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¡ AMATISTA, BUENA VISTA !

Amatista era una niña de cabellos rubios más intensos en su color y luminosidad que el mismo
sol.

Cuando en Santiago, que era la ciudad en que vivía, surgía un día claro y de atmósfera
transparente, sin nubes, los efectos de los rayos solares sobre su cabellera producían destellos
tan llamativos e intensos que todo el mundo quedaba deslumbrado por ese maravilloso
espectáculo.

Venid… Venid…decían algunos conocidos cuando en esos días de intenso sol Amatista paseaba
por la calle con su mamá o con su abuela o con Anita…Todos querían ver los reflejos dorados
de los cabellos de Amatista.

Había ocasiones en que si se desprendía un cabello, un solo cabello, de la cabeza de Amatista,


y caía hacia el suelo atraído por fuerza de la gravedad, iba dejando un halo luminoso, una
estela dorada, como si fuese un gusanito de sol.

Pero Amatista, desde muy pequeñita, sabía que ese color y naturaleza de sus cabellos no era
en ella lo verdaderamente importante. Ella, antes de aprender a hablar, antes de aprender a
explicar sus sentimientos, sus pensamientos, sus deseos y también sus enfados, sabía que su
vista era extraordinaria.

Lo había descubierto poco a poco, día a día. En una ocasión había sido contemplando una rosa
roja en su jardín. A medida que parpadeaba, la rosa se iba haciendo cada vez más grande, más
y más grande. Tanto que podía ver perfectamente cada minúsculo componente de la flor.
Todo aquello que solamente con un microscopio era posible observar.

Se quedó sorprendida de su descubrimiento. Inmediatamente dirigió sus ojos hacia una mosca
que revoloteaba alrededor de ella, parpadeó y… ¡qué miedo! Cerró los ojos porque no quería
ver aquel horrible bicho tan grande, tan peludo, tan feo…

Pero pasado el primer efecto temeroso Amatista volvió mirar la mosca y fue descubriendo a
medida que parpadeaba las peculiares formas del bichito. Sus numerosos ojos, los
innumerables pelitos de sus alas, sus mandíbulas, sus patas…

¡Bueno! No era para tanto y demás en cuanto lanzase un manotazo hacia la mosca ésta volaría
lejos de allí poniendo mucha distancia entre la mano de Amatista y ella misma.

Otro día, en que las nubes cubrían el cielo de Santiago y llovió, descubrió con el poder de su
mirada el aspecto bellísimo de una gota de agua. A medida que parpadeaba la gota se iba
haciendo más y más grande.

Pudo contemplar con sorpresa y admiración los rotíferos, las amebas, las algas microscópicas,
el protozoo que parece un monstruo de dos cabezas, pero solamente lo parece…y también a
Frontonia, a la que le encantan las algas. Las devora como Amatista devora los espaguetis.
Frontonia se traga las algas enteritas.
Otro día su mirada se detuvo ante una piedrecita que vio en el jardín de su casa. Piedrecita
diminuta. De color gris con mínimos destellos. La cogió con su manita, la colocó ante sus ojos y
parpadeó varias veces. La piedrecita fue descubriendo su composición.

Y así un día y otro y otro. Hasta que en una fiesta de cumpleaños de su hermanito Ingo,
observó que uno de los globos que colgaban en el jardín tenía un poro pequeñito por el que
salía el aire.

Amatista se dirigió a su mamá y le dijo: en poco tiempo ese globo se desinflará. Su mamá no le
hizo caso porque pensó que era parte del juego general que los niños practicaban.

Al cabo de un rato y cuando el globo se había desinflado notablemente, la mamá de Amatista


le dijo: ¿cómo sabías lo del globo?...Y ella contestó porque ya no me llamo Amatista……me
llamo ¡Amatista, buena vista! Y en ese instante un cabello rubio de la niña se desprendió de su
cabeza y comenzó a caer suavemente hacia el suelo…Su mamá lo contempló y se sorprendió
porque parecía que el cabello rubio se doblaba sobre sí mismo como si fuera una sonrisa
esbozada en el aire.

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