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Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad
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Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad

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About this ebook

Diez años después de publicar el premiado libro "Lo que hacen los mejores profesores universitarios", Ken Bain realiza este nuevo trabajo que mereció en 2012 el Premio Virginia and Warren Stone de la Harvard University al libro más sobresaliente sobre educación y sociedad. Este volumen contiene una excelente investigación muy bien escrita, que examina el enigmático tema, mediante relatos fascinantes acerca de individuos creativos que han alcanzado el éxito y que pasaron por la universidad. El libro profundiza en las prácticas, en las formas de ver el mundo y la universidad, en los hábitos mentales y las maneras de aprender individualmente y en colaboración de otros estudiantes universitarios, que decidieron asumir el control y la responsabilidad de su propia formación y desarrollo en el marco de una carrera universitaria.
LanguageEspañol
Release dateSep 4, 2014
ISBN9788437095387
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    Lo que hacen los mejores estudiantes de universidad - Ken Bain

    1

    Las raíces del éxito

    Sherry Kafka procedía de un pueblo pequeño de las montañas Ozark de Arkansas. Su pequeña comunidad rústica, perdida en un remoto lugar de ese estado básicamente rural, carecía por completo de los recursos artísticos que más tarde definirían su vida y harían de ella una de las más celebradas diseñadoras y urbanistas del país. De hecho, contó con posterioridad que en su pueblo ni siquiera había un cine. Semanalmente llegaba «un señor» con una tienda, la plantaba en la plaza y pasaba una película, «si es que esa semana no se emborrachaba».

    Su familia no tenía mucho dinero, y a menudo cambiaba de residencia para buscarse el sustento. En doce años fue a dieciséis escuelas y, a mitad de su último curso, se cambió de un instituto bastante grande en Hot Springs a un caserío minúsculo que sólo tenía seis estudiantes a punto de graduarse. «Creo que al final únicamente cinco de nosotros lo conseguimos», contó más tarde. «Fui incluso a escuelas que ya ni existen, pues eran tan pequeñas que fueron incapaces de retener profesores suficientes». Pero todo ese ajetreo no la desalentó. «Hizo que me forjara mis propios métodos para poder aprovechar lo que las escuelas me ofrecían», concluyó. «Entendí muy pronto que cada escuela es una cultura, y que mi trabajo era entrar en esa escuela y comprender cómo funcionaba esa cultura».

    Nadie de su familia había ido a la universidad1 directamente desde el instituto, si bien su padre sí que asistió ulteriormente a un seminario baptista. Rara vez leían algo distinto de la Biblia y, a excepción de las sagradas escrituras, en las casas en las que se crio no había libros –sólo relatos–. Cuando tenía cuatro o cinco años, su bisabuelo le contaba historias que él había escuchado de sus padres, o algunas que iba ideando directamente sobre la marcha. Tras inventarse una historia que dejaba encantada a la niña, la señalaba con su dedo y le decía: «Ahora cuéntame tú un cuento». Y ella empezaba. El anciano le hacía preguntas sobre los personajes y los animales que aparecían en sus cuentos, obligándola así a inventar más detalles acerca de ellos. Cuando Sherry estaba en octavo,2 algunos años después de que muriese su bisabuelo, decidió que ella era un «personaje del cuento» y que quería ser escritora. Se dio cuenta de que tenía que aprender más para llegar a ser escritora, y eso quería decir que finalmente tendría que ir a la universidad.

    Como su familia era pobre, sabía que no sería fácil, y empezó a buscar la manera de poder pagarse su educación superior. En su último año de instituto ganó un concurso nacional de escritura que prometía correr con todos los gastos de su primer año de universidad. Cuando preguntó a sus padres a qué universidad podría ir con la beca, le dijeron que podría acudir a una universidad de Texas porque conocían allí al director de una residencia que cuidaría de ella si caía enferma.

    Ese otoño se presentó en el campus, eufórica por su nueva aventura en esa distante ciudad, y le dieron una lista con las asignaturas obligatorias. No obstante, antes de irse de casa se había prometido a sí misma que cada semestre haría al menos una asignatura «sólo para mí», algo con lo que disfrutara. Cuando vio la lista de obligatorias encontró una feliz coincidencia, una asignatura que parecía interesante y que además era un requisito para los estudios de Bellas Artes.

    Se trataba de una asignatura del Departamento de Teatro llamada «Integración de capacidades». Su nombre le traía a la memoria un recuerdo de la infancia. Cuando era pequeña, su padre le había dicho que la gente con más éxito, las personas «más interesantes», las personas que «logran más de la vida», son las «personas que están mejor integradas». Él le había dicho que debía establecer vínculos entre todas las asignaturas que cursase y que debía encontrar en qué coinciden, así como las maneras en que se solapan. «Cuando estudiaba», concluyó ella, «solía pensar en lo que pasaba en biología y cómo eso se podía aplicar en inglés o en música».

    Decidió matricularse en ella, lo que cambiaría su vida.

    Sus clases tenían lugar en un extraño teatro con escenarios en los cuatro costados y sillas que podían girarse en todas las direcciones. El primer día de clase, nada más sentase en una de esas sillas de respaldo alto, entró en la sala un hombre de pelo oscuro y rizado y se sentó en el borde de uno de los escenarios. Comenzó a hablar sobre creatividad y personas. «Esta es una asignatura para descubrir vuestra propia capacidad creativa –dijo a los estudiantes–, y toda la ayuda que tendréis en vuestro descubrimiento será vosotros mismos y lo que consigáis saber sobre cómo trabajáis».3

    Sherry contó después que jamás se había encontrado con nada parecido a este hombre extraño que se sentó en el borde del escenario con su chaqueta y su corbata. «Vamos a plantearos algunos problemas –comentó–, y algunos de ellos son bastante disparatados, pero todos funcionan». Mientras Sherry se retorcía un tanto en su silla giratoria, él continuó: «Lo que traéis a esta clase es a vosotros mismos y vuestros deseos de participar, y lo que aquí haréis dependerá en última instancia de ello».

    En ese primer encuentro y en los días que vendrían, su profesor, Paul Baker, invitó a Sherry y a todos los demás estudiantes a participar en una nueva clase de aprendizaje. «Para algunos –decía–, crecer consiste casi exclusivamente» en mejorar la memoria, nada más. Para otros, «es lo que hay detrás de cómo funcionan las cosas –cómo montar un motor, ajustar cañerías, combinar fórmulas, resolver problemas, etc.–». El propósito de ese tipo de crecimiento, seguía apuntando, «nunca es desarrollar un método nuevo sino convertirse en un gran experto en los métodos antiguos». Para un tercer grupo crecer significa desarrollar «cultos» y «sistemas» mediante los cuales se pueda apreciar «lo lejos que otros se encuentran de los niveles que ellos mismos establecen». «Se reúnen, dan órdenes, palmaditas en la espalda, fuman puros en trastiendas, pertenecen a comités importantes, se convierten en una especie de artistas, músicos, actores, profetas, predicadores, políticos... Dejan caer nombres de personajes importantes y se cubren a sí mismos de estatus».

    Sólo para unos pocos, concluía Baker, «crecer es el descubrimiento del poder dinámico de la mente». Es descubrirse a uno mismo, quién eres y cómo puedes hacer uso de ti. Ese es todo tu bagaje personal. Baker enfatizaba que en toda la historia humana nadie ha tenido nunca tu conjunto de químicas corporales y experiencias vitales. Nadie ha tenido nunca un cerebro exactamente como el tuyo. Tú eres único en tu clase. Puedes contemplar los problemas desde un ángulo desde el que nadie más puede verlos. Pero debes descubrir quién eres y cómo trabajas si confías en poder liberar las facultades de tu propia mente.

    Sherry Kafka seguía sentada en esa silla giratoria, escuchando muy atentamente, mientras su profesor la invitaba a penetrar en ese nivel de crecimiento, el más alto. «Todos sois únicos», seguía diciendo, y tenéis mucho que ofrecer a este mundo. «Cada uno de vosotros tiene su propia filosofía, su propio punto de vista, sus propias presiones materiales y su propia formación», enfatizaba. «Procedéis de un lugar determinado, de una familia concreta con o sin antecedentes religiosos; habéis nacido en un determinado hogar de una familia determinada en una determinada época. Nadie más en el mundo ha hecho eso mismo». «Podéis –aseguraba Baker–, crear de una manera como nadie más puede hacerlo».

    Este es un libro sobre personas creativas y sobre cómo llegaron a serlo. Estas personas creativas fueron a la universidad y salieron de esa experiencia como hombres y mujeres dinámicos e innovadores que cambiaron el mundo en el que vivían. ¿Cómo sus experiencias universitarias, particularmente sus interacciones con los profesores, pudieron cambiar sus patrones de razonamiento? Si bien estas cuestiones pueden ser del máximo interés para actuales y futuros estudiantes universitarios, también profesores y padres encontrarán aquí soluciones para fomentar el desarrollo de la creatividad y el aprendizaje en profundidad.

    ¿A QUIÉN ESTUDIAMOS Y POR QUÉ?

    He comenzado con la historia de Sherry Kafka porque su experiencia en ese curso de Paul Baker refleja muchos de los conceptos y enfoques básicos con los que nos encontraremos en repetidas ocasiones, y porque ese curso transformó la vida de cientos de personas que más tarde fueron científicos, músicos, médicos, carpinteros, historiadores, pintores, peluqueros, filántropos, editores, líderes políticos, profesores, filósofos, escritores, diseñadores, ingenieros, y toda una serie de personas creativas de cualquier tipo imaginable. Lo que hicieron aquellos que fueron los «mejores estudiantes» fue cursar una asignatura extraordinaria, frecuentemente muy alejada de su área de estudio principal, y utilizar las experiencias obtenidas en esas clases para cambiar sus vidas.

    Persiguieron el desarrollo del poder dinámico de la mente –ni las matrículas de honor ni tampoco dedicarse simplemente a sobrevivir en la universidad– y ese objetivo se convirtió en su meta principal. En el curso de Baker aprendieron un lenguaje nuevo de creatividad que se centraba en lo que uno hacía con el espacio, el tiempo, el movimiento, el sonido y el contorno. Sherry y sus compañeros de clase llegaron a entenderse mejor a ellos mismos y, partiendo de ese conocimiento, consiguieron apreciar las cualidades y experiencias únicas que podían ofrecer a cualquier proyecto. A su vez, conforme iban sabiendo más sobre ellos mismos, más crecía su confianza y más estimaban las cualidades especiales y los logros de todos los demás. Se convirtieron en estudiantes de las historias de otras personas –en ciencias, en humanidades y en artes–. Y lo más importante, encontraron una manera de motivarse a sí mismos para trabajar.

    Debería decir ahora que este libro no trata sobre personas que sacaron las notas más altas en la universidad. La mayoría de los libros y artículos escritos acerca de cómo ser el «mejor estudiante» se concentran únicamente en cómo conseguir buenas notas. Pero mi compañera entrevistadora, Marsha Bain, y yo íbamos detrás de un premio mayor. Queríamos saber cómo le iba a la gente después de terminar sus estudios en la universidad, y las personas que acabamos eligiendo lo fueron únicamente en el caso de que hubieran aprendido en profundidad y de que se hubieran convertido luego en individuos altamente productivos que continuaban creciendo y creando. Queríamos encontrar a personas interesantes conocedoras de este mundo, difíciles de engañar, curiosas, humanitarias, con pensamiento crítico, creativas y felices. Buscábamos a hombres y mujeres que disfrutaran de un reto, ya fuera aprender una lengua nueva o resolver un problema, que se sintieran cómodos con lo extraño y lo desafiante, que se divirtieran buscando soluciones nuevas y que se sintieran a gusto con ellos mismos.

    Queríamos saber cómo habían llegado a ser así, cómo encontraron su pasión, cómo consiguieron lo máximo de su educación, cómo podemos aprender de ellos. En algunos casos, estos creativos en la resolución de problemas, absolutamente seguros de sí mismos, aprendieron a pesar de la universidad; en otros, prosperaron gracias a las maravillosas experiencias con las que allí se encontraron. Algunos de ellos tuvieron éxito siempre; otros pasaron la mayor parte de sus años de instituto sobreviviendo a duras penas para acabar escapándose del pelotón ya en la universidad, o incluso más tarde.

    Buscábamos a personas que se hubieran distinguido por hacer grandes descubrimientos o por haber encontrado formas nuevas de pensamiento, que tomaran buenas decisiones y que tuvieran suficiente confianza en sí mismas para explorar, inventar, cuestionar... Un médico que hubiera puesto a punto una práctica pionera, un profesor capaz de transformar completamente las vidas de sus estudiantes, un actor que cambiara la manera en la que el público se ríe, un escritor que cautivara a sus lectores, un músico que redefiniera la música, un albañil innovador o un diseñador de moda, ejemplos todos de personas que se adaptan con facilidad a situaciones nuevas y que son capaces de resolver problemas que nunca antes se les habían presentado.

    ¿Amasaron una gran forturna? En algunos casos sí, pero eso no formaba parte de nuestros criterios. Si algunas de las personas que hemos entrevistado habían acumulado una riqueza considerable, pusimos interés en saber qué habían hecho con ella y cómo habían llegado a ser creativas, originales. En otros casos en los que la recompensa financiera se había ido acumulando con lentitud, queríamos saber a qué se habían dedicado en sus vidas y qué produjeron en ellas.

    ¿Consiguieron buenas notas en la universidad? La mayoría sí, pero también lo hicieron muchas otras personas que en realidad no consiguieron el mismo provecho a su educación. Las calificaciones altas, por sí mismas, no dicen demasiado. Consideremos por un momento la historia de las calificaciones. No siempre han formado parte de la escolarización formal. Hace unos doscientos años, la sociedad comenzó a pedir a los educadores que le contaran cuánto habían aprendido los estudiantes. Alguien en alguna parte –posiblemente en Oxford o en Cambridge a finales del siglo XVIII – dio con el sistema de poner a los mejores estudiantes una A, a los siguientes una B, etc. No se trataba más que de un sistema taquigráfico del que se pretendía que describiera lo bien que piensan las personas. A lo largo de casi todo el siglo XIX, las escuelas en Inglaterra y en Estados Unidos utilizaron únicamente dos calificaciones. O se superaba una determinada asignatura, o no. Pero hacia finales de ese mismo siglo, las escuelas ya habían adoptado un rango de calificaciones de la A a la F,4 o del uno al diez, o de alguna otra escala. En el siglo XX añadieron signos más y menos, o decimales.

    ¿Y qué nos dicen estas letras y símbolos? A menudo no mucho. Neil deGrasse Tyson, el astrofísico que dirige el Hayden Planetarium, nos comentó: «Ya de adulto, nadie te pregunta qué notas sacaste. Las calificaciones devienen irrelevantes». Y por buenas razones. Es muy difícil meterse en la cabeza de alguien y acabar sabiendo qué piensa, por no hablar de anticipar lo que será capaz de hacer con ese pensamiento. Como resultado, las calificaciones han sido con frecuencia pésimos predictores de éxitos o fracasos futuros. Por ejemplo, a Martin Luther King Jr. le pusieron una C en oratoria pública.5

    Hace unos cuantos años, dos físicos de una universidad estadounidense llevaron a cabo un experimento que muestra el sinsentido en el que pueden llegar a convertirse las calificaciones y las puntuaciones en las pruebas.6 Querían saber si un curso de física básica en la universidad cambiaría la manera en que los estudiantes comprenden cómo se comporta el movimiento. Para averiguarlo, idearon una prueba que denominaron Inventario del Concepto de Fuerza. Ese examen medía la manera en que los estudiantes comprendían el movimiento, pero no era el tipo de examen que se acostumbraba a hacer para calificar a los estudiantes en física y, debido a múltiples razones que no trataré ahora, en realidad no podía utilizarse regularmente para ese propósito.

    Pasaron esa prueba a seiscientos estudiantes matriculados en la asignatura «Introducción a la física». La mayoría de ellos la hicieron bastante mal debido a que no comprendían el movimiento. Sin entrar en demasiados detalles, digamos que jamás habrían podido poner un satélite en órbita dado como pensaban que se comportaba el movimiento. Pero eso fue antes de que cursaran la asignatura. Después, los estudiantes tomaron sus apuntes, y algunos sacaron una A, otros una B, otros una C, unos cuantos una D y algunos suspendieron.

    Varios meses después de que terminase el curso, volvieron a pasar la misma prueba a los estudiantes. Unos cuantos demostraron que habían conseguido una mejor comprensión del movimiento. No obstante, la mayoría de ellos se aferraba a sus ideas antiguas. Y lo más notable fue que las calificaciones obtenidas por los estudiantes en la asignatura no predecían quiénes habían entendido los principios newtonianos del movimiento. Era igual de probable –o improbable– que hubieran cambiado su comprensión los estudiantes calificados con A que los estudiantes calificados con C. Consecuentemente, algunos de los estudiantes de A no habían aprovechado más de la asignatura que los que la habían suspendido. Los mejores de la clase sólo resultaban mejores memorizando fórmulas, colocando la cifra adecuada en la ecuación y calculando la solución correcta para el examen, pero todo eso no proporcionaba reflejo alguno de lo que habían entendido acerca de los principios del movimiento. Esto tampoco significa que las calificaciones bajas produzcan resultados mejores. Sólo quiere decir que, por lo general, las calificaciones nos dicen bien poco del aprendizaje de los estudiantes.

    Hace no mucho comí con un destacado ingeniero químico que me contó que había cursado dos veces una asignatura, la primera vez en sus estudios de grado y otra vez más en una escuela de postgrado. «Aun hoy –me dijo–, no he entendido esa materia, pero saqué una A en las dos asignaturas. Aprendí a estudiar de la manera adecuada y a que me fuera estupendamente en los exámenes, pero en realidad no aprendí nada». En otras asignaturas aprendió con mucha profundidad, y en su campo consiguió un éxito notable. Pero imaginemos por un momento que su experiencia en esa asignatura en concreto hubiera resultado más frecuente, y que hubiera pasado por la facultad jugando a la estrategia de sacar buenas notas en todas las asignaturas: podría haber obtenido altas calificaciones sin haber aprendido absolutamente nada.

    Puede que el interés se tenga en la ingeniería química, en la física o en poner satélites en órbita. Pero no es este el asunto. Independientemente de las metas personales que se puedan tener, las calificaciones altas no desvelan necesariamente lo que se sabe o lo que se podría hacer con esa comprensión. Más adelante, en el libro exploraremos cómo se puede sacar una A y seguir sin comprender el movimiento, pero, por ahora, limitémonos a mantener en mente que las buenas calificaciones no significan en absoluto que se haya comprendido algo. En la universidad se pide a menudo memorizar una gran cantidad de materia que no ejerce influencia alguna en las vidas futuras.

    Imaginemos por un momento un mundo diferente, un lugar en el que los estudiantes encuentran significados profundos en todo lo que aprenden. En ese universo, el aprendizaje cambia la forma de ser de las personas y la manera en la que contemplan el mundo. Se convierten en individuos que resuelven mejor los problemas, que son más creativos y humanitarios, más responsables y más seguros de sí mismos. Los estudiantes son capaces de razonar sobre las implicaciones y aplicaciones de lo que aprenden. Sin temor a cometer errores y repletos de preguntas e ideas, los ciudadanos de ese lugar suelen disfrutar explorando con facilidad áreas nuevas, a la vez que experimentan un sentimiento de profunda humildad ante la complejidad que el mundo puede llegar a mostrar. El aprendizaje sigue siendo una aventura. Se pueden olvidar unos cuantos hechos y seguir sabiendo cómo encontrarlos de nuevo cuando hagan falta.

    Para algunas personas existe un mundo así. Pero en la universidad y en la vida, todos sentimos cada vez más la presión para aprender únicamente con vistas al examen o para satisfacer a otra persona. Sacar A en el instituto o en la universidad es magnífico, pero –y esta sí que es una magnífica nota– dice poco sobre lo que tú eres, sobre lo que puede que hagas en la vida, sobre lo creativo que puede que seas o sobre lo que llegues a comprender. Por supuesto, también en el caso de que no te dieran buenas notas seguiríamos sin saber demasiado acerca de ti.

    En la universidad hemos tipificado cinco categorías de estudiantes:

    1. Los que reciben buenas notas, pero no llegan a ser más productivos que sus compañeros que sacan C o D.

    2. Los que reciben buenas notas y consiguen aprender en profundidad, a ser expertos flexibles, a resolver problemas con solvencia y a ser personas muy creativas y humanitarias.

    3. Los que reciben notas mediocres, pero que algún día consiguen un éxito fenomenal debido a que aprendieron en profundidad, a pesar de lo que dicen sus expedientes académicos.

    4. Los que reciben malas notas, lo dejan y llevan una vida en gran parte dependiente de otros.

    5. Los que reciben malas notas, pero que se dicen a sí mismos (a menudo sin demasiada evidencia disponible) que llegará el día en que brillarán.

    Naturalmente, las calificaciones altas tienen su recompensa. Un expediente académico brillante puede ser de mucha utilidad a cualquiera en nuestra sociedad. Más adelante en este libro dedicaré un tiempo a ayudar a saber cómo sacar una A, pero si tuviera que elegir entre buenas notas y un aprendizaje en profundidad, siempre elegiría este último.

    Básicamente, lo que deseamos es promover un aprendizaje profundo, apasionado, dichoso y creativo. Las calificaciones son importantes, pero cualquiera que se centre únicamente en conseguir Aes acabará muy probablemente sin aprender en profundidad. Sin embargo, cualquiera que se concentre en aprender de forma profunda podrá sacar calificaciones altas. Mostraremos cómo puede conseguirse.

    Nuestro consejo se fundamenta en dos fuentes principales. La primera es una lectura atenta de la literatura sobre teoría e investigación acerca de los buenos estudiantes. Treinta o cuarenta años de investigación nos han revelado muchas cosas. Parte de esa literatura mide a los buenos estudiantes por la media de sus calificaciones y, como ya hemos visto, eso no nos dice demasiado. No obstante, otro conjunto de investigadores ha considerado a los estudiantes que consiguieron aprender en profundidad. Aquí encontrarás reflejo de esos estudios y de sus ideas.

    La segunda fuente son las entrevistas que hemos realizado a varias docenas de personas que han llegado a tener mucho éxito y a ser creativas, que resuelven bien los problemas y que son humanitarias: médicos, abogados, líderes políticos y empresariales, expertos en informática y artistas, músicos, madres, padres, vecinos, laureados con el Nobel, beneficiarios de «Becas Genius» MacArthur, ganadores de premios Emmy y unos pocos aún hoy estudiantes de universidad. Compartiremos algunas de sus historias; unas divertidas, otras tristes, pero todas inspiradoras.

    INTEGRAR TUS CAPACIDADES Y ENCONTRAR TU PASIÓN

    «Este es un curso –siguió diciendo Paul Baker–, en el que se asume que vosotros estáis interesados en el trabajo de la mente». Sherry apenas era consciente del muchacho que se sentaba a su lado –un futuro jugador profesional de fútbol americano– dada la intensidad con que ambos atendían. La creatividad puede aparecer en cualquier área, explicó Baker, no únicamente en las artes. «Puede encontrarse en un sermón, en una fórmula científica o en un libro, pero también en algo que construyáis, en un trazado urbano bien planificado, en un plato maravilloso o en una gasolinera bien gestionada». Ingenieros, científicos, músicos, agentes de la propiedad, abogados, historiadores, estilistas del cabello y tantos otros, todos, han conseguido ser creativos en su campo. Un trabajo de la mente, concluyó Baker, podía ser cualquier cosa original e innovadora.

    Su profesor dijo algo ese día que sorprendió a casi toda la clase, y que intrigó a Sherry. «Muchas personas que conozco estaban muertas ya antes de llegar al último curso del instituto», afirmó Baker. «Mantenían los mismos conceptos, las mismas formas de contemplar sus circunstancias, las mismas respuestas, las mismas imágenes emocionales y visuales de siempre; en la práctica, ninguna de esas personas ha experimentado cambio alguno».

    Invitó a Sherry y a sus compañeros de clase a un futuro diferente, a uno en el que llegasen a conocerse a sí mismos y en el que gracias a ese conocimiento aprendieran a crear y a crecer. «Confío en que todos en esta clase os decidáis a tomar el control de vuestras vidas, a llegar al fondo de vosotros mismos, a explorar quiénes sois y qué tenéis, y a aprender a utilizar esas facultades interiores». Se detuvo y miró a los que estaban sentados en la última fila. «No por el éxito, no por hacerse notar; eso no es importante. Lo que es importante es que cumpláis con vuestra necesidad personal de seguir creciendo».

    Para ser creativo, repetía una y otra vez, es necesario comprenderse a uno mismo, incluidas las fortalezas y debilidades personales. Se debe aprender a integrar las capacidades propias, a adiestrarlas para que se respalden unas a otras. Para ello, se debe abrir un diálogo con el yo interior. Baker pedía a los estudiantes que tuvieran siempre a mano un cuaderno para anotar sus reacciones a los ejercicios. «Escribid la historia de vuestra vida hasta hoy, y escribid vuestras reacciones a todo lo que hacemos». Escribid a lápiz, les decía, «o con ceras de colores. Con lo que queráis». Lo más importante es que os examinéis a vosotros mismos y la manera en que trabajáis. «Habituaos a las pautas que hacen que broten cosas de vuestra mente y de vuestra imaginación. Descubrid cuándo y en qué momentos del día trabajáis mejor y qué es lo que os motiva». ¿Es el enojo o el sosiego? ¿El deseo de demostrar que otro está equivocado? «¿Qué tipo de necesidades interiores queréis satisfacer?», les preguntaba.

    Baker decía a la clase que todo lo que llegasen a crear procedería del interior de cada uno de ellos, y que por eso es por lo que debían conocerse a sí mismos. Esa era la razón por la que tenían que escribir la historia de sus vidas y aprender a conversar con ellos mismos, para así encontrar lo que hay en su interior; y para descartar las partes que se han hecho viejas y han quedado obsoletas; y para mejorar y poner en uso los elementos personales que son únicos, hermosos y útiles.

    A partir de ahí, todos los días empezaban las clases con ejercicios físicos, «para hacer que fluya la sangre», les decía Baker. «No puedo trabajar con vosotros si estáis cansados y con desgana», añadía. «Quiero que la sangre fluya y que vuestra mente se muestre aguda».

    Años más tarde, mucho después de que Sherry hubiera ayudado a rediseñar ciudades, publicado una novela, realizado documentales de televisión y trabajado en proyectos por todo el mundo, rememoró cómo había empezado a desarrollarse esta experiencia excepcional de aprendizaje. Baker hablaba a los estudiantes del trabajo y les decía que tenían que encontrar lo que provocaba que dejasen de trabajar. Escribid un ensayo, les decía, sobre vuestra resistencia a poneros a trabajar; sondead vuestras costumbres; pensad en alguna tarea realmente creativa que hayáis hecho anteriormente, y preguntaos qué tuvisteis que hacer antes de abordarla: ¿qué circunstancias os rodeaban?, ¿cuál era vuestro estado de ánimo?, ¿os tumbasteis a la bartola?, ¿os fuisteis a dar una vuelta?, ¿mirasteis por la ventana?, ¿os hizo falta un lugar cerrado, sin distracciones?, ¿un espacio abierto?, ¿a dónde fuisteis? Visualizaos trabajando y después poneos manos a la obra. «Yo lo primero que necesito es comerme un helado», confesó Baker.

    «Faulkner –contó a la clase– se subía a menudo a un árbol. También pasaba horas con los zapatos quitados, sentado en la tienda local junto al mostrador de las revistas, escuchando a la gente entrar y salir. Y se cuenta que escribió entera Mientras agonizo tumbado sobre una carretilla puesta boca abajo que se hacía servir para transportar leña y alimentar una caldera en la University of Mississippi».

    El objetivo no es hacer lo que Faulkner hizo, sino comprenderse a uno mismo: explorar quién eres, cómo funciona tu mente y lo que te aleja del trabajo. Decía a los estudiantes que el curso trataba fundamentalmente sobre ellos mismos; que en él se explorarían las formas en que reaccionaban al trabajo y que llegarían a familiarizarse con ellos mismos de manera que acabarían sabiendo lo que podrían aportar a la mesa de trabajo. «Muchas veces os despertaréis a las tres de la mañana, y deberíais levantaros y poneros a trabajar. Si vuestra mente se encuentra despierta y con energía, levantaos y trabajad. ¿Qué son unas horas de sueño perdidas comparadas con poder hacer algo?».

    «Puede que incluso tengáis que llegar a amenazaros para poneros a trabajar», reflexionaba Baker. Pensad cómo será cuando seáis viejos, cuando os acerquéis a la muerte. ¿Ya habréis muerto en vuestro interior, o vuestra mente se mantendrá viva con ideas nuevas que sin lugar a dudas serán vuestras?

    En primer lugar, debéis aprender sobre vosotros mismos. A continuación, encontrad una gran tarea creativa de vuestra mente que sea capaz de entusiasmaros: ved su reflejo en otros y en vosotros mismos, investigad lo que hay detrás de esa tarea, buscad su naturaleza interna y explorad las posibilidades que sugiere. Después, descubrid vuestra pasión y dejaos llevar por ella. «Si no sois capaces de entusiasmaros, nunca produciréis nada», les advertía Baker.

    Sherry apenas se volvió en su silla giratoria para poder dar un vistazo fugaz al lugar extraño en el que se encontraba. En los años siguientes, sobre esos cuatro escenarios, ella llegaría a ver un deslumbrante despliegue de luces y sonidos, un popurrí de escenas capaz de hacer estallar las mentes y de agitar a la audiencia con una colección de colores y texturas, líneas y ritmos, contornos y sonidos. Esas actuaciones mezclarían películas y actores en directo, quebrantarían todas las reglas del teatro y distorsionarían sus sentidos. Hamlet aparecería como tres personajes, todos ellos trotando por esos escenarios girados que se levantaban desde el fondo y que permitían a los espectadores retroceder en el drama girándose a su vez en sus sillas para seguir el desarrollo de la obra. No caería telón alguno para detener el movimiento. No existirían barreras para el espacio o el tiempo, sólo acción derramándose sin parar sobre la sala.

    Pero, por el momento, ella seguía absorta en las palabras de un único hombre, sentado en el borde de uno de esos cuatro escenarios y hablando de una forma que la incomodaba tanto como la complacía. Baker advertía a los estudiantes de que las buenas ideas o los buenos resultados no llegan pronto, y que si lo hacen es únicamente a unas pocas personas selectas. «Si queréis aprender algo –les confesaba–, debéis poneros a trabajar firmemente en ello. Debéis explorar, probar, cuestionar, relacionar, hacer caso omiso al fracaso y perseverar, para finalmente acabar rechazando las primeras respuestas fáciles y los enfoques sencillos. Debéis seguir buscando algo mejor. No os preocupe –continuaba– que vuestros primeros intentos resulten raquíticos. Cosas mejores llegarán con el trabajo». «Cuando era un chaval –les contó– jugaba de receptor en el equipo de béisbol del barrio. Antes de haber acabado en el instituto debí de haber efectuado cientos de lanzamientos a la segunda base para conseguir acertar en el sitio», con precisión. «Pero tuve que seguir practicándolo una y otra vez hasta que al fin eché músculos. Pensad la de veces que tiene que costar llegar a producir una obra valiosa y "auténticamente

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