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Corpus para el recuperatorio del primer parcial

Texto 1
La globalización y la nueva salud pública
Julio Frenk1 y Octavio Gómez-Dantés2
[1] Dada su creciente relación con áreas críticas de la política internacional, la salud puede
ahora promoverse no solo como un objetivo deseable en sí mismo, sino también como una
fuente de seguridad global, un determinante del desarrollo y un instrumento para el buen
gobierno. Sin embargo, para que esta visión pueda materializarse es necesario renovar el
pensamiento y la acción en materia de cooperación internacional en salud. Si hoy hay más
interés que nunca en la salud global, debemos empezar por tener una clara concepción sobre lo
que ese término significa y cómo se distingue de otros similares.
[2] Desde que se acuñó alrededor de 1913, el término “salud internacional” se identificó casi
exclusivamente con el control de epidemias en puertos y fronteras, y con las necesidades de
salud de los países pobres, que se asumían como amenazas. No es de extrañar, por lo tanto, que
las actividades de salud internacional se catalogaran como asistencia y defensa, y se diseñaran e
implantaran a través de perspectivas unilaterales.
[3] La agenda de la salud internacional también se vio influida por la idea de que la mayor parte
de las necesidades de salud podría enfrentarse a través de intervenciones técnicas y no como
problemas que tienen fuertes componentes conductuales, culturales, políticos y económicos. El
corolario de esta manera de pensar fue la definición de las prioridades en salud en términos
estrictamente médicos y la inclusión en la agenda únicamente de aquellos problemas que se
prestaban a soluciones tecnológicas. Esto era reflejo de la convicción de los años cincuenta y
sesenta de que la ciencia y las habilidades administrativas de los países desarrollados bastaban
para transformar al mundo en desarrollo.
[4] Durante la segunda mitad del siglo XX, la descolonización e independencia de varios países
asiáticos y africanos, el creciente poder de las agencias multilaterales y las ONGs
internacionales, y la aparición de nuevas teorías sobre el desarrollo, equilibraron la influencias
de aquellas visiones etnocéntricas. Sin embargo, en años recientes, una especie de
modernización lingüística ha revitalizado esta forma de pensar mediante el uso y la difusión del
concepto de “salud global”, un término que fue utilizado por vez primera vez en los años
cincuenta. Los contenidos que se le han dado a este término nos recuerdan los que se le
atribuyeron a la salud internacional en el siglo pasado.
[5] En los medios de comunicación, la literatura académica y diversas iniciativas, la salud global
se identifica con problemas que supuestamente son característicos del mundo en desarrollo, y la
cooperación internacional con una especie de “voluntarismo tecnológico” mediante el cual la
mera voluntad política y, sobre todo, financiera de desarrollar nuevas soluciones técnicas
bastaría para resolver dichos problemas. Los beneficiarios de esta asistencia son presentados
como seres dependientes, enteramente penetrados por el sufrimiento, la enfermedad y la
necesidad, y carentes de voluntad. De nuevo, lo que prevalece en este uso sesgado del término

1
Director General del Instituto Nacional de Salud Pública de México.
2
Investigador del Centro de Investigación en Sistemas de Salud del Instituto Nacional de Salud Pública
de México.
“salud global” es la idea de las sociedades pobres, ignorantes, pasivas y tradicionales que
requieren de la caridad y la tecnología de los países ricos.
[6] Al igual que el viejo concepto de salud internacional, la salud global ha puesto demasiado
énfasis en los programas dedicados a atender enfermedades particulares, sobre todo de
naturaleza infecciosa, y se ha olvidado de fortalecer los sistemas de salud. Muchas mujeres
infectadas por el VIH están recibiendo medicamentos para controlar su enfermedad y prevenir
la transmisión del virus a sus bebés, pero no cuentan con acceso a la más rudimentaria atención
del parto ni a vacunas para sus hijos. Más aún, muchos de los pacientes con VIH/SIDA que
reciben antirretrovirales de manera gratuita se atienden en unidades que no cuentan con los
recursos humanos, el equipo y los insumos para darle un seguimiento adecuado a su
tratamiento, lo que explica en buena medida la aparición de resistencias. “¿De qué nos sirven
todas los medicamentos y vacunas del mundo si no hay nadie en las unidades para
administrarlas?”, se pregunta Barry Bloom, Director de la Escuela de Salud Pública de Harvard.
Necesitamos balas mágicas, es cierto, pero también requerimos de “pistolas mágicas”. Esas
pistolas son los sistemas de salud. Nosotros agregaríamos que también necesitamos “gatilleros
mágicos”, esto es, recursos humanos capaces de planear y operar los sistemas de atención.
[7] A nuestro juicio, estas limitaciones de los contenidos del término salud global y de la
práctica a ella asociada nos obligan a “globalizarlo” para reflejar de mejor manera la realidad
actual. Y aquí, para explicarnos, permítasenos recurrir a términos que se utilizaron en la
discusión de lo que se dio en llamar la “nueva salud pública”, concepto que proporcionó el
marco de referencia para la organización del Instituto Nacional de Salud Pública.
[8] Podríamos empezar por definir la salud global y reconocerla como un campo de
conocimiento y como un ámbito para la acción. Al igual que la nueva salud pública, la nueva
salud global se define en términos de su nivel de análisis, que es el nivel poblacional. Su
característica distintiva es el tipo de población, que son los miembros de la comunidad mundial:
las naciones, los estados, las agencias multilaterales, las instituciones filantrópicas, las
corporaciones trasnacionales, los centros académicos y las organizaciones de la sociedad civil.
Como campo de conocimiento, la salud global supone el estudio interdisciplinario del proceso
de salud-enfermedad en el nivel mundial y de las respuestas sociales que se generan para
enfrentar dicho proceso.
[9] Por lo que respecta al proceso de salud-enfermedad, el concepto que mejor corresponde al
nivel mundial de análisis es el de “transferencia internacional de riesgos”, sean estos
ambientales, infecciosos, o derivados de los estilos de vida, tal como fue explicado antes. En el
corazón de este concepto yace la idea de la interdependencia y la complejidad de las
condiciones de salud globales: muchos problemas son comunes a todos los países; no son
exclusivamente de naturaleza transmisible; se diseminan a través de los canales creados para
sostener el movimiento internacional de personas y bienes, y no solo involucran la transferencia
de riesgos desde los países pobres hacia los ricos, sino también en la dirección opuesta. En este
sentido, Lincoln Chen y colaboradores han hablado de una era de “interdependencia global en
salud” paralela a la era de “interdependencia económica”.
[10] Como ámbito para la acción, la salud global comprende el esfuerzo sistemático para
identificar las necesidades de salud de la comunidad global y la organización de respuestas entre
los miembros de esta comunidad para enfrentar dichas necesidades, incluyendo la formulación
de políticas, la movilización de recursos y la implantación de estrategias. Mientras que la salud
internacional tradicional se preocupó por la asistencia técnica de los países desarrollados a los
países en desarrollo, la nueva salud global enfatiza la cooperación entre todos los actores en
materia de educación, investigación y prestación de servicios de salud.
[11] El imperativo de la cooperación radica en lo que podría denominarse la “paradoja de la
soberanía”. En un mundo donde la unidad de organización política sigue siendo el Estado
nacional, la responsabilidad por la salud de cada población recae en el gobierno respectivo. Sin
embargo, un número creciente de determinantes de la salud está vinculado con la
interdependencia entre los países y por lo tanto queda más allá del control de cualquier gobierno
individual. La única forma de resolver esta paradoja es a través de la acción colectiva
internacional, por medio de la cual los estados nacionales comparten su soberanía para alcanzar
objetivos que ninguno puede lograr por sí solo. Entre esos objetivos la salud es el más
trascendente para avanzar hacia el desarrollo, la seguridad, la democracia y el valor universal de
los derechos humanos.
[12] Estamos en un momento único de retos y oportunidades. Debido a la interdependencia, los
retos a la salud exhiben una complejidad sin precedentes. Pero al mismo tiempo, nunca había
habido tanto interés por la salud en los foros mundiales y los recursos para financiar programas
han crecido de manera exponencial durante la última década. Hay un nuevo optimismo global
sobre la posibilidad real de lograr mejoras sensibles en la salud de las poblaciones más pobres
del mundo. Para que el optimismo no se torne en decepción, se debe renovar tanto el concepto
de salud global como su práctica mediante el impulso incluyente a la cooperación entre todos
los actores del pluralista escenario mundial.
En Salud pública, v. 49, Nº 2, Cuernavaca, México, Marzo-abril 2007

Texto 2

Elegir y castigar
Roberto Gargarella

Penar implica, por sobre todas las cosas, elegir. Elegir razones para el castigo, elegir qué
conductas castigar, elegir a quiénes castigar, elegir de qué modo castigar. Es decir, no
castigamos porque existen razones objetivas –un deber ser reconocido por todos- que nos
conmina a hacerlo, sino que lo hacemos luego de haber tomado muchas decisiones previas, cada
una de las cuales puede ser más o menos racional, más o menos razonable. Me gustaría, por
tanto, hacer un repaso de estas decisiones –estas “paradas intermedias” previas al cas-tigo-, y
echar una primera mirada sobre algunos de los temas que tales decisiones nos plantean.
Ante todo, nos encontramos con una elección referida a las razones generales por las
cuales castigar. Habitual, aunque no exclusivamente, la política punitiva estatal se vincula con
una de entre dos razones posibles: se castiga con el objeto de desalentar a otros a cometer un
delito semejante, o se castiga como forma de reprochar al criminal por el acto que ha cometido,
infringiéndole a él o ella un daño proporcional al causado. Cualquiera de estas dos
justificaciones generales de la política punitiva plantean problemas teóricos de difícil solución
(el potencial castigo de inocentes que parece amparar el primer criterio; los rasgos de “venganza
respaldada por el Estado,” que parecen propios del segundo criterio). En la Argentina, la tensión
entre dichas formas de pensar el castigo existe desde siempre, y un ejemplo especialmente claro
de la misma aparece en la condena a los militares que participaron de la represión ilegal.
Inclinándose por un enfoque retributivo, diversidad de grupos –entre ellos, típicamente, los
familiares de los desaparecidos- exigieron el castigo a “todos los culpables”: todos los militares
merecían un reproche severo, porque todos habían estado implicado en la “guerra sucia.”
Mientras tanto, muchos miembros del gobierno de turno propiciaron, frente a dicho enfoque,
otro de tipo consecuencialista según el cual no era necesario castigar a “todos” los que habían
actuado en la represión ilegal si bastaba, a los fines de impedir la repetición de atrocidades
semejantes, con la condena a los principales responsables de las violaciones de derechos
cometidas durante el Proceso. Tenemos aquí, entonces, una primera divisoria de aguas –una
primera decisión que tomar- que nunca es sencilla, referida a las razones últimas por las cuales
vamos a castigar (lo cual no niega que en muchas ocasiones –y nuestro país no es ajeno a estos
eventos- aún estas complicadas razones resulten desplazadas en la práctica, y la política criminal
pase a ser guiada por formas bastardas de aquellas, que ocultan una simple hostilidad racial o de
clase).
Una segunda elección que debe realizarse tiene que ver con los delitos que van a ser
castigados. Es claro que los crímenes no vienen “pre-fijados” por la naturaleza: somos nosotros
o nuestros representantes o sus agentes los encargados de definir cuáles conductas vamos a
considerar como disvaliosas, y por lo tanto merecedoras de reproche. Si elegimos considerar
más y más conductas como delitos, entonces, resulta obvio, tendremos más y más personas bajo
el control de nuestro sistema penal (lo que significa, habitualmente, más y más personas presas).
Por ejemplo, en los Estados Unidos hay más de 700 personas presas por cada 100.000
habitantes, y en la ex-Unión Soviética más de 600 (datos del año 2003). Mientras tanto, en
Canadá y en casi todos los países de Europa Occidental, la cifra no sobrepasa, o sobrepasa
apenas, la de 100 personas. ¿Qué es lo que implican estas diferencias extraordinarias?
¿Significan, acaso, que en los Estados Unidos se cometen 7 veces más delitos que en Europa?
Sin dudarlo que no. ¿Significan, más bien, que el sistema policial en los Estados Unidos es 7
veces más eficiente que, digamos, el de Canadá? Nada parece indicarlo. Más bien, dicha
diferencia descomunal parece tener que ver, al menos en un grado significativo, con la decisión
de penar (y penar con la cárcel) a una mayor diversidad de conductas. Es decir, en buena
medida, tenemos el número de presos –alto o bajo- que decidimos tener.
Una tercera elección tiene que ver con los sujetos a ser castigados. Ocurre que toda
sociedad suele carecer de la capacidad material requerida para perseguir y sancionar todas las
conductas que ha seleccionado como objeto de castigo (tarea obviamente más dificultosa
cuando, como vemos en la Argentina, la cantidad de delitos que se pretende sancionar es cada
vez más amplia). Como resultado de tales dificultades materiales sucede que, en los hechos, lo
queramos admitir o no, y de modo más o menos transparente, se toman decisiones sobre cómo
utilizar los limitados medios coercitivos a disposición del Estado. Esta nueva selección implica,
obviamente, que la fuerza estatal se concentre en la persecución de ciertos delitos y ciertos
grupos, dejando impunes a otros crímenes y a otros criminales. Típicamente, cuando el aparato
político y policial se encuentra marcado por sesgos de clase y raza, los delitos de “menor
cuantía” (por ejemplo, la tenencia de estupefacientes) tienden a resultar sobre-castigados en
comparación con otros delitos, de “guante blanco” (estafas, evasiones, quiebras fraudulentas,
corrupción administrativa) más vinculados con el poder. Si las cárceles empiezan a llenarse de
personas de un mismo origen social y racial, uno tiene razones para sospechar que ello tiene
mucho menos que ver con la naturaleza de ciertas personas o grupos sociales (“los drogadictos,”
“los pobres”) que con decisiones, explícita o implícitamente tomadas por los administradores
del derecho penal.
Una cuarta elección se relaciona con la pregunta sobre cómo llevar adelante el reproche
estatal. Y es que tampoco hay nada obvio en la respuesta punitiva más común propia de países
como el nuestro, es decir, la pena privativa de libertad. Por alguna razón, una mayoría de
personas sigue identificando el reproche estatal con la prisión. Se desconoce así la cantidad de
penas alternativas que se encuentran a disposición del poder (la reparación, la compensación, la
conciliación, el trabajo comunitario), y que permitirían poner límite a la desmesura propia de
sistemas penales como el argentino. Como forma de reproche público, esta generalización que
se ha dado de las penas privativas de la libertad tiene que ver con la opción por una respuesta
extrema en su concepción; irracional en cuanto a las consecuencias que genera; y difícilmente
justificable desde el punto de vista de cualquier teoría medianamente sensata sobre la pena.
Cuando frente a un ladrón de gallinas, a un consumidor de marihuana y a un asesino serial se
reacciona, en principio, con la misma respuesta -la privación de la libertad- uno advierte el
componente draconiano e irracional del accionar del Estado. Esa falta de imaginación en la
respuesta, ese descuido frente a las consecuencias trágicas que implica todo encierro (muy en
especial cuando se trata de encierros como los que aquí se aplican), nos hablan de la pobreza de
las elecciones dominantes en cuanto a las formas del reproche penal.
Y aparece aquí una última elección a la que quería referirme, y que es la que más me
interesaba resaltar. Cuando sancionamos a alguien, seleccionamos ciertos actos u omisiones
llevadas a cabo por esa persona, de entre una infinidad de otros actos realizados u omitidos por
ella. Cualquier persona sancionada, como cualquiera de nosotros, ha vivido una vida compleja y
rica, caracterizada por cantidad de gestos admirables, y cantidad de otros actos insignificantes e
inocuos. Dentro de los sectores sociales más habitualmente seleccionados por el derecho penal,
abundan las acciones marcadas por un cotidiano heroísmo (acciones que incluyen la búsqueda
incasable de un trabajo, la aceptación de tareas marcadas por el maltrato y la mala paga, el
cumplimiento –a pesar de todo- de cada uno de los deberes ordenados por el Estado). Dentro de
ese inmenso mar de conductas aparecen, ocasionalmente, uno o algunos pocos actos indebidos,
algunos de ellos, quizás, de una crueldad extrema. Nadie diría entonces que estos actos (sobre
todo, los inhabituales actos de crueldad extrema) no deben ser reprochados, de algún modo, por
el Estado. Pero hay sin dudas algo extraño y por demás perturbador en esta actitud tan propia de
nuestros días: no repartimos medallas, ni elogios, ni premios de tipo alguno para los esforzados
héroes de todos los días, pero nos abalanzamos con furia e impiadosamente sobre esos mismos
sujetos, apenas cometen un error, tal vez el único error serio de sus vidas. Hay algo
profundamente inmoral en este modo de actuar, que menosprecia o ignora miles de
comportamientos virtuosos, marcados por una callada entrega hacia los demás, mientras exige
que no haya compasión alguna frente a aquel que una vez, esta vez quizás, se ha equivocado
gravemente.

Roberto Gargarella es profesor de Filosofía del Derecho en la Universidad de Buenos Aires.


Una primera versión de este artículo se publicó recientemente en el suplemento cultural Ñ del
diario argentino Clarín.

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