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Elias Canetti
Seis meses antes de su muerte, en agosto de 1994, Elias Canetti dejó listo
para su publicación Desde Hampstead, el sexto volumen de notas y
aforismos. En Hampstead, el barrio de Londres, Canetti escribió durante
veinte años Masa y poder y, como una certidumbre literaria protectora,
comenzó sus diarios y notas: Notas (1942-1948), Toda esta admiración
dilapidada (1949-1960), La provincia del hombre (1942-1972), El corazón
secreto del reloj (1973-1985) y El suplicio de las moscas (1986-1992). Las
notas y aforismos se convirtieron, al paso del tiempo, en sus páginas más
íntimas y generosas; su sabiduría es la de los grandes moralistas, una
especie de fuerza unánime de vida en la cual saber, pensar y escribir no son
sino las armas infalibles contra el odio y la muerte. Desde otra perspectiva,
estas notas son también una conversación incesante con autores cercanos
y lejanos: Aristófanes, Platón y Plutarco; Dante, Cervantes, Quevedo y
Stendhal; Hamann, Lichtenberg y Hebbel; Tolstoi, Gogol, Kafka, Pavese y el
Dr. Sonne, más tarde conocido como el escritor Abraham Ben Isaac,
protagonista central de El juego de los ojos, el tercer volumen de su
autobiografía.
Desde Hampstead nos revela lo que ya sabían los mejores lectores de toda
su obra anterior: Canetti es uno de los escasos escritores del mundo (en
lengua alemana, quizá sólo Hermann Broch se le equipare en este sentido)
que ha luchado contra la muerte. Mientras Canetti escribía sobre las masas
y el poder, el mundo se incendiaba en una guerra que sólo comprendían los
paranoicos de cada bando. Hacia 1947, en su ensayo La utopía de los
derechos humanos y las responsabilidades, Hermann Broch enunció el
principio de no matarás como el derecho humano por excelencia, el único
que debería respetarse sin distinción de clases o ideologías. Aún más, como
escritor, y como escritor austriaco que entendía profundamente el sentido de
la historia contemporánea, Broch estaba convencido de que, como Gyorgy
Konrad lo escribió muchos años después, matar es siempre asesinar.
“Las historias giraban alrededor de ese final”, recuerda Canetti, “y más allá
de las prolongadas semanas llenas de aventuras y batallas, el triunfo y la
gloria, la auténtica gratificación del narrador, era el momento en que todos
los muertos, sin excepción, se levantaban y retomaban sus vidas”. La
historia de sus batallas no era sino una superación de la muerte.
Hay en Canetti una devoción por la sencillez brutal de los hechos: un don
del estilo, de la inteligencia, de la moral. Su prosa posee una belleza
lapidaria y una sobria claridad. Su riqueza no es erudición, sino magia y
libertad moral. Acaso el texto más obsesivo de Canetti con la muerte sea su
interpretación del Gilgamesh, la leyenda más antigua y bella de que se
tenga registro. Este relato mesopotámico, de cuando menos dos mil años
antes de nuestra era, es el primer lamento de un hombre ante la muerte de
otro. “Si pudiésemos recobrar la rabia de Gilgamesh ante la muerte de su
amigo Enkidú”, anota Canetti, “si nos fuera dado combatirla con el mismo
asombro que hace cuatro mil años”.
***
1956
La mayor parte de los hombres -dijo él- no son sino esclavos de una antigua
desdicha que desconocen.
Hoy leí bien a Maquiavelo. Por primera vez me atrapó realmente. Leo sus
libros con frialdad y sin amargura. Me llama la atención que Maquiavelo
estudie el poder del mismo modo como yo estudio a las multitudes:
consideramos el objeto de nuestro estudio sin prejuicios. Las ideas de
Maquiavelo nacen de su trato personal con los poderosos y de sus lecturas.
Lo mismo puede decirse, mutatis mutandis, de mi proyecto. Como todo
individuo de nuestro tiempo, conozco toda la variedad de las multitudes. En
una lectura sin fin, intento obtener una idea de las multitudes lejanas y
cercanas. Debo leer mucho más que Maquiavelo: su pasado es la
antigüedad, Roma sobre todo. Mi pasado abarca todo lo que implica un
conocimiento. Pero creo que lo leemos de la misma manera: dispersos y
concentrados al mismo tiempo. Las manifestaciones semejantes las
descubrimos por todas partes. Por lo que se refiere a las multitudes, no
tengo los prejuicios de antes: no son buenas ni malas, sencillamente están
ahí, eso es todo. Me resulta insoportable la ceguera conque hemos vivido
frente a ellas. Si no estuviese interesado en el estudio del poder, tendría una
relación más limpia con Maquiavelo. Aquí se cruzan nuestros caminos de
una manera más íntima y complicada. Para mí, el poder es todavía el mal
absoluto. Y sólo desde esa perspectiva puedo estudiarlo. Si leo a
Maquiavelo, mi enemistad con el poder se adormece. Pero se trata de un
sueño ligero, del cual siempre despierto a gusto.
A los vivos que conocemos bien siempre tenemos algo que reprocharles; a
los muertos siempre les agradecemos que no nos prohiban el recuerdo.
¿La persona que no asesina puede conseguir algo? Hay sólo un poder más
poderoso que matar: resucitar a los muertos. Me consumo por ese poder.
Por el daría todo, hasta mi propia vida. Pero no lo tengo, por eso no tengo
nada.
Julio César, que indultó a muchos, sabía también de ese poder. Así se
explica su furia cuando le informan del suicidio de Catón.
Por la tarde, leyendo el Julio César de Plutarco, sentí un verdadero placer
por el asesinato. Cuando los conjurados se le van encima, cuando uno tras
otro hunden los puñales en su cuerpo, cuando él intenta escapar a sus
cuchillos como un “animal salvaje”, sentí una suerte de excitación jubilosa.
No le tuve la menor lástima. La ignorancia de este animal monstruoso e
inteligente no me ablandó. Por su ceguera irremediable, Julio César pagó
un poco de su culpa a todos aquellos que atrapó deslumbrándolos.
¿Qué pienso del libro que he terminado? Se lee bien, quizá cada vez mejor.
No estoy insatisfecho. Me espanta y me conmueve el tiempo que invertí en
él. Si fuese un libro entre cinco o seis más, íqué orgulloso me sentiría! Para
la mitad de una vida es muy poco.
Creo que a nadie admiro tanto como a Stendhal, es el único a quien envidio.
Si yo no fuese yo, sería idéntico a él. Por primera vez he imaginado otro
nacimiento y, si lo veo bien, todo por amor a Stendhal.
¿Qué quiere decir esto realmente? Quiere decir que deseo salir de la piel de
mi obra, que he llevado mis ideas demasiado tiempo conmigo y que ahora
se han convertido en mis huesos. Soy un chamán o una roca en el paisaje
australiano. Sin embargo, estoy vivo y mi deseo más ardiente es
transformarme.
Cesare Pavese es mi estricto contemporáneo. Pero él comenzó a trabajar
antes y, hace diez años, se suicidó. Su diario es una suerte de hermano
gemelo del mío. Pavese se dedicó a la literatura. Yo, en cambio, le di poco
tiempo. Pero llegué antes que él a los mitos y a la etnología. El 3 de
diciembre de 1949, ocho meses antes de su muerte, Pavese anota en su
diario:
W. H. I. Bleek y L. C. Lloyd
Londres, 1911.
Contiene las historias de las madres y de la luna -el mundo mágico de los
cazadores, cosas y animales verdaderos- de época auriñaciense.
26 de abril. Miércoles.
Es verdad que en ella no está sólo ella, sino también toda mi vida pasada,
inadvertida preparación -América, la contención ascética, la intolerancia de
las pequeñeces, mi oficio. Ella es la poesía, en el más literal de los sentidos.
¿Es posible que no se haya dado cuenta?
Si veo bien las cosas, hasta ahora me escondí de los Estados Unidos de
América. La única influencia americana real ha sido Edgar Allan Poe, a
quien leí desde temprano, acaso cuando tenía veinte años. En esto no soy
diferente a muchos escritores del siglo XIX – Hemingway se me resbaló
como agua.
Los diarios de Pavese corren, de 1942 a 1950, paralelos a los míos. Ningún
paralelismo ha despertado tanto mi asombro. Ahora debo reunir mis apuntes
antiguos y escasos y darles un cierto orden. Antes de 1942, yo tampoco
estaba: mudo, sólo menos decidido.
A todos les hablaste mucho y largo tiempo de lo mismo. Por ese entonces
nadie podía ver nada, porque nada existía. Por ese entonces todos te
creyeron. Ahora todos tienen en la mano un libro. ¿Deben ahora creer en
algo?
¿Cómo olvidarse de una obra así? ¿Cómo borrar sus huellas? Es como si
fuera un acto terrible. No se lo quita uno de la cabeza. Tú puedes ocultar
largo tiempo todo lo que tiene que ver con esa obra, pero es como si
estuvieras cubierto de insectos por todas partes. Dentro, afuera, es una y la
misma plaga.
Quizá deberías inventar una nueva historia de tu vida. Tú mismo, pero todo
diferente de lo que fue. Otros lugares, otro origen. Inventa la más increíble
historia de tu vida, busca todo lo que no existió. De este modo puedes eludir
los cien caminos que te han llevado y te llevan a esa obra. ¿Acaso has
nacido también en otro tiempo? ¿Acaso es suficiente con otro lugar?
Los diarios de Pavese: todas las cosas que me ocupan cristalizan en esas
páginas de otro modo. íQué dicha! íQué liberación!
Y sin embargo ayer por la noche, cuando quise morir en mi más profunda
humillación, volví a las páginas de sus diarios y él murió por mí. Es difícil
creerlo: por su muerte yo nací hoy de nuevo. Podría seguir la pista de este
acontecimiento misterioso. Pero no quiero hacerlo. No quiero tocarlo. Quiero
ocultarlo.
Pascua, 1960. Un día cálido como de verano. Un día de sur. Un domingo
lleno de individuos indolentes en el calor. Leo aquí y allá, en éste y en aquel
idioma: anteayer Demócrito, ayer Juvenal, hoy Montaigne, hace unos días
poemas de Tasso. No tengo ni rabia ni ansiedad. Hablo con personas que
encuentro por accidente. Desde que el libro se publicó, reina el silencio
total. Primero estaba sorprendido, acaso un poco intranquilo, ahora me
habita el silencio y soy feliz. No voy a ninguna parte, no sé dónde comenzar.
Aguardo el rayo y la voz poderosa. No me he liberado de todo lo que escribí
hasta ahora. Ningún recuerdo me seduce, ninguna meta me llama. A veces
lamento que mi alma no se haya vestido con el idioma inglés. Aquí he vivido
veintidós años. Escuché a muchas personas que me hablaban en el idioma
del país, pero nunca los escuché como si fueran escritores, sólo las entendí.
Mi propia desesperación, mi asombro y mi delirio nunca se sirvieron de
palabras inglesas. Lo que sentí, lo que pensé y dije, lo escribí en palabras
alemanas. Cuando me preguntaron por qué era así, siempre tuve razones
convincentes. El orgullo fue la más importante, el orgullo en el que creía.
Stendhal ha llegado a ser tan importante, que cada cinco o seis meses
regreso a sus páginas. No me refiero a una obra en especial, sino a frases
que conservan su respiración. A veces leo veinte o treinta páginas y creo
que viviré eternamente. Tengo frente a mí todas sus obras y, con un terror
increíble, me digo que Stendhal murió a los cincuenta y nueve años.
1962
Los nombres son las palabras más enigmáticas. Una intuición que desde
hace mucho tiempo me persigue, y que todos los años me provoca un
enorme desasosiego, me dice que descifrar la esencia de los nombres
equivaldría la descubrir clave de los acontecimientos históricos.
Está claro que todos los mitos dependen de sus nombres. El nombre está
todavía fresco en el mito. El nombre se agota por su constante
multiplicación en las religiones. Las religiones universales no son sino el
más grande agotamiento de los nombres; pero aun en su depuración más
radical, los nombres siguen dependiendo de ellas. El pensamiento
matemático, que se transformó poco a poco en el poder científico de los
hombres, consiste en la renuncia de los nombres; se les elimina del
pensamiento, se piensa sin ellos.
El nombre, que logra en los mitos un aumento de su fuerza, sirve más tarde
de catalizador de uniones.
Los nombres que tienen poco peso específico; globos que ascienden
rápidamente en las alturas. Los nombres pesados que retienen en el suelo a
su falso dueño.
Los nombres de las criaturas son tan increíbles con importantes. La idea de
que, al principio de la creación, las cosas fueron nombradas es el primer
deslinde, un camino que lleva a la verdadera naturaleza de los nombres. El
nombre de una persona que murió temprano, que sólo llevó el nombre por
un momento, es en esencia diferente al nombre de un viejo que se llamó así
por muchos años. Nombres hambrientos y satisfechos. La fama repentina
de nombres hambrientos. La fama de nombres satisfechos decae muy
pronto.
Sin darse cuenta, la persona que estudia el poder se contagia. A no ser que
pueda olvidarse a sí mismo, nadie puede olvidar el poder.
– ¿El barón Weiss? -respondió el fotógrafo-. Sí, me acuerdo muy bien de el,
partió hace cuatro días.
– No tiene sentido. Tus padres partieron hace cuatro días -le dijo.
Ella lo sabía. Pero no podía soportar la idea de que sus padres pasaran
frente a ella rumbo a la deportación. El estudiante la acompañó hasta
Budapest, la dejó en casa de su hermana.
Unos meses más tarde, alguien le dijo que necesitaban una camarera en el
castillo de la archiduquesa Stephanie, la viuda de Rudolf, el príncipe
heredero. La archiduquesa, una dama de ochenta años de edad, se había
casado con un miembro de la familia Lonyai. Desde hacía unos años, la
anciana habitaba en el castillo de Orosvar. Su “Alteza real” quería emigrar a
Suiza: necesitaba una camarera que hablara idiomas y que, además,
pudiera establecerse en el extranjero. Sonia se presentó ante Stephanie. La
anciana no entendió por qué deseaba el trabajo. Sonia le confió su historia y
la archiduquesa la protegió.
Sonia le contó su historia. El médico afirmó que los oficiales alemanes del
castillo hablaban de ella y decían que era una judía prófuga.
Hasta aquí escuché su historia. Me hubiera gustado saber más, pero ya era
muy tarde. Yo tenía que retirarme y Sonia irse a dormir. Aunque los colores
desaparecieron de la historia, aquí resumí lo más importante. Si encuentro a
Sonia en París, espero escuchar más.
Las historias verdaderas que nos cuentan son falsas. Por el contrario, las
historias falsas tienen por lo menos la oportunidad de llegar a ser
verdaderas.
1964
1965
Siento una gran ternura por Cervantes: él sabe más que la opinión común y
corriente de su época cuya hipocresía quizá no entiende, pero nos la deja
entender sin dificultad. Le admiro su extensión en el espacio: el destino que
en tantas ocasiones le mostró su rostro adverso, le dio espacios en lugar de
disminuírselos. Me gusta que se le haya reconocido tarde y que, a pesar de
este retraso o por él mismo, él no haya perdido la esperanza. A pesar de
todas las falsificaciones de la vida que Cervantes se permite en sus
historias “ejemplares”, ama la vida tal como es.
Stendhal nunca fue mi biblia, pero fue mi redentor entre los escritores.
Nunca leí sus obras completas, ni se me transformó en una obsesión. Pero
no leí nada de el sin sentirme claro y ligero. Nunca fue mi ley, pero fue mi
libertad. Cuando estaba a punto de ahogarme, encontré en él mi libertad. Le
debo más que a todos los que me influyeron. Sin Cervantes, sin Gogol, sin
Dostoievsky, sin Buchner yo no sería nada: un espíritu sin fuego ni
contornos. Pero he podido vivir porque existe Stendhal. El es mi justificación
y mi amor a la vida.