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I– VELÁZQUEZ
1– EL TIEMPO DE VELÁZQUEZ.
2– LA VIDA DE VELÁZQUEZ.
3– EL ARTE DE VELÁZQUEZ
4– LOS AÑOS SEVILLANOS
5– DESCUBRIMIENTO DE LA CORTE.
6– EL PRIMER VIAJE A ITALIA.
7– EL AFIANZAMIENTO CORTESANO.
8– LA VUELTA A ITALIA Y LOS ÚLTIMOS AÑOS.
15– BIBLIOGRAFÍA.
I– VELÁZQUEZ
1– El tiempo de Velázquez.
Velázquez nace en 1599, un año después de la muerte de Felipe II, cuando todavía
España era la potencia más grande y temida de Europa, pese a que mostraba ya evidentes
signos de su decadencia imperial.
En el otro extremo de su vida, muere en 1660, un año después de que la Paz de los
Pirineos selle el traspaso de la hegemonía a Francia con Luis XIV. Se trata, pues, de un
siglo de guerras desastrosas, rebeliones sangrientas, mortandades que espantaron... hasta
llegar a ese espectáculo hasta entonces no visto de la muerte de un rey en el cadalso.
Y sin embargo, en un siglo incurso en una crisis agrícola catastrófica (en parte por
los condicionantes climáticos), demográfica (azote de las epidemias), política (merced a los
enfrentamientos por la primacía europea: o, dicho de otro modo, por el replanteamiento de
las posiciones respectivas de las principales potencias, iniciadas con la decadencia imperial
española), tuvo lugar una asombrosa fase creativa. En el caso de España, una "edad de oro"
de la cultura, de la que Velázquez es su representante pictórico. Tal vez porque se cumple la
máxima histórica de que los momentos convulsos a nivel ideológico acaban por ser los más
productivos a nivel artístico.
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Pero el caso de Velázquez no es una excepción. Su época es también la de
Rembrandt, Bernini, Pascal, Galileo, Monteverdi...
Sin duda, así es; pero de un aislamiento más espiritual que físico, pues los contactos
se restringen a una capa exigua y privilegiada de la población, mientras la masa desconfía
de todo lo que provenga del extranjeros, existiendo impedimentos para estudiar en el
extranjero (hasta el siglo XVIII, en que desaparecen), desempeñando también un papel
fundamental la Inquisición. España fue permeable a las influencias literarias y artísticas
pero no científicas.
Las crisis económicas y las pérdidas militares retrasan los matrimonios, y los
nacimientos no bastan para colmar la pérdidas. Las regiones centrales fueron foco de
emigración hacia las zonas del litoral mediterráneo, produciéndose también fenómenos de
emigración desde el Norte (donde el maíz permitía excedentes de población): Castilla
pierde su antiguo predominio demográfico.
También la nobleza y clero sufren una disminución de sus rentas, aunque aumenta el
número de nobles y curas, por ser el único medio de tener privilegios.
El favorito del rey Felipe IV será el Conde Duque de Olivares. Felipe IV es una
persona gran cultura, domina varios idiomas, y desarrolla en su corte una pródiga vida
cultural, en la que la música y el teatro juegan un papel importante. También muestra su
sensibilidad con la pintura. Bajo su apariencia impasible esconde un temperamento ardiente
y sensual, y cierta derivación hacia los placeres estéticos abandonando parcialmente el
gobierno en manos de Olivares.
2– La vida de Velázquez.
Cuando Velázquez va a Madrid, ésta está bajo la égida de Gaspar de Muñoz, que en
sus años jóvenes frecuentó los círculos de Pacheco (suegro de Velázquez), favoreciendo a
sus amigos sevillanos: será decisiva su influencia en el nombramiento de Velázquez como
pintor real.
Diego Velázquez ambiciona obtener una pública declaración de nobleza para superar
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los prejuicios de sus orígenes (es de padre portugués) y profesión (no existe todavía una
clara separación entre artesano y artista en España al contrario que en Italia). Si su carácter
estaba alejado de la crueldad, fanatismo y superstición, que tanto abundaron en su época, no
rechazaba de ninguna manera los valores fundamentales de una sociedad con la que se
sentía plenamente identificado (su culminación la obtendrá al ser nombrado caballero de
Santiago, hasta el punto de hacerse un autorretrato, con un gesto de gran superioridad,
vistiendo el traje de la orden).
3– El arte de Velázquez
Podría caracterizarse diciendo que Velázquez conjuga una retina portentosa con una
mano infalible, que detiene la realidad suspensa en un instante de vida fulgurante. Porque el
valor de la temporalidad, de lo efímero, del juego de luces, marcan una constante en la
pintura de Velázquez.
Desde el punto de vista técnico, se vale de los recursos de la perspectiva aérea hasta
extremos nunca hasta entonces logrados. En otro orden de cosas, su pintura (tras los inicios
naturalistas) evolucionará progresivamente hacia una pincelada más suelta, siendo un
precursor en la distancia del impresionismo.
Como los poetas del conceptismo, sus contemporáneos, nuestro pintor juega con su
pensamiento y lo adelgaza en agudezas, de aparente transparencia, con una silenciosa
reserva y distanciamiento meditativo.
Los años sevillanos constituyen el marco del inicio de su formación pictórica. Hacia
1609, apenas cumplidos los 10 años (en un sistema de aprendizaje gremial), pasa algunos
meses en el taller de Herrera el Viejo, pintor prestigioso cuyo carácter no soporta,
terminando su contrato de aprendizaje con Pacheco, artista letrado, conocedor de la
literatura clásica, buen conocedor de la teología pero amante del humanismo sevillano,
pintor al servicio de la alegoría.
En 1617, cumplidos los 6 años preceptivos de contrato, rinde examen ante el gremio
de pintores de Sevilla, quedando inscrito como uno de ellos. Antes de los 20 años se casa
con la hija de Pacheco: el panorama que se le ofrecía entonces era el de continuar la
tradición del taller del suegro, dependiente por entero de la demanda de una clientela casi
exclusivamente eclesiástica, con una pintura sujeta a tópicos y cánones prefijados y por
tanto escasamente creativa.
Durante estos años emplea una técnica de pasta densa, espesa y modeladora. Su
dibujo es preciso, detallado, y concluye cuidadosamente las formas y atiende al pormenor
con exactitud. El color es de predominios terrosos, tierras y ocres densos, a veces con
manchas de verdes profundos, rojos cálidos y sombras espesas, con abundancia de betunes.
5– Descubrimiento de la Corte.
En 1621 muere Felipe III, y el joven Felipe IV favorece como su valido a Gaspar de
Guzmán, conde Olivares, de origen sevillano. Hasta cierto punto puede decirse que Sevilla
encuentra las puertas abiertas en la Corte. Pacheco procuró que su discípulo probase fortuna
en Madrid, al amparo de una coyuntura favorable.
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Ya desde su llegada a Madrid medita la posibilidad de ir a Italia. En 1623 ya es
nombrado pintor real, lo que constituía una carrera fulgurante.
De esta época es también Los borrachos, cuadro mitológico de Baco. Nada más
distinto de la línea con que sus contemporáneos flamencos (Rubens) o franceses afrontan el
tema: Velázquez lo hace desde la cotidianeidad, y ofrece una reunión de pobres gentes,
campesinos y soldados de los Tercios, siendo Baco un joven vulgar y apicarado. Al aire
libre impone sus luces y la técnica se muestra libre y ligera, al modo veneciano. La
complejidad barroca que conllevan sus obras posteriores ya se hace presente en esta
estructura ideográfica, que podríamos esquematizar así:
En 1628 Rubens pasa un año en España, y es conocido por Velázquez, que queda
fuertemente impresionado por él, por su técnica cromática, por la extraordinaria libertad de
su pincel.
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Son las obras de carácter más académico que pintó Velázquez, aunque no renuncian
(especialmente la primera) a ese complejo juego de sentidos: Vulcano visita una fragua a
medio camino entre la herrería más vulgar y un espacio mítico, básicamente el ocupado por
esta figura. Por otra parte, en dicho cuadro existe una simbolización de la fragua o labrado
del cuerpo humano, lo que explica la disposición casi en forma de desnudo clásico de
alguna de las figuras.
Parece como si el pintor, tras ver y estudiar los relieves clásicos, las composiciones
del renacimiento y las obras de sus contemporáneos más famosos, como Guercino, hubiese
querido demostrar su dominio del desnudo, sereno y escultórico. Sus obras constituyen
entonces magníficos ejercicios de coherencia espacial, alardes de perspectiva geométrica y
de ordenación renacentista. Copio obras de Rafael y Miguel Angel, conoce a Ribera,
establecido en Nápoles 15 años antes.
A su regreso tiene 32 años, inicia su madurez y su arte está muy por encima de
cualquiera de los pintores de la corte.
7– El afianzamiento cortesano.
Sus lienzos de esta época de madurez son sin excepción obras magistrales. En todos
ellos el paisaje, en el que se adivinan las montañas de la sierra de Guadarrama, resulta de
una extraordinaria vivacidad, directa y "plenarista". Especialmente el retrato del joven
príncipe Baltasar Carlos sobre su jaca favorita, se inserta en una atmósfera de diafanidad y
transparencia inigualables, resultando audaz compositivamente el escorzo del caballo,
compensada a nivel volumétrico con la disposición del príncipe.
También trabaja para un palacete de caza próximo al Pardo, donde Felipe IV reunió
una gran colección de obras flamencas: Velázquez pintó retratos de miembros de la familia
real vestidos en traje de caza, en un tono más directo y sencillo que los retratos cortesanos,
en un escenario abierto de montañas y bosque que evocan la actividad cinegética y
acompañados de sus mastines favoritos con maravillosa individualidad: también tienen
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"arrepentimientos" (rectificaciones en la disposición de las patas de un caballo, por
ejemplo) que el tiempo ha puesto de manifiesto, y que muestran un estudio de la
composición, de la distribución de masas y volúmenes, sumamente minucioso. En estos
cuadros existe un simplificación del traje y gesto, buscando una mayor inmediatez, una
severa naturalidad.
En Roma retrata a Inocencio X, pero antes, para ejercitarse después de tiempo sin
coger pinceles, retratará a su criado Juan de Pareja, mulato, retrato que sorprenderá en
Roma, y de inmediato se abrieron para Velázquez las puertas de la Academia de San Lucas.
El retrato del papa quizá sea el mejor retrato de toda Roma; consigue, sin apartarse del
esquema tradicional del retrato pontificio, vigente desde tiempo de Rafael, imponer con su
técnica y su difícil acorde de colores rojos, algo de deslumbradora novedad. La
personalidad cruel, recelosa y en el fondo vulgar del papa queda fijada con extraordinaria
exactitud.
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Velázquez dilata cuanto puede su vuelta a España, pese a la insistencia del monarca
en regresar para continuar con sus obligaciones de pintor de la Corte.
Finalmente vuelve a Madrid en 1651. Para las salas del Alcázar pinta cuatro
cuadros, conservándose Mercurio y Argos, cuadro de pincelada casi inmaterial y gama de
una colores en grises y malvas refinadísimos. Su estancia italiana le ha hecho revivir el
gusto por el lenguaje de la fábula clásica.
La clave la suministra un espejo en el que se reflejan imprecisas las esfinges del rey
y la reina, verdaderos protagonistas de la composición: se trata de una especie de homenaje
de pleitesía a la infanta, como jura anticipada de sus derechos a la corona. Pero todo esto se
sugiere en una penumbra dorada del salón. La captación del "aire ambiente" ha llegado a la
más suprema perfección, pues los planos de luz que el aire intercepta sugieren el espacio, la
distancia: sustituye la realidad por un reflejo y hace que este nos resulte tanto o más verdad
que la realidad misma.
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II– GOYA. EL COMPROMISO DEL ARTISTA CON SU ÉPOCA.
9– Introducción.
Como partidario de las nuevas ideas, no se limita a testificar sino que contribuye con
su crítica ilustrada a desmontar un mundo que ya está en declive. Pero a un nivel de
significado más profundo, aún hay más: en efecto, estilística y significativamente, en Goya
encontramos el germen de las vanguardias pictóricas, intuitivamente expresado con una
vitalidad prodigiosa.
Una aproximación a la Historia del Arte como la que pretendemos no debe limitarse
a un conjunto de "clichés" muchas veces tópicos. Sin embargo, haciendo un ejercicio de
abstracción podemos encontrar en Goya al precedente de varios estilos posteriormente
desarrollados. O, si no queremos ser tan tajantes y formulísticos, digamos, al menos, que la
influencia en la distancia de Goya sobre muchas de las vanguardias pictóricas es innegable:
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– lo irracional, lo ilógico, incluso podríamos decir con ciertas reservas el
"automatismo psíquico", luego explotado con mayor o menor profundidad por el dadaísmo
y el surrealismo, están presentes en la última fase de la obra pictográfica de Goya.
De esta forma, como en el caso de Beethoven, con quien su vida y obra guarda un
prodigioso paralelismo, supone una transición entre una fase que se acaba, el clasicismo, y
otra que se inicia, y que en parte ambos inician, lo posclásico.
Tras viajar a Madrid y Roma (con el prestigio que en la época supone), recibe en
1771 el encargo de pintar el techo de una capilla del Pilar: es su primer triunfo, a los 25
años, y le permite llamar la atención de la alta sociedad aragonesa. Además de nuevos
encargos (especialmente pintura religiosa), emparienta con el pintor real Francisco Bayeu,
casándose con su hermana Josefa.
Con una holgada situación económica, Goya encara la vida con optimismo. Por otra
parte, se le encarga pintar una cúpula del Pilar, en la que mostrará una gran audacia: a través
del estudio de los clásicos renacentistas, como Miguel Angel, comprendió que no se puede
pintar a 28 metros de altura con la misma técnica compositiva que si la pintura fuera a ser
contemplada a la altura del ojo. Goya crea en esta Virgen gloriosa todo un mundo de celeste
cortés y popular, con gran naturalidad y optimismo, como corresponde a su entonces
sincera fe. Si las condiciones de dicha pintura lo hubieran permitido, tal vez hoy
comenzaría a desterrarse ese tópico de que la genialidad de Goya únicamente se desarrolla
cuando se trata de un hombre maduro. Pero el clero aragonés es incapaz de admitir estas
libertades, por lo que Goya volverá un tanto denostado a Madrid, en parte pensando en
tomarse la revancha frente a su cuñado.
Sin embargo, por el momento habrá de contentarse con retratar a Luis, el hermano
menor de Carlos III, a su arquitecto favorito, Ventura Rodríguez (retrato en el que ya da
rienda suelta a su intención de captación psicológica: no se contenta –como posteriormente
las vanguardias– con pintar el exterior de las cosas, sino que la pintura está al servicio de
una verdad más oculta).
La futura duquesa de Osuna, uno de los personajes más importantes del Madrid
cortesano, musa y protectora de poetas y filósofos, se fijará en Goya. En su Retrato de la
condesa duquesa de Benavente escapará a las trampas de una imagen de talante artificial.
Se trata (característica mantenida en el futuro) de un asombroso ejercicio de colorido):
Goya, con este solo retrato, con una armonía cromática absolutamente sorprendente, se ha
convertido en el mejor retratista de su tiempo. Sin embargo, será capaz de pintar reyes y
toreros (afición juvenil ésta de Goya) con igual realismo.
Su principal tarea en la Corte consiste todavía en pintar cartones para tapices. Sin
embargo, se trata de obras ahora mucho más frescas y espontáneas, llenas de un sabio
equilibrio entre la belleza que se exige a obras destinadas a una función puramente
ornamental y el realismo de los personajes: Las floristas, El verano, El invierno, El albañil
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herido (primer alegato contra el sufrimiento de las gentes humildes, sin embargo sin perder
valor decorativo), Los pobres en la fuente, etc. Emplea más colores de los habituales en
estas obras, claros y transparentes, y, no obstante, muy eficaces para dar la sensación de
volumen. De Velázquez ha aprendido a observar las variaciones del color con la luz (otro
factor en el que se anticipa a las preocupaciones impresionistas) a fin de obtener el máximo
relieve, sin la oposición violenta del claroscuro (en este caso por imposición del propio
género del tapiz para el que trabaja).
En la obra Pradera de San Isidro es donde quizá más clara aparece esta obsesión
por la luz crepuscular (que en muchos aspectos anuncia a Corot).
Con la muerte de Carlos III en 1788 y el acceso al trono de Carlos IV, Goya es
nombrado pintor de Cámara (pintor principal del rey), dedicando buena parte de sus energía
a retratos de Carlos IV y de Maria Luisa (la mayor parte ciertamente decepcionantes:
probablemente en su cabeza había otras inquietudes que estos encargos). Como
contrapartida positiva, en parte por la inquietud generada en la corte por los sucesos
franceses, se interrumpe la decoración de los palacios reales y por tanto la elaboración de
tapices, lo que beneficia a Goya.
Por si fuera poco, en 1793 enfermará (¿algo venéreo, muy frecuente en la época?),
quedando parcialmente paralítico durante algún tiempo: posteriormente se repone,
padeciendo una especie de meningitis que conducirá a su sordera y atormentará con un gran
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zumbido en la cabeza a Goya. El hasta entonces alegre y gracioso aficionado a la caza, los
toros y seguidillas Francisco Goya, se refugiará en su trabajo: si el sufrimiento es un
extraordinario generador de energías espirituales, en el caso de Goya se inicia una total
metamorfosis de su personalidad artística, a través de esta experiencia de dolor posterior.
Sordera que equivale a aislamiento e introspección, a un análisis más profundo del Yo que
sufre (y de ahí, vía libre hacia la contemporaneidad: pero no como un sufrimiento sólo
personal y por una circunstancia como su sordera, sino como el sufrimiento colectivo del
hombre)
Dos años después, en 1795, Goya encontrará a su más célebre modelo, la duquesa
de Alba. Los escritores románticos franceses han inventado la historia de una pasión
compartida entre la gran dama y el pintor sordo, aunque no hay ningún dato que apunte tal
posibilidad. En la serie de retratos ejecutada, Goya captó lo impalpable: el alma firme y
generosa de la marquesa, sobre fondos gris–azul transparentes (tonos y factura luego
habituales en los impresionistas). En algunos de los posteriores caprichos, la duquesa de
Alba será el tema, en este caso con su ama de llaves con un aspecto más bromista que
sentimental (La duquesa de Alba y su dueña).
Nos vamos encontrando así al Goya influido por los años de crisis personal y
mental, al Goya que proyecta con una absoluta maestría técnica sus sueños, sus obsesiones
(como en el Gran Cabrón, preludio de los posteriores Caprichos), cuanto pasaba por su
cabeza. Su ritmo creativo cada vez va siendo más febril, dotando incluso a sus pinturas de
tema religioso de unos fondos sobrecogedores, llenos de un vibrante dinamismo, de gritos y
ruidos.
Los Caprichos salen a la venta en 1799, si bien a los dos días son decomisados por
la Inquisición (en realidad únicamente se venden 27), que juzga que tales grabados
constituyen una provocación que no puede caer en cualquier mano. Sin embargo, lo cierto
es que se trata de obras complejas, de composiciones que resultaban incomprensibles para
los no iniciados (aún hoy, muchas ofrecen una gran dificultad de interpretación). Se trata de
una sátira despiadada de las costumbres, pero al tiempo de una alusión a los escándalos de
la Corte, constituyendo algunos auténticos jeroglíficos que sólo pueden ser descifrados en
su contexto histórico, conociendo a los personajes del Madrid cortesano de su tiempo.
En los Caprichos está presente esa denuncia hacia el sinsentido de la vida: critica a
la sociedad, al sexo en estado real (la prostitución), la superstición, la Inquisición asnil y en
general el tradicionalismo, la ambición furiosa y sus consecuencias, la vanalidad, el poder...
Pero, al contrario que hasta entonces, en vez de pintar escenas en las que se muestra
idílicamente la vida racional y ordenada, la crítica incide en la exhibición de lo grotesco, lo
deforme: la aceptación por la mujer de las bodas desiguales de la joven con el viejo
ricachón en La boda aldeana, como exaltación de la libertad, etc. Su obra es en este sentido
un grito al revés: critica lo que quiere cambiar.
Tras los problemas ocasionados por los Caprichos, Goya se dedicará hasta 1808 a
los retratos.
De nuevo la intrigante reina María Luisa encarga a Goya un retrato ecuestre. En tan
solo tres sesiones es capaz de orquestar un retrato digno de Velázquez. Como en sus
posteriores retratos (de Moratín, de la actriz la Tirana, etc.), supone todo un estudio
psicológico.
Pero más allá de su función, es necesario fijarse en la tela en sí, toda una
anticipación del tratamiento del cuerpo femenino por parte de la vanguardia: nada de
"carnalidad" (¡qué abismo respecto a la Venus del espejo de Velázquez!), sino un cuerpo
soberbio pero de un erotismo perverso, imitando un modelado de cera blanca: el cuerpo
ausente. Y, no lo olvidemos, se trata de una "mujer–objeto", la conspicua Pepita Tudó...
Pintura ésta que debe ser relacionada con la de la mujer de Godoy, la ultrajada
condesa de Chinchón: en este caso, se trata de un retrato encantador, de fondo liso,
adornado con espigas como símbolo de una próxima maternidad. Goya parece captar en
silencio las confidencias de corazón, ejecutando el retrato más emotivo de todos los que ha
pintado.
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los acontecimientos extranjeros, como un salvador frente al odiado Godoy. Sin embargo, a
finales de abril de 1808 el pueblo comprende, pagando un alto precio por ello, que
Napoleón es en realidad un conquistador. El 2 de mayo, violentos motines estallan en
Madrid, reprimidos al día siguiente por Murat. Seis años más tarde, en 1814, Goya
inmortalizará estas jornadas del Dos y Tres de Mayo. Si en un principio Goya se sitúa entre
los "afrancesados", posteriormente se ligará moralmente a los patriotas: supone, pues, el fin
de la creencia en una ideología ligada al progreso, la propia de la Ilustración. Goya se
convertirá en un auténtico reportero de la guerra. Generalmente, sus obras muestran el
momento, contenido, previo a que la acción se desate, denotando un dramatismo sin par.
Tras el final de la guerra, las Cortes convocan un concurso para conmemorar los
acontecimientos del 2 de mayo de 1808. Goya, como Picasso en el Guernica, escapa del
estilo narrativo. Más allá del sentido tutor del cuadro, una voluntad acerada de vengar a los
mártires de los crímenes de guerra, e incluso de hacer oír el grito de rebelión de la
humanidad oprimida (confiriendo a la obra de un valor universal a un episodio particular,
que, por otro lado, sin esta pintura, nunca habría tenido tanta repercusión), hay una toda una
expresión de lo corporal (los cuerpos que literalmente abrazan el barro) en lucha con lo
maquinal (los anónimos soldados, los artificiales uniformes impersonales, el poder
constituido, etc.).
Sus colores en la primera época son rojos y grises, con una factura más acabada (al
menos en los personajes: los fondos, en parte por influencia de su admirado Velázquez, son
más difuminados, "impresionistas").
Pero su paleta irá evolucionando del predominio de los colores claros y brillantes
hacia tonos fríos, hacia un intento de captación de la atmósfera, y hacia la progresiva
ocultación de los rostros para envolver la figura en una indefinida expresión de dolor (como
hará en Los fusilamientos, etc.).
Pensemos que Goya, con esta evolución, está haciendo un doloroso ejercicio de
renuncia: renuncia a todo lo que antes demostró dominar y que le supuso su reconocimiento
(frente a la indudable incomprensión general de sus últimas pinturas), a las gamas
cromáticas, al dibujo realista y preciosista, a la composición dinámica y equilibrada, a las
luces poéticas... Frente a esto comienza a pintar lo horroroso, la pintura como un conjunto
de manchas capaces de sugerir más que mostrar, la inhumanidad de lo monstruoso (lo
desmesurado, lo grotesco, lo estúpido, el dolor sin sentido): en definitiva, la subjetividad,
irán ocupando su mundo de referencias pictóricas.
15– BIBLIOGRAFÍA:
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