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Análisis y procesamiento de Datos

Alejandro Pozo
Rehabilitación Drogadicción
Sistematización de textos, entrevistas y relatos de vida en Ecuador.
Ibarra. La drogadicción y el alcoholismo son enfermedades más frecuentes entre la población
ecuatoriana, iniciándose cada vez más a temprana edad.
De acuerdo a testimonios, el factor más determinante es la aceptación que necesitan los
adolescentes, por su círculo social.
La mayoría de los casos inician con alcohol, pasado a drogas más fuertes y provocando que
la adicción domine sus vidas.
Miguel tiene 30 años, ingresó a la Clínica de Rehabilitación Esperanza de Vida hace algunos
meses. Ese Centro se ubica entre el límite de Ibarra y Antonio Ante.
Estaba desesperado, mi vida estaba descarriada, comenta, pues el alcohol y las drogas
oprimían su vida. A los 12 años por curiosidad ingirió alcohol, desde allí pasaron años antes
de darse cuenta de que tenía un problema.
Su vida era normal, jugaba, corría, saltaba como cualquier niño de esa edad. Al momento de
empezar a ir a fiestas se camufló el alcohol. Esto se fue degenerando debido a la presión del
grupo. En aquella época lo más importante era interactuar con los amigos.

El consumo de drogas más fuertes fue de inmediato. Conseguir marihuana, no fue muy
problemático, prácticamente está en todas partes, manifiesta Miguel.
Su vida cambió radicalmente se aisló de su familia, las actividades deportivas desaparecieron
y se volvió introvertido por lo que tuvo problemas con quienes le rodeaban.
Trece años después se dio cuenta de que era adicto. Fue a los 25 años de edad, después de
vivir siete años en el extranjero. Pero sus familiares desconocían su enfermedad. Desde
entonces inició su batalla para dejar su adicción.
Nube rosa
Un adicto cree que está en la mejor etapa de su vida. No se da cuenta porque al principio todo
es fiesta y “diversión”, es lo que se conoce como la nube rosa de la adicción.

Es la “parte bonita”, por la integración social, pero no dura mucho tiempo después termina
sólo, llorando y desesperado, explica Miguel.
Sin el control de sus padres y con residencia fuera del país, donde es más tolerada la droga
su vida fue un caos. Sin embargo, las drogas en el Ecuador se consiguen en cualquier parte,
desde su punto de vista.
Intentó superar su adicción a la cocaína y marihuana por voluntad, pero en su caso no fue
posible. La sustituían dejaba una droga por otra o me dedicaba a tomar.

Cuando lo dejaba su vida no se encarrilaba, se peleaba con su esposa y familia.


El momento en que se deja el consumo se da el síndrome de abstinencia que es la reacción
corporal al no tener la cantidad de droga que se está acostumbrado a tener.
La transpiración, malestar, dolor de cabeza gripe, puede presentarse de cualquier manera.
Uno se siente desesperado, una ansiedad grande de no tener y no conseguir.

Ansiedad
No hay nada que un drogadicto en consumo pueda hacer para conseguir droga. La ansiedad
lleva al adicto a ser un peligro para él y para los demás. Dejar la adicción es un proceso
bastante duro.

Para ello es fundamental “apagar la sociedad”, debe predominar la paz y el silencio, la única
forma de dejar la adicción es reemplazarla con otras cosas, cosas productivas como la parte
espiritual con Dios, enfatiza Miguel.
La drogadicción en sí es una especie de locura, pese que uno sabe que se muere, que se
destruye, lo sigue haciendo. Hay momentos en que se necesita, eso no va a cambiar. Pero
aprendió a manejar ese pensamiento y a cambiarlo por otro positivo que ayude a no consumir.

Problema de comportamiento
Adriana de 18 años entró a Esperanza de Vida por defectos de carácter. No consume ningún
tipo de drogas, pero acepta que si no recibía ayuda pudo caer en ese mundo.

Su comportamiento era erróneo. Me robaba el dinero de mi mamá y peleaba con todos. Dice
que la soledad que sentía no le permitía ver con claridad los aspectos de su vida. Mantuvo
relaciones sentimentales con dos hombres al mismo tiempo, lo que condujo a contacto sexual.
Jugué con los sentimientos y dejé que ellos jugaran conmigo.
Ahora su vida está en calman. Tiene objetivos como graduarse y ayudar a su madre en el
trabajo. Aprendió que lo más importante es quererse y valorarse como persona y ser humano.

Ayudando a la sociedad
Mauricio Nieto, director de la Clínica de Rehabilitación Esperanza de Vida, manifiesta que
el principal objetivo del centro es ayudar a la sociedad con la problemática sobre el consumo
de alcohol y drogas. Además de brindar un tratamiento y un nuevo estilo de vida a sus
pacientes.

Lo importante es crecer cada día como personas en la parte espiritual, es brindar apoyo a
quienes lo necesitan, dijo.
Se trabaja con los diez pasos de alcohólicos anónimos y doce tradiciones. Se especializan en
tratamiento para adicción al alcohol y drogas. También hay ayuda para trastornos
conductuales, bulimia y anorexia.
El requisito indispensable es aceptar el problema y que es una enfermedad grave. En este
trabajo llevan dos años con resultados bastantes buenos.
Alrededor de 300 personas pasaron por la clínica, con quienes se formó una nueva familia.
https://lahora.com.ec/noticia/1101014298/testimonio-de-una-adiccic3b3n-

Sus siluetas se reflejan tras un vidrio oscuro. Unos caminan como sonámbulos; otros están
ansiosos. Aquí todas las historias suenan igual, como de ficción; pero son reales. Hace cuatro
meses Efraín y Santiago (nombres protegidos) no se conocían. "Llegué al fondo -cuenta
Efraín, de 33 años-. No pude terminar el colegio, mi familia se alejó, dormía debajo de
puentes, era un mendigo… La droga me quitó todo". Sus pupilas se mueven de un lado a otro
mientras recuerda. A Santiago, de 22, le tiemblan las manos. "Mi adicción comenzó en el
colegio: primero fue el alcohol, después los cigarrillos, hasta que un amigo me brindó
marihuana. De ahí vino la pasta, la cocaína…", narra sentado en una silla de un consultorio.
Santiago es parte de los 42 hombres, de entre 18 y 65 años, que reciben voluntariamente
tratamiento en la Unidad de Conductas Adictivas (UCA), en el Instituto de Neurociencias de
la Junta de Beneficencia de Guayaquil. El miércoles último, por un instante, Santiago se alejó
de una de las terapias grupales para contar su historia de siete años de adicción, dice que llegó
a gastar hasta USD 40 por día para comprar un narcótico que lo calmara. Para el psiquiatra
Jimmy Ortiz, las drogas no conocen de posición social. En la UCA hay personas con y sin
dinero, profesionales y quienes no terminaron el colegio, que vienen de familias sin conflictos
y otras marcadas por la violencia. En su mayoría son casos de adicción por consumo múltiple
de sustancias. Empiezan con alcohol y tabaco. Luego marihuana, cocaína, base, heroína. "Las
pueden mezclar en un solo día", dice Ortiz. Según el médico, los casos más difíciles de
recuperación son por alcohol y heroína. "Hemos visto niños de 8 años adictos a la heroína".
Una encuesta del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) reveló que 912 576
personas, mayores de 12 años, consumen bebidas alcohólicas. El Observatorio Nacional de
Drogas señala que un 2,3% (de 39 000 jóvenes de entre 12 y 17 años) usa marihuana de forma
experimental. Y un 0,80% usa cocaína. Engancharse a los estupefacientes fue fácil para
Efraín. Pero librarse de ellos fue sacrificado. El psicólogo Ricardo Carcelén explica que el
tratamiento en la UCA dura seis meses y está dividido por etapas. La primera es de
observación médica, para detectar los efectos al organismo (daños a los sistemas circulatorio,
digestivo, nervioso). Luego pasan a etapa de acogida, antes de la desintoxicación. Esta fase
puede durar hasta cinco días, con medicamentos -para atenuar el efecto según el tipo de
droga- y charlas con psicólogos y operadores vivenciales, quienes superaron su adicción y
que ahora son terapeutas. Otro paso es la deshabituación, para alejarlos de conductas ligadas
al consumo excesivo, como agresividad y robos. Entonces están listos para la rehabilitación.
El psicólogo Carcelén explica que el uso crónico de estupefacientes causa déficit académico,
alteraciones de la memoria y de la percepción de la realidad, que requieren terapias. Y
finalmente están listos para la reinserción, con salidas periódicas a sus hogares. La UCA
empezó a funcionar en el 2010. Fabrizio Delgado, director del Instituto, explica que a fines
de este año tendrán datos del grado de efectividad de este tratamiento biomédico. Después
de cuatro meses de tratamiento, Santiago tuvo sus primeras salidas la semana pasada. Su hijo
de 5 años es su motivación para cambiar. Él quiso ser futbolista, pero las drogas lo
impidieron. Ahora quiere recuperar el tiempo perdido y trabajar en la confección de
uniformes. Sabe que lo logrará, como Efraín, quien ya tiene 16 años 'limpio'. Él ahora
colabora en la UCA como operador vivencial, pero pronto se graduará de psicólogo clínico.
El plan de prevención Según el Plan Nacional de Prevención Integral de Drogas 2012-2013,
"el Estado ecuatoriano asume la responsabilidad de proteger la salud de las personas con
problemas de adicción a las drogas" así como los tratamientos y recuperación. En el país,
según este plan, hay 15 centros públicos de atención que ofrecen tratamiento y 122 centros
privados autorizados. Solo entre los años 2007 y 2008 se reportaron 4 141 solicitudes de
tratamiento por adicción o dependencia al alcohol, marihuana, cocaína y pasta base. La frase:
"Quienes usan drogas dan alertas: cambios bruscos de carácter, cambios de hábitos de comer,
de sueño". Ricardo Carcelén, Psicólogo
http://www.elcomercio.com/tendencias/tratamiento-seis-meses-alejarse-adiccion.html
El siguiente texto lo encontré en forma de tesis en la página de la Flacso por lo cual debo
conseguir el texto completo; por eso la falta de una sintonización, pero me apetece mucho,
mucho; tomar este texto como forma de explicación básica, dentro de la problemática que
viven las personas que logran rehabilitarse por el uso de drogas.
http://www.bibliotecasdelecuador.com/Record/oai:localhost:10469-6723/Details

Por Francisco Ortiz / @panchoora

Con el rabo del ojo vi la sombra de un espectro que pasaba del otro lado de la ventana. Fue
una imagen desenfocada que me jaloneó la mirada. Me tocó ponerme más chinito de lo que
soy para descubrir que esos ojos que se detenían en mí no eran los de un extraño. Eran unos
ópalos verdes, cadavéricos, muy familiares…

***

Creo que todo comenzó cuando tenía doce… Luego de mucho tiempo de haber consumido
varias drogas (alcohol, marihuana, cocaína, bazuco, hongos, san pedro), me he dado cuenta
de que mi adicción, mis comportamientos adictivos, se iniciaron antes del consumo.

Nací en una familia de clase media hace cuatro décadas. Durante mi niñez fui un consentido
por casi toda la familia: abuelos, tíos, primos y, claro, mi madre. Me volví un niño malcriado
que nunca aceptó un no como respuesta… Siempre conseguía lo que me daba la gana
manipulando a todos.

Luego del divorcio de mis padres, a mis cinco años, mi vieja viajó en búsqueda del sueño
americano, pero la fantasía le duró solo dos años. Mi padre, en cambio, se casó nuevamente
y desde ese día yo fui a vivir con mis abuelitos paternos, quienes se convirtieron en mis
padres postizos. Desde esa época florecieron mis problemas de conducta, en especial el robo.
Me clavaba todo lo que se me cruzaba enfrente: dinero, juguetes y otras cosas. También
comenzaron mis problemas de personalidad: apatía, vagancia por el estudio… Mi vida
estudiantil fue un caos, en conducta y en aprovechamiento. Perdí un año en la escuela, otro
en el colegio y jamás terminé la universidad. Pero fue la muerte de mi abuelo la que me cagó
la existencia. Creo que fue como perder a mi viejo, porque el abuelo lo era todo. Cuando era
enano, recuerdo, salíamos temprano a comprar el pan, él a pie y yo en el triciclo rojo. El
barrio entero se despertaba con el olor de los croissants de mantequilla que el viejo Lucho
sacaba del horno, pasadas las seis de la mañana… Nos hacía leudar a todos con su pan. Puedo
asegurar que esa fue mi primera adicción: el pan caliente y la leche chocolatada bien
fría… Desde ahí en adelante no paré.

Entré a primer año de secundaria, en uno de los más prestigiosos colegios de Quito. La
tradición era salir todo el curso de paseo de fin de año, y ese año fuimos al complejo de la
Liga de Quito. Entre mis compañeros había excelentes panas como el Pancho, el Gordo, el
Kabubi. Ellos eran con los que más me llevaba. Recuerdo que llevamos a ese paseo varias
botellas del célebre seis letras, más conocido como Tóxico seco, y varios paquetes de un
cigarrillo negro, alargado, ridículo, marca More. Fue ahí cuando consumí alcohol por primera
vez. No recuerdo mucho, pero sí sé que me emborraché a lo bruto. Al principio no me gustó,
pero luego le fui cogiendo el gustito. Siempre los mismos personajes, más el Cocoño, el
Paulo y el Llallo. Así comenzó mi vida adictiva de alcohol.

Sabíamos faltar un montón a clases o nos fugábamos del colegio para ir a nuestro punto de
encuentro, que en realidad eran dos: El viejo boliche Los Álamos y el Árbol 10. Este arbolito
estaba en uno de los extremos del parque La Carolina, por la Naciones Unidas, y era donde
siempre terminábamos bien mamados. Esos niveles de inconciencia nos hacían armar bronca
a todos los que pasaba por ahí. ¡Eran nuestros territorios! Con esa rutina y esa dieta nos la
pasamos al menos tres años.

****
A la mirada perturbada le acompañó el gesto nervioso de una mano torpe que me saludaba.
Era como un trapito de tela que se agitaba al viento de una noche quiteña, con brisa. Debajo
de esa ropa, toda tironeada por el implacable tic-tac de años perdidos, sus huesos pegados
al pellejo me abrazaron.

-¡Jaime Aníbal, ¿vos mismo eres?! –la humedad de su camiseta desteñida me caló por
dentro. El breve estrujón que nos dimos me lo dijo todo: carnes magras, ojeras perpetuas,
dientes con amalgamas de humo y de metal. Su cara era un solo garabato sobre un tosco
lienzo.

-Sí, brodercito, el que viste y calza… Oye, no seas malito, ¿tendrás por ahí una moneda para
que apoyes al personal?

¿Una moneda?

¡Puta moneda!

***

Consumo drogas oficiales desde los quince años y mis peores caídas fueron por culpa de la
Ingrata. Su desalmada belleza me ha idiotizado los últimos diecinueve años. Su cuerpo y su
sexo, sabor a apio, me volvieron esclavo en su historia. Aún tengo grabado el aroma de su
piel tostada y de sus greñas, rubias a la fuerza. A mi lengua, seca por el bicho, le gustaba
hidratarse en su clítoris. Fue así como conocí, al tanteo, sus ángulos, vértices y bisectrices,
todos sus golfos y penínsulas, sus islotes. Me convertí, en un tropiezo, en el mejor cartógrafo
de su geografía, en el más experto buzo de sus océanos.

La Pulga –mi pana del alma, pero a la vez su hermana- me la presentó. Me acuerdo esa tarde
cuando la vi bajar del auto y entrar a la facultad. ¡Qué linda estaba la Ingrata! Irradiaba más
luz que la más furiosa anfetamina. El calor de su cintura lo tengo registrado en mis palmas.
Creo que por eso le aguanté todo: su matrimonio, su divorcio, sus traiciones, mi adicción.

Sexo, gemidos, amor, sexo, sexo, sexo… así fue nuestro último tiempo juntos. Nos
reuníamos y nos fundíamos, hasta que un día una palomita mensajera me contó que la Ingrata
andaba de amorosa con un panita preso. “Visitas conyugales”, les decían… Nada, ¡puto sexo!
¡QUE TE LLEVE EL DIABLO, MALDITA!, como diría Aladino.
Al final, solo doscientos dólares me quedaron de ella… Sí, le robé, y me ahogué con ese
billete en el ocre rosa de mi fiel bazuco…

La estrellita anaranjada se enciende en la boca de una pipa hecha con el papel aluminio de
una mugre cajetilla de Marlboro light. Una calada, dos caladas y el bicho comienza a bailar
con mis sombras. Flashes, pupilas gordas, soplidos de dragón marcan mis pasos por las calles
de La Zona. Luego, licuadoras con luces rojas y azules, perros uniformados ladrando,
golpeando, palabras descuartizadas e hijas-de-puta. Al final, una celda amoratada y
fétida. Sentado en la filosa esquina de una cama de metal, escucho durante horas los latidos
de un corazón rajado, mientras la sangre corre violenta por sus caños. Ese silencio me hace
bulla y el tiempo está que pasa y no pasa. El bicho, míseramente, se aleja… se viste… y se
va…

Uno de los perros rabiosos abre la puerta metálica y me saca a empujones. Afuera, lo primero
que encuentro son los ojos quebrados de mi viejo que me observa sin saber cómo mirarme.
Es la quinta vez que me saca de cana.

***

Al Jaime Aníbal lo volvía a ver una década más tarde. Nuestro idilio se inició cuando
teníamos ocho años, fuimos compañeros en la escuela. Ambas adolescencias las vivimos
juntos, en medio de descontrolados episodios propios de la edad. Era como si el mundo
se fuera a secar y nosotros debíamos bebérnoslo antes de que fuera tarde.

***

Cerca del Árbol 10 había un centro comercial que tenía un restaurante, el Sandry. Ahí se
reunían mis primos mayores y sus amigos a consumir de todo. En medio de chafos y nenorras
conocí al famoso Negro Willy, al Calavera, al Mono Luis, a la Columbus, al Mono Irian, al
Estrella, al Grandote, que ya se murió, al Shunsho, al Bolsillo, al Cro-Cro, al Ordóñez. Todos
ellos eran la creme de la creme del vandalismo quiteño de la época. Comencé a ir a sus farras,
en especial al Blues, un lugar muy bacán, de rock clásico, buenos culos y un huevo de drogas,
sobre todo coca. Fue ahí cuando probé por primera vez ese polvo blanco maldito que me
quitó el efecto de una borrachera que traía encima. Creo que tenía diecisiete años. Comencé
a polvearme la nariz cada semana y ahí empezó el caos. Perdí quinto curso de bachillerato,
pero no me importaba, solo quería vivir de fiesta… Pensaba que esa era la única forma de
ser feliz.

Mientras aumentaba mi adicción, también aumentó la manipulación a mis viejos. Claro,


como eran divorciados, yo les chantajeaba diciéndoles que si me molestaban o no me dejaban
hacer lo que quisiera, me iba a vivir donde el otro. Cada seis meses cambiaba de casa.

Por esos años probé también por primera vez marihuana. Me gustó, pero nunca me enganchó.
El trip que me producía era de modorra. El que sí me hizo perder la cabeza por completo fue
mi buen bazuco, base, polvo, el susto, la triqui, la fresita (por su olor), las negras. La probé a
los dieciocho años con un pana al que le decíamos el Tope Tope. Ese día yo estaba chupando
y pegándome unos pases. Este panita se me acercó y me dijo: Jaime Aníbal… -me llamó la
atención, porque así solo me llama la familia y los panas muy cercanos-. Me dio un sobrecito
con una sustancia color tierra. Le pregunté que qué era esa huevada y él respondió: “Ñañito,
esto es tierra de muerto”. Nunca había visto esa droga, pero los bróderes que estaban
conmigo me dijeron que efectivamente era bazuco. Yo, como estaba bien mamado y
periqueado, no dudé en prepararme una pistola. Le quité la mitad del tabaco a un cigarrillo e
introduje esa sustancia dentro. Iba a prenderlo pero los panas me dijeron que primero debía
broncearla, así que pasé la llama del fósforo por el cigarrillo tuneado hasta que se volvió
completamente negro. Lo prendí y comenzó inmediatamente a emanar un olor exquisito…
Mi cabeza se expandió. El sabor era indescriptible, ¡delicioso! Era como un dulce elixir en
el que me perdí. Creo que fue amor al primer pistolazo. Del paquete que me regalaron
salieron tres tiros. Cuando se nos terminó, fuimos de volada a buscarle al Tope Tope. Pero el
siguiente paquete ya nos costó cinco mil sucres. Le di el dinero y él entró en una casa
destartalada en La Zona. Enseguida escuchamos un estruendo y lo vimos salir volando por
la ventana del primer piso. El Tope Tope cayó justo a mis pies, me entregó los paquetitos y
salió soplado. Nosotros hicimos lo propio pero nos fuimos en otra dirección para continuar
con la farrita.

Para ese entonces yo estaba repitiendo el año en un colegio nocturno. Ahí la mayoría de los
alumnos consumíamos algún tipo de droga. Eso ayudó a que yo pudiera encontrar fácil la
tierra de muerto. Me mandaba luego los maduros con queso, que era una mezcla de base con
marihuana. Era una rica sensación… entre zumbado y tiesote. Desde entonces mi consumo
ha sido a diario. Pensé que a mí no me haría daño, porque veía a otras personas que les hacía
entrar en un estado de paranoia o de delirio de persecución focote, pero a mí, nada. Fue
cuestión de tiempo, nomás… poco a poco mi sistema nervioso se afectó con cada pistola que
me disparaba. Al poco tiempo ya tenía varios lugares donde podía comprar tierra de
muerto hasta que llegué a La Mansión, una casa al norte de Quito, de aspecto tétrico pero con
la mejor merca. Ir a ese lugar era toda una aventura. Por suerte yo tenía mi súper Cóndor
mirador, un auto que mi viejo me había regalado por haberme graduado del colegio, y en ese
me movía. El viaje era largo pero siempre valía la pena. Esto duró hasta que hubo una batida
y cerraron el lugar. Entonces tocó conseguir otro dealer, esta vez por La Tola, en pleno
centro histórico. Ahí al bazuco le decían pitiklín y nos vendían las llamadas alimentadoras,
que no eran otra cosa que paquetes de base con diez sobrecitos, de los que salían de dos a
tres pistolas. Mil sucres costaba más o menos cada bala de una alimentadora. Para esa época
ya había dejado la universidad, no tenía un trabajo fijo, así que decidí vender mi súper Cóndor
mirador. Y, ¿adivinen qué? ¡Me lo fumé todito!

Yo creía que era el mejor de todos los drogadictos, que era un verdadero tanque. Podía
consumir grandes cantidades de tierra de muerto sin despeinarme, en faenas completas que
podían durar días de días. Mi pana el Shunsho una vez me dijo: “Panita, usted si es del
festival de los hombres duros”. En mi estupidez, gozaba con que la gente me considere así:
¡El rey de los tronos!

Mi rutina era así… salir de casa, la primera parada que hacía era en unas cabinas telefónicas
de la Colón y 10 de Agosto. Con veinticinco centavos llamaba a la brujita –así le trataba yo,
con cariño-. Ella era una mujer de aspecto nada atractivo pero tenía un corazón muy grande,
se dejaba manipular a pesar de que siempre salía perdiendo en los negocios que hacía,
especialmente conmigo. Cuando me contestaba el teléfono me decía: “Buenos días, mi amor,
¿dónde está? … encontrémonos en el parque de siempre”. Así llegaba, apurado y tembloroso
como estoy ahora, a nuestra cita, a mi encuentro con la destrucción. Siempre terminaba
sacándole una o dos pequeñas fundas extra de aquel delicioso veneno.

Ya con los paquetitos en el bolsillo, salía volando sin regresar ni siquiera a ver hasta llegar a
mi cuarto o huequito, como cariñosamente le llamaba a mi lugar de consumo. Me sentaba en
el mismo sillón de la infancia y tomaba mi nave: una pipa de piedra a la que la llamaba Jade
y a la que la llenaba de tierra de muerto. La primera dosis era una montaña grande de ese
polvo infernal y la prendía. Una calada, dos, tres… la ansiedad desaparecía, y con ella, todos
los síntomas de desesperación, náusea y temblor. Sacaba mis instrumentos para que la faena
del fume vaya acorde con mi supuesto nivel. Contaba con varios alambres de distintos
tamaños, cada uno tenía su numeración y su uso. Agarraba el número tres, que servía para
mover lo que quedaba dentro de la nave luego de la primera prendida, ayudaba a fundir el
tabaco con el polvo… ¡se hacía como una melcocha! Inmediatamente ponía más tabaco y
otro Chimborazo de polvo… Va de nuevo, otra caladita… Ahora sentía cómo mi cerebro se
expandía y se acalambraba. ¡Fuuua, que rica sensación! Eso era lo que más me gustaba de la
faena. Cuando la primera fundita se terminaba, continuaba con la siguiente… y comenzaba
el calvario: y, ahora, ¿cómo consigo más?

Por lo general llamaba a uno de mis primos y salíamos a retaquear juntos. Agarrados cada
uno una moneda de cincuenta centavos, íbamos por la calle diciendo a la gente: “Señor, por
favor me puede apoyar para comer, me falta un dólar”. ¡Qué denigrante era la situación!
¡Nunca en mi vida me había humillado tanto! ¡Todo por conseguir la puta droga! Mucha
gente en la calle me puteaba y me decían que vaya a trabajar, pero en ese momento me salía
la típica: “¡No hay trabajofff! …usted qué cree, que si tuviera camello le estuviera pidiendo
algo”. En cambio otras personas sí me daban. En una hora sacábamos para tres pequeñas
fundas cada uno y volvíamos a las cabinas a llamar a la brujita. El encuentro esta vez era en
otro lugar, pero más cercano al huequito. Si se terminaba, la operación se repetía hasta que
daban las cinco de la tarde. A esa hora era tiempo de cuidar carros en la calle, afuera de la
casa, como hasta las ocho de la noche. Ahí sacábamos otro billetito y enseguida volábamos
a los shawarmas de La Mariscal para comprar otra dosis. Claro, esta no nos duraba ni una
hora, entonces tocaba retaquear de nuevo. Íbamos a un conocido terminal de buses
interprovinciales, cerca de la casa, para pedir dinero cuidando carros. Luego volvíamos al
huequito a volar en mi nave. Pero había más salidas de retaque, esta vez pagadas por los
gringos y por los turistas que salían a La Zona por la noche a buscar suerte. Aprovechando
su estado de embriaguez y generosidad, eran presas fáciles de la manipulación.

Esta rutina la practicábamos todos los días, sin excepción. Era como un trabajo al que no
podíamos faltar. La gente ya nos conocía y cada vez éramos más deplorables. Nuestras faenas
terminaban a la madrugada, tipo tres o cuatro de la mañana, y eso porque teníamos que dormir
para el día siguiente. No sé si se dieron cuenta, pero no había tiempo para nada, ni para comer.
Eso lo hacíamos el momento de ir a dormir…

***

Le di al Jaime Aníblal las monedas sabiendo de memoria el uso que el personal les daría.
Otro abrazo, pero esta vez de despedida. Me juró que regresaría a Cuenca para continuar
con su terapia. Fue bueno oír eso pues significaba que dejaría nuevamente aquellas esquinas
sépticas de Quito, plagadas de polvos de colores. A la semana siguiente, le envié un mensaje
por el feis. Quería saber cómo andaba y me sorprendió saber que había cumplido su
promesa: estaba en Cuenca. Entonces sí conversamos durante horas, a los años, un poco
igualándonos de todo ese tiempo perdido. Así fue cómo todo comenzó, dos computadoras,
diez emails y un montón de mensajes privados que ahora ya no lo son.

***

Un buen día, hace más o menos once años, decidí internarme en un centro de rehabilitación
de adictos, en Cuenca. Fue justo en un momento en que vi mi vida completamente destruida,
mi familia ya ni me hablaba. Ahí estuve, autorrecluido durante cuatro meses, y fue donde
aprendí sobre el programa de Narcóticos Anónimos. Pero, ¡adivinen quién estaba de interno
ahí! ¡El Tope Tope! Todos ahí dentro estaban relocos y pensé que ese no era ni mi lugar ni
mi tiempo. ¡Grave error! Nunca puse en práctica nada y volví a consumir drogas casi
inmediatamente después de salir. Mis encerronas cada vez eran peores, pues, además de la
compulsión que sentía por la tierra de muerto, vagaba dentro de mí un sentimiento de culpa
que no me dejaba respirar. La Ingrata hacía su aparición de vez en cuando con sus diminutas
tangas de colores.

Tres años pasaron y me volví a internar voluntariamente, esta vez durante ocho meses. Era
mi tercer intento y nuevamente fracasé. Esta vez fue tan destructivo que llegué al punto de
denigrarme por una dosis de base, acepté incluso que los brujos me humillaran mal. Mis
estados de ansiedad hicieron que faltara el respeto mil veces a las personas que más amo en
esta vida: mi familia. Yo ya era irreconocible, nadie sabía qué hacer conmigo, jugaba con mi
libertad todos los días y en cualquier esquina, hasta me puse a vender balas a bandas
delincuenciales para así tener dinero para mi consumo. Varias veces esos manes me
amenazaron de muerte. Es ahí que decidí cambiar, más por miedo a que me maten que por
mi salud.

Ingresé a una prestigiosa comunidad terapéutica donde permanecí otros ocho meses. Ahí
descubrí que tenía un talento oculto: servir a las personas con mi mismo problema. Decidí
entonces prepararme y estudiar para alcanzar una certificación de consejero en adicciones.
Trabajé tres años en centros de recuperación para adictos en Cuenca y Azogues.

Como le puede pasar a cualquier mortal, mi familia atravesó por una crisis, pero esta vez no
era yo el culpable. Me tocó regresar a Quito sabiendo que eso era muy riesgoso por una
posible recaída. Y no me equivoqué. Esta vez el hundimiento fue total: mendigaba en la calle
por monedas, cuidaba carros en la noche en cualquier esquina y otra vez comencé a robar.
Mi autoestima bajó tanto que un día normal, o de éxito para mí, era levantarme como a las
nueve de la mañana con un solo pensamiento: seguir consumiendo esa mierda. Todos los días
me vestía con mis mejores galas: un jean, una camiseta, una gorra y unos zapatos -todos
viejos, sucios y rotos- que, por cierto, cada vez me quedaban más grandes por mi deterioro
físico. ¡Llegué a pesar cien libras! Ya ni siquiera me bañaba, mi obsesión por fumar me hacía
pensar que el baño era un tiempo perdido. Mi único objetivo en la vida era conseguir billete.
Mi rostro era irreconocible y qué decir de mis pensamientos. Gracias a Dios en ese momento
asomó un ángel en mi vida: mi hermana Katherine. Ella me brindó su mano lo cual agradezco
infinitamente, de por vida, ya que nadie confiaba en mí ni en mi recuperación.

De eso han pasado ya seis meses y ahora estoy reorganizando nuevamente mi vida en Cuenca.
Volví a trabajar pasando este mensaje a otros adictos y a la vez fortaleciendo mi personalidad,
entendiendo al fin que el problema no son las drogas ni el alcohol, sino la inmadurez de mi
persona. Sin duda alguna las diferencias que vivo hoy en día con mi recuperación son
significativas. Cuando consumía, todos mis pensamientos y esfuerzos giraban alrededor de la
tierra de muerto, pero hoy mi vida ha dado un giro gigantesco. Me despierto a las seis de la
mañana, tomo un baño y luego desayuno. Así comienza mi día. Vivo en una comunidad
terapéutica ayudando a otros drogadictos a superar su enfermedad.

Pero en el centro de rehabilitación, un día normal comienza antes de las seis de la mañana y
la primera tarea es el aseo general. A cada interno se le asigna un área de la casa, de la que
es responsable durante quince días. A las siete desayunamos y enseguida entramos al
encuentro de la mañana. Esta es una terapia en la que se reúne todo el grupo y cada quien
tiene la oportunidad de expresar sus sentimientos de las últimas veinticuatro horas. Así se
toma el pulso de cómo se encuentra el grupo. Luego viene un receso donde se sirve un
refrigerio a los muchachos. En ese momento me dedico a llenar formatos y a dar terapias
individuales, claro, dependiendo del estado de ánimo de cada uno.

Mediodía, almuerzo y descanso hasta las tres, hora del reingreso al trabajo grupal. Damos
terapias educativas y vivenciales sobre cómo mejorar su autoestima y personalidad.
Intentamos comprender que el problema no son las drogas, ni el alcohol, sino la personalidad
deficiente del ser humano. Traumas, resentimientos, recriminaciones que a la final se
convierten en el pretexto para llegar a un consumo desenfrenado de drogas.
Seis de la tarde. El grupo tiene nuevamente un receso para realizar sus tareas hasta las siete
de la noche, cuando se sirve la cena. Tres veces por semana se les da terapia espiritual y
cuatro, terapias lúdicas. Diez de la noche, la comunidad se retira a descansar y a prepararse
para el día siguiente.

Es un trabajo desgastante, en especial porque paso todo el tiempo encerrado, sin embargo,
tengo dos días a la semana libres, que los aprovecho para pasear y dedicarme a mí. Con el
pasar del tiempo, los días se vuelven monótonos. En Cuenca no tengo a nadie, toda mi familia
está en Quito, entonces me aburro, me desespero. Pero luego vuelvo y me doy cuenta de que
esta es mi realidad. Todo lo que estoy haciendo me ayuda a crecer y a fortalecer mi
recuperación. En mis días libres también voy a la iglesia a darle gracias a Dios por todo lo
que me da y a pedirle que cuide a mi familia y a toda la gente que amo.

Muchos se preguntarán por qué no tengo una pareja, y es muy simple: quiero estar seguro de
mi recuperación y de haber sanado las heridas que me dejó la Ingrata. Pero bueno, me toca
esperar, y mientras tanto, seguiré trabajando y preparándome cada día para ayudar a todos
los drogadictos con mis experiencias. Yo siempre les repito a mis adictos: “Yo ya les di
viviendo, guambras… no quieran hacer lo mismo, porque de seguro no encontrarán
diferencia entre lo que les cuento y la realidad”.

Esas son las grandes diferencias que tengo en mi vida. A pesar de que he recaído varias veces,
creo que todas han servido para mi recuperación. Lo que me enorgullece es que he tenido
siempre los huevos para levantarme, y esta vez, con la convicción de no volver.

http://labarraespaciadora.com/libertades/nanito-esto-es-tierra-de-muerto-testimonio-de-un-
adicto/

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