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21. Formación Espiritual: Algunos recursos.

Siguiendo el esquema de la Pastores dabo Vobis, tratadremos varios aspectos de la vida espiritual
del sacerdote.
Hay sin embargo algunos medio generales y fundamentales, sobre los que se apoya todo el proceso
de formación espiritual. Son medios que van configurando su personalidad, pues lo ponen en
contacto con las verdaderas fuentes de la vida espiritual: los sacramentos, la oración, el Evangelio.
Lo acercan a Dios, modelan su corazón de apóstol, lo abren permanentemente a los valores del
espíritu, y le sostienen en el camino de su santificación.
Lejos de ser una añadidura que "distrae y roba tiempo" al estudio o al apostolado, son necesidades
profundas y exigencias normales de una auténtica vida cristiana y sacerdotal que busca la santidad
y la realización de la propia misión (cf. Ratio Fundamentalis 54). Sin ellos, el seminarista no será un
buen seguidor de Cristo, ni mucho menos, un buen sacerdote.

La oración.
La oración es en cierta manera la primera y la última condición de la conversión, del progreso
espiritual y de la santidad. Tal vez en los últimos años -por lo menos en determinados ambientes- se
ha discutido demasiado sobre el sacerdocio, sobre la "identidad" del sacerdote, sobre el valor de su
presencia en el mundo contemporáneo, etc., y, por el contrario, se ha orado demasiado poco. No ha
habido bastante valor para realizar el mismo sacerdocio a través de la oración, para hacer eficaz su
auténtico dinamismo evangélico, para confirmar la identidad sacerdotal. (Juan Pablo II, Carta Novo
Incipiente, 10).
La oración es fuente de luz para el alma: en ella se robustecen las certezas de la fe. La oración es
generadora de amor: en ella la voluntad se identifica con el querer santísimo de Dios. La oración es
vigorosa promotora de la acción: en ella Dios nos llena de celo en su servicio y en la entrega a los
demás.
Es necesario orientar al seminarista para que quiera orar, aprenda a orar y ore de hecho. El seminario
debe ser una escuela de oración, un lugar de oración, y una comunidad de oración.
Para ello, es necesario que los programas del centro de formación contemplen ciertos momentos
dedicados a la oración, tanto a la comunitaria como a la personal. De la primera hablaremos más
abajo al referirnos a la liturgia. Ahora serán suficientes algunas reflexiones sobre la meditación
personal.
La meditación, más que una elucubración intelectual, es un diálogo personal e íntimo con Dios, que
ilumina y robustece en la mente, en la voluntad y en el corazón la decisión de identificarse con su
voluntad. Alguien que ha dedicado su vida al servicio de Dios entenderá bien que no puede vivir su
jornada sin dedicar algún momento amplio a dialogar personal y exclusivamente con él. No podemos
llenar el día de actividades, estudios, trabajos... y darle al Señor las migajas que caen de nuestra
mesa. Por otra parte, la meditación, si ha de ser profunda y jugosa, no puede ser una ráfaga
repentina, una práctica hecha a la carrera, por cumplir. Requiere tiempo para que el alma vaya
entrando en contacto íntimo con Dios y el Espíritu Santo pueda decir cuanto desee.
Naturalmente, no hay un lugar o un tiempo exclusivamente aptos para la oración. Ya llegó el
momento en que los adoradores verdaderos adoran al Padre en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,23).
Sin embargo, es muy oportuno proporcionar al seminarista algunos auxilios externos que le faciliten
la adquisición del hábito de la oración. En ese sentido, puede ser conveniente que el horario del
centro prevea una hora fija en la que todos se dediquen a ella, en un clima de silencio. Quizás
convenga situarla al inicio del día, para que ese encuentro con Dios marque la orientación espiritual
y apostólica de la jornada. De ese modo, por una parte los seminaristas comprenderían, sin
necesidad de explicaciones, que la oración no es una actividad más de su formación, sino un
momento primordial en la vida del sacerdote; por otra se evitaría el riesgo siempre real de que la
pereza o ciertos compromisos y quehaceres surgidos a lo largo del día lleven a dejar la meditación
"para mañana".
A unos les ayudará hacer la meditación en la capilla, ante Cristo Eucaristía. Otros preferirán retirarse
a la soledad de su habitación. Lo importante es que tanto el lugar, como el tiempo, como el ambiente
del centro, favorezcan de veras el encuentro con Dios y consigo mismo.
La oración de meditación es un arte difícil, que se aprende con la práctica continua. No podemos
pretender que un joven recién llegado haga una oración perfecta. Y por tanto, hemos de ayudarle
desde el inicio a introducirse serena y entusiastamente en esa aventura del espíritu.
Es... muy importante que los candidatos al sacerdocio se formen en la oración. Ante todo, deben
adquirir la convicción de que la oración es necesaria para su vida sacerdotal y para su ministerio.
Luego, deben aprender a orar, a orar bien, a utilizar de la mejor manera posible, según el método
que les resulte más conveniente, los momentos de oración. Finalmente, deben desarrollar el gusto
por la oración, el deseo y, al mismo tiempo, la voluntad de oración. (Juan Pablo II, Angelus, 11 de
marzo de 1990).

Cuando se trata de los alumnos de un seminario menor, es muy útil que alguno de los formadores,
o incluso algún seminarista mayor especialmente dotado, les dirija la meditación a modo de
exhortación o de comentario evangélico en voz alta, con un contenido muy práctico y concreto, que
toque su propia vida y les enseñe a dialogar con Dios; de vez en cuando se pueden ir intercalando
breves pausas de silencio para que ellos mediten algún punto particular ya comentado o respondan
en privado a alguna pregunta que les formula el director de la meditación.
Si son jóvenes que están dando sus primeros pasos en el seminario mayor, hay que ayudarles
también a iniciarse en la oración. Desde luego, explicarles con suficiente detención los elementos de
la oración discursiva, afectiva, discursivo-afectiva y contemplativa, enseñando a los alumnos a poner
en la oración toda su persona: inteligencia, voluntad, afectos, imaginación, sentimientos, problemas,
debilidades, inquietudes, anhelos... Ayuda mucho encaminarles también a ellos en el ejercicio de la
meditación con la guía de algún formador durante varios meses. Al inicio los nuevos seminaristas
agradecerán que el guía les desarrolle ampliamente el contenido de la meditación. Poco a poco se
les puede ir dejando un mayor margen de reflexión personal, hasta que hayan aprendido en la
práctica a orar y se les pueda soltar las amarras para que naveguen solos.

Dada la importancia de la oración para la vida del futuro sacerdote conviene que sea tema frecuente
en la dirección espiritual, de forma que se pueda ayudar a cada uno a superar las dificultades que
surjan con el paso de los años y alentarle en la entrega constante e ilusionada a su encuentro diario
con Dios.

La vida interior.
El espíritu de oración es mucho más que la práctica de una oración. El sacerdote que anhela su
propia santificación y quiere de verdad dar fruto, quiere vivir unido a la Vid (cf. Jn 15,4). No se
conforma con cumplir con el deber de la oración matutina como quien paga un tributo y se olvida de
él. Quiere vivir toda su jornada en espíritu de oración, quiere vivificar sus quehaceres, sus trabajos,
su vida exterior, con una vigorosa y fresca vida interior.

Hay que hacer ver a los seminaristas la importancia de esta dimensión de la vida espiritual, y
orientarles con consejos prácticos a cultivarla en su vida diaria.
No se trata, lo sabemos bien, de pasarse todo el día en la capilla o pensando exclusivamente en
Dios. Es algo mucho más natural y sencillo. Se trata del desarrollo de la semilla que Dios deposita
en el alma del cristiano el día de su bautismo -gracia y virtudes sobrenaturales- según la propia
vocación. A esta luz, todo sacerdote debe esforzarse por llevar a total cumplimiento su maduración
cristiana y sacerdotal hasta llegar a la madurez de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4,13), aprovechando
todas las oportunidades para robustecer y enriquecer la vida del espíritu.
Para fomentar la vida interior contribuye en gran medida el silencio interior y exterior, el aprender a
vivir la jornada en una actitud de diálogo sencillo, espontáneo, cordial con Dios, como con el mejor
amigo: ofreciendo y agradeciéndole cada una de las actividades a lo largo del día; cultivando la
docilidad y prontitud a sus inspiraciones; comentándole las propias alegrías, los proyectos, las
dificultades y fracasos, y pidiéndole perdón por las propias faltas y debilidades; uniéndose a él
mediante sencillas jaculatorias, que son auténticos actos de amor.
Estas actividades requieren apenas tiempo, pueden realizarse en cualquier lugar y mantienen fresca
la unión con Dios. De este modo se opera en la propia vida una progresiva invasión de lo divino y la
conquista de lo humano que así queda iluminado, robustecido y ennoblecido.
Vida litúrgica y sacramental.
La liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de
donde mana toda su fuerza (Sacrosantum Concilium 10). Por su parte, el sacerdote ha sido llamado
para que ofrezca y presida el culto de los fieles. Es uno de sus principales servicios a la comunidad.
Por tanto, es imprescindible que el futuro sacerdote reciba una adecuada formación litúrgica que le
permita comprender los sagrados ritos y participar en ellos con toda el alma, de modo que su futuro
ministerio litúrgico y sacramental sirva verdaderamente para la edificación de los fieles.
En esa formación pueden ayudar algunas clases específicas, teóricas o prácticas, sobre la liturgia,
su sentido y el modo de celebrarla.
Pero no cabe duda de que lo más importante es la vivencia misma de la liturgia. De algún modo, la
vida litúrgica debería constituir el centro de una comunidad eclesial como debe ser el seminario. Los
horarios, la organización interna, e incluso la disposición física de las dependencias del centro
pueden reflejar esa centralidad. La mejor forma de educar a la liturgia es procurar que su celebración
en el seminario corresponda a su más profundo significado. Que sea digna y viva; que todos
participen en ella de modo consciente y activo. Y, dado que estamos formando sacerdotes de la
Iglesia católica, es deber de honestidad elemental formarles en la liturgia de acuerdo con las
directrices de la Iglesia universal y local. No se pide al seminario que produzca geniales inventores
de ritos litúrgicos, sino buenos celebrantes del culto que Cristo ha confiado a su Iglesia.
En este punto será decisivo el testimonio vivo de los formadores, por su modo de celebrar y dirigir el
culto y los sacramentos.

Sacramento de la Eucaristía.
El centro de toda la vida litúrgica es la celebración de la Eucaristía. Si de veras los miembros del
seminario constituyen una comunidad eclesial, no puede faltar el momento diario en que se reúnan
a celebrar juntos la cena del Señor, en memoria suya.
Resulta muy provechoso asimismo, dar todo su realce a las distintas fiestas y solemnidades
litúrgicas con una celebración eucarística preparada con especial dedicación y empeño por parte de
todos los alumnos y formadores; preparación que comprenda la meditación personal de los misterios
celebrados, el arreglo particularmente cuidado de toda la ornamentación de la capilla, los cantos y
moniciones preparados por los alumnos, etc.

La devoción eucarística es la manifestación de nuestro aprecio por el don que Cristo nos hace de sí
mismo, en su voluntad de amarnos hasta el fin con una prueba de amor abrumadora, que debe
mover especialmente el corazón del sacerdote al amor, la gratitud y el respeto. Posiblemente un día,
cuando sean sacerdotes y se encuentren quizás solos en una parroquia o en un territorio de
misiones, nuestros jóvenes encontrarán en el sagrario su único refugio y su mejor descanso. Es
necesario que desde sus años de seminario vayan gustando del coloquio personal con Cristo
sacramentado. Convendrá que los formadores fomenten entre ellos las visitas frecuentes a Cristo
Eucaristía, quien, desde el sagrario, ordena las costumbres, forma el carácter, alimenta las virtudes,
consuela a los afligidos, fortalece a los débiles, invita a su imitación a todos los que se acercan a él,
y llena a los sacerdotes de gracias para incrementar y santificar el Cuerpo Místico.

Hay también otras posibles actividades que ayudarán a fortificar el sentido eucarístico. Se pueden
organizar horas eucarísticas periódicas o en algunas fiestas principales, turnos de adoración en
alguna ocasión especial...

Sacramento de la reconciliación.

El sacerdote es administrador del perdón de Dios (cf. Jn 20,23). Pero está también él necesitado de
ese perdón. Difícilmente será un buen confesor si no ha hecho frecuente y profundamente la
experiencia personal del sacramento de la reconciliación.
Consciente de la necesidad permanente de la conversión del corazón para la realización plena de la
voluntad de Dios sobre su vida, el futuro sacerdote debe acercarse frecuentemente al sacramento
de la reconciliación, haciendo de él un encuentro vital y renovador con Cristo y con la Iglesia.
La recepción frecuente del sacramento de la reconciliación, recomendada por la Iglesia (cf. PO 18,
CIC 246, 4), favorece el conocimiento de sí mismo, hace crecer la humildad, ayuda a desarraigar las
malas costumbres, aumenta la delicadeza de conciencia, evita caer en la tibieza o en la indolencia,
fortalece la voluntad y conduce al alma a una identificación más íntima con Jesucristo.
Para prepararse mejor y no caer en la rutina podría ser útil que el seminarista dé un especial sentido
penitencial al día en que piensa acercarse al sacramento de la penitencia, a través del tema elegido
para la meditación, de un especial examen de conciencia y de una mayor actitud de reparación
durante toda esa jornada.
Ordinariamente es oportuno que se tenga un mismo confesor para que el trabajo espiritual gane en
profundidad, unidad y eficacia. Esto no quita que se deba dejar total libertad a cada uno para acudir
al confesor que prefiera, entre los ordinarios y extraordinarios, e incluso a cualquier sacerdote dotado
de la debida autorización.

Liturgia de las Horas.


Otro capítulo importante de la vida espiritual del futuro sacerdote es la liturgia de las horas. A través
de ella la Iglesia, Esposa de Cristo, habla al Esposo (cf. SC 84), cumple el mandato del Señor de
orar incesantemente, alaba al Padre e intercede por la salvación de los hombres.
Durante su formación seminarística el futuro sacerdote tiene que aprender gradualmente a recitarla
con atenta devoción, sea en privado, sea en común. Para la recitación en particular conviene que el
seminarista forme el hábito de concederse el tiempo necesario para ella, sin precipitaciones,
eligiendo los lugares y momentos más adecuados. Aunque cuando sea sacerdote quizás no podrá
recitar siempre comunitariamente el oficio divino, el seminarista encontrará en esa práctica una
ayuda al fervor personal y un modo de vivir en la práctica el sentido eclesial de su oración.
Esta fuente de piedad y alimento de la oración personal produce mayor provecho si se profundiza
en el espíritu de los salmos y de las lecturas, para así poder comprender mejor las luces que el
Espíritu Santo derrama en el corazón. Será, por tanto, oportuno que este elemento no falte en la
formación litúrgica y teológica.

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