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El gusto es mío
Abundancia de dioses
De la crítica como poética
Forma y abstracción
El buen color
Textura
Materia
Proporción
Lengua y gramática
Composición
El tipo y la moda
ULTÍLOGO
NOTA POSTRERA
PRELOGO
Por lo general se suelen leer prólogos que son "prolongos", o sea, prolongaciones
del libro escritas como "presentaciones". En el caso de este libro no es así: he
decidido empezarlo diciendo sinceramente lo que quiero hacer, así que "prefacio"
sería más adecuado que pro-logo pero puesto que lo que voy a "facer" no es más que
“logos”, sigo prefiriendo llamar a ésto "prelogo". Bueno, luego se verá lo que hago y
tal vez, al final (no lo sé aún), escriba un epílogo, o mejor, un ultílogo.
Quiere decir todo ello que el lector tiene entre sus manos una "idea" de este libro
que yo aún no poseo. Habrá leído la solapa, habrá ojeado el índice, habrá echado un
vistazo a las ilustraciones y a algunas líneas del texto para ver de qué va. A estas
alturas, el autor, o sea yo, tiene tan sólo una pantalla de ordenador en blanco y una
ligera idea del libro que quiere escribir. Nunca me había puesto a pensar seriamente
en la asimetría que se da entre el escritor y el lector. Los libros son falsos mitos de
comunicación: creemos que lo que escribimos es lo que decimos o pensamos pero
eso no es verdad pues, para empezar, está claro que lo que ahora escriba será
posteriormente revisado y corregido por mí mismo antes de darlo a su lectura.
Los tiempos de comunicación del libro son bastante más aleatorios de lo que nos
creemos. Yo empiezo el libro en el mes de septiembre del 2001, concretamente hoy
día 24, festividad de la Merced. El lector sabrá qué día es hoy para él y si eso tiene
que ver con el libro o es indiferente. Así mismo, el lector podrá releer el libro más
adelante, extrayendo cosas en las que no había reparado en la primera lectura, y así
sucesivamente.
Aunque sea éste mi primer libro escrito de comienzo a fin, no soy novel en la
escritura. En el año 1983 escribí y publiqué mi primer artículo y desde entonces no
he parado de escribir sobre arquitectura. A comienzos del año 2000 preparé una
recopilación de mis mejores artículos bajo el título "Una Voz en un Lugar" y lo
envié a varias editoriales. En las fechas en que esto escribo todavía anda por ahí en
busca de editor. Con las sobras, esto es, con artículos de temática más local y acaso
efímera, salió otro libro recopilatorio que, éste sí, fue felizmente editado por el
Colegio de Arquitectos de La Rioja con el título "El Retablo de Ambasaguas".
Puestos a escribir un libro, uno trata de imaginarse el título que tendrá, a ver si eso le
da una pista y le guía en lo que quiere escribir. Durante este verano del 2001, mi
buen amigo José Angel González Sainz me sugirió que escribiera un tratado para
ayudar a interpretar la arquitectura (o las artes plásticas en general) a gentes más o
menos cultas (como él mismo) pero ajenas al mundillo de la arquitectura por esa
estúpida compartimentación gremial de los saberes y las consiguientes jergas
segregacionistas que producen. Si este libro llegara a satisfacer su invitación, podría
muy bien titularse Manual de Crítica de la Arquitectura, entendiendo la crítica como
interpretación, y la arquitectura en el sentido amplio y abierto de la famosa
definición de William Morris, esto es, “la consideración de todo el ambiente típico
que rodea la vida humana” o el “conjunto de las modificaciones y alteraciones
introducidas en la superficie terrestre con objeto de satisfacer necesidades humanas,
exceptuando sólo al puro desierto”.
Pero un Manual o un Tratado es un título algo frío y pretencioso, así que también
tengo otros más cálidos y autobiográficos. Parodiando al exitoso "Etica para
Amador" de Fernando Savater, había pensado que esto que el lector tiene en sus
manos podría ser una "Estética para Teresa", pues el conjunto de saberes sobre arte,
arquitectura y belleza que aquí quiero contar, le vendrían estupendamente a Teresa,
mi hija mayor que, justamente hoy, 24 de septiembre del 2001, empieza en Valencia
sus estudios de Arquitectura.
Digo que tengo experiencia, que tengo material de cimientos y que casi tengo un
título. El lector sabe también lo que tiene entre manos, así que podía muy bien dejar
yo el prelogo aquí, no sea que entre lo que me propongo escribir al comenzar el libro
y lo ya escrito y en manos del lector, hubiera engorrosas divergencias.
Rebajadas mis posibles ínfulas de escritor, quisiera decir que con este libro pretendo
hacer otras dos cosas: una, escribir de forma más o menos ordenada los contenidos o
ideas de las innumerables clases de diseño que he ido preparando durante mis años
de docencia; y dos, reescribir el libro que torció para siempre la idea de la
arquitectura que me enseñaron en la universidad. Explicaré lo más brevemente que
pueda lo uno y lo otro.
A finales de los años ochenta a alguien en Madrid se le ocurrió que ya era hora de
que este país se animase a dar el salto que la Bauhaus dio a comienzos de los años
veinte en Europa, esto es, que las escuelas nacidas del movimiento Arts & Crafts se
transformasen en Escuelas de Diseño. Se creó un cuerpo nacional de profesores de
diseño y se convocaron oposiciones. Al estudiar para ellas me di cuenta de que
apenas nadie tenía claro lo que era el diseño y su docencia, así que tanto en la
preparación de las oposiciones como en la confección de los cursos que empecé a
impartir después de superarlas, todo el trabajo fue personal y autodidáctico. Una
gran baza tenía de mi parte, y era mi formación como arquitecto. Desde la
arquitectura había tenido acceso al mundo de las bellas artes, al mundo exterior de la
utilidad y la economía, había tenido cierto acceso a la historia y a las técnicas y
sobre todo, lo más importante, había aprendido "el método". El proceso de diseño no
es otra cosa que una oscilación en espiral entre una proposición creativa y una crítica
inmediata; una cosa tan sencilla y tan de sentido común que daría vergüenza
escribirla si no fuera porque apenas nadie la entiende. Desde que el mundo da un
gran valor a las propuestas creativas y es reacio a la crítica, todas las creaciones van
dando tumbos y se tarda muchísimo tiempo y se pierde una enorme cantidad de
energías en colocar las cosas en su sitio. Algunas, incluso, no se recolocan nunca. La
primera tarea para recuperar el valor de la crítica en el proceso de diseño era
formular un sólido vocabulario, y a ello me dediqué en la preparación de mis clases.
Si no me equivoco en el pronóstico, este libro que ahora empiezo tendrá mucho de
"diccionario de la crítica de la arquitectura" (otro posible título), si bien, no
dispuesto en orden alfabético.
Mediados los años ochenta y desengañado como estaba con mi profesión, tanto por
el penoso ejercicio de la misma como por la pobreza general de sus resultados, cayó
en mis manos el libro "El modo intemporal de construir" de Christopher Alexander
(ed GG Barcelona 1981). El impacto que me produjo su lectura cambió mi
percepción de la arquitectura por completo, de manera que bien podría decir que en
mi vida hay un antes y un después de este libro. Para mi sorpresa, la lectura de este
libro no producía en otra gente los mismos efectos que en mí, lo que me hizo
sospechar desde el primer momento que era una cuestión de posología. Puesto que
los efectos sobre mi persona me daban la certeza de que había encontrado la verdad,
estaba claro que el libro de Alexander tenía algunas contraindicaciones que había
que superar.
Pensé por tanto que valdría la pena reescribir las verdades de "El modo intemporal
de construir" en otro tono y hasta me lo propuse como contenido de una tesis
doctoral que habría de ser el colofón de mi carrera académica como profesor.
Pasados tres, cuatro, cinco años después de acabar los cursos de doctorado sin que la
tesis se pusiera en marcha, supuse que era porque el formato pedante de una tesis
universitaria no le convenía a un tema de tal vitalidad. Bien mirado, no cambiaría
nunca los honores cum laude que proporciona una tesis por el envaramiento que ésta
le daría a las verdades formuladas por Alexander. Si el lenguaje religioso o
pragmático no le convenían, mucho menos las abstracciones del academicismo
universitario.
Un puñado de lecciones para Teresa, un manual para José Angel, un guión para mis
clases, o una reescritura en tono amable de las verdades enunciadas por Alexander
en El Modo Intemporal de Construir, son las causas nobles de este libro.
Luego, hay otras causas algo menos nobles de las que también me quiero confesar.
El pretendido salto desde las Escuelas de Artes y Oficios a Escuelas de Diseño no se
llegó a producir, pues al echarse la LOGSE encima de las viejas y desvaídas
escuelas arts & crafts las convirtió en una extraña mezcla entre malos institutos de
bachillerato y voluntariosos centros de formación profesional con un alumnado
desorientado, mediocre y variopinto que poco o nada tiene que ver con la muy
concreta labor docente para la que me había preparado. Con el paso de los años,
según iba avanzando en la preparación de mis clases, más lejos o más atrás se me
quedaban mis alumnos. En ese tira y afloja por adaptarme a ellos y por no
aborregarme, la escritura crítica ha venido siendo mi bálsamo preferido.
Ahora bien, al haberla vertido en los medios locales y en forma de artículos, en vez
de beneficiarme con sus propiedades curativas ha ocurrido, por el contrario, que me
han producido nuevos sarpullidos. Si el uso de la goma de borrar (crítica) está poco
aceptado y extendido en el proceso de diseño, en el mundo cultural, local y
provinciano de lo ya producido, es poco menos que satánica. Los medios de
comunicación locales de La Rioja han publicado mis escritos críticos como
haciéndome un favor, y en su arrogancia se han permitido no pocas veces mutilarlos,
alterarlos y hasta presentarlos con reservas hacia el autor. Escribir un libro en mi
caso no es pues otra cosa que meterme en un refugio donde aplicarme al bálsamo de
una escritura que compense el desequilibrio de mi tarea pedagógica y el
encanallamiento de la escritura periodística. Causa poco noble, como ya antes decía.
He retrasado mucho en mi vida la tarea de escribir un libro porque frente a la clase
personal o el artículo inmediato, se me antoja un medio excesivamente distante. El
tiempo que media entre la escritura y la lectura, o la diferencia de circunstancias
entre el lector y el autor puede ser tan grande que no me extraña que se incurra en el
exceso antes denunciado de considerar a los libros como entes autónomos del autor
y del propio lector: obras con vida propia. O aún peor: hitos o mitos.
Una vez más y para acabar ya con este prelogo, digo que no quiero separar lo aquí
escrito de quien lo escribe ni de quien lo lee. Ello me sugiere que en vez de Tratado
o Manual podría llamar a este libro “Carta”, con el doble sentido que la palabra
tiene: instrumento de navegación por el turbio mundo de las artes plásticas, o
comunicación afectiva entre un autor y un lector. Si no me decido por ello es porque
“Carta de crítica” no me suena bien y porque una carta de verdad tiene siempre un
destinatario conocido. Dejémoslo pues en “Manual” que también es un término
evocador de cercanía (“lo a la mano” que escribe Heidegger en el epígrafe 22 de El
Ser y el Tiempo) y que, al comienzo del libro, me sugiere el cordial darse la mano
entre desconocidos como principio de entendimiento; y al final de su lectura, -ojalá
sea así-, el sello de una amistad.
(lo que quiere decir que he tardado dos días en escribir a ratos sueltos este prelogo)
CAP 1. GUSTO, TEORIA Y CRITICA
El gusto es mío
Mientras nos dábamos la mano al final del prelogo nos decíamos uno al otro
“el gusto es mío”, o “mucho gusto en conocerle”, mencionando así el primer gran
problema de toda estética: la cuestión del gusto. La verdad es que iniciar el
conocimiento de otra gente siempre da gusto. Somos “palabra-en-diálogo” dice el
conocido verso de Hölderlin, y en el diálogo nos reconocemos como seres
humanos (no me puedo sustraer a recomendar siempre la lectura del comentario que
hace Heidegger de este verso en “Hölderlin y la esencia de la poesía, ed. Anthropos,
Barcelona 1989). Con el saludo iniciamos un camino y sentimos la misma alegría
que se experimenta cuando se comienza la ascensión a una montaña. Luego vendrán
las dudas, las bifurcaciones, los problemillas o los esfuerzos de entendimiento; así
que disfrutemos de ese pequeño placer con que se inicia todo conocimiento, el
placer del gusto.
Pero antes de dejar al gusto atrás hagamos un breve repaso de alguno de sus
hitos históricos. Recordemos que la cuestión del gusto fue propuesta por François
Blondel como tema a debate en la sesión inaugural y fundacional de la Académie
Royale D’Architecture el 31 de diciembre de 1671. Tras un año de pacientes análisis
y disquisiciones, la sabia Academia concluyó en sesión de 7 de enero de 1672 sin
resolución alguna. Sólo se afirmó (cito a Hanno-Walter Kruft, Historia de la teoría
de la arquitectura, vol 1, ed. Alianza Forma, Madrid 1990 pag. 169) “que aquello
que estuviese hecho con bon goût necesariamente había de gustar, mas no todo
aquello que gustara necesariamente tenía bon goût”. “A la semana siguiente -sigue
Kruft- se llegó a un consenso provisional, en tanto se llamaría de buen gusto a
aquello que gustare a un individuo inteligente”.
Si la manifestación personal del gusto sobre una obra es la suma del grado de
concordancia entre el ordenamiento del objeto y el de la mente del receptor más el
grado de novedad que el sujeto ve en el objeto, queda claro que ya no es un juicio
sobre una cosa sino sobre una relación entre persona y cosa. El “me gusta” de uno y
el “me gusta” del otro quedarían así bastante aclarados, y frente al “De gustibus non
disputandum”, vieja máxima que corta todo juicio estético nada más comenzado,
habría que hacer campaña por un nuevo latiguillo que dijera algo así como: “toda
expresión del gusto es explicable”.
Desde el primer día de clase insto a mis alumnos a que se abstengan de decir
“me gusta” o “no me gusta” al ver algo, porque con ello no hacen sino hablar de sí
mismos, desnudándose imprudente e impudorosamente ante los demás. La
manifestación de los gustos personales es una cuestión tan íntima o más que el
descubrimiento de la piel, pues estaríamos poniendo al descubierto, como dice
Benévolo, tanto nuestra estructura genética como el patrimonio cultural recibido,
desvelando así todos nuestros misterios. Estaríamos hablando más de nosotros que
de lo que tenemos delante, o dicho de otro modo, estaríamos utilizando lo que
tenemos delante como disculpa para hablar de nosotros.
Un solo fragmento del libro “Paisajes con fisuras” (ed. Pretextos, Valencia
1999) de Eduardo Gil Bera es muchísimo más claro que las miles de páginas que
diariamente se escriben sobre la moda. Leamos:
Los afortunados hijos del Siglo de Oro español tenían gran labor y tormento
a causa del servicio debido a los rizos y follajes de aquellos tremendos cuellos
apanalados que les hacían andar empalados de miedo de ajar un cangilón.
El siglo continuó su transcurso y cuando se hubo consumado el ciclo de
aquellos cuellos vanos y fueron derrocados por las valonas, se impuso el severo
régimen de las bigoteras. En consecuencia, era deber y precepto de los caballeros
llevar día y noche el bigote refajado en un tirilla de gamuza para poder publicarlo
tieso y pegado a la mejilla. Todo el mundo civilizado seguía esa moda española
como lo hizo con la anterior. Valladolid y Salamanca eran los lugares más ricos,
fastuosos y refinados del universo.
El devenir que no se complace en la permanencia, siguió su proceso y
aconteció la toma de poder de los puños alechugados y las pelucas empolvadas. Los
ingenios españoles se encontraban agotados por los trabajos rendidos a la vieja
causa de los cuellos apanalados y las bigoteras, de modo que fueron los esforzados
franceses quienes se pusieron a la vanguardia al servicio y defensa de la nueva
guardarropía, de manera que ahora Marly y Versalles marcaban el paso a la
civilización.
Estos tránsitos decisivos de la Historia, proceso de manifestación de la Idea
del Tiempo, repercutieron en una multitud de hablillas, menudencias, ecos y
fenómenos adventicios en otras disciplinas menores tales como la economía, la
política o la literatura.
Gusto y Moda son por tanto conceptos ligados no tanto a los sujetos
individuales cuanto a la Idea del Tiempo, o mejor, Superstición del Tiempo, que
anida en los sujetos. A partir de la cual se construyen religiones que a cambio de la
oración diaria (leer el periódico o ver la televisión) y la práctica de variados ritos y
sacrificios, ofrecen, como todas las religiones, generoso consuelo y razón de vivir a
millones de seres humanos.
Últimamente puede verse en los rótulos comerciales de las ciudades que los
peluqueros se autodenominan “estilistas”. Este es un título no universitario que hasta
no hace mucho utilizaban sólo los encargados de la “imagen” de una revista o de un
espectáculo, y los escritores muy amanerados. Quienes deberían reclamarlo con
justicia son los historiadores del arte, pero nunca lo han hecho por miedo a ser
tomados por maricas. Ahora que esto último está de moda, quién sabe....
Abundancia de dioses
Todo lo que Vd. quiera saber sobre la palabra Teoría lo tiene fácilmente a
mano en el María Moliner, excepto la etimología. Como yo no soy filólogo ni
aficionado a las etimologías ortodoxas y no tengo diccionario etimológico, me gusta
inventarlas yo mismo así que voy al apartado de afijos y cojo y coso los trozos de las
palabras. Teo- es dios, y -ría es abundancia así que, mira por donde, “teoría” es
abundancia de dioses, que es definición que no viene en el diccionario, pero que ya
había yo empezado a sospechar.
Pero por mucha que sea la producción, el libro originario o primer libro de
teoría que ha llegado hasta nosotros sigue gozando del máximo prestigio, y con él
los tres principios o dioses (¡cielos! otra trinidad...) que deben fundar toda buena
arquitectura y regirla en mutuo equilibrio, a saber, la FIRMITAS, la UTILITAS, y la
VENUSTAS.
Claro que a continuación decía una verdad como un templo de grande: “La
búsqueda que de esa cualidad hacemos en nuestras propias vidas es la búsqueda
central de toda persona y la esencia de la historia individual de cada persona. Es la
búsqueda de aquellos momentos y situaciones en las que estamos más vivos”, y en
los cuales, por supuesto, está presente la cualidad (capítulo 1). Para olvidarnos de los
dioses no está nada mal perder su nombre, y ahí “le alabo el gusto” a Alexander,
pero no hay que olvidar tampoco que los grandes y peores dioses, los dioses únicos,
también quisieron alguna vez llamarse innominados. Volveremos enseguida a
Alexander.
En ese sentido la ciencia podría tener más que ver con la crítica que con la
teoría. Sigo con Morales: “Si existe una manera distinta -y aún distante- de pensar
respecto de la que pone en juego la teoría (...) la crítica representa el pensamiento
que tiende a la penetración en un campo y a la distinción de las porciones o
ingredientes que lo integran. Crítica es, en rigor –y en griego-, separación (...) el
conocimiento crítico se origina en la producción de cierta crisis o separación de los
integrantes de un todo.”Pero a diferencia del “análisis” en el que tan sólo “se
disuelve un todo para analizar sus componentes (...) la crítica remite,
primordialmente a valores”.
Dentro de la superstición del tiempo, o del devenir que dice Severino, habría
un antes teórico o fundamentador; luego un hacer o poiesis más o menos
fundamentado en la teoría o más o menos abierto al azar; y al fin, una crítica
posterior, que disecciona lo hecho y que valora la adecuación de lo hecho a los
principios fundamentadores de la teoría. “La crítica se halla fundamentada también
por la teoría, de la que recibe su razón interpretativa, su criterio”, dice Morales.
Sin crítica no hay arquitectura y el hacer que sólo hace, el hacer que solo
construye no provoca sino locura y desolación. La locura del actual hacer opera en
dos direcciones: por un lado, en un desenfrenado e incontrolado hacer sin crítica que
podríamos denominar territorio de los ingenieros o del aparato científico-
tecnológico. Por otro, en una teoría (abundancia de dioses) que consiste en la
confección de un santoral de Artistas, cuya fama y renombre escapa a toda crítica.
Habría una tercera vía que es la que expone Félix de Azúa en la voz “Crítico” de su
excelente “Diccionario de las Artes”, (ed. Planeta, Barcelona 1995), a saber, la del
crítico como creador único de la realidad en una cultura en la que lo mediático va
por delante de lo real. La crítica, según esa acertada denuncia, estaría monopolizada
por los periodistas, quienes cada día en sus periódicos dictaminarían
implacablemente lo que existe y lo que no existe.
Dado que un proyecto empieza por una reflexión sobre la función parece
consecuente la variación nominal que hizo Alberti de la UTILITAS vitrubiana
convirtiéndola en NECESITAS, -tal y como hemos mencionado ya en el capítulo
anterior. El concepto de la necesidad es anterior al concepto mucho más mercantil
de lo utilitario, aunque el pensamiento mercantil, que todo lo invade, descubrió
luego que las necesidades primarias no son suficientes y que para fabricar y vender,
lo primero “es crear necesidades”.
Sea como sea, al siglo XX la utilitas llegó con muchísima fuerza llamándose
“función”, término que, sin embargo, se usaba en mi infancia para designar al teatro.
De la adoración monoteísta a la función (función como utilidad y no como teatro) se
derivó el “funcionalismo”, secta arquitectónica que el Diccionario de Arquitectura
de Pevsner define de la siguiente manera: “Teoría de un arquitecto o proyectista
que considera su obligación principal lograr que un edificio proyectado por él
funcione perfectamente” (Pevsner 1975, v. esp. ed. Alianza 1980, pag. 253). No es
una definición muy brillante pero se agradece la claridad que resulta de poner
jerarquía en el Olimpo.
Decía muy bien Venturi en “Functionalism yes, but...” que “la arquitectura
funcionalista fue más simbólica que funcional”, pero no tan bien que “la función
era un símbolo vital en el contexto cultural de la década de los veinte”. Lo que era
un símbolo vital después de la Primera Guerra Mundial, tal y como ha contado
espléndidamente Jünger, no era la función sino el “poder de la técnica”. Le
Corbusier se inspiraba en los automóviles, los barcos y los aviones para definir su
nueva arquitectura, y ponía su coche delante de sus edificios construidos para
expresar cierta similitud de inspiración. Setenta años más tarde, las fotografías de
sus casas con coche resultan patéticas porque el símbolo tecnológico del edificio es
increíblemente más fuerte que las obsoletas formas de los coches, demostrándose
así, con meridiana claridad, el contenido simbólico de la arquitectura mal llamada
funcionalista.
De algún modo, se entendería mejor a Le Corbusier como un anticipo de la
arquitectura de la expresión técnica o “high tech” que iniciarían Renzo y Piano en el
Centro Pompidou de París, y que tendría continuidad con las obras de los ingleses
Foster o Greenshaw.
Mucho más famoso, y hasta más ramplón, Gehry pone un avión a la entrada
de un museo aeroespacial (f 2.12) o unos prismáticos a la entrada de edificio
comercial en California, y así sucesivamente. Robert Venturi quiso rescatar toda esta
imaginería simplona e incluso promoverla pero, como es sabido, en ello encontró su
tumba.
Como ninguno de estos rostros es muy agraciado, vamos a dejar aquí al dios
función y vamos ver que nos ofrece el siguiente.
CAP 2. LA SANTA TRINIDAD - Sólido, líquido o gaseoso
Sabedor el hombre de su condición efímera, nunca ha dejado de soñar con la
eternidad ni de sentir fascinación por todo aquello que le pudiera sobrevivir. Buena
parte de esos sueños los ha puesto en abstractos o en imaginarios, en palabras
trascendentes o en paraísos prometidos, pero otra buena parte los ha puesto en
realidades mucho más tangibles. La Arquitectura, por el gran esfuerzo humano
acumulado en su construcción, es el más tradicional de estos sueños. Así que es
totalmente coherente que desde el primer tratado se la pusiera bajo la encomienda o
advocación de un dios llamado FIRMITAS.
Por si ello fuera poco, las primeras civilizaciones de la historia humana
levantaron fabulosas construcciones, que aún siguen ahí recordándonos el increíble
y desmesurado esfuerzo que pusieron en hacer realidad sus sueños. Por un lado, las
pirámides egipcias o aztecas expresaron esta voluntad mediante el volumen colosal,
mientras que por otro lado, los incas la expresaron en la perfección de la
estereotomía.
Ante esta dejación de sus funciones, el arquitecto, que para eso es el que
lleva el nombre de la arquitectura encima, ha tenido que acudir a encender velas (o
apagar fuegos) allí donde no le correspondía, sobre todo porque la legislación
moderna ha encontrado en él al chivo expiatorio de las causas judiciales abiertas por
la ruina prematura de algunas construcciones. Curiosamente, a ningún arquitecto se
le ha procesado por lo feos que son sus edificios ni lo disparatados que son sus
planeamientos.
Ricardo Bofill, por ejemplo, tuvo que sufrir mucha mayor
persecución porque se le cayeran las plaquetas de las fachadas de Walden 7 que por
la aborrecible fealdad de dicho bloque de viviendas o por el esperpéntico
planteamiento del mismo sobre el que “eminentes” críticos aún dicen cosas tan
pusilánimes como éstas: “Walden 7 es el incompleto proyecto de una ciudad en el
espacio para individuos liberados (¿¡!?). Heredera clara de las utopías tecnológicas
del grupo Archigram, no está realizada, sin embargo, a base de viviendas cápsula
sino con una tecnología no excesivamente industrializada, de hormigón armado y
recubrimiento cerámico” (“La vivienda en Cataluña”, artículo de Josep María
Montaner en rev. A&V n. 11 pag. 28). Nunca sabremos cuánta responsabilidad
tendrá Bofill en la idea de esa montaña temblorosa de pisos o en que se le caiga el
aplacado, pero lo que está claro es que su fealdad cae bajo el manto de su entera
responsabilidad. Pero fealdad aparte o acaso por su misma fealdad, el hecho es que
la Historia del Arte de los estilistas o las revistas de los críticos periodistas la han
recogido en sus páginas con más aplauso que condena así que ese edificio ya ha
entrado en la Historia de la Arquitectura y no sería de extrañar que pronto lo hiciera
en el patrimonio nacional. Se arreglaron sus revestimientos y se arreglará su
aluminosis si existiera, porque lo que verdaderamente hace sólido a un edificio en
estos tiempos no es la construcción sino el hecho de que ya esté en la Historia del
Arte.
Una fotografía de Ramón Masat en Tomelloso1960, (ed Lunwerg, Madrid 1999) que
muestra a una mujer de pueblo en las tareas de decoración de su casa, me dio pie en cierta
ocasión a redactar un artículo para el periódico La Rioja de 9 de septiembre del 2000
titulado “Habitación” en el que exponía que el “habitar” de la fórmula corbuseriana no era
la finalidad de la arquitectura sino su origen. Habitar una casa no es tanto ocuparla como
“ocuparse de ella”. “Mientras que el ocupa es un invasor (y escrito con K expresa aún
mejor el sentido de su agresividad) el que se ocupa de la casa es el que la habita. Habitar
es hacer la casa: como el pájaro hace su nido o el caracol segrega su concha.”.
Tan inertes y faltos de vida como las obras recién acabadas y aún no
habitadas. Es curioso comprobar cómo todas las revistas de arquitectura y moda
ofrecen siempre imágenes de los edificios justo antes de ser habitados y siempre sin
referencias humanas, fijándolos en la retina de los observadores con tal fuerza que
sus habitantes más snobs (probablemente los arquitectos) no se atreverán a
modificarlos.
Es obvio que el prestigio de lo nuevo está íntimamente ligado a la cultura del
consumo que el Dinero ha creado para su supervivencia y engrandecimiento. La
experiencia y el sentido común nos dicen sin embargo que siempre estamos mucho
más a gusto y nos sentimos más vivos y menos envarados con los zapatos viejos y
con la ropa algo usada. Llegando a la aldea de Belorechenskaya en el Caucaso, Ernst
Jünger lo expresaba así: “Desde aquí no presenta mal aspecto la ciudad, con sus
barracas de madera y sus tejados cubiertos de musgo; aún se siente la atmósfera de
cosa viva que le proporciona el trabajo de las manos y el deterioro orgánico
causado por el tiempo, una atmósfera en la cual se puede vivir”.(Radiaciones, ed.
Tusquets. Barcelona 1989, vol 1 pag. 412).
En los consejos constructivos de “Un lenguaje de patrones”, Alexander
recomienda con insistencia el uso de materiales blandos en las paredes o en el
suelo (f 2.23) a fin de que se pueda sentir el paso del tiempo y las marcas del uso, y
que pueda haber siempre un gran interacción entre la casa y el habitante: “que
penetren los clavos y tachuelas y que sus superficies, incluso, cedan ligeramente al
tocarlas”.
Que los muertos disfruten de sus pétreas casas eternas, pues las casas de los
hombres se hacen y sostienen con sus cuidados y caricias.
CAP 2. LA SANTA TRINIDAD - Venus
En una entrevista a un famoso músico de Jazz en la que se le planteaba la pregunta
de la belleza musical, el jazzista negro no dudaba en responder: “mire Vd., si quiere que
hablemos de belleza de verdad le diré una cosa: no hay nada más bello que una mujer
desnuda”.
Pero si nos ponemos a pensar en los atributos de la “cualidad” veremos que todos
tienen mucho que ver con la mujer. Para empezar, nada hay más “viviente” que una mujer.
Es la mujer, sobre todas las cosas de este mundo (y sobre los caballos de Sócrates también),
la que nos hace sentirnos plenamente “vivos” a los hombres. Y en lo que a ellas concierne,
nada hay más “viviente” que la propia mujer cultivando su belleza. Respecto a la “libertad”,
nada la puede desatar como el amor por una mujer: “el hombre dejará a sus padres, sus
bienes, sus amigos o su patria por ella”; así como ella los dejará por sí misma. Merced a ese
abandono se acercará uno a la “integridad”: “algo es integral -dice Alexander- en la medida
en que está libre de contradicciones internas”. En el progreso hacia la belleza ha de haber
un “relajamiento”, un sentirse “cómodo” y finalmente una “carencia del yo”, algo que
sucede de modo natural en cada sublimación ante la belleza pero que nuestra cultura nunca
ha admitido. En la cultura occidental, ya sea judeocristiana o musulmana, tanto da, la mujer
ha sido entendida como un objeto de conquista o una propiedad final del hombre de modo
que en su captura se ponían en juego sus facultades de engaño o de fuerza y en su logro no
hacía éste sino aumentar sus atributos de poder.
Hay que retroceder antes de la Biblia para descubrir una cultura donde la sexualidad
es justamente esa anulación o “carencia del yo” que, según Alexander posee la cualidad sin
nombre. Con la relectura del poema de Gilgamesh, el rastreo de las leyendas prebíblicas y
la demostración del giro de ciento ochenta grados que dieron los judíos y griegos al mundo
antiguo, Eduardo Gil Bera ha hecho un trabajo formidable en “Paisajes con fisuras” para
poder recuperar el estado original de la vitalidad humana en el que el sexo de la hieródula
convierte al salvaje en civilizado y hace que las bestias huyan de él. Según nos recuerda
(pag. 57, op cit) el estribillo de un himno acádico referido al hierodulismo de Ur, dice
así: “el deleite sexual es el fundamento de la ciudad”. Al fundar las ciudades en el deleite
sexual se desmoronan todas las ciudades puestas bajo la advocación del mito cainita (véase
en este sentido Archipiélago n. 41 pag. 128, mi crítica a “La invención de Caín”, de Félix
de Azúa, ed. Alfaguara, Madrid 1999).
La belleza de las ciudades cainitas es la belleza del arte o del hacer del
hombre, una belleza fría e ideal que, perdidas todas las referencias con lo viviente,
Alexander llama siempre muerte o “desolación”. Una belleza construida por una
mente calculadora o por un Yo artístico que se aísla de todo lo que entendemos por
viviente e integral. Su culto ocupa el noventaynueve por ciento del espacio dedicado
hoy a la arquitectura, pero por suerte y esperanza para nosotros, la caída del
puritanismo y la actual permisividad sexual nos permite como nunca disfrutar de la
contemplación de la auténtica y verdadera belleza y mostrar como símbolo de la
barbarie absoluta en este comienzo de siglo la ocultación total de la mujer bajo la
opacidad del burka. Nada es tan feo y triste para un amante de la belleza como
visitar las ciudades árabes en que no se puede disfrutar de la contemplación de
mujeres en sus calles.
Expone Azúa que hace un par de siglos la belleza desapareció del horizonte
de las artes y que la artisticidad se hizo universal y totalitaria, primero en el Estado y
después en la televisión. Todo eso es cierto, pero lo que no dice en el epígrafe
dedicado a la belleza es dónde se metió ésta. Sólo en la última frase menciona
enigmáticamente que “lo bello ha regresado para dar esplendor a la nada”. Una
débil pista que a mí personalmente me lleva setenta años atrás cuando, para superar
la recesión del crack del veintinueve, Raymond Loewy enunció su famosa frase
de “lo feo no vende”. Y así descubro que el gran refugio de la belleza durante todo
el siglo XX ha sido el diseño. Pero no el diseño tradicional vitrubiano que tenía a
Venus como diosa consorte de Firmitas y Utilitas, sino un nuevo diseño que pone en
las ventas su finalidad última (el Dinero como dios progresado), y que de modo
inmediato y automático se convierte en publicidad.
Poco después las patas de los muebles imitaron los finos tacones de los
zapatos de mujer y con la llegada de los plásticos en los sesenta, la tersura y las
formas curvas de los diseños más queridos, mantuvieron a la belleza en su feudo.
Mariscal lo expresó como nadie: en un cuestionario a diseñadores famosos sobre su
silla preferida eligió la de Jacobsen porque “tiene forma de chica culona y te alegra
la vista cada vez que la ves” (rev. ARDI n. 10 pag 207).
No sólo los pechos o las nalgas han sido referencias constantes en el mejor
diseño, también el talle femenino aparece en la misma silla de Jacobsen y en la
cafetera más universal del siglo.
Y en el mundo del diseño gráfico, las mujeres, como dice Milton Glaser
(catálogo ed Caixa Barcelona 1990 pag. 22), son imprescindibles.
Cuando Aldo Rossi transformó la cafetera-mujer en un campanile, la belleza
cambió de acera.
Es muy posible que lo bello haya regresado al mundo para dar esplendor a la
nada, esto es, al dinero, pero mientras dé esplendor, que siga, que la siga dando: que
haya donde mirar. Que haya belleza.
Entendido que los objetos reales no son lo que vemos en esos libros, pues todos
tienen sus propios colores, texturas, materiales específicos y proporciones diversas, lo que
vemos en las páginas de tan luminosa obra son solamente sus “formas”. Y así, defino que
captar la forma de un objeto o de una imagen de un objeto (pues de eso tratan las pinturas y
esculturas) es hacer un sencillo dibujito del objeto o imagen en cuestión. Y digo que hay
que hacer el dibujito porque es en ese ejercicio en el que extraemos y aislamos la “forma”
de los otros componentes visuales del objeto ya que la simple observación es insuficiente.
Supongo que mi entendimiento del concepto “forma” aquí apuntado, tendrá que ver
con la curiosa denominación de “análisis de formas” que el vulgarmente conocido “dibujo
artístico” recibía en las Escuelas de Arquitectura cuando yo estudié. Ya se dibujaran
estatuas, edificios o simples figuritas geométricas de madera, siempre se hacía con lápiz
negro sobre papel blanco, de manera que la representación del objeto que se le pedía al
alumno era un ejercicio de reconocimiento y aislamiento de sus “formas” respecto de otras
cualidades del objeto.
Trasladándonos a la arquitectura, todo niño sabe dibujar perfectamente una casa así
como todo estudiante de arquitectura sabe perfectamente dibujar un Le Corbusier (con lo
que suele olvidar cómo se dibuja una casa).
Los historicismos del siglo XIX eran arquitecturas doblemente figurativas: sus
plantas estaban copiadas de modelos tipológicos vigentes o de los tratados al uso como el
Durand, mientras que sus detalles y ornamentos pertenecían al repertorio de los estilos
arquitectónicos previamente catalogados por la historia del arte. La revolución
arquitectónica del siglo XX no tiene precedentes porque de repente se planteó el hacer una
arquitectura no sólo no figurativa, sino incluso abstracta. Primero, se acabó el copiar los
tipos al uso y se tiraron a la papelera todo el repertorio de detalles y ornamentos (no
figurativa); y segundo, se puso bajo la advocación de la función (abstracta). Pero como con
ésta aún salían algunas formas algo figurativas como las que hemos visto en el capítulo
dedicado a la función, para que fuera abstracta de verdad se dijo que representaba a la
razón, se le llamó racionalista y todos tan contentos.
Las formas son abstractas, decimos, cuando representan a un concepto abstracto,
como dios, la función o la razón. Para que las formas abstractas fueran entendibles o
asimilables por los humanos tenían que tener el soporte de una palabra. En los orígenes del
arte abstracto las cosas eran aún así. Kandinsky por ejemplo, en Punto y Línea sobre el
Plano (Weimar 1923, v.e.. ed Barral Barcelona 1970) hace verdaderas cabriolas para
ponerles nombre a los puntos y rayas aparentemente abstractas pintadas sobre un papel:
“tensión fría hacia el centro”, “estimulante y represivo”, “construcción excéntrica, donde lo
excéntrico se acentúa por el plano naciente”, etc. etc.
Durante un tiempo la pintura abstracta dejaba de serlo gracias a los títulos que les
daban los pintores. Miró era en eso un maestro: “personaje delante de un paisaje”, “la danza
de las amapolas” etc.
Pero ante las notorias carcajadas de los descreídos y la tozuda decisión de ser
abstractos del todo, se ve que dejaron de hacerlo y empezaron a poner “sin título”,
“composición 1”, “composición 2” etc.
Ahora bien, la forma, tal y como la hemos definido al comienzo de este capítulo,
siempre será abstracta porque al extraer de un objeto o imagen tan sólo la línea del dibujo,
nos estamos “abstrayendo” de los otros elementos o componentes que la constituyen, tales
como el color, la textura, el material o la proporción. El proceso de extracción de una forma
a partir de un objeto real es similar al proceso de invención de un concepto. Cuanto más
difuso e imperfecto sea el dibujo más abstracto será, porque más se aproximará a la noción
concepto. Por ejemplo si intento dibujar la Venus de Milo concreta pero me sale una mujer
no identificable, lo que habré hecho es dibujar una “mujer”, y si el dibujo es tan malo que
ni eso, por lo menos será una “figura en posición vertical” y así sucesivamente.
Sería bueno para el hombre que no oscilase tanto entre la abstracción y la carne.
Que encontrase un punto de equilibrio. Para ello nada más útil y necesario que entender el
concepto de forma y ponerle coto. Aunque le hayamos dedicado un apartado completo y lo
hayamos puesto en primer lugar no es más que uno entre cinco.
Acabemos este epígrafe con un recordatorio del importante ataque a la forma que
significaron las teorías de Rossi sobre la preeminencia de la tipología en la construcción de
la ciudad, o las de Grassi referentes a la forma abierta al tiempo y al lugar (véase el
interesante artículo “Tiempo y sitio como materiales del proyecto en Schinkel y Aalto” de
Manuel Iñiguez, rev. Archipiélago n 34-35). El tema es tan amplio e interesante que
volveremos sobre ello.
CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 2. El buen color
Las fotografías de los dos libros de Alexander a los que continuamente hacemos
referencia en este libro, están impresas en blanco y negro. A Alexander le gusta el apoyo de la
imagen para ilustrar o reforzar sus ideas, así que resulta paradójico que si la “cualidad sin nombre”
que distingue a los buenos y malos edificios y que tiene que ver con lo viviente, lo integral, lo
exacto, o con la diferencia entre la salud y la enfermedad; resulta paradójico, -digo-, que prescinda
del color, cuando precisamente el “buen color” es lo que distingue lo saludable de lo enfermizo. Lo
más agradable que pueden decir de ti es que tienes “buen color”, lo que por aquí suele viene a
significar lo mismo que decir que “tienes el guapo subido”. Por el contrario, si alguien te dice “qué
mal color tienes hoy ” te entra una aprensión tremenda: ¿tendré una enfermedad?, ¿me estaré
muriendo?. La única alusión al color en toda su obra es el pattern 250, que aunque está señalado
con dos asteriscos (lo cual quiere decir que se trata de propiedades profundas e ineludibles),
carece de una sólida argumentación, parece redactado por gentes de climas fríos y tiene
observaciones contradictorias. Dice así: “Los verdes y grises de los hospitales y pasillos de oficinas
son fríos y deprimentes. La madera natural, el sol y los colores brillantes son cálidos. De alguna
manera la calidez de los colores de una habitación establece en buena parte la diferencia entre el
confort y la comodidad. Elija para las superficies colores que, junto con el color de la luz natural de
las luces artificiales y de las luces reflejadas, creen en las habitaciones luz cálida”. Sólo la
confusión entre brillante y cálido ya deja claro el poco dominio en la materia, así que no es de
extrañar que en las explicaciones del pattern se diga luego que “evidentemente no es verdad que
todas las habitaciones pintadas de rojo y amarillo estén bien; ni que todas las pintadas de azul o
gris parezcan frías”. Por no mencionar que la calidez puede significar salud en un clima frío pero
que en un clima cálido, el hombre construye su casa como un oasis de frescor.
Félix de Azúa, en nuestro otro libro de cabecera, aparea con notable acierto los
colores con las palabras para decirnos lo complicado y huidizo que es el asunto: “el color es un
abismo en el que se han precipitado cerebros muy notables, como el de Wittgenstein (...) quien se
asombraba de que un asunto tan enigmático hubiera sido tan escasamente reflexionado por la
filosofía”. Y más adelante: “se comprende que buena parte del arte moderno haya prescindido del
color”.
Pero lo cierto es que el color ya estaba escindido mucho antes, desde que se
aislaron los propios pigmentos y se empezaron a utilizar éstos para enriquecer las formas,
enmascararlas, reforzarlas u ocultarlas. Dos de las polémicas histórico artísticas más desazonantes
fueron aquellas que se plantearon acerca de la existencia de pinturas sobre formas tan prístinas
como las de los templos griegos o las catedrales góticas.
Ningún hombre moderno acepta de buena gana que sus autores los hubieran
querido pintar (del mismo modo que tampoco nadie quisiera ver “El séptimo sello “ de Ingmar
Bergman en Technicolor).
La escisión de la experiencia, la fragmentación de la realidad tiene que ver con la
voluntad aisladora que según Enmanuel Severino, constituye la esencia de Occidente (la locura de
Occidente), una voluntad basada en la fe en el devenir “que hace imposible todo estar, y por ende
todo inmutable, todo centro, toda unidad definitiva de lo múltiple” (La tendencia fundamental de
nuestro tiempo, 1989, trad esp ed Pamiela 1991). Pero la experiencia de la pigmentación o no
pigmentación de una superficie se pierde en la noche de los tiempos según podemos apreciar en
las tumbas egipcias. Al permitirnos dar color o quitar color a un objeto hemos destruido toda su
verdad (su episteme, que es su “estar”), de ahí que toda la mitología del color en arquitectura
tenga que ver con “la utilización de los materiales en su color natural”. Un mito que es una
leyenda, una palabra, una pose, una fe, porque nada hay “natural” en el artificio de la
arquitectura: en la forma de cortar o pulir una piedra aparecerá uno u otro color, en la cocción
más o menos intensa del ladrillo se definirá su color, las arenas definirán el color del mortero y así
sucesivamente. Perdida la inocencia estamos condenados a elegir el color una y otra vez, como
estamos condenados a oscilar entre el buen color de nuestra salud o el mal color de nuestra
enfermedad.
Así que yo diría como “tesis” que todo aquello que no tiene color no es sano, no es
íntegro, no es viviente, y que hay que huir del no color como de la mismísima abstracción: como
de la mismísima muerte. O por lo menos estar prevenidos cuando las cosas se presenten así.
Es curioso que los dibujos más reproducidos de Louis Kahn, uno de tantos
arquitectos acromáticos de este siglo, sean los de sus cuadernos de campo en sus viajes a Egipto y
Grecia.
A la hora de representar las columnas de Luxor o del Partenón, Kahn echa mano
de las ceras de colores más vivos a su alcance y hace unos dibujillos intranscendentes que
transmiten toda la alegría y falta de prejuicios de la infancia. Los niños rara vez pintan en blanco y
negro. En su revoltijo de sensaciones no aciertan a representar las cosas en su color real, pero no
por ello les quitan su color sino que lo mezclan aleatoriamente sin prejuicio alguno. Es lo que hace
Kahn de una manera más o menos consciente en sus famosos dibujitos, y de ahí que fascinen a
todo el mundillo de la arquitectura, en cuya pedagogía no existe ninguna asignatura sobre el color.
David Batchelor ha recogido recientemente en un librito titulado Cromofobia (Londres 2000, v.e.
ed. Síntesis, Madrid 2001) diversas huidas hacia el blanco o miedos al color acaecidos durante el
siglo XX, que es todo un diagnóstico clínico de nuestra cultura del color.
Pero del mismo modo que hay que estar prevenido contra todo aquello que no
tenga color o que tenga mal color, hay que armarse también de valor para acercarse a todo el
material escrito acerca del color aisladamente considerado, que es mucho y variopinto, y que va
desde los articulitos titulados “el color en la obra de tal y tal” hasta los manuales más sesudos y
científicos. Siempre me han aburrido mucho, siempre he olvidado todo lo que aprendía en ellos y
ahora sé por qué. En los viejos planes de las Escuelas de Artes y Oficios había una asignatura
específica que se llamaba “Color”, (imagino que también existirá en los estudios de Bellas Artes),
pues bien, siempre me horrorizaba enterarme de sus contenidos. Pero en un Manual de Crítica
como éste no se pueden pasar por alto lo más común siquiera de su terminología, así que vayamos
con ello.
Los estudios del ojo y de la radiación han puesto felizmente final a la confusión sobre
los colores primarios que arrastramos desde los tiempos del neoplasticismo cuando Rietveld optó
por el Rojo, el Amarillo y el Azul, mientras que Mondrian y sobre todo Vantongerloo prefirieron el
más sensato Rojo, Verde y Azul procedentes del espectro newtoniano (“Color y Cultura, John Cage
1993, trad esp ed. Siruela 1993: auténtica enciclopedia del Color en las Bellas Artes). Los tres
colores primarios de Küppers también son el azul, el verde y el rojo (pag 25), con demostración
incluida. Pero las artes gráficas, sin embargo, volvieron a un Rietveld algo modificado proponiendo
como básicos los colores Amarillo, el Magenta (más o menos rojo) y el Cyan (más o menos azul).
Para salir de dudas nada mejor que volver a Küppers y aclarar que el Amarillo es el Verde +
Rojo; que el Magenta es el Azul + Rojo; y que el Cyan es Verde + Azul. Para estar en paz con todos,
lo propio es llamar primarios a los seis y no a sólo tres, y añadir el Blanco que sale de sumar Azul +
Verde + Rojo, y el Negro que resulta de no poner ninguno de los tres, lo que da una lista definitiva
de ocho colores primarios.
La subjetividad final en la que acaban algunos de los estudios del color (no el de
Küppers, por supuesto) nos devuelve al capítulo primero de este manual con una frase popular
que es todo un poema: “para gustos hay colores”. Y así, en cada campaña publicitaria que trate de
conformar el gusto de las gentes ha de incluirse un apartado específico del color en el que se diga
que: “esta temporada se llevarán los fucsias o los amarillos”, por poner un ejemplo.
Cuando los acromáticos estudiantes de arquitectura de los setenta fuimos a Londres
y vimos vivos colores en las carpinterías de las siempre grises construcciones de ladrillo, nos
vinimos con la idea de que los ingleses eran unos horteras. La experiencia del color en las ciudades
italianas a base de colores pastel fue diametralmente opuesta, pero no por ello renunciamos a
nuestra arquitectura inmaculadamente blanca, o cuando menos, del color “natural” de los
materiales. La antidecoración de la arquitectura moderna que aún se enseñaba era sobre todo una
anticoloración. Color y Decor son los enemigos de la forma pura, de la forma abstracta y
divinizada. Estudiándolos siempre al margen de la arquitectura, estaban bien confinados. El color
quedaba para la “pintura”, que era arte ajeno a la arquitectura, pero hasta la pintura del siglo XX
se volvió en no pocas ocasiones incolora.
Sólo volviendo la vista atrás a los tiempos en que la pintura y la arquitectura eran
expresiones paralelas de un mismo artífice, podemos recuperar algo de los métodos de trabajo
con los que los edificios recobren el color de una manera integral, vívida y desprejuiciada.
Ahora bien, pensando que el color es luz, y que la luz blanca que posee todos los
colores recela de posibles competencias, podemos admitir que la arquitectura por fuera sea
mucho más blanca que por dentro. Admitiremos entonces que los colores brillantes y horteras
chocaban mucho menos con el ambiente casi siempre grisáceo de las islas británicas, y que los
apastelados italianos era un efecto de decoloración solar. Una de las experiencias de color más
divertidas que recuerde es la de contemplar los restos de las habitaciones que el derribo de una
casa en un casco histórico deja en la pared medianera. Descubrimos entonces que el reino del
color está mucho más en el interior que en el exterior. Si como dice Azúa (pag 101) “La extinción
del color es un efecto típico de las sociedades autoritarias”, los interiores de las casas funcionan
como contrapunto. Algo similar a cómo ocurre con las mujeres y los hombres: ellas usan el color
con mucha más alegría y viveza que ellos. La asociación de Venus con el Color, debería de hacer
pensar mucho a los arquitectos que andan en pos de la belleza.
Una sencilla definición del concepto de “textura” para nuestro alfabeto visual,
sería la de repetición aleatoria o geométrica de uno o varios motivos sobre una
superficie indefinida. El concepto de textura por tanto, iría en contraposición con el
concepto de “composición” del que nos ocuparemos más adelante. Mientras que una
composición se genera sobre un ámbito perfectamente limitado y definido, la textura
no tiene límites. La semejanza con la música vuelve a ser muy estrecha: mientras
que la melodía le da a la canción un principio y un final, el ritmo es indefinido.
Ahora bien, así como en la música el ritmo suele ser constante de principio a fin de
una pieza, o al menos en cada una de sus partes fundamentales, en el mundo de los
objetos visuales las texturas aparecen de un modo variado y distinto en las múltiples
y variadas superficies que los conforman.
Defino la textura como un hecho básicamente superficial, aunque no se me escapa
que podríamos hablar también de texturas tridimensionales, esto es, de repetición
aleatoria o geométrica de uno o varios motivos en un espacio indefinido. De
momento dejamos al margen la textura espacial porque se trataría más de un
concepto abstracto que de una referencia práctica, aunque sí que admitiremos que en
la textura superficial pueda haber algún tipo de relieve, es decir, justamente lo que la
gente suele entender por “textura”: superficie que presenta algún tipo de rugosidad.
Pero más que en la rugosidad o en el carácter superficial, la esencia de la textura está
en la repetición, en el latido, en el pulso. También podríamos definir el caso de las
texturas lineales cuando la repetición aleatoria o geométrica de motivos se da
predominantemente en una sola dimensión, mencionando así el gran capítulo de las
“cenefas”.
y aquellas que están estrictamente predeterminadas por alguna ley geométrica que
señala en cada punto del espacio lo que ha de suceder con matemática precisión.
Los tejidos celulares, las superficies de las piedras, de las maderas o de las
tierras cuarteadas, las nubes del cielo o las olas del mar, el modo en caen las gotas
de agua de una nube, los poros de la piel, los pelos, las hierbas, etc. etc. nos ofrecen
un muestrario infinito de texturas en las que repetición se produce de una manera
homogénea pero no geométrica, configurando un patrón que ha sido siempre un
mito para los tratadistas de la arquitectura incluido (a veces) hasta el propio Le
Corbusier: esto es, el de unidad en la diversidad o el de variedad en la unidad. Y
digo “a veces” porque el más furibundo y triste Le Corbusier fue el de la propuesta
de las casas en serie como un objetivo de nuestra época (v. Hacia una arquitectura/
Casas en serie).
Decimos que en las texturas aleatorias los motivos ocupan una posición en la
superficie no del todo determinada; a ello cabe añadir que tampoco todos los
motivos tienen que ser iguales. Las personas que ocupan una playa se van colocando
entre sí a unas ciertas equidistancias y acaban por configurar un textura aleatoria.
Pero no hay nunca dos personas iguales. Y lo mismo cabe decir de las encinas de un
bosque, de las hojas de hierba, o de las células de la piel. En las texturas
geométricas, sin embargo, no sólo la posición está predeterminada de antemano sino
que los motivos han de ser exactamente iguales. A la imagen relajada de la gente
tomando el sol en la playa como ejemplo de textura aleatoria, se le opone la del
desfile militar como ejemplo de una textura geométrica.
Pero las texturas pueden estar conformadas, decimos, por uno o por varios
motivos distintos. Una paella es más vistosa cuando además de arroz hay pimientos
y guisantes y gambas salteadas por encima. A mis alumnos les hago experimentar
con texturas aleatorias a partir de un motivo elemental e incluso incoloro, un punto o
una línea, y les pido luego que mezclen dos motivos o tres y que introduzcan el
color. En diez años de profesor de Fundamentos de Diseño en la Escuela de Artes y
Oficios de Logroño, me he hecho con una colección verdaderamente impresionante
de texturas. Y de buenas texturas, diría yo, porque es un ejercicio en el que los
alumnos nunca me han decepcionado. También se puede mezclar un solo motivo a
dos o tres tamaños distintos. La editorial Gustavo Gili publicó en los años ochenta
los manuales de la Escuela de Artes Aplicadas de Basilea, con una serie de
ejercicios primerizos que pueden ser útiles para entender aquello de que venimos
hablando: “Procesos elementales de proyectación y configuración” Manfred Maier
ed GG Barcelona 1982.
A modo de bibliografía cabe decir que de Inglaterra han venido en las últimas
décadas no pocas recopilaciones de motivos ornamentales que se podían comprar a
muy buen precio en las tiendas VIPs. Con carácter más específico y local, uno se
puede hacer también con buenas colecciones de motivos ornamentales celtas, chinos
o aztecas, o con colecciones de papeles pintados de la secesión vienesa o del
modernismo. Y aunque el diseño ornamental cayó en desuso en nuestro siglo
también hay un libro inglés con sus últimas manifestaciones: “La ornamentación. De
la revolución Industrial a nuestros días” Stuart Durant 1986, v.e. Alianza Editorial,
Madrid 1991, aunque esas últimas manifestaciones no pasan de algunas texturas de
los años sesenta.
Una técnica muy interesante de creación de texturas aleatorias únicas es el del
papel jaspeado, hecho a base de mezclas caprichosas de colores que se entrecruzan o
aíslan gracias al simple principio de que el aceite y el agua no se mezclan.
Cuando les propongo a mis alumnos los ejercicios de texturas siempre les
aviso de que lo hagan en un papel más grande del formato en el que tienen que
entregarlo, porque de lo contrario la mano se les pararía en los bordes del papel
creando un efecto de acabamiento compositivo. La textura, por definición es una
superficie ilimitada, así que es mejor hacer más y luego cortar. Usamos todo tipo de
técnicas gráficas, soportes y mezclas, y en el último tramo del ejercicio también les
animo a realizar texturas “matéricas”. Algunos alumnos me preguntan si pueden
usar el ordenador, pero yo les sugiero que usen sus manos ya que las texturas
aleatorias deben tener siempre un carácter orgánico. El ordenador aparece como una
buena herramienta en el momento de diseñar texturas geométricas. En la base de una
textura geométrica siempre hay una “malla” que fija las posiciones de los motivos.
Uno de los trabajos creativos básicos en las texturas geométricas es jugar con las
propias mallas. Las mezclas de mallas ortogonales y bandas de colores dan como
resultado los tradicionales “tartán”. Los juegos de líneas sobre centros de las mallas
dan lugar a constelaciones geométricas de fabulosas estrellas en las que fueron
maestros los mudéjares españoles y en general, todo el mundo del islam. Los
motivos de las texturas geométricas pueden ser pequeños módulos que ocupen
posiciones especulares, simétricas, centradas etc., tema de un libro de título
equívoco que ha tenido más éxito del que se merece: “Fundamentos del diseño bi- y
tri-dimensional” de Wucius Wong ed GG, Barcelona 1979.
Ahora bien, una vez conocido el fenómeno de las texturas y sus innumerables
manifestaciones históricas como “ornamentos” es obligado preguntarse por su
hundimiento cultural acaecido en el siglo XX. Los incendiarios artículos de Adolf
Loos y de Le Corbusier en el primer cuarto del siglo pasado se llevaron por delante
no sólo los viejos lenguajes de la arquitectura y el buen color de la misma, sino que
en beneficio de unas formas puras y angelicales trataron de acallar también los
latidos de sus muros, de sus techos y de sus suelos. Los paramentos blancos y lisos,
primero, y las láminas incoloras de cristal, después, se convirtieron prácticamente en
los dos únicos vocablos de la arquitectura, haciendo lo imposible por ocultar la
natural tendencia de todos y cada uno de los elementos constructivos de la
arquitectura a expresar sus texturas. El tamaño de los edificios obliga a construirlos
a partir de pequeñas piezas, así que si hay una expresión artística donde la textura
cobra carta de naturaleza, esa es la arquitectura. Los romanos hicieron ya catálogo
de los diferentes tipos de adición de piedras y ladrillos: los famosos opus incertum,
opus qudratum, opus spicatum, etc.,
así como de sus posibles revestimientos mediante teselas y mosaicos. Pero la
variedad de piedras, la variedad de juntas entre ellas e incluso del tratamiento
superficial de las mismas (abujardado, labrado, grutesco, diamantino, etc,) fueron
multiplicando las posibilidades creativas y expresivas hasta el infinito. Y lo mismo
con los aparejos de ladrillo, donde la diversidad de sus formatos, de tueste, de la
anchura de juntas o del color de las arenas de los morteros, ofrecen un repertorio
riquísimo. Por no hablar de las maderas, que siempre han mostrado sus texturas
propias internas o las del arte de su ensamblaje mediante juntas o clavos. La
combinatoria de texturas siempre es un arte difícil, pero en España tenemos un todo
un tratado ejemplar en el Alhambra de Granada.
¿Cuál de los tres obedece con mayor fidelidad a los principios y características
de la materia hierro? ¿cuál de los tres ha encontrado una forma más acorde con las
propiedades del hierro? ¿o acaso es muda la materia y no entra en contradicción con
la forma?
La contraposición entre forma y materia viene de lejos. Dice Aristóteles que la
materia es aquello con lo cual se hace algo, mientras que la forma es aquello que
determina la materia para ser algo, esto es, aquello por lo cual algo es lo que es
(Diccionario de Filosofía de J. Ferrater vol 1 pag 331). Resulta sorprendente una
definición así porque contra toda evidencia previa se deduce de ella que, sin la
forma, la materia no es (!), es decir, el hierro no es hasta que tiene una forma.
Dado el carácter fluido de la fundición, casi podríamos aceptar la definición
aristotélica, aunque hierro sería justamente esa fundición sin forma. Pero con la
piedra eso no pasa, porque la roca es anterior a la columna que de ella se modela y
en tanto que sólido visible y palpable ya posee forma antes de que el escultor la
trabaje.
Dice más adelante Ferrater que “la relación entre materia y forma puede ser
comparada con la relación entre potencia y acto y que mientras que la primera
relación materia-forma se aplica a la realidad en un sentido muy general y, por así
decirlo, estático, la relación potencia-acto se aplica a la realidad en estado de
devenir”. Una de dos entonces, o aceptamos que la materia no es por sí misma sin
forma, o aceptamos la locura que supone el devenir frente al ser (Severino). Asunto
complicado éste. Bien confuso, les decía.
Como con todo aquello que se nos resiste a una buena definición, la
investigación y enseñanza de los materiales se encamina entonces a su estudio
analítico, como si de anatomía o medicina forense se tratara. Descubrimos que cada
material que la naturaleza nos ofrece o que el ingenio del hombre ha sabido crear
mediante la mezcla física o química de varios de ellos, posee una estructura
molecular particular, un peso o una densidad mensurables, homogeneidad distinta,
resistencia al aplastamiento, cohesión interna, fragilidad, flexibilidad, resistencia a la
abrasión o al desgaste, adherencia superficial, penetrabilidad, inercia térmica,
conductibilidad etc. etc. propias y características, por no hablar de su color, su
textura, e incluso sus formas primarias (ese líquido en fundición o esa roca tosca).
Se confeccionan con ellos, bien clasificaciones fatigosísimas y áridas lecciones que
desaniman al más pintado (porque por lo general están escritas por peritos o
ingenieros industriales no muy duchos en el arte de la narración); o bien lujosos
catálogos de fabricantes y vendedores cuyas promesas de éxito con el uso de sus
productos empañan los pocos datos que ofrecen.
en uno de los episodios, digámoslo con las palabras que se merece, más ridículos y
bochornosos de la historia de la arquitectura, o por decirlo de otro modo, en la
demostración más palpable de la mentira sobre la que ésta se escribe.
Como yo no logro (ni quiero) separar los materiales de sus técnicas y de sus
formas, prefiero empezar a enseñarlos desde éstas últimas y así, pensados los
materiales en la perspectiva de elementos de un lenguaje de la imagen o, en
concreto, como piezas de la construcción de edificios los clasifico de una manera
muy elemental en materiales lineales, laminares y masas.
Con forma laminar la naturaleza, sin embargo, ofrece elementos tan pequeños
que parecen poco propicios para la construcción de edificios. Los caparazones de los
moluscos, o todo lo más, los de las tortugas gigantes, las hojas de los árboles o los
huesos de nuestro cráneo son algunos de los pocos elementos laminares que la
naturaleza sabe hacer. El ingenio del hombre ha tenido que trabajar duro para
inventar y construir elementos laminares más grandes que, en un primer estadio
cubrieran su cuerpo, y en un segundo nivel, le dieran cobijo y protección. El palo, la
lanza o la espada son artilugios mucho más inmediatos que el escudo.
Claro que la propia superficie plana de la tierra ya se nos aparece como una
lámina sólida y acogedora, -sobre todo si salimos del mar o bajamos de las
montañas. Al acotar, limpiar o alisar un fragmento de esa superficie el hombre ya
puede exclamar que “tiene un suelo donde poder caerse muerto”, ya puede decir que
tiene una morada. El beduino también concibe la casa como un trozo de suelo, la
alfombra, que acota, limpia y alisa, la superficie de tierra sobre la que se extiende.
Siempre me ha resultado emotivo ver a los emigrantes musulmanes europeos bajarse
del coche con que cruzan España cada verano y hacer su casa de oración en los
parkings o cunetas más desoladores de nuestras carreteras y autopistas mediante el
sencillísimo procedimiento de extender una alfombrilla. El mantel del picnic inglés
sobre la hierba también consigue generar un elegante comedor. Hace ya muchos
años, en unas vacaciones pasadas en Grecia, yendo a pasar la noche al raso en un
saco de dormir, unos amigos me enseñaron a extender un plástico protector entre la
tierra y el saco. Conservo la experiencia como una gran lección de construcción.
Otro momento feliz de mi aprendizaje sobre los materiales laminares ocurrió
el día en que siendo niño visité con mi padre una serrería en la que desenrollaban
troncos de chopos como si fueran de papel. La transformación de un elemento
básicamente lineal en otro laminar me produjo viva emoción. También en la visita
que realizamos los alumnos de quinto curso de arquitectura a las fábricas de
Cristalería Española en Avilés, experimenté parecida sorpresa al ver salir de las
máquinas laminadoras una ancha e interminable superficie de vidrio.
Si uno ha tenido la suerte de ver un manto de lava líquida, verá a las propias
rocas tomar forma mediante su enfriamiento, mientras que para las metamórficas o
las sedimentarias tan sólo podrá imaginárselo. El espesor de los troncos de los
árboles también nos hace considerar a éstos como verdaderas masas cuya
transformación, al igual que en las rocas, se producirá mediante el corte y la talla
superficial.
Los metales son invenciones del fuego y del juego de temperaturas, así que en
primera instancia los entendemos como fluidos cuya forma se deriva del molde en
que se enfrían. En ese sentido el primer pilar de los aludidos al comienzo de este
capítulo sería el más lógico de los tres, pues claramente adopta la forma de un
molde. Ahora bien, evolucionada la invención y estudiado el material también
sabemos de su ductilidad y maleabilidad a temperaturas muy inferiores a la de
fundición, por lo que el trabajo de la forja será pronto consustancial a su esencia, y
de ahí que el segundo pilar obtenga su extravagante forma gracias precisamente a
esas características también extrañas del hierro. La homogeneidad del material, fruto
del control de producción, tiene que ver también con el afinado cálculo de sus
posibilidades de carga, así que los perfiles laminados encuentran su justificación en
las mismísimas matemáticas. Una vez más, Mies nos decepciona en el tercer pilar de
nuestras primeras preguntas, porque como todo calculista sabe, las formas
cruciformes de los pilares del pabellón de Barcelona, distan mucho de ser las
secciones óptimas de carga a compresión
y su complejidad tiene que ver más con la apariencia exterior o decorativa que con
ninguna otra cosa ninguna otra cosa. Para decir ante la sección de ese pilar que
“menos es más” y tragárselo sin pestañear hay que tener un fe a prueba de cualquier
razonamiento.
Hacer crítica de la arquitectura actual desde los criterios de este elemento del
alfabeto visual es lo más sencillo del mundo pero nadie escucha. Vemos poner
piedra de Salamanca en Logroño, vemos usar los materiales en masa como
materiales decorativos, vemos cortar y colocar el granito como si se tratara de
baldosín, vemos abusar del hierro y el aluminio y hasta del titanio, y vemos a la vez
dar premios de arquitectura a todo eso. Es justamente desde la perspectiva de los
materiales desde la que observamos lo lejos que parece estar la arquitectura actual
de la sensatez del hombre.
CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 5. Proporción
Habiendo perdido la fe en la modernidad arquitectónica y por lo tanto, en la
arquitectura de mi época en general, en cierta ocasión planeé una visita a la célebre
capilla de Notre Dame en Le Rochamp, (Le Corbusier 1950-54).
Por acabar con otra experiencia positiva diré que con relativa frecuencia se
puede comprobar también cómo las proporciones de la arquitectura popular están
siempre mucho más ajustadas que en la arquitectura de los arquitectos. La foto de
las dos casas en Las Cruces (Pontevedra) del volumen 1 de la colección de libros de
Carlos Flores (Arquitectura Popular Española ed Aguilar) me parece la mejor
demostración.
Por lo que a la arquitectura se refiere, los problemas del tamaño o del límite
me parecen hoy en día de la mayor importancia. En su semejanza con la naturaleza,
la referencia inexcusable es la observación de Galileo sobre el límite del tamaño de
las cosas según el principio de la similitud formulado por Arquímedes. D’Arcy
Thompson lo expuso con gran amenidad en su obra Sobre el Crecimiento y la
Forma, 1917 (ed. esp. ed H. Blume, Madrid 1980) y Enrico Tedeschi incluyó un
didáctico gráfico en su Teoría de la Arquitectura aplicado a las formas estructurales.
Nótese que estas dos limitaciones están enunciando todo un modelo de ciudad
basado en las relaciones entre las calles y los edificios y en las relaciones de
vecindad. La agrupación o construcción humana que no cumpla esos requisitos
debería dejar de llamarse ciudad.
Sobre la fascinación que los grandes edificios ejercen sobre mentes pueriles o
las reflexiones que desencadenan en mentes no tan pueriles (Worringer, Azúa,
Kostoff) , puede verse mi articulito “Grandes Edificios de la Humanidad” en El
retablo de Ambasaguas ed COAR 1999). Sobre la carrera de los records en los
rascacielos o sobre obras colosales salen un ciento de artículos cada año que cabe
clasificar en la carpeta de curiosidades, anomalías o monstruosidades pero no en la
de arquitectura.
Pero el patrón más curioso en que Alexander reflexiona sobre el tamaño de las
piezas de la arquitectura, es sin duda el número 240, que lleva por título Chambrana
de 1,25 cms. Se cuenta en él que los saltos de escala de un ambiente orgánico y
amable no han de producirse nunca en proporciones de 1 a 5 o como mucho de 1 a
10: las relaciones de las ramas con los troncos, de los dedos con la mano, de la mano
con el brazo, etc.
Pero dejo el teatro y el artificio retórico nada más apuntarlo, y no por falta de
interés del tema, sino por desconocimiento mío en urdir un capítulo con unos
cuantos buenos datos y argumentos en torno a ello. Y lo dejo, por tanto, no sin decir
que otros críticos o autores con “más mundo” deberían acometerlo. Desde la soledad
del provincianismo en que vivo instalado todo lo más que puedo hacer es tratar del
vocabulario arquitectónico.
Los arquitectos, en tanto que autores de las arquitecturas, son más fáciles de
ordenar y localizar por orden alfabético, así que no faltan diccionarios
confeccionados por ese método. GG editó en español uno de origen francés
realizado bajo la dirección de Robert Maillard en 1967, que según parece es parte de
un diccionario universal más ambicioso de “arte y artistas”. Además de diccionarios
de términos arquitectónicos, de arquitectos y de enciclopedias, el saber
fragmentario en arquitectura está contenido en las innumerables guías de
arquitectura que cada ciudad del mundo edita de tanto en tanto (¡hasta Logroño tiene
una Guía de Arquitectura!).
Referido a la arquitectura desde 1851 a los años setenta del s XX, GG editó el
“Diccionario ilustrado de la Arquitectura Contemporánea” dirigido por Gerd Hatje,
formado por articulitos de una pléyade de “expertos” de todo el mundo (lo hemos
citado en el capítulo sin mucho entusiasmo en el cap 2 al hablar de funcionalismo).
Hace casi veinte años que no compro diccionarios por lo que el panorama editorial
que acabo de ofrecer estará ya bastante anticuado, y los más recientes que he citado
ni siquiera me he molestado en comprarlos.
Las palabras son abiertas y sus límites imprecisos, pero entre unas y otras hay
diferencias de concreción: “vegetal” es palabra que abarca mucho más que “árbol” y
a su vez, “árbol” es mucho más amplia que “olivo”, y dentro de “olivo” aún
aparecen “acebucheno”, “arbequín”, “manzanillo” y alguno más que no recuerdo.
Entre muro y pared, sin embargo, la diferencia no está tan clara. Según el M.
Moliner muro alude a construcción y pared al límite de un espacio.
Sólo tabique aparece con un significado algo más claro: “pared delgada”, esto es,
sin funciones estructurales, por lo que de tenerlas recurriríamos más bien al muro
que a la pared. A veces la concreción les llega a las palabras por el “apellido”:
“muro de carga”, “muro pantalla o de contención”, pero también les puede
sobrevenir su sinsentido: por ejemplo, el mismo M. Moliner menciona a los
“tabiques de carga”. En cálculo de estructuras se enseña que las vigas pueden ser
verticales (pilares), u horizontales (jácenas), aunque en el uso común (y en el
Moliner) las vigas son siempre horizontales. En uno de los diccionarios
mencionados se dice que los pilares son más robustos que las columnas y de forma
no necesariamente circular. En otro se vincula el uso de la palabra columna a su
pertenencia a un orden clásico, así que todas esas columnas modernas cilíndricas de
hormigón no merecen ese nombre. Pero la columna ática (M. Moliner) es
precisamente la que se define por ser aislada y con base cuadrada (!). Uno había
acudido a los diccionarios para fijar su saber y huir de la ignorancia y ya ven que
pasa...
Eduardo Gil Bera, escritor navarro al que ya he citado varias veces, explicaba
en un magnífico artículo titulado “Poesía, el lenguaje a ti debido” (rev. Archipiélago
n 37) que contrariamente a lo que comúnmente se cree, “todas las lenguas sufren
con el tiempo una decadencia fonética y una pérdida de su capacidad para matizar
y concretar, (...) se erosionan en el sentido de una pérdida de vocabulario tendiendo
a ser más abstractas, simples y pobres (...). En una lengua antigua se podían
expresar, en un verbo, en una palabra, matices de subjetividad que, en una
moderna, necesitarían parrafadas dilatadas, y, aún así, no alcanzarían la precisión
antigua”. También dice que es la poesía la que “es, primero, autora y, luego,
víctima de la progresiva simplificación del lenguaje(...); un texto no aporta ni
enriquece tanto como empiedra, traba y fija de manera letal”.Veamos: columna es
un pilar de sección circular dentro de un orden arquitectónico. Al mismo nivel de
definición, columna es cada una de las partes en que se divide verticalmente una
página impresa, la porción de líquido contenida dentro de un tubo o el bafle de un
equipo de música. Pero si la poetizamos un poco, la columna o el pilar (y aquí tanto
da una que otra) de una institución lo mismo es una persona, un acontecimiento o
una ley.
Vecindad identificable
Límite de vecindades
Lugares sagrados
Acceso al agua
Ciclo vital
Traseras tranquilas
Baile en la calle
El colmado de la esquina
Posada
Transición en la entrada
Asientos escalera
Dominio de la pareja
Cocina rural
Casita de adolescentes
Escaleras exteriores
Habitación exterior
Abrirse a la calle
Lugares árbol
Banco de jardín
Tapias de jardín
Gabinetes
Lugar ventana
Círculo de asientos
Muros gruesos
Armarios entre habitaciones
Asientos empotrados
Lugar secreto
Lugar columna
Banco ante la puerta
Luz filtrada
Banco corrido
Asientos diferentes
Y algunos otros ya citados en los capítulos anteriores.
No hay en este vocabulario ni una sola palabra rara con aires de jerga y sí una
infinidad de sugerencias y de ejemplos que asocian a estas palabras lugares con vida
o arquitecturas felices. De un tiempo a esta parte colecciono fotografías que dan fe
de cada uno de estos nuevos vocablos arquitectónicos y en algún momento he
llegado a pensar que esa colección pudiera constituir la mejor de mis tesis
doctorales, o si se quiere, un nuevo diccionario ilustrado de arquitectura. Pero es un
trabajo muy pesado que dejo para más adelante o quizás para la jubilación.
Por mi parte, también he inventado algún vocablo nuevo como
Era justo poner las cosas en su sitio desde una visión más profunda e integral
de la arquitectura, y hay que congratularnos por el libro de Morales y elevarlo a la
altura que se merece (véase mi reseña en rev. Archipiélago n. 38 pag. 129). Pero aún
quedaba pendiente hacer un desagravio a la arquitectura griega, a la que Zevi dejaba
poco más o menos que en la condición de escultura y de ahí que en este capítulo que
sigue a los del alfabeto visual se junten el espacio y la columna como expresiones
formalmente antagónicas, pero intrínsecamente similares de lo mismo, esto es, del
hacer arquitectura.
El siguiente gran paso, otro paso de gigante, será utilizar ese ángulo recto del
muro vertical en la planta horizontal de la choza, solucionando así los problemas de
adición de casas que percibíamos en el espacio exterior.
que durante siglos seguirá siendo maternal y que persistirá formalmente una vez
desaparecidas las murallas en las circunvalaciones de trenes y autovías manteniendo
parecido conflicto espacial.
En principio parece que existe una diferente vocación de los espacios y las
columnas en la creación de lugares, -aquellos para los interiores y éstas para los
exteriores-, pero también observamos que ante la inmaterialidad de los espacios y la
dificultad de su definición como el vacío creado por unas superficies envolventes, el
hombre pensase, a diferencia de Zevi, que la arquitectura de los árboles podía ser
mucho más perfecta, y que el mejor reflejo del hombre como constructor no es ese
vacío o esa “columna de aire” que daba en ocupar para aislarse del espacio exterior,
sino una columna pétrea que en su unidad y verticalidad diera la verdadera medida
de su naturaleza.
En los años en que Zevi escribió su libro, Buñuel filmaba como surrealista el
episodio de Simón el estilita, esto es, el hecho de que los primeros eremitas urbanos
decidieran subirse a las columnas en vez de irse a las cuevas del monte.
En todo caso, nunca deberá olvidarse que la arquitectura ha de estar hecha para
el hombre y no para su protagonista espacial, por lo que si el espacio quiere
humanizarse, encontrará en la columna su más fiel aliada. De eso y mucho más
tratará el epígrafe siguiente.
CAP 4. VOCABULARIO BASICO - 3. Decoración
Agotados por los esfuerzos de siglos y alentados por las evidencias de una
época en que construcción y decoración se habían separado más que de costumbre,
algunos visionarios de comienzos del siglo XX decretaron que la decoración había
muerto y que la arquitectura era simple y llanamente construcción de muros y
pilares desnudos bajo la luz. Tamaño disparate sólo se explica, a mi entender, por la
confusión general entre los signos arquitectónicos y los signos sociales de la
época. El ascenso de la burguesía como clase social sobre un proletariado
explotado, tuvo su expresión física en la apropiación exclusiva por parte de aquella
de los recursos decorativos. Frente a la desnudez del proletario, un burgués podría
definirse sencillamente como un hombre decorado. El rechazo a los productos
industriales de los así llamados “pioneros del movimiento moderno” contribuyó no
poco a esa exclusividad decorativa de la burguesía que era la clase social que podía
costear los caros objetos arts and crafts. La historia ha sido muy generosa llamando
revolucionarios a Morris, Wagner y compañía. Incluso Loos y Le Corbusier, los
autores de los dos panfletos revolucionarios que acabaron con la decoración
burguesa ejercieron su trabajo profesional como arquitectos en un contexto
claramente burgués.
La separación que se haga entre arquitectura y decoración siempre será una fractura
dolorosa. A los arquitectos nos ha ocupado la decoración hecha piedra, y así nos ha
ido (sobre todo cuando hemos dejado de hacerla). Hemos roto la línea de continuidad entre
la fría construcción y la arquitectura vivida, entre las razones de la necesidad y el deseo
humano de trascenderla mediante gestos sencillos y entendibles. La arquitectura del siglo
XX se hizo tan abstracta que sólo la misma pintura abstracta, o la escultura igualmente
abstracta de los muebles acudieron en su auxilio.
Ahora bien, mucho antes de que los trabajos decorativos fueran proscritos de
la arquitectura, ya había perdido ésta el concurso y apoyo de otras dos “artes”
intermedias, la pintura y la escultura, originalmente vinculadas al decoro o
embellecimiento de la habitación del hombre. Es preciso en este punto volver al sin
par Diccionario de las Artes de Félix de Azúa en sus voces ESCULTURA Y
CUADRO. Tras describir su huida y su acabamiento, Azúa concluye así la primera
de estas voces: “tarde o temprano la escultura regresará a su espacio, que es el que
le dicta la arquitectura, y será de nuevo inconcebible una construcción habitable
que no repose sobre un programa escultórico”. Respecto a la pintura, en el
momento más trágico de su exposición dice así: “tras una perfecta inversión de las
jerarquías, fue la propia pintura la que pasó a dominar y determinar el espacio
arquitectónico y a construirlo según sus propias leyes”. En su día dirigí una carta a
Rafael Moneo diciéndole cuán poco palacio podía verse en su obra de
reacondicionamiento del Villahermosa de Madrid para albergar la colección
Thyssen.
No podemos acabar este tema capital sin la obligada referencia a los libros de
Alexander. En el patrón 225 titulado “Los marcos como bordes engrosados” trata la
decoración analógica de los huecos como si de un problema estructural se
tratara: “toda membrana homogénea con agujeros tiene a romperse precisamente en
ellos, a menos que sus bordes se refuercen engrosándolos”. En el patrón 249,
titulado “ornamento” alude al carácter funcional de la decoración después de
mentarlo como hemos hecho aquí al comienzo de este capítulo: “todos tenemos el
instinto de decorar nuestro entorno”. Por lo tanto, además de satisfacer nuestro
instinto, el ornamento tendría la función de hacer de la arquitectura un “todo”,
actuando en aquellos puntos débiles en que pudiera descomponerse en partes
inconexas. La aplicación del patrón ornamento se enuncia así: “Busque por el
edificio y detecte aquellos bordes y transiciones que reclamen un énfasis o una
energía extra de vinculación. Las esquinas, los puntos de encuentro entre
materiales, los marcos de las puertas y ventanas, las entradas principales, los
lugares donde un muro encuentra a otro, el portillo del jardín, una verja -todos
éstos son lugares naturales que reclaman el ornamento”. Por último, en el patrón
253 titulado “Los objetos de su vida” Alexander critica frontal y radicalmente el
concepto del “diseño total” de los espacios o la decoración como un arte repulido en
el que el usuario es un extraño, de modo que le anima a colocar allí los objetos que
tienen para él alguna significación especial, recuperando definitivamente ese sentido
“simbólico” de la decoración del que hemos venido hablando.
Han tenido que pasar más años y he tenido que perder todos los miedos y
prejuicios acerca de la arquitectura, la decoración y el lenguaje con el que hablamos
para darme cuenta de lo sencillo que es formular la revolución llevada a cabo por
Brunelleschi: todo lo que hizo en la sacristía vieja de San Lorenzo fue utilizar el
aparato decorativo romano para modular, articular o estructurar los paramentos y el
espacio de una simple y vulgar construcción.Y cuando digo aparato decorativo
romano digo bien pues fueron los romanos quienes transformaron el “tratamiento
escultórico” de las columnas y arquitrabes de origen griego, en revestimientos
decorativos de los mismos, disociándolos para siempre. Una vez que el tratamiento
escultórico de los elementos constructivos se convierte en una máscara, la
arquitectura deja de ser un espacio esculpido para ser un espacio decorado.
Aprender a hablar una lengua es cosa fácil. Todos los niños del mundo lo
hacen (“Admirábase un portugués/ de ver que en su tierna infancia/ todos los niños
de Francia/ sabían hablar francés...”). Ya es un poco más difícil aprender a hablar
una segunda lengua (yo no lo he conseguido ni creo que lo consiga nunca) pero lo
verdaderamente difícil es darse cuenta de lo que uno habla. A caballo entre las
clases de Moneo y la Historia del Renacimiento de Benévolo, en los años setenta
intentábamos también leer a los estructuralistas, a los semiólogos y a otros filósofos
del lenguaje así como la novela centroeuropea deudora de Kafka, pensando que de
todo ello sacaríamos algo en limpio del propio lenguaje que hablábamos. Pero nada.
No más que dolor de cabeza. Y ya no digamos cuando algún iluminado se ponía a
buscar “sintagmas”, “significantes” y “significados” en las cornisas y las esquinas de
los edificios. En los primeros números de la revista Arquitecturas Bis aún pueden
encontrarse unas cuantas contribuciones gloriosas a aquellos denodados esfuerzos
por aplicar a la arquitectura lo que ni sobre las preposiciones y los adjetivos daba
resultados.
¿De la nada?, ¿del papel en blanco?, ¿es la composición una creación? En este
epígrafe y sobre todo en el siguiente iremos abordando el crucial problema de la
“creación”, el terrible problema filosófico del paso de la nada al ser que Parménides
negaba con toda la fuerza de la lógica y que sin embargo Platón admitió, abriendo
así la compuerta del enloquecido proceso creativo (y destructivo) de lo que se
entiende como “cultura occidental” (Severino).
Pero antes de empezar con Kandinsky hay que preguntarse por ese alma que
da unidad y vida a las partes y que es a la vez tan invisible como escurridiza. Para
empezar, habría que hablar de dos almas distintas, una que ocupa el espacio y otra
que se extiende en el tiempo. En la música se dan las dos, en la pintura sólo una (la
primera), en el arte dramático sólo una, la segunda, y en la arquitectura..., bueno en
la arquitectura aunque parece que sólo haya una, como en la pintura, lo cierto es que
al ser recorrida aparece también la segunda.
Empecemos con la música. Como todo el mundo sabe, el alma estática de la
música es acorde armónico, mientras que su alma dinámica está en la cadencia
melódica-armónica que nos lleva desde el comienzo tonal hasta los compases de
tensión de los acordes dominantes o subdominantes y la resolución final. El alma de
los acordes tiene fundamento numérico, pero el alma del desarrollo melódico es
netamente dramático. La composición de una pieza musical ha de poseer una
armonía vertical (acordes) y una armonía horizontal (cadencia). La distinción
pedagógica que se da en los estudios musicales entre las asignaturas de Armonía y
Composición parece responder al estudio de la una y de la otra.
Pero como habíamos empezado con un papel rectangular apaisado (un folio)
como reflejo de nuestra mirada igualmente apaisada (dos ojos en línea horizontal),
sigamos con él. La composición del punto en el centro (o un poco más abajo) sobre
el folio apaisado no nos deja totalmente satisfechos porque entre el punto y los
bordes laterales hay excesivo espacio vacío. La solución inmediata es inventar un
par de puntos más, quizás un poco más pequeños, y situarlos entre el punto central y
los bordes. Llegamos así a una composición algo más compleja en la que por haber
buscado la armonía entre los puntos y el papel hemos puesto en cuestión el principio
inicial de la “unidad”. Tres no es uno, pero nótese que en la decisión de “hacerlos un
poco más pequeños” los dos puntos nuevos han quedado subordinados al central. A
modo de broma macabra suelo decir a mis alumnos que para que el Gólgota quedara
bien en los miles de cuadros que se pintarían en los siglos posteriores, los judíos
tuvieron la artística idea de crucificar a dos ladrones, uno a cada lado de Jesucristo.
El tríptico es una de las composiciones más utilizadas a lo largo de la historia y no
sólo en la pintura sino también en la escultura, la arquitectura o hasta la
indumentaria, expresando la relación entre el tronco central y las extremidades
laterales. Hemos llegado de la mano de Kandinsky a donde estaba Alberti cinco
siglos antes. El tres es el número que equilibra la unidad del ser con la visión
apaisada que tenemos los hombres por la fuerza de la gravedad, logrando pasar así
de lo simple a lo complejo.
Problema más arduo se plantea cuando lo que hay que componer sobre el
lienzo no es uno o tres elementos sino sólo y exclusivamente dos. Si uno ocupa el
centro, el otro no encuentra lugar; y si el centro se queda vacío, la unidad de la
composición queda en entredicho. Es el célebre problema del tema de la
Anunciación de la Virgen María por el Arcángel San Gabriel, o el de la fotografía de
cualquier matrimonio.
Distinta es la labor del crítico o del profesor cuando tiene entre sus manos las
composiciones de los creadores. Decíamos al principio de este manual que la crítica
es también una poética y una creación. Que no es un repaso al creador ni mucho
menos un acto de destrucción. La crítica cura y completa la creación: explicita el
análisis o la reflexión que ha estado ausente en el proceso de composición.
Muchos de mis alumnos, al oír los comentarios que hago en clase sobre las
composiciones de puntos y líneas que entregan como ejercicios se quedan atónitos.
A uno le digo que lo suyo es un bodegón, a otro que es un paisaje alegre, a otro que
una figura introvertida. Para su sorpresa detecto “manchas tontas”, líneas primarias,
elementos sobrantes, confusiones, o ausencias manifiestas; composiciones muy
simples o composiciones que tienden hacia la textura; imágenes que se agotan con
una mirada o creaciones que invitan a mirarse una y otra vez en busca de su
escondido misterio. En tan sólo diez años de docencia de la asignatura Fundamentos
de Diseño con ejercicios de punto y línea de alumnos adolescentes, he acumulado un
impresionante archivo de composiciones que a menudo pongo en comparación, para
mi regocijo y el de mis alumnos, con la exhausta creatividad de los pintores
profesionales que aún cuelgan sus pinturas abstractas por las paredes de las salas
oficiales de arte. En formato y ringorrango puede que nos ganen, pero lo que es en
creatividad compositiva, la magia está en los jóvenes, si no en los niños. (ofrezco al
lector un mínimo muestrario de diez fotos de ejercicios de mis alumnos)
Claro que una cosa es un jueguecito de puntos y líneas sobre un papel y otra
cosa es la arquitectura. Cierta arquitectura del espectáculo de las últimas décadas ha
confundido lo uno y lo otro y merced a la mezcla de una insaciable voracidad de
imágenes novedosas, del despilfarro económico de la sociedad del bienestar
occidental y de la fascinante evolución técnica del cálculo y dibujo por ordenador o
de los nuevos materiales, se ha edificado lo que no son sino ejercicios infantiles de
composición. Compárese sus planos, -ampliamente divulgados en carísimas revistas
como El Croquis-, con los ejercicios de los alumnos adolescente de mi escuela y
vean si no están incluso por debajo de éstos. Lo de Libeskind, Hadid, Miralles, o
Gehry recuerda al placer de Nerón por incendiar Roma.
Moneo definía el “tipo” como una “estructura formal”, dúo de palabras que al
entrar en contradicción era imposible entender pues como todo el mundo sabe la
estructura es algo interno o subyacente a la forma final visible. Pero en el desarrollo
del artículo mencionado o en los ejemplos que iba proponiendo, se adivinaba que las
características principales con las que hacer clasificaciones tipológicas de
arquitecturas, iban a ser las organizaciones geométricas de las plantas, y en un nivel
secundario, la organización espacial de la sección.
Esa permanencia de los tipos a lo largo de la historia parecía ser uno de los
motivos que estaban en la raíz de la propia investigación tipológica, buscando leyes
internas de configuración con las que se trataba de superar a esas otras
clasificaciones arquitectónicas mucho más externas, superficiales o decorativas,
claramente endémicas en las tradicionales Historias del Arte, es decir, las consabidas
historias de los “estilos”. Ante la conciencia de la desaparición de la ciudad
histórica, se proclamaba no tanto el valor de los ropajes externos cuanto el carácter
de unos tipos arquitectónicos que podían seguir permaneciendo o evolucionando, a
la vez que se definía una “morfología urbana” (segundo concepto clave de la obra de
Rossi) o plano de la ciudad, derivado de la yuxtaposición o articulación de los tipos
arquitectónicos. En los años setenta todos atribuimos a Aldo Rossi esos avances aún
sin llegar a leer “La construcción de la ciudad” en su primera edición en español (ed
Gustavo Gili, 1971) porque comenzaba con un indigesto aperitivo-prólogo de
Salvador Tarragó escrito a la medida de los sufridos lectores de El Capital de Carlos
Marx, que espantaba al más decidido.
Del año 1976 (aunque aquí vió la luz en el 79) era el libro de Nikolaus
Pevsner “Historia de las Tipologías Arquitectónicas”, que a pesar de lo
rimbombante y oportuno de su título, no hacía alusión alguna al debate teórico que
se vivía por entonces (véase su prólogo), y que efectivamente, tiraba más hacia la
erudición que a la profundización de la noción tipológica. Hay muchos momentos en
que la clasificación de Pevsner es más una clasificación de edificios por “funciones”
(hospitales, cárceles, hoteles, etc.) que por organizaciones espaciales propiamente
dichas.
Ni que decir tiene que Rossi se hizo mucho más famoso por su “moda” que
por su profundización en el concepto de “tipo”. En la siguiente década aparecieron
ventanas cuadradas y barandillas romanas hasta en las Hurdes y hubo escuelas de
arquitectura, como la de San Sebastián, que hicieron dogma de lo que no se proponía
más que como “tendencia” y marcaron al hierro a dos o tres generaciones de
arquitectos y a buena parte de la arquitectura oficial de la renaciente autonomía
vasca arruinándola para siempre.
No me explico como nadie ha hecho una historia de las modas de este siglo
en arquitectura catalogando los tics formales de cada una de ellas. Es una tarea
apasionante y digna de los más altos laureles en una tesis doctoral (quizás hasta yo
me anime a ello en un nuevo libro). Coleccionar los remates en frontón Chipendale
que en el mundo han sido después del célebre rascacielos de la AIT en Nueva York
de Philip Johnson, (a quien se anime le puedo indicar que en la plaza de Logroño
hay uno) o paredes lisas con agujeritos cuadrados (que hasta Le Corbusier pone
gratuitamente en uno de los volúmenes de la terraza de la Unité de Marsella), tiene
que ser de lo más divertido.
Los arquitectos jamás han usado la palabra “moda” en sus escuelas o en sus
revistas, por lo que un trabajo así sería inmensamente terapéutico.
Como dice el Maria Moliner, “si no se especifica otra cosa, se entiende moda
en el vestido”. Es una pena que el diseño de vestuario se haya apropiado
impunemente de la palabra “moda” y que las otras áreas del diseño no la
reivindiquen. Cerca de la piel del hombre (y sobre todo de la mujer) la palabra ha
adquirido un tono frívolo y vanidoso completamente injusto. Desgraciadamente para
la teoría de la creación en España, la mayor experta moda es una periodista catalana
que escribió en el noventaydos un premiado ensayo titulado “Lo cursi o el poder de
la moda” (Margarita Riviere, ed Espasa) cuyo contenido no podía ser otro que una
mezcla de apuntes de periodista (véase mi reseña en rev. Archipiélago n. 13).
Lamento no haber leído a McLuhan a Barthes o Coleridge para poder dar una visión
más erudita de la moda, pero si los ha leído Riviere y los ha entendido no deben de
servir para mucho. A cambio daré una visión personal de la moda, mucho más
sencilla y de sentido común: la moda es una muletilla más en el proceso creativo.
Puede interesarle al historiador quién la crea o quién la difunde, cómo se extiende y
cuánto dura antes de ser sustituida por otra moda, pero en lo que compete al
diseñador lo que interesa es cuán sólida es, para darle cierta seguridad y garantía en
su trabajo.
Para tener éxito, como dicen los manuales de éxito americanos, lo primero es
querer tener éxito. El deseo de éxito tiene ciertas similitudes con el acto de la
creación y hasta casi se diría que es consecuencia de éste. La inconsciencia e
irresponsabilidad propia del creador de la que hablábamos en el capítulo anterior,
tiene su continuidad en la vocación de éxito, aunque hay casos (como por ejemplo el
de Moneo) en que el deseo de éxito es incluso anterior a la creatividad.
Pero si la acción de crear y mutar las estructuras o las formas de las cosas,
está emparentada con el devenir observable en la naturaleza, el deseo del éxito del
artista está ligado más bien con la idea misma del devenir, que no es ya una
observación empírica sino una idea enloquecedora, tal y como demuestra Severino
una y otra vez en su filosofía. Ante el horror de la nada que experimenta quien tiene
fe en el devenir, el artista se construye un éxito una fama que subsistirá durante el
tiempo que duren sus adoradores.
Es por ello que tanto a mis alumnos como a los lectores de este libro, a los
artistas que aún quieran curarse de su locura o a cualquier persona inteligente y
sensata, lo mejor que les puedo recomendar al punto de acabar este libro es leerse la
voz “artista” del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa. Sólo así puedo prometer
que el modesto utillaje que proporciona este libro para criticar su obra, no se
utilizará en su contra.
Sirva pues este manual para no equivocar ni confundir la una con la otra.
ULTILOGO
Hoy es 5 de marzo del 2002. Había empezado a escribir este manual de
crítica el 24 de septiembre del año pasado. No han pasado más de cinco meses, y
escribiendo a ratos libres, he acumulado casi ciento cincuenta folios con un cierto
orden. Creo que ya componen un libro así que es hora de releerlos y corregirlos,
aclarar conceptos, mejorar las descripciones, enlazar ideas, y evitar repeticiones para
hacer más agradable su lectura.
El problema no es que haya ardido yo durante este tiempo en deseos de editarlo para
satisfacción de mi vanidad o para gloria de mi carrera docente, sino que su no
edición ha constituido para mí algo así como un tapón o una represa que me impedía
seguir escribiendo libros.
Nada más acabar con su primera redacción me puse animadamente a escribir otro
libro sobre Arquitectura y Vejez, pero a los pocos meses, el atasco de este Manual
empezó a ser como un freno. ¿Para qué escribir libros si no se publican?
Así que volví a la escritura de artículos, esta vez en una modesta publicación
mensual llamada elhAll, que yo mismo edito para el Colegio de Arquitectos de La
Rioja y que gracias al invento de internet, el lector puede encontrar en la página
www.coar.es
Las dos personas que más se entusiasmaron con la lectura del manuscrito de este
Manual, el humanista valenciano Alberto Adsuara y el arquitecto vasco-asturiano
Víctor García Oviedo, me han reconvenido varias veces con cariño a seguir con la
tarea de la escritura de libros, es decir, a seguir diciendo, más y mejor, lo que se
apunta en él.
Pero como para seguir escribiendo había que intentar publicarlo, me puse a elloy a
finales del año 2002 lo envié a varias editoriales que lo rechazaron sin mayor
explicación. Me gustaría mucho escribir sobre tan interesante asunto pero no creo
que sea ahora el momento adecuado.
Creo que debo esperar que sean los lectores (o los editores) quienes me digan si
quieren nuevos libros míos, pues prefiero que las disciplinas me sean impuestas
desde fuera antes que aplicármelas por mi propia voluntad. Al releer yo mismo las
páginas de este Manual, más de una vez me sorprendo de los brutales saltos que doy
en la narración del los asuntos concretos o en las temáticas que trato, y de lo duro
que tiene que ser para el lector seguirme en esos saltos. Ese desconcierto que
continuamente creo con mi escritura poco ortodoxa sé que va en detrimento del
entendimiento racional, pero a cambio, creo que abre las puertas a otro tipo de
entendimiento más oscuro y profundo (llamémoslo poético) en el que la obra es
inseparable de la personal y que finalmente, remite a una relación entre el lector y el
autro mucho más directa y personal. Sepa por tanto el lector que por el simple hecho
de ponerse a leerme, ya no es para mí un alumno o un consumidor de cultura, sino
un amigo. Y sepan también de mi agradecimiento todos los que contribuyen a su
edición.
Agosto 2004