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Susan Sizemore El precio de la pasión

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Susan Sizemore El precio de la pasión

SUSAN SIZEMORE

EL PRECIO DE LA
PASIÓN

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Este libro está dedicado a la inteligente e ingeniosa Mick Nuding,


que tanto apoyo me ha prestado.
Y gracias a ti, Sting, por "La rosa del desierto".

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Índice
Argumento.......................................................5
Prólogo.............................................................6
Capítulo 1......................................................11
Capítulo 2......................................................20
Capítulo 3......................................................30
Capítulo 4......................................................40
Capítulo 5......................................................50
Capítulo 6......................................................61
Capítulo 7......................................................71
Capítulo 8......................................................80
Capítulo 9......................................................88
Capítulo 10..................................................100
Capítulo 11..................................................114
Capítulo 12..................................................125
Capítulo 13..................................................134
Capítulo 14..................................................142
Capítulo 15..................................................149
Capítulo 16..................................................158
Capítulo 17..................................................165
Capítulo 18..................................................173
Capítulo 19..................................................186
Capítulo 20..................................................193
Capítulo 21..................................................202
Capítulo 22..................................................213

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Susan Sizemore El precio de la pasión

ARGUMENTO

Recorrió todo el mundo en busca de tesoros


de valor incalculable, pero ella era la mayor de
las joyas que jamás había poseído. ¿Podrán
sus corazones imprudentes aprender a amar
antes de descubrir el precio de la pasión? El
audaz y temerario aventurero David Evans
haría cualquier cosa por volver a recuperar el
amor de la hermosa y osada Cleo Fraser, la
sirena que una vez poseyó y que terminó por
traicionarle. Al regresar a Escocia desde
Oriente Medio en busca de un tesoro robado,
se enfrentará cara a cara a la mujer a quien
había seducido diez años atrás en Egipto. Pero
Cleopatra Fraser ya no es la inocente criatura
de entonces, sino una mujer capaz de dar
mucha guerra a Ángel, mientras ambos
forcejean con su atracción mutua e intentan
ocuparse de una sociedad secreta que exige
como suyo propio el tesoro. Cleo sospecha de
la reaparición del hombre devastadoramente
atrayente que años atrás le robara la
inocencia. ¿Pero estará dispuesta a pagar el
elevado precio de la pasión para volver a
tener a este peligroso hombre que la introdujo
en los dulces placeres de la seducción?

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Prólogo

Delta del Nilo 1868


—Lo necesito... Lo necesito...
Temblando como una hoja, Cleopatra Fraser hincó las rodillas en el
suelo. Muy alejada de las tiendas de campaña y de las hogueras, se cubrió
la cara con las manos. La arena aún conservaba el calor del día y, al
arrodillarse, sintió cómo ésta se filtraba, implacable, a través de las varias
capas de faldas y refajos. El aire que aspiraba entre sollozos estaba
caliente como el de un horno. El sol comenzaba a ponerse por la otra orilla
del río, tiñendo de un rojo sangre la ancha superficie del agua del delta.
Pronto saldrían las estrellas para brillar con todo su esplendor en el
cielo; pronto empezaría a soplar la brisa fresca y salada del mar situado a
pocos kilómetros de allí. Las tiendas de campaña se iluminarían por dentro
con el brillar de las lámparas y las fogatas ofrecerían un acogedor círculo
de luz y seguridad en medio de aquel entorno agreste y solitario. En ellas
encontraría algo de cenar, un poco de conversación y también el deber.
Siempre el deber. No le importaba cargar con él, pero...
Necesitaba otra cosa. Se dobló hacia delante, embargada por un
sentimiento de tormento y confusión, por un sentimiento de... deseo.
Deseo.
Era una palabra demasiado pequeña para describir la inmensa angustia
que la abrasaba por dentro intentando ahogar todos sus demás
pensamientos y sensaciones. El enorme alivio que experimentó tras las
interminables horas pasadas junto a la cabecera de la cama de su
hermana había destruido sus defensas normales. La preocupación por Pía
fue reemplazada por un agotamiento que, sin saber cómo, se había
transformado en una sensación dolorida y febril.
Se sentía desfallecida, aletargada; no sabía cuánto tiempo llevaba sin
dormir o sin comer. Se pasó las manos por el rostro surcado de lágrimas e
intentó pensar. Llevaba mucho tiempo fingiendo calma cuando por dentro
lo que sentía era miedo. Le resultaba difícil ser siempre fuerte, siempre
responsable, responsable de Pía, de su padre, de la recientemente
enviudada tía Saida y su hijo, de todo y de todos los que ocupaban aquel
campamento.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Pero la fiebre de Pía había remitido. Su hermana pequeña iba a


sobrevivir a aquella noche, y ella iba a encargarse de que sobreviviera a
muchas más. Elevó una plegaria de agradecimiento por que la
enfermedad que asolaba aquella tierra dura y extraña no se hubiera
cobrado la vida de su hermana pequeña. Para ella era una tierra muy
querida, un lugar al que llamaba hogar, pero ella gozaba de una salud
muy robusta y no había estado enferma ni un solo día en toda su vida. Su
madre no había sobrevivido al recorrido extenuante de una ruina a otra.
Su madre no había sido capaz de soportar la absorbente obsesión de su
padre, mientras que ella vibraba y se emocionaba tocando los huesos y los
ladrillos de civilizaciones muertas. Su hermana mediana, Annie, estaba a
salvo estudiando en Escocia. Cleo había ganado aquella batalla y, al
fallecer su madre, había enviado a Annie a casa, a vivir con tía Jenny.
Ahora también debía regresar Pía, no soportaría perder a ningún otro ser
querido.
Brotaron más lágrimas cuando comprendió que sí que iba a perder a
una persona, y al día siguiente.
Pero perderlo a él era inevitable. Él le sería de gran ayuda a su padre si
se quedara, pero pronto tendría que regresar a Estados Unidos. Además,
era un hombre ambicioso, jamás se conformaría con ser el ayudante de su
padre. No sabía si aquella ambición era el fatal defecto de su
personalidad, tal como insistía su padre, y tampoco la preocupaba que los
demás opinaran que tenía defectos. Era el hombre más guapo del mundo.
Apuesto. Inteligente. Y la hacía sentirse...
Deseada.
Él la miraba con un fuego especial en sus ojos oscuros, la recorría con la
mirada desde la punta de los zapatos hasta lo alto de la cabeza,
estudiando de manera lenta y audaz sus formas, su figura, de un modo
que parecía codiciar, prometer, reclamar. Cuando la miraba de aquel
modo, a continuación experimentaba un ardor que la dejaba sin aire en los
pulmones y barría todo pensamiento de su mente. Tan sólo era consciente
de la debilidad de sus rodillas, del aleteo y el intenso calor que le
inundaba el pecho, de la sensación que experimentaba en los senos y
todos sus lugares secretos al sentirse de alguna manera tocada por
aquella mirada tan intensa. La primera vez que él la miró así, prendió una
llama en su interior, una llama que chisporroteó y se consumió y que ella
temió que diera lugar a una explosión horrible pero maravillosa.
No podía soportar la idea de que él no volviera a mirarla de aquel modo.
De que nunca volviera a hacerla sentirse igual.
Abrigó la esperanza, y había rezado por ello, de pasar a su lado todas y
cada una de las horas de las pocas semanas que restaban de la
temporada de excavaciones. Y entonces fue cuando asaltaron a Pía
aquellas horribles fiebres. ¿Cuánto tiempo hacía de eso? ¿Cuántos días
habían transcurrido desde la última vez que ella tuvo un atisbo de...?

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Pero aquello ya no tenía importancia.


Estaba allí para cuidar de otros. Tenía que ser racional, pragmática,
juiciosa. Sin embargo, lo necesitaba.
Se obligó a sí misma a concentrarse, a trazar un plan. Había asuntos
importantes que debía organizar. Pía era en gran medida una versión en
miniatura de su madre; la discusión con su padre de enviarla de vuelta a
Escocia iba a ser tremenda. Cleo comprendía su actitud reacia, su soledad,
su anhelo de hallar un poco de normalidad en aquella tierra seductora por
lo diferente. El tío Walter había sucumbido a ella: se había vuelto "nativo",
se había casado con una mujer extranjera y con ello se había resentido su
reputación de erudito. Su padre cuidaba celosamente su posición en la
comunidad académica. Ello incluía llevar una vida doméstica normal,
rodeado de sus retoños.
Cleo también iba a echar mucho de menos a su hermana, pero Pía debía
vivir en un lugar en que pudiera crecer sana y fuerte. Tal vez pudiera
volver cuando fuera un poco más mayor. Pero Cleo no pensaba arriesgar
la vida de la pequeña de la familia. Ella misma iba a entregar a Pía a la tía
Jenny, reservaría un pasaje y se marcharía a pesar de las protestas de su
padre.
Naturalmente, para cuando ella regresara, Ángel se habría ido hace
mucho. De nuevo rompió a llorar. Su Ángel, con aquellos ojos de un negro
intenso, aquel cabello negro y sedoso y aquellas fascinantes manos de
largos dedos. Jamás volvería a mirarla de aquella manera capaz de
derretirla e incendiarla a un tiempo. Sabía que llegaría el día en que
dejaría de ver aquella ancha boca suya ladeada en una sonrisa burlona
que prometía... algo.
Y, al no poder verlo, su vida quedaría vacía; ya nunca más se le cortaría
la respiración ni se le aceleraría el corazón al verlo moverse, con su porte
seguro, sus largos miembros, su andar elegante y fuerte. Ya no volvería a
robar una mirada fugaz a los duros y marcados músculos de su espalda y
de sus hombros cuando él se desnudaba para lavarse a la orilla del río. Ni
tampoco experimentaría de nuevo aquella sensación dolorosa que le
producía el perfil de sus muslos cuando se subía a un caballo o se
agachaba junto a ella para examinar una pista del pasado en la arena. A
veces el muslo de él se rozaba contra el suyo. A veces las manos de él
tocaban sin darse cuenta las suyas. Y a continuación se miraban el uno al
otro, se tocaban, con los rostros de ambos apenas a la distancia de un
beso, cuando ella depositaba en su mano experta el fragmento de una
vasija rota o una moneda antigua.
Nunca la había besado nadie. Abrigaba secretamente la esperanza de
que él la besara sólo una vez antes de regresar a Estados Unidos. Tía
Saida había dicho que él deseaba besarla en algún descuido, y se
preocupaba expresamente de que no estuvieran solos en ningún

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momento, por si podía evitarlo, lo cual era naturalmente correcto y


apropiado, naturalmente. Pero...
Iba a ser mucho esperar que él tomase las manos de ella entre las
suyas y le declarase su inquebrantable devoción. ¿Cómo iba a hacer
semejante cosa, si nunca disfrutaban de un momento de intimidad? Tenía
unas manos preciosas. La mirada de Cleo siempre terminaba fijándose en
aquellas manos. Soñaba que le acariciaban el cuerpo. Se despertaba sin
acordarse de dónde ni cómo la había tocado él, pero ansiaba... algo.
Algo que apagara el fuego que él seguía avivando en el interior de su
ser.
No quería ir a Escocia; no quería estar donde no estuviera él. El dolor de
la pérdida acrecentaba el ardor que sentía en el alma. Le entraron ganas
de golpear la arena con los puños y rogar a los antiguos dioses de aquella
tierra que le concedieran más tiempo. Que le dieran libertad para hacer lo
que quería en vez de lo que era necesario, sólo por una vez.
Para cuando ella regresara de Escocia, el tacto de él y la sensación
desconocida de sus besos, habrían desaparecido para siempre. Jamás
volvería a ver su sonrisa ladeada; jamás oiría de nuevo su voz grave, con
aquel relajado acento americano. Estados Unidos estaba tan lejos...
¿Seguiría paseando por aquel lugar la diosa Isis? Isis, que perdió a su
amante y lo buscó por todo el mundo hasta que pudieron estar juntos una
vez más. Seguro que ella lo entendería. ¿Querría una diosa egipcia
conceder un favor así a una muchacha escocesa?
—Por favor... necesito...
—¿Qué es lo que necesitas?
Al oír el sonido inesperado y largo tiempo ansiado de su voz detrás de
ella, sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. ¿Miedo? ¿Ilusión?
¿Por qué?
Alzó la cabeza sin avergonzarse de sus lágrimas y se giró lentamente
para mirarlo. Perdió todo rastro de vergüenza, igual que el miedo y hasta
el último vestigio de sensatez que le quedaba. Estaban solos. Por primera
vez se encontraban completamente solos. Él la había encontrado en la
noche, cuando a ella se le estaba rompiendo el corazón, cuando más lo
necesitaba.
Los últimos retazos de luz diurna dibujaban su silueta perfilándola en
oro y carmesí, destacándolo de todo lo que rodeaba a los dos. Aislándolos
a ambos del mundo. Cleo no pudo hacer otra cosa que mirarlo fijamente.
Él le sostuvo la mirada con la suya propia, negra como la noche.
Entonces le tendió una mano.
—¿Qué es lo que necesitas?

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Ella tomó su mano. Él la ayudó a incorporarse y la trajo hacia sí, tan


fuerte como apuesto. Cleo aspiró el penetrante aroma de su piel cuando él
la rodeó con sus brazos y le susurró, acercando los labios a su oído,
depositando el aliento sobre su mejilla:
—¿Qué es lo que necesitas, Cleo?
El deseo provocó que le temblara todo el cuerpo y sintió que se le
aflojaban las rodillas. Apoyó una mano en el hombro de él, necesitada de
su fuerza. Sintiendo los labios de él tan próximos a los suyos, no pudo
hacer otra cosa que responder con la verdad:
—A ti.

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Capítulo 1

Muirford, Escocia 1878


—Lo único que digo, Cleo, es que si no te comportas con el debido
decoro, simplemente ¡no podré soportarlo!
—Lo que quiere decir es que no va a encontrar un pretendiente —dijo
Pía traduciendo la preocupación de Annie.
—Lo cual es infinitamente peor —le dijo Annie a Pía al tiempo que se
giraba hacia la joven de catorce años que se hallaba sentada en un
enorme sillón de orejas tapizado en cuero—. Eres demasiado joven para
entenderlo. Y Cleo es demasiado vieja y...
—¿Y marchita? —se burló Pía.
Pía tenía un ingenio rápido, perverso, y una cierta tendencia a decir
demasiado la verdad. Cleo, inmune a todo lo que dijeran una u otra,
contempló cómo las mejillas de Annie se teñían de un rosa vivo, a causa
de la vergüenza.
Annie y ella eran rubias y de cutis claro, mientras que Pía poseía una
piel lechosa, cabello oscuro y ojos verdes almendrados. Parecía un hada
infantil, aunque había ocasiones en que resultaría más apropiado
compararla con una diablesa.
—A Cleo no le interesa nadie que no lleve muerto por lo menos mil años
—se apresuró a explicar Annie. Se volvió para mirar a su hermana mayor,
que estaba sentada a su escritorio, detrás de enormes pilas de papeles. —
Cleo, no pienso que seas una solterona vieja y aburrida ni nada de eso,
pero, en fin, lo cierto es que lo eres, y... —Annie Fraser agitó las manos
con un gesto teatral para abarcar la biblioteca y el gran número de cajas
de libros y objetos aún por desembalar—. A mí no me interesa nada de
esto. La erudición no es adecuada para una mujer como Dios manda. Lo
que yo quiero es...
—Un marido, hijos y una casa bonita con una rosaleda —dijo Cleo para
definir lo que anhelaba su hermana mediana.
Desear algo resultaba peligroso, como bien sabía; pero ella también
había tenido dieciséis años. Por suerte, lo que deseaba Annie era más
moderado y trivial que lo que ella deseaba a su edad. Faltaban sólo unos

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días para que Annie cumpliera los diecisiete, y no era una mala edad para
empezar a pensar en un hogar y en un marido que lo proveyera.
—No estaría mal que conocieras a alguien este verano.
“Siempre que tengas un período de cortejo bien largo y un noviazgo
más largo todavía, pequeña.” Quería que sus hermanas llegaran a conocer
a los hombres de los que se enamorasen y a confiar en ellos. Pasó la
mirada de Annie a Pía, que aún estaba demasiado entusiasmada con los
perros, los caballos y los gatitos para preocuparse por los machos de su
propia especie. Sonrió para sí y volvió a mirar a Annie, y tomó nota
mentalmente de no emplear palabras como especie ni sacar a colación el
darwinismo cuando estuviera en compañía de otras personas. Estaba
segura de que Annie podía sacarle una lista enorme de los temas sobre los
que las damas no debían conversar.
—Espero que te des cuenta —dijo Cleo a su hermana mediana, que
estaba a punto de cumplir los diecisiete— que cualquier buen partido que
puedas conocer aquí, en Muirford, estará dando clases en la universidad o
estudiando en ella.
—El hombre con el que yo me case no terminará de profesor, de eso
puedes estar segura —proclamó Annie—. Ya tenemos demasiados en la
familia. A los jóvenes se les puede moldear.
Cleo no había descubierto que aquello fuera verdad, si bien Annie
parecía estar muy segura de su capacidad para manejar a un hombre.
Quizá debiera tener una charla de mujer a mujer con su hermana acerca
de las realidades de la vida. O también podía ser que Annie pudiera
enseñarle a ella una o dos cosas sobre las artimañas femeninas.
La verdad era que no constituía un tema que ella hubiera estudiado a
fondo. Sin embargo, en aquel momento no deseaba aguar el entusiasmo
que sentía Annie ante la perspectiva de ser presentada en sociedad.
—Entonces vas a tener que concentrar la caza de marido lejos del
Departamento de Historia, si no quieres tener por esposo a un polvoriento
profesor de universidad —le dijo a Annie.
—A mamá no le importó casarse con un polvoriento profesor de
universidad —intervino Pía y, al instante soltó una risita—. Claro que papá
no cuenta, supongo. Nunca ha permanecido en un sitio el tiempo
suficiente para acumular polvo.
—Hasta ahora. —Annie lanzó un suspiro de alivio—. Además, es nieto de
un conde. Mamá se casó con un hombre que tenía categoría además de
cerebro. Me alegro mucho de que haya aceptado el nombramiento aquí,
en Escocia, donde el apellido Fraser posee un cierto caché. Seguro que
encuentro un pretendiente entre los jóvenes que van a venir a estudiar a
Muirford.
—Por suerte para ti, Sir Edwards tiene la intención de que de la
universidad de Muirford salgan ingenieros y otros profesionales similares,

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prácticos y bien formados —apuntó Cleo—. Estoy segura de que, para ti,
supondrán un equilibrio entre los polvorientos y los presentables en
sociedad.
Sir Edward Muir, un hombre recientemente nombrado caballero y que
nadaba en el dinero ganado con el sudor de la frente de los obreros de su
fábrica, había fundado aquella nueva universidad creada en la aldea en
que había nacido. Había adquirido las tierras que la familia Muir había
trabajado a lo largo de varias generaciones como campesinos
arrendatarios y había construido una línea de ferrocarril que llegaba hasta
aquel pueblo remoto.
Poco a poco se elevaban sus bellos muros de piedra y ladrillo. Se había
contratado a un magnífico claustro de profesores. Incluso se iba a contar
con un museo. Estaban llegando eruditos venidos de todo el mundo para
asistir a una conferencia que iba a tener lugar aquella misma semana, y
se iba a organizar el gran Baile de las Highlands y otros muchos festejos
para celebrar el grandioso proyecto de Sir Edward. Cleo estaba de acuerdo
en que todo aquello resultaba muy emocionante, y se esforzaba con
ahínco en ocultar su amargura por ser una espectadora en vez de una
participante de tan maravillosos acontecimientos.
Lo había intentado, Dios sabía que lo había intentado. Sir Edward había
sido sumamente amable con ella y había mostrado gran interés por sus
ideas desde que se conocieron junto a la excavación que estaba
financiando él para su padre en la isla de Amorgis. Tuvieron numerosas y
agradables conversaciones acerca del futuro del mundo durante los tés
que tomaban con tía Saida, pero no aceptó permitir que asistieran mujeres
a su nueva universidad. Cleo señaló que Oxford y Cambridge permitían el
acceso de mujeres a las aulas y dijo que esperaba que Muirford hiciera lo
mismo. Lo convenció de que al menos echara un vistazo a los escritos de
Josephine Butler sobre la formación académica de las mujeres. Le contó
que ella misma había estudiado brevemente en Oxford, lo cual empujó un
poco a Sir Edward hacia su punto de vista. Luego su padre le recordó a Sir
Edward que tal vez Oxford y Cambridge permitieran que en algunas de sus
clases se sentaran mujeres, pero que estaba claro que aquellas grandiosas
aulas de aprendizaje jamás concederían una titulación universitaria a
alguien que usara enaguas.
Sir Edward terminó convencido de que permitir a las mujeres estudiar
en su joven universidad echaría a perder toda oportunidad de que
Muirford adquiriera prestigio y aceptación. Y para empeorar las cosas, tía
Saida estuvo conciliadora y se mostró de acuerdo con todo lo que decía el
caballero. Y lo peor de todo era que Cleo sabía que el miedo que tenía Sir
Edward de que aquella institución masculina no se tomara en serio a las
féminas estudiantes estaba bastante justificado.
Así que Cleo no quiso luchar contra semejante injusticia. ¿De qué iba a
servir? Sabía cómo arreglárselas con lo que le daban.

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Lo cual no la desalentó para decirle a Annie:


—Vas a ser la reina de todas las fiestas y tendrás cientos de
pretendientes.
—Y te enamorarás y serás feliz para siempre —añadió Pía.
—A menos que colabore Cleo, no —declaró Annie regresando al tema
del principio. Agitó un dedo hacia su hermana en gesto de advertencia—.
Habla del tiempo. Pregunta por la pesca. Si alguien saca el tema de las
excavaciones, ponte a hablar de jardinería. Déjalos que se explayen sobre
todos los temas aburridos del mundo y tú sonríe mientras tanto. No bailes.
No menciones que has usado pantalones. Ni que te han disparado.
—Ni que has matado serpientes —terció Pía—. Ni que has robado el
semental favorito de un príncipe.
—Lo tomé prestado.
—No quiero saberlo —declaró Annie.
—Ni que has dormido en la tumba de un faraón.
—Eso fue para que no me descubrieran aquellos horrendos tratantes
turcos de esclavos —repuso Cleo.
—Eso te lo estás inventando, ¿verdad? —exigió saber Annie—. Dime que
sólo me estáis tomando el pelo.
—Ni que te has escapado de la cárcel —continuó Pía.
—¿Cómo sabes tú eso? —preguntó Cleo a su hermana pequeña.
Pía rió.
—Ni que has hecho cosas que no debe hacer una señorita. ¡Si lo
cuentas, ello acarreará la muerte de Ariadne Fraser! —exclamó Pía con
una mano en la frente, en gesto melodramático.
—No gastes esas bromas delante de nadie —dijo Annie—. Y no se te
ocurra llamarme Ariadne. —Se estremeció visiblemente. Recorrió con la
mano su esbelta figura indicando su discreto pero moderno vestido azul,
provisto de tan sólo un toque de encaje en los puños y en el cuello, y su
sencillo peinado—. Bastará con un simple Annie.
—¿Y yo, qué? ¿Ya no puedo ser Olympías?
—Ya nadie te llama así —señaló Cleo—. Y tampoco me llaman a mí
Cleopatra. A ese respecto no tienes nada que temer, Annie, querida.
Annie asintió con énfasis.
—Bien. —Acto seguido se puso muy seria y dijo, retorciéndose las
manos—: Para mí eso no constituye un problema, pero tía Jenny es... Y en
cuanto a Saida...
Cleo saltó de su asiento al percibir el tono de Annie, y Annie reaccionó
dando un paso atrás. Aunque Cleo era una mujer dotada de profundidad

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intelectual —si bien no de gran estatura física— todavía podía resultar


formidable.
—Saida es nuestra tía —dijo en un tono de voz peligrosamente grave.
—Por matrimonio. Tía Jenny ha dicho que...
—Tía Jenny puede irse al infierno.
Annie era por encima de todo persistente, aunque palideció ante la
fiereza y el lenguaje empleados por Cleo.
—Pero tía Jenny dice que se considerará casi escandaloso que una
mujer extranjera viva en la familia de un viudo.
—Tía Jenny es muy estrecha de miras —intervino Pía—. Saida contribuyó
a criarnos a nosotras.
—A mí, no —le recordó Annie—. Papá no debería haberte llevado a ti de
nuevo a Egipto y después a Grecia, cuando te recuperaste de aquella
horrible enfermedad, Pía. —Se giró otra vez hacia Cleo—. Y tú tampoco
deberías haber regresado. Deberíamos haber permanecido juntas y ser
hermanas como Dios manda en lugar de arreglarnos con visitas y cartas.
Tú no deberías haber huido de Oxford.
—No huí. Tuve que volver para demostrar a papá que había encontrado
la clave para traducir aquel papiro alejandrino de la biblioteca de la
universidad.
—Podrías haber enviado la traducción por correo.
—Quería volver, Annie. El papiro era...
—Ya estoy más que harta de oír nombrar ese maldito papiro. ¿Acaso es
más importante que la familia?
—Ese documento es muy importante para nuestra familia. —Cleo estaba
completamente estupefacta por la repentina vehemencia de Annie y
profundamente afectada por el dolor de su hermana pequeña—. Lo que
sabía, no podía confiárselo a una carta. Papá necesitaba aquella
información.
—Y yo te necesitaba a ti —se quejó Annie—. Te eché muchísimo de
menos.
Pía fue hasta Annie y la abrazó.
—Nosotras también te echamos de menos. Ahora ya estamos juntas.
Puedes volver con nosotras a Grecia.
—Quiero que seamos una familia normal —dijo Annie. Se sorbió la nariz
y se enjugó una lágrima con la mano.
Cleo no se arrepentía de los años que había pasado alejada de su
Escocia natal. De hecho, apenas podía esperar a que su padre persuadiera
a Sir Edward de que organizara una nueva expedición arqueológica. Lo
que sí lamentaba era que tía Jenny, madre de cuatro hijos varones,

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hubiera insistido de manera inflexible en que se quedara con ella "mi


pequeña Annie", que era "la hija que nunca he tenido". Al principio Cleo se
sintió agradecida, pero luego, conforme fueron transcurriendo los años,
Annie se quedó en aquella casa y su padre se lo consintió. Su padre
necesitaba la ayuda financiera y el apoyo académico de tío Andrew, así
que tía Jenny se salió con la suya.
Y ahora su influencia estaba llegando hasta la familia reunida de nuevo
en Muirford. ¡Qué lástima que tía Jenny hubiera decidido pasar las
vacaciones de verano en el hotel recientemente abierto allí!
Bueno, Cleo se encargaría de tratar con ella. Y también intentaría darle
a Annie lo que ésta deseaba con tanta desesperación: una casita de
campo cubierta de hiedra con una rosaleda en la parte de atrás y una
familia como Dios manda, seria y en casa, que poder presentar a sus
pretendientes.
Cleo dio la vuelta al escritorio y se sumó a Pía y Annie en un abrazo
fraternal de las tres juntas.
—Eres demasiado guapa para llorar —le dijo a Annie, pasándole un
pañuelo que llevaba en el bolsillo de la falda—. No podemos consentir que
estés toda colorada y congestionada cuando llegue la hora de tomar el té
con Lady Alison, ¿no crees?
Annie dejó caer el pañuelo y recordó el tiempo que se cubría con las
manos las mejillas húmedas y sonrosadas.
—¡Cielo santo, lo había olvidado! —Miró en derredor buscando un reloj
—. ¿Qué hora es?
Cleo introdujo la mano en un amplio bolsillo y extrajo un reloj de oro de
intrincados dibujos en relieve que lucía las iniciales ADE. Hacía mucho
tiempo que había adoptado la costumbre de pasar el dedo por aquellas
letras antes de abrir el reloj; sabía que era una tontería, pero lo hacía de
todos modos.
—Aún no son las dos —informó a Annie. Cerró la tapa del reloj y volvió a
guardárselo en el bolsillo—. Tienes tiempo de sobra para ponerte guapa.
No tienes que estar en Dower House hasta las cuatro.
Annie recuperó su estado de ánimo alegre, junto con una sonrisa
burlona y maliciosa.
—No me preocupa tener que arreglarme, Cleo. —Apoyó las manos en
las caderas—. No soy yo la que resulta un verdadero espantajo.
Ay, Dios. Cleo señaló las cajas sin desempaquetar y las estanterías casi
vacías.
—Yo tengo otros planes para esta tarde. Papá necesita tener lista esta
estantería lo antes que...

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—Nos han invitado a tomar el té con Lady Alison McKay —replicó Annie
despacio, como si Cleo fuera sorda o retrasada mental—. Lady Alison.
Cleo entendía que Lady Alison, viuda del fallecido Lord McKay de
Muirford, seguía siendo el árbitro social de aquella comarca, pese al hecho
de que la mansión ancestral de su esposo había sido adquirida por un rico
industrial. Una invitación de Lady Alison era un modo tácito de recordar a
los integrantes de la burguesía local que estaban relacionados con la
nobleza, y abría un abanico social más amplio para las hijas del profesor
Fraser. O eso había afirmado tía Jenny.
Cleo sabía con absoluta seguridad que todas las viudas e hijas de los
miembros del profesorado habían sido invitadas a aquella reunión, pero no
deseaba quitarle la ilusión a Annie con una dosis de realidad. Después de
todo, era solamente una fiesta.
—A las tres vendrá tía Jenny para llevarte a casa de Lady Alison.
—A llevarnos —corrigió Annie—. Aunque no sé cómo voy a hacer para
conseguir que estés presentable con tan poca antelación.
El ademán que hizo Cleo abarcó las estanterías vacías y las numerosas
cajas de embalaje.
—La biblioteca de papá...
—No eres su esclava —declaró Annie.
—Pero soy su ayudante —replicó Cleo, aunque, por supuesto,
oficialmente no lo era.
Su padre insistía bastante en que ella permaneciera en segunda fila.
Con los años había descubierto que la segunda fila, en la que nadie
prestaba atención a lo que ella hiciera, resultó ser un lugar de lo más útil.
Pero se había prometido a sí misma ayudar a su hermana a conseguir la
vida "normal" que tanto ansiaba.
—Supongo que tendré que ir —suspiró—. Me había resignado a tratar
con la sociedad de largo, pero no me siento nada cómoda con la gente de
la ciudad. Sobre todo con la que tiene un título delante del nombre. ¿Cómo
he de tratar a Lady Alison?
—Con cortesía —respondió Annie en tono firme—. Con deferencia, pero
recuerda quién eres tú.
—Conmigo es siempre muy amable —intervino Pía—. Me deja tener a
Saladino en sus establos. Dice que puedo ir a su casa todas las veces que
quiera. Me dijo que tu nota de agradecimiento fue uno de los mejores
ejemplos de caligrafía que nunca había visto, Cleo.
—Tú no tienes problemas para hablar con Sir Edward, Cleo —apuntó
Annie.
Aquello era cierto, pero es que había sido en su propio territorio. Y,
desde luego, Sir Edward había sido de mucha ayuda después del

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Susan Sizemore El precio de la pasión

accidente. No, no deseaba acordarse de aquellos días horribles. Pero por


un instante sintió el cerebro inundado por los gritos de los hombres
atrapados en el interior de la tumba que se había desplomado y un polvo
antiguo que le obstruía la garganta y se le agarró al corazón un pavor
insoportable.
"¡Oh, Dios! ¡Ángel!"
—Cleo. Cleo. ¿Te encuentras bien?
Cleo descubrió que estaba mirándose las manos, y se sorprendió al ver
que no estaban cubiertas de tierra y sangre, consecuencia de sus
frenéticos esfuerzos para abrirse paso excavando hasta la cámara
funeraria que acababa de cegarse. Se obligó a apartar de su pensamiento
aquellos instantes interminables en los que deseó morirse y sonrió a sus
hermanas. Éstas tenían una expresión horrorizada.
—¿Estoy muy pálida? —les preguntó. Ellas afirmaron con la cabeza—.
¡Oh, Dios!
—Lo único que te he pedido es que seas amable con Lady Alison —dijo
Annie, intentando a medias una broma.
—Estaba pensando en Sir Edward —sugirió Pía—. Papá dice que le
gusta.
—¿De veras? —Annie consiguió parecer escéptica y emocionada a un
tiempo—. ¿Cleopatra Fraser interesada por un hombre? Y además por uno
rico, nombrado caballero...
—Y viejo —interrumpió Pía.
Annie no hizo caso de su hermana y observó a Cleo con mirada crítica, a
todas luces sospechando que su hermana solterona pudiera mostrar
interés por un varón. Cleo no se tomó la molestia de señalar que no era
ella la que había mencionado sentir interés alguno, que Pía estaba
malinterpretando algún comentario emitido por su padre.
Annie preguntó:
—¿No sería maravilloso que a Sir Edward también le gustaras tú?
—Eso resolvería todas nuestras preocupaciones —agregó Pía.
—Pía, no seas mercenaria —bromeó Cleo.
—¿Por qué no? —Cleo dirigió una mirada traviesa a Annie y dijo:
—Ser una mercenaria tan a las claras no resulta apropiado en una
señorita.
—Anotaré eso en mi diario como un detalle a recordar —repuso Pía.
—Que no se te olvide —bromeó Annie.
—Supongo que será mejor que nos cambiemos, antes de que llegue tía
Jenny.

~18~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo se levantó del sillón del escritorio mirando al mismo tiempo por la
ventana. Vio a tía Saida leyendo, sentada en el banco que había en la
hermosa rosaleda rodeada por una tapia de la parte posterior de la casa.
La hija de Saida, Thena, que tenía nueve años, se encontraba muy cerca
de su madre, con un chal de cachemir sobre la cabeza y los hombros. Cleo
sonrió al verlas y le dijo a Annie:
—Ahora subo, dentro de unos minutos. No te preocupes, no me
retrasaré —añadió para tranquilizarla, y acto seguido abandonó la
biblioteca y salió al jardín.

~19~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 2

—Sigues teniendo la pelvis de una camella.


Aquellas palabras llegaron flotando por encima de la tapia del jardín
junto a la que pasaba él, acompañadas por un intenso y embriagador
perfume de rosas y una risa infantil. La frase por sí sola, expresada en
árabe, habría bastado para parar en seco al doctor A. David Evans, pero la
combinación de las tres cosas lo hizo frenar de golpe. El profesor Duncan
continuó caminando sin él por la senda recientemente cubierta de
ladrillos, aún ensimismado en una conversación unilateral acerca del
problema de fechar la cerámica de Blackware. Evans permaneció unos
instantes junto a la tapia, aspiró el perfume a rosas y ladeó la cabeza para
escuchar.
—¿Tú crees, Saida?
La voz que habló era sensual, rebosante de placer. Familiar. No
inesperada. En cambio, el hecho de oírla lo hizo estremecerse hasta la
médula de los huesos. Evans contuvo la respiración y dio un paso para
acercarse un poco más.
Él era un individuo alto y la tapia no lo era tanto. Y tampoco tenía
muchos escrúpulos en satisfacer su curiosidad. Nunca había dado mucha
importancia a eso de tener escrúpulos. Y había convertido en una
profesión lo de satisfacer su curiosidad, si bien sus excavaciones y sus
negocios en Oriente Próximo habían recibido otros muchos nombres por
parte de amigos y rivales. De modo que no le costó gran esfuerzo estirarse
un poco para asomarse, a fin de ver la rosaleda.
Las rosas eran en su mayoría rojas, el vestido de ella era gris, y su
cabello brillaba más que el sol en aquellas tierras norteñas. Llevaba un
chal de cachemir atado alrededor de la cintura; sus caderas se mecían de
un lado al otro. Saida Wallace estaba en lo cierto: Cleopatra Fraser movía
el cuerpo con un ritmo sinuoso y ondulante que recordaba a una nave del
desierto. Pero a lomos de un camello dicho movimiento no resultaba tan
profundamente, intensamente seductor. La incongruencia de encontrar a
una mujer de cabello rubio ejecutando la danza del vientre en un jardín de
Escocia no hizo sino acrecentar el atractivo de aquel momento. Evans no
pudo evitar sonreír, aunque hubo una cierta tensión en su sonrisa. Y su
cuerpo no pudo evitar reaccionar. Y él no pudo evitar recordar.

~20~
Susan Sizemore El precio de la pasión

La muchacha no debería haber huido llorando, y él no debería haber


salido a buscarla. Tardó dos horas en poder librarse del monótono
cotorreo del padre de la chica. Éste no prestó atención a su hija, pero
Evans no había dejado de pensar durante toda la tarde en su bello rostro y
en sus ojos, brillantes a causa de las lágrimas sin derramar. Ella sabía que
en el río había cocodrilos e hipopótamos; no le pasaría nada. Pero... aun
así...
Deseaba ser él quien le enjugara aquellas lágrimas, y demasiado bien
sabía que ello no se debía a que se solidarizara con su dolor. Quería estar
a solas con ella cuando le secara las lágrimas. Sonrió. ¡Oh, sí! Sabía muy
bien a donde conduciría aquel gesto de consuelo.
Con todo, aunque Fraser era un idiota, había intentado aprender algo
del hecho de pasar otro día en compañía de él. Evans supo, desde el día
en que lo conoció, que Fraser no era tan inteligente como le habían
comentado, pero ya era demasiado tarde para marcharse y, además,
había mucho que podía aprender por sí solo, simplemente con tomar parte
en la excavación.
Y lo cierto era que la hija era una persona interesante con la que
conversar, demasiado inteligente para su propio bien. Su padre lo sabía, y
no le agradaba lo más mínimo. A Evans le gustaba que las mujeres con las
que se relacionaba fueran inteligentes. Las mujeres inteligentes eran
mejores en la cama. Y todavía le gustaba más que fueran atractivas
físicamente. Y aquella muchacha tenía muchos puntos a su favor en
cuanto al físico, además de su inteligencia, con aquellos ojos grandes y
brillantes y aquella boca tan sensual.
Fue pensando en sus labios mientras se apresuraba a bajar por un
camino que conducía a un grupo de árboles y juncos que crecían al borde
del agua. Durante unos momentos tan sólo llegó a sus oídos el murmullo
del lento y poderoso río. Después cambió el viento y comenzó a oírse,
proveniente de la orilla, el sonido de un tambor acompañado por el
metálico entrechocar de unos pequeños crótalos, seguido por la música,
igualmente sonora, de una risa femenina. Ambos sonidos tocaron una
fibra primitiva en lo más hondo de su ser. Se giró con renovado
entusiasmo y se acercó sigilosamente para atisbar por entre los tupidos
juncos.
Había oído hablar de una especie de danza erótica de origen étnico que
practicaban las nativas... pero nunca había esperado ser testigo de ella. Y
sin embargo, allí, en una estrecha franja de tierra que se extendía entre el
río y una pared de juncos, había dos mujeres bailando al ritmo que
marcaba un niño tocando un tambor que sostenía en las manos. Ambas
estaban descalzas y lucían cascabeles en los tobillos, lo cual se sumaba al
exotismo de la música a cuyo son bailaban. El cabello les caía suelto por
la espalda y tenían los ojos brillantes y el semblante tenso a causa de la
concentración.

~21~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Aunque estaban cubiertas desde el cuello hasta los pies con las
holgadas telas de la tradicional vestimenta con bordados y rayas, aquellas
suaves prendas destacaban más que ocultaban unos pechos y unas
caderas que se mecían y se agitaban de una manera que él no había visto
jamás. Sus gestos eran fluidos e incitantes; los crótalos que llevaban
prendidos a los dedos chocaban marcando un ritmo totalmente distinto.
Aquella visión y aquellos sonidos inundaron todos sus sentidos. Y todos
sus sentidos se centraron en la más alta de las dos bailarinas, una
muchacha esbelta como un sauce, de miembros etéreos, cuyo más
mínimo movimiento ofrecía una promesa de seducción.
Su melena suelta relucía igual que el oro de los faraones bajo el intenso
sol de la tarde. El se olvidó de quién era, se olvidó de la razón por la que
había bajado al río. Aquella joven era la criatura más hermosa, más
lasciva que había visto en toda su vida. Sus manos se cerraron en dos
puños a los costados, y empezó a arder con un calor más insistente que el
propio sol del desierto. Lo único que pudo sentir fue deseo.
La danza cesó cuando Cleo Fraser golpeó el suelo con el pie y se
transformó de diosa en mujer. Frustrada, se giró hacia Saida Wallace y le
dijo:
—¡Nunca consigo que me salga ese giro de hombro, por más que lo
practique!
—Estás mejorando. Tú no llevas toda la vida haciendo esto,
precisamente.
—Te agradezco que hayas aceptado enseñarme.
—Las mujeres de mi familia bailan. Dado que no tengo hijas, ¿a quién
más se lo voy a dejar en herencia?
—Puede que tengas una hija ahora. ¿Todavía te duele la espalda o se te
ha aliviado con el baile, como decías? ¿Y por qué papá ha dicho que soy
una tonta? —agregó después de que el joven Walter Raschid Wallace dejó
el tambor en el suelo y se fue a jugar—. Lo único que hice fue sugerir que
preguntase a las mujeres egipcias que llevan miles de años lavando ropa
cómo creían ellas que hacían los antiguos para plegar las prendas que se
ven en las pinturas de las tumbas. A mí me parece algo de lo más
sensato.
Saida Wallace se quitó los crótalos de los dedos y apoyó las manos en la
parte posterior de la espalda. Su preñez era apenas apreciable bajo las
holgadas ropas.
—Bailar ayuda —le dijo la mujer árabe a su sobrina escocesa—. Los
hombres rara vez son sensatos, Cleo; y los hombres como tu padre,
menos aún.
—Pero Ángel dice que...

~22~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Tu Ángel no es ningún angelito —replicó Saida en tono áspero—. No


me inspira ninguna confianza el modo en que te mira.
Él estuvo a punto de echarse a reír. Desde luego, a Saida Wallace no le
gustaría nada el modo en que estaba mirando a Cleopatra en aquel
preciso instante... pero claro, su manera lasciva de bailar invitaba a
mirarla, ¿no?
Ya se sentía atraído anteriormente por la hija mayor de Fraser, pero
verla así... Anheló tocar el fuego que insinuaba aquella danza. La
atracción se trocó en necesidad acuciante, y al instante siguiente en
determinación. Aquella mujer sería suya antes de que finalizara la
temporada.

—Tengo que irme, de verdad.


La voz de Cleo devolvió a Evans al momento presente y le recordó que a
él también lo esperaban en otra parte. Pero la reunión en casa de Sir
Edward Muir no ofrecía la menor emoción, nada parecido al incitante
placer de espiar a una mujer hermosa que se encontraba tan fuera de
lugar en aquel anodino entorno como lo estaría una de las huríes del
Paraíso en la iglesia del pueblo.
—Le he prometido a Annie que no iba a bailar —siguió diciendo Cleo.
Saida y ella compartieron una sonrisa de complicidad—. Como si alguna
vez bailara en público.
—Lo hiciste en una ocasión —apuntó Saida.
—No me lo recuerdes.
Evans sí que lo recordó, y experimentó una oleada de fría cólera que le
recorrió todo el cuerpo. En efecto, Cleo Fraser había bailado en público en
una ocasión.
Dio media vuelta y corrió para alcanzar al profesor Duncan.

—Forasteros por todas partes —dijo tía Jenny—. No te lo puedes ni


imaginar. Nunca he conocido a ninguno, y no estoy segura de querer
conocerlo. —Agitó la mano, temblorosa, y a continuación depositó la taza
de té sobre la mesita que tenía al lado para poder juntar las manos—. No
esperaba precisamente que unas vacaciones en las Highlands fueran a ser
tan... exóticas. —El ligero titubeo al escoger aquella última palabra resultó
bastante elocuente... y reprobatorio—. Las habitaciones del hotel son
encantadoras, el servicio es aceptable y las vistas maravillosas, pero... en
fin... hay un montón de personajes raros acechando por todas partes. Y
cada día llegan huéspedes nuevos.

~23~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo miró a su tía con expresión perpleja, pero se mordió la lengua al


captar la mirada de advertencia de Annie. Permaneció callada en su silla,
una de las muchas que había en aquella sala decorada con una mezcla de
estanterías repletas de estatuillas de porcelana por un lado y paredes
atestadas de varias filas de cornamentas y cabezas de animales disecadas
por el otro.
A ella le resultaba incongruente, pero lo más probable era que aquella
decoración constituyera un estilo perfectamente normal en la casa de la
viuda de un lord escocés. En un rincón había una estantería de libros y de
vez en cuando su mirada derivaba anhelante hacia aquél lugar, pero
durante la mayor parte del tiempo Cleo logró mantener la atención fija en
el grupo de mujeres reunidas en los sillones y sofás dispuestos frente a la
chimenea.
Su anfitriona, que estaba sentada en un sillón de orejas, presidía el acto
con tranquila seguridad en sí misma. Lady Alison era curiosa y simpática,
una mujer regordeta y madura, de cabellera pelirroja generosamente
surcada de mechones plateados y vestida en tonos rosas en vez del luto
típico de las viudas. Les había contado que aquel mes se cumplían quince
años del fallecimiento de su esposo y que no tenía la menor intención de
vestir de luto hasta el fin de sus días sólo porque la hausfrau alemana que
veraneaba en Balmoral intentase ponerlo de moda.
Lady Alison era una separatista escocesa declarada, y se sentía
orgullosa de proclamarse como tal. A Cleo le cayó bien, aunque advirtió
que tía Jenny se escandalizaba de algunas de las observaciones que hacía.
Y probablemente ésa era en parte la razón por la que caía bien a Cleo. Tía
Jenny era la persona más provinciana que Cleo había conocido jamás.
Personalmente, opinaba que el hecho de que su tía se tropezara con
huéspedes extranjeros en el hotel era bueno para ella.
—Bueno, se trata de un simposio internacional sobre Historia —señaló la
señora Jackson, la esposa del rector honorario—. Y Sir Edward ha otorgado
una beca a dos jóvenes de cada uno de los países con los que tiene
negociaciones. Es muy generoso por su parte, en mi opinión.
—Sí, sí —contestó tía Jenny—. Sin duda, Sir Edward está haciendo
mucho para ayudar a llevar la civilización a los pobres desgraciados del
mundo. Pero...
—Yo opino que lo que está haciendo Edward es maravilloso —intervino
Lady Alison—. Es lo más emocionante que ha sucedido nunca por aquí. —
Exhaló un profundo suspiro y después miró directamente a Cleo—. A
menudo me pregunto cómo será correr aventuras.
¡Ay, Dios! Con una sensación de desazón, Cleo se dio cuenta de que Sir
Edward debía de haberle mencionado a Lady Alison los viajes que había
realizado ella, y Lady Alison quería que le contara relatos épicos y
penurias pasadas en lugares exóticos y remotos.

~24~
Susan Sizemore El precio de la pasión

A tía Jenny no le iba a gustar nada. Pero si regalar a aquel público con
narraciones escogidas era el precio que debía pagar para que Annie
pasara a formar parte del mundillo social de aquel lugar, le contaría a
Lady Alison todo lo que ésta quisiera saber; y al diablo con la sensibilidad
de tía Jenny.
Cleo respondió a su anfitriona con una sonrisa.
—Estoy segura de que puedes contarnos cómo es la vida en Egipto y en
Grecia, querida —la incitó Lady Alison.
—Hace calor —contestó Cleo—. Annie, sentada a su lado en el sofá,
emitió un minúsculo suspiro, de modo que Cleo se apresuró a añadir—:
Ciertamente, he echado de menos las verdes colinas y la blanda lluvia de
mi hogar.
Era una descarada mentira. Cleo estaba deseando regresar a aquellas
tierras de Grecia inundadas por el sol, a las aldeas de casas blanqueadas y
tejados azules bañados por una sensual luz dorada, al verde plateado de
los olivares, al rojo anaranjado de las amapolas que brotaban a lo largo de
las carreteras polvorientas, al sabor dulce de los melones maduros y al
flamear y crujir de los molinos.
¡Y Egipto! A Egipto lo echaba de menos cien veces más que a las
encantadoras islas griegas. No había nada igual en todo el mundo. Aun
cuando había enterrado allí su corazón y todas sus esperanzas,
conservaba con profundo afecto los recuerdos que tenía de aquella tierra,
los malos y los buenos.
Sin embargo, aquellas damas de las Highlands no querían conocer la
realidad, con las moscas, las fiebres, las penalidades y los sufrimientos. Ya
tenían suficiente realidad en casa.
Pero la dicha... La dicha sí que podía dársela.
—Cuando era pequeña, mi padre y mi tío formaron parte de un equipo
de Oxford que excavó las tumbas del Valle de los Reyes de Egipto. Mi
padre nos llevó consigo a mi madre y a mí. Algunos de mis primeros
recuerdos son los de las estrechas calles de El Cairo, el canto de los
musulmanes llamando a la oración, los asnos y los camellos cargados de
toda clase de mercaderías misteriosas, y las mujeres caminando por las
calles cubiertas con tupidos velos y túnicas largas, pero vestidas de vivos
colores en el interior de sus casas.
¡Y las ruinas! Enormes, imponentes, con estatuas de dioses misteriosos
y reyes antiguos tan altos como un edificio. Los templos antiguos fueron
mi patio de juegos. En vacaciones íbamos a Alejandría para que mi padre
pudiera avanzar en su búsqueda de la tumba de Alejandro. Alejandría es
una antigua ciudad portuaria del Mediterráneo. Allí hay gentes venidas de
todas partes del mundo, y en los bazares se oye algo parecido a la Torre
de Babel. Huelen a especias exóticas, a café turco y al aroma dulce del
cáñamo quemado.

~25~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿Por qué queman sogas? —preguntó la señora McDyess, la mujer del


vicario.
Cleo contempló durante unos instantes la expresión de inocencia de la
señora McDyess y llegó a la conclusión de que para el futuro social de su
hermana no sería beneficioso hablar del hachís.
—Se emplea como planta medicinal —explicó.
—¿Queman sogas como medicina? —La señora McDyess rompió a reír—.
Qué gente más rara.
—Desde luego —convino Lady Alison con un sabio gesto de
asentimiento.
Cleo se esforzó por cambiar de tema.
—Nosotros buscábamos a Alejandro. En cierta ocasión viajamos en
camello por el desierto hasta el oasis de Siwa y fuimos perseguidos por
unos bandidos beduinos que pretendían robarnos.
Lady Alison se llevó las manos a las mejillas.
—¡Bandidos! ¡Qué emocionante! ¿Capturaron vuestra caravana?
—Nos empujaron hasta unas ruinas.
—¿Y qué pasó después?
Arrastró al guía de la caravana, que se encontraba herido, para
protegerlo detrás de una columna rota. Enseguida vio que la herida no era
mortal, y le arrancó el rifle de las manos para defender a los suyos. Si los
jinetes tuvieran la posibilidad de apostarse en círculo alrededor de las
ruinas, la caravana estaría perdida. Los bandidos podían atraparlos en un
fuego cruzado, o bien asediarlos y aguardar a que el duro desierto se
encargara de acabar con los viajeros.
El tiroteo que tenía lugar alrededor de ella era rápido y ensordecedor.
Tardó unos instantes en darse cuenta de que era más abundante de lo
que debía ser. Se agachó tras una estatua de Anubis, el dios con cabeza
de chacal, y recorrió la zona con la vista. En el lugar al que habían corrido
a refugiarse había un campamento, y los ocupantes del mismo se habían
sumado a ellos en la tarea de ahuyentar de allí a los bandidos. ¡Gracias a
Dios, estaban salvados! Pero todavía no se habían terminado sus
problemas. Se llevó el rifle al hombro y apuntó, pero estaba demasiado
metida entre las ruinas y sus disparos podrían herir a un defensor. Así que
se mantuvo agachada y se dirigió hacia el perímetro.
En el borde del campamento había una hilera de columnas que se
alzaban semejantes a costillas rotas y blanqueadas en la arena. Al dar la
vuelta a una de ellas, descubrió a un hombre vestido a la usanza
occidental, con un sombrero de ala ancha y un rifle en posición. El
individuo se giró lentamente para mirarla, justo en el momento en que
ella vio emerger una sombra por detrás de otra de las columnas.

~26~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¡Cuidado!. —exclamó.
—¡Detrás de usted! —gritó él.
Ella se giró de pronto y disparó. Su atacante cayó al suelo.
Oyó disparos a su espalda y se volvió, y entonces vio que el hombre
que la había advertido también había despachado a su adversario. Luego
se giró hacia ella.
—¡Tu!—gritó.
Era alto y de hombros anchos, con unos ojos oscuros como la noche.
Ella se acercó. Cuando él dio un paso adelante, el feroz viento del desierto
le arrancó el sombrero de ala ancha y dejó al descubierto una densa
cabellera de color negro.
—¡Tú! —Ella quedó petrificada en el sitio. Dos años cayeron hechos
añicos, igual que un espejo roto. Si en aquel momento alguien le hubiera
pegado un tiro en la espalda, ella ni lo habría notado—. ¡Tú estás en
Estados Unidos!
—Y tú en Escocia.
—Estoy aquí —dijeron los dos a la vez.
—¡Cleo!
De pronto entre ambos apareció su padre, apremiándola para que se
dirigiera hacia los caballos.
—Pero... —Ella señaló a su espalda—. Ángel...
Su padre lanzó al otro una mirada breve, con gesto de desprecio.
—¡Olvídalo, niña! ¿Acaso no ves en qué se ha convertido?
—¿Qué ocurrió? ¿Os robaron?
—En realidad —respondió Cleo en tono ligero, como no queriendo dar
importancia a la cosa a pesar de los cristales rotos que tenía en el corazón
—, fuimos rescatados por unos ladrones de tumbas.
—Lady Alison también tiene una historia de robo que contar —
interrumpió tía Jenny—. Si entraran en mi casa y se llevaran un valioso
collar, yo lo consideraría si duda una aventura bastante importante.
Todas volvieron la atención con avidez a Lady Alison, más interesadas
en las noticias locales que en los relatos de viajes. Lady Alison ya había
dicho que no deseaba hablar de los rumores que corrían por toda la
comarca, y todo el mundo había obedecido sus deseos de mala gana
hasta ahora, pero a lo largo de toda la reunión había cundido en la sala
una súbita curiosidad apenas disimulada. Las palabras de tía Jenny
abrieron las puertas a la oportunidad que habían estado esperando.
—He oído decir que ha estado aquí el magistrado —dijo la esposa del
vicario—. ¡Un robo en Muirford! Sorprendente.

~27~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Yo ni siquiera estoy segura de que haya sido un robo —dijo Lady
Alison.
—¿Sufriste una impresión muy grande, querida? —inquirió la señora
Douglas.
—Ni siquiera me encontraba en casa.
—Una ventana rota. —La honorable Davida MacLean se estremeció—. Y
tus joyas robadas.
—Un collar —la corrigió Lady Alison—. El cual, es posible que
simplemente lo haya perdido.
—Pero había una ventana rota —dijo tía Jenny—. Vándalos, como
mínimo.
—O tal vez un sirviente torpe que no ha reconocido haber sufrido un
accidente —replicó Lady Alison.
—Habiendo tantos extranjeros por aquí, toda precaución es poca —
opinó la mujer del vicario. Dirigió una mirada siniestra a la señora Jackson
—. Hay muchos motivos para preocuparse por todos los cambios que está
sufriendo nuestro pequeño y tranquilo Muirford. No estaremos a salvo en
la cama con todos esos estudiantes y sassenachs1 pululando por ahí.
Antes de que nadie pudiera hacer un comentario al respecto, entró el
mayordomo portando una bandeja de plata con un sobre. Lady Alison
aceptó la nota con un decidido aire de alivio. Y pareció más aliviada aún
cuando volvió a mirar a sus invitadas, que aguardaban expectantes.
—Sir Edward ha enviado carruajes. Nos invita a trasladar nuestra
reunión a otra parte.
—¿A otra parte? —inquirió la señora Douglas—. ¿Se puede saber qué
quiere decir eso?
—Esto es un tanto irregular, pero mencioné a Edward que me proponía
celebrar esta reunión. Y él me dijo que él mismo pensaba celebrar otra
hoy mismo.
—Esta tarde mi padre fue invitado a la casa de Sir Edward —habló Annie
por primera vez—. ¿No es así, Cleo?
—Envió sus excusas, Annie. Todo el profesorado y los conferenciantes
invitados que han llegado se encuentran esta tarde en la casa de Sir
Edward —repuso Cleo—. Coñac y cigarros, me inclino a creer.
—Y nos han invitado a que nos unamos a ellos —dijo Lady Alison—.
Para, de ese modo, convertir dos fiestas en una sola. Edward ha
transformado la reunión en una cena bufé. Lamenta la informalidad del
evento, pero de ningún modo podemos desdeñar la galantería que ha
demostrado al enviarnos carruajes.
1
Ingleses. (N. de la T.)

~28~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Lady Alison sonrió con afecto y se puso en pie. La señora Jackson


también se levantó. Una por una, todas aquellas damas levemente
escandalizadas fueron haciendo lo mismo y comenzaron a solicitar chales
y gorros.
Cleo se dijo que Lady Alison se alegraba de que hubiera surgido algo
que le evitara hablar de su collar desaparecido. Se veía a las claras que
estaba contenta de escapar de ser el centro de atención. De hecho,
estaba casi deseosa de correr en pos de la compañía familiar, seca,
insulsa y emocionalmente segura de unos varones eruditos.

~29~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 3

—Yo no le he disparado a ese maldito animal —contestó Sir Edward


respondiendo al cumplido de Jackson, el rector—. Yo diría que tiene varios
cientos de años de antigüedad. Me han asegurado que es una de las
cornamentas más grandes que se han visto en las Highlands. Venía con la
casa.
Sonrió, mirando casi con cariño la cabeza disecada que colgaba en la
vertical de la repisa de la chimenea.
— Es probable que algún antepasado mío tuviera que destripar y limpiar
a esa pobre bestia sin recibir recompensa alguna por dicho esfuerzo.
Excepto la recompensa de servir a su señor, naturalmente.
—Ahora el señor es usted, Sir Edward —intervino el decano Smith.
—Un señor protege las tierras y las gentes. —Sir Edward se frotó el
mentón con aire pensativo—. Desde luego, yo deseo lo mejor para
Muirford. Sí. La línea de ferrocarril, la universidad, el museo, el hotel y
todo eso. Me siento orgulloso de haber traído aquí todas esas cosas. A
pesar de mis comienzos, supongo que puedo considerarme el señor de
este lugar, ahora que ha desaparecido el último de los McKay.
Sir Edward Muir no era un hombre que tratara de ocultar su origen
detrás de la protección de sus inmensas riquezas y su nuevo título. Se
sentía bastante orgulloso de su pasado y a Evans le caía bien por aquella
razón.
Advirtió que la sinceridad sin ambages de Sir Edward hacía que a la
mayoría de sus invitados les rechinaran los dientes; pero es que la
mayoría de ellos eran británicos. El doctor A. David Evans era un
norteamericano, natural del férreo estado de Maine. En la tierra de la que
provenía él no constituía ninguna vergüenza que uno mismo se labrase su
fortuna en vez de heredarla. Evans sonrió al pensar en ello, pero con ironía
en lugar del viejo veneno de costumbre. En cierta época, no hacía mucho,
había creído con tanta firmeza como cualquier Lord británico que merecía
que le sirvieran el mundo en una bandeja de plata, que todo lo que
deseaba era suyo por derecho, por el simple hecho de ser quien era. Y a
veces todavía lo pensaba.

~30~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Era una lástima que lo hubiera perdido todo antes de empezar a


aprender unas cuantas lecciones de humildad. La humildad no le sentaba
muy bien.
Evans paseó por entre los presentes buscando algo con que distraerse.
El gran salón de la mansión poseía un techo atravesado por vigas del cual
pendían enormes lámparas de araña en forma de rueda, un suelo de
madera oscura que había sido pulimentada hasta hacerla brillar como un
espejo y unos altos ventanales provistos de vidrieras que representaban
escenas de caza. Los tapices de los muros y los trofeos disecados
abundaban en el mismo tema. Había una o dos armaduras ubicadas en
rincones oscuros, y un festín dispuesto sobre unas mesas colocadas a lo
largo de las paredes.
El alargado salón se hallaba abarrotado de académicos reunidos en
grupos, vestidos con trajes oscuros y luciendo expresiones graves, todos
absortos en intensas conversaciones. El rector Jackson, el decano Smith, el
profesor Robinson, almirante ya retirado que dirigía el departamento de
matemáticas y otros dignatarios desconocidos para Evans; todos se
hallaban congregados alrededor de Sir Edward. Evans cogió al vuelo una
copa de vino de un lacayo que pasaba y se aproximó al grupo de eruditos
que tenía más cerca.
—Por supuesto, Schliemann es un farsante —fueron las primeras
palabras que oyó al acercarse al grupo.
—¿Un farsante? —preguntó un horrorizado profesor Carter, que había
venido de Canadá, al profesor Divac de Budapest—. ¿Cómo puede usted
decir que es un farsante el hombre de mayor relevancia en nuestra
profesión?
—¡Ja! —exclamó Divac haciendo un gesto de desdén—. Schliemann no
forma parte de nuestra profesión, joven. ¿A qué universidad está
asociado? A ninguna. Es un tendero y un farsante. Sus afirmaciones de
que ha descubierto el emplazamiento de la antigua Troya tan sólo con leer
la Ilíada y excavar un montículo de Turquía resultan simplemente
ridículas. ¡No tardará mucho en ser desenmascarado!
—Pero —terció Duncan— ¡El oro! ¡Los tesoros!
—Falsos. Hasta el último de ellos. Estoy dispuesto a jugarme mi
reputación. —Divac asintió de manera enfática y después inclinó la cabeza
hacia delante. Los otros se acercaron para escuchar mientras él les
confiaba—: Sé de buena tinta que el llamado Oro de Troya fue fabricado
por un orfebre con oro traído por Schliemann de California. —Divac miró a
Evans como si todos los norteamericanos estuvieran compinchados en la
conspiración que estaba desvelando—: Acto seguido, Schliemann enterró
dicho oro en las ruinas que estaba excavando y lo desenterró al día
siguiente. Pienso presentar las pruebas que tengo en la conferencia —
concluyó—. De momento no voy a decir nada más. Asegúrense de estar
presentes cuando yo lea mi ponencia, caballeros.

~31~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—No me la perdería por nada del mundo —dijo Evans, y recibió una
mirada fulminante de Divac.
Ocultando una sonrisa, Evans se alejó para dirigirse hacia Mitchell y Hill,
que se encontraban al otro lado de la mesa del bufé. Evans sabía muy
bien que Divac y quienes lo escuchaban no habían realizado nunca
trabajos sobre el terreno. Aquel día había un gran número de historiadores
de categoría en aquel salón, pero él era el único que poseía experiencia
arqueológica.
Allí él era el intruso, el rebelde, el objetivo de las disputas, las
murmuraciones y la guerra incruenta a la que se entregaban aquellos
hombres brillantes con todo su corazón y toda su alma. La mayoría de
ellos jamás habían puesto un pie fuera de las aulas, los museos y las
bibliotecas. Dominaban las lenguas muertas y el pensamiento profundo.
Mientras que ellos ponderaban, él actuaba, y muchos desconfiaban de él
por esa misma razón. Algunos lo odiaban abiertamente. Pero lo habían
invitado, y él había acudido. Él solo se metió en la guarida del león y
estaba disfrutando con ello. De hecho, se sentía como en casa.
—Coja un plato de comida mientras pueda —le aconsejó Mitchell al verlo
acercarse—. En cualquier momento llegarán las señoras. —Señaló un
ventanal cercano—. Acabo de oír llegar los carruajes.
—Así que Lady Alison ha decidido mandar al cuerno la decencia y ha
aceptado la invitación —comentó Evans—. Bien por ella.
—Se provocará un escándalo —confirmó Mitchell con los ojos
chispeantes tras las lentes—. Acuérdese de lo que le digo.
Hill se llevó una mano al oído.
—Oigo risitas tontas. Nos veremos inundados momentáneamente, me
temo. —Parecía bastante complacido por dicha perspectiva.
A Evans le caían bien aquellos dos individuos. Ninguno de ellos era
excavador, pero al menos salían de vez en cuando de las clases. A Mitchell
lo había conocido en El Cairo, a Hill en Aleppo. Ambos eran eruditos de
primer orden. Mitchell estaba felizmente casado y había sido padre
muchas veces; Hill afirmaba estar preparado para salir al mercado del
matrimonio.
Evans le dio una palmadita en la espalda.
—A lo mejor, en este preciso momento, viene de camino hacia este gran
salón la futura señora Hill.
—Abrigo esa esperanza.
Hill se volvió para mirar la puerta, mientras que Evans observaba la
mesa de las viandas. Oyó puertas que se abrían. Un mayordomo anunció a
la señora Alison y a sus invitadas, y seguidamente se oyó el murmullo de
numerosas faldas rozando contra el suelo de parquet. No prestó atención
a la llegada de las señoras. Los varones presentes en la sala fueron

~32~
Susan Sizemore El precio de la pasión

embargados por una mezcla de tensión, emoción y también una cierta


dosis de fastidio y malhumor. Evans dejó su copa de vino y alargó la mano
para coger un plato. El profesor Carter se adelantó y le apoyó una mano
en el brazo para captar su atención.
Ahí se queda el rosbif, pensó Evans.
—¿Sí? —preguntó a Carter.
—Usted es Evans, ¿verdad? ¿El doctor A. David Evans?
—No hace ni una hora que nos han presentado —le recordó Evans al
canadiense.
—He oído hablar de usted. —Evans no supo con seguridad si aquel joven
larguirucho era beligerante o no. Y tampoco pensaba que lo supiera con
seguridad el propio Carter—. Usted es excavador, ¿no es así? Igual que
Schliemann. Tengo una pregunta para usted.
—En efecto, soy excavador. Y poseo el doctorado en Historia... obtenido
en Bowdoin, si es eso lo que va a preguntarme a continuación.
—Una institución magnífica —confirmó Mitchell—. Para Estados Unidos
—añadió sin perder por un segundo aquel brillo de diversión en los ojos.
Carter parecía azorado. Carraspeó y se rascó la barbilla.
—Yo... En fin... He oído decir que usted...
—¿Sí? —lo instó Evans, consciente de que su mancillada reputación
estaba a punto de ser cuestionada una vez más. Se le contrajo el
estómago a causa de la cólera, pero luchó para conservar el semblante
relajado.
No debió de salirle bien, porque Carter cambió súbitamente la pregunta:
—Me preguntaba, doctor, qué significa la A mayúscula de su nombre.
—Azrael —respondió una mujer detrás de él—. Su nombre de pila es
Azrael. Al doctor Evans le pusieron el nombre del Ángel de la Muerte.
Ya la esperaba. Se había preparado para aquel momento. Había
reconocido sus pisadas. No llevaba perfume, pero Evans era capaz de
imaginar con toda exactitud el aroma a rosa del desierto y a sándalo que
la definirían si lo llevara. Con todo, se le hizo difícil girarse y mirar de
frente a Cleo Fraser en medio de un ambiente tan civilizado. Sus
encuentros nunca habían sido civilizados. De todos modos, se volvió y
sonrió. O por lo menos forzó a sus labios a dar forma a algo parecido a una
sonrisa... la cual se transformó en una sonrisa auténtica y reveladora en el
instante en que la vio.
No era que no la hubiera visto nunca ataviada con un vestido, es que
simplemente no la había visto vestida así. El contorno de sus senos y de
su esbelta cintura quedaba resaltado por un entallado corpiño de color
azul oscuro. Resultaba extraño y exótico verla llevar una falda con polisón,

~33~
Susan Sizemore El precio de la pasión

con un leve toque de discreto encaje en el cuello y en las muñecas.


Aquélla era la primera vez que la veía vestida tan a la moda, con su
cabello rubio pulcramente recogido en un complicado peinado. El efecto
hacía destacar su rostro en forma de corazón y sus altos pómulos y le
daba un aire altivo e inalcanzable.
Evans estaba habituado a verla con un práctico moño, inclinada sobre
un montón de libros, o con unas trenzas sujetas bajo un sombrero flexible
y la cara cubierta de sudor y polvo, o bien con los senos libres y sin
restricciones bajo un fino caftán de algodón y el pelo cayéndole suelto por
la espalda a modo de invitación para que un hombre lo tomara en sus
manos. A la Cleo que bailaba en un jardín con un chal por los hombros la
entendía, pero esta joven tan formal vestida con corsé y ropas estilosas le
resultaba casi una desconocida, y extrañamente atractiva. Cleo no dejaba
de sorprenderlo. El verla de aquella guisa lo había pillado desprevenido y
lo hizo tomar aún más precauciones. Cleo no dejaba de confundirlo.
Creía que se encontraba plenamente preparado. Y en cambio ella
apareció, habló y hasta el último vestigio del raciocinio que tanto le había
costado conseguir salió volando por la ventana. Aquella irritante criatura
lo volvía loco. Lo volvía...
Su tono de voz fue sereno cuando contestó:
—Azrael es un arcángel apócrifo, como bien sabe usted, señorita Fraser.
—Sé perfectamente que usted no es precisamente un ángel. —El tono
de voz de ella fue tan frío como el de él, una daga de hielo apuntada al
corazón y su sonrisa fue igual de peligrosa.
Evans se dijo que quizá fuera obra de su imaginación el fuego que vio
en sus ojos castaños. Un fuego de batalla. Un fuego de...
—Por eso no me gusta presumir de mi nombre. Estaría jugando con una
presunción falsa.
—¡Oh, no! —replicó ella. Su tono iba teñido de sarcasmo, y además
arqueó una elegante ceja. Parecía casi una desconocida con aquel
atuendo de fiesta, pero su lenguaje corrosivo era deliciosamente familiar
—. El hecho de usar el nombre de Azrael sería una advertencia. Claro que,
¿para qué iba usted a desear advertir a todo el que se cruce en su camino
de lo letal que puede ser?
Él se encogió de hombros.
—¿Por jugar limpio?
—¿Comprende usted el concepto de limpio, doctor Evans?
—Entiendo el concepto de jugar.
Evans sonrió, y ella se sonrojó; y él hubiera jurado que llegó a percibir el
calor de su piel abrasando el aire que los rodeaba a los dos.

~34~
Susan Sizemore El precio de la pasión

O quizá aquello sucedía siempre que se veían, pero él solo lo notó en


esta ocasión porque se encontraban en terreno neutral, ajeno. Evans se
sintió tentado de acariciar aquel cutis liso y claro para permitir que la
reacción de ella los alcanzase a ambos. Pero tocarla era siempre la
tentación, ¿no? Sobre todo cuando ella lo aguijoneaba como ahora.
Cleo Fraser distaba mucho de ser la solterona intelectual e inocente que
parecía, pero creía que su odio la ponía a salvo de él. Usaba el desdén a
modo de armadura. Por desgracia, él conocía las fisuras de aquella
armadura, sus puntos débiles. Y era capaz de dar tanto como recibía.
"¡Cálmate, idiota!", se advirtió Evans a sí mismo. Hizo ademán de dar
un paso atrás, pero sus pies se movieron hacia delante por voluntad
propia.
¡Maldición, Cleopatra lo volvía loco! Era tan malvada como la reina de
quien había recibido el nombre, en lo que respectaba a su capacidad para
conducir a un nombre racional a la destrucción. César y Marco Antonio
podrían haber conquistado el mundo, si no fuera porque desearon a una
mujer llamada Cleopatra.
Cleo se quedó petrificada cuando Ángel dio un paso hacia ella. Luchó
contra el fuerte impulso de levantar las manos para apartarlo de sí, ya que
se había entrenado en no mostrar jamás un signo de debilidad delante de
aquel hombre. En cambio, acercarse a él había sido el signo más auténtico
de la debilidad contra la que combatía constantemente cuando se
encontraba frente a su bête noire2, Azrael David Evans.
Lo había visto en el instante mismo en que entró en el salón, un destello
de color y movimiento a un lado, un hombre en medio de un grupo que
estaba de pie tras un ventanal con vidriera, más alto que los demás,
bronceado, musculoso, y dotado de unos hombros anchos que daban
forma a su traje negro y bellamente cortado.
Entonces salió el sol de atrás de una nube, tan sólo un instante e incidió
sobre él revelando su cabello negro y brillante y su rostro de ángel caído.
El hecho de verlo en el último lugar donde cabría encontrarlo la volvió
loca. No, ya llevaba varios años enloqueciéndola, pero aquella proximidad
no hizo sino acentuar dicho sentimiento. Demonios, ¿por qué tuvo que
mirarla Ángel Evans de aquel modo, con toda la arrogancia del mundo
pintada en unos ojos tan oscuros que bien podrían ser negros?
Negros como su corazón, se recordó a sí misma.
—¿Qué estás haciendo aquí? —exigió saber. "Cada vez que creo haber
encontrado un poco de paz, ¿por qué tú siempre...?"
—A lo mejor he venido a verte a ti.

2
bestia. (Del lat. bestĭa). ~ negra. Persona, cosa, una historia, un secreto, un miedo,
una manía, etc. que concita particular rechazo o animadversión por parte de alguien

~35~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Pronunció aquellas palabras en tono apagado, casi en un susurro. Para


sus sentidos fueron como una caricia... o como una bofetada. Cleo apretó
los labios con fuerza y sintió el escozor de las lágrimas al fondo de la
garganta, pero no dejó que él viera cuánto le había dolido aquella mentira.
—El doctor Evans ha venido a presentar un trabajo sobre estratigrafía,
según tengo entendido —informó un joven mofletudo y con acento
americano que estaba al lado de Ángel—. Se trata de un método para
calcular el tiempo que lleva enterrado un yacimiento histórico, señorita —
explicó a Cleo.
Ella fingió no haberse fijado en la sonrisa irónica de Ángel, y recordó lo
que le había prometido a Annie.
—Gracias —dijo al joven erudito.
Luego dio un paso atrás y tropezó hombro con hombro con uno de los
demás miembros del grupo que rodeaba a Ángel Evans. Cuando se volvió
para pedir disculpas se topó con un rostro conocido.
—¡Profesor Mitchell!
—Es un placer verla de nuevo, señorita Fraser —dijo el profesor Mitchell
—. Permítame que le presente a mis colegas. —Indicó al individuo que
había hablado—. El profesor Vincent Carter, de Toronto, que
probablemente desconoce el dicho norteamericano de mandar a tu abuela
a hacer gárgaras.
—¿Cómo? —preguntó Carter.
—Y este caballero tan deseoso de conocerla es el profesor Hill, llegado
de Edimburgo —prosiguió Samuel Mitchell—. Al doctor Evans ya lo conoce.
Han trabajado juntos en Oriente Próximo —explicó a Carter.
—¿Han trabajado juntos?
—Mi padre y el doctor Evans fueron socios durante un tiempo —aclaró
Cleo.
Su padre sostenía opiniones muy firmes acerca de que ella se
presentase como historiadora, lingüista o arqueóloga de cualquier tipo,
sobre todo ante sus colegas de su mismo campo. Estaba seguro de que la
menor insinuación de que él hubiera permitido que una mujer participase
en los trabajos sobre el terreno haría mella en la reputación de él y la
dejaría en ridículo a ella. Cleo había hecho a su padre promesas que debía
cumplir, y también a Annie. De hecho, lo mejor que podía hacer era
mantener la boca cerrada del todo. Debía acordarse de practicar una
mirada embelesada y una sonrisa insulsa mientras hablaban aquellos
sesudos caballeros. El problema radicaba en que ya se había puesto en
ridículo al abordar a Ángel... es decir, a David Evans. En fin, en adelante
prestaría mayor atención a sus modales.
—En la actualidad, su padre y yo somos encarnizados enemigos y
rivales —explicó Ángel; y Cleo advirtió que aquella forma tan directa de

~36~
Susan Sizemore El precio de la pasión

hablar tomó a Carter por sorpresa. Mitchell y Hill se limitaron a asentir con
un gesto.
—El profesor Fraser se pondrá furioso al enterarse de que he aceptado
una invitación para presentar una ponencia en una conferencia en la que
él tiene pensado ser la atracción principal. Supondrá que mi único
propósito al acudir a este evento es el de echar a perder su presentación.
Jamás le dará por pensar que él no constituye el centro de mi mundo y
que yo tengo planes propios que llevar a cabo.
A lo largo de toda aquella perorata, la mirada de Ángel estuvo posada
todo el tiempo en ella. Cleo temblaba ligeramente a causa de la cólera y
del fuerte deseo de refutar lo que él había dicho acerca de su padre, salvo
por el detalle de que tenía razón. Debería sentirse avergonzado por haber
sacado a la luz la acritud tan abiertamente. Pero, claro está, él era
norteamericano y ella no había conocido en toda su vida a una persona
que fuera más peculiar y que tuviera tan pocos pelos en la lengua.
—Hay quien opina que la actitud presuntuosa de los yanquis resulta
refrescante. —¡Oh, Dios! ¿Por qué su voto de guardar silencio no se
traducía en una realidad palpable?
—Eso opinabas tú en otro tiempo —le recordó Ángel.
Ella no le hizo caso. La verdad es que consiguió ignorarlo y mirar a
Mitchell en su lugar.
—¿Cómo está su esposa? ¿Y sus hijos? —Así, perfecto. Aquél era un
tema agradable, inocuo y femenino, muy apropiado para hablar de él.
—Aún me siento intrigado por el tema de su nombre de pila, Azrael —
dijo Hill. Cleo procuró no suspirar al volver su atención hacia el caballero.
Hill estaba sonriendo. En dirección a ella. Poseía unos bonitos ojos; de
hecho, en conjunto era un hombre atractivo. No al estilo vivido de Ángel
Evans, pero sí estaba dotado de un atractivo propio, personal. Y sus ojos
reflejaban una mirada chispeante y traviesa que resultaba encantadora, si
bien incomprensible. ¿Qué sería lo que le parecía tan gracioso? Dado que
lo cortés era devolver la sonrisa, así lo hizo.
—¿Qué le pasa a mi nombre?
Evans dijo aquellas palabras prácticamente en un rugido. No sabía
adonde quería llegar Hill, no le gustaba la manera en que éste estaba
mirando a Cleo, y tampoco le gustaba cómo estaba transcurriendo aquella
jornada. Tal vez debería simplemente olvidarse de todo e ir a ver si
Apolodoro había llegado en el tren de la tarde. Si no era así, seguro que
llegaría de Grecia por la noche.
—Bueno, ya que le pusieron el nombre de un ángel —dijo Hill—, se me
ocurre que a lo mejor alguien lo ha llamado alguna vez por dicho nombre.
Ángel Evans. —Soltó una risita—. El Ángel Caído Evans, acaso.

~37~
Susan Sizemore El precio de la pasión

A Evans no le gustó nada que Hill estuviera hablándole a él pero


mirando a Cleo.
—¿Por qué quiere saberlo?
—Por simple curiosidad. —Hill se encogió de hombros—. Teniendo en
cuenta sus aventuras y su reputación, supongo que es una forma de
llamarlo que encontraría gran aceptación entre las señoras. ¿Alguna vez lo
ha conocido una dama por el nombre de Ángel?
Hill estaba intentando provocar algún tipo de reacción en Cleo, ¿no?
Estaba intentando aguijonear a una mujer que había pasado de arpía a
gatita y a continuación se había puesto furiosa. ¿Pero por qué? ¿Porque se
ponía muy guapa cuando se enfadaba? Aquélla era la razón por la que lo
habría hecho él mismo. Sonrió. También era la razón por la que, de hecho,
iba a hacerlo. Aquel juego se le daba mejor que a Hill, y contaba con
mucha práctica.
—¿Por el nombre de Ángel? No, ninguna dama me ha conocido nunca
por ese nombre. —Inclinó la cabeza hacia un lado y se pasó un dedo por el
perfil del mentón, dejando que sus labios se curvaran en una levísima
sonrisa—. Pero hubo en una ocasión una bailarina que me llamaba Ángel.
A veces me pregunto qué habrá sido de ella.
Cleo se limitó a mirar a Mitchell y señaló ávidamente con la cabeza.
—Me parece que estamos impidiendo el paso a la mesa del bufé —dijo
—. Además, ya es hora de que presente mis respetos a nuestra anfitriona.
Discúlpenme.
Y dicho eso, dio media vuelta y se alejó. Todos la siguieron con la
mirada.
A Evans le costó trabajo creerlo. Cleo había abandonado una discusión
con él. Sin furia, sin indignación; ella jamás perdía una oportunidad de
discutir con él. ¿Qué le pasaría? ¿Qué estaría tramando?
—¡Qué joven tan extraña...! —comentó Carter.
Evans lo miró con cara de pocos amigos.
Hill se volvió hacia el canadiense con una amplia sonrisa.
—Querrá decir encantadora, supongo.
—Es atractiva, sí, pero...
Hill alzó una mano.
—Me parece perfecto que usted no aprecie los encantos de la bella
señorita Fraser. —Recorrió la sala con la vista—. Eso me estrecha bastante
el campo.
—¿De qué está hablando? —preguntó Evans en tono cortante. Tuvo que
cerrar las manos en dos puños para no agarrar a aquel individuo y
sacudirlo como a un terrier.

~38~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Hill cruzó las manos por detrás de la espalda.


—Antes sugirió usted que era posible que apareciera en esta fiesta la
futura señora Hill. —Su mirada volvió a posarse inexorablemente en Cleo
—. Y allí está: la futura señora Hill.
Evans sintió cómo le latía la sangre en las sienes.
—¿Cleopatra... Hill?
Hill asintió con énfasis.
Evans sonrió con gesto siniestro.
—Por encima de mi cadáver.

~39~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 4

—¿Evans? ¡Evans! ¿Aquí? ¿En qué estaría pensando Sir Edward?


El puño de Everett Fraser se estrelló con estrépito sobre la mesa de su
despacho, situado en la parte trasera del pequeño edificio que albergaba
el museo, haciendo repiquetear antiguos cuencos de cerámica y una caja
de cuentas de vidrio azules y doradas. Se dio un tirón al flequillo de pelo
rubio grisáceo que rodeaba su cabeza calva.
—¡Cómo ha podido invitar a ese... charlatán, ese mercenario... a un
encuentro de eruditos serios, sinceros y legítimos! ¿En qué estaría
pensando?
Cleo respondió a la agitación de su padre con una mínima expresión de
grave aceptación.
—Sí.
"Ninguna mujer te ha llamado nunca Ángel. ¿Ninguna?". Recordó lo
mucho que se sorprendió él cuando descubrió que ella era virgen.
Naturalmente. ¿Cómo no iba a serlo? Aún le causaba dolor el recordarlo.
La desvistió rápidamente mientras ella intentaba desabrocharse el
corpiño con dedos temblorosos. A continuación se le acercó desnudo
hasta la cintura, vestido tan sólo con los calzoncillos, y la ayudó a quitarse
el corpiño y la falda. Ella desanudó la cinta que sujetaba la parte superior
de la camisola, pero cuando él bajó la cabeza y le rozó el nacimiento del
pecho con los labios, se quedó pegada al suelo, incapaz de hacer otra
cosa que no fuera aceptar el contacto de su boca y de sus manos, que le
recorrían el cuerpo.
Se abrazó a él, demasiado turbada por el miedo y el deseo para hacer
nada más. Dejó escapar una exclamación ahogada cuando él le tocó los
pechos, gimió cuando él la condujo hasta su catre de campaña. El bello
cuerpo de él cubrió el suyo, la boca de él cubrió la suya, ardiente y
exigente, autoritaria y a cambio ella le ofreció una reacción frenética. No
tenía ni idea de lo que debía hacer, pero la necesidad le indicó el camino.
Sus sentidos se inundaron de la sensual percepción de su propio cuerpo y
del cuerpo de él. Le tocó la espalda desnuda y la piel del pecho. Sintió
algo duro presionar contra su vientre y buscó a tientas con una mano...

~40~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿A qué te refieres con ese sí? ¿De qué estás hablando? ¿Estás
escuchándome, Cleo?
Ella respiró hondo y se obligó a sí misma a concentrarse en su agitado
padre.
—Estoy tan molesta como tú por lo que está sucediendo, papá. Más,
mucho más, pensó.
—Y con razón.
Cleo hizo caso omiso de la acusación que implicaba aquella afirmación.
Su padre tenía tendencia a mostrarse irritable cuando se sentía molesto
por algo. Casi deseó no haberle traído la noticia en cuanto le fue posible
abandonar cortésmente la mansión de Sir Edward. Tal vez debería haberlo
postergado hasta el día siguiente y haber dejado que su padre disfrutara
de un sueño reparador después de una dura jornada de trabajo.
Se alegraba de que su padre no se hubiera presentado en la fiesta, y
sabía que lo encontraría completamente a solas en el pequeño museo
situado en el centro del recinto de la universidad. Los obreros iban
retrasados respecto del plan de los trabajos, aún no había sido entregada
la mayor parte de los armarios expositores, y muchos de los objetos que
iban a exhibirse todavía estaban por llegar de Grecia y Egipto.
Ellos mismos, su padre y ella, habían transportado los tesoros desde
Amorgis. Aquellos tesoros eran lo más importante del mundo para su
padre, la razón de que se hubiera convertido en jefe del Departamento de
Historia y conservador del Museo de Muirford. Representaban la
culminación de muchos años de trabajo duro y con frecuencia peligroso. Y
no sólo para Everett Fraser.
—Me lo merezco. —Golpeó la mesa con el puño una vez más—. No
pienso permitir que ese ladrón de tumbas...
—Actualmente Evans se define a sí mismo como procurador de
antigüedades —lo interrumpió Cleo—. Y arqueólogo por libre.
—Es lo mismo. —Su padre la miró con los ojos entornados—. No pienso
permitir que defiendas al hombre que te deshonró, niña.
Era en ocasiones como aquélla cuando Cleo se arrepentía de habérselo
confesado todo a su padre cuando ella y Pía regresaron de Escocia poco
más de un año después de su encuentro particular con Ángel. Extendió las
manos en un gesto que pretendía apaciguar.
—No estoy defendiéndolo. No existe defensa para algunas de las cosas
que ha hecho.
—¿Algunas?
Cleo aborrecía a A. David Evans por muchos motivos, pero su odio era
más selectivo que la obsesiva animadversión que sentía su padre hacia
todo lo que Evans era y representaba. Lo poco que representaba.

~41~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Hay muchos tratantes de antigüedades que son respetables —le


recordó a su padre—. Tú mismo te has servido de ellos. Evans ha
trabajado para ellos. Su asociación con ellos le otorga credibilidad.
—¡Ja!
—Y además, en estos últimos años ha publicado varios trabajos. Su
nombre aparece en las publicaciones del ramo. No digas que no lo sabes.
—Trabajos que sin duda tú habrás leído de cabo a rabo con toda
atención y casi sin respirar.
Aquella noche Cleo poseía mucha práctica en no morder el anzuelo, de
modo que ahora también se abstuvo de hacerlo.
—Me mantengo al tanto de la literatura.
Su padre ignoró aquella respuesta.
—¿Qué estará tramando Evans? Seguro que se propone, algo, no me
cabe duda.
Cleo estaba de acuerdo. Estaba dispuesta a desentrañar lo que estaba
urdiendo aquel escurridizo, arrogante, ambicioso y falto de escrúpulos
doctor Evans, y a impedir que lo llevara a cabo. Pero lo único que dijo fue:
—Conocía ya a Sir Edward. Del día en que se vino abajo la tumba.
—¡No me lo recuerdes! ¡Fue el peor día de toda mi vida!
—Y de la mía —repuso ella con suavidad.
—Sir Edward podría haber muerto. Y en ese caso, ¿dónde estaría yo?
"Y podría haber muerto Ángel. Y en ese caso, ¿dónde estaría yo? En el
mismo lugar en el que estoy ahora», se recordó Cleo a sí misma. "En el
Limbo, sin forma de salir de él." Pero habrían desaparecido del mundo la
luz y la pasión. Lo odiaba, pero...
—Ha venido en busca del tesoro de Alejandro —declaró su padre
asestando otro golpe más a la mesa—. Está aquí para robarme el tesoro.
El tesoro de Alejandro del que hablaba era en efecto un tesoro. Entre
aquellos artículos funerarios se hallaba una corona en forma de aro tejida
con hojas de roble de oro; varias estatuillas de oro, marfil y mármol; un
cofre de oro con un relieve que representaba el símbolo del sol propio de
la familia real de Macedonia; y un cáliz de oro decorado en magnífico
detalle con la escena de una batalla.
Aquel tesoro no había sido hallado dentro de una tumba, sino enterrado
en un bulto de manera desordenada en las ruinas de una antigua vivienda
de la isla de Amorgis, prueba del robo de una sepultura perpetrado hacía
tiempo. Habían explorado aquellas ruinas casi como una ocurrencia de
última hora pocos días después de que se hubiera derrumbado la tumba
en la que habían estado excavando. Aunque no contaban con documentos
que lo probaran, su padre estaba arriesgando su reputación al afirmar que

~42~
Susan Sizemore El precio de la pasión

aquel botín producto del saqueo de una tumba podía haber pertenecido
nada menos que a Alejandro Magno.
Y también estaba convencido de que Ángel robaría dicho tesoro si
tuviera ocasión. Dios sabía que ambos llevaban años persiguiéndose el
uno al otro por todo el este del Mediterráneo en busca de lo mismo.
Una parte de Cleo, la Cleo joven e ingenua, deseaba declarar que Ángel
jamás haría algo tan vil como intentar robar aquellos preciados objetos
ahora que había ganado su padre. Cleo empujó su faceta inocente al
pasado, donde le correspondía estar. A. David Evans, aquel diablo de ojos
negros y sonrisa de pecador, se sentía bastante cómodo con el
comportamiento vil.
—El tesoro está escondido y a salvo —recordó a su padre—, y Sir
Edward ha dispuesto lo necesario para que lo vigilen mientras permanezca
en exhibición.
—Evans está intentando robarme ese tesoro, y llevarse también el
mecenazgo de Sir Edward mientras tanto. Yo he luchado durante años sin
contar prácticamente con ningún recurso, hasta que Sir Edward Muir
decidió financiar la excavación de Amorgis. Tengo que regresar allí la
próxima temporada, y no puedo hacerlo sin el apoyo económico de Sir
Edward.
—Lo sé perfectamente, papá. —Cleo lanzó un suspiro—. Sir Edward es
un hombre amable. Un hombre razonable. No permitirá...
—Haz de ser amable con él. Eso lo sabes, ¿verdad, Cleo? —A ella no le
gustó nada la expresión calculadora que apareció en los ojos de su padre
—. Tienes que ser mucho más amable con Sir Edward —la instó éste—.
Adularlo más. A él le gustas. Se nota.
Ella hizo caso omiso de aquel repentino cambio de tema. El problema
era Ángel, no Sir Edward... a menos que Ángel se las ingeniara para
encontrar la forma de influir en el acaudalado mecenas de su padre.
—Evans se marchará pronto. La conferencia va a durar sólo unos días —
dijo, para tranquilizarse ella misma tanto como a su padre. Pero la visión
del frío invierno que la aguardaba después de que el deslumbrante sol de
la personalidad de A. David Evans pasara por Muirford no resultaba nada
tranquilizadora. Dicho pensamiento le suscitó un sentimiento sombrío y
gélido, pese a que era mitad del verano—. Su reputación lo precede. Estoy
segura de que nadie le prestará mucha atención, incluido Sir Edward.
—¿Tú crees? —A su padre se le iluminó el rostro y asintió con
vehemencia—. Evans es un necio si cree que va a poder tener éxito entre
eruditos de verdad. —Agitó la mano en un gesto de desdén—. Se pondrá
en ridículo él solo. Y yo disfrutaré mucho al verlo.
—Sobre todo cuando presentes tu monografía sobre los objetos
alejandrinos.

~43~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Su padre compuso una expresión de perplejidad.


—Claro, claro. Es una monografía. ¿Dónde está la monografía?
—En casa, sobre el escritorio de la biblioteca —respondió Cleo con
paciencia—. La estudiarás detenidamente antes de presentarla, ¿verdad?
—le preguntó con delicadeza, en consideración a sus sentimientos—. El
hecho de exponer los objetos no es lo único que tiene importancia.
—Ya lo sé, niña —saltó él.
Su expresión se tornó distante. Bajó la vista y se puso a revolver las
cuentas de vidrio que contenía la cajita. Éstas hicieron un ruido sordo que
a Cleo le recordó al canto de las cigarras de Grecia en una noche de
verano. Al cabo de unos momentos le costó trabajo asimilar que se
encontraba en la misma habitación que su padre. Y no era una experiencia
desconocida. Pero él sí se acordó de la presencia de ella, porque,
transcurridos unos segundos más, le dijo:
—Vete a casa, niña.
Cleo salió y se dirigió a la pequeña casita situada en los límites del
recinto de la universidad de Muirford. En cuanto a irse a casa... no tenía ni
la más remota idea de qué lugar podía ser aquél.
Se encontraban en pleno verano, y en cambio tuvo que ponerse un chal
a fin de protegerse del frío nocturno. Se lo ciñó alrededor del cuerpo y
saludó con un gesto de cabeza al guarda situado en las sombras, junto a
la puerta. Cruzó el pórtico de columnas y comenzó a bajar por las amplias
escaleras de mármol que ocupaban la entrada del museo. Una vez llegó al
pie de las mismas, se dio la vuelta y retrocedió subiendo unos cuantos
escalones para contemplar el edificio a la luz plateada de la luna.
Hacía una noche despejada y la luna estaba casi llena. La fachada del
edificio parecía un templo griego trasladado a un duro clima del norte.
Aquellas piedras de mármol no conocerían jamás el beso del cálido sol
mediterráneo, ni tampoco el azote del ardiente Siroco en su lisa y pulida
superficie. Lanzó un suspiro preguntándose si volvería a sentir ella misma
el sol y el Siroco otra vez. Aunque había nacido en Escocia, allí se sentía
tan ajena y desubicada como aquel templo pseudo-griego, diseñado para
contener las reliquias del pasado.
En fin, la melancolía nunca le había hecho bien a nadie. Y en realidad
ella no se sentía melancólica, sino más bien inquieta, lo cual era peor.
Cuando se sentía inquieta, se volvía temeraria. Si a eso se le añadía la
presencia de Ángel —de A. David Evans—, tendía a perder la cabeza. En
aquel momento no podía permitirse ninguna conducta desenfrenada o
escandalosa; la posición de su padre dependía de ello, así como el futuro
de sus hermanas.
Conocía el nombre auténtico de la intensa emoción que estaba brotando
en su interior, y no era inquietud. Aun así, no podía permitir que
prosperase. Pero tampoco pudo evitar que le viniera a la memoria la

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Susan Sizemore El precio de la pasión

sensación amplia y sensual de la boca de él y el contacto de sus labios,


duros y exigentes, posados sobre los suyos. Se tocó los labios y
experimentó un ligero dolor, causado por un recuerdo que tenía diez años
pero que aún seguía vivo y...
—Esto está yendo demasiado rápido —dijo él—. Estoy siendo demasiado
ávido.
Levantó la cabeza para mirarla, sonriente. Luego la besó otra vez. Sus
labios eran sumamente dulces, y su lengua perversa le enseñó a ella
cómo debían besarse un hombre y una mujer.
La primera vez que lo vio, de pie sobre un montículo de arena, con el
sol a la espalda y la cabellera negra larga y brillante, algo en su interior
aleteó y floreció. Murmuró para sí: Es exactamente igual que un ángel.
Aquello sucedió antes de saber cómo se llamaba.
Era un erudito de manos grandes y elegantes, endurecidas tras varios
meses trabajando con los excavadores. Aquellas manos la tocaron
suavemente, con urgencia, con destreza. Él no tenía nada de blando, en
ninguna parte. Cleopatra quedó asombrada, fascinada, embelesada por
todos los detalles que diferenciaban al hombre de la mujer cuando él tomó
las manos de ella en las suyas y le mostró dónde debía tocarlo a su vez y
cómo.
Su respiración comenzó a ser áspera y superficial; las preocupaciones y
los miedos de los últimos días desaparecieron como por ensalmo. El
mundo giraba en torno a ellos dos y al sentido del tacto. Cleopatra
descubrió, para asombro y deleite suyo, que resultaba tan placentero
tocar como ser tocada. Y el sentido del gusto. La piel de él tenía un cierto
sabor a sal, un leve residuo del agua del delta en la que se bañaban.
Las manos de Cleo no eran más suaves que las de Ángel, ya que ella
había excavado la dura tierra y las piedras tanto como él a lo largo de
todo el verano, pero él logró que se sintiera hermosa en su totalidad
cuando le besó las palmas y le acarició lánguidamente los dedos con la
lengua. Ella se sintió derretir y a duras penas consiguió seguir respirando,
tal fue la oleada de deseo que le provocó su contacto por todo el cuerpo.
Y la vista. Quiso verlo todo entero a la cálida luz de la lámpara, quiso
ver el juego de luces y sombras en su piel y seguir aquellos dibujos con los
labios y las yemas de los dedos. Deseaba ser audaz, atrevida... lasciva. Al
fin y al cabo, las formas masculinas no le eran desconocidas del todo;
había aprendido mucho observando estatuas y objetos de cerámica; había
visto hombres y dioses desnudos tallados en piedra, si bien jamás había
tocado la carne tibia de un hombre vivo. Sólo tenían aquella única noche.
Sólo unas pocas horas robadas. Sólo...
—¡Oh, cálmate, Cleopatra! —musitó para sí. Aquel hombre resultaba de
lo más irritante para su paz mental.

~45~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo volvió la espalda con decisión a aquel estado de ánimo y paseó la


mirada por el recinto de la universidad. Los aromas de la hierba
humedecida por el rocío y de la tierra recién aireada eran muy agradables,
al igual que la brisa, aunque se alegraba de haberse echado el chal por los
hombros. Aún quedaban edificios por terminar y muchos de los árboles
estaban recién plantados, pero la oscuridad disimulaba la mayoría de los
bastos bordes de los nuevos terrenos, y el resplandor de la luna suavizaba
el resto.
Aun así, la oscuridad no ocultó la forma de una silueta familiar que se
dirigía hacia el museo.
—¿Pía? —dijo Cleo al tiempo que corrió al encuentro de su hermana
pequeña.
Se juntaron al lado de un hoyo que había en el suelo y de las pilas de
tuberías que marcaban el emplazamiento de una fuente que se instalaría
en breve.
—¿Qué haces por aquí, tan tarde? —preguntó Cleo a su hermana—.
¿Vienes a ver a papá?
—No es tan tarde. —Pía señaló el museo y rió—. No tengo intención de
molestar a papá. Tú eres la única que se atreve a eso.
En aquel momento Pía y su padre no se llevaban muy bien que
digamos. Pía estaba atravesando una etapa de rebeldía, de lo cual su
padre no se había percatado siquiera. Teniendo en cuenta la rabieta que
había tenido la más joven favorita de la familia por el hecho de regresar a
Escocia, Cleo no comprendía cómo podía permanecer ajeno a todo.
—Estoy segura de que a papá lo alegraría verte —afirmó Cleo, nada
segura de lo que acababa de decir.
—No vengo a verlo a él —replicó Pía—. Después de regresar de los
establos de Lady Alison me quedé un poco intranquila, así que tía Saida
me ha dicho que podía traerte un mensaje. —Miró en derredor con gesto
teatral—. ¿Estamos solas?
La risa de Cleo fue clara y cristalina como una campanilla. Evans llevaba
mucho tiempo sin oírla reír así, de una manera genuina, sin trabas,
verdaderamente divertida. Él reaccionó con una sonrisa mientras ella
contestaba:
—Naturalmente que estamos solas.
Oculto en las sombras de un enorme roble que crecía a un costado del
césped del museo, la espió bajando los escalones de mármol.
El hecho de descubrirla lo había distraído de su tarea de examinar las
medidas de seguridad del edificio. Lo que había visto hasta el momento lo
había impresionado, pero el color oro del cabello de Cleo, ahora plateado
por la luna, lo impresionó todavía más. Cleo resultaba seductora sin ser
consciente de ello; lo único que había tenido que hacer siempre para

~46~
Susan Sizemore El precio de la pasión

llamar la atención de él y mantenerla cautiva era simplemente ser ella


misma. El poder que ejercía sobre él después de todos aquellos años
resultaba exasperante, pero la furia no hacía sino avivar su entusiasmo.
Pía miró a su alrededor con aire conspiratorio.
—Bien. Tía Saida me ha dicho que debería contarte lo que Walter
Raschid le contó a ella: que hoy ha visto a cierta persona en el hotel. Una
persona a la que odia papá, y que no debería estar aquí. Ha dicho que tú
ya sabrías de quién se trata.
—De Ángel Evans —respondió Cleo—. Acabo de volver de la residencia
de Sir Edward. Evans ha estado allí. Y menos mal que no ha estado papá
también, porque en el gran salón de esa casa hay armaduras completas
con espadas y hachas de verdad.
Pía soltó una risita.
—¿Lo has visto? ¿Lo has saludado de mi parte? ¿Le has echado una
buena reprimenda?
—Tal vez un poquito. Nunca hemos sido amables el uno con el otro —
confesó Cleo.
—Pues deberíais. A mí me gusta. Sobre todo después de que nos
salvara del jeque Harún.
—No nos salvó él; cuando llegó, ya habíamos escapado.
—Pero él trajo los caballos, y a caballo fue más fácil escapar. Y permitió
que me quedase a Saladino.
—Sí, pero nos robó el papiro alejandrino, ¿no?
—Y tú lo recuperaste.
El trato consistió en que los hombres de Harún entraran a robar en el
campamento de los Fraser y se llevaran el papiro alejandrino. Eso era todo
lo que había pactado Evans. No fue culpa suya que el hijo de Harún
decidiera llevarse también un par de mujeres europeas como trofeo para
su harén. Desde luego, Evans no deseaba que Pía, que a la sazón, contaba
doce años, corriera ningún peligro.
—No fue culpa de Evans que nos raptaran. Ese condenado papiro no nos
ha traído más que disgustos en estos años.
Evans se mostró de acuerdo afirmando con la cabeza. Cleo había
ganado el asalto anterior, pero éste iba a ser el último, y sería para él.
"Olvídate del papiro. Esta vez, Cleopatra, pienso llevarme el tesoro."
Aquello era de suma importancia, y no pensaba fracasar. Cerró los ojos al
sentir una repentina punzada de dolor... en el corazón, en las entrañas y
en aquella cosa marchita que antes era su conciencia.
—Otra vez, no —susurró, en tono tan bajo que ni siquiera la brisa que
pasaba oyó lo que decía—. Esta vez voy a hacerlo bien.

~47~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Y menos mal que papá no llegó a enterarse nunca del incidente


ocurrido con Harún —dijo Cleo a Pía—. Vamos a dejar de hablar de
aventuras, ¿quieres? —Cleo miró en derredor—. Es posible que tía Jenny
tenga espías por aquí.
—¿Qué? —preguntó Pía, y señaló el árbol con un gesto—. ¿Búhos?
Evans se apretó contra la rugosa corteza del viejo roble. Tenía la
seguridad de estar bien escondido, pero con Cleo era mejor ser prudente.
Tras una pausa Pía preguntó con emoción:
—¿Lo has besado?
Incluso a la luz de la luna, Evans logró distinguir que Cleo se ponía
pálida. Vio cómo enderezaba la espalda, y casi llegó a percibir un brillo
especial en sus ojos.
—¿Que si lo he besado? —Su indignación fue como música para los
oídos de Evans—. ¿Por qué iba a besarlo?
Buena pregunta. ¿Y por qué iba a querer él besar a Cleo Fraser? ¿Porque
sabía a fuego y a miel y porque el sabor de sus labios resultaba tan
embriagador como el vino añejo? Aquélla era una razón suficiente. Y
porque a ella le gustaría. También la enfurecería, lo cual le gustaría a él. Y
además enfurecería a Everett Fraser. Casi no había nada que a Evans le
gustara más aquello.
—¿Por qué no le gustaría a papá? —propuso Pía.
Aquélla no era una razón suficientemente buena para que ella quisiera
besarlo a él. Nada buena, pensó Evans, casi envenenado por su propia
amargura.
—Ésa no es razón para besar a una persona —contestó Cleo—. Eso no
es amor, sino aprovecharse de la vulnerabilidad de alguien.
Hablaba en tono muy triste, un tono que se le hundió a Evans en el
corazón igual que un cuchillo. "Le gusta ser una solterona", se recordó a sí
mismo con severidad. "¿Cuántas veces te ha dicho que quiere a sus libros
y no a un hombre?"
—Pero ¿y si hubieras tenido ganas de besarlo?
—Eres demasiado joven para entender de besos.
—No tanto. No me importan los besos, pero sí que entiendo. Annie está
impaciente por recibir su primer beso.
—Puede esperar.
Evans no supo si sonreír o hacer una mueca de dolor al captar el tono
adusto de Cleo.
—A papá no le gusta que ella piense en tener pretendientes. No quiere
que nos hagamos mayores. Se supone que existimos para ayudarle con lo
de Alejandro. Eso es lo único que le interesa.

~48~
Susan Sizemore El precio de la pasión

"Cuéntale, pequeña." Evans se sintió a medias tentado de animar a Pía


a continuar. De Everett Fraser se podía decir muchas cosas buenas, pero a
Cleo no le interesaba oírlas. Y desde luego no iba a querer que se las
contara él... claro que no le correspondía a él contárselas.
—Todo el trabajo lo haces tú —siguió diciendo Pía—. Sé que has escrito
tú la ponencia que va a presentar, pero en cambio no recibirás ningún
mérito. Me parece fatal.
—Ayudo a papá. —Cleo miró a su alrededor con nerviosismo y apoyó
una mano en el hombro de su hermana—. ¿Qué mosca te ha picado esta
noche?
—¡Odio estar aquí! Quiero volver a El Cairo o a Amorgis. A cualquier
lugar que no sea éste.
—Comprendo lo que sientes, cariño.
Pía tiró del brazo de Cleo.
—Entonces, ¿por qué no nos vamos? ¿Por qué no nos fugamos?
Evans retrocedió ligeramente sin esperar a oír la respuesta, casi
demasiado tentado a sumarse a la conversación. Últimamente, los Fraser,
Cleo, ya le habían complicado demasiado la vida. Los había seguido hasta
Escocia para llevar a cabo una misión, tras lo cual cogería lo que había
venido a buscar y regresaría a El Cairo, al lugar donde le correspondía
estar. Si Cleo, su bella, irritante, seductora y desafiante bête noire, no
estaba allí, bueno, pues que viviera su vida como quisiera, una vida
segura y solitaria. Sería lo mejor. Para los dos.
Pero El Cairo iba a ser un lugar helado sin ella.
Y era una necedad por su parte permanecer allí escuchando a
escondidas. Necesitaba facilitar a Apolodoro información relativa a las
medidas de seguridad cuando éste llegara en el tren de las diez de la
noche, y ya era hora de que fuera a examinar la entrada posterior del
museo.

~49~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 5

Aquel día había estado demasiado lleno de dificultades, se dijo Cleo.


Promesas difíciles, situaciones sociales difíciles y hombres difíciles. Y
ahora Pía. Su padre las había arrastrado por todo Oriente Próximo durante
la mayor parte de sus vidas, y a ellas dos les había parecido bien.
Pero la tierra en la que habían nacido era tan limitada como el ambiente
de cualquier harén de Oriente, y para sus dos aventureras hijas suponía
una amarga píldora que tragar. Cleo era lo bastante mayor para aceptar lo
que era necesario, y abrigaba la esperanza de que su hermana pequeña
terminara adaptándose.
—Ya volveremos a Amorgis... dentro de uno o dos años. —Cleo le
palmeó el hombro a Pía en un gesto de amistad—. Estoy segura de ello.
Fue lo único que se le ocurrió para tranquilizarla.
—Si tú te muestras amable con Sir Edward.
No le gustó lo que Pía pareció dar a entender. Pero claro, es que Pía
tenía catorce años y a veces pretendía tener un conocimiento de un
mundo que en realidad no conocía lo más mínimo.
—Tienes a Saladino —apuntó Cleo—, y a Annie. ¿No te sientes
agradecida de que la familia esté reunida de nuevo?
Pía afirmó.
—Preferiría que estuviéramos todos juntos en El Cairo.
—Bueno, no siempre podemos tener lo que queremos. —Cleo rodeó el
hombro de su hermana con el brazo—. Vámonos a casa.
No había mucho camino que andar hasta casa. Cleo lo recorrió a paso
vivo y se detuvo al llegar a la verja de la entrada. Le dio un beso en la
frente a Pía y le dijo:
—Entra en casa.
"Ahí estarás sana y salva."
—¿Tú no vienes? —inquirió Pía cuando Cleo se giró de nuevo hacia la
salida.
—Se me ha olvidado una cosa —contestó Cleo—. Tengo que volver al
museo.

~50~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Pero...
—Vete.
Aguardó sólo lo necesario para ver cómo se cerraba la puerta detrás de
Pía, y acto seguido dio media vuelta y regresó, obedeciendo a su instinto,
derecha al centro del recinto de la universidad.
Desde su llegada no había visto gran cosa del recinto en sí, del pueblo
ni de los alrededores, lo cual no era en absoluto propio de ella. El mero
hecho de que hubiera estado ocupada en desembalar los objetos de la
casa, acomodar a las chicas en su nuevo hogar y trabajar en la
presentación de su padre no constituía una excusa para no haber salido a
explorar un poco.
Ya, ya, había prometido no hacer nada "aventurero" que pudiera
violentar o desacreditar el apellido Fraser, pero se encontraba sola en una
noche oscura y maravillosa. Si aquel iba a ser su hogar, ya era hora de
que conociera cómo era aquella tierra. Por no mencionar que deseaba
proteger lo que era suyo.
Además, le sentaría muy bien hacer algo que aplacase aquella agitación
que la dominaba y que hacía que tuviera la piel más sensible, que hacía
hervir su sangre y su cerebro. La pasión no lo era todo, ya hacía varios
años que se había convencido de ello. Pero es que cada vez que veía
nuevamente a Ángel Evans le costaba mucho recordar lo que tenía
importancia de verdad... o simplemente pensar, ya puestos.
Detrás del museo había una rosaleda recién plantada que le recordaba
lo único que la había hecho disfrutar enormemente durante los meses que
pasó en Oxford: los maravillosos jardines. Hacia allí se dirigió ahora.
Siempre le había producido un inmenso placer el hecho de ver y oler las
rosas.
Tomó asiento en un banco del jardín y volvió el rostro hacia el bulto
oscuro del edificio. Había una luz encendida en la habitación en la que
estaba trabajando su padre. El resto de las ventanas del inmueble se
veían oscuras, como debían estar. Con el chal envuelto alrededor como si
fuera un velo, Cleo cruzó los brazos sobre el regazo y esperó. Y su
recuerdo voló a un instante ubicado ocho años atrás en el tiempo.
—Sí hubiera sabido que eras tú, ¡yo mismo te habría pegado un tiro!
Aquéllas fueron las palabras que Ángel gritó a su padre, o posiblemente
a ella, mientras se alejaban a caballo de las ruinas. No pudo quitarse
aquellas palabras de la mente cuando paseó por el ruidoso y abarrotado
bazar de El Cairo. Ni siquiera lo que veía y oía en aquel lugar lograba
distraerla del recuerdo del odio venenoso que sentía su padre hacia Ángel
Evans. Un odio que, por lo visto, era recíproco.
Cuando preguntó por qué no estaba enterada ella de que Ángel se
encontraba en Egipto, la respuesta de su padre fue la siguiente: "Ese

~51~
Susan Sizemore El precio de la pasión

hombre te ha deshonrado. Soy afortunado de que no alardee de ello. Claro


que puede ser que sí se jacte delante de sus amigos, esos ladrones".
Ella señaló, sin recurrir a la humillación de las lágrimas, que aquello no
era una respuesta. ¿Cuánto tiempo hacía que había regresado? ¿Estaba
seguro su padre de que Evans andaba metido en el negocio del robo de
antigüedades? ¿Y por qué Ángel no se había puesto en contacto con ella?
Aquella última pregunta no llegó a formularla, porque sabía que era una
idiotez.
Estaba claro que una única noche pasada con ella no era algo
importante para él. De hecho, sabía que Ángel había quedado
decepcionado por su falta de experiencia. Lo que para ella fue el paraíso,
para él debió de resultar tedioso. Pero sabía perfectamente que no era
correcto considerar paradisíacas aquellas horas robadas. A decir verdad,
era inútil pensar en ellas siquiera.
De manera que se concentró en averiguar qué era lo que su padre
llevaba dos años ocultándole.
—Evans y yo discutimos por la interpretación de lo que se descubrió en
el yacimiento del delta —le dijo su padre—. Ya lo sabes tú. El día en que le
sobrevino la fiebre a Pía habíamos estado discutiendo. Yo le dije que se
largara de allí y él se marchó enfurecido antes de que te fueras tú al día
siguiente. Pero en vez de regresar a Estados Unidos, se fue a Aleppo a
explorar las ruinas de Irbidi en compañía de DeClercq. Ya sabes cómo
terminó eso.
—Murieron casi todos.
—Evans sobrevivió. Dicen que se unió a la suerte de los bandidos que
atacaron el campamento de DeClercq. Cuando se presentó de nuevo en
Egipto, estaba trabajando para Osmani.
Cleo quedó estupefacta, pues Osmani tenía fama de tratar con
antigüedades adquiridas de manera legal. En su mayoría. Se decía que
rara vez negociaba con aquellos tesoros falsos que con tanta frecuencia
se endosaban a coleccionistas inexpertos.
Y luego su padre añadió un dato más condenatorio:
—Evans tiene relaciones con la tribu de Harún.
Ella sabía quién era el jeque Harún. Todos los miembros de la familia de
aquel individuo llevaban cien generaciones siendo ladrones profesionales
de tumbas, posiblemente más tiempo. Les gustaba afirmar que eran
descendientes de los artesanos que construyeron las tumbas de los
faraones, y que por lo tanto tenían más derecho a desvalijarlas que los
científicos occidentales.
—Ese hombre ha pasado de ser un científico a convertirse en cazador
de tesoros. Tan sólo le interesa servirse de la historia para obtener
beneficios rápidos. Es un ladrón y un gandul. Engaña y miente, y se asocia

~52~
Susan Sizemore El precio de la pasión

con la peor escoria de Oriente Próximo. Es muy probable que haya tenido
algo que ver con el ataque sufrido por la expedición de DeClercq. Y no
quiero que tú te relaciones con él en absoluto.
Aquellas palabras la dejaron destrozada. En cambio, Ángel también la
había salvado de los merodeadores del desierto. Tenía que averiguar la
verdad por sí misma.
Y aquélla era la razón por la que ahora iba siguiendo a Ángel Evans a
través del antiguo mercado de El Cairo. Había cruzado el río desde el
pequeño enclave británico ubicado en la isla Yazira con la sencilla
intención de hacer unas compras. Se dirigía hacia una librería situada
cerca de la entrada norte del mercado de Khan el-Kalili cuando al levantar
la vista descubrió más adelante, entre el gentío, unos hombros anchos y
el brillo fugaz de una cabellera de un color oscuro y sedoso.
En Egipto había muchos europeos: eruditos que estudiaban las ruinas,
comerciantes, ingenieros que trabajaban en los numerosos proyectos de
construcción de edificios con los que el gobierno del jedive Ismail
esperaba llevar el país a la modernidad. A Khan el-Kalili acudían muchos
hombres europeos, y muchos de ellos eran altos y de cabello oscuro. Tal
vez se hubiera confundido... salvo que ella era capaz de reconocer la
figura alargada, esbelta y elegante de Ángel Evans aunque ambos
estuvieran en el fondo de un pozo y durante un eclipse total de sol.
Ángel se dirigía hacia el norte, más allá de la librería, en dirección a las
calles en las que los artesanos del cobre fabricaban y vendían su
mercancía. Sabía muy bien que en algunas de las tiendas de aquella parte
de la ciudad se vendía algo más que vasijas de cobre. Sospechaba adonde
se dirigía Ángel, y su corazón se quebró otro poco más. Le hubiera
gustado dar media vuelta, pero tenía que saber si lo que afirmaba su
padre era cierto o no.
Iba vestida con túnicas y velos en lugar de los corsés, los corpiños y las
faldas que la señalarían como una forastera en las calles de El Cairo. Así
se sentía más segura, más anónima, más libre. Por supuesto, causaría un
escándalo que alguien llegara a enterarse de que se movía por la ciudad
vestida como una nativa, pero ello constituía también un don del Cielo,
porque así podía observar a Ángel sin temor de ser reconocida.
Su padre le había prohibido hablar de él o con él, y desde luego Ángel
no había hecho el menor esfuerzo por ponerse en contacto con ella. "Pero
es que él creía que yo me encontraba en Escocia", apuntó una vocéenla
melancólica en el interior de su cabeza. "Y el correo se entrega en
Escocia", se recordó a sí misma. Además, antes de acudir a su tienda de
campaña estaba convencida de que iba a tener que resignarse a no verlo
nunca más.
Después, claro está, se sintió de modo completamente distinto... pero el
daño ya estaba hecho.

~53~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Apartó aquello de su mente y procuró no pensar en nada y limitarse a


observar. Siguió a Ángel hasta la tienda de Osmani el cobrero, el cual era
más conocido por su segunda ocupación de traficante de antigüedades
dudosamente adquiridas. Se puso a pasar el dedo por las relucientes
hileras de vasijas de cobre y latas para café mientras Osmani la ignoraba
para saludar efusivamente y atender al extranjero que había llegado unos
pasos por delante de ella. Ninguno de los dos hizo el menor esfuerzo por
ocultarle lo que tenían que tratar.
Ella observó la escena, olvidada en un rincón, con el rostro cubierto por
un velo, mientras Ángel tomaba asiento frente a Osmani. Un Sirviente
trajo unas tacitas de un café fuerte y aromático, y ambos comenzaron a
regatear. Ángel se hallaba sentado en una postura relajada y desenvuelta,
sin que sus anchos hombros y su elegante espalda revelaran signo alguno
de tensión. Tenía la boca curvada en una sonrisa despreocupada,
devastadora, e iba cogiendo de uno en uno pequeños objetos antiguos,
preciados, de una alforja de cuero, los desenvolvía y los depositaba sobre
una mesa delante del traficante de antigüedades del mercado negro.
Osmani los toqueteaba todos mientras el sirviente traía más café y
pasteles.
Al final terminaron acordando un precio. Ángel cogió el dinero y se fue,
rozándola a ella al pasar en dirección a la puerta de la tienda.
Así que era verdad. Ángel Evans había dejado de ser un hombre de
ciencia y se había convertido en un común ladrón, jamás en toda su vida
se había sentido tan dolida.
Algo murió dentro de ella, algo que fue reemplazado por una furia tan
voraz como el fuego mismo del infierno.
Compró una bandeja de cobre que no necesitaba y se marchó de la
tienda.
Varios años después, aquella misma bandeja le serviría para golpear a
Ángel en la cabeza.
Lo que ella no supo en aquella ocasión era que Evans había logrado
reconocerla y la había seguido de vuelta a la librería. Resultó que estaba
buscando los documentos antiguos escritos en papiro que ella había
comprado aquel día al librero casi obedeciendo a un capricho.
Aquel día supuso el comienzo de todo lo que llevó hasta esta noche,
este jardín y su decisión de esperar a ver si Ángel Evans venía a fisgonear
a la parte de atrás del museo específicamente construido para albergar el
tesoro que ambos llevaban casi una década disputándose el uno al otro.
Durante un rato sólo tuvo como compañía el aroma de las rosas y el
resplandor plateado de la luna. Luego percibió un leve roce de telas
seguido de la más liviana de las pisadas... pero dichos sonidos provenían
de su espalda, no de la dirección en la que estaba vigilando.

~54~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Se le encogió el corazón, pero no permitió que se le cortara la


respiración. Y sonrió.
—Me alegro de que hayas decidido no pillarme por sorpresa —le dijo al
hombre que apareció detrás de ella. Si A. David Evans hubiera querido
moverse en completo silencio, lo habría hecho.
Ángel se sentó a su lado en el banco.
—Deberías haber venido acompañada de alguien que hiciera de
carabina —dijo—. ¿Qué va a decir la gente si nos ven sentados juntos?
Ella señaló hacia la ventana iluminada.
—Mi padre se encuentra a pocos metros de aquí. Si quieres, puedo
llamarlo a gritos.
—No te molestes. ¿Qué te ha impulsado a volver?
—El deseo de proteger lo que es mío, naturalmente.
—Naturalmente.
Cleo mantuvo la mirada firme en el edificio que se alzaba ante ella y las
manos decorosamente plegadas sobre el regazo. No pudo evitar tomar
conciencia del tamaño de él, del calor que irradiaba su cuerpo. El banco no
era muy grande. Los músculos calientes y duros del muslo de Ángel
rozaban contra su falda. Hizo caso omiso de la reacción que le provocaba
aquella proximidad y contestó:
—Cuando Pía y yo estábamos a punto de volver a casa, me pareció ver
a una persona acechando en las sombras. Ahora me doy cuenta de que no
era producto de mi imaginación.
—Eres una mujer inteligente y perceptiva, Cleopatra.
No se dejó engañar por el cumplido, aunque Ángel hablaba con menos
sarcasmo del habitual.
—Un edificio magnífico, ¿verdad? —comentó—. Supongo que ya le
habrás echado un buen vistazo.
Por el rabillo del ojo vio que Ángel se pasaba una mano por el mentón.
Era un gesto que le había visto hacer muchas veces, pero que no por ello
impidió que ella siguiera experimentando el impulso de repetir aquella
misma trayectoria con sus propios dedos. Era un gesto que se había
permitido hacer una única vez, y con ésa tendría que bastar.
—He ido a dar un paseo —repuso Ángel con su acento americano
lacónico y lento—. Para estirar las piernas y echar una ojeada al recinto
entero. —Dejó escapar una risita—. ¿Quién sabe? A lo mejor me ofrecen
un puesto de trabajo aquí. Tendré que ver si me gusta el sitio, ¿no crees?
En otra ocasión tal vez Cleo hubiera replicado con vehemencia que a
nadie que estuviera en sus cabales se le ocurriría ofrecerle a él un puesto
de trabajo, pero esta vez no mordió el anzuelo.

~55~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—En esta ocasión el papiro no va a servirte de nada, Evans. ¿Por qué no


abandonas el asunto?
Él estiró sus largas piernas por delante. Con aquel movimiento rozó una
rama del rosal que tenía más cerca y el aire que los rodeaba se impregnó
de un perfume dulce y embriagador. A Cleo le costó un verdadero esfuerzo
no cerrar los ojos para aspirar aquella mezcla de intensos aromas: el de la
noche y el del hombre que tenía al lado.
—Ya no busco el papiro —la informó Ángel—. Ha dejado de ser
importante para mí. —Hablaba con firmeza y seguridad en sí mismo—. He
aceptado la invitación que me han hecho de presentar un trabajo en la
conferencia. Ese es el único motivo de que me encuentre aquí.
Cleo rió con suavidad.
—Cuénteme otra, doctor Evans.
—He cambiado, Cleo. He reordenado mis prioridades. Hace unos meses
estuve a punto de morir —dijo—. Es posible que te acuerdes de aquel
incidente.
Cleo sintió que se le encogían las entrañas de terror al hacer memoria,
lo cual era ridículo. Ángel se encontraba allí, a su lado, grande, sano y
fuera de peligro, como siempre.
—Recuerdo un incidente sin importancia —respondió.
—No fuiste a verme durante mi convalecencia.
—Sí que fui. Te llevé flores cuando estabas inconsciente. Me gustabas
cuando estabas inconsciente —agregó.
—Así causo muchos menos problemas —aceptó Ángel—. Para cuando
cedieron los dolores de cabeza y se me soldaron los huesos, tú ya te
habías ido de Amorgis. Me llegó la noticia de que habías regresado a El
Cairo con el propósito de reunir una colección de museo para la
universidad de Muir.
—Yo... Lo hizo mi padre.
—Se estaba tan bien en Amorgis, que me quedé un tiempo y escribí
unos cuantos trabajos.
—Eso me dijeron.
—He decidido reavivar mi carrera académica. Y por eso estoy aquí.
Cleo se echó a reír.
—Por favor. Los dos sabemos que has venido a Escocia siguiendo a mi
padre.
—¿Quién dice que lo esté siguiendo? A propósito, ese edificio es
magnífico —añadió antes de que Cleo pudiera protestar—. Esta tarde he
pasado un buen rato admirándolo.

~56~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—No me cabe duda.


—Parece usted particularmente presuntuosa, señorita Fraser.
—¿Yo? ¿Cuándo hablo yo en tono presuntuoso? ¿Y por qué?
—¿Cuándo? ¿Por qué? —Ángel lanzó una carcajada, un sonido tan
suave, acariciante y perverso que a Cleo le provocó un escalofrío—. Cada
vez que crees que te estás aprovechando de mí; ahí tienes el cuándo y el
porqué. Claro que nunca lo has conseguido... por lo menos durante mucho
tiempo —concluyó.
—Pues mira quién me llama a mí presuntuosa. Tú eres la criatura más
arrogante y pagada de sí misma que he conocido jamás. Pero me alegro
de verte con aspecto saludable otra vez —añadió antes de poder poner
freno a aquellas palabras.
—Gracias —contestó Ángel, haciendo más hincapié en aquella palabra
de lo que resultaba cómodo para cualquiera de los dos—. Como yanqui
que soy, padezco de seguridad en mí mismo y fe en mi propio talento —
prosiguió—. No pienso ocultar mi luz debajo de un celemín... como hacen
algunas personas a las que podría nombrar. Pía tiene razón, la verdad.
Cleo se puso en pie de un salto.
—¡Estabas escuchando!
—Pues sí. —Ángel le tiró del chal para obligarla a sentarse de nuevo en
el banco—. Calla. Hay vigilantes en las puertas.
—¡Ya lo sé! ¿Quién crees que es el responsable de que estén donde
están?
—Yo —contestó Ángel—. Lo has hecho por mí.
La sonrisa que traslucía su tono de voz resultaba exasperante.
—Las medidas de seguridad tienen la finalidad de impedir la entrada a
los ladrones... como tú —convino Cleo.
Por supuesto, ella no era oficialmente responsable de la seguridad del
edificio, pero había presentado sugerencias y Sir Edward las había tomado
en cuenta. Le dio la impresión de que se pasaba la vida haciendo
sugerencias en lugar de tomar decisiones, y le sentaba muy mal que
Ángel Evans así se lo hiciera ver. Aunque en esta ocasión se había
abstenido, recordó. No había necesidad de enfadarse con él por un pecado
que no había cometido... aún. Estar enfadada con él era algo habitual; era
necesario. Era...
—Si nos metemos en una discusión a ver quién grita más, terminarán
por oírnos, nos interrumpirán y tú serás la que se sienta violenta. Estoy
enterado de todo lo que respecta a tu tía Jenny —señaló—. Y,
naturalmente, no nos conviene hacer nada que manche la reputación de
papá. Vamos a dar un paseo —propuso—. A ninguno de los dos le gusta
permanecer demasiado tiempo en un sitio.

~57~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo reflexionó unos instantes y luego respondió de mala gana:


—Hay ciertas cosas de las que no puedo discutir contigo.
—Ya lo sé. Y es una lástima.
—Pero no son muchas.
Cleo intentó no sonreír al decir aquello, pero no lo consiguió. Bueno,
estaba oscuro y por lo tanto Ángel no alcanzaría a verla. Dio media vuelta
y echó a andar con paso rígido, dejando atrás el fragante refugio del
pequeño jardín y dirigiéndose hacia la entrada del edificio que albergaba
el museo. Ángel la siguió, proyectando por delante de ella su enorme
sombra en contraste con el intenso brillo de la luna, caminando de nuevo
por la senda de gravilla que cruzaba por la verde hierba del terreno de la
universidad. Bueno, con el tiempo aquello se convertiría en un césped
largo y bien cuidado. Algún día quedaría finalizada la fuente situada en un
extremo del mismo, los jardineros terminarían de perfilar las zonas verdes,
los edificios estarían todos erigidos y aquel recinto estaría bullendo de
alumnos, profesores y personal empleado... aunque no hubiera entre ellos
ninguna mujer. Aunque no estuviera ella. Con todo, iba a ser un lugar
precioso e iba a constituir un importante logro.

A Evans le gustó caminar detrás de Cleo; siempre hacía lo mismo. Con


independencia de la ropa que ella llevara puesta o del lugar en que se
encontraran, siempre disfrutaba del seductor contoneo de sus caderas, del
cual ella no era siquiera consciente, y de la decisión con la que se dirigía a
todas partes. Había pasado mucho tiempo intentando olvidarla, por lo
menos ignorarla, pero su cuerpo no se lo permitía. Habían transcurrido
diez años y ya había pasado gran cantidad de agua envenenada por
debajo del puente, pero él nunca había cesado de desearla.
—Tengo debilidad por ti —le dijo, aunque no tenía intención de decir
nada. Cleo se volvió y lo miró brevemente—. De verdad. Lo digo en serio,
Cleopatra.
Esta vez Cleo se giró en redondo, con las manos apoyadas en las
caderas y la barbilla levantada en gesto desafiante. Le lanzó una mirada
que abrasó sus terminaciones nerviosas. Ángel luchó por reprimir el
impulso de alzar las manos y posarlas en sus hombros, atraerla hacia él y
borrar todo su escepticismo con un beso. Levantó una mano en un gesto
de bloqueo en lugar de permitirle hacer lo que quería hacer: tocarla.
—Así que tienes debilidad por mí —dijo ella indignada.
—Es verdad. —Ángel la recorrió de arriba abajo con la mirada, al tiempo
que por su rostro se extendía una sonrisa. Su cuerpo reaccionó del modo
acostumbrado—. Bueno, puede que, más que una debilidad, sea una
dureza —admitió.

~58~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Qué repugnante. —Cleo reanudó la marcha delante de él—. Como


siempre.
—¡Pero si a ti te gusto así! —exclamó Ángel a su espalda.
—¡Sí! —exclamó ella a su vez—. Me recuerda constantemente cuan
despreciable eres.
En efecto, era un tipo despreciable. Aquello no podía negarlo.
Volvió la vista hacia el museo. Colarse dentro iba a resultar más difícil
de lo que había previsto; las ventanas estaban muy altas y eran más bien
pequeñas. Sólo había dos entradas que él hubiera podido detectar, ambas
vigiladas por guardas. Ahora que Fraser sabía que él se encontraba en
Muirford, no le cabía duda de que se intensificarían las medidas de
seguridad. Por supuesto, el allanamiento no era el único método; tan sólo
era el más fácil.
Cuando el camino se ensanchó un poco, Evans se puso a la altura de
Cleo. El hecho de encontrarse al costado de ella le recordó que Cleo era
menuda y delgada, y que aquello hacía que pareciera frágil y necesitada
de protección. Se dijo a sí mismo que toda fragilidad no era sino un truco
de luces y sombras. Cleo era dura como un clavo, resistente y capaz. Cleo
Fraser podía mantenerse firme frente a un tigre, o al menos ante un
rebaño de camellos en estampida... lo cual en realidad no fue culpa de él...
y aguantar el tipo. Cleo no necesitaba a nadie y no quería a nadie, y
menos todavía a él.
Sobre todo a él.
Y si lo que se proponía hacer le causaba daño... pues que se lo causara.
Tenía que recuperar el tesoro. Así tenían que ser las cosas. Ella
sobreviviría. Para él era importante que Cleo sobreviviera. A ella no podía
decirle hasta qué punto; diablos, si ni siquiera podía decírselo a sí mismo,
porque no lo quería saber.
—Estás muy callado —dijo Cleo de pronto.
Ángel estuvo a punto de dar un respingo al oír el sonido de su voz.
—Y eso te hace sospechar que estoy tramando algo.
—No lo sospecho en absoluto; estoy plenamente segura.
—¿Estás afirmando que eres...? —De improviso Ángel se detuvo frente a
la pared de ladrillo a medio terminar de uno de los edificios.
Automáticamente dio un paso hacia Cleo con gesto protector—. ¿Qué es
eso?
La luna brillaba tanto que el intenso color blanco de las pasadas de
pintura que cubrían aquella pared resultaba casi luminiscente. Ángel
distinguió unas letras angulosas y unos dibujos trazados de manera muy
basta.

~59~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Es griego —dijo Cleo tras contemplar la pintada por espacio de unos
instantes—. Y muy malo, además.
Ángel apartó la vista de las pintadas de la pared y la posó en Cleo. Si
ella no se había dado cuenta de que en aquel momento estaban cogidos
de las manos, él no pensaba sacarlo a colación.
—Por lo visto, no somos los únicos en andar por aquí esta noche.

~60~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 6

—¡¡Extranjeros!! —dijo tía Jenny en tono tajante, insistiendo en el tema


igual que el día anterior—. Ésos habrán sido. ¿Quién, si no, iba a llenar de
pintadas un edificio?
—Los alumnos —respondió Cleo al momento—. La viuda de un profesor
debería saber cuan pendencieros pueden ser al principio del curso.
—Pero aún no estamos en el principio del curso —señaló tía Jenny—.
Apenas han empezado a llegar los alumnos. En cambio, la ciudad sí que
está abarrotada de visitantes desagradables de todo tipo.
Depositó su taza de té y recorrió con la mirada el comedor del hotel,
suspicaz, haciendo un alto en una mesa cercana.
Cleo se negó expresamente a seguir la mirada de su tía. Sabía muy bien
que tía Jenny había concentrado la atención en Ángel Evans, que se
hallaba sentado en compañía de dos individuos claramente extranjeros:
uno con rostro de águila, canoso y de aire distinguido; el otro joven, con
cabello oscuro y rizado, ojos grandes y luminosos y cejas altas y
arqueadas.
El segundo poseía una belleza salvaje, exótica. Jenny se sentía molesta
porque los tres ocupaban una de las mejores mesas del comedor, de las
que daban a la vista de la terraza, el bosque y el profundo lago que se
extendía a lo lejos.
Tía Jenny desconocía que Ángel se encontraba con Cleo cuando ésta
descubrió la pintada en el muro. Cleo se pasó el dedo pulgar de la mano
izquierda por el dorso de la derecha recordando el momento en que Ángel
se la llevó a los labios y dijo: "Creo que aquí es donde nos separamos", un
recuerdo todavía vivo en su memoria y en su piel. Aquel gesto la había
estremecido hasta la médula de los huesos. A continuación, Ángel
desapareció en la noche. ¡Maldito fuera!
—Americanos —se mofó Jenny—. En mi opinión, son los peores
extranjeros de todos.
Cleo apoyó las manos en las rodillas. Por lo menos tía Jenny tenía la
decencia de hablar en voz baja. El comedor estaba repleto de personas
desayunando, muchas de las cuales encajaban con la más bien amplia
definición de "extranjero" que empleaba su tía, pero las posibilidades de

~61~
Susan Sizemore El precio de la pasión

que alguien se percatara de su mala educación eran mínimas. El tintineo


de la plata y de la porcelana y el murmullo de las conversaciones
garantizaban un cierto grado de intimidad a todos los ocupantes del
espacioso comedor.
Consiguió esbozar una sonrisa y responder:
—No irás a decirme que todavía estás furiosa con los americanos por
haber ganado su Guerra de Independencia.
Tía Jenny parpadeó perpleja y luego dijo, en tono bastante serio:
—No concibo qué motivo puede tener una persona para no desear
formar parte del Imperio Británico.
—Ni yo tampoco —intervino Annie en tono resuelto desde su silla,
enfrente de Cleo.
En el centro de la mesa había un jarrón de flores, y Cleo tuvo que
inclinarse hacia un lado para poder ver bien a su hermana. Aquella
mañana Annie lucía un aspecto fresco y lozano y estaba muy guapa,
vestida con un sencillo vestido blanco. Cleo estaba de mal humor y había
dormido mal, y sabía que sin duda se pondría colorada si se permitiera
recordar los sueños que la habían acosado durante el poco tiempo que
había dormido. Todo era culpa de Ángel, por supuesto. Su mirada se
desvió hacia él de manera involuntaria, pero consiguió dirigirla más allá,
hasta la ventana, para contemplar la bruma que caracoleaba entre el
verde azulado de los pinos que crecían en la orilla del lago. Era un paraje
realmente encantador... y apacible si no fuera por la tensión que se había
traído consigo y que tenía su centro en el hombre de cabello negro como
el carbón que se sentaba no muy lejos de ella. Que Cleo pudiera distinguir,
él era completamente ajeno a su presencia. Debería alegrarse de ello,
pero, de forma perversa, no se alegraba.
Cleo y su hermana se habían reunido con su tía para desayunar en el
hotel aceptando la invitación de ésta última, y Annie se sentía muy
complacida de poder ver y ser vista por los jóvenes varones que se
alojaban allí. Cleo había advertido cómo Annie intercambiaba una mirada
tímida y una sonrisa con el canadiense, Carter, el cual compartía mesa con
el profesor Hill.
A Cleo le gustaría asistir a los actos de aquel día en relación con la
conferencia. Creía recordar que Carter iba a leer una ponencia. Se le
ocurrió que tal vez a Annie también le gustase estar entre el público del
joven historiador, pero iba a pasar la mayor parte del día en la habitación
de tía Jenny, con un sastre local, ocupándose de los últimos retoques de
los vestidos que se habían encargado para el próximo Baile de las
Highlands.
Cleo no tenía demasiado interés por su vestido para el baile, pero sabía
que Annie iba a estar preciosa con el traje que había encargado
especialmente para la ocasión, basado en un catálogo de modelos de un

~62~
Susan Sizemore El precio de la pasión

exclusivo establecimiento de Londres. Se alegró de que su padre no


hubiera protestado por los gastos. De hecho, éste insistió en que Annie y
ella tenían que estar lo más hermosas posible a fin de causar una buena
impresión a Sir Edward.
—Las tierras extranjeras poseen su atractivo —concedió tía Jenny. Bebió
un sorbito de té y después dio un mordisco a un pastel de azafrán—.
Proporcionan al Imperio un gran número de productos de lo más
agradable. Pero en mi opinión es mejor que la gente se quede en el lugar
que le corresponde.
Cleo sintió el impulso de decir que el mundo era un lugar grande y
maravilloso, pero es que había visto de primera mano que la mayoría de
los habitantes de su país se limitaban a llevar consigo su cultura
adondequiera que viajaban. De las personas que estaban sentadas a la
mesa, ella era la rara, y no pensaba ponerse a discutir por un punto de
vista diferente.
—Sin embargo, estoy convencida de que los americanos cometieron un
terrible error al insistir en abandonar el Imperio —afirmó tía Jenny—. No
veo por qué razón tenemos que tratar con ellos, después de semejante
muestra de mala educación.
—Es cierto que algunos americanos pueden ser... difíciles de tratar —
dijo Cleo para parecer conciliadora.
En realidad resultaba irritante estar tan pendiente de la presencia de
Ángel. El comedor era grande, pero parecía pequeño, cerrado e íntimo en
comparación con los espacios abiertos en los que solía encontrarse con
aquel americano cazador de tesoros. El sitio de él no estaba en un
ambiente civilizado; él lo llenaba con su envergadura y su energía vital.
Aquel interior anodino lo hacía parecer más grande, por alguna razón
concentraba más su...
—¡Porras! —murmuró, y acto seguido tomó un bollo con pasas de la
cestilla que tenía delante. Se concentró en untarlo con mantequilla y
después empezó a mordisquearlo.
—¿Y qué es lo que han escrito esos vándalos? —quiso saber Annie.
Tía Jenny lanzó a Cleo una mirada de advertencia.
—Algo de mala educación e inadecuado para tus delicados oídos, estoy
segura. Por supuesto, estaría escrito en alguna lengua extranjera
incomprensible...
—En griego —terció Cleo. Hizo un gesto que abarcaba las mesas
repletas de historiadores—. Estaba escrito en griego. La mayoría de los
presentes en este comedor saben leerlo.
—Hasta yo sé leerlo —dijo Annie—. Teniendo un nombre como Ariadne y
un experto en historia de Grecia por padre, más me vale saber por lo

~63~
Susan Sizemore El precio de la pasión

menos un poco. ¿Qué decía la pintada, Cleo? .—Se inclinó hacia delante y
susurró—: ¿Algo perverso?
—¡Annie! —exclamó tía Jenny. Agitó un dedo hacia Cleo con gesto
severo—. No digas una sola palabra, jovencita.
—Devuelve la vela— contestó Cleo sin hacer caso a su tía.
Annie inclinó la cabeza hacia un lado y formó con los labios las palabras
que había pronunciado su hermana. A continuación frunció profundamente
las cejas sobre sus bonitos ojos castaños.
—¿Estás segura de que decía eso?
—Es lo más que pude descifrar. En cualquier caso, le decía a alguien
que devolviera algo.
Annie se reclinó en su silla y perdió el interés.
—¡Qué raro! —Su mirada vagó hasta Hill y Carter. Sonrió y se tocó el
pelo—. Pórtate bien, Cleo. Vienen hacia aquí.

¿Qué diablos estará haciendo aquí esa mujer? Distraerme, como de


costumbre pensó Evans con resentimiento.
"Ni siquiera puedo desayunar y conspirar en paz".
Aquella mañana tenía asuntos muy serios y peligrosos de los que hablar
con hombres muy serios y peligrosos. El café y los huevos se le habían
quedado fríos, y las tostadas británicas siempre estaban frías, y el tiempo
que hacía era frío y la sensación de estar abrasándose de fiebre se
incrementaba cada vez que miraba en dirección a ella. La propia Cleo
parecía tan fría como el hielo en medio de la porcelana, la plata y la
mantelería, distante como la estatua de mármol de una diosa, sólo que
Evans no sabía si decidirse por considerarla una diosa del deseo o la
distante y virginal Artemisa, la diosa de la caza que odiaba a los hombres.
Él prefería imaginarla como Artemisa en lugar de Afrodita. La noche
anterior la había tocado, había saboreado su suave piel durante el más
breve de los instantes, por primera vez en varios años.
¿Por qué habría hecho tal cosa? La verdad es que no tenía la menor
intención... pero la luna brillaba mucho, y ella estaba tan vibrante y
hermosa bajo aquel resplandor pálido, plateado... Durante unos minutos
se le antojó que todo ello había sido un sueño, y ya sabía lo que hacía con
Cleopatra en sus sueños. La noche anterior consiguió no hacer nada más
que rozarle el dorso de la mano con los labios. Totalmente inofensivo.
Excepto que aquello lo dejó anhelante, deseando algo más que un leve
contacto. Era un imbécil, y Cleo no era ningún ídolo de una religión muerta
sino una criatura viviente, que respiraba, sensual...

~64~
Susan Sizemore El precio de la pasión

¿Qué diablos se creía Hill que estaba haciendo? Sonreírle de aquel modo
cuando pensaba que ella no estaba mirando. ¿Quién se creía que...?
—¡Evans! —La voz de Apolodoro sonó grave y nítida—. ¿Estás despierto,
amigo? —le preguntó el griego hablando en su idioma nativo.
Evans no demostró el menor sobresalto, pero dirigió una mirada intensa
al mayor de los dos hombres que estaban sentados con él a la mesa. Hizo
caso omiso de la expresión de profundo desagrado que le lanzó Spiros, el
más joven de ambos.
Spiros no era mal tipo, pero era tan sincero que hacía perder los
estribos a Evans. Se preguntó si alguna vez él habría sido tan joven como
Spiros. Desde luego, no había sido ni la mitad de idealista que él. Un
idealismo sumamente peligroso, se recordó a sí mismo.
—¿Ya has dado con el tesoro? —le preguntó Apolodoro—. ¿Te lo ha
dicho esa mujer? Dijiste que era ella en quien había que concentrarse.
—Llegué a Muirford ayer por la mañana. —Señaló con el pulgar a Spiros
—. Aquí, este muchacho tuyo, llegó antes que yo.
—Mi misión consiste en vigilar a los Fraser —replicó Spiros—. Pero me
llevaban dos días de ventaja. No he podido entrar en su preciado museo.
—Y no entrarás —le dijo Evans.
Apolodoro apoyó una mano en el brazo de su socio.
—Así es mejor para nuestros propósitos. El doctor Evans es necesario.
—El doctor Evans es vuestra cabeza de turco —dijo Evans. Sabía que
ninguno de aquellos hombres entendía lo que quería decir, pero no se
tomó la molesta de explicárselo. Tan sólo sería cabeza de turco si lo
atraparan, y no tenía la menor intención de dejarse atrapar—. No necesito
que me ayudéis con distracciones y actos que desvíen la atención. —Miró
a Apolodoro, pero lo que dijo iba dirigido a Spiros—. Ese acto de
vandalismo ha sido una estupidez. ¿Para qué atraer la atención sobre
vosotros después de haber permanecido ocultos dos mil cien años?
—¡No he sido yo! —Spiros descargó el puño sobre la mesa, lo cual le
valió una mirada de advertencia de Apolodoro—. ¡Yo no he hecho nada! —
Habló con ferocidad.
—Ya hablaremos de eso en privado —dijo Apolodoro a Spiros.
Evans afirmó con la cabeza. Ya había dicho lo que quería decir; no
necesitaba presionar más. Correspondía a Apolodoro mantener a su gente
a raya.
—Sólo he tenido tiempo para echar un vistazo al exterior del museo —
los informó—. Todavía no dejan entrar a nadie. Están pensando organizar
una grandiosa ceremonia de inauguración en la última noche de la
conferencia.

~65~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Eso no podemos permitirlo —afirmó Apolodoro en tono tajante—. No


tendrá lugar.
Evans se pasó un dedo por la mandíbula recién afeitada.
—Nadie, excepto los Fraser, sabe lo que va a albergar ese museo.
Corren muchos rumores y habladurías acerca de los objetos que posee
Fraser, pero todo son conjeturas. Fraser no ha efectuado anuncio alguno
de que haya encontrado algo que date de la época de Alejandro Magno.
Está previsto que él sea el último en leer su monografía, y en el programa
de la conferencia no existe ninguna descripción de lo que va a tratar en
ella. La mayoría de los que han venido suponen que el museo albergará
antigüedades egipcias, quizá al lado de unas cuantas piezas de la época
helenística. Fraser está actuando de manera muy reservada. Quiere
eclipsar a Schliemann, imagino yo, sobre todo teniendo aquí a personas a
quienes impresionar como Divac y DeClercq. ¡Sir Edward le ha concedido a
Fraser carta blanca en el diseño de la colección!
Apolodoro asintió, y sus carnosos labios de hecho se curvaron en una
ligera sonrisa. Fue una sonrisa grave y seria, pero consiguió que Evans se
sintiera como si se hubiera ganado aquel leve gesto de aprobación.
—Opino que, para llevar tan sólo un día en Muirford, has reunido
bastante información.
—Seguiré haciendo lo que pueda —respondió Evans al tiempo que su
miraba se desviaba de nuevo hacia Cleo—. Os conseguiré el tesoro de
Alejandro.
—Más te vale —repuso Apolodoro, y a continuación se inclinó para
susurrarle a Evans al oído—: O, de lo contrario, el precio será la vida de tu
mujercita.
—No es mi mujercita —contestó Evans sin mostrar el menor indicio
externo de que la amenaza de Apolodoro le había helado hasta los huesos.
Y tampoco demostró que estaba enfadado con Cleo por haberlo metido a
él en aquello—. Pero desde luego no es la mujercita de Hill —agregó para
sus adentros.
Se levantó de la silla en un movimiento fluido, arrojó su gruesa
servilleta de lino contra la mesa y echó a andar a zancadas por el comedor
con el fin de interceptar a Hill y a Carter, que se dirigían hacia la mesa de
Cleo. Spiros y Apolodoro se lanzaron en pos de él.

Cleo no tenía idea de dónde había salido toda aquella gente, pero de
pronto su mesa se vio rodeada por un montón de hombres. En otras
circunstancias, ya estaría echando mano de un arma para defenderse de
un inminente ataque, pero una reacción así podría resultar un tanto
exagerada en el comedor de un hotel turístico escocés. Sin duda tía Jenny

~66~
Susan Sizemore El precio de la pasión

tendría algo severo que decir si ella fuera la responsable de manchar de


sangre aquel hermoso mantel. Sonrió al pensarlo. Aun así, reparó en que
tenía en la mano derecha un fuerte cuchillo de plata para la mantequilla, y
no hizo ademán de bajarlo. Sobre todo al ver que entre los hombres que
rodeaban la mesa se encontraba Ángel Evans.
Contó las cabezas y descubrió que no eran tantos: cinco caballeros.
Bueno... cuatro caballeros y Ángel. Se levantó muy despacio y dijo:
—Profesor Hill, profesor Carter, doctor Evans.
Supuso que estaba usurpando el puesto de tía Jenny por el hecho de
haber sido la primera en hablar, pero ya estaba acostumbrada a cumplir
con las obligaciones del cabeza de familia.
—Buenos días, señorita Fraser —le contestó Hill.
—¿Cómo está usted? —irrumpió tía Jenny con gravedad.
—Muy bien, señora. —Hill le dirigió una ancha sonrisa a Cleo—. Carter y
yo —dijo, señalando con un gesto al joven que tenía al lado— nos
preguntábamos si usted, y también su tía y su hermana, desearía un
acompañante para acudir esta mañana a la sala de conferencias.
—Hay espacio para sentarse en la galería superior —intervino el
profesor Carter—. Imagino que sin duda les resultará interesante la
ceremonia de inauguración.
—No tenemos intención de asistir a ninguna ceremonia académica —
replicó tía Jenny a los caballeros—. Por lo tanto, no necesitamos
acompañantes.
Su tono de voz fue glacial, su reprobación ante la iniciativa de aquellos
jóvenes resultó evidente. Los ocupantes de otras mesas los estaban
observando, y aquél era un lugar de lo más inapropiado para que unas
mujeres solteras conversaran con unos hombres solteros a los que
conocían hacía tan poco tiempo.
A Cleo le gustó la manera directa de abordarlas que empleó Hill.
—¿Cuándo empieza la ceremonia?
Sabía perfectamente a qué hora iba a iniciarse el simposio, ya que ella
misma había ayudado a redactar el programa del mismo, pero había
prometido mantenerse discretamente en segunda fila.
—A las diez, señorita Fraser —contestó Carter. Su mirada estaba fija en
Annie; en sus ojos se leía un anhelo propio de un cachorrillo. Cleo se
percató de que Annie estaba mirando a su vez... pero más allá de Carter,
hacia donde se encontraban Ángel y sus amigos.
Consultó su reloj de bolsillo.
—Tenemos tiempo de sobra antes de que llegue el sastre. A mí,
personalmente, me gustaría ver la inauguración de la conferencia.

~67~
Susan Sizemore El precio de la pasión

"¡Cielo santo, todavía conserva mi reloj!" Evans lo vio con toda claridad
desde la retaguardia del grupo, dado que les sacaba media cabeza a todos
los demás. Sintió deseos de agarrarla, zarandearla y exigirle la razón por
la que aún lo conservaba, la razón por la que lo torturaba con aquel
recuerdo.
Entonces se fijó en cómo acariciaba con el dedo pulgar el estuche de
oro antes de volver a guardárselo en el bolsillo de la falda, y el impulso de
zarandearla se convirtió en un vivo deseo de besarla primero y hacer las
preguntas después. ¡Dios... cómo ansiaba que aquellos dedos lo
acariciaran a él igual que tocaban un metal frío y sin vida! Constituía una
verdadera tortura no decir nada, no hacer nada.
Lo peor de todo era que no creía que Cleo se hubiera dado cuenta de lo
que acababa de hacer, ni que se percatara siquiera de que él se
encontraba allí. Aquella temporada había hecho muchos esfuerzos para
seducirla, y la única noche que había pasado con ella no había bastado
para disipar el deseo que había ido acumulándose en él a lo largo de
varios meses de anhelo. A veces tenía sueños en los que regresaba y
volvía a empezar otra vez, y le demostraba a Cleo cuánto mejor podía ser
el acto de hacer el amor. Vivía con pasión no correspondida cada minuto
de cada día de su vida. Ella había encerrado lo sucedido entre ambos en
alguna tumba de su mente y había ocultado allí sus sentimientos a la vez
que sus recuerdos. Él le había causado desgracia en más de un sentido.
Pero había conservado el reloj.
No era que él se lo hubiera entregado a modo de regalo o de recuerdo
—o pago— de una noche de amor. No, se lo dio casi por casualidad cuatro
años después, en el patio de la prisión del fortín rebelde de aquel canalla
del jeque Jamir.
—¿Sabe tu padre que has sido tú quien ha dirigido el asalto al fuerte?
El sol calentaba con fuerza. Volvió el rostro hacia el intenso color azul
del cielo y después fue bajándolo lentamente, absorbiendo la figura de
Cleo, la belleza de sus pechos y de sus caderas silueteadas y subrayadas
por el corte de las ropas de hombre que llevaba. Su melena rubia se
hallaba escondida debajo de un sombrero de ala ancha, y en las manos
sostenía su rifle favorito. Tenía las mejillas manchadas de suciedad y en
sus ojos brillaba una expresión reprobatoria. No se atrevió a decirle lo
hermosa que estaba. Ni a darle las gracias. Porque ella tampoco iba a
creerlo.
No se había creído nada de lo que él había dicho ni hecho desde aquel
día en El Cairo, un par de años atrás, el día en que la descubrió espiándolo
y decidió espiarla también por su cuenta. Aquel día, ambos descubrieron
la tumba de Alejandro. Y entonces fue cuando dio comienzo la
persecución.
—¿Sabe tu padre que has estado a punto de morir decapitado?

~68~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Mi padre y yo no nos hablamos.


—Y con razón. Deberías haber regresado a Estados Unidos cuando él te
lo pidió.
—Los deseos de mi padre no son siempre tan importantes. Deberías
saberlo ya.
—Yo ayudo a mi padre. Ha estado en Londres, presentando unos
trabajos —agregó ella—. Y, de hecho, llegará a El Fayum hoy mismo, en el
tren correo.
Naturalmente, Everett Fraser no estaba enterado de aquel viaje. O bien
Everett Fraser era el hombre más idiota del mundo o bien hacía
cómodamente oídos sordos a todo lo que tuviera que hacer Cleo para que
él pudiera continuar trabajando en su plan para dar con la tumba de
Alejandro. Fraser no amaba a sus hijas; amaba a Alejandro Magno.
—¿Y qué estás haciendo tú aquí?
Indicó el patio con un amplio gesto. No era un lugar pacífico. Estaba
lleno de humo de armas de fuego, rebeldes muertos, un grupo de
vencedores y prisioneros liberados. Ya hacía rato que se había iniciado el
saqueo.
—Los seguidores del jeque Jamir han atacado demasiadas caravanas.
Los habitantes de las aldeas, las tribus y los bandidos corrientes ya están
hartos. Han formado una coalición y han pedido a los ingleses y a los
guardias de éstos que están excavando en la tumba que hay frente al
oasis de Saqqara que los ayuden a librarse de Jamir, porque está claro que
no pueden confiar en recibir ninguna ayuda del gobierno del Jedive. Como
varios de nuestros excavadores procedentes de El Cairo resultaron heridos
en el ataque de la última caravana, decidí ayudar a esas gentes a librarse
de Jamir. Oí decir que Jamir retenía a un ferengi yanqui, y supuse que eras
tú —terminó en tono informal.
Él sonrió con placer.
—¿Has venido a salvarme, Cleo?
—No seas ridículo. ¿Cómo has acabado en la prisión de Jamir?
—Le ofreció a Osmani la venta de unos objetos de la XVIII Dinastía. Y he
venido a certificar su autenticidad. —Mientras hablaba, los labios de Cleo
se estrecharon en una mueca reprobatoria y se le agitaron las aletas de la
nariz. La verdad era que se ponía muy guapa cuando se enfadaba. Él se
encogió de hombros—. Cuando Jamir exigió armas a cambio del tesoro, yo
me mostré reacio a cerrar el trato. De modo que decidió encerrarme en
una celda para que lo pensara.
Al cabo de tres días intentando forzar la cerradura, Evans consiguió
escapar de su celda más o menos al mismo tiempo que se inició el
ataque. Se las arregló para abreviar el asalto y acelerar el éxito del mismo
abriendo a los asaltantes las puertas del fortín. Había dejado la cajita de

~69~
Susan Sizemore El precio de la pasión

diminutas estatuillas de oro de las que se había apropiado escondida


cerca de la entrada del fuerte, y necesitaba regresar a buscarla antes de
que se le adelantase un saqueador.
—Supongo que ahora cogerás esos objetos y volverás a entrevistarte
con ese ladrón de Osmani.
—Para eso me paga —afirmó Evans.
—Escoria.
Cleo pronunció aquella palabra con tal vehemencia que bien podría
haberla escupido. Sus suposiciones no consiguieron que a Evans le
entrase ninguna prisa por explicar por qué tenía que trabajar con Osmani
de vez en cuando.
—También investigo —dijo para defenderse, a pesar del fastidio que
mostraba Cleo y del hecho de que ambos se encontraban en medio de un
completo caos. Varios caballos aterrorizados y sin jinete corrían trazando
círculos por el patio. Evans se fijó en un hermoso castrado de color blanco
que en el futuro podía servirle de montura. A lo lejos se oía algún que otro
disparo de rifle. Cleo no dijo nada, sino que se limitó a acentuar su
expresión reprobatoria. Al verla, Evans sintió que su placer se trocaba en
frustración.
—Más vale que te vayas a casa antes de que aparezca tu padre. No
quisiera que descubriese que tienes una vida propia.
—¿A casa? ¿Mi padre? Ella se tocó la frente y a continuación recorrió
con la mirada la tumultuosa escena, con gesto distraído—. Sí, se supone
que debo ir a recibirlo al barco que llega a El Fayum a las tres. ¿Sabes qué
hora es?
Evans se echó a reír y a continuación introdujo la mano en un profundo
bolsillo secreto de su chaleco, uno que los hombres de Jamir no habían
descubierto al cachearlo, y extrajo su reloj de oro, el que le había regalado
su padre cuando se graduó. Se lo lanzó por los aires a Cleo.
—Quédatelo —dijo, en vez de darle las gracias por el rescate. Acto
seguido dio media vuelta y se fue corriendo, y se subió de un salto al lomo
del caballo que había escogido. Huyó del patio de la prisión seguido por
algo que le decía Cleo, pero sin oírlo a causa del griterío y el ruido de los
disparos.
Y todavía conservaba aquel reloj. Asombroso.

~70~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 7

Evans la estaba mirando fijamente. Cleo hizo un esfuerzo para no


permitir que se notara que se había dado cuenta de su presencia, pero lo
cierto es que aquella proximidad suya le resultó aún más desconcertante
que de costumbre. "Eres demasiado grande", pensó. "Tienes demasiada
vitalidad para estar dentro de esta habitación".
¿Cómo iba a poder fijarse en nadie más, cuando la presencia de Ángel
se cernía sobre ella como si fuera la sombra de Horus, el gran halcón
negro? Se obligó a sí misma a sonreír al profesor Hill.
Pero antes de que pudiera decir nada, Evans se abrió paso hasta la
primera fila del grupo y dio una palmadita en el hombro de Hill.
—Hill, Carter. Me alegro de verlos. —Apretó ligeramente el hombro de
Hill para apartarlo de la mesa—. ¿Conocen ya a mi buen amigo el doctor
Apolodoro, del Departamento de Antigüedades de Atenas?
Hill, Carter y Apolodoro se estrecharon debidamente las manos.
—¿Y su otro amigo? —intervino Annie de repente.
Dio la vuelta a la mesa y extendió la mano hacia el joven que
acompañaba a Ángel. El de los ojos inmensos y llenos de sentimiento,
pómulos elegantes y rizos oscuros y espectaculares.
—Soy Spiros —respondió el joven, fijando su atención en nadie más que
Annie. Tomó la mano que le ofrecía y se presentó—: Spiros Tskretsis.
—Ariadne —dijo Annie, que odiaba su nombre griego de inspiración
mitológica.
"¡Cielos!", pensó Cleo mirando alternativamente a su hermana, que
mostraba una expresión deslumbrada, y al, "¡cielos!", joven Spiros,
igualmente extasiado. Se sorprendió a sí misma intercambiando una
mirada fugaz con Ángel.
El amor verdadero, se dijeron el uno al otro, acababa de arribar en
Escocia procedente de las soleadas costas de Grecia. Miró a tía Jenny para
ver cómo se tomaba aquella escena su tía, tan firmemente británica ella, y
descubrió que en realidad tenía la atención puesta en el doctor Apolodoro.
Él la miraba a su vez con una media sonrisa irónica que iluminaba sus
distinguidas facciones. Dio vuelta a la mesa a fin de ayudarla a levantarse

~71~
Susan Sizemore El precio de la pasión

y le besó la mano con una cortesía que resultó arrasadora. Murmuró una
suave pregunta con una voz profunda teñida de un delicioso acento y
clavó sus ojos en los de tía Jenny con un gesto de total concentración.
—¿Tía Jenny? —dijo Cleo, pero se vio ignorada. De modo que volvió la
atención de nuevo hacia su hermana.
—¿Es usted un alumno de la universidad? —preguntó Annie a Spiros en
tono esperanzado—. ¿Tiene previsto pasar varios años aquí?
—Así es —respondió él con un brillo especial en sus inmensos ojos—.
Tengo una de las becas otorgadas por Sir Edward Muir.
—En ese caso, vamos a vernos mucho.
—Pero hoy ya no —terció Cleo interponiéndose entre su hermana y
aquel joven increíblemente guapo.
El joven Spiros era casi tan apuesto como Ángel Evans, y Cleo sabía
demasiado bien que una muchacha podía verse atrapada en el deseo de
tan espléndida belleza varonil. Sabía que dicho deseo era capaz de
transformar la inocencia en adoración ciega, y sabía exactamente adonde
podía conducir aquello. Dirigió a Spiros una mirada severa que decía: Con
mi hermana, ni lo sueñes.
Cleo se llevó a Annie de la mesa.
—Discúlpennos, caballeros, pero nuestro sastre va a llegar de un
momento a otro.
—Pero usted ha dicho que... empezó Hill.
—Naturalmente, para las señoras la cita con un sastre es mucho más
importante que una jornada de conferencias aburridas —intervino Carter
con donaire. Consultó su propio reloj de bolsillo—. En lo que a mí respecta,
aborrezco la idea de llegar tarde.
—En ese caso, no deseamos entretenerlo más —dijo Cleo, y acto
seguido agarró del brazo a su hermana, y también a su tía, y las dirigió
hacia la salida del comedor.
Evans se quedó mirando cómo se iba Cleopatra, estupefacto. "Ha
dejado vivo a Carter. Él ya ha insultado su inteligencia dos veces por lo
menos, y ella le ha permitido vivir. Cleo, ¿qué mosca te ha picado?"
Carter tenía una expresión entre cariacontecido por la marcha de Annie
y aliviado por el hecho de que las damas no hubieran aceptado la
invitación de invadir el territorio masculino del salón de conferencias. Pasó
la mirada de Hill a Evans.
—Supongo que, si queremos encontrar buenos asientos para la charla
de Divac, deberíamos irnos ya.
La mirada de Evans se posó en Apolodoro y sus labios se apretaron en
un gesto severo, furioso. Dio un paso hacia él y le dijo en voz baja:

~72~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿Puedo hablar un segundo contigo? Vamos a apartarnos un momento.


Spiros aguardó con los demás mientras Evans y Apolodoro cruzaban el
comedor y se dirigían hacia los ventanales franceses para salir a la terraza
que miraba a las apacibles aguas grises del lago.
—Tu conducta ahí dentro ha sido despreciable —informó Evans a
Apolodoro cuando estuvieron a salvo de que pudieran oírlos los demás—.
¿Qué creías que estabas haciendo, al abordar de esa forma a las Fraser?
No tiene lógica que intentes servirte de ellas cuando me tienes a mí para
hacerte el trabajo.
Apolodoro se alzó de hombros con gesto de despreocupación.
—¿Esa dama es de la familia de los Fraser?
—Una tía. Es la hermana de Fraser. Es viuda, creo.
Apolodoro se frotó el mentón con aire pensativo.
—¿Fraser y además viuda? Qué interesante. Es una mujer atractiva...
para ser extranjera. Alejandro alentaba a sus hombres a que tomaran
viudas extranjeras para predicar la tolerancia a todos los habitantes del
Imperio. Yo mismo soy viudo, sin ir más lejos.
—El Imperio Macedónico murió con tu amado Alejandro.
—Pero sus sueños, no. Nosotros somos sus descendientes, sus
protectores. —Apolodoro sonrió y se encogió de hombros—. Spiros es
joven y apasionado. Si se siente atraído por esa muchacha, ¿qué puedo
hacer yo?
—Desalentarlo. —Evans apretó los puños y adoptó un tono de voz suave
y letal cuando dijo—: No te atrevas a hacerles daño.
Apolodoro no se inmutó.
—Voy a conocer a esa dama de los Fraser.
—¿Qué te propones hacer? ¿Ir socavándola para ganarte su confianza
con el fin de que te revele dónde se encuentra el tesoro? La hermana de
Fraser no lo sabrá. Y tampoco Annie, de manera que más te vale decirle a
Spiros que retroceda. Annie lleva sin salir de Bretaña desde que era una
niña pequeña.
—Ahórrate esa furia y ese sentido de protección para la persona que
según tú es la responsable del robo. Ella es la que corre peligro. La
hermana y la tía no son las que deben preocuparte —le replicó Apolodoro
—. En absoluto.
Dijo aquellas palabras en tono calmo, incluso afable. El comandante de
la Orden de los Hoplitas contempló largamente las tranquilas aguas del
lago escocés, pero su tono no dejó lugar a dudas respecto de lo que
esperaba a Cleopatra Fraser si fracasaba Evans.

~73~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Evans reprimió una maldición, giró sobre sus talones y se marchó. Él era
tan sólo un hombre, y la Orden de los Hoplitas era una antigua, misteriosa
y secreta organización de fanáticos. Estaba dispuesto a hacer todo lo que
estuviera en su mano para proteger de dichos fanáticos a la mujer que...
poseía. Y si iba a ayudarlos era porque casualmente estaba de acuerdo
con ellos en que los objetos debían ser devueltos.
Y la parte más exasperante de todo aquel asunto era que el hecho de
que la situación fuera tan peligrosa era enteramente culpa de la propia
Cleo.
—¡Maldita sea esa belleza tuya!

—Como pueden ver, caballeros —peroraba Divac desde la tribuna—, los


hallazgos de Schliemann, un aficionado, son como mucho ambiguos.
Además...
Se encontraban en un salón gigantesco, de techos altos en los que la
pintura aún estaba reciente, así como en las paredes y sobre el enorme
retrato de Sir Edward Muir que se había colocado tras el escenario desde
el cual el erudito de origen rumano lanzaba su mordaz diatriba. Las sillas,
dispuestas en filas, estaban tapizadas en un terciopelo verde ciruela que
hacía juego con los cortinajes que cubrían los altos y estrechos
ventanales. Casi todos los asientos del auditorio se hallaban ocupados por
caballeros serios y atentos, vestidos con trajes de espiga o de lana oscura,
la mayoría de ellos barbudos, muchos con cuadernos abiertos y apoyados
en las rodillas. Evans debería sentirse cómodo en aquel ambiente, pero en
realidad lo único que deseaba era encontrarse en otra parte, donde fuera.
Claro que, estuviera donde estuviera, siempre era capaz de evadirse con
sus pensamientos.
"Todo es culpa mía. Todo".
Azrael David Evans sabía demasiado bien que su pasado estaba
manchado de huesos quemados y ruinas, todo ello provocado por él. Le
habían robado muchas oportunidades, pero él mismo no había sabido
aprovechar muchas más. Había dejado pasar la única cosa por la que
debería haber luchado, y desde entonces había estado aduciendo excusas
y echando la culpa de sus actos a otras personas o circunstancias. Pero ya
era demasiado tarde para dar marcha atrás. No se puede revivir el
pasado; tan sólo es posible estudiarlo.
Mientras estuvo en cama convaleciente del accidente, pensó largo y
tendido en las equivocaciones, los puntos muertos, las oportunidades
perdidas. A medida que fue recobrando las fuerzas, se hartó de
examinarse a sí mismo y comenzó a alimentar sueños. Para bien o para
mal, estaba claro que él era un oportunista.

~74~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cuando Sir Edward le ofreció la oportunidad de mezclarse con


historiadores respetados en un entorno civilizado, abrigó la esperanza de
poder juntar los pedazos rotos del honor o la respetabilidad; es decir: algo
bueno, de las ruinas de sí mismo. Fue un regalo de despedida para un
hombre herido de alguien que había compartido el peligro con él. Se asió a
aquella oportunidad como si fuera un cabo salvavidas, con toda la
intención de deslumbrar al mundo académico con su trabajo.
Y además, en aquel simposio era donde iba a estar Cleo.
Hasta había alimentado una fantasía en la que ella, sentada entre el
público, levantaba la vista con los ojos brillantes de admiración por su
erudición e iniciaba una calurosa ovación al finalizar el discurso. Y
después, ¿por qué no?, se arrojaba en sus brazos llevada por un exceso de
fervor hacia sus inmensos conocimientos científicos.
Sí. Claro.
Le había pegado el timo de sus inmensos conocimientos cuando ella
tenía dieciséis años —"¡Juro por Dios que no lo sabía!"—, de manera que
no había muchas posibilidades de que Cleo volviera a caer en aquel
engaño.
Se removió incómodo en su asiento en el centro del abarrotado salón de
conferencias. Lo que menos le importaba en aquel preciso momento era si
el emplazamiento de la Guerra de Troya se encontraba en Turquía, en
Grecia o en el mismísimo infierno.
Ojalá Apolodoro y sus hoplitas no hubieran hecho su aparición justo
cuando él estaba a punto de salir de aquella habitación de enfermo que
daba al mar azul de Amorgis.
Ojalá Everett Fraser no fuera tan necio ni tan egoísta, tan engreído,
susceptible, pretencioso y pomposo, ojalá no creyera que tenía el derecho
por naturaleza a vivir de su reputación y del duro trabajo de su hija.
Ojalá el papiro alejandrino no hubiera salido a la luz.
Ojalá Cleo y él no se hubieran perseguido el uno al otro por todo Oriente
Próximo pelándose por aquel documento. Había ocasiones en las que
Evans se preguntaba si no habría querido ser él el descubridor de la tumba
de Alejandro porque deseaba vengarse de Everett Fraser por haber
ensuciado su reputación, porque deseaba cobrarse venganza por las cosas
que había dicho Fraser antes de expulsarlo sumariamente del
campamento levantado en el delta. O si el motivo de que persiguiera
encontrar la tumba era la emoción que le causaba encontrarse con Cleo.
Aquella lucha llevaba años avanzando y retrocediendo; ambos se
arrebataban pistas el uno al otro, sobre todo aquel trozo de papiro que
contenía una larga lista de instrucciones, algunas de ellas codificadas,
para encontrar la tumba.
Ojalá Cleo no hubiera ganado el último asalto.

~75~
Susan Sizemore El precio de la pasión

El café de El Cairo era pequeño, oscuro y ruidoso y estaba lleno de


humo, tan sólo una parte del cual procedía del tabaco. Cerca de la puerta
había un joven y una mujer con velo que tocaban instrumentos del país.
Su música acompañaba las evoluciones de una bailarina de figura sinuosa
y con el cabello teñido con henna que ejecutaba la danza del vientre
moviéndose con sensualidad de una mesa a otra, deteniéndose justo lo
necesario para incitar a los hombres. Como si su audaz danza no fuera
suficiente, la muchacha llevaba puesto un pesado y tintineante cinturón
de monedas y varios brazaletes con cascabeles en las muñecas y los
tobillos, cosidos a su falda formada por ondulantes velos rosas y
anaranjados y trenzados a su melena pelirroja, larga hasta la cintura.
Aquel sonido resultaba casi tan hipnótico como lo que hacía con las
caderas y con los pechos. El público la adoraba. La bailarina fue
acercándose poco a poco hacia Evans, pero éste no tenía previsto
quedarse lo suficiente para verla bailar.
Tenía más interés por el hombre que se hallaba sentado frente a él que
por el espectáculo, aunque no podía evitar desviar la mirada hacia la
bailarina de vez en cuando. Sólo un muerto habría sido inmune a su
efecto.
—¿Por qué hemos quedado en vernos aquí, Harún? —le preguntó,
evitando deliberadamente mirar a la bailarina—. Dame el papiro. Ya te lo
he pagado.
Evans extendió la mano por encima de la estrecha mesa.
—Y te has llevado mi caballo favorito —replicó el viejo y canoso jeque—.
Ahora vas a tener que competir por el papiro igual que todos los demás.
Evans recorrió el local con la vista.
—¿Y quiénes son los demás?
—Fraser y tú no sois los únicos que buscan conocer los secretos de ese
papiro.
—"Sí lo somos, lo sabes de sobra —respondió Evans—. Está bien, dime
cuál es el nuevo precio que le has puesto.
Harún puso encima de la mesa el conocido estuche de cuero que
contenía el papiro. Bebió un sorbo de un café negro y dulzón y miró a su
alrededor como si esperara que surgiera una multitud de competidores de
aquellas mugrientas paredes. Lo que vio fue a la bailarina, que se detuvo
delante de él.
Lo que hizo la joven con el cuerpo bastó para que cualquier hombre
normal rompiera a sudar.
—Esa chica vale una fortuna —dijo Harún al cabo de unos momentos,
secándose el labio superior. Extendió las manos. La muchacha dio un paso
atrás y a continuación se acercó de nuevo, pero esta vez se mantuvo a
escasos centímetros de Harún.

~76~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Evans no pudo evitar sentirse afectado por la sinuosa sexualidad de la


joven, cuyos incitantes movimientos aportaban un aliciente especial a su
danza. Todas las miradas estaban clavadas en ella, y ella era consciente.
Se la oyó reír detrás del fino velo de seda que la ocultaba. Era cierto que
no se le veía el rostro, pero en cambio llevaba la alargada cintura al aire y
una buena parte de sus senos redondos quedaba a la vista por encima del
pronunciado escote del traje. En el café se palpaba el deseo y, a pesar de
que él mismo se sentía cada vez más interesado, Evans olió problemas.
Reparó en que los músicos se habían arrimado un poco más a la puerta.
En eso vio a un par de hombres levantarse de una mesa cercana y
empezar a propinarse empellones el uno al otro en el afán de tener mejor
vista de la bailarina. Alguien gritó algo a su espalda, y apenas logró
agachar la cabeza cuando una botella pasó volando por encima de él.
Cuando la pelea empezó a ponerse seria, la bailarina desapareció.
Evans hizo todo lo que pudo para no verse involucrado. Se agachó debajo
de la mesa al tiempo que Harún se levantaba de un salto y sacaba un
puñal. Cuando volvió a incorporarse, agarró el estuche de cuero que
guardaba el papiro y echó a correr en dirección a la puerta.
Una vez más, el papiro alejandrino era suyo.
Salvo que aquel estuche no era el del papiro, y estaba vacío.
—Podrías haber dejado una nota, cariño —murmuró ahora, lo cual le
valió una mirada severa por parte de Carter, que estaba sentado a su
lado. Divac aún continuaba disertando sobre la antigua Grecia en
dirección a un público embelesado o posiblemente dormido.
Aquella bailarina, de alguna forma, había dado el cambiazo en medio de
la confusión que se creó. Cleo recuperó el papiro y finalmente terminó la
traducción. Para entonces, Everett Fraser ya había encontrado un rico
mecenas para regresar a su trabajo arqueológico, y partió en una
expedición hacia la isla con el nombre del antiguo texto. Evans tardó
varias semanas en hallar siquiera una pista del punto en el que estaba
teniendo lugar en secreto dicha excavación. Siguió a Fraser y después a
su encantadora e inteligente hija, y exploró varios yacimientos posibles de
Grecia antes de seguirle la pista a su rival hasta la aislada isla de Amorgis,
en el mar Egeo.
Tal vez debería haber abandonado, haberle concedido la victoria y
haberse concentrado en alguno de los demás proyectos que le
interesaban, pero es que todavía le hervía la sangre al recordar el ardid
que le había jugado aquella bailarina. Lo que inflamaba sus sueños, más
que la rabia, era el recuerdo del contoneo de aquellas caderas y de
aquellos pechos maduros y jugosos. Se sentía obsesionado, en tensión.
Apretó los labios con fuerza y volvió a tensar el cuerpo al revivir aquel
incitante recuerdo. Respiró hondo y procuró prestar atención a la charla
como un recurso para aplacar sus sentidos. Pero, por desgracia, Divac

~77~
Susan Sizemore El precio de la pasión

dejó de hablar antes de que él pudiera quitarse de la cabeza aquella


noche en aquel café de El Cairo.
Se levantó de la silla junto con el resto del público y aplaudió
diligentemente. Divac hizo una profunda reverencia y abandonó la tribuna.
Cuando el rector Jackson se subió al podio para anunciar un breve receso
y recordar a todos que había refrescos en el vestíbulo de la entrada, Evans
exhaló un suspiro de alivio y comenzó a salir del auditorio sumándose a
los demás. Carter intentó llamar su atención para conversar con él, pero él
siguió andando. Necesitaba andar. Necesitaba estar solo.
Necesitaba ver a Cleo, pero sabía que aquello era demasiado esperar.
Cleo se encontraba enredada en el mundo femenino y cargado de
volantes de los sastres y el té de la tarde. Aquélla era la vida segura,
cuerda y previsible que correspondía a una mujer de su rango y su
posición social, aunque en realidad ella se sintiera viva y vital montando a
caballo con el viento del desierto azotándole el cabello. Cleo era hija y
nieta de académicos muy respetados; todavía más importante para el
sistema británico de clases: era la bisnieta de un conde.
El hijo menor de dicho conde había bajado de las Highlands para
estudiar en la universidad de Edimburgo y había sorprendido a su familia
casándose con la hija de un profesor de dicha universidad y luego
quedándose allí y convirtiéndose en profesor él mismo. Todos sus hijos
varones lo siguieron al mundo académico.
Evans no había oído nunca a Cleo mencionar aquella tontería acerca de
su noble cuna, pero Everett Fraser la había sacado a colación en más de
una ocasión, dolorosa y memorable. Todavía lo aguijoneaba en lo más
hondo recordar que le dijo que el nacimiento y la crianza de Cleo hacían
de ella un "pez" demasiado difícil de pescar para el hijo de un pescador de
Maine.
Para Fraser no significaba nada que el pescador en cuestión fuera el
propietario de una flota de barcos, además de poseer varias fábricas,
explotaciones ganaderas y participaciones en muchas empresas que se
hallaban en estado de expansión. El comercio yanqui, la inventiva yanqui
y el duro trabajo yanqui valían menos que nada para un hombre por cuyas
venas corría aguada sangre azul.
—Olvídate de Fraser —musitó para sí, de pie en la escalinata de entrada
al salón de conferencias—. Déjalo ya.
¿Dejar a Cleo? Llevaba años intentándolo, y cada vez que pensaba que
lo había conseguido... Sacudió la cabeza en un gesto de negación, y en
aquel momento llamó su atención divisar a un par de personas que se
encontraban en el otro extremo de la estancia, justo en la puerta que daba
acceso a la rosaleda. Reconoció la figura delgada y peligrosa de Spiros
Tskretsis al lado de otra menuda y de cabello oscuro: Pía Fraser.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—¡Oh, no! —exclamó. El corazón le dio un vuelco, súbitamente presa


del pánico, al ver a aquel fanático hoplita en compañía de una niña
inocente. No sabía qué estaría haciendo Spiros, pero se lanzó hacia él con
la intención de poner fin a lo que fuera, haciendo uso de la fuerza si era
necesario.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 8

Tras las tribulaciones de aquella mañana en compañía del sastre, Cleo


se alegró de salir al aire fresco. Aunque el recado que tenía que hacer
prometía que la esperaba una tarde aún más desagradable, la alivió
alejarse de la escena de lo doméstico y encaminarse hacia un terreno
conflictivo en el que por lo menos estaba segura de las reglas que
imperaban. Su padre no iba a estar contento, pero llevaba tanto tiempo
sin contentarse con nada que ya daba lo mismo.
Simplemente, iba a tener que convencerlo de que la última idea que se
le había ocurrido a Sir Edward para entretener a su público no iba a
ocasionar ninguna violación de la seguridad del museo; después tendría
que asegurarse de que —en efecto— así fuera.
Sonrió disfrutando de la idea de anticiparse a Ángel Evans. Por
supuesto, a juzgar por cómo alternaba la suerte de ambos, a Ángel le
tocaba ya ganar un asalto. Aquel pensamiento la hizo fruncir el ceño, y se
dijo a sí misma que la suerte no existía. La oportunidad sí, y también el
saber reconocerla rápidamente, ¿pero la suerte? Bueno, si la suerte
existía, desde luego ella la había tenido muy mala al conocer a Ángel
Evans, ya para empezar.
Ah, pero es que entonces su vida carecería de todo aliciente. "Eres
británica", se recordó a sí misma, "y, te guste o no, estás de vuelta en
Gran Bretaña. Acostúmbrate a que todo sea insípido."
Dio la vuelta al tronco de un roble que le tapaba la vista del museo
desde el recinto común, y de repente salió el sol en el cielo. Allí estaba
Ángel Evans, grande y vibrante, ataviado con un traje oscuro y
conservador y sin hacer nada por disimular su porte poderoso y sus
anchos hombros. Sus tensos músculos irradiaban tensión y en sus oscuros
ojos se leía una expresión peligrosa.
Cleo quedó tan tomada por sorpresa que frenó en seco con el corazón
desbocado y la respiración bloqueada en la garganta. Durante un segundo
le dejó de funcionar el cerebro y se apoderó de ella una reacción
completamente visceral que le provocó una oleada de calor en todo el
cuerpo con tal ímpetu, que a punto estuvo de hacerla caer de rodillas.
Pero la reacción pasó. Llevaba años entrenándose para encararse con
aquel hombre, y encararse con él con cierta frecuencia. ¡Aquél era el

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Susan Sizemore El precio de la pasión

enemigo! Poco importaba que fuera más bello que Lucifer y que la
jovencita de dieciséis años que lo había amado todavía estuviera presente
en lo más profundo de su corazón. La mujer adulta sabía que no se podía
confiar en él. Estaba blindada contra una atracción que jamás
desaparecía. Ahora se ciñó bien dicha armadura, desgastada y maltrecha,
alrededor del cuerpo y echó a andar para averiguar qué estaba haciendo
aquel enemigo yanqui delante de "su" museo.
Tardó un momento en descubrir que Ángel no se hallaba solo. Tenía una
mano apoyada en el brazo del apuesto joven griego que había visto en el
hotel, y Pía estaba de pie en el segundo de los anchos escalones de
mármol que conducían al museo, lo cual le permitía situar sus ojos a la
altura de los de Spiros.
—Pía —dijo Cleo, apresurándose y saludando a su hermana con una
cálida sonrisa—. ¿Qué estás haciendo aquí? Hola, señor Tskretsis.
—Llámeme Spiros, por favor —replicó el apuesto joven.
Pía alzó una canastilla.
—Vengo a traerle el almuerzo a papá. Tía Saida no quería salir de la
casa —agregó en tono significativo.
Saida tenía la costumbre de llevar la comida a su padre cada vez que
éste se quedaba ensimismado en su trabajo y se olvidaba de comer. Cleo
era muy consciente de que Saida no había salido de la casa desde que
había llegado a Muirford. Cierto que era la viuda de Walter Wallace y una
fiel conversa de la Iglesia de Escocia, pero también era la hija, nacida en
Egipto, de unos eruditos musulmanes. Se había adaptado al estilo de vida
nómada que llevaba la familia de su fallecido esposo en su propio país,
pero, al igual que le sucedía a Pía, no estaba adaptándose a verse
trasplantada a las Highlands. Tía Saida se había recluido en casa desde su
llegada, y tía Jenny no ocultaba el alivio que le producía el hecho de que
Saida permaneciera dentro de casa y no aceptara invitaciones sociales.
—Ya hablaré yo con tía Saida —prometió Cleo a Pía—. A lo mejor
conseguimos convencerla de que asista al Baile de las Highlands. —Tocó
la punta de la barbilla de su hermanita—. ¿Acaso no me encargo de todo?
—No debería ser así necesariamente.
Aquellas palabras no salieron de la boca de Pía, sino de la de Ángel
Evans, al cual había ignorado notoriamente. Ya trataría con él una vez que
tuviera a aquellos dos inocentes apartados de la línea de fuego.
—Pía y yo nos conocemos de Amorgis —intervino Spiros—. De modo que
le ruego que no piense que he sido un maleducado y he hablado con ella
sin que nos hayan presentado. Entiendo cómo se hacen las cosas en su
país, señorita Fraser.
—¿Ya conocía a Pía? —preguntaron Cleo y Ángel a un tiempo.

~81~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—La madre de él es la dueña de la posada —informó Pía— Y sus tíos


venden melones en el mercado. —Sonrió al joven, el cual le devolvió la
sonrisa—. En una ocasión Spiros me llevó a pescar con él. ¿Recuerdas el
día en que llevé un pulpo a casa para cenar? —Miró a Ángel—. Aquél fue el
día antes de que cayera la desgracia sobre ti.
Spiros rompió un intervalo de incómodo silencio para preguntar con
entusiasmo:
—¿Y cómo está tu hermana Annie? Y tu tía, naturalmente —añadió.
—En estos momentos tía Jenny sufre de un ataque de vapores.
El joven compuso un semblante de sincera preocupación.
—Lo lamento mucho.
Pía soltó una risita.
—Otra crisis —dijo Cleo, pero sonrió a su hermana—. Por culpa de un
vestido para el baile. —Indicó con un gesto a Pía que se marchara—.
Llévale el almuerzo a papá y dile que dentro de un momento voy a ir a
hablar con él. Encantada de verlo otra vez —le dijo a Spiros en un tono de
clara despedida. Suavizó la orden con una sonrisa sincera—. Estoy
deseando verlo esta noche en la fiesta que da el rector. Y Annie también.
Spiros intercambió una breve mirada con Evans, el cual le gruñó un:
—"¡Vete!"—, y seguidamente se fue con una sonrisa en la cara.
—Vaya, has estado muy duro —dijo Cleo a Ángel una vez que Spiros se
hubo alejado—. Creía que era amigo tuyo.
—Es un conocido. —Miró a Cleo con expresión seria—. No necesito
amigos.
Para sorpresa suya, a Cleo le dio por preguntarle:
—¿Y qué es lo que necesitas, exactamente?
Él retrocedió un paso, como si la pregunta de Cleo lo hubiera golpeado
igual que un puñetazo. De repente sus ojos centellearon como diamantes
negros; su expresión amenazante produjo en ella una especie de choque
sísmico.
—Yo quiero lo mismo que quieres tú —contestó con una voz tensa,
irreconocible.
Esta vez le tocó a Cleo el turno de dar un paso atrás. A modo de
protección, lanzó una mirada hacia la puerta del museo antes de mirar de
nuevo a Ángel. Retrocedió varios pasos más. Ángel tenía las manos
apretadas en dos puños.
—¿El tesoro alejandrino? —inquirió.
—Que aquella noche no hubiera tenido lugar jamás.
Y acto seguido dio media vuelta y se alejó.

~82~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Necesito otro año más —dijo su padre paseando arriba y abajo a lo


largo de la sala principal del museo—. Estamos muy cerca de encontrar la
tumba. Hemos de regresar, y pronto. —Se pasó una mano por el escaso
cabello que le quedaba—. ¡Encontrar la tumba de Alejandro será el logro
que ponga el broche final a mi carrera!
Cleo no podía estar más de acuerdo, pero por el momento hizo caso
omiso de la obsesión de su padre y miró en derredor desde el sitio en que
se encontraba, sentada en una caja de madera basta. Intentó
concentrarse en la reciente crisis para quitarse de la cabeza las palabras
insensibles y fácilmente crueles de Ángel. El suelo de la sala central era de
un reluciente mármol blanco veteado de negro, y el techo lucía una
representación en clave alegórica de la grandiosidad épica de la historia
de Escocia. Sir Edward era, en gran medida, defensor de todo lo escocés.
Las paredes estaban adornadas con bajorrelieves de figuras históricas y
criaturas mitológicas, muchas de las cuales estaban asociadas con la
cultura y el folclore de Escocia. Además, aquella gran sala de exposición
se hallaba repleta de cajones de embalar de todos los tamaños y formas, y
el suelo de mármol estaba cubierto por una buena capa de serrín y barro
que habían ido dejando los obreros. Aquel lugar estaba hecho un
desastre... y Sir Edward quería exhibirlo.
Al día siguiente por la noche.
Ya estaba previsto celebrar una fiesta en el museo al final del simposio,
para el cual restaba una semana. Pero Sir Edward era un hombre rico, y a
los ricos se les permitía tener caprichos y otras personas tenían que
convertir dichos caprichos en realidad. Había enviado una nota a la casa
para anunciar que al día siguiente deseaba dar una pequeña fiesta en el
edificio del museo, con el fin de mostrarlo como "una obra en curso, por
así decirlo".
Por lo visto, la idea le fue sugerida al rector Jackson por varios
asistentes al simposio, y él la trasladó a Sir Edward, el cual a su vez pasó
la orden a Everett Fraser, lo cual quería decir que Cleo Fraser tenía mucho
trabajo que hacer.
Y echó la culpa de todo ello a Ángel Evans. Porque, para ella, decir
"varios asistentes" equivalía a decir que aquel taimado americano
buscador de tesoros había manipulado la curiosidad natural de aquellos
individuos, que vivían en torres de marfil, acerca de cuál sería el proyecto
secreto de Fraser. Se trataba de una estratagema para conseguir entrar
en el edificio a fisgonear un poco antes de que ella lo tuviera preparado.
—Bueno, pues no va a servirte de nada —murmuró con los brazos
cruzados firmemente bajo los senos—. De nada en absoluto.

~83~
Susan Sizemore El precio de la pasión

"No vas a salirte con la tuya", prometió, mordiéndose el labio para


guardarse el dolor para sus adentros. "Otra vez, no, después de..."
Cleo aspiró profundamente y se dijo a sí misma que tenía cosas más
importantes en que pensar que su relación personal con Ángel Evans. Eran
los planes de Ángel Evans, el ladrón de tumbas, los que tenía que
desbaratar. Normalmente, la idea de medir su intelecto con el de él le
resultaba emocionante, energizante, y le daba vitalidad y un propósito en
la vida; pero en aquel preciso momento lo único que hacía era dejarle una
horrible y dolorosa sensación de vacío en el alma. Sentía el cerebro
entumecido, el pensamiento lento. Contempló la escena marcial
representada en el muro que tenía enfrente y no vio nada. El tiempo fue
transcurriendo mientras ella permanecía distraída y su padre hablaba sin
cesar. Suspiró, y el sonido que produjo se le antojó tan triste como el que
hubiera podido emitir cualquier adolescente melancólica en busca de un
sueño imposible. La parte fría y sensata de su cerebro encontró
sumamente ridícula aquella manifestación de debilidad. "Jamás muestres
debilidad", advirtió dicha parte de sí misma. "Jamás muestres miedo."
—Estoy cansada —dijo en voz alta. Se frotó las sienes—. Me duele la
cabeza.
Si su padre la oyó, desde luego no le prestó la menor atención. Continuó
paseando, sorteando las cajas y hablando de la triunfante excavación de
la siguiente temporada. Para ser justos, ella tampoco le prestaba mucha
atención cuando se iba así por la tangente. Él estaba en su derecho de
soñar; ella era la del sentido práctico. La mayor parte del tiempo.
Durante unos minutos Cleo se quedó con la vista fija en el espacio y se
dejó dominar por la autocompasión, pero no era propio de su carácter
permanecer demasiado tiempo ensimismada. Sentir lástima de uno mismo
era un capricho agradable, pero apenas productivo. Tenía
responsabilidades. Jamás muestres debilidad, en efecto; jamás te permitas
ser débil en absoluto.
Así que Cleo se puso en pie, respiró hondo, cuadró los hombros y
exclamó:
—¡Padre!
Si hubiera habido perros en la sala, inmediatamente se habrían sentado
y se habrían puesto atentos. El tono de Cleo causó una reacción similar en
Everett Fraser: se detuvo en seco y se giró para mirarla, con la cabeza
ladeada, en un gesto de atención.
—¿Sí, querida? ¿Qué ocurre?
En las raras ocasiones en que Everett Fraser centraba la atención en
algo que no fuera su trabajo, proyectaba un encanto de sabio distraído
que resultaba enternecedor. Cleo, exasperada con él, como era harto
frecuente, no pudo evitar sonreír, cediendo a un sentimiento de afecto que
la recorrió de arriba abajo. Su padre era un hombre difícil de querer, pero

~84~
Susan Sizemore El precio de la pasión

ella opinaba que cuando se quiere a alguien hay que aceptarlo con todas
sus imperfecciones.
"Ángel Evans no tiene imperfecciones", se dijo. "Y precisamente es
posible que sea por eso por lo que no lo amo." Era una excusa tan válida
como cualquier otra.
—Sir Edward... —Se interrumpió para no decir lo que había pensado
decir: que su mecenas estaba a punto de complicarles la vida. En vez de
eso, se frotó las manos y dijo—: Sir Edward nos ha ofrecido la oportunidad
de ofrecer un adelanto de la colección mañana por la noche.
—¿Mañana? Pero...
—Déjame terminar, por favor. —Cleo hizo un gesto con la mano para
indicar el caos que los rodeaba, pero con el firme empeño de no mirarlo
siquiera—. Vamos a tener que esforzarnos un poco, pero estoy segura de
que conseguiré que los obreros y el personal de Sir Edward me ayuden
para tener la sala presentable. Además, Walter Raschid y tía Saida pueden
echar una mano colocando los objetos que van a exhibirse.
—Pero... ¡el tesoro! ¡Ese demonio de Evans!
—El tesoro estará completamente a salvo. —Cleo sonrió—. Mañana no
se exhibirá ninguno de los objetos de Amorgis. La mayoría de los
asistentes a la conferencia nunca se han aventurado a trabajar sobre el
terreno más allá de la biblioteca de una universidad, y están ansiosos por
ver cualquier objeto tangible perteneciente a los antiguos pueblos que
estudian. Además, los habitantes de Muirford quedarán bastante
impresionados al ver objetos traídos de lugares lejanos y exóticos. Es una
fiesta, padre, un entretenimiento, no un congreso científico.
Fraser se frotó el mentón con aire pensativo.
—Joyas —dijo—. A las señoras les gustará ver los collares y los frascos
de perfume de la tumba de la princesa Mutnefer. Y las estatuas de Anubis
y Toth son interesantes y fáciles de desembalar.
—Eso es importante —convino Cleo—. Y una momia. Necesitamos una
momia colocada en el centro mismo de la sala. La princesa se encuentra
en un estado excelente.
—Le tienes mucho cariño a esa momia, aunque sabes que lo más
probable es que sea falsa.
—Se trata de una fiesta, padre. Si alguien derrama el ponche encima de
ella, no perderemos una reliquia de valor.
—Bien pensado, querida. Lo importante es que Sir Edward esté
contento. De eso depende todo.
Fue hasta Cleo y la tomó de las manos. Su padre poseía unas manos
fuertes y cálidas, pero no tan encallecidas como las tenía cuando ella era

~85~
Susan Sizemore El precio de la pasión

más pequeña. Últimamente, su padre no se dedicaba tanto a excavar. Vio


una chispa de desesperación en lo más profundo de sus ojos cuando dijo:
—Tú sí que eres un tesoro para mí, Cleo. —Ella experimentó una tibia
oleada de orgullo, hasta que él agregó—: Y podrías ser un tesoro para Sir
Edward si te esforzaras un poco más.
Cleo retiró con cuidado las manos de las de su padre y las cruzó a la
espalda, con fuerza.
—Jamás seré un tesoro para ningún hombre, padre. Y menos para Sir
Edward.
—No. Ya has regalado lo que deberías haber guardado para
entregárselo al hombre adecuado.
—¡Papá! —Él no le dio tiempo para protestar.
—Más bien hay que decir que tú misma te dejaste robar la inocencia. —
Apoyó las manos en los hombros de su hija—. ¡Mi pobre niña!
—Yo no soy la pobre niña de nadie —rugió Cleo. Furiosa, se fue hasta el
otro extremo de la sala, a fin de poner la mayor distancia posible entre su
padre y ella. Luego apretó los puños y recuperó el dominio de sí misma—.
¿Te parece que sigamos hablando de la fiesta de mañana, papá?
Everett Fraser tuvo el sentido común de darse cuenta de que se había
excedido, y afirmó con la cabeza.
—Haz lo que te parezca más oportuno. Ya sabes que me fío de ti. Pero
en lo referente a Sir Edward...
Por lo visto, no era capaz de dejar el tema.
—Quieres que sea más simpática con él. Ya lo sé. —No sabía cómo iba a
hacer para ser más simpática de lo que ya era, y no creía que a Sir Edward
le gustara que lo adulasen. Recorrió la sala con la mirada, se fijó en los
héroes pintados en las paredes y reflexionó sobre el hecho de que el único
propósito que tenía Sir Edward en la vida era construir una universidad en
las agrestes Highlands de su querida patria—. Conversaré más sobre
Escocia con él. Eso le gustará.
Su padre se rascó el mentón.
—Estoy seguro de que sí. Prométeme que vas a prestarle una atención
especial. Que vas a intentar convencerlo de que siga financiando mi
trabajo.
Cleo hizo una mueca de disgusto al pensar en suplicarle algo así.
—Voy a hacer un trato contigo —propuso. Su padre frunció el entrecejo
—. Yo seré efusiva respecto de los proyectos de Sir Edward si tú haces
algo respecto de tía Saida. A ti te escucha.
—¿Qué ocurre con Saida?

~86~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Aquí se siente nostálgica e infeliz —explicó Cleo—. Pienso que


deberías presentarla a las damas de sociedad, llevarla a la iglesia. Mejor
todavía: llevarla al Baile de las Highlands.
—¿Por qué no puedes encargarte tú de llevarla a la iglesia y todo eso?
—Porque, si lo hicieras tú, tía Jenny no podría decir nada.
—Jenny es una idiota. Saida es una mujer maravillosa y dotada de un
gran encanto.
—¿Entonces vas a llevarla al baile? —lo instó Cleo. No iba a permitir que
un ser querido de su familia fuera rechazado o se viera aislado de los
demás—. Por favor, papá.
Él sonrió.
—Hablas igual que cuando tenías doce años. Claro que voy a ocuparme
de velar por el bienestar de Saida; ella lleva años velando por el mío. —Se
dirigía hacia la sencilla puerta que se hallaba situada, oculta a la vista,
detrás de una columna de mármol, y que daba paso al corazón del
edificio, donde se llevaba a cabo el verdadero trabajo del museo—. Ahora
tengo cosas que hacer, pequeña —anunció, dejando a Cleo con las pilas
de cajas, embalajes y urnas vacías—. Os veré a Annie y a ti esta noche, en
la fiesta del rector —añadió antes de desaparecer detrás de la columna.
Cleo no iba a tener tiempo de asistir a ninguna fiesta. Pero Annie sí que
podía acudir sin ella, y su padre quería que fuera "simpática" con su
mecenas. Entonces recordó que en aquella fiesta también iba a estar
presente Ángel Evans.
—Bueno, al menos con él no tengo la obligación de ser simpática —
comentó con un suspiro.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 9

—¿Dónde estará?
Evans miró furioso la nuca de Hill, aunque en su pensamiento no paraba
de dar vueltas a lo que había dicho éste. Los dos estaban vigilando la
puerta. Era perfectamente correcto que él estuviera impaciente por ver
aparecer a Cleo, pero, por ninguna razón lógica en absoluto, se le antojaba
que estaba claro a más no poder que no era correcto que a Hill le
ocurriera lo mismo. ¿Quién era Hill para hablar de ella, para pensar en
ella, para desear verla? Hill era poco más que un conocido.
—Es preciosa, ¿no cree? —preguntó Hill, girándose hacia él—. Me refiero
a la señorita Fraser.
Evans observó por entre la multitud de invitados un grupo de jóvenes
congregadas en el centro de la sala. Efectivamente, Annie Fraser era la
más guapa de todas, aunque a él le parecía una versión pálida y
excesivamente civilizada de su vibrante hermana mayor.
—Demasiado joven para mí —respondió a Hill—. Ríe tontamente.
Hill soltó una leve risa.
—Sabe muy bien a qué señorita Fraser me refiero. —Propinó un codazo
a Evans en las costillas, o quizá fuera un accidente provocado por el hecho
de tener que acercarse más el uno al otro para dejar pasar a unas damas.
La residencia del rector se hallaba rebosante de visitas, profesores
universitarios y notables que chocaban entre sí codo con codo. Evans
prefería los espacios abiertos; estaba acostumbrado a ver paisajes amplios
bajo un intenso cielo azul. El ambiente de aquella sala era intenso, sí, pero
debido a que estaba excesivamente llena de gente. Y había demasiado
ruido, fruto de animadas charlas y acalorados debates dialécticos.
—Me gusta el fuego que despiden los ojos de Cleo —continuó diciendo
Hill en voz baja, acercándose a Evans.
—Es una arpía —susurró Evans a su vez.
La leve sonrisa de Hill se transformó en una mueca lasciva.
—Y además está esa manera elegante que tiene de moverse...
—Años practicando el baile —musitó Evans. Hill no sabía de la misa la
mitad, y desde luego él no pensaba informarlo.

~88~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Y cómo se presentó ayer... igual que Venus surgiendo de la espuma...


—Que yo recuerde, estaba completamente vestida.
Aunque proyectaba una imagen seductora, por lo inalcanzable, vestida
con polisones y corsés, cuellos altos y amplias faldas y toda la armadura
que correspondía a una señora como Dios manda. Diferente.
—Me refiero a que estaba tan hermosa como Venus —se apresuró a
aclarar Hill.
¿Hermosa? Sí, Cleo siempre estaba hermosa.
—No me fijé —contestó, y al instante agregó en tono altivo—: Yo aprecio
a la señorita Fraser por su intelecto.
Hill se echó a reír.
—Si se dedica a apreciar a una mujer por su intelecto, no llegará con
ella a ninguna parte. Hágale cumplidos acerca del cabello y de su bello
calzado, pero jamás sobre su intelecto.
A Evans le entraron ganas de sacar a Hill al exterior de la sala y lanzarlo
al suelo de un puñetazo.
—Usted no conoce a la señorita Fraser.
—Me parece que la conozco mejor que usted.
—Lo dudo seriamente.
—Yo sé cómo conquistarla. —La expresión divertida y de superioridad
de Hill se volvió seria y valorativa cuando miró a su rival—. Porque, amigo
mío, si hace años que la conoce y todavía no la ha conquistado, es porque
es usted un ciego y un necio.
¿Un necio? ¿Él?
—¡Esa mujer me odia!
—No me diga. Bien. —Hill rió en voz baja y meneó la cabeza en un gesto
negativo—. En efecto, la señorita Fraser siente un profundo encono contra
usted. Y usted la odia, naturalmente. Tanto mejor para mí. —Dio una
palmadita a Evans en el hombro—. No pasa nada, a mí me gustan las
mujeres de sentimientos fuertes. No me agradan las mosquitas muertas.
Ella y yo nos vamos a llevar muy bien. Y su padre me dará su aprobación a
mí.
Y dicho aquello, dio media vuelta y se abrió paso por entre la multitud.
Para aproximarse más a la puerta, supuso Evans. Hill quería ser el primero
en saludar a Cleo cuando ésta hiciera su entrada finalmente. ¿Pero dónde
estaba la temible señorita Fraser, si podía saberse? ¿Y por qué tuvo Hill
que recordarle qué...?
—¿Casarte con ella? ¿A qué te refieres con casarte con ella?

~89~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Precisamente eso —le contestó a Fraser—. Estoy pidiéndole la mano


de su hija en matrimonio.
Él otro rompió a reír. Se quedó allí de pie, a la luz del farol, dentro de los
calurosos confines de la tienda de campaña, y se rió en la cara de Evans.
Aquella carcajada fue para Evans como un ácido que le quemara el alma.
—¿De verdad piensas que vales lo suficiente para casarte con mi hija?
¿Tú, un don nadie americano repudiado por su propio padre?
—Mi padre...
—Cleopatra es bisnieta del conde de Bothen. ¿Quién diablos fue tu
bisabuelo?
—Un soldado que luchó en la Guerra de la Independencia —respondió
Evans, enfurecido por el arrogante aire de superioridad de Fraser—.
Ganamos nosotros, por si no lo sabía.
—Pues conmigo no vas a ganar. Fuera. Esta noche no te quiero aquí. No
vuelvas a hablar con mi hija, ni intentes comunicarte con ella. Sólo tiene
dieciséis años, y no pienso permitir que tú te aproveches de su atractivo
juvenil para tus fines.
Él mundo se paró en seco. Tuvo que asirse al poste de la tienda de
campaña para no caerse al suelo. Lo único que pudo hacer fue graznar
una única palabra de incredulidad:
—¿Dieciséis?
¿La muchacha a la que había hecho el amor y con la que quería casarse
tenía sólo dieciséis años?
Se quedó tan estupefacto que obedeció sin rechistar la exigencia de
salir de la tienda. Para cuando despuntó el sol ya estaba convencido de
que había sido una acción cobarde y abyecta, pero claro, ya era
demasiado tarde. Y ahora era diez años tarde.
—Pero juro —musitó cuando su mirada encontró a Hill de nuevo— que
ése no tiene nada que hacer husmeando alrededor de Cleo.

Cleo se detuvo frente a la puerta del jardín de la casa del rector y


consultó su reloj de bolsillo.
—Espero no haberme retrasado demasiado. —Las normas de la
sociedad decente le resultaban más difíciles de interpretar que los
jeroglíficos egipcios... y mucho menos interesantes. Pero tenía que cumplir
—. Cabría pensar que la sangre aristocrática que corre por mis venas se
encargaría de hacer que todo me saliera con naturalidad.
Lanzó un suspiro. Bueno, pues no era así, y además estaba cansada de
las muchas horas de intenso trabajo pasadas en el museo. Abrigó la

~90~
Susan Sizemore El precio de la pasión

esperanza de llegar con el retraso justo que estaba de moda, y no con una
falta de puntualidad desmesurada y que denotara mala educación. En fin,
mejor sería entrar de una vez y averiguarlo.
Salvo por el detalle de que allí dentro estaba Ángel.
Había estado a punto de no acudir a la fiesta, y podría haberse servido
de su trabajo como excusa. Pero es que se lo había prometido a Annie. Y
era capaz de todo con tal de no delatar la más mínima debilidad ante el
doctor A. Evans. Por supuesto, era más probable que él ni siquiera se
percatara de su presencia. Aquella idea reavivaba antiguas heridas que no
deseaba examinar, aunque sabía que no debería preocuparse.
—¡Por Dios, deja de titubear, Cleopatra!
Contempló los altos ventanales de la fachada de la casa, iluminados por
la cálida luz dorada de las lámparas, y percibió débilmente el murmullo de
las conversaciones incluso desde la orilla del camino de entrada. Dentro
había alguien tocando el piano, muy mal, y se oían unas voces femeninas
cantando una canción que Cleo no conocía. Sospechó que la mayoría de
las que cantaban tampoco la sabían, pero aun así se esforzaban. El
ambiente parecía alegre, acogedor.
Compuso el gesto más agradable que le fue posible, avanzó con
decisión por el camino de la entrada y golpeó la puerta con el flamante
llamador de bronce.
Dio las gracias a la doncella que la hizo pasar al interior y que le recogió
el chal, y, caminando con la cabeza bien alta, se mezcló con el público que
atestaba el salón de la residencia del rector. De inmediato descubrió la
figura de Ángel, alta y de hombros anchos. Le caía sobre la frente un
penacho de cabello negro como ala de cuervo. Los oscuros ojos de Ángel
la perforaron como un taladro, relampagueantes bajo un ceño
intensamente fruncido. Cleo percibió su cólera, pero no la entendió.
Como siempre, se sintió tentada de acercarse a hacerle frente, se sintió
tentada de acercarse a él. Era una idiota sin remisión. "Lo he sido. Pero no
volveré a serlo jamás."
"Tranquila, pequeña, tranquila."
Tenía cosas que hacer allí aquella noche, personas con las que hablar,
situaciones de las que ocuparse. Y Ángel Evans no figuraba en el orden del
día.
Ni tampoco el hombre que se le plantó delante y le dijo:
—Buenas noches, señorita Fraser.
No tenía la menor idea de cuál podía ser el motivo por el que el profesor
Hill se mostraba tan jovial, y a punto estuvo de apartarlo a un lado con
gesto impaciente. Pero entonces se le ocurrió que quizá se alegrara
sinceramente de verla, y se las arregló para borrar de su mente las tareas
que tenía por delante y retribuirle con una cálida sonrisa.

~91~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Hola —le dijo, y le tendió la mano—. Soy de lo más distraída. Necesito


hablar con mi hermana, con Lady Alison y con Sir Edward... ¿Se encuentra
aquí Sir Edward?
—Está a punto de llegar, creo. —Hill le retuvo la mano en lugar de
contentarse con el breve y social apretón que esperaba ella, y la obligó a
adentrarse un poco más en el gentío—. Esta noche está usted
encantadora, señorita Fraser.
Cleo había estado trasladando cosas, acarreando cajas, desembalando,
colocando. Y a causa de ello le dolían todos los músculos del cuerpo. Y
además, cuando terminara allí tenía que volver al museo a continuar
trabajando para preparar la fiesta del día siguiente.
—Gracias. Allí veo a Lady Alison, en el sofá. He de hablar con ella.
Cuando echó a andar atravesando la sala, Hill se pegó a su costado
como si estuviera encalado a ella. Cleo sabía que Ángel la estaba
observando, prácticamente notaba su mirada quemándole la espalda.
Sinceramente, no tenía ni idea de qué podría pasarle, pero aquella noche
no pensaba dejar que la provocara. Eso era: estaba intentando que se
sintiera violenta, estaba intentando que repitiera la actuación del día
anterior en un lugar en el que todo el mundo pudiera verla en medio de un
acceso de ira. Aquello le vendría muy bien a él. Él se marchaba al final de
la semana, pero ella tenía que quedarse allí meses enteros, puede que
años.
Si ella se comportaba como una loca, era fácil que toda su familia se
viera condenada al ostracismo. No podía permitirse meter la pata en
sociedad, y aquello Ángel lo sabía muy bien.
El día anterior no estaba preparada para verlo; pero su armadura no
volvería a fallar.
—Lleva un vestido precioso —le dijo Hill.
—Gracias.
La sonrisa de Hill se ensanchó. De hecho, dirigió una mirada de triunfo a
alguien a su espalda. Cleo no tenía ni idea de qué podía ser lo que le
complacía tanto; la sorprendía que incluso se hubiera fijado en lo que
llevaba puesto. Su atuendo consistía en la misma falda azul noche que
había llevado el día anterior, sólo que combinada con un corpiño diferente,
más formal. Al fin y al cabo, no tenía precisamente un vestuario
interminable.
—¿No le parece que la señorita Fraser está encantadora? —se dirigió Hill
a Lady Alison cuando llegaron al sofá.
Cuando la viuda del Lord escrutó a Cleo con una sonrisa tolerante
dirigida al profesor Hill, ella aprovechó la oportunidad para decir:
—De moda es precisamente de lo que tengo que hablar con usted, Lady
Alison.

~92~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Por supuesto —respondió Lady Alison, con un modelo de satén color


lavanda y encajes de marfil—. Ya estoy enterada de todo lo referente al
Vestido. —Alrededor de ella se habían apiñado varias damas, semejantes
a doncellas que atienden a una reina. Lady Alison las señaló con la mirada
—. Todas estamos enteradas.
—Es espantoso —comentó Davida MacLean— Su tía y su hermana
tienen todo el derecho del mundo a estar destrozadas por una noticia tan
terrible.
Sus palabras y su tono de voz plañidero fueron imitados por otras
muchas damas. Tía Jenny, con los ojos todavía ligeramente enrojecidos a
causa del llanto, se encontraba de pie detrás del sofá. Se sorbió las
lágrimas y le tembló ostensiblemente el labio inferior. Annie, de pie entre
el profesor Carter y Spiros Tskretsis, tenía el semblante pálido y una
expresión avergonzada.
El sastre de Londres había cometido un error y había enviado el vestido
al otro extremo del país, y no había esperanzas de recuperarlo a tiempo
para el baile.
No era igual que si se hubiera muerto alguien o unos ladrones de
tumbas hubieran encontrado la cámara funeraria de un faraón antes que
los científicos. Pero Cleo hizo un esfuerzo para no señalar que aquello no
merecía armar tanto drama, porque, naturalmente, para una dama de
sociedad sí era un drama. Si no tuviera tanta importancia para Annie y tía
Jenny, Cleo no estaría plantada delante del árbitro del buen gusto social
con la intención de pedirle un favor.
—Es francamente terrible que mi hermana no pueda asistir al Baile de
las Highlands. Para una muchacha, sería trágico no acudir al primer baile
de su vida. Llevo todo el día reflexionando para buscar una solución —dijo
con cuidado, y recorrió con la mirada el grupo de mujeres, todas atentas a
lo que estaba diciendo, antes de girarse hacia Lady Alison con expresión
suplicante—. Vaciló unos segundos; todas se inclinaron hacia delante,
expectantes.
—Continúa, querida —la apremió Lady Alison.
"¿Qué demonios está haciendo esta mujer?", se preguntó Evans. Cleo
estaba jugando con los presentes igual que un buen pescador juega con
una trucha, pero por lo visto él era el único que se daba cuenta de que
estaba tramando algo. Porque siempre andaba tramando algo. Y Hill se
encontraba demasiado cerca de ella. No le gustó nada la actitud posesiva
con que miraba a Cleo, como si ésta fuera una rara y valiosa estatua de
oro de alguna diosa que él acabara de descubrir. Miró despectivamente a
Hill, el cual tenía toda la atención puesta en la persona de Cleo Fraser.
Igual que el resto de los presentes en la sala. Cleo bien podría haber sido
una actriz en lugar de una bailarina, pensó con amargura.
—Annie y yo tenemos casi la misma estatura —dijo Cleo.

~93~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Evans miró alternativamente a una hermana y a otra. Las dos eran


rubias, bajas y delgadas. Annie tenía ojos castaños, mientras que los de
Cleo eran de un intenso tono castaño dorado, cálido y vivaz. El cutis de
Annie lucía un tono perfecto rosado y cremoso, mientras que el de Cleo
conservaba aún el suave bronceado del sol mediterráneo que ni siquiera
se podía eludir con la ayuda de sombrero y guantes.
Y, sí, claro, el busto de Cleo era un poco más voluminoso que el de
Annie. Tenía unos senos hermosos, altos y firmes. Le vino a la memoria la
atractiva curva que adquirían enfundados en un traje de bailarina, recordó
con qué perfección encajaban en sus grandes manos, aquella lisura de
satén al contacto con sus labios y su lengua.
No pudo evitar sonreír al revivir aquellos recuerdos. Fue una sonrisa
felina, posesiva, apuntada directamente hacia Hill, aquel cabrón engreído.
—Si a usted no le parece incorrecto o atrevido por mi parte, Lady Alison
—prosiguió Cleo—, el vestido que le han enviado a Annie podría
modificarse un poco para que pudiera usarlo yo. Si bien el Baile de las
Highlands es también mi primer baile formal, ya no se puede decir que
siga siendo una muchacha de diecisiete años.
Miró una vez más el corro de señoras entradas en años y las sedujo
igual que un encantador de serpientes hipnotizaría a una cobra.
Evans no supo por qué algunas de las damas pusieron aquel gesto de
sorpresa, ni por qué otras adoptaron una expresión pensativa o de
aprobación. Intercambió miradas de desconcierto con algunos de los
caballeros presentes. El rector Jackson encogió sus poderosos hombros y
Mitchell enarcó las cejas. Evans se sintió aliviado al comprobar que ellos
no entendían la situación más de lo que la entendía él. Al parecer, estaban
siendo testigos de una especie de auto sacramental propio de féminas.
Los miembros del grupo versados en folclore deberían estar tomando
apuntes.
Se hizo una incómoda pausa mientras Lady Alison reflexionaba sobre
aquel grave asunto... fuera el que fuese. A Ángel le dio la impresión de
que el mundo entero contenía el aliento y que las débiles notas
discordantes del piano y de las voces que cantaban en el otro salón eran
el único ruido del universo. Por fin Lady Alison asintió con gravedad y
pronunció:
—Muy generoso por tu parte, querida. No veo ningún mal en ello.
—Gracias —dijo Cleo en un tono de niña que consiguió que a Evans le
rechinaran los dientes.
Todo el mundo dejó escapar un suspiro y volvió a respirar otra vez.
Annie lanzó un gritito de placer, batió palmas y se abalanzó sobre Cleo
para abrazarla. Tía Jenny sonrió con orgullo, como si hubiera sido ella la
que había hallado la solución a aquel espinoso problema, y enseguida
estalló un intenso parloteo femenino.

~94~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Los hombres regresaron a sus propias conversaciones, mucho más


serias. "A excepción de Hill", advirtió Evans con profundo fastidio. Hill se
quedó al lado de Cleo, mirándola con gesto reverencial, como si estuviera
a punto de proponerla para que la hicieran santa.
O para convertirla en la señora Hill, un título que a Evans no le cabía
duda de que resultaba mucho más adecuado para Cleo Fraser. Al pensar
en ello sintió cómo lo invadía de pronto una oleada de intensa furia.
Cuando aquel metomentodo se acercó un poco más a Cleo para decirle
algo, Evans se apresuró a adelantarse, con la intención de poner fin a
tanta impertinencia, pero un súbito movimiento del gentío le impidió el
paso durante unos instantes. Junto a la puerta había surgido un pequeño
revuelo y se oyeron saludos que anunciaban la llegada de Sir Edward.
Para cuando Evans volvió a ver a Cleo, ésta se encontraba ya al otro
extremo del salón, deslizándose con elegancia y decisión en dirección a Sir
Edward. Hill la seguía igual que un pez piloto que sigue la estela dejada
por un tiburón esbelto y magnífico y cuya presencia queda obliterada por
la visión de una presa de mayor importancia. Evans sabía que debería
sentirse avergonzado por aquella cruel analogía, pero es que le hervía la
sangre. Hasta la más mínima insinuación de que ella estuviera con otro
hombre no provocaba otra cosa en él que la necesidad imperiosa de
aferrar lo que era suyo.
Tuvo una breve fantasía en la que sacaba a Cleo de aquel salón, la
subía a la silla de un magnífico semental árabe y ambos se perdían en la
noche bajo el resplandor de la luna llena. Pero, sin duda, en aquellos
momentos su corcel dormía plácidamente en su establo de El Cairo, la
luna ya había dejado de estar llena y aquella noche el cielo estaba
cubierto de nubes.
¿Y quién era él para arrancar a Cleo de... la normalidad?
Él estaba en Escocia para salvar a Cleo Fraser, en efecto, pero no para
salvarla de una mediocridad segura e insípida, ni siquiera de las
atenciones de ávidos pretendientes. Ella no le quería, y desde luego
estaba mejor sin él. Si Cleo deseaba acudir al encuentro de Sir Edward
Muir con aquella expresión decidida que él conocía tan bien, no era asunto
suyo. Lo cual no le impidió aproximarse un poco más para averiguar qué
quería Cleo de Sir Edward. Lo que lo intrigaba no era tanto su gesto
decidido como la sonrisa aduladora que dedicó al mecenas de su padre
cuando llegó a su altura. A él nunca le había sonreído así.
Sir Edward quedó cautivado con aquella sonrisa. Hill la vio y suspiró.
Evans entendió muy bien las reacciones de ambos caballeros. Cleo no
tenía idea de lo hermosa que era, no era consciente de que su sonrisa
tenía el poder de aturdir a un hombre a mil pasos de distancia, que su
gesto de ladear la cabeza o de apoyar una mano en la cadera era capaz
de inflamar la lujuria más insaciable. Sabía bailar como Dalila sin darse
cuenta de que estaba practicando el arte de la seducción. Sabía moverse

~95~
Susan Sizemore El precio de la pasión

como la más sensual y tentadora de las mujeres y hablar en un tono de


voz grave, ronroneante, que lograba que un hombre se pusiera de rodillas,
cuando lo único que estaba haciendo era pedirle que echara un vistazo a
un pedazo de cerámica. Y su sonrisa... ¡Dios, qué sonrisa!
Estaba hecha para el sexo.
"Hecha para el sexo conmigo". Evans reprimió dicho pensamiento y se
esforzó por contener aquel anhelo que no lo abandonaba nunca.
—¡Cuánto me alegro de verlo, Sir Edward!
La voz de Cleo, limpia, alegre y chispeante, hizo que le rechinaran los
dientes. Sonaba insegura y más bien falsa. No era su forma natural de
hablar. Aquel detalle picó su curiosidad y contribuyó a calmar su
maltrecho autocontrol.
—Y yo estoy encantado de verla a usted, señorita Fraser —repuso Sir
Edward, con un entusiasmo que en su caso no tenía nada de falso.
—Llámeme Cleo, por favor —dijo ella, y emitió una risa femenina,
jadeante, que Evans no le había oído nunca—. Está claro que, a estas
alturas, los dos nos conocemos ya lo bastante bien para que usted me
llame así. O Cleopatra, si lo desea.
—Cleopatra. —Sir Edward afirmó con la cabeza—. Qué nombre tan
encantador. Imagino que se sentirá orgullosa de llevar el nombre de la
dama más famosa del antiguo Egipto.
Se hizo un momento de silencio, lo cual resultó aún más significativo
para Evans que la representación que había ejecutado Cleo para Lady
Alison respecto del vestido. Sin embargo, Cleo se limitó a seguir sonriendo
al mecenas de su padre. Aquella no era la Cleo que él conocía, y no le
gustaba nada en absoluto.
Finalmente no pudo soportarlo más, e intervino:
—Cleopatra es un nombre macedonio. La Cleopatra que gobernó Egipto
era griega, de Macedonia, descendiente de Ptolomeo, uno de los generales
de Alejandro Magno. Tras la conquista de Egipto por parte de Alejandro,
dicho país fue gobernado por macedonios durante varios cientos de años.
—Cleo le dirigió una mirada irritada, una que él conocía bien. Y disfrutó
inmensamente de ella, así que continuó—. En realidad, nuestra Cleo
Fraser recibió ese nombre en recuerdo de otra Cleopatra, la hermana de
Alejandro. Alejandro ordenó el asesinato de su padre en la boda de dicha
Cleopatra, anterior a la que conocemos todos —añadió con una sonrisa
malévola.
Cleo se giró en redondo hacia él, tal como esperaba Evans.
—¡Alejandro no hizo nada de eso! Jamás habría consentido el asesinato
de su propio padre. El asesino actuó solo.

~96~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¡Oh, claro! —dijo Sir Edward antes de que ambos se enzarzaran en


una discusión seria. Cleo volvió a centrar la atención en él y él asintió con
aire de entendido—. El doctor Fraser me lo ha explicado todo acerca de
Alejandro Magno. Me ha contado que el reino pequeño y montañoso que
poseía en el norte de Grecia no se diferenciaba mucho de Escocia. Me ha
contado que condujo al ejército macedonio hacia territorios desconocidos,
que conquistó Persia y Egipto y que avanzó hasta... la India, ¿no es así? Un
hombre asombroso. Murió joven, tengo entendido. —Agitó una mano—. Yo
he construido este museo para mayor gloria del pasado de mi tierra natal,
pero si no es la historia de los escoceses, me temo que no voy a poder
mantenerlo en pie.
—No pasa nada —repuso Cleo agitando las pestañas de un modo
sumamente halagador—. Para recordar la historia es precisamente para lo
que tiene usted a mi padre.
Por un momento, lo único que ocupó el pensamiento de Evans fue que
Cleo jamás había agitado las pestañas para él. Claro que, si lo hubiera
hecho, a lo mejor él se hubiera reído en su cara. O la hubiera besado. En
aquel momento sentía el fuerte deseo de besarla. Pensándolo bien,
siempre le apetecía besarla; sólo que en aquel preciso momento estaba
más cerca de perder el control.
Si a Cleo le diera por girarse hacia él de improviso, era muy probable
que él la atrajera a sus brazos y la besara delante de tía Jenny, el profesor
Hill, Sir Edward... todo el mundo. ¡Al cuerno con la decencia!
Pero Cleo no se giró hacia él, sino que se concentró en Sir Edward. No
había duda de que era la tarea que le habían encargado aquella noche.
Evans comprendía la necesidad de cortejar a mecenas acaudalados, y
Everett Fraser era un buhonero completamente desvergonzado. Era lo
único que se le daba bien, Evans tenía que concederle eso. Sin embargo
Cleo nunca había participado en la parte de recaudación de fondos que
implicaba la búsqueda de la tumba de Alejandro; había estado demasiado
ocupada en la investigación propiamente dicha sobre la que su padre
había construido su reputación. En aquel momento no necesitaba la
pericia sobre el terreno que poseía Cleo, de manera que la relegó a la
tarea de mendigar en su lugar, sombrero en mano.
Evans no alcanzaba a comprender por qué aquello tenía que ponerlo
furioso a él, pero antes de que pudiera hacer nada por impedirlo, apareció
a su lado Apolodoro. Éste cerró una mano sobre el brazo de Evans igual
que un torniquete y lo apartó del grupo que rodeaba a Sir Edward.
—La defensa de Alejandro que ha llevado a cabo tu mujercita ha sido
elocuente y ardorosa —murmuró en voz baja el jefe de la Orden de los
Hoplitas—. Sería una lástima que perdiera esa pasión.
Evans captó el gélido tono de amenaza que traslucían las palabras de
Apolodoro, y lo miró a los ojos.

~97~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Es mía —respondió con callada intensidad. Era suya y pensaba


protegerla, le dijo a aquel monstruo furioso y de ojos verdes que intentaba
apoderarse de sus pensamientos y sus acciones.
Se detuvieron junto a la entrada de la sala de música. Las cantantes de
antes habían vuelto a la carga y ahogaron la frase que pronunció
Apolodoro en un susurro:
—El destino de ella está en tus manos.
—Cleo no aceptará.
—Pero tú y yo sabemos la verdad. —Apolodoro miró con preocupación
en torno a sí. Hizo una pausa lo bastante prolongada para saludar con una
inclinación de cabeza a tía Jenny, la cual, sólo por aquella pequeña
atención, esbozó una sonrisa que podría haber iluminado la sala entera y
acto seguido volvió a prestar su atención a Lady Alison. Entonces
Apolodoro miró otra vez a Evans—. Se te está agotando el tiempo, amigo
mío. Yo soy un hombre moderado, y a Spiros puedo mantenerlo a raya;
pero han llegado a Muirford varios miembros de nuestra orden, menos
moderados que yo. Ellos no tienen tanta paciencia. Ellos cuestionan mi
liderazgo. Ellos no van a quedarse a un lado y permitir que Fraser exhiba
lo que Alejandro se llevó consigo a la tumba.
Evans oyó la risa gutural de Cleo incluso por encima de la música,
porque siempre estaba atento a escuchar su voz, por mucho que intentara
no estarlo. Aquel sonido de por sí se le clavó con fuerza en la piel.
El aire lanzaba chispazos en presencia de ella. Debía de estar
volviéndose loco. Había podido pasar meses sin pensar en ella, ¿no?
Semanas, al menos. ¿Y cómo podía ser que mientras recorrían las exóticas
tierras del Oriente Próximo consiguió controlar la atracción que sentía
hacia ella y sin embargo aquí, en la prosaica Escocia, el mero hecho de
tenerla cerca lo hacía enloquecer de deseo? Tenía que conservar la mente
despejada. No quería mirar a Cleo, pero la realidad de su presencia lo
rodeaba por todas partes. Lo tenía embriagado.
— ¡Ja!
Evans dejó escapar una risa grave, amarga, e hizo un esfuerzo para
enfrentarse de nuevo a la delicada y peligrosa situación que le planteaban
los hoplitas. Lo cierto era que nunca había conseguido conservar la mente
despejada teniendo a Cleo alrededor cuando pasaban más de unos
cuantos minutos juntos. En otros lugares apenas lograba poner más
distancia entre ambos, así que en aquel salón más le valía mantenerse
alejado de ella. Se concentró en Apolodoro.
—Esos objetos funerarios fueron robados hace cientos de años. Tú
mismo me lo dijiste.
—Nuestros antepasados actuaron con gran dureza contra esos ladrones
de tumbas —replicó Apolodoro—. Fueron sacrificados y su sangre empapó

~98~
Susan Sizemore El precio de la pasión

el suelo sagrado del lugar de descanso de Alejandro, pero jamás hemos


encontrado el tesoro robado.
—De modo que los Fraser no son exactamente ladrones de tumbas,
¿no? Ellos encontraron el tesoro empleando métodos perfectamente
honrados.
—En tu opinión, doctor Evans. Nosotros vemos la situación de manera
distinta. Nuestra misión consiste en vigilar la tumba y todo lo que ésta
contuvo en otro tiempo. Conseguiremos que se devuelva el tesoro, y los
Fraser dejarán de buscar aquello que debe permanecer oculto.
—O morirán —dijo Evans, adelantándose a Apolodoro—. Ya lo he oído
antes: no vais a quedaros a un lado y permitir que lo que vuestro pueblo
ha protegido a lo largo de cientos de generaciones sea robado con el fin
de enriquecer y divertir a unos extranjeros imperialistas. Tienes razón.
Estoy de acuerdo contigo.
—En ese caso, más vale que hagas algo al respecto, doctor Evans. —
Apolodoro miró hacia Cleo por encima del hombro de Evans—. Antes de
que sea demasiado tarde.
Evans respondió con un breve gesto de asentimiento.
—Entonces ha llegado la hora de que abandone esta fiesta. —Oyó una
vez más la risa de Cleo—. De todos modos, no estaba divirtiéndome
mucho.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 10

—Claramente, no es de las ocasiones en que más me he divertido.


La persona a la que se dirigía Cleo llevaba varios miles de años muerta.
Claro que era posible que aquella momia tuviera sólo unos cuantos años
de antigüedad. En cualquiera de los dos casos, no hablaba mucho. Si
aquel cuerpo menudo y envuelto en vendas era una falsificación, era muy
buena, pero en cualquier caso no se perdía nada por confiarse a ella. La
forma ennegrecida y hecha jirones de aquel cuerpo embalsamado
descansaba en el interior de una urna de cristal nuevecita que habían
colocado en el centro mismo del vestíbulo de entrada, bajo las pequeñas
claraboyas circulares de la cúpula.
Aquella noche aún quedaba trabajo que hacer, pero la sala se
encontraba mucho más ordenada. Se habían quitado de la vista la mayoría
de las cajas y los embalajes, y los suelos de mármol estaban limpios y
relucientes. Ahora había urnas de cristal desperdigadas por todas partes, y
la que contenía la momia constituía la pieza central de aquella
improvisada exposición. Cleo había regresado a la bendita quietud del
museo para ponerse a llenar las urnas. Había encontrado a su padre
dormitando en el pequeño cuarto ubicado detrás de su despacho, y lo
convenció para que se fuera a casa y se acostara en su cama. Se alegró
de encontrarse a solas con el pasado en aquella sala oscura y en
penumbra, tan sólo iluminada por los círculos de luz que proyectaban unas
cuantas lámparas repartidas al azar.
—A la gente le gustan las momias —le dijo Cleo al cadáver mientras
terminaba de rellenar una tarjeta informativa de cartulina gruesa y de
color crema. Tenía una letra enérgica y fácil de leer. Los que se parasen a
leer la información que contenía dicha tarjeta descubrirían que lo que
estaban contemplando era el marchito rostro de la princesa Mutnefer, un
miembro de la realeza de la XII Dinastía.
—O puede que no —dijo Cleo a la finada princesa—. Mantendremos la
duda de tu origen como un secreto entre nosotras. Bien sabe Dios que yo
sé de sobra lo que es un pasado dudoso.
—Y, esto que quede también entre nosotras, esta noche ha sido una de
las más aburridas de toda mi vida. Excepto en lo que tiene que ver con
Ángel —siguió diciendo, contenta de estar sola por la noche en el museo,
donde podía expresar sus sentimientos sin temor alguno... por lo menos

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Susan Sizemore El precio de la pasión

ventilarlos en voz alta para sí misma. Para hacer aquello a veces solía
internarse en el desierto, o bien escogía un camello con el que conversar
durante la guardia.
—Me he quedado todo el tiempo que he podido aguantar, de verdad. He
recorrido todos los corrillos, me he desvivido por ser amable con Sir
Edward. Es una buena persona, aunque un poco rígido. A ti te gustaría. Es
bastante culto en su campo, pero a mí no me interesan los negocios, e
incluso la historia antigua de Escocia es demasiado reciente para mi
gusto. Aunque sí que he dicho algo agradable acerca de Robert Bruce. —
Tocó un pequeño broche de oro que llevaba prendido en el encaje del
cuello—. Hasta me las he arreglado para morderme la lengua cuando ese
idiota de Carter se me ha acercado y se ha ofrecido a traducir estos
jeroglíficos. Si Annie no estuviera con él, a lo mejor no me hubiera
mostrado tan amable.
¿Y te has fijado cómo se han mirado durante toda la velada Annie y ese
joven griego tan guapo? Voy a tener que hablar con ella en serio. O tal vez
tía Saida debería tener una charla con ella; esa charla que siempre decía
que debía tener conmigo pero no la tuvo hasta que ya fue demasiado
tarde, y luego se limitó a menear la cabeza y acariciarme la mano con
expresión de culpabilidad, como si de algún modo me hubiera fallado.
La verdad es que a la pobre le asesinaron al marido unos ladrones de
tumbas estando ella embarazada. Y precisamente en aquellos momentos
no tenía fuerzas para cuidar de nadie, ni siquiera de sí misma.
Cleo terminó de limpiar el grueso cristal de la urna de madera de cerezo
y levantó la vista hacia el techo.
—Esta tierra es fría y nubosa. A ti no te conviene la humedad, lo sé —se
disculpó con la momia—. Pero tampoco vas a tener que preocuparte de
que el sol te deteriore los vendajes. Una dama de tu edad ha de tener
cuidado con el cutis. Además, es sólo hasta mañana por la noche. En
cuanto termine la fiesta, te guardaremos en un lugar seguro. —Acarició el
costado de la urna—. Créeme, te entiendo. Yo tampoco me siento cómoda
con eso de verme trasladada de una fiesta a otra.
Cleo lanzó un bostezo, pero resistió la tentación de consultar su reloj de
bolsillo. Sabía sin lugar a dudas que era tarde y si descubriera cuánto
tiempo había pasado desde que desayunó en el hotel, lo único que
conseguiría sería sentirse más cansada aún. Puestos a pensarlo, no
recordaba si había comido algo desde entonces. A lo mejor la falta de
alimento y de sueño servía para explicar el delirante parloteo al que se
había entregado durante los últimos minutos.
—Por supuesto, es por culpa de Ángel.
Afirmó vigorosamente con la cabeza. Estar cerca de él siempre la
alteraba: o entorpecía o agudizaba sus procesos mentales, y llenaba sus
sentidos con toda clase de anhelos incoherentes. Era fácil echarle a él la

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Susan Sizemore El precio de la pasión

culpa de casi todas las cosas incómodas o injustas que le habían ocurrido
a ella en la vida.
Soltó una leve carcajada, ligeramente histérica.
—Por lo general, siempre es culpa suya.
De hecho, sólo había una cosa de la que nunca le había echado la culpa.
Era una lástima que la única cosa que deseaba él no hubiera sucedido
nunca.
—Cabrón —dijo. Contempló una vez más la momia, y vio el demacrado
reflejo de sí misma en el cristal, superpuesto a la cara de la princesa. Se
sintió casi tan vieja como ella y desde luego más hastiada del mundo.
—También será un secreto entre nosotras que yo utilice semejante
lenguaje, ¿verdad, princesa Mutnefer?
Debería sentirse avergonzada de sus actos en aquella noche tan lejana
ya en el tiempo, pero no era así. Nunca se había avergonzado. Aquello era
lo que no entendía nadie, ni siquiera Ángel Evans.
Cleo dio una última pasada al cristal superior de la urna con un paño de
gamuza y después pasó a una urna más pequeña que descansaba sobre
un pedestal de madera. En su interior ya se había dispuesto un gran
número de objetos de pequeño tamaño. Había un diminuto escarabajo
tallado en lapislázuli, una elegante estatuilla de oro que representaba un
gato sentado, minúsculos recipientes de cristal de roca para ungüentos y
perfumes, un par de pendientes de oro en forma de flor de loto.
Cleo sentía especial inclinación por todos aquellos objetos pequeños y
femeninos; ponían a su alma en contacto con las damas del antiguo
Egipto. Miles de años la separaban de ellas, pero no creía que fueran muy
diferentes aquellas mujeres que vivieron y amaron hacía tanto tiempo.
Había leído la poesía y las cartas que escribieron. Las mujeres de aquella
época carecían de escrúpulos y de restricciones. Podían expresarse
abiertamente y sin vergüenza, y empleando palabras de ardiente
sensualidad, amor y anhelo.
Si le dieran a elegir, Cleo dejaría para siempre su corazón en las riberas
del Nilo. Y sus recuerdos regresarían una y otra vez a aquellas preciadas
semanas en las que ella y el guapísimo ayudante americano de su padre
conversaron, se tocaron y compartieron miradas robadas y fugaces
mientras desenterraban, codo con codo, aquellos valiosos objetos. Sabía
demasiado bien lo que se proponía él ahora, a una década de distancia.
Siempre había sido un mercenario y un oportunista. Cuando veía algo que
quería, hacía lo que fuera preciso para conseguirlo. Frunció el ceño y se
recordó a sí misma, como hacía siempre que se sentía tentada a dejarse
halagar por el trabajo que se había tomado él para seducirla, que era un
hombre de fuertes apetitos sensuales y ella era la única hembra
disponible en el campamento del delta.

~102~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Se echó a reír.
—Vaya, ya estoy otra vez viviendo en el pasado.
—Bueno, estás en un museo, Cleopatra.
Evans adoraba oírla reír. Si no hubiera reído, tal vez él no hubiera
llegado a hablar, pero es que aquel sonido lo impulsó a salir de las
sombras, y hablar con ella siempre había sido la cosa más natural del
mundo.
—Por cierto, no es siempre culpa mía —agregó cuando ella se giró en
redondo para mirarlo. No chilló, naturalmente, ni tampoco exigió saber
qué estaba haciendo él allí.
Lo que dijo fue:
—¿Cómo?
Evans sonrió. Directa como siempre, aquella era la Cleo que él conocía.
Y era suya, a pesar de todo lo que pudiera pensar ella, Hill o quien fuera.
Era algo en lo que no había caído hasta que se enfrentó a la desagradable
escena de ver a otro cortejándola. Todavía no se había hecho a la idea, ni
tampoco había asimilado los celos posesivos que aún le quemaban las
venas. Cleo apoyó las manos en las seductoras curvas de sus caderas, y
aquel movimiento atrajo la mirada de Evans hacia todo su cuerpo.
—¿Y bien? —lo apremió Cleopatra.
—Por la ventana de atrás de la tercera planta. El guarda estaba
dormido. Me he servido del cinturón para trepar por una de las columnas
hasta el tejado. Fue una buena idea hacer las claraboyas demasiado
pequeñas para que se cuele un hombre por ellas. Sin embargo, las
ventanas de atrás no son tan estrechas como tú crees. Y además los
pintores han dejado una convenientemente entreabierta. Para ser justos,
la puerta de la habitación por la que he entrado estaba cerrada con llave.
—Tú siempre llevas encima ganzúas.
Él arqueó una ceja.
—¿Tú no?
—Desde luego que no.
—¿Las has dejado en casa esta noche?
—Sí.
Cleo cruzó las manos recatadamente a la altura de la cintura. Tenía
unas manos preciosas, de dedos largos. Era la estampa ideal de una dama
decente, con la postura perfecta y una mojigatería propia de una maestra
de escuela en el gesto severo de la boca.
Sólo que ella no era en absoluto una dama, salvo en que por sus venas
corría sangre noble. Le vino a la memoria el día en que besó la pequeña
cicatriz que tenía ella en la palma de la mano derecha, recuerdo de una

~103~
Susan Sizemore El precio de la pasión

mordedura de serpiente. Sus labios se deslizaron hasta la muñeca, luego


hacia el hombro, y en la vehemente reacción de Cleo no hubo nada de
frialdad aristocrática.
Incluso cuando ella estaba completamente inmóvil percibía él la agilidad
y la fuerza de su cuerpo perfecto y menudo, notaba la fluida elegancia de
sus más mínimos movimientos. Sabía que dicha gracia era consecuencia
de haber practicado aquella danza exótica.
El gesto reprobatorio de sus labios apretados resultaba igualmente
engañoso. Evans conocía sus animadas sonrisas y sus ceños fruncidos, y
lo caliente y dulce que podía ser su boca cuando la posaba sobre la suya.
En cambio, el cansancio que advertía en sus ojos era desconocido, al igual
que las ojeras que los rodeaban. Se había exigido demasiado a sí misma.
Siempre hacía lo mismo.
—Pareces cansada —le dijo. A veces la preocupación se interponía ante
su constante sensación de deseo—. Agitó un dedo en dirección a ella, en
actitud severa—. Si quieres ser la reina del baile, tienes que dormir para
estar bella.
Aquellas palabras consiguieron que Cleo se irguiera aún más de lo que
Evans creía posible. Cleo se puso a contar con los dedos:
—Yo no soy ninguna belleza. La reina del baile va a ser Annie. Y no
necesito dormir mucho.
—Te equivocas en todos esos puntos, querida.
Conforme hablaba, Evans fue acercándose a ella poco a poco, con pasos
suaves, acechantes. Deseaba más que nada en el mundo borrar aquella
expresión intimidante de su encantador rostro. Cielos, pero si era
encantadora. En ocasiones olvidaba mirarla como Dios manda, y aquella
noche era una de dichas ocasiones.
—¿Querrás bailar conmigo en el baile? —Su sonrisa se tornó salvaje—.
¿Querrás bailar para mí?
Aquello era lo que deseaba más que nada en el mundo, desde luego lo
deseaba más que hacerla sonreír. Y posiblemente tanto como deseaba
salvarla de los hoplitas. Tal vez fuera aquél el precio que iba a exigir por
salvarla. No; sería el precio por salvar a su padre.
Le habían hablado de una antigua danza profundamente erótica en la
que la mujer giraba, se contoneaba y se mecía con completo abandono
delante de un hombre. Mientras bailaba iba dejando caer uno velo tras
otro de los muchos que llevaba, hasta quedar completamente desnuda.
Se imaginó la piel de Cleo cubierta por una ligera y brillante capa de
sudor, el perfil de sus muslos, la suave redondez de su vientre y los rizos
dorados que marcaban el lugar en que se juntaban las piernas. Fantaseó
imaginándose sus pechos desnudos, los pezones erectos a causa de la
excitación, el aroma del deseo elevándose como un perfume desde su piel

~104~
Susan Sizemore El precio de la pasión

sonrosada. Sería una danza maravillosa, y exclusiva para él. Después,


cuando hubiera cesado la música, comenzaría la pasión y...
—No seas ridículo.
Evans tuvo que hacer un gran esfuerzo para concentrar la atención en
la mujer que tenía delante, y no en la lasciva imagen que se había
formado en su cerebro. Pero no lo logró del todo.
—Si te dijera que estaba pensando en ti desnuda, ¿qué dirías?
Las mejillas y la garganta de Cleo se tiñeron de un vivo color rosado.
Evans sintió el fuerte impulso de acariciarlas, de sentir el calor que habían
provocado sus palabras.
—Diría que estás intentando distraerme. Y que debería propinarte un
cachete por pensar cosas así.
—Pues dámelo.
Evans se acercó más aún, hasta el punto de que Cleo tuvo que torcer el
cuello para mirarlo. Nunca se había valido de su estatura para dominarla,
pero es que quería que tomara conciencia de que era un tipo corpulento,
viril y peligroso; el macho de la especie; y de que ella era pequeña,
delicada, femenina y él podría tomarla si así se le antojase. Cleo nunca
había entendido aquello, y ya era hora de que lo entendiera. Poseía un
cuello encantador, alargado y Evans deseó vivamente acariciárselo.
Apoyó una mano junto a ella, lo bastante cerca para sentir el calor de la
piel.
—Sería interesante que intentaras propinarme un cachete, señorita
Fraser.
Aquella noche Ángel estaba actuando de un modo verdaderamente
extraño. Cleo hubiera querido retroceder, pero eso habría sido mostrar
debilidad. Evans tenía a la espalda una lámpara que dibujaba la silueta de
sus anchos hombros y destacaba el contorno sedoso de su cabello dejando
su rostro en penumbra, a excepción de la chispa rabiosa y hambrienta que
despedían sus ojos oscuros. Su presencia la inundó por entero, aguzó sus
sentidos. Sintió cómo vibraba la energía entre ambos en el punto en que
la palma de él no alcanzaba a tocar su piel. La lana de la manga del traje
le rozó ligeramente el cuello, un contacto que provocó una oleada de calor
que la recorrió de arriba abajo.
—Sí, sí —dijo al cabo de unos segundos de profunda tensión—. Lo has
dejado muy claro.
Evans sonrió. No era placentero, pero sí incitante. Su voz adquirió un
tono de suave ronroneo cuando le preguntó:
—¿Qué es lo que he dejado claro, cariño?
Los sentidos de Cleo acusaron el efecto del peligroso matiz de la voz de
Ángel. Tuvo que tragar saliva antes de poder responder.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—Que eres un tipo grande —le dijo.


La sonrisa malévola de Evans se hizo más ancha.
—Me alegra que lo recuerdes.
De improviso, Cleo le propinó un puñetazo hundiéndole la mano con
fuerza en el estómago. Dicho golpe no logró apagar lo más mínimo el brillo
de arrogancia de los ojos de Ángel Evans, pero Cleo se hizo un daño
terrible en los dedos con aquel fútil gesto.
—¡Atrás! —le ordenó.
Se quedó casi sorprendida cuando él obedeció, y la asombró el
sentimiento de desilusión que la embargó a ella. Aquel nombre no tenía
dificultad alguna para confundirla.
"¡No debo permitir que se vaya de rositas!", se dijo Evans, furioso. "Ella
ordena, y yo obedezco. Ridículo".
Pero se había entrenado demasiado bien en no volver a aprovecharse
de Cleo. Había seducido a una niña inocente, le había destrozado la vida.
La mitad del tiempo negaba su responsabilidad, le echaba a ella la culpa,
por haberlo llevado a hacer lo que hizo; el resto del tiempo lo atormentaba
el sentimiento de culpabilidad. Cleo formaba parte de él constantemente.
—¿Crees que pueda existir una cura? —inquirió.
—¿Para ti? —escupió ella, enfadada.
—Para ti.
El duro silencio de Cleo lo acompañó cuando se volvió hacia la urna.
Para no mirarla a ella, contempló los delicados objetos que había detrás
del cristal, pero la visión de aquellos restos le trajo recuerdos agridulces a
la memoria. Notó la mirada de Cleo clavada en su espalda. Tras lo que se
le antojó un rato muy largo, ella dio un paso y se situó a su lado. Su
hombro le rozó el brazo. Su falda le tocó la pierna. Evans sintió el fuerte
impulso de rodearla con el brazo y atraerla hacia sí.
—Veo que has conservado el gato.
—Es un objeto histórico de gran valor.
—Hum... Sigo diciendo que estarías muy guapa con esos pendientes.
—No puedo usar algo que no es mío.
—A la princesa no le importaría.
—Eso dijiste cuando los encontraste.
—Y lo dije en serio. Igual que ahora.
—Hum...
—¡Cómo!, ¿no vas a decirme eso de "tan irresponsable como siempre,
doctor Evans"? Estás decayendo, Cleo.

~106~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—No veo razón para predicar a quien hace oídos sordos.


—¡Qué aspereza! —Evans se llevó una mano al corazón—. Me has
herido en lo más hondo.
—Claro. ¿Me permites ver la sangre?
—¿Quieres que me desvista para ti? ¿Aquí mismo? —Hizo un gesto
indicando la sala, y Cleo se giró rápidamente hacia él. Su mano la agarró
del brazo y la atrajo hacia él sin pensar—. ¿Delante de la princesa?
—A ella no le importaría. Estás intentando distraerme, doctor Evans.
—¿Y lo estoy consiguiendo?
—Sí. —Cleo se zafó de su mano. Cuando hubo puesto cierta distancia
entre ambos, añadió—: Pero aquí no vas a encontrar lo que estás
buscando, así que deja de perseguirme.
—¿De qué modo te persigo?
—Pavoneándote delante de mí.
Evans enarcó una ceja.
—"Pavoneándome"... ¡Qué término tan interesante! —Extendió los
brazos a los lados y comenzó a girarse muy despacio. Acto seguido se
aflojó el lazo de la corbata y se desabrochó los tres primeros botones de la
camisa para dejar al descubierto unos fuertes músculos y un vello oscuro.
Cleo no tuvo el pudor de desviar la vista—. Supongo que ahora me toca a
mí. La última vez, la que se pavoneó fuiste tú. —Ella se sonrojó
intensamente al recordarlo—. He de decir que el público de aquel
desagradable café de El Cairo se mostró muy agradecido. Muy pocas
bailarinas consiguen provocar una pelea por su causa.
Cleo desechó aquello con un gesto de la mano.
—¡Bah!, no fui yo la que suscitó el interés del público. Les pagué para
que provocaran una distracción. Yo me encontraba perfectamente a salvo
en aquel espantoso local: me acompañaban tía Saida y Walter Raschid.
—Naturalmente —repuso Ángel, comprendiendo de pronto quiénes eran
los músicos. Dejó escapar una leve risa— . Estabas medio desnuda...
—Ni por lo más remoto.
—...pero ibas debidamente acompañada por dos carabinas.
—Nunca me parece prudente estar a solas contigo, Ángel.
Él recorrió con la mirada la sala en penumbra.
—Al menos ahora estamos en compañía de la princesa. La decencia
está asegurada.
—Tu conducta es casi encantadora y divertida, pero ni con eso vas a
encontrar lo que estás buscando.

~107~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Puede que lo que estaba buscando ya lo haya encontrado aquí mismo.


—Su tono de voz fue profundo, persuasivo.
—¡Oh, vamos! —se burló Cleo. Estaba temblando, y no era de miedo ni
de rabia. ¿Tan pequeño y vacío era su mundo sin Ángel, que lo único que
tenía que hacer él era acercársele a unos pocos centímetros? ¿Cómo podía
sentirse tan débil y necesitada después de todos aquellos años? La rabia
fue el impulsor de lo que dijo a continuación.
—De todas las cosas repugnantes, desagradables, que...
Aquellas palabras iban dirigidas hacia sí misma tanto como hacia Ángel.
Advirtió en sus ojos que él también lo sabía. La carcajada que lanzó la hirió
en lo más vivo, igual que un millar de agujas de una tormenta de arena.
—¿Repugnante? ¿Desagradable? —Ángel hizo un gesto brusco que
abarcó todos los objetos que se hallaban expuestos en la sala—. ¿Sabes lo
que me parece repugnante a mí? Que nadie más que tú y yo conozca la
verdad de todo esto. Él te ha destrozado la vida, Cleo, de igual modo que
ha intentado destrozarme la mía. Tú le apoyas y él se guarda sus
secretos...
—Y también guarda los míos —lo interrumpió Cleo en medio de aquella
inesperada diatriba—. ¿Cómo voy a hacer algo en el campo que he
escogido sin su ayuda?
—Trabaja en tu propio nombre. Eres una investigadora brillante.
Aquellas palabras le provocaron a Cleo un íntimo estremecimiento de
placer, pero esta vez le tocó a ella lanzar la amarga carcajada.
— ¡Soy mujer!
—Lo sé muy bien, cariño.
Cleo alzó una mano para detener a Ángel cuando éste dio un paso hacia
ella.
—Estás intentando servirte de eso para distraerme.
—En absoluto.
—Pues entonces, abróchate la camisa.
—Así estoy más cómodo.
—Niega que has entrado aquí con la intención de buscar algo a lo que
no tienes derecho.
Ángel la recorrió de arriba abajo con la mirada, una mirada ardiente,
posesiva y totalmente inesperada.
—Sé perfectamente lo que es mío, Cleopatra: tú. Antes, ahora y para
siempre.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Si el objeto que Cleo tenía más a mano no hubiera sido una vasija
cretense para vino de tres mil años de antigüedad, la habría cogido y se la
habría arrojado a Ángel. Y aun así se sintió tentada de hacerlo.
—Sé por qué dices esas cosas, pero no vas a lograr que pierda los
nervios lo suficiente para averiguar nada.
—He entrado aquí —Ángel adoptó una actitud propia del que echa
sermones— con la intención de ayudarte. Me pareció que tus medidas de
seguridad requerían ser puestas a prueba antes de que estuviera
expuesta la colección en su totalidad. ¿Y quién mejor que un hombre de
mi considerable experiencia en estos asuntos para llevar a cabo dicha
prueba?
—En efecto, ¿quién? —replicó Cleo.
—Tu sarcasmo me duele.
—Si tuviera un arma a mano tendrías mucho más por lo que
preocuparte, en vez de por el sarcasmo.
—Ah, pero las palabras pueden hacer daño.
Cleo se quedó muy quieta y su rostro perdió toda expresión, sin
embargo el dolor que se leía en sus ojos hizo sangrar a Ángel.
Levantó una mano.
—¿Cleo?
Ella no dijo nada.
Había perdido todo su arrebato. De alguna manera él lo había
conseguido, y se odió a sí mismo por ello. Hizo un esfuerzo por continuar
hablando, y lo que dijo fue una mezcla de cómo eran las cosas en realidad
y cómo deseaba él que fueran.
—Estoy aquí para ayudarte, Cleo. Esa es mi única intención. Te debo la
vida, y deseo hacer algo para pagar esa deuda. Tú crees que he venido a
Escocia a causa de lo que encontraste en Amorgis, pero he venido a causa
de lo que me sucedió allí. —Exhaló un suspiro y se pasó una mano por el
cabello—. Aquí tengo la oportunidad de reclamar mi posición académica,
de recuperar una parte del respeto que tu padre lleva años socavando con
las mentiras que ha contado sobre mí.
—¿Para qué iba a mentir mi padre sobre ti?
No era la primera vez que Cleo formulaba aquella pregunta. Ángel se
había limitado a contestar que su padre era capaz de hacer cualquier cosa
con tal de sacar a flote su propia reputación, que sentía celos. Que las
antiguas discrepancias entre ambos respecto de metodología e
interpretación habían aumentado hasta convertirse en una aversión
personal. Todo aquello era cierto, pero esta vez le reveló a Cleo la verdad
subyacente:

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—Quizá porque está convencido de que violé a su hija.


Aquella abierta afirmación no logró hacer mella en la actitud fría y
distante de Cleo.
—No seas ridículo. Sabe de sobra lo que ocurrió.
—Pues me alegro, cariño, porque yo no estoy muy seguro de saberlo.
"¿Qué le dijiste?", se preguntó Evans. "Yo en ningún momento dije nada
de lo que había sucedido entre nosotros en el interior de mi tienda. Lo
único que hice fue pedir tu mano en matrimonio. Y lo único que conseguí
fue que me enseñaran la puerta... o en este caso la duna que estaba más
cerca. Después, años después, en El Cairo, tu padre acudió a mí medio
borracho y empuñando una pistola, me amenazó y me insultó por haber
destrozado la vida de su hijita. Eso no lo sabes, ¿verdad, cariño? ¿Qué
explicación te dio él acerca del ojo morado y la contusión en la mandíbula
que le causé yo? ¿Que se había caído de un camello, tal vez?"
—Ese viejo loco te quiere a su manera —le dijo Evans a Cleo.
—Y yo le quiero a él.
—Pero necesitas desplegar las alas.
—¿Y adonde, doctor Evans, podría irme volando? —Hizo un gesto brusco
—. Esta conversación no viene a cuento.
Evans volvió a acercarse otro poco más a Cleo; no pudo evitarlo. No
podía soportar aquella frialdad suya. ¿Quién, mejor que él, sabía cómo
inflamar sus sentidos? La auténtica razón por la que la había hecho saber
que ambos estaban solos en aquel edificio vacío era la profunda, la
imperiosa necesidad de recordarle a Cleo, y también a sí mismo, que
ningún otro hombre tenía derecho a poseerla.
—¿Qué haces? —replicó Cleo, alzando la voz presa del nerviosismo al
verlo acercarse tanto.
—Enseñarte que, entre nosotros, conversar no viene a cuento.
—No hay nada que puedas enseñarme tú.
Evans sonrió con satisfacción.
—Cariño...
—¡Deja de llamarme así!
Cleo fue retrocediendo a medida que él se le acercaba, pero Evans
continuó avanzando hasta que por fin la acorraló contra una columna.
—La última vez no hicimos más que empezar.
—La última vez... ¡Oh!
Evans apoyó las manos en los hombros de Cleo y la aprisionó contra el
mármol frío y liso de la columna. Ella apretó con las palmas contra su
pecho, piel con piel. Dejó escapar una exclamación ahogada formando con

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Susan Sizemore El precio de la pasión

los labios una O que sonó deliciosa, y Evans sonrió sintiendo al mismo
tiempo un fuego que lo quemaba en el punto de contacto entre ambos.
Presionó con todo su peso contra las curvas suaves y blandas de ella,
percibió cómo le temblaba todo el cuerpo. Entonces inclinó la cabeza
hasta que ambos quedaron mirándose a los ojos, las bocas una a la altura
de la otra.
—Confía en mí —susurró Evans contra los labios de ella—. Esta vez,
Cleopatra, confía en mí.
Cleo sabía que era más prudente fiarse de una manada de chacales
hambrientos, pero sentía a Ángel en todas las fibras y moléculas de su ser.
Lo tenía tan cerca de sí como su propia sombra, igual de oscuro pero
infinitamente más sustancial. A veces soñaba que estaban así de juntos,
eran sueños febriles y fútiles que estallaban dentro de ella con todo su
esplendor... pero que dejaban tras de sí un sentimiento de soledad.
Ahora tenía a Ángel allí mismo, enorme, exigente, temerario y dispuesto
a dejar todos los escrúpulos a un lado. Podía gritar. Podía forcejear. Podía
rogar y suplicar.
O podía besarlo.
De un modo u otro, al día siguiente se encontraría sola una vez más.
Pero eso sería al día siguiente.
Tomó su cara entre las manos y acercó la boca de él a la suya.
Momentos después, Cleo descubrió que Ángel estaba en lo cierto en una
cosa: tenía mucho que enseñarle en lo que se refería a besar. Y ella
estaba deseosa de aprender. Hasta aquel momento se guió por la
memoria y el instinto, pero a partir del instante en que se tocaron sus
labios, la inundó la pasión y se apoderaron de ella la excitación y el ansia.
Sus manos lo acariciaron con movimientos lentos y perezosos, pasando
de la cara a los hombros, bajando después hacia la fuerte musculatura de
la espalda. Ángel era duro y liso como el mármol, pero Cleo sintió que le
temblaban los músculos bajo la camisa, percibió su fuerza contenida. Ella
estaba siendo irracional y temeraria, mientras que él aguantaba con
firmeza el control que ella deseaba que perdiese. No era correcto ni justo
que él no compartiera aquel momento de abandono con ella. De modo que
introdujo las manos por debajo de su camisa.
Ángel dejó escapar un gemido contra la boca de ella y hundió un poco
más la lengua, y Cleo reaccionó emitiendo otro gemido que transmitía el
mismo anhelo. Él le rodeó la cintura con un brazo y tiró de ella con fuerza
contra...
—¡Ay!
Ángel se apartó de golpe. Cleo perdió el equilibrio y se inclinó hacia
delante, con los sentidos nublados. Se desplomó en el suelo en medio de
un revuelo de faldas y a punto estuvo de estamparse de bruces contra las

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Susan Sizemore El precio de la pasión

losas. Oyó golpes por encima de ella y captó unas sombras que se
agitaban: Ángel, esquivando a su atacante. Cleo apenas logró oír nada por
encima de su respiración jadeante y los latidos de su corazón.
—¡Ay! ¡Pare ya!
—¡Pare usted! ¡Tráguese ésa!
Cleo alzó la cabeza de repente al reconocer la voz que había hablado,
justo a tiempo para ver cómo un enorme paraguas plegado y de color
negro se estrellaba con saña contra las posaderas de Ángel Evans.
—¡Ay! ¡Basta ya!
Si las circunstancias fueran otras, tal vez Cleo se hubiera echado a reír.
Pero, dada la situación, se puso en pie de un salto y se apresuró a
colocarse entre Ángel y su atacante.
—¡Tía Saida! —Alzó las manos enfrente de ella—. ¡No!
El paraguas no le acertó a Cleo por muy poco, pero sí que se
desprendieron de él unas pocas gotas de lluvia que le salpicaron el rostro.
—¡Debería darte vergüenza! —clamó tía Saida, dejando caer la
sombrilla a su costado—. No puedo dejaros solos a los dos ni un momento.
Preferiría ver cómo os disparáis el uno al otro; así por lo menos sabría que
no corríais peligro de haceros daño.
Cleo descubrió que Ángel y ella estaban de pie el uno junto al otro,
ambos con los hombros encorvados. Compartieron una expresión contrita
y rápidamente desviaron la mirada. Cleo no sabía qué mosca la había
picado. Desde luego, aquello había sido una locura, una equivocación y...
—Menos mal que he venido a buscarte. Empecé a preocuparme al ver
que se ponía a llover y que todavía no estabas en casa. —Tía Saida tomó a
Cleo de la mano—. Tú te vienes a casa conmigo ahora mismo, jovencita.
Cleo quería que su tía saliera más, pero esto no era precisamente lo que
tenía en mente. Tía Saida tiró de ella hacia delante, y ella se sentía
demasiado avergonzada para no adoptar una actitud sumisa. "Ya soy una
mujer", se dijo. "¿Por qué tengo que obedecer como una niña?" Pero
entonces se acordó de Ángel y se zafó de su tía. Dio media vuelta para
mirarlo a la cara y señaló con un dedo hacia la entrada principal del
museo.
—¡¡Fuera!! ¡Sal de mi casa!
Ángel echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada que se extendió
como un eco por toda la sala. Cielos, sí que tenía una garganta magnífica
y potente. A continuación, hizo una reverencia y recogió del suelo su
abrigo y su corbata.
—¿Desean las señoras que las acompañe a casa? ¿Qué les demuestre
que sé comportarme como un caballero? Estoy reformando mis modales
—agregó dirigiéndose a Saida.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—Sus modales no tienen nada de malo —le contestó Saida—. Es en


escoger el momento oportuno en lo que siempre se equivoca.
—Como usted diga, señora —respondió él, y esta vez ejecutó una
elegante reverencia al estilo árabe antes de encaminarse a paso vivo
hacia la puerta con la intención de salir del edificio.
—Y no vuelvas nunca —murmuró Cleo tras él, aunque en modo alguno
lo dijo en serio.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 11

—Tía Saida tiene razón. En realidad corremos menos peligro


disparándonos el uno al otro —reflexionó Cleo en voz alta mientras
paseaba por el pueblo.
—¿Qué has dicho? —le preguntó Pía.
—Nada, Pía —respondió Cleo.
Odiaba que la sorprendiesen hablando consigo misma. Podría haber
contestado a Pía con una mirada intimidatoria, pero un bostezo
interrumpió todo intento de reprenderla.
—¿Has dormido algo, Cleo? —le preguntó Annie con preocupación—.
Anoche te oí pasear arriba y abajo mucho después de que llegaras por fin
a casa. —Annie levantó la vista hacia el cielo, encapotado y plomizo, que
amenazaba lluvia—. No tienes mucha mejor cara que el tiempo.
—Peor —aportó Pía en tono jovial—. Está otra vez enfadada con Ángel
Evans, apuesto lo que sea.
—Las señoritas no apuestan —informó Annie a su hermana pequeña.
Pero Pía no hizo caso de aquella lección de etiqueta.
—Cleo siempre tiene cara de tormenta a punto de estallar cuando está
enfadada con Ángel. ¿Qué ha hecho esta vez, Cleo?
—No me gusta que esté aquí.
—Pero tampoco quieres que esté en ningún otro sitio. Tienen una
relación complicada —le explicó Pía a Annie.
—No tenemos ninguna relación. El doctor Evans es un farsante y un
sinvergüenza. Está aquí para causarme problemas a mí... es decir, a papá.
—A lo mejor sólo quiere asistir a la conferencia como todos los demás.
Creo que lo estás hostigando.
—No es cierto. —Cleo se dio cuenta de que estaba arriesgándose a
rebajarse a una discusión infantil, de modo que miró a Annie y le dijo—: Ni
tampoco es cierto que esté demasiado cansada. Simplemente, tengo
mucho en que pensar.
Pía no parecía convencida, pero Annie, afortunadamente, volvió la
atención hacia el escaparate de una tienda, y todas hicieron un alto para

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Susan Sizemore El precio de la pasión

que ella pudiera contemplar una selección de sombreros. Tía Saida,


ataviada con un vestido de seda negro y un sombrero gigantesco que
lograba notablemente ocultarle el rostro, permaneció callada y atenta
detrás de ellas. Había abandonado su aislamiento, así como a Thena, de
nueve años, que se encontraba feliz en casa leyendo un libro, para hacer
de carabina de sus tres sobrinas. Cleo comprendía que aquel gesto
implicaba que no se fiaba de ella, pero no se quejó. Incluso sonrió con
dulzura cuando tía Saida se enfundó uno de sus vestidos de paseo de
estilo occidental y emitió el amable comentario de que a todas les vendría
muy bien un poco de actividad. Si había sido necesaria una amenaza
contra su virtud por parte de Ángel Evans para que tía Saida saliera de
casa, pues bienvenida fuera.
Era día de mercado en Muirford, y la estrecha calle principal del pueblo
se hallaba repleta de puestos al aire libre. Las gentes venidas del campo
habían acudido a realizar sus compras, así como los habitantes del pueblo,
los de la universidad y los visitantes que se alojaban en el hotel.
A los ojos de Cleo, el bullicio y el ajetreo del mercado de Muirford
resultaban más exóticos que el gran bazar de El Cairo. Y el hecho de
pensar en ir de compras al bazar hacía que le entraran ganas de cubrirse
modestamente el rostro con el chal, como si fuera un velo. Sacudió la
cabeza en un gesto negativo por experimentar semejante impulso allí, en
su tierra natal, y aspiró el aire húmedo de Escocia. Puede que aquello no
fuera Khan el Kalili, pero el rodeo que habían dado de camino al salón
donde tenía lugar la conferencia bien había valido la caminata adicional.
Una vez más volvió la atención hacia el interior de sí misma mientras las
hermanas Fraser y Saida Wallace reanudaban el paseo.
Paseando junto a sus hermanas, Cleo meditó sobre lo sucedido la noche
anterior. Todo había sido una pesadilla interminable, una pesadilla que
distaba mucho de concluir, porque todavía notaba el sabor de Ángel en la
boca, aún sentía la textura de su piel en los labios y en las manos. ¿Cómo
podía Ángel haberle hecho aquello? ¿Cómo pudo ella hacérselo a sí
misma?
Creía que controlaba la situación. Creía que el hecho de besarlo era una
decisión racional. Y resultó que todo lo que tuvo que hacer él fue
desabotonarse la camisa para que el poco sentido común que le quedaba
saliera volando por la ventana. ¿Cómo se había permitido a sí misma
resultar tan fácil? ¿Y qué se proponía Ángel en realidad? Si estaba lo
bastante desesperado como para servirse de la seducción para lograr sus
fines... en fin, puede que jugara fuerte, pero nunca antes había jugado tan
sucio. Con el paso de los años ambos habían aceptado ciertas reglas
tácitas, cultivando la indiferencia, hablando tan sólo de pasada acerca de
la noche que pasaron juntos, justo hasta... ¿cuándo había sido? ¿El día
anterior?
¿Qué le habría pasado a Ángel? Peor aún, ¿qué le había pasado a ella?

~115~
Susan Sizemore El precio de la pasión

¿Y por qué estaba ahora haciéndose reproches a sí misma? ¿Por el


sermón que le había echado tía Saida de camino a casa? En realidad no
había escuchado lo que le dijo tía Saida; iba demasiado concentrada en
purgar el ardiente deseo que corría sin freno por sus venas. Ni siquiera la
había ayudado mucho la fría lluvia ni la punzante irritación de tía Saida.
Horas después, todavía continuaba asediándola el deseo. Entre eso y la
falta de sueño, aquella mañana no estaba precisamente de muy buen
humor.
El punto en el que necesitaba concentrarse era que afirmara lo que
afirmase desear Ángel Evans, por mucho que intentara sortearla a ella, lo
que buscaba en realidad era el tesoro de Alejandro.
"Tú no buscas respetabilidad, y desde luego no me quieres a mí. Eres un
miserable canalla al intentar utilizarme de esta manera. ¿Te crees que he
nacido ayer? ¿Te crees que con un único beso vas a convencerme para
que haga lo que tú quieres? ¡Ni siquiera cuando tenía dieciséis años era
tan ingenua!".
—Está pensando intensamente —le dijo Pía a Annie, inclinándose por
detrás de Cleo—. ¿No hueles el humo que le sale de las orejas a causa del
esfuerzo?
—Lo que dices no tiene gracia —le dijo Cleo a su hermana pequeña—.
Ninguna en absoluto.
—Y además está gruñona.
—En este momento podrías estar ejercitando a Saladino, ¿sabes? —
señaló Cleo—. Nadie te obliga a asistir a una charla sobre Historia.
—Intento cultivar mi intelecto —replicó Pía—. Y tenía que escoger entre
asistir a esa charla con vosotras y pasar el día con tía Jenny. Quiere
enseñarme a hacer encaje.
—Hacer encaje es un arte propio de féminas —dijo Annie—. Es muy
amable por su parte que se haya ofrecido a enseñártela.
Hacer encaje, según recordaba Cleo de las lecciones que recibió tiempo
atrás, era una labor mortalmente anodina a la que se dedicaban las
mujeres a fin de combatir el aburrimiento mientras se entregaban al
chismorreo. Sabía que había mujeres que de hecho disfrutaban con ello, y
las labores que terminaban confeccionando eran bonitas y útiles, pero
aquellas cosas no eran para ella... ni para Pía, que compartía los poco
femeninos gustos de Cleo en casi todo. "¿Y parecerse a mí es bueno?", se
preguntó Cleo lanzando a Pía una mirada de culpabilidad. ¿De qué iba a
servirle a una mujer el amor por la Historia, los idiomas y la aventura
cuando el mundo le ofrecía tan pocas oportunidades de expresar dicho
amor?
—Tal vez deberías, en efecto, estar en casa haciendo encaje —dijo—.
Tal vez debiéramos estar allí todas.

~116~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿Y perdernos la diversión de ver cómo Annie pone ojitos de cordera a


esos jóvenes partidos? —protestó Pía—. Por nada del mundo.
—Yo —dijo Annie con un gesto de cabeza— soy demasiado discreta para
poner ojitos de cordera. —Esbozó una sonrisa femenina y maliciosa,
segura de su poder—. Claro que, por supuesto, espero distraer al profesor
Carter. Y lo único que voy a tener que hacer es sentarme pudorosamente
en la galería de las visitas con las manos cruzadas sobre las rodillas y
fingir no saber que él me idolatra. ¿Estará presente Spiros? —agregó, por
lo visto mucho más entusiasmada por dicha posibilidad.
A Cleo le gustaría saber cómo sería eso de experimentar diversos
grados de atracción hacia más de un joven. Normal, supuso, y se alegró
inmensamente por la normalidad de Annie. Sin embargo ella cargaba con
la maldición de sentir una atracción fija y persistente hacia un único
hombre.
Por una parte deseaba proteger a su hermana de los peligros que
entrañaba el cortejo, y por otra quería que Annie tuviera una vida normal.
Temía que pudiera cometer errores, pero claro, a lo mejor Annie era
mucho más aguda que ella a la hora de juzgar a los hombres. Cleo
esperaba que así fuera, por el bien de los jóvenes y tiernos sentimientos
de su hermanita. Ya era suficiente con tener un solo caso de permanente
mal de amores en la familia.
Cielos, estaba poniéndose de lo más sensiblera, justo lo que había
prometido no ser nunca. Se giró para mirar a tía Saida.
—¿Para qué voy a ponerme sensiblera, habiendo tantas personas que
pueden hacerlo en mi lugar?
Saida le dirigió una mirada penetrante, y al momento su expresión se
suavizó en una media sonrisa. Cleo recibió aquella sonrisa como una
bendición y finalizó el paseo por la ciudad y la llegada al recinto de la
universidad casi con una sensación de contento. Hacía un día excelente,
sereno, durante el cual pensaba sumergirse en el mundo al que
pertenecía, aunque tuviera que ser sentada allá arriba, en la galería de las
visitas, junto al resto de las damiselas.
Cuando llegaron a la entrada del salón de conferencias ya había varias
personas esperando.
—Buenos días, señoras —las saludó Samuel Mitchell—. Es un placer
verla de nuevo, señora Wallace —le dijo a Saida. Luego indicó con un
gesto el caballero corpulento y de cabello gris que tenía al lado—.
Permítanme que las presente al doctor DeClercq.
—Yo conocí a su esposo que en paz descanse, señora Wallace —dijo
DeClercq una vez que terminaron de hacerse las presentaciones—. Y,
naturalmente, conozco bien el destacado trabajo de su padre de usted —
agregó el famoso historiador belga dirigiéndose a Cleo—. Estamos
deseando que presente su ponencia.

~117~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Pía emitió un ruidito que si estuviera en casa le habría valido que la


mandaran a su habitación. Annie y los caballeros no se percataron, y tía
Saida reprimió cualquier posible comentario de la joven mediante una
mirada.
—Nuestro padre admira profundamente el trabajo que han llevado a
cabo ustedes dos —les dijo Cleo—. Y me ha pedido que les transmita sus
excusas, pero debe asistir a una reunión imprevista del profesorado y no
podrá acudir a la sesión que está programada para hoy en el simposio. —
La verdad era que su padre había tenido que dedicar el día a esquivar otro
capricho más de Sir Edward. Aunque ya se había fijado el programa de
estudios de la Antigüedad, se le había metido en la cabeza crear una
cátedra de Escocia Celta Antigua; aquello desbarataba por completo el
departamento de historia, al frente del cual se encontraba su padre—. Yo
también admiro la labor que ha realizado usted en Egipto —dijo Cleo a
DeClercq, que era uno de sus héroes—. Y me alegro mucho de que saliera
con vida del espantoso ataque sufrido por su expedición.
DeClercq se acarició los bigotes.
—¡Oh! Muchas gracias, señorita.
—¿Va a presentar alguna ponencia hoy? —Cleo vio que Annie fruncía el
ceño como advirtiéndola de que no debía mostrar tanta vehemencia, pero
ella no pudo evitar seguir hablando—¿Tal vez acerca de su interpretación
de los dibujos existentes en la tumba de Irbidi?
—Me temo que no he preparado ninguna ponencia —respondió el
historiador—. Me encuentro aquí tan sólo para aprender del trabajo de
otros y prestar mi apoyo a un joven colega mío que merece mucho más
respeto del que recibe. —Volvió a acariciarse los bigotes con el dorso de la
mano—. Creo que usted conoce su nombre, aunque dudo que su padre
deseara que yo hablase de ese caballero con su familia.
—¿Evans? —dijo Cleo impulsivamente, sin poder contenerse—. ¿Usted
defiende a Evans? —¿Por qué todo terminaba siempre volviendo a Ángel
Evans?—. ¿A pesar de que se quedó para sí con la mitad de lo que se
descubrió en Irbidi?
DeClercq puso cara de horror.
—¿De dónde demonios ha sacado usted esa idiotez, señorita?
—¡Yo misma lo vi vendiendo objetos saqueados en El Cairo, con mis
propios ojos! —replicó Cleo.
De pronto tomó conciencia del pequeño grupo de personas que se
habían congregado alrededor de ellos, eruditos que habían llegado con la
intención de pasar una tranquila mañana de actividad intelectual y que en
cambio se vieron atraídos por una escena protagonizada por un
historiador de fama mundial interpelado por una tonta mujer que osaba
discutir con él. Cielos, ¿qué estaba haciendo? ¿En qué estaba pensando?
No estaba pensando, claro. Allí tenía algo que ver Ángel.

~118~
Susan Sizemore El precio de la pasión

El doctor DeClercq se balanceó sobre sus talones con gesto entre


divertido y confuso.
—¿Y cómo es que usted vio a Evans deshaciéndose de dichos objetos?
—Eso carece de importancia. Lo importante, señor, es que al parecer ha
logrado convencerlo a usted de que es un hombre honrado.
—Honrado y respetable —respondió DeClercq—. Pero comprendo su
preocupación, querida niña. Verá, la verdad que ni él ni yo pudimos
desvelar, dado el clima político de Egipto, era que nuestra expedición fue
hecha prisionera, y no por bandidos ordinarios. Yo y varios otros miembros
de nuestro grupo fuimos retenidos en el fortín de un oficial de alto rango
del gobierno del jedive.
—Escandaloso —murmuró alguien detrás de Cleo—. ¡Qué corrupción!
DeClercq alzó la cabeza por encima de Cleo para mirar al hombre que
había hablado. Sonrió y le dijo:
—Usted no ha realizado ningún trabajo sobre el terreno, ¿verdad, joven?
Si uno quiere trabajar en Egipto y en Oriente, enseguida aprende a
manejarse con la corrupción y la gente que pide bakshish.
—Y él mismo se corrompe con facilidad —masculló Cleo.
DeClercq volvió a fijar la atención en ella.
—Me temo que está usted juzgando mal a ese joven, señorita Fraser.
—Hace diez años que lo conozco, señor —replicó ella.
—Y yo casi lo mismo, y mejor. Trabajamos bien juntos, a diferencia de la
relación que guarda él con el padre de usted. Abrigo la esperanza de
volver a trabajar con él en breve. Conozco bien su intuición, su audacia y
su inteligencia. Y además le debo la vida.
—Es valiente —concedió Cleo—. Pero el valor personal a duras penas
constituye una disculpa para sus... expropiaciones. —No se atrevió a
llamar a Ángel ladrón delante de todas aquellas personas.
—El dinero procedente de esas supuestas expropiaciones lo empleaba
en salvar vidas, jovencita —le dijo DeClercq—. Se sirvió de la venta de un
escondite secreto de objetos para liberarnos a mí y a otros de una
situación de reclusión más bien desagradable. Pero aquellos canallas
quisieron todavía más. Proporcionarles el rescate que ellos exigían fue un
proceso lento, a lo largo del cual hubo que tratar con ciertos personajes
repugnantes.
—Harún —apuntó Cleo—. ¿Por esa razón trabajaba con Harún?
—Precisamente —prosiguió DeClercq—. Éramos cinco personas que
liberar, de una en una, y no contaba con ninguna autoridad a la que acudir
en busca de ayuda. Si no hubiera sido discreto, habríamos muerto.

~119~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Pero... —A Cleo le daba vueltas la cabeza. Le costaba trabajo creer lo


que estaba oyendo. La sangre le golpeaba las sienes y veía luces brillantes
detrás de los ojos. Cayó en la cuenta de que estaba conteniendo la
respiración, y soltó el aire de golpe mientras DeClercq continuaba
implacable. Ya se había calentado, y se le veía complacido de contar con
un público.
—A. David Evans es el motivo de que yo me encuentre hoy aquí —les
dijo a todos—. Con independencia de lo que puedan haber oído decir de él,
cuenta con buenas razones para hacer lo que hizo.
Buenas razones, pensó Cleo, todo lo que había creído durante casi una
década quedaba desmenuzado y convertido en polvo. ¿Buenas razones?
—¡Oh, Dios mío!
—No fui tan discreto como dice él —dijo una conocida voz con acento
yanqui, prácticamente en su oído.
Cleo se giró para mirarlo. Por el rabillo del ojo vio que algunas otras
personas del grupo estaban sonriendo, pero Ángel tenía una expresión
tensa y mortalmente seria.
—¡Tú! —Se puso en jarras, con los puños cerrados en los costados. Él
retrocedió al verla dar un paso al frente, furiosa—; ¡Tú!
—¿Qué?
Cleo chilló furibunda, temblando de ira:
—¿Cómo te atreves tú a ser un héroe?
—¡Lo siento! —gritó él a su vez—. ¡Te prometo que la próxima vez lo
haré peor! ¿Así te quedas más contenta?
—¡Sí! ¿Cómo? ¡No!
—Cleo... —Annie apoyó una mano en el brazo de su hermana.
Ella se sacudió dicha mano, pero en eso se interpuso Saida entre
ambos.
—Me parece —dijo, llevándose a Cleo hacia la puerta— que la sesión
está a punto de empezar. —Indicó con un gesto a Pía y Annie que las
acompañaran—. Ya es momento de que ocupemos nuestros asientos en el
sector femenino de la sala.
Cleo se dejó llevar, casi ciega y sorda a causa de su reacción violenta.
Aquél había sido el peor momento de su vida. El peor sin duda alguna.
O eso le pareció hasta que Ángel le dijo desde atrás:
—No dirás que no he intentado decírtelo.
No era cierto. En absoluto. ¿Lo había intentado? Cleo tamborileaba
nerviosamente con los dedos sobre la madera oscura y lisa de la
barandilla de la galería mientras la persona situada en la tribuna peroraba

~120~
Susan Sizemore El precio de la pasión

acerca de tal o cual tema que seguramente le habría resultado fascinante


antes de que el mundo se hubiera hecho pedazos. Se sentía tan
destrozada y dispersa como un montón de cristales rotos. Odiaba sentir, lo
que fuera, y deseó poder simplemente de dejar de sentir del todo, pero
por su cerebro seguían pasando de modo persistente palabras e
imágenes, todo un catálogo de recuerdos sin orden ni concierto,
impresiones que iban y venían, hasta que comenzó a desarrollar un
intenso dolor de cabeza.
Se encontraba ya extenuada, atontada debido a la falta de sueño, con
los sentidos desnudos de todo excepto unas terminaciones nerviosas
doloridas e inflamadas a causa de los breves momentos de pasión
prohibida vividos la noche anterior.
Y ahora esto. Era intolerable. Imposible.
Por supuesto, Ángel no había intentado decírselo. ¿Qué había dicho en
todos aquellos años? "No soy tan malo como tú crees, cariño". ¡Aquello
podía significar cualquier cosa! O nada. Además, su padre había dicho
que...
¿Y cuánto tiempo había transcurrido desde el día en que depositó toda
su confianza en las palabras y los hechos del santurrón y enrevesado
Everett Fraser? No era ciega a los defectos de su padre, pero era su padre.
No podía ser que fuera capaz de mentir abiertamente a su hija. Al fin y al
cabo, su padre era una buena persona, aunque mostrara una conducta
claramente desatenta, una profunda obsesión por Alejandro Magno y una
adhesión abstracta pero posesiva respecto de sus hijas.
Allí de lo que se trataba no era de lo que había dicho y hecho su padre,
sino de Ángel Evans. La cuestión siempre era él, y siempre iba a serlo.
Ángel se encontraba allí abajo, entre aquel público de varones de
semblante grave y traje oscuro. Tan sólo una hora antes ella había
cuestionado su derecho a mezclarse con la élite de los estudiosos de la
historia; y ahora, por lo visto, el doctor A. David Evans se encontraba
exactamente en el lugar que le correspondía. De una manera perversa,
Cleo se sentía orgullosa de él, si bien la escocía que allí la intrusa y la
advenediza fuera ella, relegada a hacer de mera observadora de los
debates de caballeros entendidos.
Y tampoco servía de nada fruncir los labios como protesta por las
injusticias de la vida, cuando ella sabía muy bien que tan sólo era un
subterfugio para evitar enfrentarse a la agridulce verdad que le había
presentado DeClercq.
—¡Lo has robado, y quiero que lo devuelvas!
Estaba de frente a Ángel, situado al otro extremo de la terraza cubierta
de azulejos del hotel. Por encima de ella colgaba un enrejado de hojas de
parra que proyectaba una agradecida sombra bajo la que guarecerse del
sol del Mediterráneo. Sobre la mesa, a su lado, había una cesta de

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Susan Sizemore El precio de la pasión

limones, y cada uno de los rincones de la terraza estaba decorado por una
enorme maceta pintada repleta de geranios de un rojo vivo. Era un lugar
luminoso y agradable en el que había estado bebiéndose un té con
tranquilidad hasta que irrumpió Ángel, subiendo por la polvorienta
carretera, e hizo añicos aquella pacífica mañana.
—Tú lo robaste primero —replicó apuntando con el dedo al hombre
corpulento y furioso que se había plantado delante de ella.
—Yo descubrí la existencia del papiro sin que intervinieras tú para nada.
—No es eso lo que dice mi padre.
—Tu padre miente.
Aquellas palabras le dolieron, de modo que ella lo aguijoneó a su vez.
—Y tú eres un saqueador de tumbas, un mercenario, un ladrón.
Él soltó una risa burlona.
—De algo hay que vivir, cariño.
—Canalla sinvergüenza.
—Si tú lo dices.
—Y, por favor, no grites; vas a despertar a todos los huéspedes del
hotel.
—Y a ti te espera una jornada muy dura —agregó él antes de que Cleo
pudiera decir nada más—. Ya he visitado el yacimiento. Los excavadores
están abriendo una tumba que yo, y no otro, debería haber descubierto
hoy.
—No es la tumba de Alejandro, de modo que no sé a qué viene tanto
aspaviento.
Abrigaban la esperanza de haber encontrado el lugar de enterramiento
de un capitán de los guardaespaldas de Alejandro. Era posible que junto a
dicho guardia hubiera enterrada información que los condujera hasta el
lugar de descanso del propio Alejandro.
—No estoy haciendo aspavientos por esa tumba. Los aspavientos,
cariño, se deben a que tú robaste el mapa que conducía a la tumba.
Ángel sólo la llamaba cariño cuando estaba sumamente enfadado y
burlón. Sus ojos oscuros lanzaban chispas con tal furia que Cleo
experimentó una corriente eléctrica por todo el cuerpo.
—Robar a un ladrón no puede decirse que sea delito —fue su altanera
respuesta.
—Ah, ¿no?—fue la reacción furiosa de él—. ¿Cuál de los dos tiene una
ética un tanto retorcida, cariño?
—No me llames...

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿Cleo?
Cleo volvió la cabeza hacia su hermana, y Annie le puso un pañuelo
debajo de la nariz. Ella sorbió.
—¿Para qué haces eso?
—Estás llorando.
—¡Oh! —Cleo cogió el cuadrado de lino bordado.
Por un instante sus pensamientos quedaron suspendidos en aquella
última discusión anterior al accidente, en el llamear de los ojos oscuros de
Ángel, en el mechón negro como ala de cuervo que le caía sobre la frente
y en su piel bronceada por el sol matinal. Incluso estando furiosa con él —
¿y cuándo no estaba furiosa con él?— siempre sentía un hormigueo en los
dedos que la empujaba a pasarlos por aquella mata de pelo de tacto
parecido al satén.
Se secó los ojos y las mejillas y se sorbió otra vez. Debía de tener una
pinta horrorosa. En la galería se encontraban también varias esposas de
profesores, así como Spiros, acompañado de otro par de estudiantes
extranjeros, pero por suerte sus hermanas y su tía eran las únicas
personas sentadas cerca. Spiros miraba a Annie, pero Annie era la única
que miraba a Cleo.
¿Cuánto tiempo llevaría llorando?
—Es que tengo algo en el ojo —dijo a su hermana.
—Por supuesto que sí —respondió Annie—. Algo del tamaño de un
obelisco, me parece a mí.
—Más o menos.
Cleo se fijó en que el orador había abandonado la tribuna y el público se
disponía a tomarse un descanso mientras esperaba a que anunciaran al
siguiente en hablar. Algunos se habían agrupado formando corros, otros
se dirigían hacia la puerta. Aquélla era una buena oportunidad para salir
ella también. Se volvió hacia tía Saida y le dijo:
—Tengo mucho que hacer. Todavía quedan muchos retoques para la
exposición de esta tarde, y tía Jenny va a traer a cenar al doctor
Apolodoro, antes de la fiesta de esta noche. La cocinera quiere que eche
un vistazo a la lista de la compra antes de ponerse a cocinar para un
"caballero extranjero".
—Eso puedo hacerlo yo —se ofreció Annie.
—Y con mucha más destreza doméstica que yo —convino Cleo.
Se levantó del asiento. ¿Qué pasaría si el siguiente en acercarse al
podio fuera Ángel? Desde que ella ayudó a confeccionar el programa de
ponencias había habido muchos cambios y añadidos, y aquel día no
estaba preparada para recibir más sorpresas. No estaba preparada para

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Susan Sizemore El precio de la pasión

mirarlo a él en aquel preciso momento, ni siquiera desde la galería de las


visitas.
—Tengo que irme —aseguró—. Sencillamente, tengo que irme.

~124~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 12

—Esto es terrible.
El reverendo McDyess se encontraba de pie en medio del vestíbulo de la
planta baja, bloqueando la puerta y retorciéndose las manos. Lo
acompañaban el decano Smith y el profesor Mitchell, ambos con expresión
solidaria.
—Ya sabía yo que no iba a salir nada bueno de traer aquí extranjeros —
exclamó el ministro de la iglesia, que había inaugurado la sesión de
aquella mañana pronunciando una plegaria.
Fuera cual fuese la mala noticia que iba a dar, Cleo no sentía el menor
interés. Lo único que deseaba era huir de allí, pero para ello tenía que
dejar atrás aquel grupo de hombres.
Nadie se inmutó al verla llegar. De hecho, los tres miraron hacia ella.
Cleo sospechó que tal vez Smith y Mitchell vieran su aparición como una
oportunidad para escapar ellos también.
Por más que lo deseara, no pudo evitar detenerse un momento a darles
los buenos días.
—No tiene nada de bueno, jovencita —dijo el reverendo McDyess
agitando un dedo hacia ella—. Es usted hija de ese historiador, ¿cierto? Su
padre convenció a Edward Muir para que construyera su templo de
Satanás justamente aquí, en nuestro devoto pueblo. ¡Y vea lo que ha
pasado! Ya está todo invadido por la corrupción, y eso que este supuesto
templo del saber aún no ha sido inaugurado de manera oficial. ¡Es una
profanación!
El reverendo tenía el rostro congestionado y la respiración muy agitada.
Cleo se dio cuenta de que Smith y Mitchell ya se habían alejado
discretamente. ¿Por qué tenían que dejarle siempre a ella la tarea de
solucionar todas las crisis que se presentaban? Le gustaría dejar
bruscamente a un lado al reverendo e ir a ocuparse de sus cosas, pero
aquello no sería diplomático. Ni tampoco era posible, porque McDyess era
tan orondo como alto, y alto era un rato. Traía más cuenta intentar dar la
vuelta a una montaña antes que esperar que él se hiciera a un lado. Así
que Cleo dejó escapar un suspiro y le prestó toda su atención.

~125~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿Profanación? —repitió—. ¿Ha habido en la presentación algo que no


le haya parecido correcto?
No recordaba quién había hablado ni de qué había tratado la ponencia,
pero si le había resultado blasfemo...
—¡No me importa lo más mínimo el contenido de un necio discurso,
jovencita! ¡Estoy hablando de mi camposanto!
Cleo experimentó un doloroso retortijón en el corazón y en el estómago.
—¿El cementerio que está junto a la iglesia?
—¡Naturalmente, el que está junto a la iglesia! ¡Acabo de enterarme por
el sacristán! No soporto la idea de ver lo que han hecho con los lugares en
que descansan nuestros santos seres queridos. —Gesticuló ampliamente,
abarcando toda la universidad con el movimiento de la mano—. Esto es
obra de un desconocido, obra del diablo. Hasta ahora he guardado silencio
acerca de mis recelos al respecto, pero sabía que no iba a salir nada
bueno del hecho de que Edward Muir trajera forasteros a la ciudad que lo
vio nacer. Sí, lo sabía perfectamente.
—Apártese de mi camino.
McDyess se ofendió al oír el tono gélido y autoritario de Cleo.
—¿Cómo dice?
—Que se aparte.
Al ver que el reverendo no hacía otra cosa que mirarla fijamente, Cleo
alzó las manos y empujó contra su abultada barriga.
Que lo empujase hacia atrás fue una ofensa mayor que ninguna otra
cosa.
—¿Pero qué...? Atrevida mujerzuela, ¿qué se cree usted que está
haciendo?
Cleo dejó a un lado al gigantesco clérigo, se recogió las faldas y echó a
correr, mientras él le lanzaba exabruptos como si fuera un volcán en
erupción.
—¿Qué son todos esos gritos? —inquirió Hill.
Los pintorescos juramentos del vicario habían hecho venir a todos los
que se encontraban en la sala de conferencias al vestíbulo de la entrada.
La conmoción que se produjo Sirvió para distraer a los asistentes del
monótono discurso del profesor O'Neal sobre instrumentos músicos
etruscos.
—No estoy seguro del todo —contestó Mitchell cuando Evans y Hill se
reunieron con él a un lado del agitado público—. Al principio el vicario
estaba molesto por un acto de vandalismo cometido en la iglesia, pero al
parecer ahora se ha ido por otra tangente.
— ¡Impúdica ramera sassenach!

~126~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Evans tenía fija la atención más bien en los hombres que habían salido
de la sala con Spiros que en aquel gigante encolerizado, que por lo visto
estaba sumamente furioso con alguien. Era la segunda escenita en público
que presenciaba aquel día y sospechó que, seguramente, una vez más,
Cleo tendría algo que ver en ella.
—¿Qué es un sassenach! —preguntó.
Más importante: ¿quiénes eran los hombres que acompañaban a Spiros?
¿Serían los fanáticos hoplitas de los que le había advertido Apolodoro?
Como si la existencia de una orden secreta de dos mil años de antigüedad
no implicara el fanatismo de todos sus miembros. Entre Apolodoro y él
había nacido un cierto sentimiento de honor y confianza, y Spiros lo había
convencido de que jamás haría nada que pudiera perjudicar a Pía ni a
Annie Fraser. Aquello no resultaba muy tranquilizador en cuanto al destino
que podía sufrir Cleo, pero el hecho de saber que las dos pequeñas
estaban a salvo le daba menos cosas por las que preocuparse.
Y además sabía que Apolodoro le concedería al menos unos pocos días
más para encontrar el tesoro. Antes de perder completamente la cabeza la
noche anterior, Evans había llegado a la conclusión de que el tesoro no
estaba oculto en el interior del museo. Había explorado detenidamente la
sala central de exposición que estaba acondicionando Fraser para exhibir
el tesoro, pero la corona, la copa y los demás objetos funerarios no se
encontraban dentro del edificio. Lo cual no era una buena noticia para él,
ya que significaba que en última instancia podía ser muy malo para Cleo.
Cleo era, con mucho, demasiado inteligente. No pudo evitar sonreír al
pensarlo... ni experimentar un sentimiento de rabia y frustración.
Por encima de todo lo demás, Apolodoro deseaba que su sociedad
secreta continuara siendo secreta, pero los recién llegados llamaban
mucho la atención. Los hombres que flanqueaban a Spiros eran
corpulentos y de mirada furtiva, y se hacía evidente que se encontraban
fuera de lugar con aquellos trajes que tan mal les sentaban. Parecían
matones callejeros, no estudiantes universitarios. Los antepasados de los
hoplitas formaron parte de la guardia de élite de Alejandro, y aquella
pareja tenía todo el aspecto de descender directamente de soldados
curtidos en la batalla.
—¡Zorra presuntuosa! —seguía ladrando el vicario—. ¡Atreverse a
agredir a un siervo de Dios!
—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Hill a Mitchell.
—Creo que al principio estaba furioso porque unos vándalos han
volcado unas cuantas lápidas del cementerio. Cuando se enfurece, tiende
a expresarse en el dialecto local.
Carter se aventuró a acercarse al furibundo vicario.
—¿Señor? ¿Reverendo? ¿No podría usted...?

~127~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¡Esa mujerzuela me ha golpeado! ¿Qué les enseñan a las mujeres en


el mundo de fuera? No pienso consentir que las mujeres ligeras de cascos
invadan Muirford.
—La señorita Fraser estaba profundamente turbada por la profanación
cometida en el camposanto —explicó Mitchell.
—Cleo sostiene opiniones muy firmes acerca de los robos de tumbas —
convino Evans, todavía con la atención concentrada a medias en los
hoplitas situados al fondo de la multitud. De modo que Cleo no se
encontraba cómodamente instalada en la galería de las visitas.
—La señorita Fraser ha estado un poquito brusca con el reverendo
McDyess, cuando éste no le ha permitido salir del edificio.
—Así que lo ha apartado de un empujón —dedujo Evans.
—Ha sido mala educación por su parte no dejarla pasar. Lo más seguro
es que la pobre señorita Fraser necesitara un poco de aire fresco después
de oír noticias tan desagradables —sugirió Carter.
—Esa mujer lleva excavando tumbas desde que usted era un niño de
pecho —replicó Evans—. Le agradeceré, joven necio, que le tenga el
respeto que se merece.
—¡Perversa meretriz! —continuó exclamando McDyess, con la cara
enrojecida por la furia.
Evans se acercó hasta el gigantesco vicario.
—¿Meretriz? —le preguntó en tono grave y peligroso—. A mi mujer
nadie la llama de ese modo.
Unos ojillos porcinos se clavaron en él.
—Yo la llamo...
Pero un fuerte puñetazo en la mandíbula dejó al grandulón fuera de
combate.
Muchas de las personas apiñadas en el vestíbulo lanzaron una
exclamación. DeClercq, Mitchell, Duncan y Carter soltaron una carcajada y
batieron palmas como muestra de aprobación. Evans se sacudió la mano
dolorida y miró a sus admiradores con un irónico encogimiento de
hombros.
Hill se acercó a él y le dijo en voz baja:
—No tengo ni la más mínima posibilidad con la señorita Fraser, ¿verdad?
Evans lo miró fijamente a los ojos.
—Ninguna en absoluto.
Luego apartó la mirada de Hill y la paseó por la multitud de los
presentes. Spiros seguía allí, pero sus compañeros habían desaparecido.
Evans juró para sus adentros, pasó por encima del reverendo McDyess,

~128~
Susan Sizemore El precio de la pasión

que estaba tumbado en el suelo en posición supina, y salió corriendo del


edificio.

—Ya sabía que iba a encontrarte aquí.


—Hola, Ángel.
—Este cementerio es muy antiguo —comentó. Se situó detrás de Cleo y
le apoyó una mano en el hombro. Ella estaba contemplando una sepultura
que mostraba una agresión reciente. Había varias lápidas desperdigadas y
cubiertas de musgo. Costaba trabajo distinguir cuáles se habían caído
solas y cuáles habían sido empujadas por los vándalos. El camposanto
entero tenía aspecto abandonado, escondido como estaba en una
arboleda cercana a la vieja iglesia de piedra. A ambos lados del mismo se
alzaban dos mausoleos; el de la izquierda era una construcción pequeña,
deteriorada y de aspecto abandonado que podría datar de la Edad Media.
El de la derecha era de piedra blanca, pulida y reluciente, provisto de una
puerta de bronce y flanqueado por dos estatuas de ángeles llorando. En lo
alto del tejado destacaba la figura de un guerrero ataviado con una falda
escocesa y blandiendo una enorme espada. El futuro lugar de descanso de
Sir Edward, supuso Evans.
Tras unos instantes más de prolongado silencio, y cuando sintió que el
hombro de Cleo se tensaba bajo su mano, Evans habló de nuevo:
—No tan antiguo como las tumbas a las que estamos acostumbrados
nosotros, quizá...
Cleo no contestó, y Evans procuró no concentrarse en la franja de piel
lisa que se le veía asomar en la nuca, entre el cuello del vestido y la
gruesa mata de pelo que llevaba fuertemente recogida en un moño.
¿Alguna vez había besado aquel lugar tan encantador y vulnerable? No, no
recordaba haberlo hecho. Había muchos lugares de Cleo que no había
besado; sus orejas, por ejemplo. Cleo tenía unas orejas preciosas,
pequeñas y rosadas. Le gustaría saber si la planta de sus pies tendría
sensibilidad erótica, o la base de su columna vertebral. Habían sido diez
largos años desperdiciados, cuando podía haberlos utilizado para explorar
los dulces secretos de aquel cuerpo tan encantador.
Recorrió atentamente con la mirada el silencioso camposanto, alerta a
cualquier ruido o movimiento. Había esperado a medias que hubiera allí
una masa de aldeanos ofendidos investigando los daños, pero por lo visto
la comunidad entera estaba comprando en el mercado del pueblo. Por
supuesto, si él no hubiera aporreado al vicario, éste tal vez hubiera corrido
a informar a su grey de la ofensa cometida con sus ancestros. Mientras
venía hacia el cementerio, Evans no había visto a ninguno de los amigos
de Spiros, y tampoco los vio ahora escondidos entre los árboles ni las
lápidas, pero eso no quería decir que no merodearan por allí.

~129~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿Y a qué has venido aquí? —le preguntó a Cleo.


Ella exhaló un suspiro y se zafó de su mano para darse la vuelta y
mirarlo de frente.
—Quería ver los daños por mí misma. Todo este vandalismo está
empezando a preocuparme.
Parecía casi asustada. Evans le apoyó las manos en los hombros y la
atrajo hacia sí. Deseó rodearla con sus brazos y estrecharla más todavía.
—Aún no me has acusado de esos actos de vandalismo. Si me acusaras,
tal vez te sentirías mejor.
Esperaba hacerla reír, pero lo único que logró fue arrancarle una débil
sonrisa.
—Tú no figuras en mi lista de sospechosos, Ángel.
—Ángel. —Retribuyó la sonrisa de Cleo con otra propia—. ¿Sabes que
eres la única persona que me llama Ángel? Tú y Pía —agregó.
—Pía— esa pequeña picara, te tiene cariño.
A Evans le entraron ganas de preguntarle si también le tenía cariño ella,
aunque sólo fuera un poco, pero temía la respuesta.
—Parecía muy apropiado llamarte Ángel —continuó diciendo Cleo—, por
varias razones.
Él inclinó la cabeza hacia un lado, burlón.
—¿Como cuáles?
Las pálidas mejillas de Cleo se tiñeron de un ligero rubor.
—Bueno... a mí nunca me pareciste un David.
—No se me da bien matar gigantes —confirmó él—. Y tampoco sé tocar
el arpa, ni reúno las cualidades necesarias para ser rey.
—A mí siempre me pareciste una persona fuera de lo corriente. —El
rubor se le acentuó, y desvió la mirada—. Heroico.
—¿Angelical? —Evans dejó escapar una risa suave, de amargura—. A
duras penas.
—Yo era muy joven cuando me formé la primera impresión de ti.
—Demasiado joven para saber a qué atenerte —aceptó Evans, y decidió
pasar a terreno más seguro—. Aquí la heroína eres tú, Cleopatra.
Evans no permitió que una pequeñez como que no le permitieran tomar
parte en las excavaciones de Amorgis se interpusiera en su camino.
Acudió al yacimiento y no obtuvo otra cosa que miradas hostiles de Cleo a
lo largo de todo el día. Fraser no se atrevió a hacer que lo expulsaran de
la zona, no fuera a armar una escena delante del hombre de cuya

~130~
Susan Sizemore El precio de la pasión

financiación dependía. Así que Fraser hizo todo lo que estuvo en su mano
para fingir que aquel hombre ni siquiera existía.
Lo primero que hizo Evans fue trabar conversación con el rico mecenas
de Fraser, por supuesto. Resultó que Sir Edward Muir era un hombre de
negocios inteligente y testarudo y Evans provenía de una familia de
hombres de negocios prácticos y trabajadores. Ambos tenían en común
mucho más que un noble esteta con pretensiones de gran erudito. Así que
cuando los obreros despejaron el último resto de escombros de la entrada
a la tumba y Fraser se acercó a su patrocinador para invitarlo a que fuera
el primero en entrar, Evans se las ingenió para hacerse con una invitación
a acompañar a su nuevo amigo en aquel momento triunfal.
Fraser puso cara de estar a punto de explotar, pero no protestó.
Evans estaba exultante... pero sólo le duró unos seis segundos. Aquello
fue lo que tardó en mirar a Cleo y ver que aquel revanchismo suyo le
había echado a perder el momento a ella. Podría haber retrocedido, podría
haber presentado cualquier excusa a Muir, pero Fraser lanzó una risa
burlona y Cleo se volvió de espaldas a él, de modo que tuvo que seguir
adelante.
Así pues, Muir y él cogieron unos candiles y penetraron en la oscura
cámara subterránea forrada de piedra. La trampa en la que se habían
metido había sido tendida dos mil años antes, pero no obstante se accionó
con gran precisión. Se produjo un ruido horrendo cuando los muros se
vinieron abajo y se abatió sobre ellos la oscuridad, pero Evans hubiera
jurado que oyó una voz lejana que lo llamaba: "¡Ángel!"
Fue el recuerdo de aquella voz a lo que se aferró después, durante
todas aquellas horas de dolor y terror, atrapado en la más completa
oscuridad.
Y cuando por fin retiraron la última piedra y volvió a penetrar la luz en
su mundo, lo primero que oyó fue: "Ángel".
Lo primero que palpó fueron las manos de ella, que le apartaban el
cabello de la frente. Lo primero que sintió en la boca fueron sus lágrimas.
Lo primero que vio fueron los rasguños ensangrentados de las suaves
manos de ella.
—Me salvaste la vida —le dijo ahora, volviendo de aquella pesadilla, que
había terminado con la maravillosa sensación de estar en los brazos de
Cleo Fraser. Le debía la vida y mucho más... a ella, que nunca le había
pedido nada.
No se había dado cuenta de cuándo se había situado tan cerca de ella,
pero su rostro se alzó hacia él de modo muy seductor cuando le contestó:
—Yo no fui la única persona en participar en tu rescate.

~131~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Pero fuiste la única que no permitió a los obreros que dejaran de


trabajar al cabo de dos días, cuando ellos insistían en que ya no había
esperanza.
—Sabía que no estabas muerto.
Evans descubrió que tenía el rostro de Cleo entre las manos. Notó su
piel tibia y sedosa.
—¿Cómo lo supiste?
—Lo supe... sin más. —Dijo aquello en un susurro, con los labios muy
próximos a los de él.
"No podías morir", pensó Cleo, recordando el dolor, la desesperación y
el terror. "¡Me negué a permitir que murieras!"
Había en los bellos y oscuros ojos de Ángel una expresión que no había
visto nunca. Conocida pero extraña, primitiva y sincera. Aterradora.
Atractiva. Dios sabía lo que vio él en sus ojos; jamás se había sentido tan
desnuda, ni siquiera en aquella noche, tan lejana en el tiempo, en la que
se introdujo en la tienda de él. Notaba una curiosa pesadez en los
miembros, le dolía el corazón y los párpados se le cerraban con una
extraña languidez. Cautiva en un profundo hechizo, lo único que pudo
hacer fue sucumbir al innegable deseo. Los labios de Ángel rozaron los
suyos, un contacto suave, liviano, casi un recuerdo, casi un anhelo.
No fue una ilusión cuando él la estrechó con fuerza contra sí. Ambos
encajaban con demasiada perfección el uno en el otro, flexibles y firmes
en los lugares donde correspondía. El beso fue pasando rápidamente de la
dulzura al ansia, cada vez más hondo, más frenético.
Y demasiado deprisa.
Los dos oyeron el ruido que hizo a su espalda una lápida cercana, y los
dos reaccionaron con la misma prontitud: se soltaron del estrecho abrazo
y se giraron, con todos los sentidos alerta a cualquier peligro. Una fracción
de segundo más tarde se colocaron espalda contra espalda, escrutando el
camposanto con la mirada.
—¿Ves algo? —preguntó Evans con la respiración entrecortada pero el
tono de voz firme.
—No.
—Lo más seguro es que haya sido un gato callejero.
—O el sacristán que vuelve, más probablemente —replicó Cleo,
recordando dónde se encontraban y qué había sucedido. De mala gana, se
apartó de la sólida protección de las anchas espaldas de Ángel y fue hasta
la herrumbrosa verja de hierro que rodeaba el cementerio, con la
intención de examinar el camino que llevaba al pueblo.
—Viene hacia aquí el reverendo McDyess, acompañado de sus
feligreses.

~132~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo permaneció rígida en el sitio, sin moverse, mientras Ángel se


apresuraba a rodear las piedras y los mausoleos.
—Opino que debemos marcharnos —le dijo cuando se reunió con ella
junto a la verja—. Si aún estamos aquí cuando llegue el reverendo, es muy
posible que lance a esa turba sobre nosotros para lincharnos.
—He sido bastante maleducada con él —admitió Cleo.
—Tú, y yo también, cariño.
Cleo salió por la verja. Ángel se quedó unos momentos dentro del
camposanto. Cuando hubo una cierta distancia entre ellos, Cleo dijo:
—La verdad es que no deberíamos haber hecho eso.
Evans cruzó las manos a la espalda y la contempló. Su expresión era
seria, pero sus ojos centelleaban.
—Hay varias cosas que no deberíamos haber hecho. ¿A cuál te refieres?
No era exactamente el momento adecuado para conversar. Además,
Cleo estaba deseosa de que ambos se alejasen del cementerio.
—Tengo obligaciones, doctor Evans. Y tú tienes una ponencia que
presentar. Ve a deslumbrar a las masas, Ángel. Yo tengo que irme a casa.

~133~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 13

—No estás muy guapa. —Evans se dio cuenta de lo que había dicho
incluso antes de que Cleo se volviera hacia él con una mirada fulminante
—. Es un vestido bonito, pero a ti no te favorece en absoluto —se apresuró
a añadir.
Cleo llevaba un vestido muy femenino, amarillo pálido con adornos
azules, ribeteado con cintas y encajes.
Aquel comentario tan rudo le arrancó una sonrisa.
—Annie va a alegrarse mucho cuando se entere. El vestido es suyo.
Evans había decidido no tomarse la molestia de asistir a la fiesta en el
museo. Pensaba pasar la velada buscando el tesoro. Cuanto antes diese
con él, antes estaría Cleo a salvo. Y antes podría marcharse él.
Pero cuando sus compañeros de cena en el hotel —Carter, Hill, Duncan
y DeClercq— solicitaron su compañía, acudió al museo con ellos. Todos
estaban ansiosos por contemplar aquel adelanto de la exposición; él tan
sólo ansiaba ver a Cleo.
Y Cleo fue lo primero que vio, de pie junto a una columna situada cerca
de la puerta, con aspecto de cansada y distraída pero profundamente
encantadora; aunque él la prefería vestida con el atuendo simple, austero
y práctico con el que estaba acostumbrado a verla.
La imagen de Cleo Fraser de pie al sol siempre le provocaba un
estremecimiento de deseo. Usaba una sencilla falda de paseo de color
tostado, destacaban su cintura esbelta y sus senos altos y redondos,
resaltados por una camisa blanca ajustada, y lucía en la cabeza un
sombrero de ala ancha que proyectaba su sombra justo sobre los ángulos
exactos de los pómulos, el mentón y la encantadora forma de la boca.
Vestida con aquella sencilla indumentaria, era la criatura más sensual
que había visto nunca. Resultaba demoledor su modo de moverse con una
falda pantalón de montar y un casco blanco en la cabeza. Sobre todo si
llevaba un rifle. Había algo francamente abrasador en la visión de
Cleopatra Fraser con un arma pesada en la mano. Con independencia de
lo que hiciera o lo que llevara puesto, la Cleo de postura perfecta y
movimientos sucintos y económicos, la Cleo de inconsciente elegancia,

~134~
Susan Sizemore El precio de la pasión

constituía una visión gloriosa que le causaba más asombro y reverencia


que las mismas pirámides.
"Debería habérselo dicho", pensó, sintiendo cómo bullía el
remordimiento en su interior. "Debería haber abierto la boca y habérselo
dicho."
Salvo que ella no lo habría creído. Diablos, durante la mayor parte del
tiempo hacía demasiado el idiota para creérselo él mismo. Permitía que la
rabia, el dolor y el orgullo se interpusieran en la relación entre ambos, y
aquello se había convertido en algo habitual, casi consolador. Era más fácil
esforzarse por provocar la ira de Cleo que por redimir los pecados del
pasado. Era una lástima qué no tuvieran futuro juntos. El destino era un
ser cruel que poseía un irónico sentido del humor, y el destino dictaba que
para salvar a Cleo debía traicionarla. Otra vez. Y la peor, la ironía más
dolorosa de todas era que aquella traición final llegaba cuando él era por
fin lo bastante hombre para reconocer que la pasión que sentía por ella no
se había apagado jamás.
Llegó a la conclusión de que era muy oportuno que estuvieran en medio
de una multitud de gente, aunque fuera en los confines de la misma.
Señaló con un gesto el centro del salón, donde se encontraban Everett
Fraser y Sir Edward, a la cabecera de la urna de la momia.
Fraser se hallaba inclinado hacia delante en postura importante,
mientras su público observaba fijamente la figura apergaminada y
envuelta en vendas que descansaba al otro lado del grueso cristal.
—Por lo que veo, la princesa está acaparando casi toda la atención.
—No ha recibido mucha en los últimos milenios —repuso Cleo—. Se
merece un poco de revuelo. Al fin y al cabo, es una princesa... o eso he
decidido creer yo. A ella no la encontramos en la tumba, si te acuerdas,
sino en una sepultura aparte, no lejos de la primera.
—¿Como en el caso de los objetos funerarios de Alejandro, que no los
encontraste junto a él pero los encontraste de todos modos? Ése fue el
rumor que llegó a mis oídos en Amorgis durante mi convalecencia. Pero no
hablemos del tesoro —añadió al ver que el semblante de Cleo se tornaba
inexpresivo y que su mirada se endurecía. Se llevó una mano al corazón y
dijo—: No quiero hablar de tu hallazgo secreto. Me contentaré con esperar
hasta la gran exposición que va a tener lugar al final de la conferencia
para ver lo que encontraste en realidad.
—Mi padre —corrigió Cleo—. Lo que encontró mi padre.
—Entre nosotros no tenemos por qué mentir, Cleo.
Ella abrió la boca, y Evans tuvo la seguridad de que iba a decir: "Sí
tenemos que mentir", pero Cleo volvió a cerrarla y respiró hondo. Cuando
habló por fin, fue para comentar:
—El doctor DeClercq te admira mucho.

~135~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Y tú lo admiras a él. Así que ahora consideras que tienes que


admirarme a mí. —Dio un paso hacia ella. Cleo retrocedió otro, y ambos
terminaron con la columna entre ellos y el abarrotado centro de la sala—.
No tienes por qué admirarme si no quieres, Cleo. De verdad.
—No puedo dar marcha atrás a lo que oí esta mañana, ¿no crees? No
puedo dar marcha atrás al día entero, por más que me empeñe.
—¿He de pedirte disculpas por haberte besado? —preguntó Evans—.
¿Serviría de algo?
—No.
—No cambiaría lo que ha sucedido —agregó Evans—. Y no lamento
haberlo hecho. Deberías ser besada con más frecuencia, Cleo.
—¿Por qué?
El genuino desconcierto de ella lo hizo sonreír. No fue una sonrisa de
burla, a pesar del ceño intensamente fruncido con que lo miró Cleo.
—¿Qué ocurre? —le preguntó Evans—. Da la impresión de que estás
demasiado cansada incluso para iniciar una buena discusión. ¿Has tenido
un mal día? —Dio un paso atrás y empezó a contar con los dedos—. No
has dormido. DeClercq. El reverendo maleducado.
—¿Estás enterado de eso?
—Más de lo que te imaginas. A ver, te preocupa que pueda recaer sobre
el Departamento de Historia la culpa de los actos de vandalismo
cometidos en el cementerio. Yo te besé. ¿Qué más cosas desagradables te
han sucedido hoy?
—Algo mucho peor que ser besada por ti —le confesó Cleo.
Evans sintió una momentánea punzada de miedo, pues se le ocurrió que
Cleo estaba enterada de que los hoplitas iban tras ella. Pero entonces
abrigó la esperanza de que los hoplitas hubieran recuperado el tesoro y
ella se sintiera angustiada porque había desaparecido. No, si el tesoro
hubiera desaparecido, a aquellas alturas Cleo ya lo habría acusado a él de
haberlo robado. Una rápida mirada al otro lado de la columna le dio la
seguridad de que no se hallaba en las inmediaciones, ninguno de los
miembros del contingente de los hoplitas. Spiros y Apolodoro estaban con
el resto de los invitados. El grupo se movía, siguiendo a Fraser a lo largo
del breve trecho que separaba el centro de la sala de la gran urna que
contenía las joyas y demás tesoros de pequeño tamaño.
Evans volvió a centrar la atención en Cleo.
—¿Qué puede ser peor que besarme a mí? —le preguntó—. ¿Acaso papá
se ha enterado de nuestras indiscreciones en el camposanto?
Cleo se llevó una mano a los labios, en un delicioso ademán, para
ocultar una sonrisa, pero Evans advirtió un leve brillo de humor en sus
ojos, que sin embargo se esfumó demasiado rápido.

~136~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Por un instante pensé que sí —admitió—. Cuando entró como una


tromba en la casa y exigió reunirse conmigo en la biblioteca, pensé: "¡Ay,
Dios; va a meterme en un convento!"
—Menos mal que no eres católica. ¿Qué problema tiene tu padre?
—MacBeth.
—¿La obra de teatro?
—El rey. El auténtico.
—¿MacBeth es auténtico?
—Sí. Al parecer, fue rey de Escocia durante un cierto período del siglo
XI. Gobernó desde las Hébridas, o las Oreadas, o algún otro frío y remoto
archipiélago situado más allá de la costa norte.
—¿De verdad?
—Sí. Según Sir Edward, MacBeth y su esposa fueron grandes
gobernantes, gravemente difamados por los ingleses en estos últimos
siglos. Jamás asesinaron a nadie a quien no tuvieran más remedio que
asesinar.
—Eso me gusta.
—A mí, no. En absoluto. No siento el menor interés por MacBeth. Y
desde luego mi padre no tiene interés en encabezar una expedición en
busca de vestigios y testimonios del reinado de MacBeth. —Se apoyó
contra la columna y suspiró con cansancio—. Pero el doctor Apolodoro ha
sugerido a Sir Edward que llene el museo de tesoros históricos de Escocia,
dado que, al fin y al cabo, el museo se encuentra en Escocia. Sir Edward
está tan entusiasmado con esa idea que quiere que mi padre parta de
viaje tan pronto como sea posible a las Hébridas, o las Oreadas, o como se
llame el lugar en que vivió ese condenado MacBeth.
—Cielos.
—Así que, aunque descubrir que tú eres un ciudadano honrado y
ejemplar es un desastre de proporciones monumentales, es un hecho que
palidece en comparación con descubrir que estoy a punto de ser exiliada a
una remota isla del Mar del Norte, donde voy a dedicarme a investigar un
asunto que no me interesa lo más mínimo y perteneciente a un período
del que no sé nada, donde el cielo está constantemente gris, donde nieva
en mitad del verano...
De su ojo desbordó una lágrima que rodó lentamente por la mejilla.
Evans se la limpió suavemente con el dedo. Ella sorbió y él le entregó un
pañuelo que llevaba en el bolsillo.
—Y nunca más volverás a ver Egipto —terminó Evans por ella—. Ni
Grecia. Y odiarás cada uno de los momentos que vivas de ese exilio.
Cleo sorbió, pero no derramó más lágrimas.

~137~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Exacto.
Desde el punto de vista de Apolodoro, aquélla era una maniobra
brillante. Evans podría haber echado la cabeza atrás y lanzado una
carcajada de alegría ante la idea de que Everett Fraser fuera desterrado a
las Hébridas, excepto que para Cleo suponía un verdadero desastre.
La familia Fraser vivía de las rentas que le aportaba una pequeña
propiedad, una exigua herencia del bisabuelo conde, y de cualquier salario
que pudiera recibir Everett Fraser a cambio de procurarle antigüedades a
Sir Edward Muir. Lo poco que tenían se encontraba completamente bajo el
control de Everett Fraser, y las hijas de éste dependían de él. Allí donde
iba él, iban ellas. Y sobre todo Cleo. Aunque ella no estuviera dispuesta a
admitirlo, hacía años que Everett Fraser era consciente de que él no era
nada sin su inteligente hija primogénita.
Cleo arrugó el pañuelo de lino entre los dedos.
—¿Qué voy a hacer? Ángel, ¿qué voy a hacer?
La desesperación de Cleo se le hundió en el alma. Y también la
revelación de que aquélla era la primera vez que ella le suplicaba algo.
Todo su ser le pedía a gritos ayudarla, abrazarla, protegerla. Aquel
impulso le oprimió el corazón y se filtró en su cerebro para abrasarlo igual
que un acceso de fiebre. De inmediato surgió una solución y la expresó
impulsivamente antes de poder contenerse.
—Al profesor Hill le gustas. Sería aconsejable.
Ella lo miró con extrañeza.
—¿De qué estás hablando?
Evans no supo contestar. Aquellas palabras le salían de la boca, pero no
tenía la sensación de ser dueño de las mismas. El impulso de proteger a
Cleo se había apoderado de él y estaba provocando que la lengua se le
amotinara.
—De matrimonio —dijo, ya en tono más firme, más seguro—. ¿Alguna
vez has pensado en el matrimonio?
Cleo lo miró con expresión confusa.
—¿Para quién?
—Para ti, naturalmente.
—¡Yo no tengo tiempo para casarme! ¿Y quién iba a querer casarse
conmigo?
—Yo quise casarme contigo.
—¿Cuándo?
Antes de que Evans pudiera responder, Lady Alison gritó desde el otro
extremo de la sala:

~138~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¡Ese es mi collar!
—¿Qué sucede?
—¿Qué pasa?
—¿Has visto eso?
—Es de fabricación moderna —comentó alguien—. Del siglo XVII como
muy pronto. ¿Qué hacía ahí, mezclado con antigüedades de verdad?
—Es el collar perdido, el que robaron hace unos días —explicó la señora
Douglas.
—¡Bueno! —se elevó la voz de tía Jenny por encima de la algarabía—.
¡Esto ya ha ido demasiado lejos!
—Ciertamente —oyó Cleo que respondía el doctor Apolodoro con
bastante frialdad—. Desde luego que sí.
—¡Por favor, déjenme pasar!
Cleo no supo exactamente por qué echó a correr hacia el centro de
aquel revuelo; posiblemente porque le resultaba más fácil que enfrentarse
al dolor desnudo que vio en los ojos de Ángel Evans.
Cuando por fin llegó a la urna, tuvo un breve atisbo de su hermana
Annie, pálida de vergüenza y con los ojos muy abiertos a causa de la
sorpresa. Spiros le sujetaba la mano izquierda a modo de consuelo, y el
doctor Carter la derecha. No iba a pasarle nada.
Sin embargo su padre daba toda la impresión de ir a desmayarse en
cualquier momento.
—Yo... —balbuceó—. Yo...
Lady Alison le apuntaba con su bastón mientras en la otra mano
sostenía su collar de zafiros y diamantes. Detrás de ella se encontraba Sir
Edward, junto a la puerta abierta de la urna de cristal. A la vista de aquel
cuadro y de los comentarios que ya habían llegado a sus oídos, Cleo
dedujo que el collar había sido hallado expuesto entre los objetos egipcios.
—¡Me gustaría mucho saber cómo ha llegado a parar una valiosa joya
de familia de Lady Alison en medio de toda esta chatarra! —exigió Sir
Edward.
—¿Chatarra? —escupió el padre de Cleo.
Cleo oyó otras exclamaciones de indignación como la de su padre entre
los historiadores congregados en la sala.
—Ese collar es una bagatela moderna —apuntó alguien— . ¡No se puede
comparar con esas antigüedades de valor incalculable!
—¿Cómo ha llegado ahí? —inquirió Sir Edward.
—Otra barrabasada de estudiantes —declaró con gran seriedad el
decano Smith.

~139~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿No será que alguien ha querido insinuar que lo que en una cultura es
una bagatela, en otra es una inestimable joya familiar? —sugirió
irónicamente el doctor Apolodoro.
Los murmullos ya hostiles del público presente en la sala aumentaron
de volumen tras aquel comentario.
—¡Bueno! —exclamó Lady Alison golpeando el suelo con su bastón.
"Justo lo que yo necesitaba", pensó Cleo, cada vez con más
resentimiento. "Otra crisis".
—¡Oh, cielos, qué cansada estoy! —Se apretó la mano contra la frente
dolorida.
A continuación respiró hondo, sonrió con seguridad en sí misma, irguió
la columna vertebral y se lanzó a la refriega.
—Enhorabuena —dijo, acercándose a Lady Alison—. Parece ser que ha
recuperado el collar perdido. —Apoyó una mano en el hombro de su padre
para calmarlo y después dirigió su sonrisa a Sir Edward—. Todos podemos
estar agradecidos de que quienquiera que sea el joven necio que ha
cometido esta travesura no tuviera la intención de hacer daño en serio. El
collar ha sido devuelto a su verdadera propietaria y no se ha causado
daño alguno a los valiosos objetos a los que tantos esfuerzos ha dedicado
usted para traerlos a su país. —Recorrió con mirada serena a los
académicos y dignatarios allí reunidos—. Además, parece ser que existe
algún problema de seguridad en el museo. Nada serio, pero estoy segura
de que a mi padre le gustaría disponer de unos momentos a solas a fin de
realizar una conveniente inspección del resto del edificio.
—Bien. —Lady Alison inclinó la cabeza hacia un lado. Sostuvo la mirada
imperiosa de Cleo, muy consciente de que ella misma y todos los demás
acababan de ser despedidos—. La sangre cuenta —murmuró en voz baja
para que sólo pudiera oírla Cleo—. Lo de "nobleza obliga" es algo natural
para la bisnieta de un conde.
—En realidad, me viene de dar órdenes a los camelleros —susurró Cleo
a su vez—. Una tiene que aprender a ser más arrogante y tozuda que un
camello si quiere conseguir algo.
La dama rompió a reír, y dicha reacción aflojó la tensión que se había
acumulado en la sala. Lady Alison se dirigió a los presentes:
—Propongo que regresemos todos a mi casa. Esta muchacha tiene
razón; ya he recuperado lo que era mío. Y opino que eso merece que lo
celebremos. —Extendió los brazos para indicar la puerta principal—.
Adelante. En mi casa nos esperan a todos oporto, coñac y tarta de
grosellas.
A Lady Alison no se le podía decir que no. Todos fueron desfilando al
exterior del edificio, hasta el último hombre y la última mujer, profesores
de la universidad, ciudadanos y profesores invitados. A Cleo le entraron

~140~
Susan Sizemore El precio de la pasión

ganas de acompañarlos hasta la puerta, cerrar ésta de golpe y echar la


llave. Pero en cambio aguardó dignamente al lado de su padre, con una
mano apoyada en el brazo de él, hasta que ambos se quedaron solos.
Sentía que la cabeza se le partía en dos, su corazón se encontraba aún en
peor estado, tenía el alma rota en pedazos y estaba a punto de
derrumbarse a causa del agotamiento, pero se negó a dar importancia a
ninguna de aquellas cosas.
—¿Por qué no te vas a casa? —sugirió a su padre—. Pía, Saida y los
demás echan de menos tu compañía.
—Pero las medidas de seguridad...
—No pasa nada. Ya voy yo a echar una ojeada. En realidad, esta noche
no hay gran cosa que se pueda hacer.
—Evans. —Los ojos de Everett Fraser relampaguearon de odio—.
Apuesto a que ha sido Evans el que ha organizado este numerito.
Cleo se pellizcó el puente de la nariz, pero con ello no consiguió aliviar
el dolor que le martilleaba la cabeza.
—No metas a Ángel en esto. No es su estilo, actuar de una manera tan
infantil.
—No lo defiendas contra mí, jovencita, después de lo que te hizo.
Cleo tuvo que morderse la lengua, pero logró reprimir la vehemente
réplica que le vino a la mente. No pensaba discutir al respecto. Nunca
discutía al respecto. Y no quiso romper diez años de silencio sólo porque
estaba cansada y había resultado que nada de lo que siempre había creído
acerca de Ángel era cierto.
—Vete a casa —le dijo a su padre—. Ya me encargo yo de cerrar. —Cleo
se dio cuenta de que estaba temblando de rabia contenida y otras
reacciones que no supo definir—. Por favor, vete a casa.
Por fin desapareció de la sala vacía el eco de las pisadas de su padre; y
entonces fue cuando Cleo se desmoronó.

~141~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 14

—¿Qué olor es ése? —inquirió Cleo.


—Es té —respondió Ángel.
—Yo prefiero whisky.
—El té lleva whisky.
—¡Ah!
Evans volvió a erguirse y observó, con la taza de estaño entre las
manos, cómo Cleo, aún con los ojos cerrados, levantaba la cabeza apenas
unos centímetros de la delgada almohada, tras unos segundos de esfuerzo
se rendía y la dejaba caer de nuevo con un profundo suspiro.
Creyó que había vuelto a perder el conocimiento, pero pasados unos
instantes Cleo preguntó:
—¿Dónde estoy?
—En la habitación de tu padre, creo.
—La hab...
—No te preocupes. Descansa.
—Estoy soñando que estás aquí, ¿verdad?
—Sí.
—¿Y dónde estoy en realidad?
Evans había encontrado aquel diminuto espacio anexo a un amplio
despacho la noche anterior, cuando estuvo registrando el museo. Contenía
un diván, un infiernillo, algunos comestibles, una tetera y unos cuantos
platos. Dedujo que aquél era el hogar de Everett Fraser cuando no estaba
en casa. Aunque apenas se podía considerar un remanso de lujo, fue el
sitio más lógico al que llevar a Cleo cuando ésta se desplomó en el suelo.
—Te has desmayado —la informó mientras ella abría despacio los ojos.
Contempló fijamente el techo oscuro. Evans había encendido una
pequeña lámpara de aceite, además del infiernillo. En la estancia hacía
calor, pero había muy poca luz aparte del resplandor que arrojaba el
candil.

~142~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Yo no me desmayo —repuso Cleo.


Evans se sentó a su lado en el estrecho diván y la ayudó a incorporarse.
La manta que le había echado por encima le cayó hasta la cintura. Para
que estuviera más cómoda, le había desabrochado varios botones del
cerrado corpiño, y ahora procuró no fijarse en el generoso escote que
asomaba por encima del encaje que ribeteaba la camisola blanca de
algodón.
Le tendió la taza.
—Te he preparado un té.
—He estado dormida —dijo Cleo. Los dedos de ella rozaron los suyos al
coger la taza. Cleo tenía la mano fría, pero aquel contacto le causó a
Evans una oleada de calor—. Profundamente dormida, si tú has estado
trasteando por ahí mientras yo... descansaba. —Bebió un largo trago del
té caliente. Tras un breve acceso de tos, le devolvió la taza a Ángel y le
dijo—: Es verdad que este té tiene whisky.
Incluso estando completamente vestida y cubierta por la manta, Ángel
era vivamente consciente del cuerpo de Cleo apretado contra el suyo. Miró
el interior de la taza vacía y comentó:
—Y además del bueno. Por lo menos en eso tu padre tiene buen gusto.
—Fue un obsequio de Sir Edward. Tengo entendido que es propietario
de una destilería.
—Es un hombre muy ocupado.
Cleo asintió y dijo:
—Me siento un poco mareada.
—Entonces, no vuelvas a hacerlo.
—Está bien. Estás sentado muy cerca, Ángel.
—Este diván es pequeño.
Ángel era un hombre corpulento, la habitación era pequeña, y aun así
Cleo sabía que no tenerlo a él tan cerca sería todavía peor. Como de
costumbre, estaba consiguiendo confundirla, pero no era sólo su
proximidad lo que le producía aquella sensación de mareo; se daba cuenta
de dónde se encontraban ambos, sabía que no deberían estar allí, pero no
sentía el menor deseo de huir hacia los acogedores confines de aquel
cuarto. A pesar de lo indecente de la situación y de la consternación que
sentía por encontrarse a solas con Ángel, la cercanía de éste resultaba un
consuelo.
No se atrevió a pedirle que se apartara, y tampoco deseaba moverse
ella misma. Lo que quería era hacer que Ángel se tumbase a su lado y
dormir, reconfortada por la proximidad de su abrazo. Nunca había dormido
en los brazos de nadie, ni siquiera en los de Ángel tras aquella única vez

~143~
Susan Sizemore El precio de la pasión

en que hicieron el amor. Tenía que ser muy agradable sentirse abrazada
sin más, abrazar a Ángel a su vez, apoyar la cabeza sobre su pecho,
respirar su aroma y quedarse dormida.
—No tengo ni idea de cómo he llegado aquí —le dijo—. Ni la menor idea.
—Se llevó una mano a la frente—. Tengo el vago recuerdo de haber
trazado un plan para fugarme y convertirme en institutriz..., pero después
todo se volvió negro.
—¿Institutriz?
—En aquel momento me pareció lógico. Y no es la primera vez que
pienso en la posibilidad de fugarme. En esta ocasión pensé en irme con los
moros y hacerme institutriz, y el amo se enamoraría de mí, pero entonces
resultaría que yo era la heredera de una gran fortuna, de modo que podía
marcharme y hacer lo que me viniera en gana sin tener que depender de
ningún hombre. Al amo se le rompería el corazón, naturalmente.
—Naturalmente. —Ángel depositó la taza en el suelo y tomó la mano de
Cleo con las suyas, unas manos grandes, calientes, fuertes y muy tiernas.
Aquel contacto la reconfortó, pero en cambio no la hizo sentirse en
absoluto segura—. Cleopatra, ¿por casualidad no habrás estado leyendo
Jane Eyre?
—Pues sí. Todas las noches, antes de irme a la cama. Claro que
últimamente no he tenido muchas oportunidades de irme a la cama.
—La ficción no es como la vida real, Cleopatra.
—Ya lo sé. En general es mucho menos emocionante que la clase de
vida a la que estamos acostumbrados nosotros. —Y tenía más lógica, en
líneas generales, y la gente recibía lo que se merecía, de un modo u otro.
—La mayoría de las personas prefieren una vida tranquila.
—No concibo por qué.
—Ni yo.
Evans se quedó muy quieto, con la mirada perdida en las sombras del
minúsculo cuarto.
—¿Por eso estabas llorando? ¿Porque vas a tener que renunciar a esa
vida tan emocionante?
—¿Estaba llorando? —La verdad era que no lo recordaba.
—No deseas acordarte.
Evans la conocía demasiado bien... para ser una persona que en
realidad no la conocía en absoluto. Por supuesto, otro tanto podría decirse
de lo que Cleo sabía de él, ¿no? Estaban tan cerca el uno del otro, sobre
todo ahora que compartían el ancho de aquel pequeño diván, y sin
embargo tan lejos. Cleo podía alargar el brazo y tocarle la cara, pasar las
yemas de los dedos por la línea cuadrada de su mentón y rozar la textura

~144~
Susan Sizemore El precio de la pasión

rugosa de aquella piel masculina necesitada de un buen afeitado. Pero no


iba a hacerlo. ¿De qué iba a servirle tocar el cuerpo de Ángel cuando su
espíritu y su corazón eran para ella territorio desconocido? Hubo una
época en la que pensaba que bastaba con la carne. Fue una lección dura
el hecho de aprender qué gran equivocación había sido aquélla.
—Estabas llorando. Yo te vi. —Ángel giró lentamente la cabeza para
mirarla—. Estabas llorando por mí.
No quiso mirar a Cleo a los ojos al pronunciar aquellas palabras, pero
ella se merecía que la mirase a los ojos. Cleo merecía mucho más de él,
después de lo que había hecho él para destrozarle la vida.
Permaneció oculto en las sombras cuando se hubo marchado todo el
mundo, y se le partió el corazón en dos al ver cómo Cleo, su fuerte, capaz
y resistente Cleopatra, caía de rodillas en medio de un nido de faldas de
seda y se cubría la cara con las manos.
No se había quedado rezagado para espiarla, sino para protegerla,
temiendo que los hoplitas pudieran irrumpir en el museo con la intención
de ocasionar nuevos daños después de haber dejado el collar a modo de
advertencia. Entonces el padre de Cleo le lanzó a su hija a la cara lo que
Evans le había hecho y la dejó llorando su vergüenza a solas. ¿Cómo iba a
protegerla del delito que había cometido contra ella?
Entonces Cleo se desvaneció y él acudió a socorrerla, y ahora aquí
estaban los dos, y había llegado el momento de hacer frente a todo. No
bastaba con intentar salvarla de los hoplitas.
—Creo, Cleopatra, que debo pedirte disculpas.
Cleo vio que Ángel ponía los músculos en tensión y leyó un dolor casi
insondable en sus oscuros ojos. No pudo evitar alzar una mano para
apartarle de la frente el mechón de pelo negro que había caído sobre ella.
—¿Pedirme disculpas? Está claro que soy yo la que debe pedirte perdón
por haberte juzgado mal durante tantos años.
Estaba acariciándole la frente con los dedos sin darse cuenta. Ángel le
aferró la muñeca y la apartó a un lado, y acto seguido se puso en pie para
mirarla de frente.
—No finjas que no sabes a qué me refiero. Ya es hora de que dejemos
de eludir el problema, Cleo.
Cleo se cruzó de brazos.
—Ah, eso.
—Sí, eso.
—No hay nada de que hablar.
—No fue peccata minuta. Anoche vi a tu padre utilizarlo contra ti.

~145~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Eso es culpa mía. No debería habérselo contado. Hay cosas que uno
debería guardarse para sí. —Lanzó una mirada de advertencia a Ángel—.
¿No estás de acuerdo?
—Ya no.
—Aquello sucedió hace diez años. Dudo que recuerdes los detalles de lo
que ocurrió. Desde entonces has tenido a otras muchas —agregó Cleo con
amargura.
Dios, ¿de qué profundo pozo de su alma habría salido aquella réplica?
Posiblemente del mismo en el que pocas horas antes se había prendido
una llamita de rabia, cuando él le sugirió que se casara con un
desconocido. Como si Cleo fuera a tomar en cuenta a un hombre que no
fuera...
—¿Estás celosa, Cleopatra?
—No te vanaglories.
El momento de humor se esfumó al instante.
—No tengo nada de que vanagloriarme. He cometido un agravio
contigo.
—Con frecuencia, pero aquella noche no.
—¿Por qué no me dejas que asuma la responsabilidad de haberte
destrozado la vida?
—Si me la hubieras destrozado, te haría responsable; pero no fue así.
—Eras una virgen inocente. Yo te despojé de...
—¿Tienes que ponerte tan melodramático al respecto?
—Estás tan extenuada que eres capaz de caminar dormida. Tú crees
que estás demasiado cansada para discutir, pero tenemos que sacar esto
a la luz de una vez.
—Estoy perfectamente despierta. —La simple mención de la idea de
dormir le provocó el deseo de lanzar un bostezo, pero luchó por reprimirlo.
De ningún modo pensaba darle a Ángel la ventaja de estar más alto que
ella. Pasó las piernas por el borde del diván y se puso de pie con
inseguridad. Ángel seguía siendo mucho más alto, pero ya era una
diferencia de tamaño a la que estaba habituada.
Curvó brevemente los labios en una sonrisa irónica al comprender que
aquélla era la posición en la que acostumbraban a enfrentarse el uno al
otro, y dicha familiaridad le procuró cierto consuelo. No pudo evitar
recorrerlo de abajo arriba con la mirada, desde la punta de los lustrados
zapatos hasta las piernas fuertes y largas, el pecho amplio, los hombros
anchos, terminando por los pronunciados ángulos de las facciones de su
rostro. Seguía siendo y sería siempre el hombre más guapo del mundo,
aunque la dolorosa intensidad de su expresión lo hiciera parecer casi un

~146~
Susan Sizemore El precio de la pasión

desconocido. Para Cleo era mucho mejor enfrentarse a él cuando


adoptaba una actitud arrogante, engreída y burlona.
—Resulta desconcertante que te pongas tan serio y tan solemne. Ángel.
Por favor, déjalo ya.
Él levantó una mano y la dejó suspendida en el aire a escasos
centímetros de la mejilla de Cleo, pero lo bastante cerca para que ésta
notara el calor que irradiaba su palma.
—Lo siento mucho, Cleo.
Cleo hizo una aspiración profunda y con ella inhaló el aroma de Ángel,
una mezcla potentemente masculina de whisky y especias. Le entraron
ganas de acercarse un poco más, de respirarlo y llenarse de él. Vio que
Ángel estaba tan tenso que incluso temblaba ligeramente, y odió verlo así.
Sintió deseos de recorrer con los labios el contorno descendente de su
ancha boca y arrancarle una sonrisa. Pero su orgullo se sintió
profundamente aguijoneado por aquel súbito arrepentimiento.
—No quiero tu dolor. Y deja de mirarme con lástima.
—Te he destrozado la vida, Cleo. ¿Cómo puedo...?
—¡Oh, por el amor de Dios! —Cleo apartó la mano de Ángel con un
movimiento brusco. Él retrocedió un paso, y ella lo siguió, furiosa—. ¡Fue
una sola noche! Una. ¿Destrozado, dices? ¿Acaso soy la única que...?
—Te arrebaté la inocencia.
—Yo te la entregué voluntariamente. —Le clavó un dedo en el pecho—.
Me costó, pero tú no me arrebataste nada. ¿Cómo puedes darte tanta
importancia? ¡No fue un robo, maldito idiota, fue un regalo! En ningún
momento pensé que fuera a verte más.
Ángel abrió unos ojos como platos por la sorpresa.
—Eras una niña y yo te seduje.
Cleo asintió con un gesto rotundo.
—En eso te doy la razón.
—Te perseguí como el animal egoísta y lascivo que soy. Tomé algo que
no tenía derecho a tomar. Hice añicos tu inocencia, eché a perder todas
tus posibilidades serias de...
—Te refieres a que nos acostamos. —Apoyó las manos en las caderas—.
Deja de edulcorar el tema. Habla como un hombre o desaparece de mi
vista.
—Te aseguro que no me di cuenta de que eras virgen. Te había visto
bailar y... —Sacudió la cabeza negativamente, con vehemencia—. Eso fue
mucho antes de que llegara a conocer las costumbres de aquel país, antes
de que entendiera que lo que te estaba enseñando Saida era un arte que
practicaban mujeres de lo más respetable. Te vi correr por el

~147~
Susan Sizemore El precio de la pasión

campamento, desenvolverte como una mujer madura haciéndote cargo de


todo. Supuse, porque deseaba suponerlo, que eras una mujer que sabía lo
que hacía y lo que quería.
—Y en efecto, sabía lo que quería. No —concedió pasados unos
instantes—. Sabía que quería algo, y sabía que lo que quería lo obtendría
pagando un alto precio. Lo que hicimos fue incorrecto, no debería haber
pasado. Pero en aquel momento yo era plenamente consciente de ello.
Asió con las dos manos las solapas de la chaqueta de Ángel, y lo habría
sacudido como a un terrier si le hubiera sido posible, pero ella era una
mujer menuda y él un hombre muy corpulento. De modo que en vez de
eso, lo atrajo hasta su altura para que los rostros de ambos estuvieran a
unos centímetros el uno del otro. Cuando habló, pronunciando nítidamente
cada palabra, lo miró a los ojos sin pestañear.
—Y lo que también sabía era que aquello era decisión mía; que lo que
hacía lo hacía por voluntad propia. Te deseaba. Y te tuve. Y ello no me
destrozó en absoluto la vida. Me la cambió, sí. Y he vivido sufriendo las
consecuencias. Pero no me he quejado, acepto mi responsabilidad. A
pesar de que tengo muchos remordimientos a causa de lo que ocurrió
después, jamás, en ningún momento me he arrepentido de haberme
metido en tu tienda, haberme quitado la ropa, haberme acostado en tu
cama y...
—¡Basta! —Ángel la apartó de sí y se alejó unos pasos. Cleo trastabilló y
cayó sobre el diván. Ángel permaneció de espaldas a ella, con la
respiración agitada y las manos cerradas en dos puños—. Recuerdo lo que
ocurrió. Lo he recordado todos los días día de mi vida.
—Dios santo —exclamó Cleo, sinceramente asombrada—. ¿Por qué
razón?
No reconoció a la criatura salvaje y feroz que se giró de nuevo hacia
ella.
—Porque jamás he dejado de desear hacerlo otra vez.
Ángel se abalanzó sobre ella con la velocidad de un chacal del desierto.
Cleo no comprendió que la expresión de sus ojos oscuros era de deseo
hasta que Ángel estuvo encima de ella, presionándola bajo su peso contra
la estrecha superficie del diván.

~148~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 15

Ángel procuró sujetar con mano firme su reacción a las imágenes que
suscitó cada una de las palabras pronunciadas por Cleo, pero él no era de
piedra. El deseo inflamó su imaginación, se propagó igual que un latigazo
por su columna vertebral y le llegó hasta la ingle.
Durante años había tenido encerrado con llave el deseo por aquella
mujer, y ahora ella se aproximaba hasta dicha jaula y provocaba
despiadadamente a la criatura salvaje que se encontraba dentro.
Cuando el animal enjaulado se liberó finalmente, no hubo un lugar en
que pudiera esconderse ninguno de los dos. Descendió sobre ella con la
ferocidad de una tormenta de arena en el desierto.
Una intensa oleada de pánico recorrió a Cleo cuando la boca de Ángel
cubrió la suya, dura y caliente, exigente. Su peso la aprisionó contra el
diván, la aplastó contra el delgado colchón. Sus caricias fueron bruscas,
urgentes, y la hicieron sentirse pequeña, desvalida y frágil.
Ángel le acarició los pechos, la garganta, sin sutileza ni suavidad
alguna, marcándole la piel a fuego. Pasó los dedos por su cabello, acercó
su cabeza a la de él. Allá a lo lejos Cleo oyó el débil tintineo metálico de
unas horquillas que caían al suelo, y sintió que la gruesa mata de pelo le
caía sin orden alrededor de la cara. Ángel la rodeaba, la cubría, fuerte e
inflexible, bloqueando toda la luz; sus besos exigentes transformaban en
fuego su piel, su sangre, el aire mismo. Lo único que pudo hacer fue cerrar
los ojos y dejarse llevar por la tormenta.
Ángel quería saborear la piel de Cleo, hasta el último centímetro. Hundió
el rostro en su cuello y aspiró su dulce aroma. Una blanda nube de cabello
dorado le acarició la mejilla. Sus labios pasaron rozando la garganta y
bajaron despacio hacia el nacimiento de aquellos senos suavemente
redondeados. Cerró la mano sobre uno de ellos y acarició la punta del
pezón con el dedo pulgar por debajo del corpiño, la camisola y el corsé.
Hacía mucho tiempo que no tocaba ni saboreaba a una mujer, y ninguna
había provocado su deseo como la que ahora tenía en sus brazos. Había
soñado con ella. Había soñado con verla bailar, había soñado con tenerla
debajo de él. Se había imaginado su boca dándole placer y sus manos
acariciándolo.

~149~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo era suya. No había forma de escapar, no había posibilidad de


retorno.
Cleo había logrado sacar las manos y estaba golpeándole los hombros
con sus pequeños puños. Aquel leve forcejeo intensificó el placer de Ángel,
pero Cleo no tenía forma de escaparse de aquel diván hasta que él se
hubiera saciado de ella.
—Diez años de revancha, cariño.
—¿Venganza?
Cleo puso en aquella palabra, pronunciada entre jadeos, toda la furia
que le cupo.
—¡Oh, sí! —Ángel le mordisqueó el hombro desnudo—. Dime cosas
sucias, cariño.
Cleo se revolvió debajo, pero aquellos movimientos desesperados sólo
le sirvieron para incrementar el deseo de Ángel. Le clavó las uñas en la
nuca, y él rió.
—Hazme sangre, si te apetece. Hazme todo lo que quieras. Yo pienso
hacer lo mismo.
Le vino a la mente la habilidad con que Cleo mecía las caderas, el
tintineo de las monedas y los cascabeles que decoraban el bajo cinturón
que acentuaba la deliciosa curva de su cuerpo atrayendo la atención hacia
el lugar oculto y secreto que había entre sus piernas. El paraíso tenía que
ser Cleo moviéndose así debajo de él, mientras se enterraba en lo más
hondo de su cuerpo. El paraíso iba a ser suyo aquella noche.
—La pelvis de una camella, en efecto —murmuró, jadeando contra el
pecho semidesnudo de Cleo.
La besó otra vez, deleitándose en la suavidad de sus labios. Introdujo la
lengua en aquel dulce calor mientras sus manos continuaron explorando,
buscando el tesoro. Cleo se cimbreó y se arqueó, y él deslizó una pierna
entre las de ella y presionó un poco más, dejando que ella notara su
excitación. Cleo dejó escapar un gemido contra su boca. Tocó la lengua de
Ángel con la punta de su propia lengua y de repente se inició una danza
frenética, pero enseguida echó la cabeza atrás y volvió el rostro, negando
incluso aquella pequeña manifestación de deseo.
—Baila para mí —pidió Ángel con voz ronca, hablándole al oído y
besando la piel que había justo debajo.
Cleo no podía respirar, no podía pensar. Aquel hombre la estaba
volviendo loca. Sintió el aguijón del miedo en su interior. Miedo y pasión. Y
miedo de dicha pasión. Miedo de la fuerza de Ángel; miedo de lo siniestro
que había en él, que amenazaba con dominarlos a los dos. Una parte de
ella deseaba suplicar que la dejase libre, que cesara aquel torbellino.
¿Cómo se suplica a una tempestad? ¿Cómo se hace para encerrar de
nuevo la pasión en una botella? Ya lo habían hecho en una ocasión, pero...

~150~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Ángel...
Los besos de él iban resbalando por su garganta, derritiendo la piel a su
paso.
—Aquí no hay ángeles, cariño.
—Yo... me duele.
El dolor estaba siempre ahí, en lo más profundo, pero ahora se había
vuelto insistente, se había agrandado, se había expandido. .. Cleo se
sentía débil, muy débil. Se sentía sola y necesitada de las ardientes
caricias que siempre había anhelado. A los dieciséis o a los veintiséis, no
había nadie más que Ángel. "Lo necesito."
Pero no de aquella forma. No dominada, dolorida, controlada e
impotente. No. No. No.
—Si ha de haber un destino peor que la muerte, no va a ser para mí.
Cleo retiró las manos de los hombros de Ángel y lo golpeó con los puños
cerrados en ambos lados de la cabeza. Él lanzó un aullido. Cuando echó la
cabeza hacia atrás, Cleo asió el tupido mechón de cabello que le caía
sobre la frente y tiró con todas sus fuerzas.
—¡Ay!
—Apártate de mí —ordenó Cleo—. Apártate ahora mismo. —Lo empujó
en el pecho con la mano que le quedaba libre.
—¡Suéltame el pelo!
—No vas a violarme.
—¡Te deseo! —exclamó él.
Ángel captó el tono de irritación en su propia voz, y eso, más que
ninguna otra cosa, lo hizo volver a sus cabales. Aún tenía el cuerpo
arrasado por el deseo, le dolían los testículos y estaba duro como una
piedra... es decir, su conciencia había saltado por la borda y la moral y la
ética habían ido detrás. Jamás se había alegrado tanto de verlas
desaparecer. ¿De qué le servían, cuando podía tener a Cleo? Tenerla,
tomarla, usarla como se le antojase. ¡Oh, Dios! Todavía deseaba
intensamente entrar en ella, enterrarse en lo más hondo de su cuerpo.
Pero ella le había llamado la atención, lo había hecho pensar, y ya no pudo
seguir adelante.
—¡Maldita sea, Cleo, yo te deseo!
—¿Debo sentirme halagada? —le gritó ella al oído, sin dejar de
aporrearle la cabeza—. Si me tomas de esta forma, jamás te lo
perdonarás.
—Deja de intentar salvarme de mí mismo.
—Alguien tiene que salvarnos a los dos, pedazo de idiota. Vamos,
apártate.

~151~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Esta vez obedeció. Se apartó y se sentó en un extremo del diván, con la


cabeza entre las manos.
Cleo aún tenía la piel sensibilizada a causa del ardor compartido por
ambos cuerpos, pero pronto dicho calor iba a ser reemplazado por un
gélido vacío. Se movió lentamente y se puso en pie, muy consciente
todavía de la fuerte sensación que experimentaba en el cuello y en el
pecho y de la sensibilidad de sus labios hinchados. Aún conservaba en
ellos el sabor de los frenéticos besos de Ángel y su aroma prendido a la
piel. Temblaba por la impresión, por el deseo.
—"Ya no soy una niña. Soy una mujer".
Pronto partiría hacia el exilio en una fría isla del Mar del Norte. Y esta
vez sí que no volvería a ver a Ángel. No podía vivir para siempre a costa
del recuerdo adolescente de una torpe noche de amor. Le correspondía
tomar una decisión, y lo que decidió fue asirse al recuerdo adulto de hacer
el amor con Ángel Evans para luego poder alimentarse de él.
Se pasó la lengua por los labios.
—Ayúdame —pidió.
Ángel levantó la cabeza despacio. Cleo estaba de pie, iluminada desde
atrás por la lámpara, con el cabello revuelto y brillante, enmarcando su
rostro blanco y cayendo por la espalda. Sus ojos se veían enormes. Ángel
esperaba ver en ellos odio y desprecio, pero su expresión resultaba
indescifrable. ¿Por qué aún no había salido disparada de aquel cuarto,
como hubiera hecho cualquier mujer sensata?
—¿Que te ayude? —se extrañó.
Cleo se llevó una mano a los botones del corpiño a medio desabrochar.
—Ayúdame —repitió.
Ángel se puso en pie de un brinco al verla desabrochar un botón.
—¿Qué crees que estás haciendo?
—Desvestirme.
—¿Cómo?
A aquellas alturas, el corpiño, casi desabrochado del todo, dejaba
entrever el bordado de encaje de la camisola blanca que Cleo llevaba
debajo. El corazón le retumbó con fuerza en el pecho al ver insinuarse los
senos altos y redondeados que asomaban por la fina prenda de algodón.
La tensión que sentía en la ingle aumentó más que nunca. Luchó contra el
impulso ciego de lanzarse sobre ella.
—¿Acaso no querías sexo? —dijo Cleo.
—¡Naturalmente que quiero sexo! Soy un hombre. Pero...
Cleo bajó los dedos hacia el cierre de la pesada falda.

~152~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Entonces podrás ayudarme a quitarme la ropa. Esta ropa no es mía,


¿sabes? —explicó en tono racional, aunque Ángel se fijó en que le
temblaban las manos—. Este vestido es de Annie, es uno de los mejores
que tiene. Y me matará si le ocurre algo.
—Entiendo —contestó Ángel, aunque no era verdad.
—Para una mujer, desnudarse es una operación complicada —dijo Cleo.
Había un cierto temblor en su voz, y ahora su mirada revoloteaba por
todas partes sin posarse en Ángel, pero siguió hablando en un tenaz tono
práctico—: Está la falda, el corpiño, media docena de enaguas y este tonto
polisón; después viene el corsé, la camisola, las bragas, las medias, las
ligas y los zapatos. Con todos los refajos que llevo podría vestirse a una
aldea egipcia entera. —Extendió las manos hacia él—. Ven aquí, Ángel, y
haz algo útil.
Ángel cruzó las manos a la espalda, pues la visión de Cleo lo estaba
haciendo sudar.
—Cleopatra, estás intentando seducirme.
—Sí. —Sonrió—. Tú ya me has seducido a mí.
—Lo recuerdo.
—Pues ahora me toca a mí el turno.
—Me parece justo —contestó Ángel con la voz rota.
Cleo se desprendió del corpiño, lo dobló cuidadosamente y lo depositó
sobre la silla.
—El corsé está anudado por detrás.
Se dio la vuelta y, con su habitual e inconsciente elegancia de
movimientos, se retiró el cabello de la espalda para dejar al descubierto
desde la nuca hasta la esbelta línea de la cintura. Aquel gesto a punto
estuvo de hacer caer de rodillas a Ángel.
Cleo contuvo la respiración. Ya era demasiado tarde para agarrar el
pomo de la puerta y alejarse de aquel hombre, un hombre que en
cualquier momento podía tocarla o no. Le entraron ganas de golpear el
suelo con el pie y exigirle que sucumbiera a sus encantos, cualesquiera
que fueran éstos, pero esperó. Ya había tomado la decisión; ahora le
correspondía a él tomar la suya.
—¡Oh, Dios!
Aquellas palabras roncas fueron susurradas directamente a su oído.
Cleo asintió ya la presencia de Ángel, y se inclinó hacia atrás, contra la
amplia superficie de su pecho. Él dejó escapar un suspiro y fue pasando
las manos muy despacio por los brazos desnudos de Cleo hasta que sus
dedos se entrelazaron con los de ella.
—Mi dulce, dulcísima Cleo.

~153~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Yo no tengo nada de dulce. Lo sabes perfectamente.


—Nunca te has besado a ti misma. —Ángel cerró los brazos en torno a
su cintura y la atrajo hacia él—. Estás ruborizándote. Lo noto.
Cleo también notó la sonrisa en la voz de Ángel.
Sintió una leve punzada en la garganta, allí donde él la había mordido
antes, pero fue un dolor que quedó ahogado por la sensación de placer.
Aquella marca la hizo sentirse querida, deseada. Se preguntó si él se
habría percatado de que se la había hecho, porque en aquel momento
actuaba como un salvaje, y en cambio ahora se movía con suma suavidad,
con más destreza de la que ella hubiera querido, ayudándola a
desprenderse de la falda y desanudarle el corsé.
Las manos de Ángel se demoraban y exploraban a medida que iban
retirando cada prenda. Cuando Cleo quedó vestida tan sólo con la
camisola y las bragas, se giró lentamente dentro del círculo que formaban
sus brazos y ella misma se apretó contra la fuerte lana, el suave lino y el
duro músculo de él. Lo rodeó con los brazos y apoyó la mejilla en su
pecho.
—Abrázame —le dijo—. Un rato.
—Todo el rato que quieras —contestó Ángel con un susurro y la voz
enronquecida por el deseo—. No voy a irme a ninguna parte.
Durante unos segundos de paz Cleo guardó silencio, con los ojos
cerrados, y el murmullo de la respiración y los latidos de Ángel como único
ruido en el mundo. Su abrazo irradiaba calor y seguridad.
—Sí te irás —dijo Cleo por fin. Levantó la cabeza para mirar los ojos
oscuros y entrecerrados de Ángel—. Pero no pasa nada. Ahora estás aquí.
—Ahora estoy aquí.
—Y yo también. Bésame, Ángel.
Y Ángel la besó, despacio y con dulzura, durante largo rato, abrazándola
como si fuera una frágil e inestimable pieza de alabastro. Cleo disfrutó con
inmenso placer de aquella forma de ir aumentando el deseo poco a poco.
Besar a Ángel era como estar en el cielo. Sabía maravilloso, delicioso.
Lentamente fue inundando todo su ser un mar de sensaciones,
intensificadas lánguidamente en cada punto en que los cuerpos de ambos
se tocaban y se fundían. El tiempo comenzó a derretirse, y ella también, y
por un momento embriagador los dos parecieron ser uno solo.
Cuando Cleo recuperó la conciencia de sí misma, esbozó una sonrisa
traviesa, maliciosa, contra la boca de Ángel. Y entonces empezó a bailar, a
moverse muy despacio contra él. Flexionó las rodillas y sus caderas se
mecieron trazando lentos y sensuales círculos.
Ángel fue alzando la cabeza poco a poco, sus manos se colocaron en la
cintura de Cleo y de su boca salió un ronco gemido de deseo.

~154~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¡Dios mío, Cleo!


—¿No querías que bailara para ti?
La respiración de Ángel se volvió jadeante.
—Vas a acabar conmigo.
—Pero te gusta.
Cleo percibía muy bien lo mucho que le gustaba a Ángel lo que estaba
haciendo, pues sentía su erección presionar contra su vientre.
—No pares. No pares jamás.
—¿No? —Cleo le quitó la chaqueta y le deshizo el nudo de la corbata,
que ya estaba flojo. A continuación, de uno en uno, fue desabrochándole
los botones de la camisa, haciendo pequeñas pausas para besar
delicadamente la franja de piel cada vez más ancha que iba descubriendo.
Recorrió muy despacio con el dedo por la línea de vello negro que
descendía por el duro estómago—. No llevas nada debajo de la camisa —
observó—. ¡Qué indecente!
A Ángel se le cortó la respiración.
—Cierto.
Notaba los pechos hinchados y sensibles y el estómago en tensión, pero
no había nerviosismo ni vacilación en las reacciones de su cuerpo. Sus
manos continuaron desnudando a Ángel con movimientos seguros y
firmes. Nunca había explorado su cuerpo en serio. La precaución y el
orgullo desaparecieron completamente. Todo fue barrido de su interior,
excepto el deseo puro. La pasión era como el oro: el tiempo desgastaba y
hacía perder el brillo a todo lo demás, pero el oro, a pesar de la forma que
uno le diera o a pesar de que lo tuviera cientos de años apartado de la
vista, seguía siendo oro.
Desear a Ángel era una manera de estar.
Esta noche no tenía por qué causarle dolor.
—Ayúdame, Ángel. —"Hazme el amor. Mañana lo llamaré sexo, pero
esta noche es amor"—. Nunca le había desabrochado los pantalones a
nadie.
Para cuando Ángel quedó desnudo, ella ya se había despojado de la
última prenda de ropa. Una corriente de aire fresco le provocó un
escalofrío que logró que se le pusiera la carne de gallina y endureció sus
pezones ya erectos. Continuó temblando hasta que Ángel la miró con
expresión ardiente y hambrienta, y entonces perdió importancia cualquier
otra sensación. Se miraron fijamente el uno al otro bajo el débil resplandor
dorado de la pequeña lámpara de aceite. No era mucha la luz que había
en la habitación, pero era más que suficiente.
—¡Dios... qué hermosa eres!

~155~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Y tú eres muy guapo.


Ángel rompió a reír y Cleo sonrió, y los dos se abrazaron una vez más.
Las manos de Cleo se deslizaron sobre los músculos de los brazos y los
hombros de Ángel. Las de él resbalaron por la piel de ella, se cerraron
sobre sus pechos y sus nalgas y la atrajeron hacia sí. Acercó la boca para
cubrir con ella un pezón. Cleo cerró la mano en torno a la gruesa base del
pene. Ángel giró arrastrándola consigo y ambos aterrizaron una vez más
sobre el diván.
—Aquí es donde empezamos —murmuró Cleo.
—Aquí es donde no llegamos a terminar.
Ángel la besó con ansia antes de comenzar a explorar su cuerpo con
gestos lentos y eróticos.
Lo encantó la redondez de los senos de Cleo, tan perfectos en sus
manos y en su boca. El aroma de su piel le recordaba a jabón con olor a
flores mezclado con un profundo y femenino perfume de almizcle. Su
sabor era como debía ser el sabor de una perla rosada: liso, suave,
intenso. Besó y acarició aquel cuerpo centímetro a centímetro. Cleo poseía
unas piernas largas y bien torneadas para su estatura, una cintura
estrecha y unas caderas flexibles.
Entonces ella dijo:
—Déjame a mí.
Y Ángel rodó para tumbarse de espaldas.
Cleo se colocó a horcajadas encima de él, con las rodillas a los costados.
Ángel gimió de deseo al sentir el calor del sexo de ella presionando sobre
su estómago. Hubiera querido tomarla por la cintura, levantar las caderas
y penetrarla pero antes de que pudiera moverse, ella cambió de postura.
Cleo se inclinó hacia delante, y él tensó el cuello y se esforzó por alcanzar
los pechos con la boca, mientras los dedos de Cleo recorrían sin ninguna
prisa su pecho y su vientre dejando un reguero de fuego tras de sí. En
aquel momento lo besó, demostrando tener tanto talento para el baile en
la lengua como en el resto del cuerpo. Ángel emitió un gemido desde el
fondo de la garganta, el cual poco a poco fue transformándose en un
gruñido exigente, y entonces volvió a cambiar de postura.
—Siempre me ha intrigado esto —dijo Cleo tomando suavemente los
testículos en la mano.
Sintiendo oleadas de placer que le ascendían por la ingle y por la
columna vertebral, Ángel introdujo los dedos en la entrepierna de Cleo
para acariciar aquellos pliegues suaves y humedecidos y el capullo
inflamado.
Cleo se olvidó de todo excepto de las deliciosas oleadas de sensaciones
que comenzaron a abrumarla. Jamás había conocido un placer semejante,
y sin embargo su cuerpo anheló más, una pasión más profunda y más

~156~
Susan Sizemore El precio de la pasión

intensa. Sus caderas se elevaron impulsadas por el ansia; sus piernas se


abrieron con abandono a la suave acometida de Ángel.
—Por favor —rogó.
—Sí —respondió él, y un instante después se irguió sobre ella y la
embistió profundamente, con suavidad, hasta el final.
Cleo sintió como un trueno que estallaba en su interior y un relámpago
que la consumía, pero esta vez ella formaba parte de la tormenta,
igualada a Ángel en su fervor. Su deseo era aterrador, emocionante,
devastador,... maravilloso.
Cuando Ángel presionaba contra ella con todo su peso, Cleo levantaba
el cuerpo hacia él acudiendo a su encuentro. Los cuerpos de ambos
encajaban perfectamente el uno en el otro, piel con piel, en una dulce
fricción. Ella envolvió las piernas en torno a su cintura y las dejó allí
ancladas, con los músculos en tensión, instándolo a penetrarla.
El universo entero se redujo a ellos dos, que ahora eran uno solo, y el
universo entero se transformó en una inmensa y maravillosa conflagración
de la que ella formaba parte, una chispa flotando en el viento. Aquella
llamarada la elevó por los aires, la hizo girar sobre sí, la hizo ascender
hacia la noche, y lo único que deseó ella fue más y más y...
—¡Ángel! —exclamó, y la chispa en que se había convertido explotó y se
abrió como una flor, se desintegró y después cayó dejando una gloriosa
estela que fue apagándose poco a poco, hasta perderse totalmente en la
oscuridad.

~157~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 16

—¿Cleo?
Ángel le tocó la mejilla y la encontró húmeda; la besó y le supo a sal.
Entonces se tendió a su lado, en el hueco que quedaba entre la fría pared
y la tibia piel desnuda de ella. Sus pechos subían y bajaban siguiendo el
ritmo de la respiración, los hermosos y sonrosados pezones aún estaban
enhiestos. Estudió la posibilidad de tapárselos con las manos, para darle
calor, por supuesto, pero se sentía demasiado saciado y satisfecho para
realizar aquel esfuerzo de momento. Pronto... pero pronto tenía que ser
ya; estaba haciéndose tarde.
Demasiado tarde para ellos, se dijo al recordar por qué estaba él en
Escocia. Estaba allí para traicionar a Cleo, no para hacerle el amor, y
aquella noche de amor tan sólo había logrado que ahora Cleo fuera
todavía más preciada para él, lo cual hacía aún más necesaria la traición.
Cleo iba a odiarle, y él no podría abrigar la esperanza de volver a disfrutar
de aquella intimidad con ella. Lanzó un suspiro. "Vas a pagar el precio que
tienes que pagar." Se dijo a sí mismo que la melancolía formaba parte de
los sentimientos que uno experimentaba después de hacer el amor.
—¿Cleo?
Cleo, con los ojos cerrados, sonreía igual que un gatito jugando con una
jarra de miel, pero aquella quietud suya empezó a preocuparlo. Le apartó
el cabello húmedo de la frente y depositó un dulce beso sobre ella. Aquel
gesto suscitó un suave ronroneo que surgió de lo hondo de su garganta,
pero aun así no se movió.
—De acuerdo, ya sé que he estado bien —dijo—. Tú has estado
fantástica, pero no te mueras. Por favor.
Cleo entreabrió un ojo y lo miró brevemente, sin ganas de volver al
mundo.
—Estoy saboreando.
—Mañana te sentirás dolorida, seguro, dado que eres casi virgen.
Cleo podría haber dicho unas cuantas cosas sobre el tema de su
condición de "casi" virgen, pero en cambio replicó:

~158~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—He leído no sé dónde que lo que ha sucedido se denomina la pequeña


muerte. Y ahora entiendo por qué. —Abrió el otro ojo—. ¿He estado mucho
tiempo dormida?
—No lo sé. Yo acabo de llegar. Por así decirlo.
— ¡Oh! —Las mejillas de Cleo pasaron de un tono perlado a un color
rosa intenso—. Entiendo. Creo.
Ángel bostezó.
—Esto no es de aburrimiento —la tranquilizó acompañando el gesto con
una ancha y traviesa sonrisa. Se inclinó brevemente hacia delante para
depositar un beso en el hueco que había entre sus pechos—. Gracias por
esto, Cleopatra.
Parecía triste, y para ser una mujer que momentos antes se había
mostrado tan directa e interesada en experimentar, Cleo de pronto se
sintió azorada.
—Espero que... hayas disfrutado de la experiencia.
—Ni te imaginas hasta qué punto.
Aquella respuesta la tranquilizó lo bastante para no desear más
explicaciones. No quería parecer necesitada. Por lo menos tenía suficiente
respeto por sí misma para no darlo a entender. En su cerebro se removió
el recuerdo borroso de una conversación que habían tenido horas antes.
Ella había dicho: "¡Yo no tengo tiempo para casarme! ¿Y quién iba a
querer casarse conmigo?"
Y Ángel había contestado: "Yo quise casarme contigo."
—¿Cuándo?
—¿Cuándo qué? —preguntó Ángel ahora.
No había sido su intención expresarse en voz alta, y no respondió. No
era el momento apropiado para sacar a colación el tema del matrimonio.
El mero hecho de pronunciar dicha palabra implicaría que lo que ambos
habían dado y tomado gratuitamente en aquel cuarto tenía un precio. Tal
vez se lo preguntara en otra ocasión, pero desde luego ahora no.
Lo que Cleo quería hacer era permanecer acostada al lado de Ángel por
siempre jamás. Bueno, permanecer acostada a su lado después de que
hubieran adoptado una postura más cómoda en aquel estrecho diván.
Deseaba compartir su compañía y su calor, sentirse pequeña pero
protegida por su corpachón y sus grandes brazos.
Le dijo:
—Creo que es mejor que nos vistamos.
—En cualquier momento podría aparecer tía Saida con su paraguas —
convino Ángel.

~159~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Se ayudaron el uno al otro a incorporarse y después a ponerse en pie.


—Tenías razón con lo de sentirme dolorida —confirmó Cleo mientras iba
hasta la silla a coger su ropa. Ángel sabía mucho de mujeres y ella sabía
muy poco de hombres, a excepción de lo que había aprendido con las
estatuas, los poemas de miles de años de antigüedad y las pinturas que
había visto en fragmentos de cerámica. Para ser una mujer que poseía
tantos estudios, era una completa ignorante.
La primera vez que hizo el amor, creyó que era la experiencia más
suprema de todas. La segunda vez resultó ser infinitamente más
satisfactoria. Estaba claro que aquello iba mejorando con la práctica. Sin
embargo, dudaba que fuera a darse otra oportunidad de explorar dicha
conclusión, y hacía mucho tiempo que había decidido que Azrael David
Evans era el único hombre al que pensaba entregar su cuerpo. Aquél era
uno de los precios que pagar por el pecado que había cometido con él y...
¡Oh, cielos! De pronto le sobrevino una leve carcajada, y aunque estaba
de espaldas a Ángel, se tapó la boca con la mano. Ángel se percató de
todas maneras.
—¿Qué tiene tanta gracia, Cleopatra?
Una vez hubo terminado con la primera capa de prendas interiores, Cleo
se colocó el corsé.
—Ven a ayudarme con esto, Ángel.
Ángel empezó a atarle las cintas.
—Cariño, a tu alrededor el aire huele a diversión. ¿Qué es lo que he
hecho esta vez?
—Es lo que hemos hecho los dos. Otra vez.
—¿Te ha parecido gracioso?
Cleo rió en voz alta.
—Tú siempre tan seguro de ti mismo, tan engreído, tan tranquilo. Y
tienes buenas razones para ello —añadió—, maldito seas.
—Así que te ha gustado.
El tono de alivio de Ángel la sorprendió y la conmovió.
—Ya sabes que lo has hecho muy bien.
—Entonces, ¿qué es lo que te divierte tanto?
Cleo se aclaró la voz.
—Si quieres saberlo, me asombra la ironía de que dé las gracias a Dios
por haber tenido una segunda ocasión de pecar contigo. Dudo que el
reverendo McDyess lo encontrase divertido.
—Yo dudo que el reverendo McDyess se haya divertido alguna vez en
toda su vida. ¿Qué viene ahora? ¿Las enaguas o el polisón?

~160~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—El polisón.
No dijeron nada más mientras Ángel hacía de doncella de cámara para
Cleo. Una vez que estuvo completamente vestida, se entretuvo en alisar el
diván y lavar los platos que había usado Ángel para el té. Para cuando
quedaron borradas todas las pruebas de la presencia de ambos en aquel
cuarto, excepto las horquillas para el pelo que no había conseguido
encontrar, Ángel había terminado de vestirse. Cuando Cleo se encaminó
hacia la puerta, él la tomó por la cintura y la obligó a volverse.
—Hay una cosa que necesito saber, Cleo.
Ella no acertó a interpretar la expresión de su rostro. Ángel la había
enseñado a jugar al póquer y por eso sabía lo bien que se le daban los
juegos en los que había que arriesgarse y tirarse faroles. En aquel
momento el semblante de Ángel no delataba nada de lo que podía estar
sintiendo... si es que sentía algo.
Se vio tentada a preguntarle si lo que quería era información acerca del
tesoro de Alejandro, pero le concedió el beneficio de la duda y se dijo que
seguramente no se proponía sonsacarle dicha información valiéndose de
su cuerpo para proporcionarle placer.
—¿Qué te gustaría saber, Ángel?
—Esta noche me has dicho que el hecho de que yo te sedujera y
después te abandonara no era el motivo por el que has pasado diez años
enfadada conmigo.
Cleo ladeó la cabeza intentando hacer memoria. Aquel día las cosas se
habían sucedido muy deprisa unas a otras.
—¿Eso he dicho?
Ángel retiró la mano izquierda de su cintura el tiempo suficiente para
rascarse el mentón.
—Por lo menos lo has dado a entender. Tuve la clara impresión de que
todo lo que creía saber de ti... de nosotros... era incorrecto.
Nosotros. A pesar de la proximidad vivida en las últimas horas, aún
existía una década entera de conflictos que los separaban. ¿Qué
posibilidades había de que se curase del todo aquella profunda brecha?
¿Tal vez con un poco de verdad? ¿Con un poco de confianza? Quizá fuera
posible iniciar un comienzo.
Cleo apartó las manos de Ángel de su cintura y dio un paso atrás.
—Es cierto que nunca te he reprochado lo que sucedió aquella noche en
el delta. Imaginaba que no iba a volver a verte nunca más, así que escogí
hacer el amor contigo antes de que nos separásemos para siempre. —Se
encogió de hombros—. Yo tenía dieciséis años, es una edad muy
melodramática. —Sus labios esbozaron la más ligera de las sonrisas—.
Creía tener pruebas de que eras un ladrón de antigüedades. Teniendo en

~161~
Susan Sizemore El precio de la pasión

cuenta las veces que fuimos atacados y que tío Walter fue asesinado por
unos ladrones de tumbas, estando convencida de todo corazón de que los
tesoros del pasado tenían que ser estudiados y exhibidos para que el
público los conociera y los apreciara, sabiendo lo inteligente que eres tú y
lo mucho que podrías contribuir a que el mundo conociera mejor el
pasado... En fin, maldito seas, ¡creía que estabas desperdiciando tu vida!
Ángel retrocedió. De su semblante había desaparecido por completo
aquella expresión neutral.
—¿Llevas todos estos enfadada conmigo porque yo no estaba viviendo
conforme al ideal que habías imaginado para mí?
—Sí.
—Ángel se pasó las manos por la cara.
—Yo... Yo...
—Y ahora resulta que estaba muy equivocada. No tengo ninguna base
para odiarte.
Él dejó caer las manos a los costados. Su tono fue de profundo
agotamiento cuando respondió:
—Tienes mucha base, cariño.
Cleo compartía el mismo agotamiento.
—Vámonos a casa.
Tomó a Ángel del codo y lo guió hacia la puerta, apagó la luz de la
lámpara y salió tras él. Después de atravesar el despacho, Cleo lo condujo
por el pasillo hasta la entrada posterior del museo.
—Después de ti —le dijo abriendo la puerta e indicándole con un gesto
que saliera por ella.
—No te fías de mí, ¿verdad? —Ángel se llevó una mano al corazón—.
Incluso ahora que DeClercq ha limpiado mi nombre, incluso ahora que tú y
yo...
—¿Acaso te parezco idiota?
Ángel le acarició el hombro.
—Ésa es mi Cleopatra. No tienes ninguna prueba tangible para fiarte de
mí. —Ella se percató de que Ángel tampoco le había prometido que fuera a
proporcionarle ninguna prueba—. Vámonos —dijo, y se adelantó a ella
para salir del edificio.
—Voy a acompañarte a casa.
—Nada de eso.
¿De qué tenía miedo? ¿De que los viera su padre? Dicha posibilidad
enfureció a Evans. ¿Es que nunca iba a romperse el dominio que tenía
aquel hombre sobre ella? ¿O sería que Cleo temía por su reputación? ¿O

~162~
Susan Sizemore El precio de la pasión

acaso temía que una conducta tan civilizada como recorrer el recinto de la
universidad a pie fuera a unirlos más a ambos? La mayoría de las mujeres
no tendrían miedo de algo así... claro que la mayoría de las mujeres no
tenían una relación de adversario con sus amantes.
Amante... le gustó aquella palabra.
Y más le valía no cometer el error de acostumbrarse a emplearla.
Allí, en la noche, había cosas de las que Cleo debería tener miedo,
hombres que suponían una amenaza para su seguridad y para su vida. Por
un momento Evans estudió la posibilidad de contarle a Cleo lo de los
hoplitas, pero había hecho el juramento de no revelar su existencia a
nadie. Además, no era de esperar que una mujer sensata como Cleo fuera
a creerse algo tan descabellado.
Pero sí que dijo al alcanzar la rosaleda que había detrás del museo:
—Opino que no debes andar por ahí sola.
No lo sorprendió que Cleo reaccionara con una leve risa.
—Estamos en Muirford, Escocia, en el recinto de una universidad, y hace
una agradable noche de verano. A no ser que esperes que nos ataque un
par de chacales o que surja una manada de camellos en estampida de los
que yo no me haya percatado, me parece que no voy a correr ningún
peligro si vuelvo a casa andando sola.
" ¡Oh, cariño, si tú supieras!"
—¿Y los vándalos?
—Son una tribu de bárbaros que se instalaron en Europa alrededor del
año 400 a.C, creo.
—Sabes perfectamente de qué estoy hablando, Cleo.
—Estoy segura de que en estos momentos ese bromista está feliz en su
cama, ahora que ha depositado, triunfante, el collar de Lady Alison en la
urna del museo.
—No puedes tener la seguridad de eso.
—¡Ah!, pues estoy bastante segura.
El tono de voz de Cleo era severo, lo cual hizo que Evans se quedara
pensando qué habría querido decir. Pero antes de que pudiera
preguntárselo, Cleo se alejó de él con una zancada firme y rápida.
—Al menos podrías darme las buenas noches —voceó Evans.
—Buenas noches, Ángel.
Su voz quedó flotando en el aire tras ella.
Evans la observó durante unos instantes, y vio dos figuras que habían
estado acechando desde el otro extremo del recinto. Surgieron de la

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Susan Sizemore El precio de la pasión

sombra de un edificio y se pusieron a seguir a Cleopatra, flanqueándola


desde dos ángulos distintos.
"Así que un paseíto tranquilo por el recinto de la universidad, ¿eh,
cariño?"
Se movió aprisa para situarse entre Cleo y los hombres que la seguían.
"Con que no hay peligro. Excepto el peligro que supone para tus
sentimientos hacer el amor conmigo. Y corremos peligro los dos, ¿no es
cierto?"
En cierto modo, la amenaza de los hoplitas supuso una bendición,
porque lo liberó de tener que pensar en otra cosa que no fuera el peligro
actual. No tenía tiempo para recapacitar sobre lo que habían dicho y
hecho, sobre las verdades y mentiras respecto de ambos que creyeron en
otro tiempo y todavía creían. Era mucho lo que podía y debía haber sido, y
que ahora ya no podría ser por culpa de aquellos malditos fanáticos que
vigilaban la tumba de Alejandro y por las promesas que él había tenido
que hacer a fin de proteger a Cleo de ellos. "Si tú supieras, cariño..."
Pero Cleo no iba a saber nada.
Cabía la posibilidad de que los hoplitas estuvieran armados. Evans no
llevaba pistola, principalmente porque las pistolas eran engorrosas y
ruidosas, y porque las heridas que ocasionaban con frecuencia resultaban
fatales. No quería que muriera nadie, si podía evitarlo. Pero los hombres
que acechaban a Cleo eran muy probablemente los exaltados contra los
que le había prevenido Apolodoro.
Las navajas no eran engorrosas ni ruidosas. Sacó la navaja Bowie que
siempre llevaba guardada en el bolsillo oculto de la chaqueta, se la
cambió a la mano izquierda y se dirigió hacia el primero de los dos
matones.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 17

—¿Puedo irme ya?


—No.
Cleo miró a Pía, sentada al otro lado de la mesa con un libro de gran
tamaño y un bloc abierto ante sí. En una mano sostenía una pluma como
si fuera un puñal, y en la otra tenía apoyada la cabeza. Tenía los labios
fruncidos.
Cleo estaba sentada detrás del escritorio, también con varios libros y
papel delante de ella. Al igual que su hermana, preferiría con mucho
encontrarse en otro lugar... dondequiera que estuviera Ángel. Tenía todo
el cuerpo sensibilizado, ansioso de sentir el contacto de él, pero consiguió
mantener la atención centrada mayormente en sus obligaciones
cotidianas. Aunque sintió la tentación de sonreír al ver la expresión
rebelde de su hermana pequeña, no dio ninguna señal externa de suavizar
su postura.
—Ésta es la primera ocasión que tenemos de ponernos al día con tus
lecciones desde que llegamos a Muirford.
—Yo preferiría montar a caballo.
Cleo dirigió la mirada al otro extremo de la biblioteca. Tía Saida se
hallaba sentada junto a la ventana en compañía de su hija Thena, en
silencio, enseñándola a bordar en una muestra. Las lámparas estaban
encendidas y en la chimenea ardía un fuego acogedor. Fuera aullaba el
viento y por el cristal de la ventana resbalaba una densa cortina de lluvia.
Aquella tarde, la biblioteca forrada de libros constituía un apacible
remanso de paz.
—Está lloviendo —apuntó Cleo—. No es precisamente un buen momento
para salir a montar.
—Entonces podría irme a cuidar de Saladino.
—Es mejor que pases el tiempo con tu familia que con tu caballo, ¿no
crees?
—No. —Pía arrojó la pluma sobre el escritorio—. ¿Por qué tengo que
estudiar griego? ¿De qué me va a servir? ¡Nunca vamos a volver a Grecia!

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo se negó a hacer caso de la rabieta adolescente de Pía. Aquel día no


estaba dispuesta a permitir que nada la perturbase. Pensaba dedicarse a
disfrutar durante todo el tiempo que le fuera posible recordando las
maravillosas sensaciones que le había dejado la noche de amor que había
vivido. Ya pensaría en las consecuencias cuando tuviera que hacerlo; hoy
era un día para ella y para pasar un rato de tranquilidad junto a su familia.
Había pasado la mañana en el piso de arriba, con Annie y tía Jenny,
ocupadas en efectuar los arreglos de última hora en los vestidos para el
baile. Annie estaba entusiasmada con la perspectiva de asistir a su primer
baile, y tía Jenny no había dejado de hacer comentarios agradables acerca
de que, después de todo, Grecia era la cuna de la civilización y los
hombres del Continente tenían mucho más encanto y más sofisticación
que los británicos, sin duda alguna.
El día anterior Cleo incluso podría haber sonreído al pensar en la
influencia que ejercía sobre los pensamientos y las ideas de una persona
el hecho de enamorarse, pero es que efectivamente el amor lo cambiaba
todo. Ella estaba cambiada, o bien aquel cambio ocurrido diez años antes
se había renovado y pulido para poder paladearlo al menos durante un
poquito más.
La mañana había transcurrido velozmente y de forma placentera, y
ninguna tía ni hermana se había percatado de que Cleo sonreía con
expresión soñadora y hasta tarareaba por lo bajo de vez en cuando. Había
reservado la tarde para Pía, tanto si ésta deseaba su compañía como si
no. Su mundo estaba repleto de numerosos dilemas, pero a todos los
apartó con firmeza al fondo de su mente. Aquel día Cleopatra Fraser se
sentía preparada para enfrentarse a lo que fuera. Incluso a Pía.
—Es muy importante que aprendas griego —le respondió con calma a su
rebelde hermana—. Por ejemplo, escribes horriblemente mal. A ver, ¿cómo
se escribe la forma arcaica del término corona?
Pía dedicó unos segundos a reflexionar sobre aquella pregunta. Después
se rindió, tomó la pluma y volvió a fijar la vista en el libro de griego que
tenía delante.
Cleo la dejó hacer y se levantó para acercarse a tía Saida. Consultó su
reloj de bolsillo y anunció:
—Pronto tendremos que subir a empezar a vestirnos para el baile.
Saida continuó dando puntadas.
—Sí.
Cleo retiró un cestillo de hilos de bordar del alféizar de la ventana y se
sentó.
—¿Qué vestido vas a ponerte? ¿El verde de satén?
—El negro.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—Ya llevas diez años siendo viuda. No es necesario que sigas vistiendo
de negro, si no quieres.
—Sí que quiero. En ocasiones conviene recordar que soy viuda.
—En ese caso, ¿para qué has encargado a la modista el vestido verde?
—No lo sé. Habrá sido un impulso tonto —agregó tía Saida con un
suspiro.
De pronto a Cleo se le ocurrió que tía Saida venía actuando de forma
muy extraña, ya incluso antes de que la familia se trasladara a Escocia.
Tenía algo diferente, algo...
—¿Quién es?
Por fin Saida levantó la vista del bastidor. Sus ojos oscuros brillaron
debido a un sentimiento que no era del todo enfado y tampoco del todo
diversión.
—No eres tan lista como te crees, sobrina.
Cleo sonrió.
—¡Oh!, claro que lo soy. Pero a veces soy un poco lenta en lo que se
refiere a asuntos del corazón.
—No eras tan lenta hace un par de noches.
Cleo no tenía remordimiento alguno por sus actos... salvo por el detalle
de que no había pasado aquellos diez años enteros besando a Ángel
Evans.
—Ahora estamos hablando de ti —informó a su tía. Se tocó la barbilla
con el dedo mientras observaba con aire pensativo a aquella egipcia de
complexión menuda—. Venga, ¿quién...?
—Sir Edward —cantó Thena al lado de su madre.
Desde el otro extremo de la sala, Pía levantó la cabeza. Cleo se quedó
mirando a su joven prima.
Tía Saida se puso de pie y dijo:
—Me parece que ya es hora de vestirse para el baile.
En aquel mismo instante se abrió la puerta de la biblioteca y entró
Everett Fraser. Recorrió la estancia con la mirada, con expresión iracunda,
y realizó un amplio gesto de barrido con la mano.
—Buenos días. —Sostuvo la puerta abierta y repitió el gesto—. Dispongo
de muy poco tiempo y necesito hablar con Cleo a solas.
Pía se alegró de cerrar de golpe el libro de texto y salió corriendo sin
siquiera saludar a su padre. Saida cogió a Thena de la mano.
—De todas formas, ya nos íbamos, Everett —dijo, y acto seguido salió
detrás de Pía.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—Ponte el verde —le dijo Cleo al tiempo que su padre cerraba la puerta.
—¿De qué verde hablas? —preguntó una vez que se quedaron solos—.
No importa. —Se acercó a la ventana—. Siéntate, niña.
Cleo volvió a sentarse y observó a su padre, y el corazón le dio un
vuelco de pánico al ver su expresión ceñuda.
—¿Qué ocurre?
Empezaba a ser habitual pensar que su padre podía haber descubierto
sus citas con Ángel. No le gustó nada pensar en cómo iba a reaccionar,
aunque se dijo a sí misma que tenía todo el derecho del mundo a disfrutar
aunque sólo fuera de unos breves momentos de felicidad robados. Si bien
no abrigaba ninguna esperanza de que pudiera construirse algo
permanente basado en un furtivo episodio de lujuria.
—Se trata de Sir Edward.
Cleo no se había dado cuenta de lo tensa que estaba hasta que se relajó
en el sillón. Una sonrisa asomó a sus labios.
—Precisamente estábamos hablando de Sir Edward...
—Ese hombre me está volviendo loco —afirmó su padre. Empezó a
pasear nervioso arriba y abajo, entre el escritorio y el sillón de Cleo junto a
la ventana—. Cuando acudió a mí en Egipto y formulamos los planes para
el Departamento de Historia y el museo, quedó claramente entendido que
íbamos a concentrarnos en el trabajo que estaba llevando yo a cabo con
Alejandro y el período helenístico.
—Y en tus hallazgos en Egipto —agregó Cleo. Su padre nunca había
considerado el trabajo en Egipto más que como un medio para
permanecer en Oriente Próximo mientras perseguía todo lo que tuviera
que ver con su querido Alejandro Magno.
—Sí, sí, Egipto.
—A mí me gustaría seguir explorando ruinas en Egipto. —Cleo rara vez
expresaba sus sueños en voz alta.
Su padre la ignoró.
—Pero el caso es —continuó diciendo— que Sir Edward accedió a
financiar más excavaciones en Amorgis. Pero ahora ha faltado a su
palabra según dicho acuerdo. Llevo desde ayer devanándome los sesos
para buscar la manera de hacerlo cambiar de opinión respecto a la
expedición a las Hébridas en busca de MacBeth. —Dirigió una mirada
especulativa a Cleo—. Sé perfectamente que a ti no te interesa esa
expedición.
Cleo había apartado de su mente el miedo al destierro en el norte de
Escocia ya desde la noche anterior, pero ahora dicho miedo regresó
acompañado de una sensación de intenso malestar en el estómago. Su
padre estaba en lo cierto; no quería ir al norte de Escocia. Allí no iba a

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Susan Sizemore El precio de la pasión

estar Ángel Evans. ¿Cómo iba a vivir en un sitio que no le ofrecía la menor
oportunidad de verlo a él, ni siquiera desde lejos? Conocía la respuesta a
aquella pregunta desesperada, pero no tenía ni idea de qué podía hacer al
respecto.
—Seguro que la reacción que cundirá en el mundo científico cuando
desveles los tesoros bastará para que Sir Edward vuelva a fijarse en
Amorgis —propuso Cleo—. Lo que vas a exponer tú rivalizará con cualquier
cosa que haya encontrado Schliemann en Troya. Amorgis pasará a ser el
centro del mundo científico. Y a Sir Edward no le quedará más remedio
que enviarte otra vez allí. Tú eres el experto en la búsqueda de la tumba
de Alejandro. —Cleo esperó sinceramente que lo que estaba diciendo
resultara ser cierto—. El orgullo de Sir Edward...
—¡Eso es! —Su padre le cogió las manos y la levantó del sillón—.
¡Querida, eres una belleza con un pico de oro!
Cleo lo miró con gesto suspicaz, temerosa de la desesperación que veía
en sus ojos. Lo que menos hubiera esperado de su padre era un cumplido
acerca de su físico.
—Se está haciendo tarde —dijo—. Tengo que ir a vestirme para el baile.
Su padre dio un paso atrás y la miró de un modo que la hizo sonrojarse.
—Toda una belleza. A veces se me olvida.
Ella asintió brevemente con la cabeza.
—Gracias, supongo.
—Tú no me crees, pero es verdad. Piensas demasiado y tienes
demasiadas pretensiones de convertirte en una erudita.
—¿Pretensiones? —Cleo percibió el tono peligroso que dejaba escapar
su propia voz, aun cuando su padre no se percató de nada. Procuró
adoptar un tono deliberadamente blando al añadir—: Hago lo que puedo
para ayudarte, siempre que puedo.
La ancha sonrisa de su padre le reveló que aquel comentario había sido
una equivocación. Fraser le acarició la mejilla.
—Una chica lista. Siempre has sido muy lista. Estoy seguro de que no
hace falta que te diga lo que debes hacer.
Cleo apretó con fuerza la mandíbula y los puños. Escrutó el semblante
de su padre buscando al historiador bonachón al que amaba, bien
intencionado pero distraído. Pero lo que vio no fue aquel hombre. Su padre
era alto y todavía poseía cierto atractivo, si bien un tanto ajado, en cambio
daba la impresión de un hombre enjuto y hambriento. En sus ojos brillaba
el ansia que lo consumía, y ello le impedía ver que estaba haciendo daño a
su hija.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo siempre se había dicho a sí misma que lo amaba incluso cuando se


mostraba débil e insignificante, pero en este preciso momento no
experimentaba dicho sentimiento hacia él.
—Entiendo —dijo—. Así que estamos a punto de tener abiertamente la
conversación que llevo varios meses evitando. —Respiró hondo—. Me he
esforzado mucho para convencerme a mí misma de que cuando me dijiste
que fuera amable con Sir Edward no quisiste dar a entender además que
debía seducirlo. Tenía la esperanza de que no pretendías que yo recurriera
a tácticas sexuales para persuadirlo de que te entregara una fortuna y
carta blanca para dedicarte a la búsqueda de Alejandro.
Mientras Cleo hablaba, el cutis claro de Everett Fraser fue tornándose
de un rojo cada vez más intenso. Finalmente contestó:
—Bueno, tú no eres de las que se casan, así que he pensado que...
—¿Que estaría dispuesta a ser la amante de un hombre por el bien de
Alejandro?
De repente se le ocurrió una idea que la tomó totalmente por sorpresa.
"Podría ser la amante de Ángel". Y entonces le vinieron a la memoria las
palabras de Ángel, las cuales llevaban todo el día revoloteando por su
cabeza: "Yo quise casarme contigo".
—Padre. —No estaba segura de querer conocer la respuesta, pero tenía
que preguntarlo—. ¿Llegó Azrael Evans a pedirte permiso para...?
—¡Eres demasiado buena para ése! —la interrumpió su padre—. Cuando
me lo pidió tú eras demasiado joven. Y lo hizo sólo porque se sentía
culpable de lo que te había hecho. Cuando vino a mí pidiéndome permiso,
yo no sabía que te había deshonrado, pero se lo hubiera denegado aunque
lo hubiera sabido.
¿Culpable? Tal vez la razón fuera sólo el sentimiento de culpa, pero por
lo menos Ángel la había pedido en matrimonio. La complació saber que
había pensado tanto en ella. Se preguntó por qué se marchó sin
molestarse en decir adiós; tal vez su padre tuviera también la respuesta a
eso, pero no deseaba las explicaciones de su padre. Ya no tenía dieciséis
años. Lo que hubiera que decir se diría entre dos personas adultas.
—¿Qué es lo que te ha hecho concebir la absurda idea de que yo voy a
aceptar irme a la cama con Sir Edward?
Por la manera en que su padre hundió los hombros, Cleo dedujo que
aquella pregunta sin tapujos lo había perturbado, pero no obstante
cometió el error de decir:
—¿Por qué no ibas a querer convertirte en la amante de Sir Edward? Ya
eres una puta.
Cleo respondió con precisión:
—No soy una puta. Soy una mujer caída. Hay diferencia.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—Has sido deshonrada —fue la contestación de su padre—. ¿Por qué no


lo utilizas en beneficio tuyo?
—Querrás decir en el tuyo.
—En el nuestro. Tú ansias regresar a Grecia tanto como yo.
—No exactamente.
—Tengo un gran trabajo esperándome en las islas griegas. De ti
depende persuadir a Sir Edward para que me deje terminar lo que he
empezado.
—¿Por qué todo depende siempre de mí?
Su padre absorbió aquella réplica con el ceño fruncido y una expresión
de perplejidad.
—Pues... porque... se te da muy bien organizar cosas.
—Organizar. —Cleo masticó aquella palabra durante unos instantes—.
Organizar. Sí. Es un eufemismo interesante, ¿verdad? Lo abarca todo,
desde criar a Pía, intentar mantener una relación con Annie a pesar de la
distancia, ayudar a Saida con Walter Raschid y con Thena, llevar una casa
que está constantemente trasladándose de un país extranjero a otro,
organizar tus expediciones de investigación, hasta dirigir los
campamentos cuando estamos trabajando sobre el terreno. Además de
ocuparme yo misma de la mayor parte de dicho trabajo sobre el terreno.
—Iba contando las obligaciones con los dedos de la mano—. Y luego están
las finanzas de la familia. ¿Cuándo fue la última vez que firmaste tú con tu
nombre una carta dirigida al director de un banco, padre?
—Bueno, yo...
—Además del trabajo para la colección egipcia del que tú no haces caso
cuando estás buscando a Alejandro. ¿Cuántos trabajos publicados con tu
nombre en realidad los he escrito yo?
—Has sido de gran ayuda a la hora de preparar los manuscritos.
—Así es. Soy muy exigente con lo que escribo.
Everett Fraser se ruborizó intensamente, de un rojo colérico, pero no la
contradijo. Por primera vez, Cleo manifestaba resentimiento por las
muchas responsabilidades que recaían sobre ella.
—Fui yo la que encontró el papiro alejandrino. Fui yo la que descubrió la
clave para traducirlo. Yo he impedido a nuestros rivales que le echaran la
zarpa a esa información. —"¡Oh, papá!, si supieras el juego del gato y el
ratón al que hemos venido jugando Ángel y yo a lo largo de todos estos
años..."— Que yo recuerde, lo único que has hecho tú en estos diez años
ha sido catalogar y reconstruir objetos, cultivar el mecenazgo de Sir
Edward y ensuciar el nombre de Azrael Evans ante todo el que quisiera
escucharte. No es de extrañar que yo no tenga una vida.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

—Eres mi hija mayor... y una solterona. Ya es suficiente vida cuidar de


la familia.
—¡No, no lo es!
—Y además lo has hecho muy bien. Vamos, vamos, pequeña —añadió,
como si aquellas palabras fueran una especie de bálsamo para sus heridas
en carne viva—. Lo que te tiene alterada es el hecho de haber visto otra
vez a Evans, ¿no es así?
—¿Evans? ¿Qué tiene que ver Ángel con...?
—No te lo reprocho; ese hombre resulta exasperante. Pero va a
marcharse pronto, y todo volverá a la normalidad.
—¡Eso es lo que me da miedo!
Su padre, o estaba totalmente ciego a la furia de su hija, o bien estaba
fingiendo maravillosamente que ella no temblaba de rabia. Cruzó al otro
extremo de la biblioteca y le abrió la puerta.
—Ya volveremos a hablar de Sir Edward cuando te sientas más tú
misma. Ahora debes ir a vestirte para el baile. Te sentirás mucho mejor
cuando lleves puesto un bonito vestido.
"No puedo matarlo. Eso sería parricidio".
Cleo mantuvo las manos muy pegadas a los costados y salió de la
biblioteca seguida por su padre.

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 18

—¿Qué creías que estabas haciendo? —susurró Apolodoro en tono


furioso, inclinándose hacia Evans para que no pudiera oírlo ninguna otra
de las personas que se apiñaban alrededor de la ponchera.
Evans mantuvo la mirada fija en la puerta del gran salón de la mansión.
La gigantesca estancia estaba atestada de guirnaldas de flores, enormes
cortinajes y grandes lazos de cintas con dibujos de cuadros escoceses. En
un rincón tocaba suavemente una pequeña orquesta traída de Londres,
mientras que en el otro extremo del salón aguardaban su turno varios
gaiteros y arpistas.
Una vez más se habían dispuesto las mesas del bufé bajo los ventanales
con vidrieras de colores, y de la iluminación de la sala se encargaban unas
lámparas de araña y varios candelabros de gran tamaño.
El gran salón estaba lleno a rebosar. Evans no había visto tantas rodillas
masculinas al aire desde... en fin, nunca había visto tantas rodillas
masculinas. Él, Apolodoro, Divac y otros cuantos más vestían el
acostumbrado atuendo formal en blanco y negro, y destacaban como
puntos negros entre el gentío. Al fin y al cabo, aquel era un Baile de las
Highlands. Todo el que podía presumir de poseer un tartán escocés iba
ataviado con la indumentaria de gala propia de las tierras altas de Escocia,
incluidas la falda y la escarcela.
Las damas escocesas lucían los tartanes de su familia además de sus
vestidos de baile, complementados con pañuelos, chales y cintas
decorativas. Todo era muy diferente de aquello a lo que estaba
acostumbrado él. Muy interesante. Casi lo suficiente como para distraerlo
del enfadado griego que tenía al lado, pero no lo bastante para apartar su
atención de la amplia puerta de entrada.
—¿En qué estabas pensando? —insistió Apolodoro, tirando con fuerza
del brazo de Evans.
Evans, suavemente, liberó la manga de la mano nerviosa del griego.
—En que estaba protegiendo a una dama.
—Tus actos no han hecho más que ocasionar problemas. ¿Cómo voy a
controlar a esos jóvenes impetuosos si tú, nuestro aliado, elegido

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personalmente por mí, interrumpes la labor de dos miembros de la


antigua orden?
—Tus muchachos intentaban hacer daño a Cleo.
—Ellos me han dicho que sólo pretendían interrogarla.
—Se interpusieron en mi camino.
—No se dieron cuenta de que también la estabas siguiendo tú. Podrían
haberte sido de alguna ayuda —agregó Apolodoro, casi pidiendo disculpas
—. Pero no estaban actuando por orden mía. Yo me fío de ti, ellos no.
Ahora que has eliminado a dos de ellos...
Evans se volvió hacia Apolodoro con los ojos entornados.
—¿Dos de ellos? ¿Es que hay más de dos hoplitas renegados
merodeando por el pueblo? —El griego afirmó gravemente con la cabeza.
Evans a duras penas logró contenerse para no aferrado por la pechera de
la chaqueta—. ¿Cuántas balas perdidas hay pululando por ahí?
—No puedo decírtelo.
—Yo estoy de tu parte, Apolodoro.
—Los dos heridos no dirían lo mismo.
—Estaban amenazando a Cleo.
—Puede que la señorita Fraser posea información necesaria para
nosotros.
—Es una mujer indefensa —contestó Evans—. Relativamente. ¿Por qué
no os dedicáis a molestar a su padre?
—Porque tú nos aseguraste que ella supone una amenaza más
importante.
Maldición. ¿Cómo es que no había tenido más cuidado con lo que decía
al jefe de los hoplitas? ¿Habría estado alardeando de la capacidad
intelectual de Cleo? ¿O se le habría escapado alguna indiscreción durante
uno de sus arrebatos de frustrado anhelo de tenerla consigo? A aquello
llevaban siempre todos los piques, las burlas, las pullas: a desearla. Y
dicho deseo era todavía más fuerte desde que hicieron el amor la noche
anterior.
—Te devolveré el tesoro.
—Esta noche —insistió Apolodoro.
Evans miró en derredor. Una docena de personas repararon en él y le
sonrieron y saludaron con la cabeza al pasar.
—Esta noche estamos más bien ocupados.
—Hay peligro flotando en el aire —lo advirtió Apolodoro—. Y queda muy
poco tiempo. Esos impacientes están planeando algo. Spiros no va a

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Susan Sizemore El precio de la pasión

unirse a ellos, pero no puedo prometer que me sea posible detener a los
demás.
—¿Más vandalismo? —Evans sintió una punzada de miedo al ver la
expresión cerrada y hostil del griego—. ¿Tienen pensado hacerle algo a
Cleo? ¿Qué están planeando? —Le entraron ganas de salir corriendo de allí
e ir en busca de los hombres que acechaban en las sombras en aquel
instante—. Estoy aquí para solucionarte los problemas, Apolodoro. Hicimos
un trato.
—Tú aún tienes un trato conmigo, Evans, pero los otros... —Negó con la
cabeza—. Tráenos el tesoro esta noche, o de lo contrario esa joven y su
padre morirán. Y puede que no sean los únicos. Los hoplitas están
preparados para hacer lo que sea preciso, con tal de proteger nuestro
deber sagrado. No puedo darte más tiempo.
—Acudiré a las autoridades —amenazó Evans.
—Hiciste un voto. Eres uno de nosotros. —Apolodoro apoyó una mano
en el hombro de Evans—. Hay papeles que demostrarán tu implicación en
los actos de violencia que puedan cometerse. Sobre ti, amigo mío, recaerá
toda la culpa. Se demostrará que eres el cabecilla de una banda de
ladrones que atacaron este pueblo pobre e indefenso.
Evans no se rió en la cara del griego; sabía que sería una necedad
revelar cualquier signo exterior de que aquel chantaje no tenía la menor
importancia para él. Si le sucediera algo a Cleo, ¿le quedaría algo por lo
que vivir? Así que respondió a Apolodoro con un gesto de asentimiento.
—Esta noche —aceptó—. Esta noche recuperarás tu maldito tesoro.
¿Cómo iba a hacer para cumplir aquella promesa? Se le ocurrió una
buena idea: perder la única cosa que atesoraba él, por supuesto. Hasta
que encontró a Cleo en Escocia, una mujer sensual, lista por fin para amar
y ser amada, no había comprendido verdaderamente lo preciada que era
para él.
En el entorno habitual de ambos Cleo formaba parte del paisaje; era un
elemento tan importante como el aire, pero el estimulante tira y afloja de
la tensión que flotaba entre ellos le resultaba tan común como la visión de
las pirámides en el desierto que se extendía más allá de El Cairo... e igual
de eterno. Sin embargo, la noche anterior lo había cambiado todo. Y esta
noche todo tocaría a su fin.
En la noche anterior todo había sido pasión pura, espontánea; esta
noche debía practicar la seducción, el engaño, mentirle y hacerle
promesas que no iba a poder cumplir para sonsacarle la información
necesaria. Iba a ser la mayor traición a Cleo, la más importante, la más
grandiosa de todas, totalmente inolvidable. Con ella sin duda le rompería
el corazón a Cleo, y también el suyo propio, e iba a hacerlo porque no
tenía otro remedio.
—Una velada magnífica, ¿no le parece?

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Una mano le dio una palmadita en el hombro, y cuando se giró con


expresión sombría vio el rostro sonriente de Sir Edward.
—Magnífica, en efecto —convino, con un sabor a bilis en la lengua.
Al igual que la mayoría de los varones presentes, Sir Edward iba
ataviado con toda la parafernalia propia de las montañas de Escocia:
guerrera militar azul oscuro, falda a cuadros, camisa blanca con adornos
de encaje en el cuello y un enorme broche de piedra de aquella región
para sujetar el tartán que le caía sobre el hombro. Aquella noche, el señor
de Muirford era la viva imagen de un salvaje jefe de clan de las Highlands.
Iba acompañado por un grupo de alegres jóvenes vestidos con faldas que
reproducían los mismos cuadros escoceses.
—Kevin, Joseph, Wally, Terrell y Anthony. Van a formar parte de la
primera promoción de alumnos de la universidad —los presentó con
orgullo—. Pertenecen a mi clan, todos y cada uno de ellos.
Evans estrechó la mano uno por uno a los cinco muchachos, efusivos y
apuestos, contento de tener algo que lo apartase de su conversación con
Apolodoro. Aquellos jóvenes escoceses alabaron de modo entusiasta la
historia y el arte de su tierra, si bien concedieron que los galeses cantaban
muy bien y que en Gales podían presumir de haber tenido a Merlín,
aunque en realidad el rey Arturo hubiera sido un escocés al que los poetas
medievales tomaron por gales. Apolodoro escuchó todo aquello con gran
interés, como si jamás se le hubiera ocurrido que alguien que no fueran
los griegos pudiera tener una historia que mereciera ser defendida.
—Mis antepasados son originarios de Gales, pero yo soy norteamericano
—dijo Evans al cabo de un rato.
—Muchos de nuestros antepasados fueron enviados a Norteamérica —
repuso uno de los muchachos. A Evans le costaba distinguirlos— durante
la limpieza.
—¿La qué? —preguntó Apolodoro.
—Los señores y terratenientes habían sido corrompidos por los ingleses
—explicó uno de los jóvenes Muir—. Resultaba más rentable criar ovejas
que permitir que los campesinos trabajasen la tierra. Así que...
—Mandaron a su gente a América o a Australia, o a cualquier parte que
no fuera Escocia —explicó otro vehemente montañés.
—Tan sólo ahora están corrigiéndose algunos de esos abusos —
intervino Sir Edward—. Por fin los escoceses estamos siendo valorados de
nuevo como pueblo.
—Los griegos sufrimos mucho bajo el yugo del imperio otomano —terció
Apolodoro—. Nuestro pueblo fue oprimido, nuestros tesoros saqueados.
—A nosotros, los ingleses nos quitaron la Piedra Scone —dijo un Muir—.
El trono sagrado de los reyes de Escocia nos fue robado hace cientos de
años. —Habló como si aquel insulto a la nación escocesa hubiera tenido

~176~
Susan Sizemore El precio de la pasión

lugar el día anterior—. Algún día la recuperaremos. —Miró en derredor—.


¿Verdad, muchachos?
Se elevó un coro de calurosas exclamaciones a favor.
Alguien hizo una seña a un sirviente, y enseguida todos tuvieron una
plateada taza de ponche en la mano. Sir Edward pidió que prestaran
atención y todo el mundo hizo una pausa para el brindis.
—Por la devolución de los tesoros —proclamó uno de los jóvenes Muir.
—Por los tesoros —se sumó Apolodoro con calor, acompañando su
efusión con una mirada siniestra a Evans.
Evans apuró su taza y se dispuso a abandonar el grupo, pero Sir Edward
lo miró y le dijo:
—¿Cree usted que llegará pronto? Me refiero a la señorita Fraser. —Sir
Edward tenía la atención puesta en la puerta, por eso no vio la mirada de
celos puros que le lanzó Evans. Sir Edward carraspeó y continuó—: Una
mujer muy atractiva.
—Preciosa —lo corrigió Evans sin poder contenerse. La vena de
posesividad que le había salido en los últimos días lo perturbaba, pero no
intentó reprimir dicha reacción tan primaria. Siempre había formado parte
de su modo de ser, aunque nunca había surgido un rival que cuestionara
el derecho que tenía sobre Cleo. Era un derecho que nunca había ejercido
y que ella no conocía siquiera, pero de todas maneras Cleo le pertenecía a
él. Excepto que aquella noche iba a seducirla y abandonarla por segunda
vez, y ya no iba a haber ninguna oportunidad de volver a estar juntos, por
más posesivo que se mostrara. Así de idiota era.
—Naturalmente, usted la conoce de hace años —dijo Muir—, y en
cambio yo sólo la he visto en unas pocas ocasiones. Es muy tímida y
retraída, pero amable. Muy amable. Prepara muy bien el té. Es una
maravillosa ama de casa. Me siento... cómodo en su presencia.
¿Tímida? ¿Retraída? ¿Y cómo podía cualquier hombre sentirse cómodo
en presencia de Cleo? Vigorizado, sí. Estimulado. Completamente
cautivado. Frecuentemente furioso. ¿Pero cómodo?
—¿Tiene esa dama alguna faceta que yo no conozca, Sir Edward? —Era
verdad que había presenciado cuan atenta se mostraba Cleo con el
mecenas de su padre, cuan respetuosa y acomodaticia. Resultaba
repugnante.
—La señora Wallace es una persona muy reconfortante —respondió Sir
Edward—. Y una buena madre para Thena y Walter Raschid. Opino que tal
vez lleve ya demasiado tiempo viuda. Abrigo la esperanza de que el
profesor Fraser haya convencido a su cuñada para que acuda a esta fiesta.
Es la viuda del hermano de la difunta esposa de Fraser, ¿sabe usted?

~177~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Sí. Yo conocí vagamente a Walter Wallace antes de que lo asesinaran.


—Estaba encantado de que la atención de Muir no estuviera centrada en
Cleo—. Ella sí que es una mujer amable y encantadora.
"Y tiene buena puntería con un paraguas en la mano", añadió para sus
adentros.
—Una historia muy triste. No pudo regresar con su familia porque se
había casado con un extranjero.
—Creo que fue porque se convirtió al cristianismo y procede de una
familia de eruditos islámicos.
—Es una buena cristiana, sobresaliente. Esa es otra cosa que me gusta
de ella. Hemos estado hablando de la Biblia... —A Sir Edward se le
iluminaron los ojos al agregar—: Ahí están.
Evans se giró bruscamente hacia la entrada del salón. Sir Edward y él no
fueron los únicos que se volvieron hacia la puerta; de hecho, dio la
sensación de que todos los presentes habían estado esperando una
entrada triunfal... y no quedaron defraudados. Habían llegado los Fraser.
Everett Fraser apareció en el centro del amplio arco de entrada al salón
del brazo de Saida Wallace, la cual lucía un vestido de color verde. A su
izquierda se encontraba su hermana Jenny, con un traje gris perla. Al lado
de ésta, Annie Fraser, encantadora con un vestido color pastel y flores
frescas repartidas por su cabellera rubia. Hubiera sido ella el centro de
atención a no ser por otro detalle: Cleo.
Cleo se encontraba ligeramente aparte y adelantada a los demás, con la
cabeza alta y coronada por un complicado peinado. Incluso inmóvil como
estaba, era la mujer más grácil de movimientos que Evans había visto
nunca. Iba vestida de color escarlata de la cabeza a los pies, a excepción
de los guantes blancos y una estrecha cinta de tartán a cuadros verdes,
azules, rojos y blancos, los colores de los Fraser, que llevaba anudada a su
largo cuello. Hasta la redecilla de cuentas que llevaba era de un vivo color
rojo. No era sólo un vestido rojo pasión, era...
—¡Oh, Dios mío! —susurró con voz ronca uno de los jóvenes Muir.
...el modo en que lo llevaba.
Evans no se dio cuenta de que la temperatura de la sala iba
aumentando de modo significativo a medida que los varones presentes
iban reaccionando a la aparición de Cleo Fraser. Y no fueron sólo los
hombres; hubo miradas reprobatorias y de obvia envidia en los rostros de
muchas de las mujeres. Cuando Evans vio el corpiño que llevaba Cleo,
ceñido, sin mangas y con un generoso escote, que dejaba ver la mayor
parte de los hombros y de la forma redondeada de los pechos, y apreció el
modo en que la caída de la falda moldeaba y resaltaba su figura, ya
perfecta de por sí, entendió por qué ella se había tomado la molestia de
pedir permiso para lucir aquel vestido.

~178~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Tengo entendido que fue diseñado para una cantante de ópera —


susurró una mujer a otra, a su lado—. Y lo entregaron por equivocación a
la hermana pequeña.
—¿La señorita Fraser se ha ofrecido voluntaria a lucir eso en lugar de su
hermana? —exclamó una voz sorprendida detrás de un abanico—. Muy
valiente por su parte, he de decir.
—Yo no habría tenido valor.
—Ni la figura necesaria, Fiona —dijo otra persona, cuyo comentario fue
recibido por unas suaves risas.
—Demuestra ser inteligente, al adelantarse a atajar cualquier posible
escándalo —murmuró él.
Cleo dejó que la pausa durase lo justo y a continuación entró en el salón
por delante de su familia caminando con su acostumbrada e increíble
elegancia.
Entonces se produjo una estampida de hombres que a punto estuvieron
de tropezar unos con otros en su afán por ser los primeros en solicitarle un
baile, ofrecerse a servirle una taza de ponche, intercambiar un saludo o
simplemente estar cerca de ella.
Evans se quedó atrás, disfrutando de la sorpresa de Cleo al ver aquella
reacción masculina a la abierta exhibición de sus encantos femeninos. Se
apreciaba un ligerísimo toque de color en la base de su largo cuello y
sobre sus elegantes pómulos. Evans sabía que él no era el único hombre
que experimentaba el impulso irrefrenable de besar con delicadeza cada
uno de aquellos puntos tan sensibles. El vestido le daba un aire
sofisticado, mundano y accesible, pero su expresión proyectaba una
vulnerabilidad y una inseguridad que resultaban cautivadoras. Era una
mezcla irresistible. Cleo parecía una rara rosa de color escarlata rodeada
súbitamente por un enjambre de abejas vestidas con falda escocesa.
Evans sonrió al pensar en aquella analogía, hasta que recordó que las
flores eran polinizadas por las abejas. Y si había alguien que fuera a
polinizar a Cleo Fraser, era él.
Bueno, no, no era exactamente eso lo que quería decir...
—¡Vaya! —oyó exclamar al reverendo McDyess—. ¡De modo que esto es
a lo que estamos llegando!
—En efecto. ¿A que es maravilloso? —le contestó Sir Edward.
Acto seguido, el señor de Muirford se adelantó para besar la mano de
una exótica viuda egipcia de apellido Wallace. Mientras tanto, Apolodoro
se había acercado a tía Jenny. Everett Fraser dirigió una mirada fulminante
a Evans y a continuación se sumó a una conversación que tenían Divac,
Mitchell y otros más. Carter y Spiros se concentraron en los encantos, más
discretos, de Annie Fraser. Se reanudaron otras conversaciones.

~179~
Susan Sizemore El precio de la pasión

La banda de músicos afinó los instrumentos y se anunció que el próximo


baile sería un vals.
Había llegado el momento de actuar. Evans se mezcló con la multitud
que rodeaba a Cleo y apartó a Hill a un lado con el codo. Se preguntó qué
diría cuando lo viera, qué haría. ¿Se suavizaría la expresión de su cara al
recordar la noche de amor que habían vivido? ¿Se le aceleraría el pulso, le
vibraría el cuerpo a causa del deseo? ¿Compartirían ambos una sonrisa
secreta, un roce sutil?
—¡Ah!, estás aquí —dijo Cleo cuando por fin su mirada se posó en él.
Hubo en sus ojos castaños una chispa y un destello especial que
sacudieron a Evans igual que un relámpago. "Sus ojos son como el coñac",
pensó. Tenían el mismo color y la misma intensidad, y el hecho de
mirarlos fijamente se le subió a la cabeza. Sintió deseos de calentarla con
las manos, igual que se hacía con una copa de coñac. Le entraron ganas
de bebérsela toda.
—Me embriagas —le susurró, rodeado por los demás hombres que aún
pugnaban por obtener la atención de Cleo.
Si hubiera tenido el poder de hacerlo, Cleo habría vaciado de gente el
salón entero para quedarse a solas con Evans. Contuvo la respiración
cuando entró por la puerta, temerosa de mirar a su alrededor y que Evans
no estuviera presente. A lo largo de todo el camino hasta el baile, tía Jenny
había armado mucho jaleo acerca de su indumentaria, mientras que su
padre, percibiendo por una vez su estado de ánimo, intentó todo el tiempo
llevarla hacia temas de conversación anodinos. Tanto Saida como Annie
requirieron su opinión respecto de su apariencia. Ella ignoró a todos y se
escabulló de las demandas que le hicieron al entrar en la gran mansión.
Lo único que quería ella era a Ángel. Era lo único que había querido
siempre.
Lo único que ocupó su pensamiento a lo largo del pequeño recorrido en
carruaje hasta la mansión fue qué iba a decirle a Ángel. Pero en su cerebro
no había nada más que un espacio en blanco, el ardiente rescoldo de
deseo que quemaba tanto como el sol del desierto. En el exterior del
carruaje había dejado de llover y la noche se había despejado, las estrellas
brillaban suavemente en el cielo y tan sólo se veía de vez en cuando una
nube que cruzaba por delante del disco menguante de la luna. Hacía una
hermosa noche para acudir a un baile, pero su única motivación para
asistir a aquella fiesta era que allí iba a encontrarse con Azrael Evans.
Cuando por fin lo vio, se le cortó la respiración. En un salón abarrotado
de escoceses guapos y apuestos, vio a Azrael Evans y a su mente acudió
la imagen siniestra y depredadora de Horus, el halcón. Dicha impresión se
evaporó enseguida, pero Ángel persistió: un hombre alto y de cabello
oscuro, con intensos ojos negros, una actitud segura y un poco canalla, y
una boca pecadora. Además tenía la fortuna de contar con un sastre que

~180~
Susan Sizemore El precio de la pasión

se había esmerado en destacar la anchura de sus hombros y de su pecho,


la estrechez de su cintura y la longitud y la fuerza de sus piernas. Estaba
impecable, perfecto. No había un solo hombre en aquel salón, ni en el
mundo entero, que estuviera a su altura en cuanto a apariencia y estilo. Y
dudaba que hubiera una sola mujer en el baile que pudiera resistir dicha
tentación.
Claro que ella no pensaba darles ni la menor oportunidad.
Sonrió débilmente. No era la primera vez que se sentía celosa de Ángel.
En otras ocasiones había atribuido su modo de reaccionar ante los
rumores que circulaban por la pequeña comunidad europea de El Cairo al
asco que le causaba ver cómo desperdiciaba su vida Ángel. Lo cierto era,
tuvo que reconocerlo, que ella se había comportado como un monstruo de
ojos verdes, ya fuera consciente de ello o no.
Y de repente se vio rodeada de gente que reía, sonreía, le hacía
cumplidos, le besaba la mano y le ofrecía ir a buscarle una taza de
ponche, un plato de comida, las estrellas. Éste último fue el profesor Hill,
tan ocurrente. Pero ella no deseaba tener cerca a ninguno. Tenía la
impresión de que iba a verse obligada a abrirse paso con las uñas a través
de un inmenso gentío para poder llegar hasta el único hombre de la sala
que le importaba de verdad. Y en aquel momento, por fin, Ángel se dirigió
con toda calma hacia el fondo de la multitud y se elevó por encima de
todos, alto como era, y ella lo miró y dijo algo tonto.
—Aquí estoy —contestó él—. Llegas tarde, muy a la moda.
Al otro extremo del salón comenzó a sonar la música y Cleo se dio
cuenta de que el profesor Hill tenía la mano extendida. Hill dirigió a Ángel
una mirada de triunfo y le dijo a Cleo:
—¿Recuerda usted, señorita Fraser, que en la recepción de la otra noche
le rogué que me apuntara el primero en su carné de baile?
Ella recordó vagamente una conversación acerca del baile.
—He tomado lecciones, pero nunca he bailado un vals con un caballero
—repuso Cleo.
—Su profesor de baile era un eunuco —ofreció Ángel.
—Tía Jenny no es un... —Hill todavía estaba esperando a que ella
aceptara su mano, y no pensaba poner violenta a Annie—. ¿Está seguro de
que quiere asumir el riesgo de que le propine un pisotón, profesor?
—Tiene unos pies muy grandes, para una mujer de su estatura —terció
Ángel desde una posición segura atrás, mirando por encima de dos
jóvenes vestidos con el atuendo de los montañeses—. Pero es la mejor
bailarina que he visto nunca —añadió cuando ella le lanzó una mirada
escandalizada.

~181~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Él le devolvió a su vez una mirada chispeante y burlona. En ella Cleo


creyó ver también un poco de orgullo y... ¿aquello otro era un ligerísimo
repunte de celos?
Cielo santo, ¿Ángel estaba celoso de ella? ¡Qué delicia!
Permitió que el historiador de Edimburgo la sacara de aquel mar de
jóvenes montañeses que la rodeaban.
Momentos después vio a Ángel en la pista de baile en compañía de
Davida MacLean, segura en sus brazos. Era evidente que él sí había
bailado el vals otras veces, y Davida también, a juzgar por la facilidad con
que se adaptaba al abrazo de Ángel y se dejaba llevar ejecutando giros y
vueltas. Cleo se olvidó de dar celos a Ángel y se concentró en odiarlos a
los dos por igual, tanto a él como a la honorable Davida MacLean. La
música no hizo sino acentuar la elegancia y la fuerza masculinas con que
Ángel guiaba a otra mujer alrededor de aquel estrecho espacio que había
sido habilitado como pista de baile.
Ni tampoco era Cleo la única mujer que no podía apartar los ojos de él.
Se había fijado en todas las otras que habían tomado nota de aquel
apuesto norteamericano, no había perdido detalle de cómo
intercambiaban miradas y hablaban tras sus abanicos cuando pasaba él.
Sin duda era considerado un buen partido entre algunas de aquellas
jóvenes, supuso con un sabor amargo en la boca. ¿Qué pasaría si Ángel se
interesara a su vez por alguna dama decente de la comunidad académica
que pudiera dar un impulso a su carrera? Nunca se le había ocurrido que
alguien pudiera proponerse conquistar a Ángel, pero ¿por qué no? No sólo
era guapo, sino además inteligente, y lo rodeaba una excitante aura de
misterio y aventura. Podía ser que deseara una mujer de buena familia y
pureza moral que formara un hogar para él y le diera hijos.
¿Qué le diera hijos? Ninguna mujer podía dar hijos a Ángel más que ella.
—¿Señorita Fraser?
—¿Qué?
Hill tragó saliva de manera audible.
—Está usted gruñendo.
Cleo cayó en la cuenta de que tenía los labios fuertemente apretados en
un gesto de furia.
—¿Ocurre algo? —preguntó Hill—. ¿La he pisado?
—No. —Cleo se esforzó por sonreír al hombre con el que estaba
bailando—. Siempre pongo esta cara al bailar el vals.
—Antes ha dicho que nunca había bailado el vals. —Al ver que Cleo lo
perforaba con la mirada, Hill añadió—: Tal vez sea mejor que el doctor
Evans y yo cambiemos de pareja.
—¿Tanto se nota?

~182~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo se dio cuenta de lo apuesto que era Hill cuando éste le sonrió y le
dijo:
—Lo notaría cualquiera que haya coincidido con alguno de ustedes dos
en estos días. —Hill dejó escapar un suspiro—. Con todo, ya me enteré de
la disputa que existe entre ambos cuando estuve en Aleppo. Evans se
emborrachó y me contó parte de la historia. Estaba convencido de que
usted lo odiaba.
—Y no se equivocaba.
¿Así que Ángel había pensado en ella mientras estaban separados?
—Pero eso no le impidió a usted seguir amándolo. El amor y el odio son
sentimientos muy similares. —Suspiró otra vez—. Aun así, cuando la
conocí a usted alimenté ciertas esperanzas.
Cleo frunció el ceño, perpleja.
—¿De qué?
Hill sacudió la cabeza en un gesto negativo.
—Usted no ha pensado en ningún otro hombre que no sea él, ¿verdad?
—Desde que tenía dieciséis años, no —admitió Cleo, y miró por encima
del hombro de su acompañante para vislumbrar brevemente a Ángel y
Davida MacLean—. Pero al parecer él tiene otras ideas.
—Sería una suerte para mí que así fuera. —La sonrisa de Hill fue
luminosa y esperanzada—. Pero me temo que sólo me queda un baile.
—Así es como empieza —replicó Cleo acordándose de la noche anterior
—. Con un baile.
—Ya estamos bailando.
Cleo le sonrió.
—Esto no es bailar.
—Me rompe usted el corazón.
—Las mujeres que se llaman Cleopatra tienen fama de romper
corazones.
Hill rió.
—¿Por qué no se fuga usted conmigo, señorita Fraser, con ese
maravilloso vestido escarlata y esa cabecita suya, mucho más llena de
ingenio que la mayoría de los hombres presentes en esta sala? —En eso,
la música cesó y se quedaron parados en el centro de la atestada pista de
baile, pero Hill no le quitó la mano de la cintura—. ¿Le gustaría salir afuera
conmigo? —preguntó—. ¿O prefiere que le traiga una taza de ponche?
—Ninguna de las dos cosas —respondió Cleo, dado un paso atrás.
Cuando se dio la vuelta para buscar a Ángel, oyó a Hill que decía:

~183~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Ya temía yo que dijera eso.


Cleo llegó justo a tiempo de ver a Lady Alison presentándole a una
hermosa joven pelirroja ataviada con una banda de tartán de Leslie sobre
un vestido de color blanco. Cleo lo alcanzó y se situó a su lado antes de
que hubieran finalizado las presentaciones. Puso una mano sobre el brazo
de Ángel y, cuando éste se volvió hacia ella, le dijo:
—Estamos en un Baile de las Highlands, doctor Evans.
—Ya me había percatado de ello, señorita Fraser.
—Usted es historiador, ¿no es cierto?
Ángel se frotó el mentón con expresión entre divertida y confundida.
—Me gusta pensar que sé algo de Historia.
Cleo odiaba que estuvieran constantemente rodeados de gente. En
Egipto había mucha más arena, piedras y ruinas que personas, y resultaba
mucho más fácil tener una conversación cuando ellos eran las únicas
criaturas que había alrededor. Pero tenía cosas que decir al doctor Evans e
iba a decírselas allí mismo, antes de que le faltara el valor.
—¿Sabe usted algo de historia de las Highlands? ¿De la consigna del
clan Fraser, tal vez?
—Me temo que jamás he oído la consigna de su familia.
—Estoy preparada.
Evans se sintió inflamado por el fuego que ardía en los ojos de Cleo y
por el gesto de determinación que se leía en su semblante. Aquel familiar
brillo de batalla en los ojos de Cleo era lo que le daba la vida.
—¿Está preparada? ¿Para qué?
—Ésa es la consigna del clan —explicó Lady Alison.
Cleo era la mujer de belleza más asombrosa de cuantas se encontraban
en aquella sala... en el mundo entero. No era sólo aquel traje tan atrevido
y llamativo ni cómo hacía destacar sus senos altos y redondos al tiempo
que moldeaba su esbelto talle. Era todo. Evans olvidó que había decidido
seducirla por la causa de encontrar el tesoro de Alejandro, y simplemente
decidió seducirla porque sí.
—Y "Estoy preparada" quiere decir...
—Exactamente lo que usted está pensando —contestó ella, y lo tomó
del brazo—. Vamos a dar un paseo por el jardín de Sir Edward y le
explicaré unas cuantas cosas más sobre el clan Fraser.
Le dio un firme tirón, y él la siguió sin rechistar, sin darse cuenta apenas
de que atravesaba el abarrotado salón y salía con ella por las puertas
francesas. Tan sólo se percató de que iban cogidos del brazo, de que el
corazón le latía de forma desbocada y de que tenía el cuerpo entero tenso
por el deseo, y todo aquello fue lo que logró asimilar hasta que descubrió

~184~
Susan Sizemore El precio de la pasión

que se hallaban juntos, a solas, bajo la fragante sombra de un enorme


rosal.
Entonces atrajo a Cleo hacia sí y la besó, y ella acopló su cuerpo al de él
y respondió a su ardor de un modo que borró de su cerebro los últimos
vestigios de pensamiento coherente durante un buen rato.

~185~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 19

—Es posible que tú estés preparada, pero yo no estoy seguro de estarlo.


Evans estrechó a Cleo contra sí y rió de forma entrecortada con la boca
pegada al cabello de ella. No recordaba haber introducido en él la mano
para hacerlo derramarse alrededor de su rostro, pero allí estaba, suave
como una almohada de satén contra su mejilla y con aroma a flores y
especias. No estaba seguro de cuándo habían dejado de besarse ni por
qué. ¿Dónde diablos estaban? Aspiró profundamente un olor a rosas y a
tierra mojada por la lluvia. A lo lejos se oía música, si es que se podía
llamar música al sonido que emitían las gaitas. Ah, sí, estaba en el jardín
de Sir Edward, en el Baile de las Highlands.
Tenía una misión: seducir a Cleo para arrebatarle el secreto del tesoro
oculto. Recuperar el tesoro y sacarlo del país, así como a los hoplitas que
amenazaban a Cleo. Romperle el corazón, pero dejarla bien segura en su
país, a salvo de cualquier peligro extranjero. Y romper el corazón de los
dos.
Cleo se movió sutilmente contra su cuerpo, un gesto que provocó en él
una fuerte oleada de deseo.
—Estás preparado —le susurró a su vez, en un tono de voz profundo y
sensual.
—Éste no es precisamente el momento adecuado ni... ¡oh, no pares!
Deslizó las manos bajando por la espalda de Cleo y asió puñados de tela
al posarlas sobre aquel trasero redondeado y encantador. Le besó la
garganta, y ella arqueó la espalda para permitirle un mejor acceso a aquel
maravilloso escote.
—Me encanta el vestido que llevas —dijo Evans mientras besaba
alternativamente el nacimiento de los pechos y el valle que se abría entre
ambos—. Y me encantaría que te lo quitases.
Ella dejó escapar una risita, un sonido que provocó en Evans un estallido
de chispas que le recorrieron todo el cuerpo.
"Esto está yendo demasiado rápido". De pronto le cruzó por la mente
una fantasía en la que reclinaba a Cleo contra la débil pared del rosal, le
levantaba las faldas y la penetraba con una acometida dura y rápida. Pero

~186~
Susan Sizemore El precio de la pasión

en eso se iluminó el césped y debieron de salir al jardín otras parejas,


porque oyó voces no muy lejos de allí.
Podrían descubrirlos en cualquier momento, y la postura en la que se
encontraban ya resultaba bastante comprometedora. No deseaba
destrozar por completo la reputación de Cleo; la amaba demasiado para
echarle a perder la oportunidad de llevar una vida respetable en aquella
pequeña localidad universitaria. Ella se merecía algo mejor de él; se
merecía tener el mundo entero a sus pies, maldita sea, explorar,
conquistar...
—Fuguémonos —propuso Cleo hablándole al oído.
Aquella proposición dejó a Evans tan estupefacto que dio un paso atrás.
—¿Qué? —se oyó decir a sí mismo por encima de los latidos
desenfrenados de su corazón.
—Ya me has oído. —Cleo también retrocedió, y apoyó las manos en la
curva de las caderas. Tenía la respiración tan agitada como Ángel y en sus
ojos color coñac centelleaba un algo salvaje.
Efectivamente, aquello estaba yendo demasiado rápido. ¿Y no se
suponía que iba a ser él quien propusiera la idea de fugarse juntos?
—Vamos a hablar de esto.
—¡Oh, por Dios!, ¿acaso no hemos hablado ya bastante? —El tono de
frustración de Cleo era casi un grito.
—¡Chist! —Evans se acercó un poco más y apoyó las manos sobre sus
hombros desnudos. El tacto de aquella piel de satén era una condenada,
deliciosa distracción—. Siempre tenemos mucho de qué hablar —le
contestó—. ¿Por qué demonios ibas a querer fugarte conmigo?
—¿Sabes que en cierta ocasión pediste mi mano en matrimonio? —Cleo
parpadeó un par de veces al salirse por aquella tangente.
—Yo estaba presente cuando sucedió —replicó Evans—. Ese cabrón no
llegó a contártelo, ¿verdad?
—¿Por qué demonios querías casarte conmigo?
Cleo quería saberlo; Evans deseaba decírselo; y se estaba acabando el
tiempo. Los hoplitas no iban a tardar mucho en cometer algún acto
malvado y violento. Pero había cosas que quería que supiera Cleo antes de
que él cortara para siempre la relación entre ambos.
—Seduje a una virgen, ¿no lo recuerdas?
—Yo estaba presente cuando sucedió.
Evans sonrió.
—Al menos podrías tener el decoro de sonrojarte, provocadora.
—Voy a tomarme eso como un cumplido.

~187~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Y eso pretende ser, un cumplido para la mujer que eres actualmente.


Pero hace diez años no eras ninguna provocadora, sino una muchacha
cansada y frenética que no tenía ni idea de adonde podía conducir el
deseo que había ido creciendo entre nosotros a lo largo de varios meses.
Hacerte el amor fue... inesperado, maravilloso, pero también fue un gran
error. Y quise repararlo. Así que hice lo más honroso y le pedí tu mano a tu
padre.
—Ah. —Cleo asintió brevemente—. De modo que fue sólo porque te
remordía la conciencia.
—Sí. —Evans respiró hondo y le dijo la verdad—: No fue porque
estuviera enamorado de ti. Te deseaba, sí, pero ¿habría bastado el deseo?
Lo más sensato que ha hecho el idiota de tu padre en toda su vida ha sido
decirme que no. Tú eras una niña y yo un necio arrogante. —Deslizó las
manos por los brazos de Cleo y entrelazó sus dedos con los de ella. Cleo
tenía las manos frías—. Habría sido una terrible equivocación. No
habríamos tenido la oportunidad de... convertirnos en lo que somos. —En
todos los años que siguieron jamás había dejado de pensar en ella ni había
dejado de desearla, pero la vibrante joven a la que deseó en aquel
entonces no era la magnífica mujer que lo acompañaba ahora—. Te eché
la culpa a ti de lo que ocurrió, algunas veces. Me las arreglé para retorcer
el deseo que experimentaba hacia ti y transformarlo en algo que tú me
hiciste, y al mismo tiempo me dije a mí mismo que tú me habías apartado
fríamente de tu pensamiento, a excepción de considerarme un rival de tu
padre en la búsqueda de ese maldito tesoro. Lo que menos quería yo era
que me olvidases...
—¿Por qué?
—Porque yo no podía olvidarte a ti.
—¿Y eso era culpa mía?
—Algunas veces me decía eso a mí mismo. Y también sufría ataques de
culpabilidad por haberme aprovechado de ti.
—¡Qué tontería!
—Y luego te reprochaba que me hicieras sentirme culpable. Pero
entonces tú me ganabas la partida, y la emoción de superarte otra vez
volvía a consumirme. Nuestra rivalidad ha sido la sal de mi existencia. —
Odió la idea de que muy pronto todo aquello iba a acabarse. Miró a Cleo a
los ojos y le dijo—: He tardado años en comprender todo esto y aceptar
sencillamente que la atracción que hay entre nosotros no va a
desaparecer nunca. Por supuesto, hubiera servido de algo que tú me
hubieras explicado, antes de lo que sucedió anoche, por qué siempre has
estado tan furiosa conmigo.
Cleo le apretó las manos.
—Supongo que sí. Pero es que creía que sólo buscabas atormentar a mi
padre.

~188~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Ese era sólo un beneficio secundario de la búsqueda de la tumba de


Alejandro. La razón por la que no cejaba en mi empeño eras tú. Alejandro
ni siquiera me interesa —confesó—. El siglo IV antes de Cristo me resulta
un poco moderno.
—A mí también.
Evans advirtió la luz del entusiasmo que ambos compartían reflejado en
los ojos de Cleo. Además tenía una expresión pensativa y turbada, a causa
de las explicaciones que le había dado él. Si se sentía dolida, desde luego
no lo dejaba ver, pero a aquellas alturas Evans sabía de sobra que Cleo
era muy capaz de ocultarle sus sentimientos más profundos. Unos días
atrás, hubiera creído que todo intento de hacerle el amor sería rechazado,
repelido, posiblemente ignorado sin más.
Tan sólo el recuerdo de cómo había reaccionado ella cuando lo rescató
de entre los escombros de la tumba que se desmoronó le proporcionó
algún indicio de que Cleo sentía por él algo más que un furioso desprecio.
Y luego estaba la ocasión en que lo sacó de la prisión de aquel bandido. Y
también...
Por supuesto, él también le había prestado ayuda a Cleo unas cuantas
veces.
—Podemos contar el uno con el otro —dijo alzando una mano para
acariciarle la mejilla—. Siempre podemos contar con que el uno va a
acudir al rescate del otro.
Era más de lo que tenían muchas parejas. Iba a necesitar aquellos
recuerdos para vivir de ellos durante el resto de su vida.
—Así es —aceptó Cleo con los ojos cerrados, absorbiendo la caricia.
Apretó la cara contra la mano de él, lánguida como una gata, y después
giró la cabeza para besarle el centro de la palma. Aquel contacto dio lugar
a un estremecimiento de pasión que lo recorrió de arriba abajo.
—En ese momento no quiero que me rescates —dijo Cleo.
"Pero voy a hacerlo de todos modos".
—Y entonces, ¿qué es lo que quieres, Cleopatra? —Evans rió
suavemente, con pesar—. Esto ya te lo he preguntado en otra ocasión,
¿verdad?
—Y mi respuesta es la misma. —Cleo lo miró a los ojos y dijo con
alarmante determinación—: Te quiero a ti.
Transcurridos unos instantes se volvió de espaldas a él. Ángel se acercó
y ella dejó caer la cabeza hacia atrás para reclinarla contra su pecho. Fue
un gran consuelo tenerla así abrazada, por la cintura.
—Yo también tengo una confesión que hacerte —dijo Cleo después de
que estuvieron un rato respirando el aroma de las rosas y el uno el del
otro—. Yo tampoco quería casarme contigo. —Ángel supo que ella se

~189~
Susan Sizemore El precio de la pasión

había dado cuenta de que se había puesto súbitamente en tensión, y Cleo


rió con suavidad, con tristeza—. Los hombres siempre piensan que eso es
lo único que tenemos las mujeres en la cabeza, el matrimonio. Pero no
tiene que ver que hace diez años yo fuera demasiado joven para casarme;
es que tenía cosas más importantes que hacer.
—Muchas gracias por dejarme destrozado. —Ángel apoyó la barbilla en
la coronilla de la cabeza de Cleo—. Me duele profundamente ese insulto a
mi masculinidad y a mi honor.
—Tonterías. Te habrías quedado muy aliviado cuando yo te hubiera
dicho que no. No estoy diciendo que no me hubiera gustado que me lo
hubieras pedido; era lo bastante romántica y apasionada para suspirar por
una declaración de amor verdadero. Tenía dieciséis años, ¿recuerdas?
Estaba segura de que no iba a poder soportar no verte nunca más si nos
separábamos sin haber sido amantes, creía que podría sobrevivir al dolor
de la separación si me entregaba a ti siquiera una sola noche.
—¡Oh, Dios!
—Lo sé. —Cleo le hundió un codo entre las costillas—. Y entonces tú
tuviste que estropear aquella escena tan melodramática no regresando a
Estados Unidos. ¿Por qué no volviste? —le preguntó—. Tu padre te
necesitaba.
—Mi padre quería que entrara en la empresa familiar. Yo necesitaba ser
científico. A propósito, antes de que él falleciera, logramos llegar a un
acuerdo —la informó Evans.
—Bien.
—Vino a verme y le enseñé las ruinas del mundo antiguo. Ese cabezota
de Nueva Inglaterra necesitaba ver y tocar con sus propias manos los
huesos de la Antigüedad para poder comprender. Se quedó tan fascinado
por el pasado como tú o como yo, y me perdonó.
—Me alegro.
—Y además me legó su fortuna.
—Eso explica el corte de tus trajes.
—¿Es mejor vivir de una herencia que ganar una fortuna como buscador
de tesoros, señorita Fraser?
—Mucho mejor. Durante muchos años te he juzgado mal —agregó Cleo.
Se giró en sus brazos y apoyó las manos en sus hombros—. Lo siento
muchísimo, Ángel. —El tono contrito de su voz abrió una herida en el
corazón de Evans, pero Cleo continuó hablando antes de que él pudiera
rectificar la nueva imagen que se había formado de él—. Regresemos a mi
proposición de antes.
—¿Qué propos...?

~190~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—La de fugarnos y vivir en pecado. Eso forma parte de la proposición —


se embaló Cleo—. He pensado que podríamos entregarnos a una aventura
amorosa de por vida, mientras desenterramos juntos a gente muerta. Ya
estoy harta de ser buena, estoy cansada de cuidar de todo el mundo.
Quiero una vida propia.
—Y te la mereces.
Cleo exhaló un profundo suspiro.
—Me esfuerzo mucho en no desear nada para mí, pero ¿de qué me ha
servido? Si he de ser la querida de un hombre, debería poder escoger yo
misma dicho hombre, ¿no?
—¿Es que quieres ser mi querida?
—Sí. Si tú me aceptas. A no ser, claro está, que prefieras ser un
caballero respetable y buscarte una virgen para casarte... salvo que en
ese caso tendría que matar a esa pobre chica, porque no puedo soportar
que seas propiedad de otra mujer que no sea yo. Podemos vivir una
relación secreta, si quieres, pero si voy a vivir en pecado no veo razón
para actuar de manera furtiva.
Cleo parecía muy segura de sí misma. Se la veía muy decidida, además
de arrebatadoramente bella con aquel vestido escarlata, el cabello suelto
sobre los hombros y los labios un poco hinchados por culpa de los besos.
Era la viva imagen de la hembra carnal, tentadora, de todo punto
irresistible, y Azrael Evans no era ningún angelito.
Sabía que no debía sonreír igual que un niño al que han dejado a sus
anchas en una tienda de dulces, ni sentirse como un explorador que acaba
de tropezarse con un templo construido de oro macizo. La besó...
intensamente, deprisa, con dulzura.
—¿Que si quiero? ¡Cielo santo, Cleo!
Y la besó otra vez, y la acarició deslizando las manos por todo su
cuerpo, perfecto y sensible a su tacto.
Tras unos instantes de deleite, Cleo le puso las manos en el pecho y lo
empujó con firmeza.
—Según esto, entiendo que tu respuesta es sí —dijo cuando los cuerpos
de ambos se hubieron separado unos centímetros.
Evans se hincó de rodillas y enterró el rostro entre sus faldas. Por
debajo de todas aquellas capas de tela adivinó el contorno de unas
piernas bellamente torneadas. Sintió deseos de cubrirlas de besos arriba y
abajo, y también en el centro. Deseó que Cleo bailara para él, desnuda y
tendida de espaldas, él duro y ardiendo de deseo entre sus muslos.
Estaba casi demasiado excitado para recordar de qué habían estado
hablando.

~191~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Las manos de Cleo se hundieron en su cabello durante unos instantes, y


en eso susurró con urgencia:
—Más vale que nos demos prisa. Me parece que viene alguien.
¿Podríamos robar un carruaje, quizá? Yo tengo que ir a la casa a recoger
unas cuantas cosas.
Evans se incorporó.
—¿Qué clase de ajuar necesita una joven para iniciar una vida de
pecado? —Le tiró de un mechón de pelo que le caía a Cleo sobre el
hombro—. Yo he venido conduciendo uno de los vehículos del hotel; lo
único que tenemos que hacer es cogerlo y marcharnos.
—Muy bien —repuso ella, saliendo rápidamente del rosal—. Pues
vámonos.

~192~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 20

Media hora después, Evans paseaba nervioso por el pequeño jardín


vallado de la casa de los Fraser, donde lo había dejado Cleo para ir a
preparar una maleta. En la ventana del segundo piso brillaba una débil luz,
y de vez en cuando vislumbraba brevemente la sombra de Cleo, que se
movía a toda prisa delante de la lámpara. Mientras ella se apresuraba a
disponerlo todo para la fuga, él ensayaba lo que iba a decir y hacer
cuando Cleo se reuniera con él en el jardín.
Sentía la fuerte tentación de simplemente fugarse con ella. Sería
glorioso, grandioso. Pero también sería fatal. No podrían regresar a
Oriente Próximo. Pensó en llevársela consigo a Estados Unidos, pero
enseguida rechazó dicha idea. Había jurado ayudar a los hoplitas, y éstos
no iban a permitir que dejase atrás la misión que había jurado llevar a
cabo. Con los hoplitas en los talones, cualquier interludio sensual con Cleo
sería intenso pero tendría los días contados.
Así que iba a tener que ceñirse al plan original. Excepto que le costaba
trabajo recordar que dicho plan consistía en seducir a Cleo y después
abandonarla. La parte de la seducción le resultaba fácil; pero lo de
abandonarla...
—Maldición —gruñó, y descargó un puñetazo contra el tronco de árbol
que tenía más cerca. Lanzó otro juramento al notar el dolor, y agitó la
mano dolorida. De repente dio media vuelta sobresaltado, al sentir que
alguien lo tocaba en el hombro.
Cleo había tenido el buen sentido común de dar un salto atrás y
agacharse. Antes de salir de la casa había apagado la lámpara, de manera
que lo único que iluminaba el jardín era el resplandor de la luna. Bastó
para que Evans distinguiera que Cleo se había vestido con la conocida
falda pantalón para montar y una chaqueta. También le resultaba familiar
la mochila que llevaba en la mano. Estaba claro que si todos los bienes
materiales que juzgaba necesarios cabían dentro de una mochila que
llevar a la espalda, es que quería viajar ligera. Lo miró con los ojos muy
grandes y brillantes de emoción; parecía inquieta y nerviosa, deseosa de
partir.
Evans la tomó por el codo y la guió hacia la verja que había en el muro
de atrás. Cleo caminó deprisa a su lado, él permaneció con la mirada fija

~193~
Susan Sizemore El precio de la pasión

al frente; si la mirase, no podría seguir adelante con el plan... pero tenía


que cumplirlo hasta el final. Quería que Cleo siguiera viva.
Decidió que primero regresarían al hotel. Allí se la llevaría a la cama, y
cuando ya la tuviera totalmente excitada...
Los dos se detuvieron en silencio, de mutuo acuerdo. Cleo se zafó de su
mano y se volvió para mirar la casa dejando escapar un profundo suspiro
de melancolía.
—No puedo seguir adelante —dijo con voz entrecortada—.
Sencillamente, no puedo.
Evans sonrió.
—Estaba esperando que dijeras esto, cariño.
Una hora antes se sentía muy segura. Una hora antes se sentía fuerte,
dispuesta a abandonar el pequeño y caótico reino en el que gobernaba
Everett Fraser, y echó a correr para lanzarse a una vida de pecado.
Evans puso una mano encima del pestillo de la verja. Cuando iba a
abrirlo, Cleo cubrió su mano con la de ella.
—No puedo irme.
—Y tampoco puedes quedarte —replicó Evans—. Ha llegado el momento
de quemar las naves, cariño. —Le dio un beso en la mejilla y a
continuación le rozó los labios con los suyos y le acarició el contorno de la
boca con la lengua—. No quieres quedarte.
—Sé muy bien que no quiero quedarme —respondió Cleo con su
remango de siempre—. ¿Qué tiene que ver esto con lo que yo quiero?
—Todo.
—Nada —replicó. Y suspiró otra vez—. Me necesitan.
—También te necesito yo.
—Pero tú no tienes catorce años. No puedo abandonar a Pía.
—Pía es responsabilidad de tu padre.
—La he criado yo, desde que era muy pequeña, de modo que creo saber
quién es el responsable de ella. A mi padre le gusta tenerla cerca, cuando
se acuerda que existimos, pero no la ha criado él. ¿Y qué me dices de
Annie?
—Tiene a tía Jenny para que la cuide.
—Pero tía Saida, y Thena, y Walter Raschid...
Hizo un breve ademán de impotencia con el que quiso expresar que
intentaba soportar ella sola el peso del mundo.
Evans apoyó la espalda contra la verja, se cruzó de brazos y dijo en tono
paciente:

~194~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Puede que Sir Edward tenga algo que decir respecto del futuro de
Saida, y Walter Raschid va a empezar la universidad. Ya casi es un
hombre. —A continuación se enderezó e irguió la postura—. Y si te atreves
a decir que tu padre te necesita, soy capaz de marcharme de aquí sin ti. —
¡Aquello no era lo que tenía pensado decir! No podía decirlo si lo que
quería era convencerla suavemente de que se fuera con él—. Deja que tu
padre haga lo que tenga que hacer —prosiguió, incapaz de detenerse—.
Le vendrá bien excavar castillos en ruinas en las Hébridas Exteriores.
—Pero... Alejandro...
—Está muerto. —De repente le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo
hacia sí. Después de besarla durante unos instantes, cuando ya el deseo
volvía a correr incandescente por sus venas, le dijo—: Nosotros no
estamos muertos.
Ella apoyó la cabeza en su hombro.
—Ya me había dado cuenta.
Evans se limitó a abrazarla durante un rato, y mientras tanto una nube
pasó despacio por delante de la luna y el mundo avanzó un poco más
hacia la mañana. Era una sensación maravillosa, perfecta. Pero tenían que
irse, tenían que buscar un lugar íntimo en el que él pudiera...
Evans dejó escapar un suspiro profundo, doloroso.
—No puedo seguir adelante con esto.
Puso un dedo bajo la barbilla de Cleo para levantarle la cabeza que ella
tenía reclinada sobre su hombro.
Cleo se apartó y lo miró fijamente. Incluso a la luz de la luna se
apreciaba la expresión de dolor de sus ojos.
—¿No quieres fugarte conmigo?
—Sí que quiero —contestó él—. Mucho. —La apartó ligeramente de sí y
le retiró un mechón de pelo de la frente. El hecho de tocarla suscitó en él
un deseo agridulce. Jamás en su vida se había sentido más solo—. Pero así
no.
Cleo, aun con los ojos brillantes de lágrimas y la voz temblorosa, habló
en su tono lógico de costumbre.
—Entonces es que entiendes lo de Pía. La pobre está arriba,
durmiendo... Estaba tan quieta que no me he atrevido a despertarla para
despedirme de ella. Aquí se siente muy desgraciada y me necesita, y...
—Esto no tiene nada que ver con tu familia, cariño.
—¿Por qué no puedes simplemente besarme y alejarme de todo esto?
—¿Subirte a un semental blanco y raptarte? ¿A eso te refieres?
—Me encantaría.

~195~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—No. Tú eres una persona de las que siempre hacen las cosas por
voluntad propia. Lo has demostrado en numerosas ocasiones. Y la mitad
de las veces yo ni siquiera me he dado cuenta. No se te puede ni se te
debe obligar.
—Lo sé, pero...
Cleo jamás se había sentido más confusa en toda su vida. Era como si
una fuerte tempestad la estuviera azotando por dentro y por fuera, tirando
de ella en mil direcciones distintas. Lo único de lo que estaba de verdad
segura era que quería, necesitaba... amaba a Azrael Evans. El corazón le
decía una cosa, pero el cerebro la asediaba con una docena de ambiciones
y expectativas diferentes, hasta el punto de que maldijo su propia
madurez.
—Uno de los dos tiene que ser irresponsable, Ángel. Contaba con que
fueras tú.
Él se echó a reír, pero fue una risa tan amarga que aterrorizó a Cleo.
—No puedo obligarte a hacer esto. Ni sacártelo seduciéndote.
Cleo experimentó la alarmante sensación de no saber de qué estaba
hablando Ángel. La oscuridad de la noche pareció intensificarse conforme
él hablaba. "Es una nube que no deja ver la luna."
—Inténtalo —le dijo.
Evans la tocó, un levísimo contacto con las yemas de los dedos sobre
las mejillas y el cuello. Le recorrió la forma de los labios con el dedo
pulgar. Ella no pudo resistir el impulso de besarlo e introducirlo entre los
dientes de forma seductora. Evans reaccionó conteniendo la respiración
en una exclamación ahogada y se apartó de ella casi dando un brinco.
Cerró las manos en dos puños a los costados y volvió a apoyarse contra
la verja del jardín. Cleo nunca lo había visto tan tenso.
—Lo cierto es que iba a hacerlo... pero no puedo. Creí que iba a ser... no
fácil, pero que saldría bien. Se está agotando el tiempo, y yo...
Un rosal trepador cubría el rostro de Evans con una telaraña de
sombras, pero sus ojos oscuros continuaban siendo muy visibles. La
asustó la mezcla de crudo dolor y pesar que vio en ellos. Se quedó
petrificada en el sitio, con la mochila colgando de la mano. Estaba vestida
para fugarse con aquel hombre, para lanzar al viento toda respetabilidad
y...
—Entiendo —dijo en tono calmo, sereno, agonizante—. Es el mismo
juego al que has jugado siempre. Habías decidido seducirme, prometerme
amor eterno y convencerme para que te entregara el tesoro como símbolo
de mi devoción.
Era lo único que tenía el convencimiento de que Ángel no intentaría
hacer nunca. Ángel luchaba con pasión y podía ser taimado, pero jamás

~196~
Susan Sizemore El precio de la pasión

hubiera imaginado que fuera a ir contra ella sirviéndose de sus


sentimientos, del deseo físico, de la esperanza de tener un futuro juntos.
¿Cómo había podido hacerle esto?
—Algo así. Exactamente así —admitió Evans.
—¿Y qué es lo que te ha hecho perder el valor? —La bolsa se le resbaló
de los dedos, ya inertes, y se dio cuenta de que se había vuelto de
espaldas a Ángel, aunque la verdad era que no recordaba haberse movido.
Levantó la vista hacia el cielo, ahora estrellado, cuando él apoyó las
manos en sus hombros—. Creía que mi corazón estaba a salvo contigo,
Azrael.
Aquellas palabras le salieron de la boca antes de que le fuera posible
controlar el dolor que sentía. Ángel había empezado a masajearle los
nudos de tensión que tenía entre los hombros, y odió la maldita sensación
de placer que eso le causó. Dudaba que Ángel se diera cuenta siquiera de
lo que estaba haciendo. Se apartó de él sacudiendo los hombros y se giró
para mirarlo de frente.
Ángel estaba preparado, y ni siquiera se inmutó cuando Cleo le estrelló
el puño contra la mejilla.
—¡Ay! Esperaba una bofetada, no un puñetazo. —Al ver que ella hacía
ademán de golpearlo de nuevo, la sujetó de la muñeca—. Ya sé que
merezco que me des una paliza. Si salimos vivos de ésta, podrás pegarme
hasta dejarme sin conocimiento, pero ahora mismo no tenemos tiempo.
—Tenemos todo el tiempo del mundo —replicó ella, furiosa—. Dado que
no vamos a irnos a ninguna parte y yo no pienso decirte lo que quieres
saber.
Evans le agarró la otra mano antes de que ella pudiera golpearlo y la
sujetó con fuerza. La acercó hacia sí y miró en derredor como si esperase
que lo oyera alguien en aquel apartado jardín.
—Vas a decirme dónde está el tesoro.
—Ni siquiera afirmamos tener un tesoro —contestó Cleo—. Ni tampoco
te lo diría, si lo tuviéramos.
—Aún no habéis dado con el lugar en que descansa Alejandro —le dijo
Evans—, pero sí que tenéis varios objetos funerarios suyos. Los habéis
traído a Escocia, y los tenéis escondidos hasta que tu padre presente la
última ponencia del simposio. Es un secreto a voces.
—Es un rumor —lo corrigió Cleo—. Mi padre no ha afirmado nada
sobre...
—Porque teme generar la misma polémica que generó Schliemann con
su hallazgo del emplazamiento de Troya. Al presentar su ponencia al final
de todas, nadie tendrá tiempo para formular preguntas o exigir más
pruebas. Lo que va a recibir tu padre son exclamaciones de admiración y
el elogio unánime de sus colegas. Un elogio que supondrá todo un

~197~
Susan Sizemore El precio de la pasión

lanzamiento para esta universidad y que prácticamente servirá para


garantizar que Sir Edward lo envíe de nuevo a Amorgis, para que pueda
finalizar la búsqueda de la tumba de Alejandro. Ése era el plan.
—Sería un buen plan si dicho tesoro existiera.
—Excepto que Sir Edward tiene metido entre ceja y ceja explorar la
historia de su propio país. No creo que vuestro regreso a Amorgis vaya a
tener lugar muy pronto, sobre todo teniendo en cuenta que no vais a tener
ningún tesoro que exhibir al final de la conferencia. Ese tesoro va a volver
al lugar donde le corresponde estar...
—Su sitio está en un museo.
—Y tú vas a ayudarme a devolverlo a su debido dueño.
—Alejandro está muerto; no va a echarlo de menos... si es que ese
tesoro existe en realidad.
—Una corona de oro en forma de hojas de laurel; tres estatuas de oro,
marfil y mármol; un cofre funerario de oro grabado con el símbolo del sol
propio de la familia real de Macedonia; y una copa de oro decorada con
una escena de batalla en la que se ve un retrato del caballo favorito de
Alejandro.
Cleo se quedó boquiabierta unos instantes, por efecto de la sorpresa. Al
momento la cerró de golpe.
—Esos detalles no los conoce nadie, salvo mi padre y yo.
Incluso Sir Edward había visto tan sólo el cofre de oro. El resto constituía
una sorpresa grandiosa que aún estaba por ser revelada al mundo.
—Los conoce la Orden de los Hoplitas. Los ha conocido siempre. Llevan
siglos buscando el tesoro.
—¿Qué orden has dicho?
Que Cleo supiera, hoplita era una palabra arcaica que designaba a un
soldado griego. Alejandro se había labrado su imperio gracias a un ejército
de hoplitas.
—La Orden de los Hoplitas —repitió Ángel. Una vez más lanzó una
mirada furtiva en torno a ellos y susurró—: Son una antigua sociedad
secreta.
Lo dijo con cara muy seria. Naturalmente, también estaba muy serio la
noche anterior, cuando hicieron el amor, porque lo único que buscaba
eran unas chucherías, no la quería a ella. Por lo menos ahora sabía qué
valor tenía para él.
—¿Una sociedad secreta? —repitió, concentrándose en la indignación
que le producían las insensateces que estaba contándole Ángel, más que
en sus sentimientos heridos—. ¡Una sociedad secreta! ¡Pero qué clase de
tontería esperas que yo...!

~198~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¡Calla! —Ángel la atrajo hacia sí y le tapó la boca con la mano—.


Corres un grave peligro mortal, Cleopatra. No es broma. Tenemos que
hablar bajando la voz. ¿Lo entiendes?
Ella afirmó con la cabeza tras la presión de su mano y él la soltó.
Cleo se apartó mirándolo furiosa, pero cuando habló empleó un tono de
voz bajo:
—En peligro mortal, ya. Una sociedad secreta, entiendo.
Ángel alzó las manos frente a sí.
—Ya sé que suena raro, pero he jurado ayudarlos a recuperar el tesoro
robado de la tumba de Alejandro. No quiero esos objetos para mí, Cleo; lo
que pretendo es salvar tu vida y la de tu padre. Los dos seréis condenados
a muerte por haber profanado la tumba si no devolvéis la corona y los
demás tesoros. Y yo no debería estar contándote todo esto.
—¿Porque sabes que me reiría en tu cara? ¿O porque diciendo
semejantes tonterías podrías acabar encerrado en un manicomio?
¿Esperas que me crea que estás aliado con esa... esa tal Hermandad de
los Hoplitas?
—Orden. La Orden de los Hoplitas. Los antiguos guardianes de la tumba
de Alejandro Magno. De verdad.
—¡Bah!. Menuda sociedad secreta. Yo sé todo lo que hay que saber
acerca de Alejandro —replicó Cleo—, y jamás he oído nombrar a ninguna
sociedad secreta encargada de proteger su tumba.
Ángel se pellizcó el puente de la nariz con el pulgar y el índice, y lanzó
un suspiro.
—Cleopatra, claro que no has oído hablar de ellos; son una sociedad
secreta.
—También lo son los masones, y todo el mundo los conoce. Hasta he
visto un anillo masónico en la mano de Sir Edward.
—Esto es distinto —insistió Ángel—. Esto es peligroso. Esto es auténtico.
Son fanáticos que llevan miles de años desempeñando su sagrado deber.
Acudieron a mí porque su jefe me conoció cuando estaba recuperándome
del accidente. Antes de que yo supiera quién era en realidad, me habló
largo y tendido de que los occidentales están llevándose demasiados
tesoros de los países a los que pertenecen. Sabían que tú habías
encontrado los objetos funerarios que llevaban tanto tiempo perdidos y
que los habías sacado del país, y querían recuperarlos. Yo estoy de
acuerdo en que esos objetos les pertenecen a ellos por legítimo derecho, y
creo firmemente que hemos de tener cuidado a la hora de llevarnos cosas
y de tratar con las personas que están viviendo ahora en los países que
exploramos. No tengo ningún deseo de saquear el pasado.

~199~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—¿Y eso convenció a tu amigo el hoplita para que revelase a un


desconocido norteamericano todos los secretos de su antigua sociedad
griega macedónica? —preguntó Cleo con un escepticismo cáustico.
—Son descendientes de todos los soldados que formaban parte de la
guardia de élite de Alejandro. Griegos macedonios, persas, egipcios o
bactrianos; los miembros de esa guardia se escogían en las tierras que iba
conquistando Alejandro, y todos eran devotos de su emperador, al igual
que sus descendientes. Cuando los romanos se apoderaron de Egipto, se
llevaron su cuerpo de Alejandría y lo escondieron en un lugar secreto.
—Amorgis.
—No te puedo decir. El jefe de la orden me hizo jurar que guardaría el
secreto y se valió del precedente de que la guardia personal de Alejandro
siempre había sido internacional para iniciarme como uno de ellos. Pensó
que podría serles de utilidad para sacar el tesoro de un país extranjero con
el mínimo alboroto y las menores molestias para los hoplitas. Ahora estoy
rompiendo el juramento que les hice porque a ti no puedo mentirte. Estoy
intentando salvarte la vida, Cleo. ¿Crees que si esto no fuera tan serio
intentaría sonsacarte información empleando el sexo?
—Lo que creo es que eres patético. —Cleo se negó a dejarse conmover
por su sinceridad—. Lo que creo es que estás desesperado y das asco.
¡Esperar que me crea algo tan ridíc...!
De repente Ángel la agarró por los hombros y la sacudió.
—¡De eso, se trata! —Esta vez fue él quien elevó el tono de voz—.
¡Sabía que no ibas a creerte la verdad! Ninguna mujer en su sano juicio se
creería este cuento. —Le puso los dedos bajo la barbilla y la obligó a
mirarlo a los ojos—. No debería habértelo contado, pero es que no podía
seguir adelante con el plan de llevarte a la cama para sacarte el secreto.
Cuando te lleve a la cama, será porque quiera hacerte el amor, porque...
Fue Ángel el primero que desvió la vista. Soltó a Cleo y se llevó las
manos a la espalda. Cuando volvió a mirarla, estaba sonriendo.
—Tengo pruebas.
Ella cruzó los brazos bajo el pecho.
—¿Qué pruebas?
¿Por qué continuaba allí de pie, escuchándolo? Su debilidad consistía en
que nunca era capaz de mandarlo a paseo, por mucho que él se mereciera
su desprecio.
—Los hoplitas llevan ya varios días lanzando advertencias.
—¿Qué advertencias?
—El collar robado que apareció en el museo. Las pintadas en el edificio
de la universidad. La profanación del cementerio. ¿Es que no lo ves?

~200~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Estaban transmitiendo el mensaje de que no está bien robar y profanar los


tesoros pertenecientes a otras culturas.
—Oh, claro —aceptó Cleo con toda calma—. Ése era el mensaje que
pretendían transmitir.
Ángel frunció el ceño al ver que ella aceptaba tan fácilmente, y
entonces dijo despacio, pensando que quizá no lo había comprendido
bien:
—Cleo, la Orden de los Hoplitas es la responsable de esos actos de
vandalismo.
Cleo rompió a reír.
—No seas ridículo, Ángel. Esa bobada tan torpe fue obra de Pía.

~201~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 21

—¿De Pía? No seas ridícula. Por supuesto que no fue Pía. ¡Fueron los
hoplitas! —Aquello no estaba yendo nada bien—. ¿Cómo puedes pensar
que la culpa es de Pía, cuando hay un número desconocido de fanáticos
escondidos por este pueblo que están sembrando el terror en...?
—Ahórrame los melodramas, Ángel.
—Pero no tienes pruebas de...
—Pía se encarga de cuidar del caballo que le regalaste tú en los
establos de Lady Alison. Fácilmente podría haber cogido el collar. Puede
acceder al museo sin ninguna clase de restricciones, así que no le hubiera
costado nada depositar el collar en la urna de la exposición. Y en cuanto a
las pintadas en la pared... La noche en que sucedió eso yo me tropecé con
ella en el recinto de la universidad, y aunque es cierto que habla muy bien
el griego, por escrito deja mucho que desear. Si te acuerdas, en la pintada
había faltas de ortografía.
—¿Pero por qué iba ella a...?
—Sin embargo, lo del camposanto es un misterio. —Cleo se tocó la
barbilla con aire pensativo—. Todavía no he logrado entender cómo hizo
para tumbar las lápidas. Pero supongo que con una simple palanca... Y
luego está Spiros. Los he visto conversando. A lo mejor la ayudó ese joven
griego. —Miró a Ángel con gesto severo—. Mi hermana es una diablilla, mi
querida bella durmiente. Quiere volver a la vida que llevábamos antes y
está montando todos estos numeritos porque aquí se siente desgraciada.
—Cleo volvió la mirada hacia la ventana del dormitorio, que estaba oscuro
—. Quién sabe qué travesura estará... urdiendo... en... sueños... —Su voz
fue haciéndose más lenta a cada palabra, hasta que exclamó en tono
agudo—: Olympías Fraser tiene el sueño ligero, y no obstante no ha
movido un solo músculo mientras yo me cambiaba de ropa y... No te
muevas de aquí.
También en el cerebro de Evans estaban sonando las alarmas. Mientras
tanto, Cleo echaba a correr hacia la casa.
—Spiros —susurró en voz ronca cuando se cerró de golpe la puerta
después de entrar Cleo. Se pasó una mano por la cara. Pía conocía a
Spiros, un miembro de la Orden de los Hoplitas, y se fiaba de él—. Cielo
santo, esto podría significar cualquier cosa.

~202~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Estaba seguro de que significaba problemas, lo sentía en los huesos.


Recogió la mochila que Cleo había dejado sobre la hierba húmeda.
Aquella vieja bolsa de lona pesaba mucho para el tamaño que tenía.
Cuando la abrió, no lo sorprendió descubrir que dentro no había ropa,
ninguna prenda interior delicada ni con encajes para iniciar una vida de
pecado.
—Veamos —dijo. Comenzó a sacar los objetos de uno en uno y a
dejarlos en el suelo—. Cuaderno, pluma, tinta, catalejo, un ejemplar de
Jane Eyre. Ah, aquí está. —Sonrió al sacar el objeto de gran tamaño que
había al fondo de la bolsa—. Un revólver Colt Navy. Está claro que le
gustan las armas de fuego americanas. —Hizo una rápida comprobación—.
Con todas las balas dentro. Ésta es mi chica. —Se guardó el arma en el
cinto.
Tuvo la completa seguridad de que iba a necesitar aquella pistola un
instante después, cuando Cleo salió corriendo de la casa. La expresión de
pánico que traía en la cara lo aterrorizó; era evidente que había
descubierto que Pía no estaba durmiendo en su cama y que no se
encontraba en el interior del edificio. Ni siquiera estuvo seguro de que
Cleo lo hubiera visto cuando se interpuso en su camino y la sujetó a fin de
evitar que saliera del jardín como una exhalación.
Por el temor que vio en su rostro dedujo que Cleo había empezado a
creerle de manera instintiva, ya que no racional. Su única duda era si Pía
hubiese salido a cometer algún acto de vandalismo por cuenta propia o si
los hoplitas la hubiesen secuestrado para utilizarla como pieza de canje.
Recordó haber visto a Spiros en el Baile de las Highlands, pero era
posible que éste se hubiera marchado para encontrarse con Pía. ¿Se
habría pasado el joven lugarteniente de Apolodoro al lado de sus
hermanos, más radicales que él?
—¡Suéltame! —Como Evans no retiró las manos, le propinó un fuerte
pisotón, del cual él hizo caso omiso—. ¡Tengo que ir a buscar a Pía!
—Por supuesto que tenemos que ir a buscarla —respondió mientras ella
forcejeaba intentando zafarse. La zarandeó ligeramente—. Mírame y
escucha. En primer lugar, luchar conmigo no va a hacerle ningún bien a
Pía. —Por fin Cleo dejó de debatirse, tomó aire y lo miró con unos ojos
llenos de un profundo terror hacia lo desconocido y brillantes a causa de
las lágrimas—. Te niegas a creer que esta situación es de vida o muerte —
le dijo Evans—. Pero en lo más hondo de ti sabes que sí lo es.
—Mi hermana anda por ahí, armando una buena —replicó Cleo—. Tengo
que encontrarla antes de que se entere mi padre. El pueblo entero
pensará que...
—A ti no te da miedo lo que pueda pensar la gente de Muirford. Tú
temes por la vida de tu hermana. Y tienes buenas razones para ello.

~203~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Estás intentando asustarme, y lo estás consiguiendo —agregó en tono


agresivo.
—Me alegro. Necesitas que te asuste alguien. —Cuando ella dejó
escapar una exclamación de sorpresa, Ángel continuó—: Cuando estás
asustada, piensas con claridad. —Cerró los ojos unos instantes y mantuvo
a Cleo estrechamente abrazada. Estaba tan rígida como una escultura de
alabastro, pero accedió a apoyar la cabeza en su hombro—. Escúchame.
Por favor.
La apartó de sí para mirarla. No logró verle la expresión de la cara
cuando ella contestó:
—Estoy escuchando.
Evans puso todo lo que sentía por ella en lo que dijo a continuación.
—Ahora debes confiar en mí. Ya sé que lo que acabo de contarte parece
descabellado, pero es la verdad palabra por palabra. Créeme. Fíate de mí.
Por el bien de Pía, y por el tuyo.
Transcurrieron largos segundos mientras Cleo lo observaba en silencio.
Por fin Cleo apartó la mirada. Abandonó el gesto desafiante y bajó la
barbilla hasta un ángulo más razonable.
—¿Por cuántos hoplitas de ésos tenemos que atravesar para llegar
hasta mi hermana?
—¿Cuántos? —preguntó Cleo de nuevo cuando ambos estaban
arrodillados, el uno junto al otro, detrás del exiguo cobijo que
proporcionaba el rosal más voluminoso del jardín situado en la parte
posterior del museo. Ángel estaba espiando por encima del rosal. Cleo le
tiró de la pernera del pantalón—. ¿Y bien?
—¡Chist!. —Ángel se agachó a su lado y le puso un dedo con suavidad
sobre los labios—. Lo siento, pero no he tenido tiempo para hacer un
recuento exacto, cariño. Me parece que tienes razón en que van a venir
aquí.
—Lo que he dicho es que aquí tiene que venir Pía. —Él hizo caso omiso
de la corrección, y Cleo se agarró con fuerza a la idea de que él no
estuviera mintiendo—. Me gustaría que me devolvieras mi pistola.
—Las pistolas se me dan mejor que a ti. Lo tuyo son los rifles. —Cleo no
discutió; los dos sabían cuál era el punto fuerte de cada uno—. No he visto
ningún guarda en la puerta.
A Cleo aquello le pareció bastante preocupante. Tanto Sir Edward como
su padre habían armado un fuerte escándalo cuando dos noches atrás a
uno de los guardas nocturnos lo pillaron dormido, y lo despidieron. Aquello
debería haber servido para garantizar que los guardas encargados del
turno de noche extremaran la vigilancia al menos durante unos días. Si allí

~204~
Susan Sizemore El precio de la pasión

no había nadie, era muy posible que se debiera a que alguien había
eliminado a los guardas.
—Los objetos alejandrinos no están dentro del museo —dijo Cleo.
—Pero sí están ahí dentro tus armas —la informó Ángel con una ancha
sonrisa.
Aquello era cierto, Evans ya había echado una ojeada.
—Eres un hombre malvado, Azrael David Evans.
—Cuando a uno le ponen el nombre de un ángel, se ve obligado a
trabajar con lo que tiene. De lo que estoy seguro —prosiguió— es de que
los hoplitas están ahí dentro, y de que tienen a Pía. Lo más sencillo y más
furtivo que pueden hacer es esperar a que tu padre acuda a su despacho.
Lo estarán esperando allí, con su hija favorita como rehén.
A Cleo se le heló la sangre en las venas y se le encogió el corazón, tanto
por la furia como por el miedo. No estaba dispuesta a consentir que nada
ni nadie supusiera una amenaza para su hermana. Aquella gente iba a
pagarlo. Procuró conservar un tono de voz sereno al preguntar:
—¿La soltarán si mi padre coopera?
—¿Es que dudas que coopere?
—Ya sabes cómo es. —Naturalmente, su padre haría lo que fuese
necesario para salvar a Pía, pero podía ocurrir que vacilase un momento
cuando se enfrentara a un ultimátum para devolver los tesoros que había
ansiado poseer durante toda su vida. No era un hombre de acción; no
entendería que alguien pudiera no titubear en un momento tan decisivo y
peligroso. Cleo apoyó una mano sobre el brazo de Ángel y sentenció—:
Tenemos que recuperar a Pía. Ahora mismo.
—Bien —repuso él—. ¿Dónde está la entrada secreta?
Cleo le dirigió una mirada de profunda consternación.
—No hay ninguna.
—Esperaba que no dijeras algo así.
Ángel no tuvo que explicarle que un ataque frontal no iba a servir de
nada, aun cuando reclutaran para dicha misión a todo ciudadano de
Muirford que no estuviera impedido físicamente. Después de todo, había
sido la propia Cleo la que había planificado el exterior del edificio para no
permitir el acceso a los posibles intrusos.
—Tal vez deberíamos hacer venir al magistrado —sugirió Cleo
débilmente, y recibió como respuesta un sarcástico gesto de
arqueamiento de cejas—. Ya sé que estamos acostumbrados a resolver
nosotros mismos las emergencias —dijo—, pero...
—¿Cuántas personas quieren que resulten heridas? Estos locos no
dudarán en eliminar a tanta gente como sea preciso con tal de mantener a

~205~
Susan Sizemore El precio de la pasión

salvo su secreto. Piensa, Cleo —le dijo Ángel acariciándole la mejilla—.


¿Cómo vamos a colarnos en el museo que tú misma has diseñado?
—Por el tejado —contestó rápidamente Cleo—. Por la ventana que
encontraste tú la vez anterior que te colaste.
—¿Y cómo...?
—Por todas partes hay materiales y equipos de construcción.
Cleo salió de los rosales andando a gatas y se encaminó hacia el recinto
común de la universidad. Ángel se apresuró a ir tras ella. Una vez que
alcanzaron un grueso tronco de árbol tras el que ocultarse, se
incorporaron.
—Sin duda —dijo Cleo mirando un edificio en construcción— ha de
haber por ahí una escalera de mano que pueda servirnos.
No resultó tan fácil como él había esperado; rara vez era tan fácil. La
escalera de mano que encontraron no era lo suficientemente larga para
llegar a la ventana elegida, pero para dos personas que habían subido
pirámides y muros de piedra que conducían a tumbas ocultas, escalar
unos pocos metros de piedra lisa no supuso una hazaña especialmente
arriesgada. Evans, una vez que hubo roto la ventana, saltó al interior y
acto seguido ayudó a entrar a Cleo. Le dio un breve y apasionado abrazo y
corrió a probar la puerta.
Se volvió hacia Cleo con una sonrisa.
—Me parece que la última vez que estuve aquí rompí la cerradura.
—Ya te mandaré la factura —contestó ella al tiempo que abría
lentamente la puerta y miraba con cautela arriba y abajo del pasillo.
—Si fueras de una sociedad secreta fanática, ¿dónde encerrarías a un
rehén? Más importante: ¿cuántos fanáticos hay entre nosotros y Pía? —Le
dio la impresión de que en realidad Ángel no estaba hablándole a ella
cuando siguió preguntando—: ¿Cuántos de ellos podría haber en un
pueblecito escocés? Incluso con todos esos eruditos extranjeros y todos
esos alumnos, un grupo grande de forasteros llamaría mucho la atención.
Apuesto a que no más de media docena. Los dos que eliminé yo la otra
noche seguirán estando fuera de servicio, así que...
—¿Los dos que... qué?
—Ya has vivido un encontronazo con esos bromistas, cariño —le dijo
Ángel—. Sólo que ni siquiera te has percatado de ello.
"Primero, Pía", se recordó Cleo a sí misma. "Deja las preguntas para
después".
—Seguramente tendrán cubiertas la entrada principal y la trasera. Si
queremos salir, habrá que eliminar a uno de esos guardas. El camino de
salida más recto pasa a través de las salas de exposición, en dirección a la

~206~
Susan Sizemore El precio de la pasión

entrada principal; la parte de atrás del edificio es un laberinto de


almacenes —aportó Cleo a la estrategia de batalla.
—En ese caso, a por el guarda de la entrada principal —convino Ángel.
—Y el sitio más lógico para tener encerrado a un rehén es el cuarto en
que estuvimos... el cuarto anexo al despacho de mi padre. Lo que
necesitamos es... hum...
Dio un paso atrás y se puso una mano en la barbilla.
—¿Una distracción? —sugirió Ángel.
—Una distracción. —Cleo afirmó con la cabeza—. Los museos a oscuras
tienen algo de edificios encantados para las personas que no están
acostumbradas a manejar objetos antiguos.
Esa sociedad secreta tuya tal vez tenga como misión vigilar una tumba,
pero apostaría a que se sentirían incómodos en el interior de una.
—Voy a despejar la entrada —anunció Ángel—. Tú acércate todo lo que
puedas al despacho sin que te capturen. Junto a la puerta del despacho
hay una pila de cajas de embalar. Escóndete detrás de ellas y espérame
allí.
Lo único que dijo Cleo fue:
—No pienso esperar mucho.
Abandonaron la seguridad de la habitación del piso superior y
comenzaron a bajar las escaleras sin hacer ruido. Al llegar a la planta
principal se separaron. Evans fue a asegurar la vía de escape.
Cleo fue a buscar el rifle que tenía guardado en el armario que había
junto a las cajas de embalar.
"¿Qué estará tramando? Cleo no es de las que le dejan a uno
desempeñar el papel de Galahad", iba pensando Evans mientras avanzaba
por el suelo de mármol del vestíbulo. Se le ocurrió que a lo mejor les
resultaba más fácil apartar juntos a quienquiera que bloquease la puerta.
Pero sacudió la cabeza en un gesto de negación y contrariedad; no era el
momento apropiado para ponerse caballeroso, era demasiado tarde para
revisar la estrategia a emplear.
La suerte siguió acompañándolo en la sala de exposición. La única
iluminación de la misma procedía de la claraboya del techo, situada justo
en la vertical de la urna que contenía la momia. Dicha luz era intermitente
y mortecina a causa de las nubes que cruzaban por delante de la luna.
Aquellas sombras fluctuantes contribuían a proporcionar a la estancia un
ambiente misterioso y fantasmal.
"Habitado por el espíritu de una princesa", pensó Evans al tiempo que
retiraba con cuidado a la pobre princesa Mutnefer de otro lugar de
descanso provisional.

~207~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Él mismo había ayudado a desenterrar aquella momia diez años antes, y


no sólo la conocía bien, sino que incluso la encontraba atractiva para su
avanzada edad. Sin embargo, para una persona no habituada a ver una
momia parcialmente cubierta por vendas, aquella piel apergaminada y
ennegrecida, hundida sobre los finos huesos, aquella mandíbula abierta de
dientes amarillos, aquellas cuencas oculares y aquellos escasos mechones
de cabello gris, seguramente le producirían una impresión aterradora... en
las debidas circunstancias. Lamentaba tener que servirse de la princesa
de aquella forma, pero es que no tenía modo de saber con cuántos
hombres iba a tener que enfrentarse. Sí sabía que los hoplitas estarían
alerta, y necesitaba contar con alguna ventaja.
Así que levantó a la princesa en brazos y se ocultó detrás de la columna
que estaba más cerca de la entrada. Una vez allí, inclinó la cabeza hacia
atrás y procedió a hacer su mejor imitación del aullido de un chacal. Fue
una imitación muy buena, un grito horrible y sobrecogedor que reverberó
de forma escalofriante por las trémulas sombras que inundaban el museo.
En cuestión de segundos, dos hoplitas abandonaron la puerta que
vigilaban y entraron en el vestíbulo. Uno de ellos iba armado con una
pistola, el otro con un cuchillo enorme, y ambos parecían nerviosos. Evans
lanzó otro aullido. Al momento los dos hombres se giraron hacia su
escondite. Y entonces vieron algo que surgía de las sombras y venía
volando hacia ellos: la princesa Mutnefer.
El del cuchillo lanzó un chillido de pánico. El de la pistola disparó, pero
el arma se le resbaló de la mano cuando le cayó la momia encima. Evans
aprovechó la confusión y se abalanzó sobre ellos. Tumbó al del cuchillo de
un puñetazo en la mandíbula; con el otro hoplita tuvo que esforzarse un
poco más.

Cleo echaba de menos su pistola. Aquello le habría resultado mucho


más fácil con una arma más pequeña. Por fortuna, los montones de
papiros enrollados que cargaba en los brazos mientras se acercaba al
despacho ayudaron mucho a disimular el rifle que iba escondido entre
ellos. Por lo menos bajo aquella tenue luz. Por supuesto, cabía la
posibilidad de que no hubiera nadie en el interior de la habitación de
dentro.
No había visto ni rastro de los tales hoplitas, pero se había fiado de
Ángel hasta el momento, y pensaba seguir adelante hasta que se
demostrase que éste estaba completamente equivocado. Además, si no se
fiaba de Ángel Evans, no servía de mucho creer en nada de este mundo.
Oyó el aullido del chacal, muy a lo lejos, cuando alcanzó la puerta.
Después, un sonido apagado que podría ser el disparo de una arma,
seguido de un segundo aullido. Dudó que alguien hubiera oído aquella

~208~
Susan Sizemore El precio de la pasión

lejana conmoción detrás de la gruesa puerta del despacho. Bueno,


decidió, enderezando la espalda con resolución, si Ángel estaba
cumpliendo con su parte, había llegado el momento de que ella cumpliera
con la suya.
"No te preocupes, Pía. Vamos a salvarte". Cleo tuvo que agacharse un
poco para alcanzar el picaporte llevando tantas cosas en los brazos, pero
consiguió asirlo con la mano y empujar la puerta lentamente. Aguardó
unos instantes antes de entrar. El despacho parecía desierto a excepción
de la pequeña lámpara de aceite que ardía sobre la mesa situada bajo los
altos ventanales.
Era una habitación espaciosa y atestada de objetos, llena de cajas,
armarios, pintorescos sarcófagos y estuches de momias pintados, con
abundantes lugares oscuros en los que podía ocultarse un bandido al
acecho.
El primer sitio en el que Cleo se sintió tentada a buscar fue detrás de la
puerta, pero reprimió dicho impulso. La dejó deliberadamente abierta.
Entró con su carga de pergaminos antiguos y armas de fuego modernas y
fue a toda prisa hacia la mesa de trabajo. Si había alguien observándola,
esperó que interpretara aquella concentración como la distracción propia
de los eruditos, en lugar de fijarse en que estaba rastreando el despacho
en busca de algún signo que delatara que no se encontraba sola.
Le pareció contar cuatro sombras un poco más oscuras en la oscuridad
que se extendía más allá del círculo de luz que proyectaba la lámpara,
pero no podía estar segura.
El hombre que se hallaba de pie junto a la puerta del cuarto anexo no
hizo notar su presencia hasta que Cleo hubo depositado los rollos de
papiro en la mesa, cerca de la lámpara.
—Usted es la hija mayor de Fraser —dijo en griego.
Cleo dio un respingo de sorpresa y se llevó una mano a la boca para
contener un grito. En vez de girarse para encararse con el desconocido, se
inclinó débilmente contra la mesa.
Por el rabillo del ojo vio moverse ligeramente a otro hombre detrás del
estuche de la momia que había su derecha.
—Me ha dado un susto de muerte —respondió al primero con un hilo de
voz.
El desconocido dio otro paso adelante.
—¿Dónde está?
—¿E... el qué? ¿A... a qué se refiere?
—¿Qué está haciendo usted aquí? —"Eso es. Apártate de la puerta"—.
Míreme, joven.
—¿Quién es usted? No puedo verle.

~209~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo alargó un brazo para coger la lámpara... y la volcó


deliberadamente sobre aquellos papiros de valor incalculable. Unos
papiros secos y polvorientos, algunos de ellos envueltos en cuero
engrasado. Se prendieron fuego al instante, y enseguida se elevó una
densa humareda. Cleo dio un salto atrás, exclamando:
—¡Oh, no! ¡Oh, cielos! ¡Socorro!
De todos los rincones de la habitación surgieron hombres que se
abalanzaron sobre la mesa.
En aquel momento Cleo sacó el rifle, se dio media vuelta y disparó. El
hoplita que tenía a su espalda se desplomó con una herida en el muslo.
Cleo se refugió en el cuarto anexo, y en el resplandor cada vez más
intenso de las llamas vio a Pía saltar del sillón. Tenía las manos atadas y la
boca cubierta por una mordaza.
—¡Vamos!
Pía no lo dudó. Las dos hermanas, agachadas y sirviéndose del humo y
la confusión causada por el incendio a modo de escudo, salieron por la
puerta en cuestión de segundos.
Cleo se detuvo un instante a cerrar la puerta tras ellas. Echando de
menos haber cogido las llaves, apiló rápidamente unas cuantas cajas de
embalar contra la puerta. Aquello no iba a impedir salir a los hoplitas, pero
los retendría durante un rato.
Una parte de ella se alegraba enormemente de haber escapado de la
trampa, pero la otra parte calculaba que a los hombres que se
encontraban en aquella habitación no iba a costarles ningún trabajo
apagar un fuego tan pequeño y en realidad no corrían grave peligro.
No supo si sentirse exultante por el hecho de que Ángel le hubiera dicho
la verdad o aterrorizada de que en realidad existiera una sociedad secreta
formada por fanáticos empeñados en acabar con ellos.
En eso, llegó Ángel a toda prisa y la ayudó a apilar las cajas. Aguardó a
hacer las preguntas hasta que estuvieron corriendo por el pasillo en
dirección a la entrada, con Pía entre los dos, guiada y ayudada por ambos.
—¿Qué estabas haciendo, Cleo?
—Quemar el museo —respondió ella.
—¡Te dije que me esperases!
—¿Está despejada la puerta?
—Sí.
No hablaron más hasta que estuvieron fuera y bien lejos del edificio. Se
encaminaron hacia el refugio que ofrecían los árboles y tan sólo se
detuvieron cuando ya estaban ocultos en las sombras.

~210~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Entonces se arrodillaron detrás de unos arbustos. Ángel extrajo su


navaja Bowie y sajó las cuerdas que ataban las muñecas de Pía mientras
Cleo se esforzaba en desanudar la mordaza que le impedía hablar.
En cuanto se vio libre, Pía echó los brazos al cuello de su hermana,
hundió la cara en su pecho y estalló en sollozos. Cleo tenía pensado
echarle un buen sermón, pero se conformó con abrazar estrechamente a
su hermana pequeña y murmurarle palabras tranquilizadoras al oído.
Pía estaba hecha de madera muy dura, y no tardó en dejar de llorar. Se
sentó sobre los talones, inclinó la cabeza con expresión contrita y dijo:
—No debería haber salido de la casa. ¿Quiénes eran esos hombres?
—Ya te lo explicaremos más tarde —dijo Ángel—. Le puso una mano en
el hombro a Pía para reconfortarla y recibió como respuesta una luminosa
sonrisa de adoración—. Necesitamos saber cuántos son. ¿Qué es lo que
has visto, Pía? ¿Qué te han dicho?
—La mayor parte del tiempo hablaban en un dialecto griego —respondió
Pía—. No logré entender mucho de lo que decían, pero creo que querían
canjearme por algo que tiene papá. —Estaba bien enterada de la rivalidad
existente entre Ángel y los Fraser y se veía a las claras que no pensaba
mencionar el tesoro delante de Ángel, por mucho que lo adorase—. No
dejaba de entrar y salir gente. Calculo que son por lo menos doce, pero no
estoy segura.
Cleo y Ángel se miraron el uno al otro por encima de la cabeza de Pía.
Ángel dijo:
—Yo he dejado fuera de combate a dos, durante un rato por lo menos.
—Y yo he herido a uno —afirmó Cleo—. Me parece que dentro del
despacho hay tres más. Permanecerán allí dentro el tiempo suficiente para
que nos llevemos a Pía a un lugar seguro y traigamos a los magistrados.
—Nada de meter a la ley en esto —dijo Ángel, tajante—. Eso no haría
más que empeorar las cosas a la larga. —Ángel tomó a Pía por los
hombros y la giró hacia él para preguntarle muy serio—: ¿Te crees capaz
de escapar tú sola?
—¡Ángel! —lo advirtió Cleo.
Pía afirmó con la cabeza.
—Me pillaron por sorpresa, pero eso ya no va a volver a ocurrir.
—Vamos a salir todos de aquí —dijo Cleo en tono resuelto, pero los otros
no le hicieron caso.
—Todo el mundo sigue aún en la mansión de Sir Edward. Estarás a salvo
allí, Pía. Sabes dónde está, ¿verdad? —le preguntó Ángel.
Pía le contestó con una ancha sonrisa.
—Por supuesto. Conozco dos atajos distintos.

~211~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—Pues entonces, corre lo más rápido que puedas. —Ángel se puso en


pie y les tendió la mano a Cleo y a Pía para ayudarlas a incorporarse. A
continuación volvió a Cleo—: Tú y yo tenemos otro recado que hacer esta
noche. Pía, márchate —ordenó.
Cleo no sabía qué tenía planeado hacer, pero poner a Pía a salvo era
más importante que discutir.
—Llévate esto. —Le entregó el rifle a la muchacha—. Y ten cuidado.
Pía cogió el arma, esbozó una sonrisa maliciosa y se fue, moviéndose
tan silenciosamente en la oscuridad como se habrían movido Ángel o Cleo.
"Ya está a salvo", se dijo Cleo. "Pía es una persona competente y segura
de sí misma. No le va a pasar nada". Elevó una rápida plegaria rogando no
estar equivocada y acto seguido se giró hacia Ángel.
—¿Y qué recado es ése que tenemos que hacer en una noche en la que
nos persiguen unos locos?
Ángel sonrió y sus ojos destellaron intensamente bajo la tenue luz. Su
seguridad atemorizó a Cleo más que el enfrentamiento con los hoplitas en
el interior del museo. Ángel la tomó del brazo antes de que pudiera
escaparse.
—Vamos a buscarles el tesoro a esos locos; eso es lo que vamos a
hacer, cariño.

~212~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Capítulo 22

—¡De eso, nada! —exclamó Cleo enfadada.


Evans dirigió una mirada a su querida, peligrosa y furibunda Cleopatra y
le dedicó una sonrisa benigna.
—Ya lo creo que sí. Es la única manera de solucionar este problema de
forma pacífica. Además, he jurado devolver el tesoro. Les pertenece a
ellos, Cleo.
—Perteneció a un hombre que ya está muerto.
—Y tú que me acusabas de ser un ladrón de tumbas.
—Pero... pero... ¡Ángel!
—Los hoplitas son los dueños del tesoro por legítimo derecho. Y vamos
a devolvérselo.
Cleo negó con la cabeza.
—Sin permiso de mi padre, no. No puedo.
—No tenemos tiempo para eso.
Ella cruzó los brazos bajo el pecho y se plantó con las piernas
separadas, en un gesto de tozudez. Estaba encantadora cuando hacía
aquello.
—Pues no pienso decirte dónde está.
Evans no tenía intención de discutir. Le abrió los brazos por la fuerza y
la agarró de una muñeca.
—No es necesario que me lo digas —le dijo al tiempo que tiraba de ella
para salir del recinto de la universidad—. Ya lo sé yo.
—¿No vas a preguntarme cómo lo he averiguado? —preguntó Ángel
mientras escoltaba a Cleo hacia la verja del cementerio.

La vieja iglesia se erguía al fondo del camposanto, formando una


especie de triángulo ladeado con los mausoleos familiares que había a uno
y otro lado del cementerio.

~213~
Susan Sizemore El precio de la pasión

—No tengo ni idea de qué estamos haciendo aquí —contestó Cleo. Se


sintió más bien complacida con el tono preciso, frío y altivo que empleó,
pero con él tan sólo consiguió una sonrisita satisfecha por parte del
entusiasta doctor Evans—. Cuando te pones así resultas muy
desagradable —agregó sin poder contenerse.
—Efectivamente, cuando gano me vuelvo muy ufano —aceptó él con un
gesto de asentimiento.
Siguió avanzando con decisión hasta el centro del viejo camposanto, y
al llegar allí se detuvo. Rodeó con un brazo la cintura de Cleo para que no
pudiera escabullirse y la atrajo hacia su costado. Una vez estuvieron
ambos cadera con cadera, le alzó la barbilla para poder mirarla a los ojos.
—Ha sido obra tuya —le dijo—. Cuando sucedió, me quedé un poco
desconcertado por tu comportamiento, pero sólo hasta hace media hora,
cuando por fin he comprendido la respuesta obvia.
—¿La respuesta obvia de qué? ¿Qué he hecho yo que resulte
desconcertante?
—Tú me desconciertas continuamente, cariño. Y me maravillas. —Le
besó la punta de la nariz. Aquel gesto cariñoso hizo que Cleo se derritiera
por dentro—. Pero ahora no estás de humor para cariñitos, ¿verdad?
—Podría... No —se corrigió a sí misma y se puso rígida de nuevo.
Reinaba un profundo silencio entre las lápidas. Los viejos árboles
extendían sus ramas sobre aquel apacible jardín y la tierra despedía un
suave aroma a musgo. Cleo apretó la palma de la mano contra el pecho
de Ángel, pero no consiguió apartarlo de sí.
—Este lugar no es precisamente el más apropiado para una cita
amorosa.
—Pero es un buen sitio para enterrar los objetos funerarios de Alejandro
Magno.
Cleo sintió que la sangre huía de su rostro. Aquello era culpa de ella.
Ella lo había conducido hasta el cementerio cuando se enteró de que las
tumbas habían sido profanadas, e incluso propinó un empellón al
reverendo McDyess en su prisa por llegar al camposanto y cerciorarse de
que el tesoro seguía estando enterrado y a salvo. Teniendo a Ángel
pisándole los talones, no tuvo tiempo de comprobarlo, pero se quedó más
tranquila cuando vio qué tumbas eran las que habían sufrido daños.
—¿En cuál está? —le preguntó Ángel ahora.
Cleo lo miró fijamente mientras él recorría con la vista el mausoleo de
los McKay, situado a un lado y cubierto por una capa de musgo de varios
siglos, y luego el edificio recién construido y vacío, erigido en el otro
extremo del camposanto para guardar los restos de la familia Muir. El
mármol blanco y pulido y las pequeñas ventanas con vidrieras de la cripta
de Sir Edward lanzaban destellos bajo la luz de la luna.

~214~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Ángel se toqueteó la barbilla con el dedo índice en un gesto pensativo.


—Lógicamente, tú debes de tener libre acceso al futuro lugar de
descanso de Sir Edward. —La miró sonriente y con los ojos entornados—.
Pero seguro que contabas con que yo pensaría en eso. Así que tiene más
posibilidades el mausoleo viejo. Salvo por el hecho de que eres una
taimada escocesa.
—En nombre de mis antepasados, te doy las gracias, yanqui del país de
Gales.
—Una taimada escocesa que sabe que soy un taimado americano de
origen gales.
—No esperaba precisamente que fueras a dejarte caer por Muirford.
Ángel le dio un golpecito en la nariz.
—Pero no quisiste arriesgarte.
Acto seguido la agarró de la mano y echó a andar por el cementerio con
ella, que se vio obligada a seguirlo.
Cuando llegaron al mausoleo de Sir Edward, Cleo señaló:
—Está cerrado con llave, por si te interesa saberlo.
Ángel observó el enorme candado que bloqueaba la puerta.
—En efecto —dijo—. Un candado nuevecito, caro y bastante complejo, a
juzgar por la pinta que tiene. —Se sacó la pistola del cinto, la apoyó sobre
el candado y disparó—. Sir Edward tendrá que mandarme otra factura por
esto.
Arrojó a un lado el candado destrozado. En el aire flotó un fuerte olor a
pólvora.
—Un encantador gesto de barbarie por tu parte —musitó Cleo.
Ángel empujó la puerta de la cripta y le lanzó a Cleo una última mirada
por encima del hombro.
—Así soy yo, cariño. ¿Vienes?
Ella bajó la vista a su muñeca, aprisionada por la gran mano de Ángel,
semejante a una argolla de hierro.
—¿Tengo otra opción?
—Conmigo —replicó él, sonriente—, siempre tienes otra opción. Aunque
quizá no siempre lo parezca.
—Es tarde, estoy cansada, estamos en un cementerio. Vamos a
terminar con esto y volver a casa, ¿de acuerdo?
—Cleo opina que no es el momento apropiado para disquisiciones
filosóficas —dijo Ángel—. Entendido. —Se internó en la oscuridad de la
cripta arrastrando consigo a Cleo—. Una tumba con vistas —murmuró

~215~
Susan Sizemore El precio de la pasión

contemplando las ventanas pequeñas y redondas que bordeaban el muro


superior del mausoleo—. Un tipo innovador, nuestro Sir Edward.
—Las vidrieras son muy bonitas con la luz del día —apuntó Cleo.
—¿Entonces no niegas que ya has estado aquí otras veces?
Cleo señaló una gran caja envuelta en cuero engrasado que descansaba
en uno de los nichos vacíos que se habían abierto en la pared.
—A estas alturas me parece más bien fútil negar que el tesoro está justo
delante de ti, Ángel. Además, ahí tienes un montón de velas y cerillas, por
si quisieras examinar el contenido de la caja antes de salir.
Evans le dirigió una mirada de leve desilusión.
—De repente estás colaborando mucho, Cleopatra.
—Ya lo sé. —Le devolvió una sonrisa malévola—. Resulta exasperante,
¿verdad?
Evans dejó de sujetarle la muñeca, y ella fue hasta el fondo del
mausoleo y encendió varias de las velas votivas dispuestas sobre el
pequeño altar, así como los candelabros que había a uno y otro lado del
mismo. La cripta, limpia y sin usar, se inundó de un resplandor cálido y
dorado.
Fuera, los caballos enganchados al carruaje en el que habían venido
relincharon nerviosos. ¿Un zorro?, se preguntó Cleo, pero sus
pensamientos respecto del mundo exterior quedaron olvidados cuando
Ángel se volvió hacia ella.
La atrajo hacia él y le cogió la mano para besarle los dedos de uno en
uno.
—Exasperante y maravillosa —le dijo, puntuando cada palabra con un
roce de los labios contra la yema de un dedo. Cuando llegó al pulgar, le
dedicó la más ligera de las caricias en vez de un beso seductor—. Mi
Cleopatra.
"Su Cleopatra. ¿Durante cuánto tiempo?"
Cleo pasó los dedos por el cabello intensamente negro y sedoso de
Ángel al tiempo que luchaba contra un sentimiento de melancolía. En
cambio él lo percibió, no supo cómo, y de pronto la estrechó entre sus
brazos.
Cleo inclinó la cabeza y dejó que Ángel la besara en la boca, exigente y
suave al mismo tiempo. La reacción que experimentó la estremeció de la
cabeza a los pies, pero antes de que el deseo la arrastrara por completo,
se apartó de él y le dijo:
—Será mejor que te cerciores de que están ahí todos los objetos que
quieren recuperar tus hoplitas. Hemos de devolver el tesoro —accedió de
mala gana—. No deseo quedarme con ningún objeto que pueda ser

~216~
Susan Sizemore El precio de la pasión

reclamado como tesoro cultural por nadie. Por lo visto todavía existen
restos del imperio de Alejandro, y para esas personas su tumba es terreno
sagrado. Si hay algo que no pienso ser nunca es una ladrona de tumbas.
—Te amo, Cleopatra.
Ángel se volvió para examinar la caja sin darse cuenta siquiera de que
había dicho aquello. Cleo se lo quedó mirando con la boca abierta y el
corazón retumbándole en el pecho. "Amar" era una palabra que jamás
habían empleado ninguno de los dos. Se acordaría.
—¡Santo cielo! —exclamó Ángel en tono reverencial, y a continuación
abrió la caja.
Cleo sabía lo que había dentro y no se molestó en mirar. No obstante,
después de contemplar la fuerte espalda y los anchos hombros de Ángel
con un anhelo que rayaba en adoración, sí que se acercó.
Lo rodeó con sus brazos y se apretó con fuerza contra él. Hundió la cara
en la fina lana de su chaqueta y aplastó los senos contra los duros
músculos de su espalda. Si hubiera podido fundirse con su cuerpo, lo
habría hecho, tan consumida estaba por el deseo de que ambos fueran
uno solo. "No me dejes", rezó con un miedo y una ansia irracionales. "Por
favor, no me dejes nunca". Estaba loca; lo sabía y no le importaba.
—¡Oh, Dios! —susurró Ángel de nuevo. Esta vez la voz le salió
entrecortada, teñida por una emoción sin límites. Los largos músculos de
su espalda se agitaron al moverse bajo sus brazos.
Cuando se dio la vuelta, Cleo irguió la cabeza. El veloz retumbar de su
corazón saltó del deseo al pánico y se apartó de Ángel en dirección a la
puerta del mausoleo.
Él le tendió una mano.
—¿Cleo?
—Ahí fuera hay alguien.
Evans se puso alerta al instante. Un momento antes había olvidado el
glorioso brillo del oro y el alabastro del tesoro de Alejandro, totalmente
absorto en disfrutar del contacto de la mujer que lo abrazaba tan
estrechamente. Fue más que su contacto físico, fue como si las almas de
ambos se hubieran unido por espacio de unos segundos. Juró en voz baja:
—Los hoplitas han debido de seguirnos.
Cleo corrió a apagar la llama parpadeante de las velas.
—Y yo he encendido una luz para indicarles exactamente dónde
estamos.
Aquel tono de reproche hacia sí misma dolió a Evans.
—Pensaste que estábamos a salvo. —Se asomó con cautela por el
marco de la puerta mientras sus ojos se adaptaban una vez más a la

~217~
Susan Sizemore El precio de la pasión

oscuridad—. Cierto, ahí fuera hay alguien moviéndose. Más de una


persona.
Ambos compartieron una mirada de preocupación.
—¿Crees que estamos armando jaleo por nada? —inquirió Cleo—. Quiero
decir que en teoría no va a pasarnos absolutamente nada si les
entregamos el tesoro. Para eso estamos aquí.
Ángel asintió.
—En teoría.
No le gustaba aquella situación, no le gustaba lo más mínimo. Todos sus
sentidos lo advertían de que corrían un riesgo tremendo. Sabía que de
Apolodoro sí podía fiarse, pero los que aguardaban allí fuera eran unos
renegados. Renegados con los que él no había hecho el menor esfuerzo
por trabar amistad. Era muy posible que considerasen más cómodo
matarlos a Cleo y a él y llevarse el tesoro de todas maneras.
Sólo para probar la temperatura del agua, Evans gritó desde la puerta
entreabierta:
—El tesoro está aquí. —No hubo respuesta—. ¿Queréis que lo
saquemos?
Fue contestado por el ruido de disparos de rifle. Entonces cerró la
puerta de golpe y oyó rebotar una bala en el recubrimiento de bronce de
la misma.
—¡Necio! —gritó una voz profunda—. Te he ordenado que esperes hasta
que salgan. Ahora va a ser más difícil matarlos.
Cleo puso una mano en el hombro de Evans.
—Fanáticos sí, pero no muy listos que digamos.
Él la miró.
—Han delatado cuáles son sus intenciones, ¿no te parece?
—De modo que lo más probable es que no ganemos nada enseñando
una bandera blanca ni sacando la caja afuera con la esperanza de que se
marchen.
—Es lógico que no quieran dejar testigos.
—Y desde luego no podemos revelar ningún secreto antiguo si estamos
muertos.
Hablaron en tono calmo, pero Evans percibió un ligero temblor en la
mano que Cleo tenía apoyada en su hombro. Cubrió la mano de Cleo con
la suya, y seguidamente los dos tuvieron que echarse al suelo para no ser
alcanzados por una bala que se coló destrozando una de las ventanas. Se
acurrucaron muy juntos y apoyaron su peso contra la puerta.

~218~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Evans pensó que era una lástima que no hubiera modo de cerrar la
puerta con llave desde dentro, pero supuso que los futuros inquilinos de
aquella cripta no iban a sentir necesidad alguna de salir de allí.
Si los hoplitas decidían irrumpir en el mausoleo, estaban listos. La única
cuestión era cuándo.
—No estoy muy seguro de cómo vamos a salir de ésta —reconoció
abrazado a Cleo.
—Vamos a ver —dijo Cleo—. Atrapados en una cripta situada en un
cementerio remoto, sin otra cosa para bloquear la puerta que nuestro
propio peso, rodeados por un número desconocido de atacantes armados.
—Una arma sí que tenemos. Quizá podríamos salir de aquí a tiros.
—Ahí fuera está oscuro, Ángel. Ellos tienen dónde ocultarse, y nosotros
no.
—Correcto. Nada más salir nos matarán.
—Y si nos quedamos, también nos matarán.
—Una lástima.
Cambiaron de postura para quedar sentados juntos, codo con codo, con
la espalda contra la puerta. Evans se alegró de que ésta se hallara
recubierta tanto por fuera como por dentro por una chapa de metal; el
bronce decorativo era muy útil a la hora de desviar las balas.
Nuevamente estalló en pedazos otra ventana a causa del impacto de
una bala. Esta vez el proyectil rebotó peligrosamente por toda la cripta y
arrancó un fragmento de mármol de uno de los nichos.
—A lo mejor se quedan sin munición —sugirió Cleo.
—Nos queda esa esperanza.
Evans le rodeó el hombro con el brazo. Luego le alzó la barbilla y la
besó. Si les quedaban solamente unos minutos de vida, no quería
desperdiciar ni uno solo de ellos. Cleo sabía a fuego y a dulces recuerdos,
y a toda la pasión que habían sentido el uno por el otro y por la vida.
Evans levantó la cabeza y miró a Cleo como si la estuviera viendo por
primera vez. Le costó trabajo recordar aquella muchacha vivaracha,
inteligente y guapa a la que sedujo a las orillas del Nilo.
Sin embargo recordaba vívidamente a la mujer que acudió tan
dispuesta, maravillosa, a sus brazos y se convirtió en su amante, y
también todos los instantes compartidos que los habían conducido a
donde se encontraban ahora. Mirar a Cleo, estar con ella, tocarla, reír y
pelear junto a ella... Jamás había sido más feliz. El deseo que sentía hacia
aquella mujer era muy profundo, formaba parte de su ser. No podía vivir
sin Cleo.
—Vamos a morir —le dijo—. Y nunca te he dicho cuánto te quiero.

~219~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo parpadeó para alejar las lágrimas. Cosa extraña, pero dadas las
circunstancias, eran lágrimas de alegría, de un gozo completo, imposible
de expresar.
—Sí me lo has dicho —replicó al tiempo que él le enjugaba una lágrima
de la mejilla con un beso. La suave sensación de los labios de Ángel en su
piel le provocó un delicioso escalofrío por todo el cuerpo—. Hace apenas
unos momentos. —Lo miró a los ojos sonriendo—. Pero no me importa que
me lo repitas.
—Te quiero —dijo Evans—. Con todo mi corazón, con toda mi alma y...
con todo.
—Con todo. —Cleo dejó escapar un suspiro y apoyó su frente contra la
frente de Ángel mientras fuera se oían más disparos y hombres que
empezaban a gritar—. Así te quiero yo —le susurró al oído—, con todo lo
que soy. Así es como te he querido siempre —admitió.
—Cuando no me odiabas.
—Incluso cuando te odiaba. Creo que cuando te quería más era cuando
estaba furiosa contigo.
—Sé a qué te refieres. —Evans le acarició los senos con las manos—.
Cuando te enfadas te pones... muy seductora. Oh, qué diablos. —Le besó
el cuello y le acarició el pecho sin dejar de hablar—. Me gusta ponerte
furiosa, porque estás muy excitante cuando empiezas a chillar como una
gata salvaje.
—¿Excitante? —se extrañó Cleo, dejando caer la mano sobre el bulto
que formaban los pantalones de Ángel—. ¿Yo? ¿En serio?
—Lo más probable es que no tengamos tiempo para hacer el amor,
¿sabes?
—No estoy segura de querer hacer el amor dentro de una cripta. Piensa
en el escándalo que daríamos cuando encontrasen nuestros cadáveres.
—Para entonces ya estaremos más allá de todo escándalo. —Ángel alzó
la cabeza de los pechos de Cleo y recorrió la pequeña estancia con la
mirada—. Por lo menos es una cripta vacía. Y bastante limpia, a excepción
de esos cristales rotos.
Fuera, los gritos se intensificaron.
—¿Cuánta gente habrá ahí fuera? —dijo Cleo—. Da la impresión de que
ha venido una aldea entera de griegos.
Cerró los ojos y escuchó atentamente intentando discernir qué estaba
ocurriendo en el cementerio.
—¡Trágate ésa, maldito sassenach! —exclamó una voz profunda de
hombre con marcado acento escocés.
—Eso no es griego.

~220~
Susan Sizemore El precio de la pasión

Cleo y Ángel cruzaron una mirada esperanzada.


Más disparos y más gritos. Alguien lanzó un chillido. Otra persona lanzó
un aullido de triunfo. Ángel ayudó a Cleo a ponerse de pie y ambos
intercambiaron una tímida sonrisa de esperanza. Pero de pronto los dos
dieron un brinco hacia atrás al sentir que alguien golpeaba ruidosamente
la puerta de bronce.
—¿Hola? —llamó una voz familiar desde fuera—. ¿Están ahí dentro? ¿Se
encuentran bien?
—¿Sir Edward? —exclamó Cleo a su vez.
—¿Cleo? —gritó otra voz conocida—. ¡Gracias a Dios que estás bien!
—¿Papá?
—Ya ha terminado todo. Podéis salir. —La tercera voz resultó
completamente inesperada.
Cleo abrió de un tirón la puerta de la cripta y preguntó:
—Olympías Mary Fraser, ¿se puede saber qué estás haciendo aquí?
¿Acaso no sabes que es peligroso?
Salió del mausoleo con paso firme y se encaró con los hombres que
aguardaban de pie al lado de su hermana pequeña. Ángel se apresuró a
salir tras ella y se plantó con las manos apoyadas en sus hombros. Con Pía
estaban Sir Edward, su padre, Mitchell y Apolodoro. Al fondo reconoció a
Spiros y a un gran número de jóvenes vestidos con faldas escocesas, que
rodeaban a los hombres que los habían atacado.
—Te he salvado la vida —repuso Pía para justificar su presencia en
medio del grupo de rescate antes de que Cleo pudiera sermonearla más—.
Papá me ha dejado venir.
Cleo posó la mirada en su padre.
—La malcrías.
—Gracias, Pía —dijo Ángel, dándole un pequeño apretón en los
hombros. Cuando Cleo lo miró, vio que estaba sonriendo—. Opino que a
Pía se la puede perdonar esta vez por no haberse ido temprano a la cama
—le dijo—. ¿No opinas tú lo mismo, Cleopatra?
—Gracias, Pía —convino Cleo. A continuación dirigió la mirada a los
demás—. Y gracias a todos. ¿Cómo nos han encontrado?
El doctor Apolodoro se adelantó para responder. Señaló con un gesto los
hoplitas prisioneros.
—Como ya sabe, trabajo para el Departamento de Antigüedades de
Grecia. Mi ayudante Spiros y yo...
—Pero... —Cleo sabía muy bien que Spiros era hijo de una mesonera de
Amorgis y que se ganaba la vida como pescador. Y además era miembro
de la Orden de los Hoplitas, adivinó, al igual que el doctor Apolodoro, el

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Susan Sizemore El precio de la pasión

cual, por otra parte, seguramente era un legítimo miembro del


Departamento de Antigüedades—. Continúe —lo instó pasados unos
momentos.
—Spiros y yo seguíamos la pista de una serie de objetos macedónicos
robados del almacén de un museo de Atenas. Objetos que pertenecen por
derecho a la nación de Grecia —añadió mirando a los presentes con
expresión grave bajo sus pobladas cejas. Nadie osó replicarle, ni siquiera
el padre de Cleo.
De hecho, éste dijo:
—Es espantoso descubrir que los objetos que trajimos de Amorgis
habían sido robados de un museo. Por descontado, han de ser devueltos.
Aquello hizo pensar a Cleo qué tipo de conversación había debido de
tener el jefe de la Orden de los Hoplitas, el cual debía de ser Apolodoro,
con Everett Fraser. Esperó que hubiera sido algo así como: "¿Quieres ver
la tumba de Alejandro? Eso se puede arreglar, siempre que no reveles lo
que has visto". Seguro que su padre accedió de mil amores a dicho trato.
Lo que lo obsesionaba era encontrar a Alejandro.
De hecho, en aquel momento su padre estaba tan rebosante de alegría
que no se percató de que Cleo había sido encontrada en compañía de su
peor enemigo.
—Sabíamos que no éramos los únicos que andaban buscando el tesoro
robado —prosiguió Apolodoro—. Al parecer, dicho tesoro le fue arrebatado
a los ladrones y ocultado en otra parte. —De nuevo indicó con un gesto a
los hoplitas renegados y continuó devanando su historia—. El resto de la
banda siguió las mismas pistas que Spiros y yo, y éstas los condujeron
hasta Escocia. Sólo que nosotros, cuando llegamos a Muirford, creímos
que nos habíamos equivocado. Nadie mencionó dichos objetos en la
conferencia. Y tampoco estaban expuestos en el museo. El doctor Fraser
no dio ningún indicio de que hubiera encontrado nada de importancia
cuando estuvo trabajando en Grecia. Nos quedamos desconcertados. Así
que nos dedicamos a observar y esperar. Por desgracia, eso proporcionó
tiempo a los ladrones para organizar su propia búsqueda del tesoro
perdido. Lo cual ha llevado hasta los infortunados incidentes de esta
noche. —El doctor Apolodoro se inclinó en una reverencia, y cuando volvió
a incorporarse se llevó la mano de Cleo a los labios.
—Le presento mis más sinceras excusas, señorita Fraser—. Después
posó la mirada en Ángel—. Doctor Evans. Y la gratitud de mi país por
haber salvaguardado una parte de nuestro preciado patrimonio.
En aquel preciso momento Cleo se sentía demasiado agradecida de
estar viva y en compañía del hombre al que amaba para pensar en tesoros
ni en las numerosas complicaciones de la vida. De hecho, la vida no tenía
ninguna complicación. Amaba a Ángel. Él la amaba a ella. Todo lo demás

~222~
Susan Sizemore El precio de la pasión

eran cuestiones menores y fáciles de solucionar. Se giró para sonreírle y él


le devolvió la sonrisa.
Los dos se apartaron de la entrada del mausoleo y se abrazaron por la
cintura. Cleo se apoyó en él, y él soportó su peso con gusto. ¡Oh Dios, qué
sensación tan maravillosa!
—Fue su padre el que nos condujo hasta aquí cuando llegó Pía contando
que había tenido lugar un asalto al museo y yo le expliqué la situación —
continuó diciendo Apolodoro.
—Y los de mi clan se ofrecieron voluntarios a sumarse a la pelea —
intervino Sir Edward, sonriendo con orgullo al grupito de jóvenes ataviados
con el tartán del clan Muir.
—Y yo no me habría perdido esto por nada del mundo —metió baza
Mitchell.
—Hemos venido a salvar a una dama y a proteger nuestra tierra —
prosiguió Sir Edward—. Y también lo hemos hecho por la Piedra Scone —
agregó mirando de reojo al doctor Apolodoro, al cual dio una palmadita en
el hombro—. Al principio pensé que, dado que era yo el que había
financiado el hallazgo de dicho tesoro, era mío por legítimo derecho y
podía exhibirlo en el museo que yo mismo había construido para gloria de
mi país. Pero el doctor Apolodoro me recordó que los ingleses nos robaron
el tesoro nacional de Escocia y lo exhiben como si tuvieran algún derecho
sobre él, cuando en realidad pertenece a Escocia. ¿Cómo voy yo, en
conciencia, a negar un tesoro a los griegos cuando me piden que se lo
devuelva? Eso me haría caer tan bajo como un inglés sassenach.
—Y eso no nos conviene —dijo Mitchell.
Cleo se preguntó si sería ella la única que había captado la ironía que
entrañaba dicho comentario, dado que Samuel Mitchell era inglés.
—En fin —dijo Sir Edward, haciendo una seña a Apolodoro para que
procediera hacia la puerta de su cripta, acribillada por las balas—, vamos
a echar un vistazo a ese tesoro suyo.
—Y a sacarlo de aquí y llevarlo a un lugar seguro —añadió Apolodoro.
El padre de Cleo y Mitchell acompañaron a Sir Edward y a Apolodoro al
interior del mausoleo. Pía lanzó una mirada de ansiedad a su hermana y a
continuación entró con los hombres, más para evitar un sermón que
porque tuviera algún interés por el tesoro de Alejandro, supuso Cleo. Ella
misma no sentía el menor interés por echar una ojeada; ya estaba
abrazada al único tesoro que deseaba tener y éste estaba abrazado a ella.
—Está saliendo todo la mar de bien —le susurró Ángel—. Sobre todo si
sale adelante el romance entre Apolodoro y tu tía Jenny, y también el de
Spiros y Annie. Los hoplitas confían su secreto a sus familias.
Tras echar una mirada al grupo de los hoplitas, los cuales estaban todos
cuidadosamente atados y vigilados por los apuestos muchachos del clan

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Susan Sizemore El precio de la pasión

Muir y por Spiros, Ángel se llevó a Cleo al otro extremo del cementerio. Se
detuvieron bajo la sombra de un viejo árbol y dedicaron unos minutos a
besarse.
Cleo se sintió igual de mareada que un derviche cuando sintió unirse
sus bocas, e infinitamente feliz. Por sus venas empezó a correr el deseo,
lento y dulce como miel derretida.
—Haz eso otra vez, Ángel.
—Dentro de un momento. ¿Quieres que me arrodille ya, querida? —Le
preguntó deslizando las manos despacio por su espalda.
—¿Por qué? —Cleo se arqueó al sentir sus caricias. Cerró los ojos y dejó
caer la cabeza hacia atrás. Él tomó aquel gesto como una invitación a
besarle el cuello.
Transcurridos unos segundos más, le dijo:
—Tenemos que hablar, en serio.
—¿Por qué? —volvió a preguntar ella. Estudió la posibilidad de arrastrar
a Ángel hacia el blando suelo alfombrado de musgo y hacer con él lo que
se le antojara —. Deberíamos regresar a tu hotel.
—Me temo que no vamos a poder.
Cleo enderezó el cuerpo y abrió los ojos de golpe. Ángel rió suavemente
cuando ella lo miró sorprendida y con el corazón acelerado.
—¿Que no vamos a poder? ¿Qué quieres decir con que no vamos a
poder? Yo pensaba que...
—No podemos hacer el amor —declaró Ángel en tono solemne. Dio un
paso atrás y se llevó una mano al corazón—. No sería correcto. Sería un
escándalo.
—No lo sería. Sí que lo sería. ¿Adónde quieres ir a parar, Ángel Evans?
Él echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.
—¡Ángel! —exclamó Cleo con las manos en las caderas—. ¿Qué estás
tramando esta vez?
—En realidad es bastante sencillo —respondió él—. Cleopatra Fraser, ya
sé que estás empeñada de corazón en vivir en pecado, pero ¿te importaría
conformarte con el matrimonio?
Aquella palabra tardó unos instantes en calar. Matrimonio. Esta vez le
tocó a ella el turno de lanzar una carcajada, suave y entrecortada.
—Y con un miembro de la Orden de los Hoplitas, además. Vaya solución
tan elegante.
—¿Entonces aceptas casarte conmigo? Podemos llevarnos a Pía de
vuelta a Egipto. El doctor DeClercq estaría encantado de contar con tu
ayuda para la expedición que quiere que dirija yo. Será maravilloso. Tú

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Susan Sizemore El precio de la pasión

yo... juntos. —Hablaba nervioso, como si por primera vez en su vida no


estuviera muy seguro del resultado.
—Naturalmente que acepto casarme contigo, Azrael David Evans. —No
tuvo que meditar mucho la respuesta, precisamente—. Te quiero con todo
mi corazón, y sería capaz de citar el pasaje de las Escrituras que habla de
que una mujer ha de abandonar la casa de su padre, si consiguiera
recordar ese maldito versículo. Nos iremos a Egipto y viviremos juntos
como marido y mujer, felices por siempre jamás. —Tiró de las solapas del
traje de Ángel. El deseo surcaba todo su cuerpo, y no quiso negarlo—.
Pero, de momento, ¿por qué no podemos irnos a alguna parte a hacer el
amor?
—Porque este pueblo es muy pequeño y yo no estoy dispuesto a
consentir que se asocie tu nombre con un escándalo.
Habló en tono inflexible. Todo un caballero. Cleo lo amó por la
consideración que le demostraba, pero no pudo evitar burlarse un poco de
aquella nueva respetabilidad. Le pasó una mano por el pelo y le dijo:
—Y tú que te considerabas un canalla.

Fin

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