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Ana Beberaggi vs.

The World

Luis Garrillo.
C.I.28.428.951.
Sección: S-241.
Profesor: Alejandro Barrios.
Cátedra: Periodismo y Literatura.
Introducción
Toda la vida me ha gustado la idea de dar mucho más de lo que es requerido
de manera inesperada. Es una especie de declaración de amor hacia mí mismo,
analogía que suena 40 veces más autofelatoria una vez en la página de lo que
sonaba en mi cabeza.
La tarea era muy sencilla, crear 8 historias de muy corta extensión y
entregarlas como proyecto en un plazo de 19 días, usando como base 8 imágenes
mostradas en clase, como un ejercicio de creatividad cuyo propósito es estirar los
músculos redactores de los estudiantes que no estén suficientemente
acostumbrados a usarlos con la frecuencia quizás requerida para captar en su
integridad el contenido de la materia. Me gusta mucho la idea, y fue por eso que
decidí que iba a entregar la mejor tarea de la sección.
He escrito 3 libros. Dos novelas y un cuentario, por lo que me siento confiado
en decir que si me atañese a los lineamientos de la asignación no me costaría llenar
superficialmente los zapatos que se me requiere llevar, e incluso, las botas que yo
mismo me he trazado calzar. Pero opino que incluso esa victoria estaría
trágicamente incompleta. Por eso desarrollé un concepto entero y, si bien usando
como base la misma tarea, me propuse explorarlo hasta los límites de mis
habilidades, y así mismo, continuando con mi pasión por pisotear los esfuerzos
menores de los demás, también me he propuesto entregar la tarea en un plazo de
una semana, presionándome de esta manera a sumergirme en la historia que tengo
en la cabeza con la misma pasión que me parece es necesaria para traerla a la vida
en el papel.

Es una pena que usted como profesor nos haya dado como base para las
historias una estructura tan genérica como lo es la de “inicio, desarrollo, clímax,
desenlace, cierre”. Porque si algo puede decirle cualquiera que haya probado suerte
en el arte de la literatura, es que la estructura forma una parte importante del
proceso de creación de una historia, sobre todo cuando esta tiene la intención de
llevar a los ojos de quien la lee un tema, un sentimiento o una idea que vaya más
allá de lo superficialmente narrativo. Soy en particular tenedor de la opinión que los
mejores libros de filosofía son las narrativas bien construidas, y es exactamente eso
lo que quiero desglosar en los siguientes 8 fragmentos narrativos, mis ideas sobre
cómo uno debe enfrentarse a la dura realidad que lo espera al abandonar un
encierro idealista y lanzarse al frío e indiferente mundo, y cómo esto, lejos de
representar una perdida segura, es una oportunidad para hallar propósito en medio
del abismo. Un chance de abrazar el absurdo, y encontrar dentro de uno mismo y
cobijarse en el calor inherente a la condición humana. Un tema que me parece
especialmente interesante explorar en los tiempos que vive nuestro país, donde la
esperanza representa más un compromiso que una pasión. Espero que le guste,
profesor Alejandro.
Índice

1. Guerra (Fotografía número ocho: niños


en Palestina)… 4

2. Niña (Fotografía número cinco: niña en


blanco y negro)... 8

3. Abuela (Fotografía número dos:


anciana)… 12

4. Espada (Fotografía número siete: niño


con arma)… 18

5. Hogar (Fotografía número cuatro: gran


llave)… 24

6. Arte (Fotografía número seis: lentes en


forma de corazón)… 30

7. Universo (Fotografía número tres: noche


estrellada)… 36

8. Descanso (Fotografía número uno: gato


elegante)… 40
Guerra1
(Fotografía número ocho: Niños en
Palestina)
La batalla llevaba varias horas exhalando sus presuntos últimos alaridos de
ira, pero algo en ella le negaba el derecho a irse de este mundo sin antes llevarse
unos pocos cientos más de vidas. Vidas de personas que luchaban una batalla por
el hecho de haberla empezado, y ya no por el deseo de ganarla.
Ya todos sabían qué bando había ganado. Desde el momento en que el
ejército de Highland lanzó su ofensiva contra uno de los flancos débiles del
homólogo de Lowland había sido imposible frenar su violento avance en medio de
las líneas del desprevenido bando contrario, cuya idea había sido la de esperar a la
noche para atacar por sorpresa mientras el enemigo descansaba, pero fue
precisamente debido a su reticencia a atacar antes que fueron arrastrados a una
batalla a campo abierto que estaban muy seguros de no poder ganar desde el
momento en que la idea se posó sobre la mesa de guerra.
Era simplemente imposible el plantearse ganar una batalla a gran escala
cuando los números estaban tan a favor del ejército, y la única persona más
consciente de este hecho que los soldados de Lowland, era el general highlandino.

El campo olía a muerte, descomposición y putrefacción. Ana Beberaggi iba a


pie, alternando su atención entre quitarse del camino de las flechas que aún
silbaban por el aire, clavándose en la cabeza de soldados descuidados, dando
prematuros suspiros de alivio, y dejando este mundo con una permanente expresión
de sorpresa. Porque la única persona con derecho a sorprenderse de encontrar la
muerte en una batalla, es la persona muriendo, no tanto por tener alguna clase de
justificación, sino porque era literalmente imposible reprochárselo una vez la
tragedia acaecía.
El encontronazo de dos soldados llamó su atención. Se notaba en sus rostros
que ninguno de los dos tenía ya energías para luchar. Las espadas chocaron en
una demostración de la fuerza de la inercia. El lowlandino fue alcanzado por un tajo
debajo del brazo, que lo hizo soltar la espada inmediatamente con un alarido de
dolor. El vencedor se estaba preparando para asestar el golpe de gracia cuando
una flecha perdida se enterró en su garganta. En su semblante no era posible
distinguir alegría por la victoria que había conseguido, solo el miedo que domina a
un hombre cuando sabe que su tiempo en este mundo ha terminado. El combatiente
con la herida se tumbó al suelo jadeando y en lágrimas. Había sido salvado por
alguna fuerza del destino, una mano divina que había intervenido para darle una
segunda oportunidad. Estaba agradeciéndole al cosmos por haberlo dejado vivir
otro día cuando ese día terminó. Las pezuñas de un caballo, que estaba siendo

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montado por un soldado con su mismo uniforme, se clavaron en su rostro y lo
dejaron ahogándose en su propia sangre.
Aún tomando la espada con las dos manos, Ana Beberaggi corría rápido,
asestando golpes mortales por la espalda a los pocos soldados que aún se sentían
en el calor de la batalla con una comodidad suficiente como para darle la espalda al
enemigo.

Fue Ana Beberaggi quien lideró la carga contra las tropas de Lowland,
cobrándose la vida de más de 50 soldados en la primera hora de la batalla, cuando
aún iba a caballo. No pasó mucho tiempo para que su corcel fuera derribado, y el
responsable se fue a la tumba con una inmerecida sonrisa de satisfacción, previa a
que Ana Beberaggi enterrase la hoja de su espada en su garganta.

Era un hombre joven, unos hermosos ojos azules se tornaron rojos mientras
la sangre salía a borbotones por su boca. Con un resoplido, Ana Beberaggi sacó su
arma del agonizante sujeto, justo a tiempo para bloquear el golpe de un hacha que
tenía por objetivo el sitio donde habría estado su cabeza de no haber rotado su
cuerpo en el momento preciso en que el enemigo gritaba en anticipación a su
ataque.
Pese a no haber recibido el golpe de lleno, el casco salió volando hacia el
cielo tan pronto Ana Beberaggi se incorporó sobre sus pies. El golpe había cortado
la cuerda de ajuste de su protección, y aunque solo un hilillo de sangre se deslizaba
por su cuello, la molestia de Ana Beberaggi se debía mucho más al hecho de que
su hermoso cabello castaño se revelaba en una cascada ante un grupo de enemigos
que, un tercio sorprendidos, un tercio intrigados y un tercio emocionados,
empezaban a hacer planes sobre qué harían una vez que capturaran (pues ahora
matarla era comparable a derramar buen vino en el suelo) a aquella guerrera que,
desafiante, los miraba casi con la seguridad de poder escuchar sus lascivos
pensamientos (aunque no era precisamente un desafío distinguir esos mismos
pensamientos convertidos en gritos hacia ella).
Los excitados soldados formaron un círculo alrededor del enfrentamiento que
estaba aún tomando lugar en el medio de ese moribundo campo de batalla,
vitoreando en apoyo a su camarada. Pero la mirada de Ana Beberaggi estaba fija
en el arma que había desatado aquel desafortunado incidente.
Una vez acabada la pausa autoimpuesta, Ana Beberaggi emprendió carrera
hacia su enemigo, que hizo lo mismo en su caballo en dirección a ella. Cuando se
encontraron, Ana se barrió en el suelo y ejecutó un ataque giratorio dirigido a las
piernas del caballo, quien relinchó de dolor y arrojó a su jinete al suelo, justo al lado
de donde el movimiento de Ana Beberaggi se había detenido, tras lo cual, fría y
decididamente, la guerrera dio vuelta a su muñeca y clavó su arma en su garganta.
Justo ante las miradas sorprendidas y estupefactas de la audiencia que se
había formado, Ana Beberaggi volvió a colocarse su casco y se puso en guardia,
preparada para recibir el ataque de los ahora atemorizados hombres que habían
visto a un ángel volverse un demonio delante de sus ojos. Antes de que tuvieran
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tiempo de decidir qué hacer, un pelotón de soldados de Highland rompió el círculo
de observación que se había formado, enviando a una fútil huida a los
desesperados, dándole la oportunidad a Ana Beberaggi de retroceder hacia la parte
ya arrasada del campo de batalla, donde las tropas de Highland ya celebraban sobre
montones de cadáveres. Luego de desviar la mirada, Ana Beberaggi fue en
dirección a las recién instaladas tiendas donde los comandantes se hallaban
reunidos.
Dado que entró sin anunciarse, fue retenida por dos lanceros que obstruyeron
su libre acceso al pequeño recinto, pero luego de cruzar miradas con un caballero
de canas que se encontraba con ambas manos posadas sobre un mapa de la región
que su ejército acababa de conquistar.
—Déjenla pasar, inútiles —pronunció, saboreando cada sílaba como la
primera comida del día.

Turbados, los guardias rápidamente se apartaron, dejándole el paso libre a


Ana Beberaggi, que con seguridad se adentró en la tienda, desenvainó su espada
y la clavó sobre la mesa de guerra. Dado que aún no la había limpiado, este atrevido
movimiento terminó por manchar de sangre no solo al mapa, sino a todos los
generales posicionados alrededor de él.
— ¡¿Se puede saber cuáles son sus intenciones?! —espetó uno de los
hombres, un obeso de bigotes azabache que tenía todas las intenciones de dar la
orden de expulsar a la joven antes de que el caballero de cabellos blancos le hiciera
una seña e interviniera.
— ¿Vienes por tu recompensa, cierto? —preguntó, en tono cordial.

— Si —respondió de la manera más seca posible Ana Beberaggi, que ya


estaba más que acostumbrada a las reacciones de los hombres de alta sociedad
cuando se desafiaba su autoridad o percibían que se les estaba faltando el respeto.
El hombre sacó de su bolsillo una bolsa café, metió dentro de ella unas
cuantas monedas más de las que ya contenía y la ató con un nudo. Extendió la
mano y se la dio a la chica.
— 50 monedas de oro, tal como acordamos —hizo un ademán de depositar
el saco en la mano de Ana Beberaggi, solo para volver a atraer la bolsa hacia su
cuerpo y decir— mis soldados me dijeron que tu sola acabaste con Bato el ejecutor,
hice un ligero añadido de 10 monedas de oro como incentivo para que vuelvas a
ofrecer tus servicios a la corona cuando vuelvan a ser requeridos.
— ¿¡Pero de qué habla, general Rivetti?! —intervino el aún ofendido general
de bigotes, con una sonrisa de autosuficiencia— La guerra ha terminado, para lo
único que nos sería útil un animal así en tiempos de paz es para traernos el vino
que nos merecemos tras 100 años de guerra, y para esa tarea puedo ofrecerle al
menos 2.000 candidatos que no van a tener la misma actitud de este esperpento.

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—Las guerras nunca terminan, gordo miserable —espetó Ana Beberaggi—
solo se pausan, pero tan pronto los hombres dejan de sentirse a gusto los unos con
los otros, sienten la imperante necesidad de reanudarla, es la única verdad absoluta
en lo que concierne a la humanidad: siempre buscará una excusa para destruirse a
sí misma.
Sin esperar respuesta, Ana Beberaggi abandonó la tienda con su bolsa al
hombro, ante las miradas impactadas de todos en la tienda, que no esperaban
escuchar una voz tan angelical viniendo de un ente tan hostil. Con la excepción del
general Rivetti, que se limitó a sonreír y decir:
— Buena suerte, Ana.

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Niña2
(Fotografía número 5: Niña en blanco y
negro)
Algunos dicen que el pasado solo se ve tan hermoso porque lo contemplamos
con ojos benevolentes, siendo más propensos a olvidar las cosas negativas que en
su momento nos hacían desear estar aún más atrás en el pasado. Esa es la cosa
del pasado, nos forma, pero de él nos quedamos solo lo que queremos quedarnos,
y normalmente esto es aquello que nos convierte en las personas que terminamos
siendo en el futuro.
Este no era el caso de Ana Beberaggi.
Si bien tenía, cómo todos, una vida plagada de valles y picos, los valles eran
tan insignificantes que sería más adecuado llamarlos charcos.

Su abuela la regañaba cuando rompía algo en la casa, y la cosa ni siquiera


iba tan lejos como para hacerla llorar. Tal era el idilio en el que vivía que cuando
sucedía algo como aquello, recordaba el regaño el resto del año como un constante
recordatorio de lo mal que se podían poner las cosas cuando una se portaba mal.
Tenía muchos amigos en la aldea, salían a jugar por los huertos, niños y
niñas juntos en una perfecta comunión que hacía saltar lágrimas a los adultos que
los veían. Ana Beberaggi adoraba ayudar a sus padres en las tareas de la casa,
tanto así que cuando le asignaban una tarea la realizaba con la emoción de un
juego, sumamente feliz con la idea de poder pasar más tiempo con su mamá y su
papá.
La totalidad de la educación que recibía Ana Beberaggi era a través de los
libros que había en la casa, que pertenecían a su difunto abuelo. Aunque disfrutaba
mucho aprender matemáticas, biología y artes, lo que más disfrutaba era leer libros
de caballería.
Nada le parecía más interesante que experimentar junto a los héroes de
tiempos y tierras lejanas la emoción de una aventura. Sentía con ellos todos los
peligros, saboreaba todos sus triunfos y celebraba cuando al final de una pericia
eran recibidos por una princesa que los hiciera olvidar las penurias que habían
atravesado para llegar hasta ellas. Ana Beberaggi creía que nada era tan hermoso
como el poder llegar a casa satisfecha de haber logrado algo para las personas que
le importaban, y por ello pensaba que la caballería era la única manera de llegar a
ser una persona importante que la gente fuera a recordar.
El personaje favorito de Ana Beberaggi era Don Quijote. Le parecía
sumamente extraño leer en el mismo texto en el que éste vivía que Don Quijote
estaba loco por haber leído demasiadas novelas de caballería. Para la niña, no

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había nada más lejano a la locura que la caballería, nada representaba mejor lo que
los adultos debían ser que la energía con la que Don Quijote elegía ver el mundo.
Don Quijote no era un loco. Era un héroe.
Pero había un aspecto de las aventuras de caballeros que Ana Beberaggi no
podía soportar, y ese era que no le era posible encontrar una historia en la que el
héroe fuera una mujer. Le era imposible entender porque las mujeres en las novelas
de caballería eran siempre princesas que necesitaban ser rescatadas, casi como un
premio a ser obtenido en lugar de verdaderos seres humanos con sus propias
aspiraciones y deseos.
Su abuela le había explicado que el problema era que las historias de
caballeros las escribían los hombres, mientras que las historias de romance las
escribían las mujeres, y que si quería conocer heroínas debía leer ese tipo de
novelas. Pero a Ana Beberaggi no le satisfizo esa respuesta. Si los hombres podían
enamorarse igual que las mujeres, ¿por qué las mujeres no podían luchar igual que
los hombres?
Ese día Ana Beberaggi se encontraba leyendo un volumen de botánica.
Aunque disfrutase aprender de biología cuando le explicaba su padre, cuando
estaba estudiando por si misma le era casi imposible memorizar todos esos
nombres complicados. Pero la botánica era distinta, Ana Beberaggi no podía
hacerse una imagen mental funcional de las venas y las arterias del cuerpo humano,
pero sin duda podía recordar las flores, con sus diferentes colores y formas, Ana
Beberaggi era muy feliz cerrando los ojos e imaginando los olores que tendrían esas
flores, se podía sentir a si misma flotando lejos de aquella villa, hacia tierras
desconocidas donde las únicas reglas eran las de la naturaleza, que la aceptaba y
le mostraba los milagros de los que era capaz en toda su extensión.
La flor que más le gustaba ver era el girasol. Le fascinaba como la naturaleza
había conspirado para dar luz a una especie de flor que se asemejara de manera
tan cercana al astro rey. ¿Cómo podía alguien pensar que Dios no existía en un
mundo con una belleza tan aparente, tan deliberada?

La ponía algo triste pensar que nunca iba a ser capaz de ver un girasol. Le
había preguntado ya muchas veces a su papá si algún día iban a viajar a una ciudad
en la que crecieran girasoles tan hermosos como los que aparecían en su mente.
Le había respondido que algún día, tan pronto como le fuera posible, iba a mostrarle
todas aquellas maravillas que solo podía conocer a través de los libros.
—Los libros son fantásticos, porque nos enseñan cosas que no podemos ver,
pero nunca podemos dejar que reemplacen las cosas que intentan enseñarnos.
Esa frase resonaría en la mente de Ana Beberaggi tanto tiempo como vida
tuvo. Cuando se encontraba postrada en la cama, enferma más allá de la posibilidad
de cura, hallaba consuelo enseñando a los niños del pueblo de la belleza de los
libros y lo que ellos contienen, tal como su padre había hecho con ella muchos años
antes.

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Todo esto va para decir que Ana Beberaggi no tenía la más remota queja en
lo que respectaba a su familia, su aldea, o en un todo, su vida. Pero era sin embargo
consciente de que sus propias ambiciones y deseos eran insuficientes para ser
conseguidos solo con el hecho de tenerlos. Ana Beberaggi sabía que si iba a
convertirse en un caballero como los de las historias que tanto amaba leer, debía
convertirse en una persona tan admirable e impresionante como ellos, poniendo el
esfuerzo necesario para llegar tan alto como sus deseos lo requerían. Como ella
requería.
Los padres de Ana Beberaggi, por su parte, estaban más que contentos de
tenerla bajo su cuidado. Si bien era cierto que previo a su nacimiento habían
experimentado numerosas rupturas, que hacían a sus respectivos padres
desconfiar de la fuerza de su unión, propiciada precisamente por la naturaleza
inminente del nacimiento de Ana Beberaggi. Sin embargo, luego de que esto
ocurrió, fue como si la belleza del bebé hubiese sido suficiente para limar cualquier
clase de aspereza que hubiese estado previamente allí.
Y era la opinión común de la gente del pueblo que lo mismo era cierto para
el resto de los habitantes de la aldea. El calor de Ana Beberaggi era suficiente para
calentar a todos los que se sintiesen en la dicha de tener su compañía.
Las historias de su abuela eran también una fuente de diversión para la
pequeña. Su abuela no tenía miedo de ir lejos en cuanto a lo que fuese a afectar su
sensibilidad, le hablaba de cómo había conocido a su abuelo, y de cómo había
logrado conquistarla. Le habló mucho de sus padres, y de cómo se había sentido el
día de su muerte, coincidiendo con su cumpleaños número 14. Quedando ella con
la responsabilidad de tomar cuidado de sus 3 hermanos menores, los cuales pronto
acompañaron a sus padres, uno a uno, conforme la guerra los iba llamando, y
ninguno de ellos había tenido la fuerza de no contestar.
Esto había creado una marca en Ana Beberaggi. No entendía como alguien
podría elegir la guerra por sobre su familia, y el alcance de esta decisión ocupaba
un lugar inescapable de su mente. ¿Sería ella capaz de hacerlo cuando le llegase
el momento? Sabía que era el deber de un caballero anteponer las causas justas a
sus propios deseos, ¿pero cómo alguien podía ser tan fuerte como para hacer esa
distinción cuando la vida te presentase con una decisión?
Ana Beberaggi fue distraída de su tren de pensamiento por el sonido de un
caballo relinchando justo afuera de su casa. Corrió a ver a su padre, que la recibió
en brazos con la misma emoción con la que ella corría.

—Adivina qué te traje— dijo, mientras la alzaba en brazos y le daba una vuelta
en el aire.

Esto no era una bienvenida rara por parte de su padre, razón por la cual Ana
Beberaggi le dirigió una mirada suspicaz antes de responder.

— ¿Qué me trajiste?

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Y antes de que pudiera terminar de hablar, su padre sacó de su bolso un
girasol, tan reluciente como había llegado a aparecer en sus sueños más atrevidos,
tan bello como la construcción mental que ella había hecho le había dejado sugerir.
Con los ojos color miel brillándole como estrellas, se lanzó en un abrazo hacia el
cuello de su padre, completamente alterada ante la posibilidad de que esos días
fuesen a terminar algún día.

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Abuela3
(Fotografía número dos: anciana en blanco y
negro)
La muerte era un concepto que, a pesar de su inteligencia, a menudo eludía
el entendimiento de Ana Beberaggi. Lo más cerca que había estado de su lúgubre
presencia era el pequeño altar que había en la parte de atrás de la casa dedicado
a su difunto abuelo. Nunca lo había conocido, pero sentía una extraña clase de
conexión con él. Casi podía sentirlo a través de los libros que leía, que de hecho,
habían pertenecido a él. A veces había pequeñas anotaciones hechas por él, que
de alguna extraña manera formaban una extraña conversación entre el autor y su
abuelo dentro de la cabeza de Ana Beberaggi, que se encontraba raramente
fascinada ante la idea de tener cualquier tipo de contacto con alguien a quien
percibía tan lejos. Para ella, era lo mismo el otro mundo que La Mancha, donde vivía
sus aventuras Don Quijote. Era una idea tan abstracta e inalcanzable que para ella
era solo comparable con la ficción. En su mente, quizás concebía a su abuelo como
en un largo viaje, del que había planeado volver, pero al llegar a su destino había
sido confrontado con la belleza de lo nuevo, del descubrimiento, y había preferido
continuar sus aventuras hasta el final de la Tierra antes de volver a esa aburrida y
pequeña aldea donde su familia lo esperaba.
¿Resentimiento? Quizás, un poco. Pero Ana estaba consciente de que
estaba molesta con su abuelo por haber sido capaz de tomar la decisión con la que
ella tenía tantos problemas llegando a una conclusión satisfactoria. Su abuelo era
al mismo tiempo su héroe y un reflejo oscuro de quien tenía miedo de convertirse.
Su abuela amaba contarle las historias de su abuelo durante la guerra, en
especial luego de caer enferma, ya que lo único que la mantenía distraída era
repetirle viejas historias a su nieta. A diferencia de sus hermanos, el abuelo
Beberaggi había vuelto con una platera de anécdotas de sus días en los campos de
batalla. Cuando era más joven, Ana Beberaggi estaba completamente enamorada
de escuchar acerca de aquellos heroicos asedios, en los que tras muchos esfuerzos
y sacrificios, las fuerzas del ejército de Lowland habían sido capaces de repeler los
esfuerzos de los highlandinos de entrar en el valle de Guiraud. Pero ahora que tenía
13 años, Ana Beberaggi era dolorosamente consciente del romanticismo con el que
su abuela elegía representar las hazañas de su difunto marido. Quizás era una
manera de recordarlo con el mayor respeto posible, pero para la adolescente
representaba nada más que una falta de consideración por los horrores que el señor
Beberaggi había presenciado en su labor como soldado.
No era secreto para Ana Beberaggi que su abuela no sabía leer, y nunca
había presentado el más mínimo esfuerzo por aprender a hacerlo. Esto no era nada
raro en los tiempos que vivían, las mujeres se preparaban para criar a una familia
con toda la entrega que se esperaba de ellas cuando les llegase el momento, y todo

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lo que viniese antes tenía que ser una meticulosa construcción que debía culminar
en la mejor esposa que fuese humanamente posible ser.
La señora de Beberaggi había cumplido lo que se esperaba de ella sin
reparar a pensar en lo que estaba sacrificando al hacerlo así, y se había
resguardado en el esfuerzo para con sus obligaciones maternales para nunca verse
en la necesidad de mirar atrás y ver lo que pudo haber sido de ella de haber elegido
otro camino. Incluso en el estado tan avanzado en que se encontraba de su
enfermedad, escupiendo sangre y con un delirio febril que no era capaz de controlar,
seguía fuertemente abrazada a los valores que la habían visto crecer, confiando
más en la experiencia que había derivado de ellos que de cualquier otra cosa. Esto
llenaba a Ana Beberaggi con gran tristeza, puesto que reconocía en su abuela una
sensibilidad artística que superaba la suya propia. A veces la sorprendía cantando
mientras tejía, melodías hermosas que a pesar del cansancio en la voz de la
anciana, traído por la cercanía de su cumpleaños 85, lograba hacer brillar con el
carácter y la belleza de una mujer que había vivido para ver a la vida en toda la
extensión que esta había elegido para presentársele. Tenía vagos conocimientos
de literatura, a causa de, sospechaba su nieta, las lecturas hechas por su esposo
en los muchos años que compartieron juntos, y, al fallecimiento de este, las de su
hijo, quien con gran amor se sentaba al lado de la cama donde su madre yacía
descansando con los ojos cerrados, y le leía los pasajes que más le gustaban de
aquellas novelas de romance en las que los valores de la anciana brillaban en el
triunfo que les concedía la pluma del escritor.
Ana Beberaggi, sin embargo, no pudo continuar la tradición de leerle en voz
alta a la anciana señora Beberaggi. De hecho, no era ella la más acérrima fanática
de leer en voz alta en general. Para Ana Beberaggi, leer era un acto tan íntimo como
desvestirse, y era una falta de respeto para aquello que se estaba leyendo el hacer
pública la relación que guardaba con la persona que las consumía.

Los amigos de Ana Beberaggi no entendían de dónde había sacado los libros
que tanto tiempo se pasaba leyendo. Para ellos, el hábito de la lectura le era
exclusivo a los grandes señores que tenían grandes salones dedicados a almacenar
libros en todos los idiomas del mundo, que leían solo porque estaban aburridos.
Para ellos era lógico aburrirse si se vivía rodeado de todo lo que uno era capaz de
obtener. Un príncipe no conocería el placer de jugar a las escondidas en el bosque,
o de cantar canciones en la fogata del pueblo a la medianoche, un pueblo
sumamente pequeño donde todos se apreciaban y respetaban.
La primera vez que un niño le había planteado la interrogante del origen de
su biblioteca a Ana Beberaggi, en verdad causó en ella una gran duda. Era incapaz
de concebir una vida sin los libros por los que había nacido siendo rodeada. Al
formularle la pregunta a su abuela, esta había respondido:
—Tu abuelo siempre tuvo un gran amor por la lectura, con lo que ganaba en
su trabajo de soldado siempre apartaba un fondo para invertirlo en ampliar su
biblioteca.

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La respuesta había satisfecho sus dudas por los momentos, hacía ya muchos
años. Ahora en su pubertad, Ana Beberaggi no podía evitar querer cavar más
profundo en el secreto del origen de todos aquellos libros. ¿Qué clase de soldado
era su abuelo, que su salario era suficiente para financiar la compra de tantos libros?
Por momentos barajaba la posibilidad de que su abuelo los hubiera escrito todos,
pero no pasó mucho tiempo para que el cinismo hiciera vivienda en su pensar,
considerando que quizás el pilar de su vida había sido construido robando.
No es que fuese a reprochar a su difunto abuelo de haber sido este el caso.
La mayoría de altos señores no merecían poseer tanta sabiduría. La abuela siempre
decía que los aristócratas estaban enamorados de leer libros con grandes ideas
morales, pero no temían faltar el respeto a ese amor con una aún más grande pasión
por ignorar esas ideas cuando llegaba el momento de ascender en las escalas
sociales o poner la comida sobre la mesa. Pese a nunca haber tenido contacto con
un aristócrata en su vida, Ana Beberaggi veía muy acertada la opinión de su abuela.
Solo cuando hablaba de la ventaja que tenían las altas alcurnias sobre la gente
común se notaba una profunda rabia en su voz, como si el paso de los años hubiese
condensado en su garganta una chispa que su corazón accionaba cada vez que el
tema aparecía, dispuesta a lanzar fuego por las fauces de aquel arrugado dragón,
ya muy anciano para siquiera encender una pipa, pero con el mismo sentimiento
que antaño había atemorizado a quien quiera que se le enfrentase.
Ana Beberaggi amó a su familia desde antes del momento en que fue capaz
de discernir que era capaz de hacerlo. No le parecía una decisión complicada, de
su familia solo había conocido el amor, así que era una sucesión lógica de ideas
que lo correcto era devolvérselos con la misma entrega que ellos le habían
enseñado. Sin embargo, no podía evitar sentirse separada de ellos. Amaba a su
abuela, pero odiaría convertirse en ella. Amaba a su padre, pero nunca quisiera
sacrificar su potencial en la manera que él lo hacía por el bienestar de una familia.
Era por este pensamiento que Ana Beberaggi se creía inadecuada para empezar
una familia. No se veía en la capacidad de quedarse quieta con un bebé en sus
entrañas, ni mucho menos sacrificar noches de sueño para cuidarlos. Esto era
causa de numerosas peleas con su madre, una hermosa mujer de quien Ana
Beberaggi había heredado todo su físico, pero cuyas similitudes terminaban tan
pronto una de las dos decidían abrir la boca.

Desde la niñez de Ana Beberaggi, su figura materna estaba muy


decepcionada del poco interés que esta presentaba en lo que respectaba a seguir
sus pasos, y convertirse en un ama de casa. No era raro que cuando la pequeña
Ana Beberaggi irrumpía en el dormitorio principal para hablarles de un sueño a sus
padres, normalmente uno que implicaba montar a caballo con una espada en la
mano y luchar contra grandes ejércitos de enemigos por sí sola, estos eran recibidos
por dos reacciones completamente opuestas. Por un lado, el entusiasmo
característico de su padre, quien inquiría en detalles de su sueño “¿De qué color
vas vestida en ese sueño?” “¿Por qué estás luchando contra aquellos soldados?” y
por el otro, el obligatorio regaño de su madre quien, sin prestar mayor atención a

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las implicaciones de los sueños de su hija, la reprendía por molestarlos con cosas
poco importantes.
Cuando la niña abandonaba la habitación cabizbaja, la madre reprendía al
padre por contribuir a meter ideas dentro de la cabeza de la infante, a lo que él
respondía ignorándola, haciendo cualquier cosa para distraerse de una mujer que
hacía ya muchos años había dejado de ser capaz de amar.

Las toses de la abuela se oían estruendosamente en toda la casa, y Ana


Beberaggi iba en carrera a atenderla, para encontrarse con la misma escena una y
otra vez, el pañuelo llego de sangre y la abuela, con el rostro perlado en sudor,
forzando una sonrisa entre unos reprimidos alaridos de dolor.
El cuadro ponía gran presión en Ana Beberaggi quien, debido al trabajo de
su padre, era la única persona en la casa con el tiempo entre las manos para cuidar
de su enferma abuela. Con todas sus fuerzas, ponía todo de ella en cuidar a la
persona que había sido su figura materna durante toda su vida, y a quien no quería
ver dejando este mundo.
Una tarde, su padre llegó con una bolsa llena de medicinas y ungüentos, tan
pronto desmontó el caballo y entró al cuarto de la abuela empezó a hacerla tomar
toda cantidad de cosas, desde un té amarillo de textura espesa, hasta una pomada
que aplicó en el pecho de la anciana, quien con sus ojos entrecerrados y con una
mirada cansada le agradecía con una sonrisa a su hijo por los esfuerzos que estaba
haciendo por ella.
A la mañana siguiente la condición de la abuela parecía haber mejorado
mucho, cosa que alegró a Ana Beberaggi con creces. Tosía con mucha menos
frecuencia, y casi no se quejaba del dolor en el pecho. Los días fueron pasando con
la salud de la abuela en recuperación y mucha menos presión sobre los hombros
de su nieta.
Estaba preparando el desayuno cuando un sonido poco común se hizo
escuchar. Alguien tocaba la puerta.
Desocupándose las manos tan rápido como le fue posible, la enfermera fue
a atender, pensando que quizás un vecino necesitase algo de azúcar. Fue
sorprendida por la visión de un hombre que nunca había visto antes, vestido con un
abrigo largo y un sombrero, claramente alguien que no era del pueblo, evidenciado
por sus ademanes y sus extraños atavíos.
—Muy buenos días, ¿qué desea?
—Vengo buscando a Ítalo Beberaggi, ¿se encuentra en casa, primor?
Ana Beberaggi estaba segura de que era la primera vez que alguien la
llamaba primor, pero optó por ignorarlo y responder:
—No, se encuentra en el trabajo. ¿Quiere dejarle un mensaje?

15
—Sí, de hecho —dijo el visitante mientras se daba media vuelta y caminaba
alejándose de la casa— dígale que si no paga la deuda, habrá consecuencias.
Segura de haber escuchado algo que no se supone que debía saber, Ana
Beberaggi procedió con nerviosismo al resto de sus tareas del día, tratando de
controlar sus emociones por el descubrimiento que se había posado delante de ella.
Esperó hasta que estuvo a solas con su padre más tarde ese día para
preguntarle:
— ¿Tienes deudas? ¿Quién es ese hombre que vino preguntando por ti?
Con una mirada derrotada por haber sido descubierto, el señor Ítalo
Beberaggi fue tan sincero como podía haberlo sido. Le explicó que las medicinas
para su abuela eran demasiado costosas para financiarlas con su trabajo, y que
para salvarla, había pedido un préstamo a hombres de una ciudad cercana, pero
que ahora no tenía como devolver el dinero.
— ¿No has visto como está mejorando tu abuela? Esto es algo bueno —dijo
Ítalo Beberaggi, con la calma y confianza que solo un padre puede presentar ante
su hija— no es nada del otro mundo, solo pasaré un tiempo trabajando horas extras,
pagaré esa deuda y todo volverá a como era antes.

— ¿Me lo prometes?
— Claro que te lo prometo, hija mía.
Y tranquilizada, Ana Beberaggi se fue a dormir.
Pasaron los días, y fiel a su palabra, Ítalo Beberaggi estaba haciendo horas
extras en su trabajo, llegando a la casa a altas horas de la noche, donde solo lo
esperaba su hija con comida y un baño caliente preparado. Esto se mantuvo cierto
por unas semanas, y Ana Beberaggi casi fue capaz de olvidar lo que había
escuchado aquel día.
Una madrugada, Ana Beberaggi despertó antes de lo previsto por un ruido
viniendo fuera de la casa, el ruido de un cuerpo cayendo al suelo. Temiendo que su
padre hubiese resbalado al intentar subirse a su caballo, corrió apresuradamente
para auxiliarlo. Lo que encontró, se quedó con ella por el resto de sus días.
El cadáver de su padre, completamente destrozado, con heridas de espada
que se esparcían por todo su cuerpo, era como si hubiese peleado él solo contra
todo un ejército y lo que estaba viendo Ana Beberaggi no fuera más que el resultado
de aquella contienda. La espada que le había dado muerte estaba tirada a un lado
del cuerpo, como testamento a la naturaleza fría de un crimen en el que el asesino
ni siquiera tuvo el detalle de llevar consigo el arma que utilizó para acabar con la
vida de un hombre inocente.

16
Tras unos minutos de estar parada estática, sin poder hacer nada, Ana
Beberaggi tomó una lámpara de aceite del pórtico de la casa e iluminó el cuerpo.
Solo entonces reparó en el detalle más horrible de la escena.
Los cortes en el cuerpo de su padre no eran aleatorios. En su abdomen se
podía leer claramente una frase, dos palabras que le hicieron jurar a Ana Beberaggi
vengarse de quienes habían hecho eso a su vida.

“Demasiado tarde”.

17
Espada4
(Fotografía número siete: niño con arma)
Había decidido enterrar a su madre al lado de su padre, aunque por dentro
pensaba que era una indiscreción colocarlos juntos en la muerte cuando ambos
habían estado tan felices de haber sido separados por ella.
Sabía con dolorosa certeza que ese día llegaría. Luego de haber tenido que
enterrar a su padre hacía ya 3 años, todo en su casa simplemente empezó a
derrumbarse. Sin las medicinas que Ítalo Beberaggi había podido llevarle a su
madre gracias al préstamo, la salud de ésta no tardó en deteriorarse con aún más
velocidad de la que había empezado a mejorar. No pasaron más de 3 días para que
Ana Beberaggi hubiese tenido que hacer un segundo hoyo en la tierra junto a su
padre, y con la sombra de lágrimas en los ojos y astillas en los dedos, poner los
últimos montones de tierra sobre aquellos individuos que la formaron en lo que era,
y si algo le quedaba por recriminarles era el hecho de que no la habían preparado
lo suficiente para ese momento.
Sin embargo, su primer y segundo contacto con la muerte habían hecho más
que suficiente para prepararla para cavar el tercer hoyo, al otro lado de su padre.
Pese a que nunca había tenido una relación precisamente impecable con su madre,
no podía decir que estuviese particularmente feliz de haberla encontrado muerta en
su habitación. Luego de la muerte de Ítalo Beberaggi, su madre había empezado a
trabajar como prostituta para ayudar a las finanzas de la familia. Pese a la
insistencia de su madre porque hiciera lo mismo, Ana Beberaggi había decidido
centrarse en los estudios con aún más fuerza que antes, pero esta vez añadió una
nueva asignatura secreta a su educación autoimpuesta: la espada.
Ayudada con algunos viejos diarios de su abuelo, Ana Beberaggi practicaba
con la espada todos los días en el patio trasero de la casa. Al principio había sido
difícil acostumbrar sus manos al peso de la espada que había sido usada para
quitarle la vida a su padre, pero el recuerdo de los crímenes del acero que
empuñaba era suficiente para darle fuerza todos los días, la fuerza necesaria para
convertirse en la guerrera que tanto había querido ser cuando era niña.
Fue solo leyendo estos diarios que Ana Beberaggi aprendió el verdadero
cargo que había ocupado su abuelo, y la razón por la que poseía tantos libros. Había
sido nada más ni nada menos que parte de la guardia real del rey de Lowland, y
estaba en el favor del monarca con tal fuerza que éste le había permitido llevarse a
su retiro todos los libros que le hicieran falta. Ana Beberaggi era incapaz de discernir
si su previo desconocimiento de estos hechos había sido a causa de que su abuela
los ignoraba o porque había decidido no contárselos.
De cualquier manera, ahora su abuela estaba muerta, así que no tenía
sentido pedirle explicaciones.

18
Con el Sol haciendo estragos en su concentración, Ana Beberaggi terminó
por echar el último montón de tierra sobre lo que antes había llamado madre. Pensó
en rezar, pero no logró verle el sentido a hacerlo, por lo que desistió.
No había querido hacer un funeral con el resto de las personas del pueblo.
Creía que el entierro de un ser querido debía ser llevado a cabo exclusivamente por
las personas que eran más afectadas por el deceso, y no un acontecimiento que
daba lugar a la reunión de gentes completamente ajenas lo que habían sido los
sueños y aspiraciones de alguien que acababa de morir.

Sin embargo, la decisión de Ana Beberaggi de hacer el funeral una ceremonia


entre ella y sus muertos cumplía otra función. Que nadie la viese partir.
Desde la muerte de su padre y su abuela, Ana Beberaggi había decidido que
iba a abandonar el pueblo luego de que su madre falleciera. La meta de su
entrenamiento era, de hecho, prepararla para el día en el que esto pasase, con el
expreso propósito de tener la capacidad de abandonar aquella aldea tan pronto
como los últimos lazos que tenía con ella fueran cortados. Le costaba sentir felicidad
ante el hecho de que el día finalmente había llegado, pero ya había memorizado
cada libro que había en la biblioteca de su abuelo, por lo que ya no tenía motivos
para quedarse en aquel cementerio de recuerdos.
Ensilló el caballo que había pertenecido a su padre, bautizado por ella como
Rocinante. Vistió la vieja armadura de su abuelo que, tras unos ajustes, se había
adecuado a su cuerpo con la misma gracia que a su antepasado. Enfundó la espada
en la vaina que ella misma había fabricado y, tras dar un último vistazo a la cuna en
la que había nacido, emprendió el paso rumbo a lo desconocido.
Ana Beberaggi no sabía si el destino iba a llevarla a alguna aventura como
aquellas que había crecido leyendo, pero tenía la seguridad de que el más mínimo
cambio a la rutina de la que había sido presa por los últimos 17 años de su vida iba
a ser suficiente para justificar su decisión de abandonarla.

Los campos verdes se extendían en la distancia mientras Ana Beberaggi


daba sus primeros pasos en este nuevo mundo. Había practicado en las noches el
montar a caballo con la armadura puesta y la espada amarrada a su cintura, pero
nada la había preparado adecuadamente para el esfuerzo que requería cabalgar
con todo aquello encima mientras el Sol del verano parecía acercarse cada vez más
a ella.
Se adentró en un bosque al que la guiaba el camino. Uno de los principales
problemas que sabía que iba a experimentar era el de la comida, por lo que pensó
que en un bosque era probable que encontrase algo para cazar. En su bolsa de
viaje llevaba materiales para la fabricación de trampas, inspirada en los diarios de
viaje de su abuelo, por lo que planeaba resolver el más grande de sus problemas
tan pronto se le presentase la oportunidad.
Desmontó el caballo y comenzó a caminar por el bosque en busca de signos
de vida animal. El sonido de las cigarras llorando creaba una atmosfera de paranoia

19
en Ana Beberaggi, quien temía estar demasiado distraída buscando comida como
para ver venir a algún posible atacante. Le era imposible caminar sin interpretar el
más mínimo movimiento en las copas de los árboles como una señal de peligro, con
una mano guiando a Rocinante y otra en la espada.
Unas risas se hicieron escuchar en el imperturbable silencio natural del
bosque. Ana Beberaggi siguió su camino en dirección a donde escuchaba aquellos
sonidos, y no pasó mucho tiempo para que viera al dueño de aquella estruendosa
risa, quien marchaba en un grupo junto a otros dos viajeros. Iban vestidos con ropas
que demostraban que no eran extraños a la vida salvaje, con numerosas costuras
y con un color que a duras penas guardaba parecido al que debían haber tenido la
primera vez que se las pusieron.
Ana Beberaggi decidió seguirlos silenciosamente, con la esperanza de que
si no la guiaban a alguna fuente de comida, al menos la ayudaran a encontrar la
salida de aquel bosque, ya que ella no tenía precisamente confianza en ser capaz
de encontrarla por si misma sin antes volverse loca en aquel laberinto de árboles
cuyo parecido imposibilitaba la formación de un mapa mental lo suficientemente
acertado como para sacarla de allí una vez quisiera hacerlo.

Estaba tan concentrada en ver a los senderistas delante de ella que falló en
avistar una raíz que se extendía inclemente en el sitio donde sus pasos la
conducían. Cayó de bruces en el suelo, golpeándose en el proceso la cabeza
fuertemente con una roca. Confusa y con los ojos cerrados de dolor, Ana Beberaggi
profirió un grito ahogado que, pese a sus mayores esfuerzos por contenerlo, terminó
por llamar la atención de los hombres a los que estaba siguiendo.
Cuando abrió los ojos, vio la figura de un hombre agachada sobre ella.
— ¿Estáis bien, amigo? —preguntó el desconocido, con una voz suave y
calmada, con un discurso amable que le inspiró confianza a la jinete que yacía en
el suelo.

— Si, es solo una caída, no tiene nada de qué preocuparse —respondió Ana
Beberaggi, en su mayor esfuerzo por emular los modales que su interlocutor había
tenido con ella.
— Os ruego que cojáis mi humilde mano y os pongáis de pie — ofreció el
extraño— también os pido que nos sigáis en nuestro camino fuera de este hostil
bosque, no han de haber sido pocos los inocentes cuya sangre ha sido bebida por
los espíritus de este traicionero lugar.
Los otros dos hombres hablaban indistintamente en el mismo tono,
ofreciéndole a Ana Beberaggi su ayuda en todas las maneras que el lenguaje les
brindaba la posibilidad de hacerlo.

Luego de ponerse en pie, Ana Beberaggi se dio cuenta que sus rescatistas
eran fornidos guerreros, con espadas atadas al cinto y equipados con una armadura
rudimentaria que les cubría los puntos vitales. Al verla levantada, la mirada del

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hombre que había hablado primero cambió completamente, hasta convertirse en un
rostro sonriente, que dirigió una mirada a sus acompañantes.
— ¡Oh! —profirió, conteniendo su impulso de reírse— es ciertamente una
sorpresa para vuestro humilde servidor ver en tierras tan inhóspitas a una belleza
de tal talante. Os ruego me haga sabedor de los motivos que la traen a estas tierras
de hombres.

—Tan solo estoy viajando, igual que ustedes —respondió Ana Beberaggi,
tratando de mantener la cordialidad pese a la profunda irritación que le causaba la
repentina actitud del sujeto.
—Es muy peligroso para usted viajar sola por estos terrenos, os ruego
reconsideréis la importancia de este viaje que emprendéis, y os insto a volver a
vuestro hogar, donde estoy seguro que vuestra familia os espera impaciente.
—Muchas gracias, pero continuaré mi camino si no les es mucha molestia.
Abatido por la cortante respuesta, el hombre empezó a caminar hacia Ana
Beberaggi, puso la mano alrededor de su cintura y dijo:

—No veo motivo para vuestra actitud, deberíais darnos algún tipo de
compensación por el tiempo empleado en levantar del suelo a una doncella de
vuestras vistas.
Ana Beberaggi apartó la mano del hombre con un gesto rápido y retrocedió.
—Parece que tendremos que enseñarle modales a la pequeña señorita
viajera— dijo el hombre, quien inmediatamente desenvainó su espada y trató de
colocársela en el cuello a Ana Beberaggi, quien luego de volver a retroceder hizo lo
mismo con su arma.

Ambos contendientes hicieron breves movimientos circulares mientras


estudiaban al oponente con intenciones de repeler cualquier posible avance. Los
dos hombres que acompañaban al asaltante se hicieron a un lado entre risas y
burlas, dejándoles espacio para realizar su pelea sin intervenciones.
— ¡Mirad esto, amigos míos! Parece que el gatito tiene garras— dijo con una
sonrisa, al tiempo que levantaba su espada con ambas manos— parece que habrá
que cortárselas.
Al terminar de pronunciar aquellas palabras, procedió a atacar. Sus primeros
golpes fueron bloqueados por Ana Beberaggi con firmeza, al tiempo que esta se
movía ágil y hacía pequeños cortes en las extremidades de su enemigo quien,
enfurecido, arremetía cada vez con menos control sobre sus movimientos, que
completamente erráticos, nunca hicieron más que alcanzar los cabellos de su
contrincante.
El calor no hacía más que empeorar las facultades de raciocinio de Ana
Beberaggi, quien movida totalmente por el instinto, no podía decidirse a asestar un

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golpe serio a su adversario. A pesar de todo su entrenamiento, nunca había matado
a nadie, y el prospecto de perder aquella virginidad era casi tan atemorizante como
el de perder su castidad a manos de aquellos hombres.
Pero no lo suficiente.

Tras otro ataque fallido que Ana Beberaggi esquivó haciendo un fácil deslice
hacia la izquierda, esta colocó su espada en el cuello del atacante, con la intención
de que al hacerlo, este se acobardase y optase por rendirse.
Sin embargo, en un esfuerzo por apartarse de la espada, el hombre había
deslizado su garganta por la afilada hoja, y chorros de sangre empezaron a salir
disparados en todas direcciones, manchando el rostro de Ana Beberaggi y el suelo
en el que instantes antes habían estado peleados.
Anonadados, los compañeros del cadáver desenfundaron sus armas y se
pusieron en guardia. Sin tener tiempo para recuperarse del impacto de haber
arrebatado su primera vida, Ana Beberaggi tuvo que inmediatamente prepararse
para hacerlo otras dos veces.
Sin embargo, dos flechas pasaron silbando entre los árboles para incrustarse
en los dos enemigos. Alarmada, Ana Beberaggi apuntó su espada a los árboles, en
busca de una señal que la guiase a quien había disparado los proyectiles, insegura
de si se trataba de un aliado o un enemigo.

Aparecieron de entre los lindes un grupo de 5 caballeros, dos de ellos con


ballestas en mano que, luego de ser recargadas, apuntaban a Ana Beberaggi como
antes lo habían hecho con los abatidos hombres. Iban liderados por un hombre de
cabellos blancos que les hizo una señal a sus subordinados para bajar las armas.
—Estoy sumamente impresionado con los movimientos que demostraste al
acabar con este miserable— dijo el desconocido, dando una patada al cadáver del
hombre que yacía en un charco de su propia sangre— los estaba buscando, no eran
más que unos mercenarios que abandonaron a su pelotón tras recibir un adelanto
de su pago. Probablemente se dirigían al campamento lowlandino para venderles
la información de nuestro plan de ataque. Te agradezco tanto por haber acabado
con ese riesgo como por haberme provisto de un espectáculo tan fascinante.
Aún tensa por la sorpresa de la aparición de aquellos hombres, Ana
Beberaggi levantó su espada y la apuntó en dirección al caballero de cabellos
blancos.

— ¡Oh! Te ruego que perdones mi falta de modales. Me presento, soy el


general Ángelo Rivetti, del ejército de Highland. ¿El tuyo es…?
—Ana.
— ¡Ana! Un placer conocerte. ¿Podrías hablarme de qué rumbo llevabas
antes de ser importunada por estas escorias?

22
—Trataba de encontrar comida, o una salida de este bosque, lo que pasase
primero.
—Así que una viajera perdida, ¿eh? ¿Qué me dirías si te invito a formar parte
de mi pelotón? Nunca te faltará la comida y me encargaré de que no vuelvas a ser
perturbada por usar una espada y ser mujer. ¿Qué dices, te interesa?
Tras deliberarlo consigo misma por unos momentos, Ana Beberaggi decidió
que podía confiar en aquel hombre, por lo que simplemente respondió:
— Si.

23
Hogar5
(Fotografía número cuatro: gran llave)
Ana Beberaggi estaba tratando de dormir. Tenía muchas noches sin poder
conciliar el sueño sin éxito, y recorrer largas distancias sobre Rocinante sin haber
descansado bien representaba un problema muy grande. Debía lidiar con las ganas
de quedarse dormida mientras cabalgaba, cosa que inevitablemente fue notada por
sus compañeros de pelotón, quienes empezaron a hacer bromas entre ellos, no con
la suficiente discreción como para que Ana Beberaggi no se diese cuenta.
No tenía ningún tipo de pensamiento negativo hacia sus compañeros. Debido
a las palabras con las que el general Rivetti la había acogido en el equipo estos
habían desistido completamente de hacer algún tipo de avance no deseado, cosa
que Ana Beberaggi agradecía con creces.

Habían pasado ya algunos meses y no había pasado de unas breves


palabras cordiales con los que se suponía que debían estar dispuestos a morir por
ella, pero Ana Beberaggi era capaz de lidiar con la falta de practicidad de la situación
con la idea de que ellos estaban en las mismas circunstancias si llegase a estar en
sus manos salvarlos.
Ni siquiera se había molestado por memorizar sus nombres. Eran en total 5
caballeros que habían formado parte de la guardia personal del general Rivetti
desde hacía mucho tiempo, y estaban por lo tanto unidos por todas las batallas que
habían peleado juntos. Ana Beberaggi tenía no solo las dificultades de ser la chica
nueva, sino que además debía lidiar con el hecho de ser “la chica”.
Pese a la falta de convivencia, Ana Beberaggi estaba muy contenta con el
estado de las cosas. Era mucho más fácil viajar en grupo, ya que pese a que no iba
tan rápido, no debía preocuparse porque se repitiera el episodio con los viajeros en
el bosque. Si eran atacados, no debía preocuparse por lidiar sola con múltiples
enemigos, por lo que para ella representaba una victoria que bien valía la pena el
pasar meses viajando con completos extraños.

Otro problema del que se salvaba gracias a haber sido adoptada en aquel
pelotón de combate era el del destino. Cuando había salido de la aldea no había
planeado hacia donde la iban a llevar sus viajes, tan solo había partido con la idea
de que quería alejarse de su antiguo hogar tan pronto como le fuese posible, tan
lejos como la fortaleza de Rocinante pudiese llevarla. Por el otro lado, el general
Rivetti estaba en una misión de reconocimiento, debía explorar Lowland con el
propósito de planear donde iba a asentarse el ejército highlandino una vez
terminasen de hacer los preparativos para la invasión a gran escala que planeaban
realizar sobre Lowland. Había escuchado a los caballeros hablar de cómo el general
Rivetti le había dicho al rey que en este avance iban a terminar de una vez por todas
la guerra que había empezado hacía ya 97 años. Ana Beberaggi sentía un placer

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irónico al saber que estaba tomando parte en la misma guerra que su abuelo había
peleado, y en el bando contrario. Las guerras nunca se trataban de bandos, solo de
circunstancias.
Normalmente las misiones de reconocimiento no eran realizadas por oficiales
de tan alto rango como el general, pero sin duda el general Rivetti estaba muy
alejado de la normalidad. Ana Beberaggi resultaba no ser la primera mujer que
tomaba bajo su servicio, sino la cuarta. Los demás generales hacían burla de Rivetti
por esto, bromeando entre ellos sobre la verdadera función que debían tener las
mujeres en una fuerza de soldados compuesta principalmente por hombres.
“Seguro les suben la moral”, decían.
Ana Beberaggi no habría podido odiar al general Rivetti aunque intensase
hacer su mayor esfuerzo. Era un hombre sumamente fascinante, cuando se reunían
en las noches alrededor de la fogata, daba discursos que parecían preparados
sobre el porqué derramar sangre era la manera más efectiva de llevar a la
humanidad a un punto en donde ya no fuese necesario derramar sangre. Eran
proposiciones que Ana Beberaggi hubiese descalificado inmediatamente de no
haber sido explicadas en tanta pasión y detalle por un hombre que estaba, para bien
o para mal, completamente enamorado del sonido de su propia voz.
Era fácil ignorar las circunstancias en las que el general había adquirido
aquellas opiniones simplemente perdiéndose en el sentido de seguridad que
inundaba a quien escuchase sus palabras. Ana Beberaggi nunca conoció el
cigarrillo, pero los efectos de escuchar al general le hubiesen sido muy parecidos.
Era un estupor del que no deseaba despertar, y sentía inmensos deseos de mandar
a callar a los demás escuchantes cuando interrumpían el hilo del general con
bromas que no venían a cuento.
Desde la muerte de su padre, Ana Beberaggi no había sido capaz de admirar
a nadie, así que se sentía aliviada de no haber perdido la capacidad de hacerlo en
los años que sucedieron a aquel acontecimiento.
Rivetti acababa de terminar uno de sus hilos de pensamiento en voz alta
yéndose a dormir, por lo que Ana Beberaggi había decidido imitarlo. Era una noche
fría. La brisa helada golpeaba la copa de los árboles sobre su cabeza, y la
combinación creaba una receta perfecta para que el sueño no pudiese ser
alcanzado, lo que le brindó a Ana Beberaggi una oportunidad de reflexionar sobre
su situación.
¿Cuánto tiempo podría durar aquello? Sabía que iban a pasar una de dos
cosas, o iba a morir cuando empezasen los enfrentamientos reales contra el ejército
de Lowland, o se iba a quedar permanentemente bajo el comando de Rivetti, ya que
pese a que éste tenía el poder suficiente para adoptarla bajo su mando, no tenía la
capacidad de hacerla ascender en los rangos. No era nada más que una mercenaria
glorificada, y pese a tener la ventaja de poder abandonar la compañía cuando le
placiese, esto también significaba que no tenía ninguna garantía para con el ejército
highlandino. Sus lazos a aquella fuerza militar empezaban y terminaban con sus

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contribuciones en el campo de batalla. Estaba condenada a una libertad que no
podía ejercer.
La distrajo el crujido de las hojas a su izquierda. Por puro instinto, desenfundó
su espada y la apuntó a donde había escuchado los pasos, pero su arranque
encontró a un joven de cabello cobrizo que la miraba con una sonrisa irónica que
casi brillaba en la oscuridad, pero no tanto como sus innavegables ojos azules, que
destellaban con las chispas de la fogata en medio de la fría noche.
—Disculpa, no quería asustarte —dijo el visitante, quien procedió a sentarse
en el suelo junto a Ana Beberaggi— noté que tú también tenías problemas para
dormir y pensé que era lógico que nos hiciésemos compañía en nuestro insomnio
compartido.

Extrañada por el repentino ataque de amistad de un hombre con quien había


tenido un trato de tan pocas palabras en los últimos meses en los que habían viajado
juntos, Ana Beberaggi tardó unos instantes en bajar el arma. Creía que su nombre
era Wolfgang o algo germánico por el estilo, solo porque lo había escuchado entre
las conversaciones de los otros caballeros. Le había dado la impresión de que era
el que más valía del grupo, siendo el único que se quedaba hasta muy entrada la
noche escuchando con ella las charlas de Rivetti, pero esto no había sido suficiente
para inspirar algún sentido de compañerismo en ella.
—No sé qué clase de compañía crees que te voy a dar, pero si tienes alguna
idea graciosa puedes ir olvidándola.
— ¡Tu hostilidad hiere mi espíritu amistoso! —dijo Wolfgang, fingiendo
alarma— me parece sumamente extraño que habiendo viajado juntos por tanto
tiempo sepa tan poco de ti. Me gustaría hacer algo para remediar eso.
— No hay mucho para saber de mí. Mi vida entera hasta ahora puede ser
resumida en 18 páginas de un libro malo destinado a una tarea de periodismo y
literatura de la Universidad Privada Rafael Belloso Chacín de un estudiante
egocéntrico y narcisista que quiere destacar en una asignatura por la que sintió
pasión. Si él pudo inventar mi vida prestando tan poca atención a los detalles, no
creo que tú tengas muchos problemas comprendiéndola.
—No entendí una sola palabra de lo que acabaste de decir, pero si tan pocas
ganas tienes de hablar de ti, tendrás el privilegio de acompañar tu noche con un
breve recuento de cómo yo llegué aquí.
Y sentándose con la espalda pegada a un árbol, Ana Beberaggi respondió:
—Supongo que no tengo nada mejor que hacer.
—Pues. Igual que tú, mi vida no tiene grandes momentos que la hagan
resaltar, vengo de un pueblo muy pobre cerca de la capital de Highland. Cuando mi
familia murió por una plaga, me alisté al ejército. Formaba parte de los guardias del
castillo, específicamente de la sección de la biblioteca. Fui sorprendido leyendo un

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libro cuando debía estar haciendo mis rondas y planeaban quitarme el puesto. No
es como si pudiera leer, pero me pareció fascinante que la familia más rica del país
guardase con tanto celo tantos montones de papel. Quería saber por qué eran tan
importantes que valía la pena pagar un buen salario a alguien para que los cuidase.
Tenían planeado mandarme a hacer trabajos forzados por insubordinación, pero
justo cuando iban a aplicar la sentencia, el general Rivetti salió de una reunión con
el rey y vio lo que estaba pasando. Al escuchar cual era mi crimen, me absolvió de
la condena y me reclutó para su tropa de reconocimiento, he estado viajando con él
desde entonces.
Ana Beberaggi se vio inmensamente sorprendida de tener tanto en común
con alguien que había sido un desconocido hasta hacía 10 minutos, por lo que le
fue imposible no empatizar con la historia de Wolfgang. Procedió a contarle su
historia de manera igual de sucinta que como él le había contado la suya, y pudo
leer en el rostro de su interlocutor que estaba teniendo exactamente la misma
reacción que ella había sentido.
Hablaron hasta que se hizo de día y llegó la hora de cabalgar. Ana Beberaggi
sintió por primera vez en mucho tiempo que estaba entre gente que la apreciaba,
aún si solo eran dos personas. Wolfgang había sido un desconocido hasta hacía
solo una noche. ¿Quién podía afirmar que los demás compañeros no tuvieran
también una historia que contar que la hicieran cambiar su opinión de ellos?
Ana Beberaggi divisó una fortaleza en la distancia, y tan pronto como se hizo
visible, el general Rivetti detuvo el trote para hablar con toda la compañía.
—Escuchen, caballeros y dama. La corona ha recibido inteligencia de que el
señor de esta fortaleza, quien en otros tiempos se declaró como aliado de la corona,
está vendiéndole información al ejército de Lowland con respecto a las ambiciones
estratégicas de nuestras tropas. La misión es entrar y ser recibidos por él, esperar
a que se haga de noche, y secuestrar al sujeto antes de que pueda dar la voz de
alarma. No vamos a poder reunirnos en secreto una vez entremos a la fortaleza, así
que es de vital importancia que todos entiendan lo que habrá que hacerse para
llevar a cabo esta misión…
Rivetti procedió a explicar en detalle qué posiciones debía adoptar cada uno
durante el asalto. Ya habían tenido que pelear contra campamentos de soldados
lowlandinos, pero nunca se habían embarcado en una misión que pareciese tan
imposible. Era necesaria una ejecución perfecta o de lo contrario todos iban a morir.
Todo sucedió tal como lo había predicho Rivetti. Fueron recibidos en el
castillo con las más altas atenciones, durante la cena, el señor Dicalvino renovó sus
promesas de conspirar con la corona highlandina para ayudarlos a conquistar
Lowland, y no tuvo reparos en hablar extensivamente de cómo el rey de Lowland
se había convertido en un señor inmerecedor de ostentar cualquier tipo de autoridad
sobre nadie, a diferencia de sus predecesores.
La noche llegó. Ana Beberaggi estaba poniéndose su armadura y esperando
la campanada de la medianoche para empezar a moverse en dirección al dormitorio
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de Dicalvino. Tan pronto se escuchó en el castillo el sonido que anunciaba el final
del día, Ana Beberaggi se escabulló en total silencio hacia la posición que se le
había sido asignada, rogando no encontrar ningún guardia en el camino, ya que
sabía que cualquier tipo de pelea que generase más ruido del necesario podía
significar el final de la operación, y de la vida de todos los implicados en ella.
Afortunadamente logró burlar a los guardias y llegar a la puerta del dormitorio
principal sin mayores problemas. Sin embargo, Wolfgang, que debía estar allí al
mismo tiempo que ella, no aparecía.

Esto la preocupó mucho. ¿Y si lo habían atrapado? Si ese era el caso, no


pasaría mucho tiempo antes de que los soldados fuesen detrás de ella. El plan de
Rivetti no incluía tácticas de escape por si la cosa se ponía desfavorable, era en
verdad un todo o nada, y las cosas se veían sumamente mal para la compañía.
Justo cuando estaba considerando ir a buscarlo, Wolfgang apareció. No
hacían falta palabras. La luz de las antorchas iluminó su rostro, dejando ver una
expresión completamente en caos consigo misma. La sangre goteaba de su
espada, que sostenía con manos temblorosas mientras se acercaba a su
compañera, que por un momento olvidó todo lo relacionado a la misión y solo quería
saber qué le había pasado a Wolfgang.
— ¿Qué pasó? —dijo Ana Beberaggi en un susurro apenas audible.
—Iba haciendo mi ruta —empezó a decir Wolfgang, con la voz temblándole—
y me correspondía pasar delante del dormitorio de las hijas de Dicalvino. Mi espada
dio un golpe contra un jarrón y lo tumbé al piso. Las niñas salieron a revisar y…
Wolfgang no tenía que terminar de hablar para que Ana Beberaggi supiera lo
que había pasado. No había manera de consolarlo, y ella lo sabía. Le puso la mano
en el hombro y le hizo una señal para continuar con la misión. Wolfgang asintió
trabajosamente y procedieron a irrumpir en el dormitorio.
Claramente lo habían sorprendido. Tan pronto los vio, intentó gritar, pero
Wolfgang colocó el dorso de su mano en la boca de Dicalvino y se lo impidió. Ahora
debían esperar la señal de Rivetti para que las tropas de Highland iniciaran el asedio
al castillo. Tan pronto los guardias se dieran cuenta que su líder estaba rehén en
una fortaleza bajo ataque, iban a rendirse.
Justo cuando el humo se hizo ver en la distancia, un agudo grito de dolor
inundó la habitación. La esposa de Dicalvino, que se había escondido en el armario
al escuchar la conversación de los asaltantes al otro lado de la puerta, había salido
y disparado con una ballesta a Wolfgang, quien no tenía manera de verla ya que le
estaba dando la espalda para poder ver por la ventana.
Tan pronto Wolfgang cayó, su prisionero intentó volver a gritar, pero fue
detenido por Ana Beberaggi, quien le colocó la espada en la boca.
—O la muerdes, o te la clavo.

28
El señor del castillo obedeció, Ana Beberaggi tornó su vista a la otra asesina
que se encontraba en la habitación y dijo:
— Lo mismo va para usted, si se le ocurre gritar, su esposo muere.
Esto bastó para mantenerlos en silencio hasta que las tropas de Highland
tomaron el castillo. Por supuesto, tan pronto como el castillo fue tomado, el señor y
señora del mismo fueron ejecutados en el patio.
La operación había sido un completo éxito.
La única baja había sido Wolfgang.

29
Arte6
(Fotografía número seis: lentes en forma de
corazón)
El ruido de la capital era ensordecedor para Ana Beberaggi la primera vez
que entró en ella, y no dejaba de serlo ahora, tres años después. Su primer contacto
con la ciudad donde vivían las familias importantes de Highland había sido un
encuentro estratégico con los generales al que Rivetti debía asistir, y al cual su
pelotón debía acompañarlo por motivos procedimentales.
Ana Beberaggi se sentía sumamente extraña entre gentes con perfumes que
podían ser percibidos desde millas de distancia, con vestidos que obstaculizaban
su paso más de lo que amplificaban su belleza. Era como una gran fiesta, y a Ana
Beberaggi le era imposible sentirse en ánimo festivo entre un montón de gente
desconocida, pero esto la convertía claramente en la excepción. Sentía como si
todas las miradas se enfocaran en ella, y no sabía lidiar con el exceso de atención.
Era también la única mujer en todo el entorno observable que iba vestida con
armadura, y esto la hacía obviamente una figura de conversación.
Afortunadamente, eran tantas las opiniones sobre ella que estaban siendo
formuladas que a Ana Beberaggi le era imposible distinguir nada.
Esta vez el escandalo era aún más grande. Los soldados eran recibidos con
trompetas y celebración. Para todos era extraño ser recibidos con tanto
agradecimiento por la ciudad que menos había sido afectada por las consecuencias
de una guerra que nadie que la había visto terminar había vivido lo suficiente como
para recodar porqué había empezado.
Rivetti les dirigió una mirada. La expresión en su rostro era la misma que
ponía cuando estaba en presencia de otros generales, pero cuando sus ojos se
encontraron con los de Ana Beberaggi, le sacó la lengua, y ella no pudo evitar
sonreírse. Entre tantas trompetas y platillos, Rivetti seguía siendo Rivetti, y su
inalterabilidad le daba a Ana Beberaggi la confianza en que el mundo no se iba a
acabar porque pasase un poco más de tiempo entre la vida de en la que tanto había
soñado cuando era niña.
Finalmente era un caballero. La estaban recibiendo por haber encabezado
un asalto que acabó con una guerra que había durado 100 años. Seguramente entre
la multitud había una niña que al verla tenía sus propios sueños, quizás alguna de
las mujeres que hacía ya mucho tiempo habían olvidado lo que significaba tener
sueños los veían renacer al ver a aquella hermosa guerrera codearse con los
generales más poderosos del reino.
La única que no podía sentir la victoria era ella. Le era absolutamente
vomitivo ver a tanta gente celebrar gente que habían sacrificado tanto por proteger

30
su derecho a nunca tener que ensuciarse las manos. Algo tenía que cambiar en los
cimientos de esa sociedad para arreglarlo. Una revolución.
Cuando ya estaban llegando al castillo real, Ana Beberaggi levantó la vista
para detallarlo mejor. En sus fantasías los castillos tenían un cierto brillo, salían y
entraban de ellos solo personas nobles con altos ideales que reclamaban ser
defendidos ante un mundo que no los comprendía. Pero ante la fría y dura piedra
de la que estaban construidos los muros que protegían al Sol alrededor del cual
giraba toda la sociedad que Ana Beberaggi estaba aprendiendo a odiar, era
imposible imaginar a Don Quijote hacer nada que no fuese combatirlo.
Entraron por las grandes puertas y manteniendo el firme trote, entraron en la
recamara del trono.

El rey era un hombre sumamente obeso, con una papada que le llegaba
hasta el pecho y que estaba malamente acomodado en un trono que claramente
había sido construido para sostener a alguien mucho más delgado que él, pero
indefectiblemente él se posaba en él, luciendo tan orgulloso como el primer día que
ganó el derecho de sentarse en él.
Intentó levantarse cuando las fuerzas del general Rivetti estaban
posicionadas delante de las escaleras que llevaban al trono, pero sus esfuerzos
solo lograron elevarlo unos pocos centímetros antes de caer estrepitosamente de
nuevo a su posición original, tras lo cual fingió que sus intenciones de levantarse
estaban satisfechas. Se escuchaban algunas risas en las tropas, que se detuvieron
tan pronto como aquella bola de privilegios empezó a hablar.
—Es con gran alegría que el pueblo de Highland os recibe, ejército libertador.
Habéis llevado hasta las pobres tierras del antiguo reino de Lowland las bondades
de la civilización y el avance de nuestras más altas mentes, y es a través de ésta,
mi voz, que os concedo a todos los presentes, cuya sangre fue derramada por la
más merecedora de las causas, el título de nobleza.

Toda la habitación contuvo el aliento al mismo tiempo. La mayoría de los


soldados que el general Rivetti había reclutado a lo largo de los años habían sido
ladrones, mercenarios. Gente sin rumbo ni propósito a quienes se les fue
obsequiado uno por el carisma de un líder que les dio algo en qué creer, en un
mundo que no les dejaba creer en nada.
—Y por supuesto, la única persona en este pelotón que ya era noble previo
a esta determinación, el general Rivetti, por favor de un paso al frente.
Y el caballero de cabellos blancos desmontó su caballo y se acercó a la
escalinata, ante la cual se arrodilló.
—Por su contribución a la expansión de las tierras de Highland, por su crucial
papel a la hora de liderar a las fuerzas reales hacia nuevos horizontes, y por su rol
vital en la formación del ejército más poderoso que haya visto el mundo, yo, el rey

31
Nicolás Maduro Moros, hijo del rey Hugo Rafael Chávez Frías, lo nombro
comandante en jefe de todas las tropas del reino de Highland.
Una ronda de aplausos se hizo escuchar en la habitación, el ahora
comandante Rivetti se levantó y vio a las tropas que lo habían llevado hasta el punto
más alto de su vida, el mayor reconocimiento que le podía ser dado a un soldado,
le estaba siendo concedido a él. Ana Beberaggi no pudo evitar sentir gran orgullo.

La cena que sucedió a la gran celebración estuvo cargada de todas las


comidas que los nuevos nobles habían deseado alguna vez en su vida. Había vino
para bañar a todos los presentes al menos 3 veces. El comandante Rivetti estaba
en el extremo de la mesa, bebiendo a todos los brindis que eran propuestos por sus
hombres.

Ana Beberaggi no se sentía parte de aquella celebración, por lo que decidió


cepillar a Rocinante en el establo del castillo. Su labor fue interrumpida por sonidos
de golpes del otro lado de la pared. Desenfundó la espada y fue a revisar, pero fue
encontrada con la desagradable escena de una de las mucamas del castillo siendo
embestida por uno de los soldados que habían luchado a su lado. Al darse cuenta
de que la sangre había subido a su rostro, se dio la vuelta y decidió que era un buen
momento para darle un paseo a Rocinante.
La celebración por el fin de la guerra se extendía al resto de la ciudad. En
cada rincón por el que Ana Beberaggi pasaba, la recibían canciones, gente bailando
y el ofrecimiento de muchos tarros de cerveza que se veía forzada a rechazar
amablemente. Ana Beberaggi creía que todos tenían derecho a ver tu mejor cara a
pesar de que no fuese tú mejor día. A pesar de la oleada de escepticismo que estaba
haciendo hogar en su mente, después de la ceremonia decidió reflexionar con las
gentes del reino de Highland. No era su culpa el haber nacido en un entorno que les
impidiese ver los horrores que ocurrían del otro lado de los muros que los protegían.
Probablemente si ella hubiese nacido en alguna de esas familias, habría tenido una
perspectiva similar a la de ellos, formada por sus circunstancias. Por un momento,
Ana Beberaggi no pudo evitar sentirse sumamente mal por haber sido tan negativa
hacia una multitud que estaban tan distantes culturalmente de ella como le era
posible, y esa distancia era algo que nunca iba a lograr acortar, por mucho que se
esforzase.
***

A la mañana siguiente, Ana Beberaggi fue despertada por el sonido de


alguien hablando. Esto le pareció raro, ya que ahora que formaba parte de la
nobleza tenía dinero suficiente para alquilar una habitación para ella sola, lo que
debía mantenerla alejada del contacto humano. Sin embargo, al entreabrir los ojos
vio al comandante Rivetti, dando vueltas en círculos sobre la alfombra frente a su
cama, hablando como si hubiera alguien escuchándolo.
—¿De qué sirve ser el comandante en jefe de un ejército en tiempos de paz?
—preguntó a las paredes— para lo único que soy bueno es para ganar guerras. Ya
gané todas las guerras, ¿qué me queda ahora?
32
—Pensé que era usted lo suficientemente inteligente como para haber
previsto que iba a llegar a esto antes de ganar la guerra por el gordito.
—Y yo pensé que estaba ya usted acostumbrada a mis preguntas retóricas,
y a no interrumpir mis discursos —respondió Rivetti, antes de volver a dirigir su
mirada al techo y continuar hablando— la respuesta es de hecho sencilla, ¿qué me
queda ahora, sino iniciar una nueva guerra?

A Ana Beberaggi se le quitó el sueño como si lo hubieran espantado con una


flecha y entornó los ojos gravemente hacia el comandante Rivetti, quien permanecía
inmutable en su éxtasis discursivo, haciendo solo una pequeña pausa para
asegurarse que el impacto de su última declaración se diese en su oyente antes de
proseguir.

—Pero esta no será una guerra por la conquista, será una guerra por la
democracia. Ya el pueblo está harto de que sus vidas giren en torno a los deseos
de un obeso miserable al que ven una vez al año. ¿Qué sentido tiene que el destino
de los habitantes de un país esté ligados a la voluntad de un solo hombre que
gobierna sobre ellos por “derecho divino”? —dijo Rivetti, mientras cogía la funda de
una almohada en el suelo y se la colocaba en la cabeza— El cree que está a salvo
mientras tenga esa corona sobre su cabeza. Y es una malinterpretación que le debe
ser perdonada, puesto que aquella idea se le ha clavado en la cabeza desde que
tuvo uso de razón. Él solo sabe que es rey porque su padre lo fue antes que él, pero
si rastreamos la genealogía de este pensamiento, nos encontraremos con que el
primer rey de Highland fue puesto en su lugar por un grupo de gente que lo querían
gobernando, ¿pero por qué la voluntad de la gente por ver a alguien sentado en un
trono se debe traducir en que ésta se vea heredada por sus descendientes?
>>Tan solo hay que pegar el oído al suelo para escuchar como esta tierra
clama por libertad. Están hartos de estar por debajo. Es hora de que la voluntad del
pueblo sea escuchada, por encima de los gritos de la tiranía y la opresión. Una
cucaracha puede parecer muy grande, pero no tiene nada que hacer contra una
colonia de hormigas.
Sin aliento, agotado por el monólogo que acababa de dar, el comandante
Rivetti se sentó al borde de la cama, donde su escuchante lo miraba con asombro.
¿Así que ese era su plan desde el principio? ¿Ser ascendido a comandante para
poder derrocar al rey? Simplemente parecía un plan demasiado elaborado para ser
llevado a cabo, mucho menos para que sus intenciones se hiciesen obvias
solamente una vez explicado.

—Eres la primera persona a la que le revelo mi plan. Porque quiero que seas
tú quien me ayude a llevarlo a cabo.
Ni siquiera tuvo que pensarlo para responder.
—Espero con todas mis ganas que logres derrocar a Maduro, pero no
cuentes conmigo para llegar hasta allí. Estoy cansada de la guerra, estoy cansada
de derramar sangre en nombre de una causa que nadie recuerda cuando la guerra

33
termina, estoy harta de ver morir inocentes que no son más que peones en el tablero
de los poderosos. Nadie nunca se acuerda de esos muertos salvo para hablar de
los sacrificios que se tuvieron que hacer para ganar la guerra. Una guerra cuyos
verdaderos contendientes son los últimos en sentir los efectos. No quiero volver a
sentirme una persona horrible por empuñar mi espada contra personas que bien
podrían ser mis parientes lejanos, pero cuyos gritos se escuchan igual cuando se
quedan sin uno o dos miembros. Quiero dedicarme a cosas que me traigan paz, y
pese a que respeto tu idea de que la guerra es lo único que puede llevar a la
verdadera paz, yo no creo que el fin justifique los medios.
>>Estaré deseando tu victoria detrás de tus filas, pero nunca más me verás
en ellas.
Claramente turbado por ver sus intenciones muertas en un discurso tanto o
más apasionado que el suyo, el comandante Rivetti abandonó la habitación
arrojando la puerta. Ana Beberaggi no estaba sorprendida, pero si ligeramente
decepcionada que no hubiese apoyado su decisión. Lo conocía de sobra para saber
que sus ambiciones no se detendrían tan fácil, y de hecho no podía evitar sentirse
afortunada de que no hubiese insistido inmediatamente.

Ana Beberaggi ya había hecho los arreglos. Su nueva viviendo debería estar
ya preparada para que la habitase. La primera vez que había visitado la capital,
estaba en discusión el demoler un antiguo museo donde se exhibían pinturas de
artistas de vanguardia. Era conocimiento común que solo se habían quedado allí
porque el rey no tenía ningún interés en ellas, de hecho, el edificio se había
convertido en un basurero artístico, donde la corona almacenaba los libros,
esculturas y demás obras que no tenían lugar en el castillo.
Solo requirió una carta dirigida el rey y una pequeña inversión para que se le
permitiese habitar aquel edificio. Formar parte del grupo íntimo del comandante
Rivetti le había asegurado la comida por los 3 años que formó parte del mismo, por
lo que no tuvo problema en ahorrar el dinero que ganaba con la intención de algún
día emplearlo en algo más provechoso que prostitutas y alcohol, práctica que le era
completamente alienígena a sus compañeros.
Era un completo desastre. Los libros estaban apilados en el suelo, y las
pinturas rogaban por cualquier tipo de mantenimiento, pero aquellas suplicas
claramente habían caído en oídos sordos, pues las que antaño debieron haber sido
obras meticulosamente construidas, estaban convertidas en nada más que tela
sucia y amontonada en pequeñas bolas que bien podrían haber sido confundidas
con ropa sucia.
Ana Beberaggi solo había tenido que instalar una puerta (dado que la que
originalmente guardaba la entrada del complejo había sido robada). Aunque lo único
que había en aquel edificio eran libros desechados, no habían muchas
probabilidades de que los ciudadanos iletrados de Highland, quienes representaban
a la mayoría, fueran a asaltar a una mujer noble loca que vivía rodeada de basura
inteligente.

34
En muchos años, Ana Beberaggi nunca se había sentido tan feliz.

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Universo7
(Fotografía número tres: noche estrellada)
Las estrellas le devolvían la mirada a Ana Beberaggi, que yacía acostada en
el techo de su nueva residencia, siendo solo distraída por el sonido de la ciudad
respirando caos a su alrededor. Pensó en lo lindo que sería ser como las estrellas,
arder hasta consumirse, solo para explotar en una gran bola de fuego que todos
volteen a ver. Quizás así sentiría el propósito en su vida en lugar de aquel vacío.
No sabía qué hacer, y estaba aburrida de su propia indecisión. No le
quedaban sueños qué cumplir, solo recuerdos qué guardar hasta el día en que
muriera. Ya había sido un caballero, uno de los más importantes del reino. Había
sido condecorada con el título de noble, por lo que si en algún momento decidía
tener hijos, estos serían protegidos por la corona. Aunque, después de que el
comandante Rivetti llevase a cabo su revolución, quien sabía si iba a haber una
corona para proteger a sus sirvientes. Por otro lado, si consideraba la idea de tener
hijos, debía considerar también la de casarse. Sería sumamente irónico abrirse a
pretendientes. Luego de años matando hombres y haciendo el mayor esfuerzo por
evitarlos tanto como le fuese posible cuando estaba en el campamento, ahora
estaría esperando que el indicado llegase a ella. Entretuvo la idea de que el indicado
era uno de tantos sujetos que habían intentado meterse en su tienda y fueron
recibidos por una espada apuntada a sus ojos, pero desechó aquella posibilidad al
pensar que si era el indicado, no iba a intentar meterse en su tienda sin invitación.
Ana Beberaggi abrazaba aún la espada que la había acompañado durante
su campaña militar. No había olvidado que había sido un arma muy similar a aquella
la que le había arrebatado a su padre, pero aquel hecho solo le hizo aferrarla más
fuerte. ¿Volvería a tener que empuñarla algún día? Tener un arma entre las manos
te da la ilusión de controlar aspectos de tu destino que previamente creías
completamente fuera de tus manos. Acabar con una vida era una sensación que
nunca escaparía del corazón de Ana Beberaggi. Probablemente tendrían hijos,
esposas, madres que esperaban su regreso e iban recibir una mísera compensación
que buscaba reemplazar lo que antaño había sido un abrazo.
Rivetti siempre decía que uno no debía sentir culpa por quitarle vida a
personas que habían estado dispuestas a quitarte la tuya, pero aquella idea no
entraba del todo en la mente de Ana Beberaggi, quien solo podía recordar aquello
que le había sido arrebatado con una espada, y lo poco que se diferenciaba de lo
que ella había arrebatado con otra espada.
La luna tenía las cosas mucho más sencillas. Su deber era aparecer en el
cielo cada noche y mirar a los seres humanos en su estado más vulnerable.
Dándose placer, creando nueva vida, susurrando nombres contra la almohada,
atrincherados en el silencio para escudarse de un posible rechazo. Cuando susurras
un nombre, puedes tener la seguridad de que aquello que digas queda entre tú y tu

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imaginación. Uno puede tener confianza en que por un momento, el nombre que
digas es tuyo, una nueva versión de la persona que tienes en la mente se crea, para
que por un momento, disfrutes del poder que tiene la imaginación para unir a la
gente.
¿Qué nombre susurraba Ana Beberaggi, preguntas? Pues, esa es una
pregunta complicada. Ana Beberaggi nunca dejó de pensar en Wolfgang. Mucho
tiempo después de lo ocurrido en el castillo de Dicalvino descubrió que Wolfgang
estaba casado, cosa que estaba segura de no haber escuchado eso viniendo de
sus labios la noche antes de que muriera. ¿Por qué habría decidido ocultar esa
pieza de información? Las posibles respuestas se amontonaban en su cabeza, y lo
único que todas tenían en común era que ninguna ayudaba a guardar el concepto
que Ana Beberaggi tenía de Wolfgang en el momento que murió.
Había olvidado como llorar. Las circunstancias la habían forzado a
endurecerse en maneras que ya no podía suavizar. No quería ser herida, y pese a
que lo intentase, no era capaz de abrirse a la posibilidad de hacerlo. Si bien era
cierto que cerrarse al mundo la protegía de él, lo único que hacía era cubrir
malamente la realidad, que muy dentro de sí, Ana Beberaggi era incapaz de formar
conexiones con otras personas.
Sentía que no la entendían, y que nadie hacía el mayor esfuerzo por hacerlo.
El ser una chica linda solo empeoraba las cosas, era impresionante la cantidad de
cosas que un hombre es capaz de decir con tal de ganarse el favor de lo que percibe
como su dama. Se había rendido en sus esfuerzos por convencer a los hombres a
su alrededor que ser mujer no le impedía hacer lo mismo que ellos, y en su lugar se
esforzó por demostrarles con acciones que no solo estaban luchando al lado de una
mujer, sino que estaban siendo comandados por una.
Ana Beberaggi había resuelto por solo permitirse formar vínculos con las
personas que pareciesen capaces de comprender su posición. Y se sentía
devastada ante la posibilidad de que la última persona con la que había sentido
aquello era una que había inventado una historia con tal de acostarse con ella.
Si descartaba a Wolfgang, la última persona con la que había sentido una
conexión era su padre. Su padre, al cual había tenido que empezar a enterrar no
más de 30 minutos después de que muriera, y el olor de cuya sangre se había
quedado en sus manos por días, días en los que se había dedicado a inútilmente
tratar de mantener viva a su abuela, pues sabía que su madre no iba a estar
dispuesta a hacerlo, solo para haber tenido que repetir el procedimiento cuando la
muerte decidió tocar a la puerta de nuevo.
El silencio formaba una gran parte de la vida de Ana Beberaggi. Era en el
silencio donde mejor podía imaginar lo descrito en sus amados libros. Era en el
silencio donde podía sumergirse en sus pensamientos, llegando a entender mejor
porqué se sentía de la manera como lo hacía, con el propósito de encontrar la
manera de escapar de cualquier ciclo de comportamiento que la estuviese
estancando. Pese a las opiniones del general Rivetti, Ana Beberaggi se consideraba

37
una persona positiva. Sin importar las circunstancias, Ana Beberaggi estaba
siempre centrada en el presente. Pero ahora, que estaba una vez más en compañía
del silencio, no tenía un lugar para esconderse del hecho de que estaba sola.
Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola.
Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola.
Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola.
Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola. Sola.

Sin importar cuantas veces se lo repitiese, no dejaba de ser cierto. ¿Qué


sentido tenía pensar en un problema que sabía perfectamente que no iba a
levantarse para solucionar? Los sentimientos no son más que estados de ser, y
están siempre obligados a cambiar. Aunque ahora la soledad representase un
obstáculo para ella, indefectiblemente, llegado un momento específico, iba a pasar
a sentirse afortunada de ella. Las emociones estaban sujetas a una arbitrariedad
que era insalvable, inherente a la condición humana.
La condición humana… Sin duda Ana Beberaggi no tendría que lidiar con el
problema la consciencia que la atormentaba si simplemente no hubiese nacido
como una humana.
A veces le gustaba imaginarse como un ave, surcando los cielos por motivos
prácticos y utilitarios. O como un gato, siempre conforme y satisfecho consigo
mismo, proyectando orgullo a cada pequeño paso, sin la maldición del pensamiento
atormentando su esencia.

Quizás esa era la esencia de Ana Beberaggi. Pensar.


Cuando se detenía a considerar esa posibilidad, recordaba los días que
pasaba estudiando textos religiosos. Miraba hacia atrás, hacia tiempos en los que
se permitía creer en una fuerza superior que estaba velando siempre por sus
intereses.
¿Cuándo había Ana Beberaggi perdido la fe?

¿Habría sido cuando aquellos ladrones mataron a su padre por haber llegado
un día tarde a la fecha límite para el pago de una deuda?
¿Había sido cuando se vio en la necesidad de convencer a su abuela de que
su hijo se había ido de viaje, solo para librarla de saber cuál había sido su destino
en los últimos días que le quedaban de vida?

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¿Había sido cuando vio a su madre preparándose para ir a trabajar en el
burdel?
¿Había sido la primera vez que le quitó la vida a otro ser humano?
No lo sabía.
Pero, ¿qué importancia tenía hacerse aquellas preguntas?
Las emociones son, por definición, estados transitorios de existencia. Si hoy
estás triste, lo único de lo que puedes estar 100% seguro es que en algún momento
dejarás de estarlo. Entonces, ¿por qué tenía que centrarse tanto en las cosas
negativas que vivían en su mente?
Porque estaba sola.
Sola.
Con un suspiro, Ana Beberaggi sacó de su sistema todo lo que había
pensado desde que se subió al tejado, y se fue a dormir.
***
A la mañana siguiente, Ana Beberaggi recordó que había dejado su espada
en el tejado, así que subió a buscarla.
El Sol había salido, y estaba brillando con furia, lleno de energía. Ana
Beberaggi pensó en cómo todas las formas de vida en la Tierra eran estrictamente
dependientes del Sol, y lo admiró en todo su poder. El Sol no podía apagarse,
tenía que mantenerse brillando por el bien de todos, buenos o malos. Esto no
significaba que las estrellas hubiesen dejado de estar allí, solo que el Sol era lo
suficientemente brillante como para que la luz de las estrellas fuese imperceptible.
En ese momento, Ana Beberaggi tomó una decisión.

Iba a ser como el Sol.


Aunque estuviera sola.

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Descanso8
(Fotografía número uno: gato elegante)
Cortinas de fuego se alzaban sobre un suelo completamente negro. Jóvenes
con prendas de ropa atadas a la cara lanzaban piedras a un grupo de caballeros
vestidos de verde que los hacían retroceder con escudos con las letras “GNB”
inscritas. Pudo ver como uno de los jóvenes caía y los “GNB” le daban una paliza
con unos extraños palos negros. Al ver esto, sus compañeros intentaban rodearlo
para protegerlo, pero de entre la formación de sujetos con aquellos escudos salió
un hombre completamente cubierto en una extraña armadura, con un cañón
pequeño en las manos, de las cuales empezó a disparar fuego, que solo con
impactar a los jóvenes los hacía colapsar en el suelo, en una piscina automática de
sangre. Ana Beberaggi no entendía qué clase de magia era necesaria para
destrozar hasta tal punto un cuerpo humano, pero no tenía ánimos de indagar.
Se movió entre una apabullante multitud de personas con ropa amarrada a
la cara. Pudo distinguir que era un grupo conformado por todo tipo de gente. Vio
hombres y mujeres peleando codo a codo contra aquellos caballeros asesinos. Fue
mientras pensaba en estas palabras que Ana Beberaggi se dio cuenta del error
semántico que estaba cometiendo. Un caballero que mate a inocentes no merece
ser llamado caballero. Solucionada su confusión, vio como una mujer baja, de
cabellos negros amarrados en un moño, se acercaba al cuerpo sangrante del
hombre que yacía en el suelo desangrado. La mujer lloraba, gritaba lo que solo
podían ser insultos al asesino que aún sostenía aquel arma infernal en las manos.
Ana Beberaggi asumió que se trataba de su madre, y su corazón solo pudo callar
ante los horrores que estaban transcurriendo delante de sus ojos.

El sentimiento que se alzaba por sobre todos los demás en la mente de Ana
Beberaggi era el de la impotencia. Por mucho que intentasen, aunque fuesen
muchos más, no había manera de frenar a aquel pequeño grupo de personas
mientras tuviesen tanto armamento en sus manos. Aunque ya consciente de que se
trataba de un sueño, Ana Beberaggi no pudo evitar preguntarse qué parte de sus
pensamientos subconscientes habían contribuido a la creación de un escenario en
el que unas personas tan malvadas llegasen a un lugar de poder tan grande.
Esto no era una guerra. En una guerra, ambos bandos contaban con recursos
armamentísticos parecidos, y el resultado de las batallas se reduce a puro valor
estratégico. Esto era una masacre.
A lo lejos de aquella extraña extensión de piedra negra con rayas blancas,
vio como algunos de los asesinos vestidos de verde cargaban en hombros a un
hombre obeso vestido de rojo. Estaba comiendo un pedazo de carne con urgencia,
como si hubiese pasado una semana sin comer, pero por su aspecto, era obvio para
Ana Beberaggi que probablemente era una exageración decir que había pasado
una hora sin meterse en la boca.

40
Luego de dejar el alimento solo con el hueso, el líder de los soldados verdes
les tiró los restos. Una guerra a pequeña escala se formaba alrededor de aquellas
sobras, podía escuchar como los gritos se ahogaban unos a otros, mientras los
aparentes compañeros se lanzaban a las gargantas los unos a los otros, hasta que
un soldado pequeño, que no podía tener más de 15 años, se escabullía entre los
mayores con el hueso en la mano. Lo saboreó por unos breves momentos hasta
dejarlo completamente limpio, tras lo cual el obeso tirano aplaudió, señal que todos
los efectivos obedecieron inmediatamente, empezando a reverenciarlo, algunos
hiriéndose la frente al contacto con aquella negra roca ardiente que se extendía
infinitamente hacia el horizonte.
El obeso hizo una señal, y la totalidad de sus fuerzas salió persiguiendo a las
personas con ropa amarrada al rostro, quienes notoriamente atemorizados,
empezaron a correr. Solo unos pocos se quedaron para enfrentar al grueso de los
soldados verdes, que igual que una bestia una vez removido su collar, empezó a
hacer fuego con los cañones de la muerte, alcanzando a los combatientes sin rostro
más cercanos. Podía verse a algunos de los guardias deteniéndose un momento
antes de disparar, pero por cada uno que dejaba de jalar el gatillo, había otro que
no temía sesgar a aquellos valientes.
Ana Beberaggi despertó sudada hasta la ropa interior. Estaba
completamente horrorizada por aquella escena que había presenciado en sus
sueños. ¿Qué clase de desgracias tenían que darse en una sociedad humana para
dar lugar a una pesadilla de tal magnitud? Una parte de ella estaba agradecida de
no tener que sentir aquello de primera mano, pero su otra mitad, igualmente vocal,
estaba ansiosa por ver si los guerreros sin rostro iban a ser capaces de ganar esa
batalla que se veía tan contraria. Pero Ana Beberaggi se tranquilizó. Las causas
justas siempre encuentran la forma de sobreponerse a las adversidades, y
difícilmente había una causa más justa que derrotar a aquel tirano obeso.

Se había quedado sin comida, por lo que decidió que era un buen momento
para salir a la ciudad a reabastecerse.
Por todas las calles solo se hablaba de la guerra que había empezado el
comandante Rivetti. Clamaba por la rebelión de las clases bajas del reino, que eran
vastamente superiores en número a aquellas familias de alcurnia que dominaban
las actividades económicas, y al ser la capital el sitio donde estos apellidos
concurrían, el pánico era casi palpable en el aire mientras Ana Beberaggi hacia su
camino hasta el mercado. La última noticia había sido que algunos de los recién
impuestos nobles que previamente habían sido parte del ejército de Rivetti, habían
sido ejecutados bajo sospecha de traición a la corona. Nicolás Maduro mismo había
jalado la cuerda que había ahorcado a aquellos hombres inocentes, cuyo único
crimen había sido luchar bajo el mando de Nicolás Maduro en su lucha por
conquistar tierras que no le pertenecían.
Ana Beberaggi seguía firme en su decisión de no involucrarse en ninguna
manera en aquel conflicto, y aunque esto representaba forzosamente lidiar con la

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culpa de no ser más que un agente neutral en una batalla de ideas tan prominente,
estaba cansada de sacrificarse por causas en las que no confiaba totalmente.
Había tensión en el ambiente, muchos estaban planeando abandonar la
ciudad lo más pronto posible, antes de que las fuerzas de Rivetti entraran en la
capital. Rumores corrían por las calles de que su plan era decapitar a todos quienes
habían tenido algún tipo de contacto amistoso con el actual regente, y en una ciudad
compuesta de, precisamente, las gentes con las que el rey más se asociaba, esta
era una grave amenaza.

Sin embargo, Ana Beberaggi sabía que el comandante Rivetti no era capaz
de respaldar un plan tan horrible. Pero llegados a ese punto, Ana Beberaggi debía
haber aprendido a no confiar tan fácilmente en la gente, por mucho que sufriese al
no poder depositar su fe en alguien a quien respetaba tanto, el tiempo le había
dejado de enseñanza que abrir la puerta de sus emociones significaba dejar entrar
todo, tanto lo malo como lo bueno.
Luego de hacer su compra y hacer su camino de vuelta a su casa, Ana
Beberaggi fue sorprendida por la puerta de entrada estando completamente abierta.
Esto era extraño, ya que Ana Beberaggi recordaba haberla cerrado antes de salir,
pero luego de darle vueltas, tuvo que aceptar la posibilidad de que este no hubiese
sido el caso, ¿qué alternativa había?
Entró a la residencia e inmediatamente algo no estaba bien. Los cuadros que
estaban apilados al lado izquierdo de la puerta principal habían sido movidos de
lugar, estando ahora desperdigados por la habitación. Parecía como si alguien
hubiese estado tratando de buscar algo, pero sin saber exactamente qué.
Escuchó una risa infantil proveniente de la habitación donde dormía.
Desenfundó su cuchillo y dejó los víveres en el suelo, preparándose para lo que sea
que había entrado a su lugar seguro, y preparada para hacer lo que fuese necesario
para expulsarlo.

Al examinar el dormitorio, se encontró con lo que menos esperaba ver en


aquella situación. Un niño pequeño, de unos 5 o 6 años, con unos profundos e
innavegables ojos azules, estaba sentado sobre su colchón, viéndola. Tenía un
parecido increíble con…
No le dio tiempo de terminar el tren de pensamiento, pues una espada le
pinchó el cuello. Con el rabillo del ojo, vio que era su propia espada, la que había
usado para sellar la última batalla de la guerra de los 100 años. Estaba siendo
empuñada por una mujer que empezó a amenazarla con que no se moviera. La voz
no le era conocida, pero aunque lo hubiese sido, la mente de Ana Beberaggi estaba
centrada en pensar qué movimiento iba a realizar para zafarse de aquella situación.
Tan pronto sintió la energía en los brazos para hacer la maniobra, dio un salto
hacia atrás. El factor sorpresa hizo que la espada se moviese en una floja estocada
hacia donde Ana Beberaggi se había movido, ataque que fue fácilmente desviado
por su cuchillo, cuya rápida acción hizo temblar la hoja de la espada. Dejando en

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evidencia que las manos que la sostenían no estaban acostumbradas a empuñar
un arma, la espada cayó al suelo con un ruido estrepitoso.
Esta era la primera vez que Ana Beberaggi detallaba a su atacante.
Era una mujer sumamente hermosa, con facciones marcadamente
pueblerinas, la piel tostada por el sol del campo, y los ojos marrones de la fiereza
de los huertos del reino. Fue solo allí, cuando en las facciones del bebé que
contemplaba la escena (qué había transcurrido en un lapso de aproximadamente
15 segundos) pudo distinguir claramente las de la mujer a quien tenía restringida
con un cuchillo contra su armario, que se dio cuenta de algo que para el lector ya
debe ser obvio.
Eran madre e hijo.
Aquella realización hizo que Ana Beberaggi soltara su puñal, y en su lugar
emplease sus limitados conocimientos de combate cuerpo a cuerpo para reducirla.
No le tomó mucho esfuerzo, y en pocos movimientos la mujer estaba
completamente inmovilizada en el suelo, ante el llanto del pequeño niño, cuyo
sonido completamente devastó la voluntad de Ana Beberaggi por hacerle nada a la
mujer que tenía bajo su control.
—¡Está bien, me rindo, me rindo! —dijo la mujer en el suelo.
Al escuchar eso, Ana Beberaggi la soltó inmediatamente. Sus ojos estaban
centrados en el bebé sobre su cama. Habría hecho lo que sea para que dejase de
llorar. Quizás esto era debido a su falta de contacto con ellos, pero a los ojos de
Ana Beberaggi los humanos solo dejaban de ser bebés alrededor de a los 10 años,
por lo que la idea de hacer algo que incitase el llanto de aquel niño era para ella lo
mismo que golpear a un neonato.
No hizo falta mucha charla para que la tensión se disipase. No era como si
Ana Beberaggi tuviese algo que fuese digno de robar, así que el ánimo conflictivo
de la mujer extraña no tardó en desaparecer. Pese a todo, Ana Beberaggi le dio
algunas monedas de oro, y la instó a pasar por su casa si en algún momento
necesitaba algo más.

No pasaron más de dos días para que la mujer y el niño volviesen a aparecer
en su puerta. Una de las ventajas de la vida en el retiro era que Ana Beberaggi tenía
todo el tiempo libre del mundo para pasarlo conversando de la vida con una mujer
que pese a lo poco que había visto, entendía muchísimo más que la exsoldado.
—Te lo digo, Ana. Lo que te hace falta es conseguir un hombre que te haga
dejar de sentir todas esas cosas malas —solía decirle Robertina— a una no le da
tiempo de preocuparse por el propósito del universo mientras mira a las estrellas
cuando tiene una familia entre manos. Yo no me acuerdo cuando fue la última vez
que tuve tiempo de ponerme triste desde que nació Ludwig.

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No tenía una respuesta lo suficientemente articulada como para merecer una
discusión extensa, por lo que Ana Beberaggi tendía a asentir, solo porque le
encantaba escuchar a una persona tan distinta a si misma explicarle qué debía
hacer con su vida. Su propio escepticismo la hacía reticente a intentar cualquiera
de las aparentes soluciones inmediatas que Robertina proponía, pero esto no la
detenía de cada día estar un poco más unida a Robertina y Ludwig, que llegado un
punto decidieron mudarse con ella.
Ana Beberaggi había decidido enseñar a ambos a leer. Ludwig aprendía muy
rápido, claramente era un chico inteligente. Aunque a Robertina le costaba un arduo
trabajo estudiar gramática, cuando Ana Beberaggi le dijo lo mucho que ayudaba a
su hijo tener a alguien con quien hablar correctamente, ésta se pegó a los libros
como si la cercanía física equivaliese a entendimiento.
No pasó mucho tiempo para que Ana Beberaggi empezase a discutir
literatura con el joven Ludwig, quien ya había tomado su primer libro de las extensas
librerías del antiguo museo que ahora llamaban hogar.

Un día, una carta llegó a la residencia. Estaba escrita en antiguo latín, como
pretenciosamente lo estaban las cartas que llegaban del castillo real. Era un llamado
a batalla para defender la capital del ejército insurgente del comandante Rivetti, que
cada día se acercaba más. Era un llamado a todas las antiguas fuerzas imperiales
para unirse en contra de los rebeldes.
No pasaron 3 segundos después de terminada la carta para que Ana
Beberaggi la rompiese delante de sus huéspedes, quienes poca atención le
prestaron, pues Ana Beberaggi tenía la costumbre de romper las cartas luego de
leerlas. Ella agradeció que no pudieran ver el profundo disgusto en sus ojos cuando
rasgó aquella página que tantos recuerdos le trajo. Recuerdos que quería enterrar
tan profundo como le fuera posible antes de siquiera considerar la opción de volver
al campo que los vio nacer.

—Ana, ¿quién es Don Quijote? —preguntó Ludwig un día, mientras llevaba


en sus manos un grueso tomo con el nombre “Miguel de Cervantes Saavedra”
escrito en el lomo.
—¿Dónde conseguiste eso, niñito? Llevo desde que llegué a esta casa
buscando ese libro y no lo había encontrado.
—No lo sé, estaba por allí en un montón.
—Pues, Don Quijote es un héroe. Leyó tantas novelas de caballería que
decidió que él mismo iba a convertirse en uno en la vida real.
—Pero los otros lo llaman loco, dicen que leer novelas de caballería acabó
por dejarlo mal de la cabeza.

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—Uno tiende a identificar como locura aquello que no puede entender. Y no
hay nada más incomprensible que un romántico honesto.
—Oh… ¡No me digas más!, quiero leerlo por mí mismo —declaró el niño,
antes de volver a la lectura.

Viendo a aquella criatura sumergiéndose en las mismas páginas que la


habían traído a ella hasta allí, le dio a Ana una sensación hasta entonces
desconocida en la garganta. Las palabras no podían salir.
Robertina entró a la habitación con una sonrisa, sonrisa que se desvaneció
tan pronto vio la expresión de Ana.
—¿Qué pasa, mi cielo? ¿Por qué tienes esa cara?
Luego de una breve pausa, Ana respondió con un dejo de aquella sensación
en la garganta.
—¿Qué te parecería llamarte Robertina Beberaggi?
—¿Cómo dices?
—Puedo decir que eres mi hermana, que te habías quedado en el pueblo de
donde vine. Ludwig también puede adoptar el apellido. Quiero que seamos una
familia.

—¿Estás segura de lo que estás diciendo?


—Puede que no necesitemos el apellido, pero nada me encantaría más que
ver el apellido de mi abuelo en ustedes.
—Ana, no digas eso, tonta —respondió Robertina— nosotros seguiremos
siendo una familia sin importar quien se siente en esa estúpida silla. Tengamos o
no el mismo apellido.

Ana se dejó ir, por solo un momento. Las lágrimas surcaron sus ojos, ante la
mirada atónita de Robertina y Ludwig, quienes procedieron a abrazarla, susurrando
palabras de consuelo entre risas que terminaron por convertirse en más llanto.
Todo iba a estar bien.
-FIN-

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Comentarios finales.
Holy fucking shit. Lo terminé. Recuerdo haber escrito en la introducción el 21
de enero que iba a terminar de escribir la novela en una semana, y mientras escribo
esto son las 9:55 P.M. del lunes 28 de enero. Así que quizás por unas horas me
pasé, pero dentro de lo que cabe estoy sumamente satisfecho por el producto que
tan pretenciosa misión.
Soy un escritor que se involucra mucho personalmente con aquello en lo que
está trabajando, cosa en la que tomo mucho orgullo, porque me parece que le da a
mi trabajo un sentido de urgencia que siento ausente en muchos otros cuentos. En
verdad espero que usted haya disfrutado tanto leyendo esto como yo escribiéndolo.

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Rincón de las 20 palabras (o más).
1. Guerra.
Verguero, Palestina, perdigones, disparos, impacto, alto, calibre,
niños, padres, separación, Trump, muro, EE.UU, México, Siria,
indiferencia, distancia, destrucción, Punpun, tren, avance,
civilización, paso, galope, salto, atrás, retroceso, atraso,
involución, cagada, Maduro, miedo, replica, repetición, Venezuela,
país, Guaidó, asamblea, usurpación, poder. >>

2. Niña.
Infancia, Gabriel, papitas, pollo, frito, antojoso, tremendo,
pequeño, desastroso, recuerdos, pasado, fotografía, memento,
pretensión, ambición, psicópata, tú, rechazo, incomprensión,
asesinato, escape. >>

3. Abuela.
Abuela, Encarnación, bendición, revuelto, mojito, tío, familia,
comida, mesa, muerte, tiempo, absurdo, dolor, depresión, suicidio,
tristeza, lágrimas, psiquiatra, mal, maldad. >>

4. Espada.
Guerra, tragedia, injustificado, dinero, malditos, Isis, extremistas,
ira, rabia, terrorismo, muerte, anarquía, sangre, masacre,
separación, sucios, miserables, animales, roto, vidrio, humo,
bestia, horror, terror, corazón, tinieblas, Vietnam, Islam, arma. >>

5. Hogar.
Llave, grande, puerta, mamá, comida, dinero, Bora, hermano,
euros, diversión, comodidad, cuarto, computadora, mouse, libros,
trabajo, pasión, escritor, Úlcera, manada, catarsis. >>

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6. Arte.
Amor, música, cine, teatro, literatura, danza, arquitectura, pintura,
escultura, domado, ojos, alma, vista, reflejo, luz, esperanza, pozo,
escalera, arepa, amiga, triste, salud, estornudo, nariz. >>

7. Universo.
Espacio, arrecho, cama, luz, dormir, narcolepsia, insomnio,
estrellas, luna, galaxia, astronomía, astronauta, algodón, China,
oído, sordera, discapacidad, vacío, Dios, filosofía. >>

8. Descanso.
Giselle, adorable, cachete, chiquito, Valeria, María, Ana, Anita,
papita, nalgas, informática, Robin, silla, Juan, David, Marthina,
tetas, pedofilia, cárcel, SEBIN. (Por favor no pregunte) >>

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