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Debate sobre el informe del College de France.

Ciertos textos merecen una atención particular debido a la audiencia que resulta de sus condiciones de su elaboración y
del estatuto de sus autores en la sociedad francesa. Es el caso del informe del Collège de France redactado a petición del
Presidente de la República y sobre quien se sabe, por otro lado, que ha sido alumbrado por una reflexión sociológica
sobre la enseñanza. Es por eso que le pedimos a dos sociólogos de la educación darnos su punto de vista sobre este
documento.

Punto de vista de Robert BALLION, director de investigación del CNRS

Podemos preguntarnos, con toda falta de respeto, si el informe del Collège de France, notable por su densidad, por la
precisión tanto del análisis como de la expresión conceptual de los hechos, no entra dentro de lo que los autores
plantean en el preámbulo como prohibido hacer: un conjunto "de respuestas generales pero vagas"..."adecuadas para
lograr la aprobación a buen precio". En efecto, aparte de las consideraciones sobre las modalidades de evaluación de la
actividad de los docentes y sobre las condiciones de funcionamiento de los establecimientos de educación superior,
todo lo que se avanza en este texto sólo puede suscitar un acuerdo general. Incluso la noción tan controvertida de
competencia es introducida en un marco tan limitado, tan razonable, que se encuentra desactivada como tema
conflictivo.
El informe en su perfección académica (correspondiendo por sus atributos a las normas de un género establecido) es
incuestionable, todo está dicho y bien dicho. Sin embargo podemos operar un retiro crítico cuestionando la validez de
tal paso, poniendo en duda la eficacia de esta contribución como herramienta intelectual que permite enfrentarse con
los problemas que indiscutiblemente la escuela nos plantea. Porque lo que necesitamos no es el inventario de todas las
proposiciones relativas a los contenidos y los fines de la enseñanza, sino poner de relieve las dificultades fundamentales
que den cuenta del hecho de que, por primera vez en la historia, la colectividad no logra concebir una forma de
encargarse de su juventud que la satisfaga.
Estas grandes dificultades son parte de un cambio radical que afecta a la escuela moderna en comparación a la que la
precedió. Debemos, pues, concebir un nuevo tipo de institución educativa y, desde hace dos décadas, esta exigencia se
traduce en un trabajo social permanente del que la parte más emergente es, desde luego, la sucesión de medidas
transformadoras tomadas por las autoridades públicas. Nos parece tanto más necesario continuar planteando estos
problemas y, para ello, aislarlos del conjunto de las preocupaciones que concierne a la escuela, donde se constata
actualmente una especie de renuncia colectiva cuyas causas son fácilmente analizables, renuncia que conduce a
revalorizar fórmulas que se consideraban perimidas, como el "elitismo republicano", o a conceder una confianza mágica
al valor terapéutico de remedios de moda, como la constitución de un mercado (relaciones libres de oferta y demanda) y
de la competencia.
Sin cuestionar la precisión de estas "propuestas para la enseñanza del futuro" que nos diseñan un sistema educativo
donde todo andaría sobre ruedas, simplemente querríamos recordar que todas las transformaciones que podemos
desear no son más que objeto de un discurso tranquilizador y gratuito si no mantenemos en primer plano las
preocupaciones colectivas y los problemas no resueltos que están en las relaciones de la escuela con el Estado y con la
cultura.

La escuela y el Estado
La escuela fue primero una institución de la Iglesia y luego del Estado, lo que es la misma cosa, en la medida en que en
ambos casos la definición y la implementación de un proyecto de formación del agente social no forman parte del
funcionamiento autónomo de las colectividades sino de la competencia de instancias supra-comunitarias productoras de
la identidad social. Esta unificación de la producción de los agentes sociales sólo pudo tener lugar por el hecho de que
más allá de las particularidades de las agrupaciones sociales concretas, una moral, una visión común del hombre y del
mundo existía y podía ser asumida en su expresión y en su transmisión, por una institución social. La crisis de la escuela
moderna que se traduce en una sucesión ininterrumpida de reformas con efectos inmediatamente cuestionados, es
reveladora de la impotencia para formular bajo una forma unificadora la diversidad de la demanda educativa, es decir la
crisis de la escuela única. El Estado o cualquier institución con un objetivo hegemónico (la Iglesia ya no tiene siquiera el
"control" de su propia escuela) ya no es reconocido como apto para expresar las expectativas de la sociedad civil en
materia de educación. Entonces el informe del Collège de France, si se exceptúa una referencia breve en el capítulo IX a
las relaciones padres-docentes, deja en la sombra esta evolución estructural particularmente acuciante de experimentar
(la ley Savary sobre la enseñanza privada estaba fundamentalmente orientada por esta preocupación) de que la
descentralización impone nuevas condiciones de funcionamiento al sistema educativo. La escuela que nos es descrita en
este documento sigue siendo una escuela de Estado sometida a las decisiones y al capricho de esta instancia que se
pretende iluminada.

La escuela y la cultura
El texto da un lugar importante a la exposición de esta representación cuasi obligada de la escuela moderna que es "la
escuela total", institución cuya acción apunta no sólo a la transmisión de toda la gama del saber y del saber-hacer sino
sobre todo al desarrollo de las potencialidades diversificadas de la persona. Se nos dice lo que debe ser esta "enseñanza
armoniosa" donde se realiza "un equilibrio justo" entre el universalismo de la razón y el relativismo de las ciencias
humanas, entre el ejercicio de la lógica racional y el de la acción práctica y técnica "sin olvidar todas las formas de la
gestión manual y de la habilidad corporal". Aunque se señale que "la escuela no puede y no debe pretender enseñar
todo", el problema esencial es ocultado, el de la imposibilidad práctica de alcanzar tales objetivos y, en consecuencia, el
peligro que entraña, confrontado con la incapacidad de hacer todo, de no hacer nada o hacerlo mal. Nadie negará la
validez de una concepción del aprendizaje que "subordina el discurso a la práctica", que apunta, "en todos los
dominios", a poner "al aprendiz en posición de descubrir por él mismo"; pero, habida cuenta del carácter limitado del
tiempo concedido a la acción docente, sin hablar de las exigencias que conciernen a la presión legítima (en términos de
intensidad del esfuerzo demandado) a la que el alumno puede estar sometido, toda afectación de ese tiempo a un cierto
modo de actividad se hace en detrimento de otras. Lo que necesitan los promotores educativos no es la exposición de
intenciones enciclopédicas sobre las cuales el acuerdo unánime puede fácilmente alcanzarse, sino la delimitación
restrictiva y por lo tanto dolorosa, de lo que la escuela puede, con realismo, pretender alcanzar. Al no poder hacer todo,
hay que hacer elecciones claras, lo que implica a la vez un restablecimiento de jerarquía de objetivos y un reparto de las
tareas entre las diferentes instancias que concurren al proceso de formación.
Más fundamentalmente, en esta división de roles que hace emerger el proceso educativo de una verdadera sinergia, hay
que preguntarse si la escuela no tiene la función específica que sólo ella puede asumir como instancia de producción
cultural controlada, de actuar como instrumento que se da la sociedad para regular, incluso contrarrestar, su evolución
cultural espontánea. Hubo que esperar hasta la época moderna para que se imponga como un postulado la concepción
de una escuela "abierta a la vida". La educación del antiguo régimen (pensemos en la política educativa de los colegios
jesuitas), como la promovida por los establecimientos de la República, se presentaba en sus preceptos y en sus
finalidades éticas como un esfuerzo voluntarista -engendrado por la desconfianza con respecto al mundo- de imponer
una moral, una concepción de la vida, un corpus de bienes simbólicos que hacía las veces de contrapeso a los valores y a
los bienes simbólicos que la sociedad producía orgánicamente. Esta facultad que tiene la sociedad como todo organismo
que apunta a promover lo que corresponde a su propia lógica de funcionamiento, nunca ha sido tan fuerte como en
nuestros días, cuando, desde la cultura de masas hasta los "valores" promovidos por la crisis (las seducciones del modelo
japonés), ese poder de imposición simbólica se vuelve hegemónico. Tenemos derecho, entonces, a estimar, si no nos
adherimos a una visión utilitaria y brutal de la vida en sociedad, si creemos que existen otros bienes culturales además
de los productos estandarizados de las industrias culturales florecientes, que la escuela debe ser un lugar de
contracultura donde se manifieste la voluntad de no rendirse al orden de las cosas.

El punto de vista de Alain LÉGER, profesor titular de ciencias de la educación, Universidad de París V.

No hay duda que las propuestas del Collège de France "para la enseñanza del futuro" dejarán a numerosos lectores el
sentimiento de una ambigüedad profunda. Porque si el texto propone, desde sus primeras líneas, contribuir a la
construcción de "un sistema de enseñanza tan democrático como sea posible", si él deja constancia -sin indulgencia por
cierto, pero siempre fundado- de las desigualdades, los anacronismos y las disfunciones de nuestro sistema escolar, es
sorprendente comprobar que algunas de las soluciones propuestas sólo pueden agravar los males que pretende
remediar. Además de esta contradicción entre los fines y los medios sobre la cual volveremos, también se manifiesta
una discrepancia entre ciertos análisis que se apoyan en los aportes de la sociología o, más generalmente, de la
investigación en educación, y el discurso político latente que, inevitablemente, subyace al conjunto del texto.
Apelar, en un proyecto que apunta a repensar la escuela, a una sociología crítica que dio prueba desde hace tiempo de
su fecundidad, particularmente en Francia bajo el impulso de Pierre Bourdieu y Jean-Claude Passeron, es en sí mismo un
paso bastante original como para merecer atención. No porque los análisis desarrollados o sugeridos por el texto del
Collège de France le parezcan al investigador completamente nuevos. Pero, en este dominio, la brecha que separa a las
representaciones comunes -y sobre todo las prácticas puestas en ejecución en el sistema de enseñanza- de los
conocimientos adquiridos en las investigaciones es tan grande, que todo recurso a estos últimos constituye una
innovación.
De este modo, el texto se inicia con la afirmación de una serie de principios cuya aplicación constituiría una verdadera
ruptura con el estado actual de las prácticas de enseñanza. Por ejemplo, la afirmación de que "el único fundamento
universal que se pueda dar a una cultura reside en el reconocimiento de la parte de arbitrariedad que ella debe a su
historicidad " contrasta a todas luces con el dogmatismo circundante. De esta manera, se enfatiza la contribución
esencial del relativismo cultural enseñado por las ciencias humanas y que ha sido teorizada especialmente por la
corriente de la "nueva sociología de la educación" en Inglaterra. El conjunto de valores y modelos transmitidos por la
escuela debería, por lo tanto, estar sometido a la crítica de este relativismo. Ni la jerarquía actual de las disciplinas y de
las secciones, ni el “europeocentrismo”, ni el etnocentrismo de clase que gobiernan las elecciones operadas por los
programas, los manuales escolares y los profesores, escapan en definitiva de esta arbitrariedad. Es cierto que el texto
del Collège de France se explaya más sobre el desconocimiento de otras civilizaciones por parte de la escuela, que sobre
su desestimación de las formas sociales de expresión, de conocimiento y de lucha propias de la clase obrera de nuestro
país. Pero el hecho es que el llamado al descubrimiento y al respeto de las diferencias culturales reviste un impacto
social esencial: vemos qué transformación de los contenidos, estructuras y mentalidades requeriría la puesta en práctica
de este principio y la inconsecuencia que tendría querer limitar su campo de aplicación o evacuar toda dimensión de
clase. Además, los cambios a considerar son tanto más importantes que el comité de revisión de los programas, cuya
creación es recomendada por el Collège de France, también debería acometer la renovación de los contenidos
enseñados y, por lo tanto, los corporativismos de disciplina y las diversas inercias que permiten al saber perimido
perdurar en la cultura escolar. En esta obra multifacética de transformación y renovación, un rol capital está destinado
por el texto a la enseñanza de una historia de las obras culturales y científicas. La historia se presenta así a la vez como
principio unificador del saber, como medio para reconocer su parte de arbitrariedad y para favorecer la vigilancia critica
a su respecto, y como ayuda a la comprensión del proceso científico en sí mismo. Se encuentra aquí, como se sabe, una
idea muy querida por Paul Langevin.
La contribución de un enfoque pedagógico relativista también debe conducir, según el Collège de France, a revocar las
jerarquías intelectuales vigentes que la escuela contribuye, en gran medida, a certificar y a consagrar. Se trataría
entonces de reconocer y de valorizar la pluralidad de las formas de excelencia así como su complementariedad, y de
suprimir todas las barreras, no sólo mentales sino también estructurales, que tienden a oponer, por ejemplo, lo puro a lo
aplicado o lo teórico a la técnica. Al mismo tiempo que bajarían de su pedestal ciertas posturas intelectuales que, muy a
menudo, no son sino formalismo o verbalismo, serían revalorizados todos los enfoques basados en experiencias
concretas y en saberes de la cotidianeidad, en la manipulación, en la experimentación, en síntesis, en todas las
actividades de descubrimiento y de creación, donde el texto afirma la primacía en el interés propio de una formación
teórica verdadera. "Abstractamente, es decir superficialmente: esta máxima, reafirmada por tantos pedagogos,
confirmada por múltiples investigaciones empíricas e ilustrada nuevamente por las propuestas del Collège de France, no
tiene por cierto el mérito de la novedad. Y sin embargo, cabe señalar que su implementación a gran escala daría la
impresión sin duda de una revolución en el sistema escolar francés...
Pensaremos especialmente aquí en las funciones sociales de este formalismo escolar. De hecho, en muchos casos, la
definición actual de éxito escolar no se basa en ninguna competencia socialmente útil, y hasta a veces, como lo subraya
el texto, en ninguna competencia real. Pero tiene por efecto principal consagrar y perpetuar las jerarquías sociales
ocultándolas bajo las apariencias de una competencia basada en el mérito. Privilegiando como modelo único de
excelencia los modos de ser y de parecer propios de las clases dominantes, también se condena al fracaso a la inmensa
mayoría de niños de origen popular, salvo que se tenga la ilusoria esperanza de que puedan, en su mayoría,
metamorfosearse en niños burgueses. Darse a la tarea de redefinir la excelencia en su multiplicidad de formas es, de
hecho, la única manera de hacer concretamente posible una escuela de éxito para todos. Más aun cuando el texto
afirma con nitidez la necesidad, perfectamente complementaria, de poner fin a los efectos traumáticos que aparejan los
veredictos escolares, siendo que muchas investigaciones han mostrado a la vez el carácter aleatorio (que no excluye sin
embargo un sesgo social sistemáticamente desfavorable a las clases populares) y el papel funesto de profecía que
produce ella misma el resultado esperado. En esta perspectiva, los docentes menos elitistas, más conscientes de la
pluralidad de formas de logro y más positivos en sus juicios, serían indispensables. Pero se puede medir de inmediato el
camino que queda por recorrer si se tiene en cuenta por ejemplo que, según un sondeo reciente (IPSOS-Le Monde,
septiembre de 1985), sólo tres docentes de cada diez creen posible que el 80 % de los jóvenes puedan alcanzar el nivel
de bachillerato.
Muchos otros principios enunciados en el texto merecerían ser resaltados, como por ejemplo el que consistiría en
revertir "la extraña lógica" que lleva a los más calificados y más experimentados a evitar los barrios populares, o incluso
la propuesta de transformar la escuela en un hogar de vida social abierto a todas las generaciones. Sobre todos estos
puntos, el informe del Collège de France toma nota de una profunda crisis del sistema educativo aunque, por precaución
oratoria quizás, el "lenguaje apocalíptico de la crisis" es rehusado. Y hay que subrayar que esta constatación,
sólidamente apoyada en los conocimientos adquiridos por la investigación, da a las propuestas de transformación
resultantes una fuerza y una pertinencia poco comunes.
Sin embargo, cuando se examinan los pocos medios concretos contemplados por el texto para lograr estos fines, surge
una cierta disparidad. Sentimos que, para promover esta transmutación de los valores escolares, ni la multiplicación de
trayectorias escolares, ni el mejoramiento de la formación de los docentes (cuyo contenido no se menciona) pueden,
por sí solo, bastar. Tampoco es suficiente para democratizar la enseñanza las innovaciones en materia de video y de
telemática, a las cuales el informe del Collège de France se entrega un poco fácilmente parece, y nunca se cuestiona sus
efectos sociales supuestamente igualitarios. La piedra angular no está allí, sino en la propuesta de conceder a todos los
establecimientos escolares y universitarios la autonomía concerniente a la financiación, la creación de grados, la
contratación de docentes y la "regulación" de los flujos de alumnos o estudiantes. Estos establecimientos competitivos
recibirían entonces, por instancia de evaluación, un sello de calidad que guiaría la elección de los padres.
Dado que el papel del sociólogo es arrojar luz sobre las implicaciones sociales de las opciones elegidas, habríamos
deseado a propósito de eso que la elección crucial de un ultra-liberalismo en materia de autonomía y en materia de
competencia entre establecimientos fuera analizada en sus efectos sociales. Desde ese punto de vista, el estudio del
modelo americano habría sido sin duda de mucho interés. Sin embargo, en este punto decisivo, el texto pasa
desapercibido, evocando solamente los peligros antidemocráticos de la competencia "salvaje" y confiando en la buena
voluntad del Estado para regularla. Muchos sentirán que es pasar muy rápidamente tanto sobre las desigualdades de
acceso a la información como sobre las desigualdades de orden económico. Sólo el "formalismo igualitarista",
denunciado en otro lugar del texto, podría afirmar que, en un tal "mercado" escolar, el trabajador y el patrón o
funcionario serían unos "consumidores de escuela" perfectamente iguales en derecho como de hecho. Sin embargo, el
objetivo aludido parece completamente democrático: reemplazar la competencia académica entre individuos por la
competencia entre grupos y entre colectividades. Pero este principio no llega al final de su propia lógica: los árbitros de
esta competencia serán, en última instancia, unos individuos atomizados y aislados, allí dónde su acción podría haberse
pensado en términos colectivos de grupos o de fuerzas sociales. La democracia entonces se queda corta y se ve
reemplazada por las leyes del mercado capitalista.
De hecho, nos topamos aquí con los límites políticos y sociales del enfoque de expertos llevado a cabo por los profesores
del Collège de France. Involuntariamente, el texto nos recuerda una evidencia a veces olvidada en este país dónde se
sacraliza tanto el título como el saber: la democracia jamás será otorgada desde arriba y no podrá emanar de
propuestas, incluso bien intencionadas, de un círculo de expertos.
Sería muy perjudicial, sin embargo, rechazar al mismo tiempo las líneas generales del análisis. La existencia de un fracaso
escolar masivo y socialmente discriminante, el estatismo, la ausencia de democracia en la escuela, el corporativismo
docente, son todos obstáculos que hacen del sistema educativo de Francia una caricatura de servicio público. Con
lucidez, el informe del Collège de France aborda estos problemas reales, incluso si opta por una política ultraliberal que
finalmente tiende a la privatización del servicio de enseñanza. Entonces, frente a propuestas tan sólidamente
fundamentadas, sería ridículo responder, como a veces se hace aquí o allá, con la tradicional "defensa del servicio
público" entendida como conservación inmutable de lo existente y ocultamiento de la división social operada por la
escuela. Si la defensa del servicio público se reduce a mantener en iguales condiciones los privilegios de los docentes, el
elitismo de clase, los corporativismos de todo tipo, la segregación social, la exclusión de la clase obrera (por la
eliminación escolar de sus niños y, para sus organizaciones, por la ausencia de poder de decisión o incluso de
proposición), entonces habrá que temer que el servicio público disminuya progresivamente su presupuesto, incluso para
las clases populares. Y esto, incluso sabiendo que la privatización y la ley del mercado aplicada a la educación sin duda
reforzarían los mecanismos de segregación. Todavía hay tiempo para pensar en otro escenario para el futuro que
procure, no defender lo indefendible, sino construir un verdadero servicio público de enseñanza cuyo objetivo
prioritario sea el éxito de los niños de origen popular. Muchos de las propuestas del Collège de France podrían entonces
abonar ese camino.

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