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Deep History: the Architecture of Past and Present, by Andrew Shryock and Daniel Lord Smail, Los

Angeles: University of California Press, 2011

Primera Parte

Problemas y Orientaciones

Capítulo 1: Introducción, por Andrew Shryock y Daniel Lord Smail

La Historia es una materia curiosamente fragmentada. En la estructura disciplinar convencional de


la academia, el estudio del pasado humano se ha esparcido a través de un número de campos, en
particular la historia y la antropología, pero también el folklore, la museología, la filología y los
programas de estudios de área. Reunidos, estos campos constituyen un denso pastel por niveles
acerca del tiempo. El nivel inferior, lejos el más grueso, se ha ubicado en el tiempo profundo. El
tiempo profundo de una disciplina no es un periodo cronológico específico, una era: es
simplemente el periodo más antiguo al que la disciplina presta atención. Entre los arqueólogos y
los biólogos de la evolución humana, el tiempo profundo está representado por la paleo-
antropología de las sociedades simples del Paleolítico, desde las primeras herramientas de piedra
conocidas hasta los orígenes de la agricultura. Entre los historiadores, el tiempo profundo de la
disciplina se localiza en la antigüedad Greco-Romana. Aunque el Paleolítico y el mundo antiguo
están muy distantes en tiempo absoluto, cada una provee de la base de fundación para las
narrativas disciplinares. Los niveles medios del pastel son dedicados a la arqueología de las
sociedades complejas y, entre los historiadores, al estudio de las sociedades modernas tempranas.
En la cúspide está un delgado baño de moderno glaseado. Apenas unos pocos siglos de
profundidad, este nivel superior es el que atrae el interés de la mayor parte de los campos de
investigación histórica contemporánea y de casi todos los campos de antropología cultural.

El arco temporal entero puede integrarse en la docencia: en el gran barrido de la antropología


general, por ejemplo, o en los cursos de historia universal. En sus propias investigaciones, sin
embargo, la mayoría de los académicos limitan sus trabajos a sólo un nivel cronológico y se
sienten poco capacitados para moverse más allá de este nivel. En la gran era de producción
histórico-antropológica del siglo XIX, autores como Auguste Comte, Karl Marx, Herbert Spencer,
Lewis Henry Morgan y Edward Tylor se movían libremente a través de los vastos confines de la
historia humana, produciendo argumentos conjeturales caracterizados por una visión espectacular
y un pobre manejo de los datos duros. Hoy el patrón se revirtió. En la medida en que los métodos
de análisis mejoran y el conocimiento del pasado reciente y remoto se acumula rápidamente, la
división del trabajo intelectual se ha vuelto extremadamente precisa. La conjetura y la gran visión
han dado su lugar a la especialización en extremo, a un intensificado interés en unidades cada vez
más pequeñas en tiempo y espacio, y a un rechazo a la construcción de esquemas analíticos que
puedan articular la historia profunda y el pasado reciente.

Hace un siglo, la historiografía moderna se erigió con el andamiaje del progreso, una línea
enraizada en el surgimiento de la civilización y la ruptura con la naturaleza que tuvo lugar
supuestamente hace cinco/seis mil años. Esta narrativa consagra un relato triunfalista de los

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logros humanos. En palabras de un observador de la década de 1920, la historia describe “los
procesos por los que el caótico gemido de los simios antropoides se organizó en el tejido
maravilloso del habla humano.” Ofrece una visión panorámica del hombre “en cada etapa de su
largo ascenso, desde sus comienzos débiles y precarios.” (Coffman 1926) La imaginación de la
época estaba saturada de sentimientos que hoy nos parecen insoportablemente banales. Ante
tamaña inocencia, nos enorgullecemos de haber eliminado este exuberante evolucionismo de
nuestras antropologías e historias. Pero las felicitaciones serían prematuras. La creencia en la
excepcionalidad humana que motorizó anteriores modelos de historia todavía da forma a las
narrativas del progreso, que ahora son relatadas con el vocabulario de la modernización política, el
desarrollo económico y la emancipación cultural de pasados prejuicios. Cuando contamos estas
historias, invertimos a veces los cargos morales de la narrativa del progreso. Celebramos los
méritos de lo simple y tradicional y señalamos los obvios peligros en lo moderno y complejo. Esta
solución improvisada y temporaria no elimina el problema subyacente. Deja en pie la idea de que
la evolución humana (o la emergencia de cultura, o el aumento de conciencia histórica) conlleva,
para bien o mal, un dominio siempre creciente de la cultura sobre la naturaleza, del cultivo sobre
la simple subsistencia, de la civilización sobre la mera habitación. Observar la humanidad de otros
significa reconocer su movimiento histórico hacia formas variadas de dominio, por más que el
movimiento sea modesto y esté aún en sus fases formativas.

En los albores de la revolución darwiniana, el problema de los orígenes humanos, que había sido
tomado como tema de filosofía especulativa, fue transformado en un programa de investigación
científica. Esta transición, que requirió una modificación radical de la cosmología bíblica, se hizo en
los inicios inteligible mediante la asociación con ideas de progreso que habían proliferado durante
la Ilustración. Durante el siglo XX, que tuvo dos guerras mundiales y el colapso del orden colonial
europeo, historiadores y antropólogos se volvieron cada vez más escépticos de las ideas de la
Ilustración, y el evolucionismo social de estilo victoriano fue rechazado por ser una justificación del
racismo, de los privilegios de clase y del imperialismo global. Al limpiar los análisis históricos y
culturales de sus cargas ideológicas decimonónicas, la mayoría de las altas versiones modernas y
posmodernas de la antropología cultural y la historia dieron su espalda al pasado humano
profundo, dejando los problemas de evolución a los arqueólogos, paleontólogos y lingüistas.

El objetivo de este libro es quitar las barreras que aíslan las historias profundas de las
temporalmente más cercanas. Estas barreras tienen una historia compleja que les es propia, pero
no necesitan ellas dominar los futuros estudios del pasado humano. Su remoción soluciona
múltiples problemas políticos e intelectuales, y este proyecto de renovación no es tan difícil como
parece. Las herramientas analíticas necesarias ya existen. Algunas, como el mapeo genético y la
datación por radiocarbono, son innovaciones recientes; otras, como las genealogías, las analogías
corporales y los modelos predictivos son más viejos que la misma historia escrita. La grieta entre
historia profunda e historia de superficie, creemos, puede ser reparada fácilmente; ciertamente,
se deben realizar grandes esfuerzos para simplemente mantener la grieta en su lugar. ¿Qué
motiva esos esfuerzos? ¿Cómo se desarrollan ellos? ¿Y por qué tantos académicos piensan que es
importante conservar la prehistoria en funcionamiento?

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El Chaleco de Fuerza del Tiempo

La fragmentación del tiempo histórico no es inherente al estudio del pasado. Fue producida por
tendencias históricas que fueron disparadas y amplificadas por la revolución del tiempo en la
década de 1860, cuando la cronología corta que cubría un mundo de aproximadamente seis mil
años de edad fue desechada como verdad geológica, comenzando así la historia humana a
expandirse hacia atrás sin límites. Antes de esa fecha, las ciencias humanas y naturales habían
constituido un único campo de pesquisa. Este campo estaba enmarcado en la tradición religiosa y
era organizado de acuerdo con el esquema universal del Génesis, en el que la historia y la geología
coexistían. La producción de conocimiento en todas las sociedades de los mundos judío, cristiano y
musulmán se insertaba en este modelo totalizante de la creación.

Pero a partir de la revolución del tiempo en Europa, esta visión unificada de la historia humana
decayó. La cronología del pasado se fracturó precisamente en el punto donde la prehistoria
humana estaba siendo injertada en la historia antigua y moderna, que ahora parecería
cronológicamente reciente. Así, una historia largamente ceñida a la comprensión escrita del
tiempo se declaró incapaz de absorber el hecho del tiempo profundo. No es difícil encontrar
historiadores del siglo XIX que cavaran trincheras alrededor de la cronología corta y proclamaran
que el nuevo tiempo sin fondo era un anatema. El hecho de que respetados científicos como
Georges Cuvier y Louis Agassiz no aceptaran la nueva línea de tiempo no sorprende, ya que
muchos historiadores expresaron su escepticismo –o, en algunos casos, directamente su
resistencia (como fue el caso de Ranke). Pero la reacción a la revolución del tiempo fue en general
más compleja. Una cronología corta no es, de hecho, intrínseca a la cosmología de las religiones
del Cercano Oriente. Los autores del Génesis medían el tiempo como una sucesión de vidas y
genealogías; el Nuevo Testamento y el Corán están desprovistos de lo que hoy podemos llamar
fechas calendáricas. La cronología corta fue en realidad un artificio impuesto retroactivamente
sobre las tradiciones de escritura. Esta datación retroactiva tuvo lugar en la misma medida que
generaciones de cronistas judíos, cristianos y musulmanes encararon la dificultosa tarea de alinear
los textos sagrados con los calendarios solar y lunar que ellos habían creado para seguir las
obligaciones rituales y registrar el movimiento de creación a través del tiempo. Irónicamente, fue
el cuidadoso trabajo de historiadores pre-modernos o modernos tempranos y no las enseñanzas
de los profetas el que otorgó esa frágil precisión a la cronología de Abraham, con un nivel de
detalle que podía datar el primer día de la creación en 23 de octubre de 4004 a.C. Esta fragilidad
les haría caer cuando fueran puestos a presión por el golpe intelectual de la revolución del tiempo.

En sentido más amplio, sin embargo, el final de la cronología corta no influyó en la práctica de los
historiadores. En las décadas que siguieron al cambio de Darwin, hubo historiadores que vieron
con curiosidad el extraño nuevo terreno más allá del Edén, y después aparecieron visionarios
históricos que pidieron por la reunión del tiempo profundo con la historia. Pero la grieta se hizo
tan amplia que se volvió prácticamente imposible el tendido de un puente. A falta de textos
escritos, los practicantes de los campos emergentes de arqueología y paleo-antropología tuvieron
que desarrollar nuevos métodos de pesquisa diseñados para extraer significado de evidencia
dispersa y fuentes refractarias. La nueva disciplina de la historia, a su vez, adhirió a la cronología

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que los historiadores habían modelado en sus vanos intentos de aplicar cronología a la Biblia. Las
cuestiones que los historiadores del siglo XIX se preguntaban acerca de los orígenes de las lenguas
humanas, las razas, la agricultura, las ciudades y las naciones se definían frecuentemente en la
específica relación con el Libro del Génesis. Esto no sorprende a nadie. Los investigadores
europeos mejor preparados para convertirse en historiadores académicos cuando la disciplina
surgió en el siglo XIX estaban muy en la línea de las tradiciones intelectuales basadas en la visión
bíblica, a las que una larga tradición pedagógica había agregado el aprendizaje del griego y el latín.
Es difícil imaginar los trabajos de Leopold von Ranke y Jacob Burckhardt fuera de este contexto.

Sin embargo, ni la inercia ni el prestigio de tradiciones intelectuales anteriores pueden explicar


cómo el tiempo terminó dentro del chaleco de fuerza creado por la disciplina histórica a
comienzos del siglo XX. La decisión de truncar la historia fue un deliberado movimiento intelectual
y epistemológico ligado al derrotero de la misma disciplina. Hacia fines del siglo XIX, la orgullosa
nueva disciplina de la Historia estaba abriéndose paso en la academia; y para justificar su
presencia, el campo adoptó como metodología el análisis de documentos escritos. “Sin
documentos no hay historia”, como declaraban Charles Langlois y Charles Seignobos en su manual
del estudio histórico de 1898, probablemente el más importante de su clase. La metodología que
ellos defendían buscaba dar con las intenciones humanas tal como aparecían reveladas en la
evidencia textual. Sus colegas usaban el manual para entrenar estudiantes en el arte de descubrir
la verdad detrás de las creativas omisiones y patentes fabricaciones que son intrínsecas a la
documentación histórica. La historia más profunda de la humanidad no tenía documentos de este
tipo. Esta ausencia crítica de datos hacía de una historia profunda de la humanidad algo
metodológicamente impensable.

Extrañamente, este paquete epistemológico fue también gradualmente aceptado por los
antropólogos culturales, cuyas cronologías tendían a contraerse siempre que intentaban historizar
su disciplina. El ejemplo clásico es Europe and the People without History, con Eric Wolf tratando
de sacar a la antropología del presente etnográfico, en el que él creía estaba atrapada sin
esperanzas. Para traer a “la gente sin historia” al dominio de la historia propiamente dicha, Wolf
describió la expansión europea como una interacción global de poblaciones humanas organizada
por modos de producción basados en el parentesco, tributarios y capitalistas. Wolf no estaba
especialmente interesado en cómo el modo tributario y el de parentesco surgieron en el tiempo
profundo; en cambio, quería conocer cómo estos modos de producción fueron integrados a un
sistema mundial dominado por el capitalismo. Como resultado, aunque el análisis histórico de
Wolf está basado en formas sociales que se desarrollaron secuencialmente durante diez mil años,
está limitado a los últimos cinco siglos. Los datos que él usó para historizar a los pueblos
ahistóricos del mundo podrían satisfacer los criterios presentados por Langlois y Seignobos, y Wolf
no fue apologético sobre el resultante etnocentrismo de su proyecto. Lo que uno aprende del
“estudio de la etnohistoria”, señalaba él, “es… que cuanta más etnohistoria sepamos, más
emergerán su historia y nuestra historia como partes de la misma historia.”

El intento de Wolf no fue separar a la etnografía de sus raíces históricas profundas, sino más bien
extenderla espacialmente. No obstante, su entusiasta abrazo de una historia basada en evidencia

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textual condujo inmediatamente a una reducción temporal, y su esquema de quinientos años es
en realidad vasto cuando se lo compara con los estudios que su trabajo inspiró. Ahora es
virtualmente axiomático que toda perspectiva antropológica que se precie de “histórica” se
concentrará en el pasado reciente. Su tema principal será moderno o posmoderno, colonial o
poscolonial. Rara vez se percibe este interés como estrecho. Es visto como vital, y el tratamiento
de eventos y sociedades situadas antes de la expansión europea, antes de la evidencia escrita, es
considerada por lo general políticamente irrelevante hasta que esos acontecimientos y sociedades
puedan ser interpretados –y algunos teóricos posestructuralistas plantearían que sólo pueden ser
interpretados- por medio de los lentes intelectuales creados durante el gran cambio a la
modernidad colonial y poscolonial. De otro modo, esos temas es mejor dejárselos a los clasicistas,
medievalistas y orientalistas. Si el pasado en cuestión es anterior a la emergencia de sociedades
estatales con escritura, cae en la jurisdicción de arqueólogos y antropólogos biológicos, cuyos
métodos de investigación son científicos, no históricos. Este patrón es visible a través de la
academia, y los intentos de cambiarlo generan de inmediato una resistencia en todas partes.

El Hombre contra la Naturaleza

¿Por qué la historia disciplinar, como set de métodos y motivaciones, se sujeta a este paradigma
metodológico tan predeciblemente? El problema radica en el compromiso con el excepcionalismo
humano, una sensibilidad que sobrevivió a la revolución de Darwin bastante intacta. En la medida
en que la creación dio lugar a la naturaleza, la suposición de que los humanos son parte de la
naturaleza y que los sistemas humanos son sistemas naturales reinó en las ciencias biológicas y del
comportamiento. Entre los historiadores y antropólogos culturales, sin embargo, la equivalencia
de sistemas culturales con los naturales no ha sido nunca fácil, ni ha sido fácilmente historizada.
Ambas dificultades, creemos, están relacionadas con el poder de las metáforas que dominaron la
escritura de la historia en el siglo XIX. La historia humana, en esta visión global, está centrada en la
conquista de la naturaleza y en el nacimiento de la sociedad política. Un pasaje de uno de los
trabajos del gran historiador francés Jules Michelet expresa la lógica perfectamente: “Cuando el
mundo nació, comenzó una guerra que durará hasta el fin de dicho mundo, y esta guerra es la del
hombre contra la naturaleza, del espíritu contra la carne, de la libertad contra el determinismo. La
Historia no es sino el relato de este conflicto eterno.”

Este planteo no era nuevo. La tradición judeo-cristiana ha celebrado largamente el dominio


humano sobre la naturaleza. Lo que da al comentario de Michelet un especial patetismo es el
hecho de que, incluso en su momento, había una creciente conciencia de que el tiempo geológico
era más antiguo que el tiempo humano, y de que el mismo tiempo humano podía ser más
profundo de lo que se imaginaba. Un cuarto de siglo después, se conocía que el tiempo humano
era ciertamente largo, y hacia el último cuarto del siglo XIX la historia de la humanidad amenazó
con mezclarse insensiblemente con la historia natural. En este contexto cambiante del tiempo, la
necesidad de marcar el quiebre entre animal y humano asumió el carácter de especial urgencia.
Michelet, cuyas opiniones sobre esta materia reflejaban las de su tiempo, había ya adivinado la
solución para el dilema. Los animales viven en armonía con la naturaleza. Los humanos, por el
contrario, están en guerra contra la naturaleza. En las perogrulladas propias de la escritura

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científica de principios del siglo XX, evidentes en un trabajo de 1912 llamado The Conquest of
Nature, “el hombre bárbaro es un niño de la Naturaleza con mucha razón. Él debe aceptar lo que
la Naturaleza ofrece. Pero el hombre civilizado es el niño que ha crecido a una estatura de adulto,
de un modo capaz de controlar, dominar –y si les gusta más, conquistar- al padre.” En este acto de
emancipación, en esta transformación de pasividad a agencia, la historia misma fue creada.

La conquista de la naturaleza, a su vez, estuvo estrechamente ligada a los orígenes de la sociedad


política. En el pensamiento social del siglo XVIII, la unidad natural había sido la familia –o, para
algunos, el individuo solitario. Todo lo que los humanos habían edificado sobre este substrato
natural, y especialmente los estados-nación de la Europa del siglo XIX, podía ser tratado como
artificios históricos y por lo tanto trascendiendo la naturaleza. La historia que surgió y que
proclamaba en alta voz su objetividad fue una apología del nacionalismo. La nueva historia fue
para los estados-nación de la Europa decimonónica tardía lo que la Torah fue para el reino de
David: una genealogía (ficticia o no) diseñada para anclar la comunidad imaginada en el pasado,
darle legitimidad, y resaltar sus resentimientos y aspiraciones. Es gracias a la empresa de creación
de la nación, en realidad, que tenemos historia medieval europea, ya que pocas naciones (con
excepciones trágicas y sangrientas, como la Francia napoleónica y la Alemania de Hitler) buscaron
identificarse explícitamente con los imperios o ciudades-estado de la Antigüedad. Si la tarea de la
historia fue proveer la ontogenia de una sola nación, es decir una descripción de cómo la nación
surgió y creció, había poca utilidad en Grecia y Roma –fuera de Grecia e Italia, por supuesto-
excepto en el sentido duradero de que la antigüedad clásica pertenecía a una herencia occidental
privilegiada que justificaba la superioridad de los imperios occidentales. Incluso de menor utilidad
fueron los periodos y formas sociales que precedieron al mundo antiguo, salvo para proveer de un
recipiente para todo lo que no era civilizado o parte de la historia moderna –lo que Michel-Rolf
Trouillot denomina “la brecha salvaje”, un tiempo y espacio apartado para los pueblos no
occidentales y atrasados del mundo. Como mostrarán los capítulos siguientes, esta visión del
mundo fue influenciada en gran medida por las ideas de Georg Wilhelm Friedrich Hegel, un
filósofo de la historia que, como su casi contemporáneo Michelet, vio la historia humana como un
progreso ganado a duras penas, un movimiento constante fuera del estado natural y hacia la
agencia y conciencia políticas.

En el siglo XX, la historia disciplinar comenzó a merodear mucho más allá de los límites del estado-
nación. Los historiadores incorporaron la historia de las ideas, de las civilizaciones y de las
economías. Además, la historia disciplinar comenzó a tratar temas rigurosamente excluidos de las
historias nacionales: la familia, las mujeres, el campesinado, los trabajadores, y eventualmente los
no occidentales, los no blancos, las sexualidades alternativas y los discapacitados. Sin embargo, la
historia escrita del modo hegeliano ha reído por último. La historia de los desposeídos pudo haber
procedido a negar agencia a los actores políticos hombres blancos occidentales y heterosexuales,
los sustitutos de Dios extirpados de la historia por Charles Darwin. Pero no lo hizo. Por el contrario,
la nueva historia ha procedido a atribuir agencia a subalternos situados en todas las ramas de la
familia humana. La atribución universal de agencia se ha convertido en una receta para la

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investigación histórica, así como los investigadores, atrapados en la lógica hegeliana, crearon
nuevos sujetos mediante la incorporación de más voces.

Políticamente, las consecuencias de esta tendencia han sido incluyentes. En lo que concierne al
chaleco de fuerza sobre el tiempo, sin embargo, las consecuencias han sido todo lo contrario. En la
esperanza de otorgar voz y agencia a aquellos ubicados en el extremo receptor de la historia
europea, hemos transformado a los subalternos del mundo en personalidades de un tipo
sospechosamente uniforme. La misma gente cuya inclusión significaba un triunfo de la diversidad
ha sido homogeneizada por la teoría. El ritmo acelerado de atribución de agencia, además, ha
llevado a muchos a creer erróneamente que la misma agencia es una creación de modernidad.
Hegel había atribuido agencia a los hombres en progreso desde los orígenes del estado. Éste fue el
punto principal de su formulación: reemplazar la divina providencia y la guía de Dios con la visión
de largo alcance de los líderes sabios. Hegel, en otras palabras, nunca escapó de los instintos de la
historia sagrada; él sólo degradaba al agente principal. Pero aquí está la dificultad: la extensión de
la agencia a subalternos modernos no tiene sentido si la misma modernidad fue creada por los
poderosos del pasado. Para evadir esta paradoja, uno podría rechazar el prejuicio de Hegel y
extender la agencia a todos los actores del pasado. Pero, ¿qué sucede cuando este gesto es
prácticamente imposible? ¿Qué se puede hacer si la vasta mayoría de fuentes históricas pre-
modernas fueron generadas por los mismos hombres cuyas acciones y pensamientos son
celebrados en ellas? Dada esta paradoja –una paradoja que los historiadores generaron por sí
mismos mediante la adopción de una metodología textual- es muy tentador pretender que el
pasado remoto pertenezca a la naturaleza, a una realidad cultural que no puede ser historizada en
su totalidad, y por lo tanto ignorarlo.

Como resultado de esta difícil situación, las grandes cuestiones que antes atravesaban el pastel
por niveles del tiempo no están siendo abordadas. Por el contrario, los historiadores y
antropólogos culturales cambiaron su atención hacia el mundo que los rodea, tratándolo como
creación secular incluso más nueva, empíricamente hablando, que el mundo sagrado del Génesis.
En las últimas décadas la cronología corta de la historia disciplinar ha continuado encogiéndose. A
juzgar por los profesorados, las ofertas de cursos, los temas de tesis y las publicaciones, el peso de
la producción de conocimiento en antropología cultural e historia se centra ahora sólidamente en
los siglos posteriores a 1750, igual que en las otras ciencias humanas. Una medida de la erosión
del tiempo histórico se puede encontrar en la tendencia de los historiadores a agregar metáforas
de nacimiento, orígenes o raíces a los argumentos o títulos de libros. El uso de este complejo
metafórico se ha acelerado en las últimas dos décadas. Si pudiésemos rastrear la fecha de
nacimiento promedio propuesta en esta floreciente serie de títulos, es muy probable que esté
acercándose más y más al tiempo presente.

Bases para Hacer una Historia Profunda

Las posibilidades de reunión de las cronologías larga y corta dentro de las ciencias humanas
parecen bastante remotas, y sería simple describir este volumen como una historia nostálgica de
pérdidas y de lo que podría haber sido. Aunque ahora, 150 años después de la revolución del

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tiempo, los elementos y esquemas necesarios para la escritura de una historia profunda de la
humanidad bien pueden estar llegando finalmente. El campo de la historia grande, conducido por
David Christian y Fred Spier, ha demostrado ya cómo la totalidad del tiempo puede integrarse en
una narrativa histórica convincente. Gracias en parte al cambio biológico, investigadores en todos
los campos están sintiendo ahora la atracción del pasado profundo de la humanidad. Se
preocupan por las restricciones cronológicas y lanzan proclamas por una “política evolutiva”, una
“economía evolutiva”, o estudios evolutivos de la ley (por ejemplo, Schubert 1989). Estas
perspectivas son prometedoras; sin embargo, muchas de ellas han adoptado una forma de análisis
centrada en el postulado de una desarrollada psicología humana que moldea la conducta en el
presente. La lógica presentada recuerda un poco aquélla de la versión agustiniana ortodoxa de la
teología cristiana, que también propone la existencia de una persistente condición psicológica
humana que tiene profundos efectos en tiempos recientes: el pecado original. Aunque la
trayectoria neo-agustina de psicología evolutiva evoca el pasado, no provee de una historia. Las
dos son cosas muy diferentes. Cuando el pasado es simplemente un depósito de lo “natural”, no
es un pasado histórico: es en cambio un pasado mítico o cosmológico que da otro espejo en el que
la humanidad puede buscar su propio reflejo. En tal entendimiento del pasado no hay espacio ni
para la casualidad ni para el cambio; es imposible entender la naturaleza históricamente
dependiente de la variación dentro de los sistemas.

Es difícil, no obstante, culpar a los difusores de estos modelos. Descubrir la historia perdida es el
trabajo de los antropólogos y los historiadores, no de los psicólogos o científicos sociales y del
comportamiento. Los capítulos en este volumen están diseñados para suministrar los esquemas
históricos que están, por ahora, ausentes en las nuevas perspectivas evolutivas. Más allá de la
aparente hegemonía de la evolución darwinista entre las clases educadas, queda una gran
cantidad de trabajo sin terminar. Las ciencias sociales blandas y las humanidades nunca han en
realidad acordado intelectualmente con la evolución humana. Los tempranos intentos de traer los
modelos de Darwin al pensamiento social produjeron desastres victorianos. Pero la acumulación
de conocimiento acerca del pasado humano es tan impresionante que ya se necesita de una
reconciliación. El paradigma de la selección natural nos ha permitido generar interpretaciones muy
sutiles no solamente acerca de cómo ha evolucionado el linaje homínido, sino también sobre
cómo las formas sociales humanas y las capacidades culturales se han desarrollado a lo largo de
largos periodos de tiempo. Muchas de las técnicas analíticas empleadas por los arqueólogos, los
ecologistas evolutivos y los paleo-antropólogos pueden de hecho aplicarse tanto a sociedades
antiguas como contemporáneas. En las ciencias antropológicas desde el siglo XIX, el estudio del
parentesco y del lenguaje ha conectado las cronologías corta y larga, y los nuevos campos como la
genómica habilitan ahora a los analistas a moverse a través de grandes distancias en tiempo y
espacio, siguiendo las líneas de transmisión genética que relacionan a los humanos vivientes con
las poblaciones ancestrales. Las técnicas de datación absoluta y relativa que emergieron primero
en los años 50 se han vuelto cada vez más precisas y confiables, como lo han hecho las cronologías
transregionales y los modelos de tendencias de larga duración (del desarrollo de herramientas a
las migraciones transcontinentales de los primeros humanos) que han sido mejorados usando

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estas técnicas de datación. Los medios de reconectar las historias corta y larga han estado
disponibles por muchos años.

Entretanto, los historiadores han abandonado gradualmente la idea de que la única cosa posible
de hacer con fuentes escritas es examinarlas cuidadosamente en búsqueda de los motivos e
intenciones de sus autores. Ahora es rutina enseñar las habilidades necesarias para la extracción
de información (y para la lectura entre líneas). Que las fuentes obviamente de ficción pueden
contar como información histórica legítima es ampliamente aceptado; pocos historiadores hoy
encuentran necesario defender la noción de que los textos literarios sirven como receptáculos de
lógicas sociales. Las historias pueden escribirse a partir de cualquier tipo de vestigio, desde unas
memorias a un fragmento de hueso o un tipo de sangre. Además, la fusión que se está
produciendo de historia con ciencia social ha producido un mundo intelectual en el que la mayoría
de los investigadores se da cuenta que las intenciones son productos sociales, y que las bases para
su producción están en gran medida fuera del control de los individuos y sus deseos. En este darse
cuenta, las distinciones metodológicas que una vez separaron a la historia de la antropología y la
arqueología han desaparecido.

Pero los problemas de traducción permanecen. Los investigadores que estudian el pasado
profundo –llamémoslos paleo-historiadores por conveniencia- enfrentan numerosos desafíos
cuando presentan su trabajo a investigadores concentrados en periodos más recientes. Estos
desafíos incluyen la estúpida suposición de que el pasado profundo se entiende mejor en relación
a una naturaleza humana fija o tendencias de comportamiento universales (tales como
“economizar”, “elección racional” o “selección de parentesco”). Otro problema es la creencia de
que ciertas formas culturales, como por ejemplo la “etnicidad”, son esencialmente modernas y
que procesos similares de identificación de grupo no se encuentran en el pasado. Los paleo-
historiadores luchan a diario con la suposición de que la prehistoria humana se caracteriza por
largos periodos de continuidad conductual y estasis cultural, sin variedad ni cambio. Sumado a
estos problemas de entendimiento, los paleo-historiadores enfrentan dificultades inherentes a su
propia práctica. La cantidad de material disponible para el análisis disminuye dramáticamente en
la medida en que uno se mueve hacia atrás en el tiempo, una tendencia que genera tanto
reconocimiento como perplejidad. Frecuentemente no queda claro qué significan los artefactos
humanos antiguos. ¿El dibujo grabado en una pieza de hueso es “simbólico”? ¿De qué? ¿Podría ser
un producto del aburrimiento? ¿Podría ser el símbolo aparente para nosotros, mientras que quizás
no para el que lo hizo en este objeto antiguo?

Los paleo-historiadores también deben estar alertas ante las poderosas nociones de progreso y
primitivismo que colorean sus trabajos y determinan cómo son recibidos sus descubrimientos y
cómo son usados en círculos intelectuales más amplios. La idea de que el pasado humano
profundo se entiende mejor como variante de la ciencia biológica o de la historia natural, y que la
evolución describe un proceso estrictamente biológico y no uno cultural o social, es otro problema
que aparece en el campo. Esto tiene lugar incluso cuando desarrollos tan básicos como ser bípedo,
la pérdida de pelo en el cuerpo o la ovulación oculta, están implicados en complejas suposiciones
acerca de la vida social. Finalmente, la paleo-historia necesita de una narrativa y de un relato

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reconstructivo. Por más que nos quejemos de las cualidades coercitivas de las narrativas
históricas, conllevan información de modo convincente y vívido. La paleo-historia atrae el talento
de numerosos escritores científicos: este hecho refleja la simpatía del campo, pero también su
inaccesibilidad y especialización en demasía. Es preciso un uso juicioso de la narrativa para traer
los paleo-historiadores al diálogo con las ciencias sociales y las humanidades.

Las historias que presentamos en este volumen se pensaron para resolver algunos de estos
problemas de traducción. Usan los recursos de todos los campos de historia y antropología para
presentar una historia de amplio espectro de la humanidad. Por razones de conveniencia, esta
historia comienza alrededor de 2,6 millones de años atrás, cuando nuestros ancestros homínidos
empezaron a usar herramientas que entrarían posteriormente en el registro arqueológico; pero
localizamos también los cuerpos humanos y las formas sociales en el contexto mayor de la
evolución de primates, usando la evidencia genética, ósea y conductual para extender nuestro
espectro analítico de 6 a 8 millones de años, cuando nuestros ancestros se separaron de los
ancestros de los modernos chimpancés y bonobos. Más allá de su inmensa profundidad temporal,
la historia resultante es sorprendentemente similar, en substancia, forma y trayectoria, a las
enmarcadas en la cronología corta, con las siguientes excepciones. Primero, los periodos más
antiguos parecen muy extensos en comparación con los más recientes, y el estudio de la historia
profunda enfatiza tendencias y procesos en desmedro de acontecimientos y personas. Segundo,
los procesos históricos con los que tratamos bastante frecuentemente no son estrictamente
calendáricos: tienen una lógica que trasciende el tiempo y el espacio del ejemplo concreto.
Tercero, los argumentos presentados aquí, aunque presentando evidencia, dependen raramente
de lo que los historiadores han considerado típicamente evidencia –es decir, textos escritos. Una
historia profunda de esta clase es densa con cultura y epigénesis, mismo cuando reconoce el papel
crucial de la biología, que consistentemente se integra en nuestros relatos sobre el cambio
humano a través del tiempo. El resultado es un involucramiento con el pasado humano que, en
vez de reinstalar la vieja distinción hegeliana entre natural y cultural, elimina la imaginería estática
desplegada en los siglos XIX y XX para negar historicidad al pasado profundo.

Metáforas para la Historia Profunda

Este viaje interpretativo entraña amplias síntesis de las principales tendencias en las ciencias
humanas y naturales. Sin embargo, no intentamos que estos ensayos sean enciclopédicos. Aunque
nuestro equipo de escritores incluye tres historiadores, dos antropólogos culturales, un lingüista,
un primatólogo, un genetista y tres arqueólogos, nos damos cuenta que las áreas de estudio que
cubrimos en este libro son vastas y en constante expansión. No podemos producir una total
cobertura; sólo podemos inspirar curiosidad. También entendemos que los temas que hemos
elegido para el escrutinio no son los únicos o incluso los mejores dominios para ilustrar la promesa
de una perspectiva histórica profunda. Mucho mas podría decirse sobre el clima, la música y el
arte, la religión, la ley y la violencia, la tecnología y el sexo. Este volumen no agota las
posibilidades: ofrece algunas y espera sugerir mas.

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El objetivo principal de este libro, entonces, no es alcanzar enciclopedismo, sino proponer un
nuevo set de metáforas base para la escritura de la historia profunda. Las metáforas son
necesarias para la producción de buenos argumentos históricos. Ellas determinan la forma de las
trayectorias históricas, así como también los temas y los silencios de tales argumentos. El uso
estratégico de nuevas metáforas puede de este modo llevar, como dijeron Richard Dawkins y J.R.
Krebs, a "nuevos y productivos hábitos de pensamiento sobre material viejo y conocido". La
escritura de historias profundas requiere de encuadres analíticos que no eche mano a narrativas
de ontogenia ("el nacimiento de lo moderno"), génesis ("algo nuevo bajo el sol") o pecado original
("cerebros de la edad de piedra en cráneos del siglo XXI"). Estas son metáforas poderosas, y en las
manos de autores hábiles generan perspectivas emocionantes sobre el pasado. Pero la historia a la
que nos conducen a imaginar es por lo general achatada y acortada; es una historia que no puede
generar un interés constante en el pasado profundo.

Proponemos un nuevo set de metáforas clave. Hábilmente dispuestos, mecanismos analíticos


como la asociación por parentesco, redes, árboles, fractales, espirales, extensiones e integración
escalonada pueden ayudarnos a comprender mejor la inmensidad del tiempo humano y la
dinámica de la conectividad que lo mismo estimulan o limitan el cambio. El parentesco, por
ejemplo, ofrece modos de conexión a través del tiempo y el espacio. Supera la metáfora de la
ontogenia, que describe la historia vital de un organismo: esa historia comienza necesariamente
en el momento de la concepción o el nacimiento, ya sea de una nación o de una idea política. Lo
que sucede antes de ello es analíticamente invisible o fundamentalmente diferente. Por el
contrario, el parentesco es posible sólo si (y solamente porque) una relación formativa preexiste y
continúa definiendo lo nuevo y particular. No tiene un punto de origen. De la misma manera, el
espiral co-evolutivo, que visualiza dos genealogías que se enredan y se alimentan una de la otra,
desplaza las metáforas de génesis, revolución y decadencia bíblica. Las nociones de esta última
clase nos predisponen a exagerar la singularidad de los acontecimientos históricos y a minimizar
las muchas maneras en que el cambio depende de sí mismo. La idea del fractal, de los diagramas
que se replican a cualquier nivel de aumento, nos ayuda a discernir que los cambios fuertes
parecen singulares solamente cuando nos limitamos a un solo nivel de observación. El fractal, y la
serie de imágenes en escala decreciente que evoca, sugieren que los saltos siempre se basan en
otros saltos. Como en los casos del parentesco y los espirales, los diagramas fractales nos
conducen sin cesar al pasado. Ellos explican por qué los cambios en cosas que podemos medir,
como la población total, la densidad de población y el consumo de energía, no tienen que ser
grandes para ser profundos. Si pudiéramos generar una discusión interdisciplinaria sobre estas
metáforas de base y otras tácticas que hemos propuesto para reconectar las cronologías corta y
larga, la investigación actual se integrará a los nuevos esquemas narrativos. Y estos mismos
esquemas ayudarán a generar nuevos proyectos de investigación.

Capítulo 2: Imaginando al Humano en Tiempo Profundo, por Andrew Shryock, Thomas


Trautmann y Clive Gamble

Los Años Faltantes en la Crónica

11
“Todos los cambios profundos en la conciencia”, escribió Benedict Anderson, “por su misma
naturaleza, traen amnesias características. De tales olvidos, en circunstancias históricas
específicas, surgen las narrativas” (Anderson 1991: 204). El descubrimiento del tiempo profundo
en el siglo XIX fue con certeza un cambio profundo en la conciencia, pues alteró las percepciones
del orden natural y desencadenó una explosión de nuevas historias con el propósito de explicar los
orígenes humanos. Para los historiadores, sin embargo, la amnesia asociada a un cambio
epistemológico de esta magnitud no se materializó. La nueva visión darwiniana no les hizo olvidar
lo que ya sabían sobre la Revolución Francesa, la expansión del Islam, o la caída del Imperio
Romano. En cambio, el advenimiento del tiempo profundo llevó a los historiadores a darse cuenta
de lo poco que conocían en comparación con lo que se podía conocer y la cantidad de cosas que
ellos nunca podrían conocer si usaban los métodos historiográficos que tanto valoraban. El
resultado fue la prehistoria, una innovación conceptual que funcionó como barrera de protección
entre la remota antigüedad y un grupo de técnicas académicas que se aplicaba sólo a un trocito
reciente de pasado humano.

En la moderna tradición de escritura de la historia, el autor funde narrativa, cronología y evidencia


textual para producir un relato que parece completo y convincente. Sin fechas, líneas de tiempo y
documentos, los historiadores actuales no pueden practicar su oficio; incluso si uno de estos
componentes falta, el historiador se enfrenta a baches que lo debilitan. Él o ella intentarán
llenarlos con valentía o en su defecto se mudarán a un terreno más promisorio. Por supuesto, esta
tendencia habla más de los mecanismos de la moderna historiografía que de nuestro
conocimiento del pasado. Hay muchos géneros de historiografía –ente ellos la genealogía, la
crónica, la lista real, el poema heroico, y el monumento- que no incluyen argumentos, fechas y
acontecimientos. Los relatos históricos que abundan en el Antiguo Testamento, alguna vez la
quintaesencia de la verdad histórica, nos han llegado sin cronologías basadas en calendarios, y el
mundo entero, antes y después del tiempo bíblico, está repleto de tradiciones históricas orales
que no precisan de evidencia escrita. Estos diversos modos de recordar pueden ser de uso
ocasional para el historiador académico, quien puede tomarlos como datos, pero por lo general
son considerados inadecuados para la confección de relatos confiables del pasado.

Hayden White señaló un aspecto esencial de la historiografía moderna cuando notaba lo extraño
que nos parecen ahora los hábitos de los cronistas medievales. Los analistas, usualmente clérigos,
llevaban un listado de años a los que les vinculaban acontecimientos importantes, pero dejaban
ciertos años vacíos, como diciendo “nada de importancia sucedió en 734”. El asiento de un año en
la crónica sin un acontecimiento memorable asociado a él aparece raro para la moderna
sensibilidad, como un trabajo sin terminar –como si el paso de los años fuese la parte importante,
no los acontecimientos y tendencias que se miden en años. Por supuesto, para el cronista de los
siglos VIII y IX, el paso de los años era ciertamente muy importante, ya que aproximaba a la
humanidad al prometido retorno de Cristo. Lo que para el ojo moderno es un espacio vacío que
necesariamente contenía algo para el cronista debe haberse considerado un paso sin interés,
registrado por obligación, en la incesante marcha colectiva hacia el fin de los tiempos.

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Es irónico que los historiadores modernos se sorprendan ante las pequeñas lagunas de los
analistas, dado los inmensos agujeros de tiempo que hemos abierto y nunca llenado durante los
últimos dos siglos. Más allá de lo que podamos decir de la Biblia como documento histórico,
podemos estar de acuerdo en que intentó contar toda la historia, desde la Creación hasta el Juicio
Final. Este marco universal explica por qué el arzobispo James Ussher, uno de los más distinguidos
miembros de un extenso linaje de cronólogos, pensó que valía la pena aplicar fechas calendáricas
al libro del Génesis, datando la creación en 4004 a.C. y convirtiéndola de este modo en el hecho
consumadamente histórico que debía ser; también explica por qué la revolución del tiempo del
siglo XIX terminó con el largo reinado de la Biblia como relato literal de la historia humana. El
descubrimiento del tiempo profundo, como lo señaló con maestría Benedict Anderson, “metió una
cuña entre la historia y la cosmología”. En el mundo de la escritura histórica, la prehistoria se
volvió el equivalente del año vacío del cronista medieval. Pero el espacio vacío denominado
prehistoria fue inconmensurable, y la inhabilidad del historiador moderno para llenarlo creó
desafíos analíticos que fueron tanto morales (es decir, cosmológicos) como técnicos. Como los
humanos todavía creen que la historia es acerca de nosotros y que nuestra historia, como la
bíblica, debería remontarse a los comienzos, el descubrimiento del tiempo profundo requiere de
nosotros imaginar la naturaleza humana de nuevas maneras.

Este cambio de orientación comenzó muy súbitamente y aún se está desarrollando. A comienzos
del siglo XIX, las clases educadas de Europa creyeron que la historia bíblica de la creación era un
relato históricamente verdadero. Para comienzos del siglo XX este sistema de creencias estaba
desintegrándose, y nuevas historias de los orígenes humanos lo estaban reemplazando. La
creciente certeza de que nuestro planeta y nuestras especies estaban aquí mucho antes de la
fecha promulgada por el arzobispo Ussher causó que estas nuevas historias tuvieran que ser
construidas en una escala de tiempo masiva. La evidencia de que los humanos habían
evolucionado de formas anteriores –pensadas, en la era victoriana del progreso, como formas más
primitivas- produjo que un rango mayor de variación física tuviese que ser tenido en cuenta en la
historia de nuestras especies. Se necesitó de un nuevo sentido de distancia y diferenciación para
proveer de arquitectura al conocimiento del pasado remoto.

Una vez más, surge la imagen de una grieta, de años perdidos. Aunque, ¿fue esta apertura de
espacio y tiempo tan revolucionaria como parece ser ahora? ¿Podríamos quizás entenderla mejor
e historiarla más creativamente, si la tratáramos como una situación que hemos ya encontrado
muchas veces? El cubrir vastas distancias temporales y espaciales y hacer de las variaciones
humanas una parte de nuestras vidas sociales son actividades prácticas (y conceptuales) en las que
los humanos son excelentes. La revolución del tiempo es un evento muy reciente, y sus efectos
sobre el modo en que imaginamos al humano son mejor apreciados si la ponemos primero en
contextos históricamente particulares –donde las fechas, las narrativas y los textos son de mucha
importancia- y después en contextos más generales, en los que un set diferente de mecanismos
historiográficos nos permite reconectar con un pasado humano más grande.

Campana, Libro y Herramienta de Doble Filo

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Inglaterra en 1859 fue un año simbólico para el tiempo, y especialmente para el tiempo profundo.
Tan sólo alrededor de 150 años atrás -el equivalente a unas siete generaciones para un
antropólogo, un siglo largo para un historiador, y un aceptable rango de error en una datación por
radiocarbono para un arqueólogo- el paso de un año se caracterizó por acontecimientos que
rodearon a tres artefactos: campana, libro y hacha de mano (una herramienta de piedra cuya
superficie está trabajada de ambos lados). Para que ellos tengan sentido se requería de una
imaginaria geografía, un paso hacia las penumbras de la prehistoria humana.

La herramienta de doble filo encabezó la partida. El 27 de abril el geólogo Joseph Prestwich y el


anticuario John Evans se hallaban en un foso en las afueras de Amiens, Francia, observando cómo
un fotógrafo y su gran cámara registraban lo que ellos habían encontrado: evidencia indiscutible
de una herramienta de piedra encontrada en el mismo estrato geológico de los animales extintos.
Tal hallazgo había sido anticipado, pero elusivo. Los descubrimientos realizados por el francés
Jacques Boucher de Perthes no contaron con apoyos científicos, mientras un descubrimiento
anterior en 1797 por parte de un propietario de tierras de Suffolk, John Frere, había sido
registrado pero olvidado. Los artefactos de piedra de Frere fueron redescubiertos cuando Evans
retornó a Londres: se los encontró por casualidad en un escaparate, en la Sociedad de Anticuarios.
Eran hachas de mano del Achelense, una tradición originada en el Paleolítico Tardío entre los
Homo Erectus y que sobrevivió, más o menos en la misma forma, por más de un millón de años.

Una vez que estos artefactos fueron aceptados como creaciones humanas, Prestwich y Evans
pudieron construir un razonable caso basado en evidencia de la largamente debatida existencia de
humanos antes de Adán. También crearon un tiempo profundo no limitado por la cronología, ya
que nunca especularon acerca de cuántos años separaban a las herramientas de doble filo del
presente. La carta de Frere las atribuye “a un periodo ciertamente muy remoto; incluso más allá
del mundo presente.” Sin embargo, Prestwich pensaba que en vez de distanciar el pasado, su
descubrimiento podía ubicar animales extintos y humanos más próximos al presente. Charles Lyell
se refería al descubrimiento como representando “un vasto lapso de eras,” anteriores a los
romanos y los celtas en grado considerable y por lo tanto fuera de la historia. Seis años después,
Sir John Lubbock, un amigo de Evans y vecino de toda la vida de Charles Darwin en Down House,
ubicó el hacha de mano de Amiens en el periodo Paleolítico que, junto con el posterior Neolítico,
él llamó la “Edad de Piedra” en su Pre-historic Times.

Luego vino la campana. El Palacio de Westminster había sido destruido por el fuego en 1834. La
reconstrucción fue lenta y costosa. El diseñador principal, Augustus Pugin, murió en 1852, mucho
antes de la finalización de la impuesta torre del reloj, más conocida por el nombre de su gran
campana, Big Ben. La torre se inauguró oficialmente el 7 de septiembre de 1859, y su arquitecto
Sir Charles Barry vivió sólo un año más. Desde entonces (más o menos), este sonoro monumento
del tiempo público ha marcado la hora, puntualmente, a intervalos de cinco segundos, como el
latido del corazón de la nación. Big Ben fue uno en una sucesión de relojes públicos instalados
desde el siglo XVII para establecer una nueva temporalidad urbana. El propósito de Big Ben y todos
sus hermanos menores era que los ciudadanos no tuviesen más que buscar con esmero para saber
la hora; ahora reinaba sobre ellos.

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Big Ben epitomiza una preocupación por la exactitud cronológica y la apropiada división del
tiempo (con repiques sonando cada cuarto de hora). Las mismas preocupaciones dominaron el
siguiente siglo de investigación sobre el Paleolítico. La cronología proveyó a los arqueólogos de un
foco narrativo estimulándolos a construir líneas de tiempo cada vez más exactas. Sin embargo, su
persecución del tiempo contribuyó muy poco a la historia del periodo. No produjo un profundo
sentido público del tiempo, sino más bien una sucesión de fechas, asociadas con diferentes tipos
de herramientas de piedra.

Big Ben sugiere otro punto de origen, sin embargo, más conforme a la imaginación pública del
pasado y el presente. Barry y Pugin revistieron su reloj al estilo de un revival gótico. Los diseños de
Pugin para el Palacio de Westminster reflejan la obsesión contemporánea con lo medieval y la
caballería. El tiempo, como las cámaras del Parlamento, fue envuelto en un pasado
manufacturado. Como la historia se volvió parte integral del gobierno, el seguimiento del tiempo
se convirtió en proyecto nacional en servicio de un sentido de herencia y memoria colectiva por el
que el Estado era responsable. Bajo estas condiciones, el decir la hora tuvo que estar
culturalmente inmerso en el pasado.

Y finalmente llegamos al libro: el largamente esperado On the Origin of Species by Means of


Natural Selection de Charles Darwin, publicado el 24 de noviembre de 1859. Darwin presentó un
mecanismo para explicar el cambio evolutivo, y sostenía que el tempo de este cambio era gradual,
requiriendo el paso de enormes cantidades de tiempo. Cuando se combinó con el descubrimiento
de la herramienta de doble filo por parte de Prestwich y Evans unos meses antes, el modelo de
Darwin resultó en un nuevo sentido de la historia, uno en el que el papel humano en el universo
dejó de verse como esencial y permanente. De acuerdo a las fuentes clásicas y bíblicas, un
universo de este tipo no era posible. Una lectura literal del Génesis sólo permitía cinco días en
toda la historia del universo sin la presencia de vida humana; y en la tradición aristotélica, los
humanos siempre habían estado presentes. Fue, como lo enfatiza Martin Rudwick, la presencia de
humanos la que dio significado al tiempo y creó un mundo con historia. Pero Evans, Prestwich y
Darwin abrieron un cosmos en el que los humanos aparecieron muy tardíamente, lo que deja
vastas franjas de tiempo sin gente, y por lo tanto sin significado o historia en el sentido bíblico o
aristotélico. Ellos no fueron en absoluto los primeros en pensar en estos términos, pero, al
transferir la carga de la prueba de los textos antiguos a los objetos, lograron una demostración
convincente de la pura “otredad” del pasado profundo. Previamente, esta cualidad sólo se había
aplicado a fósiles; ahora se aplicaba a humanos también.

Tiempo Prehistórico y Cuándo Comenzó la Historia

Estos tres acontecimientos de 1859 acentúan varios problemas que conciernen a la historia y al
tiempo profundo. En primer lugar, la representación del tiempo que tomamos de Evans y
Prestwich es bastante diferente de la encontrada en el análisis de Darwin sobre la mutabilidad de
las especies. La imagen dominante del foso de Amiens, capturada perfectamente en sus
fotografías y dibujos, es de un tiempo que no es lineal ni cíclico, sino vertical y estratificado. Debe
ser penetrado en vez de trazado con un dedo o recorrido como línea de tiempo. El tiempo

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profundo se presenta como gruesas tajadas secuencialmente comprimidas, compuestas de
diferentes materiales, tanto orgánicos como inorgánicos; está compactado, opresivamente
pesado, e impenetrable; está oculto de la vista pública. Prestwich, Evans, y los geólogos y
arqueólogos que los siguieron se habían formado como expertos cazadores de tiempo;
imaginaban el pasado profundo antes de encontrarlo (como depósitos y restos).

Un segundo punto surge de este ejercicio necesariamente imaginativo. Como el tiempo profundo
no podía ser medido en 1859, se necesitó de algún mecanismo no temporal para explorarlo y
clasificar a sus habitantes. Una estrategia exitosa fue hacer equivalentes los tiempos remotos con
los lugares remotos –con los confines más lejanos de la Tierra. Este mecanismo, que sustituía la
distancia por el tiempo, ya se había usado bastante en las investigaciones sobre lo pre-Adán. Un
ejemplo siempre citado es el memorándum de Joseph-Marie Degérando al explorador Nicolás
Baudin antes de zarpar de Francia hacia el Pacífico Sur, para nunca más retornar. “De alguna
manera estaremos regresando a los primeros periodos de nuestra propia historia; seremos
capaces de organizar experimentos seguros sobre el origen y la generación de ideas, sobre la
formación y desarrollo del lenguaje, y sobre las relaciones entre estos dos procesos. El viajero
filosófico, navegando hasta los confines de la tierra, está en realidad viajando en el tiempo; está
explorando el pasado; todo paso que él da es el pasaje de una era. Aquellas islas desconocidas a
las que llega son para él la cuna de la sociedad humana.”

La simple equivalencia de distancia geográfica de París con distancia temporal del presente
humano surgió de una concepción previa de quién formaba parte de la historia humana y quién
no. La asimetría del proceso histórico fue indicada de modo material y cultural, así como en el acto
del mismo descubrimiento. Los exploradores franceses no necesitaban mencionar la ausencia de
registros escritos. Pueblos fueron también asignados al tiempo profundo en base a conexiones
lingüísticas trazadas por filólogos: sus métodos comparativos producían genealogías de lenguas y
naciones, sugiriendo que pueblos que se habían creído separados y racialmente distintos
compartían en realidad ancestros en un pasado remoto. Estas equivalencias, espaciales y
lingüísticas, todavía eran planteadas en relación a los mundos clásico y bíblico. No fueron
diseñadas para ubicar las herramientas de piedra encontradas en proximidad a los animales
extintos; tampoco podían definir inmediatamente o abarcar la vastedad del tiempo del que se
extraían estos simples objetos.

El carácter impenetrable, vertical del tiempo profundo, en el que las herramientas eran el
representante clave, es anterior a la era de la exploración, cuando las anclas se soltaron frente a
las playas de una historia humana remota. Por lo tanto es posible identificar dos comunidades
involucradas con el establecimiento del tiempo profundo: una que lo encontraba en los lejanos
confines de la Tierra, y otra que imaginaba su posibilidad histórica en las profundidades reveladas
de la Tierra. Darwin pertenecía a las dos. Durante su visita al Canal de Beagle en Tierra del Fuego,
señaló en un famoso pasaje: “La gran sorpresa que sentí cuando vi por primera vez una partida de
fueguinos en una costa salvaje nunca la olvidaré, a causa de la reflexión que cruzó mi mente en
ese instante –eran nuestros ancestros. El que ha visto un salvaje en su tierra nativa no sentirá

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mucha vergüenza, ya que fue forzado a conocer que la sangre de una criatura más modesta corre
por sus venas.”

Como muchos otros, Degérando y Darwin llenaron el tiempo profundo con las figuras de primates
que Eric Wolf llamaría luego “el pueblo sin historia.” Para estas “criaturas más modestas” la
historia comenzó como resultado de su encuentro con europeos. Se les concedió ese favor, como
el nombre Jemmy Button le fue entregado al fueguino que retornaba a bordo del Beagle. No fue
imaginada, como el tiempo profundo en la fosa de Amiens (sobre la que Darwin se formó una
opinión favorable guiado por Lubbock, cuando antes había rechazado los reclamos de Boucher de
Perthes sobre la antigüedad de las herramientas de piedra como “basura”). Entonces, como
miembro de la comunidad que hallaba el pasado profundo directamente en su forma humana
supuestamente primitiva, y también de la comunidad que tenía que imaginarlo y reconstruirlo
como era remota en la que los humanos modernos estaban ausentes, Darwin consiguió rechazar
la noción de degeneración histórica. “Creer que el hombre era civilizado en su lugar de origen y
luego sufrió una completa degradación en muchas regiones, es asumir una visión
lamentablemente negativa de la naturaleza humana. Aparentemente es una visión más entusiasta
y verdadera que el progreso ha sido mucho más general que el retroceso; que el hombre ha
surgido, aunque por pasos lentos e interrumpidos, de una condición baja a los más altos índices
alcanzados hasta ahora por él en conocimiento, moral y religión.”

El problema del tiempo prehistórico nos vuelve a aparecer con Big Ben. La revolución del tiempo
en el siglo XIX trajo consigo la integración de monumentos y materiales del pasado en una
narrativa política. La autodeterminación, la nacionalidad y el buen gobierno necesitaban de un
pasado bien imaginado para crear un sentido palpable de historia común, y el atractivo de las
historias genuinamente antiguas fue irresistible para los nuevos Estados-Nación. Esta tendencia es
ejemplificada por el llamado a las armas que hizo Jens Worsaae en 1849, durante la formación del
estado danés (un sitio importante en el desarrollo de la arqueología prehistórica):

“Los restos de antigüedad nos unen más firmemente a nuestras tierras nativas; colinas y valles,
campos y prados, se conectan con nosotros en un grado más íntimo; porque por medio de los
túmulos funerarios, que se yerguen en sus superficies, y las antigüedades que han preservado por
siglos en su seno, ellos nos recuerdan que nuestros ancestros vivieron en este país desde tiempos
inmemoriales, un pueblo libre e independiente, y de este modo nos llaman a defender nuestros
territorios con energía, pues ningún extranjero debe gobernar jamás este suelo, que contiene los
huesos de nuestros ancestros, y con el cual nuestros recuerdos más sagrados y reverenciales están
asociados.”

Los monumentos prehistóricos fueron menos importantes para la identidad nacional en Gran
Bretaña, aunque han dado forma a la práctica de la historia regional, y la emergencia de
Stonehenge ha satisfecho otras demandas sobre el pasado. La arquitectura y diseño de Big Ben
nos recuerdan la variedad de lecturas geográficas involucradas en todo entendimiento de lo que
constituye el tiempo profundo. Pero, ¿qué tan diferentes son los planteos de Worsaae sobre el
pasado de aquellos realizados por Gordon Brown, por entonces jefe de la oficina impositiva, en

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julio de 2004 durante su discurso acerca del ser británico? “Del flujo de mareas de la historia
británica -2000 años de sucesivas olas de invasión, inmigración, asimilación y sociedades
comerciales que han creado una cultura singularmente rica y diversa- emergen ciertas fuerzas una
y otra vez que producen un grupo de valores característicamente británico y cualidades que,
tomadas en conjunto, significan que ciertamente hay un ser británico fuerte y vibrante que da
substancia a Gran Bretaña.”

Aunque se pudiera interpretar esto como una invocación similar al nacionalismo, el objetivo de
Brown es más amplio: cómo la identidad nacional puede ser convertida en ventaja en una
economía global. Pero lo más informativo es su elección de una escala de tiempo para una historia
británica particular. En vez de mirar hacia atrás tan lejos como Stonehenge (4,000 años) o las
hachas de mano de Hoxne (400,000 años), él se planta, bastante predecible, en una historia que
no va más allá del arribo de los romanos. La escala temporal del arte de gobernar y del imperio
(asunto natural de clérigos, historiadores cortesanos e historias oficiales –en síntesis, el dominio
del libro) se impone sobre aquélla de las hachas de mano y las piedras erectas. Si los daneses
hubiesen tan sólo poseído los contenidos de sus túmulos funerarios como evidencia para su
historia nacional, se hubieran encontrado súbitamente en los confines de la Tierra, en compañía
de los fueguinos de Darwin.

Los Objetos como Agentes en el Tiempo

"La arqueología," escribió Lubbock, "forma el vinculo entre geología e historia." Los huesos
fosilizados de animales y los trabajos de los humanos proveen de pistas acerca de cómo vivían
ellos. Hasta ahí todo bien entendido. Sin embargo, Lubbock nunca explicó lo que quiso decir con
historia, excepto que tenia que ser escrita. Él solucionó el problema acuñando, junto con David
Wilson, la palabra prehistoria, que aparece en el titulo de su ópera magna Prehistoric Times, as
Illustrated by Ancient Remains, and the Manners and Customs of Modern Savages. Su estimación
inicial del periodo, "Nuestras antigüedades prehistóricas han sido valuadas como monumentos de
perseverancia y habilidad antiguas, no... como páginas de historia antigua," parece no haber
cambiado a lo largo de las 640 páginas del tratado.

El desafío de traer el tiempo profundo a la escritura de la historia permanece. Los intentos de


enfatizar la materialidad del tiempo profundo que comenzaron en el siglo XIX no han sido
coronados por el éxito. Las tres eras tecnológicas -Piedra, Bronce y Hierro- y las muchas
subdivisiones globales, nacionales y locales de los tipos materiales han dejado a la prehistoria
deshumanizada, un espacio donde simplemente plantar un mito de origen para el mundo
moderno. La mayoría de los arqueólogos que trabajan con tiempo profundo han imaginado un
pasado que acentúa el modelo de Evans – Prestwich – Darwin. En esta perspectiva, no solamente
los homínidos aparecen tarde en la historia de la evolución de la vida, sino que también los
humanos aparecieron tarde en la historia de los homínidos.

Hay, no obstante, signos de una perspectiva alternativa que está surgiendo. La herramienta de
doble filo, el libro y la campana no son simples marcadores de tiempo o metáforas que capturan
ciertos modos de pensamiento sobre el tiempo: son objetos involucrados activamente en su
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producción -no del modo en que Big Ben toca la hora, quizás, pero mediante la agencia de cosas
materiales tales como el hacha de mano que Evans y Prestwich encontraron en abril de 1859. Si
los objetos no tuviesen agencia, entonces estos hombres no habrían estado visitando un foso, o no
estaríamos nosotros rascándonos la cabeza sobre el asunto del tiempo profundo y la historia. Esa
simple hacha de doble filo fue tanto la fuente de agencia humana como su objetivo, ya que se
ubicaba en una red de relaciones sociales. La pequeña comunidad de investigación creada en la
primavera de 1859 se compuso de materiales, cosas y gente, para trazar novedosas conexiones
entre sitios tan variados como fosos en terreno barroso y salas de reunión para sociedades
científicas. La herramienta de doble filo y las redes de relaciones que emanaban de ella afectaron
ciertamente las vidas de sus descubridores y de todos aquellos que luego entraron en contacto
con ella.

Los homínidos siempre han estado constituidos por la agencia de personas y cosas. Nuestra
historia es una historia material, no sólo una sucesión de pensamientos o actos discursivos. Si el
tiempo profundo va a figurar en nuestras historias, entonces necesitamos narrativas que puedan
triangular ente agentes y materiales. Este cambio de foco trae como consecuencia el uso de un
modelo de conocimiento que difiere del que daba fundamento a la revolución del tiempo de 1859,
que acentuaba una apreciación racional de la evidencia en desmedro de una comprensión
relacional. Una mente repartida entre las relaciones sociales y los materiales físicos toma
conocimiento exterior a la cabeza y más allá de la piel: se introduce en el mundo (Hutchins 1995;
Rowlands 2003). Tamaña externalidad significa que los materiales y artefactos están implicados
siempre en nuestra arquitectura cognitiva, en vez de simplemente ser productos de procesos
cognitivos internos. Pensar por medio de los objetos en vez de pensar sobre los objetos resulta ser
la mejor descripción de los procesos cognitivos (Coward and Gamble 2008; Knapett 2005).

Parentesco

Cuando pensamos en un hacha de mano de doble filo ya estamos localizándola, y a nosotros


mismos, en el tiempo. Sabemos que el hacha de Amiens provenía de un lugar remoto. No sólo
había estado enterrada por mucho tiempo, sino que los victorianos solamente pudieron suponer
que la gente que la fabricó era de un tipo distante al nuestro, así como inferior a nosotros.
Prestwich y Evans se encontraban en la cúspide de un mundo imperialista lleno de primitivos,
coloniales, civilizaciones atrasadas y razas sometidas. La idea de que jerarquías similares se
encontraban hundidas en la Tierra y podían desenterrarse fue fácil de considerarse. El hacha de
mano, inmerso en el cuadro evolutivo que se estaba desarrollando en el siglo XIX, confirmaba y
constituía una relación social. El partido ausente en esta relación, el fabricante del hacha de mano,
tuvo que ser imaginado. Fue algo sencillo de hacer. Como dijo Martin Jones, los victorianos
hubieran descripto cualquier fabricante de herramientas de piedra como un salvaje,
adscribiéndolo a un mundo poblado por “indios de las planicies y esquimales Inuit con diferentes
nombres”; para nosotros, el cine y más de un siglo de paleo-antropología dan un cúmulo de
imágenes mentales (Jones 2007). Pero siempre imaginamos a alguien que actuaría o interactuaría
de un cierto modo, y la herramienta de doble filo es clave para esta construcción. Si Evans y

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Prestwich hubieran encontrado un rollo de escritura en su estrato geológico expuesto, nos
sentiríamos obligados a imaginar otra clase de ser humano y otra clase de historia humana.

El parentesco es central para estos actos de imaginación. El fabricante del hacha de Amiens fue
categorizado hace mucho tiempo como “ancestro”, lo que significa que nosotros de algún modo
somos parte de la misma “familia.” En los últimos 150 años hemos tenido inconvenientes para
extender nuestras naciones, lenguas y complejos de civilización al tiempo profundo; no hay nada
que nos persuada de que hay algo prehistórico en ellos. La idea del parentesco humano, por el
contrario, viaja sin límites a través del tiempo. Ya no consideramos difícil, o incluso problemático,
asumir que estamos emparentados con los ocupantes humanos (y pre-humanos) del tiempo
profundo, que “descendemos” de ellos y compartimos sustancia física con ellos. Si la revolución
del tiempo creó áreas remotas en el pasado humano, el parentesco (movilidad a través del tiempo
y el espacio por medio de la relación y el intercambio) ha probado ser un medio efectivo de
exploración de esas áreas y de reconexión con ellas.

La percepción de las relaciones de parentesco, donde se encuentren entre humanos, está basada
en ideas de similitud, obligación mutua y comunión. Sin embargo, el parentesco también usa la
diferencia. Algunas personas están más cerca de nosotros que otras, y el parentesco puede
erosionarse gradualmente con el paso del tiempo. La apertura de la historia profunda ha
reproducido, de formas nuevas, muchos de los desafíos al parentesco que han estado desde hace
tiempo asociados con épocas y regiones distantes. El libro del Génesis nos dice que, en las
primeras generaciones de la historia humana, había “gigantes en la tierra,” los Nephilim, progenie
de los “hijos de Dios” y las “hijas de los hombres.” Los antiguos griegos poblaban los confines de su
mundo con criaturas monstruosas relacionadas de algún modo con los humanos. Los exploradores
europeos, durante sus viajes iniciales al continente americano, esperaban encontrar razas de una
pierna, con cabeza de perro y devoradoras de hombres, propias de la geografía clásica. Por el
contrario, encontraron gente como ellos, pero lo suficientemente diferente como para generar un
debate. ¿Esta gente descendía de Adán? ¿Tenían almas dignas de ser salvadas? La respuesta fue
positiva, pero sólo vino después de años de desacuerdos, y se necesitó de un decreto papal para
solucionar el problema de manera decisiva.

Hoy la idea de que todos los humanos pertenecen a una sola especie se da por sentada, y la
vinculación por parentesco se usa todavía para señalar los límites exteriores de la humanidad.
Nuestros parientes primates más cercanos, los chimpancés, tienen emociones y conductas que
nosotros reconocemos de inmediato como propias, y el 98% de los genomas humano y chimpancé
es el mismo. Las variaciones sobre el remanente se han acumulado a lo largo de aproximadamente
seis millones de años, y los paleo-antropólogos las examinan siguiendo lineamientos de agendas
de parentesco muy matizadas que hacen finas distinciones entre varias especies de
australopitecos y las variedades de Homo, incluyendo nuestros primos cercanos, los neandertales.
El parentesco trazado dentro de este margen de diferencia de un 2% se fundamenta en una
mezcla peculiar de ciencia ultra-moderna y herramientas de representación que son claramente
pre-modernas en su origen.

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La más indispensable de estas herramientas es el árbol de familia. Éste es una construcción
genealógica y profundamente histórica. Aunque los historiadores académicos hoy consideren a la
genealogía (o a la historia familiar) como una forma bastante plebeya de investigación histórica,
no hace mucho tiempo atrás la historia y la genealogía eran géneros inseparables. La historiografía
moderna se define por la pérdida del vínculo con la genealogía en los relatos escritos sobre el
pasado, un vínculo que la limitaba a temas que se trataban mejor en el idioma de los pedigríes. La
autoridad histórica de dinastas hereditarios, nobleza, élites clericales y tradiciones de escritura
recibidas se derivaba en gran medida de los pedigríes. Es una ironía que el surgimiento de la
investigación genómica se base en su interés no apologético en el tipo de genealogía que
autentica el mando de los reyes, y hoy en día congrega a millones de personas en las bibliotecas
públicas o en sitios de internet en la búsqueda de sus ancestros. Frente al libre tránsito por las
grandes distancias temporales y espaciales que se han abierto en la historia humana desde el siglo
XIX, la ciencia biológica moderna está retornando al viejo y tenaz modo de imaginar la comunidad
humana.

Hoy el parentesco genómico toma la forma de una genealogía lineal, y hay una característica
resonancia bíblica en los árboles familiares que los antropólogos moleculares están armando. Los
mapas genómicos nos permiten calibrar la proximidad entre todos los seres humanos, y la de
éstos con los ancestros homínidos y las especies animales. La explosión de nueva investigación
genética ha dado lugar a un universo expansivo de historias profundas edificadas en torno a
árboles de familia en forma de diagramas cladísticos y mapas de la migración humana,
comenzando en África (el nuevo Edén) y dispersándose a través de Asia, Europa, y luego América.
Los modelos son impecablemente científicos, aunque Adán (con su cromosoma Y) y Eva (con su
ADN mitocondrial) figuren todavía como mascotas ancestrales para nuestra clase. Ellos han sido
cruciales para la popularización de la investigación genómica, cuyo primer gran descubrimiento
fue la Eva africana, madre de todos nosotros.

Podando el Árbol Genealógico

La genealogía no es el parentesco tal como lo experimentamos comúnmente. Si lo fuera, no


necesitaríamos pasar horas en los archivos investigándolo; tampoco habría, inclusive en
sociedades sin escritura, gente especializada en recordarlo y transmitirlo. La reputación de la
genealogía como conocimiento experto se ganó, extrañamente, por medio de la simplificación,
cortando ciertas relaciones del matorral del parentesco y cuidando escrupulosamente de otras.
Las ramas de la genealogía se extienden en el tiempo y están siempre expandiéndose. En las
antiguas sociedades judías, cristianas y musulmanas, la descendencia se trazaba a través de
vínculos masculinos, y los textos sagrados de la tradición de Abraham están repletos de listas de
hombres engendrando y engendrados. En los manuscritos de Europa medieval que representan la
genealogía del Mesías tal como aparece en la profecía de Isaías, la genealogía cobra la forma de un
árbol que crece de la figura acostada y durmiente del patriarca Jesé.

Aunque menos común, el trazado de la descendencia a través de vínculos femeninos se encuentra


en una diversidad de sociedades africanas, asiáticas y americanas. Es posible trazar la

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descendencia por medio de hombres y mujeres simultáneamente, o hacerlo de un lado a otro
cortando las líneas de género; muchas sociedades humanas, incluyendo todas las que hablan
inglés, tienen sistemas de parentesco que son bilaterales y no producen linajes exclusivamente
relacionados por medio de líneas maternas o paternas. En resumen, hay mucha variación en el
modo en que los humanos registran a sus parientes. El estrecho lazo entre investigación genómica
y un modo muy particular de trazar la descendencia, la genealogía unilineal, es una forma
característica que necesita explicación.

Charles Darwin vivía en una sociedad pre-genómica, pero el árbol genealógico era central para la
historia profunda que él hizo posible. The Origin of Species sostenía que la descendencia revela la
lógica oculta de las clasificaciones de plantas y animales que realizó Linneo, y que las similitudes
en la forma son explicables como resultado de la proximidad genealógica. En su capítulo sobre la
clasificación, Darwin usó líneas genealógicas para conectar puntos dispersos de un registro fósil
necesariamente incompleto, eliminando las grietas entre especies relacionadas. La genealogía, en
otras palabras, conectó las especies del tiempo presente como co-descendientes de antiguas
especies conocidas por medio del registro fósil. El diagrama genealógico se adaptó perfectamente
a la tarea de sintetizar el registro de historia profunda con el registro del presente.

Desde que Darwin puso a la historia profunda en el curso presente, la diagramación genealógica
(junto a los avances en análisis genético) sólo ha crecido en importancia, en parte por una
coincidencia fortuita. La investigación genómica que se lleva a cabo ahora sigue los senderos
unilineales del cromosoma Y (que es patrilineal) y el ADN mitocondrial (que es matrilineal) para
rastrear las ramificaciones de la descendencia. Los diagramas genealógicos son diseñados
idealmente para representar estos caminos. Como el mismo árbol genealógico, el análisis del
cambio en el genoma humano a lo largo del tiempo aísla las relaciones lineales de otras relaciones
de descendencia y matrimonio. Nuestro fuerte orgullo de los árboles genealógicos no puede, sin
embargo, explicarse completamente por biogenética; es anterior al conocimiento de los genes y
ha sido prominente en los cuerpos de investigación no dedicados a la biología.

Un campo en el que la diagramación genealógica o cladística reinó suprema fue la lingüística


histórica. El mismo Darwin reconoció la similitud de los árboles lingüísticos con su propio
“diagrama de ramificaciones” en asuntos de clasificación biológica:

“Puede valer la pena ilustrar esta visión de clasificación (biológica) tomando el caso de las lenguas.
Si estuviéramos en posesión de un perfecto pedigrí de la humanidad, un cuadro genealógico de las
razas del hombre produciría la mejor clasificación de las muchas lenguas hoy habladas en todo el
mundo; y si todas las lenguas extintas y todos los dialectos intermedios, que mudan muy
lentamente, tuviesen que ser incluidos, tal cuadro sería –pienso- el único posible. Aunque podría
darse que alguna lengua muy antigua se hubiera alterado un poco, dando lugar al nacimiento de
unas pocas nuevas lenguas, mientras que otras (debido a la expansión y aislamiento subsecuente y
a los estados de civilización de las distintas razas, que descienden de una raza común) se alteraran
mucho para dar lugar al surgimiento de muchas lenguas y dialectos nuevos. Los varios grados de
diferencia en las lenguas del mismo tronco tendrían que estar expresados por grupos

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subordinados a otros grupos; pero el apropiado o incluso único posible cuadro sería genealógico; y
sería estrictamente natural, ya que conectaría todas las lenguas extintas y modernas, por las
afinidades más cercanas, y daría la filiación y origen de cada lengua."

La lingüística histórica crea arboles genealógicos de relación entre lenguas mediante la remoción
de todo signo de préstamo. Esta extracción de material prestado es análoga a la formación de
genealogías unilineales a través del descarte de relaciones matrimoniales y de parentesco
vehiculadas por ambos géneros. Los diagramas cladísticos resultantes son en ambos casos
parciales y reduccionistas. Las narrativas de mezcla no son posibles en estos términos y deben ser
moldeadas por medio de un análisis diferente. No obstante, la habilidad de la lingüística histórica
para discernir parentesco a través de grandes distancias revolucionó la historia profunda en las
postrimerías del siglo XVIII en modos que acordaban fundamentalmente con la historia profunda
que edificó Darwin.

Dada la obvia importancia de los diagramas cladísticos para las historias profundas que
emergieron de la lingüística del siglo XVIII y de la biología del siglo XIX, ¿de dónde venían ellos? Si
Darwin tuvo frente a él el ejemplo de la lingüística histórica, ¿de dónde lo sacaron los lingüistas?
La respuesta es sorprendente. Los árboles patrilineales conectados con la historia profunda antes
de la emergencia de la lingüística histórica y la biología darwiniana fueron extraídos de la Biblia,
del libro del Génesis. Luego de la Inundación, la Tierra fue repoblada por Noé y sus tres hijos
Shem, Ham y Japhet acompañados por sus esposas, quienes dieron a luz más hijos. Estos
descendientes formaron un árbol de naciones, o mejor dicho de patriarcas fundadores de
naciones, como es el caso de Javan, padre de los griegos, y Heber, padre de los hebreos. Por siglos,
este árbol patrilineal de naciones fue la imagen central de la historia profunda para los “pueblos
del libro”: judíos, cristianos y musulmanes. El mismo árbol se extendió por la adición de nuevos
patriarcas. De acuerdo a relatos musulmanes de la historia de India, por ejemplo, Hind, hijo de
Ham, nieto de Noé, fue el padre de los pueblos indios. Los turcos tuvieron que ser ingresados
forzadamente en la progenie de Noé, así como también los chinos.

El resultado de este proyecto son las muchas historias universales del pasado. Uno de los primeros
libros impresos de Europa es el Nuremberg Chronicle de Hartmann Schedel, un compendio
magnífico que muestra la historia del mundo desde Adán y Eva hasta el presente, y el futuro hasta
el segundo arribo de Cristo, representado como una gran “semana” de siete mil años. Los hijos de
Noé están conectados con los reyes de Europa por parrales retorcidos, prototipos de los
diagramas cladísticos de la genética actual. Publicado en 1493, esta narrativa iba a ser
desestructurada por los descubrimientos de Colón. Su cronología de siete milenios demostraría ser
una base relativamente débil para la historia profunda; pero su estructura genealógica básica ha
sido preservada, aunque sin intención. ¿Qué genetista molecular hoy en día plantearía que su
trabajo está en línea con la tradición del Génesis, o con Hartmann Schedel?

La fuente bíblica del moderno árbol de lenguas no es conocida por todos, pero este punto de
origen es, cuando uno lo analiza, muy apropiado. Los lingüistas comparativos y Darwin fueron
pioneros de una nueva historia del mundo, una nueva narrativa del Génesis. Al hacerlo, daban

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nueva vida a una estructura de parentesco que ha ayudado a hacer de nuestro mundo algo
inteligible, perpetuando su lógica en formas científicas autoconscientes. Es un ejemplo
impresionante de la capacidad humana de usar el parentesco para descubrir (y crear) relaciones a
lo largo de grandes distancias de tiempo y espacio. Este poder debe haber sido importante
también para nuestros ancestros. ¿Cómo eran sus mapas de relaciones de parentesco en
profundidad espacio-temporal? Tenemos buenas razones para creer que las genealogías largas y
los grandes grupos cohesionados de descendencia no eran comunes antes de la domesticación de
plantas y animales, cuando el excedente económico y la vida sedentaria transformaron el
parentesco en un medio de limitar el acceso a recursos a través de categorías de relacionamiento.
Si la genealogía unilineal estableció su dominación tardíamente en la historia humana, ¿cuáles
fueron las herramientas de parentesco que se usaron para acelerar la expansión geográfica dentro
y fuera de África, diez mil años antes de la agricultura? ¿Podrían estas estructuras sernos útiles
para pensar en la historia profunda?

Intersección y Conexión

Toda persona es el centro de una red de parentesco formada por matrimonio y descendencia a
través de personas de ambos géneros: una familia personal de parientes cercanos y secundarios,
más distantes. Estas relaciones forman grupos de individuos afines, con nombres como padre,
madre, hermano, hermana, primo, y otros. Estos términos se asientan en una lógica que
aprendemos a aplicar desde niños: si Sarah es la madre de Jim, entonces Jim es el hijo de Sarah.
Estos grupos de afinidad personal, conformados por individuos clasificados en categorías de
parentesco, forman el mundo experimental del parentesco. Estructuras unilineales como los
linajes y clanes se crean mediante el otorgamiento de privilegios especiales a las relaciones
definidas por vínculos con ancestros hombres o mujeres. La más básica agenda de parentesco
humano, sin embargo, no se relaciona con el acto de moldear pedigrís, sino con la creación de
nuevos parientes (prole) y de nuevas relaciones de parentesco con gente que no está relacionada
por sangre, o con gente que está relacionada como allegados de una clase especifica: es decir, la
clase con la que nos podemos casar.

Como otros primates, los humanos generalmente evitan aparearse con sus hijos, padres y
hermanos. Los antropólogos estuvieron alguna vez fascinados por los tabús de incesto, que se
encuentran en todas las sociedades humanas, y esta fascinación antecedió a un conocimiento
cabal de los patrones de apareamiento en otras especies de primates. Cuando Claude Lévi-Strauss
sostuvo que el tabú del incesto es lo que nos hace humanos, no conocía que el evitar el incesto es
algo también característico de otros primates. Si vamos a ubicar las estructuras de parentesco en
las historias humanas más profundas, entonces no debemos buscarlas en genealogías universales,
ni en el hecho de que aborrezcamos el incesto, sino en las estrategias maritales y prácticas
sexuales que producen modos de vida propios de las sociedades humanas.

Para Lévi-Strauss, la estructura más elemental de parentesco humano era la relación entre "un tío
materno, su hermana y su sobrino." Este "átomo de parentesco" ha sido modificado
recientemente por Bernard Chapais, quien sostiene, en un lenguaje un poco menos sexista, que

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todos los sistemas de parentesco humano están basados en la relación entre "una hermana (e
hija) que vincula a su hermano (y padre) con su esposo." En ambos casos, el evitar el incesto entre
hermanos, padres e hijos requiere de la incorporación de extraños para crear nuevos átomos de
parentesco. Esta incorporación se consigue a través del intercambio de personas y objetos, y
resulta en la forja de redes de parentesco que atraviesan géneros, generaciones y, lo más
importante, espacio. En comparación con chimpancés y gorilas, los humanos tienen extensivas
redes regionales de relaciones de afinidad, que construyen mediante el hacer de la diferencia (y la
distancia) algo esencial para la creación de similitud, del mismo parentesco. Entre los homínidos
contemporáneos, los humanos son la única especie que mantiene activos lazos de parentesco
entre individuos que viven en grupos separados de reproducción y crianza. También somos la
única especie de primate en que los hijos tienen activos lazos de afinidad con los hermanos
hombres de sus madres.

Esta manera muy humana de crear afinidad está basada en la apelación a la intersección y la
conexión. La intersección es un modo de organizar los vínculos de parentesco en el que todos los
individuos son colocados en un tablero de clases iguales y opuestas del mismo (o paralelo) y de
otro (o intersección). Sin el recurso a las largas genealogías, estas relaciones pueden ser
extendidas lateralmente por lógica de continuidad, de acuerdo a la cual los parientes paralelos de
mis parientes cruzados son mis parientes cruzados, y los parientes paralelos de mis parientes
paralelos son mis parientes paralelos. Dado este patrón, unas pocas cuestiones básicas pueden
establecer los lugares sociales mutuos de dos personas cuando se encuentran por primera vez.
Irving Hallowell encontró que entre los Ojibwa de Canadá se esperaba que los hermanos de sexos
opuestos se comportaran con respeto y distancia: era considerado inapropiado para un hermano y
una hermana quedarse solos en la misma canoa o en la misma morada, por ejemplo. También
encontró que los primos paralelos –es decir, los hijos de la hermana de la madre, o los hijos del
hermano del padre- eran considerados hermanos y tratados con la misma reserva. Pero los primos
cruzados –los hijos del hermano de la madre, o los hijos de la hermana del padre- no eran
considerados hermanos; se podían casar entre ellos y estaban sujetos a toda suerte de cortejo
sexual. Cuando Hallowell y el Jefe Berens viajaron en canoa por unos cientos de millas, sólo tomó
unos minutos determinar que Berens se encontraba en relación cruzada con la gente que se
encontraban por el camino, y a juzgar por las bromas sugerentes que comenzaron entre el Jefe
Berens y una mujer casada anciana, para gran regocijo. La habilidad de asignar gente a las
categorías paralela y cruzada asegura que los parientes, sin importar cuán distantes, nunca se
pierdan a través de la distancia de la relación. Ciertamente, la larga distancia se vuelve sin
embargo otra herramienta para la creación de lazos familiares.

Los humanos han desarrollado muchas formas de parentesco que juegan con nociones de
intersección y conexión. Entre los Garo de Meghalaya en India, la gente de los linajes Marak se
casan con gente de los linajes Sangma y viceversa: todo matrimonio tiene detrás segmentos de
estas dos grandes categorías matrilineales. Muchos pueblos australianos tienen sistemas de
parentesco que combinan la intersección de afinidades, la dualidad del género y la alternancia de
generaciones (mi generación contra aquellas de mis padres e hijos) para formar clases de

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matrimonio de cuatro u ocho categorías. Los padres en clase matrimonial A y las madres en clase B
tienen hijos que pertenecen a C, quienes eventualmente se casan con gente de una D, y así
siempre. La similitud estructural de las clases matrimoniales, y el hecho de que los nombres de las
clases se extienden con frecuencia a través de vastos territorios, posibilitan encontrar o crear
relaciones entre extraños. La gente hace esto mediante una serie de preguntas de rutina sobre
nombres, lengua, genealogía y localidad. Aram Yengoyan, un etnógrafo que ha trabajado en
grupos aborígenes Pitjandjara, reporta que después de un viaje de varias semanas con él en
camión, los australianos que se encontraban con extranjeros de otras tribus y lenguas establecían
inmediatamente relaciones a través de secciones matrimoniales.

Por más complejos que estos sistemas nos puedan parecer, se fundamentan en dicotomías básicas
entre hombres y mujeres, hermanos y no hermanos, padres e hijos. En sociedades que no
distinguen entre afinidades paralelas y cruzadas, un grupo de parientes cercanos (padres,
hermanos, hijos) se diferencia de los que son más distantes (tíos, primos, sobrinos), y los términos
para describir parientes del lado materno son los mismos que se usan para parientes del lado
paterno. En estos sistemas bilaterales, encontrados tanto entre los balleneros Inuit como entre los
capitalistas europeos, los conceptos de cercanía y lejanía moldean las reglas matrimoniales, y los
parientes más cercanos son por definición aquellos con los que una persona no puede casarse. Los
expertos están divididos sobre la cuestión de qué tipo de parentesco, si cruzado o bilateral, se
desarrolló primero. Cada sistema es evidentemente antiguo, y el hecho de que ambos continúen
hoy es prueba de la durabilidad de las tradiciones de parentesco humano. También sugiere que el
parentesco es un modo viable de imaginar comunidad en el tiempo profundo.

Los caminos del ADN que nos conectan con nuestros ancestros más antiguos son una manera
convincente de perseguir este trabajo de imaginación. Pero cuando consideramos el futuro de los
estudios sobre el pasado, formas más antiguas de parentesco pueden ayudar a reconocernos en
nuestros remotos ancestros. Concluimos este capítulo imaginándonos en relación con gente que
nunca hemos conocido, pero que sabemos son nuestros parientes, al menos potencialmente.
Poner este conocimiento a funcionar no sólo requiere que pensemos en el parentesco en
abstracto, como set de ideas y prácticas, sino también que nos involucremos activamente con él
mediante el uso de objetos (como el hacha de mano bifacial) y tácticas (como la visita y el
intercambio) que crean relaciones entre ambos lados de la brecha. Los humanos son muy buenos
en este juego, que hemos siempre estado muy dispuestos a jugar con nuestros parientes muertos,
espíritus, animales, artefactos materiales y fuerzas naturales. El experimento intelectual siguiente
tiene, en otras palabras, una historia profunda propia.

Visitando Parientes Distantes

Comenzamos con la idea de que los historiadores modernos se alejan de las grietas, de los
problemas y periodos para los que no tienen fechas, archivos, y ninguna historia verificable que
contar. Tal vez deberíamos continuar ahora con la inversión de esta idea. La historiografía
moderna depende en realidad de las grietas, de las distancias, y de los espacios vacíos. Cuando no
existen estos intervalos, los historiadores los crean, posibilitando así la escritura de infinitos libros

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sobre la tecnología militar isabelina, o el sistema tributario de la dinastía Xing, insistiendo cada
uno de ellos en que algo esencial no fue tratado por todos los anteriores trabajos. R. G.
Collingwood pensó que estaba diciendo obviedades cuando sostuvo que el pensamiento es
histórico solamente si implica la imaginación de acontecimientos y gente que está ausente, o “res
gestae”: acciones de seres humanos realizadas en el pasado.” El desafío es trabajar en esa
ausencia por medio de “documentos.” Para Colingwood, los documentos son evidencia residual de
un tiempo anterior –no sólo materiales escritos, sino herramientas de piedra, esqueletos y
semillas quemadas en antiguos fogones. Un objeto se convierte en documento cuando lo usamos
para figurarnos lo que la gente ausente que lo creó estaba haciendo. Plantear nuevas preguntas
acerca de lo que la gente hacía en el pasado crea a su vez nuevas brechas en el registro histórico, y
se necesita de nuevos documentos para rellenarlas.

Si tomamos con seriedad este modelo de historia –que significa, primero que nada, no confundirlo
con lo que los académicos denominan historia- se vuelve posible pensar en el mismo parentesco
humano como una forma de pensamiento histórico, quizás el más viejo y el más efectivo que
tenemos. El parentesco nos vincula con gente ausente, pasada y presente; nos permite figurarnos
quiénes eran y cómo interactuaban; y nos posibilita llegar a estas conclusiones apropiadamente
sólo si pensamos a través de objetos, que deben estar (o han estado) alineados e intercambiados
de manera que nos habiliten la conclusión de que cierta gente está verdaderamente
“relacionada.” Los objetos de parentesco incluyen nombres, comidas en común, parecidos físicos,
conductas estereotipadas, y los materiales, sentimientos e ideas conectados con estos
“documentos.”

El parentesco humano es como la historia, pues se puede conocer sólo en relación con partidos
ausentes. Los humanos son únicos entre los primates por mantener relaciones –de interacción y
visita- con parientes que ya no viven junto a ellos todos los días. En cierto sentido, las
terminologías del parentesco nos ayudan a construir relatos históricos en miniatura de estos
individuos ausentes, y estas historias familiares nos ayudan a recordar los unos a los otros y a
interactuar en términos familiares cuando nos reunimos o nos encontramos por primera vez. Los
beneficios (y costos) de este comportamiento vincular se distribuyen a través de muchas
generaciones. Ciertamente, el atributo más importante del parentesco humano no es
simplemente su “liberación de la proximidad,” un producto de la lengua que se encuentra en
varios tipos de pensamiento humano; ni es simplemente el desarrollo de lo que Clive Gamble
describe como “conceptos que relacionaban a la gente cuando estaba separada,” que deben
haber sido en su origen bastante simples. Por el contrario, es la articulación sin costuras del vivo
con el muerto hace mucho tiempo y con el que está por nacer la que otorga al parentesco humano
su mayor poder de conexión y sistematización. Esta última capacidad podría ser reciente –Gamble,
por ejemplo, plantea que facilitó la diáspora global que diera comienzo hace 60,000 años- pero es
ahora tan parte del paquete humano como el ser bípedo o la relación de pareja.

Dado el peso y la antigüedad de los sistemas de parentesco, no es difícil entender por qué los
estados-nación se comparan con familias (y tienen padres fundadores); por qué la ciudadanía se
describe como fraternité; o por qué la revolución del tiempo en el siglo XIX, un momento de

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triunfo para la modernidad y la ciencia, pudo resultar un siglo y medio después, en investigación
genómica que nos informa cómo estamos todos emparentados, de dónde venían nuestros
ancestros, y cómo y por qué nos diferenciamos uno de otro. En resumen, nos hemos
perfeccionado en el uso de diferentes herramientas para proveer del mismo tipo de información
que la gente solía encontrar abriendo sus Biblias, y gran parte de la historia profunda está
moldeada por la cosmología de Abraham. ¿Qué sucedería si, persiguiendo una historia profunda
menos reconocible, no sólo nos basáramos en la imaginación genealógica que subyace a los
modelos de descendencia de Darwin, sino que tratáramos también de usar historiográficamente
las afinidades laterales del parentesco al estilo Ojibwa y Pitjandjara?

Extensión y Compresión

Cuando el Jefe Berens se encuentra con otro Ojibwa por primera vez y rápidamente descubre que
son parientes cruzados, esta conclusión depende de la articulación con, y por medio de, categorías
abstractas. Esto es, depende de la habilidad de separar relaciones de parentesco del ámbito de los
individuos discretos, de tratar estas relaciones como reglas y aplicarlas a extraños. Siempre hay
una grieta entre los sistemas de parentesco y la gente real que ellos describen. El potencial de ser
cruzado o paralelo existe independientemente del hecho de que el Jefe Berens sea uno u otro. Si
un grupo de nombres de clanes es clasificado en términos de relaciones paralelas o cruzadas, ellas
pueden ser usadas para distinguir miles de personas a lo largo de una gran región. Este proceso de
extensión lateral es ingenioso por su habilidad para funcionar en avance y reversa temporal; se
expande para colapsar. Una vez que el Jefe Berens es definido como un pariente cruzado, se lo
puede tratar de manera familiar, como si fuese otro de los primos cruzados que viven en la aldea
que él está visitando.

La idea de que el parentesco fue diseñado para apoyar individuos que viajan se fundamenta en su
capacidad para extender y comprimir las redes sociales. Cuando los genetistas extienden las líneas
de ancestros decenas de miles de años atrás usando datos de ADN, están creando afinidades en el
presente; y las identidades y afinidades del presente son transportadas hacia el pasado. En
consecuencia, la National Geographic Society puede cómodamente fundir pasado y presente en su
Libro de los Pueblos del Mundo, un compendio en el que 222 categorías nacionales, lingüísticas y
étnicas son clasificadas en siete áreas culturales principales, todas ellas vinculadas
(genéticamente) a poblaciones humanas ancestrales de miles de años de antigüedad. (Piénsese en
la Nuremberg Chronicle, actualizada). Se ha pensado poco en el hecho de que estas siete áreas
culturales no habrían sido reconocibles como tales antes de la era de expansión europea, y que
ahora cada una de ellas es demográficamente mixta, salvo decir que la diversidad humana está de
algún modo amenazada, no mejorada, por este proceso. Incluso menos se ha pensado en el hecho
de que los tribales Masai, los burgueses alemanes y los chatarreros gitanos son categorías
humanas históricamente recientes, definidas por principios diferentes a los de vinculación
biogenética. Estos puntos de confusión son útiles, pues habilitan a la National Geographic a
persuadir miles de lectores en Estados Unidos de que las variaciones culturales y biogenéticas
encontradas en el planeta hoy en día son algo que vale la pena apreciar, como las peculiares
conductas de los muchos parientes; que la desconcertante gama de colores, lenguas y culturas

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que vemos a nuestro alrededor no debe darnos miedo. Es el resultado natural de la expansión de
la familia humana a través del planeta.

Todos los sistemas de parentesco se desdoblan en historia y geografía, y cada uno nos predispone
a elaborar conclusiones peculiares. Los Ojibwa, por ejemplo, no se habrían molestado por el hecho
de que el Jefe Berens estuviera tan estrechamente relacionado genéticamente con una prima
paralela (con quien no podía casarse por razón de pertenecer ella a su clan) como con una prima
cruzada (con quien podía casarse porque pertenecía a otro clan). En muchas sociedades la gente
cree que desciende originalmente de pájaros, formaciones del suelo, plantas o seres espirituales (y
así son esencialmente no incluibles en el Book of Peoples of the World). Lo que es constante en los
sistemas de parentesco humano, sin embargo, y que vale la pena introducir en el modo en que
imaginamos la humanidad en tiempo profundo, es el uso de objetos mediadores para constituir,
extender, contraer e incrementar la predictibilidad de las relaciones humanas. Los términos y
sistemas de parentesco son entendidos más bien como un tipo particular de mediación. Ellos
tienen cualidades objetivas que les son propias, y se expresan y experimentan por medio de
objetos. Como herramientas de mediación, los sistemas de parentesco figuran como el tercer
partido en todo intercambio que involucre a dos humanos, o cuerpos colectivos de humanos, en
una relación literal o figurada. El parentesco se cierra y crea brechas, igual que los historiadores.

Factores de Tres

La imagen de dos partidos conectados por un tercero se presenta repetidamente en las


descripciones contemporáneas de la sociedad humana a lo largo del tiempo, y esta tendencia es
prueba de que el estudio de la historia profunda es en sí mismo un ejercicio de vinculación por
parentesco. Desde la revolución del tiempo, hemos sido testigos de un desfile de tipologías
tripartitas de desarrollo humano: piedra, bronce y hierro; salvaje, bárbaro y civilizado; recolección,
agricultura e industria. Estas tipologías por estratos pudieron proyectarse también en cuadros
temporales o espaciales. Los polinesios en espera de exploradores franceses como Baudin eran
considerados salvajes aquí y ahora, representativos de los salvajes europeos del remoto pasado;
fueron emparentados con un tipo primitivo y distante.

Algunos modelos sociológicos tripartitos parecen sincrónicos, pero tienen fuertes implicaciones
diacrónicas. Los conceptos marxistas de base, estructura y superestructura pueden ser asociados
con viejas tipologías en las que la vida “primitiva” era desviada hacia preocupaciones
infraestructurales (supervivencia, reproducción, obtención de comida), mientras que la vida
“civilizada” se caracterizaba por densas elaboraciones de la superestructura (arte, literatura,
religión, filosofía). Del mismo modo, la discusión de Eric Wolf de los modos de producción, que
divide las sociedades humanas en economías ordenadas por el parentesco, tributarias y
capitalistas, puede proyectarse al tiempo profundo, a pesar del rechazo de Wolf a hacerlo. Es
perfectamente posible concluir que los modos de producción ordenados por el parentesco
tuvieron lugar primero (porque el parentesco es antiguo), seguidos por los modos tributarios (que
requieren estratificación social, una novedad si comparamos con los sistemas de parentesco), y
por último los modos capitalistas (que son muy recientes). La misma temporalidad explícita es

29
central para las comparaciones de economías basadas en la reciprocidad (que vinieron primero), la
redistribución (después) y el intercambio de mercado (más reciente), o las comparaciones de
sistemas políticos basados en el igualitarismo (bandas y tribus), las jerarquías (tribus y jefaturas) y
la estratificación social (jefaturas y estados).

Tanto si estas temporalidades están justificadas por evidencia o no, son mecanismos móviles
análogos al parentesco. En casi todos los casos, el contraste clave es entre los límites cercano y
lejano de un espectro, con un término medio figurando como medio de conversión, como en el
caso del mecanismo del parentesco. Esta forma de traducción funciona tan bien que nosotros
damos por supuesto que las tres etapas pertenecen a una progresión, que están relacionadas a
través de un proceso análogo a (o, en algunos casos, equivalente a) la descendencia o la
maduración. La perspectiva de Darwin sobre el tiempo profundo, con su fundamento en las
explicaciones genealógicas de la variación, llena estos modelos con un sentido de progreso y
direccionalidad en el que Darwin, el modelo victoriano, creía firmemente; al mismo tiempo, sin
embargo, el pensamiento darwiniano pudo, y eventualmente lo hizo, optar por relatos explicativos
que acentuaban radiaciones de adaptación en las que el cambio era gradual y acumulativo, pero
que no podía ser descripto como inherentemente progresivo o regresivo.

Si hacemos de la descendencia y la selección natural algo central para nuestras teorías de la


variación humana en largos periodos de tiempo, podemos descartar las etapas y usar en cambio
los espectros. Algunas de las visiones más influyentes sobre la historia profunda toman ahora esta
última opción. La teoría de Robin Dunbar del cerebro social, por ejemplo, propone que los
cerebros humanos se han vuelto de mayor tamaño con el paso del tiempo debido a la selección
natural, que ha favorecido a los individuos que viven en grandes grupos sociales en desmedro de
aquellos que viven en números menores. Para sustentar grupos mayores, los individuos necesitan
cerebros más grandes (para albergar capacidad lingüística, ya que la lengua, además de los
cuidados corporales, es un medio de crear solidaridad social entre los humanos). El modelo es
genealógico; es transversal a las especies de humanos, casi humanos y primates no humanos; y el
proceso que describe (cerebros que se vuelven más grandes, más inteligentes y más humanos) es
de tal sentido común que hay poca necesidad de traducción. Conseguir un parentesco, los
defensores de esta teoría sostienen, ayuda inmensamente a lograr cerebros mayores; y nosotros
los tenemos. Como un mecanismo de conversión, el cerebro social se sitúa entre nosotros y un
chimpancé; entre nosotros y un Homo erectus; y entre nosotros y cualquiera con un cerebro
menor.

Las explicaciones basadas en la rigurosa aplicación de la teoría de la selección evitan la conversión,


eliminando baches en la historia del desarrollo humano. Por el contrario, lo presentan continuo en
maneras que son de hecho contrarias a la lógica del parentesco, que cierra las grietas reales en
tiempo y espacio, permitiendo a los humanos separarse y luego retornar. Los modelos tripartitos
que preservan esta estructura de fisión y fusión, con un término medio como conector, continúan
prosperando en los estudios recientes de historia profunda, en gran medida a causa de que ellos
recrean en el presente un set de procesos que creemos ahora se desarrolló por milenios. Los

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modelos tripartitos hacen posible pensar a través de objetos que pertenecían a activas redes de
parentesco en tiempos remotos. Ejemplos de este estilo teórico incluyen los siguientes:

1.- Alan Barnard y su división de la hominización en fases de “proto-parentesco” (caracterizada por


la cooperación y el parentesco inclusivo, propios de los australopitecos y Homo erectus),
“parentesco rudimentario” (caracterizada por un parentesco, un intercambio y unas reglas de
incesto de ellos/nosotros, propios del Homo sapiens arcaico y los Neanderthales), y “verdadero
parentesco” (con sistemas de parentesco completamente desarrollados, una categorización
universal, reglas explícitas de cooperación, intercambio y comportamiento, propios del Homo
sapiens moderno). Barnard coloca estas etapas en posición paralela a etapas similares del
desarrollo de la lenguaje humano, y luego introduce a los ancestros homínidos en cada etapa.

2.- Steven Mithen y su división del desarrollo humano en tiempo prehistórico, evolutivo, anterior a
unos 50,000 años atrás (que no era histórico y no tiene historia), y un periodo más reciente, que es
histórico porque la gente ha desarrollado por este tiempo una “mente moderna”. Este periodo
histórico está dividido a su vez en tres etapas: el preludio a la historia (50,000 – 20,000 años atrás);
la Revolución Neolítica (20,000 – 5,000 años atrás); y la última fase, que comienza hace 5,000 años
e incluye al mundo contemporáneo. La Revolución Neolítica se asimila al mundo moderno, y el
preludio a la historia se ubica cerca del límite del pasado remoto, evolutivo.

Y, finalmente, para hacer un trío:

3.- Clive Gamble y su división del pasado homínido en tres periodos: la larga introducción (que va
desde 2,6 millones hasta 100,000 años atrás), la zona media (100,000 a 20,000 años atrás) y la
corta respuesta (20,000 – 5,000 años atrás). Aunque la tipología de Gamble registra fases y ubica
una zona de conversión denominada “media”, está diseñada para reflejar la naturaleza continua
del cambio. Cuando los humanos se mueven por los tres dominios, transitan, en momentos de
febril actividad pero acumulativamente, desde tecnologías que privilegian los instrumentos a
aquéllas que privilegian los recipientes; desde la mezcla y la improvisación a la modularidad y la
ingeniería; desde cerebros más pequeños a cerebros más grandes; desde redes de afinidad
intensas y más pequeñas a unas más grandes y extendidas; de la concentración en África a la
expansión global; de las estrategias de subsistencia basadas en modelos de “medioambiente
proveedor” o los basados en “crecimiento del cuerpo”; y de la comunicación por medio de objetos
y metáforas materiales a la comunicación basada cada vez más en metáforas lingüísticas.

Cada una de estas visiones plantea y resuelve un grupo singular de problemas, pero cuando los
tres modelos se superponen, las resultantes variaciones son evidentes. La inflexible discontinuidad
de Mithen entre historia y prehistoria se borra en el sistema de gradaciones de Gamble. Los tipos
de Barnard encajan bien con los de Gamble, pero mucho del progreso que Barnard describe
pertenece a un tiempo en que, según Mithen, “no sucedió casi nada significativo.” En los tres
modelos, los últimos 5,000 años pertenecen a una clase diferente de historia (completamente
moderna), o representan una breve continuación de un complejo fárrago de tendencias y
consecuencias que alcanzarán su punto crítico en el desarrollo del sedentarismo, la domesticación,
la desigualdad social, la ciudad y la formación del estado. Los últimos 5,000 años constituyen el
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dominio de la “historia superficial”, donde los modelos y acontecimientos se amontonan a
increíble velocidad. Mantenerse al día con ellos requiere de un ritmo casi periodístico, no de la
gran teoría más apropiada para duraciones de 2,6 millones de años.

La función asociativa esencial de estos modelos tripartitos del tiempo profundo puede observarse
si los insertamos en un esquema de parentesco que Julian Pitt-Rivers usó para explicar la
importancia de la hospitalidad en las sociedades humanas, especialmente aquéllas del
Mediterráneo "antes del desarrollo urbano moderno." Aunque diagramado para encajar
completamente dentro de los pasados 5,000 años, una era de casas, aldeas y agricultura, el
modelo de Pitt-Rivers, como los del tiempo profundo, tiene un periodo reciente –en este caso, la
era de la ciudad moderna- para el que aparentemente no es aplicable. El mundo social del
Mediterráneo pre-moderno estaba, según Pitt-Rivers, dividido en (1) la casa, dividida
internamente en una esfera privada asociada con mujeres y dependientes y un espacio más
público donde los invitados pueden ser recibidos; (2) las áreas fuera de la casa, los "lugares de
encuentro de toda la comunidad," que está conformada por hogares similarmente estructurados
cuyos miembros se conocen personalmente y tienen relaciones continuas de rivalidad y alianza; y
(3) el "mundo exterior" más allá de la comunidad, "de donde provienen los extraños, es decir,
personas desconocidas que, a diferencia de los miembros amigos de la comunidad con quienes las
relaciones son habituales y estructuradas claramente, siguen siendo misteriosos, con su naturaleza
y su poder en condición dudosa; de su extrañeza se deriva una relación preferente con la
Divinidad."

El traslado de categorías de este modelo a los que describen el tiempo profundo es sugestivo. El
hogar es análogo a la “respuesta corta” de Gamble, la zona de “verdadero parentesco” de Barnard
y los “últimos 5,000 años” de Mithen. La comunidad es la “zona media” de Gamble, la zona de
“parentesco rudimentario” de Barnard y la “Revolución Neolítica” de Mithen, y así a través de los
tipos. El mundo de los foráneos es el verdaderamente remoto en todos estos modelos; es
temporalmente remoto para nuestros paleo-historiadores y espacialmente remoto para Pitt-
Rivers. Los ancestros homínidos que ocupan este dominio son ciertamente misteriosos. Gamble,
en su relato de la “larga introducción,” confiesa incapacidad para darse cuenta en qué andaban
estas criaturas: “un montón de rompecabezas,” y que los restos materiales son “difíciles de leer.”

Esta calidad de extrañeza es sentida por todos los estudiosos dedicados al pasado profundo. Como
la extrañeza del visitante en las sociedades mediterráneas, la de los ancestros humanos es
cautivante. Provoca un deseo de ubicar y examinar su otredad (el modo en que uno observa a un
extraño tomando té en la sala) sin necesidad de asimilarla (el visitante no está habilitado a entrar a
todas las habitaciones de la casa). En su estudio reciente de las culturas alimenticias humanas a lo
largo del tiempo, Martin Jones pone en práctica estas tendencias en forma escrita. Comienza cada
capítulo de Feast: Why Humans Share Food con una narrativa imaginativa en la que reconstruye
acontecimientos en un famoso sitio arqueológico. En los sitios más antiguos, él expresa extrañeza
en sus relatos del Homo sapiens arcaico (que mezcla carnicería con sexo de un modo que recuerda
el comportamiento de los chimpancés devorando en grupo a un colobo rojo) y de los Neandertales
(a quienes describe como un poco autistas, que evitan cruzar miradas y actúan en paralelo pero no

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estrictamente juntos, y que no producen pensamientos, sólo consideran imágenes que “tienen
eco en sus mentes”).

Estos gestos marcan los límites del parentesco humano, a un punto tal que Jones sugiere que la
brecha no puede cerrarse y que debería dejarse abierta por respeto a las diferencias e
imponderables que tiene el registro arqueológico. ¿Esta rara pila de mandíbulas de mamut fue un
refugio? ¿Estos grupos intercambiaban hombres y mujeres entre ellos? ¿Qué daban a cambio?
¿Estos intercambios creaban lo que llamaríamos parentesco, o matrimonio? ¿Comían juntos o en
orden de jerarquías? ¿O comían en diferentes momentos del día, en la medida en que se sentía
hambre o surgía la oportunidad? Las respuestas a estas cuestiones deben formularse con cuidado,
así como se debe proceder con cuidado al tratamiento de un extraño en el modelo de Pitt-Rivers.
Si el huésped va a ser introducido en relaciones más estrechas con los anfitriones, la transición
debe cumplirse asegurando un lugar para él y para sus aparentes diferencias en la sociedad local.
Como lo dijo Pitt-Rivers, la “comunidad” se sitúa entre los precintos de la intimidad y los del
mundo exterior, “con los que el contacto es excepcional, esporádico y sujeto a provisiones
especiales.”

En el Mediterráneo, estas interacciones entre lo remoto y lo familiar se conducen a través de


salutaciones rituales, obsequios de comida, acceso a espacios soberanos y protección física. La
distancia social entre extraño y hogar es continuamente renegociada mediante el uso de
convenciones que la sociedad mayor dispone para ambos. Pitt-Rivers ubica este drama social (que
siempre tiene cualidades de escenario teatral) en una particular tradición cultural, pero sus
componentes claves están dispersos etnográficamente, y él parece darse cuenta de lo
fundamental que ha sido el arribo y recepción de un extraño para el desarrollo de la sociedad
humana a lo largo del tiempo. Su esquema tripartito es un modelo de relaciones espaciales, pero
su gramática puede ser temporalizada para producir un modelo de parentesco que replique no
sólo lo que los paleo-historiadores hacen al crear modelos tripartitos propios, sino también lo que
hacen, y han hecho, los humanos cuando usan el parentesco para viajar.

Conclusión: Retornando a Casa

El estudio de la historia profunda es en última instancia un encuentro con extraños, pero con
extraños cuya otredad parece potencialmente inteligible y con quienes parece posible mantener
una relación, al menos mediante una interacción con sus objetos. En la medida en que los residuos
materiales dejados por homínidos anteriores fueron formados por relaciones con los objetos que
son ancestrales para las nuestras, podemos trabajar con esas antiguas relaciones usando analogías
y patrones recurrentes, para llegar a relaciones con las que estamos más familiarizados. Esto es lo
que los historiadores hacen con sus “documentos.” Es lo que los humanos hicieron cuando
viajaban a los confines más lejanos del planeta, regresando constantemente, restableciendo los
lazos, y persuadiendo a otros de que hagan lo mismo.

El parentesco, hemos sostenido, es una tecnología social que permite a dos partes crear relaciones
a través de la mediación de categorías abstractas, o terceros ausentes, y los objetos que ellas
transportan. Deberíamos finalizar este viaje, entonces, insistiendo en que el parentesco no tendría
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valor alguno si no habilitase infinitos retornos. La fascinación con la historia profunda que
exploramos en los siguientes capítulos puede haber comenzado, para nosotros, en los años que
rodean a 1859, cuando el colapso del tiempo bíblico nos llevó a recontar la historia humana en
escala temporal mayor. Pero esta nueva fascinación con el pasado remoto nos reconecta
inevitablemente con los últimos 5,000 años, el periodo que la historia profunda ha dejado fuera
(quizás porque es el periodo que genuinamente la anima). Si esta reconexión a través del tiempo
no fuese a ocurrir, la empresa intelectual que nosotros emprendemos aquí no sería parentesco del
tipo humano.

Interactuar con nuestros extraños parientes, como si se tratara de anfitriones y huéspedes


imaginarios, requiere de una ampliación de nuestro poder de imaginación para albergarlos,
abriendo un camino hacia ellos gradualmente, usando todos los vínculos (y con el auxilio de todos
los humanos intermediarios) que podamos descubrir. El acto de hospitalidad ha sido esencial para
el parentesco humano, pues permite al anfitrión y al huésped reinterpretar el mundo social en que
ellos viven a través del encuentro y después mudar la atención hacia otros menesteres, o bien
establecer relaciones de un tipo más duradero. Como estudiantes de la historia profunda,
sabremos que esta conexión interpretativa ha sido llevada a cabo –desafortunadamente, sólo en
imaginación- cuando los últimos 5,000 años parezcan algo nuevo ante nuestros ojos, tan raros y
peculiares como las eras más antiguas de lo que, desde 1859, hemos venido a conocer como
“tiempos prehistóricos.” Entonces, y como paso inmediato, haremos la más inevitable de las
preguntas humanas: “¿Dónde vamos ahora?”

Segunda Parte

Esquemas para la Historia en Tiempo Profundo

Capítulo 3: El Cuerpo, por Daniel Lord Smail y Andrew Shryock

El cuerpo humano, en forma de cráneos, dientes y huesos, comenzó a ser una figura central en la
historia profunda de la humanidad sólo a partir de los últimos cien años, o quizás menos. En 1859,
cuando Prestwich y Evans ofrecían su demostración de la antigüedad de las herramientas líticas y
Big Ben comenzaba a marcar las horas, la presencia del cuerpo antiguo en los medios no estaba
aún ni en el horizonte. En las décadas siguientes, la evidencia de antigüedad humana consistiría
mayormente de la acumulación de descubrimientos de artefactos de piedra y otras herramientas
líticas. Hacia el cambio de siglo, sin embargo, la prueba fría y unidimensional de las herramientas
de piedra se había enriquecido ya de dos maneras espectaculares. Una fue el descubrimiento de
las pinturas rupestres de Altamira, España: cuando finalmente se confirmó su autenticidad, las
pinturas crearon una impresionante sensación de contacto espiritual con los antiguos humanos. La
inmensa popularidad del sitio se reflejó en su rápida incorporación al itinerario turístico,
produciendo la masiva visita de peregrinos al mismo nivel de los que habían comenzado a
frecuentar el santuario de Notre Dame de Lourdes unas décadas antes.

Pero más convincente que las pinturas rupestres fue la cada vez más numerosa evidencia fósil de
la existencia humana en tiempos antiguos. En conjunción con las genealogías de descendencia

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primate postuladas por Sir Arthur Keith y otros, la evidencia presentada por la numerosa colección
de fragmentos óseos creó una nueva realidad genealógica para el siglo XX. Los restos humanos,
por supuesto, fueron anteriores a las demostraciones por Prestwich y Evans respecto a la
antigüedad de las herramientas de piedra. El cráneo de la mujer de Gibraltar, que no era tan
inhumano, fue descubierto en 1848 en las laderas del Peñón de Gibraltar. Pronto fue desplazado
por el mucho más publicitado descubrimiento de restos en el Valle Neander, Alemania, en 1856.
Pero estos antiguos restos no fueron incorporados a la genealogía humana hasta varias décadas
después. Durante gran parte del siglo XIX, la antropología física estuvo consagrada a la
categorización sincrónica de las “razas del hombre,” y sólo fue en los primeros años del siglo XX
que la inmensa profundidad genealógica humana se convirtió en vívida realidad en la prensa y en
objeto de creciente investigación paleo-antropológica. Podemos medir esta transformación de
muchos modos. Entre estos datos está la rápida emergencia de historietas y ficciones cuyos
personajes son humanos de la Edad de Piedra, y de las fantasías sobre su dieta hacia finales del
siglo XIX.

La sorpresa para la imaginación pública fue profunda. En su best-seller Story of Mankind (1921),
Hendrik van Loon capitalizó esta nueva y perturbadora realidad ofreciendo una descripción de los
primeros hombres verdaderos. “Nunca hemos visto sus imágenes,” escribió, quizás para explicar
por qué la imagen que acompañaba su texto podía solamente mostrar dos cráneos. “En el estrato
más profundo de un suelo antiguo hemos encontrado a veces pedazos de sus huesos… Los
antropólogos (científicos formados que dedican sus vidas al estudio del hombre como miembro
del reino animal) han tomado estos huesos y han sido capaces de reconstruir a nuestros ancestros
más antiguos con un grado considerable de conformidad con los datos.” El tatarabuelo de la raza
humana, prosigue diciendo, “fue un mamífero muy feo y carente de atractivo,” pequeño, castaño
oscuro y cubierto de pelo largo, tupido, con dedos de una delgadez que recuerdan aquellos del
mono. “Su frente era baja y su mandíbula era como la de un animal salvaje que usa sus dientes
como tenedor y cuchillo. No llevaba ropas.” Pero más allá de esta imagen bastante sorprendente,
este hombre, él dice a sus lectores, “era su primer ancestro humanoide.” Esto fue parentesco en la
práctica.

Los antropólogos biólogos han absorbido perfectamente la propuesta de van Loon en aras de
controlar el poder que emana de una genealogía del cuerpo, aunque han aprendido que la cara y
la piel hablan más persuasivamente que el cráneo y el hueso. Como dijo el arqueólogo soviético
Mikhail Gerasimov algunos años atrás, sentimos la urgencia de conocer cómo se veía el hombre
primitivo. Llevando adelante el principio de Gerasimov, los paleo-antropólogos se abocan
habitualmente a realizar dibujos, modelos plásticos y simulaciones computarizadas para dar vida a
los mudos fragmentos de huesos humanos, pues cuando ya se dijo y se hizo todo, tales
fragmentos son por sí solos apenas más evocadores que las piedras. Las reconstrucciones son
generadas por artistas que se especializan en temas paleontológicos. Comenzando nada menos
que con el cráneo del Australopithecus africanus, Elisabeth Daynès, una especialista en este oficio,
agrega capas de músculo, piel y pelo para transformar el fósil en una cara. El grupo de Ardipithecus
ramidus en el otoño de 2009 no hubiera estado completo sin el bosquejo de sus formas;

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simulaciones tridimensionales de sus ojos, cara y su forma de moverse; y la reconstrucción vívida
de su cuerpo. Las historias profundas se vuelven visceral y emocionalmente vívidas a través de la
genealogía del cuerpo.

A la historia le importan los cuerpos. Forman ellos un puente entre el presente y el tiempo
humano profundo. Canalizamos parentesco, linaje y tiempo a través de los cuerpos de aquéllos
que reclamamos como nuestros ancestros, convirtiendo al mismo cuerpo en un poderoso
esquema en el que el pasado puede ser organizado e interpretado. El cuerpo se desarrolla, en el
nivel de especie, en la medida en que los cuerpos individuales crecen, y estos dos procesos –uno
que produce, con el paso de los milenios, el caminar en dos pies y los cerebros de mayor tamaño,
y el otro que conduce a la habilidad para caminar y hablar en la niñez- se entretejen en historias
de evolución humana. Ciertamente, estas asociaciones narrativas permiten que partes del cuerpo
viajen en el tiempo en nuestro temeroso reconocimiento de que tenemos las mismas caderas que
los Ardipithecus, que podemos haber heredado la nariz del Homo erectus, y por ese motivo las
orejas que vinieron de la abuela.

Los cuerpos también se extienden en el espacio. Sirven como representaciones de la totalidad y


como medidas del mundo que nos rodea. Los beduinos muestran esta conciencia caracterizada
por sinécdoques cuando describen sus tribus en términos de muslos, barrigas y brazos; esta
costumbre está ampliamente reproducida en el lenguaje de la administración estatal, que da a las
naciones e instituciones de gobierno unos brazos, cabezas, músculos, columnas vertebrales, y
otros útiles elementos de anatomía. La teología política de la Europa medieval atribuía a los reyes
un cuerpo personal y otro cuerpo político, extendiéndose este último mucho más allá del espacio
próximo al soberano, hasta los mismos confines del dominio real (Kantorowicz 1957). Frente a los
intentos de otros gobernantes de penetrar en o desmembrar sus dominios, los monarcas
respondían con emoción visceral. De acuerdo a los cronistas, sentían las incursiones como heridas
en el cuerpo. El mappa mundi de Ebstorf (siglo XIII) llevó la metáfora más lejos, ya que el mundo
que representaba, un enorme cuadro de alrededor de doce pies de diámetro, era un cuerpo vasto,
el cuerpo del Cristo, con pies, manos y cabeza. Bestias extraordinarias, que incluían antropófagos,
habitaban el espacio descripto en el mappa mundi de Ebstorf, y todavía aparecieron en el de
Hereford. Para muchos, el mundo es ciertamente un cuerpo.

El mappa mundi de Ebstorf fue compuesto de cuerpos, en la forma de treinta piezas de pergamino
hechas con piel de oveja. Luego de sobrevivir siete siglos, esta colección de pieles fue destruida
por un ataque aéreo aliado en la Segunda Guerra Mundial, y todo lo que nos quedó ha sido una
copia. Pero el mapa es, o era, una declaración maravillosa de cómo el cuerpo humano ha
aumentado de tamaño en los pasados millones de años, incluyendo mundos enteros de
experiencia e imaginación. Esta es la percepción con la que una historia profunda del cuerpo
puede fundirse.

Cuerpos Distribuidos

Uno de los libros de la Biblia, que no es precisamente tímido acerca del cuerpo humano, cuenta la
horrible historia de lo que le sucedió a la concubina del Levita la noche en que ella, su esposo y el
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sirviente de ellos aceptaron la hospitalidad del pueblo de Gibeah. La noticia del arribo de un
extraño se había esparcido por toda la ciudad, y cuando los huéspedes estaban siendo agasajados
por su anfitrión, una turba de hombres locales rodeó la casa, golpeó su puerta y demandó que el
Levita les fuese entregado para que pudieran abusar de él. Para preservar a su huésped masculino
de ser mancillado, el anfitrión se opuso y ofreció en cambio a su propia hija. Pero como las reglas
de hospitalidad requerían lo mismo del Levita que del anfitrión, el Levita se precipitó a ofrecer a su
concubina, echándola a merced de la turba y cerrando la puerta detrás de ella. A la mañana
siguiente encontró su cuerpo destrozado en el umbral. Como no respondía a su orden de ponerse
de pie, concluyó que había muerto. Echó su cuerpo sobre el lomo de su asno, la condujo a casa, y
luego, como dice el texto, “tomó su cuchillo, aseguró a su concubina y la descuartizó parte por
parte hasta contar doce piezas; entonces la envió por todo el país de Israel.” Instruyó de esta
manera a sus mensajeros: “Esto es lo que van a decir a todos los israelitas, ‘¿Ha visto alguien cosa
semejante desde los días en que los Israelitas salieron de Egipto? Considérenlo, discútanlo; y
entonces otorguen su veredicto’” (Jueces 19: 29-30). Las cosas se pusieron feas para la población
de Gibeah después de esto.

Los cuerpos, la historia nos recuerda, producen cosas prodigiosas en las sociedades humanas, no
sólo cuando están enteros sino también cuando están fragmentados en trozos, en etapas de
madurez, en recuerdos y en poderes transferibles. En la mitología griega clásica, la Tierra misma es
el cuerpo de una mujer, Gaia, y el cielo es un hombre, Uranus. El mundo que emerge de su unión
es, en sus primeras generaciones, una escena de asesinato en la que la progenie es repetidamente
aplastada o consumida –Cronos, hijo de Uranus, traga a sus propios hijos- y luego vomitada, para
asesinar o ser asesinados por sus parientes más cercanos. Los dioses, los seres humanos, la tierra y
los mares, todo el cosmos es producto de esta violenta mezcla de cuerpos. Si bien la historia de la
concubina del Levita termina en la desarticulación y la desgracia de una comunidad, la lucha
caótica entre la Tierra, el cielo y sus hijos finaliza en una estable estructura familiar basada en la
autoridad patriarcal de Zeus, una durable separación de los cuerpos y poderes de los dioses del
Olimpo, y su pacífica relación con Gaia, el cuerpo materno de donde todos ellos salieron.

Las historias de desmembramientos y reincorporaciones de ninguna manera se dan sólo en el


Mediterráneo antiguo. Ellas apelan a los humanos en general, quienes rápidamente asumen la
centralidad de estos procesos para la vida social. El autor anónimo de Travels of Sir John
Mandeville (siglo XIV) relata la historia de un pueblo del Sudeste asiático llamado los Lobassy,
entre quienes el hijo vela a su padre fallecido separando primero la cabeza del cuerpo y luego
cortando el cuerpo en pedazos para que sean comidos por los pájaros del valle. El honor de su
padre se medía por el número de pájaros que llegaba a recoger los restos. El hijo luego tomaba la
cabeza y repartía su carne entre sus amigos, quienes participaban del reparto del modo más
solemne. De esta manera, la carne del muerto era transmitida de generación en generación. Aquí
no interesa si el autor de Mandeville estaba simplemente inventando la historia, porque lo que
estaba describiendo era una variante de la eucaristía cristiana, una ceremonia real e
instrumentalmente poderosa practicada para crear la gens Christianorum, la Cristiandad, por
medio del acto de consumir el cuerpo distribuido de un ancestro.

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Cuerpos como el de la concubina del Levita, el padre Lobassy, y Jesús son habitualmente
distribuidos en pedazos a lo largo y a lo ancho de regiones enteras, por lo general para ser
reunidos en contextos mayores. La etnografía comparativa está repleta de ejemplos. Los
Yanomami de la selva venezolana beben las cenizas de sus muertos en una sopa funeraria, lo que
da a sus ancestros un nuevo hogar en la comunidad de gente viva. Hasta pocas décadas atrás, los
Parsis del sur de Asia, ecos de cuyas prácticas aparecen en la historia de los padres Lobassy,
dejaban los huesos de sus muertos a la intemperie para que los pájaros los descarnen, un rito que
devolvía la carne humana a la naturaleza en formas no contaminantes. En la isla de Madagascar,
los restos de parientes muertos son periódicamente desenterrados y vueltos a enterrar, sus
cuerpos en descomposición envueltos en nuevas mortajas, hasta que sus restos estén reducidos a
polvo, punto en el que son envueltos junto a otros ancestros en descomposición en un bulto
colectivo denominado “el gran ancestro.”

Prácticas de este tipo son antiguas. Los arqueólogos describen sitios con partes de cuerpo
desagregadas que sólo pueden haber provenido de intercambios de huesos, anticipando el
comercio de reliquias de santos durante la Alta Edad Media en Europa (Hodder 1990; Bradley
1998). Las costumbres funerarias desde el Neolítico tardío en adelante incluyeron aparentemente
la dispersión de las cenizas de los ancestros y de los fragmentos de urna, rotas deliberadamente,
entre los miembros del grupo de parentesco (Chapman and Gaydarska 2007). Los fragmentos de
cerámica, en este contexto, ofician de bienes materiales distribuidos en los últimos testamentos,
que cobran significado como reliquias tangibles que transmiten recuerdos del muerto y crean
patrones de vinculación entre pasado y presente. Ésta es una forma de parentesco a través de
objetos materiales que equivale y amplifica el parentesco de la descendencia genealógica.

Una vez que los cuerpos pueden ser reproducidos a manera de sinécdoque y metonimia, se los
puede distribuir a una escala verdaderamente masiva. Las monedas del Mediterráneo antiguo
muestran frecuentemente las cabezas de los reyes y emperadores que las mandaron acuñar. Es
posible encontrar imágenes de la cabeza de Carlomagno en tesoros escondidos de monedas hasta
en Visby, Suecia –cabezas no consumidas al modo de la del padre Lobassy, pero facilitando otras
formas de consumo. La prohibición musulmana de la reproducción de una imagen humana fue
sorteada fácilmente mediante la representación de la voz de Dios, cuyas emanaciones, reveladas
en el Qur’an, fueron grabadas en los dinares de oro del califato ‘Abbásida, algunas de las cuales
viajaron de Bagdad a centros comerciales de China y a aldeas vikingas en Escandinavia. Todas
estas representaciones son preludio de las tecnologías del capitalismo impreso y los medios
electrónicos, que permiten a las imágenes de soberanos, presidentes y dictadores distribuirse
como íconos a través de grandes espacios, uniendo de esta manera naciones enteras como política
de cuerpos.

Al sugerir que las comunidades políticas antiguas y modernas están organizadas en relación al
cuerpo humano, estamos pensando en algo más básico que una similitud simbólica o un duradero
grupo de metáforas. Se trata de la peculiar habilidad del cuerpo humano para expandirse, para
desplazarse en lengua y experiencia, y para volver a materializarse en campos sociales mayores
que contienen y crean cuerpos individuales.

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El Largo Alcance del Sistema Nervioso

Cuando tomas un martillo o un hacha de mano y golpeas un clavo o una nuez, cosas interesantes
comienzan a suceder dentro de tu cabeza. Tu cerebro controla los extremos de tu cuerpo, porque
las extremidades siempre están expuestas a pisar espinas, quemarse con fuego o golpearse contra
ramas o marcos de puertas. Por lo tanto, cuando usas un martillo de cualquier clase, tu cerebro
tiende a preguntarse cómo este pedazo extra del cuerpo se ha agregado. Golpea algunas nueces o
clavos todos los días por una semana o dos y nuevos mapas se formarán gradualmente en la
corteza pre-motora, para que la acción se vuelva más precisa y más automatizada. Con el tiempo,
el martillo es incorporado en el mapa del cuerpo. Como cualquier herramienta o implemento, se
vuelve una curiosa suerte de miembro, una prótesis que puede ponerse y sacarse a voluntad.

En lo que respecta al cerebro, el cuerpo humano no termina en la superficie de la piel. El cuerpo


comprende dedos y cabezas, para no mencionar muslos y barrigas, pero también puede incluir
sombreros, remos y raquetas de tenis. Incluye también la penumbra inmediata al cuerpo descripta
tanto por la neurociencia como por los Himba de Namibia, quienes postulan que una especie de
burbuja o “espacio propio” envuelve al cuerpo humano. Algunas partes del cuerpo, como los
miembros fantasmas de los amputados, no necesitan estar presentes para ser consideradas
integrales; y los extremos del cuerpo, reales o imaginados, se extienden hacia otros cuerpos. El
dolor se comunica fácilmente por el espacio entre el sufriente y el observador. Lo mismo ocurre
con el deseo sexual. Éste es simple empatía; pero resulta que la empatía puede ser algo más que
un desiderátum ético. Algún grado de empatía puede transferirse al cerebro en la forma de
neuronas espejo, que se disparan con la simple contemplación de una acción motora. Es gracias a
las neuronas espejo, según algunos, que nosotros nos estremecemos cuando vemos que alguien
es golpeado súbitamente por un puño o una pelota, y lo mismo cuando leemos un relato
aterrorizante de una tortura. Las neuronas espejo fueron descubiertas primero en monos, y datos
indirectos sugieren la existencia de un sistema de neuronas espejo en los seres humanos. El
neurocientífico V.S. Ramachandran ha sostenido que la misma cultura sería imposible sin neuronas
espejo, las que –en esta visión- nos permiten emular. Han hecho posible que la lengua evolucione
y que las características de comportamiento se extiendan rápidamente a través de las poblaciones
humanas.

Muchas propuestas se han hecho acerca del papel de las neuronas espejo en la evolución humana,
y han provocado altisonantes expresiones de oposición. Adonde la investigación nos lleve, y sin
importar si la evocación de las neuronas espejo dispara indignantes acusaciones de esencialismo
biológico, una cosa queda clara: la probable existencia de neuronas espejo insinúa que el sistema
nervioso autónomo tiene un largo alcance, y revela que este alcance es social. Los cuerpos son
capaces de ser distribuidos, tanto física como metonímicamente. Ellos no están unidos por los
extremos de sus tejidos epidérmicos, y esta capacidad expansiva ofrece otro medio de construir el
parentesco, por medio de la similitud y la interacción.

Observaciones similares se mantienen en la postura de que el sistema nervioso autónomo es una


totalidad que opera a través de la transmisión de señales electrónicas a lo largo de los nervios y

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atravesando las sinapsis. El sistema es lubricado por neurotransmisores, sustancias químicas que
son generadas en la sinapsis y, cuando se hacen presentes, aceleran el ritmo de disparo. Pero el
alcance del sistema no termina aquí. Del mismo modo que las cartas, los sonidos y las imágenes
pueden ser transformados en señales análogas o digitales, enviadas a través del espacio, y
decodificadas de nuevo por máquinas de fax, radios, televisiones y pantallas de computadora, una
señal puede ser transmitida entre dos o más individuos. Todos nosotros tenemos la habilidad de
alcanzar el sistema nervioso autónomo de otros cuerpos, excitar allí las neuronas y estimular o
apagar neurotransmisores y hormonas. Esta capacidad existe en todos los grupos de primates y
está más desarrollada en las sociedades humanas. La imagen beduina de la tribu como un cuerpo
distribuido es así mucho más que una metáfora: es una descripción neurológicamente convincente
de una sociedad humana unida como un sistema nervioso ampliamente interconectado.

Esta interpretación tiene enormes implicaciones para nuestro entendimiento de la historia


humana profunda. En el cautivante argumento propuesto por el antropólogo Robin Dunbar, la
práctica de limpiarse de parásitos entre los primates es esencial para la construcción y
mantenimiento de las relaciones sociales, ya que genera una placentera dosis de dopamina y
serotonina, que junto a la oxitocina son un neurotransmisor de paz y comunión. Pero la capacidad
para limpiar compañeros está limitada por dos factores. El primero es el tiempo: un simio no
puede desparasitar tantos aliados en un día y aún tener tiempo suficiente para encontrar comida.
Segundo, a causa de que esa limpieza es un componente de un sistema mayor de seguimiento de
las alianzas, el número de socios de la limpieza está limitado por el tamaño de la corteza nueva,
donde los primates están al corriente de sus obligaciones mutuas. La lengua, dice Dunbar, permite
que crezca el tamaño del grupo humano, porque la lengua habilita el rumor, una suerte de
limpieza de parásitos verbal, con orientación a grupo. Usando el rumor, los saludos y el discurso
dirigido a varios partidos a la vez –en una palabra, conversación- los humanos fueron capaces de
extender los vínculos neuroquímicos por una red mucho mayor. Esta extensión hizo de los grupos
mayores, más empáticos y mejor organizados una característica estándar de la vida social humana.

El modelo de Dunbar ha estado atado a un solo argumento: los orígenes de la lengua. Pero
también apunta a algo más: la emergencia de las sociedades humanas integradas tanto por las
señales neuroquímicas como por lengua y cultura. El rumor o la charla informal es una de las
muchas maneras en que las señales se transforman en ondas de sonido, que atraviesan la brecha
entre individuos y luego vuelven a ser señales eléctricas y neurotransmisores. El poder está
implicado en este proceso, porque las relaciones de poder pueden surgir de la manipulación
selectiva del éter social. Esta posibilidad ha sido siempre considerada por los observadores. El
ensayista francés Étienne de la Boétie, que escribía a mediados del siglo XVI, observaba que
“teatros, juegos, obras, espectáculos, bestias prodigiosas, medallas, tableaux, y otras drogas del
estilo eran para la gente de la Antigüedad las atracciones de la servidumbre, el precio por su
libertad, las herramientas de la tiranía.” El estar atraído por lo que Juvenal llamó “pan y circo” era
someterse a una voluntaria servidumbre. La idea de Boétie de la servidumbre voluntaria fue una
contribución temprana a una larga tradición intelectual que incluiría Critique of Hegel’s Philosophy
of Right de Karl Marx (“la religión es el suspiro de la criatura oprimida”), las reflexiones de Antonio

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Gramsci sobre hegemonía, los habitantes alimentados a soma en Brave New World de Aldous
Huxley, y la crítica cultural del capitalismo tardío que se encuentra en Amusing Ourselves to Death
de Neil Postman. Puede ser posible que algún día se genere un nuevo enfoque en ciencias
políticas, en el que el poder se interprete como diestra manipulación de los sistemas nerviosos de
otros.

Lo que debemos agregar al modelo de Dunbar, en otras palabras, es el hecho de que la mensajería
neuroquímica no trata solamente de altruismo y vinculación grupal, sino también de poder y
manipulación. Los mensajes políticos transmitidos no se limitan a las seducciones que son el
objetivo del sistema de recompensas. El sistema de acción y reacción, después de todo, está tan
finamente sintonizado como el sistema de recompensa con los mensajes electroquímicos, e
igualmente susceptible a la manipulación. Los especialistas en primates describen una dialéctica
diaria entre los sistemas de acción y reacción y de recompensa. Los machos y hembras dominantes
ejercen presión sobre los subordinados a través de ataques físicos, demostraciones amenazantes
de dientes o testículos, deliberada frialdad, el retiro de comida y la ocupación del espacio, todo
para mantener su propia alta jerarquía. La desparasitación y el sexo ayudan a reconstruir y reparar
los lazos sociales y las alianzas. Entre los humanos, el diálogo periódico entre el sistema de
recompensa de la dopamina y sistema de acción y reacción puede verse también como suerte de
diálogo histórico.

El neurocientífico Robert Sapolsky ha ofrecido el más vívido punto de partida para este
argumento. El stress, sostiene él, se distribuye de manera desigual por el espectro social, pues
cuanto más pobre seas –más baja tu posición en el poste totémico- más probable es que sufras de
stress crónico. Las transiciones que han tenido lugar en la historia humana reciente, es decir los
últimos diez mil años, han creado jerarquías de riqueza y poder que han institucionalizado formas
de stress. Porque el stress crónico es debilitante, esta tendencia ha tenido el efecto de fijar las
jerarquías sociales en la química corporal por medio de la impresión de una marca social.

El stress crónico puede ser aliviado, al menos temporariamente, con prácticas que lo alivian y que
dan diversión. Éstas incluyen espectáculos y recreaciones, como La Boétie adivinaba, así como
también acciones repetitivas tales como coleccionar objetos o escribir un diario personal. Casi
todo lo que hacemos con características moderadamente adictivas, desde comprar y leer a usar
Facebook y enviar mensajes de texto, logra tomar posesión de nosotros en parte a causa de la
recompensa neuroquímica. Los estimulantes más adictivos son las sustancias psicoactivas. Estas
sustancias, desde el alcohol a la coca y el qat, son bastante antiguas. Desde el siglo XVIII las
sustancias psicoactivas han sido comerciadas por todo el mundo, divorciadas de sus contextos
rituales; de este modo crearon lo que David Courtwright denomina la “revolución psicoactiva.”
(Courtwright 2001) El moderno sistema mundial no sólo se ha concentrado en la tarea de producir
bienes de consumo moderadamente adictivos; ha generado también una nueva colección de
sustancias psicoactivas adictivas.

Nosotros podemos usar bienes de consumo y sustancias psicoactivas para modificar los estados de
nuestro propio cuerpo durante el día. Otras personas y otras instituciones están también

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modificando constantemente nuestros cuerpos: a veces contra nuestra voluntad, a veces con
nuestro consentimiento. Como lo supieron La Boétie y Huxley, las tentaciones pueden inducir un
estado de consentimiento que va en contra de nuestro interés, embaucándonos para que
entremos en voluntaria servidumbre. Pero si el cuerpo de alguien se dispone promiscuamente
para que otros lo usen a su antojo, ¿dónde exactamente trazamos los límites del sistema
nervioso? Si nuestras neuronas espejo se disparan cuando vemos a otros tener sexo, tomar un
cucurucho de helado o patear una pelota de fútbol, ¿están todos nuestros cerebros
interconectados de alguna manera? Las palabras, los hechos y los símbolos envían mensajes
cognitivos, pero también envían mensajes al sistema nervioso autónomo de otros cuerpos. Como
sugiere la evolución de las neuronas espejo, el cerebro se ha abierto cada vez más a estos
mensajes a lo largo de la historia humana, porque la comunicación se ha vuelto más eficiente y
amplia en espectro. Pero la mejorada recepción no es el único factor en juego. Inteligencia social
implica, entre otras cosas, ser capaz de manipular los sistemas nerviosos de otras personas. Esto
es una conducta aprendida, un producto de la historia.

Las grandes comunidades pueden ser comunidades imaginadas, como Benedict Anderson ha
señalado con respecto a las naciones y Estados modernos, pero también son comunidades o redes
neurológicas muy reales. Son los cuerpos enteros imaginados por los europeos del Medioevo, los
beduinos tribales, e innumerables sociedades no engañadas por la dicotomía mente-cuerpo que
lucía tan lógica para los fundadores de la Ilustración. Las comunidades humanas, en otras palabras,
no son sólo ideas. Los vínculos que las unen se basan en la capacidad de los cerebros para
conectar a través del espacio –una habilidad que, entre los homínidos, se ha vuelto cada vez más
compleja a lo largo del tiempo y vino a formar uno de los componentes esenciales de nuestra
historia natural.

El Cuerpo Plástico

En raras ocasiones, pedazos de antiguos cuerpos –los trozos que quedaron enterrados y no se
esparcieron por la región como en el caso de la concubina del Levita o el padre Lobassy- se
llenaron de silicatos y otros minerales, un proceso que les confiere una longevidad que de otro
modo no es natural para huesos o dientes. En incluso más raras ocasiones, estos trozos fosilizados
fueron encontrados en sitios arqueológicos. En los últimos 150 años los arqueólogos han
descubierto miles de fragmentos de hueso y dentadura en sitios del Paleolítico Medio y Tardío, así
como también en sitios pre-paleolíticos, que datan de 50,000 a 4,4 millones de años atrás. No
siempre hay mucha evidencia para proceder, pero a partir de estos fragmentos ha sido posible
describir una historia de un cuerpo que evolucionó, en explosiones de gran actividad, desde el
Ardipithecus al Australopithecus y del Homo habilis al moderno Homo sapiens.

Los cuerpos se construyen desde dentro. Son hechos y continuamente vueltos a hacer a partir de
proteínas hilvanadas de acuerdo a instrucciones dentro del genoma. Durante la ejecución de las
instrucciones, sin embargo, el proceso está abierto a influencias epigenéticas cuyo rango va desde
los químicos en el medioambiente hasta el cuidado paterno. El flujo de información genética del
gen a la proteína en fetos, niños y adultos puede acelerarse, desacelerarse, apagarse o

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encenderse. Por esta razón, todos los cuerpos son razonablemente plásticos dentro de los límites
impuestos por el genoma.

Esta plasticidad es evidente no sólo durante el desarrollo, sino también en el cuerpo maduro.
Muchos animales, especialmente los machos, tienen mecanismos para alargar o cambiar partes de
sus cuerpos en momentos cruciales. Ellos se inflan, se hinchan o se erizan. Los gorilas machos y los
leones marinos, cuando maduran en reproductores, ganan musculatura rápidamente. Algunos
peces cambian también de color. Cosas similares les suceden a los cuerpos humanos, masculinos y
femeninos, durante la pubertad y en otras etapas del ciclo vital. El cuerpo humano, de hecho, es
un sitio excelente para mostrar rango y prestigio. Puede ser engordado por una buena ingesta
cuando escasean las calorías. Puede ser adelgazado con ejercicio cuando el tiempo de descanso es
escaso. Lo notable del cuerpo humano, sin embargo, radica en la manera en que ha venido
también a servir como andamiaje multiuso para la sucesión de artificios epigenéticos. A través de
nuestra genealogía, el cuerpo humano desnudo se ha vuelto cada vez menos robusto. Hemos
perdido vello corporal, dientes caninos y cejas protectoras. Pero el cuerpo decorado, una creación
social, envía ahora una gama resplandeciente de mensajes. Para entender en todo su efecto la
representación de un santo medieval con un halo, una pintura de la reina Elizabeth I vestida de
gala, o los reyes hawaianos con sus mantos de plumas, uno debe leer signos elaborados que el
cuerpo humano desnudo, como medio de muestra, no está posibilitado de transmitir. Una clase de
espiral inflacionario vestía el cuerpo de alto status en telas y adornos más abundantes y
elaborados. Eventualmente, la cantidad de bienes fue demasiada como para colgarla en el cuerpo
–pero eso, en realidad, no fue ninguna dificultad, porque los objetos se agregaban simplemente a
él mediante el concepto de propiedad, que permite a los cuerpos crecer tanto como las casas, el
ganado, territorios enteros, e incluso el mundo entero, tal como fue representado en el mappa
mundi de Ebstorf.

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