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Bourdieu, raisons et passions.

Roger-Pol Droit
LE MONDE, 25.01.02.

¿Se puede encontrar, en la obra imponente y abundante de Pierre Bourdieu, una intención única, constante,
obstinadamente perseguida? A primera vista, el lector puede darse por vencido. Porque el considerable trabajo de
este gran sociólogo ha revestido, formalmente, apariencias diversas. En la veintena de volúmenes publicados,
encontramos encuestas de terreno tanto como análisis conceptuales, intervenciones en caliente sobre cuestiones
puntuales tanto como reflexiones a largo plazo. Para simplificar, la diversidad de los temas abordados es extrema!
De los rituales cabilas al sistema escolar, de los institutos de investigación al matrimonio, de los gustos culturales a la
dominación masculina, de los altos funcionarios al lenguaje, de Heidegger a la televisión (lista no exhaustiva,
suponemos), los objetos de investigación son tan numerosos, y parecen tan disparatados, que la solución fácil
consistiría en fragmentar la obra, no considerando más que una faceta a la vez. Obtendríamos así todo tipo de
perfiles, provistos cada uno de una coherencia aceptable, pero su unificación se volvería problemática.

Sin embargo existe una profunda unidad en el enfoque de Pierre Bourdieu. A pesar de su evolución, a pesar de los
períodos y las etapas que pondría de manifiesto un estudio detallado de su carrera, su reflexión gira alrededor de
una única pregunta fundamental. Ella se inscribe en una herencia muy antigua, que Bourdieu viene a renovar,
incluso a cambiar. Esta cuestión, vieja como la filosofía, es la cuestión de la identidad. El conocerse a sí mismo ya era
la exigencia formulada por Sócrates. ¿Quién soy, quiénes somos, qué sabemos? Bourdieu retoma estas cuestiones,
muchas veces replanteadas a lo largo de los tiempos. Pero las trabaja y las transforma de manera muy singular.
Porque no se interroga, como lo hicieron clásicamente los filósofos, sobre la naturaleza o sobre la condición humana.
Ya no se trata para él de saber en qué consiste la esencia del hombre en general, sino de comprender cómo es
producido tal sujeto en particular, cómo se engendran sus gustos, su visión de él mismo, sus estrategias.

Pero para conocerse así, es inútil contemplar en sí mismo. Es a tu alrededor, o detrás, o debajo, que hay que posar la
mirada. En el exterior, en el detalle, a la vez visible y oculto, del funcionamiento social. El conocimiento de sí no es el
resultado de una introspección, sino de una objetivación. ¿Usted cree tener una naturaleza de artista, usted se
maravilla con sus dones? Indique mejor sus fechas y lugar de nacimiento, las profesiones de sus padres y sus
trayectorias escolares. Esos detalles poco nobles le permitirán sin duda saber más sobre sus supuestos talentos que
lo que le permite su propio sentimiento. El rodeo que permite conocerse tiene poco en común con el psicoanálisis.
No son los conflictos psíquicos los que permiten captar la formación del sujeto. Así como en Freud, el individuo
según Bourdieu no está más "en el centro de sí mismo", pero esta vez lo que lo produce, hasta en su intimidad, es la
exterioridad social.

Es porque ello que no podemos ser transparentes a nosotros mismos. La menor de nuestras inclinaciones es el
resultado de un juego complejo de códigos y distinciones que son todo menos naturales. La ambición del trabajo
sociológico, tal como Bourdieu lo concibió y perfeccionó, es ponerlos de manifiesto, en sus detalles, sus juegos a
veces microscópicos, y su reproducción implacable. Para apoderarse de esta maquinaria oculta, forjó nuevos
conceptos: habitus, campo, violencia simbólica, por ejemplo. Su aporte a este respecto es de una amplitud y de una
potencia tal, que todavía nos preguntamos cómo Luc Ferry y Alain Renault, en el triste panfleto donde intentaron
deshacerse del "pensamiento 68", sólo pudieron ver en esta obra sutil y fuerte sólo una "variante distinguida del
marxismo vulgar".

La cuestión de fondo aquí, es evidentemente la de la liberación hecha posible por el conocimiento. Ya no es más en
Bourdieu una cuestión retórica, general y abstracta. Concreta y detallada, la sociología puede convertirse en "un
instrumento de autoanálisis extremadamente poderoso que permita a cada uno comprender mejor lo que es,
dándole una comprensión de sus propias condiciones sociales de producción y de la posición que ocupa en el mundo
social". La posibilidad existe, pero su realización nunca está asegurada. Nada garantiza que la puesta en evidencia de
los determinismos sociales sea suficiente para romperlos. Porque los dominados, como Bourdieu mostró repetidas
veces, interiorizan su propia dominación, y terminan así reavivando ellos mismos su opresión. La violencia simbólica
cumple esencialmente esta función. Aquí también, pero en otro sentido, la transparencia es imposible.
Parece entonces quedar sólo una salida. Exige esfuerzos continuos, un abordaje caso por caso. Se trata de deshacer
la ilusión de transparencia donde sea que subsista. Ejemplo: los alumnos de una universidad se dedican a la
reflexión, lo encuentran natural y normal. Se les preguntará: ¿cuáles son las condiciones sociales e históricas que dan
lugar a la existencia de individuos cuya actividad únicamente sea el uso libre de la razón humana? ¿Qué rodeos nos
lleva considerar como natural, universalmente humano, auténticamente espontáneo, un lugar escolar tan artificial,
meticulosamente construido, dotado de bibliotecas, rodeado de códigos, saturado de reglas y de símbolos?

Rechazando las abstracciones intangibles, Bourdieu desconfiaba de los mecanismos reductores. Había hecho suya la
fórmula de Pascual: "Dos excesos: excluir la razón, admitir sólo la razón". Clausewitz sostenía que la guerra era sólo
política continuada por otros medios. La sociología según Bourdieu, tanto en sus genialidades como en sus límites,
evoca en más de una forma una filosofía continuada por otros medios. Pero, allí también, la transparencia parecía
imposible.

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