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Ni alta ni baja. Ni gorda ni flaca. Morena clara. De una edad indeterminada. Sí, tal vez treinta.
Poco más, poco menos. Y un rostro limpio, de pómulos altos, con la nariz recta, la boca
abundante y unos ojos de tranquilo carbón bajo las cejas pobladas. Elástica y enormemente
serena.
"
Le falta el sari", pensó mientras ella continuaba avanzando por la senda entre altos poderosos
árboles, túnel alfombrado con monedas de luz de mediodía otoñal.

Pasó junto a él, apoyó un segundo la mirada en la suya, sin especial interés, porque miraba
el paisaje y era él parte de ese paisaje... Pasó y siguió senda adelante.

Se volvió a mirarla.

De espalda, la línea recta de los hombros y la línea que bajaba desde las axilas a los pies sin
marcar redondeces, la proveían de una exótica plástica estatuaria. Miró los tobillos gruesos,
el pie ancho.

"Hawaiana --continuó pensando--. No es un sari lo que necesita. Es un sarong y un collar de


flores." Y se le rieron los ojos de súbito extremadamente jóvenes.

Echó a andar tras ella. El traje era una especie de túnica drapeada apenas para dar libertad al
paso, con largas mangas y hecha de una tela que le interesó por el dibujo en tonos grises
sobre blanco. Un chal ligero, lanoso y que debía ser suave al tacto le cubría los hombros
cruzado al pecho. Ni un adorno. Ni guantes. Ni esa cosa antiestética que es la cartera.

La mujer llegó hasta el extremo de la senda y sin perder su ritmo, sin apuro, giró y deshizo
camino. Se enfrentaron y de nuevo la mirada tranquila se posó, pasó por él. Llegó al mismo
límite que había alcanzado ella, giró y de nuevo la siguió, conjeturando acerca de su origen.
¿Hindú? ¿Hawaiana?

La brisa decía arriba pequeñas palabras felices al oído de las hojas y las monedas de luz
cambiaban de sitio sobre el camino de tierra apisonada. Las combas de agua de las llaves de
riego removían frescos olores de hierba recién cortada. Los pájaros rebullían entre breves
trinos, acomodándose para la siesta. Más allá de la calzada, espeso de légamo de
desperdicios, limitado por el pretil, estaba el río ancho, gris cobrizo.

"No deja de ser extraño qu2 siga a una mujer. Y con este calor de marzo empecinado en ser
principio de enero...Tiene que venir de un horno para pasear a esta hora y envuelta en un
chal. Porque tiene frío..., ciertamente..."

Pero se enredó a otro pensamiento: ensayo a las tres. En una sala con un irremediable olor a
pipí de gato y a cremas rancias y perfumes ordinarios. Los norteamericanos, que lo tienen
todo para todo, debían poseer un demaquillador inodoro al alcance de cualquier presupuesto.
¿Por qué no lo importarían? Era intolerable ensayar a esa hora, adormilados los actores,
repitiendo sus frases sin identificarse con su sentido y menos aún con el personaje. ¿Y esa
actriz estúpida impuesta por el Dire?' También era cierto que él había impuesto a un actor
estúpido.

Había una piedrecita --una laja venida de no se sabía qué innombrado río--, medio a medio
de la senda. La pateó enviándola lejos al césped."

"Por lo menos ahí tendrá fresco", continuó pensando. Pero también pensó que con mucho
gusto le daría una patada semejante al actor estúpido. Y a la actriz estúpida por añadidura.

Cayó en cuenta que seguía tras la mujer, tranquila en su paso, recta sobre una línea; bien
plantada la cabeza.

"Es que tiene un equilibrio perfecto --continuó--. Lo raro, aun tomando en cuenta lo que
pueda ser de caluroso el sitio de donde viene, es que en este horno tenga frío. Lo, que es yo,
estoy asado... Lo mejor es que me vaya a casa... Y después al teatro", y se; malhumoró.

La mujer había alcanzado el otro extremo, de la senda, sesgó por un caminillo, atravesó una
avenida y ahí subió, se arrellanó en un auto, cuya portezuela abrió y cerró el chofer. Y partió.

También partió él, exasperado, impaciente, acelerando, impeliendo a su auto a deslizarse


peligrosamente, dibujando eses entre el tránsito que, se hacía cada vez más denso así que se
adentraba en las calles céntricas camino a su casa, más allá, en la periferia de la ciudad en
que desde un altozano la vieja residencia avizoraba el río lejano.

Siempre la violencia, el deseo de destruir. Para destruirse. Se sorprendía a veces pensando:

"¡Qué ganas de tirarme sobre ese coche, así, de frente!" Pero los reflejos acondicionados por
una larga costumbre lo hacían pasar sin peligro junto al coche que un minuto antes quería
chocar.

Otras veces gruñía entre dientes:

"¡Qué bueno sería un terremoto que terminara con todo, Y antes que nada conmigo!"

Y frente al éxito se preguntaba:

"Y todo, ¿para qué?"

Cómo le hubiera gustado gritarle a la primera actriz: "sáquese de la cabeza la idea fija de su
belleza. Hable, muévase, deje que los sentimientos vibren en su voz y le modelen el rostro.
¡Imbécil!... No sea vedette las veinticuatro horas del día. Nos tiene a todos reventados con su
belleza, su peinado, sus modelos y su cháchara. Reviente antes que nosotros o que yo la
reviente"...'
Pero había que decir lleno de fórmulas corteses: "El Dire y yo estamos de, acuerdo en que
debe poner más énfasis en esta frase. ¿Quiere repetir su entrada? Por favor"...

¿Y el actor imbécil? Pero ¿de dónde le había salido a él la idea de recomendarlo para un
bocadillo? Allí estaba: gomoso, pegajoso. 'Irremediablemente cursi. Y ¿qué le importaba a
él? Menos que nada.

Metió el pie en el acelerador, a fondo, y entre gambetas suicidas ganó la costanera. Miró el
río: adormilado, espeso, con escamaciones metálicas. Tenía el don de apaciguarlo. Tan
ancho, tan urbanizado, tan doméstico. Como lo apaciguaba la otra extensión, pelada, arañada
de vientos, tierra desoladamente metida en el aro del horizonte.

"Irme. Pero es que no puedo irme hasta el estreno"...

Iba ahora más despacio bordeando el río. Del otro lado estaba el parque cruzado de avenidas,
de calles, de senderos, con la geometría de-los jardines y el copete de los surtidores y de las
palmeras. Y más lejos, en la paralela gran calzada, un muro de trepidaciones, de bocinas, de
silbatos, de frenadas y rezongar de motores. Y el otro muro, auténtico, vario y anodino de los
palacetes, uno y otro, todos igualmente sin belleza. Como hechos para vidas recortadas por
un molde insulso y sin nada propio adentro.

"¡Qué imbecilidad todo!...", se dijo. Miraba el río. Color de cobre. No, color de mugre. Y,
colérico, aceleró de nuevo, tomó por callejas, pasó barrancos y entró por el portón a su casa
en la Ioma, a la residencia familiar donde no había familia. Ya que era el fin de raza, auténtico
ejemplar de "fin de raza", aplicándose a sí mismo, sin regateos, el sentido peyorativo de la
frase.

Raza de inmigrantes.

Cuando el padre tuvo millones amasados por él y el primerío que fue trayendo desde la lejana
aldea asturiana, descubrió que era -época de casarse, que necesitaba una mujer para perpetuar
la familia, la suya propia, su estirpe de aldeanos milenariamente aferrados a la pomareda y
al maizal, a la espuerta y al cuido del cerdo y la vaca, equilibrados en las almadreñas, con la
boina y el zurrón y a flor de labio una praviana, firmes en una sabiduría telúrica. Ni padre ni
madre acompañándolo en la aventura de América. Viejos apegados ellos ala tierra nativa, al
duro corte de los picachos y al cencerro de las cabras mezclado al tintineo la campana de la
ermita, suficiente todo para sus corazones sencillos. Primerío tan solo en América a su
alrededor. Y hasta esa frontera del medio siglo, nada más que el afán de enriquecerse, de
abrir sucursales al negocio, de vender clavos y pernos, alcayatas y españoletas, y todo el cesto
que encierra una ferretería; de vender y. almacenar mercaderías y dineros. Sin descanso.

Alguna vez fue "a mozas", Bueno es ello. Pero nada más que bueno. Se hace. Se paga. Y
¡abur! Y a lo otro, que es lo fundamental: el trabajo.

Pero un día entra como revoltoso viento de primavera en el pensamiento la pregunta: ¿para
qué todo esto? Los padres han muerto en la aldea, son ya tierra de esa tierra. ¿Para dejarla a
la beneficencia, entonces? ¿al primerío? ¡Faltaba más!... El puede casarse. Debe casarse.
Abrir un hogar lo mismo que abre sucursales. Y almacenar descendencia. Que continúen su
abra. Que lo reemplacen. Que hagan perdurable la firma García. Que en ese futuro será:
García Hijos.

Vive decorosamente. Bien, pero no como corresponde a su fortuna.

Compra un palacete, una vieja quinta colonial entre parques y jardines, alta en una loma, con
un mirador que atisba el río. Tiene algo que le re-cuerda su infancia: la casa de los señores,
la casona solariega de los, señores en la aldea silente. Está bien conservada esta quinta, pero
esa no obsta para que entregue su restauración y decorado al hijo de un amiga, como él venido
de Asturias, que hizo fortuna, casó y tiene hijos doctores, arquitectos, y ellas, las hijas, son,
también doctoras. Una familia lucida, pero no como la que él formará. El quiere hijos para
su negocio, par que sean merceros y ferreteros.

El arquitecto tiene un buen gusto que respeta la tradición, añade .confort y crea para esa
futura vida conyugal un escenario, de sobria elegancia.

Mientras tanto, el hombre mira atentamente en su contorno. Se cree azuzado por el deseo
serio de formar un hogar, de perdurar en hijos, en muchos hijos. No sabe que obra en él la
vuelta de la esquina de la cincuentena. Cada vez le interesa menos ir "a mozas", pero en
cambio se aficiona a dar su vueltita por las calles del centro, mirando insistentemente a las
chicas, volviéndose a su paso, sonriendo por dentro cuando halla la mirada de alguna.
"Linda." "Fea", va diciéndose. Sin mayores detalles.

Pero empezó a detallarlas. "Lindos senos." "Lindas piernas." Observó: lo que más le gustaban
eran los senos. No muy grandes, redondos. Porque la mayoría de las chicas parecían tablas,
iguales por delante que por detrás. O mostraban unos senos agresivos. "Puros andamios a lo
mejor... pensaba receloso. Y tras los ojos sentía que se le iban las manos en el deseo de bien
enterarse de cómo eran en verdad: si piel dura de senos auténticos o envoltorios con alambres
y algodones

No era cosa de "correrles mano". Eso no. Decencia ante todo. Pero sería agradable tener en
la mano y acariciar uno de esos erguidos pequeños senos redondos y sentir cómo el pezón
endurecía. Lo anegaba una ola caliente y estimulante.
--Demonios de chicas... --murmuraba.

No eran "mozas" --ésas estaban lejos-- ni "mujeres". Eran "chicas". Un poco más allá de la
adolescencia. Altas, firmes, breve la cintura, con faldas amplias de bailarina y las blusas
descotadas, dejando ver los hombros y sacando adelante los senos. Frescas, charlatanas,
curiosas, esperanzadas con lo por venir. Lindas, preciosas chicas.

Se vio un día en un espejo al pasar y se halló mal vestido, con el ambo gris sin gracia, la
camisa obscura y la corbata atada de cualquier manera. Y le chocaron sus manos y le
chocaron sus pies planos, tan grandotes, tan anchotes. Con razón las chicas no reparaban en
él... Y una tarde que le dijo algo a una, estupenda, de senos chiquitos acusados por el sweater,
algo muy respetuoso al propio tiempo que halagador, ella con-testó remedando su voz:

--Mírenlo al fresco..., y con esa facha...

Claro. ¡Con esa facha! Y se esmeró en vestir como vestían los otros, los más elegantes, en
una casa que era la mejor sastrería, cara, recara, pero ¡para eso tenía millones y la necesidad
de conquistar una chica!...

Tuvo un guardarropa espléndido. Y cambió el cacharro bullicioso por un coche deportivo,


largo, largo, color amarillo limón, con capota corrediza, que demoró en dominar,
empavorecido por el silencioso deslizarse, por sus dimensiones que lo ofuscaban, habituado
desde años al foreque como araña que pasaba por cualquier espacio y se estacionaba hasta en
un agujero. Pero venció las dificultades y paseó su auto y sus tenidas, embriagado de
felicidad, buscando ahora las chicas y sus senos en un recién descubierto escenario en que
realmente se podía, sin necesidad de tentarse por "echar mano", tener la certeza de que
aquello era propio u obra de corsetería.

Descubrió las piscinas y las playas.

Claro era que los trajes de baño también tenían su matufia. Pero no tanta que fuera difícil
discernir dónde empezaba ésta, dónde estaba, mejor dicho. Se convirtió en un experto en el
arte de ubicar los alambres que mantenían la comba de los senos por abajo, y de los otros en
ángulo que los mantenían separados. Algunos hasta tenían pezón. ¡Qué risa! Bueno: a él
ahora no lo engañaba nadie. Los negocios, los serruchos, las tachuelas, las escuadras, los
atornilladores, la Casa García y sus diez sucursales estaban lejos. Para eso tenía buenos
asociados. Que trabajaran ellos. Que para eso "los" había traído de la aldea, que para eso
"los" había enriquecido. Ahora que se deslomaran ellos. El tenía derecho a descansar, a alojar
en un hotel de lujo, a manejar su auto último modelo y a deslizarse entre las chicas,
analizando sus estructuras de una sola ojeada. ¡Vaya que no! En esto último era un experto.

Lo curioso fue que se casó con una chica que no usaba sweater, no usaba malla, que
pertenecía a una familia provinciana, criolla, aferrada al agro. Una chica educada en un
colegio en que regía una disciplina de monjas de clausura. Una chica quinceañera, fina y
firme, con una cara de animalito tierno y asustadizo, que hablaba como liando las palabras;
y que antes de reír una finas arrugas en los ángulos externos de los ojos anunciaban su alegría.
La miró asombrado cuando un antiguo cliente, el abuelo de la chica, se la presentó en el
balneario, al borde de la playa popular, frente a un hotel de tercera o cuarta categoría y frente
también a la estación de servicio de autos en que él cargaba de bencina el suyo.

--Señor García... ¿Cómo por estos lados? --y después del apretón de manos francote y
campechano, añadió otra frase--: Esta es Melina, la nieta...

Como quien dice: "éste es el gato", en previsión de que alguien no repare en su presencia y
le pise el rabo.

La chica lo miró con sus largos ojos color de café dorado, seria la expresión y un pie cruzado
sobre el otro en un equilibrio que parecía serle familiar. Saludó modosamente mirando al
desconocido sin curiosidad, como se mira cualquier cosa: un álamo, que al fin es igual a otro
álamo. O una silla junto a mil sillas, todas idénticas.

"¡Melina! ¡Qué nombre, Dios! Estos viejos abuelos criollos...", pensó.

El abuelo lo anegaba en preguntas, en consultas, en consejos y en surtidas interjecciones.

La chica tenía ahora las manos cruzadas sobre el trasero y en la .blusa del traje enterizo, color
azul como el azul de los paquetes de velas, no se diseñaba nada. Un traje absurdo, parecido
al uniforme de un colegio victoriano. Con un pequeño cuello blanco y un lacito mínimo atado
como una corbata pasada de moda. Pero los brazos y las piernas estaban desnudos, delgados,
duros de músculos, con la piel tostada de sol. Como toda ella debía estar. Y el pelo espeso,
rubio obscuro con un súbito reflejo cobrizo, en larga melena por la espalda.

Se sorprendió invitando:

¿No les gustaría dar una vuelta en coche? Podríamos ir hasta Miramar.

El abuelo miró el coche y contestó ceremonioso:

--Me sería muy complaciente --se volvió a la chica-- ¿Quieres venir tú también?

--No faltaba más --dijo él con una vehemencia que también lo sorprendió--. Ella es la primera
invitada...

-- ¡Ajá!... --contestó el abuelo, y se envaró aún más en su espinazo, mientras una chispa de
prudente alerta brillaba en los ojillos acuosos.

La chica quedó entre los dos. Mientras se acomodaba, mirándolo de reojo, aclaró:

--Me llamo Emelina. Pero el abuelo me dice Melina... Y no me gusta ninguno de los dos
nombres. ¿Sabe?

No. El no sabía nada. Pero murmuró reflexivo:


--Emelina. Melina. Lina. Lina. ¿No le gusta Lina? ¿Quiere que la llame Lina? --urgía la
respuesta.

Que llegó jubilosa:

-- ¿Lina? Es regio. No se le había ocurrido a nadie. Lina. Es precioso--y se echó a reír,


primero con las arruguitas de los ojos y la boca después, la cara en alto, metido el perfil en
el azul del mar y la melena siguiéndola en el viento.

No la vio en sweater ni en malla. La vio siempre con esos ridículos trajes cuyas blusas se
llenaban de .pliegues, de alforzas, de recogidos. Con las faldas mucho más largas que lo que
imponía la moda. Tan sólo conocía el color y presentía la suavidad de la piel. Y la melena
alborotada y la cara de animalito que identificaba con el Bambi de los dibujos animados, y
la risa embriagadora y las palabras ronroneantes, tiernas y sin sentidos.

¿Qué más daba que dijera esto o lo otro? Lo único importante era mirarla, estar a su sombra,
viéndola vivir.

-- ¿No se baña en el mar? ¿A qué hora va a la playa? --preguntó precaucioso.

--Al abuelo no le gusta. El es a la antigua. Lo único que me ha dejado es sacarles las mangas
a los vestidos --reía--Y ni asomarnos a la playa. Sería ver indecencias, dice él...

A la antigua pidió, antes de hablar con ella, permiso al abuelo para declararse. El accedió,
cortés y taimado. Pero advirtió que, conejo, la chica era muy chica. Ni pensar en casarse.
¿Hablarle? ¿Relaciones? Eso sí. ¿Casarse? ¿Y qué cuerno iba a ser, de él, solo, que no tenía
más arrimo que la chica en la vida, sin mujer, sin hijos, con tan sólo esta nieta para alegría
de su vejez?

Fueron días de escaramuzas. Que por qué no casarse inmediatamente. Que no era cosa de
quedarse el abuelo solo. Existía la quinta de la capital, grande, con parque, con jardines. No:
el abuelo prefería su propia casa del pueblito, con tanta miéchica de hipotecas en verdad, con
tanto problema. Los bancos..., caray con los bancos... Ahora ni dan prórrogas ni prestan
nada... La política se mezcla en todo. Y él era y había sido hombre que no gustaba meterse
en demorares de comités ni en nada de esos bailes. Pero era cierto que las cosas en el, campo
no andaban bien, andaban como la porra... Y la casa del pueblito hasta los topes de hipotecas.
¡Diacho! Melina era muy joven. ¿Qué iba a hacer él sin su compañía?

Se pagaron hipotecas. Se saneó el campo. Hubo herramientas y maquinarias, las mejores, las
más modernas importadas por la Casa García. El abuelo, al fin, declaró que, caramba, no
viviría con ellos, que se quedaría a la espera de sus visitas en la casa del pueblito, con la
Petrona, la mujer que había sido siempre la dueña de casa desde que falleciera, hacía tantos
años, la "finá mi mujer". La flamante pareja vendría a visitarlo. Para eso estaba el auto. Y
que se casaran si es que tanto apuro del diacho tenían...
La chica sonreía, reía, animalito domesticado por las muñecas, los chocolates, las joyas, los
trajes, la casa grande, el parque, el jardín, un auto que sería suyo de ella, para que lo manejara
con sus largas manos musculosas. Sonreía. Reía. A veces un tanto inquieta por los ojos del
hombre que la detallaban luciendo sus nuevos vestidos, ceñidos, dejando ver curvas suaves
de adolescente. Se dejaba besar, intimidada por esa suerte de súbita oleada cálida que le
llegaba desde el cuerpo del hombre, poderosamente activo en la búsqueda de una
identificación.

Se casaron en el pueblito con la solemnidad de las viejas ceremonias, con misa de esponsales,
comunión y chocolate en la casa parroquial, preludio del almuerzo pantagruélico, del
guitarreo y el canto y el baile y de la jarana hasta rayar el alba en la casa liberada de deudas,
grande, destartalada, fresca de cal y roja de ladrillos, con su jardín en que flores de nombres
evocadores aromaban el aire arremansado: clepias, alelíes, jazmines, malvas, peonías,
verbenas.

Entonces supo cómo era ese cuerpo, cómo la piel era de suave, cómo los ojos de animalillo
se entrecerraban y la boca respondía a la suya y toda ella como una liana adhería a él y como
subía de diapasón su ronronear gatuno.

Un animalillo prodigioso. Para el amor, para el sueño, para la comida. Para todo lo instintivo.
Riendo al tocar la piel de la capa de cebellina y del abrigo de visón. Riendo frente al espejo
al probarse un nuevo modelo. Riendo ante el caviar y el champagne recientemente
descubiertos. Riendo --era su risa más deslumbradora-- con las muñecas innumerables que
el marido renovaba, vistiéndolas, desvistiéndolas, más interesada con su ajuar que con su
propio suntuoso ajuar de novia. Con los sentidos como antenas a cada experiencia, vibrando,
comunicando esa vibración, finan, inaugurando la vida y sus placeres, hecha de eso: de
sentidos. Animalillo. Preciosa e irresponsable. Sí. Irresponsable.

Porque la responsable del accidente fue ella. Iban como locos rumbo al mar.

--Más ligero --gritaba contra él, apretujada, sujetándose la melena que el viento le echaba por
los ojos--. Más, más, más ligero...

Venían de la noche, del amor, de tenerla él para complemento de su gozo, sintiendo aún su
lengua, sintiendo su piel restregada contra la suya, oyendo su ronroneo, en un clima íntimo,
electrizado de trópico, de jungla.

--Me parece que poseo el. mundo --decía él--, porque el mundo eres tú... Preciosa mía...

Esa noche del accidente, luego del amor, no podía ella dormir. El dormitaba.

--Estoy pensando en cómo será el amanecer sobre el mar. ¿Vamos? ... ¿Vamos? ¡Al mar! A
ver el mar... Te prometo --y se alzó reidora y seductora--. Te prometo cualquier cosa, lo que
quieras..., eso..., junto al mar, al borde de las olas. Será algo maravilloso... Vamos...

Lo obligó a vestirse, a sacar el coche, a partir.


--Me muero de sueño --protestaba él débilmente--, tengo como calambre en las piernas...

--Ya se pasará... El mar te despabilará... Y te prometo... --susurró algo a su oído--. Más ligero.
Más ligero. Hay que llegar antes que amanezca. Más ligero... --se alzó a su oído, murmuró
otra promesa y de paso, como hacía siempre, lamió el lóbulo de la oreja.

Un pobre hombre que ha pasado la esquina de la cincuentena, casto a pesar del "ir a mozas",
que encuentra para su placer de amor el propio amor como sentimiento y ese cuerpo como
una constante provocación para un repetido juego sexual, con la cabeza a veces vacía, con
sueño, sin reposo, sin otra frontera que ese cuerpo y nada más que la frontera de ese cuerpo
y su evidencia y su propio deseo repercutiendo en el otro cuerpo. Este cuerpo suyo en esa
hora en que los gallos cantan su clarinada del alba no tiene control y puede, sí, puede y realiza
la mala maniobra que destroza el auto contra el pretil de entrada de un puente.

La muerte para él en medio de la dicha.

Y para ella la larga enfermedad, las radiografías, los yesos, los aparatos ortopédicos y la
certidumbre de que espera un hijo y la no menos larga espera de que ese hijo nazca.

Entró al patio de servicio y silenciosamente dejó el auto a la sombra de los naranjos. El perro
lo había presentido y llegaba rampante, sumiso, con los ojos color de oro humanizados de
terneza y las orejas largas por el suelo.

--"Muchacho"... ¡Hop! Ya... Basta... Vamos... --dijo defendiéndose de su asedio.

Cruzó un pasillo y dio en las galerías sobre otro patio cubierto por un toldo y con las flores
abandonadas al calor, agostadas. Un pájaro insistía en un ¡ras-ras! áspero. Entró a su
escritorio, enorme, con una escalera de caracol en un ángulo, comunicación directa con su
dormitorio, arriba, habitación también enorme con ventanas sobre un ancho balcón y el río
más allá de los árboles, de las copas ondulantes que loma abajo llegaban al borde de la
avenida cruzada de automóviles y gentes, en el plan. Luego seguía el verdor renovado de más
copas de árboles dejando entrever las techumbres encaperuzadas de rojas tejas de casas
tradicionales. Barrio ese de seculares quintas, edificadas en pleno auge económico y delirio
de señorío, rodeadas de muros y rejas, con sosegado césped en los parques y el río gris por
límite. Reja también al frente de esta quinta escenario de la breve luna de miel de sus padres.
Muros a los costados y, por sobre uno de ellos, el enorme bloque de un edificio moderno
mostrando sus alvéolos: balcones, terrazas. Todo blanco, blanco, blanco, como un parche de
fealdad. Y mirando al otro lado, un tanto más lejano, un edificio igualmente anodino en
construcción surgía monstruoso de la fronda.

"Voy a tener que usar anteojeras como los caballos para librarme de estos horrores", pensó.

Bajó las persianas, dio unas vueltas por baño y pieza de vestir y bajó al escritorio con el perro
a la siga.

-- ¿Julián? --preguntó Benedicta desde la galería.

--Sí. Buen día.

Estaba en su sitio, metida en su sillón como en un estuche, magra, obscura, en el regazo la


labor, mirándolo con sostenida fijeza.

--Buen día, Benedicta --repitió, acercándose y observando que los ojos de la vieja tenían la
misma expresión que los del perro.

--Buen día. ¿Mucho trabajo? --preguntó, interesada en iniciar un diálogo.

--Ninguno. Una vuelta por la oficina, de rigor, pero perfectamente inútil para la oficina, como
siempre. No se por qué tengo que ir a la oficina, como si los negocios necesitaran de mí para
salir adelante.

--Al ojo del amo...

--Mientras eso signifique ir a sentarse frente a una mesa escritorio, las cosas irán bien. A la
hora en que pretendiera meterme realmente en la dirección, ¡pobres negocios!...

--Juan Antonio entiende --aseguró pensativa.

--Sí, entiende. El jefe es él por derecho de trabajo. ¿Qué hago yo? Nada.

--Derecho de fortuna el suyo... Faltaba más... --protestó belicosa.

--Hecha por mi padre y el padre de Juan Antonio. Ellos...

--Bueno --concedió y continuó apurada, que no era cosa de dejar escapar esta rara ocasión en
que Julián aparecía locuaz--: Si no trabaja en eso, es porque tiene otro trabajo que es el suyo.
Mire: aquí hablan de su obra --y mostró unos diarios.

Miró. Como si -tuviera esas anteojeras en que antes había pensado. Porque medio a medio
de la foto de la compañía ensayando, junto a la primera actriz y un plano tan sólo más atrás,
estaba el actor por él recomendado, mostrando una forzada pose de perfil. Lo mismo que la
actriz mostraba el lado de la cara que según el cameraman del cine era el que más la
favorecía.

-- ¡Imbécil! --gruñó entre dientes.

Lo miró sin bien entender.

-- ¿Dice?

--Nada, Benedicta. Mal humor. ¿Almorzamos?

Se puso prestamente de pie. Guardó lanas, tocó un timbre, dio órdenes y salió con él rumbo
al comedor, otra habitación enorme blanqueada a la cal, con hornacinas para la platería,
chimenea de campana y puertas vidrieras sobre una terraza con toldo, cuyo relente, aun con
las puertas herméticas, can las cortinas corridas, insidiosamente se adentraba en la habitación
no se sabía por dónde.

Los esperaba una mesa oval de maciza caoba rubia, con el mantel adamascado y un asiento
frente a otro entre la suntuosidad de la plata, de la porcelana y los cristales.

A él le hubiera gustado comer en su propio escritorio, en una mesa cualquiera frente a una
ventana, junto a la chimenea en invierno. Sin todo este protocolo. Pero una inercia le impedía
insinuar cambios o dar sencillamente órdenes. Desde que murió "ella" había comido vis a vis
de Benedicta, el ama de llaves en ese entonces no tan vieja, pero ya madura, celosa de sus
derechos, autoritaria, con la voz sin alzarse, firme en el mando, concediendo lo justo y
negando terminantemente todo capricho. Dura. Como palo venido de donde ella era, como
luma, que no lo muerde el agua ni lo tumba el viento.

-- ¿No me cuenta nada? --Siempre quería saber, adentrarse en su vida en ese tiempo que
escapaba a su tutela.

Pensó en qué podía contarle.

--Sí, estuve en la oficina. Ya se lo dije. Y fui a la imprenta por ver si había galeradas, que me
las habían prometido para hoy. Pero no había galeradas. ¿Por qué había de haber?
Mentirosos... Después di un vistazo por las exposiciones y por las librerías. Recogí las
revistas y compré unos libros. --Y súbitamente animado--: Y después di una vuelta por la
costanera del barrio sur, que me gusta mucho a esa hora en que el calor corretea a la gente y
no hay nadie. Di una vuelta..., a pie...

-- ¡Con este calor! --comentó oyéndolo con embeleso.

--Con este calor: Por estirar las piernas. La verdad es que necesito ejercicio... Entre el auto y
la máquina de escribir voy a terminar gordo como cerdo... Bueno: di unas vueltas y encontré
una mujer. De rara...
Las pupilas de Benedicta del plato lentamente se alzaron hasta quedarse mirándolo atentas
en una espera recelosa.

--...de rara..., pensé en una hindú..., con un traje fuera de moda, no pasado de moda. Un traje
que a ella le gusta usar y que lo usa sin importarle nada. Como le gusta su peinado, con las
trenzas rodeándole la cabeza. Y tranquila, sin apuro, como una reina paseando por sus
jardines, segura de sí misma, de su dominio, serena. Sí, eso es, serena, como en paz consigo
misma y con el mundo.

-- ¿Joven? --preguntó con una voz domeñada, obligada a un tono indiferente.

--No una muchacha. Una mujer, sí --reflexionó--. Curiosamente joven. Una mujer joven, pero
como de vuelta de todo. Que lo comprende todo y lo perdona todo... --La evocó con su andar
equilibrado. Y sonrió contraponiéndola a las figuras femeninas de la moda presente, metidas
en un saco, sobre los tacones como agujas, haciendo pininos, sin garbo, franca mente
caricaturescas.

-- ¿Y qué más? --insistió Benedicta.

--Nada más. ¿Creerá que la seguí? Era un placer verla caminar. Como alguien que dispone
del tiempo. Ya ve cómo vivimos todos: a las carreras, jadeantes, exasperados con el tránsito,
con el desagrado latente de que vamos a llegar tarde. Y llegamos tarde, pasada la hora, pero
eso no quiere decir que no tengamos que esperar, eso es seguro, porque los otros se han
atrasado más aún. Porquería de vida...

Echó los hombros atrás y se quedó hilando lo que era ese apuro, esa tensión: mirar el reloj,
calcular la hora, salir con el tiempo sobrante e ir enredando el pensamiento a cosas mínimas:
"¿Olvidé los cigarrillos?... Tengo que cargar bencina... ¿Traeré la billetera? ¡Ay!, los
papeles." Y un atasco en el paso a nivel, interminable. "Y los agentes que sólo sirven para
demoras... Debía tomar siempre por el camino alto... Pero es tan largo y pasa por unas
barriadas tan feas y malolientes..." Y empieza a formarse en su interior una violencia que se
anida en el plexo y aprieta los dientes e impulsa de súbito a hundir a fondo el acelerador y
que todo se vaya al mismo infierno. Pero hay que reconcomerse la impaciencia y dejar las
manos sueltas sobre el volante y esperar, esperar, tratando de abolir el pensamiento, o de
obligarlo a fijarse estúpidamente en una estupidez "¡Bah! Un nuevo aviso... ¿Hasta cuándo?
Con el tiempo no habrá paisaje. Habrá avisos, nada más que horribles carteles. Se llegará a
eso: Piense esto... Diga esto otro... Entre el cine, la televisión, la radio, las selecciones, las
tiras ilustradas, los altoparlantes y los carteles... ¡Pobre diablo del hombre del futuro!... Si es
que la bomba atómica, la de cobalto, los megatones y otras alverjas lo dejan existir para ese
entonces. Ya, abrieron las barreras"... Y todo esto y el calor y la atmósfera densa, con el olor
pegajoso del asfalto y los aceites quemados y el escape libre y los frenos que chirrían y otra
parada y un amplificador que grita: "Use pasta desodorante..., use desodorante..., cuide su
aseo personal... Use..."

-- ¿Y cómo era el traje? --preguntó Benedicta, viéndolo meterse en el silencio que le era
habitual.
La miraba fijamente sin verla. Y se quedó sorprendido al encontrarse en el comedor frente a
la viejecita muy interesada en la desconocida, él, que estaba viviendo lo que tenía que vivir
en pocos minutos más rumbo al teatro. ¿Y si avisaba que no iba? Que ensayaran sin él.
Manera de librarse de las molestias del viaje, del olor a pipí de gato, de la boca grande del
escenario con los ladrillos del muro del fondo y el desparramo de los trastos, y en lo alto
rollos de cortinas y aparatos eléctricos y rieles y poleas y grúas y unas cuerdas pendientes,
que siempre le evocaban los ahorcados de una pavorosa obra de gran guiñol. Los ahorcados
a quienes estaban destinadas esas cuerdas, gruesas como boas y esperando pacientemente
una garganta para enroscarse a ella. Mejor telefonear. ¡Que se las arreglaran como pudieran!
Para eso estaba el Dire.

-- ¿El traje? No sé... Una tela como envolviéndola sin trabarle los movimientos. Color gris
con finos arabescos grises, más claros, más obscuros. Una tela pesada...

--Y con este calor...

--Y ¡pásmese! Con un chal sobre los hombros cruzado al pecho. Como si estuviéramos en
uno de esos días en que el viento viene helado desde el sur.

--Cosas...

--Sí. Y tan a su agrado como si el día estuviera hecho para esa ropa.

--Hay que acordarse que el criollo dice que al calor hay que abrigarlo.

-- ¡Vaya! Lo que falta es que sea criolla y no hindú o hawaiana.

-- ¿Qué? --preguntó desorientada.

--De la India o de unas islas.

--Vaya... Las cosas...

Se ahorraría el viaje. Y el ensayo. ¿Por qué aceptó asistir a estos últimos ensayos? Total: lo
que aporta es mínimo. De la obra por él creada queda bien poco. Siempre pasa lo mismo. Su
escenario está precisado minuciosamente en los originales. El físico y la psicología de los
personajes también. Bueno: de los decorados no puede quejarse. Pero lo que dicen los actores,
para su íntima desazón, tiene tan sólo un vago parecido con la voz, el tono, el matiz que
deberían tener. Y menos aún se parecen al físico que les adjudicara. Esos personajes que
desde el primer momento en que los sintió aflorar desde su subconsciente, venidos de
ignorados meandros, sorprendentes criaturas con arquitectura individual, con nombre propio,
con definidas características, con acción y drama, cambiaron el sentido de su vida, de la suya
de hombre joven vagando por el mundo sin destino, apoyado en los millones de la Casa
García Ltda. Personajes salidos de una especie de ataque de fiebre, de una angustia que lo
obligaba a andar, andar, por los pasillos y galerías de la casa, de la otra casa en el campo, por
la costanera junto al río, por las alamedas separando potreros. Andar, andar. Y sentir que veía
trozos de escenarios en que surgían personajes que decían frases sueltas. Que desaparecía
todo. Que volvía a aparecer. Todo vago e inconexo. Había que andar, que andar. Andaba la
primera vez que sucedió el hecho. Inquietándolo. Queriendo librarse de él y de la amenaza
de trastorno que parecía indicar. Bastante tenía con "ella" y "eso". Pero los escenarios
volvían. Los personajes volvían; todo con mayor corporeidad y permanencia hasta integrar
para, su estupor una obra. ¿Vista? ¿Leída? Trató de fijarla en el papel. La tarea frente a la
máquina fue fácil. No, no era vista ni leída. Era obra surgida de sí mismo, de un misterioso
mundo que habitaba en él y que a través de él nacía a la vida del teatro.

Uno de esos vuelcos de pensamiento que le eran habituales lo puso ante el recuerdo de la
mujer en el parque, con su andar tranquilo, con el movimiento que salía de las caderas y no
de las rodillas, como acostumbran caminar las mujeres. Pero ¿en qué estaba pensando antes
de pensar de nuevo en la mujer?...

--Estoy tentado de telefonear al teatro que no voy... --terminó por decir.

--Y después se desespera porque le hacen la obra al revés...

--Siempre resultará al revés...

Se abstrajo en otro pensamiento: "¿Cómo resultaría una obra no figurativa?..."

Crear conscientemente, a fuerza de voluntad, una obra en que hubiera voces tan sólo, con
personajes como sacos liados con cordeles, amarrados como paquetes, con tan sólo voces...
O voces únicamente diciendo fonemas... Claro que eso tenía un nombre y estaba hecho por
otros... Esto sería nuevo: un escenario en que los colores, las formas mutables tuvieran
correlación con los fonemas... Tal vez... ¿Podría esto considerarse dentro de lo no figurativo?
Se lo preguntaría al flaco Barcárcel, que se esponjaría mirándolo como a un tarado y con su
boca más redonda le daría una torrencial explicación precisa y postrativa... ¡Qué linda esta
palabra que en el ambiente teatral estaba de modal... Postrativo, eso era el flaco Barcárcel...,
y tan agudo crítico, sabiendo de todo género de artes y letras más que nadie. No iría al
ensayo... Que se las arreglaran... Nada tenía que ver esa obra con la que él había logrado
trabajosamente, andando arriba y abajo.

--Parece linda la actriz. En el retrato se ve linda... ¿Cómo la halla? --dijo Benedicta, que
quería seguir la charla.

--Todos dicen que es linda, elegante y muy culta... Hasta le conceden talento como actriz.

--Eso lo dicen los otros. ¿Y usted?

--Yo la hallo mala actriz. Y punto.

--¿Y por qué la aceptó, entonces? ¿Y por qué la aceptó?


--Porque me da lo mismo que sea ella u otra la que destroce el personaje. Si fuera una actriz
en la cual hubiera puesto una esperanza, me amargaría ver que no se identifica con el
personaje. Con ésta no tengo esperanza alguna y por lo tanto no me amargará lo que haga.
No sé para qué insisto en estrenar...

--Pero si no tiene otra cosa que éxito...

--Sí, crítica del gordo Antúnez, de Pérez Iriarte, de Rubén Pérez, que, para quedar bien con
todos, a todos alaba por parejo, él, tan educadito. Y de los otros, que siguen a éstos, los tres
grandes de los grandes diarios... No sé para qué... Lo mismo se pudrirían los personajes
metidos en un cajón de mi escritorio...

--No anda bien hoy... --comentó apenada.

No, no andaba bien. Como no andaba bien nunca. Urgido por encontrados sentimientos,
desequilibrado en lo íntimo, sin hallar camino frente a una realidad suya, cruel. Injusta...

--Vaya, lo siento... --prosiguió Benedicta, y por cambiar de tema preguntó--: Y el muchacho,


el Florindo, ¿qué tal resulta?

Tuvo la sensación de un golpe en el plexo. La miró sostenidamente y contestó con


indiferencia:

--¿El Florindo? Ya sabe que ahora se llama Iván Duval... ¿No lo vio en la foto?... A tres pasos
de la primera actriz... Sintiéndose a tres pasos de la fama... No le diga "el Florindo". Eso
quedó en el campo, con los viejos, el caballo y el rodeo de los terneros... Ahora es un galán
que se llama con ese nombre tan poco criollo...

Mientras hablaba se estaba llamando imbécil. El, antes que todos esos a quienes les aplicaba
el epíteto.

--Me excusa. Pediré un café en el teatro. Tiene razón, debo ir... hasta luego...

--Hasta luego.

Lo vio salir con su paso silencioso de atleta, tan bien plantado, tan firme, tan guapo chico,
como hubiera dicho el padre.

No podía adivinar que él iba pensando en el gusto con que le daría patadas al Florindo,
llamado ahora Iván Duval. Aunque las patadas más que nadie las merecía él.
4

El padre le hubiera llamado guapo chico. La madre, hasta las últimas palabras hiladas
conscientemente, le dijo "ricitos de oro". "Mi ricitos de oro."

Del accidente en que murió el marido quedó con tales lesiones que un milagro pareció su
regreso trabajoso a la vida, en espera del hijo en una suerte de embotamiento, inmovilizada
en la cama ortopédica frente a las ventanas del dormitorio, mirando sin ver, sin gran
desesperación por el drama, hasta pareciendo haberlo olvidado, sin mentar jamás al difunto,
disminuida no sólo en lo físico, sino sin capacidad para otra cosa que dejarse vivir
vegetativamente. Hablaba poco. A veces decía:

--Cuando nazca la niñita. --única esperanza que parecía animarla--. Una niñita linda..., como
muñeca... Con ricitos de oro...

A su alrededor se organizaba disciplinadamente una nueva existencia. Un consejo de familia


presidido por el abuelo, con los integrantes de la firma García, se ocupaba, asesorado por
abogados, en dar forma a una nueva sociedad. Y en la gran casa la presencia de Benedicta,
traída por el abuelo desde el pueblito y tan mujer de razón como la Petrona, organizaba, en
silenciosas tenaces luchas con la servidumbre ciudadana, una existencia al viejo estilo,
confortable, llana, de suculentos honestos guisos, una limpieza aséptica y unas cuentas
ajustadas al centavo.

Dio a luz un varón, flacuchento, de ojos obscuros y una pelusa blanca de tan rubia.
Hambriento y llorón. Pareció disgustarla que no fuera una niñita. Pero reaccionó de inmediato
con una pasión maternal desbordada, asida a la criatura con entera exclusividad.

Un parto con cesárea. Más sus lesiones que seguían obligándola a la cama y al diván,
exasperada ahora por la imposibilidad de atender a la criatura, de ser ella tan sólo quien
estuviera a su cuidado, a su baño, a su cambio de pañales, a su alimentación, a provocar y
velar su sueño. Gemía:

--Pero, doctor, ¿es que nunca más voy a ser una mujer sana? Yo necesito mejorar de una vez
por todas para criar a mi July, a mi ricitos de oro.

El médico sonreía paternalmente, aseguraba por milésima vez que había que tener paciencia,
que era cuestión de paciencia, y que cuando menos lo pensara iba a sentirse completamente
sana.

--No tengo más paciencia... ¿Hasta cuándo me dicen lo mismo? Estoy harta de oírlo.
Porque de todas sus lesiones, una a la columna vertebral, luego de yesos, intervenciones,
aparatos ortopédicos, sistemas y medicamentos, seguía doliendo. Únicamente acostada de
espaldas se sentía cómoda. Ahora quería atender a su niño y se obligaba a levantarse, a
inclinarse sobre la cuna, a pretender alzarlo. Empalidecía y entre gemidos abandonaba sus
propósitos y regresaba a la cama o al diván, desesperada, llorosa, pidiendo un calmante,
pidiendo la presencia del médico, de otro médico, que todos eran unos bodoques incapaces
de mejorarla a ella, que necesitaba estar sana para atender a su niño.

Pero en algo triunfaba: en la posibilidad de amamantar a la criatura con la abundante leche


de sus pequeños senos henchidos, tensas, adoloridos, con el pezón aureolado de obscuro. Era
su momento glorioso aquel en que Benedicta o la nursele presentaba al hijo, lo tendía a su
lado y la boquita ávida empezaba a succionar, enterrada la naricilla en el seno, tironeándolo
a veces impacientemente cuando la leche mermaba, y era el momento de pasarlo al otro lado,
donde terminaba el hartazgo y se adormecía, se dormía al fin apegado a esa tibieza, mientras
la madre, en una suerte de trance de gozo, lentamente le acariciaba la pelusa que crecía
ensortijada, besaba la piel que de rojiza y rugosa iba haciéndose morena, ajustada a una
contextura sin grasas, firme y saludable.

--Ricitos de oro, mi amorcito --murmuraba--. Mi July... Mi tesoro mío...

Empezó a hablar menos de sus males, a no exasperarse con la imposibilidad de permanecer


en pie, de trajinar, de estar siquiera sentada. Contra la voluntad de la nurse que oponía
preceptos higiénicos, contra las admoniciones y las agorerías de Benedicta, contra el tronar
del abuelo en sus breves visitas, contra el médico que seguía --fuera el que fuere-- asegurando
que no debía hacerlo tanto por ella misma como por el niño, habituó a éste a estar a su lado
día y noche, junto a ella en su propia cama articulada, en el diván o en una silla larga también
articulada, ancha, con ruedas, que se deslizaba por las enormes habitaciones, por las galerías,
por los corredores, por las terrazas, transportada de piso en piso por un ascensor especial.
(Para todo eso provee la fortuna, la enorme fortuna de la Casa García Ltda.) Con el niño a su
costado durmiendo, despierto, mamando. Todo tenía cabida a su costado: bañadera, mesa
enana de vestir. Todo.

No era cómoda la presencia reprobadora de la nurse. La cambió por una niñera campesina
traída también por el abuelo, al que tampoco le gustaba la nurse, intimidado por su uniforme.
Una niñera gorda, limpia, almidonada, sonriente, bonachona, deslumbrada por la ciudad y
por la casa de "oligarcas". Atenta a órdenes, condescendiente a todo. Ágil y querendona.
China de campo a la antigua.

¿Qué podía hacer Benedicta? Discutir a toda hora con la recién llegada, que a cada una de
sus observaciones de que esto se hacía así y lo otro asá, respondía con la mejor de sus sonrisas
en la cara de manzana arrebolada:

--La señora lo dispuso tal como yo lo hice y si ella lo manda...

El niño vivía junto a la madre tendido a su lado. Hablándole ella palabras sin sentido, largo,
constante arrullo. Acariciándolo. Besándolo. Ensayando en él todos los paltocitos, todas las
camisitas, todos los baberos, todo los vestiditos, todas las cintas. Todas las maravillas que en
prolijos paquetes traían diligentes mandaderos de casas especializadas que ella por teléfono
hacía llegar pidiendo las últimas novedades. Porque también la moda alcanza a las criaturas
en su cuna.

El abuelo la miraba. ¡Pobre! También con una vida rota. Primero sin madre, que la hija suya,
tan joven como era ahora la nieta, se fue con la fiebre y la tos del caracho, en ese tiempo en
que no había las medicinas de nombres raros que curan la fiebre en un Jesús y la tos en otro.
¡Mala suerte de las dos!... Y el marido de su hija, su miéchica de yerno pues, rodando por
boliches, según él para espantar la pena, pero la verdad siguiendo su impulso de piedra que
rueda cuesta abajo con un ruido siniestro. Que fue de puñales y en esa reyerta de borrachos
jugadores dejó el pellejo. Mala suerte la de esta niña, su nieta. Y, diantre, criada por él y claro
que también por las monjitas que enseñan maneras y a ser buenas cristianas. A él le hubiera
gustado la Normal. Una maestra siempre es alguien. Pero le dio miedo mandarla a la ciudad,
interna, tan flaca la pobre. No fuera a pasar como con su hija y terminara con la fiebre y la
tos del caracho yéndose para el otro mundo. Mejor así no tan sabida, pero sana, en el campo
y cuando estaban en el pueblito yendo a las monjitas que tenían su escuela y les enseñaban
con tanta gracia a hacer la reverencia, a rezar y a ser dueñas de casa, y al fin, qué miéchica,
¿para qué quiere una mujer saber otra cosa? Luego se casa y lo que tiene que ser es una buena
esposa y una buena madre. Lo demás..., claro que es lindo ser maestra. Pero ¿qué cuerno
hacerle?... Y muy bien que la chica, tan jovencita, niña casi, parada en un pie --nunca las
monjitas pudieron quitarle esa porra de maña--, conquistó al García... Con una millonada y
tan gran señor... Y con la mano abierta para arreglar los negocios. Claro que él era el abuelo...
¡Y qué ojo para ver lo que convenía! Hay que hacer esto y no esto otro... Como si la vida
entera la hubiera pasado en el campo mirando la tierra y mirando el ganado y para dónde iba
el viento. Caráspita con el hombre... Bueno para todo... Como si hubiera vivido en el campo
y no detrás de un mostrador vendiendo clavos y pernos... Diacho... Y morir en esa forma
estúpida. También con la chica al lado... Para no estar como loco. A buey viejo... Pero,
conejo, a veces el pasto verde hincha... Pobre... Menos mal que la dejó embarazada... Porque
si no: para tu casa, Nicolasa, como dice el refrán. Para la casa del abuelo. Porque con las
leyes que lo enredan todo, diantre, no hay nada que hacer cuando se queda viuda una mujer
al mes de casada y sin nada que anuncie un hijo. La suerte en medio de todo...

La miraba. Tendida en la cama ancha como un potrero, con un camisón rosa, entre sábanas
rosas y cobertores rosas y un edredón rosa y el muchacho al lado vestido de rosa, con el pelo
ensortijado, oliendo a algo pasoso que a él le hacía arriscar la nariz, a él, campesino viejo,
criollo. Caráspita con la nieta tonta...

--Está bueno que lo eche al suelo... Ya está en edad de que gatee...

La nieta lo miraba riendo. Hacía mucho tiempo, desde que organizó la vida entre cama y silla
larga definitivamente, que había vuelto a reír.

--El aprenderá a gatear encima de su mamita... Amor... Mi ricitos de oro...

--Miércoles... --mascullaba--, me gustaría llevarlo al campo con usted también, se entiende,


y la ñaña y la Benedicta. Y que se asolearan de veras y estuvieran al aire por el día entero, y
el muchacho, qué caray, aprendiera a dormir en un poncho viejo revuelto con los perros y
gateara y aprendiera a andar, a hablar, a mear parado... Ya tiene edad para eso... Y que en
vez de estar prendido a la teta mascara un pedacito de charqui... Es bueno para los dientes y
para hacerse desde chiquitito hombre de campo...
--
El es lindo..., es el más lindo de todos los niñitos del mundo... Es el tesoro de su mamita...
Y ya sabrá gatear y andar y comer como un principito en su sillita y su mesita. --Y
súbitamente recordando algo--: ¿Sabe que ya me trajeron los modelos para elegirlas? Una
mesita y una sillita color de rosa. ¡Qué tontería que a los niños no se les puede poner nada
rosa! No sé de dónde han sacado eso. El rosa es más sentador... Y mi niñito se ve como un
pimpollo con sus paltocitos, con sus camisitas, en sus vestiditos rosa. ¿No le parece, abuelo?

--¡Carpincho!, lo que me parece es que está criando un..., bueno..., un... --la miró indeciso,
abrió la boca para decir algo, pero la cerró bruscamente, pensando que era perder el tiempo
decirle eso que había pensado decir.

No se lo dijo ni entonces ni nunca. Porque las visitas del abuelo no se repitieron, pegado al
campo, que no a la casa del pueblo, por un proceso de vejez que cada día lo fijaba más a la
vera del brasero, con el mate en la mano y una acuosidad en los ojos y un rememorar lejanías
sin coherencia, ante testigos o ante sí mismo. Descenso hacia la muerte que lo halló un día
cualquiera plácidamente en medio del sueño.

Daba vuelta la rueda del año, de otro año y de otros más. El niño se desarrollaba atrasado
según Benedicta, normal según la madre.

Como eco de la opinión de la madre, decía la ñaña las mismas palabras de convicción feliz.

Gateó tarde, anduvo más tarde aún, entendía todo, pero era difícil hacerlo pronunciar palabra.

Los médicos --uno y otro en sucesión, ya que todos decían lo mismo y eso hacía que no se
los llamara nuevamente-- aconsejaban en vano otro tipo de vida. Benedicta nada podía contra
la madre y la ñaña.

La madre en ese correr del tiempo seguía imposibilitada, extremadamente juvenil, reidora,
en la cama o en la silla larga, ahora permanente-mente en un salón-dormitorio, en tonos rosa
habilitado en la planta baja comunicado con la terraza, aferrada al niño, deteniéndolo a su
lado, junto a ella, apegado a ella, en la cama, en la silla larga.

Fue un despertar de repente. De un día para otro. Como en una mañana abren todas las rosas.
El niño estaba junto a ella, demorada como siempre deleitosamente en peinarlo, en vestirlo,
en atender sus necesidades íntimas. Lejos, más allá del parque, en la calle del otro lado de la
verja, un organillo empezó a desafinar una vieja canción de estrado. El niño se alzó, escuchó,
tendido a esa felicidad derramada en el aire de boca limpia, y echó a correr, firme en sus
piernas súbitamente firmes, echó a correr terraza adelante, parque adelante, perdiéndose tras
lo verde de los macizos.

La madre quiso alzarse, perseguirlo:


--¡Ay! ¡Benedictal... ¡Ñañal... Corran... No... ¡Ay!, el niño... Corran..., Dios, Dios... --agitaba
las manos, agitaba la campanilla, gritaba, sin lograr ella misma moverse.

La ñaña lo encontró pegado a la verja, apretadas las manos a los barrotes, la cara radiante,
extasiado frente al organillo, al organillero, y a la lorita, que se balanceaba coquetamente en
espera de que alguien quisiera sacarse la suerte, y tuviera ella que deslizarse alcándara abajo
para elegir el sobrecito en que estaba el secreto de los destinos.

Un niño extasiado.

Voluntarioso. Que había descubierto su voluntad. Y su voluntad era permanecer ahí pegado
a los barrotes, oyendo y mirando un mundo desconocido y mágico.

Se defendió a patadas. La ñaña empleó la fuerza de sus brazos campesinos. Pero sus brazos
supieron de los dientes del niño. Lo soltó asustada por esa violencia mutua. Y el niño, sin
palabras, se aferró de nuevo a los barrotes y siguió mirando al viejo barbudo, increíblemente
vestido, entre payaso y marinero, con el organillo clavado en un soporte y la correa pasándole
por el cuello y la lorita balanceándose en su alcándara.

La lorita no entregó al niño el sobre con su destino. Pero su destino desde ese momento fue
luchar con la madre. Luchar con la ñaña. Encontrar en esas batallas el refugio, el apoyo, la
alianza muda de Benedicta.

Llegó atrasado y eso le aumentó el mal humor.

A esta hora al insoportable olor de pipí de gato se unía el del desinfectante de los toilettes y
el del insecticida pulverizado en el aire. Bueno. Avanzó rápidamente por entre las butacas
hasta alcanzar la primera fila y sentarse. Un reflector iluminaba un plano del escenario y en
sendas sillas dos actores repetían su parte, sin observaciones del Dire, que sentado junto a
una mesa en un extremo, rodeado por sus asistentes, iluminado el texto por una luz que
tamizaba un capuchón opaco, parecía mucho más teatral que los otros prosiguiendo su
diálogo.
Uno de los asistentes lo vio y dio aviso al Dire. Este levantó la cabeza y, haciendo ese habitual
gesto suyo de rascarse la nuca, lo miró, agitó amistosamente en el aire la misma mano que
acababa de darle ese placer que él decía perruno, entornó los pesados párpados y se
inmovilizó en la atención de lo que pasaba entre los dos actores.

Empezó a ver, como veía las escenas que luego integrarían su obra, algo que un momento
después lo tomó entero, distanciándolo del ensayo, de los nuevos personajes que iban
apareciendo, dando su réplica, matizándola, marcando acciones. Reflexionó rápido y
sorprendido que por primera vez el hecho sucedía estando inmóvil. ¿Pero no tenía él que
andar, andar, siempre andar para que las mágicas representaciones se hicieran presentes? Se
deshizo de la observación para atender lo que veía y oía. Sí, un escenario que era ese mismo,
con el reflector marcando un círculo en el centro y como fondo los ladrillos del muro. ¡Qué
dramatismo proporcionaban un ladrillo y otro ladrillo, rojizos entre las franjas blancas del
cemento, y uno y otro y otro más! Como terminarían por ser los hombres, iguales, uno y otro,
unidos por el sentido de la supervivencia, apretujados, cada uno igual al otro y sintiéndose
tan necesarios como parte del todo. Sin mayores aspiraciones que ser parte de ese todo, con
situación sólida, sin peligros de diferenciaciones, de que una variante en el molde pueda
desequilibrar el conjunto. Ladrillo, parte de una inmensa construcción.

Ahora bajo el foco del reflector aparecía un hombre solo, como cohibido, como temeroso,
como en espera de algo. Aparecía luego una mujer fina, joven. Se quedaba también inmóvil
en el círculo iluminado. Pero mirándolo, mirando al hombre. La mujer avanzaba. Estaba ya
cerca de él, en su halo vital.

--Siéntate --decía ella--, y conversemos.

Y mágicamente se instalaban en un asiento que no existía.

Estaban cómodos. Se veía eso en la curva del cuerpo de la mujer, en la gracia de las largas
piernas dobladas y un tanto al sesgo, una junto a otra. Y en el hombre que iba distendiéndose,
que no tenía ya en la cara esa expresión de anheloso esperar.

--¿Me prestas tu hombro? --preguntaba ella.

--¡Criatura!

La cabeza de la mujer se apoyaba en el hombro buscando anidarse. La cara del hombre se


inclinaba un tanto y las sienes quedaban una junto a la otra.

--¡.Tonto! --y los dedos de la mujer subieron hasta acariciar la barbilla, pasando después las
yemas por el contorno de la boca.

--Siempre-- aseguraba la voz del hombre.

--¿Me quieres?, Nunca me lo dices... Parecería que les tienes miedo a las palabras...
--No, a las palabras no...

Ella levantaba súbitamente la cabeza besando el ángulo de la boca masculina y volviendo a


su posición primera.

Pasaba él un brazo por la cintura y su mano quedaba en el aire, sin tocar la cadera, parte de
su vientre, sin alzarse a su seno. Se quedaba ahí, inmóvil al borde del impulso, al borde del
deseo.

Tornaba la cara del hombre a la expresión de espera en la soledad. Endurecido. Levantaba


los ojos y quedaba con la cara desnuda, blanca por la luz excesivamente blanca del reflector.
Ahora la cara presentaba una cerrada mascara voluntariosa, se inclinaba. La mano cobraba,
movimiento, la mano que se posaba en la cadera, que se deslizaba.

--¡Cuidado!... --gritó una voz, la voz de uno de los actores marcando su papel.

Y bruscamente la visión desaparece y queda frente a la realidad.


--
García --preguntó el Dire-- ¿No crees que es mejor cortar este parlamento? En verdad lo
que se dice es reiteración de la escena anterior. ¿Qué? ¿Me oyes?

Le cuesta recuperarse, entrar en lo circundante. Se mira las manos humedecidas y se mueve,


recalca en el asiento, en busca de la posesión de sus límites físicos.

--Eso puedes verlo mucho mejor que yo --contesta al otro, que está mirándolo con algo
de bulldog paciente en los, ojos asomados a la cara.

--¿Cortamos? No importa que sea la hora. undécima...

--Corta si te parece bien.

Los actores esperan, mecanizados.

--Se suprime desde... --indica un asistente que con una copia del texto va de actor en actor--
"es cosa cierta" hasta "cuidado"...

Hay una pausa. El Dire se ha puesto de pie y habla con alguien más allá de lo visible, con
alguien que está en lo obscuro entre trastos, bambalinas y actores que esperan su turno.

De nuevo todo está en orden y el ensayo recomienza. ¿Para qué querrán que esté presente?
¡Lo poco que le importa esto! Su interés está en la obra en trabajo, en el trabajo suyo, en esa
efervescencia de la creación.

Sí. Ese era su mundo, el misterioso y seductor mundo de los seres nacidos de una arcilla
oculta en lo íntimo de él, amasijo que va tomando forma y vida. Mujeres, hombres. Todos
para vivir en un escenario su propio drama, su comedia, su sainete, lo que fuera, queriendo
comunicarse, evadirse de la soledad; sí, eso era, horror a la soledad, imposibilidad de
comunicarse. Cada uno con su cifra propia, sin lograr saberla. Buscándola desesperadamente.
¿Cómo lograr la cifra ,auténtica, la obscura metida en lo profundo, tan inalcanzable, tan
tremendamente desconocida que nadie, ni ellos mismos, ni él que es el instrumento por el
cual llegan a esa vida, nadie sabe su grafismo verdadero?

¿Qué sabía él de sí mismo sino a través de súbitos resplandores, de miedo, de terror, de


inconexas indeterminadas formas de reacciones morbosas? ¿Qué sabía él de sí mismo, de la
verdad de si mismo? ¿Qué iba a saber entonces de la verdad de sus personajes? Que aquí, en
el escenario, dirigidos por el mejor director, con los mejores actores, con el mejor equipo de
escenógrafos, de iluminadores, de maquilladores, de modistas, de todo lo que el teatro pone
al servicio de un autor que va de buen éxito en buen éxito, sí, con todo eso sumado, ¿qué otra
cosa podía conseguirse sino el lejano remedo del escenario y los personajes surgidos de su
subconsciente? De esos personajes que él conocía en parte, lejano remedo, parte externa de
lo que auténticamente eran por dentro, porque ni él, ni nadie, ni ellos mismos sabían lo que;
eran.

Alguien había avanzado en silencio y se, sentaba a su lado.

--¡Hola!

--¡Hola, Florindo!... --acentuó el nombre pueblerino que para el otro era ofensivo y lo miró
con esa súbita violencia que le impulsaba a las patadas.

--Está regio, ¿no halla?

Lentamente, controlándose, se levantó y salió.

Por entre los pesados párpados, el Dire había seguido la breve escena.

--García... --gritó.

--Sí --contestó sin detenerse.

--¿Vuelves?

--No.

--¿Puedo telefonearte en la noche a tu casa?

--Puedes.

--¿No tienes por ahora nada que observar?

--Nada. --y salió al foyer rumbo a la calle.


6

Con la ñaña era fácil para el niño la pelea. Evadía su mandato, no atendía sus observaciones.
Cuando la mujer pretendía presionarlo a la fuerza, lograba independizarse a patadas y en
última instancia a dentelladas.

--Es peor' que animal salvaje --comentaba en la cocina la gente de servicio.

--¡Y qué hacerle! Un niño criado solo. Un niño necesita otros niños. Y este pobrecito entre
puros mayores.

--La señora es joven... --defendía la ñaña.

--Pero es una enferma, una baldada. Y miren cómo cría al niño. Como lapa quisiera que fuera
Pegado a su cama. ¡Pobrecito!...

--También ella no tiene a nadie más en el mundo... ,

--Pero un niño debe vivir con los vivos.... Y no con ella no más, que es como media muerta...

--Bueno: pero hay que tenerle lástima a la señora...

--Yo al que le tengo lástima es al niño...

--Es demasiado sobarlo y vestirlo como muñeca y querer que el pobrecito se pase con ella y
nada más que con ella

Del repostero el comentario salió a la calle, rumbo al mercadito, a la farmacia, a la panadería,


al almacén. El barrio entero sabía de la señora baldada entre nubes rosas de sábanas,
cobertores, camisones, batas, y del niño huraño, que apenas si sabía hablar, y de la manía de
la señora de tenerlo siempre a su lado, junto a ella, en una absurda vida de encierro.

--Ella querría, Dios me perdone el pensamiento, que fuera paralítico y así no se le arrancara
nunca --decía la panadera.
--Cosas... No diga eso... Pero hay que ver la pobre también. Sin nadie de familia, desde que
murió el caballero mayor, y ella con su pena de viuda y verse enferma y sin remedio.

--Las penas con pan son buenas, doña Aniceta.

--Y aquí no es sólo pan, sino que de un todo de yapa.

Reían. Y se condolían. Y comentaban. Y reían de nuevo.

Benedicta era el tope en cuya presencia se acallaban los comentarios y silenciaban las risas.

Con la madre la lucha del niño era difícil, dolorosa, espaciada. De la fuga hacia la molienda
musical del organillero regresó para caer medio a medio de los reproches maternos, de los
suspiros, de las quejas, de las lágrimas. Oía serio, firme en los pies, firme también en el
recuerdo de la maravillosa aventura vivida. El, solo, dueño de sus movimientos, de sus
acciones, dejándose llevar por la carrera, llamado por las solicitaciones de una vieja melodía.
¿Qué de malo podía tener eso? Era malo revolver los leños de la chimenea y ver innumerables
chispitas. El fuego era malo, podía quemar, incendiar la casa. Era malo el fuego. Era mala el
agua: no había que inclinarse demasiado sobre la fuente del parque para mejor mirar los peces
rojos, ni pretender chapalear en las pozas que las mangas de riego formaban a veces sobre el
césped. Era. malo mancharse el traje al comer, había que tomar la cuchara en esta forma y
acompañar con pan y estar quieto en la silla, como un niñito bien educado que él era. Era
malo agitar los juguetes dentro de una bolsa, hacer entrechocar los trenes, los autos, las
maquinarias, los aviones, los soldaditos; y agitarlos y hacer ruido, porque a mamá le dolía la
cabeza o podía dolerle con ese barullo. Era malo pretender ayudar al jardinero y con las
grandes tijeras cortar las ramitas salientes de. los bojes. Era malo... Todo era malo, menos
estar sentado en su sillita, can una mesa enfrente para hacer palotes, deletrear, miran
estampas, comer, armar el mecano. Y oír las preguntas de la madre para contestarlas con
monosílabos, y acercarse moroso a su llamado y dejarse componer una mecha rebelde o
centrar el cuello de la camisa, para después ser anegado por una lluvia de caricias y por las
palabras repetidas como estribillo demencial:

--Ricitos de oro... Mi amorcito...

Pero ¿por qué era malo también correr por el parque e irse a la verja a oír al organillero, a
mirar a ese hombre vestido como algunas de las figuras de sus libros de estampas y con la
lorita tan linda columpiándose?

--¿Por qué es malo? --preguntó, premioso, a la madre.

--¿Y si le pasa algo? ¿Si se cae? No, no, si quiere un organillo, se le compra un organillo.
Benedicta, ¡ay!, creo que me voy a morir... Avise a la oficina que manden un organillo.

--No quiero un organillo...


--¿Qué quiere entonces, mi amor? ¿Que llamen al hombre y venga a tocar aquí para que lo
vea? Benedicta, que llamen al hombre...

--No quiero...

--¿Qué quiere entonces, mi tesoro? --y a su silencio reconcentrado--: Pero no me contraríe,


mi amor, no me haga sufrir, no haga estas cosas, no ve que la pobre mamá sufre tanto... --y
señalaba sus ojos desbordados de lágrimas--. Prométale a la mamá que nunca más lo hará...,
prométale...

No prometió nada. Nunca prometió nada. Siguió escapándose, no se sabía cómo, en qué
momento, por el parque, por las viejas caballerizas, por las buhardillas, por las enormes
habitaciones, salones, dormitorios, recovecos de pasillos, arriba, abajo, ágil, misterioso, con
una pericia de delincuente para abrir cerraduras, con una presteza de acróbata y una seguridad
de atleta para trepar, rampar, deslizarse en silencio, casi invisible. Las más de las veces
regresaba sin que se supiera de adónde. Otras veces, en las búsquedas, solían encontrarlo y
traerlo a la presencia de la madre, siempre desesperada en medio del llanto.

El niño la miraba, erguido y mudo. Dejaba pasar los reproches y las lágrimas, se dejaba
tomar, acariciar, besar, sin hurtarse, pero sin reciprocidad, con una cortés aquiescencia. Y al
final, cuando la madre caía en un silencio de fatiga, se sentaba en la sillita que ya no era
minúscula, frente a una mesa, abría un libro y , se entregaba a la contemplación de las
estampas.

Hasta, una nueva escapatoria.

Su aliada era Benedicta. Pero de repente tuvo otro aliado. El nuevo cura párroco.

El señor cura, un hombre que, más que vestir sotana, por su físico debió vestir el pantalón
blanco y la blanca camisa de los espatadanzaris. Vasco llegado pequeño al país. Duro y con
la cara comida por los ojos encuencados, sombreados y. como enfebrecidos. Con unas largas
manos para los bastones de antiguas danzas o para dibujar las geometrías rituales.
Descarnadas y dramáticas, místicas y tremendamente humanas.

Se lo esperaba ese día, anunciada por teléfono su visita protocolar; pero lo que no se esperaba
era que el niño estuviera de regreso de una de sus escapadas y en plena escena de reproches
maternos. De la cual deliberadamente Benedicta lo hizo testigo.

La madre sorbía lágrimas, pedía excusas al señor cura, se dirigía al niño en el habitual rosario
de reconvenciones mezcladas de ayes. Al niño endurecido y silencioso como siempre. ,

El señor cura vio y oyó personalmente lo que ya sabía por comentarios de feligreses.

--Niño --intervino de pronto con su baja y clara voz autoritaria--, vaya a jugar al parque. Su
madre y yo tenemos que hablar...
Lo miró el niño sorprendido. Y mansamente salió a la terraza y se perdió en las curvas de las
avenidas.

--Usted puede quedarse, señora Benedicta --y empezó a hablar sin apuro con ese tono en que
las palabras adquirían su significado exacto y, a la par que convencían, ordenaban.

Decía que el niño necesitaba otros niños de su edad por compañeros. Que no era posible
dejarlo como un animalillo encerrado entre adultos: Tenía la madre que escuchar razones y
mandarlo a un colegio. El niño, por su posición, estaba llamado a actuar en un círculo en que
le era necesaria una carrera..Y aunque no tuviera fortuna, por el hecho de ser una criatura
humana debía prepararse para ser un factor eficiente a le comunidad. Este niño que a los
chico años apenas deletreaba y, lo que era gravísimo, estaba al margen de toda formación
religiosa. ¿Es que no pensaba en que el niño tenía que hacer a breve plazo la prime comunión?

--No, no --protestaba la madre--. No puedo separarme de él... ¿Qué va a ser de mi vida? No


puedo:.., no puedo... Será mi muerte... Sabe leer, yo le enseñé. No soy tan rústica, me eduqué
en las monjitas en el pueblo... No seré una profesora, pero puedo enseñarle, le he enseñado.
Aprende todo, se lo aseguro... Y sabe rezar y es bueno, un santito... Que se nos arranque, que
le guste estar solo y corretear por la casa y el parque, no quiere decir que sea malo. ¡Se lo
juro! Es bueno, no tendría el niñito pecado de que confesarse.

--No es eso, señora. Tiene que aceptar la responsabilidad de hacer de su hijo un hombre. Por
lo mismo que usted no tiene un marido ni un padre que le hable con claridad, debe aceptar
mi consejo, que es sencillamente el de la razón. Al niño hay que darle lo que necesita:
compañía de niños, educación, instrucción, formación moral, Usted no querrá tener por hijo
a un salvaje...

--No quiero separarme de él no quiero... En los colegios le enseñan porquerías los otros niños.
Y es una criatura como un ángel. No sabe ni una sola mala palabra... Es como una niñita,
como una princesita... Se lo juro... Es un tesoro...

--Pero hay que educarlo, mandarlo a un colegio. Ese es su deber: educarlo. Y desprenderse
de su egoísmo.

Reaccionó furiosa:

--En mi casa mando yo. Y nadie tiene derecho para venir a insultarme.

Ni pestañeó. La siguió mirando fijamente con las obscuras pupilas como hipnotizándola. Las
manos se alzaron con las palmas abiertas hacia la madre.

--Hay que mandarlo al colegio --repitió.

Ella bajó la cabeza, la posó de perfil en la almohada y cerró los párpados. Por el momento
estaba vencida.
--¿Quién es el tutor del niño?

Contestó Benedicta:

--Un primo del finado, don Arsenio García, el presidente de la firma. Usted sabe: la ferretería
Casa -García Ltda.- '

Benedicta y el señor cura fueron a entrevistarse con don Arsenio, que se restregaba las manos
y excusaba su no intervención diciendo:

--¿Y qué podía yo hacer frente a una enferma?...¿Y, qué podía yo hacer?... Ante su reiterada
negativa para recibirnos, a mí y a todos los parientes de su marido, mujeres y hombres, no
hubo otro temperamento a tomar que dejar de insistir y no verla más... ¡Pobrecilla!

--Nadie le reprocha nada --contestó firmemente el señor cura--. Pero es necesario ahora
mandar al niño a un colegió.

--Sí, hay que hacerlo... Mandar al niño al colegio..., claro. Diga usted, señor cura... ¿Qué
colegia le parece bien? Usted dirá...

Y se mandó al niño al colegio.

Tres aliados --apoyado en el señor cura, don Arsenio ahora fijaba normas-- para permitir que
medrara su personalidad y conociera lo que estaba más allá de las rejas de la casa y asimilara
conocimientos y viviera como otros niños, en la misma pauta religiosa y educativa que ellos.

Pero no un niño como la mayoría. Un niño en su provincia de soledad, cortés y silencioso,


inteligente y soñador. Desarrollándose sin tropiezos en cuanto a lo físico: espigado y firme.

La madre entre tanto languidecía en sus almohadas rosas, sumida en una hosca reprobación,
vuelta a esa existencia vegetativa anterior al nacimiento del hijo.

La ñaña había sido devuelta a su tierra campesina. Benedicta era el eje de la casa, que
mantenía su ritmo de gran casa tradicional. El niño tenía para Benedicta una amable
aquiescencia, permitiéndole ocuparse de sus efectos personales siempre que fueran eso,
efectos personales: su pieza de estudio, su dormitorio, su baño, su comida --disponía ahora
de un departamento exclusivo--, pero al propio tiempo marcando entre ambos un límite, una
zona infranqueable entre lo exterior y su mundo íntimo, sorprendente en un niño de su edad.

La madre dejó de formular reproches, de lamentar su abandono, de gemir sus males. El hijo,
en la trayectoria de los días, jamás tuvo una alusión al pasado ni al presente. Hablaba con
atenta cortesía de temas impersonales; el tiempo, las flores, las pájaros, el perro, Benedicta y
los restantes miembros del servicio doméstico.

--¿No le gustaría oír música? Los conciertos, por ejemplo... --propuso a la madre el señor
cura, buscando un paliativo a su terca desesperación.
--No. Prefiero el silencio y estar "sola" --pareció morder la última palabra.

La traída del perro fue otra artimaña. Sin resultado alguno. Lo miró indiferente, cachorrito
confiado en su inexperiencia, con los ojos humildes solicitando siempre una caricia, con
largas orejas y el trasero redondo: y la piel como de seda dorada.

Nunca hizo alusión al animal. Como si no existiera. A veces decía:

--Benedicta, pásame los retratos.

Cajas con retratos del niño. Montones de retratos del hijo hasta el momento en que fue al
colegio. Montones. En todas las posturas y oportunidades. Algunos en color. Tomados por
los innumerables fotógrafos que tenían en ella su mejor cliente.
--
Mi amor --murmuraba--. Mi ricitos de oro..., mi príncipe...

Languidecía, enflaquecía. Venía el médico. Otro médico llamado por Benedicta, alarmada.
Venía el señor cura, duro, con las largas manos en el gesto con que parecía irradiar el fluido
de su voluntad poderosa.

--No hay que abandonarse... --decía.

Ella lo miraba en silencio, ya sin encono. Y seguía entregada a una suerte de ensueño, de
estar fuera del presente, sumida en ese pasado feliz, con el niño adherido a su seno, gateando
sobre ella, vistiéndolo y desvistiéndolo, en su cercanía jugando, mirando estampas,
juiciosamente en su sillita, a su niño suyo, suyo... July.... Ricitos de oro...

Sin encono hacia nadie. Ni hacia el señor cura, ni hacia don Arsenio, ni hacia Benedicta, ni
hacia este desconocido que era su hijo, tan distinto a su niñito. Dulcemente yéndose hacia la
nada.

Murió a esa hora en que los gallos dan la noticia del alba en todos los puntos que marca la
rosa de los, vientos.

El hijo no tenía aún ocho años.

7
Por dos días llegó temprano para verla. Y la vio llegar en el coche negro, ambas veces a igual
hora, vestida con semejantes prendas y realizando el mismo camino para luego regresar al
coche. La esperó sentada en un banco.

La primera vez la dejó descender, tomar distancia. Tan serena, rítmica, ceñida por la seda de
ramazones grises y con el chal sobre los hombros anudado al pecho. Advirtió nuevos detalles:
el súbito resplandor de múltiples pulseras, finos aros en que se alineaban rubíes, brillantes,
topacios, zafiros, formando en sus muñecas, sobre las estrechas largas mangas, una especie
de crispín multicolor; las horquillas de carey que fijaban sus trenzas pomo tiara alrededor de
la cabeza; la expresión de las pupilas solicitadas por algo lejano e infinitamente dulce; , la
sombra del bozo; la línea sinuosa y abundante de ambos labios en armonía con las cejas
anchas y el tamaño de los ojos y el corte de la nariz. Pensó en nativas de las islas del Pacífico
Sur. Luego en indias de remoto origen maya.

Iba a cierta distancia siguiéndola, ajustando su paso al suyo, sumido en sus deducciones,
apaciguado, con una sensación de limpieza, sin ligar a la mujer con ningún otro pensamiento
que no fuera el de observarla, el de suponer para ella países de origen. Recordó estampas, de
esas que gustaba contemplar de niño, con su leyenda abajo: "Mujeres de Guatemala
recolectando bananas", "Vida familiar en Tahití", "Baile en el bohío", "Pescadores de perlas".

Con esa memoria de placa fotográfica que era la suya, recordándolas hasta en mínimos
detalles. Buscando identificar a la mujer con esas imágenes. Se parecía lejanamente a alguna.

Siempre que voluntaria o involuntariamente recordaba su infancia se hallaba fijo en un


caleidoscopio en que había una figura central: "ella". Y a su alrededor, infinitas móviles
formas de colores, alucinantes, perturbadoras.

Se sorprendió ahora pensando en su infancia, por primera vez como en algo ajeno a él, no
caleidoscopio, sino cuadros sin figura central, colgados en una galería, y él pasando ante
ellos, sin que relámpagos surgidos de su profundo ser lo deslumbraran y empavorecieran.

La mujer alcanzó el extremo de la senda y regresó. Llegó él también a ese mismo extremo,
se volvió y siguió tras ella hasta dejarla desde una distancia prudencial en el coche, que partió
rápido y silenciosamente.

El segundo día la escena tuvo una variante. Iba tras ella, por eliminación fijándola en una
remota India, cuando de súbito la mujer se detuvo, giró la cabeza mirándolo y lo esperó
tranquila. No pudo hacer otra cosa que continuar avanzando. Cuando pretendió seguir
adelante, la mujer con una voz tranquila, baja y caliente, con las palabras espaciadas y las
erres y las ces y las eses y las zetas diferenciadas, dijo al hacer un gesto que lo inmovilizó:

--No me gusta que me sigan. Si quiere: vaya adelante de mí. O a mi lado. Pero no detrás. No
me gusta... --lo miraba con sus grandes límpidos dulces ojos.
--Señora. Perdón. Yo... --y se quedó sin saber qué decir, como excusarse, -- Yo...

--Sí, usted --sonrió--. Ya sé que inspiro curiosidad con mi vestimenta. Pero me gusta y la uso.
Bien: ¿sigue adelante a sigue conmigo?

--Perdone, señora. --No sabía qué decir, cómo explicarse-- No crea que yo...

--No creo sino en un acto de curiosidad. Al que estoy, por lo demás, acostumbrada. También
debía yo excusarme por vestirme así, por no seguir la moda al igual que las demás mujeres.

Sonreía con los ojos.

--¿Me permite? --se oyó preguntar.

--¿Qué?

--Acompañarla.

--Estoy segura de que no pertenece al grupo de los que creen que una autorización a ese
pedido significa otra cosa que ir junto a una desconocida, por un parque, fuera del pasado,
del presente y del porvenir... --sonreía siempre con los ojos, seria la boca.

El encontró un tono ligero, ajeno a su manera, .para contestar;

--Puede estarlo, señora. Y que si hablamos, hablaremos del tiempo, tema inglés de muy buena
educación.

Empezaron a andar al mismo puso, sin mirarse, con los perfiles metidos en el fondo verde
umbroso, en silencio, hasta la plazoleta final, pedregosa, con unos feos bodegones por fondo.

Volvieron. Había un aire sofocante, húmedo, y los pájaros callaban en una previsión de
tormenta. El río se inmovilizaba cobrizo.

--Ya que se puede hablar del tiempo --dijo él--, ¿sería imprudente preguntarle si no tiene
calor?

--No, no tengo calor. Siempre tengo un poco de frío. No frío, pero la necesidad de llevar algo
sobre los hombros.

--Viene de países muy cálidos --murmuró sin interrogantes, pero sin afirmación.

Y siguieron andando.

--Lo que puede reprochársele a este clima es la humedad. ¿No le molesta? --dijo.

--No. Nada me molesta --contestó sosegadamente.


Tuvo la certeza de que decía la verdad.

--¿Por qué camino ha llegado a ese estado perfecto? --se interrumpió--. Perdón, señora... Esta
pregunta va más allá de lo convenido.

--Puedo contestarla. Por el de una fe religiosa.

--Gracias --vaciló, pero prosiguió irresistiblemente indagando--: A la que llegó... Perdón de


nuevo...

--En la que nací. Pertenezco a una familia católica que vive ajustada a la ley divina. Somos
creyentes, practicantes, con tanta naturalidad como somos morenos o rubios..,

--¿Y felices?

--No es en esta existencia donde debemos esperar la felicidad.

--No puedo alcanzar la fe murmuró contestando una pregunta no formulada--. La


comprensión del catolicismo está más allá de mis posibilidades. No puedo creer en lo que
escapa a mi razonamiento:

--Abandónese a la voluntad divina, humildemente. Y recuerde a Saulo --sonrió con los ojos.

Siguieron andando silenciados por el calor y la humedad que se intensificaban, mustiándolo


todo.

La dejó en el coche, ayudándola a subir, conociendo la suave curva de su codo a. través de la


tela sedosa. Dijo inclinándose:

--¿Vendrá mañana?

Contestó, como sorprendida, con otra interrogación:

--¿Por qué no?

--Hasta mañana entonces, y gracias de nuevo, señora.

El coche se perdió rumbo a la ciudad.

Y él se quedó un rato pensativo, a pleno sol, sin sentirlo, analizando situaciones inesperadas,
desconocidas: una paz, una seguridad, una certeza: Una mujer, ahí, en su cercanía, a su
costado, en su oído, en su tacto, en su olfato, todo perfectamente individualizado e
independizado de la obsesión enquistada en sus sentidos.
8

No logró a través de los años --externo primero, interno después que murió la madre-- tener
amigos en el colegio, romper esa imposibilidad hecha por la costumbre de estar en silencio,
entregado a sus sueños, a su fantasía, a su mundo mágico. Le era imposible adentrarse en la
realidad dura de los niños, sumarse a la violencia del juego, a la malicia, a la súbita
generosidad, a la camaradería indiscreta, a la rapacidad y a la envidia. No se entendía con los
niños. En cambio, el maestro era una suerte de encantador que entregaba a su conocimiento
cosas, hechos, problemas, apasionantes motivos, un mago abriendo con su varillita de la
virtud la entrada a sorprendentes mundos. Pero sin saltar jamás la barrera de las diferencias
de edad, de condición. El era el alumno, el otro era el maestro. Los unía el mutuo interés de
dar y recibir.

Siempre el primero de su curso. El gran orgullo del colegio.

El señor cura fue quien estuvo más cerca de su confianza, de su pequeña alma atormentada
y silente. Y de haber vivido, hubiera sido el apoyo en su gran crisis religiosa y sexual de la
adolescencia. Pero murió. Antes había muerto la madre. Y quedó desamparado frente a sí
mismo, rodeado de fantasmas.

Una vez obtenido el bachillerato, no quiso seguir carrera ni tampoco avenirse a la oficina de
los negocios familiares, de esa, firma que seguía prosperando y donde, por compromiso, por
ruego constante del primo Juan Antonio, hijo y sucesor del tío Arsenio, accedía a ir, así,
entrando y saliendo como quien huye.

--Pero, chico, es necesario que te enteres. El día que yo falte, ¿quién se va a ocupar de todo
esto? --insistía Juan Antonio.

--Bueno: alguien, pero yo no, seguramente. Lo cual me parece una suerte. Yo soy una nulidad
para todo esto, te lo aseguro honradamente.

En el fondo, Juan Antonio estaba contentísimo de seguir manejando millones de millones.


Pero era necesario tener la conciencia tranquila y decir lo que estimaba necesario puntualizar.

Desde que salió del colegio hasta su mayoría de edad, no hizo otra cosa que leer, escuchar
música, ir de la casa de la ciudad a la casa de campo, solitario impenitente.
Contra viento y marea arremolinados por Benedicta especialmente, contra todas las
objeciones, impuso al cumplir los veintiún años su deseo de viajar y se dio a recorrer países,
yendo de uno a otro en busca de no sabía qué esponja para limpiar de sí mismo manchas que
surgían del pasado y pavores que surgían del presente.

Países, países, países. Escenarios, gentes moviéndose, hablando. Vidas a su margen. Ninguna
para identificarse con ella. Hombres, mujeres. Por rutas de cielo, mar y tierra, por calles en
todas las latitudes, entre idiomas conocidos o ignorados, entre seres de rostros claros u
obscuros, de ojos redondos o almendrados, de risas fáciles o labios herméticos. Con mujeres
en su cercanía, insinuantes, fáciles, habituadas al deseo del hombre. Me buscas: me hallas.
Me pagas y adiós... O las otras, las del gran mundo, casi todas estereotipadas en una actitud
de elegante hastío, más allá del bien y del mal, cultas o snobs, entre humo y vasos, metidas
en trajes saco, en trajes trapecio, en trajes de línea A o K, excitadas o no, con las piernas al
aire o recatadamente ocultando las pantorrillas, cortas las melenas, largas las melenas, en el
salón, en la playa, en el teatro, en el campo deportivo, en las exposiciones, donde fuera:
muchachas, mujeres indiferenciadas, jóvenes deshechas por el hastío, viejas en una
caricaturesca juventud. Mujeres... Para acercarse a alguna, de cualquier medio, y entre ella y
él, súbita y fatalmente apareciendo un perfume, unos finos dedos, una voz acariciadora, y en
sus manos de él, en las suyas propias, en las palmas, en sus yemas, la redondez de unos
senos... Una violenta reacción lo desprendía de la presencia del pasado, tan violenta, que su
pasmo era después no haber realizado el gesto físicamente, no haberse hallado sacudiendo
las manos para librarse de lo que adhería a ellas.

En ciudades, repasándolas en busca de alguien, de no sabía quién. En busca de algo que


reclamaba su instinto, que retorcía sus entrañas, como en prolongado ayuno desborda jugos
el estómago hambriento. Lleno de prevenciones, de premoniciones, de sombrías formas en
el sueño y de pavorosas realidades en la vigilia.

Volvió a su tierra. Se aposentó en la casa tradicional, con la esperanza de destruir ahí mismo,
en su propio escenario, las vivencias de su infancia.

Salió de ese caos cuando descubrió su posibilidad de crear un mundo de ficción que sería su
refugio. Empezó a escribir. Estrenó. Lentamente se iba plasmando una faceta nueva en su
personalidad. Logrando el halago del buen éxito, el fervor de la crítica, el entusiasmo del
público. El conocimiento de un inesperado medio, multitudinario, tan ajeno a aquel en que
había medrado desde siempre.

Pero sin que allí lograra amistades. Ni de mujeres .ni de hombres. Aquéllas seguían siendo la
fisura dolorosa por donde surgía el implacable pasado. Y los hombres, los hombres...
Conocidos para charlar en un café, para discutir una escena, para comentar las menudencias
de la vida teatral de puertas adentro. Líos, aspiraciones, enjuagues, intereses, componendas.
Un mundo para huir de él, cuando se lo conocía al por menor. Para huir y meterse en su casa,
frente al parque en que los árboles ocultaban cada vez más el río y en la cual Benedicta
envejecía, apergaminada, tenaz y perseverante, señora de todo: de la casa, de la servidumbre,
pretendiendo serlo hasta de él mismo.
O yéndose al campo en compañía del perro, de este que había reemplazado a otros, todos de
la misma raza, color café, con ojos dorados, largas orejas e idéntica paciente fidelidad.

La escuchó desde el fondo de un palco bajo, con mala acústica, viendo tan sólo parte del
escenario y los personajes sesgados o sencillamente fuera de su vista. Deformado todo en
una realidad imprevisible, ajena, más aún que en los ensayos, a la esencia de su obra. Como
la desconocida cara del revés de una medalla.

Esto había salido de él, de su poder creador. Se preguntó, con esa exasperada voluntad de
evadir las circunstancias reales y asirse a la ficción, si habría algo en la atmósfera, un virus
filtrable, que lentamente inoculaba la tónica de la época en estas -criaturas que eran las suyas
atormentadas, buscando ansiosamente un camino, despistadas ante las bifurcaciones, metidas
al azar en el más cercano, creyendo que el seguido lo era por elección propia y luego tomando
conciencia de que el azar jugaba el juego y se era sólo un juguete.

--¿Un juguete en manos de quién? --dijo entre dientes.

Volvió a la realidad y observó los personajes que hablaban: sólo tenían de común con los por
él creados ese virus de la desesperanza, de la desorientación, de la angustia íntima. De ese
amasijo que él mismo era. ¿Por qué, entonces, se empecinaba en negar la similitud? Se
negaba a sí mismo tanta verdad...

No reconocía a esa mujer con la figura y el rostro de la primera actriz y esos gestos y esa
modulación de la voz. Era otra. Pero entre su personaje y ella había una raíz común
alimentada por cenizas.

Una obra en tres realidades: la suya escrita, esta otra representada por los actores y la que
captaba el público.

Pero el público no poseía una comprensión colectiva. Existían, entonces, tantas obras como
espectadores en el teatro.

Había calculado llegar al fin del último entreacto.


--Gracias a que te dignaste venir --rezongó el Dire al verlo.

--Te había dicho que vendría al final --respondió, súbitamente de mal talante por el tono del
otro.

--No vayas a dispararte. Todo va bien, el público loco... Ándate a mi camarín o al de Noemí,
que está muy nerviosa en la duda de si llegarías o no llegarías... --tuvo en los labios decir "el
perla", pero prudentemente farfulló algo.

Pensó en que no estaba para soportar nervios de nadie. Dijo:

--Me voy afuera a un palco. ¿Habrá alguno desocupado?

--Pero por favor no te escapes. Reservé el izquierdo, el palco bajo de la izquierda, aquí mismo
a la salida, para ti y tu gente --una de sus manos se apoyó con pesadez en su hombro. Y
continuó, apresurado, entre admonitivo y jovial--: Y, por favor, te lo pido, te lo ruego, no te
escapes,

Y allí estaba, arrinconado, casi incrustado en un ángulo, incómodo al borde del sillón, con
ganas de irse. ¿Para qué todo esto? La obra estaba estrenada, había pasado ese momento
dubitativo en que se aguarda la reacción de la crítica y del público. El proceso de un estreno
era interminable y agotador: primero, el juicio del Director; segundo, el de sus asesores;
tercero, elegir los actores; cuarto, los ensayos, las modificaciones y los cortes; quinto, la
propaganda, entrevistas, fotos, etc.; sexto, el ensayo general, con los críticos, y por fin el
público del estreno, la mayoría invitado, y después el otro público, el gran público sin tarjetas
ni vales, el que juiciosamente paga sus entradas y provee ese contentamiento que se llama
"taquilla vuelta", y que hace los suculentos borderós.

El era parte de ese engranaje, y el juego, cuando se está en él, hay que jugarlo.

Las cortinas se abrían y cerraban. Allí estaban ya todos, incluso el Dire, haciendo reverencias,
besando el Dire la mano de la primera actriz, repitiendo el gesto galano el primer actor.
Poniéndose en primera fila el Dire, la actriz, el actor. Dando ellos un paso atrás para dejar
sola a la actriz, buscándolos ésta y tomándolos de la mano para obligarlos a alinearse junto a
ella. Luego dejando a las otras figuras en escena, para poner en primer término a la
característica entre la dama joven y el galán. Y después de nuevo todos juntos y el
escenógrafo y los modelistas y los iluminadores. Una curiosa mezcla de trajes, de rostros
maquillados y de caras cerúleas, y el público aplaudiendo y las cortinas abriéndose y
cerrándose rápidamente sobre el juego sucesivo de los cuadros, nada improvisados, porque
el Dire pensaba en todo detalle, y esta especie de ballet de post-representación tenía tan
riguroso ensayo como cualquiera de las escenas anteriores. Ahora la cortina quedó abierta
definitivamente y todos inmóviles en el fondo. El público gritaba: -

--El autor... El autor...


Y los ojos de los que estaban en el escenario se volvieron al palco, tratando de ver a través
de las luces de los reflectores al hombre que debía estar allí.

Que estaba allí encogido, pensando si no sería todavía tiempo de huir precipitadamente.

La puerta del palco se abrió y una mano tocó su hombro:

--Esto se llama triunfo... Ven... Ven... --era el Florindo, Iván Duval, en el programa y en
escena diciendo cuatro frases.

Se puso de pie tratando de eludir la mano y la avalancha de palabras laudatorias.

--Vamos... --dijo queriendo pasar.

--Pero déjame felicitarte --y bruscamente lo abrazó.

Con la misma brusquedad rechazó el abrazo. Con un golpe de judo. El otro vaciló y balbuceó;

--Pero por qué... Yo...

Estaba en el pasillo y avanzaba hacia el escenario, crispado, con algo vinagre que le subía
del estómago a la boca. Cómo, con qué ganas pondría en acción su conocimiento de los
golpes, no de las patadas y mordiscos de su infancia, sino de los golpes científicamente,
aprendidos en el gimnasio, y echaría por tierra, haría huir a toda esta gente que lo esperaba
en el escenario, estereotipadas las sonrisas, y a toda esa gente, de pie algunas, otras sentadas,
algunas en los pasillos, otras. agrupadas en las salidas. ¿Habría más gente que la que el teatro
era capaz de acomodar en sus aposentadurías?

De la mano del Dire, sudorosa y que se aferraba a la suya queriendo transmitirle lo que debía
hacer, lo que esperaba de él: que tomara y besara la mano de la actriz, que entre Dire y actriz
avanzara hasta el borde del escenario y saludara al público. Que retrocediera, que esperara
un cuarto de minuto para que las cortinas se cerraran y se volvieran a abrir y avanzara de
nuevo. Y saludara. Y otra vez el juego de las cortinas, de los pases, como en las cuadrillas de
las abuelas: yo te doy la mano a ti, tú me la das a mí, ahora un paso adelante, ahora un paso
atrás. Saludo y molinete.

Sería divertido hacerlo. Gritar: "¡Molinete!", y observar el estupor de los demás. Se halló en
primer plano, inmensamente solo en un silencio súbito y sobrecogedor. Eso indicaba que
tenía que hablar. Parte del juego y lo jugó.

Dio las gracias con la curiosa sensación de que estaba en la oficina, dictando a la taquígrafa
una de esas cartas en que agradecía las felicitaciones llegadas desde las sucursales de la Casa
García Ltda., y en las que con las mismas palabras apegadas a un riguroso formalismo uno
de los socios, uno de los jefes, uno de los lejanos primos, hijo de los primos de su padre, le
enviaba sus felicitaciones por "el merecido triunfo obtenido".
Pero era lo que el público esperaba, porque la ovación se hizo atronadora cuando terminó las
frases que estaba irónicamente diciendo como un acuse de recibo. Alcanzó a pensar en otra
cosa: en lo que sería cómodo y absurdo: hacer bajar de lo alto del escenario, suspendida por
gruesas cuerdas, una gran tarjeta suya, de visita, blanca cartulina con grandes caracteres
dibujados imitando las letras del grabado en cobre. Su nombre y a punta de lápiz dos letras
minúsculas: a. f.

"¡Qué maravilla eso!..."

Pero seguía el juego: hablaron el Dire, la primera actriz, el primer actor, la característica --
gran favorita del público--, uno de los segundos actores, la más joven de las damitas, muy
melindrosa, y que cuando terminó diciendo "que ella no era nadie, pero que saludaba al gran
autor del siglo desde el fondo de su modestia", antes que surgiera la ola de aplausos, se oyó
una voz femenina que gritó desde el anfiteatro: "¡Tesoro!"..., sin que se supiera si el tesoro
era la propia damita o el autor triunfante o qué o quién. Y habló el escenógrafo, y por el
personal obrero uno de los tramoyistas, un muchacho simpático que repitió muchas de sus
frases hechas, sin que posiblemente nadie se percatara de ello.

"¡Qué cansado todo!", se repetía.

Pero se cerró la cortina. Pero no el baile. Eran masas de gentes desconocidas que desfilaban
por el escenario donde él, el Dire y las primeras figuras, en fila como en las fiestas oficiales,
recibían el saludo de quienes por fuerza de la costumbre habían formado fila también, cola,
y avanzaban de uno en fondo por la entrada de la derecha, se volvían sobre sí mismos a la
izquierda, a espaldas de autor, Dire y actores, para buscar la salida por la propia derecha.
Como un serpentón.

Miró arriba y vio cómo las bambalinas, los trastos, las lámparas, se alzaban y quedaban en el
aire, en lo azulenco de la atmósfera en que parecía espesarse un humo de inexistentes
cigarrillos. Le daban la mano. Algunos esbozaban un abrazo. El inmovilizaba sus
articulaciones y el abrazo quedaba en esbozo. Decían frases semejantes. Alguno murmuró
devotamente: "maestro". Los hombres pasaban rápidamente, las mujeres se demoraban, le
mostraban la gracia de la sonrisa, la línea blanca de los dientes, entornaban los párpados,
hacían sonar los dijes de las pulseras, se arrebujaban en las livianas écharpes, repetían
elogios.

Empezó a ver bocas solamente. Las de los hombres sin color, adheridas a la piel rasurada,
alguna con la sombra de un bigotillo recortado, pero todas parte de una fisonomía
desconocida e irreconocible en lo porvenir. En cambio las bocas de las mujeres eran color de
zanahoria o color de fucsia, dibujadas abundante y prolijamente y como parches en las caras
pálidas, deshumanizadas por dos reflectores en ángulo. Empezó a no ver los rostros, a ver tan
sólo bocas sueltas: descoloridas o zanahoria o fucsia. Con una zona blanca en el centro
marcando los dientes. Modulaban algo moviendo los labios en la frase de cortesía. Bocas.
Sin rostro. Bocas sueltas.

"¡Qué cansancio!"
La cola menguaba. Las luces dieron un parpadeo. Se entrecruzaron frases:

--Hay que irse.

--¿Dónde vamos?

--Al Tívoli no, por favor...

--Al Royal entonces.

--Siempre la misma lata...

Las luces parpadearon de nuevo. Una voz gritó desde el fondo de la platea, entre palmetazos:

--Vamos a cerrar... Vamos a cerrar...

Sintió la mano pesada del Dire sobre el hombro. ¡Qué manía la de este gigantón!

Y todavía una mano trasudada...

--¿No quieres venir con nosotros?

Estaba tan cansado, tan molido. Irse con ellos era seguir el baile.

--Me caigo de sueño.

Los ojos saltones le repasaron la cara modelada por la fatiga. Bajó la mano y dijo admonitivo:

--Bueno. Ándate. Pero a cambio de que no me faltes mañana a las dos funciones. Hay que
aprovechar las calenturas, máxime cuando son colectivas...

Sabía lo que le esperaba, lo que eran para él ciertas noches: insomnio, revolverse en sí mismo,
fatalmente asomarse al caleidoscopio con "ella" al centro.

--¡Perverso! --le reprochó al pasar, echándole deliberadamente el aliento por la cara, el


Florindo, ahora Iván Duval.

Ni siquiera sintió deseos de patearlo.

Afuera lo esperaba el palitroque amortiguado de la tormenta que se alejaba. Había llovido


torrencialmente.
El coche se deslizó por las calles despobladas. Lo manejaba automáticamente con una
sensación de cansancio muscular, embotado el cerebro. Con lentitud iba recobrando las
percepciones sensoriales. Aspiró el fresco aire y el olor de la tierra lavada. Una sirena empujó
por la noche su llamado de auxilio.

--Es que estoy roto de cansancio --dijo a media voz.

En la casa lo esperaban: alguien que abrió el portón de acceso y barbotó un soñoliento:


"Buenas noches"; el perro que saltó hasta su mano, lamiéndola; Benedicta, arrellanada en su
sillón de la galería, y que preguntó despabilándose:
--
¿Todo bien?

--Todo bien, pero muerto de sueño.

--Tenía que ser así --aseguró ella orgullosamente--. Váyase a la cama.

--Sí, sí... Mañana le contaré... O mejor: lea los diarios y se fue por la escalera de caracol
arriba, seguido por el perro.

Sabía que eso iba a pasar. Apenas acostado, fresco por la ducha y entre el hilo de las sábanas,
en lo obscuro, el sueño desapareció dejándole tan sólo el deseo del sueño, la exasperación de
querer dormir y no poder hacerlo, volviéndose de un lado a otro, arreglando las cobijas,
encendiendo y apagando la luz. Abriendo y cerrando las persianas, las cortinas; sentándose
en un sillón, en una silla; acostándose en el suelo, regresando a la cama, tumbándose en el
sofá.

Y en la cabeza un film frenético, pedazos de figuras, trozos de frases y, de repente, el vacío


para una caída y la angustia en el plexo y, por no sabía qué milagro, la simultánea certidumbre
de estar en su cuarto, buscando el sueño, en todas las posiciones, a puertas y ventanas
abiertas; a puertas y ventanas cerradas, a obscuras, con luz. Bocas..., bocas... Color de
zanahoria y color de fucsia... Y el Dire rascándose la nuca con el mismo ruido que producía
el perro. Y más bocas, bocas... Las había pegadas a un rostro, las había sueltas, sin rostro...,
y empezó a martillarle el recuerdo, la voz de una mujer recitando, metiéndose en su oído a
través del radio. Pero no gritaba eso que él veía, gritaba: "Botas..., botas..., botas..., botas...",
como si las botas le pasaran por encima moliéndola. ¡Qué cansancio!... Y el atronar de los
aplausos y el escenario y arriba los trastos colgando y las lámparas y unas cuerdas, atadas o
en curvas, serpenteantes. Y un eco de voz melosa: "Perverso", y una laja en la senda para
darle un puntapié... Y todo revuelto, girando ahora, y la caída..., la caída y la conciencia de
estar en la cama, en su cama, sin lograr el sueño, y tan cansado, tan cansado... Y en pleno
amanecer. Con el aire desperezando las ramas y un pájaro diciendo que sí, que estaba
amaneciendo, y más allá, en la periferia de la urbe, en pleno campo, los gallos todos
enarcando el cuello y abriendo las alas decían también que sí, que había llegado el alba... El
campo..., vio un camino, una avenida de altos árboles por la que iba caminando a la vez que
aspiraba una brisa liviana, ligeramente olorosa a poleo, a menta, a desconocidas humildes
hierbas... Un camino. Y él caminando como siempre: observándose a sí mismo, desdoblado,
proyectado fuera de sí mismo y observándose... El en espera de una mujer que avanzaba
tranquila y digna, que sonreía con los ojos y le decía marcando con un leve acento letras
indiferenciadas para otros...

Y súbitamente se durmió en la vecindad de esa sonrisa.

10

Había un cielo de cristal azul y el aire seguía siendo fresco y seco, apenas con fuerza para
ligeramente acercar una hoja a otra hoja, incitándolas a confidencias. El overol gris de un
jardinero iba detrás de la máquina de cortar pasto y del ras-ras de sus bolillas enmohecidas.
De la plaza de juegos infantiles llegaba la serpentina de un coro amortiguado por la distancia.
La alfombra de monedas hecha por el sol oscilaba apenas. La calzada esplendía y el río manso
bordaba su cobre con un pequeño ir y venir de blancos festones.

La vio bajar del coche y adentrarse por la senda. Sin extrañeza. No había dudado de que
vendría. Como tampoco, estaba seguro, había dudado ella de que él, estaría esperándola.
Limpios ambos en esa certeza.

No había reparado en que, desde el despertar después de un breve profundo sueño, no había
padecido ninguno de esos asaltos obsesivos de recuerdos de imágenes, de voces, de olores,
de tactos, de sabores, de sensaciones, en suma, que le eran habituales. Había despertado en
la certidumbre de que tenía que acudir al parque, esperar a la mujer, mirar la sonrisa en sus
ojos y marchar junto a ella, despaciosa y rítmicamente, en un clima de inaugurada libertad.

--Buen día --dijo sin extender la mano, saludando con esa inclinación aprendida en el colegio,
y en la cual se mezclaban fórmulas cortesanas y marciales.

--Buen día, precioso día, un día que es un regalo en este clima --aseguro ella.

--¿Puedo acompañarla?

--¿Por qué no?

Ajustó su paso al suyo. Llevaba el mismo traje, pero el chal era distinto. No. El traje era
también distinto. Aunque traje y chal fueran de parecidos materiales y hechura que los
anteriores. Miró atentamente la tela: en el gris de rico dibujo realizado con distintos tonos
había una hebra, celeste. Y tal vez un punto de plata. En el chal sí que la plata era manifiesta.
Blanco y plata en ramazones finísimas.

--¡Qué maravilla son las telas que usted usa!

--Las tejen las campesinas de mi país. El telar para ellas es una experiencia milenaria,
transmitida tradicionalmente. Hay familias que tienen sus propios dibujos, sus colorantes,
como algo que participa de un linaje.

--¿México? --pregunto sin reparar en que trasgredía convenios.

--No.

Continuaron en silencio. Se iba acercando el ruido de un pájaro carpintero en su trabajo,


enfrentaron el ruido afanoso y rítmico, lo dejaron atrás.

--Es pueril mantener un misterio que parecería una incitación a la búsqueda --dijo de pronto-
-. Me llamo Teresita Carreño, soy centroamericana, no digo que soy de determinado país
centroamericano, porque mi padre es guatemalteco, mi madre salvadoreña, nací en Panamá
en una clínica de la zona norteamericana, me eduqué en California y he vivido años, después
de la muerte de mi padre, en una propiedad rural en medio de bananales. Esto matizado con
viajes par todos los continentes. Y ahora estoy aquí --terminó, haciendo un gesto con la mano
y abarcando el contorno.

--Me llamo Julián García, nací aquí, me eduqué aquí, me aburrí mucho aquí, viajé por todo
el mundo, me aburrí mucho en todo el mundo y ahora estoy aquí, igualmente aburrido --dijo
él, tratando de imitar el tono tranquilo de ella, y, sin saberlo, imitando el de un colegial que
repite machacón las tablas de multiplicar.

--¡Ajá! --comentó sin que él captara el significado de esa intervención--. Bien --continuó con
una de esas salidas del silencio que parecían serle habituales--: ya que hemos intercambiado
nuestras tarjetas de visita, ¿puedo preguntarle por qué sus personajes son tan perdidamente
angustiados, tan irremediablemente perdidos en la angustia, mejor dicho?

Sintió algo habitual: un choque en medio del plexo. Se repuso y a su vez preguntó:

--¿Estuvo anoche en el estreno?

--Sí.

--¿Y por eso vino ahora?

--¿Qué? --y luego comentó risueña--: ¡Ajá! ¿Cree que lo identifiqué con el desconocido
paseante y acompañante y que vine para pedirle un autógrafo?

--Perdón... --murmuró apesadumbrado--. Perdón de nuevo.


--No es para tanto... --Cada vez parecía más segura de ella misma, más centrada en sus
palabras--. Lo identifiqué de inmediato y pensé lo que estoy pensando en este mismo
momento, lo que pensé desde que lo divisé aquí la otra mañana: ¡cómo han lastimado a este
hombre! ¿Quién? ¿Quiénes lo han lastimado así?

El se encogió de hombros, tratando de fingir indiferencia.

--No se encoja de hombros. Ese mar de amarguras, de negaciones, esa indiferencia frente al
mal o al bien, esa aceptación del destino que hay en su obra, me asentó en mi primera
impresión. Y su salida a escena. Parecía usted un niño sumido en una atroz pesadilla. Casi al
ras de perder la conciencia. No le doy excusas por hacer preguntas. Por romper nuestro pacto.
Creo que necesita hablar usted mismo de usted mismo. No sólo hablar a través de sus
personajes...

--Mis personajes nada tienen que ver conmigo:..

Se detuvo a mirarla. La mujer también se detuvo. En los ojos del hombre, tan encajados, tan
adentro de las cuencas, tan perdidos en azules casi negros, había una expresión medrosa. En
los ojos de la mujer había desaparecido la sonrisa y había una fijeza de espera sin apuro.

Se defendió tratando de frivolizar:

--Hace tiempo que dejé las confesiones...

--Su propia vida es una confesión. Y en especial su obra.

--No --continuó--. Nadie se desnuda a mediodía en un parque...

--No siga en ese tono, bueno para un salón y una charla cualquiera. Anoche me dijeron que
vivía en una vieja quinta, aislado, sin amigos; sin amigas, solo... Y esa otra soledad en su
obra, esa desesperanza, ese no tener a qué asirse los personajes, sin fe, sin amor, sin dirección,
dejándose llevar por los instintos, abúlicos, envenenados de dudas, de vacilaciones e
interrogaciones, todos a la deriva... ¿Por qué eso? Usted es un hombre joven, con salud, con
cultura, con fortuna. ¿Por qué entonces vivir en ese clima? --hablaba apasionadamente,
queriendo hacerle llegar hasta el fondo su protesta.

El miedo le cundía en el pecho.

--No soy el único desesperanzado en esta época. Usted, según me dijo ayer, tiene el inmenso
apoyo de su fe. Yo no lo tengo. Ni el apoyo de nada ni de nadie. Estoy solo, absolutamente
solo frente a la vida, y ante mí mismo.

--Todos estamos solos y tenemos que encontrar una manera digna de vivir. --Y bruscamente-
-: Lo que usted está haciendo es empujarse para caer en el suicidio...
El miedo lo anegaba. ¿Cómo podía haber calado tan hondo en su alma, a través de unas
cuantas frases entrecambiadas y de una obra en que los demás enjuiciaban y aplaudían su
planteamiento de una hora sin brújula, pero donde nadie había descubierto un rasgo
autobiográfico revelado por sus personajes? Y esta mujer, andando a su lado, metida en sus
raras vestimentas, con sus trenzas y su chal y las pulseras multicolores y su acento cantado y
bajo, sabiendo de él más que nadie. ¿Cómo?

Preguntó cortante:

--¿Es usted psiquiatra o psicóloga?

--Soy una mujer que ha vivido mucho y que ha sufrido mucho, eso es todo. El sufrimiento
provee de antenas y de una captación especial para saber dónde hay alguien ahogándose.

--Sí --murmuró--, ahogándose, eso es. Sin defensa, muriendo de horror.

--¿Por qué? --insistió la mujer.

--¿Quiere venir conmigo a casa? --preguntó con el mismo anterior tono cortante.

--Vamos.

Regresaron en silencio. La mujer dio órdenes al chofer, que acentuaba la máscara impersonal
oyéndola. Se halló a su lado en su propio coche, ambos sin apuro y sin azoro, como si todo
aquello hubiera estado escrito desde siempre en el libro de los destinos.

Fue el comienzo de un tiempo fuera del tiempo. En que todo: lo mágico, lo real, sucedía
naturalmente.

En la casa había un silencio sobrecogedor, una ausencia de seres, que daba la impresión de
un total abandono. Sólo el perro les salió al encuentro, festejó al amo, miró
interrogativamente a la mujer, y, tranquilizado, conquistado por algo perceptible a su instinto,
humilló la cabeza a sus pies y esperó con los ojos entrecerrados, transido de amorosa
servidumbre, que le acariciara la fina rizosa piel de las orejas. Y echó después a andar tras
ellos, que iban hacia la biblioteca.

--No --dijo--. Entre acá.

Y la hizo pasar a ese gran salón, más allá del comedor, escenario de sus primeros años junto
a "ella".

--Aquí estarán mejor mis fantasmas... --aclaró para sí mismo.

La dejó entrar. La mujer observaba: la silla larga dramáticamente enfrentando una ventana,
los tapices en tonos rosa, las pieles de oso blanco, los cortinajes de un rosa viejo, el oro de
las enmaderaciones, la mesa y la silla de niño, un triciclo, los armarios con libros y juguetes,
las flores recién renovadas, los retratos de un niño, los retratos de ese niño multiplicados en
alucinantes espejos,

--Aquí viví mi infancia de hijo póstumo, pegado a "ella", a mi madre, me cuesta llamarla
madre, a "ella", viuda y enferma, que no veía en mí un hijo, sino una hija, la que esperó para
reemplazar a la muñeca que abandonó al casarse y que recuperó en mí. Mi padre murió en el
accidente en que "ella" quedó herida, sin que en el resto de su existencia fuera otra cosa que
una lisiada. Aquí vivimos, vegetamos por años. --Hablaba de pie, tirándole las palabras a la
cara como esas piedras que pensaba siempre tirar a los que le incomodaban--. Eso es todo --
terminó después de una pausa.

--Eso es el comienzo: la fijación infantil. ¿Y el resto?

--La evasión a ese dominio lindante en lo morboso, empleando una sorda sostenida violencia,
entre lloros, protestas, recriminaciones y desesperaciones de "ella", sintiéndome el niño malo
que me repetían que era, pero rabiosamente batallando a patada y mordisco para obtener mi
derecho a andar sobre mis pies, de hablar, de tener mi propio mínimo mundo. Tuve una ayuda
providencial en el señor cura, el párroco, un hombre santo y humano, que lo entendía todo.
El fue en verdad quien le impuso a "ella" que me mandara al colegio, que me dejara ser un
niño como cualquier otro. Sí, fue el señor cura quien abrió para mí las puertas de esta casa-
prisión.

--¿Y después?

--El tremendo choque con esa realidad de los compañeros que presienten los puntos
vulnerables del recién llegado y lo atacan sin conmiseración con dichos y hechos. Lo sucio
de las palabras, lo soez de las acciones. No puedo explicarlo, es remover demasiado lodo...

--¿Y su madre?

--"Ella" muriéndose... Y yo sintiéndome un criminal que voluntariamente la dejaba morir...


Reconcentrado, obstinado. No sé de dónde sacaba fuerzas para luchar. Tenía sólo un fin: mi
derecho a hacer lo que me diera la gana. Mi gana. Mi libertad, dicho en idioma de hombre--
hablaba siempre a sacudones, lanzando ceñudo las palabras.

--¿Y? --insistió la mujer, sentándose en el borde de la silla larga.

--No --protestó--. Ahí no. No podría verla sentada ahí, en el sitio que era el de "ella".

La mujer lo miró con esa insistencia serena y autoritaria que era ahora la suya, arrellanándose
en el asiento.

--No --repitió--. No, no...

--Míreme. Destruya sus fantasmas...


Estaba con la cabeza gacha y los puños apretados. Luchando con el impulso de sacarla
violentamente de ese sitio, de esa habitación, de la casa. ¿Por qué esta mujer desconocida,
Teresita cualquier cosa, se atrevía a indagar en su existencia, en su intimidad, una
desconocida hasta ayer? ¿Por qué? Levantó la cabeza y avanzó un paso. Se detuvo.

--Ya pasó el impulso de echarme a empellones --dijo ella con sosiego.

Sintió de nuevo la sensación de miedo, algo como una certeza de que lo dominaría, como
otrora lo dominaba el señor cura. La misma mirada serena, la misma actitud de espera.
¿Cómo no lo percibió desde el primer momento? Lo aturdió la idea de una reencarnación
¡Vaya!... ¿A eso había llegado?

--Venga, siéntese a mi lado --había una orden en su voz.

Se acercó, arrastrando los pies, deliberadamente arrastrándolos, agarrado por el recuerdo


lacerante de "ella", obligándolo a acercarse. Sin mirarla se sentó en un extremo.

--¿La historia de los años que siguieron a su nacimiento se la contó quién?

--Simultáneamente me la contaban "ella", la ñaña, Benedicta, el señor cura. Era el tema


preferido. Todos ellos fueron desapareciendo, yéndose, muriendo. Primero "ella", después el
señor cura. Antes que "ella" murió el abuelo, el abuelo de "ella", de quien no tengo recuerdo
preciso. La ñaña partió al campo, casó, se fue al norte, nunca más supe de su vida. Excuse
esta mezcla de nombres y gentes... Quedó tan sólo Benedicta conmigo, Benedicta, la vieja
ama de llaves.:

--¿Por qué esta habitación se conserva así, como en otros tiempos?

--No lo sé... Al morir "ella", resolvió tío Arsenio, mi tutor, con la aprobación del señor cura,
internarme en un colegio. Cuando regresé en las vacaciones, esto estaba así, mantenido como
un santuario, según dice Benedicta. Y así quedó...

Como las tejedoras en su país, iba la mujer trabajando sobre la urdidumbre que se le
entregaba.

--Volví al colegio. Fui uno de esos alumnos que figuran siempre en el cuadro de honor.
Cuando tío Arsenio habló de la carrera que debía seguir, dije rotundamente que no quería
más estudios. Con el bachillerato me bastaba. Intentaron que ingresara en los negocios. Con
igual firmeza me negué. Quería en buenas cuentas hacer mi real gana. Pero era menor de
edad y hasta llegar a ese límite permanecí atado a la casa, metido en la biblioteca, sumido en
los libros, asomado a la música y apasionándome por ella tanto como por la lectura. Seguía
siendo un solitario, desesperadamente batallando por desprenderme de... mis fantasmas..., y
sin conseguirlo... Mientras vivió el señor cura tuve en él un refugio, un consejero...;
después..., después... Sin él no tuve tutor espiritual que me ayudara a salvar mi fe... No sería
mucha cuando la perdí con tanta facilidad definitivamente. La fe había sido siempre para mí
como un ropaje que se viste los domingos y los días señalados en el calendario para ir a misa
o arrodillarse frente a un sacerdote y decir los pecados, ordenándolos por un cartabón en una
serie de diez. Tenía el confesor que ayudarme porque en verdad no hallaba en mi conciencia
eso que en el cartabón aparecía como pecado. El único: desobedecerle a "ella"; no aplicarle
en forma absoluta el mandamiento de "honrar padre y madre" no me parecía materia
confesable. Al correr los años, cada vez me enzarzaba más en agotadores análisis, reparos,
interrogaciones. Pero la discusión empezaba verdaderamente cuando declaraba que no amaba
a Dios. No lo amaba como entendía que debía amársele. Mi manera de amarlo era una
costumbre impuesta, como lavarse los dientes. ¿Por qué me confesaba? Porque en los ojos
del señor cura había idéntico mandato que en los suyos, señora. El mismo magnetismo. Igual
al que me tiene aquí, crispado, violento, con ganas de huir, pero diciendo ante usted lo que
creo mi verdad. Esa mísera parte de nuestra verdad que nos es dado conocer...

Se miró las manos y, quebrándose violentamente, sumió la cara en las palmas.

--Siga --instó, dulce e imperativa.

Alzó la cabeza justo para dejarse oír y continuó:

--Viajé. Principio de una huida. Porque algo me perseguía desde el fondo de mí mismo. Algo
que había aparecido al filo de la adolescencia y que surgía imperioso dude mis entrañas. El
deseo. El mandato del sexo, sostenido y lacerante. La necesidad de. fundirse a una mujer y
el horror a ese acto. El momento de la posesión, su gozo, su plenitud, mezclado al pavor de
las representaciones que ese momento producía anegándome en espantos. Porque la mujer
en potencia, la mujer, así, genéricamente, en cuanto se materializaba --jadeó-- y era una mujer
junto a mí..., era.., se convertía..., era...

--"Ella" --dijo, completando la frase con la palabra que él usaba.

--"Ella", con la suavidad de su boca y la insistencia de sus besos, con..., con... --se miró las
manos y continuó como si se desprendiera de trapos sucios--, con sus senos, aquí, en el
cuenco de mis manos, adheridos a mi piel... ¿Entiende? Y todo eso subrepticio, instantáneo,
atacándome desde cualquier ángulo, cuando a veces más indefenso estaba, cuando me creía
en salvo. Hasta que me convencí de que nunca, nunca, iba a liberarme..., que mi vida entera
estaba encerrada en ese círculo... No crea que sin lucha. Soy un psicoanalizado. Una cura de
meses para después caer en lo mismo. Es como si "ella", desde no sé dónde, estuviera al
acecho y a cualquier amago de interés por una mujer se hiciera presente y me devolviera a la
desesperación de la angustia sexual y del recuerdo obsesivo.

Hablaba con la cara de nuevo semisumida en las palmas, con la voz entrecortada. Hubo un
silencio. La mujer esperaba firme en su actitud, las manos entrelazadas en el regazo, tal vez
excesivamente apretados los dedos unos a otros.

--A veces he creído estar al otro lado de la frontera, en plena insania. Los años más duros
fueron esos en que perdí el apoyo del señor cura. Luego viajando con la absurda esperanza
de que en la rapidez de los desplazamientos por toda suerte de rutas perdiera "ella" mi rastro.
Pero me esperaba a la vuelta de cualquier esquina, al otro lado de la puerta que abría
confiadamente, estaba ahí, detrás de cada mujer con la que intenté realizar ese acto simple,
humano, instintivo, de tenderme a su lado y poseerla. Alguna fue una posibilidad de aventura,
esa que todo hombre tiene con cualquier hembra. Otra, un comienzo de interés
individualizado. Pero, en uno y otro caso, ahí mismo, ahí, estaba "ella" para desplazar la
realidad y reemplazarla con su presencia tangible. ¿Cómo poseer a una mujer sin tocarla?
¿Cómo poseerla sin que al más leve contacto se realizara la suplantación? Nadie puede
imaginar este espanto... La conciencia vigilante en espera de que el espanto aparezca... Como
creo que tampoco nadie puede imaginar el pavor de mi propia pesadilla, su inmundo
trasmundo, porque ese trasmundo es mío tan sólo, con sus vericuetos, sus figuras sin límites,
sus mutaciones y la súbita presencia de un rostro, de un cuerpo, de un clímax... instantáneo,
pero suficiente para hacerme despertar trabajosamente al borde del lecho, con las entrañas
crispadas y el frío del espanto a algo monstruoso, más allá de toda ponderación. ¿A qué tabla
agarrarse? Lo he intentado todo. Hasta algo peor... Hasta...

Levantó la cara, se irguió con dificultad y se quedó mirándola, descompuestas las facciones,
con la boca temblorosa y en las pupilas una titilación, todo él descontrolado.

--Lo peor --algo quiso agregar, pero no logró articularlo.

La mujer lo miraba, siempre con las manos juntas, apretadas las palmas y los dedos
entrecruzados hasta hacerle daño su presión. Serenos los ojos fijos en él.

--No puedo decirlo... No puedo --gimió--. Caí en "eso" como en un pozo, lo mismo que
hubiera podido tirarme de cabeza a un pozo, en la esperanza, creo... --vaciló y continuó--: No
sé si me estoy justificando. Bueno, caí en el homosexualismo --rió con una suerte de estertor-
-. Ya está dicho. Con la esperanza de salvarme de lo otro. Y no me salvé de nada. A veces
creo que lo que soy es sencillamente "eso". Y que todo el resto, con "ella", no es otra cosa que
material de excusas, de justificaciones, de engaños en que me escudo. Pero puedo asegurarle
que es pasar de un horror a otro, de una pesadilla a otra pesadilla.

Agachó la cabeza. Desde ahí siguió hablando, con la voz más entera, con las frases más
continuadas:

--A veces creo que todo ha pasado, que he superado algo como una enfermedad con continuas
crisis. Los ataques son más espaciados, pero no menos violentos. ¿Cuánto me queda por vivir
y por luchar y sucumbir para evadirme definitivamente de este círculo enloquecedor?
¿Cuánto?

--¿El escribir no le ayuda a liberarse? --preguntó con el tono que exigía contestación.

Supuso que lo desviaba a otro tema y dijo de corrido, con la monotonía del niño que repasa
una lección:

--El escribir me ha servido de mucho, en ese mi mundo teatral debe filtrarse subrepticiamente
parte de mi tormento. Pero no escribo todas las horas de vigilia de todos los días. Ni dentro
de esas horas, unas horas determinadas por la disciplina. Escribo entre grandes períodos de
aridez en que me es imposible pergeñar una frase. Llego a suponer que no voy a escribir
nunca más. De súbito empieza una inquietud que me empuja a caminatas agobiadoras en que
los escenarios y los personajes van surgiendo y ensamblándose como piezas de puzzles.

--¿Tiene muchas obras escritas?

Tuvo la certeza de que lo fijaba en ese tema deliberadamente y continuó sumiso:

--Muchas. Hasta antes de estrenar la primera, tal vez quince o más. Por ahí están
encarpetadas. No sé por qué mandé una a un concurso, la premiaron. El premio, parte del
premio, era su estreno. Se estrenó, tuvo buen éxito. Después se han estrenado cinco. La de
anoche es la sexta.

--¿Todos sus personajes poseen igual tónica?

--Todos. Es la tónica del momento. No creo haber inventado nada -- hablaba ahora con su
voz de siempre, como si la confidencia lacerante hubiera pasado, estuviera superada y
olvidada. Con la expresión de quien cuida no dejar traslucir expresión alguna reveladora de
sentimientos en el rostro de facciones firmes, un tanto los ojos demasiado hundidos, y en
ellos una mezcla de hurañez y de suavidad, provocada ésta por el largor de las pestañas.

Miraba a la mujer. Luego miró en torno. Miró de nuevo a la mujer, tan cómoda en el diván-
cama, con las manos siempre cruzadas, ahora laxas entre los pliegues del chal. Se pulo de pie
y avanzó hasta una de las puertas-ventanas y tras la cortina de tul se quedó largo rato
observando el lento vaivén de las copas de los árboles y el juego de agua de la fuente. Había
en él la sensación física de estar limpio y adentro una atonía, un pensar en que no pensaba en
nada, que flotaba en un remanso sin esfuerzo, desnudo, cara a una sombra refrescante, en un
aire sin historia.

La mujer se puso en movimiento.

La sintió acercarse. Se quedaron un rato mirando el parque. En una gran paz.

--Gracias --dijo sin volverse.

--Debo irme.

--Voy a dejarla.

--Mi coche está afuera esperando.

--¿Su coche? ¿Y cómo sabía mi dirección?

--Los amigos con los cuales estaba anoche en el teatro son vecinos suyos. No crea que he
empleado Intelligence Service.

Estaban uno frente al otro. Algo cambió de súbito en la atmósfera.


--Gracias --repitió con voz apenas perceptible--. Gracias, no sé decir otra palabra.

--Adiós.

--¿Por qué adiós? Hasta mañana.

--No --aseguró con voz temblorosa Hasta mañana, no. Adiós.

--No quiere verme más... No quiere verme...

--No, eso no --afirmó la voz para continuar--: Es que me voy. Regreso a mi país. Salgo
mañana al amanecer.

--Se va. Usted se va. Se va. No, no... --lo decía con la angustia del niño perdido entre la
multitud--. No, no... ¿Por qué se va?

--Porque es tiempo de regresar. Mi viaje estaba decidido desde hace semanas.

--Cámbielo. No se vaya. Por favor...

--Imposible...

--¿Por qué? Sé tan poco de usted... No sé nada, mejor dicho. --Porque regreso a mi casa, a
los míos...

--No, es imposible. Quédese, quédese.... Haberla encontrado para perderla... No, no me


abandone, sería tener otro motivo más de desesperación.

--No, eso no. Usted seguirá su vida atormentada, porque su temperamento es así,
atormentado. Eso lo vi desde el primer momento en que lo divisé en el parque. Las gentes
como yo tenemos esas súbitas revelaciones, nos es dado percibir casi mágicamente el
pensamiento de otros seres, máxime si son seres que sufren en el orden que sea. Presentí su
angustia. Busqué su confidencia. Es también don de personas como yo saber aguardarla o
provocarla. Porque se habla, se habla, se cuenta, se comenta, se confía, se supone. Cada cual
cuenta lo suyo, adulterándolo, disminuyéndolo, magnificándolo, frivolizándolo. Pero en
seres como usted lo verdadero, lo esencial que duele dentro, lo que se ansía obscura o
claramente comunicar a alguien, queda adentro encerrado hasta hacerse intolerable. Queda
adentro, porque no hay quién sepa presentir su llamado, quién lo entienda, quién lo libere
compartiendo una verdad, una verdad, sea la que fuere. Usted estaba muriéndose intoxicado
por usted mismo, por acumulación de fijaciones infantiles, persistentes en un límite peligroso.

--¿Y qué será ahora de mí?... --se preguntó como a sí mismo y como si no la hubiera oído.

--Seguirá luchando valerosamente y llegará a la ribera de una vida normal, tranquila, con el
triunfo sobre sus fantasmas y el triunfo de su obra.
--Los fantasmas... --rió sarcástico, para agregar premioso--, mi obra... Pero no se vaya... ¿No
comprende? No sé nada de usted, nada, pero sé lo que usted ya significa para mí...

La vio sobresaltarse y hacer un vago gesto con las manos. La miraba con evidente sostenido
ruego. Una de sus manos avanzó lenta y firme. Nada se interponía entre ese cuerpo y el suyo.
De los rincones de la habitación, de tapices y cortinados, de la silla larga, de los juguetes y
de los libros, de parte alguna surgía nada perturbador. "Ella" no se hacía presente.

La mujer retrocedió. La mano que avanzaba cayó con pesadez.

--Me tiene asco. Perdón. Sólo pretendía retenerla. Perdón. --inclinó la cabeza derrotada, la
sumió entre los hombros.

--No --contestó con voz asordada-, creo que también yo debo hablar, es necesario. Mi historia
es muy simple. Dos veces me han operado. Cáncer al pecho. Metástasis. Ahora me hacen
viajar un poco por el mundo, posiblemente para distraerme y que no piense demasiado en lo
venidero, ¡que no me asusta! Viajo con mi marido, ligada a él por una vieja ternura y una
absoluta comprensión. Para eso venidero, cuyos síntomas son ya evidentes, tengo como
apoyo mi fe y mi marido. Eso es todo.

Como si le hubieran dado un golpe prohibido, Le faltó el aliento, pudo recobrarse y se halló
mirando los senos inexistentes. La avidez indiscreta de las pupilas hizo que la mujer, con un
gesto incontrolado, cruzara las manos sobre el nudo del chal.

--Perdón, señora --articuló al azar.

--Debo irme --repitió--. Y que Dios me perdone si, queriendo hacerle un bien, no le he hecho
un daño más.

--Que su Dios la bendiga, señora.

Y avanzó para abrir la puerta. La mujer dijo aún:

--Cambie esta habitación. No conserve este, escenario para sus fantasmas. Es un ruego. Y
piense...

Calló, rota la voz. Inclinó la cabeza. Y avanzaron por la galería, ambos con ese mismo paso
que en una mañana--que era esa mañana, o la mañana de ayer-- los llevaba serenamente
emparejados.
11

Sentía la cara inmovilizada por una máscara fría.

Incómodamente sentado, con las manos apretadas sobre el extremo de la mesa, frente a
Benedicta, también en una postura rígida, ambos en el comedor, en esa hora del almuerzo
que los unía siempre para hilvanar deshilachados pedazos de conversaciones.

Tan menuda Benedicta en su traje monacal, casi invisibles las arrugas a fuerza de múltiples
y finas, aguda la mirada de los ojillos que no necesitan cristales para descubrir una pelusa en
lo alto de una cornucopia ni tampoco para leer los hechos policiales, con la piel morena
aclarada por los polvos blancos y el pelo cano tirante en un moño sujeto por horquillas
metálicas. Vejez que dejaba presentir la fuerza de una voluntad poderosa.

--¿No se sirve? Siempre le han gustado los langostinos --dijo, buscando traerlo a la realidad
del almuerzo.

--¡Ah! Sí, pero es que no tengo ganas.

Cruzó entonces Benedicta el servicio sobre la comida, su pie se apoyó en el timbre bajo la
alfombra y, cuando apareció el mozo; con los ojos señaló los platos intocados.

--El que yo no tenga ganas de comer no quiere decir que usted no coma --dijo por algo que
le pareció un reflejo de buena educación.

--Quizás... --lo miraba con los ojillos suspicaces--. ¿Tuvo visita, no?

--Si lo sabe, ¿para qué lo pregunta? Tuve visita --se dio cuenta también de que los reflejos de
la buena educación habían desaparecido.

Avanzando el cuerpo, Benedicta quedó al borde de la silla.

--¡Vaya! No creo que eso sea para hablar así, tan como que se fuera a enojar.

--Estoy cansado --contestó disculpándose.

--Si llega tarde y se levanta apenas después de echar un sueño.

--Estoy cansado --repitió impaciente.

El mozo continuaba cambiando platos, presentando el nuevo manjar.


--No --dijo rechazándolo--, tomaré tan sólo café. Pero, por favor, coma usted. No me obligue
a comer lo que no quiero, para que usted no se quede sin probar bocado.

El mozo salió. Benedicta cortaba la presa de ave, echaba de un lado a otro el frito de
manzanas, las verduras del aderezo. No se llevaba el cubierto a la boca.

--¿Es artista? --preguntó sin poder contener la. curiosidad, viendo que no reparaba en sus
manejos y que se encerraba en el silencio.

--¿Qué? --dijo vuelto de su abstracción--. ¿Me preguntó algo?

--¿Es artista la que vino de visita?

--No, no es artista.

Como callara, Benedicta insistió:

-- ¡Vaya!... Pensé... Como estaba tan rara vestida y las artistas son tan así. Les gusta que las
hallen raras. Usted dijo el otro día que era rara... Porque es la misma que halló en el parque,
¿no?

--Me va a excusar. Pero me estoy cayendo de sueño... --se había puesto de pie.

--¿No estará enfermo? ¿No tiene fiebre? ¿Le duele la cabeza? --indagó rápida.

--No, por favor... Déjeme tranquilo. --ordenó con un tono desusado, mientras permanecía tras
la silla, apoyado en el respaldo--. ¡Ah! Tenía que decirle... Voy a cambiar el salón rosado.
Necesito esa pieza para ampliar la biblioteca. Esta tarde me voy a ocupar de eso con el
decorador. Por de pronto llame al orfanato para que se lleven todo lo que hay ahí, todo,
empezando por las cortinas y terminando por las alfombras. Necesito la pieza completamente
vacía y que nada de lo que hay ahí quede en la casa. Que todo vaya para los niños huérfanos,
todo.

Lo oía mirándolo con los ojillos agudos y empalidecida bajo la densa capa de polvos. Dura
y desafiante:

--Si necesita otra pieza para libros, hay hartas piezas en la casa. Aquí, en este piso y en el
otro. No veo por qué va a deshacer esa pieza que es un santuario. Esa pieza, que fue la pieza
en que vivió y murió su mamacita, no debe tocarse.

Sintió náuseas ante la lucha que iba a librar.

--Lo tengo resuelto --aseguró, tratando de que no se le alterara la voz.

--No lo voy a permitir. Mientras yo esté en esta casa, mientras yo viva, la pieza de su
mamacita estará lo mismo que estaba en vida de ella. No lo voy a permitir. No seré nadie
aquí, pero tampoco nadie va a poner mano en ninguna de las cosas que fueron de su
mamacita.

--No discutamos, por favor. Creo que quien aquí ordena soy yo --se sintió ridículo
pronunciando esas palabras.

--Pero si usted no sabe respetar el recuerdo de su mamacita, soy yo la llamada a hacerlo


respetar --se había puesto de pie, belicosa.

El mozo entró y miró sorprendido la escena. Vaciló y optó por desaparecer de nuevo, urgido
además por llevar la noticia al repostero. Noticia bomba en esa casa en que nunca pasaba
nada. ¡Tan aburrida!

--No lo voy a permitir --continuó dramáticamente--. No lo permitiré. Tendrán que pasar por
encima de mi cuerpo.

--Benedicta, no sea absurda --reprendió.

--Claro. A usted, ¡qué le ha importado nunca esa pieza, ese santuario en que su mamacita
sufrió como una santa su enfermedad y el abandono en que usted la dejó! ¡Claro!, ¿qué le
importa? Muy buen hijo..., así decían todos. Hasta el señor cura lo decía. ¡Je! Buen hijo y
haciéndola sufrir a toda hora porque el lindo quería pasar solo, jugar y leer solo, andar solo,
vaya a saber una por qué. Por hacerla sufrir nada más, a su mamacita, por eso, por eso. Si lo
tendré yo bien sabido... Y sentándose ahí, al otro lado de la cama, del diván, de la silla, lejos
de su mama-cita, sin hacerle cariños, callado, con ganas siempre de meterse en sus librotes o
de arrancar a perderse. Vaya con el buen hijo... Y gracias a Dios porque alguna vez se lo
puedo decir. Yo, que lo conozco mejor que nadie, que también he tenido que sufrir por culpa
suya, que estoy sufriendo que no me hable, que me deje sola, que haga lo que una haga para
que esté todo a su gusto ni siquiera se da cuenta de que una sufre y sufre y que se lo pasa
esperando que le digan algo, que le pregunten, que la miren más que no sea. Peor que perro,
que al perro le hace su fiesta y le dice cosas y lo deja dormir en su pieza. Ya está: ya se lo
dije todo --y respiró hondamente, sentándose.

Estaba atónito.

--¿Cómo ha podido vivir a mi lado con tanto odio en el corazón? -- preguntó despacito.

Se puso de pie de nuevo y prosiguió:

--Y ahora porque se halló una mujer que sabe Dios quién será, una fresca suelta y la trajo a
la casa y la entró sin respeto a la pieza de su mamacita, sale después con que hay que botarlo
todo a la chuña y cambiarlo todo, porque a la linda no le gustó ese santuario... Mírenla,
opinando con esa facha rara...

--Cállese --ordenó--, cállese.


Era tan sordamente autoritario su tono, que Benedicto se sentó y calló

¡Y él que creía en la tierna adhesión de esta mujer! Entonces: ¿nada era nada? Se le apretujó
la garganta. ¿Nada era nada? Acido sobre ácido, todo. Sintió la garganta cada vez más
convulsionada, más incontrolable: Como si allí hurgara un grito o un estertor.

Benedicta seguía tiesa, desafiantes los ojillos.

--Vaya no más a tocar alguna de las cosas de la pieza de su mamacita y verá lo que le pasa -
-habló de nuevo poniéndose de pie--. Vaya... O mande a alguien... Ahora mismito me voy a
ese santuario y de ahí no me saca nadie, ni usted ni nadie. Anímese a tocar algo... A mandar
a que alguien vaya a tocar algo que sea... Faltaba más... Mal hijo... --y salió dejándolo con
una mano sobre la boca para atajar el grito de su indignación.

Cuando volvió, el mazo halló el comedor vacío, la servilleta de Benedicta en el suelo.


Regresó rápido al repostero con la noticia.

--La pelea ha sido la del siglo. Y apuesto lo que quieran que el bochinche fue por la tipa de
esta mañana...

--¿Y qué hacemos ahora? --preguntó la cocinera mirando la obra de arte que era el postre.

El mozo se encogió de hombros. El otro mozo propuso:

--Bueno. No hay más que esperar que toquen el timbre... Mientras, podemos comernos todito
esto...

--Faltaba más --y la cocinera rumbeó para el refrigerador a guardar su obra de arte.

--¡Vaya! Usted siempre tirando para el lado de "sus" famosos patrones... De estos cochinos
burgueses... --Cállese el insolente, so comunisto...

12
Entró al escritorio, y en la pieza vecina, el salón rosa, sintió cerrar estrepitosamente las
persianas, correr cortinas, remover muebles. Se acercó impulsivamente a la puerta de
comunicación: estaba cerrada con llave por el otro lado.

--Que haga lo que le dé la gana, así reviente --murmuró furioso.

Seguía anegándolo la acidez, corroyéndole los nervios. Nada de nada. Ni Benedicta, que
parecía un frondoso árbol de secular tronco metido tierra adentro, y resultaba sólo esto: una
estructura comida por termitas. Una pacotilla que se desmoronaba en resentimientos,
rencores y prejuicios. En la antigua atmósfera de dominio. El desengaño lo envenenaba.
Veneno era lo que sentía ácido en la saliva. ¿En qué podía creer? ¿En qué apoyarse? Asidero
le había parecido la mujer, esa Teresita que en la realidad luchaba con la podre, certificando
que su físico se desintegraba a pedazos: un seno, otro seno. ¿Y qué más? ¿Metástasis? Su
dulce boca y su serena mirada y la morena piel tersa y la mata de pelo undosa arriba en las
trenzas como diadema de ese reinado que ella evocaba por la majestad de su presencia. Todo
eso era ¿qué? Muerte. Muerte.

En la pieza vecina las persianas de nuevo subieron y bajaron ruidosamente

"Benedicta quiere que sepa que está ahí, encerrada, desdichada por mi culpa, culpa mía, mal
hijo, mal hombre que la atormentó sin compasión. Benedicta, la que se sacrificó por "su
mamacita", su fiel y abnegada compañera. Benedicta que me crió, abnegada y para siempre
fiel compañera de mi vida. Benedicta que me hace sentir su protesta y su decisión de morir,
de dejarse matar, de prender fuego a la casa, si hago un movimiento para que se consume ese
crimen contra la memoria de "su mamacita", esa santa que le encomendó, que delegó en ella
el cuidado de mi persona."

Automáticamente se acercó a la puerta y la remeció gritando: --Abra, abra o la echo abajo.

Adentro todo quedó en silencio.

"Esto es lo que quiere. Que grite, que patee la puerta, que la eche abajo de un empellón. Y es
lo que no debo hacer... Debo escamotearle el agrado de sentirse realmente perseguida,
amenazada, certificar que ella tiene razón al decir, al decirme que soy un monstruo..."

Echó a andar hacia la escalera.

El perro se enredó en sus pies.

"Esto es lo que tengo. Lo único. Un perro. No. Tampoco. Puede que todo sea mentira, como
tanta otra cosa. Mentira sus ojos de miel, sus saltos, su inmovilidad durante la noche para no
molestar. Mentira."

Lo miró rabiosamente. Y también automáticamente le dio un puntapié lanzándolo lejos


aullando. Reaccionó despavorido. Lo mismo que si se hubiera hallado después de ultimar a
un ser humano. Lo mismo. El perro aullaba hecho un ovillo en un rincón, en el rincón contra
el cual lo había lanzado su pie. ¿Era que se estaba volviendo loco? Se acercó, se puso de
rodillas junto al animal, lo acarició, le dijo palabras sueltas, incoherentes, pidiendo perdón,
asegurando su cariño. Lo tomó con precaución en brazos, se alzó: seguía hablándole
despacito. El perro había dejado de aullar, de gemir; lo miraba lastimeramente, como
pidiendo perdón por no sabía qué trasgresión de órdenes. Lo miraba humilde y al fin levantó
el hocico y con algo de infinitamente tierno rozó con suavidad su cara con la nariz fría. Y
bajó la cabeza para que en ella se apoyara la cara del hombre conmovido, que siguió con él
en brazos subiendo la escalera.

En la pieza vecina las persianas subieron y bajaron.

Allí Benedicta --que había oído aullar y gemir al perro-- murmuraba otro soliloquio:

--Lo que faltaba: que se las agarre con el perro. Bueno el hombre raro... ¿Le habrá pegado al
perro? Capaz de todo es... De traer una tipa rara a la casa y de decir: "Es mi señora. Ahora
ella es la señora"... Claro: para qué consultarla a una... Eso: ni soñarlo... Capaz de todo...,
hasta de echar la puerta abajo o de pegarle al perro, a su adorado perro... Pero conmigo no va
a conseguir nada..., así me mate...

Rabiosamente subió y bajó de nuevo las persianas. Se acercó a escuchar junto a la puerta de
comunicación. Todo estaba en calma. Un rato después sintió pasos en la galería. Cuando
entreabrió con cautela la puerta que daba a esa galería, oyó el motor del coche y su partida.

El perro tenía dos costillas rotas.

Mientras el veterinario lo examinaba diestramente con la ayuda de un practicante, seguía la


escena desde un ángulo en que sus ojos podían hallar la mirada implorante del animal, que a
veces gemía o daba un aullido. Le afeitaron una lonja de pelo y luego lo fajaron con un ancho
esparadrapo. Con esta cura y la pastilla calmante que le habían hecho tragar como primera
providencia, pareció sentirse aliviado y hasta ensayó andar.

--Vamos, "Muchacho", un poco de valor --dijo.

--Es que la faja lo desequilibra --explicó el practicante al ver que el perro se quedaba quieto,
dificultosamente manteniéndose en sus patas. --Esto se arregla así para que pueda llevarlo.

Trajo una canasta, un rectángulo con apenas un borde, colocó encima una sabanilla doblada
e instó al animal a echarse, ayudándolo a encontrar una postura cómoda.

El mismo, con la canasta en las manos, salió andando con precaución hasta ubicarlo en el
coche y partir luego rumbo a la casa.

En el patio estaba el jardinero, que sorprendido y solícito se acercó a ayudarlo.

--¡Vaya! ¿Y qué le pasó al "Muchacho"? --preguntó intrigado.


--Dos costillas rotas.

--¿Y cómo?

Eludió la respuesta.

--Ayúdeme. Con cuidado, porque el pobre está muy dolorido.

--¡Beh! No hay que creerle mucho a éstos... Son más mitiqueros. Y más mejor cuando son
regalones...

Lo llevaron al escritorio, dejando la canasta junto a la suya propia, entre dos ventanas.

--¿Se le ofrece algo más?

--Dígale a Pedro que le traiga sus tachos, con la comida y el agua.

El perro se había alzado en sus cuatros patas, siempre temblorosas, esperó afirmarse bien en
ellas y salió de esa canasta que no era la suya, yéndose despacito, con paradillas, hasta la que
consideraba su dominio, acomodándose allí, con movimientos precauciosos, hasta quedar
tendido de panza, largo a largo.

--¿Vio? ¡Si yo los conoceré! Son muy mitiqueros, y si se les hace caso es peor... Déjelo solo
no más y verá cómo se las echa trotando a buscar él mismo su comida. Más mitiqueros son...

--De todas maneras, dígale a Pedro que le traiga sus tachos.

--Sí, señor.

Benedicta, que al convencerse de su partida había vuelto a encerrarse, en la espera, y a


obscuras en la quietud había terminado por adormecerse, despertó sobresaltada oyendo pasos
desconocidos. Por lo que se alzó y entreabrió la puerta y, al ver al jardinero, salió a la galería
y empezó a reprocharle hecha una ventisca:

--¿Qué anda haciendo aquí? ¿Quién le dio permiso para meterse poR las galerías?

--Fue el señor que me dijo que le ayudara a entrar al perro --contestó, con empaque, feliz de
alguna vez apabullarla.

--¿Llegó el señor?

Y lo dejó boquiabierto al volverse y entrar de nuevo a esa pieza, que la servidumbre llamaba
"de la finadita".

"Bueno la vieja fregada. A veces parece loca. No anden. No rastrillen. No canten. No toquen
el radio. No hagan ruido... Y de todo su mañoseo echándole la culpa al señor. Que no se mete
en nada. Que casi siempre anda por ahí, y si está en la casa, ni se sabe de él, calladito y atento,
dando siempre las gracias por todo y tan persona, tan generoso. Bueno... Y la vieja como
elementada, y ya le había contado la cocinera que el mozo del comedor le había contado a
ella que la pelotera de la vieja a la hora del almuerzo había sido la grande y que ni siquiera
habían terminado de comer, y que la vieja se había encerrado en la pieza "de la finadita", y
el señor en la suya. Y todo por la visita de la mañana, que a la vieja no le había gustado que
trajera visita, como si la casa no fuera del señor y ella una arrimada no más, porque a él le
había contado el despachero de la esquina, don Renato, que era una sirvienta no más, no
parienta como ella quería que la creyeran todos, y era una del campo que la trajeron para que
cuidara a "la finadita" cuando estaba enferma, y después que murió "la finadita", para que
cuidara al niño y con esto se quedó como dueña de casa, y eso era todo. Y tan parada en el
hilo la vieja y tan metete...", se decía el jardinero yendo a dar su recado.

El perro cabeceó un poco luchando con el sueño, pero al fin dominó el sedante y se quedó
dormido.

Lo que no sabía era que Benedicta estaba junto a la puerta de comunicación, intrigada por lo
que había dicho el jardinero, por el ir y venir de nuevos pasos que identificó como los del
mozo. Y aunque tenía ganas de ir a tironear las huinchas de las persianas, la curiosidad la
mantenía en su posición de escucha.

13

En el silencio, en la penumbra --ola gigante que inunda la playa--, subió y lo anegó el


recuerdo de lo vivido esa mañana.

Este que estaba aquí, sentado, hundido en un sillón, era él, lo que quedaba de él mismo,
escombros lamentables. La piel le ardía y adentro, por las entrañas, súbitos alfileres se hacían
presentes provocando agudos dolores. ¿Podía sentirse una criatura así de asaeteada sin estar
auténticamente enferma, tan sólo por efecto de la corrosión sentimental? ¿Qué le quedaba
para aferrarse a la vida? No, para aferrarse no. Para seguir sin gloria ni pena dejándose llevar
por la corriente. Ni fe, ni amor, ni interés por nada, ni siquiera --aunque fuera resultado de
circunstancia--había en él una coincidencia, una identificación entre su deseo y su sexo. ¿No
era acaso eso la mayor de las maldiciones? ¿Qué le proporcionaba la fortuna? Una comodidad
que le era indiferente. Tanto dinero para gastar una mínima parte. Tanta casa para vivir en
dos piezas. Tanto campo para gozar de él como de un campo ajeno. Pensó en lo que repetidas
veces había pensado: en renunciar a todo, entregar su fortuna a una obra cualquiera de
beneficencia, darle a la servidumbre un buen pasar, a Benedicta una casa y una renta y en
perderse en el anonimato, ganándose el pan duramente como un obrero, ganándoselo como
se lo habían ganado su padre, sus tíos, como se lo ganaban ahora sus primos. Romperse los
huesos trabajando en un puerto, en una fábrica, uno entre tantos. García entre miles de
Garcías. Vivir en una casa de pensión, en un cuarto, comiendo lo que le dieran o de pie en
un restaurante popular, comiendo un plato, el plato del día. Ir y venir en cumplimiento de un
horario, urgido por la necesidad de ceñirse a ese horario, porque del reloj de control nacen
los pesos que le pagan por su trabajo, y de ese trabajo y de esos pesos, la posibilidad de pagar
el cuarto, la comida. Lavar su ropa. ¿Y escribir?

Chocó con esta idea. Y las agujillas se movieron en sus entrañas dañándolo.

¿Fiebre tal vez? Se tomó el pulso. Latía rítmico, sin apuro. Sangre aldeana. Pero en ella un
mal germen lo hacía el desdichado ser que era.

Cuando tenía fe pensó en el convento. Cuando la perdió, como lo perdía todo, como se le
iban perdiendo a pedazos las ilusiones, los proyectos, entonces --hacía años-- vagamente
decidió deshacerse de lo material. Emperezado por hacerlo. ¡Tanto trámite! Tanto tener que
explicar, que convencer a los demás. A veces sospechaba su esperanza en que algo, no sabía
qué cataclismo, lo librara de la fortuna. Lo mismo que se había quedado sin fe, sin quererlo,
sin desearlo. Lo mismo que se había encontrado sin la posibilidad de tenderse junto a una
mujer y poseerla. Fatalmente lo mismo que había llegado a "eso". Como también había
llegado a lo que llamaban fama. Pero en esto, como en "eso", ¿no había en él un principio,
un movimiento inicial, o sea: una voluntad que obraba subrepticiamente, una voluntad que
actuaba contra él mismo; es decir: una voluntad mucho más poderosa que su voluntad
consciente? El resultado de esa posición frente a los aconteceres él lo sabía y, al saberlo, lo
aceptaba, con súbitas rebeldías cuando se trataba de "eso", pero seguro de que en algún
momento iba a sucumbir al mandato del deseo. Como existía también un punto de partida
para aquello que conscientemente no le interesaba: la fama. Y que, sin embargo, lo hizo
enviar una obra a un con-curso, ir a recibir el premio correspondiente, sin ganas, según él,
pero si la falta de ganas hubiera sido auténtica, no habría asistido al acto para el cual estaba
citado a través de un seudónimo. Entonces, ¿por qué fue? Porque en su trasfondo le
interesaba. Y no quería confesárselo. No quería decirse que estaba contento con el premio,
que en lo íntimo le satisfacían el premio y el elogio y la posibilidad del dinero --él, que nunca
había ganado un centavo por esfuerzo propio--, y la posibilidad del estreno, de ver en cuerpo
físico el escenario imaginado, más los personajes que a veces no se atrevía a llamar suyos,
pero que, fuera como fuere el proceso de creación, de él habían salido.

¡Qué porquería de enredos y afirmaciones y negaciones era, analizándose así, sin


subterfugios! ¡Si se destruyera todo! ¡Si de repente se hallara, por uno de esos vuelcos de la
fortuna, en medio de la pobreza absoluta y en la necesidad de trabajar! ¿Y en qué iba a
trabajar, él, que no sabía nada de nada, negado a todo lo que no fuera su capricho? Era un
inútil, una rémora. Una basura. ¿Ruina? ¿Arruinarse la Casa García Ltda.? ¿Que prolificaba
como maleza por los setos? ¡Hipócrita! Nunca haría nada por deshacerse de esa fortuna, y si
a veces --como ahora-- deseaba que se perdiera, era porque tenía la absoluta certeza de que
eran millones firmes, como roca, como metal, sin peligro de desmoronarse y menos de mella.
¡Hipócrita! Siempre. ¿Y "eso"? "Eso" era su verdad, otra verdad a la que se avenía dándose
toda suerte de reparos, disculpas, motivos, sacados de donde fuera, hasta de lo monstruoso
de una fijación infantil. Lo que él quería era comodidad. Y disculpas. Para ser cómodamente
un ocioso y un invertido.

Muchos dengues, mucho analizarse, mucho confesarse con el señor cura, con el psicoanalista,
con la mujer esta mañana...

Tuvo un sobresalto...

¿Cómo había llegado a confiarse a la mujer, una desconocida? ¿Era que estaba llegando a
una zona de confidencias, de la actuación a cara abierta? Porque él, que rehuía --era el
recóndito motivo de su aislamiento--toda posible intimidad, todo asomo de confidencia con
quien fuera, se sorprendía y asqueaba escuchando a los otros, primero en el colegio, y ahora
en el grupo de gentes de teatro, contar su verdad o su mentira, su normalidad o su
anormalidad, explicándola prolijamente. Explicándola a base de teorías científicas, de
análisis psicológicos, de interpretaciones oníricas, recurriendo al destino o a la fatalidad, o
contándola, sin ambages, llana y vulgarmente, porque place hablar de sí mismo, de lo externo,
de lo interno, sea ello lo frívolo del modelo nuevo que se estrena o del cansancio de una
amante incapaz de fantasías o de "nos acostamos y fue regio". Hablar de sí mismo, hombre
o mujer. Narciso deleitosamente empecinado ante el espejo. ¿Era eso una característica a la
que iba a llegar? ¿A la que había llegado al contar a la mujer, así, de corrido, lo que era en lo
más secreto de sí mismo: una penuria y una vergüenza?

Un hato de hipocresía, eso era él.

¿Qué había sentido frente a la mujer? Curiosidad. ¡Pero si a él no le inspiraban curiosidad las
mujeres! Alguna vez, en ese pasado que le parecía remoto y que no tenía más de dos lustros,
llegó a la mujer impelido por la necesidad física. No otra cosa que el simple e imperativo
mandato del instinto. Bueno, sí, era cierto. Pero también lo era la súbita intromisión del
recuerdo, mejor dicho, de la presencia de "ella", de la trasmutación y su pánico y su horror y
su evasión e imposibilidad de dar término al acto sexual. Bien: eso no justificaba... Pero lo
que ahora quería fijar y analizar era el proceso que lo había llevado a confiarse en la
desconocida.

Una curiosidad. Natural. Era distinta a las otras, con esa vestimenta y esa belleza ceñida a
otros cánones y esa serena realeza. Como de regreso de todo, de vuelta del bien y del mal.
Tuvo el sobresalto que removía puntas dolorosas. No venía de vuelta de provincias
contrapuestas, estaba en la muerte, tocada por la muerte, sellada por la muerte, con su troquel
en la ausencia de cada seno. Detenida en la certidumbre del fin doloroso y próximo... ¿Cuánto
tiempo se puede vivir así condenada? ¿Era eso lo que lo había atraído en ella, presintiendo
morbosamente esa zona de muerte en que habitaba? ¿Como buitre?

Se alzó, llegando hasta la ventana y mirando, como le gustaba hacerlo de niño, a través de
las cortinas de tul. Afuera se aposaban el calor y la humedad, que de nuevo se hacían
presentes.
¿Cómo les quedaría la piel? La llamaban la operación del chaleco. ¿Cruzada de cicatrices?
¿Rugosa? Las cicatrices con la cirugía estética eran invisibles. Pero no iban a estar haciendo
exquisiteces cuando se trataba de arrancar un seno, el otro seno, comidos por el cáncer. ¡Qué
horror todo eso! Pero... ¿cómo sería? Si casualmente hallaba al doctor Méndez, el íntimo del
Dire, le preguntaría. Aunque no: era preferible ir a buscarlo al hospital y que lo dejara ver
una operación. El sobresalto fue tan fuerte que le dejó agujetas en las yemas de los dedos.
¡Qué asqueroso era! ¡Buitre! Y algo acre le regustó en la boca. Volvió al sillón, apoyó los
codos en los muslos y la barbilla en las manos. El perro continuaba durmiendo.

14

Dejó el coche en una plazoleta y echó a andar por las veredillas sinuosas de callejas
empinadas, en que los vecinos, a esa hora en que debía refrescar, esperaban la presencia de
ese frescor en las puertas de las casas, sentados en los umbrales o en banquitos, mientras el
chiquillerío atronaba de juegos y de carreras por las calzadas, revuelto con perros y pelotas.

En las esquinas parecía existir una consigna: abría allí sus puertas un bar o un almacén.
Alegre, resplandeciente el almacén, con la fiambrera tentando a la golosina y las hileras de
botellas con etiquetas multicolores y las columnas de conservas o de paquetes
prodigiosamente equilibrados, como castillos de naipes. Con los parroquianos impacientes y
la bonhomía del patrón, y la patrona en la caja, apilando monedas y fajando billetes para el
arqueo final y con un pequeño radio a media voz transmitiendo un episodio de drama policial,
espeluznante de detalles macabros. Azul todo de luz de neón. Contrastando con el bar
semiobscuro en primer término, allí donde estaban las mesitas y unas gentes emparejadas,
solitarias o en grupos, tenían algo estereotipado, detenidos en una expresión sin nada adentro.
Sí, figuras recortadas en grueso papel pintarrajeado, movibles figuras, manos que avanzaban
en busca del vaso o que tiraban en el piso la ceniza y las colillas de los cigarrillos, o dejaban
caer una frase suelta o una palabra, vagamente contestando algo no dicho o vagamente
preguntando algo sin respuesta. Hombres solos, perdidos en nebulosos pensamientos. Parejas
asidas de las manos, con una abrumadora necesidad de cercanía, con esa necesidad
exasperada por lo imposible de un acercamiento total: hombre y mujer en trance de amor o
de simple deseo. Y grupos familiares, cansados, llegados del cine o de regreso del centro o
citados allí a la salida del trabajo, con los músculos distendidos, desparramados en las sillas
en posturas sin gracia, silenciosos, azuzados por el tiempo que los llamaba a irse y demorados
por el placer de prolongar el descanso.
Todo esto en oposición al fondo en que corría el mostrador con la algazara de los cachos y el
cubileteo y el seco volcar de los dados sobre la madera y las frases rituales y sin sentido para
el extraño al juego. Bajo la violencia de la luz y la alucinante réplica de los espejos y de las
duras aristas de los metales y el rumor del agua de los grifos en el lava-copas y un motor
gangoso de refrigerador y el raspe monocorde de los ventiladores que removían el aire sin
refrescarlo. Al igual que la jerga de los jugadores eran de indescifrables los pedidos guturales
de los mozos sin apuro y que otros mozos recibían y cumplían con idéntica morosidad
eficiente.

Las callejas subían y bajaban, terminadas en ángulos de esquinas casi en punta, en un ochavo
que respondía a una puerta o a una ventana, con plazoleta o simples espacios irregulares de
los cuales partían nuevas innumerables callejuelas, que rectas o tortuosas iban a desembocar
en la ancha avenida moderna, espinazo del barrio fabril.

Cosas pintadas de verde, de azul, de ocre, maderas, calaminas, un frontis de ladrillos rojizos
u otro de cemento gris. Alguna pared leprosa de verdín. Un portón abierto a un patio de
pequeña industria: de herrería, de mecánica, o a un hacinamiento de objetos, pozo de sobras,
vejeces, roñas, compra y venta increíbles. Y en otra puerta de casa vieja, el remendón
sobreviviente, con la mesa baja y la ampolleta encapuchada iluminando
fantasmagóricamente la escena: el mandil de cuero y el clavetear tapillas de tacos o medias
suelas y el muchachito aprendiz. Como estampa de revista percudida por lo amarillo del
tiempo.

¡Tanto chiquillo! Bandadas de chiquillos, interrumpiendo el paso, el tránsito. Y después se


habla de accidentes. ¿Cómo no? A esa hora, ya la noche presente y sin otra iluminación que
la esparcida por las viviendas y las esquinas con bar o almacén, uno que otro coche pasaba,
parpadeando sus focos, obligado a tocar la bocina para que los chiquillos se echaran a un
lado, los chiquillos dueños y señores de la calzada, pateando su pelota, gritando palabras
inarticuladas, corriendo, agitados, enceguecidos, de un sitio a otro, con los perros en carreras
y ladridos, parte del juego, glosa y felicidad. ¡Tanto chiquillo! Y las madres en sus quehaceres
o asomadas a puerta o ventana, y los padres asomados a puerta o ventana, charlando todos,
sosegados, relajados, pero al propio tiempo interesados en sus temas: el tiempo, el crimen
del día, las enfermedades, la muerte, la política, la vida cara, los sueldos miserables, los
chiquillos fregados y flojos y desobedientes. Pero, ¡qué diablos!, eso era la vida.

Todo en los jirones de las sombras y el ambiente empezando a llenarse de olores a fritangas,
a cocciones, a especias. Determinados al comienzo: pescado, caldillo, sopa, verduras,
legumbres. Comino y ají y ajo. Lentamente mezclándose hasta hacerse un intolerable olor a
bazofia. Espeso, como la sombra, que lentamente también unía sus retazos hasta hacer
presente la noche y cómo en el aire quieto la carga de humedad se sumaba intolerable al
calor.

Una voz de mujer gritó estridente:

--A comer, está servido...


Respondiendo a una esperada orden, los faroles se iluminaron todos, amarillentos, opacos de
suciedad, sin esperanza de deshacer las sombras, al igual que si tuvieran conciencia de su
vejez y de su mugre.

La callecita bajaba y en su extremo se veían pasar automotores de toda característica,


encendiendo y apagando luces.

Otra voz de mujer gritó, pero esta vez iracunda:

--Condenados, ¿que no oyen que los estoy llamando?

Los chiquillos dejaban de jugar morosamente y de pronto, acuciados por el hambre que
descubrían en ellos o por el imperio de las llamadas o por el miedo a las reprimendas o los
castigos, sin despedirse, como ratas desbandadas desaparecían por las puertas de las casas.

Un último chiquillo llegó en una carrera desaforada, regresando de la calle ancha.

--¡Apúrate! --gritó otro chiquillo desde una esquina--. Te pillaron; la mamita está como
quique...

"¡Tanto chiquillo! ¿Para qué? Para el trabajo, la miseria, el sufrimiento, para la muerte. Y la
humanidad enloquecida procreando. Tenga hijos... Los felices padres de una prole
numerosa... La asignación familiar... El Presidente será padrino del séptimo hijo varón...
Premio a la mejor madre... Viaje ofrecido a la pareja más prolifera... Han nacido trillizos...
El país cuenta con dos parejas de cuatrillizos... La población infantil ha aumentado en un
porcentaje satisfactorio, merced a los desvelos de sus gobernantes..."

Oye también el contrapunto: "Faltan maternidades... Una mujer dio a luz en un retén de
policía... No hay matrículas... Los escolares están subalimentados... Un tercio de los niños
lactantes muere antes de cumplir un año... No hay leche... Falta calcio en los alimentos...
Escasean las habitaciones... Los ranchos callampas cunden... Hay cesantía..."

"Pero no importa... Necesitamos niños, criaturas... Tenga un hijo... Tenga dos hijos...
Cásese... O no se case... Viva con una mujer... No. viva con una mujer... No ame a una
mujer... Pero acuéstese con una mujer y fecunde sus entrañas, porque necesitamos hijos... El
país necesita hijos, la humanidad necesita hijos... No importa que parte de esos hijos mueran.
Alguno suyo o del otro, o de la otra, sobrevivirá y se educará o no se educará, tendrá trabajo
o no tendrá trabajo, tendrá un hogar o no lo tendrá, será feliz o no será feliz, pero no importa,
eso no importa, porque el que llegue a adulto a su vez proliferará en hijos, más hijos.
Nosotros, ¿quiénes?, nosotros: el país, las naciones, la humanidad, necesitamos hijos,
hombres, mujeres en potencia, para que en un momento determinado puedan defender su
patria, defender nación contra nación, ser héroes, morir obscuramente en masa. Para eso se
desintegra el átomo. Y para mayor perfección está el horror final cifrado en una H. Y alguno,
sí, ¿por qué no?, podrá tener la gloria inmensa de que sus huesos descansen bajo un
monumento. Hijos, sí, hijos, para el sufrimiento, para el hambre, para la angustia, para la
destrucción. Todo para la muerte, para la muerte, para ese fin..."
Se había internado callecita arriba, sin rumbo. El barrio parecía cada vez más entregado al
cuchareo de la comida, entre frases sueltas que llegaban confusas. Se habían cerrado los
almacenes, y sólo los bares mostraban la ausencia de los parroquianos del primer plan y en
el fondo un rezago de recalcitrantes aferrados al cacho y a la última posibilidad de ganancia.

Entró a uno de estos bares y se acomodó en un rincón, el más obscuro. Una muchachita
acudió a atenderlo.

--¿Qué se va a servir? --y lo miró limpiamente.

--Un café...

--¿Sin nada más? Hay sandwiches de pan amasado, hecho en la casa. Rico --aseguró
sonriendo.

--Sí, creo que con sandwich.

--¿De, queso con jamón? --Eran los más caros.

--Sí, está bien; de jamón con queso.

--No, no, no, son de queso con jamón.

--Es lo mismo.

--¡De veras! No me había fijado. Es como la historia del caballo blanco --y se echó a reír, tan
jovencita, tan animalito joven, tan como si de repente fuera a colgarse de una lámpara o a
trepar por las cortinas, por el placer de ser joven y poder hacerlo. Tan gatito, no regalón y
adocenado por el canasto, los mimos y las sopas de leche. Tan gatito de albañal, que se las
arregla para tener dormidero y atraviesa las calzadas sin peligro en la aventura de buscar
comida, y tiene luego los tejados de toda la ciudad para encontrar eco a su reclamo o al drama
de su acoplamiento.

Le parecía que la angustia había quedado en la casa, en la suya, después del infierno de la
tarde, entre el perro implorando perdones de no sabía qué desobediencia y Benedicta de
nuevo frenéticamente subiendo y bajando las persianas, como loca. ¿Y si en verdad estuviera
cayendo en un trastorno senil? Pero no era tan vieja. Parecía setentona, pero apenas si frisaría
en los sesenta. Trabajada, como decían en el campo. Mujer trabajada. Trabajada por el trabajo
tempranero, por el exceso de trabajo. Vieja prematura. ¿Qué edad tendría la mujer, la Teresita
de sus confidencias? Joven, pero trabajada, ésta no por el trabajo, sino por el sufrimiento.

¡Qué día! ¡Qué tarde! Hasta que optó por escribir unas líneas para Benedicta y echárselas por
debajo de la puerta, asegurándole que había desistido de cambiar el decorado de la habitación
rosa, que todo quedaría lo mismo.

--Apruébelo --dijo la muchachita, viendo que no hincaba el diente al sandwich.


--Sí, ya... --pero como ella siguiera en espera, le dio un mordisco sin ganas, repelido por lo
compacto del pan y lo untuoso del relleno Está rico --aseguró.

--De jamón con queso --dijo ella juguetonamente y se alejó.

Imposible seguir comiéndolo. Miró al mostrador, tras el cual la muchachita lavaba unos
vasos, dándole la espalda. Envolvió el resto en la servilleta de papel y luego en el pañuelo,
haciéndolo desaparecer en su bolsillo. Tragó el café, que tenía olor a bayas retostadas y un
sabor áspero.

¡Y pensando en renunciar a todo y empezar a vivir ganándose el derecho a vivir! ¡Qué


mentira!... Si a él le gustaba la buena vida. Poder resolver un viaje al albur de su capricho, ir
y venir, deambular y quedarse donde le daba la gana, en el mejor hotel, en la mejor cabina
de un barco, en el avión más rápido. Adquirir ediciones raras, grabados, cuadros. Vestir en
las mejores casas, las más renombradas del mundo. ¡Qué decirse más mentiras a sí mismo y
tratar de excusarse y darse ánimos para seguir viviendo, él, aferrado a la vida y haciendo de
ella, lo que quería y hablándose de destino y de fatalidad! Nada más que un abúlico, pero
abulia para no emprender nada que no le interesara, un abúlico a su conveniencia, para
decir "no", justificando el "no" por la imposibilidad de decir otra cosa, cuando la verdad era
que el "no" representaba su deseo. "No" trabajar. "No" hacer nada útil a los demás. "No"
tener amigos, porque en la soledad estaba cómodo. "No" acostarse con una mujer por falta
de interés. Y enredarlo y cubrirlo y explicarlo todo con complejos, con absurdas
representaciones, que podían superarse, que otros lograban superar y que si a él se le había
quedado en las manos la sensación de los senos de "ella" y en la boca la tersura húmeda de
sus labios, otros podían haber también padecido el asedio de recuerdos semejantes y no lo
convertían en un leitmotiv para sentirse seres marginados, fuera de lo normal, autorizados
para vivir en lo anormal.

"La tersura, la humedad..." Como un eco moroso las palabras rebotaron en su oído y a su
conjuro unos labios tersos, húmedos, se posaron en los suyos, reiterando breves caricias.

Se puso bruscamente de pie, dejó un billete sobre la mesa y salió tambaleándose a la calle, a
lo caliginoso de la sombra nocturna.

15
El barrio estaba dormido o aparentemente dormido, con puertas entornadas y ventanas
entreabiertas. Barrio de trabajadores en procura de reposo, que el filo del alba había de
ponerlos en movimiento rumbo a las fábricas. Un radio repetía gangoso el aviso de una
bebida o el aviso de un analgésico, entre no menos gangosa música populachera. Un quedo
conversar. El lloro de una criatura. Rumores que iban acercándose a su oído, que se hacían
perfectamente diferenciados, que iban quedándose atrás, abriendo y cerrando paréntesis entre
los cuales el silencio era palpable.

Había recuperado el equilibrio de sus movimientos y daba largos trancos rápidos en busca de
su coche, desorientado, sin saber dónde se hallaba hasta que desembocó en la arteria
bulliciosa, con los letreros y colorinches, el tránsito intenso y la gente en ir y venir,
atormentadas por el calor y sin saber qué hacer para lograr un poco de fresco. Calor que
parecía salir de las fachadas, del asfalto, del aire desplazado por los automotores que viciaban
aún más la atmósfera con su estridencia y sus emanaciones.

En una esquina, entre puerta y mampara, una pareja se creía invisible en un acto que por lo
común requiere espacio cerrado. En la misma esquina, adosada al tronco de un árbol, una
buscona esperaba cliente. Lo chistó. Contestó con un movimiento despectivo y ella replicó
con un gesto soez y una palabra injuriosa.

Estaba en la calle ancha, pero sin saber, eso sí, hacia qué lado debía dirigirse en busca de la
plazoleta y del coche. Llegó hasta la puerta de un cine y preguntó a un acomodador de
uniforme, que holgazaneaba entre acto y acto:

--¿Puede decirme de qué lado está la plazoleta?

--¡ Ah! --y mirándolo sostenidamente, entrecerrados los párpados--: De este lado. Al final.
¿Lo acompaño? --propuso con una sonrisa inequívoca.

--Gracias, no se moleste.

--Si no le gusta --y siguió mirándolo, entre cínico y burlón.

Eran como bichos en lo obscuro. Todos. Al acecho. Ellas y ellos. Parecía no haber otro fin.
¡Qué asco! Haciendo su mercado. Chistando. Silbando. Llamando. Ofreciendo. Todo con el
mismo fin. Y adentro, en las casas, rotos de cansancio, sofocados de calor, apresuradamente,
en cualquier forma, solos en lo obscuro, en lo promiscuo de los cuartos familiares, en lo
asqueroso de los cuartos por horas, o afuera, en la sombra de un recodo, entre puerta y
mampara, en sitios eriazos, en zanjones, como bestias, todos, animalizados, parejas, parejas
impelidas imperiosamente a fornicar. Como si todo estuviera hecho tan sólo para eso, desde
siempre y en todo orden: hombre empenachado con el orgullo de su pensamiento y de su
obra, animal de la especie que fuera. Le salió al encuentro el chirriar de un grillo. Reclamo.
Y hasta el enjambre de mariposas revoloteando alrededor de un foco era tan sólo el batallón
de machos atraídos por la hembra. Una hembra a veces para cientos de machos. Todo. Lo
mismo. Génesis. ¡Qué linda palabra! Génesis. Genital.
Cuando divisaba la plazoleta, una mujer se le cruzó casi atropellándolo. Un poco más que
una adolescente que le trajo el recuerdo de la muchachita del bar. Limpia y graciosa. Se le
colgó del brazo y restregó su cadera contra la suya. Tuvo el repelo de siempre, pero se
desprendió sin brusquedades.

--No...

Ella se quedó frente a él, mirándolo con la cara levantada para alcanzar sus ojos.

--Y entonces, ¿qué anda haciendo por aquí? Aquí andamos nosotras y eso lo saben todos. ¿O
es que anda buscando...? Por allí están... -- y rió, alegre, como quien proporciona la dirección
del almacén o la farmacia. Y prosiguió con igual jovialidad diligente--: ¿Se los llamo?

--Chancha...

--Miren el lindo haciendo ascos --y riendo remachó la carcajada con el epíteto que lo
revulsionó--: Maricón... --y se alejó silbando y moviendo el trasero como si bailara una
agitada rumba.

Cuando subía al coche apareció uno de los anunciados por la muchacha. Inconfundible,
mirando a uno y otro lado, despacioso, ceñido por el pantalón y abierta la camisa al pecho,
largo el pelo en la nuca formando un rollo. Más femenino que la propia muchacha.
Dubitativo. Pero acercándose hasta pegar la cara al vidrio de una portezuela.

Cerró con violencia la portezuela contraria por donde subiera. Mientras ponía en marcha el
coche, ahí estaba el muchacho con la cara siempre apegada al vidrio y una mano golpeándolo
suave, los ojos ansiosos y obsecuentes.

Ya en camino miró la hora. Pasada la medianoche. Le desfilaron como en un film y


cronológicamente ante los ojos los aconteceres del día, desde el momento en que despertara
hasta este preciso instante.

De repente, de entre toda esa sucesión de hechos, surgió algo absolutamente olvidado: el
teatro, el estreno y su obligación, por tradicional y por ende prometida al Dire, de asistir por
lo menos a las funciones de los primeros días para repetir el juego de la noche anterior,
cuando alguien daba la voz inicial solicitando: "El autor..., el autor... Que salga el autor...
Que hable el autor..."

Un semicompromiso. Un compromiso, mejor dicho, solicitado reiteradamente por el Dire.


¡Bah! También el Dire con su humanidad, sus manías y el resto, había salido de su memoria.
¡Qué extraña era la memoria, proveyendo de tantas cosas innecesarias, indeseables o
borrando de su campo lo imprescindible! Porque era mucho más importante el estreno de la
noche anterior que toda esa continuidad de escenas y figuras: desde la mujer, se llamaba
Teresita, ¡qué nombre menos indicado para su personalidad! Desde la mujer hasta el rostro
solicitante del muchacho pegado al vidrio. ¿Estaría sucio el vidrio? Dominó el impulso de
alzarlo para ver si no tenía rastros de esa miseria, de esa miseria no del orden que se entiende
siempre por miseria. Eran tres rostros de adolescentes los que barajaba: la chiquilla del bar,
ésa con una auténtica adolescencia. ¡Como si pudiera saberse eso a ciencia cierta! Y la otra
y el muchacho, con cinismo, con audacia desvergonzada. Con avidez del que vende y un no
sé qué de: "No me importa un pucho si no compras". Pero ¿dónde estaba ese "no me
importa"? ¿En qué podía verlo? Bueno. Tal vez en que la muchacha aceptó de inmediato su
rechazo, como si eso fuera para ella un recreo, claro que indicándole dónde estaban los otros.
Encogió los hombros. ¡Claro: un recreo! Y algo parecido hubo en la actitud del muchacho.
¿Urgidos por qué estaban en eso la muchacha y el otro? ¿Por qué? ¿Por vicio? No: por la
miseria que "trastrueca valores". ¿A quién le había oído estas palabras? ¿Y qué eran las otras,
la mayoría de las mujeres del mundo de los hoteles y de los transatlánticos y de las playas y
de los clubes y del gran escenario social en cualquier parte del globo? Buscadoras de
sensaciones, emancipadas de prejuicios. ¡Qué grandes palabras también! ¿Y los otros? Los...
Como éste. "Ellos" desaparecieron de su pensamiento. Siguió tan sólo pensando en las
mujeres del gran mundo que detestaba. ¿Llegando a eso, al acoplamiento, por mandato del
instinto? Algunas. ¿Por interés? Sin expresarlo directamente: sí. Se dice: "Qué maravilla los
palos de golf de Susana. Me muero por unos iguales, los tiene Max..." O: "Hay un perfume
nuevo de Fío. La muerte..." Reparó en que la palabra "muerte" se empleaba demasiado. "La
muerte." "Es la muerte." "Me quise morir." "Peor que la muerte." "Es para morirse"... Nunca
había observado ese detalle. Se decía también: "Menos mal". O: "Peor es nada". Dichos de
gente necrofílica o conformista. Lo negativo. La muerte y la enfermedad. La enfermedad.
Una delectación al hablar de podre humana.

Y se halló pensando en el cáncer de Teresita, en sus senos mutilados, en las cicatrices, en el


espanto de ese busto chato, deforme. Porque ella debió tener en ese cuerpo de tan perfectas
proporciones unos pequeños senos duros, redondeados... Frenó el pensamiento tan
bruscamente, que por reflejo frenó el coche y se halló en la gran ciudad y en pleno centro,
junto al cordón de la acera y con los coches --el que le seguía especialmente-- haciendo sonar
la bocina para advertirle que trasgredía todas las ordenanzas del tránsito.

Arrancó de nuevo. Un coche pasó a su lado y desde allí le cayó un insulto soez, tanto más
cuanto lo decía una adolescente.

Otra. Era curioso que se juntaran tantas en unas horas. Y otra cosa curiosa: dos le habían
dicho casi con igual tono, entre grosero y deliberadamente jocoso, la misma palabra
insultante. ¿Una suerte de característica para su carnet de identidad?

Teresita. Llamarse Teresita... ¿Cómo podía concebirse que estuviera repasando hechos con
esta indiferencia, como quien hojea al vuelo una revista y se conforma con la visión de fotos,
de títulos, como si todo le fuera ajeno y sin interés? ¿Qué clase de bicho asqueroso era él?
Sin ningún equilibrio ni posibilidad tampoco de control de emociones, pasando de lo peor de
una agonía intolerable de recuerdos a una completa ausencia de sensaciones, mirándolo todo
a la distancia, como si eso no fuera lo suyo, como si en un perfecto estado de nirvana
presenciara el espectáculo de su propio existir.

¿Qué era él? ¿Un perturbado? ¿Por qué no emplear la palabra justa? ¿Un loco? No podía ser
eso. El actuaba externamente como un ser cualquiera, no un burgués, eso no, pero sí un
hombre independiente, singular, con un temperamento de solitario, viviendo su mundo
interior. "Bueno, bueno, bueno"... Se oyó murmurar estas tres palabras con el mismo tono
con que el Florindo, que ahora se llamaba Iván Duval, decía: "Regio..., regio..., regio...",
echando todo el peso del cuerpo sobre un pie y redondeando la cadera para en ella apoyar
una mano, en esa pose que tenía el don de enfurecerlo. Alguna vez no iba a lograr dominar
su deseo de darle una pateadura. Dejarlo como bolsa, a ver si después seguía sacando una
cadera. Asqueroso. Y pensar que...

Lo que faltaba era que Benedicta siguiera haciendo subir y bajar las persianas. Había gritado
lo más posible para hacerse oír cuando le echó el papel escrito por debajo de la puerta. Vieja
rematada. Y tendría que padecerla hasta el final. Porque estas viejas eran eternas: ésta estaba
hecha con madera de luma. Recordó el perro, en sus cuatro patas, dubitativo, con los ojos de
lentejuela dorada pidiéndole perdón.

Algo aconteció en él, dentro de él, y lo inundó en dolor. Como herida que de repente se abre
y deja en descubierto las terminaciones nerviosas y las venas rotas y el lento fluir viscoso de
la sangre.

Se quejó. ¿Es que siempre iba a ser así? Pasar de un estado a otro sin transición. Vivir
muriendo de todos los dolores, víctima de los sentidos exacerbados, descontrolados,
irreductibles.

¿Con qué voz podría quejarse? De dónde podría sacar algo, alguien, un motivo para no
morir... Sí, para no morir de asco, de abandono, de sentirse sumido en desperdicios, en
mierda, eso, en mierda, en la propia mierda que era él en suma.

¿Para qué todo el esfuerzo de vivir? ¿Para qué? ¿Qué le aportaba a él la vida? ¿Esto? La
repugnancia, el insomnio o el huir de los senos presentes en sus manos para caer en "eso".
¿Qué era peor? ¿Qué? Sabía que nunca, como otros, indiferentemente, abiertamente,
reconociéndose un derecho, aceptando una fatalidad, iba a darse a "eso" que, sin ambages,
sin tapujos, sin excusas, era su verdadera meta sexual. Revivió las experiencias. La atracción
de sima, el hecho consumado, el repudio. Y el difícil regreso a la vida rutinaria, rehaciéndose
a pedazos, con dolor, con vergüenza, con náuseas. El vacío de haber extraviado algo precioso
e irreemplazable. Con el pavor de que "eso" trasluciera en él. Inquieto. Obsesionado. Hasta
que lentamente lograba el ritmo cotidiano. Eran asaltos del deseo y derrotas de sus defensas
que tenían algo de fiebres periódicas, que se espaciaban a veces tanto, que se creía liberado.
Hasta que súbita y brutalmente un nuevo proceso comenzaba. Barro encenagándolo. ¿Cómo
podría llegarse a vivir en "eso" sin escrúpulos, sin remordimientos? Pensó en su formación
católica. En la deformación de su niñez, en todo... Con espanto... Jadeante. Herido, con la
herida abierta, molidos los huesos, con la lengua seca y en la garganta una picazón de sed,
tirantes los músculos de la nuca y una angustia en las entrañas. Porque el sufrimiento en él
era no sólo moral, sino que, por reflejo de lo moral, una miseria física. Peor que la muerte...,
"que la muerte"... Estas palabras lo golpearon, lo machacaron. Peor que la muerte...

Bajó frente al teatro. Debía haber terminado la función porque la calzada estaba libre de
coches y las puertas entornadas. Entró. Unos mozos hacían el aseo a media luz, en el foyer.
El mayordomo lo detuvo a la entrada de la platea:
--No hay nadie. Se fueron todos hace un ratito no más...

Como lo viera inmóvil, mirando el escenario a cortina corrida, preguntó solícito:

--¿Se le ofrece algo?

--Sí --dijo sintiéndose hablar--, voy en busca de unos papeles que me dejó Salazar en su
camarín. Tengo la llave.

Avanzó por el pasillo fijo en las cuerdas tan graciosamente haciendo curvas sobre el fondo
rojizo del muro: uno y otro ladrillo enmarcado por un rectángulo blanco. Advirtió por primera
vez que ese marco no correspondía a un solo ladrillo, que se repartía entre ocho. Todos
ensamblados. Otra palabra reemplazó a ésta: machihembrados. No, no se aplicaba a los
ladrillos, se decía tan sólo de las maderas: tablas machihembradas. Una en otra. Como el
resto... ¿Es que habría un ignorado orden en la molécula, en el átomo, en que sus partes tenían
género y de ahí su fusión? ¿Podría ser? ¿Por qué no? ¿Estas cuerdas estarían fijas? ¿O serían
tan sólo cuerdas colocadas allí, al desgaire, para cualquier emergencia? Sonrió
impensadamente al recordar su placer al sentir por primera vez su cuerpo suspendido, las
manos firmes en las argollas, flexionando las piernas para alcanzar mayor oscilación, feliz
en el dominio muscular y el gimnasio descompuesto en inesperados ángulos.

Sacar un ladrillo sería tarea difícil. Ciertamente que no haría mella en la estabilidad del muro.
¿Por qué sería de ladrillos y no de cemento este fondo de escenario? También con los años
con que contaba el teatro. El primero en su tipo, no demasiado grande, hecho para comedia,
para "alta comedia", como se decía entonces. Con derroche de finos materiales importados y
mucho estilo. Una vieja linda muestra del 900. En el muro podría faltar un ladrillo, abrirse
un boquerón, y el muro permanecería. Los documentales de ciudades bombardeadas
mostraban a veces muros semejantes entre montones de escombros y desolación y soledad
de muerte.

Muerte. La palabra se descompuso en sílabas y las sílabas en letras, que alguien, tal vez él
mismo, pronunció y de nuevo puntas dolorosas hurgaron en sus entrañas. Los ladrillos, las
cuerdas, la amarillenta luz y algo, alguien, guiñapo, pelele, al pie del muro, caído, deshecho,
sin goznes, alguien que unas manos, ¿dónde estaba el cuerpo correspondiente a esas manos?,
ponían de pie, de espalda sobre el muro, lograban dejarlo allí, apoyado, inestable. Que se
caía, que ya se caía, que caía en el instante en que resonaba un tabletear de ametralladora.
Sin un grito. Sin un ¡ay! Estaba ahí, caído, ahora sí, guiñapo, pelele definitivo.

Bueno: lo de siempre. Los sentidos más allá de lo real, en otra realidad, que bien pudiera ser
la verdadera.

Subió unas gradas, recorrió el pasillo de los palcos. Por una pesada puerta cortafuego entró
al escenario y al trasmundo del mundo de las bambalinas, del hacinamiento de muebles, de
trastos, de inesperadas fantasmagorías.
Por el lado de la casilla de los iluminadores miró receloso, medroso, el escenario propiamente
tal y el muro, el liso alto muro de ladrillos, unos iguales a los otros, rojos entre rectángulos
blancos con una hilera de trastos apoyados en su base.

¿Es que había esperado hallar allí a un fusilado? No, no fusilada: a un ametrallado, tal vez
con la ametralladora de mano era más fácil no errar la puntería, aunque temblara quien la
manejaba. La muerte era así más cierta.

¿Cómo sentía las cosas imaginadas, cómo las sentía para lograr ser tan precisas, tan exactas
no sólo en lo visual, sino en los otros detalles que eran dominio de los restantes sentidos?

Una escalerilla llevaba a una estrecha plataforma. Empezó a subirla. Arriba, sobre un madero
pendiente de alambres, las cuerdas trazaban la gracia de sus insinuaciones. Había tan sólo
dos extremos, correspondientes a gruesos nudos. Las cuerdas de los siete ahorcados del
guiñol de la plaza..., ¿cómo se llamaba esa plaza? Siguió subiendo. Llegó a la plataforma e
inclinándose alcanzó uno de esos extremos nudosos. Era duro y áspero. Lo soltó con una
repugnancia que le provocó bascas.

Miró arriba, la otra plataforma en que terminaba la escalerilla. Un escalón. Otro. Casi
alcanzaba el cielo raso provisto de roldanas, ganchos, rieles, rollos, artefactos para
iluminación. Abajo todo tenía sorprendentes enfoques. La platea sobrecogedora de ausencias
y por la puerta abierta al foyer el ir y venir de una lustradora sobre los losanges, manejada
por un mozo de overol.

Como en el parque el jardinero tras la cortadora de pasto.

El parque. La mañana. La mujer. La alfombra de monedas de sol movediza. Y una voz un


poquito baja, tan cálida, tan llena de sangre. Cáncer... Metástasis... No. Cuidado... Cuidado:
los senos... No, no, no toque... No toque, peligro. Y "eso"..., llegar a "eso", la llegada a "eso"...
Y todo ¿para qué? Vio los ojos del perro, los de Benedicta, a veces tan asombrosamente
parecidos de expresión. La boca de la mujer, y de inmediato la de "ella".

¡Ay! Qué cansancio todo... Todo... Y ¿para qué, con qué fin todo? --Señor García..., vamos
a cerrar. Señor García --gritó el mayordomo. Las cuerdas estaban en su madero, bajo él.

--Señor García --insistió, alzando aún más la voz el mayordomo--. Vamos a cerrar...

Miraba el pozo en sombra del palco en que asistiera al estreno. Se vio encaminándose al
escenario y al Florindo, ahora Iván Duval, echándosele encima en un abrazo.

Hizo el mismo movimiento de rechazo que entonces.

El mayordomo vio caer el cuerpo y estrellarse en el escenario. Hubo gritos, carreras, espanto,
telefonazos. Cuando llegó el médico dijo que la muerte había sido instantánea.
BRUNET, Marta. Amasijo. Obras Completas de Marta Brunet. Santiago, Zig-Zag, 1962. Pp.
789-859.

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