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Caracas cruzada
(El solfeo de Caracas)

Vicente Ulive-Schnell
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© Vicente Ulive-Schnell
© Fundación Editorial el perro y la rana, OMMS
Av. Panteón. Foro Libertador.
Edif. Archivo General de la Nación, planta baja,
Caracas- Venezuela, 1010.
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mcu@ministeriodelacultura.gob.ve
elperroylaranaediciones@gmail.com

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Carlos Zerpa
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Carlos Herrera

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Å ç ä É Å Å á μ å Páginas Venezolanas

La narrativa en Venezuela es el canto que define un


universo sincrético de imaginarios, de historias y
sueños; es la fotografía de los portales que han
permitido al venezolano encontrarse consigo
mismo. Esta colección celebra –a través de sus cuatro
series– las páginas que concentran tinta como savia
de nuestra tierra, esa feria de luces que define el
camino de un pueblo entero y sus orígenes.
La serie Clásicos abarca las obras que por su fuerza
se han convertido en referentes esenciales de la
narrativa venezolana; Contemporáneos reúne
títulos de autores que desde las últimas décadas han
girado la pluma para hacer rezumar de sus palabras
nuevos conceptos y perspectivas; Antologías es un
espacio destinado al encuentro de voces que unidas
abren senderos al deleite y la crítica; y finalmente la
serie Breves concentra textos cuya extensión le
permite al lector arroparlos en una sola mirada.

Fundación Editorial

elperroy larana
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Andrés
Escudriñando en los intersticios de su pasado, volteando las rocas
de sus recuerdos, Andrés se perdió en aquellos tiempos de regocijo
decorticados de todo el continuo vital, decantados cónicamente hacia
su presente, una colección de milisegundos de placer y nostalgia. La
muerte le trepaba por la piel, reptando vorazmente desde sus tobillos
hacia sus petrificadas pestañas, ventanas abiertas a unos ojos en estado
de shock que veían pero no miraban. Sucede que la memoria antes de
fallecer es selectiva, no cineoscópica como algunos piensan y en ese
momento, mientras el cielo estallaba y Caracas se consumía finalmente
en su decadencia, Andrés volvió a aquellos ojos, a aquella revelación
que cambiaría su vida.
Los ojos penetraban el alma, como dos piedras de nácar, escru-
tantes, pasivas: filtrando toda percepción del mundo e iluminando sus
lecturas de Freud. Dos prismas especulares, tranquilamente aposen-
tados sobre su puente nasal, catalizaban la profundidad de su reflexión
pupilar.
—¿Cuándo fue la última vez que la vio? —le dijo a Andrés, tratán-
dolo de “usted”. Siempre los trataba de “usted”, disertación teórica
ligada a la transferencia.

V
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—Nunca —respondió este, aflorando otra cicatriz en su ego. El


doctor se acomodó en su silla, aprestándose a ejercer su función de
mecánico del inconsciente. Su posición era delicada y su profesión
nada envidiable: lentamente, con el dominio taimado de los diversos
reductos mentales que caracterizaban a un veterano de la psique como
él, empuñó su arma predilecta, el análisis de sueños, y partió en dos de
un certero golpe la última afirmación de su paciente.
Poco más tarde pronunciaría el lapidario “su tiempo se ha agotado.
Continuaremos la semana que viene”. Andrés manifestó su acuerdo.
Sintió algo de alivio al momento en que dos manos se estrechaban por
encima del escritorio. Retiró la suya y la embolsilló, con la costumbre
que caracterizaba sus despedidas nerviosas. Salió del consultorio para
cancelarle a la secretaria.
En la sala de espera el ambiente era tenso y húmedo. Un pequeño
ventilador que paneaba de Este a Oeste intentaba ridículamente ali-
gerar el calor atrincherado en el espacio de tres por tres. Observó las
sillas que lo rodeaban y lo señalaban inquisitoriamente, como si casi
conocieran su secreto. Eran verdes, cacofonía cromática que resaltaba
la amarillez de las paredes, dejando entrever el poco sentido estético del
decorador, pues tenía todo el aspecto de un consultorio. Disertó men-
talmente sobre el costo de una tapicería un poco más digna ya que éstas
eran plásticas y pegostosas, del tipo que tiende a fundir la camisa con la
espalda transpirada en un beso sudoroso. Se presentó delante de la
secretaria, quien hablaba distraídamente por teléfono. Optó por vol-
tearse, confrontando la mesa esquinera que albergaba una colección de
revistas de moda y variedades. En el tope yacía el número ciento
ochenta de la revista Hola, donde un extenso cuestionario de dudosa
metodología le había enseñado que era tímido y retraído, especial-
mente con las mujeres. Reflexionó sobre el artículo relativo a la tele-
fonía celular y sus efectos cancerígenos. Debería acordarse de sacar la
antena de su dócil aparatillo si no quería terminar como el señor Pedro
Ruiz, muerto de un melanoma a la párvula edad de 38 años.
—¿Acepta cheque? —le preguntó a la secretaria como siempre lo
hacía luego de conocer las decenas de miles de bolívares gastados
(“invertidos” según él) en la sesión. Esta sonrió y asintió maquinal-
mente como siempre lo hacía; como lo haría la semana próxima y la de
arriba y la de después. Para ella la vida no era más que un ritual, igual que
la conformación de cheques lo era y lo seguiría siendo para el operador
JNMJ
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Andrés

telefónico que recibió la llamada y procedió a corroborar sistemática-


mente la existencia del monto en cuestión en la cuenta corriente de
Andrés.
—Está bien —sentenció la empleada, inundando el campo visual
de Andrés con un rojo carmesí que emanaba de sus labios. Triste final
el que esperaba a ese producto cosmetológico, destinado a terminar
impregnando el cuello y la camisa del galán de turno ese jueves por la
noche, luego de algo de alcohol para olvidarse de la rutina, la maldita
rutina laboral.
A la salida del psicólogo trató de calmar sus ansias frente a una cer-
veza bien fría. Ansias, sentimiento de desnudez: esa sensación horrible
que le reportaba la vivisección de su inconsciente, como si su mente y su
alma hubiesen sido vertidos en una mezcladora de cemento para luego
ser regurgitadas sobre el banquillo de la tasca, dejándolo solo ¿a él y a su
cerveza? en la titánica tarea de reconstrucción de los pedazos fragmen-
tados del ser. La reflexión se prolongó y dio paso a otra bebida, luego a
otra, hasta que llegó el momento “pavloviano” en el cual empezó a sa-
livar y secretar jugos gástricos, indicio infalible de que el reloj marcaba
el mediodía.
Al salir a la calle, Andrés se enfrentó a la lógica caótica de un país
gobernado gastronómicamente por los cachitos de jamón y las maltas,
los batidos de fresa y las empanadas de cazón refritas en manteca de
cochino. Era la hora del almuerzo. Revisó rápidamente su presupuesto
haitiano: su cartera vomitaba tres miserables billeticos, suficientes como
para procurarse un par de mini-lunchs y unos cuantos marroncitos.
Luego de una frugal degustación en la panadería de la esquina,
decidió automedicarse una buena dosis de Astor Rojo y cafés para
aplacar su estómago rumiante. Aplastada la segunda colilla contra la
cara del cenicero, tosió un poco y resolvió caminar de vuelta al trabajo.
Las gotas de sudor se precipitaban desbocadas por su frente y sus
pómulos, solamente sus cejas y esporádicamente los puños de su
camisa, lo auxiliaban en la acción de achique. La asfixia del aire capita-
lino, caraqueño, bello montesco, lanzaba su pensamiento hacia las
fronteras de las ideas estériles: la necesidad de promulgar leyes sobre la
contaminación automotriz y el calor infernal que impedía, en gran
medida, la existencia de grandes filósofos e intelectuales en la historia
venezolana, obligados todos por el clima a refugiarse en profesio-
nes menos reputadas. Imposible escribir La crítica a la razón pura en
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Venezuela, al menos en Caracas. Con este imperativo categórico pisó la


entrada de la torre en la cual trabajaba y saludó parcamente al vigilante.
La reja que daba paso a la puerta de su empresa, “Studio Jingles,
S.R.L.”, debería de ser reforzada —pensó— preferiblemente con un
candado antirrobos, si no quería que su pequeño negocio corriese con la
misma suerte del bufete de abogados en el mismo piso, desvalijado
completamente hace dos días. Difícil creer, en todo caso, que los ham-
pones escogiesen su pequeño establecimiento como objetivo de algún
hurto, ya que su capital era bastante escuálido y el posible botín nada
atractivo. Cualquier otro negocio reportaría una mayor cantidad de
dinero al ser asaltado y hasta menos riesgoso sería. Para un atraco, los
bancos eran perfecto blanco, más aún a sabiendas de que los bancos
venezolanos son protegidos de manera ridícula por un vigilante dotado
—en el mejor de los casos— de una escopeta recortada a dos tiros y que
cualquier ciudadano se procura una nueve milímetros con todo y el per-
miso de porte en dos o tres días a través del mercado negro. De todos
modos, anotó en su agenda electrónica PAL: “Llamar al cerrajero la
semana que viene”.
Saludó a Johnny en la recepción y revisó rápidamente las reserva-
ciones para los estudios 2, 3 y 4 esa tarde. Era un ritual bastante tonto,
dada su memoria fotográfica con la cual memorizaba casi instantánea-
mente todas los nombres y estudios reservados durante la semana en
pocos minutos, pero de todas maneras lo tranquilizaba y lo centraba en
el trabajo.
—Acuérdate de ponerle los timbales a “Caníbales carniceros” en la
tres, Johnny, que traen a un percusionista invitado —ordenó al
muchacho detrás del mostrador. Este asintió, pasando una mano por
su larga cabellera y tomando nota en el mostrador. Andrés continuó
hacia su oficina, dejando en el aire un comentario de la parte de Johhny
sobre la necesidad de “reinventar el heavy-metal venezolano” y su des-
precio hacia las bandas de ska, todas iguales, todas repetidas, según él.
—Todo siempre ha sido igual a todo lo demás —respondió antes
de cerrar la puerta— y poco me importa si tocan jazz o música árabe,
con tal de que paguen el estudio. Aquí hay libertad total de expresión
—agregó. Johnny arrugó un poco la cara antes de seguir leyendo una
revista que prometía revelar el secreto de la técnica del guitarrista Steve
Vai en poco más de tres páginas.

JNOJ
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Andrés

Dentro de su oficina, Andrés se dirigió al pequeño refrigerador


para sacar una botella de agua antes de sentarse al escritorio. Revisó el
trabajo que debía hacer: 20 segundos de música para una cuña bancaria
(“en el Banco Latinoamericano, el cliente es lo primero”) y 3 minutos
para el genérico al final de una telenovela (“Ingrata: la historia de un
amor malagradecido”). Bueh. Todo sea por la música, pensó, y anotó
en una hoja una pequeña progresión de acordes mayores que podrían
funcionar en la propaganda creando ambiente de “confianza”. Decidió
sumergirse en el trabajo.
Hacia el final de la tarde, luego de haber construido una melodía
mediocre pero funcional, corrió nuevamente el programa Protools en
su computadora de trabajo para escuchar el resultado. Vaciló un poco,
pues los violines sintetizados y el solo de oboe le figuraban excesiva-
mente melosos, sin embargo, no hallaba cómo remediar el daño hecho
sin volver a comenzar desde el principio. Este resultado signaba cada
pieza que Andrés intentaba componer. La frustración era el único sen-
timiento que quedaba. El abismo entre sus intenciones/aspiraciones
con la obra y lo que finalmente pasaba de las notas en el papel a su tím-
pano. Cada decepción lo hacía volver al principio, retorno eterno a sus
clases de solfeo y las reflexiones artísticas del profesor Popescou, deter-
minantes en su escogencia vocacional. “La música no es cuestión de
matemática —razonaba Popescou aquellas lentas tardes ante el salón
lleno de alumnos— como puede serlo la arquitectura, donde la dife-
rencia entre una propuesta mediocre y una genial es susceptible de ser
separada por una diferencia en los grados angulares o medidas de las
entradas principales, unos cuantos metros entre la entrada de la iglesia
La Chiquinquirá y la Catedral de San Marco en Venecia: metros que, a
pesar de lo objetivo de la medida, no podrán nunca suplir el respiro a
vida que invade nuestras venas al contemplar la catedral veneciana”. El
profesor siempre fue extremadamente retórico y veneciómano. La frase
que marcaría a Andrés la dijo ese día, cuando concluyó con una sonrisa
maliciosa: “pues aunque eleven la entrada principal de la iglesia cara-
queña cuarenta metros por encima de su colega italiana, la única refle-
xión que entrará en nuestra mente al contemplarla es dónde parar el
carro para salir más rápido de la misa de las seis”.
Sin embargo, la hipérbole que describía el recorrido de Andrés
desde su pupitre infantil hasta su escritorio profesional estaba entre-
cortada por influencias y episodios de todo tipo. Ellos conducían sus
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interrogantes melódicas. Si algo había aprendido en su veloz existencia


es que en música nunca se puede abordar la creación de manera obje-
tiva, como quien pretende combinar los mejores acordes, o los más
difíciles de tocar. Hay algo detrás de todo que es lo que dictamina si la
obra ha sido bien escrita. Dudó y volvió a correr su pieza en la computa-
dora. No había reparación posible. La voz de su profesor volvió a re-
tumbar en su cabeza: “Si se pretende escribir una sinfonía que termina
en un andante moderato de inmensas proporciones, la única forma de
llegar allí es construir una excelente obra desde el principio. Si la sin-
fonía no consigue el efecto deseado, no es un error o una omisión parti-
cular la que se ha olvidado, es una falta general en toda la obra que no
tiene arreglo alguno. Acomodos tiene, como cualquier trabajo posible,
pero si pretendemos rescatar el hilo perdido de inspiración que nos
condujo a proponernos una tarea tan monumental, este trazo de
lucidez será ahogado en un mar de equívocos —pequeños crescendos
mal manejados, falta de atención del papel de los cellos en un pasaje
específico— que no podrán ser remediados sino a través de la destruc-
ción total de la pieza: habrá que comenzar de nuevo”. Andrés sonrió
ante el recuerdo nostálgico de su profesor. Luego tomó un cigarrillo y
lo encendió, mientras imaginaba la expresión del profesor Popescou al
saber que su mejor alumno había quedado reducido a la composición
de música para propagandas de cine y televisión.
Pero bueno, Andrés no era un hombre ejemplar, como en este país
los ha habido. Su vida había sido trastocada en un instante, un milí-
metro de siglo, una explosión del destino. A fin de cuentas, las personas
no escogen sus profesiones, reciben lo que se les da sin queja ni debate
posible. Él era uno de esos sujetos luchadores, de los que luchan toda la
vida para conseguir la obra casi perfecta, y son recompensados por la
existencia con una reiteración de fracasos, descuidos y faltas que los
dejan al margen de la gran historia mundial. Aunque no toda su vida
debería ser así. La juventud era una de sus características. Sin embargo,
hasta ahora Andrés no había sido elegido sino para producir el gran
jingle “Banco Latinoamericano: el cliente es como nuestro hermano”
[clave de sol: C-G-F, x12), eso y nada más. Él era una simple pieza en el
mecanismo social de mantenernos a todos andando. Andando y an-
dando. Comprando y andando, firmando cheques y andando, naciendo
y haciendo nacer, sin perturbar el equilibrio, rezando y andando, ente-
rrando y andando, haciendo proyectos, pensando, no demasiado pero
JNQJ
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Andrés

suficiente, andando, siempre andando, andando andante moderato,


nunca adagio, nunca preguntando, muriendo y andando... infelices pero
andando... cancerosos, sifilíticos, jorobados y leprosos; andando, sin
embargo, andando... Andrés vomitó lo poco que había almorzado en la
papelera y encendió un cigarrillo sin enjuagarse la boca. Se sentó en la
silla de su escritorio y se pasó la manga de la camisa por los ojos para
secarse las lágrimas que los humedecían. Luego se pasó la mano nervio-
samente por su cabellera y se paró frente a la ventana para contemplar a
la ciudad continuar asfixiándose. No lograba sacarse la idea de la cabeza.
¿Sería posible? ¿Por qué él? Tantas cosas lo rodeaban, lo amenazaban, lo
insultaban. Su vida debería cambiar, había cambiado... El intercomuni-
cador sonó estruendosamente, deteniendo en seco sus ideas. Seguramen-
te era Johnny.
—¿Qué? —preguntó de manera tajante.
—Tenemos un problema con “Lo hago con tu hermana”, jefe
—efectivamente, era Johnny.
—¿Con quién? —Johnny debía sufrir de algún tipo de retraso
mental, de eso estaba seguro.
—“Lo hago con tu hermana”, en la dos a las seis y media.
—¿Ah, sí? —¿ya eran las seis y media?, pensó Andrés— ¿Qué pasa?
—Bueno, lo que pasa es que trajeron a dos metales invitados y
entonces no caben todos en la sala dos, ¿no?, por la cantidad de micró-
fonos y eso, entonces ahora y que quieren que les dé la sala más grande,
pero y que no quieren pagar la diferencia porque los metales son nada
más para una canción; yo les dije que sí son arrechos, que si se cambian
pagan, que la cosa no es así...
—Bueno, bueno —interrumpió Andrés, apagando el cigarrillo en
el cenicero— ya voy.
A las ocho de la noche la jornada estaba agotada. Andrés cerró la
oficina y decidió salir a refrescarse un poco. Tenía un poco de tiempo
antes de reunirse con sus amigos en La Candelaria. Caminó de vuelta al
lugar donde había estacionado su automóvil, revisó que tuviese el ticket
de estacionamiento en el bolsillo y empezó a calcular cuánto dinero
debería pagar. La ciudad se englutía a sí misma: sonidos de bocinas y
gritos sofocados por el calor trancaban las calles y las avenidas. Andrés
respiró, resignado, y sintonizó la radio para poder soportar el recorrido
hasta la tasca de La Candelaria.

JNRJ
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Jesús de María (Chuíto)


El autobús siempre dio dinero. No demasiado. Pero suficiente. Su-
ficiente para que Jesús de María pudiese conducir una vida humilde.
Pobre, pero no tan pobre, como decía él. Sus hijos pudieron estudiar,
incluso uno de los cinco podría llegar a la universidad, eventualmente.
En su casa nunca faltó nada: todos tuvieron comida y ropa en la medida
de lo posible. De todos modos, Jesús vivía la única vida que le era imagi-
nable y, a pesar de todo el trabajo que representaba su sola existencia, él
creía: confiaba en el ser humano, en el ser venezolano, en su familia y
amigos.
Existir comenzaba temprano en la mañana, cuando Jesús debía
levantarse a llenar baldes de agua para todo el día, entre cuatro y seis de
la mañana. Dependiendo del día y de la ruta que le tocara, era él mismo
quien llenaba los baldes o uno de sus hijos. De todas formas su casa era
una mejoría con respecto al barrio de Petare donde se había criado. Allá
el agua ni siquiera llegaba, había que bajar a llenar los tobos y luego car-
garlos al rancho.
Cristina Bladismar se levantaba a la misma hora, a bañarse y a pre-
parar el desayuno. Cuando ya todo estaba listo, alrededor de las cinco,
Jesús desayunaba, casi siempre arepa y café, escuchaba la radio y luego
levantaba a sus cuatro hijos antes de salir. Wilson, Betty, Yonder y
NT
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Cristina María de María tenían quince, catorce, diecisiete y dieciséis


años respectivamente. Su quinto hijo, Wilmer, había sido asesinado en
un altercado con la policía hace poco más de un año. La familia entera
sufría aún el duelo de la partida de Wilmer, militante estudiantil y
organizador de huelgas y manifestaciones. Según relataba Jesús, la
policía lo había “cazado como a un conejo”, en medio de una demostra-
ción estudiantil en El Paraíso a la cual su hijo había asistido. Sin
embargo, los enfrentamientos entre los estudiantes y los policías no
eran algo extraño en Caracas —probablemente nunca lo han sido— y
las historias que Wilmer relataba al llegar a casa de cómo la policía con-
ducía frente a los colegios, disparando balas de salva o no —difícil
saberlo— en pleno día, eran costumbre en la mesa al cenar. Cristina
Bladismar siempre le reprochó su actitud contestataria e incluso llegó a
rogarle que no organizara más manifestaciones, que no lo llevarían a
ningún lado, que nada reportarían. Y el fatal día llego: los ruidos de
sirena en El Paraíso, el olor a caucho quemado, la confusión, el cuerpo
de Wilmer tirado, desangrándose, en medio del humo y las bombas
lacrimógenas. La novia de Wilmer llamó tan rápido como pudo, en un
estado de plena agitación y pánico, para decirle a Cristina que su hijo
había sido blanco de las balas del orden capitalino. No había nada que
hacer: para Wilmer no hubo paramédicos ni emergencias ni autopsias
ni nada. La familia lo enterró pocos días después, entre lágrimas y
reproches, y la cicatriz que fuesen obligados —como Atlas— a portar,
no desaparecería jamás.
Por otro lado, ni Jesús ni Cristina Bladismar querían que el dolor
desapareciese, lo cual representaría un acto injusto, la traición del
olvido. Es por ello que el lunes era el día de Wilmer, se le prendía su
vela, al lado de su foto, se le regalaban dulces, a veces café y se le rezaba
la oración al Ánima Sola y a San Antonio de Padua. En la noche de
cada lunes se le recordaba con la misma fuerza, con el mismo dolor que
trajo su muerte, y con todas las enseñanzas que procuró a la familia en
vida. Para los hijos de Jesús de María, la muerte nunca había sido un
evento externo, una amenaza latente. Al contrario, para los que viven
en Caracas, la muerte es un hecho omnipresente, que siempre está allí y
que siempre vuelve, constantemente: la muerte de un primo, el asesi-
nato de un vecino, secuestros, puñaladas... todo parte del mismo caldo
de cultivo que representa a la ciudad y probablemente al país.

JNUJ
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Jesús de María (Chuíto)

Después de tomar su desayuno y levantar a sus hijos, Jesús se des-


pedía de su esposa y salía a trabajar. La conducción del autobús estaba
distribuida entre él y su hermano, probablemente la única forma fiable
de evitar que algún socio se robe las ganancias. Pablo de María mane-
jaba el otro turno. Por ahora, Pablo, un poco más joven, tomaba el
turno de la tarde-noche y dejaba a Jesús el de la mañana-tarde. Ello
implicaba que Jesús manejaba desde las cinco y media hasta las cuatro
de la tarde. Su hermano lo hacía desde las cuatro hasta la una de la
madrugada. Para los dos hermanos conductores, solamente existía una
realidad irrefutable en la vida, según la cual la debacle en el sistema
actual de transporte y la caída subsecuente en sus ingresos se debía al
“coño de madre Alcalde ese que tumbó Nuevo Circo”, produciendo un
caos en los alrededores de la Plaza Venezuela que ya duraba unos
cuantos meses. La propuesta parecía incluir el terminal de La Bandera
como nuevo núcleo de transporte. De ahí que comenzase el problema
del dinero, ya que muchos “lambucios” escogieron cambiarse de ruta,
por un lado, y por el otro, la imposibilidad de aumentar el pasaje
durante años había sumergido a ambas familias de María en un régi-
men económico de necesidades.
Jesús y Pablo las habían vivido todas: el tráfico de unidades piratas,
el intento “bueno pero estúpido” por la parte de algún gobierno de eti-
quetar los autobuses según su calidad: autobuses “A” cobrando más
caro, autobuses “B”, menos y así sucesivamente, lo cual dio paso al trá-
fico y falsificación de las etiquetas, un autobús con los asientos rotos y el
tubo de escape dañado se transformaba, gracias al plumazo sutil de
algún artista, de “D” en “A” y cobraba el mismo precio. Memorias e
historias no faltaban en la familia de María. O la vez que Pablo, un
poco más joven e ingenuo, se negó a cobrarle el pasaje estudiantil a un
muchacho, quien resultó ser el presidente del centro de estudiantes de
la Escuela de Derecho de la Universidad Central de Venezuela, de ahí
que poco más tarde los “tirapiedras” secuestrasen cinco unidades y
amenazaran con quemarlas, todo debido a Pablo, quien se escapó del
evento elegantemente y terminó viendo los sucesos por televisión junto
a Jesús e implorando justicia para los conductores y sus unidades.
Sin embargo, ellos dos estaban por encima de las acciones. No se
interesaban en las historias de tráfico de autobuses, las ventas ilegales
de licencia, los impuestos que cobraba el sindicato, las artimañas y las
manipulaciones truculentas de los políticos y sus representantes. Ellos
JNVJ
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sólo querían manejar, mantener a su familia, vivir en paz. Suficiente


militancia habían tenido ya de la parte de Wilmer, y la lección estaba
aprendida. De esta manera, Jesús buscaba el autobús a las cinco y media
de la mañana y ya a las seis estaba comenzando su ruta. Tarde, algunos
dirán, y era cierto, de hecho, según el día y la necesidad, a veces se solía
comenzar más temprano. El punto lo establecía Jesús al aclarar que
quería estar con sus hijos, levantarlos, compartir un poco con ellos an-
tes de salir a trabajar. Imposible hacer esto con el tren de vida de un
conductor de línea dura. Esa mañana se subió al puesto de costumbre,
encendió el autobús y seleccionó un casete de los tantos que tenía al
lado de su asiento. “Baila, culucucú”, de Porfi Jiménez, empezó a sonar
por los parlantes de su unidad. Otro día bien empezado.
A las diez de la mañana, el pequeño ventilador que hacía lo posible
por aligerar un poco el calor casi estancado en el autobús de Jesús de
María parecía luchar ridículamente contra un enemigo infatigable, co-
mo el Quijote contra los molinos, o más bien, el ventilador contra el
Quijote. Jesús decidió que era hora de un pequeño descanso, y paró su
unidad cerca de Chacaíto para comprarse unas empanadas y un batido
de guayaba. El lugar le era familiar. Los taxistas, todos conocidos, los
conductores también. Se secó la frente con la mano y luego se acomodó
el bigote antes de entrar.
—Dame dos de cazón y un batido de guayaba, Daniel —le dijo al
joven que atendía la barra.
—Como está la vaina, Chuíto —le respondió éste.
—Bien, bien, aquí estamos —dijo parcamente Jesús.
—¡Cuuuño! ¡Si no es el mismo Chuo! —sorprendió alguien tras de
él. Jesús se volteó. Era José Carlos, otro conductor. José Carlos estaba
vestido con unos blue jeans, una chemise beige abierta en el cuello y
unos zapatos negros.
—Na’ güevoná —respondió Jesús con una sonrisa— ¿y esa pinta?
—¿Ah? No, de pinga, echándole bola, como siempre...
—Coño, pero si te vistes así para trabajar, cómo será que te vistes
los sábados, no joda —dijo Jesús, riéndose de manera pícara.
—¿Es que no has escuchado la última, Chuo? —agregó otro amigo,
Rafael, acercándose a los dos y envolviendo a José Carlos con su brazo.
—¿La última? Naa... ¿qué pasó? ¿El José Carlos va a pedir un prés-
tamo al banco?

JOMJ
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Jesús de María (Chuíto)

—No vale, este bichito que está aquí —dijo Rafael, señalando a
José Carlos— ahorita y que anda en una de enamorar a las pasajeras...
—Ah, vaina... ¿Ahora te dio por ahí?
—Epa, ya va, quédense tranquilazos, la vaina no es así, yo sigo mi
trabajo normal...
—Pero cuéntale, cuéntale a Chuo, que no te ha visto en un rato,
dile lo de la pasajera, desembucha.
—Bueno, bueno, Chuo: Tú sabes la ruta que nosotros hacemos,
¿verdad? Por allá, yendo hacia el Centro, ¿verdad?
—Sí, de bolas, no voy a saber yo, chico, si yo manejo la misma ru-
ta que tú.
—Ajá. Bueno, mi pana: figúrate que todos los días, a la misma
hora, se monta una morenaza (¡pero una morenaaaza!) en la misma
esquina, Chuo, no me lo vas a creer —dijo José Carlos, agitando la
mano para darse aire, en una expresión en la cual se mordió los labios
entre los dientes y agregó—: ¡Uff!! ¡Todos los días!
—Ah... ja, ja... ya veo por dónde viene la vaina.
—Pues sí. Entonces, papaíto que está aquí —José Carlos se señaló
a sí mismo con ambas manos— anda pendiente de una. No puede ser
suerte, Chuo, todos los días, la misma hora... ¿tú qué piensas?
—Bueno, no, de pinga: o sea, está bien. ¿Qué te puedo decir? ¿La
chama está buena?
—Bueno, tampoco es que la chama es Irene Sáez, entiendes. Está
un pelín culona, pero tiene una vaina...
—Querrás decir que está gorda —agregó Rafael.
—Epa, ya va. Gorda, no está. Además, esa güevonada de jevas
flacas nunca me ha llamado la atención. A mí me gusta la carrrrne
—dijo José Carlos, riéndose.
—A mí me pasó una vez, hace tiempo... —reflexionó Jesús y se
quedó pensando, viendo a lo lejos.
—¿Ajá? ¿Y la chama, y vaina? —preguntó José Carlos, mientras
Rafael escuchaba atentamente.
—Tú la conoces, pajúo, es la Cristina Bladismar, mi esposa
—concluyó Jesús, riéndose—. Oye, Daniel: ¿Cuánto te debo?
—¿Te vas ya? ¿Dónde vas a almorzar?
—Hmm. No sé. ¡Tengo que trabajar! Nos vemos por ahí, en el
Centro. Yo creo que voy para “El Mesón del Taxista”, en la Baralt.
—Bueno, capaz que te caigo por allá —dijo José Carlos.
JONJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Y cuidao con una vaina— remató Jesús, señalándolo— nos ve-


mos por ahí, Rafael.
—Fino, Chuo, cuídate.
Jesús retomó la ruta. Caminó un breve trecho del boulevard para
llegar a la parada de autobuses, entre tarantines y buhoneros, el olor a
manteca frita, hamburguesas y sudor rondando el ambiente. Un poco
más allá, frente al Cine Broadway, un pequeño grupo de jóvenes vendía
casetes grabados con un radio-reproductor del cual salía la voz carras-
posa de El General, cantando El Fonquete. Al pasarlos se detuvo un
momento, pues por la esquina del ojo le había entrado el título de una
canción escrita en uno de los casetes: Careta, de Ismael Miranda. Se
devolvió, compró un “mezclaíto” llamado Súper Salsa 5, con la Di-
mensión Latina, Joe Arroyo, La Orquesta Harlow, El Gran Combo y
por supuesto, Ismael Miranda. Se preocupó un poco al ver desaparecer
el dinero de su cartera, pero se conformó buscando refugio en la
música, como siempre lo había hecho, probablemente la única libertad
que tenía un conductor de autobuses. El día se vislumbraba largo y
pesado. Suspiró. Encendió su unidad. Arrancó hacia el fractalizado
Centro de Caracas, siempre igual, siempre el mismo y, sin embargo,
siempre caótico. No sabía por qué, pero en ese preciso momento, se
sintió feliz.

JOOJ
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 23

José Luis
Mi nombre es José Luis Manccini. Tengo veintidós años. Soy
caraqueño. Mi día comienza muy temprano en la mañana, a las siete,
cuando me despierto. Frente a mi cama de tamaño matrimonial con
sábanas Ralph Lauren compradas en Miami está el equipo de sonido
Sony. Me gusta encenderlo y escuchar la radio, 107.3 FM, porque me
hace reír y me alegra el día.
Pasando el televisor de cuarenta y dos pulgadas Sony, el VHS
Sony y el DVD Phillips está la entrada al baño. Mientras escucho la
radio me cepillo con Colgate “fresca blancura”, me paso el hilo dental
y luego uso enjuage bucal. Si hay algo que no soporto es tener mal
aliento. A veces, en medio de una clase, tengo que salirme para ir al
baño porque siento que tengo mal aliento. La forma de saber si tienes
mal aliento o no, es taparte la boca y la nariz con la misma mano, des-
pués botas aire rápido en tu mano y tratas de olerlo al mismo tiempo.
Contrario a lo que cree la gente, los caramelos Certs o Halls sólo te
quitan el mal aliento un rato. Luego te vuelve a dar. Enrique, un pana
de bachillerato, una vez comió tantos Halls que le dio una úlcera.
Tenía el aliento horrible. Pero bueno.

OP
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 24

`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

También me afeito todas las mañanas, o mínimo cada dos días,


mínimo. La mejor hojilla es la Gillette Match Tres porque afeita al ras
de la cara. No he conseguido una mejor hojilla para mi cara, yo no
tengo la quijada muy cuadrada sino redondeada y estilizada. Las otras
hojillas me cortan demasiado. Si te cortas muy a menudo, la cara se te
reseca y luego te ves más viejo antes de tiempo. Claro que mi espuma
también es Gillette: es la que refresca mi rostro a la vez que permite una
afeitada dócil y eficaz.
Afeitarse es un arte. No mucha gente sabe esto. La espuma tiene
que ser la que mejor se adapte a tu tipo de piel, la hojilla también. No es
tan fácil hacerlo sin cortarte, irritarte o infectarte los poros. Por supuesto
que lo mejor es bañarse después de afeitarse. Así te puedes lavar los
poros abiertos y sacar todas las impurezas. Un buen jabón Lancôme para
hombres ayuda porque no tiene alcohol. Jamás debes usar jabones
fuertes, especialmente si acabas de afeitarte o vienes de la playa, si no la
piel se te reseca y se te despelleja ahí mismo, y ni hablar de las arrugas.
Para mi pelo lo mejor es Pantene Pro V (con vitamina B5), champú pri-
mero y luego el acondicionador, pero “nunca” dos en uno. Los pro-
ductos dos en uno resecan, pegan y dañan el pelo. No tiene sentido ir al
estilista a gastar todo ese dinero en el corte de pelo si luego no lo vas a
cuidar. El pelo es una “inversión”, y en ese sentido tiene que cuidarse.
También utilizo varios enjuagues que tonifican y nutren la piel.
Tengo una crema Clinique para hombres que debe aplicarse después
del jabón y después del champú —pero antes del acondicionador—, su
función es proporcionar a la piel todas las vitaminas y nutrientes que ha
perdido durante el día, más que todo debido al sol. Es increíble cómo el
sol destruye la piel.
Al salir de la ducha, me escurro el pelo y me seco bien con dos toa-
llas Emporio Armani blancas con el logo en el medio. Una pequeña la
uso para el pelo y la más grande la uso para el resto del cuerpo. Después
voy al clóset, para escoger la ropa del día. Primero me pongo los inte-
riores Calvin Klein y después regreso al baño, donde me pongo talco y
desodorante, aftershave y colonia según el día (Tommy o CK One en la
semana, Carolina Herrera o Benetton los fines de semana). Por
supuesto que el desodorante es lo más importante. El problema puede
resumirse como sigue: los desodorantes de spray huelen mucho mejor
pero no protegen demasiado, los de bolita protegen bien pero a veces
manchan la camisa. Fue sólo con el descubrimiento de Gillette Clear
JOQJ
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 25

José Luis

Gel que mis problemas desaparecieron: éste protege, no mancha y no


irrita. En cuanto a los aftershave, por supuesto que tienes que utilizar
uno sin alcohol. Los demás irritan la piel y son contraproducentes. La
colonia tiene que aplicarse con cuidado, para no tocar demasiado las
partes afeitadas. Cada quien tiene que buscar su método particular.
Después viene lo más complicado: peinarme. Esto me toma algo
de tiempo. El peine tiene que pasar cuidadosamente por mi cabello
catire (natural), asegurándose de que quede parejo y arreglado. Luego
salgo del baño, voy a la mesa de noche y saco de la gaveta mis acceso-
rios. Utilizo una esclava de plata (original) en la mano derecha y un
reloj Tag Heuyer (original) en la mano izquierda. Luego me persigno y
me pongo la cadena de oro con mi crucifijo de la segunda comunión
alrededor del cuello.
Hoy voy a vestirme casual, ya que es día de universidad. Medias
GAP, unos blue jeans Levi’s 501, franela Banana Republic y zapatos
Timberland, nada especial, digamos. Una vez que ya estoy listo, me
pongo un poco de colonia sobre la franela —cuidándome de no man-
charla— y me doy unos últimos retoques frente al espejo. Apago la radio.
Cuando bajo al primer piso de la casa, saludo a los que estén allí, casi
siempre son mi hermano y mis padres, y enciendo la radio en la cocina.
Hoy hay un programa especial de rock venezolano debido al nuevo
disco de Desorden Público y la canción Tiembla sale por las cornetas del
equipo Pioneer. Saco un plato hondo de los estantes, mi cereal Kellog’s
Special K y la leche descremada de la nevera. Después de comer, me
tomo un café, escucho la radio (ahora suena la canción Astronauta del
grupo La Nave) y me despido de la familia antes de salir.
El fin de semana pasado le rompieron un vidrio a la camioneta
Burbuja unos choros que querían sacar el reproductor, entonces hoy
estoy reducido a manejar la Toyota Samurai, cuestión que me amarga
un poco el día. Al montarme, la enciendo y coloco mi bolso Jansport en
el asiento del copiloto. Después instalo el frontal del aparato repro-
ductor Pioneer y sintonizo 107.3 FM, grabada en la memoria uno del
equipo. Los Gusanos están tocando la canción La gangrena para conti-
nuar el ciclo de música nacional. Me parece bien. En Venezuela hay
mucho talento.
Al pasar por la caseta del vigilante lo saludo para ver quién es esta
semana. Hay que cambiar a los vigilantes regularmente, si no a veces
agarran los datos de la urbanización y se los pasan a los malandros. No
JORJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

todos, no todos los vigilantes son así. Pero uno nunca sabe. Bajo el
vidrio automático de la camioneta, me inclino hacia la caseta y me
quito los lentes oscuros Oakley. —Buenos, días, caballero. José Luis
Manccini, de la Quinta “Mis Delicias”. Vengo en la tarde. ¿Usted
cómo se llama? ¿Ah? ¿Rogny? ¿Rodney? Ah. Con “g”. OK. Buen día,
“rogny”—. Subo el vidrio y vuelvo a ponerme los lentes. Rogny. Ha-
brase visto. Alguien debería prohibir esos nombres. El Papa o alguien.
Rogny, Neylson, Stalyn... qué buena vaina. Espérate a que los panas
escuchen este cuento. Se van a morir de la risa. Bueno.
Saliendo de La Lagunita siempre me agarra una cola bestial. Lo
que pasa es que en este país todo se hizo a la carrera, improvisado. ¿A
quién se le ocurre poner esa carreterita balurda de un solo canal para
bajar de El Hatillo? Trato de pasar los carros, especialmente los carritos
y las Pickup. Cuando tienes una Samurai no te puedes estar parando
por allí o ir lento, capaz que te agarra un malandro en pega y te parte en
veinte pedazos. Menos mal que el viejo le puso vidrios antibalas a la
camioneta. Haremos lo mismo con la Burbuja, ni modo. A ver si así no
le parten el vidrio.
Cuando voy llegando a Baruta ya la cosa va mejor. Parece que ya se
acabó el programa de Desorden, ahora ponen una canción de uno de
los tantos grupos de rock gringos. Es un grupo nuevo, “Hootie & the
blowfish”, hablando de nombres raros. No suena mal, esa vaina. Para
echarse unas cervezas es bien. A todas las jevas les gusta, de todos
modos. Luego escucho una propaganda del nuevo disco de “Collective
Soul”, que incluye el excelente tema Shine y hago una nota mental para
comprarlo en Recordland un día de estos que pase por Las Mercedes.
Ese grupo suena duro. Lástima que en Venezuela no haya nadie que
produzca buena música. Porque grupos hay. Pero lo que sale son puros
grupitos de salsa para los monos. Buena vaina. Menos mal que tenemos
a los gringos ahí. Si no quién sabe qué haríamos. Suicidio colectivo. La
mitad del país se mata. Le dejamos todo a ellos entonces, a ver qué van
a hacer con la patria.
En la cola subiendo a los túneles hacia la autopista del Este, veo un
par de chicas en un Honda Civic plateado, tapicería de cuero, que se me
quedan viendo. La del copiloto no está mal. Pelo liso, castaño, top
negro y jeans oscuros (¿Levi’s?). Seguro va al gimnasio, porque a pesar
de no ver mucho, creo que está en buena forma. Están escuchando
Como un burro amarrado en la puerta del baile de “El último de la fila”.
JOSJ
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 27

José Luis

Hmm. Buen gusto. Sonrío. La copiloto pelo-castaño con puede-ser-


buenas-tetas-o-no (todavía no veo) se ríe y se voltea a decirle algo a su
amiga. Luego las dos se me quedan viendo. Mi cola avanza un poco,
pero luego ellas me alcanzan otra vez. Bajo el vidrio y apoyo el brazo en
la puerta de la camioneta, para que vea mis bíceps. Saco un cigarrillo
Marlboro Light de mi bolso Jansport. Disculpa. Hey. Sí. Disculpa.
Hola. Cómo estás. ¿Tendrás un encendedor? Sonrío, complaciente.
Gracias. Apoyo mis lentes Oakley sobre mi pelo. Me inclino para
encender el cigarrillo, mirándola con mis ojos verdes y sonriendo con
malicia. Muchas gracias. Oye, ¿tienes teléfono? ¿No quieres salir un día
de estos? Vamos a bailar a Las Mercedes, o nos tomamos algo en el
CCCT...
Gracias a nuestro alcalde, la autopista del Este está corriendo.
Ellos pusieron un canal extra en las mañanas, así la cosa fluye un poco
más. Guardo el papel con el teléfono de “Sandra” en el bolsillo de mi
bolso Jansport y hago una nota mental para meterlo en la memoria de
mi agenda electrónica después, si me acuerdo.
Una hora más tarde, voy llegando a la Universidad Metropolitana.
En el estacionamiento, saludo a los vigilantes como siempre, y me
dejan pararme cerca de la caseta aunque no tengo la Burbuja hoy. Le
pongo el trancapalancas a la camioneta, meto el frontal del reproductor
en mi bolso —cuidando de no rayar la pantalla— y luego le pongo la
alarma ultrasonido. Me consigo en el estacionamiento a Carlos
Goldstein, Pedro Werner y Francisco Mendoza. Carlos tiene una cha-
queta de cuero Hard Rock Café que, debo admitir, le queda bastante
bien. Pedro está hablando por su teléfono celular Motorola StarTac
—seguramente con su novia— y Francisco está usando una camisa
Fred Perry que, a pesar de ser importada, yo no usaría jamás para la uni-
versidad.
—Qué pasó, José Luis —me dice Carlos extendiendo su mano.
No puedo dejar de pensar en su chaqueta... tengo que comprarme una
la próxima vez que viaje.
—¡Epa! ¿Todo bien? —me dice Francisco— estás sudando,
chamo...
—¿Ah? Ah, sí, sí, todo bien. ¿Y ustedes qué?
—Hay una rumba el viernes casa de María Alejandra —responde
Pedro, cerrando su celular— ¿vienes, no?

JOTJ
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 28

`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Bueno, sí, claro, pero el sábado quiero salir por allí, para una dis-
cotequita. Unas amigas...
—Tranquilo, el sábado ya veremos. Por ahora, el viernes vamos
para allá. Su viejo va a poner unas botellas de whiskey y unos pasapa-
litos, nosotros nos encargamos del resto.
—Fino... —respondo, un poco timbrado. Me cuesta concen-
trarme, hoy.
—¿No viste a la chama esta de ingeniería? ¿La que estudia con
Valerie? —me pregunta Francisco.
—¿Hmm? No. ¿Por qué? ¿Qué pasó? —contesto no muy inte-
resado.
—Bróder: se hizo las tetas. ¿Te acuerdas de la jevita? Estaba bien,
la chama trota todos los días, pero le faltaba algo de lolas. Ahora se las
puso y quedó de un bueno...
—¿Ajá? —pregunto, ya un poco más atento— ¿Cuál, Vanesa
Steiner?
—No, no; esa no —me dice Francisco— creo que se llama Gabriela
Revedo o Rutigglianni o algo... ¿ustedes saben quién es? —le pregunta
a los demás.
—Ah, sí... —responde Pedro— ya... ¿se hizo las tetas? —dice
asombrado.
—Jejeje... claro, doctor —replica Francisco, dándole unos golpe-
citos con la mano abierta en la espalda— ya vas a ver...
—Vamos a darle, bróders —dice Carlos— que vamos un pelo
tarde para clases.

JOUJ
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 29

Willy y Jimmy
Se propagaban por el barrio como insectos. En las tardes no había
mucho que hacer, emparedados entre los bloquecillos de cemento que
marcaban su habitual lugar de existencia. Pronto el Johny se aparecería,
bajando por la calle, embalado hacia ellos para su dosis semanal. Qué
pasó, par de ratas. Nada, aquí, y tú. Dame unas cuantas piedras. Luego
otra vez solos, viendo a ver qué resolvían. Todo el mundo lo que estaba
pendiente era de un solo lacreo. Ahora todos se las daban de malan-
dros. Pero ellos eran los únicos que podían y tenían derecho a los reales.
Como tiene que ser...
Willy empezó montando una plaza de perico hace algunos años,
gracias a los contactos que le había procurado su consumo irrestricto de
diversas drogas. Jimmy, en cambio, se hizo pana rápidamente, proba-
blemente viendo la posibilidad de anotarse en una, y decidió acercarse a
Willy con una conexión que le habían dado para robarse un carro. Él
conocía a todos los carteluos, a los que había que conocer, a los que
podían darles unos reales por el carro y enfriarlo un rato, unos meses. Y
así fueron yendo. Lado a lado, la única forma de sobrevivir. Los de
arriba les empezaron a agarrar cariño, “estima” como decían ellos, los
ratas de verdad, y decidieron darles unos puntos más interesantes, y
hasta les vendieron par de nueve milímetros nuevecitas y los enseñaron
OV
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 30

`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

a usarlas. Ahora sí estaban firmando, el punto estaba legalizado, nada


más que moverla por allí y acá y todo resolvería bien. El plomo nunca
fue problema, o sea, plomo había que echar, especialmente cuando lle-
gaban los otros que se las querían dar de arrechos y no respetaban. Y
la policía caía a veces, a esconderse carajo, que si no, nos quitan los
reales...
Pero esa noche la cosa iba lenta. Parece que corrió un rumor de que
la policía iba a tirar una calor a ver si cazaba algo en el barrio, siempre
ladillando, los pacos. ¡Su madre! Willy propuso que se fueran para la
esquina y le dieran a una piedra, así se mantendrían despiertos y la
pasarían de pinga. Dale pues. Jimmy agarró la lata con firmeza y le dio
un buen jalón. Coje ahí, pues, rata. Ay, bichito, estás quemao. Qué, te
las das de lacra ahora, y vaina. Qué ladilla esta vaina. ¿Qué pasó, ratón?
Nada. Pendiente de una, pero no me tiran lo que es nada, bróder. Y los
panas de allá con tremendo güiro. Creo que van a tratar de quebrarnos,
chamo. Nada, plomo’alante. Claro, pero bueno, está poniéndose pelúa
la vaina, chamo, plomo y plomo. Cae burda. ¿Y qué vas a hacer. Vas a
arrugar? No, bicho, claro que no. Sólo estoy diciendo. ¿Entonces,
pa’qué hablas? Sabes que aquí están los planes. Nosotros nadie se mete.
Claro. Bueno, güevón, agarra ahí. Le pasó la lata, todavía caliente.
Deberíanos echarle bola a unos carros, güeón. Tú dices. Sí, sabes que
eso siempre firma. Coño, de pana. A ver si salimos de esta. Unos reales
ahí no están mal. Sabes que no. Claaaaro, bicho, claro que sí. Luego
tiramos una rumba y tal. Nos buscamos unas jevitas. Porque estoy
medio ladillao ya de la Crismar. De pana. Ayer lo que me tiré fue tre-
menda bicha, chamo. La monté en el carro, güeón, y ras. Mas naida.
Qué y tal, una chama ahí de la calle. No, pajúo, la Marjoris de allá
arriba. La que es la hermana del güevón ese, que su pure tiene la venta
de maltas allá por la plaza. Ah, ya. Y qué, güeón. Fino, o sea, bien.
Estábanos en la fiesta del pelao este, Pedrito cara’e pote. Es pana, el
chamo. Puro lacreo y tal. Pero saben quién soy yo. Entonces la Marjoris
se puso pa’l negrón. Ja, ja. Qué iba a hacer. No la pelé. Mango bajito,
yow. Na’güevoná. Llegué pa’ la casa burda de lo tarde, rata. Mi vieja
estaba encuaimá también, y que le dijeron que yo era landro y güevoná.
Como si no lo fuera sabido ya. Pero hay que resolver. Qué voy a hacer.
Por lo menos llevo los reales pa’ la casa. Claro. Eso es lo que importa.
Dígalo ahí. Está dicho. Ahí está. Una bruma espesa se comenzó a posar
sobre las cejas de Willy, haciendo despertar sus sentidos. Como te dije.
JPMJ
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Willy y Jimmy

Hay que resolver. Vamos otra vez para allá, güeón, no vaya a ser.
Plomo. Vamos a comprarnos unas birras, yow. Fino. Jimmy tenía la
boca seca. Se acomodó la gorra de los Chicago Bulls e inhaló una buena
bocanada de aire para refrescarse. Vamos pues.
En la tienda del señor Pedro las cervezas se enfriaban en un refri-
gerador al lado de la harina pan, la pasta y el papel tualé. Los ojos de
Willy, rojos, dilatados, brillaban al mirar a Pedro a la cara. Qué pasó,
señor Pedro. Pedro los miró con escepticismo. Bien, bien... ¿qué se les
ofrece, muchachos? Par de birras, señor Pedro. Vaya. Jimmy le dio el
dinero al bodeguero. Chao, señor Pedro. Chao. Nos vemos, poray.
Cuídense, muchachos. Afuera, el calor era sofocante. Qué pasó,
landro. Willy bebía rápidamente su cerveza mientras dejaba atrás la
tienda del señor Pedro y se acercaba a la plaza. Jimmy respiraba con
pesadez, el sudor acumulándose encima de sus cejas y sobre su pequeño
bigote. Mira al güeón este, vale. ¿Dónde? Ah. El bichim. Vamos a ver
comostá la vaina. Epa. Lacra. Qué pasó. Jugando básquet, par de dos.
Fino. Dale duro. Tienes noticias. De dónde. Tú sabes. De arriba. Qué
pasó. Yo creo que todo bien. Por ahí te van a llamar. Y las ratas. Las
cuáles. Las de allá. Andan diciendo que van a tirar una y güevoná.
Bueno, güeón, sabes cómo es todo: la verga está caliente, ahorita todo
el mundo anda enyerrado... los bichitos de allá arriba tienen bombas y
güevoná. No sé, rata. Bueno, les caeremos primero. Ni modo. Fino,
rata. Estrecharon manos y siguieron caminando. En el barrio había que
moverse todo el tiempo. Mira al otro, vale. Alguien se acercó a Willy y
Jimmy. Cuánto quieres. Vamos a ver. Willy se llevó al cliente para
una calle estrecha donde comenzaban las escaleras, y Jimmy se quedó
abajo vigilando. La cerveza se empezaba a mezclar con el crack, y sin-
tió un cosquilleo en la nuca que luego se extendió a su columna.
Ahora sí estoy de pinga. Respiraba lentamente. Willy reapareció en la
calle. Fino. Vamos.
Dos muchachas pasaban por la calle, subiendo a sus casas, vestidas
con uniforme escolar. Coño, rata, viste. Qué. La que nos pelamos.
Fuéramos estado allá en los escalones, y las martillamos de una. Le aga-
rramos unos billetes, por lo bajito. Sí, puede ser. Aunque bueno, sabes
que esa es la hermana del bichito ese de allá. Y qué pasa. Nada. De
pronto se enculebra. ¿Se enculebra? Ah vaina... pero tú sí que estás
mariquito hoy, güeón. Mosca, yow. ¿Mosca? ¡No joda! Tú eres el que
anda como un maricón. Pareces una jevita. Que si los de arriba nos van
JPNJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

a caé a plomo, que si el hermano de la jevita nos va a joder... no joda.


Buena vaina que me estás echando. Sitás cagao pide tiempo, maricón.
Mamagüevo. Deja la vaina. Lo questoy diciendo es que uno tiene que
andá mosca, yow; la vaina no es la misma de antes. Como al cura de allá
arriba. Cayeron a tiros. Claro, güeón, cómo no le van a caer a tiros si se
mete en vainas de malandros que no tiene que está metido, no joda.
Bien hecho. Lo quemaron por becerro. Bueno, güeón, sólo digo que
eso no pasaba antes. Cura se respeta. Y se respeta, claro que sí. No fui
yo el que lo quebró. Tampoco es mi peo. Jimmy gesticulaba con furia,
señalando a Willy y casi escupiéndole la cara. Sabes cómo es todo: peo
de malandro es peo de malandro. Y lis-to. Más nada. Coño, pero un
cura. Bueno, pajúo: un cura, un policía, un buhonero, sabe a mierda. La
ley es la que manda aquí. Y no tenía que estarse metiendo. Y tú lo sabes.
Bueno, sí. Entonces no te vengas con güevonadas ahora. No joda.
Willy trató de cambiar el tema de conversación. Bueno, yow ¿y qué, en
la noche nos vamos a echar el dominó casae Frutilupi? ¿Ah? Puede ser,
rata, si lleva birras. Ese coñoemae nunca paga.
Willy y Jimmy estaban parados en su esquina, un poco agresivos
por la discusión llevada hace un rato, sin hablar mucho, esperando que
el tiempo pasara. Ta’ como tranquila, la vaina, ¿no? Bueno. Qué quie-
res. Algo hemos vendido. Jimmy, recostado de una pared, la gorra
tapándole los ojos, encendió un Belmont sin ofrecerle a Willy, quien se
quedó mirándolo con desprecio. Güevoná... ¿Qué pasó? Nada. Pen-
sando. Ahora te vas a poner a pensar, y vaina. Y qué pasa. No joda, vete
pa’l colegio, si quieres pensar. Willy escupió y se paró, dándole la
espalda a Jimmy. Algo está pasando. Tranquilo, yow... A lo lejos, la
sombra de Maykel se apareció, acercándose, cada vez más grande. Ahí
viene. ¿Qué pasó? El Maykel. Ajá. Vamos a ver a los duros, rata... jeje...
Jimmy se rió y apagó el cigarrillo. Willy suspiró, se volteó y acomodó su
gorra sobre su cabeza. Va-a-a-a-ya, pa’l de dos... comostá la vaina,
Jimmy. Maykel, un negro grande y corpulento, le extendió la mano a
Jimmy mientras sonreía. Aquí, yow, llevandóla. De pinga. Epa, Willy.
Queasó, Maykel. Háblame. Dame letra. Tranquilo, yow, los veo como
reviraos... Nada, güeón, no te preocupes. Este mamagüevo, que todo el
día con una ladilla. ¿De qué? De que y que algo va a pasar, con los de
arriba. ¿Qué? Los ñeros esos de las escalera? Tranquilo, yow. Igual.
Vamos a hablar deso con Pancho allá arriba. Vénganse. Willy y Jimmy

JPOJ
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Willy y Jimmy

siguieron a Maykel por entre las casas, subiendo las escaleras. Extraña-
mente, ya ninguno estaba riendo.
La puerta del rancho se abrió. Adentro, detrás de una mesa, estaba
Pancho. Varias cadenas de oro adornaban su cuello, igual que algunos
anillos en sus dedos. Su actitud era callada y amenazante. La cicatriz que
tenía encima del ojo derecho le impedía abrir completamente el pár-
pado, por lo cual tenía siempre una mirada inquisitiva. A cada lado, sus
lugartenientes lo resguardaban, uno con un fusil FAL y el otro con dos
nueve milímetros. Pancho habló. Entonces, mi gente. Cómo va la co-
sa. Bien, bien... Me alegro. ¿Vendiendo? Claro. Lo que se puede. Ta’
bien... ¿saben por qué los mandé a traer pa’cá? No, Pancho, no... ¿por
qué? Bueno, pal de lacras: porque la vaina está pelúa. Quiero que lo
sepan. No les voy a contar todo el cuento, de vainas que no saben ni
nada, pero por ahí cayó alguien importante. De los ratas-ratas, de los de
arriba. ¿Ajá? Sí, sí... vainas que pasan. Entonces, hay que está pen-
dientes, ¿oyeron? No por los mariquitos esos de las escaleras, de esos me
encargo yo. Pero, pe-ro... por ahí pueden venir los pacos... quién sabe
qué carajo le dijo el mamagüevo ese a los pacos. Pilas, anden pilas. No
quiero que vendan mucho, ni muy tarde. Va haber poco real, pero mejor
así. Unas semanas. Vamos a ver. Yo lo que quiero es saber que ustedes
están allí. No se volteen, ¿oyeron? Pancho los señaló. Quédense tran-
quilos, rata, que esto pasa. Todo fino. Ahora cojan ahí: unas líneas
pa’que se relajen. Pancho lanzó una pequeña bolsa de cocaína a la mesa.
Fino. Gracias, Pancho. Ahora váyanse. Si salimos de esta, capaz que hay
algo de pinga por ahí para ustedes. Gracias, Pancho. Estamos pen-
dientes. La puerta del rancho se cerró detrás de ellos.
¡Trancao! Gritó Frutilupi, sonando la piedra estruendosamente.
Era tarde. Mamagüevo este. Lechúo. Jajaja... Willy bebió un poco de
cerveza para bajar los efectos de la cocaína. ¿Y entonces? Nada, nos
cogieron. Trentidós puntos, no joda. Jajaja... Cállate la jeta, Frutilupi.
No joda, yo gané. Por leche. Vamos a ver la próxima. Salgo yo. Te
tengo miedo, güeón. Vas a ver. Mira, ¿y la Crismar, qué? Fino. ¿Por
qué? No, por nada. ¿Te la quieres coger? No, vale, güeón... digo porque
la vi por ahí en una rumba y tú no estabas... ¿Ajá? ¿Dónde? Jimmy se
empezó a poner agresivo. Epa, epa: tranquilo, yow. Dime, mamagëvo.
Nada, nada; casa del Carlitos. ¿Cuál Carlitos? ¿Chipi? ¿O Duendecito?
¿Vamos a seguir la partida, Jimmy? Cállate la jeta, Willy. Dime, pajúo.
Tranquilo, yow, en la casa de Duende, pero no pasó nada... jueves
JPPJ
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 34

`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

pasado. ¡El coño ‘e su madre! ¡La puta esa me dijo que no fue! Epa, yow,
tranquilo... Frutilupi estaba ahí y dice que no pasó nada... ¡Suéltame,
mamagüevo! ¡Voy pa’ su casa, lo que es ya! Hey, ¿y la partida?
A lo lejos, CNB 102.3 FM envolvía a la barriada con Junio del ‘73,
de Willie Colón. El barrio no descansa, el barrio nunca duerme.
Siempre crece, siempre se desarrolla, tratando de adaptarse a la lógica
social de marginación en una “autopoiesis” perpetua. Las casas siguen
escalando la montaña, cada vez más alto y más lejos, fundiendo barrio y
ciudad en la misma mirada del ojo. Bajo el bojotal de cables pegados a
un poste de electricidad, al lado de una de las tantas escaleras, Jimmy
estrellaba frenéticamente su puño contra la casa de Crismaris. Insultos
y gritos corrían por doquier. Nada nuevo en este barrio.

JPQJ
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Julia
—Ayy, xsama, qué broma con los sombres, vale —dijo Claudia
apretando los labios y mirando el fondo del vaso casi vacío de Po-
lar Light.
—Esverdá, chica —acotó Mariela— losque stán buenos, sontodos
maricones, losque valen la pena, tienen ya sposa o novia y los que
quedan... ¡no joda! —terminó, lanzando la mano al aire en un gesto de
dejadez que casi tumba el servicio de ron y la ración de tequeños de la
bandeja del mesonero que iba pasando.
—Qué vamoasé: nos meteremos a lesbeanas, todas —diagnos-
ticó Erika.
Julia, un poco menos borracha, decidió pedir una Cuba Libre para
ponerse a la par de las demás. “Con poco hielo y mucho ron”, le dijo al
mesonero, el cual la miró despectivamente, levantó una ceja y tomó la
orden sin pronunciar palabra alguna.
—¿Oye, me oístes? —gritó Julia detrás del personaje. Tal vez sí
estaba algo borracha.
Poco después, luego de escanear el bar de izquierda a derecha para
evaluar la posibilidad de encontrar algún “macho”, Julia se volteó, frus-
trada, deprimida, a la conversación que ya había conducido tantas veces

PR
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

antes y que parecía perpetuarse en un purgatorio infinito para las sol-


teras venezolanas.
—Esque noay chance, xsama, noay chance de na’: es la probabi-
lidad de mierda. Dos mujere por cada hombre en Venezuela, ¿y en-
tonces? ¿A dónde vamoa llegar? A ningún lado... —explicaba Mariela.
—Na’guará —dijo Claudia— y para colmo...
—¡Y es más, y es más! —se exaltó Mariela, agregando— lo pior de
todo, sea, lo pior, es que, noes por ser racista o qué, pero no joda, los
venezolanos son feos. Bigotico y broma, panzoncitos...
—Son las arepas —concluyó Erika.
—¡Qu’arepa ni qu’arepa! ¡Son todos unos bodrios!
—¡Hey! ¿Pero quién lleva los reales para la casa? —interrogó un
sujeto de la mesa de al lado, obviamente sintiéndose aludido en la
discusión.
—¿Y a este espantapájaros quién lo invitó? —espetó Mariela, ges-
ticulando con el brazo y agregando—: como dice el Chacal de la
Trompeta: ¡Y Fuera! ¡Y Fuera! —enfatizó, haciendo un movimiento
con su brazo y señalando la puerta.
—Mal cogida —dijo el tipo, volteándose para volver a su conversa-
ción particular.
—Jo’eputa —dijo Mariela, afortunadamente no lo suficientemen-
te alto como para que el personaje escuchara.
—¡Chiiiton! —corrigió Julia, la menos borracha, ya que las demás
no hacían sino reírse— ¡Cállate, vale! ¡Nos vas a meter en un pro-
blemón!
—¡Puaj! Qué problema ni que nada, vale...
—Tranquilízate, xsama... estás arrecha por Ricardo, pero no se lo
saques a los demás en cara...
—Qué Ricardo ni qué nada, vale...
—Vámonos, xsamas, ustedes están borrachas...
—Ah, porque tú no...
—Bueno, sí, pero soy yo la que va a manejar —dijo Julia, con una
maliciosa sonrisa...
En el carro el ambiente se relajó un poco, al ritmo del disco
Segundo romance, de Luis Miguel. En medio de la noche caraqueña,
todas se echaron a cantar, luego de debatir cuál canción escuchar.
Claudia pedía “Somos novios”, mientras que Erika chillaba “¡El día
que me quieras!” a todo pulmón —qué desubicada, xsama, “El día que
JPSJ
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Julia

me quieras”, o sea, please, tómate una pastilla de “ubicatex”, le dijo


Julia—, pero finalmente llegaron a término alrededor de “Nosotros”,
propuesta, obviamente, por Mariela.
Julia no podía dejar de pensar en su pasado. Por más que lo inten-
tara, por más que se sumergiese en su presente y su posible futuro (que
hasta ahora no parecía augurar nada bueno), la marca del pasado la aco-
saba como un carnívoro a su presa. Miró a las demás, absorta en la
poesía de la canción, Mariela casi gimiendo de éxtasis, Claudia aparen-
tando saberse la letra a pesar de que era obvio que sólo conocía el coro y
Erika prácticamente llorando.
—¡Ayyy! —lanzaba Erika, al borde de una crisis— ¡es que Luismi
es tan romántico y poeta!
—¡No seas bruta, chacha! —replicó ferozmente Mariela— esa
canción es de Armando Manzaneros.
Julia reflexionó un poco dentro de su borrachera, llegando a la
conclusión de que si bien “Somos novios”, del mismo disco, era de
Armando Manzaneros, “Nosotros” había sido compuesta por Pedro
Junco. A fin de cuentas, poco importaba, no iba a comenzar una dis-
cusión con Mariela quien, si de costumbre era testaruda, borracha
era irrefutable. Esta última, probablemente dándose cuenta de su
error y viendo en la cara de Julia la sombra de una posible corrección,
la miró y dijo:
—Nosotrosss... que del amor hicimoss... —señalando a Julia
directamente a la cara, imperativamente exigiendo la continuación de
la estrofa.
—Un sol maravillosos... romances tan divino —completó Julia. En
el asiento trasero, Claudia y Erika, totalmente desconectadas, transfor-
maban la canción en un maullar horrible.
De alguna manera, la desdicha femenina se transformó en opti-
mismo al proponer detenerse a comer unas arepas, esencialmente para
bajar la borrachera. Ello dio lugar a otra discusión, siempre amenizada
por Mariela, quien no aceptaba idea alguna que no saliese de su cabeza.
—¿Arepas? Ay, xsama, las arepas están muy caras hoy en día. Los
perreros son más baratos.
—Qué indigno —lanzó Claudia, la reflexiva— que una arepa, o
sea, un plato nuestro, cueste más que una hamburguesa o unos perros,
una vaina importada.

JPTJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Yastá —agregó Erika— ya ésta lo va a convertir en una vaina de


Soberanía Nacional.
—Soberanía Nacional no —refutó la teórica, obligada a salir de su
borrachera ante la posibilidad de una discusión, para ella, interesante—.
Es cuestión de principios. Si seguimos así, no va a haber más cultura
nacional para nada.
—Es la globalización —sentenció Mariela, aburrida por el tópico
propuesto a debatir.
—¡Pues hay que defender lo nuestro! —dijo Claudia, emocionán-
dose—. La arepa, el joropo, el liqui-liqui...
—¿El joropo? No joda. Esa vaina es una ladilla. Que yo sepa, desde
que estoy pequeña estoy escuchando canciones gringas y puertorri-
queñas. Pa’mí, Celia Cruz es más venezolana que cualquier joropo.
—Pa’mí, tú no eres na’, tú tienes la bemba colorá —dijo Mariela.
—Celia Cruz es cubana —agregó Julia, mientras conducía.
—Y es más, cualquiera jura que tú eres burda de venezolana,
Claudia. Tienes unos Levis 501 y pura vaina importada, nojose. Ahora
te vas a poner y que a defender lo venezolano.
—Bemba Colorá: si tu marido te pega, pégale tu también, si no
puedes con la mano, éntrale con un sartén —dijo Mariela, ante la
mirada inquisitiva de Julia, preocupada por el estado de ebriedad de su
compañera.
—Bueno, cuestión de principios —aclaró Claudia—. No hay jeans
venezolanos buenos. Ni modo que me vaya para las Quintas Leonor.
Pero la arepa, eso se respeta.
—Bueno, bueno —dijo Mariela, ya cansada—. Si quieres arepa, si
te vas a sentir más mujer por pagar el doble por una arepita en vez de la
mitad por una hamburguesota, entonces, comeremos arepa. Qué fas-
tidio, no joda.
Una vez llegadas a la arepera, la premonición de Mariela se hizo
realidad: las muchachas miraban los precios nerviosamente. Un silen-
cio sepulcral invadió al grupo.
—Es Las Mercedes —dijo Claudia, rompiendo el hielo—. Aquí
las areperas son impagables.
—¿Y qué quieres, no juegue, que nos vayamos a Chacaíto? ¿A ver
si nos asaltan y nos roban el carro? —preguntó Erika.
—No seas gafa. Ya nos quedaremos aquí. Yo quiero una de queso
guayanés.
JPUJ
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Julia

—¿Compartimos un batido? —le dijo Mariela a Julia.


—Okey. Yo me voy a comer una de orejas de cochino con huevos
de codorniz.
—¿? ¿Estás loca?
—Era echando vaina, xsama... dame una de jamón y queso. No,
no; con queso de mano, por favor —ordenó Julia al muchacho detrás de
la barra. Las muchachas se sentaron, cada una con su arepa en la mano,
a terminar de pasar la noche. El ambiente era agitado: los carros no
cesaban de llegar al lugar, parándose en doble o triple fila delante de la
arepera. Cada cinco minutos, un muchacho que trabajaba en el estacio-
namiento entraba al local gritando una marca de carro para que el due-
ño lo moviese y dejara salir al conductor bloqueado detrás de dos o tres
filas de carros. El grupo de mujeres terminó su comida, intercambió
algunas ideas y luego se decidieron a partir, todavía indecisas con los
planes para la noche subsiguiente. Sin embargo había que salir, había
que beber, había que manifestarse. En Caracas, la existencia es prece-
dida por el intercambio social: el que no participa, no intercambia, no
sale, pues no existe. Julia se acostó tarde, cansada y, como de cos-
tumbre, sola.

JPVJ
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CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 41

José Luis
Estoy sentado en la feria de la universidad, tomándome un Mo-
caccino Latte y fumándome un cigarrillo. La pizza Domino’s que
compré permanece prácticamente sin tocar. Mi discman Panasonic me
permite evadirme un poco. Escucho el disco de “Blind Melon”, mien-
tras repaso mentalmente la rutina que tengo que hacer esta tarde en el
gimnasio: pecho y bíceps, cuatrocientos abdominales. Escaladora y bici-
cleta,Valerie Steiner aparece en el reflejo de mis lentes Oakley.
—Hola, José Luis —me dice, apartándose para dejar entrever a
otra persona— ¿Cómo estás? —y sin esperar mi respuesta—, te pre-
sento a Gabriela.
Me quito los audífonos, cortando la canción No rain a la mitad.
Supongo, sin haber escuchado absolutamente nada, que Valerie me
saludó. Miro a la tipa que se abre paso detrás de Valerie.
Una chama estilizada, catira, de cabello liso, bronceada, con un
topcito azul claro y blue jeans Levi’s 501 se acerca y sonríe.
—Mucho gusto. Gabriela Recanatti —dice ésta. Me levanto,
extiendo mi mano y me inclino para besarle la mejilla.
—Encantado. José Luis Manccini. Siéntense, por favor —les
digo, gesticulando hacia las dos sillas vacías en la mesa.
—¿Y entonces, qué cuentas? —me pregunta Valerie.
QN
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—¿Hmm? No mucho —contesto, un poco fastidiado de Valerie y


tratando de ver los pechos de Gabriela Recanatti de reojo, escondiendo
mis pupilas detrás de mis Oakley. Francamente, desde que me acosté
con Valerie no ha dejado de fastidiar. Estudio la posibilidad de llevar a
Gabriela a la cama. No debería ser difícil. Todo el mundo sabe quién
soy yo. Especialmente las mujeres.
—¿Vas a casa de María Alejandra el viernes? —sigue Valerie.
—Hmm. No sé —el sol ardiente late encima de nosotros e ilumina
los barrios que rodean a la universidad. Me inclino hacia atrás sobre la
silla, para parecer relajado y, cuidadosamente, sin despeinarme, me
quito los lentes y los coloco encima de mi cabeza, utilizándolos de cin-
tillo para mi pelo. Luego sonrío apretando mis labios y miro fijamente a
Gabriela:
—Puede ser que vaya... ¿tú vas? —le pregunto.
—Sí, creo que sí. María Alejandra hace tremendas fiestas.
—Qué bien —acotó— entonces nos veremos allá... Las dejo, tengo
que ir a clases —me levanto lentamente de la silla, evitando expresa-
mente el beso tradicional en la mejilla. Así crece la intriga. Miro fija-
mente a Gabriela a los ojos y agrego un parco “chao”.
Estoy parado frente al espejo de mi gimnasio. Mi franelilla Nike
resalta las venas que atraviesan mis bíceps redondos y bien formados.
Uso shorts playeros Quiksilver y mis zapatos Reebok, especiales para
trotar, combinan perfectamente con el color de mi franelilla. Afuera,
saludo a Mike, mi instructor personal de origen estadounidense. Mike
Barnes participó en varios concursos nacionales de fisicoculturismo,
llevándose los premios más importantes en cada ocasión. Su cuerpo
está tan bien definido que parece que lo hubiesen despellejado. De
hecho, Mike es uno de mis mejores amigos. Gracias a él y sus contactos
conseguí el papel como “extra” en una propaganda de Belmont en la
playa. Yo era el tipo que estaba atrás de la balsa que supuestamente
habíamos construido en la playa. Tenía que mirar fijamente los senos
de una de las modelos y poner cara de asombro, para luego llamar a un
amigo y apuntar hacia ella. Fue una excelente experiencia y espero que
de allí mi carrera de modelo pueda despegar. Recuerdo que no fue fácil:
teníamos que protegernos todo el tiempo del sol y esperar que el cielo
estuviese azul Belmont. Además, el director les exigió a todos los
modelos masculinos que hiciéramos abdominales bajo una palmera
para marcar más los músculos.
JQOJ
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José Luis

Mike me pregunta, antes de empezar, por la catira que conocí en el


gimnasio la semana pasada. Yo le explico que la llevé en la Burbuja para
el apartamento de Puerto Azul, donde estuvimos tirando todo el fin de
semana y bebiendo vino importado. Mike sonríe y me conduce a la
escaladora.
Hacemos un entrenamiento fuerte al ritmo del disco Smash de The
Offspring que suena por todo el gimnasio. Trabajamos pecho, bíceps,
abdominales y entrenamiento cardiovascular. Hacemos cuatro series
de press en banco, empezando con sesenta kilos y aumentando progre-
sivamente hasta llegar a ochenta kilos. Luego hacemos press en banco
inclinado, aperturas con mancuerna y crossover en máquina. Para los
bíceps seguimos una rutina clásica: bicep-curl parado con barra, bicep-
curl sentado en banco, curl concentrado con mancuerna y luego ante-
brazo con la barra “z”. Puedo sentir mis venas pulsando e hinchándose
mientras la guitarra con distortion de “Come out and play” retumba
por todo el gym. Veo mi reflejo en el espejo, con Mike atrás de mí, son-
riendo y pasándome la barra mientras dice, “¡Duro! ¡Otra!”. Luego
hacemos cuatro series de veinticinco abdominales cada una (crunch,
laterales y bajos abdominales) y hacemos esto cuatro veces. Luego hago
abdominales colgando de la barra, levantando las piernas y terminamos
con cuarenta y cinco minutos de escaladora en nivel diez.
A la mitad del entrenamiento, mientras me seco el rostro con mi
toalla Ralph Lauren y bebo un Gatorade sabor a frutas tropicales, veo
del otro lado del gimnasio a la catira con la cual salí hablando con
Arístides Barbella, del grupo de versiones Egos, quien le está agarrando
la mano. Luego me mira y sonríe, levantando la mano para saludarme.
Arístides, en cambio, me ignora. Devuelvo el saludo. Veo también a una
modelo un poco pequeña llamada Cristina Dickman entrenando con
Gus, su personal trainer. Su meta es participar en el Miss Venezuela
algún día. Yo creo que tiene potencial. Al terminar el entrenamiento,
me consigo al pesado de Winston Vallenilla en los casilleros. Lo saludo
parcamente y le digo que me encanta su trabajo como modelo. Él sonríe.
Me comenta que probablemente le den un programa de televisión des-
pués de participar en el Mister Venezuela el año que viene. Lo felicito
entusiasmadamente, un poco impresionado ante sus abdominales per-
fectos y la forma en la cual sus bíceps se contraen cuando agarra su bolso
Jean Paul Gaulthier y lo pasa por encima de su hombro. Tomo una
ducha y voy a casa.
JQPJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

En la noche leo un artículo en la revista Men’s Health a la cual estoy


suscrito que explica la rutina que usaba Lou Ferrigno en los años
setenta y la dieta adecuada para que funcione al máximo. Voy a la
cocina y me tomo una botella de agua Evian que saco del refrigerador.
El agua debe tomarse en botella de vidrio, las botellas de plástico hacen
que se pierdan las cualidades más importantes del agua natural. Surfeo
un poco en la Internet, y luego me acuesto en la cama con mis boxers
Calvin Klein, semi-desnudo, mirando el techo y planeando cómo
entrarle a la Gabriela Recanatti el viernes. Trato de masturbarme
viendo una película de Rocco Sifredi. Pienso en Gabriela, pero ello no
logra salvar un orgasmo patético, mi miembro erecto sólo a medias, y
mi mente hace lo que puede, evocando primero a Gabriela, luego a la
modelo que Rocco penetra y finalmente concentrándome en la her-
mana de Carlos Goldstein y su amiga pelirroja, a quienes crucé en el
estacionamiento. Carlos y su maldita chaqueta Hard Rock Café.
Luego de quince minutos, abandono todo intento de eyaculación. Me
paro. Voy al estante donde está mi colección de discos. Meto uno en el
equipo y me vuelvo a acostar en la cama con el control remoto en la
mano. Apago las luces. Aprieto play. Escucho el disco Pablo Honey de
Radiohead en mi CD player Sony. Johnny Greenwood es un excelente
guitarrista, como evidencia el tema “Creep”. Decido dormirme tem-
prano, y me tomo un par de valium y media botella de agua Perrier.

JQQJ
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Andrés
Un mesonero de bigote, un poco sudado, con claras evidencias de
excesiva transpiración axilar se acercó a la mesa.
—Buenas noches. ¿Qué van a tomar? —dijo.
—Hmm. Bueno, no sé. Yo voy con una Polar fría —dijo Miguel
Ángel.
—Vaya: que sean dos —agregó Luis— ¿y tú qué, Andrés? Oye,
¿me estás escuchando? Despiértate, chamo... verga...
—¿Ajá? Hmm. Vaya. Una cerveza también —dijo Andrés, mi-
rando hacia la barra. El mesonero desapareció abriéndose paso entre la
gente que poblaba la tasca. Andrés decidió encender un cigarrillo.
—¿Y entonces? —preguntó Luis.
—Bien, todo bien —respondió Andrés, exhalando el humo.
—Chamo: déjame explicarte algo. La vida es así, o sea, hay vainas
que no puedes cambiar, chamo, tienes que aceptarlas. ¿Cuándo vas a
entender eso, bróder? No joda, pareces una jeva todo enguayabado y
tal. Mira, ahí vienen las cervezas, tómate esa vaina, vamos a hablar de
otra vaina y así la pasamos bien, no, no; sin vaso. Yo la tomo directo de
la botella.
—Yo creo que un clavo saca otro clavo —aconsejó Miguel Ángel,
para luego dirigirse al mesonero—: A mí sí me das vaso, por favor.
QR
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Hmm. No sé, o sea, puede ser, pero ahora las vainas están com-
plicadas —Andrés miraba su cerveza en vez de tomársela— y qué puedo
decir, tampoco hay mucho trabajo en el estudio... qué vamos a hacer.
—Ah, vaina... ¿ahora estás mariquito, Miguel Ángel? ¿Pidiendo
vaso y güevonada? Tómate esa mierda directo del pico, como los
hombres, no joda —sentenció Luis, empuñando su Polar y riendo
tímidamente.
—Huevón —espetó Miguel Ángel—, lo que pasa es que leí por
ahí un tipo que le cayó veneno de rata en la birra y tal, ¿sabes? Entonces
el bróder y que se murió, chamo...
—¡Seas bruto! —contestó Luis—. Eso era un carajo que andaba
tomando cerveza en lata, pánfilo. Lo que pasa es que en los depósitos
les echan veneno de rata a los productos, para que no le caigan ratas y
tal. Sabes que en la Polar esos carajos venden de todo: harina pan,
malta, ketchup, toda verga. Entonces al pana le cayó veneno de rata en
la lata y cuando el tipo la fue a abrir, ¡suás! Se le metió para adentro de la
lata el veneno, y tal —Luis gesticulaba cómo si tuviese una lata en la
mano— y el pana se lo bebió, y bueno.
—Yo escuché que era meado de rata —dijo finalmente Andrés,
integrándose a la conversación—, que se le secó el meado encima de la
lata y cuando el tipo la fue a abrir se le metió para adentro y el meado era
venenoso o algo.
—Puede ser, aunque creo que eso del meado de rata venenoso no
es verdad, pero bueno.
—Por eso es que yo digo que mejores eran las latas de antes, ¿te
acuerdas las latas de antes?, las que tenían la chapa que se la jalabas y se
salía. Ahí era más higiénico, porque la chapita no tocaba la cerveza, o el
refresco, o lo que sea; jalabas tu chapa, abrías tu bebida, y te echabas
para atrás, tranquilex, en la playita...
—Sí, chamo, pero entonces ese poco de chapas por todos lados.
—Para empezar que no son chapas —corrigió Andrés—, chapas
son las tapas de aluminio de las botellas de cerveza.
—Ya salió el güevón este. Bueno, lo que sea, lo que estoy diciendo,
lo que estoy di-ci-en-do —Luis agitaba los brazos y apoyaba su índice
sobre la mesa— es que era mejor. O sea, no tenías ese peo del veneno de
ratas, o el meado de ratas, o lo que sea.
—Sí, pero tenías el peo de la basura y las chapas o como se llame
por todos lados.
JQSJ
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Andrés

—Ajá, y debe ser que ahora no tienes el poco de latas por todos lados.
—Bueno, pero esas las recogen los recogelatas.
—Valga la redundancia —dijo Andrés.
—Gracias, profesor Alexis Márquez, pero déjame decirte que
estás un pelo ladilla hoy —Luis miraba de reojo a Andrés, ahora con
cara más seria.
—Bueno, no sé. Yo lo que propongo es que pidamos unas tapas o
le echemos bolas a la comida, porque papaíto que está aquí tiene ham-
bre que jode —dijo Miguel Ángel.
—¡Mesonero! —dijo Andrés, levantando la mano y bostezando
un poco.
—Chamo, verga, pero de verdad que estás mal...
—No, no; estoy bien... no sé... estoy como cansado de la misma
vaina todo el tiempo —agregó Andrés, acariciando con su mano la hoja
tamaño carta que abrigaba su corazón dentro del saco. Esa hoja lo había
acompañado desde la ruptura. Ni siquiera la reencarnación de Dios
Freud en su psicoanalista había logrado desembarazarlo de ella. Todo
psicoanalista no es más que la manifestación particular de la mónada
“Papa Freud”, intento espiritual de alcanzar al ser supremo y su sabi-
duría a través de este discípulo. “Quémala —le había dicho el doctor—.
Quémela y luego orínele encima para apagarla”.
Esa tarde, Andrés llegó agitado de la consulta. Cerró la puerta
furiosamente y colgó su saco en el perchero. Sus sesiones de análisis si
bien servían para algo era para hacerlo sudar: las gotas nerviosas que
enrojecían su rostro lo obligaron a aflojarse la corbata y tomar dos vasos
de agua antes de tratar de construir su plan de acción. “Quémela y luego
orínele encima para apagarla”, fácil decirlo. Miró a su alrededor, cons-
tatando con pánico que no se había dado cuenta de que su apartamento
estaba recubierto de alfombra. Orinar en la alfombra, imposible; pren-
derle fuego a la carta en la alfombra, menos... ¿cómo proceder? Andrés
se pasó la mano por su cabello, dio algunas vueltas, mirando a su alre-
dedor para constatar lo obvio: sí, la alfombra estaba en todos lados. Se
dirigió al baño. Quemaría la carta en la tina y luego le orinaría encima.
No, mejor bajaría al estacionamiento del edificio, se colocaría en una
esquina, tapándose con su carro y procedería allí a la continuación de la
terapia. De esa manera, todo estaría solucionado, no ensuciaría la tina,
ni mancharía la alfombra y podría trabajar su inconsciente en toda
tranquilidad.
JQTJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Deme cuatro Polar —le dijo al bodeguero de la esquina, seña-


lando con el dedo. No tardó en destapar la primera, que comenzó a
beber de vuelta al edificio. En el ascensor se cruzó con la señora
Ruttigliani, quien lo miró inquisitivamente ante su extraña apariencia:
camisa abierta sin corbata, sudoroso, tomándose una cerveza y con una
bolsa llena de cervezas en la otra mano. “Buen día”, le dijo parcamente
antes de bajarse en su piso.
Un buen disco de Mongo Santamaría (Mongo returns) y tres cer-
vezas más tarde, Andrés se sentía fisiológicamente dispuesto a la tarea
de orinar su inconsciente. Se lavó la cara, se cambió la camisa
—“prepárese con dignidad para el evento”, le había dicho su analista,
“haga como si fuera usted quien está frente a ella, transferida en la
carta”— y se calmó un poco, recordándose a cada instante que no debía
orinar antes de salir de la casa, una costumbre que siempre había
empleado. Tomó el yesquero de su caja de cigarrillos, decidió encender
uno y bajó al estacionamiento. Se montó en el carro. Lo puso en
marcha, bajó el vidrio y echó la ceniza por la ventana. Apagó el carro.
Respiró. Estaba comenzando a sudar de nuevo... volvió a prender el
carro. “Habrá focos de resistencia a la terapia”, le había dicho su ana-
lista. Lentamente, retrocedió el carro y comenzó a rodar por el estacio-
namiento, buscando un puesto libre en alguna esquina recluida. Luego
de tres vueltas al pequeño recinto subterráneo, convino en que el mejor
puesto era el que había visto desde la primera vuelta. Lentamente, se
estacionó de frente en el sitio escogido y apagó el carro otra vez. La
radio se extinguió, dejando a la mitad una canción de “La Banana
Voladora” en 92.9 FM. Encendió la luz del carro para leer la carta nue-
vamente antes de asesinarla. “Maldita cínica”, pensó, y se bajó con rabia
del vehículo. Dejó la puerta del chofer abierta, para que le tapase en su
actividad de micción, y se aprestó a enfrentar la dura tarea de limpieza
del “Ello”. Reflexionó un poco, en las otras ocasiones en las cuales había
quemado cartas o papeles, la combustión era demasiado rápida, en ese
sentido, debería concentrarse: el objetivo del ejercicio era aliviar su
vejiga en la maldita traidora esa, no sobre un papel calcinado. ¿Cómo
hacer? ¿Y si comenzaba a orinar, interrumpía, encendía el papel, espe-
raba unos segundos y continuaba orinándole encima a la carta? Algo
era seguro: si encendía la carta, la lanzaba al piso y luego trataba de
abrirse los pantalones y comenzar a orinar, no llegaría jamás a extinguir

JQUJ
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Andrés

la maldita flama de la traición antes de que fuese demasiado tarde.


Ahora bien, si se bajaba los pantalones dejando la carta en el piso para
luego agacharse y encenderla, se arriesgaría a caerse de boca o enredarse
en sus propios pantalones tratando de levantarse. ¿Quién hubiese pen-
sado que el psicoanálisis era tan complicado? En todo caso, debería
llegar a una solución rápidamente, antes de que pasaran los vecinos. Se
decidió por la primera opción.
Andrés se desabrochó los pantalones. Tomó la carta y el encen-
dedor con su mano izquierda, y con la mano derecha empezó a excavar
dentro de sus interiores para sacar su miembro. Menos mal que la liga
estaba vencida, pensó, al apoderarse de toda su virilidad con su puño
derecho. Empezó a orinar, una vez llevado un buen trecho, se detuvo en
seco contrayendo la vejiga, luego sacudió rápidamente su miembro,
liberó su mano derecha y tomó el yesquero. Su mano izquierda tem-
blaba, sus pantalones comenzaban a resbalar en dirección de los tobillos,
mientras su miembro goteaba algo de residuo úrico en sus zapatos. El
yesquero tardó en encender, una, dos, tres veces, hasta que se dio cuenta
de que su mano estaba mojada; se limpió en la parte de atrás de su camisa
para luego volver a intentar. “¡Párate ahí, pelvertido!”retumbó la voz a
sus espaldas. Lentamente se volteó, luego de arreglarse los interiores lo
mejor que pudo.
—Na’ güevoná —dijo la voz, con una linterna en la mano— qué
belleza.
—Este... ¿Quién es? Mire, yo puedo explicar todo: yo vivo en el
4B, me llamo Andrés Ricardi y, bueno, tenía demasiadas ganas de
orinar... ¿usted quién es?
—Rogny Díaz, el nuevo vigilante —dijo la voz. La linterna se
apagó, dejando entrever una sonrisa— jejeje... vaya tranquilo, señor
Ricaldi, pero sepa que no puede estar en esas aquí, si no la junta de con-
domino se va a poner brava...
—Mire, yo sé, no se preocupe —Andrés se comenzó a arreglar los
pantalones, escondiendo la carta en su bolsillo— si quiere arreglamos
esto de otra forma, ¿vale? No veo por qué la gente, o sea, los otros
vecinos, tienen que enterarse de este lamentable incidente.
—Lamentable, sí, lamentable. Mire: pare el carro bien, vaya para
su casa, haga lo que tiene que hacer y luego nos vemos por aquí un día
de estos, ¿okey?

JQVJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Muchas gracias, le agradezco infinitamente... no sé qué fue lo


que pasó... es difícil explicar... —Andrés se montó en su carro y lo
encendió mientras se terminaba de abotonar la camisa.
—Tranquilo, jefe, a todos nos pasa... yo tengo un primo, que le
dicen el Güincho, una vez el carajito ese estuvo preso dos días por andar
meando en la carretera hacia la playa... jejeje... aprendió burda el
chamo, pero igual, yo me dije que eso no era bien, ¿verdad? O sea,
cuando tienes que ir, tienes que ir...
—Gracias, gracias —respondió Andrés, acelerando el carro para
volver a su puesto— y bueno, nos vemos en un rato, yo paso por la caseta.
—Fino, jefe.
—Por eso es que cuando vas al cine, chamo, tienes que pasar la
mano por el asiento “antes de sentarte”, para ver si no hay una inyecta-
dora en el asiento —explicaba Miguel Ángel.
—Eso no tiene sentido, si pasas la mano por el asiento, te pinchas
igual con la inyectadora —señalo Luis.
—No seas bruto, o sea, no es que la vas a pasar asssssí, por toda la
vaina, o dándole coñazos al asiento, a ver si te pinchas. La pasas suavecito,
y tal... Jey, Andrés, ¡yow! Ah verga, otra vez el chamo en la luna, vale...
—¿Qué? No, no, aquí estamos, aquí estoy.
—¿Y en qué pensabas? —le preguntó Miguel Ángel.
—No, en nada, nada.
—Otra vez la jeva, vale... —Luis le pegó un puñetazo amigable en
el hombro.
—Bueno, sí, okey, la jeva, me descubriste —dijo Andrés con
furia— ¿Ahora vas a dejar la güevonada? ¿Me vas a dejar tranquilo? Yo
tengo el derecho de sentirme como me dé la gana, no joda, si fueras un
verdadero pana, estarías ayudándome, no burlándote de mí —espetó
Andrés, parándose de la silla. Metió la mano en su bolsillo para lanzar
un papel sobre la mesa— mira, mira la carta que me escribió la perra
esa, no joda. Voy al baño.
El cuerpo tembloroso de Andrés se retiró entre la muchedumbre,
dejando un papel doblado sobre la mesa, al lado del ceviche.
—Te pasaste, chamo —dijo Miguel Ángel.
—Coño, ¿y qué iba a saber yo? No joda. Ni que fuera mi culpa, que
la jeva lo dejó y hasta una nota le escribió al pendejo este.
—Bueno, no sé... ¿qué hacemos, la leemos?

JRMJ
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Andrés

—De bolas —replicó Luis— para algo fue que la dejo aquí, ¿no?
—Luis tomó la hoja y la desdobló. Era una carta escrita a mano. Se
arrimó hacia Miguel Ángel, para que los dos pudieran leerla al mismo
tiempo. La carta decía:

Querido Andrés:
No sé cómo decirte esto. No quiero tampoco que lo tomes mal. Pero
sabes que siempre he estado ahí para ti. Lo que pasa es que últimamente
me he sentido un poco mal, sabes, descolocada. Al principio pensé que
era uno de mis Chakras que estaba sucio, pero después de que me hice
una sesión con Erika Tucker me di cuenta de que el problema no está en
mí. Siempre he sido una mujer libre, a la cual le gusta volar alto como un
pájaro y ver lo bello de la vida.
Y francamente, Andrés, no sé cómo decirte esto, pero eres mi “Traba
existencial” como dice el doctor Carlos Fraga. Entendí, después de todo,
que eres el abismo en mi mapa del tesoro, en vez de ser mi puente. No
entiendo por qué no decides ser mi compañero, mi ayuda: yo soy una
mujer liberada y capaz pero también merezco atención.
Yo sé qué es lo que vas a decir, que todo es culpa de Mariela por llevarme a
los talleres de Barroso y darme los libros. Pero en la búsqueda de la feli-
cidad, las fuerzas negativas no suman sino que restan y según la consulta
de Erika, tú eres esa fuerza negativa. Sí, lamento decirlo, pero es así. No
significa que no te quiera, todo lo contrario: somos como dos Romeos y
Julietas, destinados a vivir separados para nuestro propio bien de cada
uno. Incluso creo que si seguimos yo me convertiré en tu imán negativo
también y nos haremos más daño, demasiado daño. Como dice Savater,
“Ten confianza en ti mismo. En la inteligencia que te permitirá ser mejor
de lo que ya eres y en el instinto de tu amor, que te abrirá a merecer la
buena compañía”. La ética personal comienza por hacer el bien uno
mismo en su vida y confiar en sus decisiones, ¿si no asumimos nuestras
escogencias, quién lo va a hacer por nosotros?
Así que pretendo asumir y asumirme, ¡nunca es tarde para comenzar!
Además, estoy segura de que tus planes musicales seguirán marchando.
Quiero que sepas que irradias mucha energía y que eso te va a llevar por el
buen camino. Por otro lado, espero que podamos seguir siendo amigos.
Estoy segura de que de aquí a unos meses nos volveremos a ver y me con-
tarás lo bien que te va.
Suerte, y sabes que siempre serás mi gordo bello,
gìäá~
JRNJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Fucking perra —dijo Luis. Miguel Ángel no dijo nada. Miguel


Ángel tomó un sorbo de cerveza y levantó la ceja izquierda.
—Oye, ¿escuchaste la noticia esa del chamo que pidió un pollo en
un restaurante de comida rápida, y le dieron una rata empanizada? El
chamo se le quejaba a la mamá diciéndole y que “Mami, no me gusta el
pollo con ojitos”... y era una rata empanizada. ¿Qué tal?
—Qué mojonero eres —respondió con incredulidad Miguel Ángel,
antes de tomar otro buche de cerveza.

JROJ
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Willy y Jimmy
Epa. Mira. Tssst. Mami. Jeje. Epa. Voltea. Hey. La de azul. Eje.
Te hagas la loca. Jeje. Miamor. Miamorcito. No seas antipática, vale.
Tssst. Vaya. Me dicen el goldo, no porque esté goldo, sino porque lo
tengo goldo... jejeje. Mira. Te arreches. Ay. Se las da de fina. Oye: me
dicen el Güili, cualquier cosa, ¿oíste? Tamos a la orden... ¿Viste eso,
yow? Tremenda mami. Eso no lo ves tú tolos días, por aquí. De pana.
Claro. Tremendo culo. Verga, Jimmy. Na’güevoná de ladilla que estás,
chamo. Ladilla de qué, mamagüevo. ¿Sigues revirao? Nojoda... La
Crismar verdad que te dejó... nojoda, mal. Pero mal, burda. Ah, vaina.
Nada, o sea, yo no digo nada: tú estás en lo que estás, y punto. Yo no
digo na’. Pero no joda: el día que una jeva mía vaya pa’ la fiesta de
alguien sin que yo lo sepa, no joda; yo la mato. De pana, yow. Plomo
limpio. Ah, vaina. Ahora vas a meter casquillo. Casquillo no, yo nada
más estoy diciendo... a veces es así. Mira, Willy: mejor cállate, cierra la
jeta ya, porque de verdad que me estás empezando a arrechar. No, yo
nada más decía...
Bueno, y una mami como tú no puede andar por ahí sola. Que si en
estos escaloncitos. Sabes que hay burda de lacras, ¿verdad? Sí, yo sé...
violencia, y todo eso... por eso es que tú, tienes que saber con quién
andas. Además, una muchacha como tú... tan bella, ¿ah? Tan, mírame
RP
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

eso: ¡uy!, jeje... ¿ah? Entonces, bueno. Mira, dulzura, meícen el Güili.
Mejor conocido como “el Mayor”, jeje. “El Capo”s. Jefe de esta verga.
Tú quieres algo aquí, tú pides por esa boquita, ¿sabes? Que yo controlo
lo que es todo, esta zona, toda esta vaina, esto es mío y de más naiden,
no es verdad, ¿Jimmy? ¿Ah, Jimmy? Este quetaquí es el pana Jimmy.
Pasa que está un pelo achantao, el chamo, hoy. Pero tú le dices igual,
¿oíste? Mira, pero vente pa’cá: vamos a hablar los dos solos, vale... no
seas tan tímida... esa sonrisita, jeje. Qué belleza, Dios mío. Pol mujeres
como tú. Jeje. Mira: ¿vamos a echar una bailadita, un día de estos?
Vaya, así, apretujaditos, mami, rico. ¿Sí va? Porque lo que soy yo, no me
voy a quedar así, picao, qué va: yo tengo que verte. Oye, la vaina es así:
yo y el pana Jimmy tenemos una vaina que hacer. Sí. Un transeo, una
vaina. No preguntes. Vaina de hombre. Pero bueno, tú y vaina, no sé.
Si quieres me dices y verga, y nos vemos más tarde. ¿A comer helados?
No, no, qué güevonada es. Vamos a bajarnos unas bombonas de Anís
es lo que es. Y nos fumamos una vaina, tranquilitos los dos... ¿Ah, no
fumas? Bueno, tranquila, así me gusta, una niña de su casa, jeje... Mira
mi dulzura: vete para tu casa, te descansas, te peinas, te arreglas, y yo
paso en más rato. Cuando salga de esta vaina. Nada, tenemos que ir pa’
Chacaíto un pelo. Nada, chica, en tres horas, no sé. Tú vete pa’tu casa y
ya, cuál es la preguntadera. Vaina con las jevas, no joda. Ya. Quedamos
así. Mira, pero nos vemos abajo del rancho, ¿oíste? Que yo no quiero
andá subiendo pa’ningún lado. Epa, ¡y mira! Si tienes una amiga pa’l
pana Jimmy... jeje... ¡no, no, no! ¡Mentira! ¡Pajúo! ¡No me pegues, coño!
Nada, que el chamo es pargo. ¡Ay! ¡Mentira! ¡Tabién, tabién! Coño,
déjame, güeón... era jodiendo, verga... Nada, miamor, nos vemos por
allá, ¿oíste? Vaya... muá... un besote. Uy, cuando te agarre... jaja, muá.
Sssst. No joda, estás agüevoniao, Jimmy. Vámonos. Muévete.
Y entonces, como te decía. ¿Quera lo que testaba diciendo? Ah.
Que así son las jevas. Tienes que consentirlas, yow. O sea, una de galán,
tampoco, pero verga, si andas con esa cara de frustrao, nadie te va
querer. Pero jamás de los jamases. Tienes que olvidarte desa jeva, Yow.
Te lo digo yo aquí, que soy tu llave. No puedes seguir así, todo callao, y
vaina. Alégraten, no joda. Capaz que nos bajamos ahí del carrito y
vienen un par de reviraos y nos quiebran a los dos. ¿Ah? Siempre pasa.
Sean visto caso. ¿Noes verdá? Entonces. El pobre Jimmy. “Pasó los
últimos tres hora de su vida amargao”. No joda. Así te lo van a poné en
la tumba, güeón. Vas a beber curda de muerto, pero arrecho todo el
JRQJ
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Willy y Jimmy

tiempo. Tranquilo, yow. Yo te voy a solucionar esto. Tú vas a ver. Nos


bajamos allá, en Chacaíto, y controlamos unas piedras o un montecito
ahí con los panas, y vamos enramaos finos, que la vas a pasar de pinga.
Na’güevoná.
Faltaba más. Mira este par de dos güeones. Me vas a decir tú a mí.
Siempre con la misma mariquera. Que si “señora y señoree, nosotro no
somos malandro, somos es gente de bien, estudiantes y vaina, y pudié-
ranos estar robando por ahí, pero no; hemos elegido el camino del tra-
bajo y güevoná, loque pasa es que no tenemo para lo uniformes del
equipo de básquet, y vaya que lo que estamos es descosiendo la liga,
vamos a clasificar para los Juvines o el mundial de no sé qué verga, y
bueno, pa’ hacé la plata pa’ los uniformer, porque no podemos tampoco
andá por ahí jugando sin uniformer y vaina, ¿ah?, entonces pa’ que nos
den una contribución y tal...”. Lo peor es que llega un pendejo y le da
plata. No te digo yo. Ah, pero estos son peores porque lo que andan es
vendiendo, ¿qué?, ah, vendiendo galletas de no sé qué verga. ¿Quién irá
a comprarle esa güevoná? Pendejo hay que ser. Verga: mira uno. ¿A
cúanto la galleta esa? Verga, burda de cara. Y el chamo la compró. Qué,
Jimmy, ¿le echamos bola? Vendiendo galletas y vaina. Jaja. Retirados
del lacreo. ¿Y el Jimmy? Nada. Se puso a vender galletas en los carritos.
Jejeje. Está pelando bola. De bolas, ¿a quién se le ocurre? Na’ güevoná,
vendieron otra. Yo creo que el negocio es robarlos, más bien. ¿Le echas
bola, Jimmy? Sí, yo también estaba pensando lo mismo. Cuando se
bajen. Así matamos un pájaro de dos tiros, o como se diga. Entrom-
pamos de una. Puro lacreo. Eso sí: yo lo que quiero es un par de galletas
de esas también, que tienen pinta de que lo que están es más buenas
quel coño. ¿Los tienes vistiaos? Son tres. Pares bola. El grandote ese
igual le parto la jeta. Además, aquí cargo la nueve. Plomo a esos mama-
güevos cualquier vaina. Así vamos pagando de una el mono por allá por
Chacaíto. Bueno, ¿qué quieres que te diga? El que no llora no mama,
rata. Cayeron por pajúos. Dale: ahí van.
Qué pasaje de qué, mamagüevo. No pago y no pago. ¿Sabes quién
soy yo? El Willy. Vas a revirá. Pregunta en el barrio, coñoetumadre,
antes de andar buscando culebra conmigo. Alto jefe. Pstú. Toma. Rolo
de gargajo es lo que te dejo ahí, hijo’e puta. Cobrá pasaje a mí. Por poco
y te quiebro es lo ques. Vete de aquí. Te vas ya. ¿Tas viendo la nueve?
Ajá. Mamagüevo mestá viendo la pinga, como que es medio maricón.

JRRJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

Sí, pajúo, ando enyerrao. Pregunta, güeón. Pregunta por el Willy. Vete
ya, antes queme arreche. Chofer de mierda. Vámonos, Jimmy.
Este sies arrecho. Andá revirándosele a un malandro. Ta loco.
Mira: dale, que ahí están los chamos. Dale, que nos vieron. Entrompa,
entrompa de una, en ese callejón.
Párate ahí, mamagüevo. Sí tú. Pasa de qué. Te vas a revirá tam-
bién. ¡Toma! Coñoetumadre. Hijo ‘e puta. Jimmy: controla a los otros
dos. ¡Coje patada por ese culo, mamagüevo! ¿ah? ¡Tuqui! Y otro.
¿Ahora qué? Levanta la cara, mamagüevo. Pin. Viste, estás sangrando.
¡Wujú! Ganador. ¡Jummff! Toma. Recibe más. Viste, Jimmy: le partí la
jeta... chamo, creo que vas a perder un ojo... qué vaina. Mira: ¡mírame,
hijoeputa! Para que sepas quién te hizo esto. Con los lacras no puedes.
Güevón. Ayy... míralo, como una mami, rodando por el piso... párate
pues. Jugador de básquet ni qué coño. Anda a jugar Barbie, marico.
¡Coje! Verga, hasta por la boca escupe sangre esta cucaracha. Me man-
chaste los zapatos, ¡cojiopoelculo! Kin. Y otro. Epa: ahí vienen los
pacos. Pilas. ¡Pilas, Jimmy! Agarra la caleta esa ahí. Te salvaste, coñoe-
tumadre. Da gracias. Si te vuelvo a ver te mato, pajúo, ¿oíste? Te mato.
Mucho cuidao. ¡Jimmy, dale! ¡Vámonos!
Uff. Le di rico a ese pajúo. Ah, ahora sí sonríes, ¿no? Te gustó...
jejeje. Verga, le saqué un diente al chamo y todo. Yo creo que ese pana
no va a jugar básquet en un rato... niel aro puede ver, ¡no joda!
Na’güevoná, lacra: cuando lo tenía ahí en el piso, mi llave, le di una
patada rico... le saqué el aire, pero bello. ¡El güeón estaba escupiendo
sangre! Jajaja... Mira cómo me quedó la mano: aquí fue que le metí al
diente. No joda. Dale pa’llá. Ahí están los puntos. Cuidando la plaza,
como siempre. Verga. Joda, Jimmy, le fueras dado tú también, güeón,
fueras visto, sabroso...
Qué pasó, mi llave. Todo fino, como siempre. Ahí. ¿Y qué dice el
otro? Me alegro. Bueno, pa’ que le des saludos de este par de dos. El
Willy y el Jimmy. Pa’ que sepa. Bueno, vamos a lo que vamos. ¿Aquí?
No mejor no. Vamos pa’ que la plaza de allá. Sí, menos control. Vaya.
Los árboles y todo. Jimmy: tú cantas la zona, ¿okey? Fino. ¿Esto? No,
nada. Unos lacras ahí que tuvimos que entrompar antes de venir. Jeje...
sabes cómo es todo. Sí, nada, aquí fue que le metí por la jeta. El güeón
me metió el diente... na’güevoná. Fueras visto cómo quedó. Todo
cortao y vaina. Bueno, pero qué vas a hacer, así es la vida. A algunos los
joden, ¿no es verdá? Ahí está. ¿Qué, qué te estaba diciendo? Ah, mira:
JRSJ
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Willy y Jimmy

bueno. Estamos aquí para arreglar un pelo las vainas. Y pa’ comprarte
una vaina también. Mira, coje ahí algo de lo que le debemos al pana.
Pero pa’ que vea que sí nos bajamos con los reales. Caleta ahí. Fino. Ah,
ahora sí estás contento, no joda. Jaja. ¿El que cobra no se va a alegrar?
Claro, así es. Verga, está burda de lo lacra esa gorra. Güevoná. Esta mía
se la quité a un chamo por allá por el barrio. ¿Ta fina, no? Eso. Bueno,
mira, entonces quedamos así. Le dices que vamos pagando pelo a pelo.
Pero uno siempre necesita sus reales para beber y vaina, ¿no es? En-
tonces, pelo a pelo. Jajaja. Vaya, y lo otro: para comprarte unas piedras
ahí. ¿No llevas? Verga... eso está grave, mi llave, gravísimo... ¿y ahora
cómo le hacemos? No, por el barrio cae, pero esa vaina tenemos es que
venderla. Además, los lacras por allá ponen esa verga muy cara, no joda,
si nos las fumamos nosotros, verga... tremendo mono. Qué va. Bueno,
qué carajo, será pa’ la próxima, yo como que tengo una caleta por allá por
la casa. Verga... nada, si lo que llevas es monte, dame entonces un poco ‘e
monte pa’ hacernos unas varas aunque sea. Vamos pa’l parque, que allá
fumamos tranquilo. O la plaza aquella. Vénganse. Dale, Jimmy. Ven-
te, güeón.
Nada, bueno, ¿qué te estaba diciendo? Está de pinga esta gunja.
Nada, tengo una jevita ahí esperando en la casa. Ahorita le caigo...
claro, ¿qué vas a hacer? Sabes cómo es todo. Mira: bueno, quedamos
así. ¿Le vamos dando, Jimmy? Vaya. Eso. Bueno, lacra, un abrazo.
Saluda a los ratas ahí. Ya sabes. Le dices que ahí estamos. Y bueno, pa’
la próxima, unas piedras, ¿no? Vaya. Pilas. Vámonos.
Ya vas a ver, rata. Esta noche hay rolo de rumba, mi llave, en la casa
del Jaykson. Sí. Un poco de anís, van a poner. Mira: entrompamos a las
mamis, ¿no? Yo voy pegao con esta de hoy. Directo pa’ la casa del pana.
Claro... Nada, tranquilo, yo tengo una caleta ahí. Nos fumamos eso,
unas birras y luego le pasamos por la casa. Está rica, ¿viste? ¿Y tú? Nada,
lo de la Crismar lo ves después. Hoy: pura bestialidá. Ese Jaykson mete
de todo, una locura, vas a ver.
Qué pasó, mami. Heeeeey. ¡Baja! Vaina con las mujeres, no joda.
En ninguna se puede confiar. Lo que te digo, Jimmy. Uno y que dul-
zura, y que mariquera y güevoná, y al final al que joden es a uno. ¡Ah!
Mira, ahí vienen. Nada, cállate. Ahora sí estás sonriendo, ¿no? Rata
pelúa. Jeje. Holass, mi amor. Taldaste un pelo, ¿no? Cuño... mira que a
mí no me gusta que me anden dejando esperando. Bueno. Nada, va-
mos pa’ casa de un pana, el Jaykson, ¿lo conocen? Burda de lo pana, la
JRTJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

lacra esa. Vive por allá arriba. Vamos a pasá comprando unas tellas de
anís, eso sí. ¿Con Frigurt? ¿Te gusta esa mierda? Bueno. Qué carajo.
Tú eres la rrrrreina hoy. Yo sí lo que voy es par de dos bombonas tran-
cadas aquí. Por el pecha. ¿Qué pasó, Jimmy? Entrompa ahí, que mira
esta dulzura de mami que te traje aquí... te vas a quejar. No joda. El
Jimmy es un chamo muy fisno, te va a gustarrrr, tú vas a ver, bella, jeje.
Dame cinco bombonas de anís, y par de birras. Para ahorita,
claaaaaro. Fino. Cobra ahí. Jimmy, mamagüevo, no pagaste nada. Está
bien. Viste cómo sonríe, ¿mami? Es que este carajo... no joda. Vamos,
que la rumba ya va empezando... eso es temprano. Bueno, dile a tus
viejos que vas con el malandro mayor, que no se preocupen... cualquier
verga llamas de allá, no joda. Dale, que lo que vamos es a bailá y beber y
pasarla bien. Chao, señor Pedro... nos vemos mañana, si llegamos... en
este barrio nadie sabe, nunca se sabe. Pásame mi birra ahí, lacra.

JRUJ
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ááK~åÇ~åíÉ ÅμãçÇç
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Julia
Julia era el tipo de mujer que decía “cabello” en vez de pelo, para
evitar así cualquier referencia al vello púbico que ella pensaba ligado
indisolublemente a la palabra “pelo”. Esto producía un problema prác-
tico a nivel del lenguaje ya que “cabello” es poco usual y más largo que
“pelo”; sin embargo sus reflexiones del tipo “Mariela se cortó el cabello”
o “péinate el cabello” lo atribuía a un grado excelso de refinamiento y
buen gusto en vez de simple ignorancia e imbecilidad de su parte. Más
de una vez en una conversación intercambiaba las miradas con Mariela,
a veces ruborizándose y hasta soltando risitas, “No, José, se cortó el
cabello, el cabeeeello...” (pelando los ojos). Mariela sonreía. A veces el
pobre sujeto no captaba a la primera, y era increpado varias veces a
cambiar sus usanzas, nuestras amigas esperando transmitir, a través de
un énfasis en la pronunciación y un parpadeo de alarma (“cabeeeeello”)
que el personaje captara que se estaba refiriendo a un tema tabú en la
conversación venezolana.
Por las mismas razones, pertenecía Julia a la escuela del “cilantro” y
no a la del “culantro”. A pesar de referirse a dos ramas distintas, la abuela
de Julia le había explicado cuando pequeña que en Venezuela se decía
“cilantro” para referirse a lo que en otros países se conocía vulgarmente
como culantro. Con la misma lógica, las velas no tenían “esperma”,
SN
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

como dice la gente grosera, sino “cera derretida”, y las espadas por su-
puesto que no se “envainan”, sino que se guardan. Julia no hablaba caste-
llano-venezolano, sino castellano-a lo Julia (“juliano” también sonaba
feo). La gente tenía “cara de rabo” o “cara de trasero” y existían “mujeres
de la vida alegre”, mas no putas. La señora que hacía las cachapas no era
“cachapera”, sino simplemente “la señora que hace las cachapas” y los
“hombres que bateaban para el otro equipo” eran “peluqueros” o “par-
gos”, lo cual ya era mucho decir. La risa nunca daba lugar a actos de mic-
ción o deyección, sino de muerte. La gente se “moría de la risa” y nada
más. A palabras embarazosas, oídos anticonceptivos, y Julia había erra-
dicado de su lenguaje cualquier fonema que pudiese lejanamente tomar
aires de grosería. Porque Julia era bien educada, tarbesiana y asidua a las
misas los domingos en la iglesia de Cumbres de Curumo.
En ese mismo sentido, sus amistades estaban condicionadas por la
omisión explícita de todo tema sexual, a pesar de permitirse ciertas ana-
logías o inferencias discretas: “Ayer no llegué a mi casa”, por ejemplo,
era perfectamente aceptable y podría suscitar un “¡Ay xsama!”, pero a
los ojos del círculo amistoso, ninguna de ellas había conocido —ni
conocería— los hoteles de la Panamericana, las casas de juguetes
sexuales o ciertas posiciones estrambóticas que sobrepasaban la tradi-
cional postura del misionero.
Julia tuvo cuatro novios antes de casarse con Andrés, y con sólo
uno llegó a mayores en el campo sexual, acto que la perturbaría proba-
blemente por el resto de su vida, especialmente porque, como decía
ella, “Si sólo se hubiese esperado un poquito”, le hubiese podido regalar
su virginidad a su esposo y no al pícaro romántico que la cortejó un año
antes. Si de algo sirve, siempre aseveró que no le gustó y que Andrés era
mucho mejor. Pero el daño estaba hecho: su esposo no conocería a
Juan, el novio inmoral, sino en una ocasión después de la cual se negó a
cualquier contacto. Juan no era “mala persona”, como decía Julia, y
Andrés lo sabía, pero no podía evitar experimentar una sensación de
primera finalista del Miss Venezuela cuando lo veía. Andrés estaba
convencido, por otro lado, de que Juan se reía de él, de que abrazaba a
Julia un poco demasiado amigablemente, y que les había dicho a todos
sus amigos qué tal era Julia en la cama solamente para ridiculizarlo. No
reaccionaba porque era “un tipo decente”, y no “un mugriento como ese
lambucio”. De todos modos, Julia siempre apreció el lado caballeroso
de Andrés, muestra de contención en la selva decadente caraqueña.
JSOJ
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Julia

Una fecha épica en la vida de las muchachas, por ejemplo, fue la


fiesta de quince años de Mariela. Esa noche, Caracas se había detenido
en el tiempo. El Salón Venezuela del Círculo Militar pocas veces se ilu-
minaría con tanto resplandor. Las muchachas y los jóvenes del cortejo
practicaron con suficiente empeño como para poner en marcha un
pequeño país africano con la cantidad de sudor y esfuerzo empleado en
el baile del cortejo. Meses habían pasado, pero al final todos estaban
perfectamente coordinados de manera tal que ningún pie sincopado
apareciese cuando no debía. La mejor torta, le aseguraban las amigas, la
mejor sala, le aseguraban sus padres, la mejor fiesta, le afirmaba todo el
mundo. Julia fue, lógicamente, la persona más importante de Caracas
esa noche. Había cumplido su destino.
Su hermano Julio se encargó de alisar los pormenores que pu-
dieron aparecer: la pequeña escaramuza alrededor de la mesa de pasa-
palos entre dos jóvenes algo pasados de tragos, los pocos ebrios que
decidieron vomitar y debieron ser escoltados al baño, la gente que no
estaba invitada y se coleó, ese tipo de cosas. Incluso logró resolver con
mucha sutileza un diferendo entre dos amigos quienes descubrieron
esa noche que no eran tan amigos después de todo y se dispusieron a
pelear con cuchillos en el estacionamiento. Felizmente, siendo una
fiesta decente, los únicos cuchillos que se pudieron procurar fueron los
cuchillos de cortar quesos, por lo cual cuando Antonio Pascualli arre-
metió contra Jean-Paul de Lore para “matarlo como a un cochino”, lo
único que logró producirle fue un morado redondo a nivel de la apén-
dice. La suerte no fue tanta para Pascualli, ya que de Lore, a pesar de
estar herido, se reveló experto en karate y decidió demostrarlo plas-
mando una patada Mae-geri a nivel del estómago que dejó a su con-
trario totalmente pasmado y retorciéndose en el piso sin poder respirar.
Incluso lidió el hermano de Julia con la falta de tequeños, crisis
increíble pero cierta de una agencia de festejos un poco ineficiente que
atribuyó la carencia a un accidente en la autopista el día anterior.
También logró hablar con los músicos para calmarlos, ya que el tecla-
dista y el percusionista del grupo de gaitas que iba a presentarse a las dos
de la mañana decidieron aprovechar la ocasión para impresionar a unas
amigas y resolvieron jalar cocaína detrás del escenario, a la vista de una
gran sección del público, para luego darse a ciertos actos sexuales e
incluso intercambiarse las parejas en los baños. Julio, el hermano de
Julia, logró convencer a la abuela de que esperase a que terminaran, ya
JSPJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

que a pesar de que la sala era grande los baños eran un poco pequeños
y los músicos cerraron la puerta después de robarse una botella de
güisqui, hechos ante los cuales prefirió la abuela hacerse la vista gor-
da y esperar hasta la mañana siguiente para ir a confesarse con el cura
de su iglesia.
Digamos que Julia siempre estuvo bien rodeada, con bastantes
amigos y familiares que la apoyaron en los diferentes momentos cuan-
do el puente de la vida tiembla y amenaza con lanzarnos al vacío. Julio,
Julito, la ayudó con todas sus relaciones, aconsejándola, hablando con
sus pretendientes y evaluando a través del juego de billar al que los invi-
taba su potencial y sus aspiraciones. En el sótano de la casa, luego de
tomar algunas cervezas y escuchar algunos de sus discos preferidos
(Queen, Marilion, Guns ‘n Roses, Maná) siempre podía saber por la
forma de golpear la bola si el personaje en cuestión era serio y firme o
dubitativo y esquivo. Julia nunca dudó de su apreciación ni de su tino
para detectar novios.
Ahora bien, Andrés había sido la excepción. Años después, cuan-
do la separación pareció ya inevitablemente en el horizonte, Julio con-
fesó, entre lágrimas, que había mentido. Esa noche fue a casa de sus
padres expresamente buscando a Julia, un poco bebido, algo sudoroso,
y recordó dolorosamente cómo Andrés había titubeado una milésima
de segundo antes de golpear la bola que él le había colocado al pregun-
tarle cuáles eran sus planes con Julia. Una milésima era lo que bastaba,
por menos había rechazado a otros pretendientes, lo único que pudo
subsanar la falla de Andrés fue su confesión de ignorancia en el billar
—algo que extrañaba a Julio en cualquier hombre— y su increíble
conocimiento musical, ya que era su profesión. “¡Me dejé comprar con
un disco de UB40! —exclamó con voz entrecortada por el llanto— ¡soy
una vil puta! ¡Y ni siquiera tenía Kingstone town!”.
Julio había jurado antes asesinar a alguno de los ex-novios de su
hermana. Suerte que sólo habían sido cuatro, pero Pedro, el segundo,
fue un “maldito” que provocó en Julio un impulso asesino que lo con-
dujo a la cocina en busca de un cuchillo. Sólo Julia pudo calmarlo (“¡No,
Julio! ¡Vas a ir preso!”) después de que le contase que había visto a Pedro
en un bar de Las Mercedes con otra chica, abrazado y bailando. La
familia de Julia debía respetarse. En este sentido, a veces Julia pensaba
en el presente y todo lo que le había pasado, sin poder entender lo com-
pleja que es la vida, sus decisiones y la situación en la cual estaba. Veía su
JSQJ
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Julia

historia, veía a todos sus novios, veía sus arrugas, ahora ya manifestán-
dose de manera inocultable, su juventud perdida y su belleza en des-
censo. ¿Cómo recuperar todos esos momentos, todos los cruces de
caminos? ¿Todos los “no” que debieron ser “sí” y viceversa? Desde hace
un tiempo, el cono que representa la existencia se le había ido cerrando
de manera vertiginosa. La vida había sido algo abierto, algo por descu-
brir, por manipular, por “vivir”, podía escoger y experimentar diferentes
decisiones y posibilidades. Ahora las cosas eran al revés. Ya Julia no
escogía, no exploraba, ella era esclava de su destino, de sus decisiones
infantiles y juveniles, de aquellos momentos en los cuales pensó escoger
algo sin medir las consecuencias. Esta noche, ante el espejo de su cuarto,
ante las arrugas que aparecían donde antes no estaban, ante la crema
para la piel y el maquillaje, se sintió sola, un poco deprimida, algo frus-
trada. Andrés había sido una de esas consecuencias.
Se preparó para salir. Probablemente irían a casa de alguien o a una
discoteca. Bailar la hacía sentirse mejor, la hacía existir, re-crearse, ser
vista. La idea la motivaba un poco. Y vería a Mariela, su compañera, su
mejor amiga, su apoyo. Una vez lista, se tomó un vaso de jugo en la
cocina y esperó la llamada de Mariela en la planta baja del edificio.
—¿Qué pasó, xsama?
—Bien, xsama, ahí estamos.
—Ay, gorda, te veo como triste, vale. No te preocupes, que esta
noche vamos a bailaaaar, y a rumbeaaaar, y nos vamos a conseguir un
par de tipos buenísimos. Tú vas a ver.
—Sí... oye, me estaba acordando ahorita de, o sea, de Pedrito, ¿te
acuerdas de Pedro?
—¿Pedro? Claro. Pero, ¿tú dices el Pedro de hace años, Pedro
Galíndez?
—Sí, sí... no sé, estaba pensando en él...
—No seas gafa, vale. Deberías pensar en el tipo con el que bailaste
en la discoteca la semana pasada. Estaba requetebueno.
—Sí, estaba bonito... no sé. No me llamó.
—Tranquila, seguro lo vuelves a ver por ahí. Caracas es un pañuelo.
—Sí, pero Pedro... era tan lindo... una vez me llevó para la playa y
me regaló unas flores en la Punta Los Caracas mientras veíamos el
atardecer...
—¿Qué? Gafa. Andas pensando en eso ahorita. Hace como cinco
años, eso.
JSRJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—¿Y qué voy a hacer? No tengo dónde caerme muerta. Me están


saliendo unas arrugotas, ni te cuento. Dame un cigarro ahí, vale.
¿Vamos a buscar a Erika y Claudia?
—Claro. ¿Qué arrugas? No joda. No tienes ni treinta años.
—Chama, sabes que si no te casas antes de los treinta... casi
imposible.
—¡Bueh! No joda. Yo con el que estoy ahorita no creo que me case.
—¿Gilberto? Pero él se ve bien, vale.
—Ay, xsama, sí, pero está como pasmado. No hace nada. No pro-
pone, no sale de casa de su mamá, le falta para terminar el postgrado...
—Tú sí te quejas. Mira, mejor pon la radio, a ver si me quito este
despecho. Pon 92, siempre hay unos buenos programas ahí.
—Espero que Erika haya llegado, xsama, porque no quiero estar
esperando casa de Claudia mucho tiempo. Igual es temprano, pero
unas cervecitas antes caen siempre bien...
—¿Qué pasó, niñas? —preguntó Claudia al montarse en el carro—
Erika no ha llegado todavía. Le dije que la buscábamos en su casa.
—Tú sí eres arrecha, xsama. Cómo se ve que tú no pagas la gaso-
lina ni te calas la cola. No juegue. Qué abuso.
—Tranqui, Mariela, que vamos a ir por allá cerquita de todos
modos. Tengo tremenda fiesta para ustedes.
—¿Fiesta? Yo pensé que íbamos a ir a una discoteca.
—Sí, pero esta está buenísima. No nos la podemos perder. Pasa-
mos por allá, aunque sea a saludar a la gente, y cualquier cosa después
caemos por allá por Las Mercedes. Una nunca sabe.
—Será. Pero antes tenemos que buscar a la pajúa de Erika, que no
pudo irse para tu casa. No joda.
—Ay, xsama, tremendo humor... bueno, ¿y de qué estaban ha-
blando?
—Nada, la gafa esta estaba pensando en Pedro. ¿Tú conociste a
Pedro, alguna vez?
—Pedro... ah, sí, uno chiquitico, con una Machito?
—Era bello mi retaquito...
—No te preocupes, vale, ya vas a ver. Mira, xsama, o sea, nada;
quería decirte que, bueno, porque yo no te lo había dicho, nada, que
qué chimbo lo de Andrés.
—Nada, xsama, cosas que pasan...
—¿Y tu familia? ¿Cómo lo aceptaron?
JSSJ
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Julia

—Bueno, qué crees. Burda de mal. Esto del divorcio los tiene ma-
lísimos.
—Ajá... yo o sea, francamente, sabes que somos amigas, xsama,
pero, no sé... yo tengo una tía que también le fue rudísimo con el
esposo. Estuvo años y años calándose unas vainas, que si el tipo le
pegaba, le montaba cachos, no le daba plata... al final se divorció, pero
yo siempre dije que la historia sería otra si se hubiese divorciado desde
el principio. Que, o sea, que si no lo sientes, bueno, qué vas a hacer. La
gente se equivoca, ¿no?
—Bueno, sí. O sea, no es cuestión de equivocarse o no, xsama. Es
difícil, hay vainas con las que no puedes vivir. Cosas que, bueno que te
rompen por dentro. Yo no hablo mucho de eso, o sea, a nadie se lo he
contado, y ustedes son mis amigas.
—Y no tienes que contarlo si no quieres, xsama. O sea, no te estoy
preguntando por eso, ¿entiendes?
—Sí, no, o sea, yo sé, yo sé que eres mi amiga y que no me deseas
ningún mal. Pero xsama... tú tampoco sabes esto, Mariela —le dijo
Julia su amiga.
—No, yo qué voy a saber. Yo estoy callada porque sé que no te
gusta hablar la cosa.
—Nada, xsamas se los voy a decir, para que vean: la cosa está en
que llegué un día, de lo más tranquila, porque me había ido bien en el
trabajo y eso, y bueno, en la casa estalló todo.
—¿Te dijo que quería terminar?
—¿Se había ido con otra?
—No xsama, no. Dame otro cigarro, Mariela. La cosa es que,
¿dónde está el encendedor?, bueno, nada, que entre a la casa y tal.
—¿Y entonces?
—¿Qué creen? Se escuchaban unos ruidos en el cuarto. Y entré.
Pues nada —dijo Julia mirando hacia fuera por la ventana mientras
fumaba— lo encontré teniendo relaciones, eso es todo. Ahí mismo se
acabó todo. Le hice una nota, se la dejé en la cocina y me fui de la casa.
Sin más ni más.

JSTJ
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Jesús de María (Chuíto)


El trabajo del día flotaba encima de Chuíto transpirando dejadez y
fatiga. La pequeña caleta que él tenía debajo del asiento engordaba len-
tamente, aunque de manera constante y sostenida. Muchos estudian-
tes, demasiados, tal vez. Sus franelas azules y beiges resplandecían bajo
el sol caraqueño enviando el fatídico mensaje desde la acera: un puesto
menos, un pasaje estudiantil a cobrar.
El marasmo del tráfico englutía a la pequeña unidad de Chuíto, la
cual luchaba a izquierda y derecha por un espacio para circular entre los
carros particulares. Siempre aparecía un brazo estirado que intentaba
detenerlo en cada esquina, en cada vuelta, otra vez a orillarse, otra vez a
escuchar las cornetas histéricas retumbando en su cabeza.
Ya cerca de la hora del almuerzo subió el volumen de la radio para
escuchar La loca de Leo Díaz, una de sus canciones favoritas. El casete
que se había comprado ya había pasado dos veces seguidas y empezaba
a cansarlo, a pesar de que le encantaba De todas maneras rosas, de Maelo.
Sin embargo, fue en ese preciso momento, cuando Leo Díaz terminaba
de decir “Dale hueso” por encima de las trompetas, que se montaron los
dos malandros.
—Bueno, qué pasa de qué, todo el mundo bajándose de la mula.

SV
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

Chuíto nunca había tenido problemas, más bien los malandros


siempre lo respetaban: te puedes montar, puedes atracar a los pasajeros,
pero al chofer siempre se le deja tranquilo, esa es la consigna. O era la
consigna, ya que esta vez, después de arrasar con todos los relojes, joyas,
carteras (“Qué te voy a estar devolviendo tu cédula, mamagüevo, anda a
hacer la cola en la DIEX”), el que tenía la pistola se acercó a él, le quitó
todo el dinero y le pidió la caleta también.
—Coño chamo, no me quites la caleta, vale: ahí tienes suficiente,
ya robaste a todo el mundo.
—¿Qué es lo que dice el pajúo ese, Chowi?
—Nada. Yo creo que se quiere revirá. Anda y que no lo roben.
—¿Qué? ¿Te vas a poner cómico ahorita, chófer? Dame la caleta
ahí y cállate, güevón.
—Coño, negro, que tengo que estar todo el día trabajando. Dé-
jame algo, no joda.
—Ah, vaina. Que me la des. Cuento tres.
—Toma pues, toma. ¿Contento? No joda. Uno en esta vaina
todo el día...
—Cállate, venado. Toma ahí dos billetes pues, pa’ que te co-
mas algo.
—Qué arrechos son. Te llevas toda la caleta y me dejas casi que
para un cachito, y verga.
—Cierra la jeta, pendejo. Así es la vida. Hay que resolver. Bueno,
señoras y señores. Gracias por todo, muy amables. Buen día, jeje. Oye
chófer: te jodieron, y jodido te quedaste. Más nada. Ponte a trabajar. Y
reza que no te volvamos a ver por ahí.
Más tarde, ya en el almuerzo, discutía con Rafael y otros conduc-
tores en “El Salón del Taxista” lo que le había pasado, dándose cuenta
de que no era el único que había sufrido los embates de la delincuencia
ese día: dos compañeros más habían sido atracados también. Ya pasada
la sopa del día (“Oye, me la pones con un huevo, oíste, Willian”) y lle-
gado el pollo con papas del menú ejecutivo, la diferencia se hizo notar:
—Claro, lo que pasa es que a ti no te robaron la caleta —afirmó
objetivamente Jesús de María.
—¿Quéee? ¿Te robaron la caleta? Ah, no, eso no se hace... ¿y tú no
les dijiste nada?
—Claro, pendejo, claro que les dije. Pero estos chamos ya no res-
petan. Es otra cosa. Yo te juro, antes uno iba y verga, bueno, te robaban,
JTMJ
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Jesús de María (Chuíto)

qué vas a hacer, pero estos chamos ya ni modales tienen. Es como los
que mataron al viejo por allá por nuestro barrio. Eso sí que no se hace. El
tipo sólo porque les dijo que no, y de todos modos no tenía, qué carajo,
sabes cómo está la vaina ahorita con las pensiones de los viejos y eso.
—Na’güevoná.
—Sí. Así mismo es. Para que tú veas. Entonces que verga le voy a
estar pidiendo yo. Lo peor es que estos chamos ni malandros son.
¿Nuestra época? Ahí sí tenías que fajarte, no joda. Nada de pistola y
mariquera. El que era malandro era porque giraba las manos, y nada
más. Ahora todos andan ahí, se compran una nueve que en cualquier
esquina la consigues, y se ponen todos malandrotes. Qué sí ju-ju: soy
malaaaaandro y verga. Mírame, una verdadera lacra... un firifiri ahí
todo flacuchento que si no fuera por la nueve, rumba de coñazos que le
doy. Y pegados en drogas, y vaina.
—Así mismo es. Pero qué vas a hacer. Porque esos bichitos son
maaalos que no tienes idea. Te dan tu tiro, loco. ¿Te acuerdas del Joche,
el del autobús anaranjado que también hacía mudanzas los fines de
semana? Ajá, bueno, tremendo tiro que le metieron. Estuvo meses ahí
sin poder ni moverse. Por cierto, está bueno el pollito, hoy.
—¿Hmm? Sí, está bueno. Sí, el Joche, porecito, tremenda jodida
que le echaron.
—Viendo a ver qué resolvía por ahí, buhonereando mientras se
recuperaba... le dio por ponerse a vender un libro ahí en la Plaza
Venezuela, se llamaba “No te comas mi queso” o algo así, el chamo y
que le iba a ir buenísimo... no joda. Terminó fue vendiendo los para-
güitas esos que te pones en la cabeza, que te quedan así, fijos como un
sombrerito.
—Coño, no seas bruto, esos son unos parasoles, güeón.
—Bueno, lo que sea. Yo no sé, nunca me lo compré. Lo que sí sé es
que no me voy a poner a que de buhonero, menos en la plaza ahí. No
joda, y el poco de carros, y vaina. El humero, fue horrible.
—Pero nada, pues así es todo, estos chamos no respetan ya.
—Qué vamos a hacer. Y ahora que quitaron Nuevo Circo, ¿viste?
—Sí, tremendo peo que nos tenemos armado. Yo no sé a dónde se
van a ir ese poco de choferes...
—¿La Bandera, no dijeron?
—Bueno, sí, pero esa vaina... no sé. Yo nunca manejé para el inte-
rior, de todos modos.
JTNJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Yo tampoco. Pero esos tipos también nos van a trancar las calles,
tú vas a ver.
—Bueno, gente, yo lo que sé es que como me robaron, ¿verdad?
Alguien tiene que pagarme la comida porque yo lo que ando es
mamando...
—Verga, Chuíto, bueno, fueras dicho antes. Tampoco llegues así...
—Qué iba a hacer. Tenía hambre, no joda. Los chamos estos para
dárselas de chistosos me dejaron dos billeticos... como para una empa-
nada, no joda.
—Nada, coje ahí. Coño, pero ahora sí me tienes que pagar, porque
ando pelando yo también.
—Sí, sí, sabes cómo es todo.
—No, en serio, Chui, esta vez sí.
—Sí, chico, sí, ya te dije que sí. Nos vemos más tarde, de pronto.
—Suerte, doctor y mira: dale un coñazo a esos malandros la pró-
xima vez, no joda...
—Seguro. Cuídense, pues.
La tarde pasó sin mayores incidencias, aparte de la clásica pelea
con uno que otro conductor o con alguno de los pasajeros que acusaba a
Jesús de María de querer sobrepreciar los pasajes, ese tipo de cosas. Al
menos se ganó una buena tajada de dinero, el día era bueno y produc-
tivo, a pesar de todos los gastos que implicaba la unidad. Hacia el final
de la tarde se dispuso a manejar a casa de Pablo, darle el autobús para
que hiciera el relevo e irse finalmente para su casa. Cuando llegó a la
casa de su hermano, en el mismo barrio, la canción Los Orozco, de
Ricardo Gieco, sonaba por la emisora 102.3 FM.
—Coño, hermano, qué vaina más mala que usted escucha, déjeme
decirle —le dijo afectuosamente Pablo.
—Cómostálavaina, Pablo —respondió Jesús, dándole un abrazo a
su hermano.
—Bien, llevandóla. ¿Qué, cómo estuvo eso, hoy?
—Fino, bien. Me agarraron unos malandros ahí.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Bueno, como lo estás escuchando. No, y peor: se llevaron la
caleta, güeón.
—No joda...
—Sí, con pistola y todo, los coños de su madre. Y me robaron a los
pasajeros.
JTOJ
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Jesús de María (Chuíto)

—Claro. ¿Y habías hecho mucha plata?


—Más o mierda.
—Na’güevoná...
—Qué vamos a hacer. Pa’lante.
—Bueno. Suerte por ahí, mira que tú estás de noche.
—Tranquilo. No soy tan ñero como tú. Nos vemos.
—Bueno, mañana.
—Ajá. Déjame quitar esta mierda de Los Orozco del coño. Paco,
Pepe, Manolo... yo conozco a los Orozco... y pensar que este tipo se
gana la vida haciendo esta mierda... suerte, Chuíto.
—Vaya con Dios, Pablín.
Al dar la vuelta a la esquina, Pablo no pudo dejar de sentir la duda
traicionera: duda sobre la sinceridad de Chuíto sobre sus verdaderas
intenciones. Sabía que su hermano no lo robaría, que era demasiado
honesto, pero también sabía que Jesús tenía problemas económicos,
como todo el mundo, pero que tenía hijos... sacudió la cabeza para
sacarse las sospechas del cráneo y puso un casete en el reproductor del
autobús. Un mezclado de vallenato empezó a sonar por los altopar-
lantes. Chuíto por su parte, volvió a casa. El cansancio, junto con el
calor de un día caraqueño y la tensión de manejar en Caracas lo demo-
lían, flagelando su alma cansada y desencadenándose vorazmente
contra lo poco que había ganado en el día de hoy. El dinero no alcan-
zaba, pero eso no era nuevo, el dinero nunca había alcanzado, proba-
blemente nunca alcanzaría. Desde que Jesús de María estuvo pequeño
escuchó los cuentos de la crisis, de la recesión, de la peladera. Pro-
bablemente la pobreza era una condición humana, una característica
que lo acompañaría durante toda su corta existencia. Entró a la casa un
poco cabizbajo, recordando lo sucedido el día de hoy. Cristina
Bladismar lo saludó gritando desde la cocina, ocupada como lo estaba
haciendo la cena.
—¿Cómo te fue?
—Bien. Allí. No joda. Qué estoy diciendo. Me fue mal. Malísimo.
Me robaron.
—¿Qué? —dijo Cristina, saliendo de la cocina y limpiándose las
manos en el delantal—. ¿Cómo que te robaron, chico?
—Nada. Como lo oyes. Un par de lacras ahí con una nueve. Unos
chamitos también. Y me quitaron la caleta, imagínate.
—Coño, Jesús, Chui, mi amor... Qué vaina.
JTPJ
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—¿Viste? Nada. Vamos a olvidarnos de eso. ¿Cómo están los mu-


chachos?
—Bueno, eso es lo otro que te iba a decir...
—¿Qué? ¿Qué pasó? —preguntó Chuíto, presintiendo algo malo
y poniéndose un poco violento.
—Nada, Chui, no te pongas bravo, gordo, pero Cristina María de
María no va a estar para cenar.
—¿Qué? ¿Cómo que no va a estar? ¿Dónde está?
—Bueno, tú sabes... Pero no te preocupes, igual están Betty,
Wilson y Yonder, los muchachos siempre salen por ahí.
—Cállate, chica. Yo te pregunté dónde estaba. ¿Dónde está
Cristina?
—Chui, gordo, tranquilo, fue para una fiesta...
—¿Una fiesta? ¿Dónde? Ay, Bladismar, no me estás diciendo las
cosas como son... Tú sabes que eso de las fiestas a su edad...
—Pero Chui, se fue sin que yo la viera. Con un muchacho del barrio.
—¿Un muchacho? ¿Qué muchacho, vale?
—Bueno, un tal Willy... Yo los vi desde lejos, nada, van para una
fiesta, todo bien...
—¿Qué? ¿Bladismar, tú estás loca, o qué te pasa? ¿Con el Willy?
¿El gordo? ¿El que se la pasa allá en la plaza?
—Ay, Jesús, no seas gafo. Todos los muchachos se la pasan en la
plaza. Sí, el Willy, con ese. Iban a una fiesta y venían más tarde.
—¿Cómo es la vaina? No joda. ¡Aguanta la comida caliente ahí! Ya
vengo. Esa hija mía... ¡Ya va a ver! ¡Deja que la agarre!
—¡Chui! ¡Chuíto! Mi amor, ¿a dónde vas? ¡Cuidado!

JTQJ
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Andrés (interludio)
Vagaba Andrés por las calles de Londres en aquél otoño de 1989
con la misma energía y esperanza que todo joven licenciado suele llevar
dentro del pecho. Su vida sucedía, avanzaba, prometía y seguramente le
reservaba algo a lo cual aspirar. ¿Dónde más podía caer un ingeniero de
sonido que quería descubrir los pasadizos secretos de la música, los deci-
beles necesarios para grabar Dark Side of the Moon de Pink Floyd o los
efectos geniales de la guitarra de Andy Summers en Synchronicity?
Eran los tiempos de la vomitiva pop que reproducía patrones y
arrasaba con todo: el rock ‘n roll se había reducido a un puñado de
bandas que valían la pena y el reggae tenía tiempo convertido en melo-
días asceptizadas lejos de aquellos días de “War” o “Africa Unite”. Era
la invasión yanqui, Michael Jackson, Madonna y Paula Abdul en el
tope de las listas de ventas. Su melomanía se había reducido a la acepta-
ción resignada de Skid Row, The Cult, Living Colors y Fine Young
Cannibals. Sólo un par de discos de The Cure y REM podían detener
su convicción, cada vez más enraizada, de que el futuro musical estaba
usurpado por una jauría de banqueros que invertía su dinero y su mal
gusto en Milli Vanilli y Mike and the Mechanics.
Andrés sintonizó con abnegación la única emisora que transmitía
Every rose has it’s thorn de Poison, después de huir a los gritos de
TR
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

Richard Marx y Debbie Gibson, para luego caminar por las calles llu-
viosas de los alrededores de Tower Hill vía a su cuarto alquilado por
poco más de cuarenta libras semanales. Caminó a lo largo de los rieles
del tren viendo pasar uno que lo aturdió con su ruido para después
tomar a la izquierda e internarse por las zonas residenciales a las cuales
pertenecía. Unos pakistaníes o hindúes (para él era lo mismo) estaban
reunidos en la esquina del edificio hablando bajo un techo y midién-
dolo con la mirada. Él le subió el volumen a su música y siguió cami-
nando hacia su apartamentico.
Saludó a Ian al entrar y le prometió la renta para el viernes, expli-
cándole que en el mercado el jefe aún no le había pagado. Ian hizo
algún comentario destinado a manifestar su descontento pero Andrés
no le hizo demasiado caso y sólo murmuró su comprensión y nueva-
mente alguna excusa. Tomó el corredor hacia su cuarto y dejó su morral
en el piso para echarse en la cama. Reflexionó y re-evaluó su situación;
la beca alcanzaba poco, sus pasantías habían sido muy decepcionantes y
francamente, cada día estaba más dado a la idea de que nunca podría
grabar a Peter Gabriel en el estudio Abbey Road. Se levantó, encendió
un cigarrillo y tomó su guitarra para tocar los acordes de Another Brick
in the Wall, parte dos, parte uno, todo se le confundía, a esta altura.
En ese momento miró su cama, como solía hacerlo, para ver cuán
lejos estaba de su meta intelectual: el pobre catre se despegaba sola-
mente unos centímetros del suelo, hecho frustrante para un autodi-
dacta que se había propuesto levantar el portento a punta de lectura.
Su formación como ingeniero eléctrico (en contra de su voluntad ya
que quería ser, y se presentaba, como “ingeniero de sonido”, a pesar de
que en Venezuela no hubiese escuelas de eso) fue obviamente un
monumento a la ignorancia, una redundancia matemática sin ninguna
referencia a las artes, a los libros, a todo aquello que un “ingeniero de
sonido” debería saber para tener algún tipo de sensibilidad. Abocado a
subsanar esta carencia, Andrés se inscribió ingenuamente en la Escuela
de Artes Armando Reverón, lo cual no lo dejó mejor parado. Rodeado
de hippies y drogadictos, pseudos artistas con buenas ideas en el mejor
de los casos pero con ninguna sustancia teórica ni deseo grupal de reu-
nirse a leer los clásicos, a discutir o a conversar, Andrés había dejado la
Reverón sin terminar el diploma, decidido a auto-formarse y a sacar su
diploma de sonido en Londres. Escuálida beca en la cartera, su plan fue
sencillo: leer todo lo que pasase por sus manos, Historia, Geografía,
JTSJ
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Andrés (interludio)

Artes, novela, Filosofía, en busca de la cultura que le faltaba, en busca


del placer estético. A falta de biblioteca, resolvió meter los libros que
terminaba debajo de la cama, en las esquinas, de manera tal que la cama
fuese creciendo y elevándose a medida que él se cultivaba. Tenía tam-
bién unos listones de diferente grosor para equilibrar la cosa a medida
que iba subiendo, pero en su mente, Andrés veía aquello como el reloj
de arena de su sapiencia, la sustancia que mostraría lo lejos que había
llegado su resolución a cultivarse. Cuando terminase la especialización,
estaba seguro de que la cama ya pegaría del techo, que dormiría prácti-
camente sofocado pero con la seguridad de descansar sobre su conoci-
miento, sobre su sabiduría y sus valores, en fin, su forma de ver la vida y
la música.
El problema era que Andrés era demasiado exigente ya que cual-
quiera que hubiese logrado levantar el catre a la altura que llevaba ahora
hubiese concluido que el ritmo de lectura seguido fue riguroso. Sin
embargo, él se creía retrasado en la tarea, y se dio a leer furiosamente
una biografía de Jimi Hendrix de setecientas páginas que pensaba
colocar en la pata izquierda. Sacó algo de William Blake también y un
poco de Neruda por no dejar, aunque prefería a Ginsberg, elección
comprensible en un joven venezolano que se sentía marginado por la
cultura inexistente, según él. Ginsberg no rimaba, pero qué carajo, era
buenísimo y al fin y al cabo, Howl nunca lo pudo meter bajo la cama
porque se la pasaba leyéndolo y releyéndolo a cada rato. Suspiró, ter-
minó el cigarrillo, leyó un poco y pensó en los problemas económicos
que lo asediaban y en el futuro, siempre pensando en el maldito futuro.
Más tarde y con la lluvia todavía garuando como de costumbre, fue
a Leicester Square con unos amigos de la especialización para ver a
algunos grupos locales y tomar unas cuantas Guinness. Los ingleses
eran algo cerrados, pero luego de hacer un esfuerzo sobrehumano por
dominar la bestia idiomática del inglés y tratar de hablarles, había esta-
blecido algunas amistades decentes. No eran venezolanos, no eran
latinos, no eran personas que fuesen a salir de su casa a las dos de la
mañana simplemente porque los llamabas pidiéndoles ayuda o porque
tenías algún problema. Sin embargo eran tipos interesantes, cultivados
musicalmente, que nunca habían escuchado hablar de Sábado Sen-
sacional pero que conocían la movida musical de Manchester,
Birmingham y hasta Glasgow. Entre la citadera de Poe y T.S. Eliot,
Andrés había coleado una que otra de García Márquez y Charlie
JTTJ
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García que había conquistado la estima de los insulares. Ya a nivel de la


segunda cerveza los ánimos se habían calmado un poco, dando paso a la
discusión.
—You know what, Aaaandrés? —le dijo su amigo inglés Pritchet,
con aquel acento que caracterizaba a los ingleses, capaces de convertir
su nombre en una palabra grave.
—Dime, Pritchet.
—Ese grupete que me pasaste no está tan malo, sabes —agregó su
amigo, con la retórica típica de los europeos, donde las cosas no son
buenas, son “no tan malas”, ni verdaderas, sino “muy probables”.
—¿Cuál de todos? —respondió Andrés.
—Hmm. ¿Sopa Estéreo, puede ser?
—No, no, Pritchet, no: Soda Stéreo. Soda.
—Ajá, exacto. Ese. Hmm. Interesante.
—Oye, Soda no es un grupete, Pritchet, es lo mejor de lo mejor.
Considéralo la versión latinoamericana de The Police.
—Hmm. Jocosa comparación. Sí, supongo que es probable. Claro,
para ustedes allá...
La conversación siguió su rumbo natural, y luego uno de los
amigos de Pritchet propuso ir a una tienda a ver si quedaban entradas
para el concierto de The Cult dentro de un mes. Andrés los acompañó
resignadamente, agobiado por el clima lluvioso y gris que caracterizaba
a esta noche, bueno, a todas las noches de su experiencia en el primer
mundo. Sin embargo, Londres le fascinaba, aquella megalópolis que
parecía consumir todo, englutiendo y produciendo con la misma velo-
cidad, cultura, libros, música. Se despidió un poco más tarde ya que
debía madrugar para estar a la hora en el mercado al día siguiente,
triste solución absolutamente inevitable para un estudiante post-vier-
nes negro.
El mercado le arrancaba cuatro mañanas a la semana. Tenía que
levantarse muy temprano para estar ahí a las siete en punto, donde tra-
bajaba corrido hasta la una. Luego masticaba un sándwich en el
Underground —el Metro— mientras llegaba tarde a clases. Su profesor
lo reprimió un par de veces al principio por su media hora de retraso,
especialmente porque lo tomaba por un agalludo que necesitaba dinero
extra y trabajaba para ganarlo en las horas de clases. De nada sirvió que
Andrés se sentase con el profesor toda una tarde para explicarle que, a
pesar de que sonara incoherente, había países que ofrecían becas que no
JTUJ
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Andrés (interludio)

alcanzaban, y que ese era su caso. Que el bolívar bajaba más rápido que
el Titanic y que prácticamente sería lanzado a la pobreza extrema en
unos meses. “So sad to hear that”, le respondió el profesor mecánica-
mente mientras se paraba para irse. Luego apeló a la cortesía inglesa
para hacerle ver indirectamente que tenía que venir a la hora a las clases
o reprobaría el curso. Andrés lo miró desconcertado, renunciando a
toda empatía posible de parte de su profesor. A estas alturas ya se había
acostumbrado, no era más que otra derrota, otro peón comido en el aje-
drez de la vida.
La mala suerte siguió el día que perdió su empleo en el mercado.
Su trabajo consistía en tratar de vender joyería de imitación a la gente
que pasaba por su kiosco diciéndoles que era verdadera. El dueño, un
hindú tacaño y refunfuñón, le exigía resultados diariamente, gritándole
las explicaciones que se suponía justificaban el producto, que no era
“defectuoso” sino que brillaba (o dejaba de hacerlo) de manera tan
extraña simplemente porque era plata importada de Egipto o quién
sabe dónde. “Aaaandrés, diles que es plata de tu país, ¿tú eres venezo-
lano? Entonces diles eso, que lo traemos de allá... ¡vender!”. Y Andrés
vendía. O trataba. O insinuaba que vendía, simplemente para salir de
las seis horas de trabajo. Al final, conocía prácticamente todas las obje-
ciones y cómo contrarrestarlas: prohibido morder las joyas, está opaca
por falta de pulitura, en Venezuela el sol quema las piedras preciosas,
no, no hay reembolso. Pero esa mañana, el jefe llegó molesto:
—Aaaandrés, ¿Qué has hecho?
—Nada, o sea, ¿cuál es el problema?
—¡Pues que le has vendido una pieza a un policía!
—¿A un policía?
—¿Qué, estar sordo? ¡A un policía, tonto!
—¿Pero cómo?
—¡Ese que está allá! —el jefe lo increpaba furiosamente y comen-
zaba a pegarle con la mano en el hombro— ¡El de traje azul!
—¿Y yo qué iba a saber?
—¡Estúpido! ¡Ahora me pide dinero! ¡Quiere cerrar el negocio!
—Bueno, lo siento... no se ponga bravo... no tiene que pegarme, yo
sólo traté de vender la mercancía, como usted siempre me ha dicho...
—¿Vender? ¡Pues tú ya no vendes nada aquí! ¡Fuera! ¡Botado!
—¿Botado? Pero es injusto... yo sólo...
—¡Vete! ¡No quiero verte más! ¡Irresponsable! ¡Inepto!
JTVJ
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Y así tuvo que partir Andrés, mientras los gritos de su jefe inun-
daban la cuadra tras él y los demás empleados lo veían, entre risas y
compasión. Al menos ese día llegó puntual a clases.
Por supuesto que las desavenencias se fueron multiplicando, espe-
cialmente cuando empezó a escasear el dinero en los bolsillos de Andrés.
Ian, el inglés que le subalquilaba el cuarto, empezó a quejarse constante-
mente cuando se enteró de la falta de trabajo de la otra mitad que pagaba
la renta, y le explicó enfurecido que él, Ian, iba a tener que pagar todo el
dinero del mes con sus escuálidos ahorros. Fue entonces cuando Andrés
hizo el último intento para sacar a flote su proyecto: tomó el poco dinero
que le quedaba, salió de la casa y volvió un poco más tarde con una gui-
tarra acústica bajo el brazo.
—Esta es la solución a todos nuestros problemas —le dijo orgullo-
samente a Ian mientras mostraba su nuevo implemento.
—Finally —fue lo único que contestó el inglés.
Ahora bien, la vida del músico es bastante difícil en el país natal,
mucho más en un país ajeno. El problema de Andrés era más que todo
el acento y su fenotipo mixto, entre latino y sajón, valga decir que era
blanco pero muy bronceado y pequeño como para pasar por un nativo
del Reino Unido. De esa manera, cada vez que se paraba en la mitad del
vagón del Underground para decir, “Ladies and gentlemen, for the
music”, mientras sacudía un vasito de plástico con monedas delante de
los usuarios, lo que recibía, la mayoría de las veces, eran insultos del tipo
“regresa a tu país, maldito inmigrante” o “anda a quitarle el dinero a los
tuyos”. Y al final, una de esas semanas, recibió un botellazo de una
banda de punks en Paddington que lo mandó directo al hospital y lo
dejó sin dinero. Pasó un par de semanas deprimido, y en cuidados
médicos, pues ya ni la guitarra tenía, a pesar de poder comer tremendo
“toad in the hole” todos los días, cortesía de la cafetería del hospital.
Tal vez fue durante esas semanas que decidió volver a Venezuela.
Tal vez fue más adelante. La única verdad es que de regreso, parado en
el medio de Maiquetía con sus maletas llenas de libros, discos e ilu-
siones rotas, se dio cuenta de que era la segunda vez que abandonaba
algo, que no terminaba una formación o un diploma. No le dio mucha
importancia al asunto, y decidió reintegrarse rápidamente a la vida
latina que había dejado atrás. Conocería a Julia unos meses más tarde,
en una discoteca de la Plaza Venezuela.

JUMJ
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José Luis
Salgo de la casa a eso de las siete de la noche, para encontrarme con
los amigos en casa de un contacto, antes de ir a la rumba de hoy. Mi
radio reproductor, sintonizado fielmente en la Mega 107 FM, escupe
una canción de Gin Blossoms, Hey Jealousy que Polo Troconis decidió
pasar. Investigando otras emisoras, ratifico mi fidelidad a La Mega: la
92.9 se contenta de tratar de competir pasando Me late del grupo
argentino Los Pericos.
Un poco más temprano, después de salir de clases, fui al gimnasio
para mi entrenamiento con Mike. Hicimos espalda y tríceps, lo cual es
una excelente combinación para el viernes por la noche, ya que los
brazos se te hinchan y puedes marcar tu figura esbelta pero definida
con una buena franela CK o A|X Armani Exchange. Mike me invita a
una discoteca nueva que están abriendo donde él conoce al portero,
pero tengo que rechazar la oferta, Gabriela, María Alejandra y Valerie
me esperan en la fiesta. Mike me presenta a una nueva modelito que
está comenzando en la Hermann’s: buen cuerpo, glúteos firmes, pero
un poco carente de personalidad. Me dice que probablemente esté el
año que viene en el Miss Venezuela. Todas dicen lo mismo. Un poco
cansado, y con algo de dolor de cabeza, tomo su teléfono y lo anoto en
mi agenda electrónica mientras me tomo un Gatorade y un par de
UN
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vitaminas que Mike me recetó. Curiosamente, veo como mi vena se


contrae y pulsa a nivel del hombro, noto también cómo ella se da cuenta
y le brillan los ojos. Como dije: espalda-tríceps es una excelente combi-
nación. Le doy un beso en el cachete y huelo su cabello, perfumado con
champú y acondicionador Estee Lauder. Buen gusto.
En la camioneta, ya a la altura de la autopista, enciendo un Marl-
boro Light y trato de evitar que le caigan cenizas a mi franela AX o a mis
pantalones negros Hugo Boss. Mis zapatos Sebago combinan perfecta-
mente con mis medias, y hoy decidí ponerme mi reloj Swiss Army para
resaltar mi esclava de oro. Abrir la ventana del carro sería una estupidez:
me despeinaría de manera irremediable y la ceniza volaría por todo el
carro. Ahora bien, el hecho de tener la ventana cerrada opaca mi olor a
CK One. De todos modos, si la mujer se acerca lo suficiente, podrá ir
más allá del olor a tabaco. Ese es el gancho. Termino mi cigarrillo. Me
como un caramelo Certs para quitarme el mal aliento. O sea, el aliento
a tabaco. Paro el carro en el estacionamiento de la plaza Francia de
Altamira. Llamo a Carlos Goldstein con mi celular Star Tac. Guardo
el reproductor en su estuche, paso el trancapalancas y cierro todo bien.
Camino hacia el edificio. Unas tipas se me quedan viendo mientras
atravieso la plaza. No están mal. Prefiero no pararme a pedirles el telé-
fono. Sonrío y les lanzo un beso. El estilo nunca se pierde. Cuando
tienes estilo, tienes estilo. Le digo al vigilante que voy al apartamento
45C. Me anuncian en la puerta.
La entrada del apartamento de Milos Schwartz es impresionante:
piso en mármol, espejos por todos lados y apertura, luego de un pe-
queño pasillo, a un gran salón. Hay un sofá recostado a la pared que me
parece ser de Eero Saarinen. En el fondo, una gran pantalla pasa un
video de The Stone Temple Pilots, “Interstate Love song”, en MTV.
Carlos está sentado en el sofá junto con Pedro Werner. Milos me dice
que me siente en una poltrona al lado del sofá y se instala frente a noso-
tros. En la mesa del centro de la sala, unas líneas ya servidas parecen
indicar que llegué algo tarde.
—¿Qué pasó?
—Coño, José Luis, pensamos que no ibas a llegar.
—La cola —le respondo a Carlos, mirando de reojo a Milos—
¿todo bien?
—Tranquilo. Aquí. Me estaban diciendo estos dos que hoy tienen
una fiesta.
JUOJ
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José Luis

—Ajá.
—¿Y entonces, qué, van más tarde?
—Claro —respondo, un poco cansado, las preguntas de Milos
perturbándome. Seguro va a querer venir con nosotros.
—Está bien. Bueno, primero lo primero: prueba ahí —me dice
Milos, pasándome un billetico de un dólar enrollado y apuntando hacia
la mesa. Carlos y Pedro sonríen.
—¿Y qué tal?
—Uff. Está buena.
—Jajaja —dice Carlos, aplaudiendo— ¡yo sabía que esto era lo que
le faltaba al pana!
Pienso un poco, no sé en qué, la cocaína subiéndome al cerebro y
produciendo sensaciones mezcladas: algo de euforia, algo de risa, algo
de confianza. Trato de ordenar mis ideas.
—Hmm. Cuánto.
—Bueno —responde Milos— ya le dije a los chamos. Ustedes se
pondrán de acuerdo.
Me levanto y voy hacia el balcón, un espacio magnífico que da
hacia la plaza. Tremenda vista que se gasta el Milos. Campaneo un
güisqui que me sirvieron —Etiqueta, si mal no me equivoco— y trato
de enfocarme en la noche que voy a pasar con las muchachas en la
fiesta. Estoy sudando un poco.
—¿Y entonces, qué más? —me pregunta Carlos, tomando un
sorbo de su güisqui.
—Bien, todo bien, ahí —respondo, viendo siempre hacia el hori-
zonte. Maldita chaqueta Hard Rock.
—Por ahí vimos a la Gabriela Recanatti. Estuvo preguntando por ti.
—¿Hmm? ¿Por mí? —digo, dejando entrever una ligera sonrisa.
—Jeje... sí, rata. Sabes que en la tarde no estabas, y ella se apareció
con Valerie en la feria —me dice Pedro.
—¿Y entonces?
—Ah, ¿estás pendiente?
—Bueno, bueno... puede ser...
—Jaja. Tranquilo, men. Que eso lo matas hoy —me dice Pedro.
Por fin alguien que es de verdad pana en esta vaina.
—¿Sigues en el Spinelli? —me pregunta Carlos, viendo mis bíceps
con algo de celos.
—¿Eh? Sí, claro. Full durísimo todos los días.
JUPJ
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—¿Tienes personal trainer? —me pregunta con interés.


—Mike Barnes, triple campeón de South Beach, 1989, 90 y 91.
—Está bien —concede Carlos. Mira también al horizonte, imi-
tando mi expresión antes de agregar:
—El mío es Joe Danes. Cuádruple finalista del estadal de Georgia
y pre-finalista del Mister Olimpia... —dice como si nada, sabiendo,
igual que el Cordobés, que la estocada final estaba plantada. Yo co-
mienzo a sudar un poco. Me disculpo y pido permiso para ir al baño.
Luego de vomitar un poco en el baño, pienso en bajar al carro,
sacar la nueve milímetros de la guantera y volarle los sesos a Carlos
Goldstein ahí mismo. Estoy seguro de que Milos no me delataría.
Hasta me entendería, creo. Desisto de esta idea ridícula antes de salir y
proponer que nos movamos. Se va haciendo un poco tarde para la
fiesta. Pedro recoge todo y nos despedimos con un abrazo de Milos.
—Cuando quieran, oyeron —lanza este, parado en el umbral de
la puerta.
Ya en el estacionamiento, Carlos para su Honda Civic deportivo
dos puertas con quema cocos al lado de mi camioneta. Pedro hace lo
propio con su Toyota Macho.
—¡Miren esto, bróders! —dice Pedro, llamándonos hacia su carro.
—¿Qué pasó?
—Jeje... vacila lo que me dio Milos... —en la palma de su mano,
Pedro tiene unos fosforitos, seguramente guardados desde Navidad.
—Ajá. Perfecto. Bueno, cuando gane el Caracas seguro que la vas
a pasar de pinga —responde Carlos, siempre atorrante.
—No vale... mira: dejen sus carros aquí y vámonos en la machito;
le lanzamos los fosoritos a los “Tranfor” —propone Pedro.
—¿La Liberator Street? —pregunto con algo de risa.
—Claro, men, de güan...
—Fino. Vamos a darle —dice Carlos, montándose en la “Ma-
chito”. Yo hago lo propio y termino sentado en el asiento de atrás, las
cornetas Pioneer detrás de mí. Me volteo: cuatro woofers cónicos y dos
bajos Kenwood garantizan el sonido del carro de Pedro. Buen gusto,
debo admitir. Un casete, mezclado por Pablo, pasa de The sign de Ace
of Base a Short short man de 20 Fingers. No es una mala selección,
aunque hoy en día ya hay que ir pensando en poner un tocadiscos CD
en el carro. Me gustan las canciones con un buen bajo, como “The sign”,
pero últimamente he estado pasando de la moda changosa a cosas más
JUQJ
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José Luis

rock. A las mamis les gusta, sin embargo. Pregunto, gritando por
encima de la música, si Pedro no tiene Matador de Los Fabulosos
Cadillacs o Mal bicho, en el peor de los casos. Pablo responde propo-
niendo una chaborrada de Aerosmith, Get a Grip (nada sirvió en ese
grupo después de Pump y Permanent Vacation). Pido Jeannie’s got a gun,
pero Pedro pone Livin’ on the Edge, qué carajo. Me recuesto del asiento
y enciendo un Marlboro Light.
Llegamos relativamente rápido, y creo que la cosa no fue muy
buena idea porque es demasiado temprano para que los “Tranfor”
salgan. Sin embargo, después de recorrer la Libertador un par de veces,
desde la Tío Rico hasta el elevado que baja hacia la Plaza Venezuela o
sube por la Andrés Bello, conseguimos unas cuantas, entre escondidas
y expuestas en medio de los kioscos y los árboles alrededor de Pdvsa La
Campiña. Los “Tranfor” siempre me han fascinado: creer que sean
hombres es muy difícil, hay alguno/as que son unas verdaderas mamis.
Hasta cuerpo tienen. Después de un par de líneas más en el carro,
Pedro cambia el casete (aleluya) y pone Silverchair, el disco Frogstomp,
por lo menos. Tenemos que tener cuidado, estas tipa/os se pueden
poner violentas. A un amigo le lanzaron una papa con hojillas Gillete,
lo cortaron todo. ¡Una papa con hojillas. A quién se le ocurre! Me pre-
gunto dónde guardan esa vaina. Lo más probable es que estén armadas,
de todos modos. Pedro nos dice que tiene un revólver en la guantera,
por si acaso. El atorrante este vuelve a poner Tomorrow después de
devolver el casete.
—Mira, oye, ven acá —pregunta Carlos, en el asiento del copiloto.
La “Tranfor” se acerca, dudando un poco. Supongo que no tenemos
cara de clientes normales.
—Ajá —dice, quedándose a unos metros de distancia.
—Ven acá, vale, no te vamos a comer...
—¿Qué quieren?
—¿Cuánto por los tres de nosotros? —dice Carlos, sin mostrar las
manos, donde esconde el fosforito. Esto hace que la “loca” se ponga
sospechosa, aparte de lo tonto de la pregunta. Habría que ser estúpido
para montarse en un carro con tres chamos.
—¿Qué?
—Que vengas acá... ¿cuánto por los tres? —vuelve a preguntar
Carlos. La “Tranfor” duda un poco, arruga la frente, y en ese momento
Carlos, sin esperar, enciende el fosforito y se lo lanza.
JURJ
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—¡Arranca Pedro! —grita Carlos, mientras el “Tranfor”, des-


orientado ante la sorpresa de lo que lanzaban, se reincorpora, se da
cuenta de lo que pasa y comienza a insultarnos. El fosforito explota rui-
dosamente, asustando un poco al “Tranfor” y dándonos tiempo de
arrancar.
—¡Hijos de puta! ¡Pavitos de mierda! ¡Deja que los agarre! —me
volteo para verla sacudirnos un puño mientras Pedro se ríe y se aleja,
conduciendo por la Libertador.
Repetimos la operación con unos cuantos “Tranfor” más, mejo-
rando la técnica y logrando al final que un fosforito le explote en el pie a
uno/a. La joda pierde un poco la gracia al volverse mecánica, y después
de bajarnos media botella de güisqui que nos compramos en una lico-
rería y unas cuantas líneas también, el hambre empieza a pegar y a aso-
marse entre el fastidio y el aburrimiento del juego. Pedro nos devuelve
al estacionamiento, Carlos y yo recuperamos el carro —ahora puedo
poner mi música, gracias a Dios— y decidimos entre los tres ir a comer
unas arepas antes de la fiesta. Francamente, el tema de las arepas me
preocupa un poco, Mike me mataría si se entera de que estoy comiendo
carbohidratos después de las seis de la tarde, y veo que Carlos, a pesar
de no querer decir nada, también siente la misma preocupación.
—Prefiero Subway —digo de manera tajante. Al menos el pan es
más sano y puedo pedir bastante ensalada y nada de mantequilla o
mayonesa.
—Me anoto —responde Carlos, con lo cual vamos a un Subway en
Los Palos Grandes. Así después quedamos directo para agarrar la auto-
pista e ir a la fiesta.
El cochino de Pedro, quien todavía no ha tomado en serio su en-
trenamiento, se pide un sándwich de bolitas de carne con queso, salsa y
demás. Lo miro con algo de asco, y cuando me siento en la mesa con mi
sándwich de jamón de pollo y vegetales, no puedo dejar de decirle que
tiene que tomarse el gimnasio en serio o va a terminar como una bola.
—Claro, no te preocupes... quiero agarrar masa y después en unos
meses me defino —me explica.
—Irás a definir la grasa —dice Carlos, mientras se come una ensa-
lada y se toma un Nestea de durazno.
—Qué carajo —agrega Pedro, un poco cohibido por mis venas
perfectas que se presionan contra la piel sin nada de grasa entre piel y
músculo. Me empiezo a aburrir otra vez, y me doy cuenta de que
JUSJ
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José Luis

Gabriela Recanatti no me entusiasma demasiado. Tomo un sorbo de


Chinotto Light.
—A Fernando le trajeron una tabla de surf de Los Ángeles —dice
Carlos, viéndome de reojo para registrar mi reacción. Yo no digo nada,
sigo comiendo mi sándwich.
—Una Rusty 6’5’ dos quillas, está crema.
—Qué bien —concedo parcamente.
—¿Tú sigues con la Pukas?
—Sí.
—Pues deberías cambiarla. Está un poco gastada —lanza Carlos.
Pedro interrumpe antes de que yo me voltee y le clave el cuchillo de
plástico en el ojo al pesado de Carlos:
—¿Más baratas allá, no?
—De bolas, y tienes más para escoger. En los States, en Los
Ángeles, esa vaina hay una tienda de surf en cada esquina. No como
aquí. De verdad que hay que ser bien valurdo para comprarse una tabla
en Las Mercedes. Sólo a un loco se le ocurriría eso —yo empiezo a ver a
unas mamis en la otra mesa y a re-evaluar mi situación con Gabriela.
—Coño, tenemos que ir uno de estos días para Todasana. Vá-
monos el fin que viene. O si no, nos vamos el viernes de una, faltamos a
clases y nos quedamos en el apartamento de Ricardo. Yo hablo con el
Ricky en la semana.
—Hay que ver, yo tampoco voy a bajar si no hay olas. Deja que me
llamen mis panas de La Guaira que ellos siempre me dicen. Si hay olas,
nos vamos cuando quieras, pero eso sí, nada de estar arrugando, si vamos
a surfear vamos a surfear, metiéndole de una... —provoca Carlos.
—Claaaaro... voy pega’o. Sabes que yo nunca arrugo... de pronto el
José Luis... no sé...
—Oye: vámonos para la fiesta, no joda. Dejen de estar hablando
pendejadas —concluyo de manera tajante y algo molesto.
—Vamos —dice Carlos, levantándose de la mesa con una sonrisa
que me revienta en lo más profundo del alma. Pedro también tiene la
misma expresión, el desgraciado ese. En el estacionamiento, pico cau-
cho y les digo a los dos pendejos que nos vemos allá. Acelero como un
bólido por la autopista dejándolos comer mi polvo, mientras escucho el
disco Dookie de Green Day. La noche ya se ha instalado en el cielo ca-
raqueño.

JUTJ
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Willy y Jimmy
¡Vaya pal de bichitos! Qué pasó. La casa de Jaykson estaba prote-
gida por una gran reja, que dejaba entrever la fiesta adentro pero que
impedía el paso a los indeseables, especialmente la policía. Willy,
Jimmy y las dos muchachas subieron las escaleras de la entrada a la casa
y llamaron a la gente de la fiesta. ¡Cuuuño! ¡El par de dos! Mírame esto,
Jaykson: el Willy y el Jimmy. Vaya, lacras, pasen. Epa, ¿y estas mamis
quiénes son? Cuidado, bichito, que eso no es pa’ ti. Jeje. Claro que no,
yo sólo quería ser amable, rata, no te me sulfures. Sulfures. Mírame al
maricón, este, ¿ah? Mamagüevo. Bueno, ya, pasen antes de que me
arreche y les tranque esta mierda.
Qué pasó, yow. Comostalavaina. Aquí, llevandóla. Como siem-
pre. ¿Y qué? Ponte una musiquita ahí, negro, pa’bailar... mira esta pre-
ciosura que traje aquí, no me la puedes dejar así, ¿no? Eso, mami, jeje.
Oye, todo el mundo: esta belleza que está aquí se llama Cris-ti-na...
Cris-ti-nita, y el que me la toque, bueno, ya sabe, se las va a tener que
ver con el Willy, estequetaquí. Mucho cuidado, mamagüevos to-
dos. Mira cómo sonríe, mi dulzura. ¡Ahora ponme ahí Los hermanos
Lebrón o Alberto Canales, no joda, que vamos a mové el esqueleto!
Oye, Jimmy: ¿qué güevoná con el Willy? Está como raro... Raro,
mamagüevo, raro serás tú, no joda. No, yow, en serio. Nada, yow, tú
UV
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

deja al Willy tranquilo, queso noes problema tuyo, ¿oíste? No, pero yo
digo, o sea, me preocupo, lo veo así. Bueno, yow, sabes cómo es todo...
uno siempre anda preocupao... sino te agarran los pacos, entonces siem-
pre están los otros, las lacritas de allá arriba... uno no dura en este
negocio, sabes. Bueno, pero ya, ustedes están apadrinaos por el Pancho.
Tranquilo ahí. Sí. Pero esa vaina no es así. Tú porque andas en tu lacreo
ahí con los carros y la vaina, y bien, pero nosotros sabemos cómo es
todo. Sí, rata, pero también mueves unos reales que yo no muevo, yow.
De bolas, pero eso es parte del riesgo, güeón. No sé, primo, pero si vas a
andá por ahí en una sola de preocupación y tal, que mierda. Yo, no,
güeón, yo ando en una de relajao, tú me conoces, pero de pronto el
Willy no es así. O de pronto tiene tiempo sin meté la yuca, qué sé yo,
poreso es que anda saltando arriba de la pobre jevita esta como si fuera
un desesperao.
Epa, Willy: vente, tráete a la jevita que vamos pa’ la terraza a darle a
unas piedras, yow. Oye, pero que farta de respeto, primo, tú no ves que
esta belleza, esta durzura, no fuma, es una chica de bien, güeón. Bueno,
nada, entonces dile que se quede aquí. Oye mami, ya vengo, ¿oíste?
Nah, vale, coye, no me pongas esa carita, mi reina, si yo lo que es que
vengo ya...Tengo que resolver un par de vainas con estos ñeros...
Cualquier cosa tú gritas y yo estoy ahí, sabes que sí. Aquí no te va a
pasar nada, mami. Estás con los planes. Tómate una de esas mierdas,
¿cómo es? Frigurt con anís. Eso. Vete pa’ya, échate unos palitos y yo ya
vengo, ¿oíste? Quedamos así. Vamos, Jaykson. Dale. De una.
¿Y entonces, cuerda de güeones? Qué pasó, lacra. Sácate la piedra
ahí. Verga, pero tú, no joda, siempre fuma que fuma y nunca compra,
no joda. Coño, yow, estamos aquí, todos los lacras, y te vas a poner
Popy también. No, maricón, noes que mesté haciendo el ruso, pero el
abuso para otro lado, ¿oíste? Bueno, ya, Willy, tamos en casa del pana
Jaykson, es su rumba, él puso la casa, ahora fumamos todos y listo,
¿bien? Verga, Jimmy, tú de verdá que, no joda. Ni que fuéranos millo-
narios. Dale, chico, dale ahí. Saca la verga, no joda.
Ves, ya te sientes mejor, yow. No tienes que andá con el revire,
yow, si sabes que estamos los lacras aquí. Bueno, yow, pero yo digo,
verga. Nada, no digas nada, lacra, cuando sabes que si llegan a bajar los
de allá, los bichitos, bueno, aquí están los de nosotros. El Jaykson, el
Jaboncito y Cara’eperro. Eso es todo. Altos planes. Le pedimos al
Pancho unas de fuerza y güevoná unas pistolas, una metralleta, ¡una
JVMJ
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Willy y Jimmy

bazooka, yow!, y eso es toddy. Ahí. Los cinco malandros mayores. ¿Es
o no es? Vaya. Claro que sí.
No, güeón, y entonces nos bajamos del carrito, ¿no? Y el Willy me
dice y que, vamos a entromparlos de una, yow. ¿A los chamos que reco-
gían dinero en el carrito? Sí, yow... Coño, Willy, alta rata, ¿no? Los
chamos que andan y que tratando de salir del barrio, y mariquera... Y
que no al malandreo y la violencia, que me den el dinero y güevoná, pa’
no dañarme la vida. Esos mismos. No joda, primo, fueras visto la can-
tidad de billete que esos carajitos recogen, yow. Y las galletas, horribles,
yow, yo las probé. Un paquetico así, chiquitico. Y todo el mundo ahí y
que, dame uno, no joda, dame diez, toma todos los reales. Verga,
asaltas el carrito y sacas menos plata, convive. ¿Y entonces qué? Bueno,
nada, nos bajamos ahí detrás de los chamos. Pero los bichitos no eran
güeones. Ya estaban dateados. Claro, yow. Sabían que veníanos ahí.
Bueno, una de correr, rata. Y yo que estoy como viejo pa’ la vaina.
¿Viejo? No joda, lo que pasa es que te pones a jalar demasiado, yow. De
bolas que si los chamos eran deportistas que los reales pa’ los uniformer
y tal, coño, de bolas que no los vas a agarrar. Mamagüevo, yo corro que
jode. Sí, cuando tienes a la policía atrás, maricón, pero pa’ alcanzar a
alguien es otra verga. Nada, pajúo, los alcancé igual, pregúntale al
Jimmy. Tuvimos que darle rápido, un concentradito ahí porque está-
banos en plena calle, convive. ¡Verga! ¿Con la gente ahí? Sí, yow, ¿qué
vamos a hacer? Y que, discurpa, chamo, vamos pa’ya al callejoncito que
te voy a caer a coñazos y no quiero que me vean, yow. Porfa. Ni de
verga. Ahí mismo, en una callecita, pero bueno, pa’lante.
Bueno, yo tenía la nueve. Pero no iba a estar como un cagao ahí,
robando a unos carajitos con una nueve. Eran tres, yow. Y burda de lo
grandes, jugadores de básquet y güevoná. Igual los entrompamos. Le
dije al Jimmy que cuidara a los dos chamos ahí con la nueve mientras yo
entrompaba al más grande, que se las daba de jefe, y mariquera. Alta
rata, pero lo destruí, completico, yow. Me lo comí con papas, convive.
Hasta le quité la gorra esta que tengo en la cabeza, pa’ que veas. Los
coñoemadres no se visten mal, no joda. Tremendos Air Jordan y todo.
Lástima que el coñoemadre era burda de lo patón, el zapato me que-
daba grandísimo. Se lo dejé, qué carajo, pero lo ques reloj y la plata,
tumbao. Fueras visto, me cuadré a lo Tayson: pin, pin, combinación
mortal, primo. Pilla, pilla: cuatro coñazos, pin-pun-pan, y el hijoeputa
fue pa’bajo. No joda. Fueras visto la redoblona de patadas que le di en el
JVNJ
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piso, yow. Jaja. El pana tenía el ojo que no podía ni ver, papá. Hinchao,
así. Después le dejé al Jimmy que le metiera también, por no dejar. A
los otros no les hice nada, si no no iban a podé ni cargar a su amigo ahí.
Impresionante, yow. Directo al hospital. Oye, tú lo que eres es senda
lacra, yow. Unos chamos ahí. Oye, güeón, el que no hace le hacen, ¿no?
Jaja. Ratica. Mira, yow, ¿vamos pa’ dentro? Las mamis seguro están
ladilladas ahí todas solas.
Vaya miamor. ¿Te hice falta? Sabes que sí. Vaya: ponme ahí un
Eddy Santiago, rata. Vamos a menear, mami. Uyuyuy. ¿Todo fino,
mami? Verga, ya veo que te caíste a Frigurt de ese tuyo. Na’güevoná de
aliento, no joda. ¿Cuántos te bebiste? ¿Cuatro? Verga... me voy cinco
minutos y te arrebatas ahí con anís. Jeje. Eres una dañada también...
Claro, todos estamos en la misma. Vaya, déjame agarrarte así. Uy.
Saboooroso. Apechugaíto así. Vuertica... Fino... Cuño, bailas bien,
mami. Cristina, ¿no? Mira esa sonrisita, vale... Tenemos que hacer esto
otra vez, ¿no, mami?
Bueno, yow, tú como que estás agüevoniao, no joda. Verga, ya casi
me vas a pedir que te lleve la jeva pa’la cama y güevoná. No joda, Jimmy,
¿sigues con el despecho? Tremenda mami, yow, eso sí te digo. Yo no
voa pela’ este voche. Estoy ahí, lanzando mis piedras pelo a pelo,
porque la chama es de bien. Ni siquiera fuma. Te digo que hay gente
aburrida en esta vaina. Los güevones creen que tienen chance de salir
del barrio porque “no fuman” y mariquera. Porque son de bien, y tal.
Que yo sepa, pa’ la policía, nosotros todos somos gente del lacreo. Esos
no andan que si este viene de la casa tal, que si este no fuma y mari-
quera. Fuera por esos perros nos echarían una bomba a toditos para
exterminarnos. Pero bueno, cada quien con su güevoná. No critico. Si
la chama cree que es de bien y que va a salir de abajo, bien. Ojalá. Va a
terminá como el papá, que si manejando un carrito y vaina. Cada quien
escoge su futuro, yow. Nada, te pones en un carrito y después llegan los
lacras de verdá y te quitan hasta la caleta, ¿es o no es? Cada quien con su
lacreo. Bueno, pajúo, ¿pero entonces te vas a poner con la jeva o qué?
Yo voy a entrompar de una, en el sofacito de la esquina. De pronto nos
ponemos en una de dominó.
Entonces, mami. Sabes que estás con el lacra mayor, ¿qué tal? No,
yo no hago nada malo... sabes cómo es todo. Hay que buscar los reales.
Tú porque estás con tus viejos, y de pinga. ¿Qués lo que haces tú?
Estudiando. Bien. Dale al cerebro. Dale duro. Yo también lo voy a
JVOJ
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Willy y Jimmy

poner a trabajar, pero con este anís que está aquí. Jeje. Cada quien con
lo suyo. Yo no critico. Puro respeto. Qué bolas. Yo, con una jevita estu-
diante. Quién lo fuera pensado. ¿Y después? A ayudar al viejo con el
carrito, ¿no? Y mira, ¿eso da plata? Claro, de bolas que yo sé que no te
va dar buuuurda de plata, ¿no? Pero bien, ¿no? Claro. ¿Cuántos son
ustedes? Verga, está bien. Nosotros vivíanos como veinte en un ran-
chito por allá arriba. Bueno, como quince pues, no te voy a decir todo el
mundo uno por uno, pero éranos un viaje. Un solo lacreo. Pero nada.
Claro, que mi viejo tampoco era chófer, como el tuyo. Nada más de ver
que tú vives allá en los escalones de abajo, bueno, sabes cómo es todo
aquí. Pa’rriba va lo más malo, lo peor. Allá en la pata son los bien, el
concejal ese, la mamá del diputado no sé quién y la gente que le echó
bolas bien. Bueno. Nada, mami, no me pongas esa cara, vale. Pura rea-
lidad es lo que se vive aquí. Más nada. Mira, ¿y tú y yo qué? ¿Ni un
besito, vale?
Willy, mira Willy: por ahí te andan buscando. Ya llegó el ñero este
a interrumpilme. Güeón, que te están buscando, vale. ¿Buscando? ¿A
mí? ¿A esta hora? Nah, tu loquestás es loco, yow. Bueno, güeón, yo no
sé, pero ahí hay un bicho con un bate de béisbol en la puerta questá
burda de lo berriao, y dice y que anda buscando a la Cristina, ¿esta jeva
no se llama Cristina?, la que anda con el Willy, el gordo. Semerenda
güevoná. Lo que me faltaba a mí. Ya voy, pues. No vayas a abrir la
puerta, ¿oístes? Yo voy pa’fuera. Y tranquilo, que no va a pasar nada. Lo
que pasa es que ahora todo el mundo se la da de malandro y güevoná.
Bate de béisbol. Qué mariquera.
Qué pasó, señor El Chófer. Epa, pero ya va, bájame el tonito, que
yoa usted no le he hecho nada, convive. Respeto pa’ llá y respeto pa’cá.
Así es como funciona la verga. Tranquilo, yow, deja de gritá que no
vamos a llegá nada. Mira que será mucho chófer y güevoná, pero aquí
arriba nadie te va a salvar. Aquí estas leyes son es las otras. La Cristina
está es bien, tranquilo... tá allá dentro, mira. Nada, pero cuál es el revire,
si lo que estamos es todos aquí en una de bien, musiquita y bueno, vaci-
lando, ¿usted no vacila de vez en cuando? Ah, entonces. Nada, ¿pero
vas a seguir con el aplique? Yo no le hice nada. Ahora vas a decí y que
me la llevé, cómo se dice, secuestrada, y verga. La chama vino solita, en
una de vacile porque sabe quiénes son los planes. Bueno, si no puede
salir, ya, me lo dice y listo. Yo no le hice nada. Ella vino solita. Porque
quiso. Maykel, deja salir ahí a la chama, yow. Aquí está “su papá” que se
JVPJ
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la quiere llevar y verga. Somos unas malas influencias, tú sabes. Bueno,


¿cómo quedamos? Ah, ni la mano me vas a dar, está bien. Ten cuidao
por ahí, ¿oíste? Mira que los chófer es a cada rato que los están tum-
bando. Ajá, sí, está bien: me vas a echar a la policía. Na’güevoná de risa.
Mira, chófer: agarra tu carajita, vete por ahí y rodando, que ya me estás
haciendo arrechar. No joda. Qué de qué, pajúo. Mira que tengo una
nueve, güeón. Cristina, llévate a este tipo de aquí. Tu papá y todo, pero
ya me está arrechando. Mira, que en este barrio a la gente se le respeta.
Estos son los planes, y pa’quí, nadie se mete. Da gracias que Cristina
estaba aquí oíste, mamagüevo, porque la próxima no te salvas. Dale, ve
pirando. Eso. Ni mires pa’tras. La próxima vez, no traigas un bate,
¿oíste?, tráete una metralleta, cara’e verga. Aquí esto ya cambió. Los
peos no se arreglan a coñazo, venado. Eso es plomo alante. Pregunta por
el Willy. Cuando quieras, yow. Y cuidado con el carrito, no vaya a ser
que te lo rayen, ¿oíste? Y buenas noches pa’ mi Cristinita. Chao mami.

JVQJ
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Julia
Las muchachas pasaron buscando a Erika por su edificio de Colinas
de Santa Fe. Atravesaron la alcabala, donde el vigilante les preguntó
pícaramente hacia donde iban para luego hacer un intento ridículo de
obtener sus números de teléfono. Mariela y Claudia se quedaron en el
carro mientras Julia fue a anunciarse con el vigilante del edificio.
—¿Para dónde va, señorita? —le preguntó éste.
—Edificio 52-B, casa de los Méndez.
—¿De parte?
—Dígale que es Claudia —respondió secamente, ya que nunca le
gustaron los vigilantes. Miró hacia adentro de la cabina de vidrio ahu-
mado: había un pequeño televisor blanco y negro, una revista Gaceta
Hípica y una caja de cigarrillos. Al lado del vigilante, un café a medio
tomar reposaba en un vaso de plástico.
—Qué ladilla esta vaina —empezó a murmurar éste, para luego
dirigirse a Julia—. Mira, mi amor, espérate aquí un momento, que el
intercomunicador está malo. Voy a subir al piso uno donde hay otro
acceso a ver si sirve. Quédate aquí, y si llega alguien les dices que el vigi-
lante ya viene, ¿okey?
Ella asintió con la cabeza mientras seguía al vigilante con la
mirada. Tenía aspecto demacrado, cansado y no se veía entusiasmado
VR
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con su trabajo. Julia pensó que tampoco ella lo estaría si tuviese que
quedarse despierta toda la noche esperando a la gente que regresa de
rumbear, o a los ladrones, en el mejor de los casos. Poco después el vigi-
lante volvió con Erika a su lado, sentenciando, “Aquí está”, y señalán-
dola con la llave que tenía en la mano derecha. Ya de vuelta en el carro,
enfrentaron las críticas de una Mariela que fumaba al borde de la his-
teria (“No es posible, xsama, te dije que te fueras a casa de Claudia, esto
no es un taxi”) y trataron de calmar a Claudia, que se había dado cuenta
de que había olvidado su nuevo rímel, echándose el viejo por simple
costumbre (“Es que sabes, cuando tienes una rutina ni te das cuenta, yo
tenía el rímel nuevo en la cajita sobre el tocador pero se me olvidó
abrirlo, y me eché el viejo, por costumbre, como les dije, ahora me veo
horrible...”).
Llegaron a la fiesta un poco más tarde, luego de reconfortar a
Claudia y calmar a Mariela. Dentro de la casa, fueron presentadas al
cumpleañero y se instalaron rápidamente en una de las mesas que había
en el patio. Las mesas estaban un poco lejos de la música, pero así
podrían conversar mejor con los galanes que seguro conocerían. Julia
recordó a las muchachas, especialmente Mariela, que tendrían que
tener cuidado con la bebida ya que no debían excederse. “Tranquila,
xsama”, fue la respuesta.
Poco a poco la noche fue entrando en calor, especialmente con los
invitados que iban llegando, todos bien arreglados y perfumados, salu-
dando a las muchachas cortésmente. La conversación se fue ameni-
zando alrededor de la mesa, donde unos buenos prospectos habían
decidido instalarse, atendiendo a todas las necesidades de las mucha-
chas y haciendo que Mariela chillase de emoción.
—¿Entonces tú eres Alberto? —preguntó Erika con una sonrisa.
—Sí. Alberto Rojas, estudio Ingeniería en la Santa María.
—Ah, qué bien... ¿y tú?
—Encantado de conocerla, yo soy Henry de Souza, publicista.
—Ah, ¿ya te graduaste?
—No, no. Yo estoy estudiando en el Nuevas Profesiones.
—Me parece muy bien... yo soy Erika, y estas son Claudia, Mariela
y Julia.
—Encantado. Gusto en conocerla. Muáj —los besitos tradicio-
nales corrían alrededor de la mesa.

JVSJ
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Julia

—¿Se conocen de dónde? —lanzó Mariela, para entrar en la con-


versación.
—Somos amigos del colegio. El Champagnat. Nos graduamos
todos juntos, seguro vas a ver a algunos de los otros por ahí. Éramos un
bandón. Bueno, saben cómo es todo después, cada quien agarra su
camino, pero no por eso dejamos de ser panas. Eso nunca se pierde.
—¿Y les falta mucho para graduarse? —interrumpió interesada-
mente Julia, un poco más aburrida que las demás.
—Como dos años... a él le falta sólo uno. Pero Publicidad es
más corta.
Unos cuantos rones más tarde, la fiesta iba agarrando cuerpo. Las
muchachas se turnaron bailando merengue con los muchachos y luego
integraron a dos amigos más al grupo. Estaban resueltas. Sin embargo,
Julia comenzaba a sentirse mal, algo extraño ya que prácticamente no
había bebido. Mariela le dijo que se calmara, que no fuera gafa, y el
hecho de que se le instalase un tal Jorge Bermúdez a hablarle no ayudó
mucho. El chico era guapo y hasta interesante, pero Julia sentía el estó-
mago descompuesto y no podía concentrarse en la reunión.
—Entonces el pana, que estaba ya borrachísimo, se tiró en la arena
de Playa el Agua gritando: “¡Sálvenme! ¡sálvenme!” —estaba contando
el tal Henry, mientras gesticulaba con los brazos. Los demás se reían.
—No, y lo peor fue cuando Henry volteó la camioneta en la cola
del Ferry... imagínense eso —las risas continuaban—. Y el tipo que
cuidaba la cola le dice, “¿Cómo vas a montar ese carro en el Ferry,
vale?”, imagínense la vaina... así que tuvimos que llamar a una grúa y
perdimos el Ferry... otro día más en la isla... la perdición.
—Nada como pasar Semana Santa en Margarita —concluyó Erika.
—Semana Zángana.
—Eso. ¿Quién quiere más ron?
Los pasapalos estaban en una mesa hacia la esquina del patio. Julia
se disculpó alegando que tenía que ir al baño, llamó a Mariela y se
fueron hacia la mesa de los pasapalos.
—¿Qué pasó, xsama?
—Nada. Nada... todo bien... ¿por qué preguntas?
—No sé, te veo como preocupada, vale.
—Pero si estoy bien, Mariela... tengo un poquito de dolor de ca-
beza, eso es todo...

JVTJ
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—Tranqui, xsama, tranqui... trata de pasarla bien, ¡mira qué tre-


mendo partido que te sacaste! ¿Cómo se llama?
—Jorge, creo.
—¡Ajá! ¿Y qué hace?
—Estudia Derecho.
—¡Eso! ¿En la Santa María?
—No, en la Central.
—Uy. Bueno. Por lo menos tiene carro, ¿no?
—Claro, gafa... ¿qué son todas estas preguntas? —dijo Julia con
una sonrisa.
—Jaja... ¿viste xsama? Así es que me gusta verte. Alégrate, y vamos
para allá que tú vas a ver que todo sale bien. La vamos a pasar bien, con
estos muchachos, vamos a bailar un poco, beber... ¡vamos!
De vuelta al grupo, trataron de insertarse nuevamente en la con-
versación:
—Y por eso es que vamos a ir al poliedrazo llanero —decía Alberto.
—Es de pinga: carne en vara, unos toritos coleados, y va a estar
Scarlett O’Hara, Luis Silva y El Cardenalito.
—Por eso les digo, si quieren ir...
—Bueno, eso lo veremos después. ¿Cuándo es, el fin que viene?
—preguntó Erika.
—Sí, pero tenemos que comprar las entradas...
Julia se incorporó paulatinamente a la conversación que había
dejado atrás. Aprendió que Jorge Bermúdez era no sólo estudiante de
Derecho sino también aficionado al submarinismo, actividad que reali-
zaba con su padre y amigos.
—Entonces, cuando vas por los arrecifes coralinos, tienes que
tener cuidado para que la lancha no choque por debajo.
—Ajá.
—Si no, la puedes romper toda y luego es una catástrofe. ¿Sabes
cuánto tenemos que pagar en el club para mantener la lancha?
—¿Hmm? No, la verdad que no...
—Imagínate: nada más por el puesto donde guardas la lancha, es
un realero. Después tienes que pagar la manutención, sabes, todas las
semanas tiene que venir el encargado a raspar el caparazón, porque si
no se daña. Además, está el costo de la membresía del club, más la
gasolina...

JVUJ
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Julia

Julia decidió voltear hacia la otra discusión, tratando de distraerse


un rato.
—No, lo que tienes que resolver son los trancapalancas, eso es lo
único que puede evitar que te roben el carro —decía Henry.
—¿Estás loco? Esos trancapalancas son chimbísimos. Agarras una
inyectadora y le echas ácido por dentro y está listo.
—El que está loco eres tú. ¿Una inyectadora con ácido? ¿De dónde
sacas eso?
—Chamo, esos choros son una vaina seria. No te creas que es tan
difícil conseguir una inyectadora de vidrio y llenarla de ácido...
—Estás viendo mucho MacGyver, bróder. Eso agarras una man-
darria bien agarrada y ¡plan!, listo el pollo.
—¡Con una mandarria no haces nada, venado! ¡Esos son candados
anti-cizalla!
—Anti-todo-lo-que-tú-quieras, chamo, pero a mi tía le reven-
taron el trancapalancas así.
—Lo que tienes que tener es un buen cortacorriente —dijo una de
las muchachas—, el chofer de mi papá me dijo que con eso los choros
ya ni pueden. Y él vive en tremedo barrio rodeado de malandros.
—Sí, ajá, pero si el choro viene y te asalta, ¿qué haces?
—Nada, justamente: tienes que apagar el carro, te bajas y le das la llave.
—Porque el tipo no va a sospechar cuando apagues el carro.
—Bueno, te haces el loco, y que ¡swas!, ay, perdón, toma la llave.
—Y te revientan en cuatro mil pedacitos...
—No, vale. Lo que hizo mi papá fue que le puso el cortacorriente
para que el carro se prenda y ruede un pelín, como cincuenta metros,
pero si después de eso no has apretado el botón, el carro se apaga.
—Sí, pero igual: la mitad de los mecánicos que ponen los cortaco-
rrientes son los que te roban, y los ponen todos en el mismo sitio. Abajo
del tablero.
—No, tú ves. Mi papá lo puso él mismo. Tienes que abrir el ceni-
cero, y como nadie fuma, no hay problema, entonces adentro, al fondo,
hay un botón.
—Y el tipo no se va a dar cuenta. Hoy en día todo el mundo tiene
cortacorriente.
—Exacto. Entonces mi papá le puso otro botón, de mentira, que
no hace nada, debajo del tablero. El choro le da a ese pensando que está

JVVJ
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desactivando el cortacorriente, pero no, está en el cenicero... —todo el


mundo se quedó callado ante el argumento tan ingenioso de Claudia.
—Oye, ¿y tu papá no me puede conectar uno a mí? Aunque no en
el cenicero, porque yo sí fumo. De pronto en el porta vasos...
—Bueno, mi papá no es mecánico, entiendes. Agarra tú mismo y
lo instalas, eso es fácil, dale pero ten cuidado que no le cortes un cable
del sistema eléctrico, porque si no, estás jodido...
Fue en ese momento cuando Julia lo vio. Allí estaba, entrando a la
fiesta, seguramente buscando a sus amigos.
—¡Mariela! —susurró Julia— ¡Ahí está! ¡A tu derecha!
—¿Qué? ¿Quién? ¿Qué te pasa, chica?
—¡El chamo del otro día! ¡El de la discoteca!
—¿Ah? ¡Perro! ¡Tienes razón, chama! ¿Qué hace aquí?
—Rápido, rápido: vamos para el baño. Vente.
—Disssculpenosss, chicos —dijo Mariela tratando de sonreír— ya
venimos...
—¿Y entonces? —lanzó Mariela, una vez solas en los baños.
—Bueno, no sé, xsama... qué quieres que te diga...
—¿Tú le diste el teléfono?
—Claro, claro que se lo di.
—¿Y no te llamó?
—¿Tú que crees, pendeja? Si me hubiese llamado no estaría aquí
contigo.
—Qué vaina... y entonces, ¿cómo le entramos?
—¿Le entramos? Será cómo le entro yo...
—Claro, gafa, no te estoy tumbando el ganado, tranqui...
—No sé, xsama... estoy tan nerviosa, seguro ni se acuerda de mí.
—¿Tú te acuerdas? ¿Cómo se llama?
—Salomón. O Santiago. La verdad que no me acuerdo mucho.
Empezaba con “s”. Salomón. Eso: Salomón.
—Uy. Salomón. Qué nombre más feo...
—Deja, gafa, que viste que está mucho mejor que tu ingeniero
adolescente experto en juegos de video y computadoras.
—Tiene un Célica, boba.
—Ah, bueno, entonces sí... mira, ¿cómo hacemos entonces?
—Nada, tradicional: vamos a pedirle al cumpleañero o a Claudia o
alguien que lo conozca que nos lo presente.
—¡Eso! Buena idea. Por fin. Vamos, pues.
JNMMJ
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Julia

Una vez re-instaladas en su grupo, Mariela se disculpó otra vez


para ir a buscar la información necesaria sobre el sujeto. Julia siguió la
conversación con el tal Jorge Bermúdez un rato más, ahora con nuevas
fuerzas y sonrisas por doquier. Jorge pensó que finalmente Julia había
cedido a sus encantos y que probablemente cuando las chicas dijeron
que “iban al baño”, lo que iban realmente era al estacionamiento para
ver su carro, un despampanante Toyota Baby Camry nuevo. Se excitó
nada más pensando en sus preciosos asientos de cuero, para luego
agregar a la imagen la figura de Julia, sentada en el del copiloto (obvia-
mente, también de cuero).
Sin embargo, la diplomacia no funcionó demasiado, ya que Mariela
no logró ubicar nunca a nadie que conociese al tal Salomón, peor aún
cuando le dijeron que el cumpleañero se había encerrado unos
momentos en su cuarto con su novia. Mariela volvió alicaída, explicán-
dole a Julia que tendría que proponerse hacer las cosas al viejo estilo
“caelongo” de siempre. Julia se arregló, trató de calmarse un poco, bebió
un trago de ron y recibió la mirada complaciente de su amiga Mariela
que la empujaba al acto. Precisó al sujeto, parado al lado de los pasa-
palos, un poco perdido y pareciendo buscar a alguien. Era el momento.
Se disculpó de Jorge, quien se quedó un poco perplejo, se levantó, se
arregló la falda y lentamente caminó hacia el objetivo.
—Hola, Salomón, ¿te acuerdas de mí? —le dijo, tocándole el hom-
bro suavemente. Este se volteó, la miró de arriba abajo y sonrió sin decir
nada. Luego levantó su vaso para brindar con ella, la rodeo con su brazo
y se la llevó hacia una de las mesas.
Julia se encontraba en el medio de su mejor fantasía.

JNMNJ
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Jesús de María (Chuíto)


Chuíto avanzaba a través del barrio como un bólido, sin saber
muy bien qué hacer o a dónde ir. Cuando los problemas aparecen, la
gente suele estar absolutamente segura de que tiene que encontrar una
solución. A veces dicha solución está más que clara y parece obvia, el
problema es el procedimiento a través del cual se pretende llegar a esa
solución. Chuíto sabía que quería encontrar a Cristina María de
María, también estaba seguro de que debería reprenderla de alguna
manera. Sin embargo, no tenía la más remota idea de dónde podría
estar su hija, mucho menos de cómo hacer para arrancarla de las
manos del tal Willy, “el Gordo”.
Por otro lado, en el barrio todo se sabía. Podría escasear el agua o a
veces incluso la comida, pero la información y los chismes eran el ce-
mento que mantenía en pie el edificio social de su marginalidad. Chuíto
miró hacia la autopista que separaba la ciudad y la civilización de su
mundo improvisado de supervivencia. La vía asfaltada que conectaba la
ciudad marcaba también las fronteras de la marginalidad, al igual que las
ciudades antiguas, con sus puertas y muros, trazaban los límites de lo
que era reinado, pueblo y tierra miserable de súbditos. Permaneció
reflexivo en la mitad (de la mitad) de la montaña de miseria, ya que el
barrio, al igual que la paradoja de Zenón de Elea, no acababa nunca. Las
NMP
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casas siempre estaban en construcción, ampliando aquí, agregando


allá, para incorporar a los hijos, primos, tíos y tantos más que termi-
naban viviendo arrimados también. Miró de nuevo hacia los edificios
que alguna vez fueron Caracas y que hoy en día no parecían más que un
pie de página a los barrios que crecían con furia en las montañas. La luz
que brotaba ilegalmente de los postes de electricidad iluminaba toda la
montaña que marcaba el valle de la capital venezolana. Tal vez la solu-
ción a todo sería simplemente demoler todos los edificios, todos los
vestigios de pseudo progreso que no hacían más que alimentar una
esperanza ridícula de “país en vías de desarrollo”. Tal vez sería mejor
hacer un llamado a la conciencia y arrasar con esos estúpidos centros
comerciales, hoteles cinco estrellas y consorcios internacionales, ilu-
siones poco realistas que trataban siempre de obviar una realidad más
latente cada día: somos un solo barrio, un solo cerro de miseria y super-
vivencia donde quiera que se vea, desde Maracaibo hasta la ex “zona en
reclamación”, desde la península de Coro hasta el Amazonas. ¿Por qué
seguir manteniendo una mentira de progreso? ¿Por qué cerrar los ojos a
una realidad tan objetiva y palpable? A fin de cuentas y sin ánimos de
exagerar, lo más honesto sería correr la autopista que separaba la civili-
zación y el progreso del barrio y la marginalidad desde Caracas al Río
Bravo, para terminar de acentuar las diferencias Norte-Sur. Del río para
arriba, todo es primer mundo, del río para abajo todo siempre ha sido —
y quién sabe si será— mentiras y promesas político-económicas dedi-
cadas a construir uno que otro edificio para engañar a los imbéciles
mientras el cinturón de la ciudad se atiborra de barrios, favelas y arra-
bales a razón de un millón por minuto.
Chuíto suspiró resignadamente para encarar el problema que tenía
a mano. En el barrio no hay tiempo para pensar ni disertar en torno al
“destino” o la “suerte”, o lo que sea. Las cosas pasan, los problemas apa-
recen y tienen que resolverse. Ponerse a pensar en el porqué de la vida o
a tratar de entender las razones por las cuales Cristina María de María
había faltado a las reglas de la casa era ridículo y no hacía sino perder el
tiempo. Las causas eran superfluas, la tarea llamaba a ubicar a su hija y
enfrentar con delicadeza la situación ya que la fama del “Gordo” era
suficiente como para hacer que la gente ni siquiera quisiese pronunciar
su nombre.
Dudó un poco al pensar que si se ponía a preguntar por el Willy
a estas horas de la noche, la gente podría pensar que Chuíto había
JNMQJ
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Jesús de María (Chuíto)

terminado en crackero. Tampoco tenía muchas opciones, el barrio


retumbaba con fiestas por doquier, lograr saber en cuál de todas las
casas se encontraba su hija era igual de difícil que conseguir una aguja
en un pajar. Empezó a subir la calle, no muy seguro de hacia dónde, y se
dio cuenta de que frecuentaba poco la parte de arriba del barrio. Había
superado las viejas etapas cerro adentro, y su humilde casita en la “pata”
del barrio era símbolo de estatus, solamente los comerciantes honestos
y los parientes de personas que habían salido de abajo vivían tan cerca
de la parada de autobuses, sin necesidad de tomar el jeep que subía al
corazón de la montaña. Consiguió unos amigos reunidos más arriba,
en la puerta de la casa de Ernesto “Toronto” Pérez.
—¡Epa, Chui! ¿Tú por aquí? Tiempo sin verte, compadre...
—No joda, Toronto, estás perdido tú también.
—Ya no vienes para el dominó ni nada, vale.
—Bueno, saben cómo es todo, estoy pendiente de lo mío, cham-
beando.
—Bueno, Chui, pero en esa estamos todos, compadre. Tienes
que venir, vale, sabes que todos los viernes estamos acá. Y echamos
vaina un rato.
—Sí, cuando pueda y no trabaje... mira, Ernesto, ¿tú no habrás
visto a mi hija por ahí, vale?
—¿Tú hija? ¿Cuál?
—Cristina María de María.
—Coye, no... ¿Tú no la viste, Henry?
—No, creo que no... ¿Por qué? ¿Anda perdida?
—Sí, más o menos... Saben cómo es todo hoy en día, verga... Los
chamos ya no hacen caso, vale.
—Ah, sí... Bueno, no sé, pregunta por allá por la casa de Luisito
Kindelán, que allá están reunidos leyendo los evangelios. De pronto
alguno de esos sabe.
—Oye, gracias. Bueno, estamos pendientes, pues. Pásate por la
casa cuando quieras, sabes que ahí estamos, de pronto nos tomamos
unos roncitos, vale.
—Eso. Bueno, Chui, suerte, pues. Y cuidao por ahí.
Jesús de María decidió interrumpir la reunión de los evangélicos ya
que la situación se complicaba. Probablemente Ernesto hubiese visto
por ahí al Willy, pero Chuíto prefirió no preguntar para evitar que

JNMRJ
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comenzaran los rumores o las sospechas. Llegó a casa de Luisito


Kindelán, tocó la puerta tímidamente y luego entró.
—¡Señor Jesús de María, qué sorpresa verlo! Oigan, ¿ustedes
conocen a Chuíto? —preguntó Luisito levantándose de su silla. Un
coro de “sí” y algunos murmullos se propagaron entre las personas que
estaban sentadas en círculo en la sala de la casa.
—Buenas noches, a todos y perdonen que los interrumpa así.
—Tranquilo, Chuíto, siempre estamos abiertos a que la gente
venga a leer con nosotros, más bien nos alegra que vengas.
—Bueno, sí, gracias por la invitación, pero lo que pasa es que, tú
ves, yo no vine precisamente a leer los Evangelios hoy.
—¿No viniste...? ¿Y entonces?
—Bueno, y me van a disculpar todos, pero lo que pasa es que ando
buscando a mi hija, vale. Salió y que a una fiesta y no la consigo. Ando
como preocupado, ustedes ven.
—Ah, bueno... Mira, yo no sé... Alguien vio a... ¿Cómo es que se
llama tu hija?
—Cristina María de María, la que es igualita a su mamá.
—Ajá. A Cristina María de María, ¿la vieron hoy? —se volvieron a
escuchar los murmullos, hasta que alguien respondió:
—Oye, Chuíto, yo la vi más temprano. En la bodega. Pero ha-
ce rato...
—¿En la bodega? —preguntó apresuradamente Jesús de María.
—Sí... la bodega del señor Pedro, vale. Allá, por la casa del cura.
—¿Y qué? ¿Cuándo fue eso?
—Mira Chuíto, eso fue hace un rato... Y bueno, no sé...
—¿Qué, qué pasó?
—Bueno, compadre, que andaba con los chamos esos de la plaza,
sabes, el Willy y el Jimmy...
—Ah buena verga.
—No digas groserías, Jesús. No en esta casa.
—Sí, tienes razón, Luis. Perdón. Bueno, gracias. Disculpen la
molestia y buenas noches a todos, ¿okey?
—Bueno, Chuíto, que todo esté bien, vale. Dile a Cristinita que se
cuide de las malas compañías... Cuando quieras la traes para acá, ¿oíste?
Ahí conversamos con ella para explicarle la palabra del Señor. Tú tam-
bién puedes venir cuando quieras, sabes.

JNMSJ
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Jesús de María (Chuíto)

—Sí, ajá. Bueno, muchas gracias, y que estén todos muy bien.
Buenas noches.
Chuíto tuvo que tocar la puerta de Pedro el bodeguero varias veces
antes de que lo dejaran entrar.
—¿Qué pasó, Chuíto, todo bien?
—Bueno, más o menos, Pedro, más o menos...
—Estás como más flaco, caramba...
—Sí, puede ser... mira, Pedro, si te estoy molestando a esta hora,
no es precisamente para discutir mi peso... tengo que preguntarte algo,
a ver si me ayudas...
—¿Qué pasó?
—Mira, ¿tú viste hoy a mi hija por ahí?
—¿A Cristinita? Sí, por la tarde...
—Ajá. Porque sabes qué, no la consigo, vale.
—Ah... Bueno, tú sabes, andaba con el Willy y el Jimmy. Les
vendí unas bombonas y unas cervezas. Iban para una fiesta.
—Oye, ¿no sabes dónde?
—Sí... Dijeron que iban para casa del Jaykson, el chamo ese que
trabaja con la chivera y los carros robados, sabes.
—¿El Jaykson? Verga... Coñoelamadre...
—Chuíto, pero ten cuidado, ¿sabes? Esos chamos son malos...
Nunca sabes cuándo te van a salir con una vaina.
—No joda, Pedro. Yo crecí en un barrio, si hay que dar coñazos, yo
los doy, cuando estos chamos están yendo yo ya estoy viniendo, ¿oíste?
—Bueno, espero que sepas lo que haces... Pero si yo fuera tú,
bueno, no me voy solo para allá...
—¿Qué, vas a venir conmigo?
—No, Chui, no. Sabes que a mí me conocen, yo tengo mi negocio...
—Ahora vas a decir que le tienes miedo a esos pelaos, vale.
—Miedo, no, pero no quiero tener problemas, ¿sabes? Yo no
puedo andar teniendo culebra con esos chamos, cada quien en lo suyo...
Mira, como yo sé que tú vas a ir igualito, mira, para que no digas que no
te ayudé, llévate este bate de béisbol, por si acaso. Uno nunca sabe.
—¿Bate de béisbol? Bueno, si tú dices... Gracias.
—Sólo espero que me lo puedas devolver, Chui. Suerte, y cuidado
por ahí.
—Gracias, Pedro. No te preocupes, vale, tú vas a ver.

JNMTJ
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Chuíto empezó a golpear la puerta de la casa de Jaykson con el bate


de béisbol.
—¡Abran! ¡Abran esta mierda ya! ¿Oyeron? Es el señor Jesús de
María, así que traigan a mi hija, ¡no joda! ¡Abusadores! ¡Valurdos!
—en el umbral de la puerta apareció un muchacho joven con una gorra
de béisbol en la cabeza y una nueve milímetros asomada de su pantalón.
—Qué pasó, señor El Chófer —saludó el individuo.
—¿Que qué pasó, carajito? Mira, yo te voy a decir lo que “pasó”: mi
hija, Cristina María de María, no sale de noche. No tiene permiso.
Mucho menos con gente como tú. No te bajo el tono nada, vale. Tú lo
que eres es un abusador. Ustedes creen que son dueños del barrio, ¿ah?
Pues no. Nosotros estamos cansados de su mierda, de que estén ahí en
la esquina endrogándose todo el día y vendiendo esa basura a la gente
de por aquí. Ajá, sí, ahora me vas a decir y que me vas a dar un tiro, y
vaina. ¿Te crees malandro, no? El gran malandrote, con la súper nueve
milímetros, y verga... Pues da gracias que estoy viejo, oíste, porque si
tuviera quince años menos te doy una redoblona de carajazos del coño
de la madre. No joda. ¿Y ustedes qué están viendo? ¿Quieren que les de
un batazo también? Cristina, ven acá, que vamos para la casa. No, te
vienes ya. Cuento tres y llevo dos. Búsquense un trabajo, no joda. Y
mira, me dejas a la carajita tranquila, que la próxima vez te echo a la
policía. Sí, pajúo, a la policía. No me interesa. Ajá. Me vas a romper el
carro. Tú cállate, Cristina. Qué malandro vas a ser tú. Ya te dije: con
ella no te metas. Ni tú ni tus amigos. Al primero que vea le parto la cara.
Ya saben. Y buenas noches pa’ti también. Vámonos, ¡no joda! ¿Qué
carajo hacías allí? Cristina, cuántas veces te he dicho que... Qué carajo.
Vamos pa’la casa.

JNMUJ
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Andrés
Él nunca tuvo problemas sexuales. Su ejecución del acto pasó, como
en el caso de todo hombre, de lo idílico/esperado/deseado, a lo actual,
valga decir que nunca fue tan bueno como hubiese querido ser, ¿pero
acaso alguien lo ha sido?
Recordó cómo, en alguna etapa de su pre-adolescencia, encerrado
en el cuarto de algún amigo discutiendo las proporciones de las compa-
ñeras de clase y las diferentes posiciones en las cuales las disfrutarían
algún día, afirmó —y creyó— tener capacidades regenerativas y libidi-
nales casi infinitas.
—¿Y la hermana del Juan? —le preguntaba su amigo— ¿cuántas
veces te la echarías?
—Jeje... no sé... cinco, seis veces en un día —había respondido sin-
ceramente y del corazón.
—¡Seis veces! No juegue, chamo, rolo de quesudo...
Y la vez que llegando de un partido de futbolito, su amigo Roberto
lanzó a modo de comparación: “Estoy tan mamado que ni que viniera
aquí la hermana de Juan en pelotas le echo bolas”, y Andrés replicó
explicando que en esas lides había que sacar fuerza de donde fuera, que
ese tipo de argumentos no contaban, y que aunque viniese agotado
luego de cinco años peleando en la guerra de Vietnam, sacaba las fuerzas
NMV
CaracasCruzada 5/1/07 14:24 Página 110

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de donde no las tenía, porque la hermana de Juan, bueno, eso había que
verlo ¡Dios mío!
Pensó también en el rumbo accidentado que habría de tomar du-
rante la adolescencia, intentando, explorando, invitando a salir a las
compañeras y aprendiendo a soportar el rechazo. Concluyó que había
nacido en un mal momento, que su época y su generación había pagado
con miedo y profilaxia el desenvolvimiento sexual de los setenta. El
“haz el amor, no la guerra” había dado paso al “ten cuidado con el sida y,
en el peor de los casos, utiliza un preservativo”, distanciando las rela-
ciones y envenenando los intercambios con fobias al embarazo y a las
enfermedades más horribles. De todos modos, en Venezuela no se
puede hablar de una verdadera revolución sexual ya que ésta, aparte de
tocar al Rajatabla y a la Plaza de los Museos, nunca se dio. No es de
extrañar, igual pasa con los demás movimientos culturales y sociales los
cuales tampoco trascienden los muros de la Ciudad Universitaria y su
grupete de vanguardistas. Si el mayo del sesenta y ocho sólo tocó a unos
cuantos iluminados y privilegiados que pretendieron que su reflexión
aislada representaba al país, igual sucedió con la liberación femenina y
la libertad de los sesenta. Venezuela siempre fue tierra de cinco impro-
visados regocijándose en pertenecer a los movimientos mundiales sin
jamás salir de su cáscara de masturbación colectiva para tratar de tocar
al país. A fin de cuentas, todo daba lo mismo: no vivió los sesenta ni los
setenta, le tocó el simple coletazo de una liberación desabrida en las
pancartas de publicidad pero pacata en las mentalidades femeninas.
Probablemente fue el hecho de que nunca tuvo demasiado dinero
o buen gusto. Siempre fue uno más. Sus cuentos intelectualoides y sus
baladas mediocres mal tocadas nunca le ganaron demasiado con el sexo
débil. Trató, y hasta cierto punto triunfó, no sin poco esfuerzo. Vivió y
experimentó, se casó y ahora se encontraba divorciado. ¿Qué más tenía
que comprobar? ¿Por qué había que justificarse cada vez? Siempre
rechazó la lógica venezolana que implicaba que a cada paso debía rea-
firmarse, que tenía que demostrar y exhibir sus novias como trofeos.
Cada reunión, cada fiesta no era más que el mismo círculo re-apare-
ciendo eternamente: esta es mi amiga, esta es mi novia, sigo triunfando
en la vida, sigo levantando mujeres. No veía nada de malo en rechazar
una compañía femenina, en mantenerse al margen, en no actuar. ¿No
era ese su derecho? Desde la infancia pensó que nunca debería rechazar
este tipo de ofertas, que rehusar tal tipo de regalo era equivalente a
JNNMJ
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Andrés

resignarse a meses y meses de castidad. La juventud construía leyendas


urbanas en torno a estos fenómenos: el que dijo que no y luego murió
poco más tarde solo y abandonado, el que dijo que no y se despertó
arruinado viviendo en la calle. Mitos, cuentos en los cuales Andrés no
creía y se proponía obviar. Sabía lo que quería, sabía quién era y bueno,
las pequeñas dudas eran ligeros contratiempos que serían tratados con
su psicólogo, pero en ningún caso podrían ser la base para arrepenti-
miento alguno.
Entonces ahora, frente al coliflor deshojado de la prostituta de la
Casanova, por primera vez dudó Andrés acerca de su disposición a
consumar el acto sexual. Tal vez era el aspecto andrajoso del sitio o la
falta de higiene que parecía tener la cama. Probablemente era la mu-
chacha en cuestión, que no terminaba de callarse de una buena vez sino
que sentía que su deber, aparte de proporcionar el cuerpo, era alentar al
cliente, artes poéticas en las cuales la susodicha se mostró mucho más
limitada. Sus “vente papito”, o “mira lo caliente que estoy”, no desper-
taban en Andrés la más mínima reacción, a no ser que volviese una y
otra vez a su pasado londinense, tan lejano ya. Tal vez hubiera debido
casarse con una inglesa e instalarse por allá. ¿Hubiese podido conseguir
otro trabajo? ¿Por qué lo echó el tal Ian de la casa de esa manera? Tal
vez hubiese podido introducirse en el medio musical, ¿quién sabe?
—Hablando de introducir —interrumpió “Lolita” abruptamen-
te—, ¿en qué quedamos?
Andrés miró a su alrededor. Tenía la extraña impresión de que
podía ver y sentir a través de las paredes, detectando la presencia de los
otros clientes en los cuartos de al lado. Escuchaba a una pareja detrás de
la pared de la derecha, algunos chillidos espantosos, pero también
sentía que lo estaban viendo, como que las paredes podían reírse de él o
lo evaluaban. Se preguntó por sus amigos Luis y Miguel Ángel, segura-
mente en alguna de las otras habitaciones del edificio. ¿Cuánto tiempo
tendría que esperarlos? ¿Dónde iban a encontrarse? Recordó que lle-
garon al burdel y entraron riéndose, un poco bebidos, pero que nunca
habían cuadrado el lugar donde se encontrarían al salir. Qué mala idea.
Ahora estaba atrapado en este cuartucho, sin saber qué hacer ni qué
dejar de hacer. Se volteó, dándole la espalda a la mujer, la cual siguió
llamándolo aunque se dio cuenta de que algo estaba mal. Ella se paró de
la cama y le tocó el hombro suavemente.
—Ya, ¿qué pasa, mi amor? ¿Estás triste?
JNNNJ
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Andrés se volteó y la empujó hacia la cama. La muchacha sintió


algo de miedo pero entendió que debería satisfacer al cliente.
—Oye, cálmate —le dijo con una sonrisa complaciente— aquí
estoy para relajarte, tranquilo...
Él la miró serenamente y tocó la carta de Julia en su bolsillo.
—Está bien. ¿Quieres ayudarme? ¿Quieres hacer lo que yo te diga?
Toma esto...
—¿Qué es?
—Una carta. Tienes que leerla. Siéntate, tranquila.
—Ajá... ¿Leer? ¿Y tú qué vas a hacer?
—Nada. Absolutamente nada. Yo me voy a sentar aquí.
—Bueno. Si es lo que quieres... Cada quien con lo suyo... ¿Carlos
Fraga? ¿Ese no es el astrólogo?
—No te preocupes por eso. Sólo lee la carta.
—¿Qué es un chacra?
—Lee la carta, coño.
—¿Leerla? No entiendo nada de lo que dice. Además, esto no es
una biblioteca. Las muchachas aquí no sabemos leer mucho, sabes.
—¡LEE LA CARTA, NO JODA!
—Bueno, ya... Perro. Hablando de pervertidos... Okey. “Querido
Andrés, dos puntos. José cómo decirte eso...”.
—No... No... “No sé cómo decirte esto...”
—Ajá. Eso. Bueno, perdón. Ajá. “Eres mi ¿qué?, ¿trabajo?, ¿tra-
mo?, ah, traba exis... ¿tencial?”
—¡No! ¡No! ¡Coño, no! ¡Te saltaste todo el párrafo, perra!
—¡Este tipo está loco! ¡Aléjate de mí...! ¿Qué estás haciendo con
eso...? ¡Ayuda!
Andrés cayó en el pasillo prácticamente inconsciente. Se dio cuenta
de que alguien le había quitado la cartera. Pensó en volver a entrar pero
sintió un dolor muy fuerte en la cabeza, donde alguien lo había golpeado
desde atrás. Se tocó y vio sangre entre sus dedos, aunque no sabía muy
bien si era la suya o la de la prostituta. Le dolían los nudillos, no podía
estirar la mano, no era una persona acostumbrada a pelear. Lentamente
se enderezó y se recostó contra la pared para sentarse y reposar un poco.
Respiraba con pesadez, y se palpó el saco con pánico al ver que había
perdido la carta. Su psicólogo nunca le iba a creer esto, seguro diría que
“inconscientemente” buscó la forma de deshacerse de ella. “Inconscien-
temente” provocó la pelea para “perder” el papel. Se rio ante la estupidez
JNNOJ
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Andrés

del argumento y la imposibilidad que representaba tratar de rebatir las


afirmaciones que seguro daría el doctor en la próxima consulta. Buscó
un cigarro. Se metió uno entre los labios pero no consiguió el encen-
dedor, seguramente se lo habían robado también. Pensó cuáles serían
las probabilidades de lograr encenderlo frotándolo contra la pared.
Finalmente se resignó y lanzó el Belmont al piso y vio que el pasillo se
iluminaba ya que la puerta se volvía a abrir. Seguramente vendrían a
rematarlo las demás muchachas, cansadas y esperando siempre una
ocasión como esta para descargar todas sus frustraciones de prostitu-
ción. Escuchó algunos gritos, una discusión, algo de golpes y luego
Miguel Ángel y Luis que aparecieron en el pasillo. Luis gritaba algunos
insultos a la gente de adentro mientras se arreglaba la camisa. Miguel
Ángel se frotaba la cara donde parecía que hubiese recibido un golpe.
—¿Qué pasó, pajúo? ¿Qué carajo hiciste? —le dijo Luis gesticu-
lando con los brazos.
—Tienes la bragueta abierta.
—¿Tú estás loco, huevón?
—Verga, una jeva me dio un carajazo —agregó Miguel Ángel.
Andrés permaneció sentado, con una sonrisa en su cara.
—Me quitaron la carta —comenzó a explicar.
—¿La carta? ¿Qué carta?
—Chamo, dejaste a la puta vuelta mierda. ¿Con qué le diste?
—¡No me digas que sigues con lo de la carta de Julia!
—He inventado la alquimia del verbo: a-azul, e-verde, i-amarilla...
—El pana está mal...
—La verdad que no me la sé completa y a veces confundo los
colores. ¿Qué diferencia hay? —dijo Andrés con ojos llorosos—
¿Alguien tiene un yesquero? He visto las mejores mentes de mi gene-
ración destruidas por la locura, hambrientas... En español se me hace
difícil...
—Ah vaina...
—Ya, Miguel Ángel, déjate de mariqueras. Este huevón siem-
pre anda tratando de dar compasión. Siempre es igual, se pone a
“sufrir” y después somos nosotros los que tenemos que andar con ese
muerto encima. Qué ladilla, Andrés, qué ladilla... La verdad que ya
no te reconozco. Ya no eres el mismo, siempre es la misma verga, una
citadera loca, en inglés, que sé yo de qué... La mitad de las veces no
entiendo qué carajo estás diciendo... Chamo, soy tu pana, pero coño, ya
JNNPJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

está bueno... Te llamo para echarnos unas birras, te pones todo intenso,
una mariquera y una de “soy intelectual y nadie me entiende”, ya está
bueno... Y francamente, me sabe a mierda Inglaterra, chamo.
—Ya Luis, ya está bueno. Déjalo tranquilo.
—No, chamo, no. Si quieres vete a vivir para allá, pero no em-
pieces otra vez con la criticadera, todo lo de aquí es malo. Inglaterra es
una mierda, loco, acéptalo. Fuiste para allá y pelaste bola, por eso fue
que volviste. Después conociste a Julia y también la cagaste. Ahora ya
no puedes hacer nada. Te jodieron y jodido te quedaste. Si quieres salir
adelante, que te ayuden y echarle bolas de nuevo, conocer unas tipas,
salir a echar vaina un rato, ahí estamos los panas, pero nadie se va a calar
la mariquera esta todo el tiempo, chamo. Vámonos, Miguel Ángel.
—Vente con nosotros, Andrés.
—Déjalo ahí, chamo, ese no se va a venir. A él le encanta sentirse
vuelto mierda, que lo compadezcan.
—Good night, sweet Prince, and flights of angels sing thee to thy rest!
—Pajúo.
La oscuridad del pasillo lo calmó un poco, aparte de un repentino
silencio que apareció inesperadamente. Adentro del prostíbulo seguía
escuchando algunas voces, pero parecían haberse calmado los ánimos,
lo cual le hizo abrigar la esperanza de que no lo terminaran de matar.
Qué desgracia la falta de encendedor. Poco a poco comenzó a ponerse
de pie. Se apoyó con el brazo derecho y se dio cuenta de que le dolía más
de lo que había pensado. Afincó una pierna, luego otra y finalmente
estaba parado contra la pared. Lentamente tomó las escaleras y empezó
a bajar hacia la calle, sin saber qué aspecto tenía, si estaba cortado o san-
grando y básicamente si podía pedirle el encendedor a alguien en la
calle o si tenía demasiada sangre en la cara y en la ropa como para que la
gente se detuviese a ayudarlo.
Encendió el carro y trató de verse en el vidrio retrovisor. Tenía
unos arañazos en el rostro pero poca sangre, básicamente un golpe en la
frente y otro en la nuca. Abrió la guantera y sacó unas servilletas para
limpiarse el sudor y la sangre. Encendió un cigarrillo y fumó profunda-
mente. Abrió la ventana y se reposó un poco. Sacó algo de dinero de
emergencia que tenía guardado en la puerta y revisó que fuese sufi-
ciente como para pagar el estacionamiento. Metió primera y arrancó,
pensando en la carta, la maldita carta y tratando de recordar qué había
pasado por su cabeza mientras torturaba a la prostituta con su correa.
JNNQJ
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Andrés

Recordó los latigazos, los gritos mientras la hebilla golpeaba la carne y


su furia que lo aislaba de todo, que le impedía escuchar las súplicas de
Lolita, aunque veía su rostro, presa del pánico y el placer que le hacía
sentir su dominio, el control de la situación. Vio los brazos que inten-
taban proteger al cuerpo desnudo, que temerosamente intentaban in-
terponerse en el camino del castigo para luego ser reprendidos con furia
y retroceder al ritmo de los gritos. Todo era culpa de Julia, todo siempre
lo había sido, su salvajismo no era otra cosa que el reflejo de ella y su
incomprensión. Unas cervezas, esa era la solución, buscar un bar que le
permitiese domar la bestia incivilizada que dormitaba en su interior y
que lo aterraba, que lo cambiaba. No era un problema psicológico, no
era un problema de consulta. Era él, Andrés el inconsciente, el incon-
trolable. Saludó al vigilante y le pagó lo que le debía para luego perderse
en la densidad de la noche oscura. Sintonizó Jazz 95.5 y escuchó fasci-
nado el concierto en vivo de Miles Davis en el Fillmore East. No todo
estaba perdido. No todavía.

JNNRJ
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áááK ~Ç~Öáç Å~åí~ÄáäÉ


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Julia
La noche pasó tranquilamente al ritmo de Julia y su juego amo-
roso. Ella estaba embelesada por el aura de Salomón, caballeroso,
respetuoso y juvenil. Se sentaron en una de las mesas junto a otras
personas, algunas chicas y otros muchachos. Julia prefirió mantener
un bajo perfil y hacerse la coqueta, lanzando sus miradas seductoras
y riendo abiertamente cada vez que alguien hacía un chiste. En el
medio de la mesa, una botella de güisqui Etiqueta Negra estaba
rodeada de vasos. Los muchachos comenzaron a saquear la pequeña
hielera que adornaba el arreglo de centro de mesa mientras servían
tragos con soda o agua.
En el otro lado de la fiesta, Mariela y sus amigas trataban de dis-
traer a Jorge Bermúdez, el pretendiente anterior de Julia, por si acaso
ésta no lograba concretar nada con su nuevo galán. Erika y Claudia
luchaban de manera furibunda por mantener la atención del suso-
dicho, el cual empezaba a preguntarse dónde estaría Julia y por qué
habría desaparecido hace tanto tiempo.
—¿Julia todavía está en el baño? —preguntó Jorge, arreglándose
los lentes y arrugando un poco la cara con preocupación.

NNV
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—Sí, no, bueno, no sé... Pero no te preocupes por eso, chico —le
respondió Mariela—. Si aquí la estamos pasando bien. ¿Quieres otro
roncito?
—¿Hmm? Sí, por qué no...
—Dame, yo te lo sirvo. Claudia, epa: pásame la botella de ron, porfa.
—Con hielo y Aguakina, por favor.
—¿No te gusta con Pepsi?
—No... o sea, depende del ron.
—Ajá. Mira, ¿y entonces qué te parece Julia?
—¿Julia? Ah, bueno, se ve que es alguien chévere... lástima que no
aparece, vale...
—Tranquilo, que esa viene por ahí. Seguro está hablando por teléfono.
—Sí. Lo que pasa es que la quería invitar para la playa el do-
mingo...
—¿Para la playa? ¡Qué bien!
—Sí... agarramos mi, uhum, Toyota Baby Camry, metemos la
cava y listo. Un buen disquito de Inner Circle y estamos idos...
—¡Eso! A-lalalala-lon... ¡voy pegada! —dijo Mariela, haciendo un
pequeño baile con los brazos— Claudia: ¿vamos para la playa este fin?
—¿Este fin? Dale, chama...
—Si quieren llevamos mi jeep y nos vamos para Corrales allá en
Higuerote —agregó uno de los muchachos.
—Yo le puedo pedir el apartamento a mi papá, seguro nos da la llave.
—No, pero vamos ida por vuelta, ¿no?
—Bueno, si se quieren quedar... subimos el lunes, no hay pro-
blema. Así no agarramos cola.
—Coye, yo no sé si me pueda quedar así...
—¿Por qué? ¿Tienes que trabajar?
—No —interrumpió Claudia riéndose—, la gafa de Erika no la
dejan quedarse a dormir afuera, jaja.
—Bueno, pero, ¿tú qué edad tienes, pues?
—No es eso. O sea. Veintiséis. Pero nada, mis papás son un fas-
tidio, vale.
—Verga, veintiséis años —murmuró uno de los muchachos.
—Hasta que te cases.
—Será.

JNOMJ
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Julia

—No, pero está bien —defendió el tal Henry de Souza—, yo pre-


fiero las cosas correctas. Si tuviera una hija, tampoco la dejaría andar
por ahí como una loca.
—Oye, Henry, pero veintiséis años...
—Bueno, nada. La casa se respeta. Si quiere andar durmiendo
afuera que se case y haga su vida. Después eso trae malas ideas.
—¡Por fin un muchacho de bien!
—¿Este? Si el Henry lo que es es tremendo vacilador, ¿no Henry?
—No. Cada quien con sus ideas...
—También vas a decir que tiene que llegar virgen al matrimo-
nio, ahora.
—Ah, eso es otra cosa. A mí sí me gustaría casarme con una vir-
gen, un matrimonio bien llevado, pero bueno, mientras tanto... Uno
tiene que salir con noviecitas... —terminó Henry con una sonrisa
pícara, antes de beber un buche de ron.
Julia empezó a beber un poco de güisqui, haciéndose servir expre-
samente por Salomón. Sonrió, le dio las gracias y parpadeó un par de
veces, logrando arrancarle una sonrisa sensual del borde de sus labios
esbeltos. Salomón se volteó y siguió animando la conversación grupal,
la cual giraba en torno a las modas d’été en París.
—Y la línea de Lagerfeld, tenías que haber visto eso, chamo. Puros
mujerones bellísimos con sendos trajes de baño.
—Nada como Gianni Versace —intentó decir Julia—. Aunque es
algo estrambótico, debo decir.
—Claro. Y tampoco es moda parisina d’été —corrigió una de las
chicas—, la perra esa. Siempre tiene que aparecer una chamita que se
las sabe todas, a quitarle el macho a las mujeres de bien, que andan bus-
cando novio. Julia no era una de ésas cualquiera que iba a estar regalán-
dosele al primero que se le apareciera. Más de una vez había perdido
una oportunidad al no poder competir con las carajitas que se ofrecían
en bandeja de plata, humillándose ante los hombres.
—Pero por lo menos conozco el Fashion Mall en Orlando —res-
pondió de manera incoherente, despertando miradas desaprobatorias
en la gente del grupo. Tomó un buche de güisqui.
—Y el John Galeano también tiene una línea ahora que, bueno, te
quedas loca, chama.
—Tengo que comprarme otra cartera Louis Vuitton, vale. Cuan-
do alguno de ustedes vaya a París me avisa, ¿okey?
JNONJ
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Mariela llamó a Julia y la citó en una baño —conferencia para ana-


lizar la situación.
—¿Y entonces, xsama? ¿Cómo va eso?
—Bien... o sea, no sé... no me para mucho, sabes... se está haciendo
el duro, yo creo... pero bueno, sabes cómo son los sombres, vale...
—¿Qué? Oye, Julia, ¿bebiste más?
—Nada, unos güisquicitos... estoy en la mesa de los afrancesados...
—Ten cuidado, vale, que después pones la torta, xsama.
—Tranquila... pa’lante como el elefante... a esa loca, dale hueso...
—Perro, chama, te veo algo mal —dijo Mariela con preocupa-
ción—. De pronto es mejor que te devuelvas con nosotras, además, el
chamo este quiere invitarte para la playa...
—¿Quién? ¿Salomón?
—No, el Jorge este, vale, que está con nosotras.
—Ah. Bueno. ¿Ustedes van?
—Te estamos esperando para cuadrar.
—Nada. Dile que bien, que yo también voy, lo que pasa es que estoy
hablando con la mamá del cumpleañero... Vamos a picar la torta y eso.
—Bueno, pero pasas en un ratico, ¿oíste? El chamo es súper bien,
igual... Así vamos para Higuerote el domingo.
—Perfecto. No culpes a la noche, no culpes a la playa.
—Y tranquila. Que tú vas a ver que el chamo te va a responder.
Espera que se tome unos palos más, capaz que está con una ex, o algo.
—Siempre peleando detrás de las ex, nosotras.
—Tranqui. Vamos para afuera. Pasas en un ratico, ¿okey? Cua-
dramos lo de la playa.
Julia volvió para la mesa de Salomón, retomando su puesto aunque
éste ya no estaba. Parecía ser que se había ausentado con unos amigos.
Decidió hablar con una de las muchachas.
—¿Tremenda fiesta, no?
—¿Hmm? Ajá.
—Aunque la miniteca podría poner mejor música, ¿no?
—Bueno, siempre he preferido las rocolas.
—¿Ajá? Sí, yo también.
—Cada quien pone lo que quiere y ya.
—Sí, eso se está poniendo de moda... —Salomón se reintegró al
grupo con dos de sus amigos. Julia tomó algo de coraje y lo invitó a
bailar una bachata de Juan Luis Guerra. Éste sonrió (como lo había
JNOOJ
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Julia

hecho toda la noche), se disculpó de los demás y condujo a Julia a la


pista de baile. Se enlazaron en una danza apasionada mientras ella
sentía sus hombros bien formados y robustos y él la agarraba suave-
mente por la cadera. Julia cayó en un trance mientras Mariela, son-
riendo, intentaba guiar la mirada de Jorge al otro lado del patio. El
tema se terminó y Salomón, siempre caballeroso, le agradeció el baile y
la condujo a la mesa, ante la mirada furiosa de las demás muchachas.
—¿Y entonces? —emplazó Julia a Salomón.
—Disculpa, mi vida, pero tengo que ir al baño —respondió de
manera extraña—. Oye, vamos al baño, chamo.
—Lo que faltaba, ahora los hombres yendo al baño juntos —dijo
Julia en voz baja, mirando de reojo a las demás muchachas. Aprovechó
la ocasión para disculparse ella también y se dirigió a la mesa de Jorge.
—Hola, hola de nuevo —saludó con la mano.
—¡Julia! ¿Cómo va lo de la torta? —preguntó Mariela.
—¿La torta?
—Sí, con la mamá y la torta... re-cuer-das...¿?
—¡Ah! ¡La torta! Bien. Bien. Por ahí viene. Y hablando de idas y
venidas, ¿por qué no vamos a la playa? —preguntó, vigilando que
Salomón no volviese aún a la mesa.
—Era lo que estábamos cuadrando... ¿El domingo?
—Eso. Perfecto. El domingo mismo es.
—Vamos en mi Toyota Baby Camry —dijo Jorge.
—Chévere. ¿Te doy mi dirección y me pasas buscando?
—Okey... ¿Y tú teléfono?
—También. Por supuesto. Mira, me van a disculpar, pero creo que
me están llamando de la cocina —dijo Julia, apartándose del grupo y
lanzando un beso al aire—. ¡Nos vemos en un ratico! ¡Muáj!
Ahora bien, Julia, mujer de experiencia, tenía olfato para las cues-
tiones amorosas. En ese sentido, empezó a darse cuenta de que un “jujú”
se estaba preparando entre Salomón y la chica que estaba a su lado. Es
más, se empezó a preocupar al ver que la otra chica de la mesa también le
“tenía el ojo puesto” a su galán y que la lucha iba a ser fuerte. Lanzó un
par de comentarios que se quedaron en el aire y se empezó a reír nervio-
samente al verse excluida del panorama. Decidió no dejar que Salomón
se le escapase de la vista otra vez y maldijo al Jorge Bermúdez, respon-
sable de todo al haberla obligado a separarse del grupo para cuadrar lo de
la playa el Domingo. Observó con pánico cómo Salomón le proponía a
JNOPJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

la muchacha que fuesen a bailar para luego conducirla con galantería al


centro de la pista. Los otros chicos hicieron lo mismo y ella terminó
bailando con un tipo un poco bajito y nada ágil para el merengue.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó el muchacho, mientras el bajo
de la miniteca retumbaba en su cerebro, alborotando sus ideas y sus pla-
nes amorosos.
—¿Ah?
—Que cómo te llamas.
—¿Yo? Julia.
—Ajá.
—¿Y conoces a Alfredo de dónde?
—¡¿Cómo que te roce el dedo?!
—Alfredo. Al-fre-do. ¿De dónde lo conoces?
—¿Quién?
—El cumpleañero, vale.
—Ah, no, vine con una amiga —respondió secamente, ante lo cual
decidieron dejar de conversar y dedicarse a bailar. Julia veía con rabia
cómo Salomón acariciaba a la muchacha y ésta que se reía mientras él le
susurraba algo al oído. En ese momento, la pieza se acabó y ella logró
separarse de su compañero para observar con horror que Salomón y la
susodicha se internaban riendo hacia otra parte de la casa. Presa del
pánico, Julia decidió seguirlos luego de recuperar su güisqui y tomar
unos cuantos buches. Le hizo una seña a Mariela para que la acompa-
ñara, aunque esta protestó un poco antes de decidir ayudar a su amiga.
Las dos muchachas se lanzaron cautelosamente a la persecución de la
pareja. La habían perdido de vista. Un pasillo poco iluminado daba
paso a una sala donde una puerta a la izquierda, la del baño, se cerró
rápidamente después de Salomón. Julia entró en pánico mientras otra
gente empezó a dispersarse, volviendo a la fiesta.
—¡Ay, xsama! ¿Viste?
—Tranquila, Julia... no pasa nada...
—No xsama, siempre es así. Ahora esos dos se encerraron en el
baño. Y yo aquí afuera como la propia gafa, vale. Todo iba tan bien...
siempre me pasan estas vainas a mí, xsama, estoy cansada...
—Tranquila, vale, tú vas a ver que todo sale bien... además, el
Jorge este...
—Qué Jorge ni qué Jorge, vale. Yo quería era al mío. Ese que está
ahí dentro con la perra esa.
JNOQJ
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Julia

—Ay, xsama...
—Siempre igual, una con su cortesía, con su amabilidad, y llega
una putica y se lleva al tipo. No es justo.
—Vente, xsama, vamos a regresarnos a la mesa, vale. Cómete algo.
—No, xsama, dale tú.
—¿Estás segura? No te vas a quedar aquí sola...
—No, no... yo ya voy. Aguanta allá, yo ya voy. Te lo juro.
—Bueno, pero tranquila, ¿okey? No pasó nada.
—Tranquila, xsama. Gracias. No juegue, vale.
Julia se quedó reflexionando en la oscuridad sobre la situación.
Parecía estar destinada a una maldición: con Andrés, con Pedro
Galíndez, en fin, con todos. Las posibilidades desaparecían igual de
rápido que el güisqui que estaba en su vaso, volatilizándose al ritmo de
su desesperación. Finalmente, la puerta se abrió y la pareja salió a la cla-
ridad de la sala. Julia permaneció escondida entre las sombras. Vio un
beso pasar de labio en labio y luego los cuerpos abrazados que volvían a
la fiesta. Sin embargo, Salomón se detuvo, le dijo a la muchacha que se
le había olvidado algo en el baño y que la alcanzaría en la mesa. La chica
se alejó. Salomón se volteó y volvió al baño, y fue en ese momento
cuando Julia se precipitó: lo empujó y cerró la puerta tras de ella.
—Finalmente solos, Salomón —le dijo mientras empezó a subirse
la falda—. Ahora sí que vamos a arreglar cuentas tú y yo.
Los cuerpos bailaron encima del lavamanos, contra las paredes, en
el borde de la ducha; Julia se entregó completamente al abrazo muscu-
loso de Salomón, quien dominaba la situación a la perfección. Los besos
profundos y los gemidos compartidos consumaban las ansias que ella
había tenido desde hacía tanto tiempo. Poco después, la pareja salió del
baño, cansada, agotada y buscando algo de tomar. Julia besó a su amante
una vez más antes de decirle que se verían en la mesa, ya que tenía que
buscar un güisqui y hablar con Mariela.

JNORJ
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Jesús de María (Chuíto)


Al día siguiente del altercado entre Chuíto y Willy “el Gordo”, un
ambiente bastante tenso se apoderó de la mesa durante el desayuno.
Encima del problema de la noche anterior con Cristina María, Yonder
se había quedado dormido en la mañana, olvidándose de llenar los
baldes de agua. Jesús de María lo había hecho responsable de esa tarea
ya que él estaba demasiado cansado después de una jornada completa
de trabajo y toda la noche buscando a su hija y discutiendo con malan-
dros. Él tenía la impresión de que sus hijos no asumían con suficiente
responsabilidad la situación, que manifestaban algún tipo de descon-
tento ridículo y aburrido cada vez que él les pedía que colaborasen con
el hogar, bajando la basura, yendo a buscar comida y ahora, llenando
los baldes de agua. La discusión volvía siempre a tocar los mismos
temas y sus hijos parecían no escuchar y estar aún más aburridos cada
vez que Jesús les explicaba algo.
—Te dije que llenaras los tobos, Yonder.
—Sí, papá, yo sé...
—Entonces por qué no los llenaste.
—Ah, vaina...
—No hables con groserías en la mesa, te agradezco.
—Está bien.
NOT
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Dime.
—¿Que te diga qué?
—Los tobos.
—Cónchale pero no viste: me quedé dormido.
—Tenías que haberte levantado. Para algo te dije el día anterior.
—Ajá.
—Mírame a la cara cuando te hablo. Y quita esa cara de “yo sé todo”.
—Ajá.
—Debería quitarte el desayuno, no joda.
—¡Cóntrale, Chuíto! No digas groserías...
—Es que me arrecha este carajito, Bladismar.
—Y después no quieres que te diga groserías, ¿ah?
—Pero Wilson nunca hace nada, no juegue.
—A tu hermano no lo metas, que él no fue el que se quedó dor-
mido, Yonder.
—Sí, pero cómo se va a quedar dormido si nunca tiene que hacer
nada, ¡bestia!
—Él lavó los platos ayer.
—Ah, pero más fácil es lavar los platos que pararse a llenar tobos.
—¿Tú vas a lavar los platos hoy?
—Epa, ya va: yo no voy a estar parándome de madrugada porque
Yonder quiere —agregó el hermano—. Yo lavo los platos.
—¿Viste, papá, viste? Te estoy diciendo que más fácil es lavar los
platos, vale...
—Epa, Cristina María, ¿tú para dónde crees que vas?
—Para el colegio.
—Para el colegio nada, que tenemos que hablar. Siéntate.
—Papá, después llego tarde...
—Me sabe. Siéntate.
—Uff... dime.
—Quita esa cara. Miren, lo que les voy a decir es para todos y
quiero que me escuchen bien. Yo sé que ustedes ya me han oído decir
esto antes, pero quiero que entiendan. Cuando yo era niño, vivíamos en
la parte de arriba del barrio, y yo tenía que ir con mis hermanos de
madrugada a llenar los pipotes allá abajo donde echaban el agua. Y
nunca me quejé —los ojos de sus hijos daban fe de un aburrimiento
ante lo conocido, el discurso y las disertaciones de su padre que vol-
vían con periodicidad cada vez que alguno de ellos cometía una falta.
JNOUJ
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Jesús de María (Chuíto)

Cristina de María estaba obligada a mirarlo a los ojos, ya que Jesús la


crucificó con la mirada, pero Yonder miraba la suela de sus zapatos
mientras evaluaba la situación y Wilson pensaba que todo era culpa de
su hermano, tan zángano que ahora quería obligarlo a él a pararse tem-
prano. Betty, la otra hija, permaneció sentada al lado de su mamá,
siempre serena y eximida de cualquier regaño gracias a sus notas en el
colegio. Jesús de María continuó:
—Y a veces ni pollo comíamos. Pero siempre supe que podría salir
de abajo. Y le eché bolas. Cuando empecé con el carrito sabía que no
me iba a hacer millonario, pero bueno, vivimos humildemente pero
bien. Esto no es pobreza como la de allá arriba en el barrio. Pero hay
que adaptarse. Hay que colaborar. En eso está la familia. Y mantener
los valores. Ustedes los carajitos de hoy (¡Chuíto, sin groserías!), sí, yo
sé, Bladismar, pero es que estos carajitos no saben lo que es trabajar. No
saben lo que es el respeto y los valores. Andan por ahí bebiendo como
unos barriles sin fondo y viendo a ver qué agarran por ahí. Siempre lo
fácil, nadie quiere trabajar y echarle bolas.
—Mira, papá, yo me tengo que ir al colegio ya —interrumpió
Cristina.
—Ah, ¿tú ves? ¿Tú ves cómo son? Ya ni quieren escuchar a los
mayores. Esta se va por ahí con un sinvergüenza, un malandro con los
dientes rotos, y después le echa la culpa a uno, como que yo estoy ladilla
con mi conversación. ¿Te molesto, hija? ¿Ah? No, porque si no quieres
oír, vete, vete al colegio, o con los malandros, pero para acá no vengas a
pedir plata. Sí es arrecha. Como si esto fuera un hotel o qué sé yo.
—Mira, papá, yo me voy. Esto ya está bueno.
—Claro. Vete. Vete por ahí. Váyanse todos, ¿por qué no? Cuando
estén pelando bola, tirados por ahí sin trabajo y sin casa, ahí los veré
quejándose. Que si “mi papá tenía razón” y vaina. Ya veré si les ladilla
pararse a abrir un grifo, ¡un pedazo de grifo!, en las mañanas, cuando
estén por ahí. Buena verga esta, no joda —dijo Chuíto, golpeando la
mesa con las manos.
—Que no digas groserías, vale...
—Bladismar, tú también me estás arrechando, no joda. Qué gro-
sería ni qué nada, esto es un problema de disciplina, no joda.
—Chuíto, pero no sigas hablando así.

JNOVJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Bueno, ¿sabes qué? Me voy. Ya no los ladillo más. Hagan lo que


quieran, todos. Yo me voy a dormir un rato que esta noche me sale
trabajar.
—¿Agarraste el turno de noche, hoy?
—Me tocaba. Pablo va para una fiesta. ¿Y ustedes tres qué? ¡Vayan
para el colegio, carajo! ¿Qué hacen ahí sentados? Vuelve a raspar
Matemáticas, Wilson, ¿oíste?, que ahí sí que te caigo a cuerazos. Están
avisados: siete cuerazos por cada punto que les falte para llegar a diez.
Después no digan que no se los advertí. ¡Vagos!
Los jóvenes salieron de la casa, algo aliviados después de dejar de
escuchar el sermón. Yonder pensó que tenían suerte de no ver a su
padre en la noche, ya que trabajaba, pero que eso lo obligaba a encar-
garse mañana de llenar los tobos. Trató de negociar con Wilson lo de
los tobos, pero éste, todavía molesto, le dijo que no había negocio
posible. Mientras tanto, al interior de la casa, Jesús de María trataba de
sobreponerse a su molestia escuchando radio en la habitación. Intentó
conseguir noticias de su equipo de béisbol, ya que en la noche se había
perdido el partido. En realidad quería ver televisión, pero el aparato
estaba en la sala y no quería ver a Cristina Bladismar. Se enteró de que
su equipo había perdido, refunfuñó su desaprobación, pensando que
todo le había salido mal hoy. Apagó la radio y se acostó mirando al
techo, con sus manos encima de su panza para evitar que ésta se ladeara
hacia la izquierda. Escuchó una voz en el umbral de la puerta:
—Chuíto, mi amor.
—¿Eh? ¿Qué quieres? —preguntó, levantándose con dificultad.
—Nada, gordo, que no te pongas así con los muchachos, vale.
—Ay, Cristina, no vamos a volver a empezar.
—No, chico, lo que pasa es que tienes que tratar de entenderlos
también.
—Ajá. Debe ser eso.
—Y no digas tantas groserías, gordo.
—¿Qué no diga...?
—Tienes que calmarte, mi amor —consoló Cristina, acercándose
a él y sentándose en la cama. Le comenzó a pasar las manos por el
cabello.
—Hmm. Claro. Es que estos chamos, coño, a veces me arrechan...
—¡Chuíto!
—Perdón, perdón... —agregó sonriendo—. No parecen entender...
JNPMJ
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Jesús de María (Chuíto)

—Tranquilo, mi gordito. Yo sé lo que hemos pasado, y tenemos


que seguir luchando... Tú vas a ver que los muchachos van a entender,
deja que crezcan, dales su tiempo...
—Sí. Eso lo vamos a ver. Ahora, ven acá —dijo Chuíto con una
sonrisa pícara, jalando a Cristina hacia él.
—¡Chuíto! Mira que tengo que hacer el almuerzo y lavar la ropa, y
ahora que no hay agua...
—Jejeje... Con más razón... Cierra la puerta ahí, no vaya a ser que
uno de los chamos se devuelva. Pero no te escapes, ¿oíste? Jejeje...
En el almuerzo, Chuíto, bañado, afeitado y con un nuevo cambio
de ropa, se había alegrado y comentaba con gracia su encuentro con los
malandros el día anterior.
—Y el chamo me amenazó y que me iba a dar un tiro, ¿te imaginas?
—Ay, Chuíto, ten cuidado, vale...
—Naaa, Cristina. Esos no son malandros nada. Puro chamos que
se las dan de arrechos porque tienen una nueve y verga. En los viejos
tiempos, esos sí eran malandros.
—Chui, cónchale, no te metas con esos chamos, vale. Andan
endrogados y eso no es bueno.
—Bueh. Pura mariquera, vale. Malandros de pata ‘e barrio. Que se
vayan pa’rriba, para que vean. De ahí vengo yo. Del corazón de la vaina.
Cuando yo estaba chamo, eso sí era malandreo, todo el mundo tenía
que dar las manos. No había pistola y vainas de carajito, puro puño, no
joda. Me acuerdo del Chipo, uno que le decían el Chipo, ese sí era
malo. No como estos niños, no joda.
—Chuíto, las groserías —interrumpió Cristina mientras lavaba las
ollas de la cocina. Ella comía después, cuando los muchachos llegaban
del colegio.
—Un día un chamo se las quiso dar de duro y le dijo algo al Chipo
que no tenía que decir, no me acuerdo qué, como que el Chipo era un
cobarde, y la que se armó, no joda —dijo Chuíto entusiasmado, mien-
tras chupaba un hueso de pollo de la sopa—. Porque lo de nosotros no
era estar dándoselas de malo, esa vaina no significaba nada. Nadie
andaba asustando a los demás o pidiendo plata en la pata de la escalera.
Cada quien en lo suyo, y cuando se armaba era porque te insultaban o te
faltaban el respeto. Y ahí... Carajo, eso era candela.
—¿No podemos hablar de otra cosa? Siempre te la pasas hablando
del barrio, como si la cosa fuera buenísima, como si extrañaras esos días...
JNPNJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—¿Qué quieres que haga? Vengo de allá. Yo no niego mis raíces.


No digo que sea “mejor” o lo que tú quieras, pero sí era más honesto. Lo
que estoy tratando de decir es que nadie llegaba faltándote el respeto
sólo porque tenía una pistola. En ese entonces, las cosas se arreglaban a
coñazos y aunque suene feo, había más respeto. Nadie se metía contigo
ni te fastidiaba porque sabía que si no había que defenderse y venían los
carajazos.
—¡Chuíto, las groserías!
—¡Pero es que era eso, Cristina! Cuando te agarraba el Chipo, no
te “daba de puños” porque “te querías pasar de listo”, sino que te reven-
taba a carajazos por pajúo.
—Bueno, Chuíto. Ya. Me voy. Si no sabes hablar, lo dejamos así.
Yo no me tengo que estar calando tu boca sucia, vale.
—Bueno, vete, vete... Qué quieres que te diga... En mis tiempos,
no iba a venir ningún mariquito que se las da de arrecho a quitarme mi
hija, ¿oíste? Hasta los viejos daban coñazo, no joda. Y había respeto, la
gente se daba de caballero. No te iban a agarrar en un grupito, unas
ratas cobardes que te caen de a tres. Déjalos, déjalos que vengan. Van a
ver quién es el Chuíto. Malandros. No joda. Me van a caer a cuentos a
mí. Mira, aquí te dejo el plato para que lo laves entonces. Yo me voy a
dormir, que tengo que trabajar en la noche. Déjame el cuarto. Y diles a
los chamos que no hagan ruido, si no les doy sus cuerazos. Estoy
arrecho ya.

JNPOJ
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José Luis
Estoy llegando a la casa de María Alejandra y ya la música retumba
por toda la cuadra. Busco un puesto para parar la Samurai, no muy lejos
de la puerta, pero la calle está abarrotada de carros. Paro la camioneta,
le pongo el trancapalancas, el cortacorrientes, el ultrasonido y la alarma
de la puerta. Mi reflejo aparece en los vidrios ahumados, todavía más
grande e hinchado debido a lo convexo del cristal. Me arreglo un poco
el pelo, guardo los cigarrillos en mi bolsillo y empiezo a caminar hacia
la casa.
Creo que es la primera vez que vengo a la casa de María Alejandra
Epstein. La construcción se erige en el medio de la urbanización como
una inmensa mansión: tres pisos, deben tener cinco cuartos por piso,
supongo. A la derecha hay un estacionamiento cerrado donde segura-
mente guardan el Eclipse de María Alejandra y puede ser que otros
dos carros más. Abro la reja y comienzo a atravesar el jardín hacia la
entrada principal. Toco el intercomunicador, tratando de buscar el
mejor ángulo para que me vean por la cámara de vigilancia encima de
la puerta.
—Quién.
—José Luis Manccini, un amigo de María Alejandra. Buenas noches.

NPP
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—Pasa —ordena la voz electrónica.


Atravieso un pequeño pasillo donde hay un perchero, un espejo y
algunos cuadros que no identifico clavados a la pared. Llego a una gran
sala. A la derecha hay una puerta que da paso a una cocina inmensa con
tres neveras y una mesa de mármol. Varias botellas de licor están amon-
tonadas en una esquina y veo algunos pasapalos regados. Hacia el otro
lado de la sala una gran escalera caracol conduce al segundo piso. Sigo
caminando a través de la sala: una alfombra espesa cubre el piso y abre
hacia un sofá —cuya marca no logro ubicar— obviamente de lujo. Hay
otros cuadros y un barcito rodante en una esquina donde veo algunas
botellas de Henessy, Cognac y una Royal Salute. Al fondo, unas puertas
de vidrio bordeadas en madera dan paso a la fiesta.
El ambiente se oscurece al internarme en la pista de baile. Suena
Entre caníbales, de Soda Stéreo ya que todavía es algo temprano. La
fiesta entera huele a Amarige de Givenchi. Algunas parejas ya están reu-
nidas en las esquinas, hablando, tocándose y riendo. Pienso en los pen-
dejos de Carlos Goldstein y Pedro Werner, que seguro van a llegar
tarde. Flexiono mis músculos y considero las alternativas. Doy una
vuelta por la fiesta buscando a Gabriela Recanatti. Veo que varias
mamis se me quedan viendo. Mi franela Armani las vuelve locas. Me
recuesto de una esquina, cruzando los brazos para que se vean mejor mis
bíceps. Una tipa esbelta, con excelente figura se me acerca y comienza a
decirme algo. Puedo ver el deseo en sus labios. Gracias a Dios por las
mujeres y a Mike Barnes, mi personal trainer, por existir. Veo a Gabriela
hablando con Valerie y María Alejandra en una mesa. Me acerco, agarro
un vaso y me sirvo un Etiqueta. Saludo a las muchachas.
—¿Cómo están?
—Hola, José Luis... ¿y los muchachos?
—Se quedaron atrás un poco. Por ahí deben venir.
—¿Qué te parece la fiesta?
—Está bien —digo con algo de aburrimiento y pensando en la
cocaína que estúpidamente le dejé a Carlos—, bastante gente. Deberían
empezar a poner la música, porque con los Enanitos Verdes no vamos a
llegar a ningún lado.
—Tienes razón —dice María Alejandra, levantándose—, voy a
buscar más hielo también.
—Qué pasó, lamento boliviano —me dice Pedro Werner, apare-
ciendo detrás de mí.
JNPQJ
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José Luis

—Yo conozco a los Orozco: Cholo, Moncho... ocho Orozco


—agrega eufóricamente Carlos—. Estoy seguro de que se bajaron unas
cuántas líneas más sin esperarme. Gracias a Dios, la música arregla la
disputa ya que comienzan a sonar los acordes de What’s up de Four non
Blondes. En las otras mesas, algunas de las personas se ponen a cantar.
Pedro y Carlos se sientan. Estamos —como de costumbre— rodeados
de mamis a pesar de que María Alejandra no ha vuelto.
—¿Viste Dorangel y los doce del signo? —pregunta una de las
muchachas. Niego con la cabeza mientras tomo algo de güisqui.
—Excelente. Estaba Miguel Bosé.
—No me gusta Miguel Bosé —dice Pedro—, es demasiado pato.
—Sí, pero canta bien.
—Y es tan bello... —agrega una de las muchachas. Trato de llamar
la atención de Carlos para que me dé unas líneas, pero se hace el loco.
Hablo un poco con Gabriela y con las demás muchachas. La fiesta
empieza a calentarse al ritmo de Psychosomatic, addict insane de The
Prodigy. La gente comienza a invadir la pista de baile. Finalmente,
Carlos me hace una seña y nos alejamos de la mesa.
—Qué pasó —me dice, dándome la bolsa con la cocaína.
—Todo bien.
—¿Y la Gabriela?
—Ahí va.
—¿Vas a coronar?
—Supongo. ¿Esto es todo lo que te dio Milos? Parece poquito.
—Los precios subieron. Vamos, deja un poco para después.
En la pista de baile, la fiesta está encendida. La gente baila El
General de manera desenvuelta, algunos gritando ya borrachos.
Volvemos a la mesa. No sé por qué, pero pienso en Gabriela y me da un
poco de sueño. Comienzo a hablar con otra mami, por no dejar. Valerie
está discutiendo el valor estético de la serie A todo corazón y propo-
niendo ciertas vueltas que podrían arreglar el guión, “demasiado
infantil”, como ella dice. Me doy cuenta de que los zarcillos Pantera
que usa Gabriela están pasando un poco de moda, ya que todo el
mundo los tiene. Suspiro. Bebo más güisqui. Hablo un poco con ella,
realizando que lo mejor esta noche es caerle de todos modos, si no
podría morir del aburrimiento. Veo que Carlos está reclinado hacia una
de las muchachas, haciéndola reír y fumando un cigarrillo con estilo.
Sus dientes perfectos me ponen un poco nervioso. Busco un Marlboro
JNPRJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

Light y lo enciendo. Hablo con algunas mamis mientras boto el humo


calmadamente. Pedro le hace una seña a Carlos para que vayamos a
jalar unas líneas. Termino mi güisqui. Me paro de la mesa.
Después de varios pases estoy sudando y sintiéndome un poco ace-
lerado. Vuelvo a la fiesta pensando que algo debe haber pasado con las
luces ya que las veo como más oscuras. Apenas distingo las caras que
bailan en la pista, y decido que lo mejor es descargar un poco así que
saco a Gabriela. Bailamos Another night de Proyecto Uno en perfecta
sincronía. Ella baila muy bien. El merengue “brincadito” es lo mejor
para levantar a una mami ya que ella puede sentir mi cuerpo irresistible.
Veo en su cara cómo disfruta mi perfume mientras agarra mi trícep
para sentir su tonicidad. Me doy cuenta de que otras mamis también
me están viendo, es natural. Pedro está bailando con una tipa que acaba
de conocer y Carlos sigue haciendo su rutina de galán. Comienzan a
girar unas luces de colores por toda la pista de baile y tardo un poco en
acostumbrar la vista. También aparece algo de humo. Una mami me
saca a bailar y aprovecho para separarme un poco de Gabriela y ver qué
pasa. Damos algunas vueltas en la pista. Le agarro la cintura y comienzo
a bajar la mano de manera provocadora para ver hasta dónde me dejará
ir. Ella se ríe y da una vuelta, separándonos. Veo a Gabriela mirándome
desde lejos con algo de rabia. Carlos me señala y le dice algo a la mami
que está con él. No sé por qué, pero estoy bastante seguro de que voy a
tener algo con Gabriela y la seguridad hace que pierda un poco el interés.
Termino de bailar y me voy a servir otro güisqui.
Estoy comenzando a sentirme un poco mareado y con un ligero
dolor de cabeza. Carlos me dice que se le acabó la cocaína. Sé que está
mintiendo. Pedro me dice que una amiga le dijo que María Alejandra
tenía en la casa. La llamamos y hablamos con ella en una parte alejada
de la fiesta. María Alejandra nos explica que ella no compra nunca, sino
que le roba al hermano de vez en cuando. Tratamos de convencerla de
que registre el cuarto de su hermano para que nos consiga algo. Ella
habla con su mamá para que lo distraigan y desaparece hacia la escalera
de caracol. El hermano de María Alejandra se sirve un güisqui, habla
con una mami y luego se va hacia la cocina. María Alejandra baja las
escaleras y nos hace una seña con la cabeza.
Nos reunimos todos en una parte alejada de la sala de la casa.
Gabriela no aparece y Valerie me manda a buscarla. Le pregunto si
quiere venir con nosotros y me dice que sí. Me agarra de la mano y me
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José Luis

sigue hacia la sala. Carlos y Pedro se ríen y hacen algunos chistes malos
sobre el hermano de María Alejandra. Ella se molesta un poco pero
consigue igual una bandeja para hacer las líneas. Todo el mundo jala
una, dos líneas y el ambiente empieza a relajarse. Nos sentamos en un
sofá y veo que Gabriela está bastante excitada, con las pupilas dilatadas.
Me empieza a decir algo que no entiendo mucho ya que estoy fascinado
con su respiración tan cerca de mi oreja. Comienza a besarme el cuello.
Me volteo y la beso con violencia. Las demás parejas entran también en
su ritmo particular y comenzamos a dispersarnos. Veo que la amiga de
Carlos se queja de sus besos y le dice que prefiere volver a la pista de
baile. Me río en silencio tratando de no perder la concentración en
Gabriela. Hacemos unas cuantas líneas más, bebemos algo de güisqui y
luego ella me empuja mientras nos vamos besando hacia alguno de los
rincones de la sala. Sigo saboreando su boca y finalmente logramos
entrar en un cuarto y cerrar la puerta.
Gabriela me dice algo sobre mi físico y sigo besándola aunque el
dolor de cabeza me vuelve otra vez. Comienzo a arrancarle el top Zara’s
mientras trato de desabotonarle el pantalón con mi otra mano. Me
quito los zapatos. Estoy respirando un poco rápido y sudando muchí-
simo. Afuera, más allá de la puerta, sigo oyendo el ruido de la fiesta.
Pienso en el bobo de Carlos, reducido seguramente a bailar con su
amiga en vez de entrar en acción. Me quito la franela y veo la impresión
que mis abdominales causan en la cara de Gabriela. Ella termina de
desvestirse y me desabrocha el pantalón. Veo que se sienta sobre un
mueble y permanece ahí, desnuda, viéndome, para luego abrir las pier-
nas y atraerme hacia ella. La penetro con precisión, primero lento y
luego más rápido con mi técnica que he ido perfeccionando poco a
poco. Ella comienza a gemir y me abraza, clavándome las uñas en la
espalda. De pronto, todo se me nubla y empiezo a perder la concentra-
ción. Gabriela se me sale de foco, pero sigo penetrándola. Mientras
más grita más retumba el dolor dentro de mi cabeza, comienzo a deses-
perarme y trato de terminar en vano. Veo que tiene los ojos cerrados
pero no puedo entender lo que está diciendo. Cambio de posición,
poniéndola de espaldas a mí para penetrarla desde atrás. Siento algo de
alivio ya que ahora no me puede gritar en el oído. Le doy un par de nal-
gadas —aunque no sé muy bien por qué— acelero un poco más y trato
de terminar.

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Abro la puerta un poco mareado, buscando mi güisqui. Gabriela


me da un beso, dice algo como “eres el mejor” y empieza a irse a la pista
de baile. Yo voy hacia la sala a buscar un poco más de cocaína pero ya no
hay. Me sirvo un güisqui y me consigo con una de las mamis que estaba
con Carlos. Le pregunto por él pero me responde con desprecio. Es-
cucho que ponen Natusha. Me siento algo perdido. Veo que la mami
me mira extrañada pero le digo que estoy bien. Sin saber por qué, veo
que ella se acerca a mí y me limpia la frente con un pañuelo. No
entiendo mucho, por no decir nada, y veo que ella quiere besarme.
Tiene unos labios carnosos que se me hacen irresistibles. Me besa y no
opongo resistencia. Siento que me muerde la lengua a propósito. Trato
de hacerle una pregunta pero me empuja con fuerza. No sé por qué está
tan brava conmigo. Pienso que puede ser una trampa de Carlos, no me
extrañaría. Ella se agacha para desabotonarme el pantalón y me doy
cuenta de que estamos solos en un cuarto. Trato de agarrar mi vaso de
güisqui pero no lo consigo. Me recuesto de la pared mientras ella
empieza a besarme y me doy cuenta de que tengo muchísima sed.
Espero que esto termine rápido o Gabriela puede darse cuenta. De
todos modos no importa mucho, ya me agarré a la Gabriela. Sonrío
ante esta nueva idea, logro concentrarme y decido pasar a la acción.
Levanto a la mami y comienzo a penetrarla. No puedo distinguir si los
ruidos que escucho vienen de la fiesta, de nosotros o si no existen y
están dentro de mi cabeza. Respiro profundamente y trato de enfocar el
cuerpo de la mami. Me siento bastante cansado. Decido arremeterle
con furia y terminar de una buena vez. Algo de angustia empieza a subir
por mi espalda y grito desesperadamente, llegando al clímax. Empujo a
la mami lejos de mí. Me visto y busco un pañuelo para limpiarme la
frente. Me quedo recostado contra la pared, respirando acelerada-
mente y con un poco de taquicardia. Ella dice algo pero no le presto
atención, asiento con la cabeza y trato de salir lo más rápido posible
para buscar a Gabriela y los demás.
Consigo mi güisqui en una mesa y bebo dos buches, reincorporán-
dome mientras el ritmo de mi corazón se estabiliza. Respiro profunda-
mente. Regreso a la pista de baile. La locura se ha apoderado de toda la
fiesta pero ya no tengo ganas de bailar. Me siento a la mesa con Carlos y
Pedro. Enciendo un cigarrillo. Gabriela me mira y me pica el ojo.
Sonrío. Pedro empieza a decirme cómo le fue con su amiga. Me alegro
por él. Veo que Carlos sigue hablando con la suya, un poco aburrido y
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José Luis

reducido a escuchar nuestras historias. Valerie hace algún comentario


sobre los parciales de la semana que viene y todo el mundo la manda a
callar por aburrida. No sé por qué, pero cuando acabas de tener sexo
todas las mamis te quieren caer encima. Veo dos niñas en la mesa de
enfrente que se me quedan viendo con picardía. Sería abusar, pero sé
que si de verdad quisiera las podría tener a las dos, juntas, esta noche.
Les sonrío y les pico el ojo. Ellas se ríen y comentan algo. Pedro me
pregunta si quiero más güisqui. Trato de rendirlo con soda esta vez.
Pedro dice que estoy vuelto una “mariquita” y Carlos me mira con des-
precio. Me siento algo cansado y con ganas de irme de la fiesta. El
ambiente me aburre de repente.
Alguien apaga la música y traen una torta para cantar cumpleaños.
Todos nos paramos y vamos a rodear la mesa. Gabriela me agarra la
mano, poniéndome nervioso, y me explica que es el cumpleaños del
hermano de María Alejandra. Se escucha algo de ruido en la cocina
pues parece que el hermano se dio cuenta de que le habían robado su
cocaína. María Alejandra aparece riendo nerviosamente, seguida de su
hermano quien está refunfuñando y quejándose con su mamá. Ésta le
dice que deje el teatro y sople las velas. Él sonríe, obviamente molesto,
hace como un director de orquesta mientras cantamos y luego sopla,
escupiendo a propósito la torta. Cuento las velas. Hay veintidós. Tiene
veintidós años, igual que yo.

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Willy y Jimmy
Otra vez en la maldita plaza de mierda esta, Jimmy. Y qué vamoa
hacer. Hay que buscar los reales. Todo el mundo en el mismo perro
rebusque. Oye, y viste el güeón ese en la fiesta del Jaykson. Quién.
Cómo quién, pajúo. El papá de la Cristinita, la mami que andaba con-
migo. Na’guevoná de embarque, yow. Y tú, lechúo, que te quedaste con
la jeva tuya hasta el final. ¿Y qué, mataste? Listo. Fino, yow, jajaja. Así
mismo es. ¿En dónde? Nada, resolvimos por ahí en la casa del propio
Jaykson. Qué perroncho, vale... Jaja. Entonces, listo lo de la Crismar,
¿no? Bueno, no sé, yow... Como que voy pa’su casa en la noche, a ver
qués lo que hay. Rata, vas a seguir pegao. No, pegao no, pero bueno...
sabes cómoes todo. Bueno. Peo tuyo. Móntale un rancho, si quieres.
Güeón. Te casas, y listo. Te pones a trabajar ahí en la construcción y tal,
a cargar bloques. Rolo de padre de familia, ¿ah? Cállate, pajúo. Tre-
mendo billete que vas a tener. Después viene el carajito, y ya sabes, se
acabó. Destruido. Bueno, y tú qué. Gibareando toda la vida. Vendiendo
esta mierda todos los días. ¿Tú qué crees, que los ratas mayores allá nos
van a poneá valer algún día? Pues no. Esos cuando ven que la cosa va
fino, te tumban. Ponen a otro. Les conviene. Vamos a ir directo pa’la
Planta, yow. Cállate, qué Planta ni qué Planta. Aquí la policía ni se
mete. Bueno. Sí. Pero entonces ruégale a Dios quel Pancho no se las tire
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de vivo y haga un pacto con los bichitos de arriba, ¿oíste? Porque ahí sí
que vamos a caer feo. Bueno, mamagüevo, así es la vida. Al que le guste
bien y al que no, bueno, vete a trabajar pa’la construcción. A ver si te
agarran. Porque tú, con la cara de ratero que tienes, yo no te pongo a
trabajar. Pajúo. Debe ser que tú tienes cara de galán de novela, ¿oíste?
Claro, rata... tremendo porte que tengo, pilla, mira: la nariz y todo,
yow. Nariz de crackero lo que tienes. Jajaja. Abusador. Dame un
cigarro ahí, convive.
Mira, pero sabes que, bueno, que la vaina está caliente. ¿Qué? ¿Por
qué? Nada, mestaban diciendo los lacras de allá que el Pancho anda en
tremenda candela, yow. ¿Ah, sí? Claro, yow. El primo y que lostán
cazando, parece que unos colombianos. ¿Y esa vaina? Sabes comoés
todo. Real. Eso no dura, yow. El convive y que se puso a gastar, qué sé
yo, y que a fumarse toda la merca... total que, bueno, ya sabes. Y noso-
tros qué pintamos ahí. Nada. Esperando y vamos a vé. Tranquilitos.
Por lo abajito. De pronto noes verdá, quién sabe. Pero si la vaina es así...
Yow, yo no sé. ¿Que no sabes de qué? Mira, bueno, que la vaina se
puede poner fea. Por eso te digo: cuidado poray. Esto se va a poner
bueno en unos días, tú vas a ver. Nada, nos quedamos quietos, mo-
vemos las piedras aquí en la plaza como siempre, y mosca con los pajúos
de allá riba. Tú le vendes nada más que a la gente de nosotros, ¿oíste?
Mira que si viene un paco por ahí caemos bello. Nada. Dame otro
cigarro ahí, convive.
Na’güevoná, par de perros, ese escándalo que metieron anoche.
Qué escándalo de qué nada, ñero. No joda, todo el barrio se enteró desa
verga. Quel chófer de porayá bajo se pareció con un bate todo revirao y
verga. Sí, mamagüevo ese. Ta’buscando una buena vaina, es lo ques.
Na’pobre bichito, gritando como una jeva ahí. Qué, tú oíste, y vaina.
Yo y todo el mundo güeón. Y entonces. Y entonces qué. Un mama-
güevo buscando peo y todo el barrio se pone a hablar. Sabes cómo es
todo. Le fueras dado unos tiros a ese venao, pa’que aprenda. Nah...
Después la jevita se arrecha. Mataste a mi papi, y verga. Quién soporta
eso. Qué va. Bueno, lacra, dame ahí lo de siempre. Pero tienes real,
¿no? Mira que seacabó la fiadera. No joda, Willy, ahora me vas a tirá
esa a mí. Bueno, pajúo, acaso yo voy pal kiosco de tu apá pa’que me
vendan barajitas fiao, güeón. ¿Tú compras barajitas? ¿Qué, del mun-
dial, y verga? Pajúo. Si no tienes plata, aquí no hay nada de nada. Anda
pa’llá, que ya me tienes arrecho. Bueno, stá bien, pero entonces dame
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Willy y Jimmy

un pelo más. ¿Ahora te vas a poner Popy? Mira que nostoy pa’mari-
queras, Johny. Dame los reales, agarra lo que es y listo. Fino. Ah, verga,
ahora como anda todo arrecho y güevoná... Ya, vete de aquí. Sigue así,
que le digo al chófer que venga a date unos batazos... Jaja. Vas a seguir
con el chófer. Quédate sano, bichito. Bueno, pira, questo no es una
reunión de familia. Harto negocio. Nos vemos, pal de lacras.
Porque tú sabes que son todos una cuerda de sapos en esta verga.
No puedes andá por ahí saludando a todo el mundo, Jimmy. Así fue
que se llevaron al Bebeto, ¿te acuerdas? Bichito que andaba instalado
allá arriba. Pasa es que se pasó de buenagente. En esta verga no puedes
andá por ahí con una sonrisa. Mira que mañana, bueno. Llegan y le dan
unos billes a unas lacras allá en la cancha de básquet, y listo. Vienen
buscándote. Se acabó lamistá. Vienen a partirte en cuatro mil pedazos
pa’montarse en tu plaza. Claro. Todo el mundo quiere está en una,
quieren ser los planes. Al Bebeto y que lo chusearon en la Planta. Uff...
durísimo. Esa Planta un solo lacreo. Como veinte güeones encerrados
en una mierda del tamaño de, no joda, chiquitico así como esa canchita
allá. Un solo lacreo, todo el mundo contra el muro... No joda, si llegas a
empujar a alguien, se armó la coñaza. Mira, cuando yo anduve allá,
verga, yow, demasiado lacreo. Y un pana ahí que se las da de jefe, y
verga. El pana llega la comida y el tipo se agarra cuatro pedazos, yow.
Nos teníanos la comida en periódico, tú sabes cómo es, y la lacra se aga-
rraba cuatro, yow. Éranos como veinte, y nos dieron diez comida. Bue-
no, te imaginas. Y la rata se agarra cuatro. Y no se la come, yow. Sólo
pa’que sepan quién es el jefe. Llega a decir algo pa’que tú veas. Joda,
güeón. Apenas vas encanao tienes quempezá a ver dónde sacas un
chuzo, yow. Jodido, lacra... Yo agarré una cuchara ahí que habían
dejado y empecé a sacarle filo contra la pared, yow. Qué voy a hacer. Yo
sabía que no iba a estar ahí metido mucho tiempo, pero qué. Tienes
questar preparao. Se arma una y entonces qué. Sin chuzo. Y ahí todos
giran las manos, yow. Todos. No joda, pa’tumbá a uno de esos bichitos
de la Planta pal piso, tienes que echarle bolas arrechamente, convive.
Plin, plin, plan, ahí no’ay leyes de nada, yow. Ves a los bichitos pelean-
do con lo que sea, rata, el diente, arañazo, codazo, lo que venga. Qué
vas a hacer. Yo pa’llá sí que no vuelvo, primo. Ni de verga. Dormíanos
parados contra la pared, yow. Y si despertabas al questaba al lado... No
joda, otra coñaza. Puro güiro. Puro lo peor. Bueno, mamagüevo, deja
de hablar de eso. Pa’que veas. Pa’que sigas con la mariquera. Aquí no
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hay nada de eso, yow. Pa’lante, no saludes a nadie y siempre pilas. Siem-
pre guillando a ver qué pasa. Yo sé, convive, yo sé. Pero bueno, entonces
ponte ahí. Si aquí estoy. Tú siempre con una regañadera, como si fueras
miamá. Bueno. Yo nada más que testoy diciendo. Ya no digo más nada.
Tú verá lo que haces. Deja la ladilla es loques. Mira, que ahí viene otro
pa’ nosotros.
Qué pasó, par de yows. Qué dice el Maykel. Fino. Talavaina. Esta
verga, bueno, un solo lacreo. Ya te dije, porahí la vaina puede ponerse
dura, ratas. ¿Dura? Como lo oyes. Ah, está bien. Bueno, tienen que
subir, lacritas. ¿Subir? El Pancho, Willy. El Pancho los mandó a
pedir. Verga, ¿ahora qué? La hemos movido bien, ¿no? Sabes quese
noes peo mío, convive. Yostoy en lo mío y listo. Me dijieron anda
buscá las lacras de allá, el Willy y el Jimmy, y yo voy. No me ando revi-
rando. Cada uno buscando su verga. Cada quien en su plaza. Podemos
ser panas, primo, pero sabes questo ya es otro peo. Claro, Maykel, no
hay güiro de nada. Bueno. Pa’que sepan. Todos modos, si hay que
echá plomo, tú estás ahí. Claro, yow. Saben quel Maykel anda con
ustedes. Cualquier peo me avisan. Saben questán con el Pancho. Eso
se respeta. Pero, no, tranquilitos ahí. No creo que haiga peo. Y los de
arriba. Pero qué güevoná tú con los de arriba, carajo. Esos son unos
ñeros, unos bichitos. No tienen fuerza pa’metese con Pancho. Déjalos
tranquilos y tate quieto tú también. Tampoco vayas a irle a alborotarle
el avispero, no joda. Pero te digo quesos no son nada. Todo bien ahí.
Ah, bueno. Yo decía. Dale, vamos.
Y qué, ¿tú crees que algún día podamos terminar rateando de
verdad? Rateando de qué. Bueno, yow, tú sabes, allí con una AK al lado
del Pancho, echando porte. Tú sí eres pajúo Jimmy. Pajúo de qué. Nah,
no seas becerro. Eso no es un lacreo de nada. Estás allí, y verga, con tu
metralletota, pero esos convives sí que echan plomo arrechamente. Eso
ya grandes ligas, yow. Yo les digo, quédense quietos allá con la placita
que lo questán es bien. Cero frustraciones, nada de nada... Tranquilos
en la plaza. Déjale el lacreo mayor a los ratas de verdad. Bueno, güeón,
pero si tú sabes que nosotros no le tenemos miedo a nada, yow. No
joda, güeón. Yo que tú, me quedo tranquilo. ¿Cuál es la ladilla? Andas
fino, tremendo capo del barrio y no tienes que darle la cara a los colom-
bianos. Ese peo allá arriba con el Pancho, los lacras de verdad...
Créeme, esa verga es más complicada ya.

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Willy y Jimmy

Qué pasó, señor Pancho. ¿Todo bien, muchachos? Fino. Todo


bien. Me alegro. Siéntense. ¿Unas líneas? No, señor Pancho, está bien.
Vas a seguir con el “señor Pancho”, y güevoná. Miren, par de lacras: se
acuerdan que les dije que la vaina estaba pelúa. Ajá. Y entonces. Bueno,
nada, ahí, vendiendo lo que se puede... ¿Nada sospechoso? ¿Sospe-
choso? Nah... Todo bien... ¿Tú viste algo, Jimmy? Tampoco. Todo
fino. Ah, bueno. Porque siempre hay questar pilas. Eso lo saben ustedes
dos. Claro, Pancho, claro. Sabes que siempre hemos estado ahí. Ajá.
Está bien. Y los reales. ¿Los reales? ¿Qué, estás sordo, carajito? LOS
REALES. Pero qué reales de qué, Pancho. Ah, vaina, ahora te vas a
hacer el mariquito, güeón. Te llevas la mercancía, y los reales bien gra-
cias. Debe ser questa verga es un almacén pa’ayudar a los pobres.
Vengan, vengan todos, agarren todo el perico que quieran y van por ahí
y lo venden. Y los reales bien gracias. Ya, señor Pancho, pero no tiene
que ponerse así. Lestamos moviendo la merca, pero eso va lento. Tú
como que no me estás entendiendo, mamagüevo: quiero la plata de lo
que te di hace unos días, pajúo. Oye, Pancho, pero ya va, si siempre
tenemos como una semana pa’moverla... Me sabe a mierda, coñoetu-
madre. Ese no es problema mío. Tal vez si no te pusieras a caerle a las
carajitas en los escalones sino a vender la vaina en la plaza tendrías los
reales. Pero Pancho... Ah, ¿Todavía vas a revirá, mamagüevo? Tráe-
melo pa’cá, Erwin. No, los dos, así aprenden los dos de una vez.
Ajá. Y ahora qué. No tan malandroso, no, con una pistola en la
boca, ¿ah? Mira estas mariquitas... Qué bello. ¿Vas a llorar? Debería
darle un tiro a uno de los dos, ¿no? ¿Tú qué dices, Erwin? ¿Ah? ¿Le
damos un tiro? ¿Ah? Maykel, Maykel, ven pa’cá, pa’ que veas lo que le
pasa a los pajúos estos. ¿Le doy un tiro? ¿A este? Mira al Maykel, todo
preocupadote, vale... Jaja... Son sus panitas... ¡No me maten a mi pa-
nita!, dice el chamo... Jaja... Burda de lo solidarios. Por eso es que los
colombianos son alta mafia, porque no andan con esa mariquera de
amiguitos. Ya. Maykel, llévate esta mugre de aquí, que con este par de
dos no quiero saber más nada. Ya saben que me deben la plata. Si en
tres días no me traen esa verga, uno de los dos va salir patas primero
deste rancho. Eso sí les digo. Y el Pancho nunca miente. Así que ya
saben, carajitos de mierda. ¿Quieren jugar mafia? Bueno. Ahí tienen
eso. Alta mafia. Nos vemos en dos días, hijos de puta.
Ahora sí que nos jodimos. Cállate. Y entonces. Que te calles. De
dónde vamos a sacar los reales. Cállate, pajúo, no sé. Vamos a mover la
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merca. Estás loco. Tres días no movemos ni la mitad de lo que nos


queda. Se la vendemos a los bichitos de allá arriba. ¿Qué? Güeón, nos
matan y nos quitan la merca. Es más, deja que senteren lo que dijo
Pancho y van a venir buscando problemas. Sabes cómo es. Y entonces.
Qué vamos a hacer. Nada. Tenemos que mover todo lo que podamos, y
buscar real por otro lado. Háblate con el Jaykson. Le echamos bolas a
unos carros. Nah, qué Jaykson ni qué nada. Si somos tres es menos bille
pa’ cada uno, ¿no? Bueno sí. Y entonces. Nada. Le damos esta noche.
Le decimos al Jaykson que nos la mueva con la chivera, pero durísimo.
Eso. Yo creo que si agarramos un par de carros esta noche, otros dos
mañana y la movemos en el día, vamos bien. Qué vamos a hacer. Ma-
magüevo del Pancho, vale. Olvídate de eso, yow. Ya nos jodieron. Anda
pa’llá a hablar con el Jaykson, yo voy a que el Maykel pa’ que nos
resuelvan lo que hace falta. Unas nueve y un par de piedras, yow. Nos
vemos aquí. Y mueve ese culo, mamagüevo, que se acabó la jodedera.
Fino. Tú vas a ver que todo sale bien, yow. Seguro.

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Julia
—¿Y entonces, xsama? Te estuvimos esperando un ratote, vale...
—Bien, todo bien... —dijo Julia con una sonrisa.
—Lo que pasa es que no tienes un mataburros duro —estaba di-
ciendo uno de los muchachos— y entonces cuando vienes así, ¡zuas!,
tienes más chance de dar un trompito y estrellarte contra la defensa.
—Puede ser, pero lo mejor es meter el freno de mano mientras
aceleras.
—Te coleas igual.
—Mira, Mariela, ven acá un momento —dijo Julia, ante la mirada
acusadora de Jorge Bermúdez, quien se sentía más rechazado cada se-
gundo que Julia pasaba ignorándolo. Mariela se disculpó y fue con Julia
hacia la mesa de los pasapalos.
—Dime: ¿qué pasó? —preguntó emocionada.
—Hay, xsama... el amor es tan bello... dame otro güisqui.
—¿Ajá? ¿Pero no y que estaba en el baño con la otra?
—Sí, pero sabes cómo son los hombres... Todo era para darme
celos... Después se me declaró, chica.
—¡Se te declaró!
—Sí, vale... y nos encerramos en el baño...
—¿Te resolviste, xsama?
NQT
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—Ay, sí, xsama... besa divino...


—¡No te creo!
—Como lo oyes...
—¡Esto hay que celebrarlo! ¿Dónde está, para felicitarlo?
—Déjalo tranquilo, que seguro está cansado... además, tengo que
mantener la cosa medio escondida, si no nos va a descubrir su novia.
—¿Qué? ¿Tiene novia?
—Sí, claro... la que estaba con él antes... pero qué vas a hacer...
—Xsama, tú lo que estás es crazy. Déjalo tranquilo.
—Ay, es que es tan bello, no te imaginas... Vamos a salir el fin que
viene... además, está terminando con esa bichita.
—Mira, bueno, qué bien. Ahora vamos para la mesa otra vez, que
nos están esperando las demás, así le cuentas a Claudia y Erika y termi-
namos de ver lo de la playa con Jorge.
—¿Jorge?
—Vente, chica.
Cuando regresaron al grupo, Julia se dio cuenta de que no podía ver
directamente la mesa de Salomón, y que todo eso la preocupaba. Para
más colmo, la mesa de sus amigas y de los muchachos solamente tenía
ron, por lo cual se vio obligada a cambiar de trago. Vació el suyo en un
matero y se volvió a servir hielo, esta vez con ron y algo de agua tónica.
Suspiró un poco y trató de distraerse con la conversación, segura de que
de un momento a otro Salomón despacharía a su noviecita para venir a
hablarle o al menos cuadrar lo del fin de semana que viene. El pánico
terminó de apoderarse de ella al darse cuenta de que no le había dado su
teléfono y que si llegaban a separarse no podrían ubicarse nunca más. La
suerte sólo llega de vez en cuando, si no es destino, no azar.
—Mira, yo francamente no sé si vaya para la playa después de todo
—le dijo Jorge Bermúdez.
—¿Ah, no? ¿Y eso? ¿Cómo que no vas a ir? —respondió Julia,
viendo la cara de consternación de Mariela y las demás.
—Bueno, no sé. Eso lo veremos después.
—Bueno, gafo, si no quieres ir, vamos nosotros con ellas —propuso
uno de los otros acompañantes. Jorge lo miró de reojo y bebió su trago.
—No sean así. Vamos a ir todos a la playa el domingo, ¿okey? Tú
también, Julia, vienes con nosotros.
—Claro, claro... si yo nunca dije lo contrario...
—Chama, tú lo que estás es más rara...
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Julia

—Cállate, Claudia. No seas gafa y deja a Julia tranquila que anda


con lo de la torta.
—Y van a seguir con lo de la torta, como si uno fuera pendejo, no
joda —refunfuño Jorge.
—Antipático y grosero —acusó Mariela, para luego dirigirse al
resto del grupo—, miren: ya está listo. Nos vemos en mi casa a las ocho
de la mañana.
—Fino.
—Okey.
—¿Por qué en tu casa y no la mía?
—No seas gafa, Erika. Mi casa queda directo saliendo a la autopista.
Julia se paró y fue hasta la mesa de los pasapalos por enésima vez,
tratando de sacarse la idea que la atormentaba de la cabeza. Tomó un
pedazo de pan con queso y lo mordió temblorosamente, mientras tra-
taba de ver de reojo la mesa de Salomón.
—¡Ey! Xsama, ¿qué pasó?
—¿Ah? Ah. Mariela. Nada, aquí...
—¿Todavía con el chamo ese, vale?
—Ajá.
—Ya, deja eso... se resolvieron, unos besitos y ya... pasa siempre...
seguro más tarde se aparece...
—Pero... lo que pasa es que tú no entiendes, Mariela...
—¿Que no entiendo qué?
—O sea, ese chamo...
—Ya. Deja eso. Jorge Bermúdez anda preguntando por ti.
—Qué Jorge Bermúdez ni qué nada, vale...
—Xsama, por lo menos está ahí pendiente, no como el otro, que te
da unos besos y no te para más.
—Es que está con la novia.
—Lo que sea. Vente.
—No. Tú no sabes lo que pasó.
—¿Lo que pasó?
—Ay, Mariela, cómo te explico... ese chamo y yo... en el baño...
¿entiendes?
—¿Quéee? ¿Xsama, tú estás loca? ¡No lo puedo creer!
—No te digo que se me declaró.
—Ah, ¿la cosa es en serio?
—Sí, te lo estoy diciendo desde hace media hora, gafa.
JNQVJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Ah... ya va, ya va, déjame traer a las demás xsamas. Quédate aquí.
—¿Julia? ¡Julia! —exclamó Erika.
—¡Xsama! Nunca lo hubiese creído... —dijo Claudia.
—Bueno, pero, ¿cómo pasó todo?
—Fue demasiado romántico, xsamas —dijo Julia prácticamente
llorando de felicidad al recordar lo ocurrido—. Ahí estábamos los dos,
y bueno, fue una cosa del momento, yo no sé si ustedes han vivido eso,
¿no? Cuando dos personas, o sea, dos cuerpos se atraen tanto pero tan-
to... Bueno, yo estaba en una esquina y cruzamos las miradas, como lo
habíamos hecho toda la noche... Lo que pasa es que él es un poco
tímido, ves, como todos los caballeros, Entonces Salomón no hacía
nada, se quedaba mirándome y haciendo ojitos... Pero yo sentía la cosa,
¿saben? Cuando estás ahí y sientes la conexión, la vibra... desde que ter-
miné con Andrés te lo juro que no había sentido esa conexión, xsama...
Pásame un trago de ron, ahí... Sí, la chispa, ¿cómo es que le dicen? Lo
eléctrico, no sé... Una cosa ahí, saben... Claro, claro que saben... En-
tonces bueno, tuve que pasar yo a la acción, porque si no... No me vean
con esa cara, picaronas, jeje... Nada, qué iba a hacer, me arriesgué y me
le paré bien parada y le dije cómo iban a ser las cosas. Le dije cómo me
sentía por él, y que se lo iba a demostrar, que desde la discoteca estuve
pensando en él y que toda esta noche vi cómo me miraba y que yo sabía
que él también estaba ahí, en la misma que yo. ¡Y el me respondió! Me
dijo que sí, que yo era bellísima y que no podía dejar de “desvestirme
con la mirada”, ¡imagínate qué atrevido, xsama!, toda la noche y que
teníamos que vernos otra vez. Bueno, yo le dije que le iba a demostrar lo
que yo sentía, pero que no quería que lo tomara a mal... Me le tiré
encima y le caí a besos y bueno, naturalmente, una cosa llevó a otra...
—¿En el baño, xsama?
—Bueno, tampoco es que nos íbamos a ir al Hilton, Erika. De
pronto tú no entiendes lo que es la pasión así, vivida en el momento, las
cosas se dan y puedes estar en el peor sitio del mundo pero tú estás en el
cielo, con tu amante, con tu pareja... ¿Verdad muchachas?... Pásame el
ron otra vez, vale... Además, una tiene derecho de vez en cuando a vol-
verse loca, cónchale... No hay nada de malo en aprovechar así una
noche. Yo ya estuve casada, ya hice todo... Déjenme vivir...
—Sí, xsama, pero tienes que tener cuidado con lo que haces... ¿Qué
va a pensar ese chamo de ti ahorita?

JNRMJ
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Julia

—Ya me dijo, yo les conté, que somos casi novios... O sea, novios
somos, después de eso... Vamos a salir el fin que viene, vamos a ir a
cenar... Me siento bien, xsamas, me siento bien.
—Bueno, nada. A lo hecho pecho —dijo Claudia—. Me alegro
que estés tan bien y tan borracha. No me extraña, que te sientas bien,
con media botella de ron y una de güisqui en la cabeza.
—Ya salió la otra con sus discursitos, vale.
—Nada, xsama. Haz lo que tú quieras. Yo voy para la mesa otra vez,
que los muchachos se están molestando. Vente, Erika. Pobre Jorge.
—“Pobre Jorge”, gafa —se burló Julia—. Nos vemos en la me-
sa. Mira Mariela, pero tienes que ayudarme a buscar el teléfono del
chamo, vale.
—¿No tienes el teléfono?
—Ay, ¡Dios mío! Pero es que estas xsamas no entienden nada de
nada. No, no tengo el teléfono... se me olvidó... ahí, en el momento...
—Tranquila. Eso lo vamos a conseguir. Eso sí que no te preo-
cupes. Déjame primero dar una vueltica para ver cómo va la cosa por la
mesa del tal Salomón. Así también paso por la de nosotros, que si no
me voy a quedar sola yo toda la noche y tampoco así. Ya vengo, xsama.
—¿Y qué pasó? —preguntó Julia, mirando siempre de reojo a
Salomón y evitando cruzar la mirada de la otra muchacha.
—Bueno, no sé... Al menos los muchachos se calmaron. Ya se
pusieron de acuerdo y todo para lo de la playa del domingo.
—¡Y eso a mí qué me importa, gafa! ¡Qué playa ni qué playa!
¡Dime qué pasó con Salomón, vale!
—Nada, chica, nada, ya tú estás casi histérica, es lo que es. Ahí
está... No me pude acercar mucho al grupo.
—No juegue, xsama, tú no quieres servir para nada. Dame acá, yo
voy solita, vas a ver.
—Tranquila Julia, ¿adónde vas así? Espérate, xsama —dijo Mariela,
apresurándose para alcanzar a su amiga.
Fue en ese momento cuando, para gracia o desdicha de las mucha-
chas, alguien apagó la miniteca e invitó a la gente a reunirse para cantar
el cumpleaños. Extrañamente, el agasajado no aparecía aún, pero
alguien se internó en la casa siguiendo las instrucciones de algunos ami-
gos y volvió rápidamente con “el cumpleañero”, un muchacho desarre-
glado que se estaba metiendo la camisa por dentro de los pantalones.
—¡Ueeepa! —gritaron algunos de los invitados—. ¡Descarado!
JNRNJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Cumpleaños feliz, te deseamos a ti... —sin embargo, Julia no


cantaba. Su mirada se concentraba fijamente en la cara iluminada de
Salomón, riendo y dejando entrever su dentadura mientras abrazaba a
su novia. Julia comenzó a sentir algo de malestar. Buscó un vaso de
agua mientras el coro terminaba la canción y procedía a los abrazos y
felicitaciones de parte de los amigos.
Julia se alejó lentamente del grupo, de Salomón, de Jorge Bermúdez,
de todo el mundo. Se recostó de la mesa de los pasapalos y cruzó los
brazos en un gesto de derrota. Mariela la ubicó luego de buscarla deses-
peradamente entre las personas (“¿No han visto a Julia?”) y se acercó
para consolarla.
—Ay, xsama, tranquila, vale.
—No, no. No es justo, Mariela. Una siempre queda por fuera.
—Tranqui, todo va a estar bien, tú vas a ver.
—No. No puede ser. Te lo juro, Mariela, que esta vez sí que no lo
voy a dejar pasar. Ya me cansé de quedarme viendo la vida pasarme por
delante. Suéltame, yo voy a hablar con Salomón de una vez por todas.
—¿Julia, qué haces, loca?
—¡Salomón, Salomón...! ¡Espera, no te vayas, tengo que hablar
contigo! ¡No me dejes así, vale! —la muchedumbre comenzó a alterarse
ante los gritos chillones de Julia. Salomón y sus amigos, quienes ya
estaban por atravesar la puerta, se voltearon y miraron confundidos a
Julia y a Mariela, quien la jalaba por el brazo tratando de hacerla bajar la
voz (“¡Chíton! ¡Ya va, Julia, todo el mundo nos está mirando!”).
Salomón le dijo algo a uno de sus amigos, se dio media vuelta y salió del
patio buscando la puerta principal para irse de la fiesta. El amigo se
acercó a las dos muchachas.
—¡Qué carajo pasa aquí! ¿Esta tipa está loca, vale?
—No... Salomón, no te vayas... yo... yo te amo...
—Oye, controla a tu amiga, tú, la del rímel corrido. Esta no es forma
de actuar, formando un escándalo y ridiculizando a todo el mundo.
—Sí, sí, disculpen... Julia, vamos, ¡vamos chica!
—¡No! ¡Yo quiero hablar con Salomón! ¿Me dice que me ama, me
dice que soy su reina y después me deja así? ¡Pues no esta vez! ¡Esta vez
Julia se defiende, no joda!
—Escúchame, oye —le dijo el muchacho, tomándola por el bra-
zo—: Yo no sé qué carajo te metiste tú hoy, pero aquí no hay ningún
Salomón.
JNROJ
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Julia

—¿Qué? Claro que sí. Ese es Salomón, nos conocimos en una dis-
coteca el fin pasado... Vamos a salir a cenar el fin que viene.
—Ustedes están confundidísimas. Ese es mi amigo José Luis
Manccini. Y la que está al lado es su amiga, Gabriela Recanatti. Yo no
sé a quién carajo conocen ustedes aquí, ni cómo entraron, pero la pró-
xima vez que el hermano de María Alejandra Epstein o alguien haga
una rumba le voy a pedir por favor que deje a las locas afuera. Qué clase
de fumada se echaron ustedes, Dios mío...
—¡Aquí el único loco eres tú, miserable! —gritó Julia—. ¡Fuera de
mi vista! ¡Asqueroso! ¡Y dile a Salomón o como se llame que no lo
quiero ver nunca más!
—Vente, Pedro, deja eso así —dijo uno de los muchachos que
estaba cerca de la puerta.
—No joda, hablando de perras locas —agregó el tal Pedro antes de
darse la vuelta e irse—. Lo que les hace falta es una buena cogida.
Quién las entiende. La chama se instala en la mesa, se bebe nuestro
güisqui... Es que estas tipas de hoy en día, le das un dedo y te roban el
anillo, carajo. Adiós. Y vuelvan pronto al psiquiátrico de donde sa-
lieron, locas.
Lo poco que quedaba de fiesta se había ido disolviendo mientras se
aclaraba el malentendido. Los muchachos habían decidido cancelar lo
de la playa a último momento, parece que iba a haber mucha cola ese
preciso domingo. Julia y las muchachas se sentaron a una mesa mientras
los mesoneros recogían platos y vasos y el Deejay comenzaba a desco-
nectar la miniteca por orden de la mamá de Valerie Steiner. Pronto todo
habría acabado, solamente quedaría la soledad, las reflexiones eternas y
la cama fría de Julia.
—No hay caso, xsamas —explicó ésta—. Yo debe ser que no fui
hecha para estar con los hombres entonces, vale. Siempre es un solo
engaño, una sola ilusión.
—Olvídate de eso, Julia y vamos a comer arepas a Las Mer-
cedes. Vamos.
—No... Qué va... De esta no me olvido. Capaz que el chamo tiene
razón. Capaz que me estoy volviendo loca. Debería ir al psicólogo, ¿no
debería ir al psicólogo, Erika? Tú ves... Tantas cosas... Tanto vivir,
vale... El Andrés me monta cachos, el otro me deja y este, tremendo
numero que me jugó.

JNRPJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—¿Y no podías haber perdonado a Andrés? —preguntó tímida-


mente Claudia, agregando—: son cosas del corazón.
—Ay, xsama. Si sólo supieras. Sorprender a tu esposo en plena
acción es imperdonable. No, qué va. Eso ni se perdona ni se olvida.
Prefiero morir de pena y de dolor antes que volver a ver a ese desgra-
ciado. Si hubiese sido mi novio todo fuera distinto... Pero casados.
Qué va. Imposible. De eso no se habla más. Oye, disculpen que les
eché a perder lo de la playa, vale. Saben que no fue a propósito. Su-
pongo que estoy en una mala racha, o algo. Ya veremos, qué vamos a
hacer. Seguir. Seguir para adelante. Ahora vámonos, que tengo ham-
bre. Ojalá tengan pernil.

JNRQJ
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Andrés
El bar Asunción era el perfecto retiro para él. Se sentó para escu-
char algo de buena salsa y pensar un poco. Pronto se acostumbró a las
miradas de la gente que evaluaba su cara llena de arañazos y la mancha
de sangre fresca en su frente. A pesar de que estaba relativamente cerca,
tuvo que irse en carro igual, a nadie se le ocurriría caminar de noche por
Caracas, así fuesen doscientos metros. Sacó algo de dinero del tele-
cajero, trató de arreglarse un poco y limpiarse las heridas antes de ir al
bar. El carro lo paró en la Solano, en otro estacionamiento, y cami-
nando pasó la venta de comida árabe, todavía llena de gente, el O’Gran
Sol, con dos porteros gordos que no lo dejaron entrar visto su aspecto, y
terminó al lado, en el bar Asunción, de donde no botan a nadie. Había
algunas mesas en la calle, pero prefirió entrar e instalarse en la barra, así
podría escuchar la música.
Adentro, Maelo y los cachimbos descargaban con Las Tumbas,
mientras un moreno al lado de la puerta cantaba efusivamente y bas-
tante afinado, para sorpresa de Andrés. Una morena caderona bailaba
con un señor mayor que tenía una maraca en miniatura entre las manos
la cual batía con entusiasmo al ritmo de la música. Andrés vio unas
muchachas solas en las mesas de la derecha, pero prefirió seguir hacia el
fondo, hacia la soledad de la barra. Se instaló y pidió un tercio de Polar.
NRR
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

El barman lo miró de manera extraña pero sin hacer comentario alguno


y le sirvió la bebida. Andrés tomó un trago y luego se volteó para ver a la
gente bailando. La música cambió, dando paso a Cuero na’má de José
Mangual Jr., una salsa rapidísima que dejó al señor de las maracas des-
concertado al perder el ritmo a cada rato. El moreno de la esquina se
puso a gritar, “cuero na’má” de manera repetitiva ya que era lo único
que decía la canción. Andrés sintió un ligero dolor de cabeza mientras
la percusión retumbaba entre sus dos tímpanos.
—¿Qué pasó, papá? —le preguntó un tipo que se había instalado al
lado de él sin que él se diera cuenta.
—¿Eh?
—¿Cómo está la vaina?... ¡Verga! ¿Y ese coñazo?
—¿Hmm? Nada. Me caí haciendo bicicleta.
—Ajá. ¿No fuiste pa’l partido de pelota? Por cierto, mi nombre es
Róbinson.
—Encantado. Andrés. No, no fui, ¿por qué?
—Porque había un carajo en la grada del Magallanes con una ban-
dera de los Leones y lo que le dieron fue una coñaza... ¿Seguro que no
eras tú?
—No, señor, me tiene confundido.
—Ah... Porque era igualito a ti.
—Le digo que no soy yo.
—Igualito. ¿Tienes un cigarro que me regales?
—Cómo no. Lo que no tengo es encendedor.
—Ah. Pero eso se arregla fácil, papá. ¡Epa! ¡Wilkinson! Pasa los
fósforos, vale. No, los fósforos. Los FÓS-FO-ROS. Verga... este tipo
es medio tarado, vale. Toma, ¿Argenis fue que me dijiste?
—No. Andrés.
—Eso. Andrés. Yo me llamo Róbinson.
La noche pasó de manera un poco más desenvuelta, y Andrés logró
poco a poco controlar los temblores y los espasmos que recorrían su
cuerpo e incluso, siguiendo los consejos de Róbinson, se lavó las
heridas con un poquito de ron, no sin antes tener que invitarle un vaso
completo al susodicho. Sin embargo, la música era buena y le permitió
descansar y sacar de su cabeza las ideas que lo atormentaban.
—Y entonces el chamo me dice y que son tres mil bolívares, ¿ah?
—estaba contando Róbinson, ahora con Wilkinson a su lado.

JNRSJ
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Andrés

—Qué bolas —acotó éste, mientras Andrés parecía concentrado


en otra cosa.
—Pero a mí no me van a estar jodiendo, porque yo sí sé de mecá-
nica. Entonces le dije, al chamo: mira, pero tú dices y que tres mil y ya
me cobraste como ocho con el servicio de la semana pasada y sigue
malo. Si está pasando aceite fuiste tú (y lo señalé así, con el dedo) el que
lo dañó.
—¡Bicho! ¿Lo entrompaste así, de güán?
—Claro, claro que sí. A mí no me va a estar jodiendo nadie, yo no
nací ayer.
—¿Y el tipo qué hizo?
—Bueno, ¿qué va a hacer? Me arregló mi vaina... ¿Andrés, todo bien?
—¿Ah? Sí, sí, claro... muy interesante la conversación.
—Oye, ¿nos invitas dos birritas más?
Andrés trató de bailar, sentía que las piernas se le entumecían, hizo
un par de pasos y luego pisó sin querer a la compañera dos veces y le dio
un codazo a uno de los conocidos del bar que terminó de empotrarlo
otra vez en la barra. Al menos sus nuevos amigos tenían encendedor.
Prendió un cigarrillo y pensó en su pasado, como solía hacerlo, como
siempre lo haría. Él era el tipo de persona que vive en el remordi-
miento, o en el mejor de los casos, en el recuerdo. Se la pasaba arrepin-
tiéndose y pensando de manera obsesiva cómo mejorar las cosas, como
un pecador eterno, buscando las fallas en el más mínimo gesto o pensa-
miento. Recordó otra vez la carta, ahora perdida, sintió algo de alivio al
principio pero luego un profundo temor le recorrió la espalda, dándole
algo de escalofríos.
—¿Qué pasó, papá? ¿Todo bien? —le preguntó uno de los tipos
que estaba con él.
—Bien, sí... El frío, tú sabes...
—¿Frío? —lo miraron de reojo—. Ah, sí... hace un poquito de
pacheco. Bébete un ron, así se te quita. ¡Barman! ¡Tres rones por acá!
No, no; “Superior” un coño, dame “Selecto”. ¿Cuál es el problema? El
señor es el que paga... Ah... ahora sí.
—Mira, primo, tú lo que tienes es que tomártelo con calma...
¿cómo te cortaste todo así? ¿Problemas con la jeva? ¿Estás casado?
—Divorciado —respondió Andrés, bebiéndose el ron seco.
—Ah... Claro... ¿Hace tiempo?
—¿Ahora te las vas a dar de psicólogo tú también, pajúo?
JNRTJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Tranquilo, Andrés, tranquilo... Si lo que estamos es entre pa-


nas... Bebiendo... Sólo quería ver si estabas bien... Mira, desde que
entraste, yo sabía que algo andaba mal. Tú preguntas por aquí, tú pre-
guntas por el Róbinson, y todos te van a decir: “¿El Róbinson? Sí, ese es
buena gente, ayuda a la gente, sabe cuándo están complicados”. Y ese es
mi problema, tú ves, que yo por buena gente, por estar siempre de, cómo
decir, de inocente, ¿verdad?, bueno llega todo el mundo y se me apro-
vecha de mí, tú ves... Entonces, bueno, yo lo que estoy es preguntándote
para que te sientas mejor, todo el mundo siempre quiere es hablar, ¿no?,
¿verdad Wilkinson?
—Claro que sí —dijo éste, rodeando a Andrés con su brazo—.
Tranquilo, vamos a beber y pasarla bien... Si no quieres hablar de la
esposa, bueno, no hay problema, nos quedamos tranquilos, pero no
malinterpretes las intenciones del pana...
—Sí, claro. Miren, gracias por todo... Lo que pasa es que ando...
Bueno, ustedes saben... Ustedes saben cómo es todo. Miren, ya va, yo
voy al baño y ya vengo.
—Tranquilo. Vaya tranquilo, Andrés, que aquí te esperamos.
—Cierto. Te esperamos aquí. ¿Otra cerveza mientras tanto,
Róbinson?
Andrés entró al baño, viendo con desconcierto que no había
cabina privada sino que solamente dos urinarios bastante pegados eran
la única posibilidad para aliviarse. Siempre se sintió algo incómodo
cuando alguien se le paraba al lado en los urinarios. Posiblemente era el
psicólogo que le había derretido el cerebro, o el inconsciente, o quién
sabe qué diablos le había hecho, la realidad es que las ideas lo pertur-
baban y le apretaban la cabeza como intentando escapar. Había leído
algo de Freud, sobre todo cuando estaba en Londres, y recordaba cier-
tas explicaciones oscurísimas (como toda explicación psicoanalítica)
sobre los mecanismos de defensa y las represiones y todo los etcéteras
que vienen al caso. ¿Cuándo era que tenía cita nuevamente con el psi-
cólogo? Dentro de una semana. Largo período a esperar, pero tampoco
tenía el dinero necesario para hacer otra cita y regresar a hablar sobre su
infancia y lo mucho que quería a su madre. A fin de cuentas, la consulta
costaba el equivalente a cuatro almuerzos ejecutivos y a pesar de que se
sentía relajado después de confesarse con su psicoanalista, más relajado
se sentía con medio kilo de panza en la barriga y unas cuantas cervezas.
Remedios mundanos para gente del pueblo: en Viena, Freud se aliviaba
JNRUJ
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Andrés

con Wienner Schnitzel y vino austriaco, en Venezuela sólo había mon-


dongo y cerveza Regional. Suficiente diferencia como para que el
antropólogo Levi-Strauss escribiera un tratado completo sobre los civi-
lizados y los bárbaros, pensó.
Terminó de orinar y se dio cuenta de que los baños y toda la con-
ducta de micción despiertan un interés y unas reflexiones en el sujeto
que ningún sitio puede. Es un lugar donde la realidad parece perma-
necer congelada: si estás en una discoteca o bar con una amiga y vas al
baño, generalmente este lugar sirve para analizar la estrategia román-
tica, a veces incluso para discutir y recibir opiniones de los amigos sobre
cómo proceder. La gente cree que afuera la situación permanece igual,
permitiéndose unos segundos de relajo (“Tranquilo, todo va fino, cál-
mate y ahora la sacas a bailar”), felicitación (“Te la estás comiendo,
huevón, sigue con la labia que la jeva la tienes aquí”) o desdicha (“¿Por
qué no me para bolas?”) según el caso. Él, claro está, mucho más pro-
fundo y reflexivo, terminaba pensando en las diferencias antropoló-
gicas del psicoanálisis austriaco con el venezolano, pero cada quien en
lo que mejor le plazca. Por eso era que detestaba la compañía urinaria,
porque no lo dejaba pensar. Cuando alguien más estaba al lado de él, la
ilusión de atemporalidad se rompía, lo obligaba a apurarse y pensar en
el lavamanos, que tenía que usar de primero.
Miró de manera desenvuelta los murales del baño, siempre rayados
con los eternos mensajes de vulgaridad, algunos acompañados de telé-
fonos y breves comentarios. Se rio al leer algunos bastante creativos,
más que todo en la respuesta que producían, donde alguien más se daba
a agregar o aclarar palabras del primer mensaje, produciendo una espe-
cie de foro-urinario. Sin embargo, uno de los mensajes lo dejó pen-
sando, aunque no sabía muy bien en qué. Dejó de sonreír, se lavó las
manos y salió rápidamente.
—¿Qué pasó, Andrés? —le preguntó Róbinson al verlo—. Mira:
este abusador pidió otro trago de ron mientras no estabas.
—Sí, está bien...
—Es que tardaste mucho... ¿Todo bien? Nos tenías preocupados...
—Sí, sí. Miren: yo ya me tengo que ir, ¿okey?
—¡Ya! Pero si es temprano...
—Sí, yo sé, pero miren, me tengo que ir. De verdad. Gracias por
todo, la pasé muy bien pero tengo que ir para mi casa. Barman: la cuen-
ta, por favor.
JNRVJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—Oye, Andrés, pero... Bueno, si te tienes que ir te tienes que ir.


No podemos hacer nada. ¿Pero estás seguro de que estás bien? ¿No
quieres otra cerveza antes de irte?
—No, no. Chao. La cuenta, hey. ¿Cuánto?
—Bueno, Andrecito, como decía el amigo Róbinson, por aquí
estamos siempre, cuando quieras... Venimos todos los fines.
—No, pago con tarjeta, no tengo tanto efectivo. Okey, mucha-
chos, gracias, ya nos veremos un fin de estos.
—Seguro, Andrés, un abrazo. Vas a ver que todo sale bien.
—Claro, claro que sí. Chao. Chao. Adiós. Manejen con cuidado.
—Eso. Cuídate, Andrés... Pa’lante, papá... ¡Chao!
Andrés caminó rápidamente de vuelta a su carro, lo prendió y se
tranquilizó encendiendo un cigarrillo, viendo que se había quedado
con el encendedor de los dos tipos del bar. Al menos algo había sacado
de la noche. Suspiró y pensó un poco, debatiendo, tratando de no
pensar, de no evocar las ideas que lo perturbaban pero sabiendo que
debía hacerlo, que era inevitable. Finalmente, arrancó el carro y se pre-
cipitó hacia la salida.
Las ideas lo perseguían, llevándolo siempre a esa noche fatídica, a lo
que quería olvidar, a lo que su psicólogo trataba de hacerlo aceptar con
tanto afán. Las imágenes iban y venían, golpeando su cabeza y obligán-
dolo a acelerar para dejarlas atrás. Subió hacia la autopista, tratando de
controlar sus actos pero sintiendo cada vez que avanzaba de manera
automática hacia algún destino que lo esperaba con la boca abierta.
Encendió la radio, aunque luego de pasar por todas las emisoras decidió
apagarlo otra vez. El viento entraba por la ventana dispersando sus cabe-
llos, mientras su brazo colgaba hacia fuera con el cigarrillo que fumaba
esporádicamente pero en jalones profundos. Vio cómo algunos carros lo
pasaban, dejándolo atrás, pavitos caraqueños picando por las autopistas
de la ciudad, gritando de euforia y de intoxicación alcohólica. Su cara
serena y su frente arrugada dejaban entrever el conocimiento de que el
pasado era inevitable, de que todo lo que hacía reflexionando y resguar-
dándose en su pasado no era más que la negación de lo que era, de lo
que había sucedido, el temor a volver a equivocarse. Andrés creía que la
vida era una sola, y no podía dejar a un lado la idea del fracaso inmi-
nente, de no haber jugado su mano de cartas hasta el final, de haber
pasado cuando tenía que haber apostado todo su capital y tratar de

JNSMJ
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Andrés

reventar la banca. Giró frenéticamente en una curva y tomó otro jalón


de su cigarrillo.
Sus amigos lo habían tratado de ayudar, sosteniéndolo y siendo
solidarios, y él los había rechazado. Tal vez su inconsciente era más fuer-
te que sus amigos. Tal vez era un egocéntrico, quién sabe. Redujo un
poco la velocidad y decidió volver a pasar la película en su mente, aquella
noche, aquel error que había desembocado en la carta de Julia y en su
desgracia actual.
Había llegado un poco bebido, de eso no había duda. Nunca le
hubiese sido infiel a Julia sin algo de licor en su cuerpo. Las cosas se
habían complicado: Julia quería un hijo, quería estabilidad y familia, él
cada vez estaba más insatisfecho con ella y con su compañía. La verdad
es que no sabía por qué, ni cómo hacer para remediarlo, pero su esposa
lo aburría cada vez más, y comenzaba a desesperarlo con su palabrería
new-age ridícula. Su vida comenzó a ocurrir, no a ser vivida, a aparecer,
día tras día, mañana tras mañana sin ningún efecto ni interés. Era un
vagabundo en una existencia que no podía entender. Así que entró a la
casa ese día acompañado y colocó un disco de Chic Corea en el toca-
discos, sirviendo dos güisquis. Nunca hubiese pensado que las cosas
terminarían de esa manera, de hecho pensó innumerables veces el grave
error que fue no entrar solo a la casa, ver televisión, tal vez leer. En todo
caso, del sofá pasaron a la cama, como suele suceder. Él se repetía que
no fue voluntario, que su verdadera intención era ver el concierto de
Prince con Lenny Kravitz, que nunca planeó nada de lo que pasó.
Sintió una mano en su hombro, luego unos masajes que rechazó al
principio pero que luego aceptó cerrando los ojos. El güisqui se le subió
a la cabeza, y cuando volvió en sí estaba tumbado en la cama, compar-
tiendo un beso.
Trató de resistirse, trató de luchar, siempre temeroso ante lo des-
conocido. Prince sonaba en el fondo, descargando con su guitarra
mientras Lenny gritaba la letra de la canción. Antes de saberlo, apare-
cieron los gemidos apasionados y los cuerpos deslizándose encima de
las sábanas.
Nunca sabrá cómo no escuchó la puerta, ni por qué Julia no avisó
que había entrado. Lo cierto es que al abrir los ojos la vio parada en el
marco de la puerta, boquiabierta, sin pestañar, lo que le hizo pensar que
era alguna especie de alucinación. Se detuvo un momento, y luego su
esposa gritó:
JNSNJ
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—¡Andrés! ¿Qué carajo estás haciendo? ¡Y con Raúl! —Andrés


permaneció inmóvil, tratando de desenredarse de su amigo. El al-
cohol le oscurecía la visión y la capacidad para hablar. Balbuceó algo
rápidamente:
—¡Julia! Puedo explicarlo todo...
—¡No! ¡No puede ser! Me... Con un... Andrés... yo pensé que me
amabas...
—Mi amor, sí te amo, no sé cómo terminé aquí, Raúl, explica tú...
—Señora Julia —dijo el compañero vistiéndose—, esto no es más
que un desliz... Yo, o sea, como estábamos grabando el disco de La
Leche y bebimos, o sea, vinimos a ver unos videos, yo no soy, o sea,
nunca hago esto, como usted entenderá, lo que pasa es que el ron se me
subió a la cabeza, y Andrés empezó a hablar de usted y yo sólo quería
consolarlo... —su voz fue desapareciendo lentamente— Y ahora, si me
disculpan, yo me voy. Chao, Andrés. Perdón.
Julia se volteó sin decir nada y se fue inmediatamente. Pasarían
semanas antes de que Andrés encontrara la carta, pero Julia ya le había
prometido no comentar nada para salvar su reputación. Él se quedó
acostado en la cama, viendo el techo, y luego fue a buscar un vaso de
güisqui.
Andrés aceleró el carro con más fuerza, mostrando sus dientes y
tratando de evitar las lágrimas. Luego vio al psicólogo, encima de él,
explicándole que tenía que aceptar su sexualidad, a pesar de que él le
repetía infinidad de veces que a él le gustaban las mujeres. Sacó la ca-
beza por la ventana, gritó con furia para descargarse y sintió sus
lágrimas salir propulsadas por el viento frío y nocturno de Caracas. No
tenía ningún sentido, ya nada era comprensible: la carta volvió a apa-
recer en su cabeza, luego la mirada de Julia, luego sus pensamientos,
luego las frases en el baño comentando actos sexuales, luego la prosti-
tuta, su cinturón...Tomó el volante con firmeza, tratando de hacerlo
reventar bajo la presión de sus manos, sintió una inmensa cólera subirle
desde el estómago hasta la boca, como si fuera a reventarlo, y fue en ese
momento cuando giró, perdiendo el control del carro y estrellándose
contundentemente. Lo último que vería serían las luces del poste
alumbrando su cara, secando sus lágrimas y la sangre que corría por su
frente y su nariz.

JNSOJ
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José Luis
La fiesta agarró un ambiente extraño. Supongo que es lo que pasa
cuando se acaba de una buena vez por toda la cocaína. Carlos y Pedro
entran en crisis, igual que las chicas, ya que estamos algo cansados del
güisqui. El hermano de María Alejandra comienza a gritarle y a acu-
sarla de haber registrado su cuarto y su mamá, avergonzada, trata de
calmarlos y hacerlos entrar a la casa. Gabriela propone que nos vaya-
mos aunque ya no tengo ganas de estar con ella. Me doy cuenta de que
tiene un lunar en el codo y comienzo a sentir náuseas. Carlos estalla en
paranoia, diciendo que le robaron el carro y que está seguro de que no lo
va a recuperar nunca jamás. Empieza a hablar mal de los colombianos y
uno de los mesoneros nos mira feo. Unas cuantas mamis se me quedan
mirando, pero ya tuve suficiente por esta noche. Creo que veo a una de
las que agarré llorando en una esquina, cerca de los pasapalos. Su amiga
tiene buenas tetas.
Todos nos ponemos algo nerviosos y decidimos irnos de la fiesta.
Mientras atravesamos la sala vemos que María Alejandra recibe una
cachetada de su hermano. Su mamá busca un sartén y empieza a insul-
tar al hermano. Todo comienza a darme vueltas, como si estuviera
borracho, aunque sé que no lo estoy. Carlos empieza a gritar insultos
también y a hablar de su carro. Escucho unos gritos en la pista de baile,
NSP
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

detrás de mí, parece que todo el mundo estuviera discutiendo. Dos tipas
se me vienen encima y empiezan a gritar, hablando de un tal “Salomón”.
Me doy cuenta de que la cocaína de Milos era bastante fuerte. Doy gra-
cias mentalmente a los colombianos por existir. Gabriela me mira de
reojo. Una de las tipas sigue gritando, creo que está algo borracha. Pedro
trata de calmar la situación, diciéndome que salgamos de la casa. Se
molesta un poco conmigo, diciéndome que tengo que dejar de dar nom-
bres que no son cuando conozco a la gente. No entiendo nada de lo que
sale de su boca. Veo a Gabriela caminando hacia la puerta, con el trasero
parado todavía. Me excito un poco. Bebo güisqui.
Llegamos a la puerta y el Deejay nos pregunta si no vimos su disco
de Bob Marley. Niego con la cabeza. Pedro se queda atrás hablando
con algunas muchachas. No escarmienta nunca. Calculo las posibili-
dades de que Milos esté en su casa o mejor aún, que nos reciba. Le pre-
gunto a Gabriela si tiene plata. Dice algo ridículo como que no tiene
dinero pero sí condones. Vuelve el dolor de cabeza aunque esta vez lo
puedo soportar. Carlos llama a Pedro y le dice que nos vamos. Una de
las tipas que está hablando con él empieza a llorar. La mamá de María
Alejandra empieza a llorar. El Deejay consigue su disco roto en dos
pedazos y parece que fuera a llorar. Siento que debería llorar yo también
pero no sé muy bien por qué. Carlos se ríe y me llama “Salomón”.
Gabriela lo manda a callar. Veo que una mami me está mirando y fle-
xiono mis pectorales sensualmente. Salimos de la casa. Gabriela me
saca el vaso de las manos y lo deja sobre una mesa.
Propongo que vayamos a comer o a tomar algo, simplemente para
evitar estar a solas con Gabriela. Alguien me grita que soy un insensible.
Carlos me explica que la fiesta se acabó, y que es mejor que cada quien se
vaya para su casa. Todos tienen cara de ponchados. Supongo que están
celosos porque fui el único que coroné esta noche. Gabriela dice algo
extraño, como que me perdona pero que no puedo seguir haciendo esas
cosas. No tengo la más remota idea de lo que está diciendo, pero me
aterra que agarre un tono de novios cuando es lo menos que quiero. Le
pregunto cómo llegó a la fiesta, y me dice que la trajeron en cola unas
amigas, con un Mitsubishi deportivo.
Nos montamos en mi camioneta y el ambiente se relaja un poco.
Nos besamos. La separo repentinamente porque me provoca un ciga-
rrillo. Saco un Marlboro y le ofrezco uno. Ella hace algún comentario
sobre mi Zippo original con mi nombre grabado. Le explico que me lo
JNSQJ
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José Luis

trajo un tío de los Estados Unidos. Empezamos a hablar y francamente


hasta me comienzo a sentir bien, ella me pregunta qué opino de su
carro y cómo podría mejorarlo. Le explico que tiene que ponerle rines
de magnesio. Que sin rines de magnesio un carro no es nada, a menos
que sea deportivo. Que también puede ponerle cauchos anchos, que es
mejor, siempre y cuando no sean demasiado anchos o su carro va a
parecer una cucaracha. Cauchos demasiado anchos son de mono. Le
doy una lista de tiendas que venden calcomanías cool, no demasiado
macacas pero bonitas igual. Ella sonríe. Tiene algo dulce en la mirada.
No está tan mal, después de todo. Me agarra la mano, pero la cosa se
pone demasiado romántica novela-de-canal-cuatro y suelto mi mano
para arrancar el carro.
Gabriela empieza a hablar sobre matrimonio, y la cosa se pone
color de hormiga. Algo sobre lo bonito que son los bebés. Yo le pre-
gunto otra vez si tiene condones y qué marca son. Ella se ríe y me dice
que son “Troyan” importados de Miami. Le pregunto si los dejó al sol
demasiado tiempo. Ella se vuelve a reír y me pregunta qué “haríamos” si
ella saliera embarazada. Yo le digo que en todo caso qué haría ella, pero
que si me preguntan a mí, haría como el hermano de Pedro. Ella no
conoce la historia así que le explico que al embarazar a su novia se fueron
los dos de viaje para Suiza y pagaron una clínica privada para abortar.
Salió excelente la maniobra porque el pasaje se lo brindaron los papás de
Pedro, y luego aprovecharon para ir a Zurich, Lucerna, Interlachen y
Berna en una especie de luna de miel al revés. Me río del chiste, pero
Gabriela pone cara dramática. No sé cuál es el rollo de las mujeres con
esto de los niños, les quita todo sentido del humor. Comento el average
de Omar Vizquel en Grandes Ligas para cambiar de tema. Prendo la
radio. Escuchamos Bed of roses, de Bon Jovi, nada más pavoso para la
ocasión, pero ella me dice que lo deje.
El locutor de la emisora me está matando pero prefiero escuchar
eso que ceder a los pedidos de Gabriela, que quiere escuchar La hora del
Gato. Le explico que La hora del Gato está pasada de moda, que eso era
hace dos años. Ella me dice que ya sabe pero que le gusta demasiado, y
que ella es la “Gata revoltosa”. Me pide el celular para llamar al pro-
grama y se lo niego rotundamente. Le digo que lo único que sirve
actualmente es La soda de la noche. Ella dice algo estúpido como que el
programa es demasiado “chaborro”. Me empiezo a angustiar y siento
que una gota de sudor baja por mi pómulo izquierdo. Trato de cambiar
JNSRJ
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de tema nuevamente, pero ella me dice otra vez que quiere escuchar el
malhadado programa de radio. Termino arrechándome y poniendo un
disco de Nine inch Nails a propósito. Ella grita diciendo que le van a
explotar los tímpanos, mientras Trent Reznor chilla “Your God is dead/
And no one cares” por los alto parlantes de mi carro. Subo el volumen
aún más.
Hago algún comentario ácido sobre el gusto musical de las mujeres
y Gabriela se pone necia, diciéndome que la lleve para su casa, que ya no
quiere nada conmigo. Su actitud me excita un poco y sonrío tratando
de convencerla, preguntándome la posibilidad de ir a casa de Milos otra
vez. Le explico a Gabriela que podemos pasar por casa de un amigo si
quiere, a buscar algo de mercancía. Ella sigue con el teleteatro, ahora
casi llorando. Me aburre un poco, todo tiene que tener su límite. Me
niego a llevarla a su casa, ella se voltea, no me mira y todo la situación
me enfurece. Comienzo a sudar y siento que la cara se me pone roja. Le
pido disculpas y enciendo otro cigarrillo. Ella no dice nada. Arranco el
carro, sin saber bien a dónde vamos a ir.
Gabriela propone pararnos en una arepera aunque yo le explico
que no como arepas, mucho menos de madrugada. Ella me dice que
deje las drogas, o algo por el estilo. No entiendo muy bien. La verdad es
que desde que dejó de sonreír me ha dado algo de lástima. Se veía bien
cuando sonreía, pero ahora despierta otro tipo de sentimientos en mí.
Pienso que debe ser el güisqui que me afectó el cerebro, porque nunca
me habían importado mucho las mujeres. A fin de cuentas, Gabriela es
sólo una más. El lunes en la universidad nada de esto tendrá sentido.
Ella se aleja un poco y se acuesta, acurrucada contra la puerta del carro.
No sé por qué, pero le doy mi chaqueta para que se arrope. Finalmente
acepto y le pregunto a cuál arepera quiere ir. Ella responde que no pre-
tende comer, que sólo quiere un batido. Su mirada se pierde en la dis-
tancia. Cambio el disco, a pesar de que no tengo Richard Marx, como
ella pide. Escuchamos el unplugged de Nirvana. Luego de un rato en
silencio Gabriela dice algo sobre las cuerdas que usa Pat Smear en su
guitarra. Me quedo asombrado, tomando en cuenta que Smear es un
guitarrista invitado y poca gente lo conoce. Gabriela me dice que tiene
un disco de los Meat Puppets donde salen las canciones originales que
versiona Cobain. No pensé que las mujeres escucharan a los Meat
Puppets. Me limpio el sudor de la frente y no digo nada. Manejo hasta
la arepera.
JNSSJ
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José Luis

Una vez en el local, Gabriela pide un batido de lechoza sin azúcar y


yo pido una cerveza, a pesar de que Mike me mataría si me viera. El
cuerpo tiende a asimilar más en la noche, cuando no haces ejercicio, y la
cerveza es fatal. Nos sentamos a una mesa y enciendo un Marlboro para
acompañar mi Brahma. Gabriela termina su batido y parece calmarse
un poco. Me mira, con la sinceridad en los ojos, y me dice que pasó una
“linda” noche. Me pregunto qué carrizo querrá decir. Continúa di-
ciendo que cree que es mejor que cada quien se vaya para su casa.
Protesto, comentando algo sobre la pasión y las atracciones, pero ella
me dice que siente por mí “algo más que una atracción”. La cosa se
pone complicada, aunque sé que si admito lo mismo podré dormir con
ella. Calculo las posibilidades de decir algo y luego retractarme el lunes,
explicándole que estaba borracho o que me equivoqué. Sin embargo
esa estrategia la conocen ya en toda la universidad. Valerie se dedicó a
que todo el mundo se enterara de mi discurso sobre los derechos de las
personas, cómo alguien puede equivocarse. Que tenemos derecho a re-
tractarnos. Estoy seguro de que Gabriela conoce esta rutina, que segu-
ramente Valerie le contó todo. Veo que ella espera una reacción de mi
parte y que está pasando demasiado tiempo.
Salimos de la arepera agarrados de la mano, Gabriela sonriendo y
yo algo nervioso. Le abro la puerta de la camioneta y ella se ríe antes de
subir. Me dice que la selección del hotel queda de mi parte. Vacilo entre
el Dallas de Las Mercedes o alguno más privado en la Panamericana.
Ella pica adelante y me dice que prefiere algo privado, donde nos
podamos quedar hasta la mañana. Comienzo a sentir algo de náuseas.
Arranco el carro, aliviado porque ella se calla, a pesar de que todavía
tiene esa sonrisa en la cara. Espero que tengan un buen vino en el hotel,
porque me va a hacer falta.
Gabriela empieza a hablarme sobre un tío que se fue para Miami y
que ahora vive al lado de un lago. Me explica que Florida es un solo
pantano, y que hay cocodrilos. Empieza a disertar sobre cómo cons-
truir una casa encima de un pantano mientras yo ruego a Dios que lance
un rayo y la parta en dos de una buena vez. Estoy convencido de que fue
una idea catastrófica. Tal vez pueda bajarla del carro en la autopista o
algo. Ella sigue hablando. Repentinamente, mi deseo se convierte en
realidad: volteo un momento para decirle a Gabriela que se calle la boca
de una buena vez, que me está atormentando desde que salimos de la
arepera y que por qué no se lanza por un barranco, cuando por el lado
JNSTJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

izquierdo una inmensa forma oscura se lanza contra mi camioneta.


Todo parece suceder en cámara lenta y extrañamente no escucho mú-
sica ni ruido alguno. Veo la cabeza de Gabriela salir proyectada hacia
adelante, sus débiles brazos tratando de amortiguar el impacto que da
la frente contra el vidrio. La sien le estalla en mil pedazos mientras la
sangre comienza a inundar la camioneta como una tubería reventada.
Escucho un grito corto y luego el impacto del cuerpo que cae inmóvil
sobre el asiento, las piernas torcidas y desparramadas apoyadas sobre
los talones. Siento un latigazo cuando mi cinturón de seguridad me
rebota hacia el asiento, dejándome ileso aunque algo golpeado. Volteo
a la izquierda y veo un carro al que le falta la mitad de la trompa incrus-
tado en mi camioneta. Volteo a la derecha y veo a Gabriela inerte, el
pelo empegostado con la sangre, sin dejar ver su rostro. Lentamente,
desabrocho mi cinturón y me inclino hacia la guantera. Saco la nueve
milímetros, reviso que esté cargada y abro la puerta de la camioneta.
Me acerco al otro carro, veo a alguien inconsciente pero la imagen de
Gabriela se queda fijada en mi rostro. Levanto la pistola, apunto y sua-
vemente aprieto el gatillo.

JNSUJ
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Willy y Jimmy
Bueno, convive, no estamos tan mal. Con los carros de ayer y las
piedras que movimos hoy puede ser que lleguemos a tené la plata. De
bolas, pajúo. Tú eres el único que anda y que diciendo que no. Yo te lo
dije. Agarramos y le echamos bola y resolvemos este peo. Más nada.
Qué vas a hacé. Vas a arrugar. Bueno. Pero todavía hay que echarle bola
esta noche. Claro. Estoy como timbrao. No vas a está timbrao, güeón,
si no has dormido nada. Pasa la piedra, pues. Qué vas a hacer. Cuando
hay que echarle bola, hay que echarle bola. Noveno inning, muchacho.
Ahora te vas a poner todo poeta y verga. Qué poeta de qué. Sólo estoy
diciendo. Jala esa verga y cállate es lo que es. Pasa la lata. Y encima las
lacras estas del otro día se jalaron un poco’e piedras. De qué. En la
fiesta, pajúo. Ah, cuando llegó el chófer. Sí. Y tú con la mariquera de
que le brindáramos a todo el mundo, no joda. Como si esta verga fuera
una iglesia, que le vamos a regalar a la gente las vainas. Bueno, peor eres
tú, que querías y que decirle a la gente que no. Esa verga no se hace. Si
vas pa’casael pana, todo el mundo te la va a fumar, sabes queso es así.
No joda, güeón, yo no le voya estar brindando a un poco’e mamagüevos
que ni conozco. Entonces no vayas pa’ la fiesta y ya. Ah verga, tú vas a
seguir. Que te digo que a los convives sí, a Jaykson, a Maykel, todo es
bien, ¿ah?, pero no a todas las lacras que andan por ahí. Y esos que se la
NSV
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pasan mal hablando, diciendo que siel Willy esto, que siel Jimmy
aquello. Tranquilo, yow, siempre hay envidia. Mira, vamos a darle.
Vamos pues.
Agarra la moto ahí. Pilas con los pacos de mierda, yow. Tú, que
tienes una cara de ratero, jeje. Mamagüevo. Mira, ahí va el perro ese de
Carlomecha. Qué hará por aquí. Párate un pelo. Qué pasó, ratón.
Nosotros todo fino. No, vamos a salir. Poray... ¿Y tú? ¿Te llamó el
Pancho? Ah, verga... Pa’cuidá el puesto. Ta’ bien. Dile que le tenemos
sus reales. No, mañana no. Pasado mañana. Viento pues, lacra. Fino.
Arranca, Jimmy.
Cómo que pa’qué le dije eso. Pa’que no nos tumben el puesto. Qué
vamoacer. Tranquilo, así el Pancho rueda por hoy. Mañana va venir
buscando sus reales. Ya. Qué venga. Yo le dije pasado mañana. Es más,
hoy vamos a acabá con esto. Tú vas a ver. Sí eres arrecho. Pa’dónde
vamos a ir. Vamos agarrar unos carros ahí en Prados del Este. Nosia
güevón. Yo pa’llá no voy. Tas cagao. No joda, esa verga no sirve. Esos
carros tienen ocho trancapalancas y verga. Cuatrocientas alarmas. To-
do un peo. Bueno, y qué quieres. Yo no fui el que le dije a Pancho que
mañana teníanos sus reales. Coño, no joda, pero tú sí eres mariquito,
vale. Agarrando esos Dodge Dart todos desperolaos del centro de
Caracas no vamos a llegar a ningún lado. Nada más mientras aga-
rramos uno y lo llevamos a quel Jaykson, se nos fue la mitá’e la noche.
Sí, y con uno de esos carros con alarma vamoa terminar con todos los
vigilantes de la cuadra atrás. Bueno. Ya vamoa ver.
¿Pillaste? Ese es el propio semáforo. Ahí se tienen que parar, si
suben directo pa’ la Andrés Bello, rolo de coñazo que le van a dar. Y si
se lo dan, también le caemos, no joda. Eso lo que está es bien. Vamos a
echarle bola. Párate allá.
Bueno, instalaos. Agarra ahí la pistola. Epa, dame la nueve a mí.
Ah, sí eres arrecho. Y pa’mí, el revólver. Claro. Esa verga es mejor, no
se tranca. Bueno, entonces agárralo tú. Seas güevón. Agarra esa verga y
cállate, no joda. Me tienes arrecho ya. Primero la mariquera con la
verga esa de que no a los carros y güevoná, y ahora me vas a venir a
quitar la nueve, no joda. Mira, mira: no joda. Un fairlang. Esa verga no
vale ni una bolsa de piedra. Se liras a vendé a un taxista. Joda, esa verga
se la llevas al Jaykson y no te lo lleva pal estacionamiento. Jeje. Hay
quesé pelabola pa’manejá ese pote. Ni que lo desmontes por piezas,
yow, jeje. Dame un cigarrito ahí, yow.
JNTMJ
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Willy y Jimmy

Y entonces el chamo agarró a Pancho y lo quiso entropá, pa’quitarle


la plaza. Verga. Sí, yow. Como lo escuchas. Pero el Pancho no es güeón.
Ese pana tiene orejas en todos lados. Ese bicho sabe lo que pasa en tos
lados. Entonces lo esperó. Le dijo al guardespalda. Todo el mundo
pilas, yow. Llegaron al punto y que pa’ hacé el cambio, y el Pancho tran-
quilo. Ese carajo es jodido. El tipo ni cuenta se dio de lo que le venía.
Pancho lo esperó. Hasta el final. Y cuando el pana abre la maleta y saca
la pistola, verga, demasiado tarde. Le cayó un guardespalda con una
AK-47. Le voló todo... El tipo quedó con unos huecotes así, así. Verga.
Por eso te digo, Pancho no se juega. Y a otro tipo el Pancho lo guindó de
un poste de luz. Na’güevoná. Con un cable y toda verga. Ahí se acabó la
mariquera. Nadien dijo más nada. El yow se volvió rata de verdá. Pa’que
veas. Epa, pilla, ¡pilla! Ese es el propio. Agarra la pistola, ¡verga! No te
agüevonees, o el tiro te lo voy a dar yo, no joda. Tranquilo, yow. Vamos.
Dale, ¡dale!
¡QUÍTATE DESA VERGA, MAMAGÜEVO! ¡NO APA-
GUES ESA MIERDA! ¡DEJA LA MANO AHÍ, HIJO’EPUTA!
¡ARRÍMATE, ARRÍMATE! ¡Mamagüevo, toma! ¡Pin! ¿Ahora tevas
arrimar? Ponte Popy y me violo a la jevita, mamagüevo. Willy, móntate
atrás. Verga. ¿Que pa’dónde vamos? ¿Quién coño te dijo a ti que tú
podías hablar? Quédate agachao y no pasa nada. Mira, pero qué bella
esa mami con la que tú andabas, rata... ¿Ah, Willy? ¿Ta’buena esa
mami? Tranquilo, yow, no pasa nada... ¿Qué vasa hacer? No joda. Si
quiero me la violo, yow. Tú no vasa hacer nada, mamagüevo. Toma,
pajúo. Otro coñazo. Ponte Popy y te doy un cachazo. Ques lo que van a
decir los panas del barrio deallá cuando les dejemos estas joyitas, ¿ah?
Nada, pa’l barrio, pa’donde nunca has entrado. Allá los panas la van a
pasar de pinga, con ustedes dos. Sobre todo con ella, jeje. ¿Qué? Bueno,
si no tienes plata no te salvas, güeón. ¿Tienes tarjeta? Ah, pero eso
cambia todo... Mira Willy: tenemos una tarjeta, yow. Vamos pa’l banco.
Bájense aquí pues. ¡BÁJATE! Estos mariquitos parece que fueran
sordos, verga. Bueno, señoras y señores: nosotros somos dos estu-
diantes, no queremos estar choriando, pero bueno, no tenemos plata
pa’los uniformer del colegio, entonces si son tan amables y verga, de
darme la plata, jeje. Nada. Un chiste. Verga, esta gente. Ahora sí, pilas
Willy. Agarra ahí los reales. Bueno, señor y señorita (uy mami): ¿Ven
eso questá ahí? Eses el Güaire. Nunca lo ven por donde viven ustedes.
Ahora lo van a ver. Miren: y esto es una nueve milímetros. Bueno,
JNTNJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

¿verdad?, lo que vamoa hacer es así. Yo voy a contar a cinco, y si cuando


llegue a cinco no han saltado pa’bajo, los quiebro a los dos, o al que
quede. ¿Ah, no entiendes? Que saltes, pajúo. Me sabe a mierda, donde
caigas. Que brinques pa’bajo. Uno. Salta, no joda. Dos. Verga esta
gente es pajúa de verdad. Agüevoniaos. Tres. Salta, pajúo. Cuatro.
¡SALTA PA’ BAJO, NO JODA! ¡Mierda! Sí saltaron. Están locos de
bola. Mira eso, Willy. Verga. ¿Tú saltarías porahí pa’bajo? Jeje. Seguro
se escoñetaron todos en las piedras. Bueno. Qué desgracia... Vamos a
donde el Jaykson.
Qué pasó, yow. ¿Todo de pinga? Aquí, bien. El Willy fue a buscá
la moto. Mira convive: pa’que nos muevas este carrito ahí. Pa’l Pancho.
Aquí son unos cuantos reales. El peo ese de la deuda, verga. Sí, lo que
hablamos el otro día. La lacra esa quiere que le paguemos todo. Bueno,
con este carro ya vamos es bien. ¿No me puedes dar los reales? Verga...
Yo sé questá caliente, pero yow, necesito los reales pa’l Pancho, coño.
Bueno, le vamos a decir que aquistán sus reales. Quel carro stá aquí.
Cuando puedas moverla, verga, lechas bolas, no joda, que si no nos van
a jodé. Eso. Muévela ahí, nosotros vamos a seguir con la merca, pero
porsia. Na’güevoná... Porque siel Pancho está jodido con los colom-
bianos, verga, coño’e su madre, jodidos estamos nosotros también.
Ojalá los colombiches agarren el carro, pues. Parte de pago. Y viste
questá nuevecito, ¿ah? Una crema. No fuera así y melo quedo yo. Pilla,
ahí viene el Jimmy.
Nada, güeón, jodidos. La plata no la hay. Tienen que mové el carro
primero y comostá caliente, bueno, ya sabes. Esa verga va tardá. Ni
modo. Le decimos al Pancho igual. Tenemos sus reales, pero están
unos carros también. Mientras movemos la merca. Qué vamoa cer. Yo
no sé... Creo questamos jodidos de todas todas. Pero bien jodidos.
¿Ah? Porque, pajúo, siel Pancho anda jalando risca y debe un poco’e
plata, qué carajo va cer con un carro de mierda. Los colombianos no
vana aceptar esa verga, y bueno, si ellos no lo quieren, él tampoco va
querer que se lo demos nosotro. Igual. No hay salida desta verga, o le
damos o le damos. Única forma de conseguir los reales. Mejor eso que
nada, ¿ah? No joda, vamos a terminá los dos sin los reales y guindando
de un poste de luz. A la verga.
Qué cagada. Mañana movemos toda la merca que podamos, yow.
Pero todo. Buscá los reales. No salimos desta mierda, verga. Haríanos
mejor de meternos directo a la construcción. Cállate, Jimmy. Sitás
JNTOJ
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Willy y Jimmy

cagao, pide tiempo, güeón. Ahora hay quecharle bolas. ¿Dónde nos
vamos a poné? Yo no sé, yow. No puedo pensar, yow. Tranquilo, con-
vive. Todo va salir bien.
Yo te dije: vamos pa’ Prados del Este. Prados del Este ni qué coño.
Vas a seguir arrugando, no joda. Testoy diciendo que hay demasiado
vigilante en esa verga. Vas directo pa’la Planta. Cállate. Esa verga es
pura policía de Baruta, mamagüevos esos. Igual yow, igual: necesi-
tamos los reales. Yo lo que digo es: bien. Vamos a darle pa’llá, buscamos
un carro de pinga, así, arrechísimo, y bueno, se lo llevamos al Pancho.
Si le caemos con tremenda máquina capaz que nos deja rodar. Sabes
que sí. ¿Es o noes? Sí, verga, pero te digo queso es demasiado peo. No
vamos a podé agarrar un carro d’esos. Vas a seguir con la mariquera.
Entonces le dices tú a Pancho que no tenemos los reales. Y después le
dices que te cagaste en vez deir a buscá unos carros. Te vas a poné así.
De bolas, Jimmy, de bolas que sí: sitás cagao, le dices tú al Pancho.
Verga, no joda. ¿Qué vamoa cer? ¿Quieres otro carrito d’esos? Jaykson
no nosvá da la plata. Y mañana va venir Pancho. Ta’ bien. Vamos a dar-
lesa verga. Eso. Testoy diciendo. Claro que sí. Con un buen carrito,
salimos rodando bien, yow. Vamoa ver. Dale. Agarra lautopista ahí.
Estos mariquitos de mierda, pavitos hijo’e puta, manejan más mal
quel coño. Sifrinos de mierda. Y que pa’la discoteca con las mamis y
verga. Con los reales de papá. Arrechera esa verga. Cállate, pajúo, y
dale pa’llá ques lo que tenenos queacer. Ya tú vas a ver cuando aga-
rrenos ese carro, yow. Un depoltivo, eso es lo que firma, ¿ah? ¿Tienes la
verga ahí que te dio Maykel? Ajá. A mí Jaykson me dio unas llaves y
una verga ahí. Nada, esoes picando los cables, yow. ¿Tú sabes deso?
Claro, pajúo, Jaykson menseñó. Yen la Planta me datearon lacreado
también. Unos bichitos que se las saben todas. Esoabres el capó, picas
aquí, ¡pan!, listo. No más naida. Arrancas tu carro fino. Y listo. Que-
damos firmando con el Pancho. Bueno, hacenos así: tú cantas la zona y
yo lecho bolas a la verga esa. Con las llaves y la mariquera. ¿Cuánto
falta? Ya vamoa llegar, yow, tranquilo...Verga, esta gente si maneja
mal. ¡Mierda! ¿Viste eso, Jimmy? ¡Mira, pajúo, del otro lado de lauto-
pista, allá! ¡Semerendo coñazo, yow! ¿Esa noes una Samurai? ¡Verga!
Mirael otro carro como quedó. Dale la vuelta aesta verga, ¡no joda!
Vamos pa’llá. Seacabó todo, yow. Coronamos la noche.

JNTPJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

Bueno, Jimmy, quédate aquí con la moto. Yo voa ver cómo que-
daron esos becerros. Ya va, ya va: están abriendo la puerta del carro.
Verga, qué cagada, mariquito de mierda quedó vivo. Nada. Qué vamoa
cer. Quédate aquí, Jimmy. Tú qué. Yo voy con la nueve a bajar al ñero
ese. ¡Verga! ¡Ya va! ¡Mira eso! ¿Qué lleva ahí? Coño ‘e la madre, el
chamo está enhierrado. ¿Qué hace? Verga. Lestá cayendo a plomo al
chamo del carro, güeón. Uno, dos, tres... Verga, cuatro plomazo.
Mosca, Willy, quel chamo anda cargando. Qué mosca de nada. Ese lo
bajo yo. Mosca, güeón. Ya. Quédate aquí.
Verga. Willy de mierda sies porfiao. ¡Mosca, yow, quel chamo stá
volteando! ¡Willy, mamagüevo! ¡Apúrate! ¿Qués tás...? ¡WILLY!
¡Dispara, güeón! ¡No! ¡Coño ‘e la madre, no! ¡No, verga! ¡WILLY! ¡YA
VOY! ¡HIJOEPUTA! ¡YA VASA VER! ¡Coño‘e tu madre...! ¡TO-
MA! ¡Mariquito de mierda! No tan vaquero ahora, ¿ah? ¡Mamagüevo!
¡Coje otro! ¿Willy, qué hiciste...? No... Verga... La madre... Willy...
Gordo... Na’güevoná. Todo siacabó. Ahora sistamos jodidos de verdá.

JNTQJ
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Jesús de María (Chuíto)


Chuíto se despertó alrededor de las cuatro de la tarde. Se sentía
todavía cansado y con algo de mal humor. Lo peor era que como hoy
era el comienzo del fin de semana, tendría que manejar desde las seis
hasta las dos de la mañana, quién sabe si más aún. Mientras hubiese
pasajeros, el autobús se mantendría andando; lo único que lo detenía
era lo peligroso que se volvía el circular a altas horas de la madrugada y
el costo que representaba transportar pocas personas. Se levantó de la
cama, se cepilló los dientes y trató de arreglarse un poco, con la jornada
laboral prácticamente encima de él.
Al salir a la sala, vio que los muchachos ya habían llegado. Sintió
algo de alivio al ver que Cristina de María estaba ahí y no se había atre-
vido a desafiarlo saliendo otra vez con el malandro de la plaza. Betty
estaba sentada tranquilamente a la mesa mientras hacía su tarea, Wilson
y Yonder veían televisión. Chuíto pensó que debería saludarlos. Él era
de las personas que, después de una discusión, pretenden dar todo por
terminado y retoman el trato habitual con la gente.
—¿Cómo les fue? —preguntó sin mucha convicción. Los mucha-
chos voltearon, lo miraron de arriba abajo y luego respondieron “bien”
con un tono amargo de reproche. Cristina no dijo nada, y siguió pin-
tándose las uñas.
NTR
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

—¿Y tú, Cristina? —insistió Jesús. Su hija dejó de pintarse las


uñas, se levantó y se fue para uno de los cuartos. Chuíto gruñó algo de
descontento y fue a buscar una cerveza a la nevera. Cristina Bladismar
estaba limpiando la cocina.
—Oye, mi amor —preguntó ésta.
—Ajá.
—¿Has pensado lo de la venta de refrescos que te dije?
—Qué venta de refrescos, vale.
—Lo que te dije... Compramos unas gaveras y las enfriamos, y se
las vendemos a los chamos cuando salgan del colegio...
—Hmm. Tú crees que eso da plata.
—Bueno, algo ayuda. La señora de allá vende chucherías y le va
buenísimo.
—Tú dices.
—Sí, gordo, ¿qué te pasa? Tienes un tono raro...
—Nada. Bueno, mira: eso de los refrescos lo veremos después.
Hoy estoy un poco sin plata, además, ayer me llevaron la caleta, sabes.
Esos malandros de hoy en día no respetan.
—Bueno... ¿Ya te vas?
—Sí. Tengo que ir a que Pablo a buscar el carrito. Así veo también
cómo le fue.
—Bueno, mi amor... ¿Cuándo te veo?
—Debo llegar tarde. No sé. A las cuatro, a las cinco... Quién sabe.
—Cuídate, ¿oíste?, no me gusta cuando trabajas de noche...
—Ajá. Un beso, pues. Mira, y ponle un ojo a los muchachos.
Especialmente Cristina María. Si me llego a enterar de que salió por
ahí vamos a tener problemas...
—Tranquilo, mi gordo... Yo me ocupo.
—Mucho cuidado, pues. Un beso. Muáj.
Chuíto fue a buscar el autobús a casa de su hermano para conocer
también las nuevas noticias. Encontró a Pablo lavando la unidad con
una manguera y un tobo.
—Cómo estamos, hermano.
—¡Chuíto! Cómo está la vaina.
—Fino, aquí. ¿Cómo te fue?
—Bien, cansado... Le di un pocote de horas seguido. Me acabo de
parar. Estaba lavando la unidad para que esté pepita...
—Chévere. ¿Hay noticias o algo?
JNTSJ
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Jesús de María (Chuíto)

—Naa... No mucho... Bueno, al pana Rafael le dieron unos tiros


y vaina...
—¿Qué? ¿A Rafael? ¿Por qué?
—No, bueno, nada grave. Le dieron en el brazo. Unos malandros
ahí, que le pidieron la caleta y él dijo que no.
—A la verga...
—Sí, feo. Pero está bien. No sé qué vamos a hacer. Está jodida la
vaina. Ten cuidado tú, que sales de noche.
—Tranquilo, yo voy bien. Pero, ¿Rafael?
—No te preocupes, fue para el Universitario y está en su casa... Lo
malo es que no va a poder manejar más durante una semana por lo menos.
—Qué vaina...
—Sí. Tú sabes, Chuíto, estuve pensando, tú ves...
—¿Ajá?
—Bueno, que de pronto sería bueno poner a alguien con nosotros.
A trabajar.
—¿Con nosotros? ¿Cómo que con nosotros?
—O sea, que cuide la caleta. Ya hay muchos que están haciendo eso...
—¿Qué? ¿Poner a un malandro valurdo de esos a cuidar la caleta?
Tú lo que estás es loco...
—No sé, Chui, no sé... te digo que lo pensé. Mucho más después
de lo que le pasó a Rafael. Ya hay otra gente que la está aplicando:
pones a tu socio, el tipo está ahí, te resuelve todos los peos, te baja a la
gente que no quiere pagar...
—Mira, Pablito: de eso me encargo yo, ¿okey? Si alguien no quiere
pagar o hay que bajarlo, bueno, yo ahí tengo mi bate de béisbol y voy
tranquilo.
—Bueno, como quieras. Era sólo una idea. Después no digas que
no te dije. Además, ¿tú no y que estás berriao con los malandros de allá
de la plaza por donde tú vives?
—¿Ajá? ¿Quién te dijo eso?
—Mira, aquí todo se sabe... Pero bueno, por eso te digo, si quieres
estarte tranquilo, pones a un pana ahí, que si vienen los malandros ése
da la cara.
—Bueno, Pablo. Ya me está cansando el temita, ¿oíste? Además,
yo no estoy berriao con los malandros nada, vale. Tuvimos una discu-
sión. Eso es todo. Si quieren buscarme ellos saben dónde encontrarme.

JNTTJ
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`~ê~Å~ë Åêìò~Ç~

Yo no me voy a estar escondiendo, mucho menos de unos chamitos


ahí. Chao. Descansa y que te vaya bien en la fiesta.
—Tranquilo, Chuíto. Quedamos así. Te espero mañana para reco-
ger el carrito.
—Eso. Cuídate y saludos a la gente que veas por ahí.
Chuíto comenzó su jornada de trabajo al ritmo de un cassette de
Bachata que había comprado para luego escuchar la radio. La gente iba
y venía, montándose en su unidad sin mayores problemas, aunque él no
podía dejar de pensar en sus cosas, su hija, Pablo, hasta Rafael. Su pro-
fesión se había degenerado, pasando de ser algo respetable, honesto y
hasta admirable a una simple mofa de vida, una especie de arlequín
venezolano que decide tratar de ganarse el pan de manera decente. Los
jóvenes se habían apropiado de los valores que les llegaban del exterior,
donde hoy en día lo ideal era hacer la máxima cantidad de dinero con el
menor esfuerzo posible. La gente como Chuíto, que apostaba a lo se-
guro a pesar de que ganase poco, era simplemente vista como una
especie ingenua, que se adaptaba estúpidamente al sistema sin tratar de
buscar un camino más corto que implicase menos trabajo. Él pensaba y
veía en sus hijos la aparición de un relativismo moral y una indiferencia
que lo angustiaba: nada valía la pena, el fracaso estaba escrito con fuego
en el futuro y cualquier esfuerzo era poco realista y no merecía atención
alguna. Aparte de eso, los valores ya no guiaban las conductas, puesto
que las nuevas generaciones veían poca o ninguna diferencia entre las
actividades legales o ilegales y sus consecuencias. La única moneda de
cambio era el dinero, el éxito y el poder adquisitivo obtenido sin mucho
trabajo, sin estudiar, sin esforzarse, más bien utilizando cualquier arti-
maña o truco que demostrase la inteligencia superior del individuo,
eximido de pasar por el camino largo y tortuoso del trabajo legal y po-
co reconfortante. Suspiró, evaluando su presente y su posible futuro,
mientras giraba su autobús por las concurridas avenidas caraqueñas. A
veces tenía el extraño presentimiento de que todo sería en vano, que
alguno de sus hijos terminaría siendo malandro a pesar de las lecciones
que siempre les daba al enterarse de la muerte de un antisocial en el
periódico o la televisión. Lentamente se detuvo en una esquina y dejó
entrar a otro pasajero.
A las diez de la noche Jesús de María se permitió una pequeña pausa
para tomarse una cervecita y comerse unas empanadas, ya que el trabajo
pasaba sin novedades y comenzaba a cansarlo por el aburrimiento. Su
JNTUJ
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Jesús de María (Chuíto)

cuerpo se había acostumbrado a las largas jornadas de manejo y al


ambiente tenso de Caracas. Ya no le importaba demasiado manejar
ocho o diez horas seguidas con un par de pausas en el medio. Se bajó en
la cafetería cerca del terminal, se tomó una cerveza, se comió tres
empanadas y un café y habló un poco con los amigos antes de volver a la
rutina. Le comentaron con detalle el incidente de Rafael y el balazo en
el brazo, explicándole la injusticia que era el hecho de que probable-
mente nunca agarrarían al malandro. A fin de cuentas, hoy en día eran
tantos y Rafael un simple chofer que ni siquiera había sido herido de
muerte. Eso en Venezuela se considera un pequeño problema, que si
bien fue adobado con una gran dosis de suerte ya que Rafael seguía
vivo, pocos serían los policías que se desplazarían para tratar de cap-
turar a un malandro que no mató a nadie y sólo se robó algo de dinero
de un miserable conductor. Chuíto se despidió de todos, les deseó
suerte y volvió a su autobús. La noche no hacía sino comenzar.
Siguió manejando, estoico, con cara seria y poca atención a la emi-
sora de radio que escuchaba pasar del merengue a la salsa, de la salsa al
vallenato. Las luces de la ciudad se le mezclaban, el cansancio comen-
zaba a castigar su cuerpo con fuerza y la gente parecía no querer mon-
tarse en su autobús esta noche. En un semáforo miró a los pasajeros,
tomó el dinero de la caja y lo pasó a la caleta debajo del asiento. No
había hecho mucho, pero había que seguir, siempre hasta el final, siem-
pre luchando. A la una de la mañana tomó otro descanso corto y habló
con otros compañeros en una arepera cerca del terminal.
Poco a poco, mientras la noche avanzaba, los pasajeros dejaban de
aparecer, cada vez más esporádicos. Sin embargo, tenía que seguir, el
dinero escaseando en su casa pero tan necesario. Ya a las dos de la
mañana, el cansancio y la falta de pasajeros lo obligó a parar el autobús
de una buena vez por todas. Finalmente, la noche no había sido tan
mala, al menos no había chocado el autobús ni perdido el dinero por
culpa de algún malandro. Eso le enseñaría a Pablo. No necesitaba
ayuda de nadie. Chuíto se defendía por sí solo, sin ayuda de nadie.
Entró a un bar que todavía estaba abierto y saludo a algunos amigos.
—¡Chuíto! ¿Qué pasó?
—Aquí, todo bien. Terminando la noche...
—¿Tan tarde? ¿Y Pablito?
—Naaa... Tenía una fiesta. Agarré la chamba yo. Y bueno, como
no estaba haciendo mucha plata, le di hasta tarde.
JNTVJ
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—Bueno, ya. Pero todo bien, ¿no?


—Sí, ahí...
—Me alegro. Bueno, tómate una cerveza, yo te la brindo.
—No... sabes, tengo que ir para la casa, me espera la señora, vale...
—No joda, Chuíto, una cervecita, vale... Además, mira que aquí
nos falta uno para la mano de dominó.
—¿Ah, sí? Bueno, pero un ratico nada más. Ahorita me voy. Un
juego, un par de birritas y voy andando.
—Eso, eso mismo es... Dale, siéntate ahí.
Jesús de María volvió a encontrar su sonrisa cuando aplastó a sus
adversarios en cinco manos seguidas, aunque luego lo obligaron a que-
darse para otro juego. Se tomó unas cuantas cervezas, se rio y se olvidó
un poco de la realidad, hasta que vio su reloj y se dio cuenta de que eran
casi las tres y media de la mañana y que tenía que irse. Se despidió de
todo el mundo, rechazando tres veces las invitaciones de los compa-
ñeros de mesa para que se quedara (“No, no... Me tengo que ir... Per-
dón. Nos vemos”) con todo y las cervezas gratis que le propusieron.
Salió del bar y arrancó su autobús con cautela, vigilando que nadie estu-
viese escondido para tratar de robarlo. Probablemente podría salir ileso
de toda la jornada. Tomó la autopista hacia las Minas de Baruta, pen-
sando que sería mejor ir directamente a casa de Pablo y dejarle la
unidad de una vez. Tal vez podría dormir allí hasta el amanecer y des-
pués Pablo lo llevaría, a fin de cuentas, si Pablo seguía en la fiesta él
igual podría entrar con la llave que le había dado su hermano para situa-
ciones como esta. Aceleró la unidad y se concentró en el manejo, con
sus ojos clavados en el asfalto.
Sin embargo, luego de haber rodado unos quince minutos vio
unas luces aparecer adelante, ocupando dos canales completos. “Otro
choque” pensó. Bajó un poco la velocidad para ver lo que ocurría. Pasó
lentamente delante de los escombros: un carro totalmente destruido
yacía enterrado en el costado de una camioneta Samurai. El parabrisas
de la camioneta estaba fracturado a nivel del copiloto, y una mancha
in-mensa de sangre decoraba los círculos concéntricos donde la cabeza
del acompañante había golpeado el vidrio. Miró hacia el carro y vio
que la puerta estaba abierta y que el piloto también descansaba en un
charco de sangre. Se preguntó cómo habría hecho el conductor para
abrir la puerta, si habría sido después del choque, aunque por la can-
tidad de sangre parecía haber muerto en el momento. Su autobús
JNUMJ
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Jesús de María (Chuíto)

siguió avanzando lentamente y sus ojos descubrieron más cuerpos, aho-


ra tirados en el piso delante de la camioneta. Un muchacho joven, de
piel blanca y vestido de negro estaba boca arriba, también lleno de
sangre, entre los dos automóviles. Un poco más allá había otro cuerpo,
tirado boca abajo con los brazos tendidos delante de él.
Chuíto sintió más curiosidad que repulsión ante lo que veía, pre-
guntándose qué habría ocurrido aquí. De todos modos, algo le decía
que debía arrancar, que debía alejarse del lugar de los hechos, ya que la
policía todavía no había llegado y después todo era complicación y ave-
riguaciones, búsqueda de testigos, ese tipo de cosas. Arrancó, acele-
rando un poco y volviendo a mirar la autopista que se extendía delante
de él. Encendió las luces altas, y vio una extraña figura que le hacía
señas más adelante, a unos cien metros de distancia. Un muchacho le
hacía aspavientos con los brazos y le señalaba que se detuviera. Chuíto
detuvo el autobús en el hombrillo al lado del joven y abrió la puerta.
—¿Qué pasa? ¿Qué haces aquí? —preguntó, viendo algo familiar
en el sujeto que le parecía conocido. Este lo miró y en un instante sus
ojos brillaron de reconocimiento a pesar de que su expresión preocu-
pada y cansada no cambió.
—Buenas noches. Ne... Necesito que me ayude.
—¿Que te ayude? ¿Qué pasa? ¿Nos conocemos?
—Por favor, señor chófer, déjeme montarme. Yo soy El Jimmy. El
que se la pasaba con el Willy, “el Gordo”, allá en el barrio... —le dijo el
sujeto viendo el piso.
—¿Qué? ¿El malandro? Ah, no, te jodiste. Dile a tu amigo “el
Gordo” que te ayude. Ya tenemos suficiente con ustedes allá para calár-
noslos fuera del barrio también.
—No, ya va, ya va: No me cierre la puerta, vale. Por favor. Lléveme
con usté... De verdad.
—Bueno, ¿pero y el Willy? No pensarás que lo voy a montar a él
también.
—No, señor. El Willy ya no lo va a molestar más. “El Gordo” lo
dejaron pegao allá atrás.
—¿Qué?
—El Willy se murió, señor. El Willy me lo mataron.
Jesús de María escuchó en silencio el cuento de Jimmy mientras
manejó de regreso a su casa, pensando si no debería llevarlo directo a la
policía. Jimmy le contó todo: cómo habían bajado en moto, cómo todo
JNUNJ
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había salido mal y cómo había dejado la moto y cambiado la pistola con
la del Willy para que no sospecharan que alguien más estuvo allí.
—Lo peor es que ahora estoy bien jodido —terminó Jimmy.
—¿Y eso por qué? Yo te veo bien. Ya resolviste. No creo que te
vayan a buscar.
—Usté no entiende, señor chófer. Nosotro no queríanos robar los
carros esos, pero es que le debemos plata al Pancho. Y mañana me van a
venir buscando.
—Ah, ya veo.
—Yo no quería, yo le dije a Willy que no, que nos saliéramos de la
verga esta... Yo sabía, malandro no dura. Siempre hay uno buscando
pa’reventarte, cazando la plaza...Yo quería salirme, se lo juro, yo nada
más quería era estar con mi jevita... Pero ella se me la llevaron, se me
fue... Y después el Pancho con toda la verga, dándole problemas a uno,
no joda. Es que no te dan chance. Jodido desde que naces. Aquí, verga,
el barrio, eso no perdona. ¿Entiende?
—Sí. Qué te puedo decir.
—No, no diga nada. Lléveme pa’llá, que yo voy a ver al Pancho de
una... Si me van a escoñetá, bueno que sea de una vez... Le voy a devolver
la merca y darle todos los reales que tengo y bueno... Ya veré... —la voz
de Jimmy sonaba temblorosa y entrecortada. Chuíto aceleró, contem-
plando furiosamente sus opciones. No había nada que él pudiera hacer.
Al llegar al barrio, Jimmy se bajó, mirando al piso y le dijo:
—Gracias, señor chófer. Sólo pa’que sepa que no fui yo el que se
llevó a su hija, y que nunca le hice nada... Nosotros no somos mala
gente, usted ve. Bueno. Chao.
—Suerte, Jimmy —le dijo Chuíto mientras éste se volteó y
empezó a alejarse, caminando lentamente hacia la parte de arriba del
cerro. Jesús miró el autobús, arrugó la frente con remordimiento y
pensó en sus hijos. Luego agregó:
—Jimmy, ¡hey! Jimmy. No te vayas. Ven acá. Mira...
—Qué pasó, señor chófer.
—Mira, bueno... no sé cómo decirte esto... Mira, bueno, ya: estoy
buscando a alguien que me ayude aquí con el autobús vale, y pensé en ti.
—¿Ayuda con el autobús? —Preguntó Jimmy perplejo.
—Sí, vale. Mira: si quieres, anda a hablar con Pancho, no sé qué
carajo le irás a decir, pero salte de esa verga. Ese negocio no conviene a
nadie. Después te vienes para la casa y hablamos, para que trabajes con
JNUOJ
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Jesús de María (Chuíto)

nosotros. Quiero que me acompañes y me protejas el autobús en la


noche, ¿entiendes? Bueno. Ahí te dejo eso. Es todo lo que puedo hacer.
—¿Ajá? Coño, gracias señor chófer... —Jimmy sonrió por primera
vez en todo el recorrido de regreso—. Bueno, vamos a ver. Por fin me
tiran alguito, verga...
—Eso sí, vas a tener que decir menos groserías, chamo —dijo Chuíto
riéndose—. Eso es de malandro.
—Jaja. Claro. Claro que sí. Espéreme ahí en el rancho, que yo voy
y hablo con el Pancho y voy pa’llá. ¡Gracias, señor Chuíto! —le dijo
Jimmy mientras se alejó corriendo. Jesús de María sonrió, estacionó el
autobús y subió a su casa. Se preparó un café y vio las noticias en la tele-
visión, donde todavía no mencionaban el choque en la autopista.
Luego se paró, caminó hasta la figura que tenía del Santo Niño de
Atocha, y le prendió una vela a su hijo Wilmer, a pesar de que no era
lunes. “Ojalá venga —pensó, mientras rezaba en silencio—, ayuda al
pobre chamo Jimmy a salirse de ese desastre”.
Jesús de María se sirvió otro café y se sentó, cansado pero con espe-
ranza, a ver qué le traía el destino. Sólo le faltaba esperar.

FIN
^Öçëíç OMMQ

JNUPJ
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Índice

áK~äÉÖêç ÉåÉêÖáÅçIã~ åçå íêçéç

Andrés . . . . . .V

Jesús de María (Chuíto) . . . . .NT

José Luis . . . . .OP

Willy y Jimmy . . . . .OV

Julia . . . . .PR

José Luis . . . . .QN

Andrés . . . . .QR

Willy y Jimmy . . . . .RP

ááK~åÇ~åíÉ ÅμãçÇç

Julia . . . . .SN

Jesús de María (Chuíto) . . . . .SV

Andrés (interludio) . . . . .TR

José Luis . . . . .UN

Willy y Jimmy . . . . .UV

Julia . . . . . VR

Jesús de María (Chuíto) . . . .NMP


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Andrés . . . .NMV

áááK~Ç~Öáç Å~åí~ÄáäÉ

Julia . . . .NNV

Jesús de María (Chuíto) . . . .NOT

José Luis . . . .NPP

Willy y Jimmy . . . . .NQN

Julia . . . .NQT

Andrés . . . .NRR

José Luis . . . . NSP

Willy y Jimmy . . . .NSV

Jesús de María (Chuíto) . . . .NTR


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Fundación Editorial

elperroy larana
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Se terminó de imprimir en ÉåÉêç ÇÉ OMMT


en cìåÇ~Åáμå fãéêÉåí~ jáåáëíÉêáç ÇÉ ä~ `ìäíìê~
Caracas, Venezuela.
La edición consta de NKMMM ejemplares
impresos en papel EnsoCreamy, RR gr.
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ISBN 980-396-372-4

9 789803 963729

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