Professional Documents
Culture Documents
Tema 1. La crisis del siglo XVII y el auge de las economías del Norte
El período de crisis por la que pasó Europa en el siglo XVII fue uno de los más duros de la historia. No sólo
por la regresión económica de ese momento, sino por el enorme descenso demográfico sufrido, impactos
ambos, que se dieron principalmente en la zona mediterránea.
El concepto de crisis del siglo XVII y los debates sobre ella
El siglo XVII se encuentra plagado de dificultades, lo que le confiere un carácter sombrío. El fenómeno no
se enmarca sólo en el ámbito económico, sino que la inestabilidad preside también las relaciones sociales, el
mundo político, las creencias religiosas y el pensamiento. La formulación de la “teoría de la crisis general”
fue reforzada por la interpretación cuantitativa del periodo. La “revolución de los precios” había culminado a
finales del siglo XVI, y lo que caracterizó al siglo XVII fue el estancamiento o el retroceso. El momento en
que se produjo el cambio fue más prematuro en los países mediterráneos, y a partir de entonces la tendencia
es claramente descendente, caracterizándose la segunda mitad de la centuria en todas partes por el bajo nivel
de los precios. La correlación de su evolución con la afluencia de metales preciosos americanos parece muy
estrecha, con gran caída a partir de 1630. Europa se había visto privada con ello de uno de los elementos
básicos para el buen funcionamiento de su sistema económico. Además, el crecimiento demográfico del XVI
había comenzado también a ralentizarse, la caída de la producción agrícola resulta también evidente y la
actividad industrial experimentó también graves dificultades, que afectaron especialmente a los centros
textiles urbanos que gozaban de mayor tradición manufacturera. Finalmente, también se aprecia crisis en la
actividad comercial y financiera, se experimentó un retroceso del tráfico comercial en todos los ámbitos
geográficos, aunque de duración e intensidad diversa. Todos estos indicadores han sufrido una profunda
revisión, cuestionándose en algunos casos las tendencias manifestadas y matizándose en otros el carácter
general de las dificultades sufridas por la economía europea. Utilizándose fuentes de datos alternativas, se
puede comprobar que el ritmo de llegada de metales preciosos no retrocedió, sino que se mantuvo estancado
en un nivel elevado en la primera mitad de la centuria y se acrecentó durante la segunda mitad, por lo que no
puede hablarse de una drástica y prolongada penuria de metal. Además su ritmo de llegada evolucionó de
forma muy diferente a la tendencia de los precios, por lo que ambos factores deben desligarse
completamente. El mecanismo de la regulación de precios es mucho más complejo y atiende a la relación
oferta-demanda y sus efectos dependen de la posición que ocupen las relaciones de mercado en los distintos
grupos sociales. Esto no quiere decir que la sociedad europea no se viera afectada por las dificultades, sino
que éstas no tuvieron el carácter continuo y general que se le ha atribuido generalmente. Es la desigualdad
del impacto de “la crisis” lo que tiende a subrayarse en la actualidad . Sólo en términos muy generales se
puede afirmar que su impacto fue más precoz en el área mediterránea, donde las dificultades comenzaron
también a desaparecer más prematuramente. Por el contrario, en el noroeste de Europa su incidencia fue más
tardía (mitad XVII – 1/3 XVIII). Tampoco la crisis afectó con la misma intensidad a los diversos sectores
económicos, siendo más agudas en el ámbito agrícola que en el industrial y comercial. Su incidencia fue muy
intensa en los países mediterráneos y en la Europa Oriental. En Francia, la Europa central y Escandinavia se
produjo más bien un estancamiento o un leve retroceso; en las Provincias Unidas o Inglaterra sólo se
produjeron dificultades episódicas. La desigual incidencia de la crisis fue lo que permitió la realización de
importantes transformaciones que resultaron decisivas de cara al futuro. Las dificultades provocaron una
intensa redistribución del potencial económico, favoreciendo una mayor integración del sistema económico
europeo y desplazando su eje de gravedad del Mediterráneo hacia el área noroccidental del continente. Esta
región no sólo incrementó su peso demográfico a lo largo del s. XVII, sino que lideró el proceso de
urbanización y articuló en su favor la creciente diversidad internacional del trabajo. La periferización del
Mediterráneo tampoco supuso un absoluto inmovilismo: se realizaron transformaciones que favorecieron una
creciente especialización de la actividad económica y, consiguientemente, un incremento de la interrelación e
integración de los mercados. La evolución experimentada en la caracterización del s. XVII refleja el debate
historiográfico que se ha planteado en torno a la centuria. Había quienes defendían que la crisis tenía un
origen fundamentalmente económico y los que ponían el acento en la responsabilidad de los problemas de
naturaleza política. Estas simplificaciones se han ido abandonando progresivamente a favor de una
interpretación más compleja de la realidad que niega el carácter general de las dificultades y plantea una
visión integradora de sus diversas manifestaciones. E. Hobsbawm defendía que la crisis del s. XVII fue la
“última fase” de la transición entre el feudalismo y el capitalismo. Sostenía que la crisis fue provocada por
las barreras puestas por la sociedad feudal al desarrollo del capitalismo, ya que su estructura económica
dificultaba el crecimiento del mercado. De ahí que la principal manifestación de la crisis tuviera lugar en el
ámbito comercial. Las contradicciones del sistema feudal bloquearon la expansión que se había producido en
el s. XVI y provocaron una reducción del mercado tanto en el interior de Europa occidental como en las
relaciones que ésta mantenía con la Europa oriental y el mundo ultramarino. Sin embargo la crisis tuvo unos
efectos muy positivos de cara a la evolución posterior, ya que destruyó los obstáculos que se oponían al
desarrollo del capitalismo, creando las condiciones que hicieron posible la revolución industrial que de
produciría en la economía inglesa. La reacción de H. Trevor Roper fue contraria a la consideración del
conflicto inglés como una revolución burguesa. En su opinión, la revolución inglesa debía insertarse en el
contexto de las revueltas políticas que se produjeron en Europa en la década de 1640, que constituían la
principal manifestación de la crisis de la centuria, por lo que, más que un carácter económico, su naturaleza
era de índole sociopolítica. Las interpretaciones que ponían el acento en los aspectos económicos se
centraron en la naturaleza de las dificultades experimentadas durante la centuria. Lo que se produjo en el s.
XVII fue la primera gran contracción del nuevo sistema económico. Las capas políticamente dominantes
buscaron los medios para hacerlo funcionar en su provecho, por lo que la contracción acabó conduciendo a la
consolidación del sistema capitalista. La respuesta fundamental a las dificultades fue el reforzamiento de las
estructuras del estado, lo cual permitió la concentración de poder económico y la acumulación de capital,
preparando el camino para la revolución industrial. Por el contrario, R. Brenner considera que la crisis del s.
XVII tuvo un carácter netamente feudal. Fue una crisis agraria derivada del mantenimiento de unas
relaciones de producción y extracción del excedente que impedían cualquier mejora de la productividad.
También hay tesis que otorgan un papel fundamental a la guerra y el proceso de construcción del absolutismo
impulsado por ella en el desencadenamiento de las dificultades de la centuria, como la de D. Parker. N.
Steengard otorga un papel fundamental al estado tanto en el desencadenamiento de la crisis como en su
dispar incidencia en los diversos sectores económicos. Considera que lo que se experimentó entonces no fue
una crisis de producción, sino una distribución de la renta a través del sector público. El incremento de la
presión fiscal provocó la reducción del consumo y la inversión privada. A medida que la interpretación de la
crisis se ha ido matizando, se ha diluido la estrecha correlación de ésta con el proceso de desarrollo
económico. Se ha destacado la dimensión planetaria del fenómeno, vinculándolo estrechamente con el
empeoramiento de las condiciones climáticas que se produjo durante la denominada “pequeña edad glaciar”.
El empeoramiento climático habría agudizado los desequilibrios que se produjeron como consecuencia de un
crecimiento excesivo de la población durante el s. XVI, cuyas necesidades alimenticias no podían ser
cubiertas por una agricultura con una productividad limitada por las condiciones socioeconómicas
imperantes en el mundo rural. En la generación de las dificultades de la época incidió también el incremento
de la apropiación del producto agrícola por parte de las clases rentistas y la agudización de la presión fiscal
para hacer frente al creciente coste del aparato del estado.
Las diferencias en la evolución demográfica del siglo XVII. Las grandes epidemias
El rechazo del concepto de “crisis general” ha permitido apreciar mejor la gran complejidad de la evolución
demográfica. Lo que se produjo en esta centuria fue la finalización de la etapa de intenso crecimiento que
había conocido el continente en el s. XVI. Se habría experimentado un crecimiento muy reducido que, al
interrumpir la tendencia claramente alcista del siglo anterior configuraría una nueva fase caracterizada por el
estancamiento. El cambio de la coyuntura demográfica se produjo de forma escalonada, ya que las
dificultades tuvieron un impacto muy desigual en los distintos territorios europeos. Las primeras
manifestaciones del fenómeno se produjeron en el último tercio del s. XVI y primeros años del XVII,
derivándose del estancamiento de la producción agraria, la aparición de malas cosechas y la difusión de
epidemias, destacando la denominada “peste atlántica” de 1596-1603. Tras la superación de estas dificultades
la población continuó creciendo, con diferente intensidad, en la mayoría de los territorios. Sólo en los países
mediterráneos el retroceso comenzó a tener un carácter irreversible. La Guerra de los Treinta Años generó un
problema similar en el área central del continente europeo, ya que a la destrucción, el saqueo y los abusos de
las tropas se unió la aparición de la peste. Las décadas centrales del siglo contemplaron la extensión de las
dificultades por la mayor parte del continente, siendo especialmente intensa la peste que asoló a los países
mediterráneos en 1647-1652, pero destacando también los efectos de la guerra del norte en el área báltica y
la Europa oriental y la epidemia de peste de 1665-1667 en la zona noroccidental del continente. Finalmente
entre 1690 y 1715 se vieron afectados algunos países que se habían mantenido cierta estabilidad hasta
entonces, como Francia. Los diversos territorios europeos experimentaron una evolución demográfica muy
diferente. En la Europa centrooriental el retroceso fue brutal y se realizó en una sola etapa, coincidiendo con
las fases más agudas de los conflictos bélicos (en Alemania la guerra de los Treinta Años provocó una
pérdida media del 40%). En los países mediterráneos la crisis se produjo en dos etapas, coincidiendo con las
dificultades de finales del siglo XVI y mediados del XVII. En España la crisis fue especialmente intensa en
Castilla-León, con pérdidas de hasta el 50%, mientras que la incidencia fue menor en el área mediterránea.
En Italia la pérdida fue de en torno al 20%, mientras que en Francia la sucesión de fases positivas y negativas
permitió compensar las pérdidas. La mayor divergencia en el ritmo y sentido de la evolución tuvo lugar en
los países del noroeste de Europa: en estas zonas el crecimiento demográfico fue aun muy intenso en la
primera mitad de la centuria, ralentizándose con posterioridad, lo que determinó un balance positivo. En
conjunto, si la población europea creció ligeramente fue en gran medida por el dinamismo del área
noroccidental. El desigual impacto de las dificultades del s. XVII favoreció por tanto un desplazamiento del
equilibrio demográfico del continente, basculando su centro de gravedad del Mediterráneo hacia el Atlántico.
En el interior de los distintos países se produjeron procesos similares, iniciándose en el caso español la
inversión del equilibrio entre el centro y la periferia de la península. Destacó también en todo el continente el
crecimiento de los lugares de residencia de las monarquías y de las ciudades portuarias del Atlántico. Tuvo
lugar una redistribución de la población urbana a favor de las ciudades de mayor tamaño y de las ubicadas en
la costa atlántica. Las dificultades experimentadas por la población se han vinculado con las crisis de
subsistencia. Las malas cosechas serían las responsables básicas de las crisis demográficas que se sucedieron
en la centuria. En este modelo interpretativo se ha dado a las epidemias un papel secundario. Sin embargo
muchas crisis demográficas no se ajustan a las pautas descritas, de ahí que actualmente se otorgue una mayor
importancia a las epidemias en la generación de las crisis demográficas. De entre ellas destacaba la peste,
que empezó a retroceder de Europa occidental a partir de 1670. De entre los diversos argumentos que se han
esgrimido para explicar el fenómeno, el más convincente es el que insiste en la mayor efectividad de las
medidas adoptadas para evitar el contagio. Con la desaparición de la peste, las restantes enfermedades
epidémicas cobraron mayor protagonismo, aunque su impacto sobre la población era menos dramático. Junto
con la mortalidad catastrófica, el otro factor que incidió en la evolución demográfica del siglo XVII dependió
de la propia voluntad de la población. Se produjo una reducción consciente de la natalidad derivado de los
comportamientos matrimoniales. El celibato desbordó el ámbito eclesiástico y se retrasó la edad del
matrimonio produciéndose una reducción del número de hijos. El retraso pudo ser inducido por las
dificultades económicas, de ahí que el fenómeno no se produjese en aquellas áreas en las que la industria
rural había alcanzado una cierta difusión. Pero el hecho de que el retraso del matrimonio se produjera
también en las clases altas indica que las dificultades económicas no son suficientes para explicar este
comportamiento. Tampoco debe descartarse que, junto con la falta de oportunidades de trabajo, el retraso de
la edad del matrimonio obedeciese al deseo de gozar de un nivel de vida más elevado.
El mercantilismo
La gravedad de las dificultades experimentadas en esta centuria hizo que el Estado optase por intervenir
intensamente en la actividad económica, siguiendo unas directrices políticas a las que se ha denominado
“mercantilismo”. Este término fue acuñado a posteriori por los economistas liberales para designar unas
propuestas que consideraban erróneas, ya que otorgaban mayor importancia al comercio que a la producción.
Con esta denominación se han englobado a una serie de teorías cuyos orígenes pueden remontarse a la Baja
Edad Media, aunque fue en el s. XVII cuando estas teorías comenzaron a alcanzar una mayor influencia
sobre las decisiones políticas, de ahí que su adopción pueda considerarse un reflejo del creciente poder de las
monarquías. La finalidad de la intervención estatal tenía un carácter fundamentalmente político. Para hacer
frente a las mayores necesidades financieras del estado no era suficiente el incremento de la presión fiscal,
así que se pretendió también acrecentar la riqueza disponible de los súbditos. Los monarcas trataron de lograr
la prosperidad de sus vasallos, no por el bienestar de la población sino porque el incremento de la actividad
económica nutriese las arcas reales. Para ello era imprescindible controlar la circulación de los metales
preciosos. No obstante, se había superado ya la concepción estrictamente monetaria, que pretendía prohibir
su extracción al identificar su atesoramiento con la riqueza del país. Se era consciente de que ésta se
conseguía a través del incremento de la producción nacional y el comercio. La intervención del estado
obedecía también a los requerimientos de los propios empresarios y comerciantes, que en un contexto de
creciente competitividad y agresividad, necesitaban gobiernos fuertes que les proporcionaran protección y
privilegios. Tres son los temas básicos del mercantilismo:
1. el incremento de poder por parte del estado,
2. la apología del trabajo y de los intercambios y,
3. la extrema atención concedida a la balanza comercial.
La intervención en la actividad económica se convirtió en un instrumento adicional para incrementar el poder
de la monarquía. La expansión del tráfico de un país sólo podía lograrse a costa de la reducción de las
oportunidades de negocio del rival; de ahí la creación de grandes compañías comerciales a las que se dotaba
de privilegios: el objetivo era convertir el comercio internacional en un medio de adquisición de nuevos
mercados para favorecer la expansión de la producción nacional. Por ello los conflictos internacionales
adquirieron una notable connotación económica. La agresividad exterior se apoyaba en el fomento de la
producción nacional. No todos los sectores tenían la misma trascendencia, marginándose en gran medida la
actividad agraria. Los mayores esfuerzos se centraron en el estímulo de la producción industrial, otorgándose
privilegios y monopolios a los talleres y empresas privadas, creándose manufacturas estatales para el
desarrollo de sectores estratégicos. Se pretendía evitar la salida de numerario, que implicaba la adquisición
en el exterior de mercancías, la alternativa era impulsar su desarrollo en el interior del territorio, lo cual
estimulaba además el trabajo, la actividad y la riqueza de los súbditos. Se adoptaron medidas políticas que
favoreciesen el crecimiento de la población y, por tanto, de mano de obra; se atrajo artesanos inmigrantes
especializados en los sectores que se quería potenciar; se combatió la idea de la caridad basada en la limosna
tradicional, creándose talleres y establecimientos donde se recluía a los pobres…El fomento de la actividad
productiva requería también la adopción de medidas arancelarias de carácter proteccionista. Los obstáculos
que dificultaban el comercio interior debían ser eliminados; para ello se debían fijar unos aranceles
aduaneros elevados que desestimulasen la exportación de materias primas y la importación de productos
manufacturados. El objetivo era lograr una balanza comercial favorable que determinase la afluencia hacia el
país de los metales preciosos de las potencias rivales. Teniendo en cuenta la escasa sistematización de las
ideas mercantilistas, su aplicación dependió de la orientación política que le confirió la monarquía y de la
capacidad de comerciantes y empresarios para hacer valer sus intereses. El mercantilismo francés tuvo a
Colbert como principal impulsor, y tuvo un carácter fundamentalmente industrialista. Las empresas tuvieron
estímulos diversos, la propia monarquía creó empresas estatales; pero la contrapartida de estos estímulos fue
la imposición de una intensa reglamentación que trataba de preservar la calidad de la producción, lo que
acentuó su carácter tradicional. La promoción industrial se completó con una agresiva política arancelaria
llegándose a triplicar los derechos exigidos en la importación de algunos productos, como los paños de
Leiden, lo que elevó la tensión con las Provincias Unidas que desembocó en la guerra franco-holandesa de
1772.
La lenta aplicación de las reformas tridentinas. Tensiones Iglesia-Estado y querellas sobre la gracia. El
misticismo
La lenta aplicación de las reformas tridentinas
Los acuerdos alcanzados en el Concilio de Trento (1545-63, doctrinas tridentinas) comenzaron a ponerse en
práctica enseguida, pero será en este XVII cuando se comiencen a notar los resultados de las iniciativas
destinadas a difundir y consolidar la reforma católica. En el siglo del Barroco la Iglesia católica cuenta ya
con un cuerpo de doctrina definido y articulado que le permite hacer frente con más eficacia a las doctrinas
protestantes, y que intenta hacer llegar por medios diversos a un gran número de fieles. Su estructura jurídica
e institucional está fuertemente jerarquizada y lo suficientemente organizada como para garantizar una mejor
atención pastoral. La evolución de las órdenes religiosas ayudó en esta tarea: se reformaron algunas de las ya
existentes y se fundaron otras nuevas, entre las que hay que destacar las órdenes femeninas dedicadas a
labores asistenciales y educativas. También se establecieron los límites de influencia de la Iglesia. Las
disputas teológicas podían dar la imagen de una Iglesia compuesta por grupos enfrentados y dañar su
pretensión de unidad y universalidad. La estructura institucional eclesiástica seguía siendo en algunos casos
difusa y era complicado velar para que quienes accedieran al estado clerical lo hiciesen por auténtica
vocación. Tanto las disputas doctrinales como las derivadas de las reformas institucionales fueron con
frecuencia también disputas políticas, al menos usadas en éstas. El papel de la Iglesia en el proceso de
modernización del XVII era básicamente antagónica, como una reacción ante el mundo moderno. Sin
embargo, algunos historiadores señalan a la reforma católica como un caso ejemplar de “innovación
conservadora”, o de cómo intenciones conservadoras pueden tener efectos modernizadores. Esta
recomposición de la sociedad cristiana habría que entenderla como un proceso en el que la Iglesia habría
utilizado para sus fines esos valores emergentes del mundo moderno y, por tanto, habría tenido efectos
modernizadores. Ello queda representado en la creciente centralización del gobierno eclesiástico y en la
modificación de las disposiciones tradicionales sobre la vida religiosa femenina. Hubo un intenso trabajo por
parte de la Iglesia para reelaborar la cultura religiosa y la vida espiritual en la línea de los requerimientos
tridentinos, y con dos objetivos: la formación del clero y de los miembros de órdenes religiosas y la
catequización de las masas urbanas y rurales . Los estudios teológicos lograron en este siglo un notable
desarrollo, progresando la teología positiva y renovando a veces radicalmente los planteamientos y
contenidos heredados de los siglos precedentes. La teología positiva intenta determinar y trazar toda la
historia documental de la creencia cristiana en su revelación, su transmisión y su proposición. Las
controversias entre católicos y protestantes fueron en parte las responsables del desarrollo de esta teología
positiva, al convertir el recurso a la historia en un lugar común de argumentaciones y emplearla para
legitimar sus enunciados doctrinales y descalificar a los de la otra parte. Pero también se debió a las nuevas
exigencias intelectuales, que llevaron a una mayor exigencia en el método y crítica a las fuentes históricas.
La formación del clero y los religiosos mejoró gracias a las reformas introducidas en los centros de
enseñanza y el aumento de las obras impresas y de su difusión, y también de su accesibilidad a través de las
bibliotecas universitarias. Aumentó el afán reformista de los prelados, el apoyo de las instituciones
eclesiásticas y de las temporales. El resultado final es que el clero de finales del s. XVII está mejor preparado
que el del siglo anterior, pero no todos los componentes del estamento mejoraron por igual.
Tensiones Iglesia-Estado
El siglo XVII fue un periodo conflictivo y con marcados contrastes. Se produjo la consolidación y
afianzamiento de las reformas institucionales y de las propuestas doctrinales iniciadas en el siglo precedente,
pero también se introdujeron ideas, conceptos y actitudes que servirán de punto de apoyo para las críticas y
propuestas racionalistas y reformistas de los ilustrados del XVIII. El proceso de “confesionalización” al que
se vio sometido el mundo occidental a partir de los años centrales del XVI, que significaba su
compartimentación geopolítica sobre la base de la adhesión a un determinado credo religioso, quedó
confirmado tras la Guerra de los Treinta Años (1618-1648). Este conflicto fue una auténtica guerra de
religión, aunque no solo eso. A su término las fronteras políticas y religiosas se afianzaron, se reafirmaba que
la unidad religiosa en el interior de los estados y monarquías era una condición básica para su unidad
política. La historia del s. XVII es pródiga en acontecimientos trágicos para las minorías religiosas,
destacando la expulsión definitiva de los moriscos españoles en 1609, las dificultades de los hugonotes para
mantener sus derechos en Francia, la emigración de los puritanos ingleses a las colonias de América del
Norte y la de los católicos ingleses e irlandeses. Estos sucesos dificultan que se pueda mantener que a partir
de la Guerra de los Treinta Años se instauró en Europa un régimen de tolerancia religiosa. Las diferentes
confesiones cristianas pudieron impulsar sus contenidos e instituciones en sus respectivos ámbitos de
influencia con el apoyo de las autoridades temporales. La Iglesia Católica acentuó en este siglo la tarea de
reforma institucional y de difusión de sus definiciones doctrinales iniciada tras el Concilio de Trento, así
como su expansión por tierras americanas y de Oriente. Las Iglesias reformadas protestantes trataron de
consolidar sus instituciones y, en algunos casos, su presencia en ambientes hostiles; su expansión fuera de
Europa en este siglo se limita a la llegada a las colonias inglesas de Norteamérica de puritanos y cuáqueros.
Tanto las disputas doctrinales como las derivadas de las reformas institucionales fueron usadas para las
disputas políticas; de este modo se sumaron a la presión que desde el exterior hacían los monarcas y
príncipes católicos para hacerse con el control de, al menos, determinados aspectos de la política eclesiástica.
La fortaleza que paulatinamente irá adquiriendo la Iglesia católica será por tanto motivo de tensiones y
disputas internas y externas. Las internas, entre otras, por la falta de un tratamiento a fondo de determinadas
cuestiones teológicas, y las externas, derivadas de las relaciones de Roma con los príncipes y soberanos
católicos que no veían con malos ojos el papel que los soberanos protestantes tenían sobre sus respectivas
iglesias, y que por tanto se mostraron favorables al desarrollo de las iglesias nacionales.
Querellas sobre la gracia (auxilio de Dios)
Otra cuestión que no se resolvió satisfactoriamente en el Concilio de Trento fue la de la gracia, o dicho de
otro modo, cómo se conjuga la actuación libre y meritoria del hombre con la acción de Dios en su alma para
lograr la salvación eterna (justificación). Esta indeterminación dejó espacio para disputas doctrinales en las
que la ortodoxia romana tuvo que hacer frente a posiciones tan dispares como el quietismo y el jansenismo, a
pesar de haberse decretado en 1607 la prohibición formal de cualquier debate sobre la gracia. En teología
cristiana se entiende por gracia divina un favor o don gratuito concedido por Dios para ayudar al hombre a
cumplir los mandamientos, salvarse o ser santo. También se entiende el acto de amor unilateral e inmerecido
por el que Dios llama continuamente las almas hacia Sí.
– El quietismo: pasividad en la vida espiritual y mística, ensalzando las virtudes de la vida
contemplativa. Sostenían que el estado de perfección únicamente podía alcanzarse a través de la
abolición de la voluntad: es más probable que Dios hable al alma individual cuando ésta se encuentra
en un estado de absoluta quietud, sin razonar ni ejercitar cualquiera de sus facultades, siendo su
única función aceptar de un modo pasivo lo que Dios esté dispuesto a conceder. «La actividad
natural es enemiga de la gracia, e impide la operación de Dios y la verdadera perfección; porque
Dios quiere obrar en nosotros sin nosotros» . Se caracteriza por su desdén hacia las obras externas y
su aspiración a la contemplación continua de la divinidad. Se oponen a la teología y moral de buena
parte de los jesuitas, defensores de la necesidad de la concurrencia de la voluntad y acción del
hombre para su salvación. Los quietistas exaltarán el abandono a Dios y la indiferencia ante el
mundo, con el único fin de alcanzar la contemplación. Su máximo exponente fue Miguel de Molinos
al publicar su Guía Espiritual en 1675, muy criticado sobre todo por parte de los jesuitas.
– El jansenismo: representa la postura de quienes frente a los jesuitas, insistían en la naturaleza
corrompida del hombre y por tanto en la sola eficacia de la gracia divina para conseguir la salvación.
Proviene de la obra de Cornelio Jansenio, Augustinus. Basado en San agustín, Jansenio afirmaba que
para salir de la situación tras el pecado original no basta la gracia suficiente sino que es necesaria la
gracia eficaz, es decir, el auxilio divino sin el cual el hombre no puede no pecar: el que posee la
gracia eficaz no puede pecar. Así pues, la predestinación es la razón por la que algunos hombres
poseen la gracia eficaz y otros no. Dios ha predestinado a unos a la salvación y a otros a la
condenación. Según esta doctrina, las obras son buenas o malas. La contemplación y la vida mística
son tratadas con cierta desconfianza o prevención, por eso no hay que facilitarlas, sino más bien
desaconsejarlas. Pronto se le empezarán a sumar planteamientos políticos (galicanismo) y
aspiraciones sociales, de modo que la definición del jansenismo se volvió compleja al no tratarse de
una corriente de opinión unitaria. Se oponían a los jesuitas y al centralismo romano, y defendían
posiciones favorables al galicanismo y episcopalismo.
Misticismo
Una herencia del movimiento espiritual protestante es la parte creciente de la religiosidad individual, tanto de
los clérigos como de los laicos, que se agrupan para profundizar en su fe. Con el misticismo se intentó
alcanzar directamente lo divino, fuera de las vías ordinarias. Así, San Felipe Neri funda en Roma el Oratorio
del Amor Divino, que se propaga por toda la península, y en el París de la Liga, personas piadosas frecuentan
la Cartuja de Vauvert o la casa de madame Acarie. En ellas se practica la oración, nacida de la devotio
moderna, presentada por San Ignacio en sus ejercicios espirituales como un método y una ascesis y
alimentada por los escritos de Luis de Blois o de Luis de Granada. En este camino, los más ardientes avanzan
hasta la unión mística, aniquilación en Dios, disolución de la propia personalidad. España, tentada siempre
por el iluminismo, es la tierra de los grandes místicos de fin de siglo, con las experiencias y los escritos de
santa Teresa de Ávila (1515 – 1582) y de san Juan de la Cruz (1542 – 1591).
Las tendencia absolutistas de los primeros Estuardo y sus conflictos con el Parlamento
El nuevo rey, Carlos I, llamado a la sucesión tras la muerte por tifus de su hermano mayor, el príncipe
Enrique, tenía una personalidad diametralmente opuesta a la de su padre: era un hombre inseguro, retraído,
frío y desconfiado. Como compensación a ese carácter, tenía un elevadísimo sentido de la dignidad que le
hacía mantener las distancias con todo el mundo, restringiendo severamente el acceso a su real persona. Sin
embargo, mantuvo a Buckingham a su lado. Poco después de su acceso al trono, Carlos I casó con la hija de
Luis XIII. En sus primeros Parlamentos volvieron a plantearse las cuestiones polémicas. Ante la inminencia
de la guerra con España, el Parlamento de 1625 otorgó dos de los impuestos que más rendían por un periodo
de un año, cuando anteriormente se habían concedido a cada rey con carácter vitalicio. Carlos disolvió el
Parlamento y, siguiendo el tipo de campañas navales que tanto éxito había reportado a Isabel I, lanzó un
ataque contra Cádiz en 1625. La expedición fue un fracaso sin paliativos. El segundo Parlamento, reunido en
1626, votó unos subsidios claramente insuficientes para las necesidades de la Corona, que recurrió a
fórmulas extraparlamentarias: un donativo voluntario y un préstamo forzoso. El rendimiento de este
préstamo fue un éxito, pero el coste político resultaría alto para Carlos. El importe del préstamo permitió a
Carlos lanzarse a otra guerra, esta vez contra Francia. El motivo era auxiliar a la ciudad de La Rochelle,
bastión hugonote asediado por el monarca francés. En 1627 Buckingham dirigió el primer cuerpo
expedicionario y obtuvo otro fracaso. La situación era grave. Un sector de la clase política veía con alarma
creciente los avances del arminianismo en Inglaterra. Los arminianos ingleses no sólo cuestionaban la
predestinación, sino que hablaban de “la belleza de lo sagrado” y eran partidarios de reintroducir en las
iglesias y en los servicios algunos elementos litúrgicos. En realidad, Carlos siempre se consideró un devoto
miembro de la Iglesia de Inglaterra, pero su gusto por la formalidad y la ceremonia y su política de
nombramientos eclesiásticos le granjearon antipatías. Su conducta le hizo aparecer alineado y comprometido
con alguna de las facciones, en lugar de esforzarse en que se le reconociera como árbitro de todas ellas. Esta
actitud le llevó a mantener a Buckingham en su cargo, ignorando los recelos que despertaba. Con objeto de
recabar dinero para una nueva expedición a La Rochelle, convocó un nuevo Parlamento en 1628. Obtuvo
varios subsidios, pero como contrapartida tuvo que aceptar la Petición de Derechos que le presentaron los
Comunes, que fijaba con claridad algunos principios que se solían aceptar de modo tácito: declaraba ilegales
los impuestos que no contaran con el consentimiento del Parlamento, el encarcelamiento sin juicio previo,
los alojamientos militares en casas de civiles sin su aprobación y la aplicación del derecho militar a los
civiles. La voluntad de fijar estos principios mostraba la poca confianza que Carlos inspiraba a los
parlamentarios. La segunda expedición a La Rochelle cosechó un nuevo fracaso; y mientras dirigía los
preparativos para un tercer intento, Buckimgham fue asesinado. Este suceso no hizo cambiar los planes
militares, y la tercera expedición a la Rochelle volvió a fracasar. En 1929 el Parlamento reanudó sus
sesiones; la desaparición del odiado valido podía facilitar un reencuentro entre el rey y el reino, pero no fue
así. Carlos volvió a pedir dinero y uno de los miembros recién incorporados a los comunes, Oliver Cromwell,
replicó que era necesario discutir antes las cosas del Rey del cielo que las del rey de la tierra, en referencia a
la difusión del arminianismo. La cámara aprobó varias resoluciones contra el arminianismo y contra la
recaudación de impuestos. Un Carlos iracundo hizo encarcelar a varios parlamentarios y disolvió el
Parlamento, haciendo saber su determinación de no volver a convocarlo por tiempo indefinido. Tras cuatro
años de la subida al trono de Carlos I, Inglaterra se hallaba dividida por cuestiones religiosas, sacudida por
crisis políticas y humillada por derrotas exteriores. Los temores sobre la continuidad de la vida parlamentaria
eran perceptibles. En Inglaterra esta crisis ponía de manifiesto un profundo desajuste estructural entre
ingresos y gastos de la corona. La postura bélica inglesa durante las guerras de Isabel I había sido sobre todo
defensiva; esto hizo que para el estado Tudor no fuera necesario afrontar los extraordinarios gastos militares
de los países continentales. Con Carlos I, sin embargo, la postura bélica se hizo más agresiva y sus costes se
elevaron. Durante sus primeros años en el gobierno intentó aplicar al conjunto de reinos británicos un
programa copiado de la Unión de Armas del Conde-Duque de Olivares, pero sin apenas resultado. Hasta el
último tercio del siglo XVII el estado inglés no se dotó de unos mecanismos financieros equivalentes a los de
las grandes monarquías continentales. Esta crisis puso al descubierto otro desfase: el desconocimiento que la
mayoría de los miembros del Parlamento tenía acerca de los incrementados costes de la guerra, lo que les
llevó a considerar exageradas, y por tanto rechazar, las peticiones de la corona. En el balance claramente
negativo influyó también la actuación del propio rey. Su poca ductilidad, signo de su creciente autoritarismo,
provocó que la manera con la que hizo frente a esos desajustes empeorara las consecuencias políticas de los
mismos. Al poco de disolver el Parlamento, Carlos buscó las paces con Francia y con España, establecidas en
sendos tratados. La paz resultaba necesaria para ensayar un gobierno sin parlamentos. Era necesario obtener
ingresos alternativos, extraparlamentarios. A esto se dedicó el rey y su Privy Council con notable éxito
gracias a diversos tipos de multas, venta de patentes y monopolios, incremento de tarifas aduaneras y sobre
todo el ship Money, un impuesto antiguo que afectaba a las localidades costeras para ayudar a la defensa del
reino y que fue puesto en vigor en 1634 y al año siguiente extendido al conjunto del reino, rindiendo sumas
considerables y levantando pocas protestas. Se cuestionó el derecho de la corona a recaudarlo, y aunque la
sentencia fue favorable a Carlos, su rendimiento cayó en picado, dejando de recaudarse en 1637. Todo esto
exigía una maquinaria gubernativa más activa y eficaz. Carlos desarrolló una intensa actividad junto a su
Consejo y creó pequeñas juntas, formadas para encargarse de asuntos concretos. Pero al mismo tiempo,
rodeado de un restringido grupo de ministros fieles y trabajadores, Carlos fue aislándose cada vez más de las
fuerzas vivas de la sociedad. La corte carolina vivió momentos de esplendor. Como otros monarcas
coetáneos, Carlos adquirió una fina formación artística y dio un gran impulso al coleccionismo real. Inmerso
en semejante ambiente, cayó en una ilusión de poder. Estas influencias artísticas coincidieron con algunos
signos de que el catolicismo lograba una mayor presencia pública. Al mismo tiempo, el arminianismo seguía
gozando del favor real. La religión fue también piedra de toque de la política carolina para Irlanda y Escocia.
En 1632 Thomas Wenthworth fue nombrado gobernador de Irlanda; fue enviado a Dublín con dos objetivos
esenciales: conseguir que Irlanda fuera económicamente autosuficiente y dejara de cargar las arcas inglesas,
e imponer las reformas de Laud, arzobispo de Canterbury. Se aplicó a ambos objetivos con dureza, con lo
que consiguió el difícil resultado de unir en unos mismos agravios a los diferentes grupos sociorreligiosos de
la isla. Algo parecido sucedió en Escocia. Carlos I acudió sólo a coronarse, en 1633, fecha considerada tardía
por los dirigentes escoceses, y aplicó medidas religiosas que resultaron desastrosas. La protesta y
movilización escocesa fue casi instantánea y los dirigentes civiles y religiosos firmaron un pacto, el
Nacional Covenant (Pacto Nacional), en defensa de “la religión verdadera, las libertades y las leyes del
reino”. Carlos reaccionó enviando un negociador, y al mismo tiempo disponiendo los medios para suprimir
el movimiento por la fuerza. Pero se demostró que la organización militar inglesa era extremadamente
inadecuada, de modo que hasta abril de 1639 el rey no pudo reunir un ejército. La Asamblea General de la
Iglesia escocesa tuvo tiempo para declarar la abolición del episcopado escocés y los covenanters lo tuvieron
para reunir un contingente militar de tamaño parecido al ejército inglés. No llegó a haber enfrentamiento,
sino un acuerdo, la Pacificación de Berwick. Esta fue la Primera Guerra de los Obispos.
Suecia y el Báltico
Al comenzar el siglo XVII las fuerzas de los dos estados escandinavos aparecían equilibradas. Dinamarca
había renunciado a conquistar Suecia, pero no a mantener su predominio en el Báltico y sobre los estrechos
que lo comunican con el Mar del Norte. El Sund registraba un tráfico intenso y las aduanas proporcionaban
fuertes ingresos al rey Cristian IV (1588-1648). Otros intereses se centraban también en el Báltico:
· Rusia no quería verse privada de sus costas,
· las ciudades de la Hansa aspiraban a seguir beneficiándose de sus productos y rutas,
· Holanda intentaba controlar el tráfico de cereales, madera, pescado, sal y hierro.
· Durante la Guerra de los Treinta Años España y el Imperio hicieron un esfuerzo por controlar esta
ruta y arruinar el comercio holandés.
En el siglo XVII Suecia contó con otra figura de rango universal: Gustavo Adolfo. Cuando este soberano
heredó la corona (1611) la situación de Suecia, envuelta en guerras dinásticas con Polonia y Rusia y
amenazada por Cristian IV de Dinamarca no era nada brillante. Un conjunto de circunstancias permitió
cambiar por completo el panorama; Rusia, envuelta en disturbio internos, se vio por algunos años reducida a
la impotencia, lo cual aprovecho el rey sueco para adueñarse de Ingria y Carelia, completando así el dominio
del golfo de Finlandia. Cristian IV intervino en la Guerra de los Treinta Años y fue rápidamente derrotado.
Los príncipes protestantes alemanes solicitaron a Gustavo Adolfo como defensor de la religión, y a la vez la
Francia de Richelieu lo ayudó con subsidios para combatir a la Casa de Austria. Las victorias del rey sueco
fueron rápidas y fulminantes. Aunque solo duraron dos años, pues murió en Lützen, en plena victoria,
bastaron para consagrarle como gran militar. Durante la subsiguiente regencia el canciller Oxenstierna
asumió la dirección de los asuntos interiores. Con el fin de la Guerra de los Treinta Años y la Paz de
Westfalia Suecia obtuvo importantes ganancias: toda la Pomerania con el puerto de Stettin, desembocadura
del Oder, y el ducado de Bremen que controlaba el tráfico del Weser y el Elba. Además Suecia pasaba ahora
a formar parte del Imperio germánico, con un puesto en la Dieta. Cristina, la hija de Gustavo Adolfo, abre
una crisis constitucional por su conversión al Catolicismo; se resuelve por su abdicación a favor de su prima
Carlos X, el cual envuelve en nuevas guerras con Polonia y Dinamarca a un país agotado por tantos
esfuerzos. Estas guerras terminan con los tratados de Oliva y Copenhague (1660), mediante los cuales Suecia
casi logra su objetivo de convertir el Báltico en un lago sueco: Rusia quedaba excluida de él; Suecia se
asomaba por dos trozos litorales a uno y otro lado de Prusia, Alemania había perdido el control de la
navegación de tres de sus grandes ríos y Dinamarca el control exclusivo del Sund.
Las grandes ganancias territoriales suecas tenían como contrapartida un agotamiento económico y humano.
A partir de 1660 comienza la lenta decadencia del expansionismo sueco. Esta evolución fue lenta y llena de
altibajos y culminaría en el siglo siguiente con el enfrentamiento de Carlos XII con el creciente poder de la
Rusia de Pedro el Grande.
El retroceso de Turquía
En el sureste de Europa se completó en la época de Luis XIV un doble proceso por el que los Habsburgo
avanzaron en la creación de un potente estado sobre el Danubio y los Balcanes, mientras retrocedían las
posiciones otomanas en el continente. Leopoldo I obtuvo éxitos decisivos en la lucha por terminar con la
independencia de Hungría, lo que motivó sus frecuentes enfrentamientos con los turcos. A partir de la
mayoría de edad de Mohamet IV (1656) el imperio otomano logró recuperarse un tanto de su decadencia
gracias a la ocupación del cargo de gran visir por los miembros de una misma dinastía, los Köprülü. Ahmed
Köprülü (1661-1676) trató de consolidar el poder turco en los Balcanes y el Mediterráneo. En 1664 logró la
soberanía otomana sobre Transilvania y en 1668 logró conquistar Creta. Aprovechándose de la crisis de
Polonia, los turcos se hicieron con la Ucrania polaca. Más ambicioso fue su sucesor, Mustafá el Negro
(1676-1683), que trató de reeditar la idea de Solimán el Magnífico de someter a la cristiandad.
Aprovechándose de las querellas entre la nobleza húngara y el emperador envió un potente ejército que puso
sitio a Viena en 1683, obligando a huir a Leopoldo I. El papa envió cuantiosa ayuda económica, peor el único
príncipe europeo que acudió en ayuda del emperador fue Jean Sobieski, rey de Polonia, que trataba de unir a
la nobleza polaca bajo el ideal de la cruzada antiturca. Al mando de un ejército de polacos, austriacos y
diversos contingentes alemanes, obtuvo la victoria de la colina de Kahñemberg (septiembre 1683), que
supuso la desbandada del ejército sitiador y la condena a muerte del visir. El desastre animó a Austria,
Polonia y Venecia, que bajo los auspicios del papado constituyeron la Liga Santa (1684) a la que se uniría
después Rusia. Polonia logró recuperar los territorios perdidos en 1672, los venecianos conquistaron
Dalmacia, el Peloponeso, Corinto y Atenas, y Austria inició la reconquista de Hungría e inició la marcha
hacia el sur por los Balcanes. En la dieta de Presburgo (1687) los húngaros renunciaban al derecho de
rebeldía que poseían desde la Bula de Oro de 1222 y aceptaron la sucesión de los Habsburgo al trono. Años
después volvería a producirse una revuelta nobiliaria, dominada por los ejércitos del emperador José I. Luis
XIV mantuvo habitualmente buenas relaciones con los turcos, porque suponían una amenaza constante para
su enemigo el Emperador. Su condición de príncipe católico le había llevado a colaborar en 1664 con 60.000
hombres en la victoria del ejército austriaco que detuvo a los turcos en la batalla de San Gotardo. En 1683,
por el contrario, optó por continuar con sus relaciones amistosas con los otomanos, que no lo fueron tanto
con los berberiscos del norte de África. Conflictos por el rescate de los cautivos y competencias mercantiles
en el Mediterráneo le llevaron a bombardear repetidamente Argel y Trípoli. Durante la guerra de los Nueve
Años un nuevo miembro de la familia Köprülü, Mustafá Zadé, consiguió recuperar efímeramente el
Peloponeso y el valle del Morava, pero tras la pérdida de Azov Frente a Pedro I y la victoria de Eugenio de
Saboya en la batalla de Zhenta (1697) los turcos negociaron la paz de Karlowitz (1699) por la que cedían a
Austria casi la totalidad de Hungría; a Venecia, Dalmacia y el Peloponeso; a Polonia, Podolia y la Ucrania
occidental; y a Rusia, Azov. Esta paz supuso el comienzo del retroceso otomano en Europa y la confirmación
de la vocación imperial de Austria sobre los Balcanes y el sureste europeo. Tras la victoria de Pedro I sobre
los suecos en 1709, la expansión de un cierto paneslavismo propició la intervención del zar en dicha zona
como aliado de los príncipes de Moldavia y Valaquia, con la intención de expulsar a los otomanos. Su
derrota en el río Prut (1711) lo obligó incluso a devolver Azov a los turcos. El sultán entregó los principados
de Moldavia y Valaquia a griegos del barrio ortodoxo de Estambul (príncipes fanariotas). El posterior
contraataque de los turcos a las posesiones venecianas (1715) propició el apoyo de los ejércitos austriacos,
que conquistó Belgrado (1717) forzando a Estambul a firmar la paz de Passarowitz (1718), en la que los
turcos tuvieron que aceptar un retroceso mayor que el de 1699. Austria fue la gran beneficiada, completando
su dominio sobre Hungría, así como parte de Bosnia, Belgrado, el norte de Serbia y Valaquia.
1
ha hablado de posibles mutaciones genéticas en el bacilo, de cambios en la relación patógena agente-paciente
tras un contacto de siglos (menor virulencia del microbio, progresiva inmunización del hombre), del más
frecuente empleo de piedra en la construcción, de la mejora de la higiene urbana -ambos factores reducirían
la presencia de roedores en las ciudades- o del desplazamiento de la rata negra, portadora del bacilo, y de la
pulga que lo transmitía, por la rata gris como principal roedor parásito de las aglomeraciones humanas. Pero,
sin menospreciar la posible intervención de estos factores, sí es seguro que una parte de la responsabilidad
corresponde a las distintas administraciones por la aplicación rigurosa de medidas profilácticas y
preventivas, entre las que destacan la exigencia de cuarentenas e inmovilización de mercancías y personas
procedentes de zonas infectadas. En concreto, hay que señalar la más que probable eficacia de la barrera
militar (de hecho, barrera sanitaria, en caso necesario) establecida en las nuevas fronteras habsburgo-
otomanas.
Bien entendido, la mortalidad catastrófica no llegó a desaparecer. Pero las crisis fueron más infrecuentes y,
sobre todo, menos virulentas. Por lo pronto, no hubo una conflagración bélica en el XVIII comparable por
sus efectos negativos a la Guerra de los Treinta Años. Y las cosechas de los nuevos cultivos que se estaban
difundiendo (patata, sobre todo), al tener ciclo distinto al del cereal, se protegían mejor de los desmanes de
las tropas. Por otra parte, estos nuevos cultivos, pese a sus limitaciones, contribuían a paliar las crisis de
subsistencia. Entre otras razones, por su comportamiento distinto al del cereal frente a las variaciones
climáticas, lo que vinculó en algunas zonas su extensión a épocas de dificultades (gran hambre de los
primeros años setenta en amplias zonas centroeuropeas, por ejemplo). De especial importancia fue la
introducción de la patata.
Y también tienen su importancia a este respecto el incremento de la producción agraria en general, las
mejoras en las comunicaciones (lo que facilitaba el transporte y distribución de granos a los lugares donde
escaseaba) y, finalmente, el nivel más elevado de humanitarismo y las mejoras en la asistencia pública. Con
todo, en una Europa en que el pan seguía siendo el alimento básico, la concurrencia de varios años de malas
cosechas provocaba aún situaciones muy difíciles. Pero sus efectos fueron más moderados que en el pasado.
Es poco probable que la mejora de la higiene tuviera incidencia sobre el descenso de la mortalidad, ya que la
higiene personal mantuvo en el siglo XVIII un bajo nivel, y las enfermedades propagadas por piojos, pulgas
o mosquitos no tuvieron un descenso significativo. Y los hospitales, en la mayoría de los casos, continuaban
siendo centros donde apenas se ofrecía algo más que cobijo a los enfermos menesterosos y en los que no era
rara la extensión de enfermedades contagiosas. Pero si es destacable un aumento de las preocupaciones
higienistas en Francia, Inglaterra y España, donde se redactaron planes urbanísticos que destacaban los
beneficios de la pavimentación de las calles, de la construcción de redes de alcantarillado, y la necesidad de
una mayor ventilación en las viviendas. El tifus, debido a la falta de higiene en el agua potable y de un
tratamiento adecuado de las aguas residuales, era una enfermedad extendida y muy activa, como también lo
eran el sarampión, la tos ferina, difteria, la disentería o la tuberculosis.
El inicio de la lucha contra la viruela, enfermedad causante del 7 al 10 por 100 del total de las defunciones,
constituye uno de los más importantes capítulos de la historia de la medicina en el siglo XVIII. La
inmunización experimentada por quienes la superaban dio pie a los intentos de vencerla por la vía
preventiva. Primero, por medio de la inoculación o variolización, práctica importada de Turquía a comienzos
de los años veinte (tras algún ensayo veneciano anterior) y consistente en provocar el contagio en individuos
jóvenes, sanos y fuertes que, de sobrevivir, quedarían inmunizados. Acompañada siempre de una viva
polémica, hoy se sabe que los efectos eran nulos. El paso siguiente fue el descubrimiento de la vacuna por el
médico inglés Edward Jenner (1749-1823) en 1796. Pero los beneficiosos efectos de este eficaz medio de
lucha contra la viruela se proyectarán, como es lógico, sobre el siglo XIX.
Las finanzas
Durante el siglo XVII aparecen instrumentos básicos para el desarrollo de la sociedad capitalista: las
sociedades anónimas, la bolsa y la banca. Estas instituciones se perfeccionaron en la centuria del Despotismo
Ilustrado, y no fue ya en Holanda, sino en Inglaterra. A pesar de que los holandeses mantuvieron su
hegemonía durante la primera mitad del siglo XVIII. En 1600 se había fundado la Compañía de las Indias
Orientales, que en 1622 se transformó en sociedad por acciones. En 1694 se fundó el Banco de Inglaterra,
cristalización económica de la burguesía whig. Su acción se hace muy sensible en la evolución económica
del siglo XVIII, en que sustituye al Banco de Amsterdam como mercado mundial financiero de primera
categoría. El desarrollo del capitalismo financiero en la Europa del siglo XVIII, fue alentado por dos
procesos. Por un lado la llegada masiva de metales preciosos provenientes de América, y por otro lado la
entrada del gran público burgués en los métodos del capitalismo financiero, que hizo afluir al mercado una
segunda masa de riqueza tesurizada. La expansión comercial del Setecientos estuvo sostenida por un
importante aumento de la moneda y los medios de pago en general, así como por la aceleración de la
velocidad de circulación monetaria, debido al cada vez más frecuente recurso al crédito, favorecido a su vez
por unas instituciones financieras en rápida evolución. Los principales centros financieros del XVIII fueron,
por un lado, Amsterdam y de otro, Londres, presidido por el Banco de Inglaterra. La acumulación de
capitales en Suiza a consecuencia de dos siglos de paz y del espíritu metódico y precavido de su burguesía,
permitió a sus banqueros gozar de pronta fama en occidente. La evolución de las prácticas bancarias y la
creciente utilización del crédito agilizó la disponibilidad de capitales para las operaciones comerciales. Hay
que señalar a este respecto, en primer lugar, la generalización del uso del cheque, pero, sobre todo, al triunfo
de la letra de cambio, medio de pago e instrumento de crédito en una pieza, su éxito se debió a la
generalización de su negociabilidad, evitando los riesgos y las incomodidades del traslado de monedas, a la
vez que permitían el cambio de monedas de diferentes nacionalidades. La letra de cambio llegó a ser un
instrumento bastante popular, empleado por amplios grupos sociales, al aplicar todos los países europeos
leyes específicas que garantizaban los derechos y deberes de los que la utilizaban. Otra vía para multiplicar
los medios de pago fue el papel moneda, surgiendo con el desarrollo de la banca y los cambios de las
finanzas públicas. Estrictamente, los billetes eran promesas de pago sobre depósitos de los clientes en bancos
y que emitían al saber que había depósitos que nunca se retiraban. La primera emisión se realizó por el
Banco de Suecia en 1661.
Las guerras de los Siete Años (1756-1763) y de la independencia de los Estados Unidos (1775-1783)
Las guerras de los Siete Años (1756-1763)
El conflicto se desarrolló en varios frentes debido a las distintas campañas que se llevaron a cabo en
Alemania y a la dispersión de los dominios franco-ingleses: Sajonia, Silesia, Estiria y Bohemia, las islas
inglesas en el Mediterráneo, las inmediaciones del lago Ontario en Canadá, Calcuta… La toma de Menorca
por una escuadra francesa y la de Fort Oswego creó una verdadera crisis en Inglaterra, que acabó con el
nombramiento en noviembre de 1756 de William Pitt como secretario de Estado. Federico II continuaba su
avance hacia Praga, pero fue detenido por las tropas austriacas y obligado a replegarse. No mucho después el
ejército francés ocupaba Hannover y obligaba a los ingleses a capitular. Prusia, presionada al norte por los
suecos, que desembarcaron en Pomerania, y al este por el ejército ruso, parecía a punto de desmoronarse; sin
embargo, una atrevida maniobra le proporcionó una importante victoria sobre el ejército franco-alemán; ello
permitió a Federico II recuperar Silesia. Entonces negoció un nuevo tratado con Inglaterra que le aportaba
subsidios y refuerzos para defender Hannover. Ya mediado 1758, rechazó no sin dificultad a los rusos, con lo
cual se ponía fin a la ocupación de sus territorios. Los aliados, a pesar de su superioridad numérica, se veían
afectados por graves dificultades, tanto en lo que respecta al buen entendimiento en la campaña militar como
en el interior de sus respectivos estados. En Francia el peso financiero de la guerra era muy alto, y la alianza
austriaca era mal comprendida, con lo cual se limitaron a intentar defender Hannover y a proseguir la guerra
en el mar. Pero aquí la suerte tampoco les acompañó ya que no sólo debieron hacer frente a los ataques
ingleses sobre sus costas, sino que su flota fue abatida en Lagos, frente a Portugal. El nuevo ministro
Choiseul intentó enderezar la situación negociando un nuevo compromiso con Austria, el tercer tratado de
Versalles de 1759. Por él, aunque garantizaba tropas y subsidios, Francia no intervenía más que como
auxiliar en la guerra continental, lo que le permitía centrarse en la guerra marítima. Sus resultados prácticos
fueron decepcionantes, ya que en las colonias los avances ingleses eran imparables. A la pérdida de
Guadalupe siguió la capitulación de Québec, que dejó el Canadá indefenso y significaba el repliegue de
Francia como potencia americana. Sus aliados austriacos tuvieron mejor suerte y consiguieron triunfos
significativos sobre las tropas de Federico II, al tiempo que los rusos llegaban hasta Berlín. Aunque el
monarca prusiano consiguió derrotarlos en 1760, tanto en Silesia como en Sajonia, sus fuerzas estaban
agotadas y sus relaciones con Inglaterra, que quería llegar a un acuerdo en el continente, se deterioraban
visiblemente. Y es que, muerto Jorge II, su sucesor, que se sentía más inglés que alemán, quería la paz. El 2
de enero de 1762 España entraba en la guerra como consecuencia de la firma del Tercer Pacto de Familia con
Francia en agosto del año anterior. El conflicto marítimo se reforzaba, ya que eran precisamente los litigios
en América con Inglaterra los que le habían llevado a intervenir. Pero los aliados iban a tener una importante
defección, la de Rusia: el nuevo zar Pedro III, admirador de Federico II, firmó la paz con Prusia. Su
sucesora, su mujer la emperatriz Catalina II, si bien no compartía sus puntos de vista, respetó el compromiso,
aunque se negó a prestar la ayuda prometida. Tanto el curso de la guerra como la situación interna de los
combatientes hicieron contemplar la paz como una necesidad. Las conversaciones comenzaron favorecidas
por los triunfos ingleses en el Atlántico y en noviembre de 1762 se firmaron los compromisos preliminares
en Fontainebleu entre Inglaterra, Francia y España, el 10 de febrero de 1763 se firmaría en París el tratado
definitivo. La inglesa fue la única monarquía beneficiada por el largo litigio, ya que engrandecía su imperio
colonial con las concesiones territoriales de las otras dos potencias firmantes. Francia perdía algunas islas en
las Antillas, aunque recobraba La Martinico, Guadalupe y Santa Lucía, y debía abandonar Canadá, las islas
del San Lorenzo y el valle de Ohio, conservando en América del norte sólo dos pequeños enclaves, así como
el derecho de pesca en Terranova; en la India quedaba reducida a su situación de 1748 y en África perdía
Senegal. España, aunque recuperaba La Habana y Manila, debía ceder Florida, recibiendo como
compensación por parte de Francia la Luisiana. Paralelamente se iniciaron las negociaciones entre Federico
II y María Teresa, que culminaron en el tratado de Hubertsbourg el 15 de enero de 1763. Por él Prusia
incorporaba definitivamente la Silesia, Sajonia era devuelta a su elector y Federico II se comprometía a
sostener la candidatura del futuro José II al trono imperial. Como resultado de la guerra, tanto Inglaterra
como indiscutible primera potencia marítima, como Prusia habían adquirido un prestigio considerable. Si en
el seno del Imperio parecía que los problemas se habían solucionado, no pasaba lo mismo en los territorios
extraeuropeos, donde la coalición formada por las dos potencias borbónicas pretendía equilibrar el
predominio naval británico.
Guerra independencia de los Estados Unidos (1775-1783)
Conflicto bélico inmerso en un proceso revolucionario que desde 1775 hasta 1783, enfrentó a las trece
colonias británicas de la costa atlántica de Norteamérica –que recibirían el apoyo de Francia y España– con
Gran Bretaña, y que marcó el inicio de un largo proceso de derrumbe del colonialismo en el hemisferio
occidental, en el cual las potencias europeas perderían sus principales colonias. Su desenlace supuso la
independencia de las trece colonias británicas y la consiguiente creación de un nuevo Estado, que se
denominó Estados Unidos de América.
Revuelta colonial
La rebelión de las Trece Colonias americanas contra Gran Bretaña fue producto a la defensa de los intereses
de estas colonias; encontrandose estos intereses perjudicados por la política colonial de Jorge III. El gobierno
británico, decidió imponer a los colonos nuevos impuestos directos (sobre el papel sellado o timbre y el
azúcar) para así sufragar los gastos ocasionados por la guerra, ya que las colonias eran las principales
beneficiarias de la misma. Los comerciantes que se encontraban disgustados rechazaron estas leyes que no
habían votado, por no tener representantes en el Parlamento de Londres, ni tampoco habían sido aprobadas
por las asambleas coloniales. Manifestando su desacuerdo en con manifestaciones y motines, negándose a la
importación de mercancías inglesas. Logrando así suprimir la ley del timbre en 1767 y más tarde todos los
impuestos fueron abolidos menos el que gravaba el té.
Los Congresos de Filadelfia
Salvo Georgia, que se mantuvo leal, los delegados de los doce estados restantes de Nueva Inglaterra:
Massachussets, Nueva Jersey, Nueva Hampshire, Pennsylvania, Delaware, Virginia, Maryland, Carolina del
Norte, Carolina del Sur, Nueva York, Rhode Island y Connecticut se reunieron en el I Congreso de Filadelfia,
donde redactaron una Declaración de Derechos (1774) y decidieron suspender el comercio con la metrópoli
hasta que se estableciera la situación anterior a 1763. En 1775 el II Congreso de Filadelfia acordó su
separación de la corona británica. El 4 de julio de 1776 era aprobada por los congresistas una Declaración de
Independencia redactada por Thomas Jefferson (1743-1826); abogado de Virginia y, posteriormente, tercer
Presidente de Estados Unidos. La declaración fundaba la separación de las colonias en “Las leyes de la
naturaleza y del Dios de la naturaleza” y en las verdades evidentes de la razón.
Guerra de Independencia de las colonias americanas
En 1774, los colonos se reúnen en Filadelfia, para convocar el Primer Congreso Continental, con el fin de
pedir respeto a los derechos de las colonias; reconociendo todavía la autoridad del rey de Inglaterra. Entre los
participantes del Congreso figuran: George Washington, Thomas Jefferson, Patrick Henry, John Adams y
Benjamín Franklin. Jorge Washington, fue nombrado jefe del ejército americano para combatir a los
ingleses. Francia interviene apoyando al ejército americano con el fin de restar a Inglaterra gran parte de su
poder e influencia colonial. La guerra dura siete años, hasta 1783, en que se firma la Paz de Versalles.
Inglaterra reconoce oficialmente la independencia de los EEUU.
La guerra fue larga. Inglaterra creyó que bastaría con el bloqueo de los puertos norteamericanos para someter
a las colonias. Su ejército estaba compuesto mayoritariamente por mercenarios alemanes, inadaptados al
terreno. Los patriotas por su parte estaban desorganizados y sin recursos, sus tropas estaban compuestas de
voluntarios. En 1777 los norteamericanos obtuvieron la victoria de Saratoga, con lo que se liberaron las
colonias del norte y centro. Benjamín Franklin, famoso científico ilustrado, fue nombrado embajador de
Estados Unidos y mandado a París para conseguir aliados. Francia y España entraron en la guerra para
perjudicar a su rival, Inglaterra. Los insurgentes recibieron ayuda en forma de material de guerra, empréstitos
y voluntarios europeos, como Lafayette. Holanda, aunque se mantuvo neutral, también aportó armas y
material naval.
En el sur el ejército inglés fue derrotado en Yorktown (19 de octubre de 1781 por las tropas americanas de
George Washington, primer presidente de los Estados Unidos de América, con lo que finalizó la guerra.
La capitulación de Gran Bretaña mediante el Tratado de París del 3 de septiembre de 1783, y ratificada por el
congreso de los Estados Unidos el 15 de noviembre del siguiente año, puso fin a la Guerra de Independencia
de las Trece Colonias. El 4 de diciembre de 1782, concluía la evacuación de las tropas británicas. Con ellos
se expatriaron más de cien mil norteamericanos, quienes prefirieron seguir siendo súbditos de Jorge III.
En el Tratado de París de 1783, Inglaterra reconoció la independencia de Estados Unidos y les concedió
territorios entre los Apalaches y el Mississipi. España recuperó la Florida.
Desarrollo del Arte Militar
Desde el punto de vista del desarrollo del arte militar, la Guerra de Independencia de las Trece Colonias
demostró cómo los colonos, que peleaban por su libertad y no desertaban, resultaban a la postre, mejor
material humano que los bien adiestrados soldados regulares ingleses y los mercenarios hessianos.
Demostró además que, cuando los rebeldes tomaban la iniciativa y no se dejaban llevar por sus antagonistas,
sino que atraían sus largas y pesadas columnas en marcha hacia los bosques, los colonialistas quedaban a
merced del certero fuego de sus fusiles estriados.
Organización de los Estados Unidos
Las trece colonias, convertidas en Estados,fueron reformando su sistema de gobierno, durante el período de
la guerra, quedando en una situación económica desastrosa, cargada de deudas e inflación. En 1787 un
Congreso de representantes de todos los Estados en Filadelfia se reunió para revisar la Confederación. Los
congresistas estaban divididos entre los partidarios de un gobierno federal fuerte (federalistas) y los que
pedían mayor autonomía para los Estados (republicanos). Entre ellos se encontraban por los federalistas,
Alexander Hamilton y John Adams y por los republicanos, Thomas Jefferson. Llegando finalmente a un
consenso en 1787 fue redactada la primera Constitución escrita, cambiando así el sistema político, imperante
hasta ese momento en el país. Cada Estado contaba con su propio gobierno, el cual podía tomar decisiones
en determinados asuntos (policía, salud, enseñanza, justicia…) y por encima de ellos se encontraba un
gobierno federal fuerte, responsable de la política exterior, defensa, comercio, impuestos y moneda del país.
El texto constitucional establecía una forma de gobierno republicana y aseguraba la separación y el equilibrio
de poderes (ejecutivo, legislativo y judicial). El poder ejecutivo quedó en manos del Presidente con amplios
poderes. Su mandato duraba cuatro años siendo elegido por los compromisarios de cada Estado. George
Washington fue elegido primer presidente de los Estados Unidos de América. El poder legislativo residía en
el Congreso, dividido en dos cámaras:
1. La Cámara de Representantes, elegidos por sufragio directo cada dos años en que cada Estado tendría un
número de representantes proporcional al de su población
2. El Senado, en que cada Estado tendría dos representantes.
El poder judicial residía en el Tribunal Supremo formado por nueve miembros nombrados por el presidente.
La Constitución fue ratificada en 1788 y se completaba con una Declaración de Derechos que garantizaba la
libertad de religión, de prensa, de expresión, de reunión, de petición y el derecho a ser juzgado por un jurado.
Asimismo nadie podía ser privado de su vida, de su libertad o de su propiedad, sin un procedimiento judicial
adecuado. La esclavitud no fue abolida en los Estados del Sur. La revolución americana constituye el primer
ejemplo de revolución triunfante basada en los principios del liberalismo político lo que explica lo que
explica su impacto en el resto del mundo, En Europa inspiró la lucha revolucionaria de la burguesía.
Conflictos en Oriente. Guerras ruso-turcas, conflictos en el Báltico y Repartos de Polonia
Europa del Este tiene un notable protagonismo en las relaciones internacionales del siglo XVIII, determinado
por la ascensión de Rusia al plano de potencia militar, el retroceso del Imperio Otomano y las diversas
vicisitudes que llevaron a los repartos de Polonia.
Las Guerras Ruso-Turcas
En 1736 los rusos, volviendo a la política de Pedro el Grande, pensaron que había llegado el momento de
conquistar una salida al Mar Negro. Con el pretexto de un incidente fronterizo en Persia, el ejército zarista se
apoderó de Azov y penetró en Crimea. El emperador, algo preocupado por dejar solos a los rusos frente a los
turcos, atacó en los Balcanes y propuso su mediación. Mientras se abrían negociaciones en el Congreso de
Nemirov (1737), Carlos VI renovó sus fuerzas y preparó con la Emperatriz Ana Ivanovna un proyecto de
reparto del Imperio Otomano. Fiel a la tradición de defender al sultán de las ambiciones austro-rusas Francia,
Francia, influenciada por su embajador en Constantinopla, Villeneuve, aconsejó militarmente al sultán que
venció a los austriacos en Los Balcanes (1737-1739) y al mismo tiempo sugirió el arbitraje francés.
El tratado del Belgrado fue un frenazo a la expansión austriaca en los Balcanes (1 de septiembre de 1739) y
una compensación para los turcos después de las pérdidas del tratado de Passarowitz. Austria devolvía sus
conquistas de 1718, Valaquia y Serbia (Belgrado debería ser desmantelada). Rusia seguía el ejemplo de
Austria, pero conservaba Azov, y los más importante, el mar Negro quedaba prohibido a los navíos rusos. Así
Turquía volvía a las fronteras de 1699. La hábil política francesa de Fleury devolvía a la monarquía francesa
un prestigio perdido. La guerra ruso-turca de 1768 modificaría el equilibrio de fuerzas en esta zona
neurálgica, pero no en el sentido deseado por Francia. El primer ministro Choiseul, después de intentar en
vano sustraer a Polonia de la influencia rusa, optó por un fortalecimiento de la alianza franco-turca,
empujando, mediante el embajador Vergennes, al sultán a la guerra cuando la expansión del poder ruso puso
en peligro el poder ruso en los Balcanes. No obstante el ejército de Mustafá II, pese al apoyo francés,,
difícilmente pudo hacer frente al ejército ruso. Por el contrario, esta intervención precipitó la destrucción del
estado polaco y agudizó las ambiciones rusas hacia Constantinopla. En primer lugar, Rusia quiso apoyarse en
los pueblos cristianos de los Balcanes por medio de los hermanos Orlov. A continuación, pasó a la acción
militar ocupando todo el territorio entre el Dniester y el Danubio. Los rusos recuperaron Azov y penetraron
en Crimea. Al mismo tiempo una flota rusa rodeó el Atlántico, y penetró en el Mediterráneo, provocando
insurrecciones en territorios del imperio Otomano (Morea) y derrotando a la flota turca en Tehesmé (8 de
julio de 1770), cerca de la isla de Chio. Sin embargo no se atrevió a atacar a Constantinopla, que sin embargo
estaba muy mal defendida. Turquía firmó un armisticio, derrotados por tierra y por mar. Este doble revés
aceleró la desmembración de Polonia. Tras producirse esta, catalina II quedó con las manos libres en Oriente.
Tras varios armisticios rotos, en 1773 muere Mustafá III y los rusos, que habían penetrado en Bulgaria,
forzaron a los turcos a capitular. La paz fue definitivamente firmada el 21 de junio de 1773 de Kutchuk-
Kainardi, en el Bajo Danubio. Territorialmente Rusia devolvió sus conquistas y se contentaba con muy poco;
Azov y un fragmento de costa del mar Negro. Turquía renunciaba a la soberanía sobre los pueblos tártaros de
Crimea y las regiones vecinas, que tarde o temprano sufrirán la presión rusa y Rusia obtenía el derecho a la
libre navegación por el mar Negro y el paso libre por los estrechos, aspectos estos fundamentales desde el
punto de vista económico y político. Por último, el tratado estipulaba que los rusos quedaban encargados de
la protección de los pueblos ortodoxos del Imperio Otomano. Estos tenían derecho a practicar libremente su
culto y a acudir a los Santos Lugares de Palestina. Los rusos obtuvieron así privilegios capitales y quedaron
frente al Islam como los únicos representantes y defensores de la Cristiandad en los Balcanes. Esta cláusulas
tuvieron una importancia enorme en la hiostoria de Europa, sobre todo por el debilitamiento progresivo del
Imperio otomano. Eran una puerta abierta a la intervención rusa.
Los conflictos en el Báltico
El motivo de la incorporación de Rusia a la Gran Guerra del Norte (1700-1721), al lado de Dinamarca y
Sajonia, contra el Imperio Sueco fue, sobre todo, su deseo de conquistar una salida al Báltico (Rusia sólo
poseía litoral en el mar Blanco, helado la mayor parte del año). En los primeros años de la guera, Carlos XII
de Suecia obligó a rendirse tanto al elector de Sajonia como a Dinamarca. Sus victorias hicieron dudar de la
resistencia de Rusia a un ataque sueco, pero en julio de 1709 cambió la suerte tras el aplastamiento del
ejército sueco en Poltava. Esta victoria rusa revolucionó toda la situación del norte y este de Europa. Poltava
destruyó el imperio sueco en el Báltico-Livonia y Estonia fueron ocupadas por Rusia- e hizo predominante la
influencia rusa en Polonia, así como en gran parte del litoral del Báltico e, incluso en zonas del norte de
Alemania.
Repartos de Polonia
El primer tratado de partición de Polonia se firmó el 25 de julio de 1772. Por él Prusia obtenía el territorio
entre la Pomerania y la Prusia oriental; Austria, la Galitzia y Rutenia hasta el sur de Cracovia; y Rusia, las
regiones al este del Duna y el Dniéper. Polonia perdía una cuarta parte de su territorio, un tercio de sus
habitantes y quedaba incomunicada del Báltico. Sus instituciones quedaban garantizadas por las tres
potencias, pero su economía quedaba mediatizada por la prusiana en virtud de un acuerdo comercial firmado
en 1775. Sólo Francia intentó sin ningún éxito impedir el reparto de Polonia. Inglaterra se mostró poco
interesada por un problema que no le afectaba; en España, la península italiana o Portugal se consideraba un
ejemplo más de la política de fuerza que dominaba el sistema europeo. Sus consecuencias no tardaron en
sentirse en el frente turco, donde Catalina II tenía las manos libres. El acercamiento a Austria propició que
esta potencia actuara de mediadora. Después de varios intentos fallidos, las tropas de la zarina llegaron a
Bulgaria en 1744 y los turcos debieron capitular. La paz se firmó el 21 de julio de 1744 y fue el tratado más
desfavorable firmado hasta entonces por Turquía. Territorialmente, Rusia aceptaba devolver Moldavia,
Valaquia y Besarabia y se conformaba con Azov y un fragmento de costa en el mar Negro, peor obtenía tanto
la libre navegación por este mar como por los estrechos, y el reconocimiento de su protección sobre los
ortodoxos en el imperio otomano. Crimea era declarada independiente, lo que favorecía su futura penetración
allí.
Tema 10. La Europa del despotismo ilustrado (I): Francia, Austria y Prusia.
Tema 11. La Europa del Despotismo Ilustrado (II): Europa del norte y del sur.
España y Portugal: Carlos III y el Marqués de Pombal. Italia: un modelo para el área católica.
El caso español
Puede decirse que el reinado de Fernando VI fue el preludio del pleno reformismo de Carlos III. El carácter
tímido e indolente del monarca y la escasa ambición de su esposa, Bárbara de Braganza, les llevó a dejar el
gobierno en manos de sus colaboradores, hombres experimentados y capaces, que conocían bien los
problemas del país. El más destacado de ellos fue el marques de la Ensenada, cuyas mayores preocupaciones
fueron el fomento de la actividad económica, la mejora de las infraestructuras y la reconstrucción de la
marina. Obra de Ensenada fue también el nuevo concordato con la Santa Sede, por el cual la corona
controlaba la elección de obispos y otros cargos eclesiásticos y disminuía la salida de caudales hacia Roma.
En lo que fracasó el ministro fue en la reforma del sistema fiscal de Castilla, partiendo del modelo ensayado
en Aragón, debido a la oposición de la aristocracia y el clero. Tras la muerte de Fernando VI subió al trono su
hermano Carlos III, que ya había sido rey de Nápoles. Su reforma comercial más importante fue la
liberalización del comercio de cereales, lo que supuestamente favorecería a los productores y acabaría con
las prácticas de acaparamiento, pero que fracasó debido a las malas cosechas, la deficiente red viaria y la
especulación. Junto a esta reforma destaca la ampliación del número de puertos habilitados para comerciar
con América, lo que provocó un rápido aumento del número de intercambios. Otros proyectos de reformas
fueron la que propugnaba la incorporación de señoríos a la corona, la limitación de las propiedades
eclesiásticas y, en el terreno fiscal, responsabilidad del marques de Esquilache, el establecimiento de la única
contribución. Los celebres motines que llevan su nombre se debieron a causas diversas: la oposición popular
a diversas medidas tomadas en su calidad de responsable del orden público en Madrid; el rechazo a las
medidas liberalizadoras, a las que se achacaba la carestía; y el malestar en la nobleza y el clero ante las
reformas. Pero, a pesar de la sublevación, la mayoría de las reformas no fueron canceladas. La más
importante de las consecuencias fue la expulsión de la Compañía de Jesús, a la que se culpó de las revueltas,
debido a su apoyo a la Santa Sede en la lucha por los derechos del rey sobre la Iglesia nacional (las llamadas
regalías). Esta expulsión permitió también la reforma de la enseñanza: cubriendo el vacío dejado por los
colegios de la Compañía, renovando los planes de estudio universitarios y los métodos de selección del
profesorado. Otra de las consecuencias de los motines fue la reforma del régimen local, limitando la
autoridad de los regidores. Parte fundamental del reformismo carolino fue la restauración del prestigio
internacional, a través de la participación en conflictos como la guerra de independencia de los Estados
Unidos. Esto hizo necesarias medidas organizativas: se reformó el sistema de reclutamiento, se crearon
academias de oficiales, se copiaron las ordenanzas prusianas y se incrementó el número de navíos de la
armada. Pero los resultados dejaron bastante que desear. Al mismo tiempo, la necesidad de financiar los
nuevos esfuerzos bélicos llevó a la emisión de vales reales, especie de títulos de deuda pública, cuya
depreciación provocó la creación del banco de San Carlos con el fin de respaldar su conversión en dinero. En
cuanto a la Administración, destaca la creación de la Junta Suprema de Gobierno, origen del actual Consejo
de Ministros. Este órgano favoreció la adopción de criterios generales, dotó al equipo de gobierno de mayor
estabilidad ante los cambios en su composición y permitió resolver rápidamente los conflictos de
competencias
Portugal e Italia
Otros estados europeos, como Portugal, Parma, Nápoles y el Gran Ducado de Toscana, desarrollaron las
mismas aspiraciones de centralización, reforzamiento del poder fiscal y dirección ideológica de la sociedad
que los grandes estados antes tratados. Por vinculaciones familiares y afinidades políticas, el reformismo de
Carlos III tuvo su prolongación en los enclaves borbónicos de Parma y Nápoles, debido al impulso
reformador de los ministros Du Tillot y Tanucci. El marqués de Pombal gobernaría con mano de hierro
durante veinte años el Portugal de José I, aplicando sin vacilar las fórmulas reformistas del Despotismo
Ilustrado. En cuanto a Toscana, el Gran Duque Pietro Leopoldo se caracterizó por un reformismo muy
apegado a los problemas del país. En el campo de las reformas económicas, Toscana fue el principal centro
de la Europa continental en cuanto a las teorías librecambistas en la agricultura. Además se distribuyeron
tierras estatales entre los aparceros y se dio formación agrícola a los campesinos. Los gremios vieron
restringidos sus privilegios en Italia y se combatieron los prejuicios contra el trabajo manual. En Portugal,
Pombal se centró en desarrollar el comercio a través de la protección estatal a estructuras empresariales y
capitalistas nacionales. Los jesuitas fueron expulsados de Portugal, Parma y Nápoles debido a su oposición a
las doctrinas regalistas y sus bienes confiscados. Esta expulsión fue acompañada en Parma por toda una
batería de medidas contra la Iglesia: desamortización de sus bienes, obligación de tributar y abolición de la
Inquisición. El país políticamente más avanzado fue Toscana, donde se suprimió la tortura y la pena de
muerte e incluso el Gran Duque proyectó una Constitución que crearía una Asamblea representativa de
carácter consultivo. Pero la Revolución francesa acabó con las medidas reformistas.
********************