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Maestría en Ciencias Sociales

Teoría social moderna

Clase Nº 3 Orígenes de la psicología social interaccionista


Buenos días
Unas palabras previas acerca de la bibliografía. Estoy poniendo los links al final de
cada clase, inmediatamente antes o después del foro, con el nombre del texto en
cuestión. No la subirán a las unidades para no repetir links inútilmente. A partir de
la próxima clase comenzará a aparecer bibliografía en castellano. La bibliografía
en inglés es, naturalmente, sólo recomendada para los que pueden leer en inglés.

Introducción

Si bien la psicología social como una disciplina estricta no existió prácticamente


hasta los inicios mismos del siglo XX, de eso no se sigue que la interpretación
psicológica de los procesos sociales y políticos sea de origen reciente. Ya
Aristóteles discutía en su Ética la cuestión de si los hombres prefieren la sociedad
de aquellos que se le asemejan o la de aquellos de los que difieren. Un problema
que, como vimos, resonaría en el célebre principio de una “consciousness of kind”
sobre el cual Franklin Giddings pretendía establecer los fundamentos seguros de
una ciencia sociológica. La idea aristotélica del hombre como un animal social
(zoos politikos) desencadenaría una insigne progenie que llegaría hasta el “instinto
de rebaño” (o de manada) de Wilfred Trotter, una de las tantas versiones de la
constricción que el grupo ejerce sobre el individuo, idea esta que se convertiría en
el caballito de batalla preferido del funcionalismo. El propio John Locke, en su
discusión acerca de las leyes de la moda, anticipaba las teorías de W. G. Sumner
al postular que la fuerza de la costumbre de grupo y de la moda es más poderosa
que las leyes de Dios o del estado. Junto a los análisis de David Hume y Adam
Smith acerca de las formas de la simpatía, adelantaba conceptos que gozaron de
amplia difusión en las postrimerías del siglo XIX, como el ya visto de los Folkways
o la cake of custom de Walter Bagehot. Las grandes teorías sociológicas
francesas de aquella época, como la psicología de las multitudes de Gustav Le
Bon o la psicología de la imitación de Gabriel Tarde, apenas serían comprensibles
sin el extraordinario énfasis que ponían en la psicología individual. Era común por
entonces considerar al individuo como el punto de arranque de cualquier proceso
legítimo de socialización. En esto, como en tantas otras cosas, el genio de un
Durkheim sería la excepción. Teóricos norteamericanos como Lester Ward y
Simon Patten adaptarían incluso el cálculo hedonista para que sirviera de base
psicológica a sus concepciones acerca de la sociedad.

Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el hartazgo. Digamos aquí tan solo que,
en la sociología norteamericana, en paralelo con los desarrollos pioneros de
George Herbert Mead y Charles Horton Cooley, probablemente haya sido el propio
W. I. Thomas el encargado de establecer un conjunto de patrones más rigurosos
en lo que hace a la interacción del hombre con su entorno social, sin renunciar a la
búsqueda de un cierto equilibrio entre los dos términos de la ecuación individuo/
sociedad. Y ya desde su temprano paper de 1904 The Province of Social
Psychology.

Muchos fueron los factores que contribuyeron al surgimiento de la psicología


social como un ámbito específico de los estudios sociales poco antes de la
Primera Guerra Mundial. La tendencia generalizada de la sociedad americana
hacia una mayor introspección, que confirmaba la creciente popularidad de los
libros y revistas confesionales, las primeras rupturas de los tabúes sexuales y la
incipiente preocupación con cuestiones emocionales y de bienestar mental, no
agota todas las explicaciones pero ofrece una clara señal de los inicios del
proceso. Además, el agudo sentido de crisis nacional con que Estados Unidos
emerge de la guerra provoca una serie de ansiedades que se traducen en una
desconfianza hacia el otro expresada en términos de clase, de raza y de etnia. Es
esta una época donde conviven las leyes segregacionistas, las políticas anti-
inmigratorias y las alarmas ante la “amenaza comunista” (red scare). La insistencia
en una cohesión nacional más ajustada, que venía profundizándose desde 1907,
adquirirá con el pasaje del test de alfabetización de 1917 en el Congreso una
preocupante vocación homogeneizadora, en favor de una americanización más
integral de los recién llegados, a la que insistirá en honrar buena parte de la teoría
social norteamericana, incluso en períodos posteriores. Y puesto que ninguna
cohesión social duradera puede lograrse si no se analizan primero las fuerzas que
inciden en los procesos de formación, ajuste y desajuste de la personalidad
humana, la recurrencia a (y de) la psicología social durante las décadas siguientes
queda de ese modo garantizada.

A este abigarrado panorama debemos agregarle la inexorable pérdida que la


guerra trae de la fe en el progreso, la conciencia cada vez mayor de los factores
irracionales que operan en el comportamiento. Un punto que, enfrentado al
racionalismo moderno de vieja data, incluso a sus variantes más peculiares en la
teoría utilitarista ulterior, curiosamente en lugar de consolidar la antigua
concepción de los instintos acabará por extenderle su certificado de defunción.

Apogeo de la teoría de los instintos

En pleno auge del darwinismo social se hallaba extendida una concepción que, a
partir del señalamiento de uno o más instintos originarios (esto es, genéticos)
derivaba una hipótesis evolucionista capaz de explicar tanto el desarrollo de la
mente individual como, para decirlo en el lenguaje de la época, las características
de la raza. La psicología genética de Granville Stanley Hall, por caso, partía de la
hipótesis de una evolución de la mente a través de un proceso selectivo que se
desarrollaba en el curso de una curva temporal prácticamente inabarcable.
Mediante su famosa “ley de recapitulación” postulaba que el crecimiento
psíquico del individuo reproducía los estadios y características principales de la
evolución mental de la raza. La ontogénesis (a grandes rasgos, el desarrollo
individual) recapitulaba la filogénesis (el desarrollo de la especie) y la psicología,
como no podía ser de otro modo a principios del siglo XX, se daba la mano con la
biología. Mente y cuerpo evolucionaban juntos en la raza como un proceso
continuo, “producto de millones de años de lucha”. La condición mental excedía
las limitadas experiencias individuales y contenía en sí misma todo el pasado y
todo el futuro, “atravesando estadios tan diferentes de su forma presente como
sea posible concebir”.

También Edward Lee Thorndike asumía una naturaleza originaria del hombre, una
suerte de equipamiento nativo que consistía en todas las tendencias no
aprendidas con las que comienza su carrera y que de ninguna manera dependen
de los hechos de su entorno social o natural inmediato. Capacidades originarias,
representaciones sensoriales que sólo con la educación se convierten en juicios e
ideas más complejas. De estos impulsos naturales se derivaba para Thorndike
una extensa lista de instintos sociales. Si bien, contra tantos spencerianos
defensores del laissez faire, consideraba que el progreso dependía de un reajuste
de esos impulsos a las necesidades cambiantes de la civilización avanzada. A
diferencia de Hall, para él no era la naturaleza la guía más segura de la educación
y la conducta.

No obstante, serían dos textos publicados en 1908, An Introduction to Social


Psychology del psicólogo inglés William McDougall y Social Psychology del
sociólogo americano Edward Ross, los más difundidos por entonces. El de
McDougall en particular ofrecía el primer tratamiento sistemático de la importancia
sociológica del instinto, al que definía como “una disposición psico-física heredada
o innata que determina a su poseedor a percibir, y prestar atención, a objetos de
cierta clase, a experimentar una excitación emocional de una cualidad particular
sobre la percepción de dicho objeto, y a actuar en relación con él de una manera
particular o, al menos, a experimentar un impulso hacia tal acción”. (Citado en
Harry Elmer Barnes, Psychology and History, p. 43)

Más importante que el inevitable catálogo de instintos primarios (todos divergentes


según los distintos teóricos) era el hecho de que, a diferencia de su colega Trotter,
no consideraba al instinto gregario como un factor causal directo en el desarrollo
de las instituciones políticas y sociales sino como una influencia previa que
acercaba a los individuos en relaciones de contigüidad. McDougall distinguía
cuatro niveles de conducta por los cuales atravesaban todos los pueblos
avanzados en el curso de su evolución socio-política y todos los individuos desde
su nacimiento hasta la madurez: el comportamiento instintivo, propio del reino
animal y a base de dolores y placeres; el control social, donde los impulsos
distintivos se modifican por un sistema de recompensas y castigos administrado
por el entorno social; el reino de la opinión pública, dominado por el elogio o el
reproche social; y el más alto, regulado por un ideal de conducta autónomo, un
pensamiento crítico (perteneciente a unos pocos) que trasciende las presiones
sociales. De esa manera el psicólogo inglés hacía de la ascendencia de la opinión
pública, de su influencia en el control social y en la obediencia política, el problema
fundamental de las sociedades contemporáneas. Sus conclusiones, a
contramano del liberalismo clásico, la presentaban como una guía poco
confiable de la conducta: una posición que influiría (y mucho) en las
investigaciones funcionalistas sobre comportamiento electoral de décadas
posteriores.

El ataque a la teoría de los instintos

Bastaría con demostrar que todos esos patrones de acción que los antiguos
escritores consideraban heredados o instintivos eran, en realidad, adquiridos para
que la teoría de los instintos se desmoronara como un castillo de naipes. Tarea
que emprendería Louis L. Bernard en su Instincts: A Study in Social Psychology,
de 1924. Después de examinar 2000 libros de 1700 autores, Bernard enumeraba
15.789 instintos subsumidos en 6.131 tipos y concluía que el concepto era
demasiado inconsistente, inadecuado para su uso científico. Cualquier teoría
acerca del desarrollo de la personalidad debía asumir ahora que la mayoría de los
llamados instintos no eran heredados sino consecuencia de las fuerzas del
entorno social: formas de comportamiento aprendido que, basándose en las
intuiciones originarias del pragmatista William James, denominaba hábitos; o
formas no aprendidas a las que se refería como reflejos. La falta de precisión
científica de la hipótesis de antaño del determinismo biológico entraba ahora
en conflicto con la moderna asunción sociológica de la naturaleza psíquica
de los fenómenos sociales. La nueva llave del comportamiento (social e
individual) consistía en complejos de hábitos no heredados. La mayoría de los
patrones de acción se adquirían después del nacimiento, a través de un proceso
de adaptación a las experiencias de la vida. Y cualquier proceso efectivo de
control social o individual de la conducta debía descartar el peligroso supuesto de
ideas o conceptos heredados.

“Hasta aquí ellos (los psicólogos sociales) se han aproximado al problema


esencialmente desde el ángulo equivocado, el del análisis del instinto, bajo la
presuposición de que el instinto domina el desarrollo del hábito. Tanto la
aproximación como la asunción son erróneas. El sociólogo está demostrando que
el entorno domina cada vez más tanto el contenido como la dirección o el
funcionamiento de la formación del hábito. Es entonces desde el punto de vista del
contenido y la organización del entorno psico-social que el control del crecimiento
del carácter humano debe ser encarado, siendo los instintos considerados
primariamente como el punto de partida original, no necesariamente el único ni el
más inmediato, del proceso.” (Barnes, op. cit., p. 72)

Ellsworth Faris, en el contexto de la Escuela de Chicago, iría aún más allá en el


intento de demostrar que no existe base fáctica alguna que establezca la realidad
y la existencia de los instintos. En su clásico artículo Are Instincts Data or
Hypotheses? (1918) asevera que los datos etnológicos desmienten la presencia
de cualquier relación constante entre patrones dados de comportamiento e
instintos específicos. Miembros de sociedades no letradas con frecuencia
expresan sus “instintos” de manera diferente a la del hombre occidental. De allí
que considere a los instintos como meras construcciones hipotéticas. Aun si los
hombres los poseen en su nacimiento, la cultura los modifica tan continua y
rápidamente que nunca pueden ser detectados en estado puro. Sólo la
investigación empírica del proceso de socialización, el proceso por el cual el niño
se convierte en participante activo de su propia sociedad, concluye Faris, puede
arrojar una base segura para el desarrollo de una ciencia social.

La crítica a la teoría del arco reflejo

La psicología del siglo XIX procuraba dar cuenta de las acciones humanas sobre
la base de la fisiología animal. Puesto que la teoría del instinto había tenido un
éxito relativo a la hora de explicar el comportamiento animal, se presumía que
esos mismos mecanismos podían extenderse a la conducta de los hombres. Pero
el estudio fisiológico de los individuos despreciaba el hecho ineluctable de que
estos solo funcionan en el contexto de relaciones sociales siempre cambiantes.
Además, los experimentos de laboratorio con animales ignoraban el papel que la
imaginación juega en las personas y, debido a esto, la mayoría de las
concepciones biologicistas del siglo XIX parecían por detrás incluso de las teorías
de la percepción que habían estado en boga durante los siglos XVII y XVIII.

Ya el filósofo William James relacionaba los instintos con la psicología del hábito,
demostrando que los primeros estaban diseñados para cumplir con alguna clase
de propósito social y que su función no podía menos que modificarse en conexión
con el entorno. Al señalar el significado social y político de la acción instintiva,
James arribaba a la idea de un Social Self (“el reconocimiento que un hombre
tiene de sus semejantes”) que no sólo anticipaba ciertas variables del
interaccionismo futuro (como las de Erving Goffman sobre la presentación de la
persona en la vida cotidiana) sino que ponía en jaque las nociones evolucionistas
dominantes: tanto la idea spenceriana de que el genio trasciende su contexto
social como su contracara (también presente en Spencer) acerca de la
preeminencia de condiciones geográficas y objetivas generales que minimizan la
acción individual.

Esta búsqueda denodada de un renovado equilibrio entre individuo y sociedad era


compartida por la psicología de James Baldwin, quien sin abandonar por completo
el criterio evolucionista (al que complementaba con la influencia del idealismo
alemán) se convertía en uno de los primeros, junto con Charles Sanders Pierce,
en impugnar el dualismo entre ambos términos.

“El contraste tradicional entre intereses individuales y colectivos es largamente


artificial y erróneo. El individuo es producto de su vida social, y la sociedad es una
organización de tales individuos. No existe, en su conjunto, ningún antagonismo
general de intereses. Por el contrario, hay concurrencia e identidad práctica, al
menos en aquellos aspectos de la vida que constituyen las utilidades de una
sociedad y el motivo de las acciones esenciales de los hombres. La sociedad y el
individuo no son dos entidades, dos fuerzas que actúan separadas, dos enemigos
que se hacen concesiones reticentes y forzadas uno al otro. Son, por el contrario,
los dos lados de un todo orgánico en desarrollo, en el cual el bienestar y el avance
de uno ayuda al bienestar y el progreso del otro.” (Barnes, op. cit., p.28)

De estas fuentes beberían los tres impulsos fundamentales por aquilatar una
moderna psicología social que sólo el tiempo reconocería como interaccionista.
Dejo para más adelante, por su complejidad y por el enorme influjo que ejercería
en variantes de la sociología contemporánea, la teoría general de George H.
Mead. Resulta en cambio especialmente ilustrativa, para lo que aquí nos convoca,
la polémica temprana de John Dewey con un conductismo avant la lettre que
todavía resonaría con fuerza en los comienzos de la Mass Communication
Research allá por los años cuarenta.

Los intentos de fundar el estudio de los fenómenos psíquicos en una aproximación


behaviorista están asociados al nombre de John Watson. Su voluntad esencial
consistía en hacer de la psicología una ciencia natural objetiva y en introducir un
monismo metodológico que pudiera dar cuenta del comportamiento de todo tipo de
organismos, desde una ameba hasta el mismísimo hombre. Y que sirviera,
además, para establecer los mecanismos de predicción y control del propio
comportamiento humano. Para ello era necesario renunciar a todos los factores
subjetivos o introspectivos de la psique individual y, muy especialmente, a la
postulación de estados de consciencia como objetos legítimos de investigación.
Watson tendía a sustituir (sin rechazarlos del todo) los instintos por la idea
pavloviana de reflejos condicionados y a buscar en las respuestas y reacciones
externas de la gente ante diversas situaciones, más que en sus estados mentales
internos, la clave de la conducta.

Dewey, ya mucho antes de que Watson hiciera públicas sus ideas, demostraba en
un artículo de 1896 -The Reflex Arc Concept in Psychology- los límites de este tipo
de explicaciones, que tendían a adaptar los comportamientos de los animales a
los de las personas. La idea del arco reflejo comenzaba con un estímulo externo
que se consideraba la causa del comportamiento subsiguiente; procedía a través
de una trayectoria nerviosa hacia un centro interruptor del cual un impulso a actuar
era enviado a través de otras trayectorias nerviosas a los músculos específicos,
cuya acción constituía el final del proceso y el resultado del estímulo. Dewey
demostraba que esta explicación en términos de estímulo y respuesta no era
psicológicamente adecuada, puesto que el estímulo no era meramente sensorial
sino que incluía una coordinación motriz que muchas veces era primaria respecto
de la sensación secundaria. En su ejemplo, no era la sensación de la luz sino la
observación de la vela lo que impulsaba al niño a tomarla. En otras palabras, no
se podía separar el estímulo sensorial y la respuesta motriz como dos existencias
mentales distintas. Eso era lo propio de la acción consciente, que funcionaba
como un circuito y no como un arco, en donde el estímulo no era en realidad ni
externo ni previo al acto. Ni la mera sensación ni el mero movimiento podían ser
estímulo o respuesta. Sólo en el contexto completo de la acción, como procesos y
no como existencias físicas particulares, adquirían relevancia.

Charles Horton Cooley y el grupo primario

Para Cooley, opuesto a cualquier dualismo y enemigo del determinismo biológico,


la vida es un todo en el cual individuo y sociedad son inseparables, “gemelos”,
“dos caras de la misma moneda”. El hombre es en parte animal, en parte social.
Cualquier personalidad humana constituye un intricado producto a la vez de
naturaleza, lo biológico (Nature) y crianza, lo sociocultural (Nurture). La
adquisición del habla, por ejemplo, requiere tanto una predisposición orgánica
como la preexistencia de la comunicación simbólica en el grupo (o cultura) en el
cual al niño le toca nacer.

Dado que a los hombres (y mujeres) les resulta imposible sobrevivir sin la ayuda
de otros, en casi todas partes se lo halla como miembro de un grupo familiar
durante sus primeros años. Las familias son grupos pequeños, de contactos cara
a cara, asociaciones íntimas cuyos miembros comparten un sentido común de
pertenencia, una suerte de nosotros. A medida que se expande el mundo social
del niño, participa en grupos de juego y vecindarios que también se caracterizan
por esas mismas relaciones cara a cara. Es dentro de estos grupos primarios,
como los denomina Cooley, donde se establecen la estructura básica de la
personalidad y los ideales sociales en común. Puesto que la existencia de grupos
primarios es prácticamente universal, los hombres poseen en todas partes
atributos comunes que conforman la naturaleza humana: sentimientos e impulsos
superiores a los de los animales más bajos, y que pertenecen a la humanidad en
su conjunto y no a un tiempo o una raza particulares.

Es durante los tempranos años de vida dentro de los grupos primarios cuando los
hombres adquieren conocimiento de su cultura, respeto por metas y valores
compartidos, la capacidad del entendimiento y la manipulación del lenguaje que le
permite desarrollar una concepción de sí mismo. Este Self, al que Cooley
denomina looking-glass self, se alcanza cuando el niño puede imaginar cómo se le
aparece a los otros, y cómo los otros evalúan su apariencia y su comportamiento,
y cuando él mismo experimenta una reacción emotiva ante esa evaluación. Y
como la habilidad para manipular los símbolos del lenguaje constituye un
prerrequisito de la adquisición del Self (la identidad), también la idea de I (el Yo) es
siempre social en su origen. Un énfasis en la naturaleza simbólica de la vida social
que profundizará la teoría de G. H. Mead y resonará en todas las aportaciones
sociológicas, desde Chicago hasta el Interaccionismo Simbólico y más allá.
Conclusión
El pasaje de una teoría de los instintos a una psicología social que el tiempo
bautizará como interaccionista establece los parámetros básicos sobre los cuales
se desarrollará la teoría social norteamericana del siglo XX. Sin que desaparezcan
del todo los ecos biologicistas y evolucionistas, serán la naturaleza simbólica de la
vida social y la concepción del grupo primario los acordes que se repetirán una y
otra vez en las ideas sociológicas posteriores. La prioridad del consenso frente a
cualquier forma de disenso, la precedencia del proceso de socialización en grupos
sobre cualquier tentación de autorrealización individual, la disolución socio-
psicológica del concepto de opinión pública, la denodada preocupación por un
equilibrio socio-político que canalice todo conflicto de intereses por cauces
institucionales seguros, serán algunos de los carriles a través de los cuales
discurrirán un conjunto de ideas sociológicas que sabrán reflejar las
transformaciones de la sociedad americana a lo largo del siglo XX. De ellas nos
iremos ocupando en las clases sucesivas.
Lecturas muy recomendadas

(Para los que pueden leer en inglés)


Dewey, John, 1896. The reflex arc concept in psychology.
https://archive.org/details/DeweyReflexArc
Faris, Ellsworth, 1921. Are Instincts Data or Hypotheses?

https://brocku.ca/MeadProject/Faris/Faris_1921.html
Lecturas recomendadas

Barnes, Harry Elmer. Psychology and History. NY, The Century Co., 1925, Cap. 1
Bernard, Luther Lee. Instinct: A Study in Social Psychology. NY, Henry Holt and
Co., 1924
Cambiasso, Norberto y Grieco y Bavio, Alfredo. Días Felices: Los usos del
orden: de la Escuela de Chicago al Funcionalismo. Bs. As., Eudeba, 1999, Caps. 6
y9
Cooley, Charles Horton. The Two Major Works of Charles H. Cooley. Glencoe,
Free Press, 1956
Faris, Robert E. Chicago Sociology (1920-1932). Chicago, University of Chicago Press, 1967

McDougall, William. An Introduction to Social Psychology (1908), London, Methuen,

 Psicología social interaccionistaForo


 Bernard: Instinct, cap. 4archivo
 McDougall, Social Psychology

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