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Antes que pensar cuál sería el papel o la función de las humanidades en nuestra sociedad, cabría
hacer la pregunta ¿qué podemos hoy entender por humanidades? Como historiadora me es
transparente que los conceptos están en el tiempo. Hay algunos que por su densidad, su
complejidad o su referente son más lábiles al entorno, y se tornan polivalentes; el de humanidades
es sin duda uno de éstos.
Considero que el sueño sí se realizó, pero duró lo que podía soportar la sociedad que
sostenía esta visión del mundo –la que identifico como “construcción retórica de la
realidad”–. Con este carácter retórico de la concepción del mundo, me refiero a las
sociedades que reconocemos como del Antiguo Régimen.
Ahora bien, si esta organización estratificada pudo establecer un orden que permitió,
por un lado, un aumento de complejidad social importante, a la vez se llegó a un punto
en el que desde un solo centro no se podía organizar todo el orden social. Lentamente
se dio la emergencia de la que hemos llamado la modernidad, que se caracteriza hasta
hoy por la multitud de sistemas funcionalmente diferenciados, que se reproducen en
forma autónoma e independiente, y que han generado un policentrismo, para nosotros
ya plenamente visible: la llamada “sociedad mundial” y el “proceso de globalización”:
En esta sociedad diferenciada por funciones (o por diferenciaciones funcionales), los sistemas parciales son desiguales
por la función que cada uno de ellos desarrolla. Todo sistema parcial se diferencia y se define con base a la función
específica que desarrolla en la sociedad: los principales son el sistema político, el sistema económico, el sistema de la
ciencia, el sistema de la educación, el sistema jurídico, las familias, la religión, el sistema de salud, el sistema del arte. La
comunicación fundamental en la sociedad está por tanto estructurada alrededor de estas funciones. [...]
Toda función se desarrolla de modo autónomo por un sistema parcial. Todo sistema parcial hipostatiza el primado de su
propia función, que determina la orientación de la misma: en otras palabras, todo sistema parcial observa la sociedad a
partir de la propia función.5
Por ejemplo, si observamos el decurso de la historiografía a partir del siglo XIX –en el
que se ubica la última posibilidad de organizar la sociedad desde un centro rector, la
Nación–, ya en el siglo XX podemos recorrer este camino de “policontexturalización”:
de las historias nacionales se pasó a la historia política, la historia económica, la
historia social, y ellas pueden leerse como intentos ya imposibles de convertir esos
subsistemas en centros desde los cuales describir toda la sociedad.
Los problemas de la sociedad global se tratan al nivel de cada sistema parcial individual, que produce sus propias
tipologías y soluciones de problemas: en los diferentes sistemas de funciones se realiza así el tratamiento simultáneo de
los problemas más relevantes para la sociedad. Los hechos, los acontecimientos y los problemas se generalizan
mediante su especificación en los sistemas parciales. El aumento de complejidad con respecto a las sociedades
precedentes deriva de esta condición poliédrica de observaciones sin orden de importancia.6
Una Propuesta
Así, por lo pronto, me interesa enumerar lo que las humanidades no pueden más
incluir:
* Si “...la corrección y la elegancia del estilo, según el buen uso de los viejos maestros
de la latinidad, constituían un requisito ineludible de toda tarea intelectual...”, los studia
humanitatis se distinguían de la “no–retórica”, lo no correcto o elegante.
Al respecto cualquiera puede hoy constatar que belleza, bien y verdad han dejado de
recubrirse e identificarse, y para principios del siglo XXI, el arte, la moral y la ciencia
conforman espacios sistémicos diferenciados. Es más, la relación entre ellos se
observa –en un abanico de posibilidades– desde indiferente hasta conflictiva. Creo que
con estos ojos podemos leer los trabajos que desde el siglo XIX plantean la distinción
entre “Ciencias del Espíritu” y “Ciencias de la Naturaleza”, pasando por la distinción
entre “Humanidades” y “Ciencias Sociales”, hasta la más reciente de “Ciencias del
Hombre”, que intentan demarcar un territorio propio, o las distinciones más
particulares, para el caso de la historia, entre ésta y la literatura, entre historia y ficción,
que tanta polémica han generado en la disciplina.
Por este camino, que no es el que pienso recorrer, considero que, independientemente
de la postura que se adopte, ya no es posible pensar que hay algo intermedio entre la
ciencia y el arte, o entre diversos tipos de ciencias, y en ello suscribo la afirmación de
Niklas Luhmann:
“Por otra parte, parece haber un cambio en la forma en que estos dos grupos de
conocimiento se identifican a sí mismos. No tienen ya su propio objeto o dominio. Esta
clase de orientación atomista, del ‘último elemento', ha desaparecido en la ciencia”.8
Ya no es posible hablar de objetos específicos o diferenciados.
No se trata de un simple cambio de conceptos para evadir el problema, sino que esta
forma de concebir la cultura la convierte en la memoria de la sociedad moderna.
La memoria social nos permite heredar identidades a partir de las que nos adscribimos
a una sociedad. A medida que la modernidad occidental fue avanzando, y con ella la
diferenciación funcional, estas pertenencias no sólo se multiplicaron y complejizaron,
sino que entraron en conflicto y competencia. Este proceso se hizo ya claramente
visible a partir del siglo XVII, en el que ya observamos, por ejemplo, interminables
discusiones sobre las características definitorias –los lugares comunes sociales– de un
predicador, y cómo éstas se confundían con las de un hombre de letras; se perdía el
centro rector desde el que el sacerdote debía estructurar su identidad, y la unión de
bien, belleza y verdad.
Y aunque en aquel tiempo [el de San Pablo] estuvo bien ir con aquel cuidado de el poco adorno en el decir, para
diferenciar los caminos de Dios de los del mundo: ya recibida la fe y de tantos años pasados, bien se permite predicar
con lugares retóricos y aprovecharse del buen decir y hablar [...] Antes vemos que hace más provecho el predicador que
tiene las condiciones del buen orador, y le sigue más gente que el que no usa de ellas. Y está muy en razón, porque si
los antiguos oradores hacían entender al pueblo las cosas falsas por las verdaderas (aprovechándose de sus preceptos
y reglas) mejor se convencerá el auditorio Christiano, persuadiéndole con artificio aquello mismo que tiene ya entendido, y
creído.
Lo primero que aparece a la vista es que el siglo XVIII, con la expansión de sus horizontes de observación regionales e
históricos, cultiva intereses de comparación y los aplica en aquello que considera “interesante”. A esta capacidad se la
conceptualizó como el “quid” y se la definió como habilidad de encontrar similitudes que se encuentran alejadas. Largas
discusiones sobre los temas y préstamos de la ciencia y de las artes, primero bajo la famosa querella de lo antiguo y
luego sobre lo moderno, concentraron la atención en las innovaciones y en la originalidad, pero llegaron a un callejón sin
salida porque se encajonaron en la discusión por quién tenía la primacía. No se podían ignorar simplemente los temas y
el estado del conocimiento de la tradición, y su mera repetición aparecía como algo aburrido. En esta situación se podía
hacer más justicia a una perspectiva comparativa y sobre todo historizante y, al mismo tiempo, a la multiplicidad de lo que
parecía en público. En el siglo XVIII, se expande y se ahonda este interés en la comparación a partir del relieve de un
concepto de cultura que está tomada del círculo ordenado de los temas de lo comparable y que expresamente así se
presenta.10
Esta concepción histórica de la cultura se caracteriza, entonces, no sólo por ser una
reflexión, sino una autorreflexión, y ello le da esa posibilidad de poder a la vez
comparar fuera de sí misma, pero sin salirse totalmente de sí, o sea de enfrentar la
contingencia constitutiva del mundo moderno. Opera en el límite en el que, sin cerrarse
dentro de su espacio –como lo puede hacer una sociedad premoderna–, tampoco se
diluye en el espacio de lo otro con el que se establece la comparación. La vida social
sigue funcionando en un primer nivel de certeza, a pesar de que se sepa que existen
infinitas posibilidades de comparación, y por ende, de diferencia, mismas que se sitúan
en un segundo nivel, el reflexivo.
La jerarquización del ser o de la verdad, que permitía tener un lado fuerte en las
distinciones, y por tanto posibilitaba la concepción de un deber ser desde la
perspectiva occidental (los studia humanitatis, el progreso, la civilización, la
racionalidad, etc.) se liquida conceptualmente hoy, y las comparaciones se tendrán
que hacer desde un principio implícito de simetría, aunque no sin tensiones ni quiebres
en la realidad de la vida cotidiana.
Acaso este enfoque nos permite comprender cómo hemos aprendido a vivir en esta
“condición poliédrica” los habitantes de Occidente, condición que, como historiadores,
percibimos con curiosidad, y como actores históricos con no poca perplejidad y azoro.
Notas
1 Francisco Rico, El sueño del humanismo: de Erasmo a Petrarca , Barcelona, Ediciones Destino, 2002, p. 18.
2 Giancarlo Corsi, Elena Esposito y Claudio Baraldi, Glosario sobre la teoría social de Niklas Luhmann , México, Anthropos/ UIA / ITESO,
1996, p. 60.
3 Ibidem , p. 60.
4 Niklas Luhman y Raffaele de Georgi, Teoría de la sociedad , México, UG/ UIA/ ITESO, 1993, p. 387.
7 Niklas Luhmann, Teoría de los sistemas sociales II (artículos), México, UIA/ITESO/ Universidad de los Lagos, 1998, p. 192.
10 Ibidem. , p. 195.
lengua
Perla Chinchilla Pauwling, “El fin de las Humanidades”, Fractal nº 40, enero-marzo, 2006, año X, volumen
XI, pp. 133-144.