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CUATRO PIEZAS BREVES

Sobre música y literatura

Resumen
No a pesar sino en razón de su irrepresentabilidad, la representación de la música es una
obsesión para la literatura. En esa práctica, la literatura lleva la representación hasta su límite.
Allí, al abrirse, o al quebrarse, la representación de la música deja escuchar una música que
viene de afuera, de su afuera. Es la música de la representación. Escuchar la música de la
representación en la representación de la música es tarea de la lectura. Aquí intentaremos leer
en cuatro imágenes muy diversas, de Rilke, Joyce, Jaccottet y Stevens, lo que Blanchot llamó
el ‘retumbo’ de la imagen, a fin de escuchar en ellas el sentido de la música.

DESPEDIDA
(Rilke)

Lo sublime es una partida.


Algo de nosotros que en lugar
de seguirnos se aparta
y se acostumbra a los cielos.

El encuentro extremo del arte,


¿no es el adiós más dulce?
Y la música: esa última mirada
que arrojamos sobre nosotros mismos.

La música viene al final. Ella viene solamente a despedirse. O mejor, no viene, se va. Viene
como lo que se va. Toda música es una partida. La música está ahí recién cuando ya no está
ahí. De allí su carácter elegíaco. La elegía, Klagelied, es el canto que se eleva desde el fondo
del dolor por lo que se ha ido para siempre. Pero la música no sólo le dice adiós a lo que ha
partido. Ella dice adiós al partir. Quizá es lo que ha partido lo que dice adiós en ella que parte,
quizá ella no es más que el adiós de lo que ha partido. El adiós de la música es un adiós
último, postrero, ése que se pronuncia no al final sino después del final y que por eso no llega
a pronunciarse o se pronuncia infinitamente como lo que no llega pronunciarse. Toda música
es última. Se ha dicho de ella que es nuestra última pérdida. No, ciertamente, en el sentido
de que después de ella no quedará nada por perder sino en el sentido de que con ella la pérdida
no tiene después. En la música nos la vemos con la pérdida, encontramos la pérdida como
tal. El encuentro con la música tiene la forma de una despedida infinita. Así conviene
entender el mandato dirigido al que escucha: ‘Adelántate a toda despedida, como si ya la
hubieras dejado atrás’. Dejar atrás la despedida no quiere decir despedirse de una vez por
todas de modo de superar la pérdida y no tener ya nada que perder sino despedirse aun de la
despedida, esa última atadura, pero de manera de vivir en relación con cada cosa como
perdida y con la pérdida como única relación. Ahora bien, en la música es ante todo de
nosotros mismos que nos despedimos. La música, se ha dicho, es esa última mirada que
arrojamos sobre nosotros mismos. Somos los que partimos, abandonamos el mundo y a
nosotros con el mundo, para encontrarnos de pronto sin nada, afuera del mundo, y somos a
la vez los que nos quedamos, pero no en el mundo sino más abajo, en alguna parte por debajo
del mundo, en lo inacabado. La música es la pérdida de sí convertida en relación. Quizá en
tal sentido se ha dicho que ella es la residencia en la más asidua de las distancias, esa distancia
que va de nosotros a nosotros mismos. Por eso la música es lo contrario de una fusión, de
una confusión cualquiera. La música nos arrebata y nos arrastra, quizá, pero lo hace
retirándose, dejándonos al borde de ella misma. Es lo que se llama lo sublime. Lo sublime es
el encuentro extremo con lo extremo. Lo extremo designa lo último, ese borde más allá del
que no hay nada porque es el borde del afuera, el afuera como borde. El borde no es un límite,
ni siquiera un umbral. Quizá pueda decirse que es el temblor de un umbral. El temblor es un
evento de borde, el borde entre la consistencia y la dehiscencia de un cuerpo. Siempre se
tiembla en el borde, en lo extremo, sobre el afuera. El temblor del afuera, eso es el borde. Es
lo sublime. Por eso lo sublime no significa ningún desborde sino más bien un retraimiento,
en todo caso la exposición a un retraimiento. Sublime, la música es el adiós a todo éxtasis.
Eurídice es la música.

LONTANO
(Joyce)


Gabriel no había salido a la puerta con los demás. Se quedó en la oscuridad del zaguán
mirando hacia la escalera. Había una mujer parada en lo alto del primer descanso, en las
sombras también. No podía verle la cara, pero podía ver el paño del traje, de color terracota
y salmón, que la oscuridad hacía parecer blanco y negro. Era su mujer. Se apoyaba en la
baranda, escuchando algo. Gabriel se sorprendió de su inmovilidad y aguzó el oído para
escuchar él también. Pero no podía oír más que el ruido de las risas y de la discusión en la
puerta de calle, unos pocos acordes del piano y algunas notas entonadas por una voz
masculina.
Se quedó inmóvil en el zaguán sombrío, tratando de reconocer la melodía y observando a
su mujer. Había misterio y gracia en su actitud, como si fuera el símbolo de algo. Se preguntó
de qué podía ser símbolo una mujer de pie en la escalera oyendo una música lejana. Si fuera
pintor la pintaría en esa misma posición. El sombrero de fieltro azul destacaría el bronce de
su pelo contra la oscuridad y los paños oscuros de su traje harían resaltar los claros. “Música
lejana” llamaría él al cuadro, si fuera pintor.

En el primer descanso de la escalera en penumbras, una mujer se ha detenido a escuchar


algo. Después sabremos que escucha una canción que llega confusa desde el piso de arriba y
que en el recuerdo escucha, límpida, esa misma canción que otra voz cantaba en su juventud.
Pero vista así, en la actitud de escuchar, ella no parece ella, parece más bien el símbolo o la
alegoría de algo. La imagen. Por eso, porque está en imagen, porque se ha tornado imaginaria,
despierta la idea de pintarla. “Música lejana” sería el título que el pintor elegiría para su obra.
En ella la música habrá encontrado su imagen. La imagen de la música es imagen de la lejanía
de la música. La música permanece afuera, lejana en la imagen. Ella no sólo viene
circunstancialmente de lejos sino que viene como lejanía, trae la lejanía a la imagen llevando
a la imagen lejos de sí. La imagen de la lejanía es la lejanía de la imagen. Y ello porque es la
música la que, sin hacerse imagen, hace la imagen. La mujer se hace imagen en el instante
en que la música la suspende de la escucha, la convierte en el puro gesto de escuchar. Se
llama gesto a ese movimiento que no se resuelve en acto, es decir, al movimiento que
interrumpiéndose y porque se interrumpe, porque consiste en esa constante interrupción,
permanece separado de su fin, que tendido hacia su fin es estrictamente sin fin, infinito en su
inmovilidad misma. Ese movimiento es lo que se llama la emoción. La emoción es un temblor
en el cuerpo. El cuerpo no se mueve, pero está transido por el movimiento. El temblor pone
al cuerpo al borde de sí, es el cuerpo en el borde. Así escucha la mujer en la escalera,
temblando. Es la imagen de la música. La imagen es imagen de lo que está afuera de toda
imagen. Lo llamamos la lejanía. La imagen señala la lejanía con un gesto. Pero la lejanía
viene en el gesto, tiembla en el cuerpo, abre la intimidad de la imagen. Es la música de la
imagen. Si la imagen de la música es la epifanía de la imposibilidad de la presencia de la
música en la imagen, la música de la imagen es la evocación que hace de la imagen no la
imagen de otra cosa, no la imagen de sí misma, ni una alegoría ni un símbolo, sino
precisamente una epifanía, es decir una pura resonancia, una imagen dialéctica, como
también se ha dicho. Así, cuando la mujer escucha en la escalera, no escucha la voz madura,
acatarrada del barítono que canta en el primer piso ni la voz juvenil, la dulce voz de su
enamorado muerto cantando bajo la lluvia en el pasado; escucha la distancia entre ambas, la
lejanía que las dos juntas no alcanzan a medir. Escucha la música.

LENTO
(Jaccottet)

Piensa lo que sería para tu oído,


tú que estás a la escucha de la noche,
una muy lenta nieve
de cristal.

Para describir esa música el poeta te pide que pienses en una lenta nieve sin fin. La nieve
es esa imagen en la que no hay nada que mirar porque es imagen de lo que es sin imagen. La
nieve está en el pensamiento que la piensa, la música en la nieve que la imagina. Para
imaginar la nieve tienes que escuchar la nieve. La música de la nieve sólo viene hasta el oído
de aquél que permanece a la escucha de la noche. La nieve no tiene nada de nocturno, no es
profunda, tenebrosa ni sagrada, pero es la claridad de la noche. La nieve no dice aquí la
intemperie (‘ni cielo ni tierra, nomás la nieve que cae sin fin’), o no la dice sin decir también
el recogimiento de la intemperie, la intemperie convertida en abrigo, quizá el único abrigo
de nuestra desposesión. La nieve es apenas un agua muy fría que se cambia en lana. Pero
como aun lo blando, lo suave y lo tibio, igual que lo blanco y lo liviano, por otra parte, tienen
que tocar o ser tocados, sonar en el oído, se dirá sencillamente que esa lana deleble, la nieve,
suena quedamente, como mitigada por el pudor, casi callándose antes de estallar, en su
estallido mismo. Si como una cosa del mundo la nieve cae en silencio, para el que solamente
escucha ella es un silencio que cae. Es lo que hace escuchar la música. La música es la forma
(el cristal, es decir, sin tintineo alguno, la consistencia de la disgregación) del silencio. La
cadencia del silencio. Igual que el silencio que ella hace oír, la nieve es siempre igual a sí
misma, igual incluso a su propia desigualdad. De allí la incurable monotonía de la nieve. La
nieve es un canto sobre un tono único. El gusto de la nieve, y de la música de la nieve, es el
gusto por lo que no cambia. Nos gusta la nieve.

BAGATELA, GRAVE
(Stevens)

BURGUESES DE NIMIA MUERTE

Estos dos junto al muro de piedra


Son una exigua parte de la muerte.
La hierba es verde todavía.

Pero hay una muerte absoluta,


Devastadora, una muerte muy alta
Y honda, que cubre todas las superficies
Y colma la mente.

Aquí están los pequeños ciudadanos de la muerte,


Un hombre y una mujer, dos hojas
Que se aferran al árbol
Antes de que el invierno se vuelva helado y negro.

Muy alta y honda,


Sin sentimiento alguno; un imperio de callada quietud
En el que una extenuada figura con instrumento
Propone una música vacía y última.

La música viene al final, después del final, cuando todo ha terminado. No viene a
despedirse, ella viene a despedirlo todo, a la manera de un tardío requiem sin difuntos ni
deudos. Ella es la voz del que no tuvo, no tiene voz para despedirse. Ella, se ha dicho, es la
voz del muerto, el que no habla. En la música habla la muerte en persona, pero sin alegoría
–el estar muerto de los muertos.
Sin embargo el fin no sería el fin si no fuese también el fin de la música, si no fuese para
la música el fin de ella misma. La música calla, o suena, si a eso todavía se le puede llamar
sonar, desde más allá de su propio fin. Ello quiere decir que todas las determinaciones
conocidas de la música han caducado, son ahora asunto del pasado. La que antes daba
testimonio del presente, sublimaba la apariencia en un orden superior y se decía el
movimiento mismo del deseo y de la vida, se ha tornado impracticable después del final. El
final es el final de esa música, que sin embargo era la música sin más. Es esa música, y
nosotros con ella, la que está en el final, es decir, ante el fin. Todavía, en efecto, se está como
en otoño en los árboles las hojas. Una cae aquí, otra más allá, algunas vacilan aún en las
ramas. Muertas, resisten a la muerte. Hay seguramente un desconcierto crispado, un griterío
de voces áfonas en el suelo y en los árboles. Un dolor que ya no quiere, que se tiene a sí
mismo por único consuelo. Todo eso caerá también con la última hoja. La caducidad dejará
paso a la devastación. La devastación se dice en pasado, ella es sin presente porque es
devastación del presente, caducidad de un presente de caducidad. La devastación es
devastación del deseo y aun del pathos, de la sensibilidad como tal. La devastación, en fin,
es devastación del orden como principio y del desorden como facticidad, la igualación de
ambos en la inane neutralidad de la ausencia de desorden. La devastación es otro nombre de
la muerte, sin duda, pero ya no es la pequeña muerte individual, dramática y patética, motivo
de monumento y conmemoración, ni tampoco la otra, alta y honda, innumerable y anónima,
que no admite ciudadanía pero ofrece todavía la salida de lo sublime. Con la devastación
vuelve la muerte a su nimiedad, pero ahora despojada de imágenes, de voces, de drama. La
devastación no es más que vacío, silencio, quietud. Es en esa quietud, ese silencio, ese vacío
que viene al final la devastada figura con instrumento a postular una música vacía y última.
Extenuada, literalmente desgastada, es decir, sin volumen, reducida a mera silueta de una
ausencia, como si no fuera otra cosa que la devastación hecha figura, a la vez singular e
inidentificable, igual que su instrumento, la figura del músico resiste, casi resiste la
inteligencia. Quizá no hay nada que entender ahí sino apenas algo que escuchar. Algo, el
vacío, la quietud, el silencio, es decir, la devastación convertida en música. Una música que
no hace oír sino el silencio, la quietud, el vacío de la devastación. Y que no se diga que es
una música solamente postulada, una música que nomás existe como proposición, pues ello
precisamente quiere decir que una cierta proposición puede tener y tiene el carácter de la
música y que la música ya existe en su proposición igual que en el gesto del músico que se
dispone a tocar, que la toca ya con un gesto. En ese gesto, como ahora, después del final, en
la proposición de la devastada figura, la música y el vacío son lo mismo. La música es una
música vacía y última. Última quiere decir que no hay otra después de ella, que tras ella no
hay después, pero vacía quiere decir que ella es todavía el después de la devastación de todo,
esa nimiedad que queda cuando no queda nada, la devastación misma, seguramente, pero
propuesta a una escucha improbable, a la escucha de aquél que, él mismo devastado hasta la
nada, sin recuerdos ni ilusiones, impasible, no escucha nada que no esté ahí, escucha la nada
que está.

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