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Introducción
Los ejemplos podrían multiplicarse hasta el hartazgo. Digamos aquí tan solo que,
en la sociología norteamericana, en paralelo con los desarrollos pioneros de
George Herbert Mead y Charles Horton Cooley, probablemente haya sido el propio
W. I. Thomas el encargado de establecer un conjunto de patrones más rigurosos
en lo que hace a la interacción del hombre con su entorno social, sin renunciar a la
búsqueda de un cierto equilibrio entre los dos términos de la ecuación individuo/
sociedad. Y ya desde su temprano paper de 1904 The Province of Social
Psychology.
En pleno auge del darwinismo social se hallaba extendida una concepción que, a
partir del señalamiento de uno o más instintos originarios (esto es, genéticos)
derivaba una hipótesis evolucionista capaz de explicar tanto el desarrollo de la
mente individual como, para decirlo en el lenguaje de la época, las características
de la raza. La psicología genética de Granville Stanley Hall, por caso, partía de la
hipótesis de una evolución de la mente a través de un proceso selectivo que se
desarrollaba en el curso de una curva temporal prácticamente inabarcable.
Mediante su famosa “ley de recapitulación” postulaba que el crecimiento
psíquico del individuo reproducía los estadios y características principales de la
evolución mental de la raza. La ontogénesis (a grandes rasgos, el desarrollo
individual) recapitulaba la filogénesis (el desarrollo de la especie) y la psicología,
como no podía ser de otro modo a principios del siglo XX, se daba la mano con la
biología. Mente y cuerpo evolucionaban juntos en la raza como un proceso
continuo, “producto de millones de años de lucha”. La condición mental excedía
las limitadas experiencias individuales y contenía en sí misma todo el pasado y
todo el futuro, “atravesando estadios tan diferentes de su forma presente como
sea posible concebir”.
También Edward Lee Thorndike asumía una naturaleza originaria del hombre, una
suerte de equipamiento nativo que consistía en todas las tendencias no
aprendidas con las que comienza su carrera y que de ninguna manera dependen
de los hechos de su entorno social o natural inmediato. Capacidades originarias,
representaciones sensoriales que sólo con la educación se convierten en juicios e
ideas más complejas. De estos impulsos naturales se derivaba para Thorndike
una extensa lista de instintos sociales. Si bien, contra tantos spencerianos
defensores del laissez faire, consideraba que el progreso dependía de un reajuste
de esos impulsos a las necesidades cambiantes de la civilización avanzada. A
diferencia de Hall, para él no era la naturaleza la guía más segura de la educación
y la conducta.
Bastaría con demostrar que todos esos patrones de acción que los antiguos
escritores consideraban heredados o instintivos eran, en realidad, adquiridos para
que la teoría de los instintos se desmoronara como un castillo de naipes. Tarea
que emprendería Louis L. Bernard en su Instincts: A Study in Social Psychology,
de 1924. Después de examinar 2000 libros de 1700 autores, Bernard enumeraba
15.789 instintos subsumidos en 6.131 tipos y concluía que el concepto era
demasiado inconsistente, inadecuado para su uso científico. Cualquier teoría
acerca del desarrollo de la personalidad debía asumir ahora que la mayoría de los
llamados instintos no eran heredados sino consecuencia de las fuerzas del
entorno social: formas de comportamiento aprendido que, basándose en las
intuiciones originarias del pragmatista William James, denominaba hábitos; o
formas no aprendidas a las que se refería como reflejos. La falta de precisión
científica de la hipótesis de antaño del determinismo biológico entraba ahora
en conflicto con la moderna asunción sociológica de la naturaleza psíquica
de los fenómenos sociales. La nueva llave del comportamiento (social e
individual) consistía en complejos de hábitos no heredados. La mayoría de los
patrones de acción se adquirían después del nacimiento, a través de un proceso
de adaptación a las experiencias de la vida. Y cualquier proceso efectivo de
control social o individual de la conducta debía descartar el peligroso supuesto de
ideas o conceptos heredados.
La psicología del siglo XIX procuraba dar cuenta de las acciones humanas sobre
la base de la fisiología animal. Puesto que la teoría del instinto había tenido un
éxito relativo a la hora de explicar el comportamiento animal, se presumía que
esos mismos mecanismos podían extenderse a la conducta de los hombres. Pero
el estudio fisiológico de los individuos despreciaba el hecho ineluctable de que
estos solo funcionan en el contexto de relaciones sociales siempre cambiantes.
Además, los experimentos de laboratorio con animales ignoraban el papel que la
imaginación juega en las personas y, debido a esto, la mayoría de las
concepciones biologicistas del siglo XIX parecían por detrás incluso de las teorías
de la percepción que habían estado en boga durante los siglos XVII y XVIII.
Ya el filósofo William James relacionaba los instintos con la psicología del hábito,
demostrando que los primeros estaban diseñados para cumplir con alguna clase
de propósito social y que su función no podía menos que modificarse en conexión
con el entorno. Al señalar el significado social y político de la acción instintiva,
James arribaba a la idea de un Social Self (“el reconocimiento que un hombre
tiene de sus semejantes”) que no sólo anticipaba ciertas variables del
interaccionismo futuro (como las de Erving Goffman sobre la presentación de la
persona en la vida cotidiana) sino que ponía en jaque las nociones evolucionistas
dominantes: tanto la idea spenceriana de que el genio trasciende su contexto
social como su contracara (también presente en Spencer) acerca de la
preeminencia de condiciones geográficas y objetivas generales que minimizan la
acción individual.
De estas fuentes beberían los tres impulsos fundamentales por aquilatar una
moderna psicología social que sólo el tiempo reconocería como interaccionista.
Dejo para más adelante, por su complejidad y por el enorme influjo que ejercería
en variantes de la sociología contemporánea, la teoría general de George H.
Mead. Resulta en cambio especialmente ilustrativa, para lo que aquí nos convoca,
la polémica temprana de John Dewey con un conductismo avant la lettre que
todavía resonaría con fuerza en los comienzos de la Mass Communication
Research allá por los años cuarenta.
Dewey, ya mucho antes de que Watson hiciera públicas sus ideas, demostraba en
un artículo de 1896 -The Reflex Arc Concept in Psychology- los límites de este tipo
de explicaciones, que tendían a adaptar los comportamientos de los animales a
los de las personas. La idea del arco reflejo comenzaba con un estímulo externo
que se consideraba la causa del comportamiento subsiguiente; procedía a través
de una trayectoria nerviosa hacia un centro interruptor del cual un impulso a actuar
era enviado a través de otras trayectorias nerviosas a los músculos específicos,
cuya acción constituía el final del proceso y el resultado del estímulo. Dewey
demostraba que esta explicación en términos de estímulo y respuesta no era
psicológicamente adecuada, puesto que el estímulo no era meramente sensorial
sino que incluía una coordinación motriz que muchas veces era primaria respecto
de la sensación secundaria. En su ejemplo, no era la sensación de la luz sino la
observación de la vela lo que impulsaba al niño a tomarla. En otras palabras, no
se podía separar el estímulo sensorial y la respuesta motriz como dos existencias
mentales distintas. Eso era lo propio de la acción consciente, que funcionaba
como un circuito y no como un arco, en donde el estímulo no era en realidad ni
externo ni previo al acto. Ni la mera sensación ni el mero movimiento podían ser
estímulo o respuesta. Sólo en el contexto completo de la acción, como procesos y
no como existencias físicas particulares, adquirían relevancia.
Dado que a los hombres (y mujeres) les resulta imposible sobrevivir sin la ayuda
de otros, en casi todas partes se lo halla como miembro de un grupo familiar
durante sus primeros años. Las familias son grupos pequeños, de contactos cara
a cara, asociaciones íntimas cuyos miembros comparten un sentido común de
pertenencia, una suerte de nosotros. A medida que se expande el mundo social
del niño, participa en grupos de juego y vecindarios que también se caracterizan
por esas mismas relaciones cara a cara. Es dentro de estos grupos primarios,
como los denomina Cooley, donde se establecen la estructura básica de la
personalidad y los ideales sociales en común. Puesto que la existencia de grupos
primarios es prácticamente universal, los hombres poseen en todas partes
atributos comunes que conforman la naturaleza humana: sentimientos e impulsos
superiores a los de los animales más bajos, y que pertenecen a la humanidad en
su conjunto y no a un tiempo o una raza particulares.
Es durante los tempranos años de vida dentro de los grupos primarios cuando los
hombres adquieren conocimiento de su cultura, respeto por metas y valores
compartidos, la capacidad del entendimiento y la manipulación del lenguaje que le
permite desarrollar una concepción de sí mismo. Este Self, al que Cooley
denomina looking-glass self, se alcanza cuando el niño puede imaginar cómo se le
aparece a los otros, y cómo los otros evalúan su apariencia y su comportamiento,
y cuando él mismo experimenta una reacción emotiva ante esa evaluación. Y
como la habilidad para manipular los símbolos del lenguaje constituye un
prerrequisito de la adquisición del Self (la identidad), también la idea de I (el Yo) es
siempre social en su origen. Un énfasis en la naturaleza simbólica de la vida social
que profundizará la teoría de G. H. Mead y resonará en todas las aportaciones
sociológicas, desde Chicago hasta el Interaccionismo Simbólico y más allá.
Conclusión
El pasaje de una teoría de los instintos a una psicología social que el tiempo
bautizará como interaccionista establece los parámetros básicos sobre los cuales
se desarrollará la teoría social norteamericana del siglo XX. Sin que desaparezcan
del todo los ecos biologicistas y evolucionistas, serán la naturaleza simbólica de la
vida social y la concepción del grupo primario los acordes que se repetirán una y
otra vez en las ideas sociológicas posteriores. La prioridad del consenso frente a
cualquier forma de disenso, la precedencia del proceso de socialización en grupos
sobre cualquier tentación de autorrealización individual, la disolución socio-
psicológica del concepto de opinión pública, la denodada preocupación por un
equilibrio socio-político que canalice todo conflicto de intereses por cauces
institucionales seguros, serán algunos de los carriles a través de los cuales
discurrirán un conjunto de ideas sociológicas que sabrán reflejar las
transformaciones de la sociedad americana a lo largo del siglo XX. De ellas nos
iremos ocupando en las clases sucesivas.
Lecturas muy recomendadas
https://brocku.ca/MeadProject/Faris/Faris_1921.html
Lecturas recomendadas
Barnes, Harry Elmer. Psychology and History. NY, The Century Co., 1925, Cap. 1
Bernard, Luther Lee. Instinct: A Study in Social Psychology. NY, Henry Holt and
Co., 1924
Cambiasso, Norberto y Grieco y Bavio, Alfredo. Días Felices: Los usos del
orden: de la Escuela de Chicago al Funcionalismo. Bs. As., Eudeba, 1999, Caps. 6
y9
Cooley, Charles Horton. The Two Major Works of Charles H. Cooley. Glencoe,
Free Press, 1956
Faris, Robert E. Chicago Sociology (1920-1932). Chicago, University of Chicago Press, 1967