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Anyora, una antigua bodega que resucita. Una casa de comidas llamada El Cabanyal.
Los bocadillos de La Pascuala. La reconversión de la Fábrica de Hielo. La mítica Casa
Montaña. Titaina, figatells, casquería, vinos y cañas. El Marítimo despierta entre la
tradición y lo vintage. Se impone lo auténtico
Tabernas y bodegas
junto al mar
Reportaje fotográfico ©Jesús Trelis
La ciudad quiere tumbar sus propias fronteras y los Poblados Marítimos están en ello.
Para eso, nada mejor que salpicar sus calles de atractivas propuestas que conduzcan los
pasos del viandante hasta allí. Este espía está dispuesto a acompañarte, así que si me
das la mano, Mr Cooking te lleva de bodegas y cafés. Bueno, y algún que otro lugar con
encanto a sabor mediterráneo.
1-
Autobús a
la
Hermoso mural, en una de las calles del Cabanyal. María on the wall, lo
titula su autor. (No he podido conocer quienes… pero tiene mucha vida)
Malvarrosa
Tenía el regusto de una visita que había hecho a la Lonja de Pescadores con el
cocinero Raúl Aleixandre. Una caña en la cantina de la cofradía despertó mis
sensaciones más olvidadas. Esas que hablan de realidad, de vida, de lugares en los que
transcurren los días embebidos de verdad. Así que, una mañana desperté diciéndome:
«hay que redescubrir lo auténtico». Y reinterpretando a Manuel V icent cogí un autobús
de la línea 19 junto a la plaza del Ayuntamiento e hice un particular viaje a la Malvarrosa.
O antes de ella…
Taberna de la Lona de Pescadores. En la propia Lonja. Marina de Valencia
Paré justo en un cruce entre Doctor Lluch y Pintor Ferrandis. Un bloque inmenso de
viviendas vivía su particular algarabía. Cerca de ellas, el antiguo edificio de la Cofradía de
Pescadores gemía dolido por el paso del tiempo. Junto a él, casas bajas, algunas con las
fachadas recuperadas. Colores vivos, azulejos y remates modernistas. De pronto, un
bullicio reclamó atención. En la calle Eugenia Viñes, me di de bruces con el bar de los
grandes bocadillos. Vi uno de ellos: dos palmos de largo. Por un costado, colgaba un
huevo frito.
3- El bullicio de la Pascuala
La mítica bodega La Pascuala lucía una puerta de madera como las de antaño. Las
conversaciones de su interior se colaban por todos los lados. Dentro, grupos de ciclistas,
despedidas de soltero, algunos turistas y muchos lugareños. Una gran cola esperaba
turno ante el mostrador y la pantagruélica mercancía corría por las mesas rindiendo
honor a lo que es una bendición: «l’almorçaret, amb olives i cacaos».
4- Calamares en La Ola
Pasé de puntillas por el templo del bocadillo. Cerca estaba La Ola. Una taberna, sin
más, aunque con ese regusto de auténtico, de bar de toda la vida, que buscaba.
Las mesas de su terraza estaban llenas. «Aquí van los calamares», vi sacar a una de las
camareras. Tenían buena pinta. O quizá ya tenía hambre. Me apunté: «un día vengo a
investigar». Así que me lo apunto como pendiente para opinar. De momento, aquí está.
En una de las paredes frontales del local, en la travesía de los Pescadores, un inmenso
navío pintado invitaba a soñar.
Rte. La Ola, Eugènia Viñes, 171
6- El Cabanyal de Maribel
Un hermoso mural de una niña que vuela junto al mar (María on the wall, lo titula su
autor), te despide de la Fábrica de Hielo. Recorrí las calles hasta dar con La Reina, una de
las arterias principales de El Cabanyal y Canyamelar. Allí topé con un viejo (y querido)
conocido: el restaurante El Cabanyal, donde una incombustible Maribel Climent
batalla a diario por sacar a delante su local con sabor antaño y el producto del mar
tatuado en su piel. Gastronomía pura. Titaina, buñuelos de gamba con algas, arnadí… Un
sitio para ir a dejarse querer. Los pescados de Maribel no son de broma.
7- La maceta del revés
Continué viaje por Canyamelar. Me llamó la atención un local por ese tono
Imagen propiedad de Maribel Climent. Ella, con un hermoso mero. Fotón.
8- Un completo Ca La Mar
Mi segunda caña me esperaba más allá. «¿Algo de picar puede ser?», pregunté. «Abrimos
la plancha a la una», me respondieron amablemente. Faltaba media hora larga, pero los
carteles de reservado denotaban que aquel lugar con carácter mediterráneo era bien
demandado. Su nombre ya tenía un toque desenfadado: Ca La Mar. Eso ya es un tanto.
La estética, otro. Y la propuesta culinaria, ya que buscaba lo auténtico, también.
«Calamars amb ceba, 6,50 euros», anuncia su pizarra. En la carta, desde clotxinas a
figatells. Lo mejor, dicen, su calidad-precio.
9- La foto de la churrería
A la salida, uno de los encargados del local pintaba una silla con ese toque reciclado que
lo inspira todo por allí. La escena daba vida a una calle ya muy activa. Un paseo peatonal
(Just Vilar), que me llevó hasta la puerta de una churrería. «Ahí va todo el barrio», me
advierten. Me atrapó, no sólo por las porras (media docena, 2,70 euros), sino, de nuevo,
porque era un lugar con rostro. Con historia: Churrería Los Olivares. Una espectacular
imagen se apodera de su pared principal.
10– V olverás a Casa Montaña
De lleno en el Canyamelar, la cosa ya se fue poniendo seria. Era la hora del aperitivo. Sin
dudar, puse la gastrobrújula en dirección hacia ese lugar que es puro corazón bravo
lleno de tradición: Casa Montaña. Entré, me senté en un rincón de la barra principal
y pedí un par de sus clásicos: «Un ajoarriero y unas bravas». Aunque podría haber dicho:
«ponme lo que quieras». Opté por una manzanilla –pese a que el cuerpo me susurraba
que debería probar cualquiera de los tintos de su pizarra–. Di intensidad al momento y
observé que los turistas dibujaban una sonrisa de satisfacción cuando entraban en la
taberna de Emiliano García, el Quijote hostelero. En ese instante pensé que sus
patatas son para lanzar un olé. El ajoarriero, para glorificarlo.
Casa Montaña, José benilliure 69
Salí de la bodega empapado del magnetismo que tiene Casa Montaña y encaminé mis
pasos hacia la casa de comidas que Román Navarro (Tonyina) acaba de abrir (y que
recuerdo me anunció en Gastrónoma). Ahora es una realidad, incluso diría que
asentada.
Mollejas, caballa picante y el rincón de Batiste
En Anyora, dejé que Jesús, el joven vasco que se vino a Valencia por amor, me pusieran lo
que quisiera. Negociamos una croqueta de pollo y jamón (no puedo ponerle ni un
‘pero’); media de ensaladilla con caballa picante (que me supo a maravilla, aunque a
la caballa le hubiese dado más vidilla), y media de mollejas de ternera que estaban
para ofrecerlas a los dioses. Una mousse de chocolate y un chupito de Carmencita,
detalle de la casa, remató la inmersión. 16,70 euros con el café.
Acabé la visita asomándome al rincón de Bastiste, el bodeguero. Allí vivió desde 1937
hasta 1996. Tuve la sensación de que algo de él pervive todavía en el lugar. Ya en la calle,
pensé que Anyora transmite ilusión: Nicola (antes en L’Alquimista), Jesús y Silvia (en la
sala) y los tres de la cocina (Alberto, Chris y Saibou) hacen un gran trabajo.
Bodega Anyora, carrer d’en Vicent Gallart, 15
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SOBRE EL AUTOR
Jesús Trelis
Soy un contador de historias. Un cocinero de palabras que vengo a cocer pasiones, aliñar
emociones y desvelarte los secretos de los magos de nuestra cocina. Bajo la piel del
superagente Cooking, un espía atolondrado y afincado en el País de las Gastrosofías, te invito
a subirte a este delantal para sobrevolar fábulas culinarias y descubrir que la esencia de los
días se esconde en la sal de la vida.
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