector con intereses objetivos en el desarrollo de un mercado capitalista. El carácter no feudal
de los arriendos fundiarios, tendientes a la inversión como forma de incremento de la productividad y a
la gestión de la tierra por arrendatarios que contrataban trabajo asalariado de un campesinado
progresivamente desposeído, así como la participación de los gentlemen del campo y la ciudad en los
mercados de mercancías y de mano de obra, entroncan a la gentry con el surgimiento de la sociedad
35
burguesa . Notable ejemplo de la conjunción de formas de autoidentidad propias del Antiguo
Régimen con actividades económicas orientadas en un sentido capitalista, la gentry era el principal
grupo social representado en la Cámara de los Comunes. En ese espacio institucional, parte de ella
tomó conciencia de su divergencia de intereses con la alta nobleza, en tanto que otros sectores se
mantuvieron cerca de los Pares del reino. La diversa participación de sus miembros en los bandos
enfrentados en 1640 es índice de su propia situación social como clase en proceso de emergencia, al
tiempo que su acuerdo por arriba de todo partidismo en 1688 para erigirse en la clase dominante en el
campo inglés del siglo XVIII representa su acceso a un grado superior de integración social y
sistémica36.
Diverso posicionamiento encontramos en las clases productoras emergentes del proceso de
construcción de relaciones capitalistas. Aquí es la yeomanry del campo y de las ciudades el grupo
social comprometido con el bando revolucionario (Dobb, 1974, Hill, 1980a). El carácter de los yeomen
rurales varía entre la propiedad y el arrendamiento del suelo37, pero es claro que su prosperidad se
basaba en los nuevos métodos de cultivo, en la inversión capitalista y en la utilización del trabajo de
jornaleros asalariados. Como la gentry, la yeomanry era una clase plural, variable regional y
localmente; pero, al contrario de la primera, su mayoritario apoyo al bando parlamentario delineó la
geografía de la Guerra Civil. El este y el sur de Inglaterra, donde el avance del capitalismo agrario era
mayor que en el norte y el oeste, todavía sujetos a arrendamientos feudales, se volcó al bando
revolucionario. A su vez, las ciudades y las zonas manufactureras rurales también resultaron baluartes
parlamentarios, más allá de que las oligarquías urbanas y muchas corporaciones apoyaran a la
monarquía y de que -como ha referido Parker (1990, p. 67)- el conflicto armado incluyera no sólo
grandes batallas y asedios sino también una “difícil y sucia guerra” a todos los niveles locales y
regionales, que comprometía esfuerzos de numerosas guarniciones y poblaciones. En el caso de las
ciudades se produjo una escisión en la burguesía comercial, siendo la alta burguesía comercial de los
grandes centros urbanos favorable al rey, en tanto que los estratos inferiores y de las ciudades del
interior apoyaron al Parlamento. Así, debe concederse a Dobb (1974, cap. 5) que el disfrute o la
impugnación de los monopolios mercantiles dividió aguas entre los mercaderes.

34
V.g., en tanto que para Hill (1980a), preocupado en afirmar la participación de los “hombres medianos”, la
gentry sería sustancialmente monárquica, para Jeannin (1970) se encontraría en mayor porcentaje en el ejército
parlamentario. En cierto sentido esta discrepancia proviene de la utilización de un concepto más restringido o
más amplio -respectivamente- de gentry.
35
Sobre estos puntos, cf. diversos aportes de Dyer (1991), Dobb (1974), Anderson (1996) y Brenner (1988).
36
Formas de integración entendidas como reciprocidad entre actores en situaciones de copresencia y en
condiciones extensas de espacio-tiempo (Giddens, 1995).
37
Dobb (1974) enfatiza la propiedad del yeoman asimilándolo al campesinado próspero de tipo kulak, en tanto
que Brenner (1988), encuentra en los arrendatarios el desarrollo de una clase media rural capitalista. Sin
embargo, como lo ha destacado Wallerstein (1984, p. 119) en base a las observaciones de Mingay, Smith y
Slicher van Bath, el término yeoman denotaba en los siglos XVII-XVIII un rango social superior al de los simples
labradores (husbandmen) e inferior al de los grandes agricultores terratenientes, con independencia de que la
tierra se tuviera en propiedad, enfiteusis o arrendamiento.
13

38
Dejando de lado momentáneamente a los freeholders , husbandmen y otros grupos
plebeyos, la revolución inglesa podría ser catalogada como una “revolución burguesa” por el
alineamiento general de los grupos sociales enfrentados. Desde las cerradas definiciones de “nobleza”
y “burguesía” del siglo XIX la situación inglesa no parece tan clara, en tanto que las formas de
identidad de grupo no son todavía netamente económicas sino que se hallan ligadas al status,
constituyendo una sociedad en la cual la adscripción a las clases no se hace evidente. Pero
igualmente el análisis de los posicionamientos políticos de las diversas categorías sociales durante el
proceso revolucionario permitiría asumir una mayor presencia de los nuevos actores capitalistas en el
bando revolucionario durante la Guerra Civil. El inconveniente para adoptar el calificativo de
“revolución burguesa” en orden a la composición del movimiento se encuentra en el compromiso de la
Revolución Gloriosa. Luego del cierre del ciclo revolucionario en 1688-89, es evidente que no son los
comerciantes y la yeomanry los actores sociales que logran el control del aparato del Estado y de la
justicia local, sino que éstos quedan en manos de la aristocracia y la gentry. Surgió entonces la
paradójica situación -reiteradamente observada por Marx en aquellos escritos en los cuales no
establecía una ecuación determinista entre dominación social y dominación política- de que quienes
dirigían el Estado no pertenecían necesariamente a la clase económicamente dominante. Si existen
razones históricas y sociológicas para aplicar el concepto de revolución burguesa, no es por la
asunción directa del poder por una burguesía de tipo decimonónico, ni siquiera por la composición del
movimiento revolucionario, sino por los resultados del proceso. Esta definición ha sido el gran aporte
de Christopher Hill (1980a, passim), permitiendo atribuir un carácter antifeudal y burgués a la
revolución en orden a la tarea de transformación revolucionaria que cumplió.
Los historiadores marxistas -e inclusive el mismo Hill-, estuvieron en las décadas de 1940-50
atados a la idea de la ruptura de las trabas feudales en el campo inglés, cuando es muy probable que
tales trabas fueran mucho más limitadas que lo que suponían. La eliminación por el Parlamento de las
tenencias feudales en 1646 y las confiscaciones de tierras de los nobles adictos al rey que no fueron
retornadas tras la Restauración significaron duros golpes a los resabios del feudalismo, pero es
dudoso que tuvieran un efecto comparable al de la adopción de idénticas medidas y la secularización
masiva de los bienes del clero en la Revolución Francesa, básicamente porque en Inglaterra esa
transferencia sustancial de la propiedad ya se había producido. Además, ni la Commonwealth ni el
Protectorado afectaron la percepción de los diezmos, muchas veces adquiridos por la gentry. Fue la
posterior atención a la ruptura de las limitaciones estrictamente “políticas” y la consideración de la
praxis revolucionaria lo que permitió afirmar el carácter burgués del proceso. La monarquía Estuardo
intentaba en el siglo XVII continuar el camino de construcción de un poder absolutista que habían
seguido los Tudor, remontando la tradicional debilidad de la Corona frente a la aristocracia luego del
“suicidio colectivo” de esta última en la Guerra de las Dos Rosas, por lo cual la revolución vino a
39
dislocar la articulación de un Estado esencialmente feudal . Hill ha enfatizado la naturaleza
revolucionaria de las mutaciones en el gobierno durante las décadas de 1640 y 1650 (1980a, p. 152 y
ss.); las prerrogativas regias no volvieron y continuó la soberanía del Parlamento y de la Common
Law, hasta el punto que los intentos de Jacobo II de restaurar los tribunales especiales y hacer caso
omiso de las Cámaras terminaron en su rápida destitución. El hecho de que el “Parlamento Cavalier”
de la época de Clarendon, en la primera etapa de la Restauración, siguiera una política reaccionaria,
no debe ocultar que era precisamente una política parlamentaria, a contramano de los acuerdos
alcanzados por el mismo Carlos II. Consagrando el poder del gobierno representativo y las garantías
individuales de los súbditos, sancionando la libertad de prensa y –aún limitada por el conflicto con los
papistas- la libertad de conciencia, posibilitando la libre contratación de mano de obra -como correlato
de la eliminación de los monopolios y las corporaciones-, la revolución consiguió cumplir entre 1625 y
1689 la tarea esencial de transformación revolucionaria de una sociedad feudal: el logro de la libertad
individual.
La revolución inglesa del siglo XVII adquiere sentido post factum no como triunfo de la
40
burguesía sino como momento fundacional de la sociedad burguesa, en la doble dimensión de

38
Tenentes libres; campesinos cuya disponibilidad sobre sus parcelas sólo se hallaba limitada por la Common
Law.
39
“El absolutismo inglés se vio arrastrado a la crisis por el particularismo aristocrático y la desesperación de los
clanes de su periferia; esto es, por fuerzas históricamente retrasadas respecto a él. Pero fue derribado en su
centro por una gentry comercializada, una city capitalista y un artesanado y una yeomanry plebeyos: fuerzas
que iban por delante de él. Antes de que pudiera alcanzar la edad de su madurez, el absolutismo inglés fue
derribado por una revolución burguesa” (Anderson, 1996, p. 141).
40
El Marx de 1850 destacaba que las revoluciones de 1648 y 1789 “... No representaron el triunfo de una
determinada clase de la sociedad sobre el viejo orden político, sino que proclamaron el orden político de la
14

construcción de las relaciones entre sociedad civil y Estado en la misma formación social inglesa y de
presentación de un modelo societal para otras formaciones sociales. En la dimensión interior,
rompiendo el concepto de representación de status y afirmando el de representación territorial
socialmente condicionada, la revolución afianzó la noción del ciudadano propietario de bienes,
comprometido con los intereses que concurren al espacio público, pater familias instruido capaz de
juicio y crítica. Asumiendo la propiedad bajo su forma burguesa como un hecho natural con Locke, al
día siguiente de la Revolución Gloriosa, concibió al Estado como el guardián público de la propiedad
privada, trasladando del soberano absoluto al pueblo-nación abstracto el núcleo autoritario e irracional
del poder. Construyendo un modo de dominación acorde con las transformaciones del modo de
producción y con el compromiso de fracciones de clases que había cerrado el proceso revolucionario,
posibilitó el desarrollo de una política de élites con partidos no confesionales y la formación del
“modelo de Westminster”. Así, con la creación de un Estado vestido con los ropajes de las libertades
sajonas restauradas pero que en realidad constituía una estructura de nuevo tipo, se articuló el poder
del Estado con el de las clases económicamente dominantes, dirigiendo las alteraciones de la
41
morfología social . El modelo político sancionado por la revolución se constituyó como espacio de
competencia interoligárquica abierto al ascenso socio-político de las “clases medias”, en el marco del
proceso de expansión e intensificación de las relaciones capitalistas de producción durante todo el
siglo XVIII.
En su dimensión de modelo societal en la construcción de la sociedad burguesa, la Inglaterra
posrrevolucionaria brindó un referente para la formación del espacio público en el continente, más
particularmente en Francia. Contra el Guizot reaccionario de 1850, Marx señalaba que la libertad de
espíritu que tanto espantaba de la Revolución francesa había sido importada precisamente desde
Inglaterra (1992b, p. 207). La preexistencia de la revolución holandesa antiespañola del siglo XVI
había también impactado en Inglaterra bajo la forma de ejemplo de lucha nacional contra la tiranía.
Sin embargo la más fundamental referencia al modelo holandés parece haber sido el análisis de la
situación económica de los Países Bajos, reflejada en los escritos de los mercantilistas ingleses y
respondida por las Actas de Navegación durante el Protectorado y la Restauración. Distintamente, el
siglo XVIII francés iba a concretar una lectura novedosa del precedente inglés -inaugurada antes
incluso de Montesquieu y Voltaire- al referirse positivamente a las estructuras políticas insulares,
entendiendo que eran éstas las que posibilitaban el desarrollo del comercio y la constitución de una
sociedad dinámica. Como contracara de la recepción optimista del modelo político inglés y la
consecuente simpatía ante la Glorius Revolution, los pensadores franceses parecían espantados ante
la Great Rebellion y la posibilidad de la guerra civil. Sólo la Revolución Americana iba a conjurar la
reserva de los sectores progresistas franceses ante la deposición de un gobierno contrario al derecho
natural, haciendo posible hablar en 1786 de La influencia de la revolución de América sobre Europa
con Condorcet.

La cuestión religiosa no puede ser evacuada de la indagación sobre el sentido de la


revolución con la simple asimilación entre puritanismo y capitalismo proveniente de una ligera lectura
de Weber y Troelsch, por más que sea correcto postular una relación entre ambos. Marx planteó en
un temprano escrito de juventud que “La emancipación política del judío, del cristiano, del hombre
religioso en general, es la emancipación del Estado frente al judaísmo, el cristianismo y la religión en
general. El Estado en su forma propia y característica, en cuanto Estado, se emancipa de la religión
emancipándose de la religión oficial, o sea reconociéndose a sí mismo como Estado y no [como] a
una religión” (1994, p. 32). Las implicancias políticas del libre ejercicio de la religión no podían ser
neutras ya que atacaban la base ideológica del poder feudal, desarticulando la simbiosis de las
instancias sociales propia del feudalismo al distinguir la esfera de la religión de las de la política y la
economía. La anulación del riguroso control episcopal de la Iglesia Anglicana no sólo fracturó el
intento monárquico de fundar una nueva relación de dominación a semejanza de los Estados
absolutistas del continente, basada en la asociación Iglesia-Estado en beneficio de una estatalidad
centralizante, sino que abrió además el camino para la consideración de la fe como espacio particular
limitado a la interioridad del individuo42. La reforma religiosa y la revolución burguesa se realizaron en

nueva sociedad europea. Triunfó en ellas la burguesía; pero el triunfo de la burguesía representaba entonces el
triunfo de un nuevo orden social.” (1992b, pp. 204).
41
Es manifiesto el intento deliberado del Estado inglés del siglo XVIII por dar lugar al desarrollo de las
relaciones de producción capitalistas, con la sanción parlamentaria de las enclosures y el ejercicio de una
justicia ampliamente favorable a las clases propietarias (cf. Mori, 1989, Thompson, 1984 y 1995, Moore, 1991).
42
Es sintomático que la transformación de movimientos socialmente radicales en movimientos puramente
religiosos, como el de los cuáqueros (Hill, 1983), pudiera resguardar a sus seguidores de las persecuciones de
15

un mismo movimiento emancipatorio, anulando la vía absolutista de formación del Estado moderno
(Koselleck, 1965, pp. 25-26).
La reformulación del estudio de la cuestión religiosa en el sentido de un análisis cultural, en el
que se comprendan tanto las influencias calvinistas como la construcción de nuevas ideologías e
imaginarios más allá de las discusiones dogmáticas, es todavía una empresa en proceso. Ha sido otra
vez Christopher Hill quien, al indagar sobre Los orígenes intelectuales de la Revolución inglesa
(1980b) –en explícita alusión a Los orígenes intelectuales de la Revolución francesa, de Daniel
Mornet-, abrió una vía de debates sobre la aparición de nuevas ideas en torno a la ciencia, la técnica,
la historia y la sociedad en el período previo a la revolución. Frente a una dinastía escocesa que creía
en las brujas y el maleficium43, los ingleses podían presentar un Bacon o un Harvey, y no es de
menospreciar el hecho de que en 1647, en el punto álgido de la primera revolución, el Parlamento
emitiera una declaración contra la superstición según la cual el tacto real sanaba las escrófulas
(Bloch, 1993, pp. 340-342). Como se verá más adelante, la atribución de sentido a la revolución
inglesa puede atender con provecho al problema del surgimiento de una concepción racional del
mundo.

Si la revolución inglesa puede ser analizada retrospectivamente como una revolución


burguesa que vino también a realizar la tarea pendiente de la reforma religiosa, y en ese sentido las
acciones de los diversos actores involucrados pueden ser leídas como expresión de su conciencia
práctica, no debe dejar de resultar de interés la conciencia discursiva que los mismos alcanzaron
durante el desarrollo del proceso revolucionario. La distinción entre los actores sociales implicados en
el movimiento y la revolución en sí no tiende a construir discursivamente un tipo de sujeto histórico de
índole metafísica: “la revolución” no piensa o actúa, no tiene objetivos de por sí y con independencia
de los que la realizan, por más que -como secuencia de hechos objetivos y representaciones
subjetivas en un continuo histórico- tenga sí resultados. Y si nunca las acciones de los hombres
obtienen los resultados que se proponen -dado el condicionamiento estructural que los constriñe-, las
justificaciones y argumentaciones de los actores permiten apreciar su intencionalidad en términos de
objetivos de la acción social. A ese respecto, las razones por las cuales se exigió un Parlamento en
1640 eran -según el autor anónimo de la crónica realista Persecutio Undecima de 1648- las
siguientes: 1) los celos que en la corte despertaban Laud y Strafford, 2) la intención de la nobleza rural
de arribar a cargos a los que no tenía acceso por encontrarse marginada de la corte, 3) los deseos de
gentlemen, freeholders y otras gentes de liberarse de monopolios, impuestos y tiranías, 4) el hecho de
que “ministros sermoneantes y taimados” quisieran la confiscación de las tierras del episcopado para
financiar mejores salarios para el clero y la instauración de una nueva disciplina, 5) el que los
sectarios y 6) los abogados de derecho común se opusieran a la disciplina eclesiástica, 7) la
esperanza de las gentes rurales en que el Parlamento les desobligara de los diezmos, 8) los deseos
de incremento del comercio y anulación de los monopolios de los mercaderes londinenses, y 9) el que
“gente de toda clase soñaba en una Utopía y una libertad infinita, especialmente en cuestiones de
religión” (Hill, 1980a, p. 148). Difícilmente se pudieran definir más claramente los motivos de la
revolución, abarcando a todos los sectores sociales participantes. La combinación de las tensiones
sociales y de los propósitos individuales y colectivos, en situaciones socialmente condicionadas, dio
como resultado un movimiento plural y un proceso multiforme; de lo que no quedan dudas es de la
existencia de diversos intereses de clase y de categorías socioprofesionales, que objetivamente
confluyeron en un interés emancipatorio. La multiplicación de los sermones y la literatura panfletaria
de todos los grupos, pero principalmente de los elementos más revolucionarios, puso en circulación
diferentes interpretaciones y propuestas sobre el conflicto. Donde las ideologías y utopías
revolucionarias parecieron velar un análisis ajustado de la situación al remitir a las ancestrales
libertades sajonas o a una edad de oro pasada, el radicalismo de los conceptos utilizados y las
profundas innovaciones que proponían los revolucionarios vinieron a corregir la orientación del
movimiento44. Aún cuando no se acepten los parámetros de la teoría de la acción racional, es amplio

las que habían sido objeto. Asimismo, la restitución del episcopado anglicano y la misma exigencia de profesión
de fe anglicana para el monarca no impidieron que las numerosas sectas independientes pudieran profesar
libremente sus cultos e incluso constituirse en iglesias.
43
Jacobo I fue autor, entre otras varias obras, de un tratado sobre brujería que se publicó al tiempo de su
acceso al trono inglés.
44
Con respecto a la conciencia discursiva de los actores es interesante la observación de Stone (1975, p. 70),
según el cual “La naturaleza revolucionaria de la Revolución Inglesa se demuestra aún mejor por sus palabras
que por sus actos. El hecho mismo de que fuera una revolución tan extraordinariamente fecunda en escritos –
entre 1640 y 1661 se publicaron 22.000 panfletos y periódicos- sugiere que se trató de algo muy distinto a la
16

el espectro historiográfico que se abre para el estudio de los microfundamentos de la revolución desde
la perspectiva de su representación por los sujetos implicados.
Una apelación al interés inicial que impulsaba a los sectores sociales populares a la lucha
abierta, comprendido como interés de emancipación de la dominación feudal, era realizada por Sexby
en el debate sobre el sufragio universal en la New Model Army cuando reclamaba la capacidad de
votar con independencia de la propiedad: “Nos hemos empeñado en este país y hemos arriesgado la
vida sólo por recuperar nuestros derechos innatos y nuestros privilegios ... Somos muchos miles de
soldados y hemos arriesgado la vida; hemos tenido poca propiedad de tierras en el país, sin embargo
hemos tenido un derecho de nacimiento ... [Las vidas de los soldados] no han sido consideradas
demasiado preciosas para comprar el bien del país. Y ahora ellos piden el derecho por el que han
45
combatido” . La historia de la revolución será la historia de sus objetivos y de sus resultados, pero
también la de sus traiciones y sus fracasos.

3. Dos representaciones olvidadas:


Guizot o la lucha de clases; Kofler o el despliegue de la dialéctica.

François Guizot fue, además de un destacado hombre público, uno de los más grandes
historiadores franceses del siglo XIX. Sólo una recurrente amnesia disciplinar y la incapacidad para
traducir los desarrollos lógicos y las formas literarias de la historiografía decimonónica a los modos de
discurso que nos son familiares pueden justificar su olvido. Entre Guizot y nuestra forma de
representación de los fenómenos sociales median menos diferencias que las que estamos dispuestos
a admitir, porque en rigor hemos subsumido en nuestras prácticas historiográficas los modos de
razonamiento y las exigencias heurísticas del siglo XIX, más allá de que las fracturas epistemológicas
y metodológicas hayan abierto otros horizontes.
Alain Guerreau (1984, p. 46) recuerda que para Guizot la lucha de clases es la clave
comprensiva de toda la historia moderna. Atribuyendo a las clases sociales el carácter de sujetos
colectivos, encontró la causa del progreso en su enfrentamiento y en su interacción -ya que tal lucha
implicaba para él no sólo hostilidad sino también aproximación, extensión y asimilación (Guizot, 1935,
pp. 166-167)-. Ese carácter de “marxista avant la lettre” de Guizot46 se explica tanto por su situación
particular en el centro de los conflictos de clases de la formación social francesa como por su clara
racionalidad en el análisis social. Si destacó las nociones de unidad y de nación caras a las clases
dominantes europeo-occidentales, no por eso dejó de observar las fracturas y las diversas vías de
desarrollo que se abrían en su sociedad. Además su trabajo estaba orientado por la idea de progreso,
entendido tanto como desarrollo de la actividad social como de la actividad individual, progreso de la
sociedad y progreso de la humanidad. El progreso de la civilización burguesa era el objetivo que
postulaba para las sociedades europeas, pero no creyó nunca que su logro fuera natural y evidente,
sino que precisamente diversas configuraciones y resultados de los conflictos de clase habían
posibilitado el progreso europeo frente a las sociedades tradicionales (1935, passim).
47
En los años ’20 del siglo XIX, Guizot elaboró una visión racionalista de la historia . Si las
nociones que predominaron en sus textos fueron las de civilización y lucha de clases, el modo de
conocimiento dominante fue la comparación entre procesos y estructuras sociales. Interesado por
fundar una lectura de la historia francesa y una perspectiva de acción política, buscó la clave
interpretativa en las diferencias entre la evolución de la sociedad inglesa y la de Francia, tarea de que
emprendió en su Historia de la revolución de Inglaterra. Desde el advenimiento de Carlos I, hasta su
muerte (1857 y 1985a). Esta obra fue escrita entre 1826 y 1827, en el momento de mayor embate de

habitual protesta contra un gobierno poco popular. Aquí hubo un choque de ideas e ideologías ...”. Las páginas
siguientes del mismo texto contienen acertadas acotaciones sobre las ideas de restitución del pasado.
45
Las palabras de Sexby son un buen ejemplo de la conciencia revolucionaria expresada como intento de
retorno a un pasado mejor; nunca antes las clases populares habían disfrutado de esos derechos y privilegios
que ahora se pretendía recuperar.
46
Guerreau se permite bromear destacando que la noción de “lucha de clases” no es un invento del marxismo,
sino una forma de identificación de los conflictos sociales realizada por la burguesía en pugna contra la
aristocracia feudal: “¿Era Guizot criptomarxista? ¿Por qué se basa Marx en 1846 en Guizot? ¿Era Marx
guizotista?” (1984, p. 47). Por el contrario, Fontana trata de desligar -injustamente- a Guizot de la génesis
intelectual del marxismo (1982, esp. pp. 108-111), como si la postura política de un autor que se autodefinía
como “burgués y protestante” invalidara sus méritos científicos, o como si -allí donde no llega al mismo tipo de
análisis que Marx- se le pudiera achacar no haber conocido los trabajos ulteriores de éste.
47
Para un análisis del posicionamiento de Guizot que fundamenta parcialmente este párrafo, cf. Guerreau,
1988, passim.
17

la reacción ultraconservadora, cuando Guizot se distinguía como adversario acérrimo del gobierno de
Carlos X, que pretendía retrotraer el estado político-social de Francia al Antiguo Régimen. En 1821
había sido apartado de todo cargo público y en 1825 se le habían suspendido sus funciones docentes.
La revolución de 1830, a la que Guizot contribuyó con un papel principal, lo llevaría a diversas
funciones en el gobierno de Luis Felipe. Partidario de la monarquía parlamentaria y de ideas
conservadoras, era consciente de la necesidad de reconocer el ascenso social de la burguesía para
evitar que se pusiera en peligro el status quo, buscando durante su gestión pública apoyarse en la
clase media pudiente de las provincias francesas e impedir el desarrollo de la reforma social y
electoral. Es entre 1830 y 1848 cuando puede apreciarse una mutación de sus juicios sobre la lucha
de clases: si en un primer momento los conflictos entre las clases eran el motor de la civilización y el
progreso para un académico despedido de vena panfletaria, para el ex funcionario derribado por la
revolución de 1848 la rivalidad entre las altas clases sociales era el motivo del fracaso de las
tentativas de un gobierno libre. Cuando retomó el tema de la revolución inglesa para dar conclusión al
plan original de la obra, con la publicación de un Discurso preliminar sobre la historia de la revolución
de Inglaterra en 1850 (1985b) y de una Historia de la República de Inglaterra y de Cromwell en 1854
(1864), el énfasis en la lucha de clases viró a la consideración negativa de los conflictos, de la “tiranía
del Parlamento” y de las pretensiones igualitarias de las clases populares.
Guizot pensaba que la historia de la revolución inglesa tenía tres grandes períodos: el
primero, de 1625 a 1649, sería el de gestación, estallido y consumación de la revolución; el segundo
va de 1649 a 1660 y es aquél en el cual se intenta fundar un gobierno republicano; por fin, el tercer
período sería el de la reacción monárquica, caracterizada por la prudencia escéptica de Carlos II y
agotada por el intento de Jacobo II de llevarla al poder absoluto. El cierre de este último período en
1688 implicaría la llegada de Inglaterra “...al punto que se proponía en 1640”, cerrando “...la carrera de
las revoluciones para entrar en la de la libertad” (Guizot, 1857, p. 5). Esa periodización es índice de
que en modo alguno Guizot concebía a las revoluciones como movimientos históricos lineales, faltos
de flujos y reflujos. En rigor, los acontecimientos de los cuales él mismo tomaba parte eran una
demostración de ese carácter contradictorio, y su apoyo al “rey burgués” puede leerse como un intento
de llegar al punto que los revolucionarios moderados se proponían en 1790-91, cerrando con una
monarquía atemperada y conservadora la misma revolución francesa.
La Historia de la revolución de Inglaterra es uno de los más bellos libros de historia del siglo
XIX; firmemente asentado en la historia política pero a la vez preocupado por problemas de historia
48
social. Falto del rigor formal que tendrían las obras de Guizot luego de 1850 , su erudición no es
menor. Su Libro Primero es un buen ejemplo de la concepción “guizotista” sobre las clases sociales.
Guizot entendía que la monarquía inglesa experimentaba el mismo movimiento que otras potencias
europeas hacia el absolutismo, sobre todo a partir del debilitamiento de la aristocracia en la guerra de
las Dos Rosas; “...el poder real inglés, al menos en el monarca, sus consejeros y su corte, seguía el
mismo rumbo que las monarquías del continente” (1985a, p. 28). Los ejemplos de Francia y España
debían por fuerza impactar en los Estuardos, y principalmente en Carlos I, convenciéndolos a
continuar la senda de atribución de poderes e integración de la nobleza bajo su mando que habían
llevado adelante los Tudor. El desarrollo del absolutismo constituye para Guizot una “revolución” de
las formas del poder de Estado, pero en el caso de Inglaterra –al contrario que en el continente- esa
tendencia se vio contrarrestada por una “revolución contraria”, sordamente acaecida en la sociedad y
que impediría la cristalización del Estado absoluto. Destaca la participación de una porción numerosa
de la aristocracia feudal en los municipios ingleses, especialmente los poseedores de pequeños
fundos, pobres y poco pudientes para compartir la soberanía de los barones, pero detentadores de
derechos. La osadía de este sector robusteció las posiciones de la clase media -mercaderes y
manufactureros-, a la cual se unía en la gestión del poder local. “Mientras que la alta nobleza se
reunía alrededor de la corte para reparar sus pérdidas, recibiendo prestadas grandezas tan
corruptoras como precarias, que, sin restituirles sus antiguas fuerzas, la iban separando más y más
del país, los simples caballeros, los terratenientes, la clase media, pensando sólo en los réditos de sus
tierras y de sus capitales, aumentaban su riqueza, su crédito, se unían cada día más estrechamente,
atraían con su influencia al pueblo entero, y sin boato, sin objeto político, casi sin saberlo, se
apoderaban en común de todas las fuerzas sociales, verdadero manantial del poder” (1985a, p. 29).
Quedan así planteadas las grandes líneas del proceso revolucionario: primero, la discrepancia entre el
control absoluto del aparato del Estado que pretende la monarquía feudal y la constitución de una
base de poder social en las clases económicamente emergentes; segundo, la identificación de los dos
grandes partidos que se van a enfrentar en la revolución, de un lado la corte apoyada por la alta

48
Entre el texto de 1826-27 y los de la década de 1850 se aprecia un muy diferente desarrollo de las citas a pie
de página, enriquecidas en los segundos con amplios apéndices documentales.
18

aristocracia feudal y el clero y por el otro los gentlemen, los terratenientes y la clase media, es decir, la
gentry y la yeomanry. Es en el poder de los municipios, en el desarrollo del comercio y de la industria y
en las transformaciones en el campo donde Guizot encuentra los principales fuerzas sociales que
impedirían el afianzamiento de la monarquía absoluta. La confrontación de clases se ve agudizada por
la situación generada en torno a la reforma religiosa. La “reforma del príncipe” operada por el
absolutismo y movida más por intereses materiales que por creencias, es opuesta por Guizot a la
“reforma del pueblo” espontánea y ardiente, que inicia una revolución moral “... en nombre y con el
ardor de la fe” (1985a, p. 31). En tanto que el conflicto con el catolicismo permitió identificar a la
monarquía y al pueblo, la situación de la “doble reforma” no produjo mayores inconvenientes. Sin
embargo, la sucesión del poder papal por el del rey y la organización de la Iglesia anglicana hacían de
la institución eclesiástica un instrumento del poder monárquico. De allí que los no conformistas
debieran librar una doble lucha contra el príncipe y la Iglesia, para una reforma simultánea de la
religión y del Estado; superando la estrecha visión puritana o whig sobre la preeminencia de los
elementos religiosos o políticos, Guizot entendió que el movimiento era a la vez una reforma religiosa
49
y una revolución burguesa .
Si la polarización de la sociedad, la discrepancia entre el poder político y el económico, y el
conflicto religioso aparecen como los elementos de más largo plazo que conducen a la revolución, es
en el Libro Segundo, dedicado al análisis del período 1629-40, donde Guizot detalla los elementos
coyunturales que van a agravar la situación de conjunto conduciendo al conflicto abierto entre el Rey y
el Parlamento. Las intrigas de la corte con la puja entre diversas facciones, la “tiranía civil y religiosa” –
ejemplificada alternativamente en la persecusión a los parlamentarios y a los sectarios-, la
intensificación de los monopolios comerciales y, por último, la guerra escocesa, van a ser los carriles
que conduzcan al estallido revolucionario. Vemos así una jerarquía de causas; si estos últimos
aspectos hacen inevitable la guerra civil, es porque en parte constituyen derivaciones lógicas de las
tendencias analizadas en el Libro Primero, y en parte son sucesos detonantes o condicionantes en
una secuencia temporal. Más allá del relato genético, Guizot entiende que los primeros elementos
constituyen causas estructurales de la crisis revolucionaria apuntada luego. Por la vía hipotético-
deductiva, trata de explicar las motivos y características de una situación revolucionaria, y la
fraseología propia del siglo XIX no debe ocultarnos la radical innovación que su lectura del movimiento
revolucionario inglés implicaba en 1826-27. Pero de ninguna manera comprende a la revolución como
un acontecimiento de cumplimiento inevitable, determinado por esa serie de causas, ya que repetidas
veces observa que cambios puntuales en la política de la Corona o en sus relaciones podrían haber
presentado otras salidas. Es un proceso causal concreto el que conduce al estallido revolucionario.
El resto de la Historia de la revolución... está destinado a detallar los sucesivos momentos del
conflicto entre la Corona y el Parlamento. El texto se interesa especialmente en la formación de
partidos –caballeros, presbiterianos, independientes, republicanos, niveladores-, vinculándolos con
posicionamientos sociales y religiosos, y en el desigual desarrollo de las ideas y las formaciones
políticas. Una de sus facetas importantes es el intento de articular una concepción en la cual los
sujetos sociales principales son las clases sociales, con la acción de individuos concretos. Guizot se
hallaba preso de las herramientas intelectuales de una psicología del carácter, pero igualmente intentó
vincular sus observaciones sobre la personalidad individual de ciertos actores con las intenciones
grupales y las tendencias sociales. Son también llamativas la manera en la que atribuye un papel
decisivo a la multitud -espontánea u organizada- en los distintos acontecimientos y su atención al
nuevo desarrollo de la razón en contra del principio de autoridad.
A pesar de sus cambios de opinión Guizot no renunció a la base de su análisis, y siempre
afirmó que tras los partidos confesionales y políticos se ocultaba la lucha de clases, aún cuando las
creencias religiosas fueran sinceras y el funcionamiento de las instituciones constriñera la acción de
los implicados. Tendió sí a valorar en alto grado la revolución de 1688-89, caracterizándola de “obra
de transacción” que venía a cerrar el largo proceso iniciado en 1625 (1985b, p. 378). Pero en el
Discurso preliminar... presentó una visión de larga duración y esbozó una noción de encademamiento
de revoluciones: Inglaterra habría gestado una doble revolución, en el siglo XVII en su propio suelo y
hecha por las clases que querían liberarse de la tiranía feudal, y realizada nuevamente en América un
siglo después por los descendientes de esos mismos rebeldes.

Al contrario de Guizot, Leo Kofler no fue historiador de oficio, no basó sus textos en fuentes
primarias, ni se dedicó a estudiar en detalle la revolución inglesa. Su aproximación al problema se
engarza en su argumentación sobre la constitución de la sociedad burguesa: primeramente en

49
Plantearía más expresamente esa idea en el Discurso... (1985b, p. 320).
19

relación con los problemas ideológicos que se nuclean en el calvinismo y el derecho natural, y luego
con el desarrollo social del período formativo del capitalismo. En base a Weber, quien no aceptaba la
distinción rankeana entre el establecimiento positivo de “hechos” y su interpretación, Kofler trató de
revisar la génesis de la sociedad moderna desde la perspectiva de una historia de las ideologías
encuadrada en el materialismo histórico pero con fuertes influencias del hegelianismo y de la
sociología clásica alemana (1974, pp. 11 a 14 y passim). Gestada durante la Segunda Guerra
Mundial, su Contribución a la historia de la sociedad burguesa debe entenderse en función de un texto
teórico-metodológico previo: Historia y dialéctica. Es interesante la observación que él mismo realizó
sobre la recepción de ese último libro: para la derecha significaba la metamorfosis o purificación del
materialismo histórico, para el stalinismo era una traición a los principios canonizados por el dogma,
que condujo más adelante a su persecución política. La radical negación de la metáfora de la base y
la superestructura por Kofler en la recuperación del hegelianismo50 lo orienta en un intento de clarificar
los procesos sociales como progresivas formulaciones de tesis, antítesis y síntesis en un devenir que
se concibe como despliegue de la totalidad. Hay un intento deliberado de hacer coincidir la lógica del
método explicativo / comprensivo -es decir, la forma de racionalización dialéctica que hace inteligible
el continuo histórico- con la forma de exposición de los hechos conocidos de acuerdo con
descripciones historiográficas que de ellos se hacen; el resultado es una narración en la cual la
secuencia de los acontecimientos o hechos sociales en su oposición y síntesis constituye la
explicación. La terminología se amolda a esa concepción, y Kofler recurre frecuentemente a usos
metafóricos que permiten esclarecer posicionamientos de los actores sociales en su conflicto e
interrelación, como ser “puntos de agrupamiento”, “núcleos” o “campos”. Si el intento dialéctico de
Kofler lo mantiene preso de una idea hegeliana de progreso como despliegue de la razón -
impidiéndole asumir claramente otras dimensiones de la modernidad- y no se presta a la
jerarquización causal, es también correcto que le permite describir procesos causales y comprender el
carácter contradictorio de hechos sociales puntuales.
Para Kofler las agrupaciones de clases durante la revolución no tienen que ver directamente
con la estructura económica, sino con el entramado de relaciones de clase que se establece. La
economía no puede explicar por sí sola la política, sino que ambas se explican por las relaciones que
los grupos establecen entre sí: “Lo decisivo para un juicio más profundo y dialéctico de los fenómenos
históricos no es la posición económica directa de las clases, considerada de forma no dialéctica, sino
las relaciones de clase ....y ambos enfoques difieren por completo” (Kofler, 1974, p. 307). Esta
distinción entre posición económica y relaciones de clase le es fundamental para postular que la lucha
entre nobleza y burguesía es resultado de la posición económica de ambas, pero que su objeto no
eran esas posiciones mismas sino el Estado y su dominio, por cuyo medio la nobleza quería ver
garantizada su supremacía social que era impugnada por la burguesía. Kofler desplaza claramente la
confrontación de la economía a la política, planteando que es un error buscar en el dominio
puramente económico los antagonismos entre clases, ya que no sólo en Inglaterra sino también en el
continente las luchas económicas tuvieron un carácter sumamente limitado.
Pero a su vez ese desplazamiento hacia lo político es producto de otro desplazamiento previo.
Kofler destaca las mutaciones que experimenta la nobleza pero entiende erróneo no suponer que
cumplía una función esencialmente retrógrada, antiburguesa y paralizante, no tanto por su
participación económica -ya que se acoplaba a las actividades “capitalistas”- sino en sus costumbres,
en sus tradiciones y en su disposición básica, en las cuales sigue siendo feudal e irracionalista. En
base a Sombart y Carlyle, insiste en la vinculación entre el lujo y la nobleza, encontrando el punto
nodal de “lo feudal” en una noción tradicional del mundo y de la vida y no meramente en la relación
entre nobleza y siervos o que en el aparato jurídico-político del feudalismo. Paralelamente, interpreta
que el origen social de esta ideología feudal se encuentra en el hecho de que la nobleza todavía tiene
sus bases en el campo, de cuyas rentas obtiene la subvención de sus necesidades, las que a su vez
fluyen de su concepción feudal-hedonista de la vida. Kofler pensaba que aquello que denominaba el
“modo de producción agrario” permaneció relativamente inalterado hasta que las innovaciones
técnicas revolucionaron la agricultura, posición que no se sostiene ante ulteriores análisis (v.g. Dobb,
1974; Wallerstein 1979 y 1984; Brenner, 1988). Sin embargo no erró al plantear que el capitalismo
rural nobiliario consistía en un esfuerzo por satisfacer los requisitos de placer de la clase noble que
vivía de la propiedad de la tierra (p. 309), necesidad tradicional en el feudalismo que acrecentó la
diferencias por la renta del suelo entre terratenientes y arrendatarios capitalistas.

50
Puede aventurarse que el de Kofler es un intento de restituir la unidad de la dialéctica como teoría y método
que los mismos Marx y Engels habían desarticulado con su pretendida “inversión” de Hegel, y que constituía la
base de la crítica del materialismo vulgar contenida en la primera Tesis sobre Feuerbach.
20

Kofler considera rasgos burgueses no sólo la extensión de los derechos de propiedad en el


campo inglés -que no es fue un mero hecho económico sino también como algo posibilitado por la
acción de los jueces de paz en la sujeción política y moral- sino principalmente la visión racionalista
orientada a fines. Se ve entonces que entiende el conflicto entre burguesía y nobleza en términos
ideológicos, explicando alineamientos particulares ajenos a esos dos grandes bloques por situaciones
coyunturales, como el descontento de la baja nobleza que la hace seguir a los independientes. Su
visión de la gentry como una clase netamente nobiliaria y de la burguesía manufacturera como
verdadera impulsora de la revolución no se condicen con otros análisis historiográficos (cf. ítem 2),
pero apunta correctamente a la división de la burguesía comercial y a los puntos de contacto entre el
anglicanismo, el “patriciado mercantil” y la nobleza por un lado, y los elementos capitalistas con las
confesiones de cuño calvinista por el otro. De tal manera caracteriza al anglicanismo como “ciudadela
de la reacción” e interpreta al gobierno de Jacobo I como el inicio de un “absolutismo neofeudal” luego
de un período de absolutismo progresista (p. 256 y ss.). La nobleza encontraría un nuevo punto de
reunión en la monarquía, que ha vuelto a ser reaccionaria luego de un período progresista en tanto
contribuyó a la constitución de un aparato de estado más racional y centralizado. En contraposición a
la monarquía neofeudal, los requerimientos de la Cámara de los Comunes venían a fundar una
relación de poder absolutamente nueva aunque en apariencia se tratara de la restitución de los
derechos innatos. También el anglicanismo sufriría una mutación entre los siglos XVI y XVII: en el
siglo XVI con la conversión de la monarquía inglesa en un estado nacional, el anglicanismo era la
forma que adoptó el rechazo del catolicismo feudal y supranacional, sin embargo la difusión del
calvinismo vino a sustraer a esa iglesia todas las fuerzas progresistas y el anglicanismo se convirtió en
un punto de agrupamiento de la reacción feudal.
Al reseñar los jalones más importantes de la confrontación entre el Parlamento y la
monarquía, Kofler detalla la situación de sucesivas respuestas de unos y otros. Pero si el
presbiterianismo era el punto de reunión en contra del anglicanismo, al ceder la monarquía a los
requerimientos presbiterianos de alejar al episcopado del gobierno -lo que ocurre en 1642-, los
independientes pasan a ser el elemento más avanzado de la sociedad. A su vez, el triunfo de los
independientes y la posterior decapitación del rey va a significar un nuevo punto de ruptura con la
aparición de los levellers como vanguardia revolucionaria que también va a fraccionarse en los
diggers. Esa suerte de traslación de la vanguardia de los presbiterianos a los independientes, y de
éstos a los levellers, se explica por el movimiento dialéctico de las relaciones entre las clases sociales.
Kofler busca establecer puntos de cotejo entre los partidos que se van conformando y su atribución
social que expliquen su continua división, puesto que ninguno de ellos constituyó un partido de clase
unívocamente estructurado. Los levellers representarían la fractura del calvinismo ya que “...
abandonan consecuentemente el terreno de la determinación de la voluntad y devuelven al hombre la
responsabilidad de su comportamiento moral” (p. 262) Su fracaso representa los límites del
movimiento de la pequeña burguesía y el proletariado, pero también los de la misma racionalidad
burguesa de los otros partidos revolucionarios.
El Protectorado de Cromwell sería el primer gran ejemplo histórico de que la burguesía no
teme avenirse a una dictadura que le resulte beneficiosa cuando el pueblo comienza a sacar
consecuencias de la fraseología democrático - burguesa. Esa observación de Kofler –cargada de
51
sentido luego de la experiencia nazi - le permite postular la eliminación del ala izquierda de la
revolución y la clausura del Parlamento en momentos en los que se discutía la supresión del diezmo,
como síntomas de que el interés de clase de la burguesía y la nobleza en el sostén de la propiedad
sustenta la reacción. La restauración de 1660 demostraría la claudicación de los elementos
genuinamente burgueses y la existencia de un poder feudal - nobiliario que no había sido debilitado de
manera suficiente. Poniendo en dudas los logros de la revolución al considerar su fracaso en la
constitución de una sociedad racionalmente ordenada e interpretar el movimiento de 1688-1689 como
una “débil revolución” que no cambió el sentido del compromiso de las clases poseedoras, Kofler va a
relativizar la misma noción de progreso: el despliegue de la razón y su realización positiva no
evolucionan de manera natural, sino que es preciso luchar por ellas.

En sus variaciones, Guizot y Kofler sentaron diversas bases para una historiografía de la
revolución inglesa -y por extensión, de las revoluciones en general-. El análisis del proceso causal a
partir de los conflictos de clases, diferentes formas de comprensión de las situaciones revolucionarias

51
Kofler sufrió el exilio durante el nazismo y sus padres murieron en Auschwitz. El texto que aquí se analiza fue
editado por primera vez en 1948 y constituye una indagación no sólo sobre la génesis sino también sobre los
límites del humanismo burgués.
21

y sus salidas, relaciones entre política, religión y economía, esencia y apariencia de los fenómenos
sociales, y otros muchos aspectos cuya recuperación y revisión permanentes resultan necesarias. Sus
aportes colaboran en la construcción de una explicación narrativa de la revolución inglesa en un
marco temporal amplio; operación que constituye la más fundamental y característica forma de
dotación de sentido de la disciplina histórica. En el punto en el cual sus escritos ubican el siglo XVII
inglés en el marco de la formación del mundo moderno, es donde puede entreverse un campo de
exploración estrechamente vinculado: el de una modernidad radical que asomaba en los intersticios
de los partidos confesionales y políticos.

4. La construcción de una representación programática:


Winstanley y Hill, Harrington y Negri, o las alternativas de la modernidad.

La consideración de la revolución inglesa como una revolución burguesa cargada de


significaciones en lo referente a la construcción de la modernidad, como movimiento emancipatorio
antifeudal efectivamente cumplido –parcialmente, según Kofler-, deja fuera del análisis una “revolución
dentro de la revolución”, un movimiento emancipatorio de pequeños propietarios y sectores plebeyos o
protoproletarios. Ha sido habitual encontrar en el ejército parlamentario la expresión de yeomen,
freeholders y husbandmen que conformaron el partido de los republicanos y los levellers, con su
apertura izquierdista en los diggers. Los historiadores marxistas más ortodoxos fueron quienes
reivindicaron ese movimiento como instancia organizada de acción revolucionaria (Efimov y otros,
1984; Gukovsky y Trachtenberg, 1941), aunque su presencia es inevitable en todas las narraciones
historiográficas. Se puede apreciar también la emergencia de actores sociales populares más allá de
la formación de partidos dentro del bando revolucionario. Los Clubmen de 1644, bandas de hombres
armados que protegían sus comunidades frente a ambos ejércitos; las sectas comunitaristas que
ponían en cuestión el orden social sancionado por la religión anglicana o presbiteriana, como los
52 53 54
ranters , cuáqueros u hombres de la Quinta Monarquía ; el papel destacado de mujeres tanto en
las peticiones de paz de 1643 como en los movimientos sectarios, representan diversas formas de
acción social emancipatoria. Por su parte las comunidades igualitarias de 1649-52, entre las que se
cuenta la de la famosa colina de San Jorge en Surrey, formada por los diggers, evidenciarían el
intento deliberado de construir un nuevo orden social por afuera del control parlamentario. La noción
común según la cual la eclosión del radicalismo de 1640-60 es directa consecuencia de la situación de
caos de la Guerra Civil no se sostiene si se la inserta en el resto del siglo XVII inglés; antes de la
guerra el movimiento de las sectas tiene una larga historia desde el siglo XVI, a la vez que las formas
de acción de los grupos radicales de 1640-50 reconocen directos antecedentes en las oposiciones
comunitarias a los cercamientos de tierras (Hindle, 1998, p. 76 y passim); asimismo luego de la
Restauración las sectas continuaron su desarrollo, culminando muchas veces en la América
anglosajona con la fundación de nuevas comunidades. Es otra vez Christopher Hill quien se destaca
por la consideración de un carácter específico dentro de la historia de la revolución para los
movimientos populares (1983), que conformarían una verdadera contracultura, opuesta a la
hegemonía nobiliaria y burguesa.
En la construcción de una filiación del comunismo del siglo XIX, Marx había encontrado el
“primer signo de vida” de un partido comunista en acción en “los republicanos más consecuentes, los
niveladores en Inglaterra” (1992a, p. 187). Esto de ninguna manera implicaba que aceptara la
ideología de los levellers ni creyera que tenían la misma justificación histórica que el proletariado
decimonónico, sino que reconocía un parentesco en la lucha contra la opresión. Ese parentesco se
vería acentuado si aceptamos que los movimientos radicales ingleses significan un viraje hacia la
concepción moderna de la política. Primeramente porque si bien el movimiento de las sectas era
fuertemente religioso en sus orígenes, también desarrollaba de manera más avanzada una
racionalidad crítica que ponía en cuestión lo estatuido (Kofler, 1974). La “jaula ideológica” que la
herejía entendida como disidencia religiosa representaría para Le Goff (1968), al disolver el conflicto
de clases en el ámbito de la religión, quedó rota con la radical puesta en cuestión de ésta. La intención
52
Nombre probablemente proveniente del inglés to rant (vociferar), dado a una secta de ideas panteístas
cercana a los preceptos de los anteriores seguidores del Espíritu Libre y célebre por su prédica del amor libre.
53
De quaker (tembloroso), aplicado a los seguidores de George Fox por su tendencia a hablar en lenguas
desconocidas y sufrir temblores extáticos; primero fuertemente igualitaristas, se volcaron luego a la prédica
religiosa en sentido estricto, postulando la relación personal con Dios y manteniendo un acentuado pacifismo.
54
También traducido como “hombres del Quinto Reino”; secta independiente que tuvo influencia en el ejército
parlamentario y que postulaba que la Commonwealth era la quinta monarquía profetizada por Daniel, que abría
el Milenio.
22

programática de “poner el mundo al revés” -expresión con la cual se alude a la difusión de la Escritura
por San Pablo y Silas en los Hechos de los Apóstoles- supera la inversión de los usos sociales y llega
a la crítica racionalista de la religión. Jean Delumeau se ha preguntado si los niveladores y Lilburne no
eran acusados justamente de ateísmo, pensando que su mesianismo habría tenido un carácter verbal
(1977, p. 234). La negativa de los ranters a aceptar la existencia de Cristo y la festividad navideña, o la
progresiva transformación de Dios en los escritos de Winstanley, que se identifica al término con la
Razón, son algo más que síntomas de descreimiento en la prédica anglicana; el pensamiento político
revolucionario se hace laico en el proceso de la confrontación ideológica con la reacción.
En segundo lugar, ese viraje a la modernidad constituiría un paso del milenarismo al utopismo
(Davis, 1985, passim). Las rebeliones campesinas de Inglaterra en 1381 y de Alemania en 1525 eran
los antecedentes más firmes en la aparición de programas concretos de cambio social con
independencia de la escatología55. La revolución inglesa asistiría a la formulación de programas de
acción basados en la utilización del poder estatal o comunitario para el cambio social en un sentido
igualitarista, aún justificados con la apelación a los principios de un cristianismo renovado. Así, los
levellers darían un salto que prepararon pero no cumplieron los campesinos ingleses y alemanes, cual
fue el de proponerse reconducir la estatalidad para transformarla en instrumento de emancipación.
Rudé sugiere que fue quizás el fracaso de los movimientos más claros en cuanto a un programa
“constitucionalista” o incluso “igualitarista”, el que produjo por reflujo un crecimiento de los grupos
sectarios más escatológicos en la década de 1650 (1981, p. 122). Sin embargo puede aducirse que la
representatividad social de las sectas era sustancialmente diversa de la de los republicanos o
levellers, ya que éstos promovían una participación política activa de los varones adultos propietarios -
asentada en la gentry inferior, los yeomen y freeholders-, en tanto que las sectas -incluidos los
diggers- reunían a jornaleros o cottagers56, artesanos y aprendices, mujeres de la “gente inferior” y
sobre todo a un amplio espectro de los llamados “hombres sin amo” (Hill, 1983), que iba de los
habituales vagabundos a los agitadores sociales. Como elaboración de un pensamiento crítico y una
alternativa de poder, el modo utópico de la política adoptado por muchos radicales suponía una
relación intelectual-masa de un tipo completamente nuevo. La construcción de estructuras de poder y
alianzas sociales alternativas a las de las clases dominantes implicaba una tarea cultural que
difícilmente pudiera llevarse a cabo con las redes de relaciones y la infraestructura comunicacional de
los sectores socialmente más oprimidos. Dotados de mejores armas intelectuales y socialmente mejor
posicionados, los levellers pudieron elaborar un programa altamente coherente de defensa de la
pequeña propiedad o arrendamiento, fin de los cercamientos y los monopolios, abolición de los
diezmos y la Iglesia Anglicana, y establecimiento de la República con voto masculino calificado. Pero
eso de ninguna manera quiere decir que los grupos que se ubicaban a su izquierda política y/o
religiosa no se acercaran a una crítica moderna del orden establecido.
Fue precisamente de la izquierda de los niveladores de donde provino una de las
elaboraciones utópicas más radicalmente revolucionaria. La obra de Gerrard Winstanley, líder de los
diggers, es un claro ejemplo de la ruptura con el milenarismo y la construcción de un utopismo
racionalista, analizado en detalle por Davis con una interpretación que merece reservas (1985, cap.
VII). Su primera obra, El misterio de Dios concierne a toda la creación, la humanidad, de 1648,
afirmaba la salvación universal y la experiencia religiosa individual. Apenas un año después ya
presentaba un programa para Inglaterra en La nueva ley de la justicia, todavía pendiente del plan
divino, y en 1652 había llegado a una concepción de las instituciones estatales como medio para la
organización social con La ley de la libertad en una plataforma. No es entonces inusitado que los
historiadores sociales marxistas lo convirtieran en el gran intelectual de la revolución popular (Hill,
1983; Rudé, 1981), sin contar la multitud de obras que le han sido dedicadas desde los años 1940. El
atractivo de Winstanley no se encuentra solamente en su personalidad o en la intensa denuncia social
de sus escritos, sino en lo que Hill ha podido analizar como una progresiva toma de conciencia. Si los
términos “comunista” o “anarquista” se encuentran demasiado cargados de significado para ser
aplicados sin más a su compleja propuesta, no cabe duda de que llegó a una representación libertaria
del conflicto socio-político. La adopción de la ley de Dios, o sea de la razón como medida de las
relaciones igualitarias entre los hombres, era el remedio para la sociedad inglesa, y la autoridad de la
república era el medio para su imposición. Nada más peligroso entonces que el retorno al despotismo
que se aproximaba inexorablemente a inicios de la década de 1650; “... si la autoridad real fuera de
nuevo establecida en nuestras leyes -clamaba Winstanley-, el rey Carlos os habría conquistado a

55
No se puede confundir la escatología milenarista, en la cual el agente del cambio es la divinidad y los
hombres sólo colaboran con su plan, con el hecho de que la acción de los hombres se exprese con las
categorías de la experiencia religiosa.
56
Campesinos pobres, que debían habitualmente completar sus ingresos con trabajo asalariado.
23

vosotros y a vuestra posteridad por medio de la política y os habría ganado, aunque aparentemente
vosotros le hayáis cortado la cabeza”. Y la verdadera libertad no podía existir sin libertad económica,
la que debía ser entendida como liberación de los hombres del “engañoso invento” de la compra y de
la venta: “En una sociedad justa y libre cada miembro da según sus posibilidades y debe recibir según
sus necesidades”.
Anticipación de otras ideas de justicia y libertad, la obra de Gerrard Winstanley y los
“verdaderos niveladores” no podía dejar de ser reconocida al momento de inventar una tradición de
las luchas de las clases dominadas. Su recuperación por los historiadores radicales y marxistas ha
sido tanto un tributo a la imaginación histórica como lamento por la imposibilidad de concretar tal obra
en el tiempo histórico de la revolución inglesa. Si Hill lee a Winstanley como precursor también lo ve
extemporáneo, insertando en los orígenes de la modernidad un programa que sería el de su madurez.

El planteo igualitarista de los diggers atrajo a los autores marxistas, pero ese utopismo
particular y sus variantes semirreligiosas no son los únicos ejemplos de pensamiento alternativo en el
proceso revolucionario. En términos estrictos, el siglo XVII es en Inglaterra el tiempo del género
utópico, entre el lejano precedente de Moro y el posterior desencanto de Swift. La Macaria de Hartlib,
Nova Solyma de Gott o la Commonwealth of Oceana de Harrington, constituirían proyectos de
sociedad diversas de las utopías renacentistas como la de Francis Bacon o en contraposiciones
puntuales con la concepción del poder de Estado que se construia en torno a Hobbes. La forma
utópica en tanto que género literario es con ellos un mero pretexto (Trousson, 1995, p. 128); lo que
importa es el análisis sociológico y la utopía como programa político, como desarrollo de la
imaginación social.
Toni Negri ha destacado el papel de James Harrington (1611-1677) en la recuperación de la
crítica maquiaveliana del poder constituido por medio del análisis de las clases sociales (Negri, 1994,
cap. 3). Miembro del ejército del Parlamento y uno de los caballeros encargados de la custodia del rey
Carlos entre 1647 y 1649, Harrington concentró una profusa obra político-sociológica entre 1656 y
1661 y de la cual Oceana es un primer texto programático, dedicado a Oliver Cromwell y que el mismo
Lord Protector censuró. A la inversa de Winstanley, que parece haber abandonado la militancia con la
represión final del movimiento digger en 1652-54, Harrington intenta radicalizar la República después
de 1656 e ingresa a la militancia revolucionaria en 1660-61, cuando el fracaso de la Commonwealth
abre paso a la Restauración, lo que le valdría su encierro en la Torre de Londres y una crisis psíquica
de la que no se repondría. Apoyándose en las interpretaciones de Hill -y destacando la transición de
éste del “marxismo clásico” de los años de 1940 a las ulteriores posiciones que insisten sobre el
primado de la praxis y el punto de vista subjetivo en la historia de las luchas populares-, Negri se
propone analizar a partir de Harrington el concepto y práctica de la milicia popular y de la democracia
directa como poder constituyente.
La utopía harringtoniana puede parecer de un naturalismo ingenuo, entroncado con la
57
tradición renacentista de regulación minuciosa de la sociedad . Mas en un análisis relacional de sus
obras Negri descubre tras esa apariencia la concepción de la sociedad a partir de un naturalismo
constructivo que utiliza la metáfora del cuerpo y se opone al mecanicismo hobbesiano. Si Harrington
se acercó al mesianismo, no es menos cierto que su utopismo era moderno en tanto se fundaba en
una teoría social, refería a modelos políticos e intelectuales -la tradición cívica florentina y veneciana,
Bacon y Ralegh- y se relacionaba con una praxis de masas inmediatamente precedente. Concibiendo
una distinción poco clara entre estructuras y superestructuras, postuló una relación entre las formas
de la propiedad agraria y el poder. La gothic balance de las clases poseedoras sustentaba una
overbalance u overpower; luego, el avance hacia la democracia sólo podía fundarse en una agrarian
law que instituyera el poder social de los pequeños propietarios. Los freeholders-in-arms
representaban para él la unidad de propiedad y milicia en la instauración de la libertad. Defendiendo
las posiciones de una vanguardia ya derrotada pero extremándolas como una “... reproducción ideal y
material, de movimiento y doctrina ...” (Negri, 1994, p. 172), Harrington continuó la teoría democratista
de los republicanos y levellers reclamando, más allá del sufragio universal y un programa congruente,
la proclamación de una distribución equitativa de la tierra que fundara un nuevo equilibrio de
productores independientes, posición que era entonces superada por las transformaciones del campo
inglés en el sentido de una concentración capitalista de la propiedad pero que de ninguna manera era
socialmente imposible. La praxis harringtoniana definía al poder constituyente de la revolución como
“... poder democrático, que se expresa, contra la monarquía mixta, en la pure and unmixted
democracia de la New Model Army” (ídem, p. 178). Si la constitución defendida por las clases

57
Cf. Davis, 1985, cap. VIII sobre un detalle de las ideas utópicas de Harrington.
24

dominantes era la base de la fortuna y la corrupción, contra ella la democracia en armas era el único
gobierno absoluto que podía asegurar la libertad y la virtud.
El fracaso histórico de Harrington, ya preanunciado por la derrota de republicanos y levellers
en 1649-53, fue la eliminación de una vía alternativa de la modernidad que pudo tener existencia
efectiva. Y esa eliminación, en beneficio del acuerdo de los poderosos que preparaba el camino hacia
1688, no logra evitar la continuidad de una herencia que se reclama revolucionaria. Las ideas de
Harrington renacerían en América para fundar una nueva revolución que -como quería Guizot- sería
quizás otro momento de la primera. Negri acota que Harrington, mejor que un pariente lejano o un
precursor, es un momento de afirmación de la virtud democrática en el desarrollo constitucional de
una antimodernidad o -si se quiere- de una modernidad alternativa; y “... esta virtud sobrevive a su
derrota política, como poder constituyente, como motor constituyente, como hipótesis de máquina
para la liberación; esta vive en la historia moderna, underground, preparada para reaparecer allí
donde reaparezca la revolución democrática” (Negri, 1994, p. 180).

La revolución inglesa del siglo XVII significó el triunfo del contractualismo, como instancia de
la lucha republicana y como correlato de la competencia mercantil. Con ella y de la mano de Hobbes y
Locke, la teoría política de la modernidad viró a la fundamentación de la sociedad política sobre el
consentimiento mutuo con el fin de asegurar el tranquilo disfrute de la propiedad. Con ellos son los
individuos (y no el demos de la política griega) los titulares de cualidades propias como la racionalidad
y la autonomía y de derechos como los de vida, propiedad, expresión. La ideología liberal intenta
delimitar los ámbitos de actuación legítima del poder político para que sea respetuoso de los derechos
individuales: es la libertad negativa de I. Berlin, diferente de una libertad positiva (cf. Castoriadis,
1995). Esas libertades y derechos parciales y defensivos instituyeron una “democracia de
procedimiento” insuficiente para construir sujetos políticos en una perspectiva de emancipación
continua. El establecimiento de las formas de representación legítimas a partir del mecanismo del voto
-con las especiales características del sistema inglés del siglo XVIII- fue uno de los principales
mecanismos de un poder constituido que suprimió la vía democratista y eliminó la radicalidad del
poder constituyente de la milicia revolucionaria y la agitación social.
El concepto de revolución como proceso emancipatorio implica la negación del poder
constituido; “... el único concepto posible de constitución es el de revolución: poder constituyente,
precisamente, como procedimiento absoluto e ilimitado” (Negri, 1994, p. 47). La relación íntima y
circular entre revolución y poder constituyente remite a la recuperación de la primera como momento
58
de desestructuración de lo instituido y creación de lo nuevo . Si el tiempo histórico es reversible
porque no se encuentra determinado, el fracaso de la “revolución dentro de la revolución” de la
Inglaterra del siglo XVII no es definitivo y el sentido de ese momento histórico no es sólo el sentido de
lo dado, sino también de lo que puede ser. La recuperación de Winstanley y Harrington como
pensadores insertos en la modernidad representa la posibilidad de revisar las relaciones entre los
hombres, el poder del Estado, las formas de la acción social. En la historia no se encuentra prefijado
el triunfo de las revoluciones, pero tampoco su anulación o su fracaso.

58
“Desde finales del siglo XIX hemos estado enredados en un seudodebate sobre vías evolutivas frente a vías
revolucionarias hacia el poder. Ambas posiciones son y han sido siempre esencialmente reformistas, porque
ambas consideran que la transición es un fenómeno controlable. (...) Debemos perder el temor a una transición
que toma la forma de un desmoronamiento, de una desintegración. La desintegración crea confusión, puede ser
de alguna manera anárquica, pero no es necesariamente desastrosa. De hecho, las «revoluciones» sólo son
«revolucionarias» en la medida en que promueven tal desmoronamiento” (Wallerstein, 1986, p. 39-40).
25

Referencias bibliográficas:

(Se ha utilizado como referencia el año de la edición citada, sin indicar la edición original)

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Figura 1: Activos, explotación y clases según E. O. Wright (1989, p. 142)

Tipo de estructura de Principal activo con Mecanismo de Tarea esencial de


clases distribución desigual explotación transformación
revolucionaria
- Feudalismo (señores y Fuerza de trabajo Extracción forzosa del Libertad individual
siervos) excedente de trabajo

- Capitalismo (capitalis- Medios de producción Intercambio en los Socialización de los


tas y trabajadores) mercados de fuerza de medios de producción
trabajo y mercancías

- Socialismo burocrático Organización Apropiación y distribu- Democratización del


de Estado (administra- ción planificada del control organizacional
dores y no administra- excedente basada en la
dores) jerarquía

- Socialismo (expertos y Calificaciones Redistribución negocia- Igualdad sustantiva


trabajadores) da del excedente de
trabajadores y expertos

Figura 2: Esquema de la revolución social en una secuencia trifásica según L. Moscoso (1997, p.
123)

Causas estructurales

Revolución social

Salida revolucionaria
Situación revolucionaria
Insurrección - transferencia del poder a las
vanguardias
- colapso del Estado y
- puesta en marcha de una
- revuelta popular conspiración
agenda de cambios en el
Estado y la sociedad

Crisis revolucionaria

Resultados y consecuencias
a largo plazo

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