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La criminalística es denominada una ciencia forense. Las ciencias forenses han ido creciendo
en fama gracias a la difusión de sus nociones en medios de comunicación, provocando que se
utilice una definición holgada que no se apega exactamente a la realidad.
Este término, comúnmente malinterpretado, proviene del latín forensis, lo cual, según la Real
Academia de la Lengua Española significa “público y manifiesto”. Más específicamente, el
término forense hace referencia a cualquier disciplina, ciencia o arte que aplique sus
conocimientos por medio de un método específico a favor de la procuración de justicia.
Esta acepción proviene de que, en la antigua Roma, cuando existía un conflicto con tintes
legales entre individuos, éstos eran llamados al foro para exponer sus respectivas versiones del
caso frente a un grupo de personas notables, quienes determinaban, al final, a cuál versión le
otorgaban mayor credibilidad.
Los antecedentes de la criminalística pueden datar de tiempos muy remotos pues en todo
momento, cuando ha habido un crimen, ha existido la necesidad de establecer las condiciones
de su desarrollo para poder restaurar el orden que fue quebrantado.
Dentro de la vida en sociedad ocurren constantemente hechos que involucran a una o más
personas y que requieren una explicación. Cuando estos hechos han atentado contra el orden
establecido por un aparato encargado de la procuración y/o impartición de justicia, se han
utilizado diferentes métodos para conocer sus causas o causantes y así poder determinar
sanciones o procedencias. Si consideramos como crimen a aquellas acciones que atentan
contra el orden establecido, sabemos que el crimen ha sido una parte constante desde los
inicios de cada sociedad.
En un principio se utilizaban medios empíricos para la comprobación de hechos. El empirismo
se prestaba a las consideraciones subjetivas del juzgador, quien, al no tener una metodología
precisa, se valía de los conocimientos imperantes en su entorno, contando con una
sistematización primitiva de los mismos para lograr tanto la identificación de la persona
responsable como su castigo.
El pensamiento reinante durante este periodo era mágico o religioso, y las leyes que
distinguían lo permitido de lo prohibido emanaban de algún ser superior.
En la antigua Mesopotamia, por ejemplo, el Código de Hammurabi contemplaba diferentes
tipos de sanciones para compensar los daños provocados por un individuo.
Para dictar sentencias, este código “contemplaba y ejercía sus decisiones basado en las
pruebas que aportaran las partes”. Para ello, el fallador buscaba el lugar de los hechos o por lo
menos la narración de posibles testigos (León, 2005, p.169). Así, una vez comprobado un
crimen, se estipulaban las penas correspondientes según la gravedad y la naturaleza del hecho.
Aunque la mayoría consistía en castigos consistentes en multas, algunas penas contemplaban
castigos físicos:
En el artículo 108 decía: “Si una tabernera no cobra cebada como precio por la cerveza
y cobra en dinero según una pesa grande y rebaja el valor de la cerveza en relación al
valor de la cebada, que se lo prueben y lo tiren al agua”.
En el artículo 194 decía: “Si un hombre confía su hijo a una nodriza, y ese hijo muere
mientras lo cuida la nodriza, si la nodriza, sin saberlo el padre ni la madre, se procura
otro niño y se lo prueban, por haberse procurado otro niño sin saberlo el padre ni la
madre, que le corten un pecho”.
El artículo 253 decía: “Caso que un hombre haya contratado a otro hombre para que
guarde un campo, y le confía cereal, le encarga el cuidado de las reses, y el deber de
cultivar el terreno, si ese hombre sustrae simiente o forraje y lo hallan en su poder,
que le corten la mano”
El artículo 282 decía: “Si un esclavo dice a su amo “Tú no eres mi amo”, que (el amo)
pruebe que sí es su esclavo y luego que le corte la oreja.” (Sanmartín, 1999)
En estos ejemplos se puede apreciar claramente que, antes de ejecutar una sentencia era
necesario que se contara con las pruebas suficientes de que la persona acusada era, en efecto,
culpable. Así, desde esos momentos se tenía la idea de que debían existir medios claros y, de
cierta manera objetivos, que permitieran tener la certeza de la participación de una persona
en un hecho.
En la India también existió un texto religioso con consecuencias legales que regulaba la vida en
esa sociedad. Este documento, llamado originalmente Manava Dharma Sastra, es más
conocido como las Leyes de Manu. Se decía que este conjunto de leyes fue dictado
directamente por Manu, regenerador de la humanidad, y mostraba reglas de convivencia,
castigos para quienes quebrantaban esas leyes y procedimientos para determinarlos.
A continuación se puede ver que, al igual que con el Código de Hammurabi, se hablaba de la
necesidad de contar con aquellos medios que probaran culpabilidad o inocencia a fin de poder
catalogar un crimen:
Libro Octavo, Artículo 31: “Al hombre que viene a decir: “Esto es mío”, debe
interrogársele cuidadosamente; solo después de haberle hecho declarar la forma, el
número y los otros datos, debe ponerse de nuevo al propietario en posesión del objeto
de que se trata”.
Según los métodos y los conocimientos de esa época, una manera clara de comprobarla
veracidad o falsedad de la declaración hecha por un testigo o acusado, era recrear un hecho
ocurrido dentro de su mitología, tal como lo dice el artículo 116 del libro Leyes de Manu:
“Habiendo sido calumniado el Rishi Vatsa por su menor hermano consanguíneo, que le
reprochaba ser hijo de una Sudra, juró que esto era falso, pasó por en medio de un fuego para
atestiguar la verdad de su juramento, y el fuego, que es la prueba de la culpabilidad y de la
inocencia de los hombres, no quemó uno siquiera de sus cabellos, a causa de su veracidad”.
Entonces, unas de las maneras para probar la inocencia de un acusado era hacerle enfrentarse
al fuego o sumergirlo en agua, si la persona salía ilesa entonces quedaba libre de toda
sospecha.
Durante la edad media se utilizaron métodos similares para que las instancias encargadas de
dictar justicia pudieran emitir un juicio. La sociedad medieval conformaba su cosmovisión con
base en ideas religiosas que permeaban con fuerza la dinámica social; consideraban una acción
criminal a cualquier suceso que se saliera de su ideal de normalidad, así como aquellos hechos
para los que no encontraban una explicación satisfactoria.
La situación política era inestable pues los reinos se encontraban en constantes conflictos,
razón por la cual el control de la sociedad era un tema de gran importancia para sus regidores,
entonces en la práctica de la justicia en la edad media tardía, el resolver un crimen requería de
la verdad, no tanto por el hecho de hacer un caso que intelectual y moralmente satisficiera a
los jueces y a la parte acusadora, sino para encontrar a una parte culpable cuyo arresto
pudiera expiar la ofensa cometida contra la sociedad” (Hanawalt et al., 1999, p. 1).
Dependiendo del crimen cometido era el procedimiento que se utilizaba para probarlo y, en
última instancia, para castigarlo, entendiendo siempre que el crimen y el pecado eran dos
conceptos íntimamente relacionados y concebidos como índices de moralidad.
Durante la Inquisición se utilizó un sistema que castigaba con base en un fuerte aparato
religioso. Los inquisidores, como individuos encargados de controlar y aplicar la ley, tenían el
poder de castigar a todas las personas que ellos consideraran pertinente, pudiendo interpretar
las leyes para tal fin.
En España, por ejemplo, se seguía un proceso que constaba de diferentes pasos, desde que se
formulaba la acusación hasta que se cumplía una sentencia:
Así, en el año 44 a.C. podemos ubicar cómo la utilización de la medicina ayudó a determinar
la causa de muerte en un caso con impacto criminal: la muerte de Julio César, conocido ya
sea como dictador o como soberano del Imperio Romano.
Julio César, tras conseguir que el poder total del Imperio recayera sobre su persona, encontró
enemigos en el Senado. Éstos se oponían a que se instalara la República como ellos la
concebían, por lo que se forjó una conspiración en su contra dirigida por Cayo Casio y Marco
Bruto. La fecha fijada para llevar a cabo la conspiración fue el 15 de marzo (Idus de marzo) del
año 44 a.C. (Spielgovel, 2010), cuando, afuera de la curia de Pompeyo, lugar donde se
celebraban las sesiones del Senado, fue aproximado por un grupo de sus opositores, quienes lo
atacaron, propinándole, según se dice, un total de 23 puñaladas.
Una vez muerto Julio César, Antitius, un médico romano, examinó cada una de las heridas que
presentaba el cuerpo y concluyó que únicamente una de ellas había sido mortal, dando a
conocer, de esta manera, la causa de la muerte.
Observando la relevancia forense de este caso, el médico pudo ligar una herida en particular a
la muerte de Julio César, y por lo tanto, al saber qué persona pudo haber sido la que provocó
dicha herida, se podría contar con un presunto responsable del homicidio del emperador.
Posteriormente se inventó el papel (105 d.C) y se volvió una práctica común el autentificar
documentos legales, como contratos, mediante impresiones dactilares, de las falanges o de
las palmas de las manos (U.S. Department of Justice).
Estas prácticas demuestran dos usos forenses: la identificación mediante huellas dactilares y
el análisis de autenticidad de documentos.
Uno de esos casos trataba de un hombre que había sido atacado con un objeto corto
contundente. La autoridad local tenía la sospecha de que, para cometer el asesinato, la
persona responsable había utilizado una hoz, sin embargo, a pesar de haber estado
interrogando a posibles testigos, no había logrado conseguir respuesta alguna. En vista de eso,
la autoridad ordenó que todos los hombres de la aldea se reunieran y presentaran, cada quien,
la hoz con la que trabajaban. Como esto sucedió en un día caluroso, tras esperar un tiempo, las
moscas se empezaron a reunir alrededor de una hoz en particular debido al olor a sangre que
ésta presentaba, ligándola, entonces, con el homicidio en cuestión. Al verse confrontado el
dueño de la herramienta con esa evidencia, confesó haber llevado a cabo el delito.
Este caso presenta una utilización temprana de la entomología forense, herramienta que
ayudó a vincular el arma con el homicidio y, al mismo tiempo, mediante la confesión del dueño
de la herramienta, con el homicida.
Este libro también “ofrecía consejos para distinguir entre un ahogamiento (agua en los
pulmones) y estrangulación (cartílago del cuello roto), así como otras evidencias del examen
de cadáveres para determinar si una muerte era causada por asesinato, suicidio o accidente”
(Dutelle, 2011, p. 7).
Posteriormente, en 1788, el doctor alemán Johann Cristoph Andreas Mayer fue la primera
persona en notar científicamente que los diseños formados por los surcos que se encuentran
en las yemas de los dedos son únicos e irrepetibles en cada persona, diciendo que “aunque el
arreglo de los surcos de la piel nunca se duplica en dos personas, no obstante las similitudes
sean cercanas entre algunos individuos. En otros las diferencias son notorias, y sin embargo a
pesar de las peculiaridades en sus arreglos todos tienen cierto parecido” (U.S. Department of
Justice, p. 10).
En 1823 el Dr. Johannes Evangelist Purkinje publicó su tesis titulada Comentarios en la
Examinación Fisiológica de los Órganos de Visión y el Sistema Cutáneo, en donde reparó en las
características y en la diversidad de los patrones y diseños presentes en la última falange de
cada dedo, es decir, en las yemas. Él fue el primero en dar una clasificación para dichos
diseños, diferenciando entre 9 tipos fundamentales para su clasificación.
En 1858, tras haberse ido a vivir a la India, el británico Sir William James Herschel ideó usar
la impresión de la palma de la mano de un trabajador de ese país en lugar de una firma
manuscrita. Al haberse probado este documento como válido, Hershel se interesó en el uso de
este método y empezó a recolectar impresiones dactilares de conocidos, familiares y
compañeros. En el proceso se dio cuenta de que este método ofrecía grandes posibilidades
para fines legales de identificación, especialmente para prevenir el fraude. Una vez que fue
promovido al magistrado en Calcuta, Herschel se encargaba de las cortes criminales, las
prisiones, el registro de bienes y el pago de pensiones gubernamentales (U.S. Department of
Justice, p. 11).
Todos estos procedimientos los controlaba mediante el uso de huellas dactilares y sugirió que
este mismo método fuera utilizado en otros lugares del mundo, alegando su utilidad. Las
huellas dactilares, según lo que él había observado, eran permanentes (es decir, que a pesar
del paso del tiempo, el diseño de la huella dactilar de cada persona es el mismo y no cambia a
razón de la edad) y únicas (lo que significa que no hay dos huellas dactilares iguales).
La primera vez que se propuso la idea de la utilización las huellas dactilares con fines de
identificación en un caso criminal fue en 1877, cuando un microscopista del Departamento de
Agricultura de Estados Unidos publicó un trabajo sobre la importancia de las huellas que un
criminal puede dejar en la escena del crimen al mancharse con sangre de su víctima, y cómo su
análisis puede llevar a su identificación.
Pocos años después, en 1880, un médico llamado Henry Faulds, después de interesarse en las
huellas dactilares tras ver una impresión en una antigua vasija china, empezó a recolectar
impresiones de seres humanos y de simios; y, tras concluir que las huellas dactilares eran
únicas, permanentes y clasificables, publicó una cátedra que ofreció en la revista Nature,
revelando que este tipo de análisis podía ser utilizado en casos criminales citando dos
ejemplos en los que él había participado:
Unas manos impregnadas de grasa habían dejado la impresión de sus huellas digitales
en un vaso. El doctor Faulds indicó que el patrón de su diseño era único y, tras un
examen microscópico, pudo corroborar que correspondían con unas muestras que
previamente había obtenido.
En el hospital donde Faulds trabajaba en Tokio, hubo un robo donde el principal
sospechoso era un buen amigo suyo. Faulds estaba convencido de la inocencia de su
amigo y, para librarlo de las sospechas que pesaban en su contra, analizó unas huellas
digitales que estaban en una pared en el lugar del robo y las comparó con las de su
amigo, encontrándolas diferentes y comprobando su inocencia.
El doctor Henry Faulds propuso también un método para recoger muestras de diferentes
personas para fines de investigación, análisis o identificación (Faulds, 1880). “En una teja
común o en una superficie lisa de cualquier tipo o en un pliego de hojalata, todo lo que se
requiere es esparcir una capa fina y uniforme de tinta para impresiones. Las partes de las que
se desea hacer impresiones se presionan continua y suavemente y luego se presionan en un
papel ligeramente húmedo. Yo he tenido éxito al hacer impresiones muy delicadas sobre
vidrio. Sin duda son algo tenues pero pueden ser muy útiles para hacer demostraciones, pues
los detalles se muestran muy bien, incluso hasta los poros. Al utilizar dos colores diferentes de
tinta se pueden hacer comparaciones entre dos patrones por medio de la superposición” (p.
605).
Las propuestas hechas por Henry Faulds representan un punto crucial en la historia de la
criminalística; por un lado, fue la primera vez que se consideró la importancia de los patrones
de las huellas dactilares como evidencias para identificación criminal, y, por el otro,
proporcionó un método para recolectar muestras con fines antropométricos. Mientras
realizaba sus análisis, el doctor Henry Faulds le mostró sus descubrimientos a Charles Darwin y
le pidió ayuda para profundizar sus estudios. Darwin declinó la petición alegando no estar bien
de salud debido a su avanzada edad pero dio a conocer estos estudios a su primo, Sir Francis
Galton, quien retomó el tema del análisis de huellas dactilares, aunque nunca trabajó en
conjunto con Henry Faulds.
En 1892 Galton publicó un estudio a profundidad sobre la ciencia de las huellas dactilares en
el que comprobó que los patrones de las huellas dactilares no estaban ligados a la raza,
herencia genética o inteligencia de las personas, y también propuso el primer sistema de
identificación de huellas dactilares, que sirve como base del sistema que se utiliza hoy en
día.
Este sistema básicamente dividía a las huellas dactilares en tres grupos dependiendo de la
figura que mostraran y otorgando una letra a cada una de ellas:
o ARCH (Arco)
o WHIRL (Verticilo)
o LOOP (Presilla)
Eugene Francois Vidocq fue hijo de un panadero y poblador de los bajos mundos de la Francia
del siglo XVIII. Pisó varias veces la cárcel, la primera siendo a petición de su propio padre como
castigo por haber tomado la platería de su casa. Después de diez días en prisión su madre
otorgó el perdón y fue liberado, pero no duró mucho tiempo lejos de los problemas. Al
sentirse atado por la constante vigilancia de sus padres, un conocido suyo le aconsejó que
robara algo de la fortuna de sus padres y huyera. Siguió su consejo y así comenzó su vida de
criminal. Estuvo enrolado en el ejército, donde participó en varios duelos y, según decía, había
matado a varios hombres.
El carácter de Vidocq no se ajustaba a la disciplina necesaria para ser parte de la milicia y, tras
ser expulsado como consecuencia de una riña con un superior, volvió a prisión por diversas
disputas. Se unió como voluntario en el Batallón de Pas-de-Calais, de donde poco tiempo
después desertó. Volvió a prisión, pero esta vez se escapó disfrazado de funcionario, lo cual se
convirtió en una constante en su vida. Cuando estaba en libertad intentaba alejarse de la vida
delictiva: utilizaba identidades falsas, montaba negocios, asumía labores, pero siempre, de
alguna manera, recaía en sus actividades fuera de la ley. Estuvo en prisión varias veces hasta
que, agobiado por la culpa y el remordimiento de sus crímenes, así como por la angustia de
una nueva aprehensión, en 1809 se presentó ante la Gendarmería de París para pedir
clemencia. Ésta le fue otorgada y Eugene Francois Vidocq tuvo que volver a prisión, sólo que
esta vez lo hizo ya no como criminal sino como informante encubierto de la policía.
Dos años más tarde las autoridades decidieron que era mejor que Vidocq prestara sus
servicios, aún encubierto, fuera de la cárcel. Para no despertar sospechas se simuló una nueva
fuga.
Para conservar esta fachada, Vidocq seguía apareciendo como un criminal buscado,
conservando sus contactos con el bajo mundo y fingiendo actividades delictivas. Él aseguraba
que sólo los criminales podían combatir el crimen y, ya considerado como un agente de la
prefectura, en 1812 instaló la Sureté, un cuartel en el que tenía a su servicio a varios ex
convictos. Durante su carrera siguió utilizando métodos encubiertos de investigación mediante
los que conseguía información muy valiosa sobre los grupos criminales de París por parte de
sus allegados e incluso por parte de los criminales mismos. Con el aval de Napoleón Bonaparte,
la Sureté pudo expandirse a diferentes provincias francesas, ampliando así su red de
informantes. Aparte de sus informantes y sus actividades encubiertas, Vidocq utilizó
diferentes métodos deductivos de carácter científico para investigar el crimen: durante la
investigación de un robo notó que en la tierra se podía encontrar la impresión de la huella de
un zapato, de la cual ordenó que se hiciera un molde en yeso. Gracias a sus informantes él ya
tenía una idea clara de quién era el culpable del robo, cuestión que pudo comprobar al
coincidir el molde de la huella encontrada con el zapato del delincuente (Ashley, 2006).
En el campo de la balística también se han utilizado métodos con tendencia científica para
demostrar pertenencia, casi siempre, de un proyectil a un arma en específico.
El primer caso de este tipo que se puede citar es un homicidio ocurrido en 1784, cuando en
Lancashire, Inglaterra, un joven llamado Edward Culshaw fue herido letalmente con un
proyectil que se incrustó en el cráneo. Cuando el médico analizó la herida pudo extraer un
pequeño pedazo de papel proveniente del paquete de pólvora que se había utilizado para
cargar el arma.
El sospechoso era otro joven llamado John Toms, a quien, tras ser revisado, se le encontró en
el bolsillo un pedazo de papel de envoltura de un paquete de pólvora. Al unir el pedazo
encontrado en la herida de la víctima con el pedazo encontrado en el bolsillo del sospechoso
fue posible inculparlo formalmente. (Lyle, 2008)
En cuanto a la comparación física de proyectiles y armas, en 1835 Henry Goddard, un
integrante de Scotland Yard, investigó un caso de robo, observando que en el proyectil
recobrado del cuerpo de la víctima aparecía una formación extraña, parecida a un pequeño
bulto en la superficie. En esa época muchas personas hacían sus propias balas fundiendo
plomo y vertiéndolo en un molde, por lo que, tras analizar el indicio encontrado, Goddard
concluyó que el bulto encontrado en el proyectil no era un efecto del disparo sino que era una
característica de su fabricación, planteando que, si conseguían encontrar al dueño del molde
que tuviera esas características, podrían encontrar al culpable.
Una vez que se localizó al sospechoso, se hizo el registro de su casa y se encontró un molde
con las características buscadas y, tras fabricar varias balas con el molde encontrado y
compararlas con el proyectil encontrado en el cuerpo de la víctima, Goddard demostró que
provenían del mismo molde. Ante tal evidencia, el sospechoso confesó el asesinato (Hueske,
2009).
El proyectil, que fue retirado del cadáver de la víctima, presentaba siete muescas, por lo que se
pidió a todos los sospechosos que entregaran sus armas para un análisis a detalle. Tras dicho
análisis se encontró que únicamente una de las armas presentaba las características buscadas
y el dueño fue aprehendido. La importancia de este hecho reside en que “fue la primera vez
que las marcas propias que presenta un proyectil debido al arma que lo disparó fueron usadas
para excluir ciertas armas. Así se sentaron las bases modernas para la identificación de armas
de fuego aplicada a los proyectiles” (Hueske, 2009, p. 31).
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. Interrogatorio (Montiel, 1992, pp. 23-24).
La publicación de este libro dio pie al estudio técnico científico de los elementos del crimen, y
cobra mayor importancia ya que Hans Gross, dentro de él, abordó la sistematización de la
práctica de temas como la reconstrucción del hecho y la perfilación criminal.