Los racismos, los dogmatismos, es decir el desprecio a grupos específicos de
edad, género, color de piel, religión, estatus social, a estas alturas de nuestra coexistencia no suelen declararse de forma frontal. Muy avezado se mostraría aquel que apareciera declarando en público su odio a cualquiera de esos segmentos de la sociedad. Nuestro desprecio suele camuflarse y aparece de forma sutil en nuestra habla. No es cosa nueva, eso ha ocurrido siempre. Pero leer este domingo en un suplemento de periódico que a fulano de tal la incomprensión e impavidez de nuestra burocracia le saca “el indio que lleva adentro” es para pararse a pensar largo rato. Este amigo periodista, con dicha frase, supone bien que él es producto de un cruce de indio con un alguien de otra raza (suponemos que, por contexto histórico, alguno de aquellos reos con suerte que vinieron de la lóbrega España). Creería uno que es un mestizo conciente, y que, además, no niega sus raíces. Claro, el problema está en que con aquella expresión de sacarle a uno el indio, se le atribuye al lado indígena lo irracional de nuestras acciones. No se inventan todavía la frase sacarle a uno el español para denotar cuando el hablante muestra su lado noble, galante, honrado, fino y culterano. Faltaría más. Los racismos y discriminaciones, como tantas otras cosas, nos delatan y se delatan colados en nuestras palabras. De esto, un ejemplo aterrador es el diccionario de la Real Academia Española (DRAE). Su edición de 1780 contenía esta definición de calvinista: “s. m. El que profesa los errores de Calvino”. Así, literal, como si además de diccionario, fuera libro docto en teología. Esa colita moralista de “errores de Calvino” se mantuvo hasta la edición de 1852 cuando se cambió por “el que profesa la secta de Calvino”. Porque, saquemos conclusiones, los dogmáticos suelen creer que su fe es la religión por antonomasia: las demás son sectas. Este ejemplo sería anécdota histórica si no encontráramos un auténtico racismo en la edición del DRAE del año 1992: la penúltima. En cuanto a grajo dice en su acepción tercera: “Col. Cub. Ecuad. Perú, P. Rico y Sto. Dom. Olor desagradable que se desprende del sudor, especialmente de los negros desaseados”. ¿Y los blancos desaseados no tienen grajo? Esa definición, hace más de una década, resulta inaceptable en una época en la que los diccionarios se hacen con criterios científicos y no con la buena voluntad de algún comedido. Quede claro que no es el diccionario el racista, pues su obligación lingüística, científica, es la de recoger el léxico que usa la gente. Los racistas somos los hablantes. Y los lexicógrafos que elaboran esas definiciones de pacotilla. Seamos conscientes, por tanto, de estas meteduras de pata y dejemos de lado eso de salirle o sacarle el indio a alguien, y también de las meriendas de negros que no son más que eso, meriendas; dejemos de lado el trabajar como negro, porque, en todo caso, el que dice aquello declara que los que no son negros trabajan a medias, mal o nunca; así como el pasarlas negras, porque la gravedad de los hechos no tiene color. Y además esas otras locuciones que discriminan ya no la raza, sino el género o la edad: mujer al volante peligro constante, tontería que refutan las estadísticas: de todos los delincuentes que atropellan, chocan y matan detrás de un volante y luego se dan a la fuga, hasta ahora no se ha conocido que haya habido una mujer; engañar a alguien como a un niño o ser algo más fácil que quitarle un chupete unl niño, como si la bobería de los adultos pudiera compararse con la ingenuidad de los infantes; o esta otra expresión que afortunadamente no decimos aquí pero que consigno para ilustrar estas bellaquerías de nuestra idiosincrasia latina: ser más viejo que una sarna. Claro, porque el viejo, el indio, el negro, la mujer y el niño van en andariveles inferiores al del resto de los mortales: nada es tan antiguo como un hombre adúltero, ni tan bullicioso como blanco en discoteca, ni se trabaja como gerente de alto apellido, ni nadie las pasa blancas, aunque blancos, jóvenes y varoniles son los que mandan y acaban con este planeta. De esto lo saben muy bien los países ocupados militarmente por el imperio blanco por excelencia.