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Dedicatoria

A José Angel González Sáinz y Teresa Diez del Corral Areta


INDICE
PRELOGO

CAPITULO PRIMERO: GUSTO TEORÍA Y CRITICA

El gusto es mío
Abundancia de dioses
De la crítica como poética

CAPITULO II: LA SANTA TRINIDAD

La función "pa" empezar


Sólido, líquido o gaseoso
Venus

CAPITULO III: UN ALFABETO DE LA IMAGEN

Forma y abstracción
El buen color
Textura
Materia
Proporción

CAPITULO IV: VOCABULARIO BÁSICO

Jergas, modismos y diccionarios


El espacio y la columna
Decoración

CAPITULO V: ASUNTOS RELATIVOS A LA CREACION

Lengua y gramática
Composición
El tipo y la moda

ULTÍLOGO

NOTA POSTRERA
PRELOGO

Esto es una declaración de intenciones, es decir, un "prelogo", o sea, un antes del


logo escrito por el mismo autor del libro. Como palabra para empezar prefiero la
inexistente prelogo que la habitual pro-logo (o prólogo) pues ésta es más difusa ya
que puede ser lo mismo un canto final a lo escrito, "en pro del logo", o un dar
ánimos para empezar con el logo; ánimos que, a su vez, no se sabe bien si son para
el escritor que empieza a escribir el libro (generalmente no) o para el lector que se
propone leerlo.

Por lo general se suelen leer prólogos que son "prolongos", o sea, prolongaciones
del libro escritas como "presentaciones". En el caso de este libro no es así: he
decidido empezarlo diciendo sinceramente lo que quiero hacer, así que "prefacio"
sería más adecuado que pro-logo pero puesto que lo que voy a "facer" no es más que
“logos”, sigo prefiriendo llamar a ésto "prelogo". Bueno, luego se verá lo que hago y
tal vez, al final (no lo sé aún), escriba un epílogo, o mejor, un ultílogo.

Quiere decir todo ello que el lector tiene entre sus manos una "idea" de este libro
que yo aún no poseo. Habrá leído la solapa, habrá ojeado el índice, habrá echado un
vistazo a las ilustraciones y a algunas líneas del texto para ver de qué va. A estas
alturas, el autor, o sea yo, tiene tan sólo una pantalla de ordenador en blanco y una
ligera idea del libro que quiere escribir. Nunca me había puesto a pensar seriamente
en la asimetría que se da entre el escritor y el lector. Los libros son falsos mitos de
comunicación: creemos que lo que escribimos es lo que decimos o pensamos pero
eso no es verdad pues, para empezar, está claro que lo que ahora escriba será
posteriormente revisado y corregido por mí mismo antes de darlo a su lectura.

Los tiempos de comunicación del libro son bastante más aleatorios de lo que nos
creemos. Yo empiezo el libro en el mes de septiembre del 2001, concretamente hoy
día 24, festividad de la Merced. El lector sabrá qué día es hoy para él y si eso tiene
que ver con el libro o es indiferente. Así mismo, el lector podrá releer el libro más
adelante, extrayendo cosas en las que no había reparado en la primera lectura, y así
sucesivamente.

Pensándolo bien, un libro se parece mucho más a un edificio que a una


conversación, clase o conferencia. En el ejercicio de la arquitectura me he
desesperado no pocas veces con la distancia que media entre el boceto inicial, el
ajuste de los planos y la ejecución de las obras, pues cuando llegaba a éstas no podía
recordar qué es lo que había querido hacer meses o años atrás. Luego he descubierto
que los edificios se hacen cuando se habitan (como los libros cuando se leen), pero
de esto ya se hablará más adelante.
También le diré al lector que lo empiezo a escribir en Logroño, ciudad de España, en
donde he ejercido la profesión liberal de arquitecto durante diez años y donde he
sido profesor de diseño en una Escuela de Artes y Oficios durante doce. Entre lo uno
y lo otro fui arquitecto municipal de la ciudad de Nájera durante tres años. Sumando
etapas, el año pasado hice las bodas de plata con la profesión, lo que quiere decir
que podré ser todavía un ingenuo (y el hecho de ponerme a escribir un libro lo
demuestra) pero no un inexperto. El lector sabrá también si estos datos le sirven
para algo. Yo los suelo echar en falta en muchos libros, por eso los pongo aquí en
este prelogo.

Aunque sea éste mi primer libro escrito de comienzo a fin, no soy novel en la
escritura. En el año 1983 escribí y publiqué mi primer artículo y desde entonces no
he parado de escribir sobre arquitectura. A comienzos del año 2000 preparé una
recopilación de mis mejores artículos bajo el título "Una Voz en un Lugar" y lo
envié a varias editoriales. En las fechas en que esto escribo todavía anda por ahí en
busca de editor. Con las sobras, esto es, con artículos de temática más local y acaso
efímera, salió otro libro recopilatorio que, éste sí, fue felizmente editado por el
Colegio de Arquitectos de La Rioja con el título "El Retablo de Ambasaguas".

Entre la preparación de las dos recopilaciones mencionadas y el comienzo de este


libro escribí varias docenas más de artículos que no he tenido ánimo aún de
agruparlos en una obra mayor para su edición en forma de libro pero que, a cambio,
me han dado suficiente confianza en mí mismo como para acometer una escritura
más prolongada. Aunque no creo que lo consiga, procuraré no hacer continuas
referencias a mis artículos y trataré de entenderlos como material de cimientos de lo
que aquí se vaya contando.

Puestos a escribir un libro, uno trata de imaginarse el título que tendrá, a ver si eso le
da una pista y le guía en lo que quiere escribir. Durante este verano del 2001, mi
buen amigo José Angel González Sainz me sugirió que escribiera un tratado para
ayudar a interpretar la arquitectura (o las artes plásticas en general) a gentes más o
menos cultas (como él mismo) pero ajenas al mundillo de la arquitectura por esa
estúpida compartimentación gremial de los saberes y las consiguientes jergas
segregacionistas que producen. Si este libro llegara a satisfacer su invitación, podría
muy bien titularse Manual de Crítica de la Arquitectura, entendiendo la crítica como
interpretación, y la arquitectura en el sentido amplio y abierto de la famosa
definición de William Morris, esto es, “la consideración de todo el ambiente típico
que rodea la vida humana” o el “conjunto de las modificaciones y alteraciones
introducidas en la superficie terrestre con objeto de satisfacer necesidades humanas,
exceptuando sólo al puro desierto”.

Pero un Manual o un Tratado es un título algo frío y pretencioso, así que también
tengo otros más cálidos y autobiográficos. Parodiando al exitoso "Etica para
Amador" de Fernando Savater, había pensado que esto que el lector tiene en sus
manos podría ser una "Estética para Teresa", pues el conjunto de saberes sobre arte,
arquitectura y belleza que aquí quiero contar, le vendrían estupendamente a Teresa,
mi hija mayor que, justamente hoy, 24 de septiembre del 2001, empieza en Valencia
sus estudios de Arquitectura.

En fin, ya que el título es fácil de poner y quitar y que el prelogo lo escribo al


comienzo y no al final del libro, permítame el lector que aún no me comprometa con
él.

Digo que tengo experiencia, que tengo material de cimientos y que casi tengo un
título. El lector sabe también lo que tiene entre manos, así que podía muy bien dejar
yo el prelogo aquí, no sea que entre lo que me propongo escribir al comenzar el libro
y lo ya escrito y en manos del lector, hubiera engorrosas divergencias.

Pero la separación entre el autor y su obra, entre la voluntad y el acto, me han


parecido siempre cosas bastante odiosas: manifestaciones de un deseo de eternidad
que ya que el autor no podrá nunca lograr, queda confiado a la obra. Que los actos
trasciendan a la voluntad de su autor no es sino otra expresión más de la
irresponsabilidad general en que vivimos. Tan tonto es quemar los papeles que uno
ha escrito porque se sabe mortal como pretender que lo único imperecedero que uno
tiene son sus papeles. Con echar un vistazo ahí afuera a las estrellas toda esa tontería
se cura enseguida. Entre las intenciones de quien escribe este libro y su resultado
siempre habrá una total unidad: uno es siempre tan miserable como sus obras, así
que es de cretinos creer que éstas le van a salvar.

Rebajadas mis posibles ínfulas de escritor, quisiera decir que con este libro pretendo
hacer otras dos cosas: una, escribir de forma más o menos ordenada los contenidos o
ideas de las innumerables clases de diseño que he ido preparando durante mis años
de docencia; y dos, reescribir el libro que torció para siempre la idea de la
arquitectura que me enseñaron en la universidad. Explicaré lo más brevemente que
pueda lo uno y lo otro.
A finales de los años ochenta a alguien en Madrid se le ocurrió que ya era hora de
que este país se animase a dar el salto que la Bauhaus dio a comienzos de los años
veinte en Europa, esto es, que las escuelas nacidas del movimiento Arts & Crafts se
transformasen en Escuelas de Diseño. Se creó un cuerpo nacional de profesores de
diseño y se convocaron oposiciones. Al estudiar para ellas me di cuenta de que
apenas nadie tenía claro lo que era el diseño y su docencia, así que tanto en la
preparación de las oposiciones como en la confección de los cursos que empecé a
impartir después de superarlas, todo el trabajo fue personal y autodidáctico. Una
gran baza tenía de mi parte, y era mi formación como arquitecto. Desde la
arquitectura había tenido acceso al mundo de las bellas artes, al mundo exterior de la
utilidad y la economía, había tenido cierto acceso a la historia y a las técnicas y
sobre todo, lo más importante, había aprendido "el método". El proceso de diseño no
es otra cosa que una oscilación en espiral entre una proposición creativa y una crítica
inmediata; una cosa tan sencilla y tan de sentido común que daría vergüenza
escribirla si no fuera porque apenas nadie la entiende. Desde que el mundo da un
gran valor a las propuestas creativas y es reacio a la crítica, todas las creaciones van
dando tumbos y se tarda muchísimo tiempo y se pierde una enorme cantidad de
energías en colocar las cosas en su sitio. Algunas, incluso, no se recolocan nunca. La
primera tarea para recuperar el valor de la crítica en el proceso de diseño era
formular un sólido vocabulario, y a ello me dediqué en la preparación de mis clases.
Si no me equivoco en el pronóstico, este libro que ahora empiezo tendrá mucho de
"diccionario de la crítica de la arquitectura" (otro posible título), si bien, no
dispuesto en orden alfabético.

Mediados los años ochenta y desengañado como estaba con mi profesión, tanto por
el penoso ejercicio de la misma como por la pobreza general de sus resultados, cayó
en mis manos el libro "El modo intemporal de construir" de Christopher Alexander
(ed GG Barcelona 1981). El impacto que me produjo su lectura cambió mi
percepción de la arquitectura por completo, de manera que bien podría decir que en
mi vida hay un antes y un después de este libro. Para mi sorpresa, la lectura de este
libro no producía en otra gente los mismos efectos que en mí, lo que me hizo
sospechar desde el primer momento que era una cuestión de posología. Puesto que
los efectos sobre mi persona me daban la certeza de que había encontrado la verdad,
estaba claro que el libro de Alexander tenía algunas contraindicaciones que había
que superar.

En efecto, "El modo intemporal de construir" posee dos ingredientes muy


americanos que los resabiados europeos aceptamos muy mal: el primero es un aire
religioso muy del estilo de los predicadores que iban en las caravanas hacia el lejano
Oeste en busca de la tierra prometida; el segundo es un apresurado pragmatismo de
origen anglosajón que predica que la verdad no sirve para otra cosa que para
aplicarla inmediatamente. Pues bien, con el tiempo he aprendido que la vehemencia
y la urgencia en decir la Verdad a nuestros prójimos o de ponerla en práctica para
que se convenzan, son fatales para la Verdad.

Pensé por tanto que valdría la pena reescribir las verdades de "El modo intemporal
de construir" en otro tono y hasta me lo propuse como contenido de una tesis
doctoral que habría de ser el colofón de mi carrera académica como profesor.
Pasados tres, cuatro, cinco años después de acabar los cursos de doctorado sin que la
tesis se pusiera en marcha, supuse que era porque el formato pedante de una tesis
universitaria no le convenía a un tema de tal vitalidad. Bien mirado, no cambiaría
nunca los honores cum laude que proporciona una tesis por el envaramiento que ésta
le daría a las verdades formuladas por Alexander. Si el lenguaje religioso o
pragmático no le convenían, mucho menos las abstracciones del academicismo
universitario.

Un puñado de lecciones para Teresa, un manual para José Angel, un guión para mis
clases, o una reescritura en tono amable de las verdades enunciadas por Alexander
en El Modo Intemporal de Construir, son las causas nobles de este libro.

Luego, hay otras causas algo menos nobles de las que también me quiero confesar.
El pretendido salto desde las Escuelas de Artes y Oficios a Escuelas de Diseño no se
llegó a producir, pues al echarse la LOGSE encima de las viejas y desvaídas
escuelas arts & crafts las convirtió en una extraña mezcla entre malos institutos de
bachillerato y voluntariosos centros de formación profesional con un alumnado
desorientado, mediocre y variopinto que poco o nada tiene que ver con la muy
concreta labor docente para la que me había preparado. Con el paso de los años,
según iba avanzando en la preparación de mis clases, más lejos o más atrás se me
quedaban mis alumnos. En ese tira y afloja por adaptarme a ellos y por no
aborregarme, la escritura crítica ha venido siendo mi bálsamo preferido.

Ahora bien, al haberla vertido en los medios locales y en forma de artículos, en vez
de beneficiarme con sus propiedades curativas ha ocurrido, por el contrario, que me
han producido nuevos sarpullidos. Si el uso de la goma de borrar (crítica) está poco
aceptado y extendido en el proceso de diseño, en el mundo cultural, local y
provinciano de lo ya producido, es poco menos que satánica. Los medios de
comunicación locales de La Rioja han publicado mis escritos críticos como
haciéndome un favor, y en su arrogancia se han permitido no pocas veces mutilarlos,
alterarlos y hasta presentarlos con reservas hacia el autor. Escribir un libro en mi
caso no es pues otra cosa que meterme en un refugio donde aplicarme al bálsamo de
una escritura que compense el desequilibrio de mi tarea pedagógica y el
encanallamiento de la escritura periodística. Causa poco noble, como ya antes decía.
He retrasado mucho en mi vida la tarea de escribir un libro porque frente a la clase
personal o el artículo inmediato, se me antoja un medio excesivamente distante. El
tiempo que media entre la escritura y la lectura, o la diferencia de circunstancias
entre el lector y el autor puede ser tan grande que no me extraña que se incurra en el
exceso antes denunciado de considerar a los libros como entes autónomos del autor
y del propio lector: obras con vida propia. O aún peor: hitos o mitos.

Durante algún tiempo he desconfiado de la escritura de libros pensado que no era


más que una actividad económica al servicio de un editor o una actividad inmoral al
servicio de la gloria personal del propio escritor. En este verano del 2001 he
conocido sin embargo a un escritor tan curado de esas dos causas o sinrazones que
ha hecho brotar en mí una nueva vocación de escritor de libros. Gracias a “Paisajes
con fisuras” o “Baroja y el miedo” y a un par de cartas que he intercambiado con su
autor, el escritor Eduardo Gil Bera, he descubierto que un libro no es más que una
disciplina interna que alguien se impone a sí mismo para vivir. Y que de ser honesta
sólo le proporciona una satisfacción: la de saber qué es lo que ha escrito sin que
nadie se lo diga.

Una vez más y para acabar ya con este prelogo, digo que no quiero separar lo aquí
escrito de quien lo escribe ni de quien lo lee. Ello me sugiere que en vez de Tratado
o Manual podría llamar a este libro “Carta”, con el doble sentido que la palabra
tiene: instrumento de navegación por el turbio mundo de las artes plásticas, o
comunicación afectiva entre un autor y un lector. Si no me decido por ello es porque
“Carta de crítica” no me suena bien y porque una carta de verdad tiene siempre un
destinatario conocido. Dejémoslo pues en “Manual” que también es un término
evocador de cercanía (“lo a la mano” que escribe Heidegger en el epígrafe 22 de El
Ser y el Tiempo) y que, al comienzo del libro, me sugiere el cordial darse la mano
entre desconocidos como principio de entendimiento; y al final de su lectura, -ojalá
sea así-, el sello de una amistad.

Logroño, 26 de septiembre del 2001

(lo que quiere decir que he tardado dos días en escribir a ratos sueltos este prelogo)
CAP 1. GUSTO, TEORIA Y CRITICA

El gusto es mío

Mientras nos dábamos la mano al final del prelogo nos decíamos uno al otro
“el gusto es mío”, o “mucho gusto en conocerle”, mencionando así el primer gran
problema de toda estética: la cuestión del gusto. La verdad es que iniciar el
conocimiento de otra gente siempre da gusto. Somos “palabra-en-diálogo” dice el
conocido verso de Hölderlin, y en el diálogo nos reconocemos como seres
humanos (no me puedo sustraer a recomendar siempre la lectura del comentario que
hace Heidegger de este verso en “Hölderlin y la esencia de la poesía, ed. Anthropos,
Barcelona 1989). Con el saludo iniciamos un camino y sentimos la misma alegría
que se experimenta cuando se comienza la ascensión a una montaña. Luego vendrán
las dudas, las bifurcaciones, los problemillas o los esfuerzos de entendimiento; así
que disfrutemos de ese pequeño placer con que se inicia todo conocimiento, el
placer del gusto.

A diferencia de las frases mencionadas en que verdaderamente decimos que


el “gusto es mío”, o que “algo nos da mucho gusto”, el idioma español plantea
ciertos inconvenientes en el uso de la primera persona del verbo gustar. Mientras
que los ingleses formulan el “yo gusto ello” (I like it) con la misma claridad que el
“yo como”, “yo pienso”, “yo veo” etc., en español invertimos el orden de la frase y
para mostrar nuestra aprobación inicial a una cosa decimos “eso me gusta”, dando a
entender de ese modo que hablamos antes del objeto que de nosotros mismos.
Resulta que convertimos la manifestación de nuestro gusto, no en una afirmación
subjetiva (una opinión) sino en un juicio exterior al objeto, lo que nos acarrea no
pocas confusiones y penalidades.

Toda conversación sobre estética, o sea, sobre la belleza o fealdad de algo,


suele comenzar o acabar con un “me gusta”, es decir, con una irracional y subjetiva
adhesión o rechazo al objeto juzgado, pero digo bien, empieza o acaba, porque la
manifestación del gusto sólo es un hablar de sí y no un hablar del objeto. Lo que
interesa tratar en este libro es justo lo que está entre medio de esas manifestaciones
del gusto; lo que nos proponemos abordar aquí es al objeto en sí y no al sujeto que
lo ve.

Pero antes de dejar al gusto atrás hagamos un breve repaso de alguno de sus
hitos históricos. Recordemos que la cuestión del gusto fue propuesta por François
Blondel como tema a debate en la sesión inaugural y fundacional de la Académie
Royale D’Architecture el 31 de diciembre de 1671. Tras un año de pacientes análisis
y disquisiciones, la sabia Academia concluyó en sesión de 7 de enero de 1672 sin
resolución alguna. Sólo se afirmó (cito a Hanno-Walter Kruft, Historia de la teoría
de la arquitectura, vol 1, ed. Alianza Forma, Madrid 1990 pag. 169) “que aquello
que estuviese hecho con bon goût necesariamente había de gustar, mas no todo
aquello que gustara necesariamente tenía bon goût”. “A la semana siguiente -sigue
Kruft- se llegó a un consenso provisional, en tanto se llamaría de buen gusto a
aquello que gustare a un individuo inteligente”.

Tres siglos mas tarde se había avanzado bastante. En 1981 Leonardo


Benévolo dio una conferencia en Tokio (recogida en su libro La ciudad y el
Arquitecto, ed. Paidos, Barcelona 1985) en la que se preguntaba si la ciudad
moderna puede ser bella. En primer lugar separaba claramente las dos partes del
“juicio estético”, el de la obra que se juzga y el de la mente que la juzga y establecía
una relación entre lo uno y lo otro: para que una obra sea cuando menos
“comprendida”, su “ordenamiento debe ser bastante similar al de la mente que la
contempla, estando ésta formada por la superposición de una “estructura genética” y
“un patrimonio recibido por educación”.

Pero la comprensión de una obra no es lo mismo que un juicio estético, así


que para que además de la comprensión se produzca una adhesión o admiración del
espectador ante una nueva obra (para que se produzca un “me gusta”) se requiere
que ésta sorprenda a aquél en un cierto porcentaje. Apoya su tesis Benévolo en un
estudio del antropólogo Lévi-Strauss sobre la percepción musical, -así que ante
semejante autoridad en la materia no vamos a entrar en discusión. Aceptaremos
entonces que es la combinación justa de familiaridad y sorpresa la que explica la
alegría del receptor ante un objeto.

En “El sentido del orden”, E. Gombrich también decía más o menos lo


mismo: “el hecho más básico de la experiencia estética consiste en el deleite que se
encuentra en algún lugar entre el aburrimiento y la confusión” (cap 6 Monotonía y
variedad, pag 32 ed. española GG Barcelona 1980), o sea, entre lo ya conocido y lo
desconocido o confuso..

Si la manifestación personal del gusto sobre una obra es la suma del grado de
concordancia entre el ordenamiento del objeto y el de la mente del receptor más el
grado de novedad que el sujeto ve en el objeto, queda claro que ya no es un juicio
sobre una cosa sino sobre una relación entre persona y cosa. El “me gusta” de uno y
el “me gusta” del otro quedarían así bastante aclarados, y frente al “De gustibus non
disputandum”, vieja máxima que corta todo juicio estético nada más comenzado,
habría que hacer campaña por un nuevo latiguillo que dijera algo así como: “toda
expresión del gusto es explicable”.

Por empezar a traer ya a Alexander a primer plano, digamos que en el


capítulo dos de “El Modo” (lo citaremos así de ahora en adelante para abreviar) se
señala que “la diferencia entre un buen edificio y un mal edificio, entre una buena y
una mala ciudad, es una cuestión objetiva que se corresponde con la diferencia entre
la salud o la enfermedad, lo integral y lo escindido, entre la autoconservación y la
autodestrucción” cuestiones objetivas todas ellas sí, pero que atañen más al sujeto de
la contemplación que al objeto contemplado: no es fácil separar el buen ánimo que
uno tenga en una alegre mañana de primavera (y estando encima de vacaciones), de
la arquitectura, ciudad u obra que en ese momento se le ofrezca. He comprobado en
numerosas ocasiones que la para mí feísima ciudad de Logroño les parece estupenda
a la mayoría de los amigos de fuera que me vienen a ver. Es más, incluso a mí me
parece más bonita que lo habitual en esos días en que se la enseño a mis amigos. Los
objetos pueden contener en sí mismos indicios evidentes de salud o enfermedad,
pero no cabe duda que en tanto que proyecciones de estados propiamente humanos,
siempre apreciaremos antes el vigor del hombre que el del objeto. Las ruinas de un
edificio pueden ser un hermoso lugar para el amor, y hasta las desoladas y sucias
calles del Bronx pueden parecernos escenarios llenos de vida si en ellos
encontramos a un grupo de alegres raperos. Por el contrario, el orden y el brillo del
despacho de un ejecutivo de Manhattan pueden perfectamente ser asociados con los
siniestros manejos del dinero y la explotación humana.

Desde el primer día de clase insto a mis alumnos a que se abstengan de decir
“me gusta” o “no me gusta” al ver algo, porque con ello no hacen sino hablar de sí
mismos, desnudándose imprudente e impudorosamente ante los demás. La
manifestación de los gustos personales es una cuestión tan íntima o más que el
descubrimiento de la piel, pues estaríamos poniendo al descubierto, como dice
Benévolo, tanto nuestra estructura genética como el patrimonio cultural recibido,
desvelando así todos nuestros misterios. Estaríamos hablando más de nosotros que
de lo que tenemos delante, o dicho de otro modo, estaríamos utilizando lo que
tenemos delante como disculpa para hablar de nosotros.

Ahora bien, tal y como ya se entendía en Francia en el siglo XVII, el gusto no


es sólo una cuestión personal y subjetiva, sino también un asunto social. Sigue
siendo de uso común decir de alguien que tiene “buen gusto” o que tiene “mal
gusto” o que hay comportamientos, gestos y objetos de “buen gusto” o de “mal
gusto”. Cuando así se habla se está empezando a aludir a valores que están por
encima de lo individual y que, sin llegar a ser valores o principios teóricos, sí que
tienen una clara referencia colectiva. Como el buen gusto o el gusto colectivo tienen
casi siempre referencias concretas de tiempo y lugar es de sospechar que estaríamos
entrando a hablar de lo que comúnmente se conoce como “moda”, un concepto
bastante viscoso y difuso, sobre todo porque quienes se han ocupado de él han sido
periodistas y gentes tan empalagosas como Vicente Verdú o Fernández-Galiano, o
tan pedantes como Barthes, Dorfles o Baudrillard. Diez años más joven me
despaché a gusto contra un libro sobre la moda escrito por Margarita Riviere
merecedor nada menos que de un premio Espasa de ensayo (v. rev. Archipiélago n.
13 pag. 135), supongo que porque no me aclaró nada y me hizo perder
miserablemente el tiempo.

Un solo fragmento del libro “Paisajes con fisuras” (ed. Pretextos, Valencia
1999) de Eduardo Gil Bera es muchísimo más claro que las miles de páginas que
diariamente se escriben sobre la moda. Leamos:

Los afortunados hijos del Siglo de Oro español tenían gran labor y tormento
a causa del servicio debido a los rizos y follajes de aquellos tremendos cuellos
apanalados que les hacían andar empalados de miedo de ajar un cangilón.
El siglo continuó su transcurso y cuando se hubo consumado el ciclo de
aquellos cuellos vanos y fueron derrocados por las valonas, se impuso el severo
régimen de las bigoteras. En consecuencia, era deber y precepto de los caballeros
llevar día y noche el bigote refajado en un tirilla de gamuza para poder publicarlo
tieso y pegado a la mejilla. Todo el mundo civilizado seguía esa moda española
como lo hizo con la anterior. Valladolid y Salamanca eran los lugares más ricos,
fastuosos y refinados del universo.
El devenir que no se complace en la permanencia, siguió su proceso y
aconteció la toma de poder de los puños alechugados y las pelucas empolvadas. Los
ingenios españoles se encontraban agotados por los trabajos rendidos a la vieja
causa de los cuellos apanalados y las bigoteras, de modo que fueron los esforzados
franceses quienes se pusieron a la vanguardia al servicio y defensa de la nueva
guardarropía, de manera que ahora Marly y Versalles marcaban el paso a la
civilización.
Estos tránsitos decisivos de la Historia, proceso de manifestación de la Idea
del Tiempo, repercutieron en una multitud de hablillas, menudencias, ecos y
fenómenos adventicios en otras disciplinas menores tales como la economía, la
política o la literatura.

Magnífica prosa la de Gil Bera, y sabia lección de historia. Si los académicos


de Blondel hubieran podido leerla, habrían resuelto sin duda que su inabordable
“bon gout” no era otra cosa que los dictados de la moda de su tiempo y que esos
dictados consistían no en sesudas resoluciones sino en leves tics del devenir que no
se complace en la permanencia.

A fin de empezar a entendernos es preciso trazar un línea, más o menos


gruesa o más o menos precisa, entre el gusto colectivo o moda y las “teorías” de la
arquitectura, del arte o de lo que sea, sobre las que trataremos enseguida. En el lado
de la moda caerían toda aquella gente cuyo interés es influir en las opiniones de los
demás (durante un tiempo bajo los artículos de Vicente Verdú en EL PAIS o en
ciertas revistas femeninas se podía leer: Vicente Verdú es creador de opinión... !!!),
fundamentalmente periodistas o periodistas metidos a intelectuales. Arrimando
todos el hombro con sus artículos y bebiendo muchas copas en las fiestas de
sociedad definen lo que es el “buen gusto” de la época y “dictan” la moda. Pero
también, muy atentos a lo que se produce entre los no invitados a los cócteles, dan
rápida cuenta de ello y lo incorporan a su patrimonio ante el terror de poder
quedarse fuera de la moda. Los suplementos juveniles de los periódicos de máxima
difusión y en especial el descerebrado Tentaciones del de más tirada de todos ellos,
son una muestra de los ímprobos esfuerzos de la gente por “estar al día”, esto es, por
saber cuál es el “buen gusto”.

Mismamente, toda esta trouppe de la moda va dejando en su lento y pesado


caminar un enorme material de deshecho que constituye lo “pasado de moda” o lo
que no alcanza a estar de moda, que van recibiendo nuevos, variados y despectivos
nombres tales como lo “camp”, lo “paleto”, lo “cursi”, lo “hortera”, lo “kitch”, o el
último de ellos, -que me lo ha pasado un alumno-, lo “pureta”. Sobre el kitch
español hay divertidos y enternecedores álbumes desde que Carandell iniciara la
colección de los Celtiberias Shows. Pero los mejores resultados por entender el kitch
y por ligarlo a las visiones totalitarias del mundo se los debemos sin duda al
novelista checo-francés Milan Kundera.

Algunas comunidades marginales como los gay, pasotas u otras tribus


urbanas han hecho también del kitch su seña de identidad, dando con ello un salto a
la fama inmediato, (esto es, poniéndose de moda), por aquello de que la
multiplicación de dos cifras negativas da un resultado positivo. Es el caso del cine
de Almodóvar o de Santiago Segura, aplaudido en este país hasta por sus reyes (para
no dejar de estar a la moda).

Gusto y Moda son por tanto conceptos ligados no tanto a los sujetos
individuales cuanto a la Idea del Tiempo, o mejor, Superstición del Tiempo, que
anida en los sujetos. A partir de la cual se construyen religiones que a cambio de la
oración diaria (leer el periódico o ver la televisión) y la práctica de variados ritos y
sacrificios, ofrecen, como todas las religiones, generoso consuelo y razón de vivir a
millones de seres humanos.

En sí, la palabra moda no es más que el femenino de modo, o sea, manera o


estilo de hacer una cosa. Me interesa conectar la palabra moda con la palabra estilo
por desmantelar en lo que se pueda a la todopoderosa Historia del Arte que, desde
que se inventó, hizo de los estilos y de la sucesión temporal de los estilos su tema
central. El calado popular del método de la historia del arte es universal. Para
demostrarlo sólo hace falta ir en compañía de un profano a ver una iglesia. La
primera pregunta que te espetará, siempre es ¿y de qué estilo es?. Para fastidiar suelo
contestar que es del estilo geométrico o del estilo heráldico, que son las categorías
con que Alois Riegl despacha la cuestión en su conocido “Problemas de estilo”
(Berlín 1893; v. en español ed GG Barcelona 1980). O si veo que el compañero
tiene un poco de humor puedo contestarle que a quien en verdad le veo muy
“estilizado” es a él.

Habiendo aprendido a contemplar la arquitectura desde su génesis, desde sus


problemas de encargo, de solar, de utilidad, de composición etc, etc. la cuestión del
estilo nos resulta a los arquitectos secundaria o superflua, de ahí que nos llevemos
tan mal con los historiadores del arte. Acepto que se utilice el estilo (el modo, la
manera) como herramienta de trabajo para rastrear la autoría o la datación de una
obra, o incluso como muletilla para el trabajo de diseño (se vuelve a ello al final de
este Manual), pero enseñar la historia de la producción artística de la humanidad
desde la perspectiva de los estilos colectivos es una solemne barbaridad.

Últimamente puede verse en los rótulos comerciales de las ciudades que los
peluqueros se autodenominan “estilistas”. Este es un título no universitario que hasta
no hace mucho utilizaban sólo los encargados de la “imagen” de una revista o de un
espectáculo, y los escritores muy amanerados. Quienes deberían reclamarlo con
justicia son los historiadores del arte, pero nunca lo han hecho por miedo a ser
tomados por maricas. Ahora que esto último está de moda, quién sabe....

En fin, recapitulemos, una cosa es hablar de nosotros como individuos y


sociedades, de nuestras condiciones ambientales en cada momento de la existencia,
o sea, de gustos, de moda o de estilos; y otra cosa es hablar del “ordenamiento”
interno de cualquier cosa o creación. Una vez dejado claro que el gusto es mío o de
mi época y que desde aquí las cosas se ven muy bien, es preciso dejar ese punto
atrás y ponerse a hablar de las “cosas en sí” que diría Aristóteles. Pero antes, tal
como ya anunciábamos, démosle también algunas vueltas al término “Teoría”.

Abundancia de dioses

Todo lo que Vd. quiera saber sobre la palabra Teoría lo tiene fácilmente a
mano en el María Moliner, excepto la etimología. Como yo no soy filólogo ni
aficionado a las etimologías ortodoxas y no tengo diccionario etimológico, me gusta
inventarlas yo mismo así que voy al apartado de afijos y cojo y coso los trozos de las
palabras. Teo- es dios, y -ría es abundancia así que, mira por donde, “teoría” es
abundancia de dioses, que es definición que no viene en el diccionario, pero que ya
había yo empezado a sospechar.

Cuando mis alumnos de diseño se ponen a proyectar lo hacen sin invocar a


ninguno de los dioses propicios a la creación, y así les va. Todo lo más echan mano
de alguna revista de moda, que como acabamos de ver en el capítulo anterior, no es
un dios sino todo lo más una religión fundada en la superstición del Tiempo. Como
hijos que son de tiempos de nihilismo, son incapaces incluso de pedirle al aún
vigente dios judeo-cristiano que les ilumine en la creación a ver si así les sale algo.
Algunos padres aún rezan cuando sus hijos tienen exámenes, pero no sé de ningún
caso en que hayan rezado por ellos cuando les he puesto un proyecto.

De todos modos tener al Abstracto Máximo detrás no siempre ha ayudado


mucho en la creación; más bien ha ayudado en la destrucción, y escribo esto a las
pocas semanas de que en uno de sus nombres se hayan aniquilado las Torres
Gemelas en Nueva York, y mientras que en nombre de otro se les da la réplica
pertinente. Pero como al Abstracto Máximo se le atribuye también la Creación
entera llamándole incluso el Creador, los hombres de todos los tiempos, para no
entrar en su competencia, han preferido la advocación de abundantes y variados
abstractos menores, o sea, teo-rías. Si adoramos a Apolo nos saldrá una obra de
Arte; si rendimos culto a la Función, nos sale arquitectura funcionalista; si nos
ponemos bajo la advocación del mucho más abstracto Forma, nos sale el
formalismo; si se trata de ser Moderno, nos saldrá el modernismo; si invocamos la
Alta Tecnología nos sale un Foster; si adoramos al Cubo, nos sale un Moneo y así
sucesivamente. Como hemos visto en el capítulo anterior también los franceses
quisieron elevar el bon gout a la categoría de un dios, pero no les salió bien la
jugada. Los abundantes dioses de las teo-rías son palabras o principios que se
pretenden muy abstractos e intemporales pero que como no lo llegan a ser del todo,
se ven sujetas también a la inexorable maldición del devenir y, en consecuencia, a
los ciclos de las modas.

La historia de la construcción de las teo-rías es inmensa y de ello da fe el


magnífico compendio de Hanno-Walter Kruft citado previamente (Historia de la
Teoría de la arquitectura, München 1985, v. en español Alianza Editorial, Madrid
1990).

Pero por mucha que sea la producción, el libro originario o primer libro de
teoría que ha llegado hasta nosotros sigue gozando del máximo prestigio, y con él
los tres principios o dioses (¡cielos! otra trinidad...) que deben fundar toda buena
arquitectura y regirla en mutuo equilibrio, a saber, la FIRMITAS, la UTILITAS, y la
VENUSTAS.

En el siglo XV y en plena fundación renacentista, Alberti hizo nacer de cada


una de estas divinidades otras muchas. La utilitas, por ejemplo, le pareció demasiado
abstracta, así que dividió su templo entre la NECESITAS, la OPORTUNITAS y la
VOLUPTAS. A comienzos del siglo XVI, el maestro de Palladio, Giangiorgio
Trissino hacía nacer de la utilitas dos dioses diferentes, la SICUREZZA y la
COMMODITA, que serían recogidos y desarrollados por teóricos posteriores. En la
Ilustración, como no podía ser de otra manera, aparecieron iconoclastas de toda
condición, entre los que destaca un tal Jean-Louis Viel de Saint-Maux que
descalificó por errónea toda la arquitectura desde Vitrubio y propuso a la
Agricultura como modelo para la arquitectura (!) Nunca he sabido de la existencia
de una arquitectura “agricolista”, pero sería divertido que la hubiese habido.

A pesar de lo nutrido de todo este santoral, lo cierto es que la poca


arquitectura que aprendí a finales del siglo XX en la Escuela de Barcelona de la
mano de Rafael Moneo fue todavía bajo la advocación de la santísima trinidad
vitrubiana. Sin embargo, en aquellos años setenta, los profesores y los creadores de
opinión estaban escindidos entre los adoradores de la FUNCION y los adoradores
de lo ORGANICO, principios predicados desde cincuenta años antes por Le
Corbusier y Frank Lloyd Wright respectivamente, y mientras Moneo se dividía así
mismo entre su culto a Wright y el rescate de Vitrubio, sobrevino una hecatombe
teórica con la irrupción en escena de nuevos dioses de largos nombres llamados
NEORAZON-DISCIPLINA y COMPLEJIDAD-CONTRADICCIÓN, predicados a
su vez por Aldo Rossi y Robert Venturi, que pusieron todo el Olimpo patas arriba.

No repuestos aún de la emoción y de la falta de espacio para tanta divinidad


llegó Christopher Alexander con un dios al que llamó LA CUALIDAD SIN
NOMBRE. Su presentación en escena la hizo de un modo tan ingenuo que nadie le
hizo caso. Dijo así: “para acceder al modo intemporal de construir (el modo ajeno
a la moda) debemos conocer primero la cualidad sin nombre (...) dicha cualidad es
objetiva y precisa pero carece de nombre”. Para hacer algo hay que invocar a un
dios, eso está claro, pero el nuestro no tiene nombre. Nos suena eso, ¿verdad?.

Claro que a continuación decía una verdad como un templo de grande: “La
búsqueda que de esa cualidad hacemos en nuestras propias vidas es la búsqueda
central de toda persona y la esencia de la historia individual de cada persona. Es la
búsqueda de aquellos momentos y situaciones en las que estamos más vivos”, y en
los cuales, por supuesto, está presente la cualidad (capítulo 1). Para olvidarnos de los
dioses no está nada mal perder su nombre, y ahí “le alabo el gusto” a Alexander,
pero no hay que olvidar tampoco que los grandes y peores dioses, los dioses únicos,
también quisieron alguna vez llamarse innominados. Volveremos enseguida a
Alexander.

El papel de la teoría en relación con la arquitectura no se queda en la


elaboración de principios, ideas, valores o dioses a los que consagrar los edificios,
sino que hay un caso sorprendente en que la propia elaboración de la teoría sugiere
el proceso de construcción y el resultado formal. En “Arquitectura gótica y
pensamiento escolástico” (1957; v. e. Ed. La Piqueta, Madrid 1986) Erwin Panofsky
sostiene con todo tipo de argumentos la íntima relación o el paralelismo entre el
edificio del pensamiento construido para demostrar la existencia de Dios y el
edificio de piedra destinado a albergarle en la Tierra. Es una de las apariciones de la
teoría más simpáticas que ha habido nunca.
Pero no se entienda toda esta ironía como una proposición iconoclasta al
estilo de la de Viel de Saint-Maux. Digo con Alexander que es verdad que los
hombres nos preguntamos siempre por las razones por las que nos encontramos más
a gusto, más vivos, o más íntegros en un lugar que en otro, y que esa pregunta acaba
siempre en la formulación de abstractos, con nombre o sin él. El proceder de
Palladio fue, en ese sentido, ejemplar. Dice Kruft en su compendio (vol 1, pag 117
de la edición citada) que “Palladio no expone un sistema teórico acabado; su
propósito es llevarnos hacia los principios de la buena arquitectura mediante la
observación de los casos concretos”. Es decir: como no podemos vivir sin dioses,
inventémoslos al menos después de hacer las obras.

Alexander continuó el libro en el que definía LA CUALIDAD SIN


NOMBRE (El Modo) con otro libro (“A lenguage of patterns” (Nueva York 1977, v.
española, ed. GG, Barcelona 1980 /lo llamaremos “El Lenguaje” de ahora en
adelante), que según él lo desarrollaba y complementaba, pero que a mi juicio, lo
invertía y lo superaba con creces. La palabra inglesa “pattern” me trajo de cabeza
durante mucho tiempo porque no acertaba a entenderla, y su vertido al español como
“patrón” me dejaba igualmente confuso. Sólo jugueteando con las palabras y
dándoles otro sentido se puede llegar a veces a aclararse un poco. Patrón, como todo
el usuario del castellano sabe, es el que está por encima de uno, el que manda; y en
el sentido más positivo del mando, el que tiene autoridad. El patrón de un pueblo es
el santo protector o el diosecillo local al que se le reza para que llueva y salve la
cosecha. Siguiendo en la escala, el superpatrón volvería a ser el Abstracto máximo.
Pero el libro de patrones de Alexander tiene el acierto de proponer los patrones
desde la observación (como en el método palladiano) y no pretende ninguna
reducción del número de patrones hasta llegar a la “cualidad sin nombre” sino que
más bien invita a seguir buscando patrones nuevos a partir de la observación de los
ambientes en que nos sentimos mejor (en este libro mostraré algunos de mi
invención, como el patrón “tren en un bar” o “mesa en el centro de la cocina”). Eso
sí, les concede un escalafón con categoría de dos estrellas, una o ninguna, como a
los hoteles y restaurantes, y sobre todo pretende conectarlos y articularlos como si se
tratara de vocablos de un posible lenguaje intemporal de construir. Los dioses
recuperan otra vez aquí su vieja denominación de “verbo”, pero no con el propósito
de hacernos callar ante su abstracta grandeza, sino de permitirnos el goce del habla.
Quien pone todo su empeño en que su edificio sea funcionalista o se parezca lo más
posible a un cubo es un cretino, mientras que quien usa el “lugar-ventana” o “tapias
altas” está empezando a hablar el lenguaje de la arquitectura. Quien crea que las
palabras son lo que dice la Real Academia de la Lengua mejor es que se corte la
lengua.

Según la propuesta de Alexander, la abundancia de dioses, la teoría, sería tan


sólo un conjunto de bellas y hermosas palabras articulables en un lenguaje. Una
visión muy singular de la teoría y muy diferente de todas las anteriores.
Veamos por ejemplo lo que dice una de las últimas que ha llegado a mis
manos, la de José Ricardo Morales, “Arquitectónica” (ed. Biblioteca Nueva, Madrid
1999): “Puesto que ninguna operación matemática nos dice lo que la matemática es
y porque ningún hacer se explica desde el hacer mismo, es pertinente la teoría.
Debido a ello, la teoría es el saber del extrañamiento. Este consiste en un “saber
ver” que requiere la distancia, la lejanía”. Y más adelante: “la teoría puede
considerarse como la ciencia del sentido. Puesto que constituye el saber
fundamentador, a la teoría le incumbe formular los supuestos que otorgan sentido a
cierto campo real”. Formulación tradicional donde las haya: la teoría es un saber
previo y fundamentador que da sentido al hacer. Lo de que es pertinente vamos a
dejarlo. Ha sucedido siempre, en efecto, es historia, también, pero puede
demostrarse que no es necesario proceder así, que no es pertinente, y hasta que es
más bien impertinente. El niño habla sin necesitar de una teoría, Mozart compone
maravillas sin recursos teóricos y el indígena que viene de la selva y se instala en la
ciudad construye su entrañable habitat sin necesidad de teoría.

Y hablando de esto último (del indígena que se traslada de la selva a la


ciudad), me gustaría poder hablar alguna vez con Christopher Alexander para que
me aclarase cómo se produjo su propia caída del caballo, a saber, el episodio vivido
en el diseño de 1.500 viviendas según un programa de las Naciones Unidas a ocho
kilómetros al norte de Lima en el año 1969 destinado a poner orden en la invasión
de inmigrantes de la selva a la ciudad que entonces se estaba produciendo (véase El
crecimiento de las ciudades, D Lewis y otros, Londres 1971, ed. GG, Barcelona
1975) . Según parece, Alexander tenía que presentar un diseño, pero estando allí y
analizando las construcciones espontáneas que los indios hacían en condiciones
precarias y muchas veces por la noche para evitar a la policía, además del diseño
entregó un manual de 67 patterns o principios generales que estarían en la base de
toda construcción indígena. ¿Entregó o lo aprendió allí?. Todo parece indicar que el
lenguaje de patterns ya estaba en desarrollo en su “Center for Environmental
Structure” de San Francisco, California, pero fue en Lima donde tomó cuerpo por
primera vez a partir de las observaciones directas. Alexander fue allí con un encargo
de Naciones Unidas para enseñar cómo hacer bien las casas de los ocupantes e
invasores de la ciudad latinoamericana y se encontró con que éstos poseían un
“lenguaje de construir” mediante el que hacían casas estupendas y acaso mejores
que las que él les proponía con todas sus teorías del diseño. A construir y a habitar -
dedujo- se aprende del mismo modo que aprendemos a hablar, y no a partir de
ciencias previas “fundamentadoras”. Parece claro que allí descubrió que no hay un
principio ordenador en la arquitectura como no lo hay en el lenguaje que recibimos
gratis de nuestros padres (y no de los dioses, -aunque también los dioses se han
apropiado de la palabra “padre”) y que a partir de entonces y en el ambiente de
contracultura de aquella California de flores en el pelo empezó la redacción del
emotivo “Modo” y luego, el acertado y abierto “Lenguaje de patrones”.
Durante años hemos estado estudiando inglés a base de aprender palabras del
diccionario y reglas de la gramática y no ha habido forma de hablarlo bien. Sin
embargo, y tal y como “admirábase un portugués...” todos los niños de Francia
saben hablar francés. En las Escuelas de Arquitectura también se enseña mucho
vocabulario y mucha norma, pero cuanta más teoría y más mano meten los
arquitectos en la construcción del habitat humano más desolación se hace en el
mundo.

En esto de la fundamentación el último mito es el de la ciencia. Según


Morales la teoría sería “la ciencia del sentido”. Originalmente la ciencia era un
“saber”, pero con las creaciones de Academias, se convirtió en un prestigioso
almacén de estanterías crecientes. Cuando yo empecé a aprender el significado de
las palabras todo lo que no fuera ciencia no valía un pimiento. En Bachillerato ya
nos dividían entre ciencias y letras; los buenos alumnos iban a ciencias y los malos a
letras. Pero hete aquí que cuando estos últimos llegaron a la universidad se
encontraron con que a la filosofía y a la historia las denominaban “ciencias
sociales”. Ya Nietzsche había recuperado en 1882 para sus aforismos el
trovadoresco nombre de la “gay scienza”, así que la poesía, que es un hacer y no un
fundamentar, se había pasado al otro bando. También entonces la arquitectura, arte
integrador de las bellas artes, se enseñaba en centros politécnicos, -título confuso:
“muchas tecnés”-, que nos sonaba más a ciencias que a oficios. Y no íbamos
descaminados en la interpretación, pues desde hacía un tiempo el aparato científico-
tecnológico ya era todo uno (v. E. Severino, “La filosofía futura”, capítulo VIII, ed.
Ariel filosofía, Barcelona 1991). Claro que, como demuestra sobradamente
Severino, siendo la ciencia puro devenir, la fundamentación científica es la más
inestable que imaginarse pueda. La más insensata para levantar sobre ella una
arquitectura.

De la crítica como poética

Al tratar de convertir la teoría en ciencia podemos aludir no sólo al mito de


una herramienta para la intervención en el mundo y la garantía de su dominio sino
también a un método del que Francis Bacon o Galileo Galilei sentaron sus bases.
“La ciencia auténtica es aislamiento (“disección”) de aspectos particulares de la
naturaleza, y sólo dentro de ese aislamiento es posible captar sus causas y sus
efectos”. (v. capítulo II de “La filosofía moderna”, E. Severino, ed. Ariel filosofía,
Barcelona 1986).

En ese sentido la ciencia podría tener más que ver con la crítica que con la
teoría. Sigo con Morales: “Si existe una manera distinta -y aún distante- de pensar
respecto de la que pone en juego la teoría (...) la crítica representa el pensamiento
que tiende a la penetración en un campo y a la distinción de las porciones o
ingredientes que lo integran. Crítica es, en rigor –y en griego-, separación (...) el
conocimiento crítico se origina en la producción de cierta crisis o separación de los
integrantes de un todo.”Pero a diferencia del “análisis” en el que tan sólo “se
disuelve un todo para analizar sus componentes (...) la crítica remite,
primordialmente a valores”.

Dentro de la superstición del tiempo, o del devenir que dice Severino, habría
un antes teórico o fundamentador; luego un hacer o poiesis más o menos
fundamentado en la teoría o más o menos abierto al azar; y al fin, una crítica
posterior, que disecciona lo hecho y que valora la adecuación de lo hecho a los
principios fundamentadores de la teoría. “La crítica se halla fundamentada también
por la teoría, de la que recibe su razón interpretativa, su criterio”, dice Morales.

Pues bien, no estoy en absoluto de acuerdo con Morales, y esa es la “tesis”


de este libro. En principio porque desde hace algún tiempo sé, o más modestamente
sospecho, que el Tiempo es una superstición. Y en segundo lugar porque me gusta
mucho más el método palladiano según el cual, y como hemos recordado antes, los
principios se infieren “de la observación de los casos concretos”.

La crítica tal y como yo la entiendo y la propongo en este libro, no es una


actividad fundamentada anteriormente ni desarrollada posteriormente al hacer, sino
que es otro hacer que abre la obra a la palabra. Vuelvo a poner las cinco sentencias
o versos de Hölderlin, esta vez integramente, según los expone Heidegger en la obra
antes citada, y pido al lector que lea “crítica” donde pone “poesía”:

Hacer poesía (crítica) : “esta tarea, de entre todas la más inocente”


“Para este fin se dio al Hombre el más peligroso de los bienes:
el lenguaje, para que dé testimonio de lo que él es
Muchas cosas ha experimentado el hombre.
A muchas celestiales ha dado ya nombre.
Desde que somos Palabra-en-diálogo
Y podemos los unos oír a los otros
“Ponen los Poetas (Críticos) el fundamento de lo permanente”
Lleno está de méritos el Hombre;
mas no por ellos sino por la Poesía (Crítica)
que hace de esta tierra su morada.

Entendámoslo así, la crítica no es un juicio de lo ya hecho en función de unos


principios previos sino un diálogo con el hacer. Un diálogo que sostiene consigo
mismo el creador en el momento en que hace, pero que inmediatamente se abre a los
demás. La sobrevaloración del hacer y el descrédito de la palabra está expresada en
el famoso y siniestro refrán de “obras son amores y no buenas razones”. Sí,
ciertamente, lleno de acciones meritorias está el hombre con su hacer, dice
Hölderlin, pero léase la segunda e impresionante parte del verso: más no por ellos,
sino sobre todo por la palabra de la crítica que es la que hace de esta tierra su
morada. (¿y qué otra cosa es la arquitectura sino la morada del hombre?).

Sin crítica no hay arquitectura y el hacer que sólo hace, el hacer que solo
construye no provoca sino locura y desolación. La locura del actual hacer opera en
dos direcciones: por un lado, en un desenfrenado e incontrolado hacer sin crítica que
podríamos denominar territorio de los ingenieros o del aparato científico-
tecnológico. Por otro, en una teoría (abundancia de dioses) que consiste en la
confección de un santoral de Artistas, cuya fama y renombre escapa a toda crítica.
Habría una tercera vía que es la que expone Félix de Azúa en la voz “Crítico” de su
excelente “Diccionario de las Artes”, (ed. Planeta, Barcelona 1995), a saber, la del
crítico como creador único de la realidad en una cultura en la que lo mediático va
por delante de lo real. La crítica, según esa acertada denuncia, estaría monopolizada
por los periodistas, quienes cada día en sus periódicos dictaminarían
implacablemente lo que existe y lo que no existe.

Entre la ausencia de la crítica, su fundamentación teórica o su totalización


nihilista, no parece haber espacio para el ejercicio de una crítica como
poética, aunque como una y otra vez nos recuerda Agustín García Calvo, en todo
sistema, por cerrado que sea, siempre quedan resquicios. Ahora bien, para que la
crítica sea poética, esto es, hacedora de la morada del hombre, es preciso tener en
cuenta lo que se decía en el prelogo de esta obra, a saber, que junto a la obra que se
critica hay inseparablemente un hombre que la hace.

(A veces me ha gustado comparar la crítica a una tarea curativa: puede que


haga daño, como las manipulaciones de un dentista o las agujas que cosen las
heridas, pero su destino no es dañar sino sanar. José Angel González Sáinz me
recomienda siempre que no critiquemos más que aquello que tenga interés, es decir,
aquello que queramos salvar. La primera tarea del crítico es por tanto elegir al
interlocutor (o desahuciarlo)).

El noventa y nueve por ciento de lo que actualmente se entiende como


“crítica”, no hace sino repetir las oraciones redactadas a los ídolos por los teóricos y
los periodistas, así que sobre ella y sobre sus ídolos sólo cabe la acción demoledora.
Es triste que así sea, pero no es culpa de la crítica: de hecho esa acción demoledora
no es crítica en sí, sino más bien una limpieza previa para que la verdadera crítica
pueda florecer.

Frente al gusto como valor personal o superstición temporal; al margen de los


dioses que no paramos de crear y en los que no dejamos de creer; y ajenos a la
crítica que continúa la labor de su construcción y destrucción, es preciso alumbrar
una crítica nueva, entendida como poética y fundada en nuevas palabras.

De su necesidad no me cabe ninguna duda: en el volumen II de Radiaciones, y


ante el panorama de aniquilación que se vive en octubre de 1943 Ernst Jünger
rememora la vieja cita bíblica de la destrucción de Sodoma, “Dios dice que respetará
la ciudad mientras albergue diez justos” y comenta: “eso es un símbolo de la enorme
responsabilidad que pesa sobre la persona singular en este tiempo. Uno puede ser
garante de incontables millones”. Hacer crítica y no teoría, curar y no aniquilar
puede ser también la garantía de que la Tierra sobreviva y sea nuestra morada. De
ahí la utilidad de un “manual de crítica”.
CAP 2. LA SANTA TRINIDAD - La función "pa" empezar
Aclarado lo que es el gusto, lo que es la teoría y lo que es la crítica, ya
podemos empezar la función, o mejor dicho, ya podemos empezar a hablar de la
función. Los alumnos que empiezan el aprendizaje de proyectos se suelen preocupar
mucho de que sus edificios “funcionen”, pero yo les digo que no gasten mucho
tiempo en esas menudencias porque ya se encargará de ello el cliente. En cualquier
caso su actitud me enseña que en esto de la arquitectura la función es algo que
parece ir siempre por delante

Dado que un proyecto empieza por una reflexión sobre la función parece
consecuente la variación nominal que hizo Alberti de la UTILITAS vitrubiana
convirtiéndola en NECESITAS, -tal y como hemos mencionado ya en el capítulo
anterior. El concepto de la necesidad es anterior al concepto mucho más mercantil
de lo utilitario, aunque el pensamiento mercantil, que todo lo invade, descubrió
luego que las necesidades primarias no son suficientes y que para fabricar y vender,
lo primero “es crear necesidades”.

Ignacio Paricio Ansuategui en “La Construcción de la Arquitectura” (ed. ITC,


Barcelona 1985), - uno de los libros que será varias veces referencia en este Manual-
, dice que en Alberti “la “firmitas” vitrubiana se vuelve “necesitas”” (pag. 13)
poniendo de relieve que cada uno interpreta los libros a su manera, o que a los
dioses les gusta mucho jugar a ocultarse y a cambiar de nombre.

Sea como sea, al siglo XX la utilitas llegó con muchísima fuerza llamándose
“función”, término que, sin embargo, se usaba en mi infancia para designar al teatro.
De la adoración monoteísta a la función (función como utilidad y no como teatro) se
derivó el “funcionalismo”, secta arquitectónica que el Diccionario de Arquitectura
de Pevsner define de la siguiente manera: “Teoría de un arquitecto o proyectista
que considera su obligación principal lograr que un edificio proyectado por él
funcione perfectamente” (Pevsner 1975, v. esp. ed. Alianza 1980, pag. 253). No es
una definición muy brillante pero se agradece la claridad que resulta de poner
jerarquía en el Olimpo.

El Diccionario Ilustrado de la Arquitectura Contemporánea (ed. GG,


Barcelona 1975) dirigido por el menos prestigioso Gerd Hatje es un poco más
prolijo y para explicar el término “funcionalismo” ofrece un articulito de un tal Peter
Blake que arranca con el eslogan (de origen para mí desconocido) “form follows
function” (la forma sigue a la función); sigue con una justificación curiosa del
reduccionismo funcionalista (“el periodo funcionalista desempeña en el
desenvolvimiento de la nueva arquitectura el mismo papel que la niñez en la vida de
los hombres”) y acaba con la constatación muy años setenta del “caos” creado en
nuestras ciudades por la arquitectura funcionalista. Como si la infancia hubiera
durado más de la cuenta, vaya.

Ciertamente, la ingenuidad de Le Corbusier a comienzos de los años veinte,


proponiendo que la casa es un “máquina de habitar” (Hacia una Arquitectura, v.
española ed. Poseidón, Buenos Aires 1964), y el éxito y expansión de sus ideas en el
mundillo de los arquitectos, nos mueve a pensar que no todo tiempo pasado fue
mejor y que por lo menos entonces, el mundo era también bastante idiota. Sabemos
que después de la Exposición de Londres de 1851, toda la intelectualidad de la
segunda mitad del siglo XIX se la pasó aborreciendo a las máquinas. Sabemos
también que en los Congresos Werkbund anteriores a la Primera Guerra Mundial ya
se proponía un pacto de las Artes con las Máquinas. Y sabemos finalmente (sobre
todo por los diarios de Jünger) que la Gran Guerra cambió decisivamente el curso de
la humanidad, pues los hombres vieron en el campo de batalla que el honor del
combate había sido sustituido por una contienda de materiales industriales. De
regreso de las trincheras y aún con uniforme de oficial Gropius toma la Escuela de
Artes y Oficios de Weimar y la convierte en una escuela de diseño para las
máquinas. Los alemanes que perdieron la guerra del catorce fueron mucho más
conscientes del cambio que se había producido en ella que los victoriosos franceses.
Veinte años después, Jünger lo explicó en una escalofriante página de su primer
cuaderno de diarios de la Segunda Guerra Mundial (v esp. Radiaciones, vol 1, ed
Tusquets Barcelona 1989, pag 164): tras el espectacular avance de las tropas
alemanas por territorio francés, los veteranos franceses le preguntan la fórmula del
éxito alemán: “contesté que en él veía la victoria del Trabajador, pero tuve la
impresión de que no captaron mi respuesta en el sentido que yo le daba”

La vehemencia de Le Corbusier en proclamar la supremacía de la máquina


sobre cualquier otro valor pudo ser el contrapunto de la sordera de los
confiados franceses de los alegres años veinte. Al infantilismo de la primacía
funcional se añadía ahora el ardor adolescente de quien no es escuchado, así que los
famosísimos libros de Le Corbusier devinieron en pura soflama panfletaria. La
terrible tormenta bélica a la que llevaron los innumerables desajustes provenientes
de la Primera Guerra Mundial, retrasó más de la cuenta el entendimiento de los
“heroicos” años del funcionalismo, así que sólo cincuenta años después pudo
empezar a desmentirse que la arquitectura no era cosa de ingenieros.

Contemporáneos al desconocido articulito de Peter Blake, hubo textos más


famosos que pusieron fin al monoteísmo de la función. La revista Arquitecturas Bis
de enero de 1975, por ejemplo, publicaba el “Functionalism, yes, but...” de Robert
Venturi y Denise Scott Brown en el que, en primer lugar, se conseguía con éxito
volver a proponer como dioses paritarios a los tres de la santísima trinidad
vitrubiana, y con mucho menos éxito, recuperar la decoración (volveremos más
adelante sobre ese tema con extensión).
Según contaba el mismo Aldo Rossi en “Autobiografía científica” (1981, v. e. Ed.
GG Barcelona 1984, pag. 9), su famoso libro “La arquitectura de la ciudad” (1968,
v.e. ed. GG, Barcelona 1971) trataba en el fondo de la relación entre forma y
función, y llegaba a la conclusión de que “la forma permanecía y determinaba la
construcción en un mundo en que las funciones estaban en perpetuo cambio”. “Es
evidente que todas las cosas deban responder a una función –decía Rossi en
Autobiografía científica, pag. 89- , pero no pueden agotarse en ella, porque las
funciones cambian con el tiempo”. La superación del funcionalismo en el caso de
Rossi parecía más en relación con la mirada que en aquella época se empezaba a
dirigir a un patrimonio arquitectónico que, en cuanto se quedaba funcionalmente
obsoleto, corría inminente peligro de destrucción. (La Escuela de Artes y Oficios
donde trabajo se inauguró como salón de exposiciones de productos agrícolas e
industriales, fue hospital y prisión en tiempos de guerra y ahora parece que se la
barajan entre las consejerías autonómicas para futuros usos burocráticos políticos.
En cierta ocasión, yo mismo les propuse a los alumnos el ejercicio de construir una
vivienda en una de sus aulas, como si se tratara del salón de un palacio de
Leningrado). Aldo Rossi descubrió que los edificios tienen cierta autonomía
respecto a las funciones y por tanto otros principios ordenadores que derivan en
muchos casos del lugar o de la historia de las tipologías: “siempre es al lugar,
entendido como lo que modifica, y en último término, conforma la arquitectura, a lo
que recurren los tratadistas” (op. cit. Pag. 94). La recuperación de la simetría y de
la repetición, o la recuperación de las arquitecturas neoclásicas, le llevarían a
formular una cierta autonomía de la disciplina sobre las condiciones temporales en
un contundente ataque a la función.

Pero el olvido de la función y sobre todo la pervivencia de los símbolos que


la misma podía haber dejado en los edificios que se construyeron para albergarla
están ahora mismo produciendo un nuevo caos urbano del que todavía nadie parece
darse cuenta. Las Casas de Beneficiencia albergan Consejerías o Museos, las
Iglesias son salas de conciertos, los grandes palacios de la vieja nobleza están
ocupados por Bancos, las viviendas de la burguesía por oficinas, las estaciones de
ferrocarril por salas de exposiciones, los conventos cistercienses por parques
temáticos para turistas, y así sucesivamente. Con tal de salvar las carcasas
arquitectónicas parece que cualquier función es buena.

Previamente a Rossi ya se había atacado también a la arquitectura funcional o


mejor dicho, a la arquitectura con un simbolismo funcional, desde los valores
crecientes de la movilidad.
La “Arquitectura móvil” de Yona Friedman (1957-58, v.e. ed. Poseidón,
Barcelona 1978) o las “ciudades enchufables” de los Archigram, intentaron
convertir la arquitectura en unas mudas estructuras susceptibles de contener
cualquier función. Rara vez llegó a edificarse ningún “contenedor” sin función
prevista, pero durante años no dejó de hablarse de ello. (Cuando se hizo el pabellón
riojano de la Expo de Sevilla, lo primero que se dijo para justificar el derroche de
gasto público que suponía fue que se trataba de un contenedor adaptable en el futuro
a cualquier otra función, pero lo cierto es que acabado el sarao, nadie lo quiso
reutilizar y acabó demoliéndose. El año 2000 di un paseo por lo que fuera el recinto
de la Expo y reconocí aún algunos pabellones nacionales reconvertidos en sedes de
algunas oficinas comerciales. Parecían tan falsos como cuando intentaron
representar a sus países, pero mucho más desolados aún que entonces por la falta del
jolgorio colectivo).

Durante el medio siglo de incierto reinado de la función, la ciudad se dividió


en funciones y a todas las funciones se les dio nombre. En su génesis, al decir Le
Corbu que la casa era una máquina de habitar, ya estableció su función, lo mismo
que hizo para la silla, esa “máquina de sentarse” (!!!) (pag. 92 de la citada edición de
Hacia una arquitectura). Dentro de la máquina de habitar había así mismo otras
funciones, como dormir, comer o cocinar, a las que se respondería con dormitorios,
comedores o cocinas. Bien pensado no sé por qué a la arquitectura funcionalista se
la enfrentó con la orgánica, pues según el conocido latiguillo biológico de que “la
función hace al órgano”, no podría haber otra arquitectura más orgánica que la
funcionalista. La simplificación y reducción de la visión de un edificio, un barrio o
una ciudad, a las diferentes funciones que albergan, y la separación quirúrgica de
todas ellas, fueron tratadas en sesudos congresos internacionales de arquitectos
urbanistas entre 1928 y 1956, dando como fruto más reconocido, La Carta de Atenas
de 1933, editada en 1942 y aún difundida treinta años más tarde (no sabría decir si la
edición que yo poseo, Ariel, dic. 1971, es la primera en español, pero el caso es que
en esos años aún se editaba y se vendía en España, porque Ariel sacó otra edición en
1973). El “zoning” se convirtió en un método de proyecto y análisis tanto en el
urbanismo como en la arquitectura.

Curiosamente fue Christopher Alexander el que tuvo el honor de hacerlo


olvidar para siempre con uno de sus trabajos anteriores al descubrimiento de los
patterns. Nos referimos al famoso artículo “Una ciudad no es un árbol” de 1965
(Architectural Forum), recogido con otros artículos y traducido al castellano en “La
estructura del medio ambiente”, ed. Tusquets, Barcelona 1971. Desde entonces para
acá se olvidó para siempre el funcionalismo del vocabulario arquitectónico y sólo
esa preocupación de mis alumnos en sus proyectos primerizos me lo recuerdan año a
año.

Decía muy bien Venturi en “Functionalism yes, but...” que “la arquitectura
funcionalista fue más simbólica que funcional”, pero no tan bien que “la función
era un símbolo vital en el contexto cultural de la década de los veinte”. Lo que era
un símbolo vital después de la Primera Guerra Mundial, tal y como ha contado
espléndidamente Jünger, no era la función sino el “poder de la técnica”. Le
Corbusier se inspiraba en los automóviles, los barcos y los aviones para definir su
nueva arquitectura, y ponía su coche delante de sus edificios construidos para
expresar cierta similitud de inspiración. Setenta años más tarde, las fotografías de
sus casas con coche resultan patéticas porque el símbolo tecnológico del edificio es
increíblemente más fuerte que las obsoletas formas de los coches, demostrándose
así, con meridiana claridad, el contenido simbólico de la arquitectura mal llamada
funcionalista.
De algún modo, se entendería mejor a Le Corbusier como un anticipo de la
arquitectura de la expresión técnica o “high tech” que iniciarían Renzo y Piano en el
Centro Pompidou de París, y que tendría continuidad con las obras de los ingleses
Foster o Greenshaw.

Para buscar una arquitectura auténticamente funcionalista nos tenemos que


remontar por lo tanto a los dos siglos anteriores. Las nuevas funciones de los estados
modernos y de la sociedad industrial precisaban edificios que les dieran respuesta.
Las búsquedas tipológicas y simbólicas no siempre dieron resultados y muchas
funciones fueron albergadas en carcasas simbólicas o tipológicas de otras. Las
bibliotecas, las prisiones, los mercados, los parlamentos, los hospitales, las
estaciones de ferrocarril etc. etc. precisaron respuestas que la arquitectura no
siempre supo dar desde sus principios teóricos, perdiendo no pocas veces la carrera
de la historia respecto a la simplona ingeniería. Por rescatar un poco a Pevsner
después de traer aquí la torpe definición de funcionalismo de su diccionario,
mencionaré como ilustración de esta lucha por dar forma y símbolo a las nuevas
funciones, su voluminosa y erudita “Historia de las Tipologías Arquitectónicas”
(Princeton 1976, v. e. ed. GG, Barcelona 1979).
Cuando en cierta ocasión me vi sorprendido al encontrar en Badajoz un asilo
de ancianos que parecía una prisión (v. mi artículo “Arquitectura y Vejez”, rev.
Archipiélago n. 44, pag. 40), el volumen de Pevsner me ayudó no poco a reordenar
mis ideas. La planta en panóptico adoptada por este asilo, que yo relacionaba
directamente con una prisión, ya había sido utilizada en algunas de las propuestas
para la reconstrucción del célebre asilo de París a finales del siglo XVIII.
Por el contrario, las prisiones, según el célebre tratado de Durand (v. e. Ed.
Pronaos, Madrid 1981, 3ª parte lámina 19) tendrían forma de pabellones enlazados
con patios y bordeados por cuatro torreones con la forma de un castillo según la
imagen que casi de forma contemporánea editase Ledoux (L’Architecture 1804).

Pero la expresión de las nuevas funciones no podía confiarse solamente a las


plantas sino sobre todo a las fachadas y por ahí es por donde la arquitectura empezó
a hacer aguas. George Dance resolvió el problema con rotundidad en la conocida
prisión de Newgate (1770-1785) respondiendo con una imagen de gruesos y ciegos
muros a la función del internado de presos, pero habría que buscar con lupa una
relación expresiva tan coherente entre la función y la imagen de un edificio.
El libro de Pevsner sólo trae ejemplos de edificios clasificados por usos hasta el año
1950, por lo que se hace más que necesaria una reactualización con las propuestas
de la “arquitectura funcional” de la segunda mitad del siglo XX.

En la última página de su libro, Pevsner menciona sólo de pasada y sin un


reflejo gráfico, la fábrica de sombreros de Erich Mendelsohn, ignorando así los
notables esfuerzos de este arquitecto alemán por encontrar para la arquitectura una
expresión de sus funciones con el único recurso de los volúmenes y sus huecos. Los
proyectos imaginarios de Mendelsohn, dibujados en sus cuadernos de trincheras
durante la Primera Guerra Mundial, merecen sin lugar a duda un puesto destacado
en los esfuerzos por poner a la arquitectura bajo la advocación de la función:
.
Pero la expresión de la función ha sido un camino bastante incierto en el que
no pocas veces se ha incurrido en el kitch. El mejor vinatero de Haro construyó en
los años ochenta un nuevo almacén de sus bodegas, dibujando con la piedra tres
enormes barriles.

A cuatro kilómetros de Haro, en Anguciana, -mi pueblo-, el arquitecto


logroñés Gil Albarellos construyó la fachada del cine dándole forma de fotogramas
de película.
En Alfaro, la fábrica de viguetas llamada Ultramar tuvo la ocurrencia de dar
forma de barco a su edificio de oficinas. Pero no se vaya a pensar que esto es cosas
de pueblerinos y provincianos.

Mucho más famoso, y hasta más ramplón, Gehry pone un avión a la entrada
de un museo aeroespacial (f 2.12) o unos prismáticos a la entrada de edificio
comercial en California, y así sucesivamente. Robert Venturi quiso rescatar toda esta
imaginería simplona e incluso promoverla pero, como es sabido, en ello encontró su
tumba.

Resumiendo un poco, la arquitectura “funcionalista” ha mostrado tres


rostros, a saber:
1) El de los clientes, sus ingenieros y sus constructores, en cuyo caso no se
puede hablar de arquitectura, pero que ante el retroceso de la verdadera arquitectura,
ocupa cada vez mayor espacio en el mundo llevando a la edificación a lo que bien se
puede llamar el nivel cero.

2) El de quienes equivocaron la expresión de la función con la expresión de la


técnica, como Le Corbusier, y que en cambio teorizaron con las funciones
simplificando hasta extremos ridículos la complejidad de la arquitectura y de la
ciudad.

y 3) El de quienes intentaron que sus edificios expresaran su función, pero


ante el empobrecimiento expresivo de los lenguajes históricos, la abolición de la
decoración y el autismo del lenguaje técnico, tuvieron mucha menos fortuna que
mérito.

Como ninguno de estos rostros es muy agraciado, vamos a dejar aquí al dios
función y vamos ver que nos ofrece el siguiente.
CAP 2. LA SANTA TRINIDAD - Sólido, líquido o gaseoso
Sabedor el hombre de su condición efímera, nunca ha dejado de soñar con la
eternidad ni de sentir fascinación por todo aquello que le pudiera sobrevivir. Buena
parte de esos sueños los ha puesto en abstractos o en imaginarios, en palabras
trascendentes o en paraísos prometidos, pero otra buena parte los ha puesto en
realidades mucho más tangibles. La Arquitectura, por el gran esfuerzo humano
acumulado en su construcción, es el más tradicional de estos sueños. Así que es
totalmente coherente que desde el primer tratado se la pusiera bajo la encomienda o
advocación de un dios llamado FIRMITAS.
Por si ello fuera poco, las primeras civilizaciones de la historia humana
levantaron fabulosas construcciones, que aún siguen ahí recordándonos el increíble
y desmesurado esfuerzo que pusieron en hacer realidad sus sueños. Por un lado, las
pirámides egipcias o aztecas expresaron esta voluntad mediante el volumen colosal,
mientras que por otro lado, los incas la expresaron en la perfección de la
estereotomía.

La solidez, dice originalmente Vitrubio “depende de la firmeza de los


cimientos, asentados sobre terreno firme, sin escatimar gastos y sin regatear
avaramente los mejores materiales que se pueden elegir”. Es una definición
interesantísima porque ya desde el origen vincula la presunta solidez de la tierra con
la denominada “liquidez” económica. Para conseguir tener contento a Firmitas no
hay que reparar en gastos ni regateos.

Veinte siglos más tarde, Agustín García Calvo ha demostrado


“lingüisticamente” (De Dios, ed. Lucina, Zamora 1996) que todos los dioses,
incluidos los únicos, se han transfigurado en un solo llamado Dinero, que expresa el
sueño del Futuro con una claridad muy superior a todos los anteriores. El fenómeno
ha tenido dos repercusiones diametralmente opuestas en el territorio de los tangibles:
1) Por un lado, todo objeto nacido del Dinero está marcado por el destino de su
rentabilidad, de manera que la solidez con que se construya dependerá del tiempo de
vida que se le dé para que la inversión se recupere y para que el dinero pueda seguir
operando. La duración de un edificio tendría entonces dos límites: un umbral
inferior por debajo del cual el dinero gastado en su construcción no generaría
dividendos, y un límite superior según el cual si no desaparece el edificio estaría
dificultando nuevas inversiones del capital; 2) Puesto que todo nuevo edificio
consagrado al Dinero tiene su fecha de caducidad, los nacidos antes del dios Dinero
(Patrimonio) o los nacidos bajo la advocación del Arte, tienen patente de corso de
por vida.

Empecemos por estos últimos, pues tienen ya una larga historia. En el


primero (y mejor) de su larga serie de libros sobre la Construcción de la
Arquitectura, (op. cit cap 3), Ignacio Paricio dice que “a lo largo de dieciséis siglos
el equilibrio vitrubiano es respetado de una manera natural con notable
fidelidad” y “aunque en gran parte de la práctica edificatoria, y sobre todo en la
arquitectura con menos ambiciones cultas, esa relación perdura hasta el siglo XIX,
entre los tratadistas el equilibrio se rompe después de Alberti. Los autores
posteriores sólo se interesan por el tercer término de la ecuación: la belleza. Así,
los tratados de Vignola y de F. Blondel y sobre todo la escandalosa censura de la
versión francesa del Scamozzi, apadrinada por la Academie d’Architectura señalan
el giro radical en el planteamiento de los objetivos de la obra arquitectónica”.

“Frente a la parcialización estética –sigue Paricio- nace la parcialización


tecnológica” y desde entonces la propiedad de la enseñanza de la Arquitectura será
objeto de disputa entre las Academias de Artes y las Universidades Politécnicas,
pelea que en el ámbito de los países centroeuropeos se resuelve de un modo bastante
peculiar y brillante, esto es, ni para uno ni para otro, sino para las emergentes
escuelas del artesanado (volveremos más adelante sobre ello).

La pelea a tres por la Arquitectura llevada a cabo entre las instituciones de la


modernidad tiene su reflejo en otra pelea, igualmente a tres, sostenida entre los
agentes productores de la Arquitectura. Se dice tan pocas veces que la Arquitectura
es producto de la confluencia de un Promotor, un Constructor y un Arquitecto, que
si no fuera por lo elemental que es, lo propondría como tesis de esta obra. Y ya
puestos a pensar de un modo elemental y a pensar en el ámbito de un mundo anterior
al Dinero, no me sustraigo a la tentación de asignar a cada uno de estos agentes una
de las deidades vitrubianas, de modo que, al promotor le correspondería velar por la
utilitas (como decíamos al comienzo del capítulo), al constructor por la firmitas, y al
arquitecto por la venustas. Por muy simple que se vea este esquema, el ejercicio de
la profesión nos ha deparado a muchos arquitectos la emotiva experiencia de algún
constructor que por prurito profesional (por respeto a la firmitas) ha rechazado
participar en la construcción de una obra en la que por las prisas o las chapuzas, la
solidez de la edificación iba a quedar en entredicho. También algún arquitecto en un
gesto meritorio, habrá rechazado alguna vez un encargo ante la fealdad que
auguraba. Pero la figura clave de esta tríada es la del promotor, porque es en él en
donde se ha operado la transformación clave de la deidad: mientras que el cabildo
catedralicio que promueve una catedral no repara en gastos para que el templo
cumpla con dignidad la función a que está destinado, el moderno empresario y el
moderno político promotor sólo piensan la utilidad del edificio en tanto en cuanto
sea suficiente para asegurar bien su venta o bien los votos de la siguiente campaña
electoral. Y si no se preocupan de la utilidad, cómo para pensar en su solidez.

Ante esta dejación de sus funciones, el arquitecto, que para eso es el que
lleva el nombre de la arquitectura encima, ha tenido que acudir a encender velas (o
apagar fuegos) allí donde no le correspondía, sobre todo porque la legislación
moderna ha encontrado en él al chivo expiatorio de las causas judiciales abiertas por
la ruina prematura de algunas construcciones. Curiosamente, a ningún arquitecto se
le ha procesado por lo feos que son sus edificios ni lo disparatados que son sus
planeamientos.
Ricardo Bofill, por ejemplo, tuvo que sufrir mucha mayor
persecución porque se le cayeran las plaquetas de las fachadas de Walden 7 que por
la aborrecible fealdad de dicho bloque de viviendas o por el esperpéntico
planteamiento del mismo sobre el que “eminentes” críticos aún dicen cosas tan
pusilánimes como éstas: “Walden 7 es el incompleto proyecto de una ciudad en el
espacio para individuos liberados (¿¡!?). Heredera clara de las utopías tecnológicas
del grupo Archigram, no está realizada, sin embargo, a base de viviendas cápsula
sino con una tecnología no excesivamente industrializada, de hormigón armado y
recubrimiento cerámico” (“La vivienda en Cataluña”, artículo de Josep María
Montaner en rev. A&V n. 11 pag. 28). Nunca sabremos cuánta responsabilidad
tendrá Bofill en la idea de esa montaña temblorosa de pisos o en que se le caiga el
aplacado, pero lo que está claro es que su fealdad cae bajo el manto de su entera
responsabilidad. Pero fealdad aparte o acaso por su misma fealdad, el hecho es que
la Historia del Arte de los estilistas o las revistas de los críticos periodistas la han
recogido en sus páginas con más aplauso que condena así que ese edificio ya ha
entrado en la Historia de la Arquitectura y no sería de extrañar que pronto lo hiciera
en el patrimonio nacional. Se arreglaron sus revestimientos y se arreglará su
aluminosis si existiera, porque lo que verdaderamente hace sólido a un edificio en
estos tiempos no es la construcción sino el hecho de que ya esté en la Historia del
Arte.

En la época en que el Dinero ha puesto fecha de rentabilidad y caducidad a


los objetos, la vocación de eternidad de los edificios ya no ha de confiarse a su
buena construcción sino a su acceso a la Historia del Arte, ya que ésta es la única
que por ahora sustrae una pequeña cuota de la producción arquitectónica a las
implacables leyes del Dinero.

Ya hemos visto en el epígrafe anterior cómo a los edificios del patrimonio


artístico y cultural se les cambia el uso sin ningún pudor, dejando sus muros como
carcasas contenedoras y a sus símbolos como lenguajes muertos. En el plano
constructivo se podría decir otro tanto porque las obras de reparación, restauración,
consolidación, rehabilitación o cualquier otro sinónimo semejante al uso, por lo
general alteran hasta tal punto el lenguaje constructivo del edificio que resultan
patéticas máscaras de sí mismos o cadáveres preñados de prótesis. De entre las
operaciones más ridículas y frecuentes de salvaguarda del patrimonio están la del
fachadismo, entre los que cabe citar como ejemplo notorio el del muy afamado
Rafael Moneo en el Museo Thyssen Bornemisa de Madrid. Entrar en el viejo palacio
de Villahermosa y ver todos sus techos tecnológicos minados de terminales de
instalaciones es como para sentir grima.
Pero en el plano crítico o poético, también ha generado expresiones tan grotescas
como la de “consolidación de una ruina” o “rehabilitación integral” que ya nos
suenan tan normales como las de “terrorismo de Estado” o “diálogo con los
terroristas”.

En la reflexión más profunda que puede hacerse sobre la solidez de un edificio y la


relación entre esa firmeza de origen y su vocación de eternidad, viene a cuento la célebre
distinción teológica entre la creación y la providencia, según la cual, la tarea divina no se
acaba en el acto creador, sino que muy al contrario, se extiende a cada momento de la vida
de sus criaturas.

Una fotografía de Ramón Masat en Tomelloso1960, (ed Lunwerg, Madrid 1999) que
muestra a una mujer de pueblo en las tareas de decoración de su casa, me dio pie en cierta
ocasión a redactar un artículo para el periódico La Rioja de 9 de septiembre del 2000
titulado “Habitación” en el que exponía que el “habitar” de la fórmula corbuseriana no era
la finalidad de la arquitectura sino su origen. Habitar una casa no es tanto ocuparla como
“ocuparse de ella”. “Mientras que el ocupa es un invasor (y escrito con K expresa aún
mejor el sentido de su agresividad) el que se ocupa de la casa es el que la habita. Habitar
es hacer la casa: como el pájaro hace su nido o el caracol segrega su concha.”.

Según decía un corto cinematográfico que creo haber visto en el Congreso de


la UIA de Madrid del año 1975, y que siento no poder atribuir a sus autores
convenientemente, “a las casas las sostiene el humo”. Casa que no echaba humo,
pronto se venía abajo, -decía la peliculita. La arquitectura no es un objeto inerte cuya
suerte deba confiarse únicamente a la sabiduría del conocimiento y aparejo de los
diferentes materiales que la conforman (aunque eso deba estar en la formación de
todo arquitecto, y en ese aspecto no me cansaré de recomendar los libros de Paricio,
aunque me gustaría que les bajasen los precios y no hiciesen tanto negocio con
ellos); la arquitectura, digo, no es sólo un objeto bien construido ni una inversión a
largo plazo cuya larga vida dependa de la liquidez que representa. A imagen y
semejanza de los hombres, la arquitectura es un ser vivo que muere en cuanto le
falta el aliento de sus genuinos moradores. Se le podrá sostener con vida
indefinidamente, como hacen ahora con los seres humanos en los hospitales,
mediante respiración artificial o asistida, intubaciones y otros artificios, pero no
dejarán de ser en tal caso, cadáveres vivientes.

Tan inertes y faltos de vida como las obras recién acabadas y aún no
habitadas. Es curioso comprobar cómo todas las revistas de arquitectura y moda
ofrecen siempre imágenes de los edificios justo antes de ser habitados y siempre sin
referencias humanas, fijándolos en la retina de los observadores con tal fuerza que
sus habitantes más snobs (probablemente los arquitectos) no se atreverán a
modificarlos.
Es obvio que el prestigio de lo nuevo está íntimamente ligado a la cultura del
consumo que el Dinero ha creado para su supervivencia y engrandecimiento. La
experiencia y el sentido común nos dicen sin embargo que siempre estamos mucho
más a gusto y nos sentimos más vivos y menos envarados con los zapatos viejos y
con la ropa algo usada. Llegando a la aldea de Belorechenskaya en el Caucaso, Ernst
Jünger lo expresaba así: “Desde aquí no presenta mal aspecto la ciudad, con sus
barracas de madera y sus tejados cubiertos de musgo; aún se siente la atmósfera de
cosa viva que le proporciona el trabajo de las manos y el deterioro orgánico
causado por el tiempo, una atmósfera en la cual se puede vivir”.(Radiaciones, ed.
Tusquets. Barcelona 1989, vol 1 pag. 412).
En los consejos constructivos de “Un lenguaje de patrones”, Alexander
recomienda con insistencia el uso de materiales blandos en las paredes o en el
suelo (f 2.23) a fin de que se pueda sentir el paso del tiempo y las marcas del uso, y
que pueda haber siempre un gran interacción entre la casa y el habitante: “que
penetren los clavos y tachuelas y que sus superficies, incluso, cedan ligeramente al
tocarlas”.

Que los muertos disfruten de sus pétreas casas eternas, pues las casas de los
hombres se hacen y sostienen con sus cuidados y caricias.
CAP 2. LA SANTA TRINIDAD - Venus
En una entrevista a un famoso músico de Jazz en la que se le planteaba la pregunta
de la belleza musical, el jazzista negro no dudaba en responder: “mire Vd., si quiere que
hablemos de belleza de verdad le diré una cosa: no hay nada más bello que una mujer
desnuda”.

Más o menos es la misma respuesta que le di yo a un amigo arquitecto con el que


visitaba el célebre edificio de la Jefatura de Policía de Copenhague de Hack Kampmann en
el que se iniciara la andadura profesional del alumno Jacobsen: a la pregunta escéptica de
mi amigo, “pero ¿y a ti te emociona esto?”, yo le dije sin vacilar (y para mutuo
regocijo): “no, mira, a mí lo que de verdad me emociona es el erotismo en las mujeres”.

En el diálogo titulado Hipias el Mayor, Platón expone las posiciones de


Sócrates e Hipias sobre la belleza. Sócrates mantiene una actitud racionalista y
absolutista mientras Hipias representa la actitud empirista y relativista. Preguntado
éste sobre la belleza, su primera respuesta no ofrece dudas: “la belleza se reduce a
lo que es bello, por ejemplo, lo bello es una muchacha hermosa” (cit. Diccionario
de Filosofía de Bolsillo, José Ferrater Mora, ed. Alianza, Madrid 1983 pag 76). La
respuesta que le da Sócrates es tan tonta como enternecedora: “hay otras cosas
bellas, por ejemplo, un caballo hermoso...”

Edmund Burke, en “Indagaciones sobre el origen de nuestras ideas acerca de


lo sublime y lo bello” (v. en español Colección Arquilecturas, Valencia 1985)
también anda por la misma senda de Hipias. En la sección X de la primera parte,
dedicada a aclarar qué es la belleza, hace un interesante discurso sobre el sexo, el
amor y la concupiscencia, para terminar declarando que “el objeto de esta pasión
mixta que yo llamo amor, es la belleza del sexo” (pag. 96).

Hablar de belleza es hablar de mujeres, y no hay que darle más vueltas


porque en origen, a lo uno y a lo otro los romanos los denominaron igual: Venus.
También lo ha entendido así toda esa gente dedicada al cuidado de la belleza
femenina que se han apropiado del vocablo “estética”. Los “esteticistas”, a mi juicio,
llevan todas las de ganar contra los catedráticos de Estética en el reconocimiento
público de su labor profesional. La belleza es mujer y la mujer es belleza. En el
plano del ser no cabe más, así que será en el paso del sustantivo al adjetivo, esto es,
cuando apliquemos los atributos femeninos a otras cosas, cuando aparezca el culto y
el habla.

Por lo que respecta a la arquitectura, Vitrubio hace un primer intento poco


arriesgado: “la belleza en un edificio depende de que su aspecto sea agradable y de
buen gusto por la debida proporción de todas sus partes”. Una definición que
podríamos haber leído perfectamente en cualquiera de las revistas llamadas, con
propiedad, “de belleza”.

A poco que nos fijemos en el kiosko de periódicos y revistas, descubriremos


que muchas de las revistas femeninas de belleza, por ejemplo Marie Claire, Elle,
etc., sacan también suplementos o números monográficos dedicados a la casa, como
si ésta fuera la segunda piel de la mujer. Algunos términos valen tanto para una
como para otra y así, los manteles, los visillos, o las colchas son tratados en el
apartado denominado “lencería” del hogar.

A diferencia de las revistas de Arquitectura que muestran fotos en las que


nunca hay nadie, las revistas de la belleza de la casa no desdeñan incluir la figura
femenina, y llegados a tratar del baño, no faltará nunca una imagen en que la mujer
desnuda y los aparatos sanitarios aparezcan fundidos en uno.
Mi preferencia por este tipo de revistas de arquitectura respecto a las del
gremio de arquitectos es incuestionable.
Como incuestionable es también mi preferencia por una estética referida a la
mujer que a los abstractos. A mitad de camino entre lo uno y los otros estaría toda la
belleza referida al hacer humano esto es, a las artes. En el impagable Diccionario de
las Artes de Félix de Azúa, el catedrático de Estética barcelonés hace un sucinto
pero magistral recorrido por la relación de lo bello con las artes, desde los muy
antiguos hasta los actuales espectáculos televisivos, pasando por Kant y Hegel, que
es cuando las artes pasan a ser el Arte y se convierten en deidad en sí misma. En tan
hermoso relato sólo hay una referencia a la belleza de la que aquí vengo hablando,
pero suficiente: “siempre que se habla de lo bello conviene recordar que la epopeya
nacional griega es la historia de una guerra ocasionada por la belleza de
Helena” (ed. cit. Pag 67).

Desde el momento en que Hegel se propone la pregunta “de lo bello en el


arte”, se entiende que el Arte es incluso más grande que lo bello y que puede abarcar
nuevos territorios. Vistas así las cosas, en el Arte también cabe la fealdad y Karl
Rosenkranz lo investigó pacientemente en su Estética de lo feo. La tesis de su libro,
generosamente expuesta en su prólogo para no tener que leer su entretenida
argumentación, es que la mezcla de lo bello con lo feo da lo cómico, que es arte que
tiene muchísimo éxito: tanto, que ha acabado por apropiarse del calificativo de la
“gracia”, reservado antiguamente a todo aquello que tuviera un toque divino. Pedro
Azara también escribió un libro al que siento no haber tenido acceso, cuyo título no
puede ser más prometedor, “De la fealdad del arte moderno”. En todo caso, las
proposiciones de Azara y Rosenkranz les van como anillo al dedo a las arquitecturas
del siglo XX: la arquitectura moderna es fea, porque al ponerse a la ingeniería como
meta (Le Corbusier) se ha alejado todo lo posible de los atributos femeninos; y la
arquitectura postmoderna es graciosa (o cómica más bien) porque ha hecho un
revuelto de lo bello y de lo moderno. El carácter extraordinariamente efímero de la
arquitectura postmoderna radica justamente en su condición grotesca, pues en tanto
que chiste se agota inmediatamente después de haber sido contado tres o cuatro
veces, y si se cuenta mal, incluso a la primera (anótese esta observación en el
capítulo anterior dedicado a la solidez y durabilidad).
Christopher Alexander trabaja también la oposición entre fealdad y
hermosura en la presentación de sus patterns. Pero al oponer la idea generadora de
una posada antigua frente de un motel moderno (pattern 91), los muros gruesos y
blandos frente a los finos, lisos y duraderos (pattern 197), el tejado protector frente
al tejado como un pegote (pattern 117), los patios con vida frente a los patios
muertos (pattern 115), etc. etc., ejemplificándolos incluso con imágenes, trata de
demostrar la diferencia entre un buen y un mal edificio, evitando siempre referirse a
la cuestión de lo bello. En este método de separación o diferenciación prefiere tratar
con lo “vivo”, lo “integral”, lo “cómodo”, lo “libre”, lo “exacto”, lo “carente de yo”
o lo “eterno” (capítulo 2 de “El modo”). Probablemente para Alexander lo bello sea
una pose o siga siendo una “idea” platónica y por eso la ignora: “en ocasiones los
arquitectos afirman que para diseñar un edificio tienes que empezar por tener una
“imagen” que dará coherencia y orden al todo. Pero así nunca crearás nada
natural. Si tienes una idea y tratas de encajar los patrones, la idea controla,
distorsiona y vuelve artificial la tarea que los patrones intentan operar en tu
mente” (cap. 27, pag 405). O quizás Alexander beba aún del ancestral puritanismo
cultural anglosajón (inventor como se sabe de lo políticamente correcto) y no se
atreva a dar públicamente el salto de identificar todas esas condiciones de su
cualidad sin nombre con la auténtica belleza, esto es, con la belleza de Venus.
Ciertamente, cuesta encontrar la palabra belleza en los dos libros de Alexander.

Pero si nos ponemos a pensar en los atributos de la “cualidad” veremos que todos
tienen mucho que ver con la mujer. Para empezar, nada hay más “viviente” que una mujer.
Es la mujer, sobre todas las cosas de este mundo (y sobre los caballos de Sócrates también),
la que nos hace sentirnos plenamente “vivos” a los hombres. Y en lo que a ellas concierne,
nada hay más “viviente” que la propia mujer cultivando su belleza. Respecto a la “libertad”,
nada la puede desatar como el amor por una mujer: “el hombre dejará a sus padres, sus
bienes, sus amigos o su patria por ella”; así como ella los dejará por sí misma. Merced a ese
abandono se acercará uno a la “integridad”: “algo es integral -dice Alexander- en la medida
en que está libre de contradicciones internas”. En el progreso hacia la belleza ha de haber
un “relajamiento”, un sentirse “cómodo” y finalmente una “carencia del yo”, algo que
sucede de modo natural en cada sublimación ante la belleza pero que nuestra cultura nunca
ha admitido. En la cultura occidental, ya sea judeocristiana o musulmana, tanto da, la mujer
ha sido entendida como un objeto de conquista o una propiedad final del hombre de modo
que en su captura se ponían en juego sus facultades de engaño o de fuerza y en su logro no
hacía éste sino aumentar sus atributos de poder.

Hay que retroceder antes de la Biblia para descubrir una cultura donde la sexualidad
es justamente esa anulación o “carencia del yo” que, según Alexander posee la cualidad sin
nombre. Con la relectura del poema de Gilgamesh, el rastreo de las leyendas prebíblicas y
la demostración del giro de ciento ochenta grados que dieron los judíos y griegos al mundo
antiguo, Eduardo Gil Bera ha hecho un trabajo formidable en “Paisajes con fisuras” para
poder recuperar el estado original de la vitalidad humana en el que el sexo de la hieródula
convierte al salvaje en civilizado y hace que las bestias huyan de él. Según nos recuerda
(pag. 57, op cit) el estribillo de un himno acádico referido al hierodulismo de Ur, dice
así: “el deleite sexual es el fundamento de la ciudad”. Al fundar las ciudades en el deleite
sexual se desmoronan todas las ciudades puestas bajo la advocación del mito cainita (véase
en este sentido Archipiélago n. 41 pag. 128, mi crítica a “La invención de Caín”, de Félix
de Azúa, ed. Alfaguara, Madrid 1999).

La belleza de las ciudades cainitas es la belleza del arte o del hacer del
hombre, una belleza fría e ideal que, perdidas todas las referencias con lo viviente,
Alexander llama siempre muerte o “desolación”. Una belleza construida por una
mente calculadora o por un Yo artístico que se aísla de todo lo que entendemos por
viviente e integral. Su culto ocupa el noventaynueve por ciento del espacio dedicado
hoy a la arquitectura, pero por suerte y esperanza para nosotros, la caída del
puritanismo y la actual permisividad sexual nos permite como nunca disfrutar de la
contemplación de la auténtica y verdadera belleza y mostrar como símbolo de la
barbarie absoluta en este comienzo de siglo la ocultación total de la mujer bajo la
opacidad del burka. Nada es tan feo y triste para un amante de la belleza como
visitar las ciudades árabes en que no se puede disfrutar de la contemplación de
mujeres en sus calles.
Expone Azúa que hace un par de siglos la belleza desapareció del horizonte
de las artes y que la artisticidad se hizo universal y totalitaria, primero en el Estado y
después en la televisión. Todo eso es cierto, pero lo que no dice en el epígrafe
dedicado a la belleza es dónde se metió ésta. Sólo en la última frase menciona
enigmáticamente que “lo bello ha regresado para dar esplendor a la nada”. Una
débil pista que a mí personalmente me lleva setenta años atrás cuando, para superar
la recesión del crack del veintinueve, Raymond Loewy enunció su famosa frase
de “lo feo no vende”. Y así descubro que el gran refugio de la belleza durante todo
el siglo XX ha sido el diseño. Pero no el diseño tradicional vitrubiano que tenía a
Venus como diosa consorte de Firmitas y Utilitas, sino un nuevo diseño que pone en
las ventas su finalidad última (el Dinero como dios progresado), y que de modo
inmediato y automático se convierte en publicidad.

Venus se hizo carne en el diseño mediante dos mecanismos: el de las formas


mismas de los objetos y el de la asociación de la figura femenina a todos los objetos
habidos y por vender. Loewy recurrió en sus diseños a uno de los atributos de la
belleza (uno de los atributos de lo femenino) que ya había descubierto Burke dos
siglos atrás, la tersura: “La otra propiedad que puede observarse constantemente en
los objetos bellos, es la tersura: cualidad tan esencial a la belleza que no se me
acuerda ninguna cosa bella que no sea tersa”. Burke enumera algunas cosas más o
menos políticamente correctas en las que encuentra la tersura, como las hojas lisas o
las mansas corrientes, pero al final da con la auténtica localización: “en las mujeres
bellas, el cutis terso”. (François Truffaut también lo descubrió unos años mas tarde
en su película más bella: “La piel suave”). El blanco terso y brillante que sustituyó al
verdoso color de los paquetes de Lucky Strike en el celebre diseño de Raymond
Loewy para la cajetilla de cigarrillos de la American Tobacco, y las formas curvas y
tersas de sus máquinas de ferrocarril resultaron ser evocaciones tan directas a la
belleza del eterno femenino que el éxito fue fulminante. Y por si alguien no se
hubiera dado cuenta, en la campaña de publicidad se le puso a Marlene Dietrich
fumándose un cigarrillo y Raymond Loewy se fotografió orgulloso junto al gigante
pectoral de su locomotora bautizando oficialmente el renacimiento de Venus en
Norteamérica.

Poco después las patas de los muebles imitaron los finos tacones de los
zapatos de mujer y con la llegada de los plásticos en los sesenta, la tersura y las
formas curvas de los diseños más queridos, mantuvieron a la belleza en su feudo.
Mariscal lo expresó como nadie: en un cuestionario a diseñadores famosos sobre su
silla preferida eligió la de Jacobsen porque “tiene forma de chica culona y te alegra
la vista cada vez que la ves” (rev. ARDI n. 10 pag 207).
No sólo los pechos o las nalgas han sido referencias constantes en el mejor
diseño, también el talle femenino aparece en la misma silla de Jacobsen y en la
cafetera más universal del siglo.

Y en el mundo del diseño gráfico, las mujeres, como dice Milton Glaser
(catálogo ed Caixa Barcelona 1990 pag. 22), son imprescindibles.
Cuando Aldo Rossi transformó la cafetera-mujer en un campanile, la belleza
cambió de acera.

Puesta en marcha por esos años la revolucionaria igualdad de sexos, las


mujeres empezaron a vestirse como hombres y ya sólo se las encuentra como tales
en los anuncios de la publicidad que, así mismo, denuncian y persiguen las
feministas (o perseguidoras de lo femenino).

Es muy posible que lo bello haya regresado al mundo para dar esplendor a la
nada, esto es, al dinero, pero mientras dé esplendor, que siga, que la siga dando: que
haya donde mirar. Que haya belleza.

Lo mejor de la televisión, -se dice con razón-, son los anuncios; y no


precisamente porque salgan caballos...
CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 1. Forma y
abstracción
-->
.
Entre 1984 y 1986 la editorial Alianza publicó en diez volúmenes una Historia
Ilustrada de las “Formas” Artísticas que ha sido siempre mi apoyo para hacer entender lo
que yo quiero decir con el término “forma” en mi alfabeto de la imagen. La verdad es que
el título que le puso el editor español no se corresponde con el título original en francés, a
saber, Grammaire des formes et des styles, pero tanto da, porque ninguno de los dos es
apropiado al contenido de la obra: una prolija colección de sencillos y esquemáticos de
dibujitos de los diversos objetos de todo tipo (arquitectura, escultura, pintura, cerámica,
orfebrería, vestimenta, mobiliario etc. etc.) almacenados por los historiadores de arte.

Entendido que los objetos reales no son lo que vemos en esos libros, pues todos
tienen sus propios colores, texturas, materiales específicos y proporciones diversas, lo que
vemos en las páginas de tan luminosa obra son solamente sus “formas”. Y así, defino que
captar la forma de un objeto o de una imagen de un objeto (pues de eso tratan las pinturas y
esculturas) es hacer un sencillo dibujito del objeto o imagen en cuestión. Y digo que hay
que hacer el dibujito porque es en ese ejercicio en el que extraemos y aislamos la “forma”
de los otros componentes visuales del objeto ya que la simple observación es insuficiente.
Supongo que mi entendimiento del concepto “forma” aquí apuntado, tendrá que ver
con la curiosa denominación de “análisis de formas” que el vulgarmente conocido “dibujo
artístico” recibía en las Escuelas de Arquitectura cuando yo estudié. Ya se dibujaran
estatuas, edificios o simples figuritas geométricas de madera, siempre se hacía con lápiz
negro sobre papel blanco, de manera que la representación del objeto que se le pedía al
alumno era un ejercicio de reconocimiento y aislamiento de sus “formas” respecto de otras
cualidades del objeto.

Ya en segundo curso y en una memorable clase de Elementos de Composición sobre


las puertas, el entonces joven y buen catedrático Rafael Moneo me enturbió el concepto
mediante la presentación del famoso binomio “forma-contenido” que la Estética utilizó
desde su invención. Un binomio que ya en este siglo, y concretamente en el territorio de la
arquitectura, se cambió por ese otro binomio ya mencionado de “forma y función” que,
según los funcionalistas, se resolvería con facilidad si diéramos prioridad al segundo de los
términos.
El binomio forma-contenido, o también “forma-fondo”, parecía ser fácil de
entender para algunas artes pero no tanto para otras. Por ejemplo, estaba claro que una
misma historia (contenido) podría ser contada de muy distintas maneras “formas”, o que
una misma canción (contenido) podía ser interpretada en muy diversos estilos (formas). En
tanto que variaba la forma pero no el contenido se podía entender que eran cosas distintas y
autónomas, aunque todo el mundo entendía que estaban tan interrelacionadas que la
alteración de una de ella afectaría siempre a la otra. (Mi profesor de Jazz, Renato Valeruz
me contó que en cierta ocasión les hizo tocar a unos alumnos suyos de San Sebastián, muy
abertzales ellos, el himno de España en estilo dixieland, y que muy ocupados todos por la
sucesión de armonías o por las síncopas, no se dieron cuenta de lo que tocaban hasta el final
de la clase. Una broma estupenda, y una gran lección sobre forma y contenido en el mundo
de la música).
Ahora bien, en el mundo de la imagen, digo, el entendimiento de los dos conceptos,
su separación y su interrelación no siempre es tan fácil de entender. Manteniendo la noción
de forma que hemos apuntado antes, los contenidos podrían aludir a la “materia”,
llevándonos al binomio forma-materia enunciado por Aristóteles en su Metafísica. Se nos
escaparían el color, la textura o las proporciones, que no sabríamos muy bien si colocarlas
en la forma o en la materia; pero se nos escaparían también todos aquellos contenidos que
no son simplemente matéricos sino también representativos o alegóricos: la madera
contendría a su vez significados de cálido u orgánico, y así sucesivamente, y hasta nos
podríamos preguntar, para nuestra perplejidad, si los contenidos de las formas
arquitectónicas serían sus funciones.
Si el lector quisiera profundizar en materia filosófica o lingüística, tengo a bien
remitirle a la voz FORMA en los dos textos básicos que yo utilizo y que ya he citado: el
Diccionario de Filosofía de Bolsillo de José Ferrater Mora (Alianza editorial) y el
Diccionario de las Artes de Félix de Azúa de ed. Planeta. En el primero se hace un repaso
por cuatro sentidos: 1) el metafísico, contraponiendo forma a figura (Platón) o forma a
materia (Aristóteles) , y asimilando forma a causa (de donde vendría al fin lo de la
“Sagrada Forma”); 2) el sentido lógico, en el que las formas se convierten en nuestras
“formalidades”; 3) el sentido epistemológico en Kant acerca de las “formas a priori”; y 4)
el sentido estético de la contraposición forma-contenido ya presentado aquí. Azúa por su
parte califica a la forma como término “esquivo y escurridizo” y sobre todo confuso y hasta
contradictorio por causa del uso del mismo término para las traducciones del alemán o el
griego, donde tienen distintos significados.
Iba a escribir contenidos en vez de significados en la última frase pero he preferido
parar aquí el discurso filosófico y semántico porque siempre me he aburrido mucho con él
y las más de las veces he acabado más confuso que aclarado. Para orientarme en el
conocimiento de la arquitectura y poder ejercer su crítica, prefiero tener algunas referencias
claras, tales como que la belleza es venus o que las formas son esos dibujitos de los libros
de Alianza, y tiempo habrá de poner en crisis las referencias si es que al final no llevan a
ninguna parte.

De momento mi sencilla definición me sirve para establecer clasificaciones tan


sencillas como el de formas bidimensionales (pintura), formas tridimensionales externas
(objetos y esculturas) o formas tridimensionales internas (espacios); o clasificaciones más
obtusas como la de formas figurativas y formas abstractas. Vayamos pues con cada una de
ellas y con sus posibles interrelaciones.
Lo más elemental es decir que, según la experiencia sensorial, toda forma es
tridimensional y que esa experiencia está definida por el sistema euclidiano en largo ancho
y alto. Más allá de la experiencia sensorial estarían dos experiencias intelectuales, una que
vamos a dejar de entrada por difícil y poco extendida, y en la que al relacionar el espacio
con la velocidad y el tiempo, Einstein abre una nueva dimensión; y dos, la de la reducción
infinitesimal de una de las tres dimensiones euclidianas hasta hacernos la ilusión o llegar a
la convención social y universal de la bidimensión.
La primera observación y diferenciación que podemos hacer entre las formas
tridimensionales y las formas bidimensionales es que en razón de su origen, las segundas
van a ser siempre referenciales, por no decir virtuales. El dibujo, la pintura, la escritura o la
fotografía son alusiones o representaciones de un mundo real tridimensional. Unas
representaciones que sólo adquieren realidad en sí mismas en tanto sean las caras
poliédricas de los objetos tridimensionales (decoración) o reivindiquen una autonomía
plenamente intelectual (Arte).

Esa observación de la primera y sencilla clasificación de las formas puede


ayudarnos a desentrañar los misterios de la segunda clasificación según la cual las formas
podrían entenderse separadas en formas figurativas y formas abstractas. En principio, todo
lo que hay en la naturaleza es tridimensional y figurativo, y como dice Azúa (ver voz
FIGURATIVO), con nombre en el diccionario. Ahora bien, en la representación
bidimensional de las formas de ese mundo figurativo suceden tres cosas bien diferentes: 1)
la representación reconocible de sus formas según los dibujitos sencillos de los que
venimos hablando; 2) la invención de unas formas nuevas que no existen en la naturaleza
pero que pudieron inspirarlas, esto es, las formas geométricas, y que a partir de su
invención obedecerán a sus propias leyes (todos los puntos equidistantes de uno llamado
centro, etc.); y 3) la representación no reconocible de las formas figurativas que se dibujan.
A pesar de que todos los alumnos vienen a clase diciendo que no saben dibujar, lo
cierto es que lo más fácil al representar una forma figurativa tridimensional es obtener el
primer resultado, y si me apuran mucho el segundo (siempre hay algún alumno que para
dibujar un sol saca el compás). Hay que ser muy torcido para que alguien dibuje rayas
inconexas cuando se le propone dibujar un caballo o un autobús. Pero bueno, como se ha
llegado a conseguir, eso es lo que daría origen a la forma abstracta o no figurativa.
En la voz FIGURATIVO, Azúa manda al lector a la voz ABSTRACTO para que se
vea que no cabe identificar lo abstracto con lo no figurativo, pero leyendo la una y otra, al
final no te aclaras y deduces que no lo ha explicado bien, seguramente por ceñirse tan sólo
al ámbito de la pintura (sólo al final de FIGURATIVO hace mención a la poesía cuando ya
desespera de la pérdida de la figura en todas las artes una tras otra). Si como asegura,
figurativo es la representación de toda voz que viene en el diccionario (pag 152) me
gustaría saber cómo se representan las preposiciones o las conjunciones por no decir los
conceptos abstractos en sí mismos.
Lo cierto es que con el propio dibujo hecho del alumno o del pintor del caso tercero
ya ha nacido una nueva forma figurativa que, a falta de referencias externas, acabaría por
llevar su propio nombre pasando a convertirse en un Kandinsky, un Mondrian o un Rotko.

Trasladándonos a la arquitectura, todo niño sabe dibujar perfectamente una casa así
como todo estudiante de arquitectura sabe perfectamente dibujar un Le Corbusier (con lo
que suele olvidar cómo se dibuja una casa).

La pintura, la arquitectura o el cine son artes productoras de formas figurativas.


Cuando el mundo asistió en directo a la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York
ya conocía perfectamente esa figuración concreta hasta el punto de que muchos creían que
se trataba de cine. La celebrada frase de que la naturaleza imita al arte, dio lugar en cierto
tiempo a una búsqueda incesante de formas no figurativas en la propia naturaleza. Y así
Joan Miró decía que él no inventaba nada, que todo lo encontraba mirando los grijos de los
caminos. En efecto, siempre la naturaleza nos ha ofrecido formas más definidas o más
claras que otras, a las que por eliminación, llamábamos “amorfas”. Las formas no
figurativas serían entonces bien los desaciertos (intencionados o no) en la representación de
objetos figurativos o bien la representación de esos objetos sin forma hallados en la
naturaleza gracias a la inestimable ayuda de los pintores abstractos.
Las formas visuales abstractas, aludirían sin embargo a las palabras o ideas
abstractas, importando poco que la alusión fuera sincera o casual, certera o incierta, porque
siempre estaríamos en el ininteligible mundo de lo abstracto. De la música se dice que es la
más abstracta de las artes, pero eso sólo es para el profano porque el entendido conoce
infinidad de formas musicales previas, motivos, timbres y adornos que le sirven de
referencia, y por si fuera poco los propios músicos se suben ya siempre al escenario para
darle una figura a su música. El jazz es un negro soplando un saxofón y la música antigua
un blanco vestido todo de negro con un instrumento sacado de un museo etnográfico.

De la arquitectura se ha dicho también que es el arte menos figurativo de todos,


porque los edificios no se parecen a nada que haya sido visto previamente en la naturaleza.
La principal fuente de inspiración para la arquitectura es la geometría y así, el Partenón es
un rectángulo, el Panteón un círculo y el Coliseo una elipse. Y por lo que respecta a sus
elementos secundarios las columnas serían circulares, los frontones triangulares, las
ventanas rectangulares etc. etc. Una vez construido un edificio, con referencias geométricas
o sin ellas, pasaría a formar parte del mundo figurativo, y los posteriores edificios que se
pareciesen a él serían más figurativos que geométricos. Si a alguien se le ocurre construir
ahora una catedral gótica, estaría haciendo una arquitectura claramente figurativa.

Los historicismos del siglo XIX eran arquitecturas doblemente figurativas: sus
plantas estaban copiadas de modelos tipológicos vigentes o de los tratados al uso como el
Durand, mientras que sus detalles y ornamentos pertenecían al repertorio de los estilos
arquitectónicos previamente catalogados por la historia del arte. La revolución
arquitectónica del siglo XX no tiene precedentes porque de repente se planteó el hacer una
arquitectura no sólo no figurativa, sino incluso abstracta. Primero, se acabó el copiar los
tipos al uso y se tiraron a la papelera todo el repertorio de detalles y ornamentos (no
figurativa); y segundo, se puso bajo la advocación de la función (abstracta). Pero como con
ésta aún salían algunas formas algo figurativas como las que hemos visto en el capítulo
dedicado a la función, para que fuera abstracta de verdad se dijo que representaba a la
razón, se le llamó racionalista y todos tan contentos.
Las formas son abstractas, decimos, cuando representan a un concepto abstracto,
como dios, la función o la razón. Para que las formas abstractas fueran entendibles o
asimilables por los humanos tenían que tener el soporte de una palabra. En los orígenes del
arte abstracto las cosas eran aún así. Kandinsky por ejemplo, en Punto y Línea sobre el
Plano (Weimar 1923, v.e.. ed Barral Barcelona 1970) hace verdaderas cabriolas para
ponerles nombre a los puntos y rayas aparentemente abstractas pintadas sobre un papel:
“tensión fría hacia el centro”, “estimulante y represivo”, “construcción excéntrica, donde lo
excéntrico se acentúa por el plano naciente”, etc. etc.

Durante un tiempo la pintura abstracta dejaba de serlo gracias a los títulos que les
daban los pintores. Miró era en eso un maestro: “personaje delante de un paisaje”, “la danza
de las amapolas” etc.
Pero ante las notorias carcajadas de los descreídos y la tozuda decisión de ser
abstractos del todo, se ve que dejaron de hacerlo y empezaron a poner “sin título”,
“composición 1”, “composición 2” etc.

Como la abstracción pura es insoportable, por lo menos para el observador, fue la


“crítica” la que se tuvo que hacer cargo de la tarea. Primero intentando agrupar cada forma
abstracta bajo un estilo, movimiento o -ismo, y luego bajo la invención de todo tipo de
metáforas. En España tenemos desde hace veinte años un “crítico” de arquitectura que es
todo un campeón en poner nombres figurativos a todas las cosas abstractas que hacen los
arquitectos. Como si fuera una competición de juego de mesa, ya pueden los arquitectos
hacer la cosa más rara, que Luis Fernández-Galiano siempre les encontrará un nombre:
“bulbos de tulipanes”, “piel tersa”, “montes tallados”, “justicia sin venda” etc. etc (archivo
de páginas de arquitectura de El País-Babelia). Claro que a veces, el concepto de Galiano es
tan abstracto o más que la forma arquitectónica en sí, y la competición cambia de sentido:
ahora es el crítico el que va por delante diciendo: “fase gaseosa”, “epifanía del perfume”,
“partículas elementales” o hasta “vida de las formas” (!), y los arquitectos los que tienen
que responder con sus formas para estar en la onda.
Las formas abstractas parecen ser una fuente de recursos inagotable porque la crítica
de arquitectura contemporánea se ha convertido en un juego de búsqueda de nombres
igualmente abstractos para ellas. Nada irrita más al tándem Artistas-Críticos que alguien
haga algo entendible o que alguien le ponga un nombre reconocible a una arquitectura. El
edificio que Moneo plantó enfrente de la catedral de Murcia como Ayuntamiento se parece
tanto a una sucesión de códigos de barras superpuestos que Galiano esta vez optó por
titularlo a la vieja usanza: “Composición Municipal” (El Pais-Babelia, 23 enero 1999).
Incluso hasta cuando se ha declarado que un edificio está inspirado en unos
pedruscos de escollera, como el Kursaal de San Sebastián, hay que hacer el eufemismo y
denominarlos “cubos”.

Recapitulemos, lo figurativo es lo ya conocido, lo no figurativo lo no reconocible y


lo abstracto sería lo no figurativo pero inmediatamente relacionado con el lenguaje. Lo no
figurativo es una situación efímera porque o cae bajo la nominación o se convierte pronto
en figura reconocible, sobre todo por la actual velocidad de difusión de imágenes. De
manera que en realidad volveríamos al binomio figurativo-abstracto pero, con un sentido
diferente.

Ahora bien, la forma, tal y como la hemos definido al comienzo de este capítulo,
siempre será abstracta porque al extraer de un objeto o imagen tan sólo la línea del dibujo,
nos estamos “abstrayendo” de los otros elementos o componentes que la constituyen, tales
como el color, la textura, el material o la proporción. El proceso de extracción de una forma
a partir de un objeto real es similar al proceso de invención de un concepto. Cuanto más
difuso e imperfecto sea el dibujo más abstracto será, porque más se aproximará a la noción
concepto. Por ejemplo si intento dibujar la Venus de Milo concreta pero me sale una mujer
no identificable, lo que habré hecho es dibujar una “mujer”, y si el dibujo es tan malo que
ni eso, por lo menos será una “figura en posición vertical” y así sucesivamente.

La abstracción es un cualidad humana. El hombre es un ser que oscila entre lo


concreto y lo abstracto. Cuando lo concreto es para él un infierno rápidamente se desplaza
hacia la ilusión de cielos imaginarios. Y viceversa, cuando lo abstracto no le reporta
satisfacción alguna, vuelve a la carne compulsivamente. El arte y el habla son las
herramientas de la abstracción. Las hemos usado siempre para huir de lo próximo y me
pregunto si sirven también para regresar a lo cercano.
.

A diferencia de casi todo lo que puede leerse en los medios de comunicación o de


arquitectura, la lectura de los dos libros de Christopher Alexander me produjo esa sensación
de retorno al mundo de las formas próximas, sencillas, e integrales. Y el mayor choque
entre lo que había sido mi educación como arquitecto y el modo intemporal de construir se
produjo en el capítulo 21 de “El modo”, cuando Alexander recomienda “no hacer ningún
dibujo del edificio”. “Sólo en la fluidez de la mente puedes concebir un todo”. Un edificio
no será vivo o integral si se genera a partir de “un medio en el que exista la menor
resistencia al cambio. Un dibujo, incluso un borrador, es muy rígido: supone un
compromiso de organización que va mucho más allá de lo que el diseño realmente exige
mientras se encuentra en estado embrionario”.

Sería una necedad renegar en general de nuestra capacidad de abstracción (nuestra


capacidad de extraer, inventar o nombrar nuevas formas), pero si hay algún arte en el que
parezca pertinente hacerlo ese es el de la arquitectura porque siempre nace en lugares
concretos, únicos e irrepetibles, con formas acaso algo abstractas pero, como veremos en
los capítulos siguientes, con colores, texturas, materiales y sobre todo proporciones, que
son tan vívidas y reales como la carne. La Historia del Arte ha dado una importancia capital
a las formas arquitectónicas porque son las más fácilmente reproducibles en sus libros y
tratados, y la actual arquitectura del espectáculo y de sus arquitectos mediáticos han
multiplicado por mil la prioridad de la forma sobre los otros componentes de la
arquitectura.

Sería bueno para el hombre que no oscilase tanto entre la abstracción y la carne.
Que encontrase un punto de equilibrio. Para ello nada más útil y necesario que entender el
concepto de forma y ponerle coto. Aunque le hayamos dedicado un apartado completo y lo
hayamos puesto en primer lugar no es más que uno entre cinco.

Acabemos este epígrafe con un recordatorio del importante ataque a la forma que
significaron las teorías de Rossi sobre la preeminencia de la tipología en la construcción de
la ciudad, o las de Grassi referentes a la forma abierta al tiempo y al lugar (véase el
interesante artículo “Tiempo y sitio como materiales del proyecto en Schinkel y Aalto” de
Manuel Iñiguez, rev. Archipiélago n 34-35). El tema es tan amplio e interesante que
volveremos sobre ello.
CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 2. El buen color

Las fotografías de los dos libros de Alexander a los que continuamente hacemos
referencia en este libro, están impresas en blanco y negro. A Alexander le gusta el apoyo de la
imagen para ilustrar o reforzar sus ideas, así que resulta paradójico que si la “cualidad sin nombre”
que distingue a los buenos y malos edificios y que tiene que ver con lo viviente, lo integral, lo
exacto, o con la diferencia entre la salud y la enfermedad; resulta paradójico, -digo-, que prescinda
del color, cuando precisamente el “buen color” es lo que distingue lo saludable de lo enfermizo. Lo
más agradable que pueden decir de ti es que tienes “buen color”, lo que por aquí suele viene a
significar lo mismo que decir que “tienes el guapo subido”. Por el contrario, si alguien te dice “qué
mal color tienes hoy ” te entra una aprensión tremenda: ¿tendré una enfermedad?, ¿me estaré
muriendo?. La única alusión al color en toda su obra es el pattern 250, que aunque está señalado
con dos asteriscos (lo cual quiere decir que se trata de propiedades profundas e ineludibles),
carece de una sólida argumentación, parece redactado por gentes de climas fríos y tiene
observaciones contradictorias. Dice así: “Los verdes y grises de los hospitales y pasillos de oficinas
son fríos y deprimentes. La madera natural, el sol y los colores brillantes son cálidos. De alguna
manera la calidez de los colores de una habitación establece en buena parte la diferencia entre el
confort y la comodidad. Elija para las superficies colores que, junto con el color de la luz natural de
las luces artificiales y de las luces reflejadas, creen en las habitaciones luz cálida”. Sólo la
confusión entre brillante y cálido ya deja claro el poco dominio en la materia, así que no es de
extrañar que en las explicaciones del pattern se diga luego que “evidentemente no es verdad que
todas las habitaciones pintadas de rojo y amarillo estén bien; ni que todas las pintadas de azul o
gris parezcan frías”. Por no mencionar que la calidez puede significar salud en un clima frío pero
que en un clima cálido, el hombre construye su casa como un oasis de frescor.

Félix de Azúa, en nuestro otro libro de cabecera, aparea con notable acierto los
colores con las palabras para decirnos lo complicado y huidizo que es el asunto: “el color es un
abismo en el que se han precipitado cerebros muy notables, como el de Wittgenstein (...) quien se
asombraba de que un asunto tan enigmático hubiera sido tan escasamente reflexionado por la
filosofía”. Y más adelante: “se comprende que buena parte del arte moderno haya prescindido del
color”.

Yo diría que la escisión de la experiencia del color respecto de la realidad integral,


tiene mucho que ver la invención y utilización generalizada de ciertos medios técnicos tales como
la impresión, la fotografía o el cine en blanco y negro. Del mismo modo que la experiencia musical
se transformó profundamente a partir de la técnica de la grabación, separando ésta del momento
y lugar en que el músico la hace, el hombre se acostumbró también a experimentar la realidad sin
color tantas veces como veía un dibujo, una foto o una película en blanco y negro.

Pero lo cierto es que el color ya estaba escindido mucho antes, desde que se
aislaron los propios pigmentos y se empezaron a utilizar éstos para enriquecer las formas,
enmascararlas, reforzarlas u ocultarlas. Dos de las polémicas histórico artísticas más desazonantes
fueron aquellas que se plantearon acerca de la existencia de pinturas sobre formas tan prístinas
como las de los templos griegos o las catedrales góticas.

Ningún hombre moderno acepta de buena gana que sus autores los hubieran
querido pintar (del mismo modo que tampoco nadie quisiera ver “El séptimo sello “ de Ingmar
Bergman en Technicolor).
La escisión de la experiencia, la fragmentación de la realidad tiene que ver con la
voluntad aisladora que según Enmanuel Severino, constituye la esencia de Occidente (la locura de
Occidente), una voluntad basada en la fe en el devenir “que hace imposible todo estar, y por ende
todo inmutable, todo centro, toda unidad definitiva de lo múltiple” (La tendencia fundamental de
nuestro tiempo, 1989, trad esp ed Pamiela 1991). Pero la experiencia de la pigmentación o no
pigmentación de una superficie se pierde en la noche de los tiempos según podemos apreciar en
las tumbas egipcias. Al permitirnos dar color o quitar color a un objeto hemos destruido toda su
verdad (su episteme, que es su “estar”), de ahí que toda la mitología del color en arquitectura
tenga que ver con “la utilización de los materiales en su color natural”. Un mito que es una
leyenda, una palabra, una pose, una fe, porque nada hay “natural” en el artificio de la
arquitectura: en la forma de cortar o pulir una piedra aparecerá uno u otro color, en la cocción
más o menos intensa del ladrillo se definirá su color, las arenas definirán el color del mortero y así
sucesivamente. Perdida la inocencia estamos condenados a elegir el color una y otra vez, como
estamos condenados a oscilar entre el buen color de nuestra salud o el mal color de nuestra
enfermedad.

Así que yo diría como “tesis” que todo aquello que no tiene color no es sano, no es
íntegro, no es viviente, y que hay que huir del no color como de la mismísima abstracción: como
de la mismísima muerte. O por lo menos estar prevenidos cuando las cosas se presenten así.

Es curioso que los dibujos más reproducidos de Louis Kahn, uno de tantos
arquitectos acromáticos de este siglo, sean los de sus cuadernos de campo en sus viajes a Egipto y
Grecia.
A la hora de representar las columnas de Luxor o del Partenón, Kahn echa mano
de las ceras de colores más vivos a su alcance y hace unos dibujillos intranscendentes que
transmiten toda la alegría y falta de prejuicios de la infancia. Los niños rara vez pintan en blanco y
negro. En su revoltijo de sensaciones no aciertan a representar las cosas en su color real, pero no
por ello les quitan su color sino que lo mezclan aleatoriamente sin prejuicio alguno. Es lo que hace
Kahn de una manera más o menos consciente en sus famosos dibujitos, y de ahí que fascinen a
todo el mundillo de la arquitectura, en cuya pedagogía no existe ninguna asignatura sobre el color.
David Batchelor ha recogido recientemente en un librito titulado Cromofobia (Londres 2000, v.e.
ed. Síntesis, Madrid 2001) diversas huidas hacia el blanco o miedos al color acaecidos durante el
siglo XX, que es todo un diagnóstico clínico de nuestra cultura del color.

Pero del mismo modo que hay que estar prevenido contra todo aquello que no
tenga color o que tenga mal color, hay que armarse también de valor para acercarse a todo el
material escrito acerca del color aisladamente considerado, que es mucho y variopinto, y que va
desde los articulitos titulados “el color en la obra de tal y tal” hasta los manuales más sesudos y
científicos. Siempre me han aburrido mucho, siempre he olvidado todo lo que aprendía en ellos y
ahora sé por qué. En los viejos planes de las Escuelas de Artes y Oficios había una asignatura
específica que se llamaba “Color”, (imagino que también existirá en los estudios de Bellas Artes),
pues bien, siempre me horrorizaba enterarme de sus contenidos. Pero en un Manual de Crítica
como éste no se pueden pasar por alto lo más común siquiera de su terminología, así que vayamos
con ello.

Al aislamiento de los pigmentos ocurrida en la noche de los tiempos, vino a


sumársele en 1666 la descomposición que hizo Isaac Newton de la luz blanca en un espectro de
colores. Desde entonces sabemos que luz y color son entes indisolubles. Pero considerada la luz
como una radiación y separando la realidad física del ojo humano que la observa, Harald Küppers
(en sus “Fundamentos de la teoría de los colores”, 1978, v.e. ed GG Barcelona 1980) concluye que
“en el mundo físico no existe el color” (pag 102). El libro de Küppers es también impresionante por
otras causas: desde el comienzo al final todo su texto está ordenado en epígrafes que contienen
todos ellos una proposición, una demostración y una conclusión (!). El color por tanto está en la
capacidad de nuestra retina y de nuestro cerebro en leer de modo diferente unas y otras
radiaciones a la manera de una computadora, tal y como, por supuesto, demuestra el inefable
Küppers (pag 23).

Los estudios del ojo y de la radiación han puesto felizmente final a la confusión sobre
los colores primarios que arrastramos desde los tiempos del neoplasticismo cuando Rietveld optó
por el Rojo, el Amarillo y el Azul, mientras que Mondrian y sobre todo Vantongerloo prefirieron el
más sensato Rojo, Verde y Azul procedentes del espectro newtoniano (“Color y Cultura, John Cage
1993, trad esp ed. Siruela 1993: auténtica enciclopedia del Color en las Bellas Artes). Los tres
colores primarios de Küppers también son el azul, el verde y el rojo (pag 25), con demostración
incluida. Pero las artes gráficas, sin embargo, volvieron a un Rietveld algo modificado proponiendo
como básicos los colores Amarillo, el Magenta (más o menos rojo) y el Cyan (más o menos azul).
Para salir de dudas nada mejor que volver a Küppers y aclarar que el Amarillo es el Verde +
Rojo; que el Magenta es el Azul + Rojo; y que el Cyan es Verde + Azul. Para estar en paz con todos,
lo propio es llamar primarios a los seis y no a sólo tres, y añadir el Blanco que sale de sumar Azul +
Verde + Rojo, y el Negro que resulta de no poner ninguno de los tres, lo que da una lista definitiva
de ocho colores primarios.

Con los primarios y menos primarios se confeccionan círculos no siempre


coincidentes unos con otros que vuelven a causar confusión y aburrimiento. (Veanse dos
muestras: círculo cromático de “Color, Proyecto y estética de las artes gráficas, Fabris y Germani,
ed Don Bosco, Barcelona 1979 pag 52;
y círculo cromático de “El color en la decoración” de Sloan y Gwynn 1990, trad esp ed
Blume, Barcelona 1996, pag 9 ).
No conforme con los círculos, el siempre metódico Küppers se lanza a publicar
auténticos atlas de colores en los que ofrece mezclas con negro de los tres colores de las artes
gráficas en proporciones variables de un 10% (Atlas de los colores, 1978, trad esp ed Blume
Barcelona 1979), si bien advierte de que no se saquen mucho los atlas a la luz porque verían
alterados los colores y que “quien lo utilice con frecuencia debería adquirir un nuevo ejemplar del
Atlas cada dos o tres años al menos” (!) (pag 11). Para revolver un poco más el asunto, al viejo Azul
le llama ahora violeta y al viejo Rojo, le llama Naranja (pag 17) .

Poco antes de todas estas clasificaciones tan “científicas”, el célebre profesor de la


Bauhaus, Joseph Albers recopiló en Yale sus viejos y nuevos trabajos sobre la Interacción del Color
que fueron publicados en 1963, de forma completa y voluminosa, y en 1971, en edición de bolsillo
(trad esp ed Alianza, Madrid 1979).
Demostrado en él que la percepción de los colores sufre alteraciones por la
presencia de otros o por las formas en que se presentan, Albers arroja la toalla y escribe con
candidez: “el buen manejo de los colores es comparable a la buena cocina. Incluso una buena
receta de cocina exige probar y volver a probar a lo largo de su puesta en práctica. Y aún así la
mejor prueba depende del paladar del cocinero”. Y poco más adelante: “Una vez más, digamos que
nuestro objetivo no es el conocimiento y su aplicación, sino la imaginación flexible, el
descubrimiento, la invención: el gusto” (pag 59). “Estos estudios de cantidad nos han enseñado a
creer que, independientemente de las normas de armonía, cualquier color “pega” o “va” con
cualquier otro color, presuponiendo que sus cantidades sean adecuadas. Nos felicitamos de que
hasta ahora no haya normas universales para este tipo de objetivos”.

La subjetividad final en la que acaban algunos de los estudios del color (no el de
Küppers, por supuesto) nos devuelve al capítulo primero de este manual con una frase popular
que es todo un poema: “para gustos hay colores”. Y así, en cada campaña publicitaria que trate de
conformar el gusto de las gentes ha de incluirse un apartado específico del color en el que se diga
que: “esta temporada se llevarán los fucsias o los amarillos”, por poner un ejemplo.
Cuando los acromáticos estudiantes de arquitectura de los setenta fuimos a Londres
y vimos vivos colores en las carpinterías de las siempre grises construcciones de ladrillo, nos
vinimos con la idea de que los ingleses eran unos horteras. La experiencia del color en las ciudades
italianas a base de colores pastel fue diametralmente opuesta, pero no por ello renunciamos a
nuestra arquitectura inmaculadamente blanca, o cuando menos, del color “natural” de los
materiales. La antidecoración de la arquitectura moderna que aún se enseñaba era sobre todo una
anticoloración. Color y Decor son los enemigos de la forma pura, de la forma abstracta y
divinizada. Estudiándolos siempre al margen de la arquitectura, estaban bien confinados. El color
quedaba para la “pintura”, que era arte ajeno a la arquitectura, pero hasta la pintura del siglo XX
se volvió en no pocas ocasiones incolora.
Sólo volviendo la vista atrás a los tiempos en que la pintura y la arquitectura eran
expresiones paralelas de un mismo artífice, podemos recuperar algo de los métodos de trabajo
con los que los edificios recobren el color de una manera integral, vívida y desprejuiciada.

Uno de esos recursos es el que frecuentan muchos de los pintores a la hora de


empezar un cuadro: antes incluso de pensar en la forma ya han elegido un color y huyen del
blanco del lienzo creando todo un “fondo” con él. En los manuales de decoración se habla también
del uso de una “paleta”, es decir, de la selección previa de unos cuantos colores básicos que
estarán en el origen del nuevo edificio o del nuevo ambiente.
(paletas de rojos, amarillos o verdes en tres ejemplos de F Schinkel)

Ahora bien, pensando que el color es luz, y que la luz blanca que posee todos los
colores recela de posibles competencias, podemos admitir que la arquitectura por fuera sea
mucho más blanca que por dentro. Admitiremos entonces que los colores brillantes y horteras
chocaban mucho menos con el ambiente casi siempre grisáceo de las islas británicas, y que los
apastelados italianos era un efecto de decoloración solar. Una de las experiencias de color más
divertidas que recuerde es la de contemplar los restos de las habitaciones que el derribo de una
casa en un casco histórico deja en la pared medianera. Descubrimos entonces que el reino del
color está mucho más en el interior que en el exterior. Si como dice Azúa (pag 101) “La extinción
del color es un efecto típico de las sociedades autoritarias”, los interiores de las casas funcionan
como contrapunto. Algo similar a cómo ocurre con las mujeres y los hombres: ellas usan el color
con mucha más alegría y viveza que ellos. La asociación de Venus con el Color, debería de hacer
pensar mucho a los arquitectos que andan en pos de la belleza.

La opción del arquitecto Luis Barragán fue en ese sentido inequívoca.


Pero su reconocimiento mundial sólo llegaría una vez que la frívola postmodernidad
hubiera levantado la veda del color (recuérdese la imagen 2.30 de este Manual: piazza de Italia de
Charles Moore). Ello nos recuerda que el color en arquitectura es un elemento doblemente
efímero: en primer lugar porque como hemos mencionado, compite con la luz del sol; y en
segundo lugar, porque la facilidad o arbitrariedad en su toma de decisión lo puede convertir en un
chiste pasajero. Vemos así que el mito del color natural de los materiales tiene que ver con el otro
mito del carácter imperecedero de la arquitectura tratado ya en el capítulo anterior.
Frente a un siglo que ha puesto de moda la arquitectura incolora, la humanidad ha
descubierto el buen color en la pigmentación de la piel. A la palidez de las mujeres y los hombres,
acrecentada incluso en el barroco por el uso de polvos de maquillaje, se opone una cultura que ve
en el color moreno de la piel un síntoma de belleza y gusto por el aire libre y la vida. La gracia de
esta moda es que el moreno de la piel también desaparece a las pocas semanas de haberlo
tomado y que el mantenimiento abusivo del color deviene en asunto peligroso para la salud. Un
poco de vino también nos sube momentáneamente el color de las mejillas, mientras que un abuso
prolongado nos deja el rostro morado para siempre. Quizás deberíamos aprender de estas
sencillas observaciones a la hora de pensar en un color que pretendiese una arquitectura más viva
e integral. Los textiles y las flores, en su condición efímera, han cumplido esa función no pocas
veces y pueden seguir siendo la solución. Con el permiso de sus majestades los arquitectos
modernos, claro está. Compárese un mismo ambiente, vestido tal y como sale de las revistas
femeninas, y desnudo, tal y como lo muestran los historiadores, o compárense los colores que
ofrecen los arbustos, las diversas enredaderas y las flores con las arquitecturas pintarrajeadas de
Stirling o de Saénz de Oíza, y será sencillísimo entender la diferencia entre un ambiente vivo y
cambiante, y un ambiente creado por la reproducción de un historiador o por la paleta de un
arquitecto postmoderno.
CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 3. Textura
Se dice que al dar “forma” a la materia, ésta cobra vida. En el epígrafe
anterior veíamos, sin embargo, que era el color el que daba vida a las cosas porque
la forma a secas era abstracta y fría. Pero lo cierto es que para saber si algo tiene
vida o no, lo que se hace es pedir silencio, tomarle el pulso, y tratar de sentir su
latido. En la repetición continua, monótona y casi imperceptible de una vibración,
obtenemos la expresión de la existencia de vida con mayor certeza que en ningún
otro dato. Pues bien, si nos acercamos a cualquier objeto visual, descubriremos que
también está hecho de infinidad de pequeñas vibraciones, puntos, trazos o latidos. A
ese tipo de pulso “visual” yo le llamo textura y lo tengo como un elemento básico de
mi alfabeto visual digno de toda estima.

La textura de la imagen es semejante al ritmo de la música, pues da en


acompañar a las “formas visuales” del mismo modo que éste lo hace con las
melodías. Sin embargo en el mundo visual la relación entre formas y texturas suele
ser mucho más sutil o imperceptible que en la música, donde el pulso y las
agrupaciones de pulsos en compases, se constituyen en elemento vertebrador. Cierto
es que cuando oímos o cantamos aisladamente una melodía nos olvidamos de su
estructura rítmica, pero al ejecutarla entre varios instrumentos no se puede prescindir
de un ritmo que los agrupe. Cuando el ritmo se hace perceptible en la música no sólo
como estructura oculta sino como parte integrante y expresiva, la llamada a la
participación se hace extensiva incluso al que la escucha. Nietzsche decía al respecto
que en la música el “ritmo es una coacción que genera un incontenible deseo de
ceder y participar”. (cit. por S. Paniker. Primer testamento, ed. Seix Barral,
Barcelona 1985, pag. 83). En su entretenido pero disperso “Cuerpo y memoria y
arquitectura”, Charles Moore y Kent Bloomer (H. Blume ediciones, Madrid 1982)
relacionaban los ritmos africanos de la música primitiva con un contacto más
estrecho con la tierra, mientras que el ballet de la música occidental expresaría con
sus saltos y piruetas ese deseo de elevarse y trascender sobre la tierra (pag 52). Las
músicas populares del siglo veinte, el jazz, el blues o el rock, han tenido siempre un
fuerte sustrato rítmico, lo que las ha hecho ser preferidas de una juventud vitalista, a
la vez que aborrecidas por un tipo de gente pretendidamente más culta o madura. En
el límite de ese enfrentamiento generacional, la música máquina y el “bakalao” han
acabado por hacer del ritmo la única expresión de su música (y además dentro de un
coche y a todo volumen, por si los mayores no se hubiesen enterado).

De un modo bastante semejante, las expresiones visuales fundamentalmente


rítmicas han sido tenidas siempre por propias de culturas primitivas. En “El sentido
del orden” (op. cit cap 1) Ernst Gombrich arranca con una cita inequívoca de Karl
Popper : “Fue en animales y en niños, pero más tarde también en adultos, donde
observé la inmensamente poderosa necesidad de regularidad”. La geometría será
para Gombrich la expresión de una de las necesidades de orden y regularidad, como
también lo serán la repetición y el ritmo (epígrafes 6 y 7 de la Introducción) de los
que se ocupa en los capítulos sucesivos, y a cuyos resultados plásticos no pocas
veces se refiere con el nombre de “texturas”.

Una sencilla definición del concepto de “textura” para nuestro alfabeto visual,
sería la de repetición aleatoria o geométrica de uno o varios motivos sobre una
superficie indefinida. El concepto de textura por tanto, iría en contraposición con el
concepto de “composición” del que nos ocuparemos más adelante. Mientras que una
composición se genera sobre un ámbito perfectamente limitado y definido, la textura
no tiene límites. La semejanza con la música vuelve a ser muy estrecha: mientras
que la melodía le da a la canción un principio y un final, el ritmo es indefinido.
Ahora bien, así como en la música el ritmo suele ser constante de principio a fin de
una pieza, o al menos en cada una de sus partes fundamentales, en el mundo de los
objetos visuales las texturas aparecen de un modo variado y distinto en las múltiples
y variadas superficies que los conforman.
Defino la textura como un hecho básicamente superficial, aunque no se me escapa
que podríamos hablar también de texturas tridimensionales, esto es, de repetición
aleatoria o geométrica de uno o varios motivos en un espacio indefinido. De
momento dejamos al margen la textura espacial porque se trataría más de un
concepto abstracto que de una referencia práctica, aunque sí que admitiremos que en
la textura superficial pueda haber algún tipo de relieve, es decir, justamente lo que la
gente suele entender por “textura”: superficie que presenta algún tipo de rugosidad.
Pero más que en la rugosidad o en el carácter superficial, la esencia de la textura está
en la repetición, en el latido, en el pulso. También podríamos definir el caso de las
texturas lineales cuando la repetición aleatoria o geométrica de motivos se da
predominantemente en una sola dimensión, mencionando así el gran capítulo de las
“cenefas”.

En la práctica se pueden generar texturas superficiales a partir de la superposición


aleatoria o geométrica de cenefas, pero con la simple superposición se pierde la
trabazón que tienen las texturas superficiales genuinas, dando lugar a texturas
“estratificadas”.
Al calificar a las repeticiones distinguimos entre aquellas que parecen producirse de
un modo aleatorio

y aquellas que están estrictamente predeterminadas por alguna ley geométrica que
señala en cada punto del espacio lo que ha de suceder con matemática precisión.
Los tejidos celulares, las superficies de las piedras, de las maderas o de las
tierras cuarteadas, las nubes del cielo o las olas del mar, el modo en caen las gotas
de agua de una nube, los poros de la piel, los pelos, las hierbas, etc. etc. nos ofrecen
un muestrario infinito de texturas en las que repetición se produce de una manera
homogénea pero no geométrica, configurando un patrón que ha sido siempre un
mito para los tratadistas de la arquitectura incluido (a veces) hasta el propio Le
Corbusier: esto es, el de unidad en la diversidad o el de variedad en la unidad. Y
digo “a veces” porque el más furibundo y triste Le Corbusier fue el de la propuesta
de las casas en serie como un objetivo de nuestra época (v. Hacia una arquitectura/
Casas en serie).

A diferencia de este Le Corbusier clonador, todo “El modo intemporal de


construir” de Christopher Alexander está basado en la idea de la repetición de
patrones edificatorios siempre iguales y distintos: “El crecimiento y renacimiento de
una ciudad viviente surge de una miríada de pequeños actos”.
Cuando la decisión de crear un tejido urbano está en pocas manos, surge una
repetición geométrica que nada tiene que ver con la vida. Es en el flujo de millones
de actos minúsculos todos similares pero todos diferentes, adaptados a cada persona
y circunstancia o frutos de la espontaneidad, lo que produce un entorno vivo. La
repetición aleatoria de una serie de motivos es así la más modesta de las expresiones
visuales y a su vez, el más elevado paradigma de un organismo vivo como la
ciudad.

La repetición gobernada por una ley geométrica sería, por el contrario, la


expresión de la racionalidad y del gobierno de la mente humana, aunque no falten
algunas fuentes de inspiración en la naturaleza como por ejemplo los perfectos
panales hexagonales de las abejas. La construcción en serie está gobernada por la
racionalidad económica o industrial, de manera que sus productos no tienen nada
que ver con un organismo vivo. Alexander propone en tal caso iniciar un proceso de
alteración o reparación (capítulo 24 de El modo) y utiliza siempre como ejemplo de
la desolación en el habitat humano las prístinas construcciones de los muros cortinas
de Mies van der Rohe, imposibles de ser alterados por sus habitantes.
Ya en los años setenta se editaron varias interesantes recopilaciones de
artículos y estudios sobre las modificaciones que los usuarios hacían en las
viviendas hechas en serie (Mass housing, ed COACB 1971; “Vivienda, todo el
poder para los usuarios” de John Turner ed. Blume Barcelona 1977; “Arquitectura
versus vivienda de masas” de Martín Pawley, 1971, v. e. ed. Blume, Barcelona
1977), etc. Las texturas geométricas o el cartesianismo radical, son la expresión de
la monotonía y la uniformidad, del trabajo alienante o de la clonación. Volveremos a
ellos al tratar del impacto de la Primera Gran Exposición Universal y los orígenes
del diseño moderno.

Decimos que en las texturas aleatorias los motivos ocupan una posición en la
superficie no del todo determinada; a ello cabe añadir que tampoco todos los
motivos tienen que ser iguales. Las personas que ocupan una playa se van colocando
entre sí a unas ciertas equidistancias y acaban por configurar un textura aleatoria.
Pero no hay nunca dos personas iguales. Y lo mismo cabe decir de las encinas de un
bosque, de las hojas de hierba, o de las células de la piel. En las texturas
geométricas, sin embargo, no sólo la posición está predeterminada de antemano sino
que los motivos han de ser exactamente iguales. A la imagen relajada de la gente
tomando el sol en la playa como ejemplo de textura aleatoria, se le opone la del
desfile militar como ejemplo de una textura geométrica.

Pero las texturas pueden estar conformadas, decimos, por uno o por varios
motivos distintos. Una paella es más vistosa cuando además de arroz hay pimientos
y guisantes y gambas salteadas por encima. A mis alumnos les hago experimentar
con texturas aleatorias a partir de un motivo elemental e incluso incoloro, un punto o
una línea, y les pido luego que mezclen dos motivos o tres y que introduzcan el
color. En diez años de profesor de Fundamentos de Diseño en la Escuela de Artes y
Oficios de Logroño, me he hecho con una colección verdaderamente impresionante
de texturas. Y de buenas texturas, diría yo, porque es un ejercicio en el que los
alumnos nunca me han decepcionado. También se puede mezclar un solo motivo a
dos o tres tamaños distintos. La editorial Gustavo Gili publicó en los años ochenta
los manuales de la Escuela de Artes Aplicadas de Basilea, con una serie de
ejercicios primerizos que pueden ser útiles para entender aquello de que venimos
hablando: “Procesos elementales de proyectación y configuración” Manfred Maier
ed GG Barcelona 1982.

Es interesante también el analizar los tipos de texturas que se han hecho


famosos en la historia, como los “cachemir” o los “arabescos”.

Gombrich hace una reflexión interesante (capítulo VI de El sentido del


Orden) sobre los motivos que se repiten: “la repetición devalúa el motivo mientras
que el aislamiento resalta su significado potencial”. Cierto es que en medio de una
masa de gente no somos nadie, así que los motivos de las texturas piden ser más
bien dibujitos estilizados o simplificados en términos geométricos, dando lugar a
unos “motivos ornamentales” que se han repetido con insistencia a lo largo de la
historia y de cuya investigación y evolución se ocupó Alois Riegl en el célebre
tratado de 1893 titulado “Problemas de estilo. Fundamentos para una historia de la
ornamentación” (ed esp GG Barcelona 1980.
En los orígenes del diseño moderno, según se han venido contando en este
siglo, los papeles pintados o “chintz” de William Morris tuvieron un papel destacado
(valga la reiteración) en tanto que simplificaciones de los motivos ornamentales.

A modo de bibliografía cabe decir que de Inglaterra han venido en las últimas
décadas no pocas recopilaciones de motivos ornamentales que se podían comprar a
muy buen precio en las tiendas VIPs. Con carácter más específico y local, uno se
puede hacer también con buenas colecciones de motivos ornamentales celtas, chinos
o aztecas, o con colecciones de papeles pintados de la secesión vienesa o del
modernismo. Y aunque el diseño ornamental cayó en desuso en nuestro siglo
también hay un libro inglés con sus últimas manifestaciones: “La ornamentación. De
la revolución Industrial a nuestros días” Stuart Durant 1986, v.e. Alianza Editorial,
Madrid 1991, aunque esas últimas manifestaciones no pasan de algunas texturas de
los años sesenta.
Una técnica muy interesante de creación de texturas aleatorias únicas es el del
papel jaspeado, hecho a base de mezclas caprichosas de colores que se entrecruzan o
aíslan gracias al simple principio de que el aceite y el agua no se mezclan.

Hay muchos manuales más o menos sencillos de esta técnica. El mío es la


“Guía Práctica del Papel Jaspeado” de Anne Chambers, ed Tellus Madrid 1986. Con
todo, lo más curioso del papel jaspeado es su utilización: se usaba como hoja interior
en las tapas de las encuadernaciones. Dado que el libro es uno de los primeros
objetos clónicos o producidos en serie, resulta muy significativo esa introducción
tras la portada de una hoja absolutamente exclusiva y distinta a cualquier otra.

Cuando les propongo a mis alumnos los ejercicios de texturas siempre les
aviso de que lo hagan en un papel más grande del formato en el que tienen que
entregarlo, porque de lo contrario la mano se les pararía en los bordes del papel
creando un efecto de acabamiento compositivo. La textura, por definición es una
superficie ilimitada, así que es mejor hacer más y luego cortar. Usamos todo tipo de
técnicas gráficas, soportes y mezclas, y en el último tramo del ejercicio también les
animo a realizar texturas “matéricas”. Algunos alumnos me preguntan si pueden
usar el ordenador, pero yo les sugiero que usen sus manos ya que las texturas
aleatorias deben tener siempre un carácter orgánico. El ordenador aparece como una
buena herramienta en el momento de diseñar texturas geométricas. En la base de una
textura geométrica siempre hay una “malla” que fija las posiciones de los motivos.
Uno de los trabajos creativos básicos en las texturas geométricas es jugar con las
propias mallas. Las mezclas de mallas ortogonales y bandas de colores dan como
resultado los tradicionales “tartán”. Los juegos de líneas sobre centros de las mallas
dan lugar a constelaciones geométricas de fabulosas estrellas en las que fueron
maestros los mudéjares españoles y en general, todo el mundo del islam. Los
motivos de las texturas geométricas pueden ser pequeños módulos que ocupen
posiciones especulares, simétricas, centradas etc., tema de un libro de título
equívoco que ha tenido más éxito del que se merece: “Fundamentos del diseño bi- y
tri-dimensional” de Wucius Wong ed GG, Barcelona 1979.

Ahora bien, una vez conocido el fenómeno de las texturas y sus innumerables
manifestaciones históricas como “ornamentos” es obligado preguntarse por su
hundimiento cultural acaecido en el siglo XX. Los incendiarios artículos de Adolf
Loos y de Le Corbusier en el primer cuarto del siglo pasado se llevaron por delante
no sólo los viejos lenguajes de la arquitectura y el buen color de la misma, sino que
en beneficio de unas formas puras y angelicales trataron de acallar también los
latidos de sus muros, de sus techos y de sus suelos. Los paramentos blancos y lisos,
primero, y las láminas incoloras de cristal, después, se convirtieron prácticamente en
los dos únicos vocablos de la arquitectura, haciendo lo imposible por ocultar la
natural tendencia de todos y cada uno de los elementos constructivos de la
arquitectura a expresar sus texturas. El tamaño de los edificios obliga a construirlos
a partir de pequeñas piezas, así que si hay una expresión artística donde la textura
cobra carta de naturaleza, esa es la arquitectura. Los romanos hicieron ya catálogo
de los diferentes tipos de adición de piedras y ladrillos: los famosos opus incertum,
opus qudratum, opus spicatum, etc.,
así como de sus posibles revestimientos mediante teselas y mosaicos. Pero la
variedad de piedras, la variedad de juntas entre ellas e incluso del tratamiento
superficial de las mismas (abujardado, labrado, grutesco, diamantino, etc,) fueron
multiplicando las posibilidades creativas y expresivas hasta el infinito. Y lo mismo
con los aparejos de ladrillo, donde la diversidad de sus formatos, de tueste, de la
anchura de juntas o del color de las arenas de los morteros, ofrecen un repertorio
riquísimo. Por no hablar de las maderas, que siempre han mostrado sus texturas
propias internas o las del arte de su ensamblaje mediante juntas o clavos. La
combinatoria de texturas siempre es un arte difícil, pero en España tenemos un todo
un tratado ejemplar en el Alhambra de Granada.

En las texturas constructivas es muy curioso notar las mezclas de texturas


aleatorias y geométricas: las tablas de una tarima siguen un patrón geométrico, pero
sus fibras son aleatorias. El empedrado aleatorio de un pavimento se ordena y ajusta
mediante mallas más regulares. El opus incertum se encaja entre tongadas regulares.
El opus cuadratum se abujarda según los aleatorios golpes de la maza del cantero, y
hasta los lisos paramentos de mortero se salpican espontáneamente o muestran las
huellas de la llana del albañil. La textura en la arquitectura contiene así la expresión
de los materiales de la naturaleza o la de las huellas de las manos del hombre que la
crean.

Pero las texturas aparecen en la arquitectura no sólo por la adición de


pequeñas piezas sino también por la repetición de elementos de mayor escala tales
como columnas, ventanas, pisos o columnas. La sucesión de estos elementos origina
paramentos o espacios de una calidad rítmica más que compositiva y hasta puede
perseguir la creación de sensaciones de infinitud arquitectónica, como por ejemplo
en la mezquita de Córdoba. A un nivel superior, la repetición de tipologías
arquitectónicas similares en manzanas regulares dan lugar a auténticas texturas
urbanas.

Ahora bien, si el propio ejercicio de la arquitectura ya ofrece texturas de la


forma más natural, la pregunta es por qué exagerarlas o por qué ocultarlas. A la luz
de los ciclos de la historia parece que el hombre ha oscilado una vez más entre uno y
otro extremo. La creación de ornamentos se produce en momentos de agotamiento
de la creatividad formal, mientras que cuando aparecen nuevas formas, se ocultan
las texturas para que no les hagan competencia. La oscilación entre la forma y la
textura es la misma oscilación humana entre su pertenencia a la tierra y sus
aspiraciones trascendentes.

Si en el epígrafe anterior hablábamos del “buen color” como signo de salud


que distingue los buenos edificios de los malos, concluiremos éste proponiendo al
observador, al crítico o al creador, no dejar nunca de prestar atención a su pulso
como indicador vital y como tercer elemento del alfabeto visual.
CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 4. Materia
Acerca de la materia -como diría Azúa de los colores- reina una confusión
general, ...y no sólo precisamente cuando se habla de pintura matérica... Frente a la
noble mirada que se dirige hacia el espíritu, la materia es “cosa mal vista”, esto es,
nunca ha estado bien mirar a la materia. Cabe recordar al respecto que la voz
“materialista” aún suena por estos lares como un insulto.
Pero aquí vamos a echar una mirada a la materia, o si no, por lo menos vamos a
tratar de “escucharla”. Observemos tres pilares de hierro: el primero, en la sala de
lectura de la vieja Biblioteca Nacional de París (Labrouste 1853), adopta las formas
de las columnas atenienses de piedra.

El segundo, en el portal de la casa Tasel en la rue Turín de Bruselas (Victor


Horta 1893), imita formas vegetales.
El tercero, en el pabellón de Barcelona (Mies van der Rohe 1929), se asemeja
peligrosamente a los vecinos marcos de carpintería.

¿Cuál de los tres obedece con mayor fidelidad a los principios y características
de la materia hierro? ¿cuál de los tres ha encontrado una forma más acorde con las
propiedades del hierro? ¿o acaso es muda la materia y no entra en contradicción con
la forma?
La contraposición entre forma y materia viene de lejos. Dice Aristóteles que la
materia es aquello con lo cual se hace algo, mientras que la forma es aquello que
determina la materia para ser algo, esto es, aquello por lo cual algo es lo que es
(Diccionario de Filosofía de J. Ferrater vol 1 pag 331). Resulta sorprendente una
definición así porque contra toda evidencia previa se deduce de ella que, sin la
forma, la materia no es (!), es decir, el hierro no es hasta que tiene una forma.
Dado el carácter fluido de la fundición, casi podríamos aceptar la definición
aristotélica, aunque hierro sería justamente esa fundición sin forma. Pero con la
piedra eso no pasa, porque la roca es anterior a la columna que de ella se modela y
en tanto que sólido visible y palpable ya posee forma antes de que el escultor la
trabaje.

Dice más adelante Ferrater que “la relación entre materia y forma puede ser
comparada con la relación entre potencia y acto y que mientras que la primera
relación materia-forma se aplica a la realidad en un sentido muy general y, por así
decirlo, estático, la relación potencia-acto se aplica a la realidad en estado de
devenir”. Una de dos entonces, o aceptamos que la materia no es por sí misma sin
forma, o aceptamos la locura que supone el devenir frente al ser (Severino). Asunto
complicado éste. Bien confuso, les decía.

Como con todo aquello que se nos resiste a una buena definición, la
investigación y enseñanza de los materiales se encamina entonces a su estudio
analítico, como si de anatomía o medicina forense se tratara. Descubrimos que cada
material que la naturaleza nos ofrece o que el ingenio del hombre ha sabido crear
mediante la mezcla física o química de varios de ellos, posee una estructura
molecular particular, un peso o una densidad mensurables, homogeneidad distinta,
resistencia al aplastamiento, cohesión interna, fragilidad, flexibilidad, resistencia a la
abrasión o al desgaste, adherencia superficial, penetrabilidad, inercia térmica,
conductibilidad etc. etc. propias y características, por no hablar de su color, su
textura, e incluso sus formas primarias (ese líquido en fundición o esa roca tosca).
Se confeccionan con ellos, bien clasificaciones fatigosísimas y áridas lecciones que
desaniman al más pintado (porque por lo general están escritas por peritos o
ingenieros industriales no muy duchos en el arte de la narración); o bien lujosos
catálogos de fabricantes y vendedores cuyas promesas de éxito con el uso de sus
productos empañan los pocos datos que ofrecen.

Ignacio de la Sota nos dijo en cierta ocasión en que conferenció en Logroño


sobre su edificio de Correos en León, que en su despacho de arquitectura se
estudiaban a fondo los catálogos de materiales, porque en ellos estaban contenidos
los genes de los edificios a construir. De la Sota decía pertenecer así a ese sector de
la mística moderna según el cual cada material pide una forma y sólo hay que
escucharlo con atención para que la dé. Es una secta que aún perdura y que ofrece
santos de tanto en tanto. El último y más afamado es el suizo Peter Zumthor, quien
al declararse ebanista en vez de arquitecto, entusiasma a la parroquia. Al más santo
de los santos de esta mística, Ignacio Paricio le dedicó un prudente articulito en la
revista A&V n 6 titulado “Tres observaciones inconvenientes sobre la construcción
en la obra americana de Mies” que no tiene desperdicio (bueno, sí, tiene uno, la
prudencia del autor, pero ese es un pago que siempre hace al éxito editorial de lo
políticamente correcto). Cuenta entre otras cosas que cuando parecía que el hierro
había encontrado su expresión formal más sincera en el perfil laminado, su más
afamado poeta lo sacaba del alma del edificio para mostrarlo como recurso
puramente decorativo en las fachadas

en uno de los episodios, digámoslo con las palabras que se merece, más ridículos y
bochornosos de la historia de la arquitectura, o por decirlo de otro modo, en la
demostración más palpable de la mentira sobre la que ésta se escribe.

Sigamos con Paricio ya que está aquí. Su habilidad narrativa, su sabiduría en


construcción y su muy estimable erudición, han dado a este país lo mejor que se
puede leer sobre la arquitectura desde la perspectiva de la materia. Ahora bien,
llevado de su facilidad para narrar y de su deseo de agradar (o de vender), sus textos
carecen de orden, y hasta a veces de hondura, porque para lo que aquí interesa, esto
es, la esencia de la materia entendida como uno de elementos del alfabeto visual de
la arquitectura, arranca siempre desde la práctica de la construcción y no de los
propios materiales. De los tres volúmenes que componen su obra capital, “La
construcción de la arquitectura” (ed ITC, Barcelona 1985), el primero de ellos,
referido a las Técnicas, es el mejor, mientras que el segundo, titulado precisamente
“los elementos” no nos sirve para una reflexión más profunda porque se organiza
sobre elementos constructivos y no sobre materiales.

Digo que el volumen de Paricio sobre las técnicas de manipulación de los


materiales es del mayor interés para nuestra comprensión de los materiales, porque
diríase que la esencia de un material está tan ligada a su forma como al proceso por
el que la alcanza.

Como yo no logro (ni quiero) separar los materiales de sus técnicas y de sus
formas, prefiero empezar a enseñarlos desde éstas últimas y así, pensados los
materiales en la perspectiva de elementos de un lenguaje de la imagen o, en
concreto, como piezas de la construcción de edificios los clasifico de una manera
muy elemental en materiales lineales, laminares y masas.

Por lo que se refiere a los materiales con forma predominantemente lineal, la


naturaleza es pródiga sobre todo en ramas y troncos, por lo que no es de extrañar
que el hombre haya entendido la construcción primitiva como un montaje de
elementos lineales;

o que la haya llevado hasta su máxima perfección como tratamiento escultórico de


esos elementos lineales y la configuración de un edificio a partir de la agrupación de
éstos.
Una agrupación de piezas lineales que, como diremos más adelante, aparece
como reflejo de la propia agrupación humana. No en vano el homo erectus tiene una
predominante componente lineal, como lineal es también la forma básica de los
huesos de su estructura esquelética.

Con forma laminar la naturaleza, sin embargo, ofrece elementos tan pequeños
que parecen poco propicios para la construcción de edificios. Los caparazones de los
moluscos, o todo lo más, los de las tortugas gigantes, las hojas de los árboles o los
huesos de nuestro cráneo son algunos de los pocos elementos laminares que la
naturaleza sabe hacer. El ingenio del hombre ha tenido que trabajar duro para
inventar y construir elementos laminares más grandes que, en un primer estadio
cubrieran su cuerpo, y en un segundo nivel, le dieran cobijo y protección. El palo, la
lanza o la espada son artilugios mucho más inmediatos que el escudo.

Claro que la propia superficie plana de la tierra ya se nos aparece como una
lámina sólida y acogedora, -sobre todo si salimos del mar o bajamos de las
montañas. Al acotar, limpiar o alisar un fragmento de esa superficie el hombre ya
puede exclamar que “tiene un suelo donde poder caerse muerto”, ya puede decir que
tiene una morada. El beduino también concibe la casa como un trozo de suelo, la
alfombra, que acota, limpia y alisa, la superficie de tierra sobre la que se extiende.
Siempre me ha resultado emotivo ver a los emigrantes musulmanes europeos bajarse
del coche con que cruzan España cada verano y hacer su casa de oración en los
parkings o cunetas más desoladores de nuestras carreteras y autopistas mediante el
sencillísimo procedimiento de extender una alfombrilla. El mantel del picnic inglés
sobre la hierba también consigue generar un elegante comedor. Hace ya muchos
años, en unas vacaciones pasadas en Grecia, yendo a pasar la noche al raso en un
saco de dormir, unos amigos me enseñaron a extender un plástico protector entre la
tierra y el saco. Conservo la experiencia como una gran lección de construcción.
Otro momento feliz de mi aprendizaje sobre los materiales laminares ocurrió
el día en que siendo niño visité con mi padre una serrería en la que desenrollaban
troncos de chopos como si fueran de papel. La transformación de un elemento
básicamente lineal en otro laminar me produjo viva emoción. También en la visita
que realizamos los alumnos de quinto curso de arquitectura a las fábricas de
Cristalería Española en Avilés, experimenté parecida sorpresa al ver salir de las
máquinas laminadoras una ancha e interminable superficie de vidrio.

La artificiosidad del proceso de obtención de los materiales laminares nos


aleja de una vez por todas de esa idea tan tonta que aún subsite en la crítica de
arquitectura del prestigio de los materiales “naturales”. Zumthor se reía de ello
cuando para explicar el encargo de hacer en madera natural el pabellón de Suiza en
la Expo de Hannover decía: ¿pero alguien sabe ya lo que es la madera natural?
(conferencia en Barcelona, Construmat 1998).

Por lo que respecta a los materiales en masa, por un lado, su presencia es


inmediata en las rocas, o fácilmente imaginada, bajo la superficie de la tierra. Pero
por otra parte, también es perceptible el proceso por el cual un líquido se convierte
en masa mediante la congelación, o una masa fluida de barro se endurece mediante
la desecación. El modelado, la excavación, el cambio de temperatura o el moldeado
son procesos o técnicas originarias de las masas y en ese sentido inherentes a ellas y
a sus formas.

Si uno ha tenido la suerte de ver un manto de lava líquida, verá a las propias
rocas tomar forma mediante su enfriamiento, mientras que para las metamórficas o
las sedimentarias tan sólo podrá imaginárselo. El espesor de los troncos de los
árboles también nos hace considerar a éstos como verdaderas masas cuya
transformación, al igual que en las rocas, se producirá mediante el corte y la talla
superficial.

Los metales son invenciones del fuego y del juego de temperaturas, así que en
primera instancia los entendemos como fluidos cuya forma se deriva del molde en
que se enfrían. En ese sentido el primer pilar de los aludidos al comienzo de este
capítulo sería el más lógico de los tres, pues claramente adopta la forma de un
molde. Ahora bien, evolucionada la invención y estudiado el material también
sabemos de su ductilidad y maleabilidad a temperaturas muy inferiores a la de
fundición, por lo que el trabajo de la forja será pronto consustancial a su esencia, y
de ahí que el segundo pilar obtenga su extravagante forma gracias precisamente a
esas características también extrañas del hierro. La homogeneidad del material, fruto
del control de producción, tiene que ver también con el afinado cálculo de sus
posibilidades de carga, así que los perfiles laminados encuentran su justificación en
las mismísimas matemáticas. Una vez más, Mies nos decepciona en el tercer pilar de
nuestras primeras preguntas, porque como todo calculista sabe, las formas
cruciformes de los pilares del pabellón de Barcelona, distan mucho de ser las
secciones óptimas de carga a compresión

y su complejidad tiene que ver más con la apariencia exterior o decorativa que con
ninguna otra cosa ninguna otra cosa. Para decir ante la sección de ese pilar que
“menos es más” y tragárselo sin pestañear hay que tener un fe a prueba de cualquier
razonamiento.

Las masas fluidas que se desecan pueden modelarse o moldearse e incluso


aumentar su dureza mediante la cocción. Pero en ambos casos el proceso entra en
contradicción con el espesor de la masa ya que la desecación o la cocción afectan de
distinta forma a la superficie exterior de la masa que a su interior. Resulta así que
tales materiales en masa tienen un límite dimensional tan reducido en espesor que
acaban por trabajarse como elementos laminares. La técnica del torno que ayuda a
que una masa de barro se modele como la lámina que conforma una vasija es otra de
las invenciones emotivas de la humanidad. Y no menor es el insuflado de aire sobre
la masa de vidrio incandescente que lo transforma en un material igualmente
laminar. Finalmente, el tendido de yeso o mortero de cemento sobre un paramento
es otra de las experiencias de aprendizaje inolvidables de la utilización laminar de
un material en masa (y nunca mejor dicho, pues al mortero de cemento en
construcción se le llama directamente, “masa”)

Pero a partir de esta primera aproximación a los materiales, técnicas y formas


que se nos ofrecen -digo una vez más-, de un modo conjunto e indisoluble,
constatamos que la construcción de edificios es empresa que excede del tamaño de
cualquiera de los materiales que la naturaleza nos ofrece. Sólo en su estadio
primitivo, el hombre excavó sus viviendas en la roca e hizo de ellas su casa. Así que
la adición, yuxtaposición, o articulación, el aparejado, en suma, de las pequeñas
piezas de un mismo material o de distintos materiales es la esencia del arte de la
construcción; y ahí me callo ante el trabajo de Paricio Ansuategui, reconozco su
sabiduría y recomiendo vivamente su lectura.

Ahora bien, una vez deleitados en su saber y perdidos en su desorden,


vuelven a aparecer otra vez una serie de preguntas fundamentales que los libros de
Paricio no abordan, y a los que el autor dedica tan sólo esporádicos artículos sueltos,
debido sin duda a lo escabroso del asunto. Véanse por ejemplo “Arquitectura High
Tech. Alta costura y alta competición” en Arquitectura Viva n 4 p 11, o el mucho
más equilibrista (cínico más bien) “Sant Jordi y la virtud. El Palau de Isozaki en
Montjuic” en Arquitectura Viva n 17. ¿Cuáles son los materiales sensatos a utilizar
en cada caso? ¿cuáles las técnicas apropiadas? ¿cuál es el grado de nobleza de un
material y cuáles son sus necesidades de recubrimiento? ¿tiene sentido usar piedra
arenisca de Salamanca para recubrir el Ayuntamiento de una ciudad como Logroño
cuya arquitectura monumental está levantada en la tradicional arenisca del lugar?
¿es un insulto a la piedra de Salamanca el mostrarla externamente descansando
sobre una capa de mortero de cemento pintado de blanco como si de un enlucido de
yeso se tratara?.

Dicho en términos de otra disciplina: ¿es coherente dar pinceladas matéricas


pintando con acuarela? ¿tienen sentido las veladuras en el óleo cuando esa es la
propiedad que define a la acuarela? etc. etc.
Cuenta Benévolo en la varias veces aquí celebrada Historia de la Arquitectura
del Renacimiento que Brunelleschi resolvió las reivindicaciones de aumento de
salario que los obreros de la Cúpula de Santa Maria del Fiori le plantearon por lo
duro y peligroso que era trabajar en ella, mediante el decimonónico procedimiento
del despido, reclamando para sí, con una soberbia sin precedentes, la
responsabilidad no sólo del proyecto sino de la ejecución hasta en sus más pequeños
detalles (p 56). La apropiación por parte del arquitecto de los saberes artesanales en
relación con los materiales y su puesta en obra, convierte la arquitectura en una tarea
jerarquizada en la que, cada vez, los escalones intermedios del proceso constructivo
tendrán menos que decir. Cuenta incluso Vasari que para continuar las obras de la
famosa cúpula, Brunelleschi llevó a la obra a diez lombardos, como si con eso diera
a entender que a partir de entonces los hombres fueran no sólo sustituibles sino
también transportables y susceptibles de desarraigo.

A partir de entonces los manuales de construcción rivalizarán con los de teoría


en el sustento básico de la formación del arquitecto y sólo la lenta evolución técnica
de los primeros hará que hasta bien entrado el siglo XIX no se produzca la crisis
entre una formación de arquitectos en la academia, otra en los politécnicos y otra
aún, en las nuevas escuelas de artes y oficios, dando lugar incluso a una
profesionalización diferente en cada caso. En España decimos con orgullo que
conseguimos mantener unidas las formaciones técnica y académica sin darnos
cuenta de que nos quedamos cojos de la tercera. En cualquier caso, desde
Brunelleschi en adelante el arquitecto irá asumiendo la responsabilidad material y no
sólo formal de la obra, una responsabilidad sobre el proceso constructivo que fue
posible, en un principio, gracias al escaso desarrollo de las técnicas y al suministro
local y artesanal de los propios materiales destinados a la obra.

Ahora bien, a partir de la producción industrial y masiva de los materiales de


construcción el panorama hubiera debido cambiar radicalmente. Se ha considerado
siempre a la construcción como un sistema reacio a los procesos de
industrialización, pero si bien eso es cierto en lo que respecta a la puesta en obra, no
lo es en cuanto a la producción de los propios materiales.

Mientras que la producción de pequeños materiales es industrial, seriada y


controlada en origen, la construcción es artesanal, compleja y aleatoria. (A finales de
siglo XX, siendo yo decano del Colegio de Arquitectos de La Rioja asistí en el
Consejo Superior de Colegios de Arquitectos de España a una interesante exposición
de las contradicciones a que habíamos llegado entre lo uno y lo otro. El decano
catalán Juan Mur le explicaba al Ministro de Fomento con un sencillo ejemplo la
ridícula situación que viven los arquitectos: mientras que la fábrica Roca garantizaba
los radiadores de una calefacción por dos años y el instalador se llamaba a andanas
una vez que cobraba, el arquitecto debía asumir por ley y de su bolsillo la
responsabilidad de su buen funcionamiento durante diez años. ¿Cómo aceptar que
un material sólo esté garantizado por tan breve plazo cuando la vocación de la
construcción es de una mayor durabilidad? ¿Cuál fue la garantía de las famosas
vigas con aluminosis?).

A esta y otras preguntas responde Christopher Alexander con una buena


batería de “patrones” que cierran su El Lenguaje. En el patrón 207, titulado “Buenos
materiales” leemos justamente que “en la sociedad industrial hay un conflicto básico
en relación con los materiales de construcción”. La solución de esa tensión pasa en
primer lugar por obvias consideraciones de tipo ecológico y por la coherencia entre
la naturaleza de los materiales y la naturaleza de la obra. Se exponen así los
siguientes criterios: “han de ser de escala pequeña, fáciles de preparar a pie de obra,
fáciles de trabajar sin ayuda de maquinaria gigantesca y costosa, fáciles de variar y
adaptar, lo bastante pesados para ser sólidos, duraderos o de conservación fácil, y al
mismo tiempo que no dificulten la construcción, no necesiten especialistas ni sean
costosos en mano de obra y puedan conseguirse por doquier a bajo coste; y además
han de ser biodegradables, bajos en consumo de energía y no basados en el gasto de
recursos no recuperables”.

Alexander distingue a continuación entre materiales de bulto, que pueden


constituir hasta un ochenta por ciento del volumen total de la obra, y los materiales
secundarios destinados a marcos, superficies y acabados. Analizados unos y otros
con los criterios de coherencia y ecología expuestos, Alexander parece descubrir las
virtudes de los hormigones ligeros para los primeros y propone el uso de la madera
para los segundos.

En el patrón Paredes blandas (n. 235) y en Ladrillo y baldosín blandos (n


238), exige que los edificios se hagan con materiales que se desgasten pues en
consonancia con lo que decíamos aquí en el epígrafe dedicado a la “firmitas”, la
durabilidad de un edificio no está en la dureza de sus materiales sino en la facilidad
del mantenimiento y reposición de sus piezas. Los materiales desgastables son una
vez más el espejo del hombre en la arquitectura y no el reflejo de las leyes técnicas y
económicas fruto de su locura.

La tensión entre un mundo industrializado, organizado desde las inexorables


leyes del crecimiento económico y desde la locura desatada por la técnica (me gusta
recordar aquí que el lema de la sociedad ilustrada de amigos del país de mi región
era el salvaje “Prosperarás extrayendo”), y el hombre como sujeto temporal,
imprevisible, y orgánico, parece producirse justamente en la construcción de su
habitat. El primer episodio de ese encontronazo entre hombre e industria se dio en la
segunda mitad del siglo XIX y la columna de Víctor Horta puede ser su cabal
ilustración: la arquitectura eligió un artesanado artístico que sólo podía costear un
burguesía enriquecida con la explotación obrera. En el segundo episodio, acaecido
tras la cruda lección de la Primera Guerra Mundial, los arquitectos se abrazaron a la
máquina con la misma sensatez que Nietzsche lo hizo con su caballo. En el tercero,
la contracultura del sesentayocho acrisoló la teoría de Alexander, que tan sólo unos
pocos años después ha quedado como una rareza dentro del vertiginoso proceso de
globalización económica y destrucción del planeta.

Hacer crítica de la arquitectura actual desde los criterios de este elemento del
alfabeto visual es lo más sencillo del mundo pero nadie escucha. Vemos poner
piedra de Salamanca en Logroño, vemos usar los materiales en masa como
materiales decorativos, vemos cortar y colocar el granito como si se tratara de
baldosín, vemos abusar del hierro y el aluminio y hasta del titanio, y vemos a la vez
dar premios de arquitectura a todo eso. Es justamente desde la perspectiva de los
materiales desde la que observamos lo lejos que parece estar la arquitectura actual
de la sensatez del hombre.
CAP 3. UN ALFABETO DE LA IMAGEN - 5. Proporción
Habiendo perdido la fe en la modernidad arquitectónica y por lo tanto, en la
arquitectura de mi época en general, en cierta ocasión planeé una visita a la célebre
capilla de Notre Dame en Le Rochamp, (Le Corbusier 1950-54).

Conocedor a través de innumerables fotografías de casi todos sus juegos


formales, texturas, colores y materiales, y ajeno por completo al interés polémico de
la obra en el contexto estilístico de la modernidad, mi única preocupación o el único
objetivo de la visita era percibir su tamaño y sus proporciones. Recuerdo
perfectamente las dudas que me asaltaban cuando subía la rampa peatonal que da
acceso al templo desde el parking inferior: ¿me encontraré con una ermita minúscula
o, por el contrario, asistiré a la contemplación de una escultura gigantona? Las
fotografías son un medio poco fiable para saberlo con antelación. Las más de ellas
se hacen sin personas y cuando las hay, los efectos de los angulares o de los
teleobjetivos producen distorsiones considerables. Por otra parte, al haber perdido la
arquitectura moderna cualquier lenguaje decorativo que funcione como
intermediario entre el edificio y el hombre, o que articule los volúmenes y los
espacios como el lenguaje clásico hiciera en otro tiempo, el único modo de
comprobar y sentir su tamaño y proporciones, es acercarse hasta él.

Confieso que me sentí conmovido. A lo largo de este libro o en muchos de


mis escritos suelo hacer mofa del histrionismo y los desvaríos teóricos de Le
Corbusier, pero a decir verdad, casi todos los edificios suyos que he visitado me han
causado si no emoción, si por lo menos una agradabilísima sensación espacial o
arquitectónica que, sin lugar a dudas, yo achaco a sus buenas proporciones. Le
Corbu fue un arquitecto insensato pero un mago de las medidas. Años después, lo
corroboré en la visita a la Casa La Roche-Jeanneret en Ateuil, París: las transiciones
espaciales entre las dimensiones de unos y otros espacios de la casa me parecieron
justamente el secreto de su éxito.
Sensaciones completamente opuestas he experimentado en no pocas
ocasiones y siempre para mi desventura en la arquitectura de mi maestro Moneo: la
estación de Atocha es seguramente uno de sus mayores despropósitos (véase mi
artículo “Las verdaderas fotos de la estación Atocha”, recogido en Una voz en un
Lugar), por no hablar del Aeropuerto de Sevilla, del Kursaal de San Sebastián o del
Ayuntamiento de mi ciudad). Otro ejemplo notable que me viene a la memoria es la
tan elogiada Casa Schroeder de Rietveld, en la que la falta de magia en la proporción
me desilusionó profundamente.

Pero volvamos a lo bueno. En otra ocasión viajé a Chicago con varios


profesores de la Escuela de Arquitectura del Vallés (recuerdo con poco entusiasmo
la compañía de Sanz Esquide o de Donato) y me reí de lo lindo al ver la cara de
tontos que ponían ante el tamaño de las famosas casas de la pradera. ¡Cielo santo,
qué pequeñitas y qué acogedoras son!, -decían (y decíamos todos)-, con lo grandotas
que nos las habíamos imaginado. Sanz Esquide tenía en prensa un libro en ed. Stylos
sobre Wright y yo me sentí especialmente alarmado acerca de lo que los catedráticos
universitarios pueden llegar a escribir sobre arquitectura. No recuerdo que nadie se
preguntase en voz alta por qué estábamos todos tan confundidos, ni que aventurasen
sugerencia alguna. Buenos son los profesores universitarios, -pensé entonces-; cómo
para ir regalando por ahí sus observaciones.

Lo de Le Corbusier podía ser explicable porque a falta de trabajo durante la


ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial anduvo obsesionado
con la idea de que la belleza reside en las proporciones y en la sección áurea, y hasta
dio en escribir un librito (El modulor) poco antes de construir Le Rochamp (1948)
con el que siendo yo estudiante (y creyente) perdí una buena cantidad de horas.
Wright, que yo sepa, no se aplicó nunca a una tarea similar, y sin embargo, poseía el
don de la proporción en el mismo y excepcional grado.

Por acabar con otra experiencia positiva diré que con relativa frecuencia se
puede comprobar también cómo las proporciones de la arquitectura popular están
siempre mucho más ajustadas que en la arquitectura de los arquitectos. La foto de
las dos casas en Las Cruces (Pontevedra) del volumen 1 de la colección de libros de
Carlos Flores (Arquitectura Popular Española ed Aguilar) me parece la mejor
demostración.

El uso del metro, el plano y la modulación parece que tienen la culpa.


Volveremos a ello después de un poco de erudición y de metáfora.

Explica Severino (La filosofía antigua, ed Ariel, Barcelona 1992) que


Pitágoras conduce el mundo del número al corazón de la filosofía. Frente a los
elementos matéricos que los primeros filósofos llamados “físicos” proponen como
“arché” o principio universal de todas las cosas, Pitágoras propone como arché a un
elemento conceptual y cuantitativo, el número, que en el fondo no es más que una
determinación particular. Por eso, para entender el alcance de su propuesta, hay que
tener en cuenta que, “al igual que el aire de Anaxímenes o que el agua de Tales no
son simples elementos físico-sensibles, el número de los pitagóricos -en cuanto
elemento de todas las cosas- no es un simple elemento matemático”. Para apoyar ese
salto, Filolao reafirma la naturaleza filosófica del número manifestando que
mientras que el “error” es hostil a la naturaleza del número, la “verdad” en cambio,
corresponde a esa naturaleza.

Dicho de otro modo, el anhelo de encontrar un principio que todo lo


fundamente y explique, y el prestigio que tiene el número en tanto que código de
entendimiento y de natural verdadero (como dice Filolao), lo mueven a convertirse
en Dios. De la humilde cuna de un lenguaje simplificado (que el propio Pitágoras se
encargó de desarrollar mediante la tabla de multiplicar, el sistema decimal y su
famoso teorema geométrico) salta a convertirse en la explicación de todo.

Además de ello, los pitagóricos encontraron que la armonía musical


dependía estrictamente de las relaciones métricas de la longitud de las cuerdas o de
los tubos de aire que hacían vibrar, así que indujeron que toda armonía y en especial
la relativa a las formas visuales, habría de tener un fundamento matemático. La geo-
metría, que por mis etimologías caseras ha de ser el estudio de las medidas de las
cosas que nos ofrece la tierra, pasará sin embargo a convertirse en arte de inventar
formas basadas en relaciones métricas y matemáticas.

Se atribuye a Polícleto el estudio de un canon de medidas del cuerpo humano


que correspondería a la definición de armonía o belleza. En el capítulo 2 de El
significado de las Artes Visuales de E. Panofsky 1995 (ed Alianza, Madrid 1987),
que lleva por título “La historia de la teoría de las proporciones humanas como
reflejo de la historia de los estilos”, puede leerse la evolución y el sentido de los
sucesivos cánones del cuerpo humano, arrancando desde antes de la antigüedad
clásica. Expone Panofsky que mientras los cánones egipcios tenían una utilidad
básicamente constructiva de las esculturas, el canon de Polícleto (según Crisipo), es
toda una definición de la belleza, que “no consiste en los elementos sino en la
proporción armoniosa de las partes” (p 84). La fuerza del canon del cuerpo humano
decae o reaparece históricamente en diversas culturas, como en la bizantina (Manual
del pintor del Monte Athos) o islámica (escritos de los Hermanos de la Pureza,
Arabia s IX y X), atraviesa tímidamente la Edad Media con algún intento de
esquematizaciones de carácter técnico (Villard de Honnecourt), para resucitar con la
fuerza de un postulado metafísico en el Renacimiento Toscano (Alberti y Leonardo)
y en los círculos neoplatónicos del Veneto. Durero, finalmente, “sucumbió a la
tentación de cultivar el estudio de las proporciones humanas como fin en sí mismo”
(op cit p 112) con un valor que según él mismo estimaba, era más instructivo que
práctico.

Por lo que a la arquitectura-decoración interesa, tras tantas y tantas


mediciones de los templos griegos, parece demostrado que en la génesis de los
lenguajes clásicos de la arquitectura, hay también un canon que relaciona la anchura
de las columnas con su altura, con la dimensión de los capiteles y las basas, con los
intercolumnios, con los arquitrabes, etc. etc. Vitrubio explica las relaciones métricas
de la columna jónica y los elementos de su jerga en el cap V del libro III, las del
orden dórico en el cap III del libro V, las del toscano en el cap. VII del libro V;
dejándose en el tintero las del corintio, de las que habla muy sucintamente en el
arranque del cap I del libro IV. Ante ese desorden y la pérdida de las láminas de su
tratado, no es de extrañar que todos los arquitectos del renacimiento iniciaran sus
estudios midiendo columnas, capiteles y arquitrabes hasta que Serlio primero o
Vignola después fijasen un par de canones, que por ser formulados a posteriori y no
como principios, nadie los debió tomar nunca como norma para sus proyectos por
mucho que se llamasen “órdenes”.

Al margen de columnas y órdenes, lo que sí interesa del Vitrubio es lo que


dice en el capítulo II del libro I, esto es, que además de orden, disposición y
distribución, la Arquitectura se compone de euritmia o proporción, siendo ésta “la
belleza o el grato aspecto que resulta de la disposición de todas las partes de la obra,
como consecuencia de la correspondencia entre la altura y la anchura de éstas con la
longitud, de modo que el conjunto tenga las proporciones debidas”.

Pero volvamos un poco al pensamiento. Con la irrupción en la escena histórica


de dioses mucho más novelescos que los arches griegos, la lista de los pensadores
que se acordaron del número pitagórico fueron bien pocos, y según se dice, tan sólo
se encuentran breves citas o referencias en San Agustín o Boecio (aunque de este
último he rastreado La Consolación de la Filosofía y no he encontrado nada). La
eclosión renacentista hizo cambiar las cosas y los tratados sobre las maravillas de las
proporciones o las armonías musicales se sucedieron unos a otros. Luca Paccioli
adquirió notable prestigio con la sección aúrea explicada en su tratado titulado La
Divina Proporción (ed esp Akal, Madrid 1987), y Francisco de Giorgi escribió un
extenso estudio sobre la Armonía del Universo que le valió ser llamado a consulta
por el dux Andrés Gritti para la realización del famoso informe sobre la armonía de
proporciones en la veneciana iglesia de San Francesco della Vigna.

La persuasión filosófica del número fue decayendo a partir de entonces con la


misma intensidad en que éste ascendía por asociación con la naciente Ciencia. Mira
por donde que cuatro siglos después cuando todos los otros principios, fundamentos
o dioses han muerto o caído en el olvido, y“ su epifanía más actual y clara es como
Dinero (...), no magmático y difuso, sino necesariamente contable”, el Dios de
nuestro tiempo “está tan regido por los números que, en su imperio más avanzado,
con los números mismos se confunde” (De Dios, Agustín García Calvo ed Lucina
1996 p 213).

Volviendo a la arquitectura-decoración y al punto de la eclosión toscana del


quatrocento, no podemos dejar en el tintero la tercera repetición de la belleza basada
en el número que hace Leon Battista Alberti en sus diez libros agrupados en De Re
Aedificatoria (primera edición en 1485). H. W. Kruft desmenuza con precisión
alemana sus contenidos en la Historia de la Teoría de la Arquitectura vol 1 cap 3, y
expone con claridad sus reflexiones sobre el número, la simetría y el concepto de
belleza, -que él prefiere llamar de la “justa medida”-, que es “una especie de
concordancia y una armonía de las partes con el todo”, para acabar diciendo que
dado que la arquitectura, por analogía con la naturaleza, se ha de manifestar en
infinitas formas, Alberti evita la dogmatización de sus leyes, a las que les atribuye el
valor de simples indicaciones para construir.

Según Benévolo (H de la Arq. del Renacimento volumen 1 página 675) en el


citado episodio de San Francesco della Vigna se abrió un debate arquitectónico en el
que se ponían en juego tres núcleos independientes de la disciplina: los tipos
distributivos, las relaciones matemáticas y el repertorio estilístico, y concluye que
Palladio lo resuelve unificándolos en su obra pero “inclinándose por el último de
ellos”. En la lectura que Kostoff hace del Palacio Chiericati (vol 2 p 833) abunda
aún en el interés de Palladio por las proporciones y las armonías musicales pero lo
que está claro es que Palladio en sus Cuatro Libros de Arquitectura no da demasiada
importancia al asunto de las proporciones y que en todo caso, no desarrolla ningún
sistemática.

A medida que la fe en las medidas de desvanece, los órdenes dan piruetas o se


retuercen, y los números se multiplican hasta el infinito en su boda con la Ciencia
(esa otra fe), la arquitectura-decoración inicia un lento y penoso camino hacia su
extinción. Caída en el descrédito con todos sus ropajes históricos aparece en Francia
una estridente voz diciendo que la nueva arquitectura es la del número, esto es, la de
los ingenieros, y en una temporada sin trabajo por la ocupación alemana de Francia
(ya lo hemos dicho) se dedica a hacer un nuevo metro basado en las dimensiones de
un francés de talla media y en la sección aurea de Paccioli (aunque sin citarlo para
nada). El Modulor de Le Corbusier, que así se llaman el libro y la voz estridente,
arranca de unas imágenes de la Historia de la Arquitectura de Auguste Choisy en la
que con cierta desfachatez se buscaban trazados reguladores y relaciones
geométricas sobre imprecisas fotografías.

Ya que Le Corbusier no podía aplicar sus relaciones métricas sobre un


lenguaje decorativo dio en relacionar sus medidas del cuerpo humano con las alturas
o anchuras de las habitaciones o con las modulaciones de las ventanas, en un grado
de arbitrariedad que sólo un ingenuo estudiante como yo pudo aguantar durante algo
más de un mes su estudio detenido y la fe de sus principios. No creo que ni el mismo
Le Corbusier se acordase del modulor cuando ideó las caprichosas formas de la
capilla de Le Rochamp, ni creo que nadie pueda relacionar lo uno con lo otro, pero
lo que sí es cierto, como decía al principio, es que sus proporciones resultan
francamente emotivas.

Acaba aquí mi erudición y vuelvo a mi tesis: aunque el número haya sido


durante no pocas ocasiones un mito de la belleza y aunque el número sea
definitivamente el soporte de conocimiento científico y de la técnica aniquiladora a
él asociada, al margen de lo uno y lo otro, o alejados de ello decididamente,
propongo aquí considerarlo como el quinto elemento que participa del alfabeto de la
imagen de las cosas y del arte de la arquitectura. Un número mucho más
domesticado, evolucionado y cargado de historias, al que nos podemos acercar
desde otros conceptos próximos a él.

Por lo que a la arquitectura se refiere, los problemas del tamaño o del límite
me parecen hoy en día de la mayor importancia. En su semejanza con la naturaleza,
la referencia inexcusable es la observación de Galileo sobre el límite del tamaño de
las cosas según el principio de la similitud formulado por Arquímedes. D’Arcy
Thompson lo expuso con gran amenidad en su obra Sobre el Crecimiento y la
Forma, 1917 (ed. esp. ed H. Blume, Madrid 1980) y Enrico Tedeschi incluyó un
didáctico gráfico en su Teoría de la Arquitectura aplicado a las formas estructurales.

Ahora bien, en ambos casos se trata de límites matemáticos o internos y no de


límites externos impuestos desde otros principios humanos. ¿Puede un criterio de
belleza o de sensatez imponer límites al tamaño de las cosas?

El arquitecto municipal de Hilversum, Williem Marinus Dudock hizo votos


para que su ciudad, a la que trató siempre como una creación artística, no creciese
más allá de los cien mil habitantes. El tiempo parece por ahora respetarle en cierta
medida, aunque el carácter disperso y abierto al territorio de su urbanismo parece no
comulgar con la noción de límite. Christopher Alexander sí que habla, sin embargo
de límites claros para el tamaño de los entes urbanos: en el patrón número 12 de El
Lenguaje, sostiene que las comunidades vecinales deben situarse en una magnitud
de entre 5.000 y 10.000, (da una cifra media de 7.000), porque sólo así quedan
garantizados los vínculos entre el hombre de la calle y sus representantes electos o
las relaciones vecinales de todos ellos. En comunidades de más tamaño, sigue
Alexander, se deberían establecer divisiones y límites geográficos reconocibles para
reconducir su configuración hacia ese tipo de población ideal.
Por otra parte, Alexander establece también un límite para la altura de los
edificios en cuatro plantas (patrón 21) porque a partir de esa altura se pierde la
conexión entre los pisos y las calles donde se sitúan y esa pérdida de relación
convierte al edificio en un mundo cerrado en sí mismo y ajeno al lugar y la ciudad.

Nótese que estas dos limitaciones están enunciando todo un modelo de ciudad
basado en las relaciones entre las calles y los edificios y en las relaciones de
vecindad. La agrupación o construcción humana que no cumpla esos requisitos
debería dejar de llamarse ciudad.

También los edificios, aunque no tengan más de cuatro plantas pueden


convertirse en inhumanos cuando son gigantes y monolíticos de modo que cualquier
gran edificación debería fragmentarse en un“complejo de edificios” (patrón 95), en
el que cada uno de ellos pudiera expresar su diferente carácter.

Aunque no se trate propiamente de un edificio sino de un artefacto,


monumento o gigante bibelot, la perdida batalla sobre la no construcción de la Torre
Eiffel marcó un hito en la historia de la humanidad. En la Historia de la Arquitectura
Moderna, Benévolo ilustra el episodio con un excelente fotografía

en la que el contraste entre el chisme y la ciudad amable no pueden ser más


elocuentes. Leconte de Lisle, Zola o Maupassant, firmantes del manifiesto contra la
erección de la torre quedarían para la historia como figuras retrógradas y
antiprogresistas, pero a mi juicio, más por los argumentos con que se opusieron a la
torre que por la toma de partido en contra de su construcción. Vistos los hechos con
cierta perspectiva, lo trágico es que un acontecimiento que pudiera haber sido
admitido como una licencia festiva ligada a una feria efímera, se haya convertido en
el símbolo de la esa ciudad gigante que no merece el nombre de ciudad. La
conurbación del París del siglo XXI ya la ha dejado pequeña y la línea entre el París
que pudo representar y el actual ha quedado desdibujada. Hay que aceptar que en la
actualidad ya no es más que un bibelot para los turistas. O un cuento, o un juego
salido de la imaginación, como las aventuras de Gulliver, o como la exposición de
Paul Ritter en 1959 The children eye view en la que se construye una casa
aumentándola proporcionalmente en la relación de tamaño entre un niño y un adulto
para que los adultos podamos volver a ver el tamaño de sus muebles y enseres con
los ojos de un niño.

Divertimentos que se adaptan muy bien al lenguaje cinematográfico y que


nos han permitido hacer viajes por el interior del cuerpo humano (El chip
prodigioso) o estar perdidos en el césped del jardín entre hojas de hierba gigantescas
(Cariño, he encogido a los niños).

Sobre la fascinación que los grandes edificios ejercen sobre mentes pueriles o
las reflexiones que desencadenan en mentes no tan pueriles (Worringer, Azúa,
Kostoff) , puede verse mi articulito “Grandes Edificios de la Humanidad” en El
retablo de Ambasaguas ed COAR 1999). Sobre la carrera de los records en los
rascacielos o sobre obras colosales salen un ciento de artículos cada año que cabe
clasificar en la carpeta de curiosidades, anomalías o monstruosidades pero no en la
de arquitectura.

En los ataques terroristas del 11 de septiembre del 2001 resulta curioso


observar cómo en la mentalidad popular ha quedado grabada con mucha mayor
fuerza la destrucción de las torres gemelas que el ataque directo al Pentágono,
cuando el significado militar de este último atentado excede con mucho al de Nueva
York. Si el gigantismo es expresión de un poder acumulado y mensurable, parece
claro que la expresión del poder del capital, expresado en el número de plantas que
se elevan una sobre otra hacia el cielo, ha dejado atrás al de los centros
institucionales, que en el caso americano se ofrece mediante un enorme pero bajo
edificio monolítico con una extravagante forma geométrica. Si para sacar alguna
lección sirviera el lamentable acontecimiento terrorista del primer septiembre del
siglo XXI, ese sería que la caída del poder del número ha sido mucho más rotunda
que la del institucional y que mientras el edificio de éste se reconstruye, las torres
gemelas parecen irremplazables.

Pero dejemos la macroescala y la anécdota para volver a la arquitectura y la


ciudad no sin antes recordar que todo lo que exceda de diez mil habitantes no es
ciudad y todo lo que se eleve más de cuatro plantas o todo edificio que crezca
indefinidamente sobre una simple forma sin diversificarse no es arquitectura. Eso es
lo que debería enseñarse no sólo en las escuelas de arquitectura sino en las escuelas
de todo el mundo. Todo lo que sobrepase esas cantidades pertenece a la religión del
número o a la de la acumulación de poder; materia religiosa y no arquitectónica.

Los consejos dimensionales de Alexander sobre lo propiamente llamado


ciudad o arquitectura aparecen a lo largo de su manual de patrones. Alexander no
plantea nunca la contradicción entre ciudad y automóvil, y por ello trata de hacerlo
compatible con medidas tales como el nueve por ciento de aparcamiento (patrón 22)
o aparcamientos pequeños (patrón 103). Respecto a la construcción de los edificios
da una serie de normas de tamaño bien claras: muros gruesos (patrón 197) y en
consecuencia, mochetas profundas (patrón 223), y columnas tan gruesas como para
que sean capaces de crear lugares-columna (patrón 226). Acerca de los balcones
exige que tengan un mínimo de 1,80 m (patrón 167) para que puedan convertirse en
habitaciones exteriores (patrón 163). Pide que los pasillos sean cortos (patrón 132),
para no dejar nunca que la arquitectura ceda a la tentación de la adición indefinida,
que los lugares de reunión sean pequeños (patrón 151), que las alturas de los techos
varíen en función de su tamaño en planta, su uso o su posición respecto otros
espacios (patrón 190) o que haya estantes a la altura de la cintura.

Los entrepaños pequeños (patrón 239) es un patrón curioso que establece un


nivel intermedio entre nuestra pequeñez y la amplitud del panorama que siempre
ofrece una ventana. Cada vez que mis alumnos de decoración proyectan un
escaparate tienen la tendencia de resolverlo con una gigantesca luna acristalada sin
darse cuenta que los entrepaños son el mejor encuadre para diferenciar los productos
que el escaparate exhibe.

Pero el patrón más curioso en que Alexander reflexiona sobre el tamaño de las
piezas de la arquitectura, es sin duda el número 240, que lleva por título Chambrana
de 1,25 cms. Se cuenta en él que los saltos de escala de un ambiente orgánico y
amable no han de producirse nunca en proporciones de 1 a 5 o como mucho de 1 a
10: las relaciones de las ramas con los troncos, de los dedos con la mano, de la mano
con el brazo, etc.

Y que en si en el nivel más pequeño de percepción sobre el grano o la fibra de


los materiales estamos en torno a 1 mm. y las imperfecciones admisibles de los
materiales para una economía sensata estaría en el orden de 1,25 cm, las chambranas
que resolvieran las juntas o las ocultasen deberían estar en esa dimensión y no en
anchuras mayores y más artificiosas. La síntesis entre economía de la construcción,
naturaleza de los materiales y razón de los elementos decorativos que los articulan
es el mejor alegato contra una arquitectura cristalina y minimalista que una vez más
responde a la mítica del número de la perfección y no a los principios o a la
naturaleza de los elementos constitutivos de la arquitectura que hemos tratado hasta
aquí.

En cualquier caso, la recomendación más profunda sobre las proporciones no


está en El Lenguaje sino en El Modo, y no hace referencia a los tamaños de las cosas
sino al método en que éstas son creadas. Según se desprende de la furibunda crítica
de la arquitectura miesiana contenida en el capítulo 13 (La ruptura del lenguaje) y
del sistema de construir sugerido en el capítulo 21, el uso del dibujo, del metro y de
la modulación son los peores enemigos de una arquitectura proporcionada.
Alexander desconfía del número como arché de la arquitectura, y de la modulación
geométrica como red o alma del tamaño de las multiplicidad de piezas que
conforman una construcción, y en eso es fácil estar de acuerdo Lo que ya parece
sorprendente es que desconfíe del uso de los planos cuando parece claro que el
manejo de la escala es una destreza que cualquier alumno puede adquirir en un
aprendizaje normal de escuela. Si de economía hablamos, los planos ordenan y
coordinan con eficacia el posterior proceso de construcción y creo que su negación
es uno de esos puntos negros en los que Alexander ha actuado más como predicador
que como hombre de probada sensatez.
CAP 4. VOCABULARIO BÁSICO - 1. Jergas, modismos y
diccionarios
Según parece, toda especialización profesional conlleva el uso de una jerga
iniciática (slang) y el manejo de un vocabulario lo más ininteligible posible para los
ajenos a la misma. Los abogados y los médicos saben mucho de eso pero
desgraciadamente para ellos su slang es técnico y por lo tanto está muy lejos de la
profundidad del gran problema del habitat del hombre en la tierra.

Por lo que a la dicción respecta sería muy interesante para la cultura


arquitectónica de este país rastrear el origen de las poses, amaneramiento y
afectación con que Rafael Moneo cautivaba (o irritaba) en sus clases a los jóvenes
estudiantes de arquitectura. Yo fui entonces de los cautivados (cautivos), pero
también he de decir que casi treinta años después volví a escuchar a Moneo disertar
sobre arquitectura en mi ciudad y tuve que ausentarme de la sala a los diez minutos
para aliviar las nauseas que semejante modo de hablar me producía. Seguramente
Moneo lo aprendió de alguien que yo desconozco, pero sea como fuere, su mérito, y
en consecuencia, su extraordinario éxito personal, se debe al gran perfeccionamiento
teatral con que lo ejecuta. Unidas la jerga y la fama en su persona, el efecto en las
almas cándidas es devastador. Quienes tienen la “suerte” de escucharle aunque no
entiendan nada salen por lo común tan arrebatados (embobados) como si un gran
actor o actriz de Hollywood les hubiera mirado fijamente a los ojos. Así de
fascinante es el lenguaje especializado y su puesta en escena.

Pero dejo el teatro y el artificio retórico nada más apuntarlo, y no por falta de
interés del tema, sino por desconocimiento mío en urdir un capítulo con unos
cuantos buenos datos y argumentos en torno a ello. Y lo dejo, por tanto, no sin decir
que otros críticos o autores con “más mundo” deberían acometerlo. Desde la soledad
del provincianismo en que vivo instalado todo lo más que puedo hacer es tratar del
vocabulario arquitectónico.

Llegados a cierta edad o a cierto nivel de conocimiento, empezamos a


comprar diccionarios. Al principio lo hacemos con un fin utilitario, conocer el
significado de una nueva palabra encontrada en un texto o traducirla de otro idioma;
pero más allá de la utilidad pronto empezamos a comprar diccionarios por mero afán
de conocimiento, por coleccionismo de palabras y hasta por miedo a la ignorancia.
La humanidad -por lo que respecta al sector llamado occidente- también llegó a esa
edad en el siglo XVIII y del manejo de diccionarios útiles saltó a la elaboración de
monumentales enciclopedias.

Por lo general, los diccionarios de arquitectura no dieron paso a


enciclopedias porque por medio se metieron copiosas historias que prefirieron
ordenar el saber arquitectónico por siglos en lugar de hacerlo por orden alfabético.
Aún así un buen diccionario enciclopédico que tiene de todo es el realizado (o
dirigido) por Pevsner, Fleming y Honour en el año 1975, ed. esp Alianza, Madrid
1980. Diccionarios de términos arquitectónicos hay más. En esta región ha corrido
mucho el realizado por Fatás y Borrás en 1970 para la Facultad de Filosofía y Letras
de Zaragoza, editado luego por varias y distintas marcas editoriales (la mía es de
Guara editorial 1980; a partir de 1988 apareció en Alianza y desde entonces saca una
edición casi por año así que parece que su éxito supera con creces su calidad). No
siempre los grandes diccionarios son más útiles que los pequeños, así que muy útil y
manejable es el “Diccionario manual ilustrado de Arquitectura” de Ware y Beatty,
ed esp en GG, Barcelona 1972, que hasta tiene un anexo de vocabulario inglés-
español. El reciente “Léxico de Arte” de Rosina Lajo con dibujos de José Surroca,
ed Akal 2001 no está mal y aporta un poquito de etimologías.

Los arquitectos, en tanto que autores de las arquitecturas, son más fáciles de
ordenar y localizar por orden alfabético, así que no faltan diccionarios
confeccionados por ese método. GG editó en español uno de origen francés
realizado bajo la dirección de Robert Maillard en 1967, que según parece es parte de
un diccionario universal más ambicioso de “arte y artistas”. Además de diccionarios
de términos arquitectónicos, de arquitectos y de enciclopedias, el saber
fragmentario en arquitectura está contenido en las innumerables guías de
arquitectura que cada ciudad del mundo edita de tanto en tanto (¡hasta Logroño tiene
una Guía de Arquitectura!).

En mi modesta biblioteca también encuentro un “Atlas” de arquitectura de


origen alemán que quiere tener de todo y en el que por tanto es imposible encontrar
nada pero que da gusto ojear por lo didáctico de los dibujitos y por el aire tan serio
de los textos. Lo editó en español Alianza, Madrid 1984.

Referido a la arquitectura desde 1851 a los años setenta del s XX, GG editó el
“Diccionario ilustrado de la Arquitectura Contemporánea” dirigido por Gerd Hatje,
formado por articulitos de una pléyade de “expertos” de todo el mundo (lo hemos
citado en el capítulo sin mucho entusiasmo en el cap 2 al hablar de funcionalismo).
Hace casi veinte años que no compro diccionarios por lo que el panorama editorial
que acabo de ofrecer estará ya bastante anticuado, y los más recientes que he citado
ni siquiera me he molestado en comprarlos.

Sólo una novedad está presente en mi librería y es el Diccionario de


Arquitectura y Construcción de Ignacio Paricio, ed bisagra 1999. Organizado de un
modo juguetón y vertebrado a partir de la nostalgia por la pérdida de vocabulario en
los actuales profesionales de la arquitectura, es más un libro de “autor” que un
diccionario, y a pesar de las simpatías que me merece por ello, también lo veo como
una pieza más del boom de ventas del autor y su consecuente espiral de
superficialidad, -asunto que obviamente aminora mi simpatía. Con todo, y entrando
en la materia del libro en sí, dos cosas me sorprenden notablemente: una es la
desconexión con el lenguaje clásico de la arquitectura, y otra, la falta de
homogeneidad en el lenguaje popular. La segunda es un dato que se podía
sospechar, pero la primera es un error imperdonable del autor porque el mejor modo
de poner orden en el lenguaje popular es organizar con seriedad un vocabulario
culto. De ese modo, por ejemplo, sería obligado decir que el verduguillo (pag 103)
es la moldura de media caña, y después ya podríamos divagar tranquilamente sobre
el curioso y dramático origen de esa palabra popular. Está muy bien que mencione la
palabra zapata en su vieja colocación “entre el pie derecho o columna y la viga que
se apoya en ellos”, pero resulta extremadamente ridículo que para nada la asocie
con el capitel, ni mencione dicha palabra. Sospecho que todo ello arranca de un
pánico originario a hablar en “latín” que es como Summerson llama al “Lenguaje
clásico de la arquitectura”. En algún momento de la historia al lenguaje clásico se le
tomó como lenguaje decorativo y como lo decorativo estaba proscrito, de ahí el
terror a usarlo.

Lo que he podido comprobar hojeando uno a uno los diccionarios que he


mencionado más arriba es que no sólo se ha perdido el vocabulario popular sino el
mucho más canónico latín, y que a la hora de mencionar las partes de los órdenes
clásicos y sus molduras no todo está tan asentado como uno se imagina. ¿Es el
astrágalo una moldura en forma de bocel o es una parte concreta del capitel?¿Si el
astrágalo es una parte del capitel, cómo es que aparece también en la cornisa?¿Es el
astrágalo un toro puesto en la parte superior de la columna o es allí un baquetón? (f
4.01, 02 y 03) ¿y por qué nadie explica qué es el acanto, el más famoso de los
motivos ornamentales cuya planta es prácticamente desconocida entre nosotros?
El Maria Moliner dice que el acanto es el cardo, pero se equivoca bastante y
nos deja con la preocupación de que hay que tener precaución hasta con los buenos
diccionarios. Dos profesoras de mi escuela de Arte aficionadas a las plantas me
dicen con precisión donde han visto las dos únicas plantas de acanto en La Rioja.
Mientras voy a verlas, echo un vistazo al estupendo “Manual de Ornamentación” de
F.S. Meyer (GG México 1999) y descubro lo que va de la hoja de acanto dibujada de
forma natural a la forma estilizada por griegos y romanos.
Resuelvo con esfuerzo mi última pregunta pero desafortunadamente para las
otras y para muchísimas otras más que hubiera podido hacer ni el María Moliner ni
el Diccionario de la Real Academia me dan la solución: astrágalo, lo mismo es un
“anillo” que una “moldura”, que una “pieza”, por lo que deduzco que ni en latín nos
podemos entender.

Las palabras son abiertas y sus límites imprecisos, pero entre unas y otras hay
diferencias de concreción: “vegetal” es palabra que abarca mucho más que “árbol” y
a su vez, “árbol” es mucho más amplia que “olivo”, y dentro de “olivo” aún
aparecen “acebucheno”, “arbequín”, “manzanillo” y alguno más que no recuerdo.
Entre muro y pared, sin embargo, la diferencia no está tan clara. Según el M.
Moliner muro alude a construcción y pared al límite de un espacio.
Sólo tabique aparece con un significado algo más claro: “pared delgada”, esto es,
sin funciones estructurales, por lo que de tenerlas recurriríamos más bien al muro
que a la pared. A veces la concreción les llega a las palabras por el “apellido”:
“muro de carga”, “muro pantalla o de contención”, pero también les puede
sobrevenir su sinsentido: por ejemplo, el mismo M. Moliner menciona a los
“tabiques de carga”. En cálculo de estructuras se enseña que las vigas pueden ser
verticales (pilares), u horizontales (jácenas), aunque en el uso común (y en el
Moliner) las vigas son siempre horizontales. En uno de los diccionarios
mencionados se dice que los pilares son más robustos que las columnas y de forma
no necesariamente circular. En otro se vincula el uso de la palabra columna a su
pertenencia a un orden clásico, así que todas esas columnas modernas cilíndricas de
hormigón no merecen ese nombre. Pero la columna ática (M. Moliner) es
precisamente la que se define por ser aislada y con base cuadrada (!). Uno había
acudido a los diccionarios para fijar su saber y huir de la ignorancia y ya ven que
pasa...

Contra la indeterminación de las palabras surge el lenguaje científico y


matemático, donde más es más y menos es menos. Pues bien, el más célebre lema de
la arquitectura del siglo XX dio en jugar con esas palabras enunciando que “menos
es más”. En un artículo que envié a la revista Diseño Interior y que después de más
de un año aún no me han publicado (“Menos es menos”) jugué a poner apellidos a
estos términos a ver si así conseguía desentrañar el célebre frontispicio moderno.
(Ya lo publicaré en alguna otra parte).

Eduardo Gil Bera, escritor navarro al que ya he citado varias veces, explicaba
en un magnífico artículo titulado “Poesía, el lenguaje a ti debido” (rev. Archipiélago
n 37) que contrariamente a lo que comúnmente se cree, “todas las lenguas sufren
con el tiempo una decadencia fonética y una pérdida de su capacidad para matizar
y concretar, (...) se erosionan en el sentido de una pérdida de vocabulario tendiendo
a ser más abstractas, simples y pobres (...). En una lengua antigua se podían
expresar, en un verbo, en una palabra, matices de subjetividad que, en una
moderna, necesitarían parrafadas dilatadas, y, aún así, no alcanzarían la precisión
antigua”. También dice que es la poesía la que “es, primero, autora y, luego,
víctima de la progresiva simplificación del lenguaje(...); un texto no aporta ni
enriquece tanto como empiedra, traba y fija de manera letal”.Veamos: columna es
un pilar de sección circular dentro de un orden arquitectónico. Al mismo nivel de
definición, columna es cada una de las partes en que se divide verticalmente una
página impresa, la porción de líquido contenida dentro de un tubo o el bafle de un
equipo de música. Pero si la poetizamos un poco, la columna o el pilar (y aquí tanto
da una que otra) de una institución lo mismo es una persona, un acontecimiento o
una ley.

Frente a los diccionarios de definiciones se editan con mucho éxito


últimamente los de uso actual (como el reciente de Seco, Andrés y Ramos, ed
Aguilar 2000) donde las palabras aparecen insertas en frases escritas o dichas por
algún prócer o literato otorgándole así cierta autoridad a su utilización y significado.
Otro tipo de diccionarios muy frecuente en estos tiempos de erosión del lenguaje y
feroz producción editorial (y por tanto empedradora del mismo al decir de Gil Bera)
es aquél en el que se pone una palabra (llámese entonces voz o entrada) y luego se
hace una disertación más o menos próxima o intencionada sobre la misma. El
Diccionario de las Artes de Félix de Azúa al que constantemente aludimos en este
libro sería de esta condición. A años luz de su calidad, ed Celeste ha editado
(Madrid 2000) “72 voces para un diccionario de Arquitectura Teórica” del tan
voluntarioso como soso Joaquín Arnau.

Hecho este pesado repaso y visto lo confusas, desconocidas, agotadas o


abiertas que están las palabras tanto muertas como al uso en arte, arquitectura,
construcción y decoración, recordamos que los libros de Alexander nos proponían
un “lenguaje”. No era de palabras sino de “patrones”, pero inevitablemente cada uno
de ellos estaba formulado en un conciso título compuesto por palabras. El
vocabulario de Un Lenguaje tiene en concreto 253 de esos títulos. Muchos no nos
dicen nada (Centro Sanitario, Casas alineadas, etc) pero hay unos cuantos, cuya
fuerza poética es tal que, a mi juicio, se convierten en auténticamente fundacionales
de un nuevo vocabulario en arquitectura. Son títulos de dos o tres palabras tales
como:

Vecindad identificable
Límite de vecindades
Lugares sagrados
Acceso al agua
Ciclo vital
Traseras tranquilas
Baile en la calle
El colmado de la esquina
Posada
Transición en la entrada
Asientos escalera
Dominio de la pareja
Cocina rural
Casita de adolescentes
Escaleras exteriores
Habitación exterior
Abrirse a la calle
Lugares árbol
Banco de jardín
Tapias de jardín
Gabinetes
Lugar ventana
Círculo de asientos
Muros gruesos
Armarios entre habitaciones
Asientos empotrados
Lugar secreto
Lugar columna
Banco ante la puerta
Luz filtrada
Banco corrido
Asientos diferentes
Y algunos otros ya citados en los capítulos anteriores.
No hay en este vocabulario ni una sola palabra rara con aires de jerga y sí una
infinidad de sugerencias y de ejemplos que asocian a estas palabras lugares con vida
o arquitecturas felices. De un tiempo a esta parte colecciono fotografías que dan fe
de cada uno de estos nuevos vocablos arquitectónicos y en algún momento he
llegado a pensar que esa colección pudiera constituir la mejor de mis tesis
doctorales, o si se quiere, un nuevo diccionario ilustrado de arquitectura. Pero es un
trabajo muy pesado que dejo para más adelante o quizás para la jubilación.
Por mi parte, también he inventado algún vocablo nuevo como

Mesa en el centro de la cocina

Tren de asientos en un bar


Fregadero bajo la ventana
Televisor enfrente del sofá, etc
que podría muy bien incorporar a un diccionario así.

Algunos de los vocablos de Alexander aparecen tal cual en un reciente librito


titulado “Casa Collage” (ed GG 2001) de los profesores de arquitectura catalanes
Monteys y Fuertes, sin citar más que de pasada y una sola vez los libros de
Alexander. Se ve que el santoral y la erudición tiran mucho más en los ámbitos
académicos y por eso les sale al final una “casa collage” en vez de una “casa
integral”. Pero bueno, algo es algo.

El hombre busca la inmutabilidad en la palabra. Al más ambicioso de los


inmutables con los que el hombre ha buscado defenderse contra el devenir, se le
llamó Dios, el Verbo, o la Palabra. Severino dice que con los inmutables tratamos de
defendernos del devenir (“La tendencia fundamental de nuestro tiempo”), pero el
dominio y uso de la palabra ha sido siempre el arma sobre la que se ha asentado todo
poder aniquilador. “La voluntad de poder está destinada a destruir la voluntad de
verdad y todos los inmutables evocados por ella” (pag 58). Las mismas palabras
fundadas por la voluntad de verdad son usadas por lo más hábiles en su voluntad de
poder. Lo mencionaba en el arranque de este capítulo. De no distinguir entre lo uno
y lo otro es fácil preferir el silencio, el olvido y la erosión del lenguaje antes que el
duro trabajo de su modelado y fundición (fundación). Algunos desahuciados por
esas editoriales que prefieren lo políticamente correcto aún optamos por lo segundo.
Y así nos va.
CAP 4. VOCABULARIO BÁSICO - 2. El espacio y la
columna
Si entre todo el vocabulario de la arquitectura hubiera que elegir dos palabras
que necesitaran de definición y refundación, sin duda alguna que las preferidas
serían el espacio y la columna. Por mi parte, sin embargo, yo elegiría tres en vez de
dos para rescatar así una palabra no sólo erosionada sino incluso proscrita:
“decoración”. Es por eso que pongo las dos primeras en un epígrafe y le dejo a la
tercera uno entero para ella sola

Una de las escenas cinematográficas más emocionantes que he visto en la gran


pantalla tiene como protagonista a la arquitectura. La filmó Akira Kurosawa en su
película “El cazador”. Cae el sol en la gélida tundra y Derzu Usala y el Capitán se
cercioran de que se han perdido. Mientras el capitán hace esfuerzos denodados por
orientarse, Derzu se da cuenta de lo dramático de la situación: si no construyen una
choza antes de que el sol se oculte morirán irremediablemente congelados. Los dos
se ponen a cortar los largos tallos de hierbas que les rodean y a hacer gavillas. A
medida que se debilitan los rayos del sol y el viento barre la superficie helada,
aparecen las prisas y el miedo a que no lo consigan. La magnífica fotografía y el
preciso montaje de la escena contagian una tensión al espectador como en pocas
escenas del cine. El desenlace final es de una grandiosa belleza: sale el sol sobre los
dos protagonistas felizmente vivos envueltos en una rústica cabaña de paja. A
menudo olvidamos que la arquitectura pertenece a esa gran epopeya que nos salva
cada día de la muerte.

La imagen final de la choza resultante de la escena es parecida a la foto de una


choza en El Saler (Valencia) recogida en la pag 333 del volumen IV de la
Arquitectura Popular de Carlos Flores.
Las gavillas de paja se atan en torno a un reducido espacio central formado
por unos cuantos palos que asoman por la parte superior. En la cabaña de El Saler el
espacio se adivina un poco más holgado que en la improvisada cabaña de Derzu y el
Capitán, pero para el caso es lo mismo: la arquitectura es un abrigo exterior sobre un
espacio que alberga nuestros cuerpos.

En plena canícula y en las condiciones climatológicas opuestas, los


protagonistas de la segunda parte de “Los dioses se han vuelto locos” no abandonan
la protección de un gran árbol en el desierto del Kalahari porque saben que su
sombra es igualmente un refugio contra la muerte segura bajo el sol. Los palmerales
de un oasis son en otras ocasiones la salvación de una caravana, y así sucesivamente.
Frente al espacio abrigo ofrecido por las cuevas o las cabañas de paja, los árboles
nos proporcionan la segunda idea de la arquitectura: la de uno o varios postes
verticales que se elevan del suelo para protegernos del sol con su copa.
En el año 1951, el arquitecto italiano Bruno Zevi escribió un librito de crítica,
teoría e historia, todo junto, que tuvo una amplia resonancia mundial. Su título:
Saber ver la Arquitectura (v. e. ed. Poseidón, Buenos Aires 1971). La parte crítica
era para la Historia del Arte porque no entendía a la arquitectura. En la teoría Zevi
exponía que la esencia de la arquitectura es el espacio, así que arquitectura sería la
cabaña de Derzu pero no el árbol del Kalahari. Y en la parte histórica hacía un breve
pero estupendo recorrido por unos cuantos edificios insignes de la humanidad
interpretando con sagacidad sus formas espaciales, mientras que dejaba al margen a
todos aquellos edificios columnarios, hijos del árbol y no de la cabaña, a los que
despachaba, Partenón incluido, como no-arquitectura.

Dentro de la coyuntura de éxito de la arquitectura moderna el libro de Bruno


Zevi intentaba arrimar el ascua a la sardina de los arquitectos llamados “orgánicos”
(Wright) cuya arquitectura parecía atender más a los valores espaciales interiores
que a los valores volumétricos exteriores. La presunta novedad de su interpretación
de la arquitectura, la crítica sobre la historia del arte y la amenidad de su prosa
hicieron de este librito una referencia indispensable para todo arquitecto de la
segunda mitad del siglo XX, y dada la penuria teórica de la época careció de una
réplica del mismo nivel de éxito editorial. Por el contrario, surgieron nuevos e
interesantes estudios de la arquitectura desde la óptica espacial, como el de
Fernando Chueca Goitia, en el que descubre nuestro espacio “diafragmado”
(Invariantes castizos de la arquitectura española, 1971 ed Seminarios y ediciones
S.A.) o muy sesudas pero indigestas investigaciones como la de Cornelis Van de
Ven (El espacio en Arquitectura, 1977, v. e. Ensayo de Arte Cátedra, Madrid 1981).

Así que hasta finales de siglo no pudimos tener acceso a un estupendo


varapalo del libro de Zevi, llegado nada menos que desde Chile y de mano de un
exiliado español, José Ricardo Morales (Arquitectónica, ed Biblioteca Nueva,
Madrid 1999). Lo había escrito en los sesenta pero, cosas del mundo editorial de la
teoría de la arquitectura, no tuvo difusión alguna. Argumenta Morales que la idea
interpretativa de Zevi no es tan nueva y que se puede rastrear, si se quiere, desde la
Estética de Hegel en adelante. Ataca luego la idea de que algo como el espacio
pueda elevarse a la categoría de “esencia” de la arquitectura, cuando el ser de la
arquitectura es mucho más que eso, así que, bastante con tomar al espacio como un
“atributo”. Finalmente ataca la indefinición del “espacio” zeviano, como un espacio
inerte (sin arte), ajeno a la noción del lugar y falto de relación con el espacio
extenso.

Era justo poner las cosas en su sitio desde una visión más profunda e integral
de la arquitectura, y hay que congratularnos por el libro de Morales y elevarlo a la
altura que se merece (véase mi reseña en rev. Archipiélago n. 38 pag. 129). Pero aún
quedaba pendiente hacer un desagravio a la arquitectura griega, a la que Zevi dejaba
poco más o menos que en la condición de escultura y de ahí que en este capítulo que
sigue a los del alfabeto visual se junten el espacio y la columna como expresiones
formalmente antagónicas, pero intrínsecamente similares de lo mismo, esto es, del
hacer arquitectura.

Decía que el libro de Zevi es plenamente vigente y recomendable en cuanto al


repaso de la historia de la arquitectura interpretada desde las calidades del espacio
interior, es decir, el capítulo cuarto titulado “las edades del espacio”. Se podría
extender o completar dicho capítulo con nuevas lecturas espaciales de edificios
posteriores a 1951, pero dejo eso para las reseñas y artículos de actualidad y para los
amantes del método zeviano, y desvío mi atención hacia el concepto original del
espacio y sus componentes básicos en la línea de los ejemplos con que empezaba
este capítulo y hacia las consideraciones espaciales de los libros de Alexander

En una memorable clase sobre la puerta dictada en la primavera de 1972


recuerdo que Rafael Moneo (quien debería pasar a la historia como profesor y no
como arquitecto, ¡ay!, pero los profesores no pasan a la historia por sus clases...)
leyó la planta de una palloza celta como el útero maternal de una mujer.
Me impresionó la fuerza de la metáfora porque de ese modo las primeras
formas arquitectónicas tenían una continuidad absoluta con las formas de nuestro
albergue originario.

Las formas de la casa aparecían como envoltorio, cáscara, refugio y


protección del exterior, pero a su vez, la existencia del hueco de la puerta creaba
originariamente una desazonante tensión entre el espacio protegido y el espacio
exterior. La casa no conseguía ser una esfera perfecta o un espacio centrado porque
la puerta siempre lo desplazaba hacia afuera. José Luis Pardo ha explicado también
esa tensión entre espacio interior y espacio exterior acudiendo al mito del tonel de
las danaides (vease Las formas de la exterioridad, ed Pretextos, pag 61) : “es propio
de la naturaleza de todo recipiente estar en dependencia con otra cosa, carecer de ley
y estar sometido a una ley superior (...) y esa falta es precisamente el orificio por el
que escapa constantemente su contenido”.

Complicando la tensión axial entre el centro de la choza y el agujero de la


puerta, aparece en ese espacio un nuevo hueco en lo más alto de la construcción.
Salida de humos, o ventana al cielo, lo cierto es que dibuja una especie de
“columna de aire central” que vertebra el espacio interior frente a esa línea que lo
llevaba hacia la puerta y lo descomponía. En tan poca arquitectura están ya
planteados los elementos más decisivos de todo espacio arquitectónico y también
sus tensiones, los elementos que aparecerán una y otra vez en toda la historia de la
arquitectura.

Pero no olvidemos los espacios exteriores resultantes a la construcción de


estas cabañas. Afuera, las formas descritas han creado un cierto caos. El espacio
resultante de la agrupación de úteros maternos se define en negativo respecto a éstos
y sólo un muro exterior que los protege a todos juntos, dará esos intersticios un
carácter de espacio interior frente al exterior del poblado.
Pero ese mínimo carácter no resuelve su problema formal. Eso requerirá
nuevos avances arquitectónicos.

Junto a la planta circular de la cabaña aparece al fin, en sección, el ángulo


recto que define la posición del pitrecantropus erectus. El hombre que habita el
espacio de la cabaña y que ocupa la “columna de aire entre el suelo y el cielo” que la
vertebraba en planta, se ve ahora reflejado también en ese pequeño muro de piedra
perimetral que protege a la paja del contacto con el suelo.

Si el primer ángulo recto definido por el suelo de la cabaña y el hueco en el


techo tenía un carácter virtual, el ángulo recto del muro que se eleva del suelo es
plenamente físico y matérico. Un nuevo y poderoso elemento arquitectónico se ha
añadido al útero, a la puerta y al hueco en el techo: el muro levantado verticalmente.

El siguiente gran paso, otro paso de gigante, será utilizar ese ángulo recto del
muro vertical en la planta horizontal de la choza, solucionando así los problemas de
adición de casas que percibíamos en el espacio exterior.

Ocurrirá entonces, de puertas adentro, que el eje de la entrada y los muros


medianiles paralelos al mismo ganarán la partida al eje del espacio central definido
por el recinto y el hueco superior (que acaba por desaparecer). De puertas afuera no
todo quedará resuelto como parecía suponer, pues se creará un nuevo problema entre
el organismo cartesiano así surgido y la muralla exterior del poblado,

que durante siglos seguirá siendo maternal y que persistirá formalmente una vez
desaparecidas las murallas en las circunvalaciones de trenes y autovías manteniendo
parecido conflicto espacial.

Alexander trata el espacio de modo diferente en cada uno de sus libros:


mientras en El Modo se preocupa de relacionar los espacios con los
acontecimientos, en Un Lenguaje propone una larga serie de geometrías felices.

El capítulo 5 de El Modo lleva por título “patrones de espacio” y en él


podemos leer que“Naturalmente, el patrón de espacio no causa el patrón de
acontecimientos pero hay una relación interna fundamental entre cada patrón de
acontecimientos y el patrón de espacios en que ocurre” (pag. 85). Diríase que no se
puede entender un espacio sin conocer el patrón de acontecimientos que lo creó.
Buena parte de los edificios de la Historia de la Arquitectura que se visitan en masa
en la actualidad no se entienden en absoluto al ignorar la liturgia o los ritos que los
originaron.

La excelente tarea de Spiro Kostoff en su Historia de la Arquitectura (1985, v.


e. Alianza Editorial, Madrid 1988) ha sido la contar no pocas veces esa interrelación
manifestada con claridad en el libro Alexander. El capítulo de la procesión a la
acrópolis ateniense (vol 1 pag 267) es, en ese sentido, verdaderamente memorable, y
yo diría que absolutamente imprescindible para organizar su visita.

Aunque a nivel práctico Alexander recomienda en El Modo imaginar lo que va


a ocurrir en un espacio antes de darle forma, en Un Lenguaje ofrece directamente
una serie de patrones espaciales que por configuración, por sus sugerencias, o por el
modo en que se enuncian, anticipan una habitabilidad plena. Variedad en la altura de
techos (190), Gabinetes (179) y Lugar Ventana (180) son probablemente mis tres
patrones preferidos. El primero de ellos me ha servido en no pocas ocasiones para
disfrutar e interpretar la calidad espacial de la arquitectura de Wright, quien casi
siempre rebaja los techos de sus habitaciones cuando llega a las ventanas,

o incluso en el exterior, subraya las puertas de acceso con un techo propio.


El término “gabinete”, nos es algo más difícil de entender, pues esta palabra
apenas ya la usamos. Remite a nuestra noción de “capilla”, en la arquitectura
religiosa, es decir, a la aparición de espacios subordinados respecto a uno principal.
El gráfico de este patrón es mucho más claro que todo el texto.

El “gabinete” es en planta lo que el patrón “Variedad en alturas de techos” es


en sección: recursos de riqueza espacial. Juntos los dos y asociados a la ventana, dan
como resultado ese espacio mágico del lugar-ventana que no me canso de encontrar
en las mejores arquitecturas del mundo. Traigo aquí como ejemplo el mueble banco
de los pasillos de la Escuela de Arte de Glasgow y reproduzco, por supuesto, la
maravillosa ilustración que usa Alexander en la exposición de su patrón.
El patrón de Muros Gruesos (197) o el de Armarios entre Habitaciones (198)
sugieren la estanqueidad y valor de cada espacio, convirtiendo las puertas no en
huecos que los perforen sino en esclusas de espacialidad autónoma, tal y como
también están planteados en Transición en la Entrada (112) o Espacio de Entrada
(130).

La creación de los espacios exteriores va a estar confiada más bien a las


columnas que a los espacios, pero también hay algún que otro patrón espacial
interesante como el de Tapia de Jardín (176) o Patios con Vida (115).

En principio parece que existe una diferente vocación de los espacios y las
columnas en la creación de lugares, -aquellos para los interiores y éstas para los
exteriores-, pero también observamos que ante la inmaterialidad de los espacios y la
dificultad de su definición como el vacío creado por unas superficies envolventes, el
hombre pensase, a diferencia de Zevi, que la arquitectura de los árboles podía ser
mucho más perfecta, y que el mejor reflejo del hombre como constructor no es ese
vacío o esa “columna de aire” que daba en ocupar para aislarse del espacio exterior,
sino una columna pétrea que en su unidad y verticalidad diera la verdadera medida
de su naturaleza.

En los años en que Zevi escribió su libro, Buñuel filmaba como surrealista el
episodio de Simón el estilita, esto es, el hecho de que los primeros eremitas urbanos
decidieran subirse a las columnas en vez de irse a las cuevas del monte.

Como recuerda Gombrich en su Breve Historia del Mundo al mencionar ese


interesante capítulo de la humanidad (ed. Península, Barcelona 1999 pag 135),
columna en griego se dice stylos, y de ahí que a los eremitas de las columnas se les
denominase estilitas. Aunque stylos es palabra alusiva a todo objeto en forma de
varilla o punzón, lo cierto es que es palabra construida en torno a la raíz indoeuropea
“st” que Enmanuel Severino atribuye al “estar”, a la verdad (“espisteme”), y al
destino. La columna sería entonces el símbolo por excelencia del lugar construido
por el hombre; con lo que obtendríamos una interpretación lineal y directa del
famoso escudo que decora la Puerta de los Leones en Micenas. Aún persistirá el
árbol en no pocas ocasiones como señuelo de un lugar, bien para las reuniones de los
concejos o bien para las apariciones de la Virgen. La conmemoración de las
victorias militares romanas serán celebradas con erección de columnas a escala
urbana, y ciertos árboles singulares como el drago o el ciprés mantendrán la vigencia
del árbol como creador de lugar.

El espacio y la columna son conceptos antagónicos. El espacio está pensado


para que el hombre lo ocupe, mientras que la columna desplaza al hombre fuera del
lugar que ocupa. Sólo los estilitas se suben encima de la columna y la habitan.
Semejante excentricidad dio lugar a una de las simbiosis más extraordinarias que
imaginarse pueda entre una y otra forma de arquitectura: la de la ermita de San
Baudelio de Berlanga en la provincia de Soria, finales del s. X
(por cierto que en La Rioja existe una ermita muy similar completamente ignorada:
la ermita de Peñalba en Arnedillo). Como puede observarse en la planta y la sección,
la cabaña cuadrangular de piedra que se ve por fuera alberga en su interior y en su
centro no un espacio para ser ocupado por el hombre que mira hacia el altar sino una
columna en forma de árbol sobre la que se sitúa el reducido habitáculo del eremita.

Sorprendente resulta también para el visitante (e inexplicable para los torpes


eruditos de la historia del arte) la Iglesia de los Jacobinos en Toulouse (1227-1260),
cuyo espacio central está ocupado por una fila de columnas
dando lugar a lo que los historiadores llaman “extraña iglesia de dos naves” (véase
Arquitectura Gótica, Louis Grodecki, ed Aguilar Madrid 1977).

La arquitectura de tensión entre el espacio central y una columna se mantendrá


en algunas salas capitulares de la arquitectura monacal,

y la tensión entre el espacio único longitudinal y una fila de columnas en algunos


refectorios y dormitorios de los conjuntos conventuales. (véase La arquitectura
monacal en occidente, W. Braunfels 1969, v. e. ed. Barral, Barcelona 1974).
La resolución habitual de dicha tensión entre los dos atributos máximos de la
arquitectura se resuelve en forma de compromiso con el triunfo del espacio en el
centro y la multiplicación de columnas a su alrededor.
En las salas hipóstilas, sin embargo, el espacio central no está lo
suficientemente marcado y el bosque de columnas se erige nuevamente en el
principal protagonista.

Volviendo a Alexander y a Un Lenguaje, encontramos definido un patrón que


contiene la idea esencial de la columna como creadora de lugar, y cuyo título no
ofrece duda alguna: Lugar-Columna (226),
aunque sí dudamos de su calificación con sólo un asterisco. Al Lugar-Arbol (171)
predecesor de aquél, por lo menos le concede dos asteriscos, pero al que no le da
ninguno y sí que es, sin embargo, un patrón muy sugerente es Algo Brusco en
Medio (126) como elemento singular de un espacio público. La Conexión de
Columnas (226) o los Soportales (119) volverían a armonizar la arquitectura de las
columnas con la de los espacios configurando así una de los lugares más felices de
la humanidad, la stoa, palabra también construída sobre la raíz st.

Pero todas las formas de columnas-árbol o columnas lugar no deben hacernos


olvidar que la columna fue previamente un árbol tratado como reflejo del hombre.
No de otro modo se puede entender la exquisitez escultórica con que los griegos la
trataron, fijando con toda riqueza y variantes el que sería el lenguaje clásico de la
arquitectura hasta el siglo XX. El pie, el tronco y la cabeza de las columnas clásicas
son la versión arquitectónica de las partes de nuestro cuerpo humano, así que no es
de extrañar que frente a la fila más exquisita de columnas dóricas griegas en el
Partenón de la Acrópolis de Atenas,

se planten en un pequeño lateral del Erecteion las figuras femeninas de las


cariátides, con unos vestidos talares que dibujan los mismos pliegues que las estrías
de sus fustes.

Viendo tanto cuidado, tanto estudio, y tanta atención escultórica en el diseño


de las columnas griegas, a uno no le puede por menos que entrar la risa cuando lee
en la crítica contemporánea que gracias a Frank O. Gehry la arquitectura ha
recuperado sus valores escultóricos.

Este tipo de interpretaciones sugieren, de todos modos, un claro problema de


escala en relación a los dos elementos que venimos tratando. Cuando la columna
griega se transforma en árbol gótico, la finura del tratamiento escultórico se debilita.
Diríase entonces que la escultura tiene unas lógicas y tradicionales limitaciones de
escala como, en efecto, también la arquitectura las tiene. Ahora bien, en la pugna
entre espacio y columna por la primacía arquitectónica parece claro que el primero
tiene una cierta ventaja en cuanto a posibilidades de crecimiento.

Me rindo entonces ante Zevi y acepto que el espacio es más protagonista de la


arquitectura en tanto que está a la grandeza de su escala, mientras que la columna
tiene la limitación de la escala escultórica.

En todo caso, nunca deberá olvidarse que la arquitectura ha de estar hecha para
el hombre y no para su protagonista espacial, por lo que si el espacio quiere
humanizarse, encontrará en la columna su más fiel aliada. De eso y mucho más
tratará el epígrafe siguiente.
CAP 4. VOCABULARIO BASICO - 3. Decoración

Se decía en otros tiempos que la arquitectura no es otra cosa que construcción


decorada. Si se observa atentamente el trabajo de Brunelleschi en la sacristía de San
Lorenzo en Florencia con el que Leonardo Benévolo arrancaba su célebre Historia
de la Arquitectura del Renacimiento, se da uno cuenta de que está ante un trabajo de
pura y simple decoración. A los muros desnudos de la sacristía tanto le podrían
haber caído unos arcos lobulados de tracería gótica, como los remedos de pilastras
romanas que finalmente le cayeron en suerte.

Habida cuenta de la diferencia esencial entre construcción y decoración, la


imbricación entre ambas fue asunto sobre el que se devanaron los sesos muchos
arquitectos por ver si en su fusión se conseguía definir la arquitectura.

Agotados por los esfuerzos de siglos y alentados por las evidencias de una
época en que construcción y decoración se habían separado más que de costumbre,
algunos visionarios de comienzos del siglo XX decretaron que la decoración había
muerto y que la arquitectura era simple y llanamente construcción de muros y
pilares desnudos bajo la luz. Tamaño disparate sólo se explica, a mi entender, por la
confusión general entre los signos arquitectónicos y los signos sociales de la
época. El ascenso de la burguesía como clase social sobre un proletariado
explotado, tuvo su expresión física en la apropiación exclusiva por parte de aquella
de los recursos decorativos. Frente a la desnudez del proletario, un burgués podría
definirse sencillamente como un hombre decorado. El rechazo a los productos
industriales de los así llamados “pioneros del movimiento moderno” contribuyó no
poco a esa exclusividad decorativa de la burguesía que era la clase social que podía
costear los caros objetos arts and crafts. La historia ha sido muy generosa llamando
revolucionarios a Morris, Wagner y compañía. Incluso Loos y Le Corbusier, los
autores de los dos panfletos revolucionarios que acabaron con la decoración
burguesa ejercieron su trabajo profesional como arquitectos en un contexto
claramente burgués.

La figura del proletario (o la del trabajador como proponía Jünger) emerge de


los tanques de la Primera Guerra Mundial vistiendo un buzo de fábrica en vez de un
uniforme con chorreras. Su nueva casa habría de ser tan funcional como su buzo, su
coche o su avión. El ornamento como símbolo de poder de la burguesía había
quedado atrás. Hasta el punto de que se lo tomó como un delito.

La trasposición de los signos de la lucha de clases a la arquitectura tuvo


consecuencias nefastas. Los panfletarios habían olvidado que la decoración es un
rasgo de lesa humanidad, tan propio o más de las clases populares que de la
burguesía. Decorar es “arreglarse”, presentarse con decoro, con dignidad, ponerse
guapo con el deseo de agradar. La decoración es una manifestación visual de afecto
a las cosas, a las personas o a las circunstancias. Por muy pobre que uno sea, no
olvida nunca poner unas flores en el altar de una boda o en la tumba de un ser
querido. La decoración es la expresión más simple de la trascendencia sobre la
necesidad; aunque también puede aparecer imbricada con ella: nadie deja de
arreglarse el pelo cuando va al encuentro de su amante.

Probablemente, el primer impulso decorativo sea sexual: el pavo despliega su


cola, o la mujer subraya el color de sus labios y la línea negra de sus pestañas con la
misma intención. El vello púbico, que tanto asustó a Ruskin, aparecerá una y otra
vez a lo largo de la historia de la arquitectura como reclamo de la abertura.
En el caso extremo, la arquitectura pintarrajeada de que hablábamos al final
del capítulo del Color trata de llamar la atención del mismo modo que los excesos de
carmín o rímel de las prostitutas.

Pero decíamos también que la decoración es decoro, o sea, mesura, equilibrio,


serenidad. Y en todo caso, adecuación a la circunstancia: hay una decoración para la
fiesta y una decoración para el funeral. La decoración cumple así un papel
intermediario entre el espacio y el patrón de acontecimientos que ocurre en él.
Cuando hay verbena se cuelgan papelitos de colores, cuando se está de luto se usa el
negro y se tapan los signos de vida (aún recuerdo ver en Elorrio (Vizcaya) los
escudos de las casa tapados con paños negros como signo de duelo). También los
espejos eran objeto de ocultación en caso de luto.

La luz juega un papel decorativo primordial: cuando hay fiesta se encienden


todas las luces de la casa; cuando se quiere intimidad, se encienden unas velas
(incluso te las ponen en la mesa del restaurante aunque haya mucha luz de ambiente
para recordártelo). En tanto que intermediaria entre el espacio y los patrones de
acontecimientos la decoración tiene un cierto carácter efímero. Ahora bien, dado que
la arquitectura reclama para sí cierta duración e inmutabilidad, habría que hablar
más bien de sucesivos niveles de decoración para establecer esa relación entre lo
efímero de un momento y lo estable de un lugar. Entre las flores del día de la boda y
el canastillo de hojas petrificadas del capitel corintio hay una serie de niveles
decorativos que van desde la pintura, la cubrición de las paredes y el suelo, el
mobiliario o los elementos textiles.

La separación que se haga entre arquitectura y decoración siempre será una fractura
dolorosa. A los arquitectos nos ha ocupado la decoración hecha piedra, y así nos ha
ido (sobre todo cuando hemos dejado de hacerla). Hemos roto la línea de continuidad entre
la fría construcción y la arquitectura vivida, entre las razones de la necesidad y el deseo
humano de trascenderla mediante gestos sencillos y entendibles. La arquitectura del siglo
XX se hizo tan abstracta que sólo la misma pintura abstracta, o la escultura igualmente
abstracta de los muebles acudieron en su auxilio.

Pero vayamos por partes. Estudiemos primero las distintas maneras de


decorar en piedra y luego, o mientras tanto mejor, de un modo transversal como se
dice ahora, tengamos siempre en cuenta el carácter más o menos efímero de la
decoración. Debo el excelente esquema que voy a exponer a continuación, de tres
tipos de decoración, la simbólica, la analógica y la ornamental, a un curso de
doctorado de los catedráticos Iñiguez y Ustarroz de la Escuela de Arquitectura de
San Sebastián

1) Simbólica. La decoración es en primer lugar símbolo exterior, esto es,


invocación ajena al propio ente que se decora. Ahora que los talibanes están siendo
derrotados en Afganistán la gente esconde los turbantes negros por lo que eso pueda
acarrearles. Cuando murió Franco desparecieron sus retratos de los despachos y se
puso el del rey. En muchos despachos militares costó algún tiempo hacer el cambio
de decoración, lo cual era bien significativo. La bandera siempre tiene que estar en
la decoración de un despacho oficial de alto ringorrango. La cruz preside las
iglesias, los despachos de los curas y las aulas de sus escuelas religiosas (en tiempos
de Franco, de todas). El escudo de armas de un noble marcará todas sus casas. Y así
sucesivamente.
Sobre el dintel de la puerta de la ciclópea entrada del recinto de Micenas
aparece un escudo misterioso: dos leones escoltan a una columna cretense. Ni el
propio Spiro Kostoff da una explicación convincente de su significado (op. cit vol 1
pag 183). Después de haber escrito el capítulo anterior sobre los poderes de la
columna, a mí se me antoja que dicha puerta debería llamarse de la columna y no de
los leones. Aunque la puerta es del s. XIII a C, es decir, muy anterior al esplendor
griego de la arquitectura de la columna, el escudo de la puerta de Micenas parece
anunciarlo ya: aquí dentro hay ciudad, hay arquitectura, hay columna, y los fieros
leones, así como estas gruesas piedras de la muralla, la protegerán. Me gusta tanto
esa interpretación, que la doy por tan verosímil como las demás, con la ventaja de
que carece de la pedantería propia de la erudición. Según un sello minoico del s XVI
que reproduce Kostoff en su libro, la diosa debería estar encima de la columna, pero
no parece que las piedras anuncien un espacio para ella, y en cualquier caso, si así
fuera, sería un divino antecedente de los estilitas que vimos en el epígrafe anterior.

Pero lo que nos interesa del escudo de Micenas, además de su referencia


simbólica, es la posición que ocupa. Nos dice que la decoración va a colocarse
prioritariamente sobre los agujeros de la arquitectura, sobre sus puertas y ventanas.
Sin querer ser freudiano (además de no pedante), se puede sospechar cierta similitud
con la localización de la decoración sexual femenina, al menos en las aberturas que
han estado expuestas a la vista, es decir, los ojos y la boca (nótese que desde que el
pubis se ofrece generosamente a la contemplación, también su vello es objeto de
cuidados decorativos: no hay más que comparar un Playboy de los años setenta con
uno de los años noventa o pasearse por una playa nudista). Ya en el interior, la
chimenea aparece como una abertura más, o como la abertura más importante
incluso, por lo que no es de extrañar que sobre ella se coloque el cuadro del
propietario de la casa aún con el riesgo de ahumarse.

Si el espacio interior es direccional, los signos decorativos ocuparán el lienzo


al que se dirigen todas las miradas. La basílica cristiana está de un modo tan
presente en nuestra mente que no precisa de ilustración.

La decoración simbólica acepta mal su ubicación en espacios con una


pluralidad de puntos importantes a menos que los símbolos se multipliquen, como
los santos en una iglesia o la profusión de cuadros en un salón. Desaparecidas las
chimeneas francesas en las casas de pisos, durante algún tiempo se ha venido
colocando el mejor cuadro de la casa encima del sofá del tresillo, a poder ser,
haciendo juego con su tapicería. La ventana al mundo, como así se llama a la
televisión, no ha encontrado un recurso decorativo específico como no sea ese
mueble estantería-armario de salón que la incorpora en su centro a modo del
sagrario de un retablo.
Los nuevos símbolos del capitalismo, esto es, los logotipos y las marcas, son
más ubicuos incluso que los símbolos de los dioses, gobernantes o propietarios. Lo
mismo coronan un edificio que aparecen en un felpudo (lugar impensable para un
símbolo del antiguo régimen). En una visita a Berlín observé con cierta desazón que
la ruina de la torre de la Gedächtniskirche, dejada como símbolo urbano de los
horrores de la guerra, servía de pantalla para proyectar sobre ella mediante rayos
láser el anuncio de una marca de zapatillas deportivas. Como no todas las marcas o
empresas tienen símbolos reconocibles, el rótulo deviene en principal decoración
simbólica. Ya los romanos usaron el friso de los templos para anunciar algo, -por
ejemplo, al constructor del edificio-, y así en el Panteón, Agripa se permite rivalizar
simbólicamente con todos los dioses de su interior sin que éstos tengan opción de
protestar.

El valor decorativo de los rótulos ha cobrado fuerza en nuestros días gracias


a la ausencia de otros recursos decorativos, y así algunos establecimientos
comerciales se decoran con rótulos gigantes o con texturas hechas a partir de su
nombre.
A la vista del strip de las Vegas, Venturi propuso que todo el edificio fuera un
anuncio, o sea, un símbolo. Pero ya antes otros se le habían anticipado como, por
ejemplo, Victor Eusa con su despampanante Seminario de Pamplona en el que el
edificio se hace símbolo o viceversa.

2) Analógica. Fuera de las murallas de Micenas, pero muy próxima a ellas, se


encuentra la tumba de Agamenón, también llamada “Tesoro de Atreo”.
Sobre el dintel de la puerta construida en finos sillares, vemos el hueco de lo
que pudo ser su decoración simbólica, aunque en la reconstrucción que ofrece
Kostoff (pag 182) tiene carácter ornamental, e incluso debió poseer un par de
columnillas a cada lado.
Tanto nos da, porque en lo que queremos fijar nuestra atención no es ni en el
posible escudo simbólico que pudo tener ni en el posible ornamento que se le
supone, sino en las líneas aún existentes que dibujan los sillares de las jambas y el
dintel, repitiendo la forma (“análoga”) del hueco que da acceso a la tumba. A esta
manera tan elemental de subrayar en arquitectura, Iñiguez y Ustarroz (o quien fuera
el autor de donde lo tomaron) lo denominan “decoración analógica”, y dado que el
motivo es el propio elemento arquitectónico y no una imagen ajena a la propia
construcción, los catedráticos navarros la toman por la decoración arquitectónica por
excelencia.

Curioso es notar que, al igual que la decoración simbólica también aparece en


una abertura aunque, como veremos a continuación, su desarrollo más sublime se
produjo en la columna. La repetición simple de la forma del hueco semeja las ondas
del impacto de una piedra en el agua, o las que se dibujan para mostrar la
amplificación de una voz. Con la decoración analógica del hueco se muestra la
importancia de éste en la fachada, pero también se suaviza el brusco salto entre el
paño de muro y el hueco perforado en él. Este recurso decorativo ha recorrido toda
la historia de la arquitectura sin que ningún historiador lo haya enunciado con la
suficiente claridad. Lo ilustro con un par de ejemplos pero se pueden encontrar
millares: el de la portada de una iglesia románica,

o el de una ventana en la arquitectura minimalista de Luis Barragán.


Apreciamos también en esta última imagen cómo la línea del alero se dibuja
un par de veces por debajo de la línea de las tejas o cómo las líneas de las esquinas
encuentran un remate final en la bola o punto que aparece por encima del tejado.
Nadie que yo sepa ha llamado en el siglo XX a estas cosas decoración pero ¿qué otra
cosa es?. Digamos también que la decoración analógica es básicamente escultura y
habremos hecho chirriar los aterciopelados oídos de académicos y eruditos.

La expresión suprema de la escultura, como sabemos, se da en las figuras de


bulto redondo, así que la gran obra decorativa de la escultura será la configuración
final de la columna. Decíamos ya en el epígrafe anterior que la columna es el reflejo
arquitectónico del hombre y que para los escépticos de esta interpretación ahí estaba
la directa sustitución de las columnas por cariátides. Pues bien, la escultura griega se
aplicó tanto en el hombre como en la columna, con la diferencia de que a aquél lo
recreaba mientras que ésta era un creación propia.

Al igual que los darwinistas, que clasifican primates y restos humanos


prehistóricos para reconstruir la secuencia entre el mono y el hombre actual, también
los historiadores han intentado con más o menos claridad hacer la evolución de las
formas de la columna desde el antiguo Egipto hasta el espléndido siglo VI a C
griego. Columnas como haces de juncos o troncos,
columnas como formidables penes -que los pudorosos historiadores llaman
“papiriformes”,

columnas como delicadas flores,


columnas facetadas,

etc. etc., han ido dando expresión sucesiva a la transmisión vertical de


cargas, al aplastamiento en la base y a la recepción de cargas del dintel, hasta llegar
a las canónicas formas de los, así llamados, “estilos” dórico, jónico y corintio.

Debo a Rafael Moneo, en una de sus brillantes clases, la lectura de la moldura


llamada “toro” como la genial intuición de la forma con que se expande lateralmente
un material al ser aplastado verticalmente.

Los haces de las columnas de Luxor pasaron a convertirse en estrías que


subrayaban la verticalidad de la columna con la misma analogía con que se
dibujaban los ecos de la forma del hueco en la puerta de la tumba de Agamenón. El
capitel dórico expresará con rotunda simplicidad la recepción de las cargas del dintel
y el alivio de su esfuerzo cortante, y sólo los capiteles jónicos y corintios se
escaparán de la analogía arquitectónica bien hacia lo simbólico o bien hacia el
tercero y último tipo de decoración.

3) Ornamental. Según el esquema que venimos siguiendo, se denomina


“ornamental” a la decoración que procede por la superposición o yuxtaposición de
determinados motivos geométricos o figurativos, generalmente repetitivos, sobre los
elementos propiamente constructivos.

Si nos atenemos a lo dicho en el capítulo 3, la decoración ornamental y la


textura serían prácticamente lo mismo: expresión del latido interno de la materia,
expresión del proceso aditivo de la construcción o del ritmo vital de sus hacedores.

En tanto que elemento añadido a la construcción sin la fuerza de los símbolos


culturales y religiosos ni la imbricación con las formas arquitectónicas que decora,
el ornamento es el hermano pobre de los tipos decorativos, el más fácil de denostar y
hasta de tomar por espúreo y delictivo.

Al carácter caprichoso de la decoración ornamental se suma en su rechazo, un


cierto elitismo intelectual que lo desprecia como arte propio de culturas primitivas, o
como expresión genuina de la religión enemiga del cristianismo occidental. Los
vistosos estampados de los tejidos con que visten las tribus africanas o las camisas
caribeñas contrastan con la sobriedad europea.
La prohibición coránica de la representación figurativa de hombres y
animales, produjo en sus culturas un inusitado desplazamiento de interés de lo
decorativo simbólico hacia lo propiamente ornamental.

Tras los panfletos de Loos y Le Corbusier, la arquitectura se propuso arrojar


fuera de sí todo tipo de decoración como si de una vestimenta “superflua” se tratara.
Por ello, cuando uno descubre ciertos restos de texturas en los áticos de la Unité de
Habitación de Marsella,
o tablas pegadas a los muros subrayando líneas horizontales o verticales,

lo anota en su cuaderno como si se tratara de un hallazgo arqueológico.

Ahora bien, mucho antes de que los trabajos decorativos fueran proscritos de
la arquitectura, ya había perdido ésta el concurso y apoyo de otras dos “artes”
intermedias, la pintura y la escultura, originalmente vinculadas al decoro o
embellecimiento de la habitación del hombre. Es preciso en este punto volver al sin
par Diccionario de las Artes de Félix de Azúa en sus voces ESCULTURA Y
CUADRO. Tras describir su huida y su acabamiento, Azúa concluye así la primera
de estas voces: “tarde o temprano la escultura regresará a su espacio, que es el que
le dicta la arquitectura, y será de nuevo inconcebible una construcción habitable
que no repose sobre un programa escultórico”. Respecto a la pintura, en el
momento más trágico de su exposición dice así: “tras una perfecta inversión de las
jerarquías, fue la propia pintura la que pasó a dominar y determinar el espacio
arquitectónico y a construirlo según sus propias leyes”. En su día dirigí una carta a
Rafael Moneo diciéndole cuán poco palacio podía verse en su obra de
reacondicionamiento del Villahermosa de Madrid para albergar la colección
Thyssen.

Qué triste es ver la arquitectura que se pretende líder de nuestro tiempo, no


sólo a los pies de las instalaciones, sino al servicio de la pintura!.

El uso predominantemente decorativo de la pintura abstracta, convertida no


pocas veces en simple color o pura textura, vuelve a ser como un indicio de la
pescadilla que se muerde la cola. Durante un tiempo optimista he regalado cuadros
abstractos para colocar encima del sofá, pintados en poco menos de una tarde a
parejas de amigos que se casaban. Ellos se sentían ilusionados con la posesión de un
“picasso” que algún día podía valer una fortuna. Yo me ahorraba el coste de un caro
regalo y encima les ayudaba a decorar el piso, que es lo mío. Y todos tan contentos.

En el extremo opuesto del sinsentido de la relación entre arquitectura y


pintura, el Museo de Arte Nacional de Cataluña proyectado por Gae Aulenti ofrece
una de las experiencias arquitectónicas más espantosas que uno pueda
imaginarse: junto a la pintura románica que ya se exhibía arrancada de los templos
originales, se exhibe ahora el propio hecho del expolio al mostrar el andamiaje
trasero. En ningún otro lugar estaría mejor el aviso de que “las autoridades advierten
de que lo aquí expuesto pudiera dañar la sensibilidad del espectador”.

No podemos acabar este tema capital sin la obligada referencia a los libros de
Alexander. En el patrón 225 titulado “Los marcos como bordes engrosados” trata la
decoración analógica de los huecos como si de un problema estructural se
tratara: “toda membrana homogénea con agujeros tiene a romperse precisamente en
ellos, a menos que sus bordes se refuercen engrosándolos”. En el patrón 249,
titulado “ornamento” alude al carácter funcional de la decoración después de
mentarlo como hemos hecho aquí al comienzo de este capítulo: “todos tenemos el
instinto de decorar nuestro entorno”. Por lo tanto, además de satisfacer nuestro
instinto, el ornamento tendría la función de hacer de la arquitectura un “todo”,
actuando en aquellos puntos débiles en que pudiera descomponerse en partes
inconexas. La aplicación del patrón ornamento se enuncia así: “Busque por el
edificio y detecte aquellos bordes y transiciones que reclamen un énfasis o una
energía extra de vinculación. Las esquinas, los puntos de encuentro entre
materiales, los marcos de las puertas y ventanas, las entradas principales, los
lugares donde un muro encuentra a otro, el portillo del jardín, una verja -todos
éstos son lugares naturales que reclaman el ornamento”. Por último, en el patrón
253 titulado “Los objetos de su vida” Alexander critica frontal y radicalmente el
concepto del “diseño total” de los espacios o la decoración como un arte repulido en
el que el usuario es un extraño, de modo que le anima a colocar allí los objetos que
tienen para él alguna significación especial, recuperando definitivamente ese sentido
“simbólico” de la decoración del que hemos venido hablando.

No diré que sea Alexander el inventor de la clasificación de la decoración en


simbólica, analógica y ornamental, pero sí que sus tres patrones decorativos encajan
perfectamente con el esquema de los profesores Iñiguez y Ustarroz y que encuentra
para ellos nuevas razones y sentido.
CAP 5. ASUNTOS RELATIVOS A LA CREACION - 1.
Lengua y gramática
Invocados (o revocados) los dioses a través de la teoría o la crítica,
desmenuzado el alfabeto y apuntado el vocabulario, es momento ya de preguntarse
por el lenguaje y por los principios gramaticales o las referencias compositivas en
que acaece la creación arquitectónica.

Por seguir con el paralelismo lingüístico digamos que la lengua en la que se


habló la arquitectura en occidente, esto es, el latín romano, murió hace tiempo y que
sus intérpretes no han llegado a expresar la sensación de seguridad y tranquilidad
que debió proporcionar su dominio. Así, Summerson patina en el último capítulo de
su librito (El lenguaje clásico de la arquitectura), e igualmente, todos los que han
querido conectar al neoclasicismo y los arquitectos revolucionarios franceses con los
primeros clásicos modernos, han intentado hacer pasar la sobria composición
volumétrica de un edificio o los terminales esfuerzos métricos de Le Corbusier como
el último suspiro del clasicismo.

Los lectores de este manual se habrán escandalizado no poco cuando en el


último palabro del capítulo anterior, arrancaba diciendo que Brunelleschi en la
sacristía de San Lorenzo demostraba ser un decorador novedoso. Lo escribí porque
tenía yo que conjurar el origen de mi “cautividad arquitectónica”, pues a la vez que
con las clases de Moneo, ésta me sobrevino con una precoz lectura de la Historia de
la Arquitectura del Renacimiento de Leonardo Benévolo (ed Taurus, Madrid 1973).
Releo ahora las anotaciones que hacía en los márgenes de la fatigosa prosa de
Benévolo intentando desentrañar las relaciones métricas y proporcionales de las
brazas florentinas medidas en el columnas y paredes y sonrío ante mi ingenuidad
juvenil.

Aunque muchos años después, cuando releí el episodio brunelleschiano en la


mucho más novelesca Historia de la Arquitectura de Spiro Kostof tampoco alcancé
a entender mucho aquella profunda revolución acaecida en la arquitectura
: “Brunelleschi fue el inventor de la perspectiva de un punto de fuga. Quería que
sus edificios fueran experimentados como si estuvieran proyectados en una retícula
de perspectiva, como si el usuario anduviera por una imagen pintada, y
efectivamente la diferencia entre arquitectura y pintura en el Renacimiento se
convierte en una diferencia de medio artístico, no de género”. Ni siquiera ahora lo
cojo. Y si lo cojo no me lo creo.

Han tenido que pasar más años y he tenido que perder todos los miedos y
prejuicios acerca de la arquitectura, la decoración y el lenguaje con el que hablamos
para darme cuenta de lo sencillo que es formular la revolución llevada a cabo por
Brunelleschi: todo lo que hizo en la sacristía vieja de San Lorenzo fue utilizar el
aparato decorativo romano para modular, articular o estructurar los paramentos y el
espacio de una simple y vulgar construcción.Y cuando digo aparato decorativo
romano digo bien pues fueron los romanos quienes transformaron el “tratamiento
escultórico” de las columnas y arquitrabes de origen griego, en revestimientos
decorativos de los mismos, disociándolos para siempre. Una vez que el tratamiento
escultórico de los elementos constructivos se convierte en una máscara, la
arquitectura deja de ser un espacio esculpido para ser un espacio decorado.

Ahora bien, en el tratamiento escultórico griego no había sólo expresión


analógica de sus formas u ornamento de sus juntas, sino también estructuración
métrica y relación proporcional entre unas partes y otras en función de la medida
básica del diámetro de la columna (o al menos eso nos han contado siempre y lo
hemos creído así... yo por lo menos no llevé cinta métrica al Partenón para hacer el
paripé). Pues bien, al convertirse el tratamiento escultórico en máscara ocasional, el
aparato decorativo empieza también a perder sus valores de modulación métrica, así
que ya no sólo se disocia la construcción de su revestimiento sino que también lo
hace éste del conjunto general del edificio.

Lo que Brunelleschi recupera, (tanto importa si con la perspectiva como si


no), es por un lado, el lenguaje decorativo, pero sobre todo, su carácter estructurante
del espacio. Si llamar arquitectura a eso deja contentos a todos pues llamémosle así:
la arquitectura es una construcción decorada siempre y cuando la decoración tenga
un carácter modular. Eso lo sabía hasta Adolf Loos que en cierta ocasión escribió
que un arquitecto era un albañil que sabía latín.

Y es que si hemos afirmado que la decoración actúa como intermediario entre


la fría construcción y el hombre que la habita, esa relación pasa necesariamente por
la consideración del quinto elemento del alfabeto visual que hemos tratado en el
capítulo 3 de este libro.

El esfuerzo de Le Corbusier por trabajar con un nuevo sistema de


proporciones basado en la sección aúrea ha hecho que muchos críticos lo relacionen
aún con el clasicismo arquitectónico, pero el arquitecto moderno que más veces ha
recibido el calificativo de clásico ha sido Mies van der Rohe.
Si ponemos juntas la sacristía de San Lorenzo de Brunelleschi y el pabellón
de Barcelona de Mies, y entendemos que clásico es el primero, nos costará mucho
esfuerzo, en verdad, llamar clásico al segundo. Se ha buscado el clasicismo de Mies
en sus proyectos originales y en su obra americana, donde acude con frecuencia a
una composición simétrica; pero el uso de la simetría no puede ser suficiente para
llamar clásico a nadie.
Siendo estudiante de cuarto de arquitectura tuve un amigo llamado Tachi
(apodo cariñoso de Víctor García Oviedo) que me mostró el secreto. Estábamos
haciendo el proyecto de una escuela y me dijo que cómo podía yo proyectar sin una
cuadrícula que me guiara. “Mira que fácil es”, me dijo, mientras me enseñaba la
planta del Crown Hall (o escuela de arquitectura de IIT). “Pones una malla en el
suelo y modulas la mayor parte de los elementos, puertas, ventanas, pasillos etc. en
función de múltiplos o divisiones de la misma, y si alguna no te encaja, pues no pasa
nada, porque hasta al mismo Mies no le cuadran todas las medidas de los elementos
arquitectónicos (por ejemplo, las escaleras) en una planta con tan pocas
cosas.” Mies no usaba el latín pero aún utilizaba su gramática, de ahí que muchos le
llamen clásico.

Al conjunto de reglas que se articulan un vocabulario para producir frases


entendibles se le llama gramática. Como toda lengua, el latín no es sólo un
vocabulario que a través del tiempo se transforma con la vitalidad propia de los
vocablos (y en la narración de sus variaciones el libro de Summerson sí que me
parece excelente) sino que también tiene un orden interno. Así que el olvido del
lenguaje clásico no consiste sólo en el abandono de un aparato escultórico-
decorativo concreto sino en la pérdida de su gramática.

Ahora bien, abandonado el latín en sus vocablos y gramática, ¿qué es lo que


nos ha quedado?. Spiro Kostoff cita en la pag 674 de su Historia un estupendo
párrafo de Vasari alusivo a su desprecio por la arquitectura gótica: “en todas las
fachadas edificaban una maldición de nichos, uno sobre otro, con pináculos y
puntas y aleros sin final...” etc. Las historias del arte que aún se escriben para los
alumnos del bachillerato cimentando sus conocimientos con los peores cascotes,
cuentan una y otra vez el devenir de la arquitectura a través de siglos y lugares como
un rosario de “estilos”. Simplemente que explicasen que el gótico es un lenguaje en
el que la gramática se relajó mucho, ya supondría toda una revolución en la
enseñanza de la arquitectura Nos ayudarían un montón a los profesores de proyectos
que tratamos de explicar que un problema de proyectación es el mismo hablando
ruso que filipino, gótico que hebreo, en el siglo II antes de Cristo que en el siglo
XIX.

Aprender a hablar una lengua es cosa fácil. Todos los niños del mundo lo
hacen (“Admirábase un portugués/ de ver que en su tierna infancia/ todos los niños
de Francia/ sabían hablar francés...”). Ya es un poco más difícil aprender a hablar
una segunda lengua (yo no lo he conseguido ni creo que lo consiga nunca) pero lo
verdaderamente difícil es darse cuenta de lo que uno habla. A caballo entre las
clases de Moneo y la Historia del Renacimiento de Benévolo, en los años setenta
intentábamos también leer a los estructuralistas, a los semiólogos y a otros filósofos
del lenguaje así como la novela centroeuropea deudora de Kafka, pensando que de
todo ello sacaríamos algo en limpio del propio lenguaje que hablábamos. Pero nada.
No más que dolor de cabeza. Y ya no digamos cuando algún iluminado se ponía a
buscar “sintagmas”, “significantes” y “significados” en las cornisas y las esquinas de
los edificios. En los primeros números de la revista Arquitecturas Bis aún pueden
encontrarse unas cuantas contribuciones gloriosas a aquellos denodados esfuerzos
por aplicar a la arquitectura lo que ni sobre las preposiciones y los adjetivos daba
resultados.

Cuando tratamos de estudiar una lengua desconocida ponemos mucha


confianza en las palabras, pero con el tiempo nos damos cuenta del error: “aunque
parezca mentira, cuando un español dice “verde” está imaginando un color muy
distinto al que imagina un inglés cuando dice green” (F Azua, Diccionario, p 94).
Por el contrario, mi mujer, que siempre ha creído que el inglés era una lengua
misteriosa e inaccesible, me informa -ahora que la está estudiando a través de la
lectura de Harry Potter en su lengua original- que es sorprendente la cantidad de
giros y expresiones similares a las nuestras. Giros y expresiones que seguramente
responden a mensajes en los que la coincidencia entre el español y el inglés será
probablemente superior a la que hay entre verde y green.

El proceso de aprendizaje de un lenguaje es como el crecimiento de un árbol.


Empieza por un tallo pequeñito y un par de hojas (un par de palabras y una relación
entre ellas) y poco a poco va creciendo. Las hojas de una encina se parecen a las de
un chopo como el vocabulario del finlandés al del italiano. Las coníferas por su
parte, parecen estar emparentadas entre sí como las lenguas de origen latino.

Si la arquitectura fuera un lenguaje iría desarrollándose en el ser humano de


la misma manera que crece en él el conocimiento de su lengua o de la misma forma
que crece un árbol. Christopher Alexander sostiene esa tesis. En los capítulos 10, 11,
12 de El Modo trata de explicar ciertas arquitecturas felices del pasado porque
surgieron de un modo espontáneo a partir del lenguaje compartido de las gentes que
los crearon. Al explicar cómo ese lenguaje se rompió (capítulo 13), la exposición de
la tesis es incluso mucho más contundente. Al olvidar el lenguaje de la
construcción “la gente pierde el contacto con sus intuiciones más elementales”. Dos
ejemplos: 1) en un memorable programa de televisión en que el periodista juntó al
arquitecto Sáenz de Oíza a y un inquilino de sus viviendas en la M-30, al escuchar
las quejas de éste sobre la inutilidad de la ventana de la cocina, el arquitecto
contestó: “¡pues hágase usted arquitecto!”; 2) que el inteligente Manuel Iñiguez
encabece un manifiesto en defensa de la catastrófica intervención de Grassi y
Portacelli en el teatro romano de Sagunto, es muestra igualmente de que hasta los
mejores teóricos de la arquitectura han perdido las intuiciones más elementales. No
pocas veces oímos a la crítica elogiar verdaderas insensateces arquitectónicas y nos
quedamos tan tranquilos.

Pero Alexander no deja claro cuál es el origen de ese lenguaje de construir


con el que todos naceríamos y creceríamos. ¿Es un código similar al que tienen las
abejas para hacer sus panales o al de los pájaros para construir sus nidos? ¿o es el
fruto de un primer albur de civilización?. Gil Bera, cuando constataba la erosión de
todas las lenguas tampoco explicaba la eclosión que dio lugar a su compleción
original. Pero lo que sí que está claro es que ambas observaciones, la de la erosión
de los lenguajes hablados o la ruptura y olvido del modo intemporal de construir,
son ciertas. Sobre el lenguaje hablado erosionado no parece haber otra opción que la
de una vuelta atrás (con el peligro de incurrir en una bochornosa pedantería), o la de
una orogenia imprevisible. La explicación de la ruptura del lenguaje de construir
supone, sin embargo, la aparición de otro tipo de lenguaje que se superpone a él y lo
anula. Habría que aludir en ese caso al lenguaje artístico o académico, esto es, al
lenguaje del poder.
En la contraposición entre la imagen del bloque miesiano que enseña
Alexander frente a la de la cabaña del trapero de la fotografía de Adget, está todo.
Siempre he dicho que los libros de Alexander son lo mejor que nos dejó la
revolución del 68, llamada de la “contracultura”.

El lenguaje del imperio era el latín. Su recuperación por parte de


Brunelleschi duró poco más de cuatro siglos. Mientras el latín verbal iba
desapareciendo en Europa, el latín arquitectónico se impuso como el lenguaje de las
monarquías de los nacientes estados europeos y sobre todo, de la iglesia. Entre 1425
y 1789 en Europa se habló el latín arquitectónico. Sucesivos tratados lo codificaron
y una pléyade de artistas exploraron sus inmensas posibilidades. Alberti, Serlio,
Vignola, Palladio..., Bramante, Miguel Angel, Giulio Romano, Bernini,
Borromini,..., la historia está suficientemente explorada y bien escrita, excepto en su
final que, como hemos visto en Summerson, no queda nada claro.

En paralelo a la gran arquitectura del lenguaje clásico podemos ver


numerosas obras menores en las que los elementos decorativos no son tan brillantes
y su papel de articulación del espacio arquitectónico habría que considerarlo más
bien “gótico”. En las obras menores de la literatura no se aceptan sin embargo faltas
de caligrafía o errores gramaticales, y la imbricación entre el lenguaje y el contenido
del texto son condiciones mínimas para su edición. Para leer un texto y no entender
nada, en la misma forma que vemos unas pinceladas sin más, tendríamos que llegar
hasta bien entrado el siglo XX.

Al principio, la separación entre el lenguaje y la comunicación se practicó


como un juego artístico, pero con el tiempo ha devenido en una práctica común. La
creación de textos o discursos vacíos de contenido pero con vocablos conocidos y
sin errores gramaticales, consiguió un nombre para la historia: “lo políticamente
correcto”. En los albores del siglo XXI se extiende como una peste infectando todos
los cerebros.

Cabe preguntarse si a la arquitectura le pasó algo similar tras la caída de los


regímenes políticos que hablaban latín. El siglo burgués no fue en absoluto
“políticamente correcto” pero el cuidado de las “formas arquitectónicas” fue
exquisito.

El lenguaje de nuestra época es el del número, la esencia del nuevo Dios


omnipresente: el dinero. Su gramática es muy simple: la adición sin límite hasta la
infinitud. Hunde sus orígenes en la racionalidad cartesiana o hipodámica, pero sólo
alcanza calidad de lenguaje cuando se expresa en los primeros rascacielos de
Chicago.
La ampliación del Reliance Building de Burhan and Root (1890-1895) puede
tomarse como fecha de nacimiento. Wright diseña un mueble de cajones con la
misma gramática en 1903.
Los años de la llamada escuela de Chicago representan la lucha por trasladar
ciertas articulaciones del lenguaje clásico a la composición global de los volúmenes
de los edificios. Las poderosas cornisas de Sullivan o los esfuerzos de Richardson
por evitar una gramática meramente aditiva son conmovedores.
De ellos hizo un chiste Adolf Loos que nadie entendió: ¿qué dintel soporta el
ábaco de la columna del Chicago Tribune? ¿o quien es el estilita para el que se ha
diseñado? ¿acaso King Kong? Qué bien hubiera quedado subido allí arriba el
monstruo que juega con los hombres del siglo XX ¿verdad? ¡Mucho mejor que en el
Empire State!
CAP 5. ASUNTOS RELATIVOS A LA CREACION - 2.
Composición
En los estudios musicales, la asignatura llamada “Composición” aparece en los
últimos cursos. Representa el nivel máximo de conocimiento musical o el ejercicio
más difícil. Atrás habrán quedado el lenguaje musical, el duro trabajo con el
instrumento o los estudios de armonía con los que muchos músicos habrán
conseguido ser simples ejecutantes o, acaso, interpretes de obras ajenas con
personalidad propia, y quizás hasta hagan arreglos y contrapuntos de ellas. Pero al
llegar al final de la carrera, al enfrentarse a la asignatura de Composición el músico
se preguntará si no ha llegado ya demasiado lejos, si podrá con ese último reto: el de
la creación a partir de la nada.

¿De la nada?, ¿del papel en blanco?, ¿es la composición una creación? En este
epígrafe y sobre todo en el siguiente iremos abordando el crucial problema de la
“creación”, el terrible problema filosófico del paso de la nada al ser que Parménides
negaba con toda la fuerza de la lógica y que sin embargo Platón admitió, abriendo
así la compuerta del enloquecido proceso creativo (y destructivo) de lo que se
entiende como “cultura occidental” (Severino).

Atendiendo a lo que dice la palabra en sí, la composición no es en lo más


profundo de su significado creación, sino más bien “poner con”, juntar unas cosas
con otras en un nivel o con una intencionalidad superior al mero “yuxtaponer”, a la
suma, a la agregación. Al hablar de cosas, que ya están ahí antes de ponerlas unas
junto a las otras, damos a entender que la composición es un ejercicio posterior a la
creación más radical.

Al contrario que en música, en los estudios de Arquitectura las asignaturas de


“Composición” están en los primeros cursos, como si fueran un entrenamiento para
los Proyectos que vendrán después, y en mi viejo plan de estudios, la primera de
ellas no se llamaba aún “Composición” sino “Elementos de Composición”. Rafael
Moneo impartió en el curso 1971-72, en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, un
colección de brillantes clases sobre “elementos” cuyo contenido consistía en una
erudita descripción de columnas, muros, puertas, ventanas, suelos, escaleras,
cubiertas y muebles, siguiendo una tradición teórica decimonónica que había
arrancado en el tratado de Durand o en la obra de Schinkel y que parecía haberse
cerrado con Julian Guadet a comienzos del siglo XX. Si Moneo volvía a ello,
seguramente se debía a una debilidad personal por la erudición que era bien patente
en sus primeros escritos e incluso, en sus edificios primerizos.

Si dejamos a un lado la música o la arquitectura y buscamos en otros ámbitos


la mayor densidad en el uso de la palabra “composición”, la hallaremos en los
albores de la pintura abstracta: a falta de ideas para titular sus cuadros, los
neoplasticistas holandeses, los constructivistas rusos o los pedagogos bauhasianos
los llamaban una y otra vez, “composiciones”. Al poner sobre el lienzo tan sólo unas
rayas, unos puntos, unos cuadrados o unos colores, quisieron exculparse ante el
público diciendo que lo suyo era la “composición” y, aunque todo pintor de santos,
vírgenes o últimas cenas nunca había podido obviar la tarea de componer sus figuras
en el lienzo, lo cierto es que al no perderse la concentración con la visión de santos,
vírgenes ni cenas, se dio un impulso muy importante al concepto de composición. Es
más, la nueva y definitiva definición de la “composición” devino porque todos esos
pintores modernos buscaron con insistencia los límites de la composición clásica
pintando, más que nada, “descomposiciones”
Gracias a que la pintura se convirtió en investigación lingüística sabemos
ahora que ya sea con frases musicales, ventanas, santos o puntos, rayas y colores, el
principio fundamental de toda composición es el logro de la Unidad. Por mucho
que esté formada por partes ya existentes la composición es el alumbramiento de un
nuevo ente, o ser o cosa, diferente de todo lo ya conocido y con posibilidades de
sobrevivir, es decir, una “creación”. Un ente complejo, un “todo” formado con
partes, pero sobre todo “uno”, esto es, un ser nuevo y superior a la entidad de las
partes y a su simple yuxtaposición. Cosiendo dos brazos, dos piernas, un tronco y
una cabeza, no hay un ser humano sino una agregación de miembros pertenecientes
a anteriores seres humanos. Para que una agregación de partes existentes alcance la
“unidad” se precisa de un golpe de gracia que le insufle eso que se llama “alma”.
Explicar la composición empezando por los elementos no es pues un buen método
porque sólo en la fantasía del cine, Frankestein puede cobrar vida gracias a un alma
lograda mediante una misteriosa amalgama de descargas eléctricas. No es bueno
coleccionar piernas o brazos si queremos entender al hombre, como no lo será
estudiar columnas y ventanas si queremos entender la arquitectura. Por lo tanto, es
posible que sea mejor empezar con el punto y el plano de Kandinsky que con los
voluminosos Elements de Gaudet o las eruditas clases de Moneo.

Pero antes de empezar con Kandinsky hay que preguntarse por ese alma que
da unidad y vida a las partes y que es a la vez tan invisible como escurridiza. Para
empezar, habría que hablar de dos almas distintas, una que ocupa el espacio y otra
que se extiende en el tiempo. En la música se dan las dos, en la pintura sólo una (la
primera), en el arte dramático sólo una, la segunda, y en la arquitectura..., bueno en
la arquitectura aunque parece que sólo haya una, como en la pintura, lo cierto es que
al ser recorrida aparece también la segunda.
Empecemos con la música. Como todo el mundo sabe, el alma estática de la
música es acorde armónico, mientras que su alma dinámica está en la cadencia
melódica-armónica que nos lleva desde el comienzo tonal hasta los compases de
tensión de los acordes dominantes o subdominantes y la resolución final. El alma de
los acordes tiene fundamento numérico, pero el alma del desarrollo melódico es
netamente dramático. La composición de una pieza musical ha de poseer una
armonía vertical (acordes) y una armonía horizontal (cadencia). La distinción
pedagógica que se da en los estudios musicales entre las asignaturas de Armonía y
Composición parece responder al estudio de la una y de la otra.

Del mismo modo, es distinto aprender a hacer palabras o frases que a


componer una novela. Mientras que lo primero es prácticamente inerte, en la
armonía dramática clásica hay, como en la musical, un planteamiento, un enredo o
nudo, y un desenlace.

Si la armonía estática de los acordes musicales que percibimos por el oído se


fundamenta en el número, la armonía de las cosas que se ofrecen a la vista ha de
obedecer a algún principio igualmente numérico que se venga dando desde siempre
en tantos y tantos objetos que contemplamos con deleite en la naturaleza. Es así
como Alberti enuncia que el alma de la arquitectura, su armonía, es el de
la Simetría: “es propio de la naturaleza que el lado derecho corresponda con
absoluta identidad al lado izquierdo”. El número 3 (como en la formación de los
acordes) permite el paso de la unidad del uno a la unidad de varias partes.

Dado que la arquitectura no se despliega en un solo plano alzado sino que se


recorre en planta, la simetría encuentra ciertos límites que se asemejan a los de la
naturaleza porque tampoco los seres humanos o los árboles somos simétricos si se
nos mira tumbados, ya que en un lado está la cabeza y en el otro los pies. La simetría
axial sería entonces la armonía estática mientras que el recorrido longitudinal, tanto
de abajo arriba, como desde la entrada hasta el fondo, precisarían igualmente de un
alma dramática.

Pero de momento no nos compliquemos mucho con todo ello. Lo esencial es


saber que la composición está regida por el principio de Unidad y por el principio de
la Armonía del todo con las partes, y que la Simetría o el desarrollo Dramático son
las leyes que la garantizan. Ya podemos empezar entonces con Kandisnky.

Imaginemos un rectángulo en blanco (un folio de papel) y un punto (un


objeto tal como una moneda). Hagamos el ejercicio de componer la moneda sobre el
papel. ¿A dónde acudirá ésta? ¿dónde se sentirá mejor? ¿dónde encontrará la
armonía? Cualquier niño lo hace sin pensar: en el centro del papel. La razón es fácil
de descubrir: de todos los puntos que podrían acoger la moneda sólo hay uno
distinto a todos los demás, un punto especialmente imantado por su propiedad de ser
equidistante a los bordes que definen el folio. Y esa imantación es la que lleva hasta
él la moneda consiguiendo el equilibrio de la armonía. Nótese que hemos cambiado
el problema del que veníamos hablando hasta ahora: ya no se trata de poner unas
cosas “con” otras y juntarlas de tal manera que cobren vida, sino que se trata de
poner una cosa “en” otra. Componer no sólo es “poner con” sino también “poner
en”. El rectángulo blanco no es una nada sino un nuevo ente definido por sus bordes.
Y no sólo por ellos. Sigamos.

Si el papel lo ponemos en la pared en vez de en la mesa, ocurrirá un fenómeno


nuevo. Ahora, en lugar de poner el punto en el centro lo ponemos ligeramente
desplazado hacia abajo. Observamos que en la nueva composición hay tanta armonía
como antes o incluso más. A poco que lo pensemos, descubrimos que es porque la
línea inferior del folio también tiene una característica distinta a las otras tres líneas
del cuadro: un especial poder de imantación que le viene de la ley de la gravedad, de
la percepción de un arriba y un abajo que es consustancial a la mirada humana. Entre
el poder de imantación del centro y el de la línea inferior del folio hay una serie de
puntos en los que la composición estaría en armonía. Dependerá de la imantación de
uno o de otro. Aquí la forma del receptáculo jugará un gran papel: si éste es
cuadrado, el poder de imantación del punto central será superior que si el papel fuera
rectangular, y si el papel es circular la fuerza de su centro será tanta como si
estuviera sobre la mesa.

Pero como habíamos empezado con un papel rectangular apaisado (un folio)
como reflejo de nuestra mirada igualmente apaisada (dos ojos en línea horizontal),
sigamos con él. La composición del punto en el centro (o un poco más abajo) sobre
el folio apaisado no nos deja totalmente satisfechos porque entre el punto y los
bordes laterales hay excesivo espacio vacío. La solución inmediata es inventar un
par de puntos más, quizás un poco más pequeños, y situarlos entre el punto central y
los bordes. Llegamos así a una composición algo más compleja en la que por haber
buscado la armonía entre los puntos y el papel hemos puesto en cuestión el principio
inicial de la “unidad”. Tres no es uno, pero nótese que en la decisión de “hacerlos un
poco más pequeños” los dos puntos nuevos han quedado subordinados al central. A
modo de broma macabra suelo decir a mis alumnos que para que el Gólgota quedara
bien en los miles de cuadros que se pintarían en los siglos posteriores, los judíos
tuvieron la artística idea de crucificar a dos ladrones, uno a cada lado de Jesucristo.
El tríptico es una de las composiciones más utilizadas a lo largo de la historia y no
sólo en la pintura sino también en la escultura, la arquitectura o hasta la
indumentaria, expresando la relación entre el tronco central y las extremidades
laterales. Hemos llegado de la mano de Kandinsky a donde estaba Alberti cinco
siglos antes. El tres es el número que equilibra la unidad del ser con la visión
apaisada que tenemos los hombres por la fuerza de la gravedad, logrando pasar así
de lo simple a lo complejo.
Problema más arduo se plantea cuando lo que hay que componer sobre el
lienzo no es uno o tres elementos sino sólo y exclusivamente dos. Si uno ocupa el
centro, el otro no encuentra lugar; y si el centro se queda vacío, la unidad de la
composición queda en entredicho. Es el célebre problema del tema de la
Anunciación de la Virgen María por el Arcángel San Gabriel, o el de la fotografía de
cualquier matrimonio.

A Robert Venturi se le culpa con frecuencia el haber iniciado la


postmodernidad arquitectónica o de haber frivolizado la arquitectura del último
cuarto del siglo XX con anuncios o anécdotas gráficas. Se olvida con ello que su
genial aportación a la historia de la arquitectura fue descubrir la grandeza
compositiva de los temas pares. Su “Complejidad y Contradicción en la
Arquitectura” se inicia con un manifiesto a favor de la dualidad (cap 1) que se
argumenta sólida y brillantemente en un repaso de todas aquellas arquitecturas que
han asumido el reto de la composición dual frente a la simplicidad de los temas
únicos o la naturalidad de los trinitarios. Una dualidad, detectada y analizada no sólo
en los elementos más formales de la planta o la fachada, sino en todos aquellos
temas en que pueda aparecer la tensión entre lo uno y lo otro: el interior y el
exterior, la doble función, la escala de lo doméstico y lo monumental, la adaptación
de los modelos ideales a las circunstancias concretas, etc.

La fuerza del descubrimiento de Venturi arrastró a algún incauto a


experimentos precipitados. El fracturado Ayuntamiento que Rafael Moneo
construyó en Logroño según leía el libro de Venturi, fue el producto más inmediato,
-y el que más a mano tengo. Lo veo cada día al ir a mi Escuela de Artes y Oficios
(de clásica composición en tríptico) y no puedo sino lamentarme de su patético
resultado: parece un edificio cornudo.
La gracia de la teoría en la interpretación de lo construido no es nunca garantía
de la gracia que precisa una nueva creación. Pero no nos perdamos en los ejemplos y
volvamos al tema.

Cuando el número de puntos pasa de tres a cinco o a siete, o de dos a cuatro o a


seis, es evidente que la unidad compositiva pierde fuerza y que el fenómeno de la
repetición nos traslada desde el terreno tenso de la composición, al más relajante
ritmo de la textura (cap 3 de este manual). Cuando las partes son muchas es difícil
que hagan un todo, que logren “unidad” alguna. Pasa también con las películas
corales o sin protagonistas principales, (como las de la última época de Berlanga)
por muy unitario que sea el tema.

Cuando se empezaron a hacer experimentos compositivos con formas simples


sobre planos, resultó que el uso de la también simple ley de simetría podía dar como
resultado creaciones completamente banales. Así que decididos a mantener la
simplicidad de las formas abstractas y elementales de la geometría o el color, los
creadores modernos optaron por modificar la ley de la armonía del todo y las partes,
o ley de la simetría. El “equilibrio de masas” que la sustituyó vino a ser como una
especie de simetría de ojos entrecerrados: no hacía falta que lo que estuviese a la
derecha fuera idéntico a lo que estaba a la izquierda, como decía Alberti; bastaba
con que ambas tuvieran similar “peso” o “masa”, ya en tamaño o más sutilmente en
color, presencia, interés, etc. Así mismo admitieron que el “alma dinámica” podría
entrar a formar parte del alma estática propia de los objetos, y las composiciones
podían apuntar hacia un más allá del propio cuadro (explicaba Moneo sesenta años
después de estos experimentos a los pobres periodistas ignorantes en composición
moderna, que las dos diagonales del Ayuntamiento de Logroño aludían al un
supuesto eje de los espacios libres de la ciudad y a la única calle que cosía la ciudad
de norte a Sur (?)) . Pero ya puestos a forzar los límites de las leyes de la
composición, al final los artistas decidieron que la obra de arte no necesitaba de
unidad alguna y optaron por romper el marco. Es así como los neoplasticistas
holandeses colgaron los cuadros torcidos o trataron de abolir cualquier receptáculo
reconocible, tanto en su interior como en su exterior.
Desaparecidos los límites, se acabó la composición, debieron pensar muy
ufanos, pero sus experimentos fueron tan breves que en vez de abolir la unidad
compositiva adquirieron para sí un capítulo bien unitario en la Historia del Arte.

No habían acabado las obras del Ayuntamiento de Moneo en Logroño cuando


ya Rossi y los italianos de su Tendenza recuperaban con tanto rigor la vieja simetría
clásica (f 5.15) que a sus fanáticos seguidores provincianos de por aquí, se les
llamaba “los de la raya en medio”
A la velocidad con que pasan las modas en la sociedad de la comunicación
electrónica, pronto la llamada “deconstrucción” recuperó para poco más de un
trienio la rotura, la fragmentación y la descomposición, y luego nuevamente se
volvió a los cubos unitarios o a las formas gaseosas y así sucesivamente, hasta llegar
a un punto de confusión informativa en el que ya sólo vale lo que se publica, sea
cual sea su composición.
Cuando la ciudad empezó a descomponerse en magmas metropolitanos
amorfos, también se llegó a perder la idea de un centro o la fe en una relación entre
sus partes. La geometría fractal de B. Maldebrot ha sido utilizada para intentar ver
cuando menos alguna textura en las más caóticas conurbaciones (véase la interesante
tesis doctoral de Daniel Zarza: Una interpretación fractal de la forma de la ciudad”
ETSAM Madrid 1996) pero ya nunca una composición. En la sociedad de la
individuación extrema el centro de la ciudad es el punto en que está cada uno de sus
individuos por lo que ya no cabe hablar de ciudad sino de dominios de información
y control.

La composición (como la compostura) es un valor antiguo que sobrevive,


como todo lo antiguo, en pequeñas mónadas de imagen, de espacio o de tiempo,
aceptando más que nunca la lógica de sus límites. Junto a la composición como
modo de creación, debe de enseñarse de inmediato esa descomposición que
construye deconstruyendo, que une fragmentando o que trata de comunicar
confundiendo, mas que nada para saber cuando estamos en la una o en la otra.

Pero demos un paso más en el estudio de la composición de la mano de


Alexander. Mientras que Moneo, como Gaudet o como Durand, enseñaba elementos
de composición, Alexander enseña patrones. A diferencia de los elementos, que son
puramente objetuales y concretos, los patrones son relaciones entre cosas que si bien
se logran entender siempre a través de una imagen (las fotografías son
fundamentales en los libros de Alexander), se proponen algo más abstractos y
abiertos. Y mientras que con los elementos se pueden confeccionar catálogos o
colecciones, con los patrones, según Alexander, lo que se genera es un lenguaje.
Pero si el salto de la suma de elementos a la unidad compositiva no estaba claro, el
salto desde los patrones al lenguaje tampoco lo está.

En el capítulo 20 de El Modo trata de exponer el camino enunciando como


título “un patrón por vez” pero hacia el final del mismo, Alexander se plantea la
misma pregunta que se hace el lector: si tomas un patrón por vez, ¿qué garantía hay
de que todos los patrones encajen coherentemente? ¿qué ocurre si reúnes los
patrones de uno en uno y repentinamente, en el noveno o en el décimo descubres
que es imposible de realizar porque hay un conflicto entre el diseño que hasta ese
momento ha surgido y el siguiente patrón de la secuencia?.

La solución de Alexander es harto simpática: el problema no está en el


método sino en el temor del diseñador. No se puede diseñar con temor. Diseñar es
como andar por una cuerda floja sin pensar que se está en la cuerda floja. En cuanto
te das cuenta, te caes. Según parece, la creación es un acto inocente y ajeno a la
reflexión. Un acto, diríase, que irresponsable. La creación es, como decía Joan Miró,
la alegría de un hallazgo y no el ordenado proceso de una búsqueda. Y el hallazgo
suele estar reservado a los niños, a los ingenuos, a los locos, a los irresponsables, a
los poetas adolescentes, a músicos de risita tonta o a arquitectos inexpresivos, esto
es, a tantos y tantos creadores que no se han parado ni un minuto a pensar en lo que
estaban haciendo. La creación es un don o una gracia divina. Yo también lo
compruebo cada año en clase: los peores alumnos según el baremo tradicional, son
los mejores en el ejercicio de composición con punto y línea sobre el plano, los que
menos miedo tienen a hacer el ridículo y a fallar.

Distinta es la labor del crítico o del profesor cuando tiene entre sus manos las
composiciones de los creadores. Decíamos al principio de este manual que la crítica
es también una poética y una creación. Que no es un repaso al creador ni mucho
menos un acto de destrucción. La crítica cura y completa la creación: explicita el
análisis o la reflexión que ha estado ausente en el proceso de composición.

Muchos de mis alumnos, al oír los comentarios que hago en clase sobre las
composiciones de puntos y líneas que entregan como ejercicios se quedan atónitos.
A uno le digo que lo suyo es un bodegón, a otro que es un paisaje alegre, a otro que
una figura introvertida. Para su sorpresa detecto “manchas tontas”, líneas primarias,
elementos sobrantes, confusiones, o ausencias manifiestas; composiciones muy
simples o composiciones que tienden hacia la textura; imágenes que se agotan con
una mirada o creaciones que invitan a mirarse una y otra vez en busca de su
escondido misterio. En tan sólo diez años de docencia de la asignatura Fundamentos
de Diseño con ejercicios de punto y línea de alumnos adolescentes, he acumulado un
impresionante archivo de composiciones que a menudo pongo en comparación, para
mi regocijo y el de mis alumnos, con la exhausta creatividad de los pintores
profesionales que aún cuelgan sus pinturas abstractas por las paredes de las salas
oficiales de arte. En formato y ringorrango puede que nos ganen, pero lo que es en
creatividad compositiva, la magia está en los jóvenes, si no en los niños. (ofrezco al
lector un mínimo muestrario de diez fotos de ejercicios de mis alumnos)
Claro que una cosa es un jueguecito de puntos y líneas sobre un papel y otra
cosa es la arquitectura. Cierta arquitectura del espectáculo de las últimas décadas ha
confundido lo uno y lo otro y merced a la mezcla de una insaciable voracidad de
imágenes novedosas, del despilfarro económico de la sociedad del bienestar
occidental y de la fascinante evolución técnica del cálculo y dibujo por ordenador o
de los nuevos materiales, se ha edificado lo que no son sino ejercicios infantiles de
composición. Compárese sus planos, -ampliamente divulgados en carísimas revistas
como El Croquis-, con los ejercicios de los alumnos adolescente de mi escuela y
vean si no están incluso por debajo de éstos. Lo de Libeskind, Hadid, Miralles, o
Gehry recuerda al placer de Nerón por incendiar Roma.

La arquitectura abstracta es uno de los sinsentidos más tontos de nuestra época


(véase mi artículo “Un edificio abstracto” rev. El Péndulo n. 2, Logroño, 2000 ). Eso
sí, tiene mucho éxito para el turismo: cualquier foto que haga uno (y lo propio del
turista es siempre hacer fotos) sobre el Guggenheim de Bilbao tiene un cien por cien
de posibilidades de convertirse en un Kandinsky; y si es con la novia delante, pues
un Kandinsky con novia. Haber convertido en edificios carísimos el desorden formal
de un amasijo de hierros o la fractura de dos arquitecturas que chocan entre sí, tiene
el mérito de haber interpretado oportunamente la estupidez de nuestra época, pero
como ejercicio en la disciplina de composición, insisto, no merecen ni hacer el
esfuerzo de la crítica. Yo lo hago con el Ayuntamiento de mi ciudad por cariño hacia
mi profesor de arquitectura y hacia mi ciudad, pero no más.
CAP 5. ASUNTOS RELATIVOS A LA CREACION - 3. El
tipo y la moda
Si en el epígrafe anterior se rindió homenaje a Robert Venturi por ayudarnos a
ver en las composiciones duales una vía de superación de la simplicidad
arquitectónica, en éste último capítulo del manual, el turno es para su coetáneo Aldo
Rossi por el impulso que dio al concepto de tipología y la utilidad que ello supuso
en unos momentos en que el debate sobre la creatividad arquitectónica ocupaba
buena parte del pensamiento arquitectónico mundial (el congreso de la UIA en
Madrid del año 1975 estuvo dedicado casi monográficamente a la metodología del
diseño. En 1981 Bruno Munari aún intentaba enseñar “Cómo nacen los objetos”
describiendo procesos lineales en la creación, cuando en aquel congreso ya
habíamos aprendido que debían de ser espirales: que la creación nunca se acaba,
sino que se abandona, porque una vez llegado al final debemos volver al principio
para ajustar las cosas que han salido entre medio y así sucesivamente.

Sea con elementos o patrones, tal y como decíamos en el capítulo anterior, lo


que se descubre gracias a Rossi es que la creatividad tampoco parte de cero porque
los elementos o los patrones se articulan en unos “tipos” invariables, que ya están
ahí antes de empezar, y que conviene definir o aceptar para, a partir de ellos, hacer
florecer el diseño.

Al concepto de “tipo” nos fuimos aproximando con cierta dificultad desde


diversos y variados escritos del entorno intelectual de Rossi, pero lo que más nos
ayudó a entenderlo fue la contraposición al concepto de “modelo” tal como lo
expuso Rafael Moneo en el artículo “Sobre la Tipología”, publicado en la revista
Oppositions n. 13 y traducido y circulado de mano en mano mediante fotocopias por
los estudiantes de los setenta: “el “tipo” no debe confundirse con el modelo, la
repetición exacta de un objeto”. No es una definición muy brillante pero ya nos vale
para empezar a entendernos: lo que uno hace en clase de dibujo artístico es tratar de
dibujar un “modelo” que se propone al alumno para que lo dibuje de la forma más
parecida o exacta posible.

Gracias a la claridad de esa actividad, dedujimos que el “tipo” es un conjunto


de características que se proponen como base o entramado para empezar a crear a
partir de ellos. Si empezamos a proyectar una escuela diciendo que estará
organizada en torno a un claustro o por el contrario en forma de peine, habremos
arrancado en nuestra acción creadora mucho más allá del papel en blanco.

En mis clases de Fundamentos de Diseño enseño el concepto de “tipo” en la


primera lección cuando les propongo realizar un ejercicio en caligrafía itálica.
Definimos la caligrafía itálica por las siguientes características: 1) estar realizada
con una plumilla de punto fino pero flexible, de modo que al hacer el trazo hacia
arriba la línea resultante es muy fina, mientras que al escribir de arriba abajo la
plumilla se puede apretar y abrir, dejando un trazo más ancho. 2) las letras aparecen
enlazadas y 3) las letras se inclinan por el efecto de la dinámica de la escritura
enlazada. Es el modo en que se nos ha enseñado a escribir desde niños con métodos
como el Lamela, si bien la plumilla ha sido abandonada por el lápiz o el bolígrafo y
la inclinación acaba siendo una decisión personal ligada a la velocidad de la
escritura o a la propia postura que adopta el escribiente. Explicadas las
características “tipológicas” podemos ver distintas caligrafías itálicas existentes en
cualquier compendio de letras registradas: La Arial script, la Aristocrat, la
Comercial script, etc. etc, pero inmediatamente es preciso advertir al alumno que se
propone un trabajo de diseño y no de dibujo, un trabajo de creación a partir de una
tipología, pues ninguna de las letras encontradas en los catálogos debe ser utilizada
como “modelo” para la realización del ejercicio.

A partir de ese sencillo ejemplo de diferenciación entre tipo y modelo,


cualquier objeto empieza a ser susceptible de una clasificación tipológica en
atención a uno, dos o tres de sus rasgos más característicos. Ahora bien, en objetos
complejos, los rasgos son tantos que se puede hacer no una sino infinidad de
distintas clasificaciones tipológicas.

Moneo definía el “tipo” como una “estructura formal”, dúo de palabras que al
entrar en contradicción era imposible entender pues como todo el mundo sabe la
estructura es algo interno o subyacente a la forma final visible. Pero en el desarrollo
del artículo mencionado o en los ejemplos que iba proponiendo, se adivinaba que las
características principales con las que hacer clasificaciones tipológicas de
arquitecturas, iban a ser las organizaciones geométricas de las plantas, y en un nivel
secundario, la organización espacial de la sección.

Cada vez que se propone un mismo proyecto a un grupo de alumnos, o de


concursantes, la primera tentación de quien los contempla es hacer una clasificación
tipológica en atención a sus plantas. Luego se verá si la sección cobra rango de
característica esencial y más adelante, es posible que algún otro rasgo como el tipo
de materiales, la estructura resistente, o detalles estilísticos o decorativos, etc. nos
mueva a una clasificación diferente. Del mismo modo, al contemplar edificios de
diferentes lugares y épocas de la historia podemos emparentarlos como si fueran de
la misma estirpe.

Esa permanencia de los tipos a lo largo de la historia parecía ser uno de los
motivos que estaban en la raíz de la propia investigación tipológica, buscando leyes
internas de configuración con las que se trataba de superar a esas otras
clasificaciones arquitectónicas mucho más externas, superficiales o decorativas,
claramente endémicas en las tradicionales Historias del Arte, es decir, las consabidas
historias de los “estilos”. Ante la conciencia de la desaparición de la ciudad
histórica, se proclamaba no tanto el valor de los ropajes externos cuanto el carácter
de unos tipos arquitectónicos que podían seguir permaneciendo o evolucionando, a
la vez que se definía una “morfología urbana” (segundo concepto clave de la obra de
Rossi) o plano de la ciudad, derivado de la yuxtaposición o articulación de los tipos
arquitectónicos. En los años setenta todos atribuimos a Aldo Rossi esos avances aún
sin llegar a leer “La construcción de la ciudad” en su primera edición en español (ed
Gustavo Gili, 1971) porque comenzaba con un indigesto aperitivo-prólogo de
Salvador Tarragó escrito a la medida de los sufridos lectores de El Capital de Carlos
Marx, que espantaba al más decidido.

No soy quien para decir si hacíamos o no justicia a la época atribuyendo a


Rossi los avances en los estudios tipológicos, pero lo cierto es que si así lo hacíamos
era porque la personalidad de Rossi brillaba por muchas otras razones.

Del año 1976 (aunque aquí vió la luz en el 79) era el libro de Nikolaus
Pevsner “Historia de las Tipologías Arquitectónicas”, que a pesar de lo
rimbombante y oportuno de su título, no hacía alusión alguna al debate teórico que
se vivía por entonces (véase su prólogo), y que efectivamente, tiraba más hacia la
erudición que a la profundización de la noción tipológica. Hay muchos momentos en
que la clasificación de Pevsner es más una clasificación de edificios por “funciones”
(hospitales, cárceles, hoteles, etc.) que por organizaciones espaciales propiamente
dichas.

Mucho más riguroso y clarificador para lo que a la definición del concepto de


tipología arquitectónica se refiere, fue la publicación de un brillante artículo
redactado por Ignacio Paricio Ansuategui (el mismo autor que hemos ido viendo al
hablar de la construcción y los materiales) en el n. 96 de la revista Cuadernos de
Arquitectura del COACB del año 1973, titulado “Las razones de la forma en la
vivienda masiva”, que se completaba con dos publicaciones del mismo COACB,
editadas poco más que a ciclostil, tituladas “Estudios de tipología de la vivienda,
Bloques lineales” y “Estudios de tipología de la vivienda, Entre medianeras”. La
claridad de la investigación de Paricio era mucho más concluyente para la definición
del concepto de tipo que todas las explicaciones teóricas de los italianos o de
Moneo, y aunque se refirieran a temas muy concretos en el campo de la vivienda
hacían olvidar los estudios clásicos, mucho más ambiciosos pero farragosos, de
Alexander Klein que también circulaban de mano en mano entre los estudiantes de
entonces, distribuidos, si no recuerdo mal, por la cátedra de Ignacio Solá Morales.
En línea con los estudios de Paricio, Alberto Noguerol del Río confeccionó por
entonces otro buen trabajo sobre las Viviendas en Hilera que hubiera tenido mucho
más éxito de haberse publicado en los ochenta cuando llegó a este país la peste de
los adosados.
Pero si la referencia del enfoque tipológico fue Rossi, digo que sería porque,
además de hablar de tipologías en su Construcción de la Ciudad (menos de lo que se
podía pensar), “lanzó” a la vez, con unos pocos edificios construidos y unos dibujos
no construidos, toda una “moda” arquitectónica. La palabra “moda” la he colocado
en el título de este epígrafe como compañera de la palabra “tipo”, porque en
realidad, “moda” y “modelo” son palabras muy próximas, y entre ellas anda el
juego de la creatividad. Y así, mientras el tipo es un conjunto de rasgos internos o
estructurales susceptibles de una definición verbal, la moda es un conjunto de tics
formales (o más bien deberíamos decir “alfabéticos” o de “vocabulario”) que de
tanto en tanto aparecen en el panorama de las artes plásticas o los medios de
comunicación y que merced a su éxito popular se convierten en objeto de copia o
imitación. Los tics formales de Rossi eran pocos pero meridianamente claros:
ventanas cuadradas repetidas en horizontal y vertical, barandillas romanas en aspa y
superficies blancas. En un segundo nivel se situaban otros tics como: cubiertas de
formas claras y geométricas (media caña o triángulos), composición simétrica,
cilindros para animar la monotonía, etc. Como a toda moda se le buscó rápidamente
un nombre publicitario y a falta de uno se le bautizó con dos: el de neorracionalismo
y el de “tendenza”.

Ni que decir tiene que Rossi se hizo mucho más famoso por su “moda” que
por su profundización en el concepto de “tipo”. En la siguiente década aparecieron
ventanas cuadradas y barandillas romanas hasta en las Hurdes y hubo escuelas de
arquitectura, como la de San Sebastián, que hicieron dogma de lo que no se proponía
más que como “tendencia” y marcaron al hierro a dos o tres generaciones de
arquitectos y a buena parte de la arquitectura oficial de la renaciente autonomía
vasca arruinándola para siempre.

No me explico como nadie ha hecho una historia de las modas de este siglo
en arquitectura catalogando los tics formales de cada una de ellas. Es una tarea
apasionante y digna de los más altos laureles en una tesis doctoral (quizás hasta yo
me anime a ello en un nuevo libro). Coleccionar los remates en frontón Chipendale
que en el mundo han sido después del célebre rascacielos de la AIT en Nueva York
de Philip Johnson, (a quien se anime le puedo indicar que en la plaza de Logroño
hay uno) o paredes lisas con agujeritos cuadrados (que hasta Le Corbusier pone
gratuitamente en uno de los volúmenes de la terraza de la Unité de Marsella), tiene
que ser de lo más divertido.
Los arquitectos jamás han usado la palabra “moda” en sus escuelas o en sus
revistas, por lo que un trabajo así sería inmensamente terapéutico.

Como dice el Maria Moliner, “si no se especifica otra cosa, se entiende moda
en el vestido”. Es una pena que el diseño de vestuario se haya apropiado
impunemente de la palabra “moda” y que las otras áreas del diseño no la
reivindiquen. Cerca de la piel del hombre (y sobre todo de la mujer) la palabra ha
adquirido un tono frívolo y vanidoso completamente injusto. Desgraciadamente para
la teoría de la creación en España, la mayor experta moda es una periodista catalana
que escribió en el noventaydos un premiado ensayo titulado “Lo cursi o el poder de
la moda” (Margarita Riviere, ed Espasa) cuyo contenido no podía ser otro que una
mezcla de apuntes de periodista (véase mi reseña en rev. Archipiélago n. 13).
Lamento no haber leído a McLuhan a Barthes o Coleridge para poder dar una visión
más erudita de la moda, pero si los ha leído Riviere y los ha entendido no deben de
servir para mucho. A cambio daré una visión personal de la moda, mucho más
sencilla y de sentido común: la moda es una muletilla más en el proceso creativo.
Puede interesarle al historiador quién la crea o quién la difunde, cómo se extiende y
cuánto dura antes de ser sustituida por otra moda, pero en lo que compete al
diseñador lo que interesa es cuán sólida es, para darle cierta seguridad y garantía en
su trabajo.

Decía Moneo en “On Tipology” que “los momentos más intensos en la


historia de la arquitectura son aquellos en los que un nuevo tipo surge”. Es posible
que así sea, y el ejemplo de la cúpula de Brunelleschi es brillante. Pero no menos
intenso es el momento en que surge una nueva moda., esto es, un conjunto de “tics”
formales que ayudan a la confección de un nuevo proyecto. Explica Moneo que el
surgimiento de un nuevo tipo (o una nueva moda, añado) pueden provenir de una
coyuntura histórica, de un avance tecnológico o de una personalidad excepcional.
Desde el paralelismo con la teoría de la evolución, creo que es más profundo decir
que ese cambio tipológico (características estructurales) o de moda (tic formales) no
es sino una mutación consustancial a la idea del devenir.

Pero además de la mutación, hay que hablar inmediatamente en jerga


darwiana de posibilidades de éxito y supervivencia de el ser mutante. Con la pensión
para investigar de una universidad americana se podrían trasladar los magníficos
estudios de los biólogos y etólogos al campo de la creación humana. Por ejemplo el
de Hermann Hake, “Fórmulas de éxito en la naturaleza” (1981. v. e. ed. Salvat 1986)
que explica cómo sobrevivir sin ser el mejor gracias a la creación de un nicho
ecológico (cap 8), o los de Konrad Lorenz sobre “La acción del naturaleza y el
destino del hombre” (1978, v.e. ed alianza 1988) en que analiza la evolución de las
conductas y las filogénesis hereditarias (cap 5).

Para tener éxito, como dicen los manuales de éxito americanos, lo primero es
querer tener éxito. El deseo de éxito tiene ciertas similitudes con el acto de la
creación y hasta casi se diría que es consecuencia de éste. La inconsciencia e
irresponsabilidad propia del creador de la que hablábamos en el capítulo anterior,
tiene su continuidad en la vocación de éxito, aunque hay casos (como por ejemplo el
de Moneo) en que el deseo de éxito es incluso anterior a la creatividad.
Pero si la acción de crear y mutar las estructuras o las formas de las cosas,
está emparentada con el devenir observable en la naturaleza, el deseo del éxito del
artista está ligado más bien con la idea misma del devenir, que no es ya una
observación empírica sino una idea enloquecedora, tal y como demuestra Severino
una y otra vez en su filosofía. Ante el horror de la nada que experimenta quien tiene
fe en el devenir, el artista se construye un éxito una fama que subsistirá durante el
tiempo que duren sus adoradores.

Es por ello que tanto a mis alumnos como a los lectores de este libro, a los
artistas que aún quieran curarse de su locura o a cualquier persona inteligente y
sensata, lo mejor que les puedo recomendar al punto de acabar este libro es leerse la
voz “artista” del Diccionario de las Artes de Félix de Azúa. Sólo así puedo prometer
que el modesto utillaje que proporciona este libro para criticar su obra, no se
utilizará en su contra.

La crítica, tal y como decíamos en el capítulo 1 es una poética, una nueva


creación. Y en ese sentido tan insensata como toda creación: hacer poesía, decía
Hölderlin, “esta tarea, de entre todas la más inocente”. Así que dar herramientas para
la crítica es tan ingenuo como dar elementos, patrones, tipos o modas para la
creación, porque el crítico, como el creador genuino, nunca las utilizará.

Una última observación sobre la crítica en relación a los temas de creación


que venimos tratando es el de su papel como juez del éxito o de la supervivencia de
lo creado. En estos tiempos en que la divinidad es el número del dinero y la
existencia es la venta, no se puede crear nada sin a la vez crear un aparato crítico que
le abra el mercado. La crítica ha sustituido entonces a esa Teoría que proponía
Morales como fundamentadora del hacer. Pero esa crítica, a la que se le distingue
rápidamente por la peste de sus vocablos vacíos, esa crítica de arquitectura que en
este país está perfectamente encarnada por el susodicho Luis Fernández Galiano y
sus acólitos, no merece en absoluto ser llamada crítica (poética), sino simplemente
publicidad.

Sirva pues este manual para no equivocar ni confundir la una con la otra.
ULTILOGO
Hoy es 5 de marzo del 2002. Había empezado a escribir este manual de
crítica el 24 de septiembre del año pasado. No han pasado más de cinco meses, y
escribiendo a ratos libres, he acumulado casi ciento cincuenta folios con un cierto
orden. Creo que ya componen un libro así que es hora de releerlos y corregirlos,
aclarar conceptos, mejorar las descripciones, enlazar ideas, y evitar repeticiones para
hacer más agradable su lectura.

Al hablar en el capítulo 5 de la creatividad, decía que toda creación es un


acto de ingenuidad, pero faltaba añadir que dicha ingenuidad alcanza su plenitud
cuando la creación se realiza sin encargo ni finalidad concreta. De entre todas las
razones que puedo imaginar para justificar la redacción de este libro la más
importante es la de haber descubierto que escribir libros sin otra finalidad que el
puro escribir, es una interesante forma de vivir. La escritura en forma de libro y el
escepticismo ante su publicación (después de otros cinco meses más mi anterior Una
Voz en un Lugar sigue sin encontrar editor) le separan tanto al escritor del lector que
uno parece escribir para sí mismo.

La primera redacción de este libro me ha servido para hacer algunos


descubrimientos interesantes, releer muchos libros, relacionar unas cosas con otras,
acumular material para mis clases en la Escuela, y sobre todo, para ausentarme un
poco de la espantosa superstición de esa Actualidad que cada día predican todos los
periódicos y medios de comunicación. Desde una perspectiva egoísta casi preferiría
empezar con otro libro que corregir éste. Pero en todo proceso creativo hay una fase
de entusiasmo, de explosión de ideas y de realización de bocetos, y otra fase de
desarrollo, crítica, ajuste, corrección y perfeccionamiento. En la primera parece que
se atiende a los aspectos más generales de la obra, mientras que en la segunda se
ocupa uno del detalle. Si al realizar los ajustes de la segunda fase se pierde la fe en
los bocetos originales, toda la obra se viene abajo. Y viceversa; en arquitectura se
dice que casi es mejor un mal proyecto bien construido que no un buen proyecto mal
ejecutado.

En la jerga de la creación a los trabajos de desarrollo y ajuste de una idea


inicial se le denomina “el oficio”. Y así como para el boceto hay que tener gracia o
intuición, o chispa, o suerte, para el oficio hay que tener unas cualidades bien
distintas tales como paciencia, tenacidad e incluso una gran generosidad: porque
mientras en la creación inicial parece que uno trabaja para sí, en el desarrollo y
perfeccionamiento de un boceto, uno trabaja para los demás. No es fácil que todas
esas cualidades se den en una misma persona, así que no es de extrañar que las
mejores obras de creación sean tarea colectiva.
En el punto en que estoy, esto es, después de la redacción original del libro,
yo debería pedir ayuda a alguien, solicitar una beca, hacer un contrato con un editor
o incluso dárselo a alguien con mucho oficio para que lo corrigiese (a un Eduardo
Mendoza por ejemplo). Pero como yo no soy Oscar Tusquets y me llevo muy mal
con los editores que he tratado (me recuerdan a los promotores de edificios), antes
que humillarme en pedir ayuda económica a nadie prefiero la humildad del trabajo
de ajuste. La única objeción seria es que como es mi primer libro carezco por
completo de oficio y me va a salir mal. Pero quien sabe, a lo mejor descubro en ello
una nueva vocación.
NOTA POSTRERA
Parece que después de tres años de ser redactado, este libro va a ser editado en los
últimos meses del este año 2004. Visto desde la perspectiva que da cualquier lectura,
tres años no parecen gran cosa. Pero vistos desde la proximidad de la escritura, tres
años han sido para mí una eternidad.

El problema no es que haya ardido yo durante este tiempo en deseos de editarlo para
satisfacción de mi vanidad o para gloria de mi carrera docente, sino que su no
edición ha constituido para mí algo así como un tapón o una represa que me impedía
seguir escribiendo libros.

Nada más acabar con su primera redacción me puse animadamente a escribir otro
libro sobre Arquitectura y Vejez, pero a los pocos meses, el atasco de este Manual
empezó a ser como un freno. ¿Para qué escribir libros si no se publican?

Así que volví a la escritura de artículos, esta vez en una modesta publicación
mensual llamada elhAll, que yo mismo edito para el Colegio de Arquitectos de La
Rioja y que gracias al invento de internet, el lector puede encontrar en la página
www.coar.es

Pero no es lo mismo escribir artículos que libros. Como cito en el prelogo en


relación con la labor de la escritura y con el magisterio de Eduardo Gil Bera, un
libro es un asunto de disciplina personal. Así que la no edición de Manual ha
devenido por mi parte, en cierta relajación.

Las dos personas que más se entusiasmaron con la lectura del manuscrito de este
Manual, el humanista valenciano Alberto Adsuara y el arquitecto vasco-asturiano
Víctor García Oviedo, me han reconvenido varias veces con cariño a seguir con la
tarea de la escritura de libros, es decir, a seguir diciendo, más y mejor, lo que se
apunta en él.

Pero como para seguir escribiendo había que intentar publicarlo, me puse a elloy a
finales del año 2002 lo envié a varias editoriales que lo rechazaron sin mayor
explicación. Me gustaría mucho escribir sobre tan interesante asunto pero no creo
que sea ahora el momento adecuado.

Durante el año 2003, una serie de contactos casuales me hicieron concebir la


esperanza de que fuera editado por unas universidades mexicanas que parecían
interesadas en su carácter anómalo y en su valor pedagógico. Pero las cosas en
México parece que van muy despacio y a estas alturas sigo sin saber nada de sus
intenciones editoriales.
Ha sido en 2004 cuando he entendido que la edición de un libro (como la
construcción de un edificio) puede ser más una tarea colectiva que personal. Así que
la mezcla entre un editor, una financiación gremial, esos amigos que empujan y
hasta un arquitecto de prestigio que dice que está bien, parece que van a hacer, al
fin, de mi nanuscrito un libro.

A instancias del editor y por problemas de derechos de propiedad y reproducción en


blanco y negro, he tenido que suprimir un buen número de imágenes tomadas de
otras publicaciones o sustituirlas por otras y reducir notablemente su número con el
perjuicio que ello pueda ocasionar a los lectores que no conocen las referencias. Los
profesores hemos cogido el vicio de acompañar siempre nuestros textos con
diapositivas sacadas de libros sin ningún problema de copyright y no caemos en la
cuenta de la notoria diferencia editorial entre los libros de texto con imágenes y los
libros de imágenes con textos. Este es un libro de texto, por supuesto, e el que las
imágenes, aunque secundarias, a veces pueden ser muy necesarias. Sobre todo
cuando, dada mi afición a la síntesis o el sarcasmo, me expreso con demasiada
brevedad.

El primer destinatario de este libro -al que le va dedicado en la primera página-,


sostiene que la escritura debe corregirse y reescribirse continuamente hasta la mayor
perfección posible, pero para su irritación (y espero que me perdone por dedicárselo)
yo prefiero dejar las cosas como han sido escritas en principio y acaso reescribirlas
de nuevo, más adelante, si es preciso.

Creo que debo esperar que sean los lectores (o los editores) quienes me digan si
quieren nuevos libros míos, pues prefiero que las disciplinas me sean impuestas
desde fuera antes que aplicármelas por mi propia voluntad. Al releer yo mismo las
páginas de este Manual, más de una vez me sorprendo de los brutales saltos que doy
en la narración del los asuntos concretos o en las temáticas que trato, y de lo duro
que tiene que ser para el lector seguirme en esos saltos. Ese desconcierto que
continuamente creo con mi escritura poco ortodoxa sé que va en detrimento del
entendimiento racional, pero a cambio, creo que abre las puertas a otro tipo de
entendimiento más oscuro y profundo (llamémoslo poético) en el que la obra es
inseparable de la personal y que finalmente, remite a una relación entre el lector y el
autro mucho más directa y personal. Sepa por tanto el lector que por el simple hecho
de ponerse a leerme, ya no es para mí un alumno o un consumidor de cultura, sino
un amigo. Y sepan también de mi agradecimiento todos los que contribuyen a su
edición.

Agosto 2004

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