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Las amazonas: el poder de lo

femenino
Carlos Javier González Serrano / 11 octubre, 2017

Se publica en Alianza Editorial un título


imprescindible para conocer el desarrollo
de un evocador pueblo cuya historia, a
medio camino entre lo real y lo
legendario, ha despertado siempre un
gran interés. Lyn Webster Wilde traza
en Las amazonas. Mito e historia un
apasionante, cautivador y riguroso
recorrido a través del fascinante universo
amazónico.

Al margen de los curiosos y muy


numerosos datos que aporta este
volumen, es importante notar el enfoque
antropológico de Webster Wilde, quien
desde el principio deja claro que no sólo
quiere dar a conocer los resultados de su investigación sobre las amazonas,
sino que también y sobre todo desea bucear en la “historia de un encuentro
con las formas perdidas del poder femenino. Mi objetivo es mirar a ese
poder directamente a la cara y no idealizarlo, decorarlo o demonizarlo”.

Las amazonas, apunta la autora, son reconocidas por la tradición,


especialmente, por dos características: por un lado, acudían al combate
“brava y despiadadamente” y, por otro, vivían sin hombres, “buscando
únicamente la compañía masculina una vez al año a fin de concebir”.
Respecto a los hijos varones existen varias versiones, aunque lo más probable
es que o bien los devolvieran a sus padres o que, incluso, los mutilaran o
mataran. Los antiguos atenienses, creadores de la polis griega como
sostenedora del orden y la administración pública, las consideraron como
una suerte de extranjeras, como enemigos bárbaros (al igual que a los
persas y a los míticos centauros).

Respecto a su inmortal nombre, “amazonas”, explica Webster Wilde que


comúnmente se ha pensado que significa “sin pecho”, en alusión a la
atestiguada costumbre, al parecer muy extendida entre ellas, de cortarse un
seno en la niñez para poder tensar sin impedimentos el brazo que armaba el
arco o para blandir armas sin dificultad (también se ha esgrimido que, sin
más, pudieran llevar el torso vendado). Otra hipótesis, de raíz armenia, es la
de “mujeres de la luna”, que conduce a interpretaciones relacionadas con
sacerdotisas de diosas lunares.

Desde nuestro horizonte histórico, podemos considerar la Atenas de entre


los años 700 a 400 a.C. como machista, con una estructura social fuertemente
patriarcal: por norma general, las muchachas –de no más de catorce años–
se desposaban con un hombre que casi siempre les doblaba la edad. Mientras
éste había tenido (o podido tener) otras relaciones sexuales (habitualmente
con esclavas, prostitutas o incluso con otros hombres), la mujer debía llegar
virgen al matrimonio. Webster Wilde apunta un dato tan curioso como
oneroso: “Este sistema pudo haber evolucionado debido a la baja proporción
de mujeres en la población, probablemente como resultado de la costumbre
de ‘exponer’ a las niñas recién nacidas (dejarlas morir) a favor de la
descendencia masculina”. Casada o no, la mujer ateniense siempre
permanecía al amparo y protección de alguien, generalmente un hombre,
durante el resto de su vida.

La educación también era un asunto


eminentemente masculino: mientras
los chiquillos recibían una amplia
formación teórica y física, las niñas,
al casarse muy jóvenes, debían
atender a las obligaciones
domésticas. Tampoco podían
comprar ni vender tierras, y eran los
varones quienes gestionaban las
propiedades familiares.

Sólo existía una excepción, los


misterios eleusinos, dedicados a
las diosas Deméter y Perséfone y
celebrados cada otoño, en los que la
mujer era la protagonista. Como explica Webster Wilde, lo importante de
tales misterios es que “no sólo estaban abiertos a las mujeres, sino que
preservaban la esencia de la antigua religión matripotestal en el corazón de la
cada vez más patriarcal Grecia durante unos dos mil años”.

Muy distinto era el papel de la mujer en la vecina ciudad de Esparta, donde


no se reducía en absoluto al de “criadora” en el ámbito doméstico. En esta
ciudad, las mujeres eran mucho más libres que en la capital griega y eran
admiradas por ser “madres de guerreros”. Por eso estaban bien alimentadas y
preparadas físicamente, se casaban más mayores (alrededor de los dieciocho
años) y disfrutaban de un alto grado de libertad sexual.
En este entorno, en el que el valor de la mujer es asociado estrictamente a su
utilidad con respecto a la figura masculina, surge la leyenda amazónica. La
primera referencia literaria sobre las amazonas la encontramos en Homero,
en boca del rey troyano Príamo, que se refiere a ellas como “rivales de los
hombres”. Homero no menciona nunca a Pentesilea, reina amazona, aunque
escritores posteriores sí han hecho referencia a una obra perdida, la Etiópida,
en la que aquélla habría acudido a la guerra de Troya e incluso se habría
enfrentado al mismísimo Aquiles, que la derrota; sin embargo, éste, al
despojarla de su casco, queda absolutamente enamorado de ella.

Respecto a su lugar de establecimiento, comúnmente se habla de Temiscira,


legendaria ciudad donde corría el río Termodonte, cerca del mar Negro:
investigaciones actuales aseguran que debía encontrarse en la costa
meridional de dicho mar, en Turquía.

Desde muy antiguo, las amazonas han sido enemigas de los hombres. Incluso
del poderoso héroe Hércules. El noveno de sus doce trabajos consistió, de
hecho, en arrebatar el cinturón dorado de Hipólita, una de las más célebres
reinas de este pueblo femenino. El apelativo de “dorado” hacía alusión a su
condición de hijas de Ares, dios de la guerra, un símbolo que además se
refiere al poder sexual (si bien estructurado bajo límites racionales). En las
ceremonias de boda griegas, el novio quitaba el cinturón a la novia en signo
de que la virginidad de la mujer pasaba a formar parte del “ajuar” del
hombre. En las amazonas, sin embargo, el cinturón es un símbolo de poder,
autocracia y autosuficiencia. De ahí que la tarea encomendada a Hércules no
fuera, desde luego, ligera. Si Hipólita perdía su cinturón, significaría que,
también, perdería su independencia.
El relato, dependiendo de a quién sigamos,
culmina de una forma o de otra, pero
siempre con la muerte de Hipólita. A juicio
de Webster Wilde, “sea cual sea la versión
por la que se opte, esta historia marca un
cambio decisivo en la psique del hombre
occidental: deja de ser el hijo de su
madre, y se convierte, en su lugar, en
su dueño. Literalmente, roba el cinturón
que encarna el poder sexual de la Gran
Madre que, hasta ese momento, se había
considerado el origen de todas las cosas, el
poder máximo del universo. La masculinidad
sólo era algo pequeño en comparación con la
feminidad que la envolvía”.

Quizás en este momento mítico comienza la desapropiación del poder


femenino en beneficio del masculino en la historia de los asuntos humanos:
pues el héroe fuerte, aguerrido e impetuoso, Hércules, no pudo tolerar que
una mujer ostentara el poder, que fuera el influjo y dominio de lo femenino y
la maternidad el que cubriera la existencia. Y fue él, de hecho, quien se cree
(en algunas versiones) que exterminó el legado de las amazonas, asesinando a
casi todas ellas y sometiendo a las que dejó vivas a la esclavitud.

Sea como fuere, lo cierto es –como escribe Webster Wilde– que “las
amazonas son la clave de un país perdido en el tiempo, antes de que se diera
ese paso decisivo a favor de nuestro tipo de civilización”. El libro publicado en
Alianza es un documento imprescindible para encontrarlo, conocerlo y poder
desenterrarlo.

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