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LOS PRINCIPIOS DE LA SOSTENIBILIDAD

En apenas dos siglos, desde los primeros pasos de la Revolución Industrial, la humanidad ha
conseguido modificar sustancialmente el medio ambiente mediante el uso de potentes herramientas
culturales. En el transcurso de este proceso, desarrollado a un ritmo vertiginoso, los sistemas que
mantienen la vida sobre el planeta Tierra se ha visto sometidos a enormes presiones. Tal ha sido –es-
la velocidad de la evolución cultural y los cambios que ha provocado –provoca- que nos sentimos
huérfanos de recursos conceptuales para entenderlos y actuar sobre ellos.

La lógica iniciada con la Revolución Industrial, que ha alcanzado su máxima expresión con la
globalización del mercado, se manifiesta implacable a escala global. Convivimos con el cambio
climático; con el agujero de la capa de ozono; con la pérdida de diversidad biológica y de recursos
genéticos; con las dificultades para acomodar los ciclos sociales a los ciclos económicos; con las
nuevas patologías asociadas a los estilos de vida; con el creciente número de transtornos mentales; y
con el deterioro progresivo del entorno urbano. Alteraciones, todas ellas, que han alcanzado creciente
vigor mediático en los últimos veinte años, a partir, precisamente, de la Conferencia sobre Medio
Ambiente y Desarrollo celebrada en Estocolmo en el año 1972. Desde entonces, la población mundial
y el consumo de recursos naturales irrecuperables ha crecido a un ritmo cuasi frenético. La
polarización entre ricos y pobres ha aumentado y el paro estructural ha colonizado varias regiones del
planeta. Y el escenario más habitual y familiar donde esto ha ocurrido –ocurre- son los sistemas
urbanos, las ciudades.

La mayoría de las ciudades del planeta han crecido mal y demasiado deprisa. Se han construido
viviendas homógeneas, calcadas las unas de las otras, que han despersonalizado las ciudades, creando
un único molde. La tradición urbana propia de cada ámbito cultural ha perdido terreno frente a un
modelo uniformizador y parco en participación ciudadana. El paisaje urbano se ha convertido en un
entorno agredido y, a su vez, agresor, determinado más por la preocupación de ir a hacer alguna cosa
que por el disfrute pausado de hacerla. A pesar de todo, las ciudades son todavía un espacio
privilegiado para la creatividad y la innovación, aunque en ellas mengüe la calidad de vida, cuando
menos para la mayoría de los ciudadanos, y además, y sobretodo, contribuyan decisivamente a la
insostenibilidad de un modelo de crecimiento obsoleto que abre serios interrogantes sobre las
condiciones de vida de las futuras generaciones.

Pero a pesar de la sensación generalizada de orfandad intelectual para anticiparse al colapso, a las
puertas del siglo XXI existen suficientes certidumbres científico-ambientales y herramientas
tecnológicas para saber cuáles son los problemas y las posibles soluciones, siempre que emane el
consenso social y cuaje la mínima dosis de voluntad política para impulsarlas.

Las armas ideológicas para repensar la ciudad provienen de un concepto relativamente nuevo: el
desarrollo sostenible. Un pensamiento todavía adolescente y, por tanto, sin una personalidad del todo
definida, pero que crece día a día y que ya acumula la suficiente fortaleza para inspirar la toma de
decisiones. El biólogo y comunicador ambiental, Ramon Folch, ha escrito que "la sostenibilidad no es
un valor en si misma. Ni siquiera es un objetivo claro y bien definido. La sostenibilidad es un proceso,
o mejor dicho una declaración comprometida de intenciones, orientada a superar las disfunciones del
actual modelo socioeconómico. Ello exige una revisión previa de la estrategia socioecológica
dominante, razón que explica porque la reflexión sobre la sostenibilidad surgió entre las filas del
ecologismo. Pero la sostenibilidad trasciende la dimensión ambiental para instalarse en el siempre
vaporoso territorio de los comportamientos humanos, porque, además de tomar medidas, comporta
cambiar actitudes".

Repensar las ciudades en clave de sostenibilidad exige, antes que todo, definir, aunque sea con
trazos gruesos, el código genético del concepto. La sostenibilidad no es ni un dogma, ni un discurso
retórico, ni un fórmula mágica. Es un proceso inteligente y autoorganizativo que aprende, paso a paso,
mientras se desarrolla. El mapa y la brújula para activar el proceso existen. Son el resultado, entre
muchos otros, de los trabajos elaborados por una comisión presidida por la política noruega Gro
Harlem Brundtland, a petición de la Comisión Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo.

El informe Brundtland establece que la humanidad tiene en sus manos lograr que el desarrollo sea
sostenible, es decir, asegurar que satisfaga las necesidades del presente sin comprometer la capacidad
de las futuras generaciones para satisfacer las suyas. Es lo que podría denominarse solidaridad
intergeneracional. Por supuesto, que el concepto de desarrollo sostenible implica límites. No se trata
de límites absolutos, sino aquellos que imponen a los recursos ambientales, por un lado, el estado
actual de la tecnología y de la organización social y, por otro, la capacidad de la biosfera de absorber
los efectos de las actividades humanas. Tanto la tecnología como la organización social pueden ser
reordenadas y mejoradas de tal manera que abran el camino a una regeneración del actual modelo
económico.

El informe Brundtland señala que la pobreza no es un mal en sí misma. Así, el desarrollo sostenible
exige que se satisfagan las necesidades básicas de todos los seres humanos del planeta y que se
extienda a todos la oportunidad de colmar sus aspiraciones a una vida mejor. Un mundo donde la
pobreza es endémica será siempre propenso a las catástrofes, sean ecológicas o de cualquier otro tipo.

La satisfacción de las necesidades esenciales exige no sólo una reformulación del modelo
económico aplicable en las naciones donde los pobres constituyen la mayoría, sino la garantía de que
los desfavorecidos recibirán la parte que les corresponde de los recursos necesarios para sostener su
desarrollo. Contribuirán a tal igualdad los sistemas políticos que garanticen la participación efectiva
de los ciudadanos en la toma de decisiones en los ámbitos nacionales y una mayor democracia en la
adopción de decisiones en el ámbito internacional.

El informe también señala que una política global fundamentada en el desarrollo sostenible exige
que quienes son más ricos adopten modos de vida más austeros –en el uso de la energía, por ejemplo-
y practiquen la sabiduría de la renuncia material de lo innecesario. Además, la rapidez
del crecimiento demográfico intensificará la presión sobre los recursos naturales. Por tanto, el
desarrollo sostenible sólo es posible si el consumo de recursos y el crecimiento de la población están
acordes con las cambiantes posibilidades de producción del ecosistema global.

El informe Brundtland también afirma que el concepto de desarrollo sostenible no es un estado de


armonía fijo, sino un proceso de cambio por el que la explotación de los recursos, la priorización de
las inversiones, la orientación de los progresos tecnológicos y la reinvención de las instituciones
concuerdan con las necesidades sociales, tanto las presentes como las futuras. Finalmente, el grupo de
trabajo presidido por Gro Harlem Brundtland reconoce que el camino hacia este modelo de desarrollo
no es nada fácil. Bien al contrario, demanda decisiones arriesgadas y una firme voluntad política.

Globalidad, integración, límites, participación y justicia son las piezas que integran el complejo
puzzle del desarrollo sostenible. A partir de estas piezas, los principios concretos que definirían una
acción política basada en la sostenibilidad serían: a) la integración del factor ambiental en una política
global y en cada uno de los programas sectoriales, regionales o locales de desarrollo; b) la proyección
ambiental del futuro en políticas concretas, en programas y en instrumentos de gestión adecuados; c)
la aceptación de los límites del crecimiento; d) la compatibilidad de los proyectos a corto plazo con
un plan de desarrollo a medio y largo plazo; e) la justicia ambiental representada por la equidad en el
acceso de todas las personas a los recursos naturales; f) el derecho a la información ambiental y a la
participación de todos los sectores implicados en la elaboración y ejecución de políticas públicas en el
seno de un marco democrático; g) los recursos naturales no son ilimitados; h) la virtualidad concreta
de la economía de mercado, de sus límites y de sus perversiones; i) los intercambios deben regirse por
precios que representen los costes reales –productivos, sociales y ambientales- de los productos o
servicios; j) la solidaridad entre los pueblos y las culturas.
La exposición "La ciudad sostenible" toma como punto de partida ideológico el concepto de
desarrollo sostenible diseñado en el informe Brundtland y, asimismo, se inspira en los principios más
arriba descritos. El planteamiento está, en consecuencia, en las antípodas de las posturas que
confunden la sostenibilidad con el inmovilismo, que argumentan que el objetivo es poner el freno y
no empeorar más. No sólo se trata de disminuir la velocidad sino de tomar, en la medida de lo posible,
una senda distinta. Además, mantener la situación actual ni tan siquiera asegura el status quo de los
más favorecidos. Y es precisamente este 20% de la población mundial –que en su mayoría habita en
los núcleos urbanos de las sociedades más ricas- que consume el 80% de los recursos naturales
quienes tienen la responsabilidad ética de dar el primer paso hacia la sostenibilidad. Por esta razón la
exposición "La ciudad sostenible" fija su atención en los sistemas urbanos occidentales, responsables
primeros de la insosteniblidad global, y generadores de un modelo inexportable a los asentamientos
urbanos de otros rincones del planeta Tierra.
CRISIS ECOLÓGICAS GLOBALES

Las ciudades son ecosistemas urbanos –los ecosistemas son comunidades vivientes, junto con los
factores no vivos asociados, físicamente constreñidas en el espacio- que se caracterizan por tres
aspectos. En ellos habitan comunidades de organismos vivos, entre los que predomina el ser humano;
ocupan un medio físico que va transformándose a resultas de la actividad interna; y funcionan a base
de intercambios de energía, materia e información.

Los rasgos específicos de los ecosistemas urbanos son el gran volumen de energía que circula por
fuera de los organismos vivos, la cantidad de energía que hace funcionar el sistema y la enorme
movilidad horizontal que permite explotar otros ecosistemas ubicados a distancias más o menos
alejadas. Estas características obligan a matizar el concepto de desarrollo sostenible aplicado a los
sistemas urbanos. Sintetizando el espíritu del informe Brundtland, puede entenderse el desarrollo
sostenible como la elección de políticas que equilibren la preservación del medio ambiente con un
desarrollo económico suficiente, de tal manera que se satisfagan las necesidades de la generaciones
presentes sin comprometer la habilidad de las futuras para también satisfacer sus necesidades.

El sistema ecológico-económico global es esencialmente cerrado. Así, excepto la energía solar que
proviene del espacio exterior y la dispersión de calor que se desprende hacia el exterior, el sistema es
autosuficiente. Los seres humanos que viven en este sistema global utilizan recursos no renovables y
renovables –que son limitados- para producir bienes y servicios que sostienen la vida en el planeta
Tierra. Naturalmente, la creación de bienes y servicios genera contaminación que se dispersa por
tierra, mar y aire. Para que el sistema se sostenga indefinidamente por sí mismo, los recursos
renovables no pueden utilizarse más rápidamente que su capacidad para regenerarse; los recursos no
renovables –considerando el reciclaje, que es un proceso limitado- no deben usarse más allá de su
capacidad de restitución; y, asimismo, los niveles de contaminación no pueden ser superiores a la
suficiencia del sistema para absorberlos.

En los sistemas urbanos, al igual que en el sistema ecológico-económico global, habitan seres vivos
que utilizan recursos y generan contaminación. Pero, a diferencia del sistema global, las ciudades no
son sistemas completamente cerrados: pueden importar recursos y exportar contaminantes. No
obstante, estas actividades de importación y exportación tienen sus límites. Por ejemplo, el traslado de
residuos a los vertederos situados fuera de la ciudad aumenta su coste a medida que el depósito de
residuos está geográficamente más alejado. Asimismo, la importación de agua potable incrementa su
precio cuanto más lejos se encuentra el acuífero explotado.

Los sistemas urbanos tienen una capacidad de carga limitada que, a medida que se erosiona,
dificulta, si no imposibilita, una política orientada hacia el desarrollo sostenible. Por tanto, y a
semejanza del sistema global, una ciudad sostenible no debe explotar recursos a un ritmo superior a su
regeneración o sustitución, ni producir unos niveles de contaminación por encima de su asimilación
natural. En ningun caso puede adjetivarse de sostenible una ciudad que no sea capaz, recurriendo a
sus propias infraestructuras y capacidad de carga, de satisfacer las necesidades de sus ciudadanos. La
realidad es que los sistemas urbanos, especialmente los occidentales, están lejos de este objetivo
ecológico. ¿Cuáles son las razones que explican esta lejanía entre la dinámica urbana y la dinámica
ecológica? En buena parte remiten a las paradojas del crecimiento, a la hegemonía de un modelo
económico que renuncia al bien común y, por tanto, fomenta las desigualdades, ensalza la pura lógica
del beneficio y prima al individuo sobre la sociedad. Y ello ocurre en un entorno caracterizado por el
aumento de la población, por un proceso de urbanización generalizada y por las crisis ecológicas
globales.
EL CRECIMIENTO DE LA POBLACIÓN URBANA

A finales de este siglo, la mitad de la humanidad habitará en centros urbanos, es más, el rasgo más
característico del territorio terrícola será la urbanización generalizada. No sólo porque la mayoría de
la población vivirá en áreas urbanas a principios del siglo XXI sino porque, como afirma el sociólogo
Manuel Castells "las áreas rurales formarán parte del sistema de relaciones económicas, políticas,
culturales y de comunicación organizado a partir de los centros urbanos". Más allá de esta reflexión,
los datos objetivos indican que dentro de una década la mitad de los habitantes del planeta vivirán en
ciudades: 3.300 millones de un total de 6.950 seres humanos. Unas tasas de crecimiento que los
recursos ambientales disponibles, a los niveles de explotación vigentes, no pueden soportar.

Gran parte del aumento tendrá lugar en los países en vías de desarrollo. Actualmente, dos de cada
tres residentes urbanos habitan en regiones en vías de desarrollo; en el 2015, la proporción será de tres
de cada cuatro, en el 2025, prácticamente cuatro de cada cinco. Estas cifras indican que, en los
próximos años, el conjunto de los países en vías de desarrollo deberán aumentar en un 65% su
capacidad de producir y de administrar sus infraestructuras, servicios y viviendas en los entornos
urbanos si quieren mantener la situación actual, que ya en muchos casos se sitúa al borde del colapso.

En realidad, los gestores y responsables urbanos de las regiones del planeta en vías de desarrollo no
tienen ni el poder, ni los recursos, ni profesionales capacitados para proporcionar a sus ciudadanos el
espacio vital, los servicios y las infraestructuras necesarias para una vida humana digna. Esta falta de
recursos ya se traduce en asentamientos ilegales, que proliferan como las setas después de la lluvia
otoñal, y en un aumento de enfermedades consecuencia de un medio ambiente insalubre. Los países
desarrollados tampoco están libres de problemas. Algunas ciudades sufren un notable deterioro de las
infraestructuras, una degradación del medio ambiente y, especificamente, de sus interiores urbanos
tradicionales. La diferencia entre las regiones desarrolladas y aquellas en vías de desarrollo es que las
primeras cuentan con medios y recursos para hacer frente al deterioro si existe la voluntad política de
dedicar los recursos necesarios y adoptar las decisiones requeridas. En las regiones en vías de
desarrollo, la crisis urbana es el fruto de la pobreza y la desesperación y, en consecuencia, mucho más
difícil de abordar.

El "problema demográfico" no radica únicamente en una cuestión del número de personas sino de
lograr que los recursos disponibles sean repartidos más equitativamente. Por tanto, el "problema
demográfico" exige, por una parte, políticas para eliminar la pobreza de tal manera que se asegure un
acceso más equitativo a los recursos y, por otra parte, invertir en educación para aprender a
administrarlos mejor. Lo que resulta inviable ecológicamente es pretender, sirviendo la lógica del
beneficio, que los países en vías de desarrollo alcancen los índice de consumo propios de los
desarrollados. Por tanto, la decisión fundamental es reducir el consumo de recursos en las zonas ricas
y limitar la explotación de la riqueza global por parte de las ciudades occidentales. No existe otra
alternativa para lograr mayor justicia social, redistribuir la riqueza y subirse al tren del desarrollo
sostenible.
LA PÉRDIDA DE DIVERSIDAD BIOLÓGICA

La crisis de la diversidad biológica tiene una estrecha relación con el lugar que el ser humano se
autoconcede en la historia de la evolución. Si este lugar es el centro –que es donde definitivamente
nos hemos colocado gracias a nuestras poderosas baterías culturales: lenguaje, política, ciencia,
tecnología…- la biodiversidad aparece como un elemento supeditado a los intereses humanos. Desde
este mirador cultural empieza a entenderse la idea de pérdida de diversidad biológica. La formación
social humana hegemónica determina el lugar donde encaja cada escalón de los seres vivos y otorga a
cada una de estas instancias un valor determinado en función de su relación subordinada a la presencia
del ser humano en la cúspide del triángulo biológico. De este modo, la pérdida de diversidad biológica
describe uno de los procesos de empobrecimiento humano más significativos de las crisis ecológicas
globales. Desde el podium etnocéntrico, el hombre actúa como si pudiera vivir sostenido únicamente
gracias al entramado social que le permite saquear el entramado natural.

Esta paradoja, que bien refleja el desencajamiento y distanciamiento del hombre en relación al
universo que le rodea, ha supuesto que, tal y como ha demostrado la comunidad científica, las
especies estén desapareciendo a un ritmo sin precedentes en la historia de la evolución.

La diversidad biológica es un concepto complejo. El término abarca desde la enorme multiplicidad


de seres vivos –microorganismos, plantas y animales- hasta los humanos. En su concepción más
moderna, la diversidad biológica también se refiere a los ecosistemas donde habitan los seres vivos y
a los dinámicos y complejos sistemas de interacción e interdependencia en los cuales desarrollan sus
funciones vitales.

El Convenio sobre Diversidad Biológica, firmado en Río de Janeiro en el año 1992, asume esta
visión dinámica, la íntima relación entre la biodiversidad y los comportamientos humanos. De hecho,
gran parte de la diversidad biológica de la cual nos servimos para el sustento, sean alimentos,
medicinas, vestimenta o herramientas, resulta inseparable de la diversidad cultural con la cual ha
evolucionado conjuntamente a lo largo de historia del hombre. Ya sea a través de la recolección, la
caza, la agricultura o la pesca, el hombre ha ido seleccionando entre las especies y, dentro de las
especies, aquellas variedades, razas e individuos más apropiados para su uso. De esta manera, ha
determinado su evolución futura.

En el proceso de selección humana interviene la abundancia del recurso, su disponibilidad, acceso y


facilidad de adquisición. Habitualmente resulta determinante la calidad del producto, es decir su valor
nutritivo, su sabor y su durabilidad. Pero asimismo es fundamental la capacidad de adaptación de la
especie o la raza a los múltiples paisajes geográficos, climáticos y culturales.

La comunidad científica desconoce con exactitud cuántas formas distintas de vida habitan la Tierra.
Las estimaciones van desde los diez hasta los veinticinco millones. Se ha calculado que en un metro
cuadrado pueden llegar a habitar alrededor de dos millones de organismos de más de mil especies
distintas, en su mayoría invisibles al ojo humano. De hecho, en un puñado de suelo fértil pueden
descubrirse más de 125 millones de bacterias. Sin embargo, los científicos sólo han identificado una
de cada cien especies vegetales y una proporción aún menor de especies animales.

Las especies y sus materiales genéticos tienen un papel cada vez mayor desde la perspectiva del
desarrollo, puesto que contribuyen a la mejora de la agricultura, la investigación médica y la
innovación industrial. Pero desde el principio de la vida y la evolución, las leyes de Darwin son
inexorables. Unas especies sobreviven, no sólo por ser las más fuertes sino también por su habilidad
para cooperar y adaptarse al entorno, mientras que otras perecen. Se ha calculado que principios de
siglo desaparecía una especie por año. Actualmente, y esta cifra es la que ha hecho disparar las
alarmas, se extinguen cien especies por día, un ritmo que no se ha producido desde hace 65 millones
de años, en el período crítico que vio la la extinción de los dinosaurios. Posiblemente, de mantenerse
el ritmo actual, para mediados del siglo que viene hayan desaparecido un 25% de las especies
existentes.

¿Por qué es fundamental la preservación de la diversidad biológica en los sistemas urbanos de la


misma manera que lo es en los sistemas naturales? Si existe un rasgo que define la riqueza y la
complejidad de una ciudad es el contacto, el intercambio, la comunicación entre los portadores de
información. Y al igual que los humanos, el resto de los seres vivos son también portadores y
transmisores de información. De este modo, una ciudad rica y compleja es un entorno denso en
información, por lo que la pérdida de diversidad biológica, también cultural y social, empobrece la
cartografía vital de cualquier sistema urbano.

EL DISPENDIO ENERGÉTICO

Todas las cuestiones ambientales importantes tienen una relación directa con la energía: su
disponibilidad, su conversión, su distribución y, por supuesto, con su eficiencia y los costes de su
utilización. La transgresión del modelo energético es el aspecto central para encarar las crisis
ecológicas globales.

Durante la década de los 70, por efecto de la crisis del petróleo, una quinta parte de la humanidad se
hizo consciente de que las fuentes de energía que hacían posible sus estilos de vida eran efímeras. En
los años 80, a lo efímero de los recursos se sumó el calificativo de contaminantes en referencia a las
fuentes de energía empleadas masivamente. Actualmente, el Consejo Mundial de la Energía señala
que las reservas de petróleo no durarán más allá de cuarenta años, un poco más las de gas natural
mientras que las de carbón perdurarán apenas por encima de un siglo.

La sociedad actual se ha convertido en una insaciable devoradora de energía. El modelo energético


ha provocado, por una parte, profundos desequilibrios entre el malgastador ritmo de consumo de
recursos y su costosa generación y, por otra, profundos desequilibrios sociales en lo que se refiere al
acceso y disfrute de estos recursos. El panorama se ha ennegrecido todavía más con la certeza del
efecto invernadero y la posibilidad de cambios climáticos globales. Frente a la situación, los políticos
de los países ricos expresan perplejidad, recurren al parche y hablan de impuestos verdes. Los
industriales se apresuran a incrementar la eficiencia de sus procesos energéticos. Y los gestores
urbanos muestran su preocupación por el destino de las ciudades, sobre las que pende la amenaza de
convertirse en megalópolis.
LA CARGA DE LOS RESIDUOS

La invención de la máquina de vapor y el uso generalizado de la energía química extraída de los


combustibles fósiles, buques insignia de la era industrial, supusieron una transformación radical de los
medios de transporte. La materia y la energía comenzaron a realizar largos recorridos entre el lugar de
origen y el punto de destino para el consumo. Con este cambio afloró la problemática de los residuos,
que hacían viajes de ida pero no de vuelta. Desde entonces la cantidad de materiales residuales
generados por el consumo humano crece sin parar. Especialmente significativas son las cifras de
crecimiento en lo que respecta a la generación de basuras en las ciudades occidentales. La cultura del
usar y tirar, fomentado por la presencia creciente de envases y embalajes de un solo uso, ha disparado
el volumen de la bolsa de basura por habitante y año. En el caso, por ejemplo, del área metropolitana
de Barcelona, cada año se generan 1.250. 000 toneladas repartidas entre tres millones de habitantes.
La media persona/día son 1,2 kilos de basuras.

La razón que explica la inflación de residuos está en el concepto mismo del residuo. Mientras que en
los sistemas naturales, los componentes del residuo siguen los ciclos naturales y retornan al medio, en
los sistemas humanos se cortocircuitan los ciclos de la materia al mismo tiempo que se acumulan
recursos materiales y energéticos en zonas concretas, como es el caso de los centros urbanos. De este
modo, la utilización de recursos lleva aparejada una acumulación de residuos que son apartados de los
ritmos propios de los ciclos naturales.

La única estrategia posible para afrontar la insoportable carga de los residuos consiste en retornarlos
de nuevo, debidamente descompuestos, a los ciclos naturales. Se trata de reconvertir, tanto física
como conceptualmente, el residuo en recurso, siempre que el material utilizado sea reutilizable,
recuperable y regenerable.

Caso especial son los residuos peligrosos. Los países industrializados generan alrededor del 90%
del total de residuos peligrosos. Aunque es un problema en buena parte responsabilidad de los países
ricos sus efectos son globales. En primer lugar, porque la cantidad de desechos que cruzan las
fronteras nacionales aumenta día a día. Los ricos pagan y esconden el problema transportando los
residuos a zonas con débiles controles sociales. Por tanto, en los países en vías de desarrollo se
amontonan los residuos peligrosos –incluidos los nucleares- propios y los que vienen de fuera, con
frecuencia en instalaciones que no cumplen las mínimas condiciones de seguridad. Esta situación
provoca situaciones de gran riesgo para la salud humana cuando, por ejemplo, las frecuentes y
abundantes lluvias de los trópicos lixivian los residuos en las tierras que se encuentran debajo de los
vertederos. La escasa o nula depuración de los desechos llega contaminar las aguas. Además, los
vertederos acostumbran a ubicarse cerca de los establecimientos industriales que, a su vez, están
rodeados de barrios pobres o suburbios.

La estrategia frente a los residuos peligrosos también consiste en reducir la cantidad generada y
rediseñar los procesos productivos de tal manera que el desecho pueda convertirse en recurso. O se
revisa el concepto hegemónico de residuo, con el cambio de pautas de consumo que exige, o solo
queda la opción de la incineración generalizada y la proliferación de vertederos, que un día pueden
llegar a colonizar hasta los mismos centros urbanos del despilfarrador norte del planeta.
EL SUR QUE MIRA AL NORTE

Sostiene el tópico que la gran fuente de contaminación del planeta es la pobreza. Este argumento
neomalthusiano abunda en la idea que las crisis ecológicas globales tienen su raíz en el exceso de
personas pobres, en la superpoblación. En realidad, la principal fuente de contaminación son los ricos.
Un neomalthusionismo honesto debería proclamar el eslógan: "sobran ricos".

Los pobres suelen ser muy conscientes del valor del medio ambiente que les sustenta –el economista
Joan Martínez Alier habla del "ecologismo de los pobres"- y se esfuerzan en su preservación. No
obstante, los mecanismos de participación comunitaria que fundamentan la preservación del entorno
han perecido víctimas de una modernización política que ignora, cuando no desprecia, la tradición
cultural y social de estos pueblos. Es por ello cierto, que los pobres, en situaciones extremas, no tienen
otra opción que practicar una explotación dañina de su entorno para sobrevivir.

Desde el norte se entienden las crisis ecológicas como una cuestión global pero se subrayan
soluciones nacionales (control de natalidad, freno al desarrollo de los pobres…). Desde el sur la
situación se ve de otra manera. El efecto invernadero o el agujero en la capa de ozono no son los
problemas ambientales más urgentes. Existen otros más inmediatos y locales que guardan relación con
la supervivencia a corto plazo. La mayoría de la población de los países pobres no morirá a causa del
cambio climático sino de enfermedades compañeras de la pobreza. Una pobreza que se explica, en
buena parte, releyendo la historia del crecimiento industrial en el norte.

La realidad es que existe una íntima relación entre las crisis ecológicas globales y la redistribución
de renta, propiedad, derechos y bienestar de los seres humanos. La posibilidad que la especie humana
se enfrente de manera inteligente y consciente a estas crisis dependerá sobremanera de su capacidad
para redistribuir los recursos y los beneficios. No se trata de caridad. El sur mira al norte a la espera de
equidad.
EL IMPACTO DE LOS SISTEMAS URBANOS

El diseño territorial de los sistemas urbanos en los países occidentales explica en gran medida la
presente situación de crisis ecológica. La ciudad occidental ha importado el modelo urbano a lo largo
y ancho del territorio y, por tanto, se ha convertido en una gran fagocitadora de suelo. La ocupación
sistemática de espacio ha infravalorado los espacios agrícolas, forestales y naturales y ha aplicado una
lógica estrictamente sectorial sustentada en la movilidad privada.

La dispersión urbana provoca la fragmentación y el aislamiento de los escasos espacios no


urbanizados con la consiguiente inviabilidad de muchos ecosistemas y con una pérdida de la
diversidad biológica. Este modelo convierte a las ciudades occidentales en la causa primera de los
problemas ecológicos a tres niveles: local, regional y global.

El consumo de energía, de agua y la producción de residuos sólidos son los tres indicadores
fundamentales para determinar el impacto de cualquier ciudad en los sistemas ecológicos local,
regional y global. Si por algo se caracterizan las ciudades occidentales, además de por su densidad
demográfica, es por un elevado consumo de energía y recursos, por una ingente producción de
residuos y por una emisión galopante de contaminantes.

El gran símbolo de este modelo urbano insostenible ecológicamente es el automóvil. Este artefacto,
bautizado por algunos como la principal máquina de matar inventada por el hombre, ha modificado
profundamente –y sigue haciéndolo- el paisaje urbano. Ha privado a la clásica ciudad occidental de la
mezcla funcional y social que la había caracterizado durante siglos. La proximidad tiende a sustituirse
por la larga distancia, que suele recorrerse en coche, y por la segregación en los usos del suelo.

El suelo urbano se ha extendido esclavo del transporte privado y se ha configurado fomentando la


creación de centros de atracción comerciales, educativos y deportivos en lugares donde no llega el
transporte colectivo. De este modo, la exigencia de desplazarse y el espacio para hacerlo conforma la
variable central a la hora de diseñar la forma y el tipo de ciudad.

La evolución de los usos del suelo en el caso de Barcelona retrata la implantación de la cultura del
desplazamiento. Durante la época preindustrial, Barcelona y sus alrededores –Gràcia, Sants…-
dedicaban aproximadamente el 17% del suelo a su sistema viario. El advenimiento de la era industrial,
que en Barcelona coincidió con la expansión del Eixample, la cantidad de espacio viario respecto al
resto de asentamientos rondaba el 30%. Desde la irrupción del automóvil, el desarrollo de los núcleos
urbanos ha ido de la mano de una creciente ocupación de espacio viario y para aparcamientos.
Actualmente, cualquier plan de desarrollo urbano dedica, como mínimo, el 40% del espacio útil a usos
viarios y parking. Un caso paradigmático de sumisión a la cultura del vehículo privado es la
megalópolis de Los Ángeles, en la costa oeste de Estados Unidos. El espacio dedicado al coche supera
el 60% y es tal su "monopolio urbano" que el ciudadano que va a pie es considerado sospechoso y es
habitual que sea interpelado por la policía.

El coche, gracias a su gran peso simbólico y también gracias a la complicidad de los urbanistas, ha
colonizado el paisaje urbano. Hasta principios de los años noventa, las autoridades locales, dieron
toda clase de facilidades al tránsito indiscriminado de vehículos privados, una política que ha
modificado la trama histórica de las ciudades. Pero en la actualidad, la mayoría de gestores locales
reconocen que el coche se ha convertido en una plaga que crea, de forma patente en las redes urbanas,
más problemas de los que resuelve. El automóvil es el enemigo número uno de la ciudad y el cuello
de botella más importante para alcanzar la sostenibilidad ambiental y social.

Las cifras presentes y los escenarios futuros no dejan dudas del embotellamiento a que ha conducido
el coche privado. Entre el año 80 y finales de los 90, los flujos de tránsito en las ciudades europeas
han aumentado por encima del 45%. En la última década, el parque móvil en Catalunya se ha
incrementado un 50%. En el 2005, de no cambiar la tendencia actual, el parque móvil de la Unión
Europea habrá aumentado un 25% respecto al actual. Cinco años después, en el 2010, la densidad de
tránsito en el espacio comunitario superará en un 50% los niveles actuales. Las cifras se desbordan si
el parque móvil en el conjunto del planeta: 500 millones de coches a finales del 97; 1217 millones
alrededor del 2020; 2525 millones de vehículos privados en el 2060. Una tendencia imparable que no
se detiene ni siquiera en las sociedades con, aparentemente, una mayor conciencia ambiental.

La tiranía del automóvil privado tiene enormes consecuencias económicas, sociales y, por supuesto,
ambientales. Algunas de las cifras que describen los efectos del artefacto resultan incluso
sorprendentes. En el 1992, cada habitante español gastó aquel año una media de 84.000 pesetas en su
coche. La inversión pública dedicada a carreteras en el 93 supuso el 2,2% del Producto Interior Bruto
(PIB), es decir 1.337.000 millones de pesetas.

Los consecuencias sociales no andan a la zaga del dispendio económico, tanto del privado como del
público. En el año 1995, la accidentalidad en las carreteras españolas –por cierto, la peligrosidad
viaria en España ostenta el primer lugar europeo- supuso unos costes astronómicos para las arcas
públicas. El transporte motorizado coloniza gran cantidad de espacio que se hurta de otras actividades
humanas, de tal manera que se crean espacios monofuncionales, alejados de los centros económicos y
de poder.

El impacto ambiental es la carga más notable del automóvil privado. El 70% de las ciudades
europeas que superan el medio millón de habitantes, soportan unos niveles de contaminación por
encima de los aconsejados por la Organización Mundial de la Salud (OMS). La contaminación urbana
se traduce, en sus efectos más leves, en problemas respiratorios crónicos que afectan el conjunto de
los ciudadanos. Estas afecciones suponen unos costes importantes, aunque todavía poco estudiados,
para los endeudados sistemas sanitarios públicos. El vehículo motorizado consume gran cantidad de
recursos no renovables y, en consecuencia, contribuye decisivamente a la intensificación del efecto
invernadero. También genera residuos en forma de chatarras y el principal generador de
contaminación acústica. En el caso, por ejemplo, de Barcelona, el 60% de sus calles soportan unos
niveles sónicos superiores a los 65dB-A, el máximo recomendado por la OMS.

Varias son las paradojas que subrayan la afirmación de que el automóvil privado, en los tiempos de
crisis ecológicas y aglomeraciones urbanas, crea más problemas de lo que resuelve. De hecho, solo le
resta, que no es despreciable, su valor como símbolo rodante aunque ya brotan algunos interrogantes
sobre esta cuestión. Veamos algunas de las paradojas.

¿Utilizaríamos con tanta frecuencia el coche si estableciéramos, con exactitud, el tiempo dedicado al
automóvil y el espacio realmente recorrido? ¿Qué eficiencia tiene un coche como medio de transporte
en un embotellamiento o frente a un semáforo en rojo? ¿El prestigio social pasa actualmente por tener
o no tener coche? ¿Acaso, si la eficiencia del coche decae a causa de la extensión de su uso –tal y
como ocurre- no resulta una incomodidad desplazarse por el asfalto?

Aunque la dirección del discurso ya no es única, el coche resulta ser un artefacto cultural muy
arraigado en el inconsciente colectivo. En la cultura del parking, del usar y tirar, de la velocidad y del
récord, se transmite la idea que cuánto más lejos y más deprisa tenga lugar el movimiento, mejor. No
es casualidad, entonces, que el transporte privado se presente como la panacea y se escondan sus
consecuencias negativas.

Desde la aparición del automóvil como objeto de lujo y diferenciación social, los fabricantes, a
través de la publicidad y los medios de comunicación, le han conferido un gran simbolismo,
frecuentemente asociado al estatus social del propietario. En este contexto simbólico, la mayoría de
personas no adquiere su vehículo después de un análisis racional de sus necesidades de transporte. En
estas condiciones de competencia imperfecta, la demanda de transporte se inclina hacia el coche, de
tal manera que se alimenta su producción y su mantenimiento, y asimismo se refuerzan las
infraestructuras y los mecanismos de gestión del sistema de transporte viario. El complejo engranaje
simbólico-productivo no deja de retroalimentar el proceso e impide tomar medidas frente a la plaga
del enemigo público número uno.

La consecución de un equilibrio entre la racionalidad económica y un enfoque ecológico del


transporte pasa, necesariamente, por la desmitificación social del automóvil y por la introducción
paulatina de una cultura de la moderación y de aprovechamiento de lo escaso. Se trata de superar la
comprensible fase de adoración hacia el artefacto de cuatro ruedas, insignia de la Revolución
Industrial, y adentrarse en una etapa más reflexiva que evidencie la utilidad real de los vehículos y,
asimismo, las ventajas e inconvenientes objetivos de su utilización.

Desde la perspectiva local, otro problema envuelto de aristas ambientales tiene que ver con la
segregación de la población en las ciudades. La separación espacial por rentas, etnias o razas es el
signo más evidente de la injusticia social y de la falta de equidad. La segregación catapulta la
inestabilidad social y los conflictos consustanciales a la marginación y la delincuencia. Las
denominadas sociedades duales dividen el sistema social en dos universos: aquellos que viven de
acuerdo con los principios del Estado de derecho y aquellos otros que sobreviven fuera o en los
límites del sistema. Las sociedades duales se conforman a partir de movimientos migratorios.
Ciudadanos que migran o son expulsados de sus territorios de origen a causa de la penuria económica,
la degradación ambiental y, en ocasiones, por motivos políticos o religiosos.

Esta dualidad se articula a partir de los niveles de poder adquisitivo y de las categorías
socioprofesionales. Su expresión es la fragmentación de la ciudad contemporánea. Esta configuración
dual, hegemónica y bien patente, en la trama urbana de Estados Unidos, todavía no dibuja tan
marcadamente las ciudades europeas, aunque la tendencia existe. Y se manifiesta especialmente en la
degradación y abandono de las áreas centrales y en la aparición de zonas periféricas donde se refugian
los ciudadanos con los niveles más bajos de renta. Estas periferias se caracterizan por altísimos
índices de paro, sobretodo juvenil, y el por el florecimiento de actividades propias de la economía
sumergida y de la delincuencia más o menos organizada.

La proliferación de espacios excluyentes en función de nivel de renta, la profesión, y también según


la etnia o la religión estructuran un rompecabezas territorial que corta las redes de un tejido social
complejo y diluye, sino traiciona, el sentido profundo y primero de la existencia de las ciudades.

El ecosistema ciudad no es cerrado y, por tanto, su impacto va mucho más allá del perímetro físico de
la urbe. El desarrollo de las áreas metropolitanas, primero, de las megalópolis, después, y de las
ciudades globales en la actualidad ha configurado territorios urbanos cada vez más extensos,
entrelazados por una tupida red de vías segregadas. Una nueva vía siempre promueve, en sus faldas,
nuevos asentamientos urbanos que acabarán haciéndola insuficiente y, por tanto, incitando otra nueva
vía más allá que volverá a reproducir el proceso. Es una historia interminable que provoca la
insularización de los sistemas naturales y la desaparición de los paisajes culturales.

Los asentamientos humanos y las infraestructuras de transporte suelen concentrarse en superfícies


llanas, con poca pendiente, en los suelos de mejor calidad y con gran potencialidad de usos. En el caso
de Cataluña, debido a su particular orografía, las superficies llanas son escasas, hecho que explica la
grave desestructuración y simplificación de los sistemas naturales a causa de la ocupación urbana de
suelo y de la proliferación de las infraestructuras de transporte.

Diversos estudios demuestran la pérdida de riqueza ecológica en la región metropolitana de


Barcelona. Entre los años 1982-1989, la superficie forestal ha disminuido en 6717 hectáreas. De
mantenerse este ritmo, en el año 2066 habrá desaparecido el 17% de la superficie forestal actual. En el
mismo período, la superficie cultivada decreció 14.955 hectáreas y de continuar la tendencia, en el
2066 la pérdida de tierras de cultivo será del 64%. Análogamente, la superficie agraria total, que
abarca las zonas forestales, los pastos y los cultivos, de no cambiar la tendencia habrá disminuido un
30% . Estas cifras revelan una fuerte decadencia de la actividad agrícola en la región metropolitana de
Barcelona, que se traduce en un pérdida de los espacios abiertos, esenciales para la calidad de vida en
el tejido urbano.

En el caso de Cataluña, esta tendencia es especialmente preocupante dado que si se analizan las
disponibilidades de suelo con las necesidades de vivienda, suelo industrial y suelo para actividades
terciarias que contemplan las previsiones de los gestores públicos, solo queda territorio para quince
años. Y a pesar de un incremento demográfico moderado. Sea cual sea el escenario futuro en el
territorio de Cataluña, lo que queda claro es que el ansia urbanizadora de los gestores del territorio,
catalizados sin duda por los grupos de presión de la construcción y las entidades financieras, refleja
una falta de sensibilidad y un desconocimiento del funcionamiento de los ecosistemas, sean locales,
regionales o global.

Los sistemas naturales, además de ser el hábitat de la flora y la fauna autóctonas, evitan la erosión,
fenómeno de gran impacto en los ecosistemas mediterráneos. Pero, especialmente, los espacios libres,
no urbanizados, actúan como equilibradores de las disfunciones ecológicas que introduce la actividad
humana. Las masas vegetales producen oxígeno, regulan el CO2, facilitan la ventilación y compensan
los desequilibrios climáticos causados por los núcleos urbanos. Por tanto, la definición de los espacios
no urbanizados se ha convertido en un problema esencialmente urbano.

Las zonas mediterráneas disponen de recursos hídricos escasos. El uso ilimitado de agua, tan propio
de los asentamientos urbanos, pone en peligro la disponibilidad de este recurso para las generaciones
futuras. El despilfarro de los recursos hídricos, sean aguas superficiales o subterráneas, somete al
bosque y a los sistemas naturales, en períodos determinados, a un estrés hídrico de consecuencias
imprevisibles. Además, este "robo de agua", por su exceso, es una de las causas de la proliferación de
incendios durante la primavera y el verano. En estas estaciones, a la falta de humedad se añade la
presencia de moléculas orgánicas inflamables procedentes de la exudación de las plantas. Una
situación ideal para que se declare un incendio. En el caso del agua, actualmente escasa y barata, sólo
existe una alternativa: que cueste lo que realmente vale.

Local, regional y global. Los sistemas urbanos dejan huella en todos los rincones del planeta. El
concepto huella ecológica explica el impacto global de un ecosistema como la ciudad. La huella
ecológica es el área equivalente de suelo productivo o ecosistema acuático que se necesita para
producir los recursos utilizados y para asimilar los residuos que genera una población definida con un
estilo de vida concreto. La huella ecológica puede aplicarse a cualquier grupo de población,
independientemente del área territorial que ocupe. También se utiliza para mesurar el impacto
ecológico de los pobladores urbanos.

La huella ecológica de las ciudades occidentales es descomunal. A esta evidencia no es ajena la


actual globalización de los mercados. Un comercio globalizado y en expansión provoca un aumento
de los flujos de recursos globales de que dispone el sistema ecológico, de tal manera que estimula la
producción y acelera la disminución de los activos naturales. En este proceso también intervienen
elementos psicológicos. Si una población disfruta de bienes de consumo que se obtienen en lugares
alejados geográficamente, no tiene incentivos y difícilmente es sensible a la conservación de estos
recursos.

Los cálculos realizados, siguiendo el modelo de la huella ecológica, indican que los países ricos
consumen tres veces más de aquello que les correspondería en un reparto igualitario de los recursos
mundiales. El crecimiento de estos países da lugar a una apropiación de la capacidad de carga
adicional, que reduce el espacio ecológico disponible de aquellos países aún en desarrollo. Las reglas
de juego del comercio, la actividad que más contribuye al incremento del Producto Bruto Mundial,
favorecen a los países ricos puesto que se apropian de la capacidad de carga del resto y aumentan
desmesuradamente la huella ecológica. Asimismo, la dinámica del comercio global acelera el
agotamiento del capital natural que ofrece la naturaleza, reduce la seguridad ecológica y favorece la
rápida superación de los límites del crecimiento.
REPENSAR LA CIUDAD (SOSTENIBLE)

En este escenario global, que se encamina a una urbanización generalizada, la transgresión del modelo
actual pasa por una regeneración, por un repensar la ciudad. Este trayecto transgresor cuenta con un
viajero aventajado: la ciudad mediterránea. La sabiduría ciudadana de los mediterráneos todavía
ocupa un territorio cualificado de su genética y de su cultura. Eso sí, para regenerar se requiere
lucidez para entender qué ocurre y un compañero de viaje conceptual, joven pero dispuesto a aprender
durante la travesía: el desarrollo sostenible.

Sobre lo qué pasa, una breve pero lúcida reflexión del sociólogo Manuel Castells y del urbanista
Jordi Borja recogida en su libro "Local y global. La gestión de las ciudades en la era de la
información". Dicen Castells y Borja que "las culturas de base territorial, aun no desapareciendo,
tienen que buscar formas de relación, generalmente subordinada, con unos potentes medios de
comunicación globalizados que, aun sin determinar las conciencias, configuran en buena medida un
hipertexto de la comunicación y la interacción simbólica. (…) Tres macroprocesos relacionados entre
sí; a saber: la globalización, la informacionalización y la difusión urbana generalizada parecen
converger hacia la desaparición de la ciudad como forma específica de relación entre territorio y
sociedad. Tras milenios de existencia, las ciudades parecieran entrar en un inevitable declive histórico
en el umbral del nuevo milenio. Ello no quiere decir que desaparezcan los problemas urbanos. Al
contrario, más que nunca la urbanización generalizada plantea con urgencia dramática el tratamiento
de los problemas de vivienda y servicios urbanos, así como la conservación del medio ambiente,
problemas agudizados por una forma de asentamiento territorial más depredadora que las anteriores.
Pero si la urbanización alcanza su clímax histórico, las ciudades, en cambio, podrían desaparecer
como formas de organización social, expresión cultural y gestión política. (…) Pero existe la
posibilidad, incluso la posibilidad, de renovar el papel específico de las ciudades en un mundo de
urbanización generalizada, proponiendo la construcción de una relación dinámica y creativa entre lo
local y lo global. (…) El relanzamiento de las ciudades como formas dinámicas de vida y gestión es
sólo una posibilidad. Podemos evolucionar, efectivamente, hacia un mundo sin ciudades, al menos en
una gran parte del planeta y para la mayoría de la población. Un mundo organizado en torno a grandes
aglomeraciones difusas de funciones económicas y asentamientos humanos diseminados a lo largo de
las vías de transporte, con zonas rurales intersiciales, áreas periurbanas incontroladas y servicios
desigualmente repartidos en una infraestructura discontinua. Lo global podría organizarse en torno a
centros direccionales, tecnológicos y residenciales de élite conectados entre sí por comunicaciones de
larga distancia y redes electrónicas, mientras que la pobalción podría individualizar su hábitat en la
difusión urbana descrita, o agruparse en comunidades defensivas de ideología casi tribal para asegurar
su supervivencia en un mundo estructurado globalmente en su centro y desestructurado localmente en
múltiples periferias. (…) Lo global y lo local son complementarios, creadores conjuntos de sinergia
social y económica, como lo fueron en los albores de la economía mundial en los siglos XIV-XVI".

El futuro de las ciudades se juega en muchos frentes, el ambiental entre ellos. La regeneración de las
ciudades –la otra opción es la urbanización salvaje del planeta y una separación abisal entre una élite
riquísima y una inmensa mayoría pobrísima- debe concentrar sus esfuerzos en estas dimensiones: en
lo global y en lo local. Y si algo caracteriza al desarrollo sostenible es su aspiración a casar lo global y
lo local, a la glocalización.

Durante la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo, que tuvo
lugar en Río de Janeiro en el año 1992, se adoptó la Agenda 21, un documento que invita a los países
del planeta a orientar sus políticas hacia un sistema económico basado en el desarrollo sostenible. Dos
años después, en un encuentro de seguimiento celebrado en la ciudad británica de Manchester, se
discutieron las estrategias para lograr los objetivos definidos en la Cumbre de la Tierra. La conclusión
principal de Manchester fue que solo puede aspirarse a un desarrollo económico sostenible si los
esfuerzos empiezan en los ámbitos locales.
El diseño de ciudades sostenibles se ha convertido en la espina dorsal del desarrollo económico
sostenible. Pero ¿cuál es la primera estación del viaje hacia la sostenibilidad urbana? Pues subvertir el
pensamiento que nutre la planificación urbana. Todavía se recurre, cuando se trata de planificar las
tramas urbanas, a los principios del funcionalismo expuestos en la Carta de Atenas y que se inspiró,
insensible a la tradición urbana mediterránea a pesar de que se elaboró en la capital griega, en el
movimiento inglés de las ciudades-jardín.

El funcionalismo aboga por los méritos de un sistema de planificación urbana basado en una rápida
compartimentación y en la localización de las actividades según su función. Ello se traduce en una
separación física de la vivienda, la industria, las zonas comerciales, las zonas verdes, los centros de
formación…La conexión se realiza mediante una extensa red de calles y transportes horizontales. Un
modelo de planificación que imposibilita la flexibilidad, que estrangula el cambio, donde los edificios
son pura arquitectura y que renuncia a una ciudad que se desarrolle como unidad orgánica y dinámica.

Desde la Carta de Atenas se ha impuesto un tipo de planificación en que cada porción de la ciudad
tiene una función, sea industrial, residencial, comercial, universitaria. En estas porciones sólo se
encuentran aquellos ciudadanos relacionados directamente con la función: los estudiantes con los
estudiantes, los obreros con los obreros, los oficinistas con sus colegas y los residentes de una
urbanización con sus homólogos, con quienes más o menos coinciden en nivel de renta y estudios. La
proliferación de áreas monofuncionales, donde los contactos personales son repetitivos y limitados a
la función, abona la homogeneidad y disminuye la complejidad de las partes del sistema.

Una estrategia sostenible pensada para los sistemas urbanos se basa en el aumento de la complejidad,
es decir aumentar la probabilidad de contacto entre los diversos elementos sin que se incremente el
consumo de energía y de recursos. Frente a la ciudad difusa, con espacios monofuncionales y
"paraíso" de la movilidad se opone la ciudad compacta y diversa, sustancialmente menos consumidora
de energía, de espacio y de tiempo para mantener su estructura y su organización. El sociólogo urbano
belga, René Schoonbrodt, que formó parte del equipo redactor del "Libro Verde sobre el medio
ambiente urbano", encargado por la Comisión Europea, ha define con brillantez las características
propias de la ciudad diversa. "La ciudad diversa es la coexistencia de la diferencia en el mismo lugar.
Adonde miremos en la ciudad hay complejidad y el funcionalismo trata de romperlo, de enterrarlo. En
cada decisión que tomemos hay que incorporar la nueva idea de la ciudad y su complejidad. Sobre
esto, por suerte, no hay que teorizar mucho porque la gente lo comprende enseguida. Necesitamos
más complejidad y más proximidad, sobre todo si somos pobres. Los ricos solucionan los problemas
de otra manera. Necesitamos tanto la ciudad que incluso cuando nos vamos al campo nos la llevamos
a cuestas y queremos que la segunda residencia tenga todas las ventajas (y los problemas) que tiene la
ciudad. Hay gente que cree que porque vive en una zona verde aislada de la ciudad, vive mejor. No es
cierto. Invariablemente tiene que salir a buscar la satisfacción de sus apetitos físicos, culturales,
económicos y espirituales. Y como no lo puede conseguir en las inmediaciones de su vivienda,
entonces rompe con la homogeneidad y se va hacia las partes de la ciudad donde hay agregación y
complejidad. Eso es lo que tenemos que integrar: la densidad, la complejidad y la solidaridad. Son los
tres pilares para mejorar el medio urbano y conseguir una ciudad verdaderamente habitable y llena de
vida".

El aumento de complejidad en diversas áreas de una ciudad supone concentrar en un mismo espacio
elementos de características distintas. De este modo, los distintos portadores de información están más
cercanos; el tiempo de contactos entre los elementos disminuye; y la energía invertida en movilidad es
sustancialmente menor a pesar que se mantienen igual número de contactos e intercambios. Por tanto,
el objetivo primordial de una planificación urbana sostenible pasa por reducir significativamente los
kilómetros per cápita que se realizan cada día para ir al trabajo, a la escuela, a casa, a la tienda o a los
establecimientos de ocio. Una situación ideal sería que el ciudadano que va a pie pudiera llegar a
realizar todas sus funciones diarias, sin utilizar medios de transporte mecánicos, en un máximo de diez
minutos. Una zona que ofrece esta posibilidad tiene 33 hectáreas y entre 500-600 metros de diámetro.
Justo lo contrario de la ciudad dispersa.
¿Qué acciones favorecen los desplazamientos a pie y, por tanto, la ciudad sostenible y diversa? En
primer lugar, se trata de mejorar la calidad de la trama urbana, invirtiendo en las partes más pequeñas
de la vía, caso de las aceras, adecentándolas con materiales nobles. Una segunda acción consiste en
fomentar los itinerarios peatonales y el mosaico de plazas y zonas verdes; no se trata de diseñar
grandes plazas duras o parques faraónicos, más bien pequeñas plazas y perspectivas con puntos de
verde entrelazados. En tercer lugar, impulsar mecanismos que faciliten la diversidad de actividades en
las plantas bajas. La actividad peatonal y la multiplicidad de funciones de la calle son la esencia de la
vitalidad urbana y de la comunicación entre los ciudadanos. Pero la gran decisión, la acción definitiva
para que el ciudadano ejerza su derecho a caminar, consiste en liberar de vehículos privados amplias
zonas de la ciudad. El coche condena a buena parte del espacio público a unos niveles de ruido,
contaminación atmosférica y visual, y a un riesgo de accidentes que desaniman al caminador más
empedernido. La purga de automóviles debe complementarse con una racionalización del transporte
público de tal manera que preste un servicio eficiente a la totalidad de la ciudad compacta. No se trata
de prohibir completamente el uso del vehículo privado en la ciudad, sino de otorgarle un
protagonismo mucho menor en el paisaje urbano.

La purga del coche que requiere una ciudad sostenible no es una decisión gratuita. El uso masivo del
automóvil privado es la causa principal de las disfunciones de la ciudad actual. Las congestiones de
tráfico, el ruido y la contaminación figuran entre las razones, aunque hay otras sociales y económicas
de peso, que llevan a los ciudadanos a vivir fuera de la ciudad. Pero no se trata, en ningún caso, de
pasar de la "tiranía" del coche a la "tiranía" del peatón. La apuesta es por la ciudad flexible. Sería un
error priorizar un sistema sobre otros. Si se piensa la vivienda, los servicios, el comercio, la industria
desde una perspectiva integrada, diversa, combinada, entonces la necesidad del coche no sólo se
reducirá sino que desaparecerá. El automóvil existe porque hemos creado ciudades donde resulta
imprescindible. No podemos –ni sabemos- vivir de otra manera porque el centro de trabajo está lejos,
al igual que los centros proveedores de alimentos físicos y culturales. La cuestión no estriba en
eliminar el coche por decreto. Se trata de respetar la complejidad de la ciudad, de reducir la demanda
de tráfico no entendida como competencia con el peatón, sino como modificación de la estructura de
los sistemas urbanos. Hay que ser móvil sin el coche. La ciudad está hoy muy fragmentada: aquí vivo,
allí trabajo, allá me divierto, más allá compro. Por tanto, necesitamos movilidad. Pero no es una
cuestión de gestionar mejor el tráfico y optimizar las innovaciones tecnológicas, sino de repensar la
ciudad como un espacio de funciones diversas y compactas.

Los edificios, junto a los coches, son los elementos culturales más visibles en los actuales sistemas
urbanos. Y es que las malas artes constructivas tienen un notable impacto ambiental y generan un
volumen inagotable de residuos. El efecto más desastroso de la industrialización de la construcción ha
sido renunciar a la idea de que un edificio es un objeto de uso a largo plazo. Frente a esta renuncia se
ha impuesto la idea que el edificio es un artículo de consumo a corto plazo, hecho que ha aumentado
el despilfarro de los materiales de construcción. Otro efecto de una cultura industrial ha sido el
aniquilamiento de las artes de construcción tradicionales. De hecho, la industrialización de la
construcción no ha aportado mejoras técnicas significativas. No ha reducido los costes sino que ha
acortado la vida de los edificios en general: no ha aumentado la capacidad de producción, ni ha
disminuido el tiempo de construcción. No ha mejorado las condiciones de trabajo sino que, bien al
contrario, ha destruido artes constructivas tradicionales de gran riqueza. Tampoco ha desarrollado
soluciones adecuadas para las estructuras urbanas históricas ni para los jardines. Todas estas razones
explican porque todavía en la actualidad los edificios de calidad, sean del estilo que sean, se hacen a
mano. Pero la gran paradoja es que, a pesar que la construcción de edificios está en buena parte
organizada a partir de formas no industriales, la artesanía como fuerza creativa y productiva autónoma
se ha visto superada por la industrialización y la división del trabajo.

La eficiencia económica y ecológica de un edificio sólo puede medirse a largo plazo y analizando el
ciclo completo de vida de una estructura. A pesar de que los edificios levantados al modo tradicional
tardan un poco más en terminarse y resultan un poco más caros, el mantenimiento a largo plazo es
infinitamente más bajo y su tiempo de vida indiscutiblemente más largo que los producidos con
métodos industriales. En consecuencia, desde una perspectiva ecológica, la vivienda es un área de
intervención prioritaria de para encarar un desarrollo urbano sostenible.

El proceso de construcción y uso de los edificios consume gran cantidad de energía: el 40% del gasto
energético en los países de la Unión Europea corresponde a las viviendas. Ciertamente la
Administración, en sus distintos niveles, ha impulsado políticas a favor de la eficiencia energética en
las viviendas. Pero incrementar la eficiencia no es suficiente. Hay que diseñar acciones que integren
los diversos aspectos ambientales y energéticos en todas las fases de la construcción: el proyecto, la
construcción, el uso y el derribo. En cuanto a los proyectos, se trata de adaptarlos a las características
locales en lo que respecta al microclima, la contaminación atmosférica, la acústica y la movilidad, así
como aplicar técnicas de evaluación ambiental y energética. En lo que se refiere a la construcción,
habría que utilizar materiales no tóxicos, reciclados y reciclables; fomentar las energías renovables y
el ahorro energético, así como optar por las especies de vegetación autóctonas. Respecto al uso hay
que apostar por la domótica; ahorrar agua; considerar los espacios para el reciclaje de los residuos
municipales; así como impulsar los aparcamientos para bicicletas. Finalmente, en cuanto al derribo
hay que incorporar criterios de deconstrucción al diseñar los edificios; minimizar los residuos; y
reutilizar y reciclar los materiales.

En el curso de la Historia, las grandes –y las pequeñas- civilizaciones siempre han surgido en lugares
con agua abundante. También la cultura urbana se gestó cercana al fluir de las aguas. La facilidad de
acceso a este recurso natural tan valioso para la especie humana y su coste relativamente barato ha
creado la falsa imagen, que afortunadamente ya comenzó a desdibujarse, de que es inagotable. Pero el
crecimiento del consumo de agua por persona, acompañado del crecimiento de población, ha cerrado
el grifo en muchos lugares del planeta y, en otros, ha vaciado los depósitos, sean naturales o
artificiales.

Las actividades industriales y agrícolas, así como el consumo doméstico, han disparado las alarmas,
especialmente en las zonas de escasez como el Mediterráneo, y han fijado los límites de los recursos
hídricos. Conseguir agua, con la calidad que demanda cada función, es caro. Pero además del coste,
existen interrogantes sobre la disponibilidad futuro de un bien imprescindible para el mantenimiento
de la vida y para la supervivencia de las ciudades.

Frente a estas certezas, en las sociedades occidentales se plantean dos posiciones: una gestión
orientada al consumo y una gestión ambiental para la conservación, que es la única apuesta posible de
un desarrollo sostenible. La gestión del consumo tiende a satisfacer necesidades a corto plazo. La
gestión ambiental tiene una dimensión y una perspectiva a largo plazo, en que las cuotas de consumo
son una función de la conservación.

En este escenario, el conflicto surge entre aquellos que promueven invertir en cemento para crear
gigantescos depósitos que satisfagan los consumos irrefrenables, y aquéllos que defienden una política
de regeneración del medio ambiente que garantice la continuidad de las fuentes naturales de agua y la
protección y equilibrio en todos sus cursos.

Los gestores del dispendio impulsan las grandes obras de infraestructura y y atacan el problema de la
contaminación del agua con remedios finales. Los gestores de la conservación tienen una visión
integral del territorio: cualquier modificación afecta al volumen total de agua disponible y al
equilibrio entre las cuencas. Esta opción da prioridad a las políticas preventivas de la contaminación
frente a la pura gestión de los puntos negros.

El biólogo Ramón Margalef ha dado la regla de oro para gestionar los recursos hídricos de manera
sostenible. El agua que cae a través de las precipitaciones, principalmente a través de la lluvia,
mantiene tres sistemas: los marinos, los terrestres y los humanos. La regla de los tres tercios indica
que un tercio del agua que fluye por los continentes tenga el mar como destino, otro tercio
corresponde a los sistemas naturales terrestres, mientras que el tercio restante es el límite que
corresponde a los humanos. Por tanto, si el objetivo es la preservación del ecosistema ecológico
global, a los humanos no les queda otra alternativa que minimizar el uso de agua y fomentar la
reutilización. Y que su precio refleje fielmente lo que vale.

El impacto ecológico del consumo excesivo de bienes no anda a la zaga respecto al de agua. La
supervivencia del sistema económico hegemónico se fundamenta en

El arquitecto Leon Krier ha escrito: "protestar contra la erosión de los recursos naturales o la
destrucción de las ciudades y del campo no conduce a ninguna parte si no se tiene una alternativa
global de reconstrucción al alcance. Una crítica sin proyecto no es más que otra cara de una sociedad
fragmentada de la cual la ciudad atomizada es la expresión y el instrumento. Una crítica sin visión
entrevé el futuro con la misma impotencia que un historiador sin un proyecto el pasado. La crítica
profesional ha matado a la inteligencia crítica de la misma manera que la historiografía ha matado a la
historia. Sólo con un proyecto global de reconstrucción ecológica podremos redefinir el papel de la
arquitectura y la planificación y podremos reconstruir su autoridad de una forma legítima". La ciudad
sostenible es el artificio moral donde esta reconstrucción ecológica puede acontecer si somos capaces
de volver a andar.

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