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ANTOLOGÍA NO EUCLIDEANA / 1

DOMINGO SANTOS
(RECOPILADOR)

Título Original: ANTOLOGÍA NO EUCLIDEANA / 1.


© 1976 by Domingo Santos.
© 1976 by Ediciones Acervo.
Traducción de Sebastián Castro y Domingo Santos.
Edición Digital de Arácnido.
Revisión 2.

CONTENIDO
Ray Bradbury • EL FLAUTISTA
Alfred E. van Vogt • PROCESO
Arthur C. Clarke • EL CENTINELA
Robert Sheckley • LA SÉPTIMA VÍCTIMA
Robert Abernathy • COMBATE SINGULAR
Charles L. Fontenay • LA SEDA Y LA CANCIÓN
Jacques Sternberg • EL MUNDO HA CAMBIADO
Fausto Cunha • ÚLTIMO VUELO A MARTE
Belcampo • LAS COSAS AL PODER
James G. Ballard • EL HOMBRE ILUMINADO
David Masson • EL REPOSO DEL VIAJERO
Bob Shaw • LUZ DE OTROS DÍAS PERDIDOS
Thomas Disch • LA JAULA DE LA ARDILLA
Harlan Ellison • EL MERODEADOR EN LA CIUDAD AL BORDE DEL MUNDO
John T. Sladek • INFORME SOBRE LAS MIGRACIONES DEL MATERIAL EDUCATIVO
George Alec Effinger • TODAS LAS GUERRAS DEFINITIVAS A LA VEZ
Raphael A. Lafferty • CHIRRIANTES GOZNES DEL MUNDO
Robert Silverberg • EN LAS FAUCES DE LA ENTROPÍA
Christopher Priest • LA CABEZA Y LA MANO
Ursula K. Le Guin • LOS QUE SE VAN DE OMELAS

INTRODUCCIÓN

ACERCA DE LOS PROBLEMAS DE UNA ANTOLOGÍA Y


ALGUNAS COSAS MÁS
ANTOLOGÍA: Colección de trozos escogidos de poesía o prosa.

(Diccionario de la Real Academia Española).

Realizar una antología puede ser una de las labores más sencillas del mundo..., o una de las más
difíciles. Todo depende de los criterios que se sigan. De hecho, una antología literaria no suele ser
más que una recopilación de relatos de distinta procedencia, reunidos según un determinado gusto o
criterio. Por ello, en realidad, el único talento que debe reunir un antologista es la oportunidad de
leer un determinado número de relatos susceptibles de ser incluidos en ella, escoger los que más le
gusten o crea más adecuados..., y simplemente publicarlos.
Pero a la hora de llevar a la práctica este sencillo esquema básico de «cómo formar una
antología», no todas las cosas resultan tan fáciles como parecería a simple vista. Por supuesto, un
gran número de antologías se realizan siguiendo al pie de la letra este elemental enunciado; de
hecho, y centrándonos únicamente en el campo de la ciencia ficción, me atrevo a afirmar que, salvo
escasas y honrosas excepciones, este es el sistema que se ha seguido durante años, al menos en los
Estados Unidos, con la ventaja de trabajar siempre sobre relatos ya publicados anteriormente. Así
nacieron la mayor parte de las antologías de Sam Moskowitz, las múltiples antologías de Donald A.
Wollheim y Terry Carr para la ACE, las anuales de Judith Merril, las que recogían «lo mejor de...»
Sin embargo, siempre existe un compromiso entre la labor del antologista y el lector, y la aceptación
por parte de este último del material ofrecido es lo que ha hecho que, a lo largo de los años, algunos
nombres hayan alcanzado una notoria celebridad como antologistas, mientras que otros se hundían
rápidamente en el más absoluto olvido.
Porque, en la confección de toda antología, hay una serie de elementos condicionantes que deben
ser tenidos en cuenta.
Habiéndome introducido recientemente en este para mí hasta hoy inexplorado campo de la
selección de libros y relatos, me gustaría hablarles un poco de mis experiencias personales,
aprovechando la ocasión para hacer hincapié en algunos aspectos que demuestran cómo la labor de
un antologista (al menos de un antologista responsable) no es tan sencilla como a primera vista
parece.
En primer lugar, existe el hecho incuestionable que una antología, esté firmada por quien esté
firmada, es siempre subjetiva. Desde siempre me han hecho mucha gracia los eufemismos tipo «Lo
mejor de...», aplicados a una selección de relatos literarios. Teniendo en cuenta la diversidad de
criterios, gustos y preferencias del lector medio, cualquier antología que pretenda ofrecer «Lo mejor
de...» debería calificarse en realidad como «Lo mejor según...», y a continuación el nombre del
seleccionador de turno. Porque cada antologista tiene sus preferencias, y por muy imparcial que
quiera ser a la hora de efectuar su elección siempre deja que sus gustos particulares asomen en el
conjunto resultante. Las antologías de John Campbell, por ejemplo, estuvieron desde un principio
circunscritas a una S. F. eminentemente científica, mientras que las de Sam Moskowitz se han
limitado a ser siempre antologías tradicionalistas de autores tradicionales, y Judith Merril ha
adquirido fama por unos gustos muy particulares a la hora de escoger sus relatos. Harlan Ellison
nunca podrá sustraerse a su afición hacia lo raro y extravagante, y Dangerous Visions (de la que
hablaré en más de una ocasión) es un ejemplo casi alucinante de ello. Quizá las antologías menos
condicionadas en este aspecto dentro del campo de la S. F. sean las de Donald A. Wollheim, debido
a que su labor de años como editor (en los Estados Unidos, se llama editor al responsable de una
colección, al director literario) de las series de Ace Books le han hecho terminar prescindiendo de
sus gustos personales para ir a buscar los de las mass media; sin embargo, sus antologías han pecado
siempre del defecto de la despersonalización, ya que en ellas ha estado presente más la
comercialidad que la calidad, dando muchas veces como resultado un producto híbrido que se lee
con agrado, pero que se olvida tan rápidamente como se deja en un estante de la biblioteca.
Otro gran condicionante del antologista es la obtención de los derechos de publicación. Una
antología que se limite a ofrecer «Lo mejor de la revista...» (y aquí el nombre de la revista en
cuestión), no tendrá más problemas que las preferencias del seleccionador, e incluso esto es muy
relativo, ya que generalmente estas antologías son efectuadas por el propio seleccionador del
material de la revista en sí, que tiene ya un criterio particular que condiciona a la propia revista; e
incluso este relativismo es relativo a su vez, ya que en la mayor parte de las veces la selección se
efectúa no a tenor de los gustos personales de nadie, sino simplemente según la acogida que los
distintos relatos publicados han tenido entre el público lector.
Pero cuando alguien intenta crear una antología personal, tropieza con las dificultades, muchas
veces insalvables, de adquirir los derechos. Muchos antologistas estadounidenses no tienen
demasiados problemas en este aspecto debido a que conocen personalmente a casi todos los autores
seleccionados y pueden solicitar directamente su autorización (lo cual sin embargo hace que muchas
veces publiquen tan sólo relatos de sus amigos, prescindiendo de los demás). Pero cuando se trata de
crear una antología de autores extranjeros (en el caso de España, de autores yankees por ejemplo),
los problemas son mayores: hay que averiguar primero qué agente literario representa a los autores,
quién posee los derechos de una obra en particular, a quién hay que dirigirse para obtener un
determinado texto. Y muchas veces estos derechos no llegan a conseguirse nunca, ya sea porque el
copyright ha sido cedido a otro editor, por exigir unas royalties excesivos, o incluso por no
conseguir saber quién es el agente literario o el representante de un determinado autor, o más
sencillamente porque, al solicitar los derechos de una obra de poca extensión (lo cual hace
evidentemente que el precio que se puede pagar por estos derechos no sea demasiado elevado), el
agente de turno considere que su comisión es tan poco importante que ni siquiera vale la pena
contestar a la petición..., y simplemente no la conteste. Como ilustración a esto puedo afirmarles
que, para esta antología, he intentado contratar más de un 150 % del volumen de lo que finalmente
ve la luz, teniendo que dejar el resto en reserva simplemente porque no he conseguido obtener los
derechos de publicación en lengua española.
Y, finalmente, están los condicionantes que plantea la naturaleza de la antología en sí. Este creo
que es el punto más importante a la hora de elaborar una antología, y me gustaría extenderme un
poco sobre él.

Recientemente he realizado algunas selecciones de relatos para muy diversos sitios, y he podido
darme cuenta de las diferencias fundamentales que pueden existir entre una antología y otra de
naturaleza aparentemente similar. De hecho, debo confesar que esta Antología no euclidiana / 1 ha
nacido como resultado de estas experiencias.
Intentaré explicarme. En verdad, incluso teniendo en cuenta todos los condicionantes hasta aquí
enumerados, el realizar una antología no es una tarea excesivamente difícil. Si uno decide realizar
una antología sobre robots, por ejemplo, lo único que tiene que hacer en principio es leer una cierta
cantidad de relatos que versen sobre robots. La experiencia me ha demostrado que un antologista
consciente de su responsabilidad de tal leerá como mínimo de un 500 a un 800 % del material que
proyecte publicar. En líneas generales, un 20 % de este total podrá ser desechado ya a menos de un
tercio de su lectura, aunque un buen antologista sufrirá y se irritará y lo seguirá leyendo pese a todo
hasta el final antes de rechazarlo definitivamente.
Una vez terminada la lectura de este material, acostumbrará a encontrarse ante una serie de
relatos válidos que representarán de un 150 a un 200 % de la extensión de la antología final.
Entonces iniciará su peregrinaje en busca de los derechos. Si tiene suerte, los contratos que consiga
le permitirán cubrir con creces la extensión requerida por la antología, y podrá darse incluso el lujo
de desechar los que considere menos adecuados y hacer una selección aún más rigurosa.
Desgraciadamente, la mayor parte de las veces conseguirá tan sólo llenar de un 70 a un 80 % de la
extensión total, y entonces deberá recurrir como último recurso a algunos relatos desechados en
principio con la mención de «no, aunque...», y entonces la calidad global de la antología se resentirá.
Por supuesto, este problema puede obviarse mediante la adquisición de material «en bloque». No
me refiero a las antologías compradas incluso con el nombre de su antologista original (en lengua
española se han publicado un número suficiente de ellas), sino las seleccionadas por un antologista
autóctono aunque sobre la base limitativa de un material determinado. En España, por ejemplo,
tenemos como ejemplo de ello las realizadas por Editorial Bruguera sobre material del Magazine of
Fantasy and Science Fiction. Carlo Frabetti, responsable de estas antologías, tiene el trabajo, que no
es poco, de leer ingentes cantidades de números atrasados de la revista en cuestión, pero sabe que
nunca tendrá problemas con los derechos. Aunque ello presente un riesgo: el de las duplicidades. Un
mismo relato puede ser adquirido por varios canales distintos (el propio autor, su agente literario, la
revista que lo publicó la primera vez, la publicación en bloque de una antología donde se halla
incluido...), de modo que la duplicidad es cosa frecuente. Un buen relato es siempre un buen relato,
por supuesto, pero cuando un lector adquiere una antología y descubre que un determinado tanto por
ciento de la misma ya ha aparecido en otros lugares no puede evitar una cierta desilusión, y muchas
veces el vago sentimiento de haber sido estafado.

Con esto creo que estoy entrando de lleno en la materia que quería tratar: la gestación particular
de esta antología. No con ansias de justificarme, cosa que creo absolutamente innecesaria, sino
porque considero que las interioridades que marcan la creación de cualquier tipo de obra, y que la
mayor parte de las veces quedan ocultas para el lector, son muchas veces dignas de ser sacadas a la
luz.
Voy a hablar pues un poco de esta antología en particular: las causas que han motivado su
aparición, y las circunstancias que la han condicionado hasta darle su forma definitiva.
Hasta ahora, en España se han publicado muy pocas Antologías (así, con mayúscula) de ciencia
ficción. Puedo citar entre las más notables la de Editorial Labor (muy interesante, teniendo en cuenta
el tiempo en que fue publicada), la de Castellote Editor (que tiene el gran defecto de estar consti-
tuida casi enteramente por material ya publicado en lengua española), las veinte selecciones de
Ediciones Acervo (aunque sus últimos volúmenes fueron una simple traducción de otras antologías
foráneas), y algunas antologías más o menos discutibles centradas exclusivamente en material de
procedencia española. Todas las demás antologías que han aparecido se han limitado a traducir otras
antologías confeccionadas en el extranjero o basadas en material de una procedencia muy
determinada y, por ello, básicamente limitadas.
Sobre este presupuesto, y deseando realizar una antología (o una serie de antologías si esta
primera cuajaba, y de ahí el añadido de una numeración: /1) que tuviera una personalidad propia, me
planteé una serie de condiciones. En primer lugar, lo que había que desechar. Cuando alguien em-
prende la tarea de edificar una antología su primer pensamiento es crear algo del tipo «Lo mejor de
la ciencia ficción...», y elegir los relatos más representativos del género. Es algo muy
autosatisfactorio, capaz de llenarle a uno de una buena dosis de legítimo orgullo. Además, es fácil de
realizar: no hace falta buscar ni perseguir, sólo picar de aquí y de allá. Pero no es honesto. En primer
lugar, lo más representativo del género, salvo muy pocas excepciones, se halla ya publicado en
lengua española, gran parte de ello más de una vez, y es conocido por un sector bastante amplio del
público. ¿Cuál puede ser la validez de una antología tal? ¿Qué interés puede tener el reunir un
ramillete de relatos muy conocidos, de autores muy famosos, que ya casi todo el mundo ha leído?
Claro que también puede partirse de una base distinta de trabajo: elegir autores y no obras. Una
sabrosa antología repleta de nombres archiconocidos es también muy satisfactoria para el
seleccionador, aunque presenta igualmente sus problemas. Los mejores relatos de los autores
«consagrados» se hallan ya publicados en español, y los relatos de dichos autores que aún no han
sido traducidos es porque generalmente no merecen dicha traducción, y pertenecen a la producción
menor de sus respectivas plumas. Me siento capaz, en este mismo momento, de confeccionar a ojos
cerrados una antología cargada con un plantel de grandes nombres, que pese a ello parecerá escrita
por los más noveles de los debutantes. Sinceramente no me atrevo.
Así pues, en este caso en particular no me quedaba más remedio que adentrarme por los caminos
de lo «personal...», es decir, dejar a un lado condicionamientos más o menos éticos y dar rienda
suelta a la subjetividad. Cuando uno ha leído una cantidad respetable de relatos de S. F. de todas cla-
ses, se ve capaz de construir una antología que responda a la premisa (muy personal, por cierto) de
«Lo que más me ha gustado de...» Naturalmente, esto puede elevarse a rango universal, y uno puede
convertir ingenuamente los gustos personales en ley, como han hecho muchos antologistas que han
dado el marchamo de «Lo mejor de...» a una selección de relatos que simplemente gozan de sus
preferencias. Pero tampoco la considero una postura honesta. Evidencia una cierta falta de
ecuanimidad, aparte de un notorio engreimiento.
Uno puede también renunciar a todos los honores y limitarse a ofrecer una antología de relatos
que simplemente superen un cierto nivel de calidad, el cual será más o menos alto según las
exigencias del seleccionador y las características de la colección a la que vaya destinada. Esto, sin
embargo, es en el fondo hacer una revista literaria en forma de libro. De hecho, es hacer una
antología sin hacer una antología: es hacer una simple selección.
Queda finalmente el recurso de acogerse a un tema determinado o a un autor en particular. En los
momentos actuales, lo primero lo está haciendo ya otro editor, publicando una serie de volúmenes
con el pomposo título de Antología Temática de la Ciencia Ficción (por cierto con una selección
bastante acertada, aunque la presentación de los libros deje mucho que desear); en cuanto a lo
segundo, un compañero en las lides literarias, Marcial Souto Tizón, está preparando desde el otro
lado del charco una serie de antologías basadas en esta premisa, la primera de las cuales, dedicada a
Damon Knight, aparecerá dentro de poco en esta misma colección.
Como ven, cuando uno intenta ser exigente, o al menos honesto consigo mismo, el crear una
antología válida se revela como algo más bien complejo. Todas las reflexiones apuntadas hasta aquí
han sido las que, por eliminación, han ido madurando la concepción de esta Antología No
Euclidiana/1 hasta darle su forma actual, fruto simplemente de una meditación personal de la que
me hago enteramente responsable.
¿Pero por qué no euclidiana? Imagino que se me acusará de un cierto retorcimiento mental y de
un gusto por lo rebuscado por este título, y desearía razonarlo. En España, en lo que a la ciencia
ficción se refiere (como en muchas otras cosas, por desgracia), vivimos anclados en un pasado
inamovible. Nos alimentamos con los autores, relatos, tendencias y modas de los dorados años
cincuenta, con apenas alguna que otra esporádica incursión a estilos literarios más modernos, tímida
y vacilante. La ruptura se está haciendo cada vez más necesaria.
Así pues, me planteé (de una forma puramente personal), la posibilidad de crear una antología
que se distinguiera de las habituales por dos características básicas: 1), que los relatos incluidos en
ella tuvieran, además de una calidad literaria reconocida, una originalidad que los situara al margen
de los cánones por los que suelen medirse los relatos de S. F., y 2), que su ordenación formara como
una rampa de lanzamiento que permitiera al lector, aún al no preparado, introducirse sin un esfuerzo
excesivo en estos nuevos rumbos que está tomando la ciencia ficción mundial.
Debo apresurarme a reconocer, antes que ningún lector ponga el grito en el cielo, que ninguna de
estas dos características es en absoluto nueva. De hecho, han sido ya experimentadas en diversas
ocasiones en los Estados Unidos, y habitualmente con un apreciable éxito. Harlan Ellison, por ejem-
plo, partió de un postulado similar al primer enunciado para confeccionar su controvertida antología
Dangerous Visions: eligió una serie de relatos inéditos (hasta entonces las antologías de S. F.
yankees solían formarse a base de relatos ya publicados), a los que les exigió, aparte de una calidad
literaria, una característica muy poco usual: que se tratara de relatos cuya índole (temática,
experimentación estilística, etc.) hiciera que no pudieran tener cabida en ninguna de las revistas
profesionales del género que se editaban en el país. El resultado fue una antología que aún hoy es
citada como rupturista, y que ha marcado una pauta para posteriores intentos similares. De hecho, no
me avergüenza confesar que me he mirado a menudo en el espejo de Ellison para confeccionar el
presente volumen, y lo único que desearía es que esta antología pudiera tener en España la misma
resonancia que la de Ellison tuvo en los Estados Unidos hace nueve años.
Tampoco la ordenación es una idea nueva, aunque en este punto me haya basado en una
experiencia puramente personal. Generalmente, las antologías suelen ordenarse de dos formas
clásicas: o bien por orden alfabético de autores, lo cual es cómodo y no reporta ningún problema con
nadie, o bien siguiendo un orden arbitrario que normalmente es establecido por el propio antologista
según un criterio particular de contraste, identidad o alternancia de los relatos. Por mi parte, hace ya
algunos años, traduje para un editor español hoy desaparecido una antología bastante anodina que
había adquirido a Sam Moskowitz. La antología, creada según los postulados algo anacrónicos
propios de Moskowitz, englobaba indiscriminadamente relatos de muy distintas épocas, algunos de
los cuales olían ya brutalmente a rancio. Descontento de la antología en su conjunto, propuse al
editor reordenar los relatos, rompiendo la arbitraria sucesión establecida por Moskowitz y
disponiéndolos según sus fechas de publicación, al tiempo que cambiaba su título original,
Masterpieces of S. F., por el de 30 años de ciencia ficción, dándole así un acusado carácter histórico-
evolutivo. Debo confesar que, aún siendo la misma antología de antes, adquirió una nueva
dimensión, y me sentí satisfecho de mi labor.
Esto me ha hecho pensar desde entonces que la ordenación temporal de unos relatos puede ser, en
una mayoría de casos, un importante medio auxiliar de conseguir una nueva comprensión de una
antología. Así lo han comprendido también algunos pocos pero conocidos escritores y antologistas
norteamericanos (con los que en ningún momento quiero compararme), entre los cuales debo
destacar a Norman Spinrad y su Modern Science Fiction, que aunque no siga estrictamente una
rígida sucesión temporal me dio la confirmación que mi idea era válida.

En resumen (porque me doy cuenta que esta introducción se está alargando excesivamente, con la
amenaza que el volumen termine estrellándose contra la pared más próxima o vaya a parar el cesto
de los papeles antes incluso de haberse iniciado su verdadera lectura), lo que he intentado reflejar
hablándoles de los problemas que presenta la creación de una antología que se pretenda válida es
que esta antología, dejando aparte posibles alabanzas, glorificaciones y loas estúpidas a su
seleccionador, que soy yo, reúne, a mi modo de ver, tres características básicas que le confieren su
personalidad, y que es importante tenerlas en cuenta:
a) Esta antología no pretende en ningún momento ser representativa, sino tan sólo ilustrativa.
Afirmo categóricamente que no existen las antologías representativas, a menos que sean efectuadas
sobre textos históricos, o, utilizando una palabra bastante degradada, clásicos. Todo lo demás no son
más que simples aproximaciones subjetivas.
b) Esta antología refleja, inevitablemente, los gustos personales de su creador, y soy consciente
de ello, y lo admito con pleno conocimiento de causa, tanto en lo que pueda tener de bueno como de
malo.
Y
c) Lo más importante, la principal razón de ser de esta antología, la que ha motivado su aparición,
ha sido la pretensión de ofrecer en lengua española una serie de textos inéditos cuya temática o
estilística los sitúan más allá de los cánones clásicos por los que se juzga, a la ciencia ficción
tradicional (de ahí su calificativo de no euclidiana), desarrollando al mismo tiempo un panorama
global de los derroteros que ha seguido el género en su camino desde una concepción clásica (la
ciencia ficción) hasta una concepción experimental (la ficción especulativa), a la que me adhiero
totalmente.
En confianza, debo decirles que, ante el producto acabado, me siento satisfecho del resultado
obtenido, aunque ello pueda parecer una imperdonable inmodestia. Lo único que espero ahora es
que el éxito que pueda tener este intento me permita, en un futuro, elaborar otros trabajos
semejantes, enfocados cada uno de ellos bajo una órbita distinta. Sinceramente, creo que son
necesarios. Hasta ahora se ha hecho muy poco en España en este campo. La profesión de antologista
(el editor norteamericano al que antes me he referido) ha permanecido desconocida en nuestro país
durante muchos años, aunque últimamente los editores empiezan a darse cuenta de su necesidad. No
pretendo erigirme en pionero en este campo: simplemente, he aprovechado la oportunidad que se me
ha ofrecido de dar un primer paso que a otros (quizá más cualificados que yo) aún les está vedado.
Me gustaría que cundiera el ejemplo. Nada estimula más que la competencia.

DOMINGO SANTOS

EL FLAUTISTA
RAY BRADBURY

Es difícil a estas alturas publicar un relato de Ray Bradbury que sea a la vez bueno e inédito. Lo
mejor de su obra se halla ya totalmente traducido al español (buena parte de ella varias veces), y
los pocos relatos que aún siguen inéditos suelen ser obras de segunda categoría, la mayor parte de
ellas muy antiguas y casi todas pertenecientes al género del terror «gótico», que cultivó Bradbury
en sus primeros años.
Sin embargo, creo haber hallado con este relato una obra idónea para iniciar esta antología. El
Flautista tiene una curiosa historia. Se trata del relato con el que Bradbury inició su carrera de
escritor, y fue publicado por primera vez el año 1940, en el número 4 del fanzine Futuria Fantasia
que editaba el propio Bradbury (pues, por si alguno de ustedes aún lo ignora, Bradbury inició su
carrera como un fan de pro)..., firmado con el seudónimo de Ron Reynolds. Tres años más tarde,
una versión muy comercializada del mismo aparecería ya con la firma de Bradbury en el número de
febrero de 1943 de la revista Thrilling Wonder Stories, pasando sin pena ni gloria. Hubo que
esperar a 1970 y a los buenos oficios de Sam Moskowitz, que lo incluyó en su antología Futures to
Infinity, para que la primitiva versión del cuento viera de nuevo la luz con todo su primerizo
frescor.
Porque en El Flautista concurren dos circunstancias que considero interesante mencionar. En
primer lugar, como ya he dicho, es el primer relato publicado por un autor que hoy es considerado
como uno de los pilares de toda la S. F. mundial, y respira una ingenua frescura juvenil que va
mucho más allá del amaneramiento estilístico propio de lo más reciente de su obra. Y en segundo
lugar, se trata (si bien su autor nunca lo haya reconocido explícitamente) de la auténticamente
primera Crónica Marciana. Aunque examinándolo fríamente no sea más que una transposición
marciana del conocido cuento infantil del flautista de Hamelin, todos los elementos que más tarde
harían famosa la célebre serie se hallan ya aquí. Incluso, me atrevería a decir, algunos de los
pertenecientes al más reaccionario Bradbury.
***

—¡Ahí está, Señor! ¡Míralo! ¡Ahí está! —cloqueó el viejo, señalando con un calloso dedo—. ¡El
viejo flautista! ¡Completamente loco! ¡Todos los años igual!
El muchacho marciano que estaba a los pies del viejo agitó sus rojizos pies en el suelo y clavó sus
grandes ojos verdes en la colina funeraria donde permanecía inmóvil el flautista.
—¿Y por qué hace esto? —preguntó.
—¿Qué? —el apergaminado rostro del viejo se frunció en un laberinto de arrugas—. Está loco,
eso es todo. No hace más que permanecer ahí, soplando su música desde el anochecer hasta el alba.
El tenue sonido de la flauta se filtraba en la penumbra, creando apagados ecos en las bajas
prominencias y perdiéndose poco a poco en el melancólico silencio. Luego aumentó su volumen,
haciéndose más alto, más discordante, como si llorara con una voz aguda.
El flautista era un hombre alto, delgado, con el rostro tan pálido y vacío como las lunas de Marte,
los ojos de color cárdeno; se mantenía erguido recortándose contra el tenebroso cielo, con la flauta
pegada a los labios, y tocaba. El flautista..., una silueta..., un símbolo..., una melodía.
—¿De dónde viene el flautista? —preguntó el muchacho.
—De Venus —dijo el viejo. Se quitó la pipa de la boca y la atacó—. ¡Oh!, hace más de veinte
años, a bordo del mismo proyectil que trajo a los terrestres. Yo llegué en la misma nave, procedente
de la Tierra: ocupamos dos asientos contiguos.
—¿Cómo se llama? —la voz del muchacho era infantil, curiosa.
—No lo recuerdo. En realidad, creo que nunca he llegado a saberlo.
Les alcanzó un impreciso ruido de roces. El flautista seguía tocando, sin prestar ninguna atención.
Procedentes de las sombras, recortándose contra el horizonte tachonado de estrellas, estaban
empezando a llegar formas misteriosas que se arrastraban, se arrastraban.
—Marte es un mundo que se muere —dijo el viejo—. Ya no ocurre nada importante aquí. Creo
que el flautista es un exiliado.
Las estrellas se estremecían como un reflejo en el agua, danzando al ritmo de la música.
—Un exiliado —prosiguió el viejo—. Un poco como un leproso. Le llamaban el Cerebro. Era el
compendio de toda la cultura venusina hasta que llegaron los terrestres con sus sociedades ávidas y
sus malditos libertinajes. Los terrestres lo declararon fuera de la ley y lo enviaron a Marte para que
terminara aquí sus días.
—Marte es un mundo que se muere —repitió el chiquillo—. Un mundo que se muere. ¿Cuántos
marcianos hay ahora, señor?
El viejo dejó oír una risita.
—Creo que tú eres tal vez el único marciano de pura raza que queda con vida, muchacho. Pero
hay muchos millones más.
—¿Dónde viven? Nunca he visto ninguno.
—Eres joven. Tienes aún mucho que ver, mucho que aprender.
—¿Dónde viven?
—Allá abajo, tras las montañas, más allá de las profundidades de los mares muertos, más allá del
horizonte, al norte, en las cavernas, muy por debajo del suelo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? Bueno, es difícil de explicar. Hubo un tiempo en que fueron una raza notable. Pero
les ocurrió algo, se volvieron híbridos. Ahora son tan sólo criaturas sin inteligencia, bestias crueles.
—¿Es cierto que Marte es propiedad de la Tierra? —Los ojos del muchacho estaban clavados en
el planeta que relucía sobre sus cabezas, el lejano planeta verde.
—Sí, todo Marte le pertenece. La Tierra tiene aquí tres ciudades, cada una de las cuales cuenta
con mil habitantes. La más cercana está a dos kilómetros de aquí, siguiendo la carretera, un conjunto
de pequeñas casas metálicas en forma de burbuja. Los hombres de la Tierra se desplazan entre las
casas como si fueran hormigas, encerrados en sus escafandras espaciales. Son mineros. Abren con
sus grandes máquinas las entrañas de nuestro planeta para extraer la sangre preciosa de nuestra vida
de las venas minerales,
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo —el viejo agitó tristemente la cabeza—. Ni cultura, ni arte, sólo los terrestres
ávidos y desesperados.
—¿Y las otras dos ciudades..., dónde están?
—Hay una a ocho kilómetros de aquí, siguiendo la misma carretera. La tercera está mucho más
lejos, a unos ochocientos kilómetros.
—Me siento feliz viviendo aquí contigo, los dos solos —la cabeza del muchacho estaba
inclinada, como si se estuviera adormeciendo—. No me gustan los hombres de la Tierra. Son unos
expoliadores.
—Siempre lo han sido —dijo el viejo—. Pero algún día hallarán su castigo. Han blasfemado
demasiado, es un hecho. No pueden poseer los planetas como ellos lo hacen y esperar sacar tan sólo
un avaricioso provecho para sus cuerpos blandos y lentos. Un día... —su voz se elevó de tono, al rit-
mo de la música salvaje del flautista.
Una música que se hacía cada vez más feroz, más demente, una música estremecedora. Una
música que recordaba la salvaje naturaleza de la vida, que llamaba a realizar el destino del hombre.

Flautista de loca mirada, desde tu colina,


tú que cantas y te lamentas:
¡Llama a los seres salvajes a su venganza,
bajo las lunas de Marte agonizante!

—¿Qué es esto? —preguntó el muchacho.


—Un poema —dijo el viejo—. Un poema que escribí hace pocos días. Presiento que muy pronto
va a ocurrir algo. La canción del flautista se hace cada noche más insistente. Al principio, hace
veinte años, tan sólo tocaba unas pocas noches al año, pero ahora, desde hace casi tres años, toca
hasta el amanecer durante todas las noches del otoño.
—«Llama a los seres salvajes...» —el muchacho se envaró—. ¿Qué salvajes?
—¡Ahí! ¡Mira!
A lo largo de las dunas relucientes bajo las estrellas, un enorme y compacto grupo de negras
formas avanzaba murmurando. La música era cada vez más intensa.

¡Flautista, vuelve a tocar!


Entonces el flautista tocó,
y las lágrimas acudieron a mis ojos.

—¿Es también el mismo poema? —preguntó el muchacho.


—No... Es un viejo poema de la Tierra, de hace más de setenta años. Lo aprendí en la escuela.
—La música es extraña —los ojos del muchacho brillaban—. Despierta algo dentro de mí. Me
incita a la cólera. ¿Por qué?
—Porque es una música que tiene una finalidad.
—¿Cuál?
—Lo sabremos al amanecer. La música es el lenguaje de todas las cosas..., inteligentes o no,
salvajes o civilizadas. El flautista conoce su música como un dios conoce su cielo. Ha necesitado
veinte años para componer su himno de acción y de odio, y ahora por fin, esta noche quizá, va a
llegar el final. Al principio, hace muchos años, cuando tocaba, no recibía ninguna respuesta de los
del subsuelo, tan sólo un murmullo de voces sin sentido. Hace cinco años, consiguió atraer las voces
y las criaturas de sus cavernas hasta las cimas de las montañas. Esta noche, por primera vez, la horda
negra va a extenderse por las planicies hasta nuestra cabaña, hasta las carreteras, hasta las ciudades
de los hombres.
La música gritaba más alto, más aprisa, enviaba locamente al aire nocturno choque macabro tras
choque macabro, haciendo que las estrellas se estremecieran en sus inmutables posiciones. El
flautista se envaraba en la colina, con su altura de dos metros o más, balanceándose hacia adelante y
hacia atrás, con su delgada silueta envuelta en ropas de color marrón. La masa negra en la montaña
descendía como los tentáculos de una ameba, contrayéndose, distendiéndose, entre susurros y
murmullos.
—Ve al interior —dijo el viejo—. Eres joven, debes vivir para la multiplicación del nuevo Marte.
Esta noche marca el fin del antiguo, mañana el comienzo del nuevo. Esta es la muerte para los
hombres de la Tierra. —Y luego, más alto, cada vez más alto—: ¡La muerte! Acuden para aplastar a
los terrestres, para arrasar sus ciudades, para tomar sus cohetes. Y entonces, en las naves de los
hombres..., ¡en ruta hacia la Tierra! ¡Revolución! ¡Venganza! ¡Una nueva civilización! ¡Los
monstruos reemplazarán a los hombres, y la avidez humana desaparecerá con su muerte! —Y más
agudo, más rápido, más alto, con un ritmo demencial—: El flautista..., el Cerebro..., el que ha sabido
esperar noche tras noche durante tantos años. ¡Volverá a Venus para restablecer su civilización en
toda su gloria! ¡El regreso del arte entre los seres vivos!
—Pero se trata de salvajes —protestó el muchacho—, de marcianos impuros.
—Los hombres son salvajes —dijo el viejo, temblorosamente—. Siento vergüenza de ser un
hombre. Sí, esas criaturas son salvajes, pero aprenderán gracias a la música. La música bajo tantos
aspectos, música para la paz, música para el amor, música para el odio y música para la muerte. El
flautista y su horda organizarán un nuevo cosmos. ¡Es inmortal!
Ahora, la primera oleada de cosas negras que recordaban seres humanos se apretujaba
murmurando en la carretera. El aire estaba lleno de un olor insólito, agrio. El flautista descendía de
su colina, avanzaba hacia la carretera, hacia el asfalto, hacia la ciudad.
—¡Flautista, vuelve a tocar! —gritó el viejo—. ¡Ve y mata, para que yo viva de nuevo! ¡Tráenos
el amor y el arte! ¡Flautista, toca, toca, toca! ¡Estoy llorando! —Y luego—: ¡Escóndete, muchacho,
escóndete aprisa! ¡Antes que ellos lleguen! ¡Apresúrate! —y el muchacho, sollozando
inconteniblemente, corrió a la pequeña cabaña y permaneció oculto allí toda la noche.
Agitándose, saltando, corriendo y gritando, la nueva Humanidad avanzaba al asalto de las
ciudades, de los cohetes, de las minas del hombre. ¡El canto del flautista! Las estrellas se
estremecían. Los vientos se detenían. Los pájaros nocturnos no cantaban. Los ecos no repetían más
que las voces de aquellos que avanzaban, llevando consigo una nueva comprensión. El viejo,
arrastrado por el maelstrom de ébano, se sintió llevado, barrido, sin dejar de gritar. En la carretera,
formando aterradores tropeles surgidos de las colinas, vomitados por las cavernas, avanzaban como
las garras de terribles bestias gigantescas, arrasándolo todo y vertiéndose hacia las ciudades de los
hombres. ¡Suspiros, saltos, voces, destrucción!
¡Cohetes zigzagueando en el cielo!
Armas. Muerte.
Y finalmente, en el pálido gris del alba, el recuerdo, el eco de la voz del viejo. Y el muchacho se
despertó para iniciar un nuevo mundo en una nueva compañía.
La voz del viejo le llegó como un eco:
—¡Flautista, vuelve a tocar! Entonces el flautista tocó, ¡y las lágrimas acudieron a mis ojos!
Era el amanecer de un nuevo día.
PROCESO
ALFRED E. VAN VOGT

Debo confesarles que siento una nostálgica y enfermiza predilección hacia Alfred Elton van Vogt.
Él fue quien me descubrió, allá por mis lejanos años mozos el fabuloso mundo de la S. F., a través
de la colección Nebulae y su Voyage of the Space Beagle (titulada en español, con aquella
incomprensible predilección de los primeros tiempos de Nebulae por cambiar arbitrariamente los
títulos de sus novelas, como Los Monstruos del Espacio), a la que siguieron luego otras obras suyas
no menos significativas que ayudaron grandemente a mi formación cienciaficcionística.
Hoy, para mí (como supongo que para muchos de ustedes), van Vogt ha quedado ampliamente
superado por el tiempo..., aunque nadie podrá quitarle nunca su indiscutible condición de clásico. Y
lo es tanto por sus novelas como por sus relatos cortos, en los que, según confesión propia, siempre
ha seguido un esquema literario muy personal. Para mí, de todos sus relatos cortos, hay dos que
sobresalen netamente de entre el conjunto de su producción, tanto por su originalidad como por su
tratamiento literario. Uno de ellos es La Aldea Encantada, publicada en español en el número 4
(hoy inencontrable) de la revista Nueva Dimensión. Y el otro es precisamente este Proceso, en el
que van Vogt, sin abandonar una factura académica muy propia de él, nos sumerge en un fabuloso
mundo de ensueño.

***

Bajo la brillante luz de aquel lejano sol, el bosque respiraba y estaba vivo. Era consciente de la nave
que acababa de aparecer, tras atravesar las ligeras brumas de la alta atmósfera. Pero su automática
hostilidad hacia cualquier cosa alienígena no iba acompañada inmediatamente por la alarma.
Por decenas de miles de kilómetros cuadrados, sus raíces se entrelazaban bajo el suelo, y sus
millones de copas se balanceaban indolentemente bajo miles de brisas. Y más allá, extendiéndose a
lo ancho de las colinas y las montañas, y más allá aún, hasta el borde de un mar casi interminable, se
extendían otros bosques, tan fuertes y poderosos como él mismo.
Desde un tiempo inmemorial el bosque había guardado el suelo de un peligro cuya comprensión
se había perdido. Pero ahora empezaba a recordar algo de este peligro. Provenía de naves como
aquella que descendía ahora del cielo. El bosque no llegaba a determinar exactamente cómo se había
defendido a sí mismo en el pasado, pero sí recordaba claramente que aquella defensa había sido
necesaria.
A medida que iba siendo más y más consciente de la aproximación de la nave a través del cielo
gris-rojo que había sobre él, sus hojas susurraron un eterno relato de batallas libradas y ganadas. Los
pensamientos recorrían su lento camino a lo largo de canales de vibraciones, y las ramas madres de
cientos de árboles temblaron casi imperceptiblemente.
Lo vasto de tal temblor, afectando poco a poco a todos los árboles, creó gradualmente un sonido
y una tensión. Al principio fue casi impalpable, como una suave brisa soplando a través de un
verdeante valle. Pero aumentó de intensidad.
Adquirió sustancia. El sonido llegó a envolverlo todo. Y la totalidad del bosque aguardó,
vibrando su hostilidad, esperando la cosa que se le acercaba a través del cielo.
No tuvo que esperar mucho.

La nave aumentó de tamaño mientras seguía la curva de su trayectoria. Su velocidad, ahora que
estaba más cerca del suelo, era mayor de lo que había parecido al principio. Planeó amenazadora,
por encima de los árboles más cercanos, y descendió aún más, sin preocuparse de las copas. Algunas
ramas se rompieron, algunos vástagos se incendiaron, y árboles enteros fueron barridos como si se
tratara de seres insignificantes, sin peso ni fuerza.
La nave prosiguió su descenso, abriéndose camino a través del bosque que gritaba y gemía a su
paso. Se posó, abriendo un profundo surco en el suelo, tres kilómetros después de tocar el primer
árbol. Tras ella, la senda de árboles tronchados se estremecía y palpitaba bajo la luz del sol, un recto
sendero de destrucción que —recordó repentinamente el bosque— era idéntico al que se había
producido en el pasado.
Empezó amputando los sectores alcanzados. Hizo refluir su savia, y cesó su vibración en el área
afectada. Más tarde enviaría nuevos brotes a reemplazar a aquellos que habían sido destruidos, pero
ahora aceptó aquella muerte parcial y sufrió por ella. Conoció el miedo.
Era un miedo teñido por la rabia. Sentía la nave yaciendo sobre los troncos partidos, en una parte
de sí mismo que aún no estaba muerta. Sentía la frialdad y la dureza de aquellas paredes de acero, y
el miedo y la rabia aumentaron.
Un susurrar de pensamientos pulsó a lo largo de los canales vibratorios. Espera, decían, hay un
recuerdo en mí. Un recuerdo de un lejano tiempo en el que vinieron otras naves parecidas a ésta.
El recuerdo se negó a precisarse. Tenso pero vacilante, el bosque se preparó a lanzar su primer
ataque. Empezó a crecer alrededor de la nave.
Mucho tiempo atrás había descubierto el poder de crecimiento que poseía. Había sido en un
tiempo en el que ocupaba una extensión mucho más limitada que la que cubría ahora. Y entonces,
un día, se dio cuenta que estaba muy cerca de otro bosque como él mismo.
Las dos masas de árboles en crecimiento, los dos colosos de entremezcladas raíces, se acercaron
mutuamente lenta, prudentemente, en una creciente pero cautelosa sorpresa y maravilla
manifestando que otra forma de vida similar a la suya hubiera podido existir todo aquel tiempo. Se
acercaron, se tocaron..., y lucharon durante años.
Durante aquella prolongada lucha casi nada creció en las regiones centrales, que se detuvieron.
Los árboles dejaron de desarrollar nuevas ramas. Las hojas, por necesidad, se robustecieron y
afirmaron sus funciones para períodos mucho más largos. Las raíces se desarrollaron lentamente.
Toda la energía utilizable del bosque fue concentrada en los procesos de defensa y ataque.
Auténticas murallas de árboles se levantaban en una noche. Enormes raíces cavaban túneles en
las profundidades del suelo penetrando kilómetros y kilómetros, abriéndose paso entre rocas y
metales, edificando una barrera de madera viva contra el invasor crecimiento del bosque extranjero.
En la superficie, las barreras se cerraron en una línea de un kilómetro o más de árboles situados
tronco contra tronco. Y, bajo estas bases, la gran batalla se detuvo finalmente. El bosque aceptó el
obstáculo creado por su enemigo.
Más tarde, luchó con las mismas armas contra un segundo bosque que lo atacaba desde otra
dirección.
Los límites de estas demarcaciones empezaron a ser tan naturales como el gran mar salado del
sur, o las heladas cúspides de las montañas que se cubrían de nieve una vez cada año.
Y como había hecho en su batalla contra los otros dos bosques, el bosque concentró toda su
fuerza contra la nave invasora. Los árboles crecieron a un ritmo de treinta centímetros cada pocos
minutos. Las plantas trepadoras escalaron los árboles, se proyectaron por encima de la nave. Los
incontables filamentos reptaron por encima del metal, y se anudaron por sí mismos alrededor de los
árboles del otro lado. Las raíces de aquellos árboles se enterraron profundamente en el suelo, y se
anclaron en un estrato rocoso más resistente que ninguna nave jamás construida. Los troncos se
ensancharon, y las lianas engrosaron hasta convertirse en enormes cables.
Cuando la luz de aquel primer día dejó paso al gris del atardecer, la nave estaba enterrada bajo
cientos de toneladas de madera, y oculta bajo un follaje tan denso que ninguna parte de ella era
visible.
Había llegado el momento de pasar a la acción para la destrucción final.
Poco después de oscurecer, pequeñas raíces comenzaron a tantear por debajo de la nave. Eran
infinitésimamente pequeñas; tan pequeñas que en su etapa inicial no tenían más que unas pocas
docenas de átomos de diámetro; tan pequeñas que el aparentemente sólido metal parecía casi vacío
para ellas; tan increíblemente pequeñas que penetraron sin ningún esfuerzo en el duro acero.
Fue en aquel momento, como si hubiera estado aguardando a que llegara aquella etapa, que la
nave reaccionó, pasando a la acción. El metal empezó a calentarse, luego quemó, después se puso al
rojo vivo. Era todo lo que necesitaba. Las minúsculas raíces se contrajeron y murieron. Las raíces
más grandes cerca del metal ardieron lentamente a medida que el creciente calor las alcanzaba.
En la superficie se inició otro tipo de violencia. Chorros de llamas surgieron de un centenar de
orificios en la superficie de la nave. Primero las lianas, luego los árboles, empezaron a arder. No era
el estallido de un incontrolable fuego, ni el feroz incendio saltando de árbol en árbol en una furia
irresistible. Desde hacía mucho tiempo, el bosque había aprendido a controlar los fuegos iniciados
por los rayos o por la combustión espontánea. Se trataba únicamente de enviar grandes cantidades de
savia al área afectada. Cuanto más verde era el árbol, cuanta más savia lo permeaba, más intenso
tenía que ser el fuego para mantenerse.
El bosque no pudo recordar inmediatamente haberse hallado nunca frente a un fuego que pudiera
arrasar al mismo tiempo toda una hilera de árboles dejando que cada uno de ellos derramase un
líquido viscoso por cada una de las resquebrajaduras de su corteza.
Pero este fuego sí podía. Era distinto. No tan sólo poseía llama, sino que era también energía. No
se alimentaba tan sólo de madera, sino que vivía con una energía contenida en sí mismo.
Finalmente, este hecho despertó los recuerdos asociativos del bosque. Era un recuerdo agudo e
inconfundible de lo que había hecho hacía mucho tiempo para librar, a él y a su planeta, de una nave
como aquella.
Comenzó por retirarse de las inmediaciones de la nave. Abandonó su intento de aprisionar
aquella estructura alienígena con un andamiaje de madera y hojas. A medida que la preciosa savia se
retiraba a los árboles que ahora debían formar la segunda línea de defensa, las llamas adquirieron
amplitud, y el fuego se hizo tan brillante que toda la escena adquirió una tonalidad irreal.
Pasó cierto tiempo antes que el bosque se diera cuenta que hacía rato que los rayos de fuego ya
no surgían de la nave, y que toda la incandescencia y el humo que aún quedaban eran producidos
por la madera ardiendo.
Esto también coincidía con sus recuerdos de lo que había ocurrido en la anterior ocasión.
Frenéticamente pero con reluctancia, el bosque inició lo que ahora se daba cuenta que era el
único medio de librarse del intruso. Frenéticamente porque se sentía terriblemente convencido que la
llama emitida por la nave podía destruir bosques enteros. Y reluctantemente porque el método de
defensa traía consigo el sufrir quemaduras de energía apenas menos violentas que las que pudiera
producirle la máquina.
Decenas de miles de raíces crecieron hacia las profundidades en busca de formaciones que habían
evitado cuidadosamente desde que había llegado la última nave. A pesar de la necesidad de
apresurarse, el proceso en sí mismo era lento. Pequeñísimas raíces, estremeciéndose ante lo que te-
nían que hacer, se obligaron a sí mismas a abrirse camino hacia las profundidades, se enterraron en
determinados estratos minerales, y a través de un intrincado proceso de osmosis arrancaron granos
de metal puro de las capas naturales de metal impuro. Los granos eran casi tan pequeños como las
raíces que habían penetrado en las paredes de acero de la nave, tan pequeños como para poder ser
transportados hacia la superficie, suspendidos en la savia, a través del laberinto de gruesas raíces.
Muy pronto hubo miles de granos moviéndose a lo largo de los canales, luego millones. Y,
aunque cada uno de ellos era en sí mismo pequeñísimo, el suelo donde fueron depositados brilló
muy pronto a la luz del agonizante fuego. Cuando el sol de aquel mundo ascendió por sobre el
horizonte, el plateado reflejo formaba un círculo a treinta metros alrededor de la nave.
Fue poco después del mediodía cuando la máquina alienígena dio señales de comprender lo que
estaba ocurriendo. Una docena de escotillas se abrieron, y algunos objetos flotaron fuera de ellas. Se
posaron en el suelo, y comenzaron a absorber aquella mancha plateada con cosas terminadas en una
boquilla que chupaban el polvo finísimo en forma continua. Trabajaban con grandes precauciones;
pero una hora después de oscurecer habían recogido más de doce toneladas del finamente disperso
uranio 235.
A la caída de la noche, todas las cosas provistas de dos patas desaparecieron en el interior de la
nave. Las escotillas se cerraron. La larga nave en forma de torpedo se elevó suavemente del suelo y
se dirigió hacia el cielo, donde el sol brillaba aún débilmente.
La primera conciencia de la nueva situación le llegó al bosque cuando las raíces debajo de la nave
informaron de un súbito descenso de la presión. Pasaron varias horas antes que llegara a la
conclusión que la nave enemiga había sido echada. Y varias horas más antes que se diera cuenta que
el uranio que permanecía aún en el suelo debía ser retirado. Sus radiaciones se estaban extendiendo
peligrosamente.
El accidente se produjo por una razón muy simple. El bosque había tomado aquella sustancia
radiactiva de las rocas. Para librarse de ella, necesitaba tan solo introducirla de nuevo en las más
cercanas capas rocosas, particularmente las del tipo de roca que absorbía la radiactividad. Para el
bosque, la situación era tan obvia como esto.
Una hora después que iniciara la realización de su plan, la explosión lanzó su hongo hacia el
espacio abierto.
Era algo que estaba mucho más allá de la capacidad de comprensión del bosque. Ni vio ni
escuchó aquella colosal silueta portadora de muerte. Lo que experimentó fue sin embargo suficiente.
Un huracán arrasó kilómetros cuadrados de bosque. Las ondas de calor y de radiación provocaron
incendios que requirieron horas para ser extinguidos.
El miedo se apagó lentamente cuando recordó que también había ocurrido lo mismo la otra vez.
Pero más aguda que este recuerdo fue la visión de las posibilidades que abría lo ocurrido..., la
naturaleza de tal oportunidad.
Poco después del amanecer del día siguiente, lanzó su ataque. Su víctima era el bosque que —
según su desfalleciente memoria— había invadido originalmente su territorio.
A lo largo de todo el frente que separaba a los dos colosos, entraron en erupción pequeñas
explosiones atómicas. La sólida barrera de árboles que formaban las defensas exteriores del otro
bosque se derrumbó ante los sucesivos ataques de tan irresistible energía.
El enemigo, reaccionando normalmente, puso en marcha sus reservas de savia. Cuando estaba
plenamente dedicado a la gigantesca tarea de edificar una nueva barrera, las bombas empezaron de
nuevo a actuar. Las explosiones resultantes destruyeron completamente las reservas de savia. Y el
enemigo, no pudiendo comprender lo que estaba ocurriendo, estuvo perdido desde aquel momento.
En la tierra de nadie donde habían actuado las bombas, el bosque atacante lanzó una oleada de
raíces. Cada vez que se manifestaba una resistencia, estallaba una nueva bomba atómica. Poco
después del siguiente mediodía una titánica explosión destruyó el centro sensitivo de árboles del
otro bosque..., y la batalla finalizó.
Se necesitaron meses para que el bosque creciera en el territorio de su derrotado enemigo,
arrancando sus agonizantes raíces, arrasando en su empuje los indefensos árboles que habían
quedado, y tomando posesión plena e indiscutida de su nuevo territorio.
Una vez terminada la tarea, se volvió como una furia contra el bosque que lo flanqueaba por el
otro lado. Una vez más, atacó con el trueno atómico, e intentó abrumar a su adversario con una
lluvia de fuego.
Fue respondido con igual fuerza. ¡Explosiones atómicas!
Su conocimiento se había difundido a través de la barrera de entrelazadas raíces que formaba la
separación entre los dos bosques.
Los dos monstruos se destruyeron mutuamente casi por completo. Cada uno de ellos se convirtió
en un vestigio, que tuvo que iniciar de nuevo el doloroso proceso de su crecimiento. A medida que
pasaban los años, el recuerdo de lo que había ocurrido se fue desvaneciendo. Pero tampoco tenía
importancia. Actualmente, las naves venían muy a menudo. Y de todos modos, aunque el bosque
hubiera recordado, sus bombas atómicas no podían estallar en presencia de una nave.
La única forma que había de echar a las naves consistía en rodear cada nave alienígena con un
círculo de fino polvo radioactivo. Entonces, la nave absorbía el material y se retiraba
apresuradamente.
La victoria del bosque fue desde entonces tan simple como eso.

EL CENTINELA
ARTHUR C. CLARKE

De hecho, este relato ya ha sido publicado en español, formando parte del libro Expedición a la
Tierra, aparecido en el número 8 de la primitiva colección Nebulae. Sin embargo, hallándose
agotado ese volumen desde hace años, su reedición aquí tiene todas las características de una
auténtica nueva publicación. El Centinela está considerado, y con justicia, uno de los mejores
relatos de Clarke, y aparte sus propios méritos tiene en su haber el haber dado origen a una
película clásica del género: el inolvidable 2001 de Kubrick. Clarke, que para muchos es un pésimo
novelista pero un magnífico escritor de relatos cortos, es el autor más científico del género, aunque
ello no presupone que sea el más académico, puesto que sus ideas son a menudo atrevidas y muy
poco ortodoxas a la luz de la ciencia tradicional.
Para mí, el principal mérito de este relato (aparte sus cualidades intrínsecas y la originalidad de
la idea que desarrolla) es que permite establecer una importante comparación a todos aquellos que
hayan visto el film de Kubrick y leído la novela que el propio Clarke escribió a partir de él. El re-
lato, en su brevedad, es conciso, contundente; la película, desarrollando visualmente una idea
filosófica que yace en el fondo del relato, es una auténtica borrachera de imágenes; el libro,
haciendo honor a lo que se dice de Clarke, no llega a elevarse en ningún momento, salvo en sus
primeras páginas, por encima de la más mediocre space-opera. Aunque entusiasmándome el film de
Kubrick, debo confesarles que, si me dieran a elegir, me quedaría siempre y sin la menor vacilación
con el relato original.

***

La próxima vez que vean la luna llena allá en lo alto, por el sur, miren cuidadosamente al borde
derecho, y dejen que vuestra mirada se deslice a lo largo y hacia arriba de la curva del disco.
Alrededor de las 2 del reloj, notarán un óvalo pequeño y oscuro; cualquiera que tenga una vista
normal puede encontrarlo fácilmente. Es la gran llanura circundada de murallas, una de las más
hermosas de la Luna, llamada Mare Crisium, Mar de las Crisis. De unos quinientos kilómetros de
diámetro, y casi completamente rodeada de un anillo de espléndidas montañas, no había sido nunca
explorada hasta que entramos en ella a finales del verano de 1966.
Nuestra expedición era importante. Teníamos dos cargueros pesados que habían llevado en vuelo
nuestros suministros y equipo desde la principal base lunar de Mare Serenitatis, a ochocientos kiló-
metros de distancia. Había también tres pequeños cohetes destinados al transporte a corta distancia
por regiones que no podían ser cruzadas por nuestros vehículos de superficie. Afortunadamente la
mayor parte del Mare Crisium es muy llana. No hay ninguna de las grandes grietas tan corrientes y
tan peligrosas en otras partes, y muy pocos cráteres o montañas de tamaño apreciable. Por lo que
podíamos juzgar, nuestros poderosos tractores oruga no tendrían dificultad en llevarnos a donde
quisiésemos.
Yo era geólogo —o selenólogo, si queremos ser pedantes— al mando de un grupo que exploraba
la región meridional del Mare. En una semana habíamos cruzado cien de sus millas, bordeando las
faldas de las montañas de lo que había antes sido el antiguo mar, hace unos mil millones de años.
Cuando la vida comenzaba sobre la Tierra, estaba ya muriendo aquí. Las aguas se iban retirando a lo
largo de aquellos fantásticos acantilados, retirándose hacia el vacío corazón de la Luna Sobre la
tierra que estábamos cruzando, el océano sin mareas había tenido en otros tiempos casi un kilómetro
de profundidad, pero ahora el único vestigio de humedad era la escarcha que a veces se podía
encontrar en cuevas donde la ardiente luz del sol no penetraba nunca.
Habíamos comenzado nuestro viaje temprano en la lenta aurora lunar, y nos quedaba aún una
semana de tiempo terrestre antes del anochecer. Dejábamos nuestro vehículo una media docena de
veces al día, y salíamos al exterior en los trajes espaciales para buscar minerales interesantes, o colo-
car indicaciones para guía de futuros viajeros. Era una rutina sin incidentes. No hay nada peligroso,
ni siquiera especialmente emocionante en la exploración lunar. Podíamos vivir cómodamente
durante un mes dentro de nuestros tractores a presión, y si nos encontrábamos con dificultades
siempre podíamos pedir auxilio por radio y esperar a que una de nuestras naves espaciales viniese a
buscarnos. Cuando eso ocurría se armaba siempre un gran alboroto sobre el malgasto de
combustible para el cohete, de modo que un tractor solamente enviaba un SOS en caso de verdadera
necesidad.
Acabo de decir que no había nada estimulante en la exploración lunar, pero, naturalmente, eso no
es cierto. Uno no podía nunca cansarse de aquellas increíbles montañas, mucho más abruptas que las
suaves colinas de la Tierra. Cuando doblábamos los cabos y promontorios de aquel desaparecido
mar, no sabíamos nunca qué esplendores nos iban a ser revelados. Toda la curva sur del Mare
Crisium es un vasto delta donde veinte ríos iban antes al encuentro del océano, alimentados quizá
por las torrenciales lluvias que debieron haber batido las montañas en la breve época volcánica
cuando la Luna era joven. Cada uno de aquellos valles era una invitación, retándonos a trepar a las
desconocidas tierras altas de más allá. Pero aún nos quedaban más de cien kilómetros por recorrer, y
no podíamos hacer otra cosa sino contemplar con nostalgia las alturas que otros deberían escalar.
A bordo del tractor seguíamos la hora terrestre, y exactamente a las 22.00 enviábamos el mensaje
final por radio, y cerrábamos para el resto del día. Fuera, las rocas ardían todavía bajo el sol casi ver-
tical, pero para nosotros era de noche hasta que nos despertábamos ocho horas más tarde. Entonces
uno de nosotros preparaba el desayuno, se oía mucho zumbar de máquinas de afeitar eléctricas, y
alguien siempre ponía en marcha la radio de onda corta de la Tierra. En realidad, cuando el olor del
tocino frito comenzaba a llenar la cabina, era a veces difícil no creer que estábamos de regreso en
nuestro propio mundo, todo era tan normal y casero, excepto por la sensación de poco peso y por la
extraña lentitud con que caían los objetos.
Me tocaba a mí preparar el desayuno en el rincón de la cabina principal que servía de cocina.
Después de tantos años, recuerdo aún vívidamente aquel instante, pues la radio acababa de tocar una
de mis melodías favoritas, el viejo aire galés, «David de la Roca Blanca». Nuestro conductor estaba
ya fuera en su traje espacial, inspeccionando nuestras bandas oruga. Mi ayudante, Louis Garnett,
estaba de pie delante, haciendo algunas anotaciones en el diario de a bordo del día anterior.
Mientras estaba de pie junto a la sartén, esperando, como cualquier ama de casa terrestre, que las
salchichas se dorasen, dejé que mi mirada se pasease distraídamente por las paredes de la montaña
que cubría todo el horizonte meridional, extendiéndose hasta perderse de vista hacia el este y el
oeste, por debajo de la curva de la Luna. Parecían estar a unos dos kilómetros del tractor, pero sabía
que la más cercana estaba a treinta kilómetros de distancia. En la Luna, como es natural, no hay
pérdida de detalle con la distancia, nada de aquella neblina casi imperceptible que suaviza las cosas
distantes de la Tierra.
Aquellas montañas tenían tres mil metros de altura, y se erguían abruptamente desde la llanura,
como si en edades pasadas alguna erupción subterránea las hubiese empujado hasta el cielo a través
de la fundida corteza. La base de incluso la más cercana, estaba oculta de la vista por la pronunciada
curvatura de la superficie del llano, pues la Luna es un mundo muy pequeño, y el horizonte estaba a
solamente tres kilómetros del punto en donde me hallaba.
Alcé los ojos hacia las cumbres que ningún hombre había escalado aún, cumbres que, antes de
llegar la vida a la Tierra, habían contemplado cómo los océanos en retirada se hundían
sombríamente en sus tumbas, llevándose con ellos la esperanza y la temprana promesa de un mundo.
La luz del sol batía aquellos baluartes con un resplandor que hería los ojos, y sin embargo, muy
poco por encima de ellos las estrellas brillaban fijamente en un cielo más negro que el de una noche
de invierno en la Tierra.
Apartaba yo la mirada cuando capté un brillo metálico en lo alto de una arista de un gran pro-
montorio que se proyectaba hacia el mar, a unos cincuenta kilómetros hacia el oeste. Era un punto
de luz sin dimensiones, como si una estrella hubiese sido arrancada al cielo por una de aquellas
crueles cumbres, y me imaginé que alguna superficie lisa de roca recogía el resplandor del sol y lo
reflejaba directamente hacia mis ojos. Tales cosas no son raras. Cuando la Luna está en el segundo
cuadrante, los observadores en la Tierra pueden ver a veces cómo las grandes cordilleras del
Oceanus Procellarum arden con una iridiscencia azul-blanca, al incidir sobre ellas la luz del sol y
saltar de un mundo a otro. Pero tuve la curiosidad de saber qué clase de roca era la que tanto
brillaba, y subí a la torrecilla de observación e hice girar hacia el este nuestro telescopio de diez
centímetros.
Pude ver lo suficiente para ser tentado. Claros y bien definidos en el campo visual, las cumbres
de las montañas parecían estar a solamente un kilómetro, pero lo que fuera que captaba la luz del sol
era aún demasiado pequeño para ser resuelto con detalle. Y sin embargo, parecía tener una elusiva
simetría, y la cumbre sobre la que se elevaba era extrañamente plana. Contemplé largo rato aquel
resplandeciente enigma, forzando mis ojos hacia el espacio, hasta que un olor de quemado
procedente de la cocina me indicó que las salchichas de nuestro desayuno habían hecho en vano su
viaje de más de un millón de kilómetros.
Toda aquella mañana discutimos durante nuestra marcha a través del Mare Crisium, mientras las
montañas occidentales se iban elevando hacia el cielo. Incluso cuando estábamos buscando mine-
rales en nuestros trajes espaciales, continuamos la discusión por la radio. Mis compañeros sostenían
que era absolutamente cierto que no había habido nunca ninguna forma de vida inteligente en la
Luna. Los únicos seres vivientes que habían alguna vez existido allí, eran unas cuantas plantas pri-
mitivas y sus antepasados algo menos degenerados. Lo sabía tan bien como cualquier otro, pero hay
ocasiones en que un científico no debe temer hacer el ridículo.
—Escúchenme —dije al fin—, voy a subir allá arriba, aunque solamente sea para tranquilidad de
mi conciencia. Aquella montaña tiene menos de cuatro mil metros de altura —es decir, solamente
setecientos para la gravedad de la Tierra— y puedo hacer el recorrido en veinte horas a lo sumo. En
todo caso, siempre he tenido ganas de subir a aquellas cumbres, y esto me proporciona una excelente
excusa.
—Si no te rompes la cabeza —dijo Garnett—, serás el hazmerreír de la expedición cuando vol-
vamos a la Base. Desde ahora en adelante aquella montaña probablemente se llamará «La Locura de
Wilson».
—No me romperé la cabeza —dije firmemente—. ¿Quién fue el primero en ascender a Pico y a
Helicon?
—¿Pero no eras bastante más joven en aquellos tiempos? —preguntó suavemente Louis.
—Eso —dije con gran dignidad— es otra razón más para ir.
Aquella noche nos acostamos temprano, después de conducir el tractor hasta un kilómetro del
promontorio. Garnett iba a venir conmigo a la mañana siguiente; era un buen alpinista, y me había
acompañado con frecuencia en tales hazañas. Nuestro conductor estaba más que satisfecho con
quedarse a cargo de la máquina.
A primera vista, aquellos acantilados parecían completamente inaccesibles, pero para cualquiera
que tenga la cabeza firme, es fácil trepar en un mundo en donde todos los pesos son solamente el
sexto de su valor normal. El verdadero peligro del alpinismo lunar estriba en un exceso de confian-
za; una caída de cien metros en la Luna puede matar con tanta seguridad como una veinte en la
Tierra.
Hicimos nuestra primera parada sobre una repisa a unos mil metros sobre el llano. La ascensión
no había sido muy difícil, pero mis miembros estaban algo rígidos por el desacostumbrado esfuerzo,
y me alegré del descanso. Podíamos todavía ver al tractor como si fuese un pequeño insecto metá-
lico allá a lo lejos, al pie del acantilado, e informamos al conductor sobre la marcha de nuestra as-
censión antes de partir de nuevo.
De hora en hora nuestro horizonte se fue ensanchando, y una porción cada vez mayor de la lla-
nura se fue haciendo visible. Podíamos ahora ver hasta ochenta kilómetros a través del Mare, incluso
las cumbres de las montañas de la costa opuesta, a más de ciento sesenta kilómetros. Pocas llanuras
lunares son tan planas como el Mare Crisium, y hasta podíamos imaginarnos que había un mar de
agua y no de roca a tres kilómetros por debajo de nosotros. Solamente un grupo de agujeros de
cráteres hacia el final del horizonte estropeaba la ilusión.
Nuestro objetivo seguía invisible sobre la arista de la montaña, y nos orientábamos por medio de
mapas empleando la Tierra como guía. Casi exactamente al este de nosotros, aquel gran creciente de
plata pendía bajo sobre la llanura, ya muy en su primer cuadrante. El sol y las estrellas seguirían su
lenta marcha a través del cielo y acabarían por desaparecer de la vista, pero la Tierra siempre estaría
allí, sin moverse nunca de su lugar fijo, creciendo y menguando a medida que iban pasando los años
y las estaciones. Dentro de diez días sería un disco cegador que bañaría aquellas rocas con su
resplandor de medianoche, cincuenta veces más brillante que la luna llena. Pero teníamos que salir
de las montañas mucho antes de la noche, o nos quedaríamos en ellas para siempre.
En el interior de nuestros trajes estábamos confortablemente frescos, pues las unidades de refri-
geración combatían al feroz sol y extraían el calor corporal de nuestros esfuerzos. Rara vez nos ha-
blábamos, salvo para comunicarnos instrucciones de escalada, y para discutir nuestro mejor plan de
ascensión. No sé lo que pensaba Garnett, probablemente que aquella era la aventura más descabella-
da en que se había metido en su vida. Yo casi estaba de acuerdo con él, pero el gozo de la ascensión,
el saber que ningún hombre había pasado antes por allí y la sensación vivificadora ante el paisaje
que se ensanchaba, me proporcionaba toda la recompensa que necesitaba.
No creo haberme sentido especialmente agitado cuando vi frente a nosotros la pared de roca que
había antes inspeccionado a través del telescopio desde una distancia de cincuenta kilómetros. Se
hacía llana a unos veinte metros sobre nuestras cabezas, y allí, sobre la meseta, estaba lo que me
había atraído a través de todos aquellos desolados yermos. Casi con seguridad no sería sino una roca
astillada hacía siglos por un meteoro en su caída, con sus planos de escisión nuevos y brillantes en
aquel incorruptible e inalterable silencio.
No había en la roca dónde asirse con las manos, y tuvimos que emplear un pitón. Mis cansados
brazos parecieron recobrar nuevas fuerzas cuando hice girar sobre mi cabeza el ancla metálica de
tres dientes y la lancé en dirección a las estrellas. La primera vez no agarró, y volvió cayendo len-
tamente cuando tiramos de la cuerda. Al tercer intento los tres dientes se fijaron fuertemente, y no
pudimos arrancarlos aunando nuestros esfuerzos.
Garnett me miró ansiosamente. Comprendí que quería ir primero, pero le sonreí desde detrás del
vidrio de mi casco, y denegué con la cabeza. Lentamente, sin apresurarme, comencé la ascensión
final.
Incluso contando mi traje espacial, aquí solamente pesaba unos veinte kilos, de modo que me icé
con las manos, sin preocuparme de utilizar los pies. Al llegar al borde me detuve y saludé a mi com-
pañero, luego acabé de subir y me alcé, mirando frente a mí.
Deben comprender que hasta aquel momento había estado casi convencido que no podía en-
contrar allí nada extraño ni desacostumbrado. Casi, pero no del todo; había sido precisamente
aquella duda llena de misterio la que me había impulsado hacia adelante. Pues bien, no era ya una
duda, pero el misterio apenas había comenzado.
Me encontraba ahora sobre una meseta que tendría quizá unos treinta metros de ancho. Había
sido lisa en un tiempo —demasiado lisa para ser natural—, pero los meteoros en su cara habían
marcado y perforado su superficie en el transcurso de incontables inmensidades de tiempo. Había
sido aplanada para soportar una estructura aproximadamente piramidal, de una altura doble de la de
un hombre, engastada en la roca.
Probablemente ninguna emoción llenó mi mente durante aquellos primeros segundos. Luego
sentí una inmensa euforia, y una alegría extraña e inexplicable. Pues yo amaba a la Luna, y ahora
sabía que el musgo rastrero de Aristarco y Eratóstenes no era la única vida que había soportado en
su juventud. El viejo y desacreditado sueño de los primeros exploradores era cierto. Al fin y al cabo,
había habido una civilización lunar, y yo era el primero en encontrarla. El hecho que había llegado
quizá cien millones de años demasiado tarde, no me perturbaba; era suficiente haber llegado.
Mi mente comenzaba a funcionar normalmente, a analizar y a formular preguntas. ¿Era eso un
edificio, un santuario o algo para lo cual mi lenguaje carecía de palabra? Si un edificio, ¿entonces
por qué había sido erigido en lugar tan inaccesible? Me preguntaba si podría haber sido un templo, y
me imaginaba a los adeptos de algún extraño sacerdocio clamando a sus dioses que les salvasen,
mientras la vida de la Luna refluía con los agonizantes océanos: ¡clamando en vano!
Adelanté una docena de pasos para examinar más de cerca aquello, pero un cierto instinto de
precaución me impidió acercarme demasiado. Sabía algo de arqueología, e intenté adivinar el nivel
cultural de la civilización que había alisado aquella montaña, y levantado aquellas brillantes super-
ficies especulares que deslumbraban aún mis ojos.
Los egipcios pudieron haberlo hecho, pensé, si sus trabajadores hubiesen poseído los extraños
materiales que esos arquitectos, mucho más antiguos, habían empleado. Debido al pequeño tamaño
de aquel objeto, no se me ocurrió pensar que quizá estaba contemplando la obra de una raza más
adelantada que la mía. La idea que la Luna había poseído alguna inteligencia era aún demasiado inu-
sitada para ser asimilada, y mi orgullo no me permitía dar el último y humillante salto.
Y entonces observé algo que me produjo un escalofrío por el cuero cabelludo y la espina dorsal,
algo tan trivial e inocente que muchos ni siquiera lo hubiesen notado. Ya he dicho que la meseta
presentaba cicatrices de meteoros; estaba también cubierta por algunos centímetros del polvo
cósmico que está siempre filtrándose sobre la superficie de todos los mundos donde no hay vientos
que lo perturben. Y sin embargo, el polvo y las marcas de los meteoros terminaban abruptamente en
un círculo que incluía a la pequeña pirámide, como si una barrera invisible la protegiese de los
estragos del tiempo y del lento pero incesante bombardeo del espacio.
Algo gritaba en mis auriculares, y me di cuenta que Garnett me había estado llamando desde
hacía algún tiempo. Me dirigí vacilante hasta el borde del acantilado, y le señalé para que viniese a
unirse conmigo pues no osaba hablar. Luego volví al círculo señalado sobre el polvo. Recogí un
fragmento de roca y lo arrojé suavemente hacia el brillante enigma. No me hubiese sorprendido si el
guijarro hubiese desaparecido en aquella barrera invisible, pero pareció tocar una superficie lisa,
hemisférica, y resbalar suavemente hasta el suelo.
Supe entonces que estaba contemplando algo que no tenía equivalente en la antigüedad de mi
propia raza. Aquello no era un edificio, sino una máquina, que se protegía con fuerzas que habían
desafiado a la eternidad. Aquellas fuerzas, cualesquiera que fuesen, operaban aún, y quizá me había
acercado ya demasiado. Pensé en todas las radiaciones que el hombre había capturado y dominado
durante el pasado siglo. Podía muy bien ser que estuviese ya tan irrevocablemente condenado como
si hubiese entrado en el aura silenciosa y mortífera de una pila atómica sin protección.
Recuerdo que entonces me volví hacia Garnett, quien se me había reunido y estaba de pie e in-
móvil a mi lado. Parecía haberse olvidado de mí, de modo que no le perturbé, sino que me dirigí
hacia el borde del acantilado, esforzándome por ordenar mis pensamientos. Allá abajo estaba el
Mare Crisium, extraño y misterioso para la mayoría de los hombres, pero tranquilizadoramente fa-
miliar para mí. Levanté los ojos hacia la media Tierra, yaciente en su cuna de estrellas, y me
pregunté qué habrían cubierto sus nubes cuando esos desconocidos constructores habían terminado
su trabajo. ¿Era la jungla llena de vapores del Carbonífero, la desolada costa sobre la cual debían
trepar los primeros anfibios para conquistar la Tierra, o, antes aún, la larga soledad precursora de la
llegada de la vida?
No me pregunten por qué no adiviné antes la verdad, la verdad que ahora parece tan obvia. En la
primera exaltación de mi descubrimiento había asumido sin titubear que aquella aparición cristalina
había sido construida por alguna raza perteneciente al remoto pasado de la Luna, pero de repente y
con avasalladora fuerza, se hizo en mí la certeza que esta era tan extranjera a la Luna como yo
mismo.
En veinte años no habíamos encontrado otros vestigios de vida sino unas cuantas plantas dege-
neradas. Ninguna civilización lunar, cualquiera que hubiese sido su fin, podía haber dejado no más
que un solo testimonio de su existencia.
Miré nuevamente a la brillante pirámide, y me pareció aún más remota que todo lo que se rela-
cionaba con la Luna. Y de repente sentí que me estremecía con una risa alocada e histérica, oca-
sionada por la exaltación y el exceso de fatiga; pues me había imaginado que la pequeña pirámide
me hablaba diciéndome: «Lo siento, pero yo tampoco soy de aquí.»
Hemos tardado veinte años en quebrantar aquella invisible coraza y en llegar a la máquina del
interior de aquellas paredes de cristal. Lo que no podíamos comprender, lo rompimos al fin con la
salvaje fuerza de la energía atómica, y ahora he visto los fragmentos de aquella hermosa y res-
plandeciente cosa que encontré en la montaña.
Carecen de sentido. Los mecanismos —si es que en realidad son mecanismos— de la pirámide,
pertenecen a una tecnología que se encuentra mucho más allá de nuestro horizonte, quizá a la
tecnología de las fuerzas parafísicas.
El misterio nos obsesiona tanto más ahora que los otros planetas han sido alcanzados, y que sabe-
mos que solamente la Tierra ha sido el hogar de la vida inteligente. Ni tampoco ninguna civilización
perdida de nuestro propio mundo pudo nunca haber construido aquella máquina, pues el espesor del
polvo meteórico sobre la meseta nos ha permitido calcular su edad. Estaba ya allí, sobre su montaña,
antes que la vida hubiese emergido de los mares de la Tierra.
Cuando nuestro mundo tenía la mitad de su presente edad, algo procedente de las estrellas pasó a
través del Sistema Solar, dejó aquella señal de su paso, y prosiguió su camino. Hasta que la destrui-
mos, aquella máquina seguía cumpliendo la misión de sus constructores; y en cuanto a esa misión,
he aquí lo que yo presumo:
Hay cerca de cien mil millones de estrellas en el círculo de la Vía Láctea, y hace mucho tiempo
que otras razas en los mundos de otros soles deben haber alcanzado y superado las alturas que nos-
otros hemos alcanzado. Piensen en tales civilizaciones, lejanas en el tiempo, en el resplandor
mortecino que siguió a la Creación, dueñas de un Universo tan joven que la vida había llegado sola-
mente a un puñado de mundos. De ellas hubiese sido una soledad que no podemos imaginarnos, la
soledad de dioses que buscan a través del infinito, y que no encuentran a nadie con quien compartir
sus pensamientos.
Debieron haber estado buscando por los racimos de estrellas del modo que nosotros rebuscamos
por entre los planetas. Debía haber mundos por todas partes, pero debían estar vacíos, o poblados de
cosas rastreras y sin mente. Tal era nuestra propia Tierra, con el humo de sus grandes volcanes que
manchaba aún su cielo, cuando aquella primera nave de los pueblos de la aurora llegó desde los
abismos de más allá de Plutón. Pasó los helados mundos externos, sabiendo que la vida no podría
desempeñar parte alguna en sus destinos. Se detuvo entre los planetas interiores, calentándose al
calor del Sol y esperando a que comenzasen sus historias.
Aquellos vagabundos debieron haber contemplado la Tierra, que giraba en la estrecha zona entre
el hielo y el fuego, y debieron adivinar que era el favorito entre los hijos del Sol. Aquí habría
inteligencia; pero tenían incontables estrellas delante de sí, y quizá nunca más volviesen por aquí.
Y así fue que dejaron un centinela, uno de los millones que han dispersado por todo el universo,
para que vigilen los mundos con promesa de vida. Era un faro que a través de las edades ha venido
señalando pacientemente el hecho que nadie lo había descubierto.
Quizá comprenderán por qué fue colocada aquella pirámide de cristal sobre la Luna en lugar de
sobre la Tierra. A sus constructores no les interesaban las razas que estaban aún luchando por salir
del salvajismo. Solamente les interesaría nuestra civilización si demostrábamos nuestra aptitud para
sobrevivir, cruzando el espacio y escapándonos así de nuestra cuna, la Tierra. Ése es el reto con que
todas las razas inteligentes tienen que enfrentarse, más tarde o más temprano. Es un reto doble, pues
depende a su vez de la conquista de la energía atómica y de la última elección entre la vida y la
muerte.
Una vez que hubiésemos superado aquella crisis sería solamente cuestión de tiempo el que
encontrásemos la pirámide y la abriésemos. Ahora habrán cesado sus señales, y aquellos cuyo deber
sea éste estarán dirigiendo sus mentes hacia la Tierra. Quizá deseen ayudar a nuestra joven
civilización. Pero deben ser muy, muy viejos, y los viejos tienen con frecuencia una envidia loca de
los jóvenes.
No puedo nunca mirar la Vía Láctea sin preguntarme de cuál de aquellas compactas nubes de
estrellas vendrán los emisarios. Si me perdonan un símil tan prosaico, diré que hemos roto el cristal
de la alarma de bomberos, y no nos queda más que hacer sino esperar.
Y no creo que tengamos que esperar mucho.

LA SÉPTIMA VÍCTIMA
ROBERT SCHECKLEY

Hay algunos monstruos sagrados de la literatura de S. F. que, ignoro por qué, han permanecido
prácticamente ignorados del público español. La Séptima Víctima es uno de ellos. Este relato,
considerado mundialmente como el mejor surgido de la pluma de su autor, nunca ha llegado antes
hasta nosotros. Creo que no hace falta que les aclare que el propio Sheckley (considerado en los
Estados Unidos como un autor de choque, es decir, uno de aquellos cuya principal característica es
revulsionar al lector por medio del elemento sorpresa), amplió luego este relato en una novela
(cortísima como tal, no más de cien páginas) bajo el título de La Décima Víctima, y que de ella se
rodó una película francamente mediocre, con la colaboración del exhibicionismo de Ursula Andress
y el buen hacer de Marcello Mastroianni en su haber y muchos defectos formales en su debe.
Película que, por supuesto, no llegó en su momento a España, y que no creo que tampoco llegue
ahora, ya que tras el tiempo transcurrido resultaría excesivamente púdica.
De todos modos, como en el caso de Clarke, en esta ocasión, y pese a la señora Ursula, también
sigo quedándome con el relato original...

***

Sentado ante su escritorio, Stanton Frelaine se esforzaba en aparentar el aire atareado que se espera
de un director de empresa a las nueve y media de la mañana. Pero era algo que estaba más allá de
sus fuerzas. Ni siquiera conseguía concentrarse en el texto del anuncio que había redactado el día
anterior; no lograba dedicarse a su trabajo. Esperaba la llegada del correo..., y era incapaz de hacer
nada más.
Hacía ya dos semanas que tendría que haberle llegado la notificación. ¿Por qué la Administración
no se apresuraba un poco?
La puerta de cristal con el rótulo: Morger & Frelaine, Confección se abrió, y E. J. Morger entró
cojeando, un recuerdo de su vieja herida. Era un hombre cargado de espaldas, pero eso, a la edad de
setenta y tres años, suele tener poca importancia.
—Hola, Stan —dijo—. ¿Dónde está esa publicidad?
Hacía dieciséis años que Frelaine se había asociado con Morger. Tenía por aquel entonces
veintisiete años. Juntos habían convertido la sociedad «El Traje Protector» en una empresa cuyo
capital alcanzaba el millón de dólares.
—Echa una ojeada al proyecto —dijo Frelaine, tendiéndole la hoja de papel. Si tan sólo el correo
llegara un poco antes, pensó.
Morger acercó el papel a sus ojos y leyó en voz alta:
—«¿Tiene usted un Traje Protector? El Traje Protector Morger y Frelaine, de corte insuperable
en el mundo entero, es el atuendo del hombre elegante —Morger carraspeó, echó una ojeada a
Frelaine, sonrió y prosiguió—: Es a la vez el traje más seguro y más chic. Se presenta con un
bolsillo para revólver especial extraplano. Ningún bulto aparente. Sólo usted sabrá que va armado.
El bolsillo para revólver, fácilmente accesible, le permitirá aventajar fácilmente a su contrincante sin
la menor incomodidad.»
Levantó de nuevo los ojos.
—Excelente —comentó—. Sí, muchacho: excelente.
Frelaine inclinó la cabeza sin excesiva convicción.
—«El Traje Protector Especial —continuó leyendo Morger— posee un bolsillo para revólver
eyector, la última palabra en defensa individual. Una simple presión sobre un botón disimulado, y el
arma salta a la mano de su propietario, con el seguro fuera, lista para hacer fuego. ¿Qué espera usted
para informarse en nuestro concesionario más próximo? ¿Qué espera usted para afianzar su propia
seguridad?»
Dejó el papel sobre la mesa.
—Excelente —repitió—. Muy bueno, muy conciso. —Reflexionó por unos instantes,
tironeándose su canoso bigote—. ¿Pero por qué no precisar que el Traje Protector se fabrica en
varios modelos, recto o cruzado, con uno o dos botones, entallado o no?
—Sí, es cierto. Lo había olvidado —Frelaine tomó el borrador e hizo una anotación al margen. Se
levantó, tironeando de su chaqueta para disimular su incipiente barriga. Tenía cuarenta y dos años,
un poco más de peso del requerido, y un pelo que empezaba a clarear. Era un hombre de apariencia
agradable, pero su mirada era gélida.
—Relájate —dijo Morger—. Llegará con el correo de hoy.
Frelaine hizo un esfuerzo por sonreír. Sentía deseos de echar a andar de un lado a otro, pero se
contuvo y se sentó en una esquina de su escritorio.
—Cualquiera diría que es mi primer homicidio —dijo con forzada ironía.
—Sé lo que es eso —le tranquilizó Morger—. Cuando yo aún no había renunciado, pasaba a
menudo más de un mes sin poder pegar ojo por la noche mientras esperaba mi notificación.
Comprendo en qué estado te sientes.
Los dos hombres callaron. El silencio llegó a hacerse insoportable, hasta que la puerta se abrió y
un empleado depositó el correo sobre la mesa.
Frelaine se arrojó sobre las cartas y las fue pasando febrilmente. Por fin halló la que tanto
deseaba..., el largo sobre blanco de la OCP, lacrado con el cuño oficial.
—¡Por fin! —exclamó, con un suspiro de alivio—. Aquí está.
—Felicidades —dijo Morger. Y su tono era sincero.

Morger estudió el sobre con ojos ávidos, pero no le pidió a su socio que lo abriera. Hubiera sido
una falta de educación, y además estaba prohibido por la ley. Nadie podía conocer el nombre de la
Víctima, a excepción del Cazador.
—Te deseo buena caza —dijo Morger.
—Eso espero —respondió Frelaine, con convicción.
La oficina estaba al corriente y en orden. Lo estaba desde hacía una semana. Frelaine tomó su
cartera portadocumentos.
—Un buen homicidio te hará un gran bien —dijo Morger, palmeando su enguatado hombro—.
Has estado tan febril últimamente.
Frelaine sonrió y estrechó la mano de Morger.
—Pagaría lo que fuera por tener cuarenta años menos —dijo Morger, mirando divertido su pierna
impedida—. Verte así me hace sentir deseos de descolgar mi revólver.
Frelaine agitó la cabeza. Morger había sido un famoso Cazador en su juventud. Diez homicidios
superados con éxito le habían abierto las puertas del muy exclusivo Club de los Diez. Y puesto que,
naturalmente, tras cada uno de ellos había tenido que jugar diez veces el papel de Víctima, su
palmares era de veinte asesinatos en total.
—Espero que mi Víctima no sea alguien que tenga tu temple —hizo notar Frelaine, medio en
serio, medio en broma.
—¡Ni pienses en ello! ¿Por cuál vas ahora?
—Por la séptima.
—Es una buena cifra. ¡Vamos, anda! Muy pronto te abriremos los brazos en el Club de los Diez.
Frelaine hizo un gesto con la mano y se dirigió hacia la puerta.
—Pero ándate con cuidado —advirtió Morger—. Un solo error, y me veré obligado a buscar un
nuevo socio. Si no tienes ningún inconveniente, preferiría conservar el que tengo ahora.
—Iré con cuidado —prometió Frelaine.

En vez de tomar el autobús, regresó a su casa a pie. Necesitaba tiempo para calmarse. ¡Era
ridículo comportarse como un chiquillo que va a cometer su primer homicidio!
Se obligó a mantener los ojos fijos ante él. Mirar a alguien equivalía prácticamente a una
tentativa de suicidio. Cualquier persona a la que mirara podía ser una Víctima, y había Víctimas que
disparaban sin pensárselo contra cualquiera que posara sus ojos en ellas. Había tipos muy ner-
viosos... Prudentemente, Frelaine mantuvo su mirada por encima de las cabezas de los transeúntes.
Observó un gigantesco anuncio. Era una oferta de servicios de J. F. Donovan. «¡Víctimas!»,
proclamaba con enormes letras, «¿por qué correr riesgos? Utilicen los servicios de nuestros
Rastreadores acreditados. Nosotros nos encargaremos de localizar al homicida que le ha sido
asignado. ¡Usted no pagará nada hasta después de haber dado cuenta del Cazador!»
Por cierto, pensó Frelaine, tengo que llamar a Ed Morrow apenas llegue.
Apresuró el paso. Se sentía terriblemente nervioso. Ardía en deseos de estar ya en su casa para
abrir el sobre y conocer el nombre de su Víctima. ¿Sería alguien diabólicamente astuto o un simple
estúpido? ¿Alguien rico como su cuarta presa, o pobre como la primera y la segunda? ¿Estaría
rodeado de un equipo de rastreo organizado, o se las arreglaría por sus propios medios?
La excitación de la caza era algo maravilloso, que hacía hervir la sangre en las venas y aceleraba
los latidos del corazón. De repente oyó el resonar de unas lejanas detonaciones. Dos disparos
rápidos y luego, tras una pausa, el tercero. El último.
—Ese ha terminado con el suyo —se dijo a sí mismo Frelaine, en voz alta—. ¡Felicidades!
¡Era tan maravilloso sentirse vivir de nuevo!
Lo primero que hizo al entrar en su casa fue llamar a Ed Morrow, su rastreador. Morrow
trabajaba en un garaje en sus horas libres.
—¿Ed? Aquí Frelaine.
—Oh, buenos días, señor Frelaine.
Frelaine observó en la pantalla el rostro de su interlocutor: un rostro obtuso, manchado de grasa,
de protuberantes labios casi pegados al aparato.
—Me voy de caza, Ed.
—Buena suerte, señor Frelaine. Supongo que desea usted que esté preparado.
—Exacto, Ed. No creo estar fuera más de una o dos semanas. Probablemente recibiré mi
designación como Víctima dentro de los tres meses siguientes a mi regreso.
—Puede usted contar conmigo, señor Frelaine. Le deseo buena caza.
—Gracias, Ed. Hasta pronto.
Colgó. Garantizarse los servicios de un rastreador de primera clase era una buena medida.
Cuando hubiera cometido su homicidio, Frelaine pasaría a ser a su vez Víctima..., y entonces, una
vez más, Ed Morrow sería su seguro de vida.
Era un magnífico rastreador. De acuerdo: de hecho, Morrow era un ignorante, un idiota; pero
tenía ojo clínico. Descubría a los extraños al primer golpe de vista. Tenía una habilidad diabólica
para preparar una emboscada. Era un hombre indispensable.
Echándose a reír ante el recuerdo de algunos de los retorcidos trucos que Morrow había
inventado para sus clientes, Frelaine sacó el sobre de su bolsillo, hizo saltar el sello, lo abrió, y
examinó los documentos que contenía.
Janet-Marie Patzig.
Su Víctima era una mujer.

Se levantó, y paseó arriba y abajo por la habitación. Volvió a tomar la carta. Leyó: Janet-Marie
Patzig. No había ningún error: se trataba de una mujer. Los documentos anexos contenían tres
fotografías, el domicilio del sujeto y los informes habituales que permitían identificarlo.
Frelaine frunció el ceño. Nunca había matado a una mujer.
Tras vacilar unos instantes, tomó el teléfono y marcó el número de la OCP.
—Aquí la Oficina de Catarsis Pasional —dijo una voz masculina—. ¿Dígame?
—Acabo de recibir mi notificación —dijo Frelaine—. Me ha correspondido una mujer. ¿Es eso
normal? —Dio al empleado el nombre de la Víctima.
El hombre verificó sus archivos microfilmados.
—Todo está en regla —dijo tras unos instantes—. Esta persona nos presentó una solicitud,
actuando con pleno conocimiento de causa. En términos legales, goza de los mismos derechos y los
mismos privilegios que un hombre.
—¿Puede decirme cuántas muertes tiene en su activo?
—Lo lamento, señor, pero las únicas informaciones que está usted autorizado a obtener son la
situación legal de la Víctima y la información descriptiva que le han sido remitidas.
—Comprendo. —Frelaine reflexionó unos instantes, y luego preguntó—: ¿Puedo solicitar me sea
adjudicada otra Víctima?
—Naturalmente, dispone usted de la posibilidad legal de rechazar la caza que le ha sido
propuesta, pero no le será adjudicada otra Víctima hasta después de haber sido designado usted
mismo. ¿Desea declinar la oferta que se le ha hecho?
—Oh, no, por supuesto —se apresuró a responder Frelaine—. Le he preguntado esto tan sólo por
pura curiosidad. Muchas gracias.
Colgó, se hundió en el más mullido de sus sillones, y se soltó el cinturón. Aquello precisaba un
poco de reflexión.
—¿Qué buscan esas malditas mujeres queriendo inmiscuirse siempre en los asuntos de los
hombres? —rezongó para sí mismo—. ¿Por qué diablos no pueden quedarse tranquilamente en sus
casas?
Pero eran también ciudadanos libres. Aunque Frelaine encontrara aquello demasiado poco...
femenino.

De hecho, la Oficina de Catarsis Pasional había sido creada originalmente para los hombres, y
exclusivamente para ellos. Había nacido al término de la Cuarta Guerra Mundial..., o de la Sexta,
según la cuenta de un cierto número de historiadores.
Por aquella época, se hacía sentir imperiosamente la necesidad de una paz duradera, de una paz
permanente. Por una razón práctica. Una razón tan práctica como la inspiración de los hombres que
crearon las bases de la prolongada paz.
Una razón muy sencilla: el mundo estaba al borde de la aniquilación.
En el transcurso de las guerras anteriores, la amplitud, la eficacia y la potencia destructiva de las
armas empleadas habían ido en aumento. Los soldados, que se habían acostumbrado a ellas,
vacilaban cada vez menos en utilizarlas.
Hasta alcanzar el punto de saturación.
Un nuevo conflicto bélico pondría definitivamente fin a todas las guerras, y esta vez de una forma
absoluta: no quedaría nadie para poder iniciar la siguiente.
Era preciso pues que aquella paz fuera una paz eterna. Pero los hombres que la organizaron no
eran soñadores. Eran conscientes del hecho que siempre existen tensiones, desequilibrios, que son el
caldero donde bullen las guerras futuras. Y se preguntaron por qué hasta entonces nunca había
existido una paz duradera.
—Porque a los hombres les gusta luchar —fue la respuesta.
—¡Oh, no! —exclamaron los idealistas.
Pero aquellos que establecieron la paz se vieron obligados, muy a pesar suyo, a tener en cuenta el
postulado según el cual una fracción importante de la Humanidad es movida por la violencia.
Los hombres no son seres celestiales. Tampoco son monstruos infernales. Sencillamente, son
seres humanos que manifiestan un elevado grado de agresividad, de combatividad.
Con los conocimientos científicos y los medios de los que disponían en aquellos momentos, los
hombres con mentalidad práctica hubieran podido eliminar esta característica de la raza humana. De
hecho, ahí es donde muchos pensaban que residía la solución.
Pero los hombres con mentalidad práctica no eran de esta opinión. Consideraban que la
competencia, el amor a la lucha, el valor frente al adversario, eran valores positivos. Creían incluso
que representaban virtudes admirables y la garantía de la perpetuación de la especie. Sin ellos, la
raza terminaría fatalmente degenerando.
El gusto por la violencia, descubrieron, estaba inextricablemente unido a la ingeniosidad, a la
adaptabilidad, al dinamismo humanos.
Los datos del problema, pues, eran los siguientes: a) organizar la paz, una paz que les
sobreviviera, y b) impedir a la raza humana que se destruyera a sí misma, sin amputar por ello las
características que hacían de los hombres unos seres responsables.
Para ello, se decidió que era necesario canalizar la violencia, proporcionarle una válvula de
escape, una posibilidad de exteriorizarse.
El primer paso fue la autorización legal de los combates de gladiadores, combates reales, donde
la sangre era derramada. Pero aún era insuficiente. La sublimación es válida sólo hasta cierto punto.
La gente quería otra cosa más que derivativos.
No existe ningún derivativo para el homicidio.
Así pues, el homicidio fue institucionalizado, sobre una base estrictamente individual, y
únicamente para aquellos que realmente desearan matar. Los gobiernos fueron invitados a crear sus
respectivas Oficinas de Catarsis Pasional.
Tras un período de ensayo, se instauró una reglamentación única:
Cualquier ciudadano deseoso de cometer un homicidio tenía la posibilidad de inscribirse en su
OCP. Tras aceptar y firmar un dossier que comportaba un cierto número de advertencias y
compromisos, se le garantizaba una Víctima.
La persona que presentaba legalmente una solicitud de asesinato debía a su vez aceptar el papel
de Víctima unos meses más tarde..., si sobrevivía.
Este era el principio fundamental. Un individuo dado podía cometer tantos homicidios como
quisiera, pero, entre cada uno de sus homicidios, era designado a su vez obligatoriamente como
Víctima. Si la Víctima conseguía matar a su Cazador, podía o retirarse de la competición, o pro-
poner su candidatura para un nuevo homicidio.
Al cabo de diez años, se calculaba que un tercio de la población civilizada del mundo había
solicitado cometer al menos un homicidio. Más tarde, la proporción se estabilizó en un veinticinco
por ciento.
Los filósofos clamaban al cielo, pero los hombres con mentalidad práctica estaban satisfechos. La
guerra había dejado de ser un problema colectivo: ahora era un asunto individual, tal como
convenía.
Por supuesto, la institucionalización del homicidio se ramificó y se complicó. Una vez
autorizado, como sucede con todas las cosas, el homicidio se convirtió en un negocio y una fuente
de beneficios. Inmediatamente se crearon organizaciones, tanto para ofrecer sus servicios a las
Víctimas como a los Cazadores.
La Oficina de Catarsis Pasional elegía el nombre de las Víctimas al azar. El Cazador disponía de
dos semanas para cometer su homicidio, y debía actuar solo y sin ayuda. Se le proporcionaban el
nombre, el domicilio y la descripción de su Víctima; tenía derecho a utilizar una pistola de calibre
estándar; le estaba prohibido llevar ningún tipo de protección corporal.
La Víctima era avisada una semana antes que el Cazador. Simplemente, se le comunicaba su
designación. Ignoraba el nombre de su Cazador. Estaba autorizada a utilizar cualquier tipo de
protección corporal, así como los servicios de los rastreadores que creyera necesarios. Un rastreador
no podía matar, ya que el homicidio era privilegio de la Víctima y del Cazador. Pero un rastreador
podía detectar la presencia de un extraño en el círculo de la Víctima, o descubrir a un tirador
nervioso.
La Víctima podía planear todas las emboscadas que deseara con el fin de abatir a su Cazador.
Matar o herir a alguien por error —cualquier otro tipo de muerte estaba prohibido— era
sancionado con una gravosa indemnización; el homicidio pasional estaba castigado con la pena de
muerte, al igual que el homicidio por interés.
Lo más admirable de aquel sistema era que la gente que sentía deseos de matar podía hacerlo, y
aquellos que no sentían el menor deseo —de hecho representaban la mayor parte de la población—
no se veían obligados a convertirse en homicidas. Por fin ya no había ninguna guerra, ni siquiera la
amenaza de una guerra. Tan sólo pequeñas, muy pequeñas guerras..., centenares de miles de guerras
individuales.

La idea de matar a una mujer no cautivaba en absoluto a Frelaine. Pero había firmado. No podía
hacer nada. Y no sentía el menor deseo de renunciar a su séptima caza.
Consagró el resto de la mañana a aprenderse de memoria los datos que le había proporcionado la
OCP acerca de su Víctima, y luego archivó la carta. Janet Patzig vivía en Nueva York. Frelaine se
sentía feliz por ello: le gustaba cazar en una gran ciudad, y siempre había sentido deseos de visitar
Nueva York. No le precisaban la edad de su Víctima, pero, a juzgar por las fotos, no debía tener
mucho más de veinte años.
Reservó por teléfono una plaza en el avión, se duchó, se vistió su Protector Especial cortado
especialmente para aquella ocasión, eligió una pistola de su arsenal, la limpió escrupulosamente, la
engrasó, la deslizó en el bolsillo especial del traje, y luego preparó su equipaje.
Se sentía tan excitado que parecía que su corazón quisiera saltársele del pecho. Es extraño, pensó:
cada nuevo homicidio me produce un estremecimiento distinto. Es algo de lo que uno no se cansa
nunca: como la repostería francesa, las mujeres, las buenas bebidas... Es algo siempre nuevo y
siempre distinto.
Cuando estuvo listo, examinó su biblioteca para elegir los libros que se llevaría consigo. Poseía
todas las mejores obras que trataban del tema. No iba a necesitar aquellas destinadas a las Víctimas,
como La Táctica de la Víctima de Fred Tracy, que insistía en la necesidad de un medio ambiente
rigurosamente controlado, o ¡No piense usted como Víctima!, del doctor Frisch. Aquellos manuales
le interesarían dentro de unos meses, cuando le llegara su turno de ser, una vez más, la presa. Por
ahora necesitaba libros de Cazador.
La obra clásica y definitiva era Estrategia de la Caza del Hombre, pero se la sabía ya casi de
memoria. El Acecho y la Emboscada no era muy adecuado para las actuales circunstancias.
Escogió La Caza en las Grandes Ciudades de Mitwell y Clark, Rastrear al Rastreador de
Algreen, y La Táctica de Grupo de la Víctima del mismo autor.
Todo estaba a punto. Dejó unas líneas al lechero, cerró su apartamento y tomó un taxi hacia el
aeropuerto.

En Nueva York, escogió un hotel céntrico no muy lejos del barrio donde vivía su víctima. El trato
sonriente y lleno de atenciones del personal del hotel le puso nervioso: le intranquilizaba ser
reconocido tan fácilmente como un homicida recién llegado a la ciudad.
Lo primero que vio al penetrar en su habitación fue, cuidadosamente colocado en su mesilla de
noche, junto con la bienvenida de la dirección, un folleto titulado: Cómo sacarle el máximo partido
a la Catarsis Pasional. Frelaine sonrió mientras lo hojeaba.
Puesto que se trataba de la primera vez que venía a Nueva York, ocupó el resto de la tarde en
pasear por el barrio de su Víctima y en contemplar escaparates.
Martinson & Black le fascinó.
Visitó el Salón de la Caza, donde se exhibían chalecos antibalas ultraligeros y sombreros
blindados para uso de las Víctimas. Se interesó en la vitrina donde se presentaban los últimos
modelos calibre 38. Un cartel publicitario proclamaba: «¡Utilicen el Malvern de tiro directo,
aprobado por la OCP! Cargador de doce balas. Desviación garantizada inferior a 0.02 milímetros
en un blanco situado a trescientos metros. ¡Acierte a su Víctima! ¡No arriesgue su vida teniendo a
su alcance la mejor arma! ¡Malvern es seguridad!»
Frelaine sonrió. Era una buena publicidad, y el pequeño revólver pavonado daba una impresión
de eficacia total. Pero el Cazador estaba contento con su propia pistola.
Existían también en el mercado falsos bastones que albergaban cuatro balas listas para ser
disparadas. La publicidad los anunciaba como algo disimulado, práctico y seguro. Cuando era joven,
Frelaine se había sentido apasionado por todas aquellas novedades que se sucedían de año en año,
pero ahora estimaba que los viejos métodos tradicionales eran generalmente los que prestaban un
mejor servicio.
Cuando salió del Salón, cuatro empleados del servicio de limpieza se alejaban con un cadáver
aún caliente. Suspirando, Frelaine lamentó no haber estado allí para contemplar el espectáculo.

Cenó en un buen restaurante, y se acostó temprano.


A la mañana siguiente se paseó por los alrededores del domicilio de su Víctima, cuyos rasgos
estaban profundamente grabados en su memoria. No miraba a nadie, y avanzaba a paso rápido,
como si se dirigiera a un lugar muy concreto. Era así como actuaban los Cazadores experimentados.
Entró en un bar a beber algo, y reanudó su camino en dirección a Lexington Avenue.
La vio al pasar ante la terraza de un café. Era imposible equivocarse: se trataba de Janet. Sentada
ante una mesa, con los ojos perdidos en el vacío, ni siquiera levantó la cabeza cuando él pasó cerca
de ella.
Frelaine continuó hasta la esquina, sin detenerse. Allí, se detuvo y dio media vuelta. Sus manos
temblaban. Exponerse así, sin ninguna protección... ¡Aquella chica estaba loca! ¿Acaso creía que
gozaba de una protección sobrenatural?
Detuvo un taxi, y ordenó al conductor que diera la vuelta a la manzana. Cuando volvió a pasar
por delante, ella seguía en el mismo lugar. Frelaine la examinó atentamente. Parecía más joven que
en las fotografías, pero era difícil hacerse una idea precisa de su edad. De todos modos, no tendría
mucho más de veinte años. Su negro cabello, peinado con raya en medio y enrollado a cada lado
formando como una concha sobre sus orejas, le daban el aspecto de una monja. Frelaine se
estremeció al darse cuenta que su expresión era de tristeza y resignación. Se preguntó si estaba
dispuesta a hacer algún gesto para defender su vida.
Frelaine pagó al conductor y se metió en un drugstore. Había una cabina telefónica libre. Entró y
llamó a la OCP.
—¿Están seguros que una Víctima llamada Janet-Marie Patzig ha recibido su notificación? —
preguntó.
—Un momento, por favor.
Frelaine tamborileó nerviosamente el cristal de la puerta mientras el funcionario buscaba la
microficha correspondiente.
—Sí, señor. Tenemos su acuse de recibo. ¿Alguna impugnación?
—Oh, no. Tan sólo quería verificar.
Después de todo, se dijo, si aquella chica no quería defenderse, allá ella. Eso no era asunto suyo.
El tan sólo estaba autorizado a matarla. Era su turno de caza.
De todos modos, decidió aplazarlo todo hasta el día siguiente e irse al cine. Cenó, regresó a su
habitación, leyó el folleto de la OCP, y se acostó. Todo lo que tenía que hacer, pensó, con los ojos
fijos en el techo, era meterle una bala en el cuerpo. Tomar un taxi, y disparar a través de la ven-
tanilla.
—Pero así no es muy emocionante —se dijo tristemente antes de dormirse.

Al día siguiente, por la tarde, Frelaine regresó al mismo lugar. Llamó a un taxi y le dijo al
conductor:
—Dé la vuelta a la manzana, pero muy lentamente.
—De acuerdo —respondió el hombre, con una sonrisa tan sardónica como perspicaz.
Desde su asiento, Frelaine se esforzó en descubrir algún rastreador. Aparentemente, no había
ninguno. La joven tenía las manos ostensiblemente apoyadas sobre la mesa.
Un blanco fácil, inmóvil.
Frelaine rozó uno de los botones de su chaqueta cruzada. Un desgarrón se abrió en la tela, y no
tuvo que hacer más que cerrar su mano sobre la culata del revólver. La hizo oscilar, comprobó el
cargador, deslizó una bala en la recámara.
—Más lento —dijo al conductor.
El taxi pasó a velocidad de paseo ante el café. Frelaine apuntó cuidadosamente. Su dedo se crispó
en el gatillo. Lanzó una maldición.
Un camarero acababa de interponerse entre la joven y el cañón del arma, y Frelaine no sentía el
menor deseo de herir a nadie.
—Dé otra vuelta a la manzana —ordenó.
El conductor sonrió de nuevo y se arrellanó en su asiento. ¿Se sentiría tan alegre si supiera que
me dispongo a matar a una mujer?, se dijo Frelaine.
Esta vez no había ningún camarero en su campo de tiro. La chica estaba encendiendo un
cigarrillo, con sus apagados ojos clavados en el encendedor. Frelaine apuntó a la frente de su
víctima, exactamente entre los dos ojos, y retuvo el aliento.
Pero agitó la cabeza, bajó el arma y la metió de nuevo en su bolsillo para revólver.
¡Aquella idiota estaba impidiendo que extrajera todo el provecho de su catarsis!
Pagó al conductor, bajó del taxi y echó a andar.
Es demasiado fácil, se dijo a sí mismo. Estaba acostumbrado a cazas auténticas. Sus seis
homicidios anteriores habían sido complicados. Las Víctimas habían intentado todos los trucos
posibles. Una de ellas había contratado al menos una docena de rastreadores. Pero Frelaine había ido
modificando su táctica de acuerdo con las circunstancias, y los había descubierto a todos. Una vez se
había disfrazado de lechero, otra de cobrador. Se había visto obligado a seguir a su sexta Víctima
hasta Sierra Nevada. Había sudado con ella, pero al fin la había conseguido.
¿Qué satisfacción podía extraer de una Víctima que se le ofrecía? ¿Qué pensaría de ello el Club
de los Diez?
Encajó los dientes ante la idea del Club de los Diez. Quería formar parte de él. Incluso si
renunciaba a matar a aquella chica, debería enfrentarse obligatoriamente a un cazador. Y, si
sobrevivía, necesitaría añadir aún cuatro Víctimas más a su palmares. ¡A aquel ritmo, jamás podría
presentar su candidatura al Club!
Se dio cuenta que estaba pasando ante el café. Obedeciendo a un súbito impulso, se detuvo.
—Buenos días —dijo.
Janet Patzig lo miró con unos ojos desbordantes de tristeza, pero no respondió.
Frelaine se sentó.
—Escuche —dijo—. Si la molesto, no tiene más que decirlo, y me iré. No soy de aquí. He venido
a Nueva York para asistir a un Congreso. Y siento la necesidad de una presencia femenina junto a
mí. Ahora bien, si la aburro, yo...
—No importa —dijo Janet Patzig con voz neutra.
Frelaine pidió un coñac. El vaso de su compañera estaba aún medio lleno.
La observó con el rabillo del ojo, y su corazón empezó a latir fuertemente. Tomar unas copas con
su propia Víctima..., ¡eso al menos era algo emocionante!
—Me llamo Stanton Frelaine —dijo, sabiendo que revelar su identidad no significaba nada.
—Yo, Janet.
—¿Janet qué?
—Janet Patzig.
—Encantado de conocerla —dijo él, con un tono perfectamente natural—. ¿Tiene algo especial
que hacer esta noche?
—Seguramente esta noche estaré muerta —dijo ella con voz suave.
Frelaine la contempló atentamente. ¿Acaso no comprendía quién era él? Como menos, debería
estarle apuntando con un revólver por debajo de la mesa. Apoyó un dedo en el botón que accionaba
la extracción de su arma.
—¿Es usted una Víctima?
—Esa es la palabra exacta —dijo ella irónicamente—. En su lugar, yo no me quedaría aquí ni un
segundo más. ¿De qué sirve recibir una bala perdida?
Frelaine no podía comprender cómo estaba tan tranquila. ¿Acaso pretendía suicidarse? Quizá se
estaba burlando de todo. Quizás estaba deseando morir.
—¿No tiene usted rastreadores? —preguntó, con el tono justo de sorpresa en su voz.
—No —ella le miró directamente a los ojos, y Frelaine se dio cuenta de algo en lo que hasta
entonces no se había fijado: era muy hermosa. Hubo una pausa.
—Soy una estúpida —dijo finalmente ella, en tono intrascendente—. Un día me dije que me
gustaría cometer un homicidio, y me inscribí en la OCP. Y luego..., luego no pude hacerlo.
Frelaine asintió con simpatía.
—Sin embargo, el contrato es inflexible —continuó ella—. No he matado a nadie, pero pese a
todo debo jugar mi papel de Víctima.
—¿Por qué no ha contratado usted a ningún rastreador?
—Soy incapaz de matar a nadie. Absolutamente incapaz. Ni siquiera tengo revólver.
—¡Y sin embargo, para salir así, como lo hace usted, se necesita una condenada dosis de valor!
—en su fuero interno, Frelaine se sentía asombrado ante tanta estupidez.
—¿Y qué quiere usted que haga? —dijo ella con indiferencia—. Una no puede ocultarse cuando
es perseguida por un Cazador..., un auténtico Cazador. Y no soy lo suficientemente rica como para
desaparecer.
—Yo, en su lugar... —comenzó Frelaine.
—No —le interrumpió ella—. He reflexionado mucho sobre ello. Todo esto es absurdo. El
sistema entero es absurdo. Cuando tuve a mi Víctima ante mi punto de mira, cuando vi que podía
tan fácilmente..., que podía... —se interrumpió y sonrió—. ¡Bah! No hablemos más de ello.
Frelaine se sintió impresionado por su deslumbrante sonrisa.

Hablaron de muchas cosas. Él le habló de su trabajo, y ella le habló de Nueva York. Tenía
veintidós años. Era actriz. Una actriz que nunca se había visto favorecida por la suerte.
Cenaron juntos, y cuando ella aceptó su invitación a un combate de gladiadores, Frelaine se sintió
inundado de absurda alegría.
Llamó a un taxi —tenía la impresión que pasaba todo su tiempo en taxi desde que había llegado a
aquella ciudad—, y le abrió la puerta. Tuvo un instante de vacilación mientras ella se sentaba. Le
hubiera podido disparar una bala en el corazón. Hubiera sido tan fácil.
Pero no lo hizo. Esperemos, pensó.
Los combates eran los mismos que podían verse en cualquier parte, y los gladiadores no exhibían
un mayor talento que en cualquier otro lugar. Las reconstrucciones históricas eran las habituales: el
tridente contra la red, el sable contra la espada. Por supuesto, la mayor parte de los duelos eran a
última sangre. Hubo combates de hombres contra toros, de hombres contra leones, de hombres
contra rinocerontes, seguidos de escenas más modernas: barricadas defendidas por arqueros,
encuentros de esgrima sobre la cuerda floja.
Fue una agradable velada. Frelaine llevó a la joven a su casa. Las palmas de sus manos estaban
húmedas por el sudor. Nunca había experimentado una atracción así hacia una mujer. ¡Y debía
matarla!
No sabía qué actitud tomar.
Ella le propuso que subiera a tomar una copa. Se sentaron en el diván. Ella encendió un cigarrillo
con un enorme encendedor y se recostó en el mullido respaldo.
—¿Se quedará aún mucho tiempo en Nueva York? —preguntó ella.
—No lo creo —dijo él—. Mi Congreso termina mañana.
Hubo un largo silencio. Finalmente, Janet dijo:
—Lamento que tenga que irse.
Callaron de nuevo. Luego, la joven se levantó para preparar las bebidas. Frelaine la siguió con la
mirada mientras se alejaba hacia la cocina. Este era el momento. Se irguió, apoyó la mano en el
botón... Pero no, el momento había pasado..., irrevocablemente. Sabía que no iba a matarla. Uno no
puede matar a quien ama. Y él la amaba.
Fue una revelación tan brusca como conmovedora. Había venido a Nueva York para matar, y en
cambio...
Ella regresó con la bandeja y se sentó, con ojos ausentes.
—Te quiero, Janet —dijo él.
Ella se volvió a mirarle. Había lágrimas en las comisuras de sus ojos.
—No es posible —musitó—. Soy una Víctima. No voy a vivir mucho.
—Vivirás. Yo soy tu Cazador.
Ella le estudió unos instantes en silencio, luego se echó a reír nerviosamente.
—¿Vas a matarme?
—No digas tonterías. Quiero casarme contigo.
Repentinamente, ella se refugió en sus brazos.
—¡Oh, Dios mío! —sollozó—. Esta espera... Tenía tanto miedo...
—Todo ha terminado. Date cuenta de lo irónico de la situación: ¡Vengo para asesinarte, y regreso
casado contigo! Es algo que habremos de contar a nuestros hijos.
Ella le besó. Luego se echó hacia atrás en el diván y encendió otro cigarrillo.
—Apresúrate a hacer tus maletas —dijo Frelaine—. Quiero...
—Un momento —interrumpió ella—. No me has preguntado si yo te amo a ti.
—¿Qué?
Ella seguía sonriendo, con el encendedor apuntando hacia él. Un encendedor en cuya base había
un negro orificio..., un orificio cuyo diámetro correspondía exactamente al calibre 38.
—No te burles de mí —dijo él—, levantándose.
—Estoy hablando en serio, querido.
Por una fracción de segundo, Frelaine se sorprendió de haberle calculado veinte años a Janet.
Ahora que la veía bien —ahora que podía verla realmente—, se daba cuenta que estaba rozando la
treintena. Su rostro reflejaba una existencia febril, tensa.
—Yo no te amo, Stanton —dijo ella en voz muy baja, con el encendedor apuntando todavía hacia
él.
Frelaine tragó saliva. Una parte de sí mismo permanecía aún fríamente objetiva y se maravillaba
de las extraordinarias dotes de actriz de Janet Patzig. Ella lo había sabido desde un principio.
Apretó compulsivamente el botón, y el revólver saltó en su mano, listo para disparar.
El impacto le alcanzó en pleno pecho. Con aire de intenso asombro, se derrumbó sobre la mesa.
El arma escapó de sus manos. Jadeando espasmódicamente, a medias consciente, la vio apuntar
cuidadosamente para el golpe de gracia.
—¡Por fin voy a poder entrar en el Club de los Diez! —dijo ella. Su voz reflejaba todo el éxtasis
del mundo.

COMBATE SINGULAR
ROBERT ABERNATHY

Robert Abernathy es casi un desconocido (por no decir un desconocido total) para el público
español. Que yo sepa, tan sólo uno de sus relatos, El Ajolote (que abría la antología de ciencia
ficción de Editorial Labor, ordenada alfabéticamente), ha sido traducido a nuestro idioma. Cosa no
excesivamente extraña, ya que su producción se reduce a una cuarentena de relatos cortos, y dejó
de escribir en el año 1956.
Su obra, sin embargo, se beneficia de una elevada calidad literaria media, así como de una gran
originalidad. Su mejor relato es indudablemente El Ajolote, seguido casi inmediatamente por este
Combate Singular, cuya poco ortodoxa (según los cánones de la S. F. tradicional) idea básica
imagino que hará erizar los cabellos a más de un lector amante del zap-gun.

***

Salió con extremo cuidado de la cámara subterránea y cerró tras él la puerta con llave. Sus tensos
nervios le empujaron repentinamente a huir. Subió corriendo la escalera. Tropezó con un peldaño
podrido, recuperó a duras penas su equilibrio, y se detuvo, las piernas temblando, jadeante, luchando
contra su pánico.
Tranquilo. Nada te empuja.
Calmosamente, regresó a la puerta y comprobó una vez más la solidez de la maciza cerradura. Se
metió la llave en el bolsillo, luego la volvió a sacar con una mueca de disgusto, y la arrojó a la reja
metálica que cubría el desagüe. La llave golpeó contra uno de los travesaños y rebotó, reluciente, en
el cemento.
Febrilmente, como un hombre pateando un escorpión, la empujó hacia la reja. La llave se colgó a
uno de los travesaños, osciló durante unos segundos, tintineó contra el metal, y luego desapareció de
su vista.
Se sentía nuevamente dueño de sus reacciones nerviosas. Subió los peldaños sin girarse, y se
detuvo en la embocadura de la desierta calle. Nadie a la vista; nada excepto la suciedad de aquel
estrecho pasaje, coronado por los ciegos ojos de las ventanas manchadas de pintura blanca. Un cubo
de basura yacía en mitad del pasaje, rodeado de grasientos papeles. En la pared de ladrillo alguien
había colocado cuidadosamente de pie una botella vacía, como si, una vez sorbido su contenido, no
hubiera sabido qué hacer con ella.
Contempló todas aquellas cosas, símbolo de una fealdad que durante tanto tiempo había inundado
su mente hasta hacerle perder casi la razón, con un nuevo e irónico despego, considerándolas como
temporales y desprovistas de toda importancia.
El claro cielo de aquel atardecer era como un velo desplegado sobre la ciudad. Tras aquellas
achaparradas edificaciones, ennegrecidas por la suciedad, se erguían los grandes inmuebles,
brillando a través de todas sus ventanas. Sobre todo aquello, flotaban perezosamente las motas de
hollín, deslizándose en un aire quieto y asfixiador. Los coches pasaban con gran estruendo por las
calles, y los vapores que dejaban tras de sí se mezclaban con el olor del asfalto sobrecalentado. La
calleja hedía; la ciudad hedía; incluso el río, con sus rápidas aguas, hedía.
Echando la cabeza hacia atrás, frunciendo los ojos para poder soportar la reverberación, inspiró
aquel aire cargado con la acritud de los recuerdos.
El hedor de innumerables veranos... Levántate, huelo a gas. No, es el viento, que sopla desde la
otra orilla. Las refinerías de allá abajo. Pero al pequeño le cuesta respirar. ¿Es que no podemos
hacer nada? El eterno gruñido ronco, la voz de la gran ciudad... ¡Malditos camiones! ¿Por qué no
se paran por la noche? ¡No hay forma de dormir! Si tan sólo pudiera dormir un poco... Las voces
roncas, los pitidos, los golpes, la brutalidad de la vida aprisionada por una jungla de cemento y
acero... ¡Dale una paliza! Que no vuelva a poner los pies en el barrio. ¡Vamos, dale! Maldito negro,
sucio chicano, cochino judío... El asfalto quemándote los pies a través de las suelas de tus zapatos,
gastadas por kilómetros y kilómetros de andadura... Llega usted demasiado tarde, ya no
contratamos a nadie. Vamos, lárguese. No, porque no, porque le digo que no. Vamos, lárguese. No.
No. El eterno odio, acumulado sin cesar...
Escupió contra la pared de ladrillo.
—Tú te lo has buscado —dijo a media voz—. Cuando ocurra..., quizá comprendas que he sido
yo, yo, quien te ha hecho eso.
En aquel momento imaginó que la ciudad le oía, que temblaba ante él, presa del pánico. Que un
estremecimiento la recorría de extremo a extremo, propagándose a lo largo de sus nervios de acero y
de cobre, desde lo alto de las más altas flechas tendidas al cielo hasta sus entrañas profundamente
hundidas en el suelo, desde las moradas de los ricos en las alturas hasta los inmundos sótanos de los
ghettos.
No te apresures. Nada te empuja. Tres horas aún. Estaría lejos, contemplándolo todo, cuando
ocurriera. Una cita aproximada de las Escrituras acudió a su mente: Y contemplarán a lo lejos el
humo de sus incendios, y el humo de sus incendios ascenderá, ascenderá eternamente.
Salió casi ciegamente del callejón y se abrió camino por la acera entre la gente. Un paso, luego
otro, luego otro, luego otro... Cada paso le alejaba de la cámara subterránea de la puerta cerrada con
llave.
Un paso, luego otro, luego otro... Como tantas veces en las que, movido por su cansancio, su
desesperación y su odio, había recorrido aquellas mismas calles. Pero ahora, a cada paso, le parecía
como si la ciudad temblara bajo sus pies, como si los altos edificios vacilaran ante la inminencia del
derrumbe final, y la ciudad tuviera miedo.
Los ciegos caminantes, los muertos en vida, no notaban nada. No veían que él, hasta ahora
mezquino y denigrado, se había convertido en más alto que los más altos rascacielos, se había
convertido en un gigante justiciero...
Un chirriar de frenos. Dio un salto atrás, desconcertado. Hubiera jurado que hacía tan sólo un
segundo el semáforo estaba verde para él, cuando había bajado de la acera.
Los motores roncaban coléricos, las enormes ruedas laminaban el desigual asfalto. La calle se
había convertido de repente en algo inmenso y lleno de peligros. Volvió a la acera, con la mirada fija
en la tenebrosa luz roja, y se pegó al escaparate del almacén que hacía esquina, intentando dominar
el temblor de sus dedos mientras buscaba un cigarrillo en sus bolsillos.
Podía haber resultado muerto.
No ahora, pensó. No en un estúpido accidente. Porque hubiera podido resultar peor que muerto.
Se imaginó a sí mismo herido, transportado al hospital, unos restos sangrantes, pero con toda su
conciencia y el horrible pensamiento que allá abajo, no muy lejos de él, tras la puerta cerrada con
llave, un elemento se transformaba en otro a una velocidad inmutable, que se acercaba la hora.
Accionó en forma brusca y temblorosa el encendedor, pero la llama se negó obstinadamente a
prender. Dirigió una maldición al mecanismo, y de repente se sintió sobrecogido por un sudor frío.
Sus oídos registraron la estridente vibración de una cuerda tensa rompiéndose, un ruido de origen
indeterminable, azotando sus nervios ya sobreexcitados.
Miró ansiosamente a derecha, a izquierda, a todos lados. Entonces, distintamente, dominando los
ruidos de la calle, momentáneamente descendidos de nivel, oyó proveniente de arriba un chasquido
de metal desgarrado, torturado. Levantó furtivamente la mirada, soltó encendedor y cigarrillo, y dio
un salto de costado. Su corazón latía dolorosamente en su pecho.
Justo encima del lugar donde había estado unos segundos antes, la marquesina que sostenía un
gran anuncio publicitario cedió, doblándose, inclinándose peligrosamente, con sus nervios de acero
retorciéndose, a punto de romperse.
La contempló fascinado, sin sentir siquiera el sudor que chorreaba por su rostro. El anuncio
osciló, pero no llegó a caer. Sin embargo, tuvo la absurda convicción que, si regresaba al lugar que
ocupaba unos minutos antes, el anuncio caería.
Era una idea absurda. Intentó echarse a reír, pero su garganta estaba agarrotada. Retrocedió
prudentemente unos pasos, luego dio media vuelta y se alejó apresuradamente del cruce. Caminaba
siguiendo el bordillo de la acera, levantando frecuentemente la cabeza.
Cuando había recorrido la mitad de la manzana se dio cuenta, con un sobresalto que lo envaró,
que estaba volviendo sobre sus pasos, regresando a la cámara subterránea cerrada con llave.
Se detuvo en seco. Pero se sentía incapaz de regresar al cruce que había intentado atravesar.
Permaneció unos instantes inmóvil, vacilante, esforzándose una vez más en dominar su pánico.
En la acera opuesta, justo ante él, se abría una boca de metro. Si no se hubiera sentido tan agitado
la habría visto la primera vez.
Evidentemente..., el metro. Un cuarto de hora de camino, y estaría seguro. Miró a derecha e
izquierda, luego hacia arriba —con una nueva circunspección que se estaba convirtiendo ya en un
hábito—, y se lanzó a la calzada.
A medio camino se detuvo tan bruscamente que estuvo a punto de caer. Se giró, estremecido: sus
pasos le habían conducido en línea recta hacia la boca de una cloaca abierta al cielo, sin tapa, sin
ninguna protección.
Con el cuerpo agitado por el estremecimiento de la reacción nerviosa, llegó ante la entrada del
metro. Y, de repente, tuvo la impresión que aquel ya no era un lugar familiar, sino unas fauces de
cemento que conducían a regiones infernales. De aquellas profundidades, de algún lugar más allá de
las escaleras débilmente iluminadas que contemplaban sus ojos, surgía un vasto rugido, el aliento de
un aire fétido y cargado de húmedas viscosidades.
El peligro estaba presente en todas partes, en el aire y bajo tierra. El rugido de un tren pasando
bajo sus pies era como una voz triunfante elevándose de los infiernos, a la que se sobreponía una
cacofonía de notas más agudas: los gritos de las víctimas aplastadas, aullando en las tinieblas
inferiores. Ni por todo el oro del mundo se atrevería a poner el pie en aquellos peldaños. Se alejó de
aquel abismo y se detuvo, intentando reflexionar.
Había otros medios de transporte. Los autobuses, por ejemplo... Los taxis...
Pero no se movió.
En aquellas horas del atardecer, la calzada era un denso flujo de vehículos, moviéndose al
compás de sus jadeos y de sus gruñidos. Los frenos chirriaban, los neumáticos gemían, las bocinas
lanzaban hoscas advertencias, el metal resonaba contra el metal. En alguna parte, en una calle cer-
cana, el aullido de una sirena sonó como un sollozo anunciando un desastre.
Pensó en accidentes, en colisiones, en un millón de riesgos. No podía resignarse a no sentir bajo
sus pies el tranquilizante contacto del pavimento.
Nada te empuja. Él era quien mejor podía saberlo: él había hecho los reglajes y establecido el
contacto. Mantén tu sangre fría; puedes ir lo bastante lejos a pie.
Otro pensamiento, fugaz, eludido por su conciencia: Ellos podrían haberle proporcionado un
medio rápido de evadirse, como quizás habían hecho con todos los demás que habían realizado su
tarea y se habían ido antes que él. Pero, desde el principio al fin, le habían concedido muy poco
margen de reflexión. Había ejecutado sus órdenes, aprendido sumisamente sus slogans, tan ruidosos
y carentes de sentido como un juguete infantil, sabiendo desde un principio que ellos tan sólo
existían por una única razón: hacer de él el verdugo encargado de ejecutar a la ciudad. Los motivos
que tenían para actuar así no le preocupaban en absoluto: él tenía sus propios motivos.
Mantén tu sangre fría y aléjate.
Los accidentes. En una ciudad como aquella ocurrían constantemente accidentes. Debía evitarlos
y no dejarse desarmar por tan poco. No debía llamar la atención..., arriesgarse a ser detenido y
conducido a la comisaría. Tenía aún mucho tiempo si no se dejaba ganar por el nerviosismo.
Pero la calle se había hundido ya en las sombras, y en un gran anuncio, sobre los edificios frente
a él, la luz cambiaba, reflejando la cálida coloración que precede al crepúsculo.
Se puso nuevamente en marcha. Observaba cuidadosamente dónde ponía los pies, y vigilaba
también el cielo, cada vez más oscuro. Quizá porque estaba atento, nada ocurrió. Cada nueva calle
atravesada era una victoria, o un paso que le acercaba a la victoria.
Aparecieron las primeras luces. Las farolas rechazaron la naciente oscuridad, y una multitud de
rótulos de colores empezaron a brillar y a parpadear, atrayendo las miradas de la multitud, que se
apiñaba cada vez más numerosa en las aceras a medida que caía la tarde.
Las luces decían: Aquí se come y se bebe, aquí les ofrecemos música y la ocasión de olvidarlo
todo por unos momentos.
La gente giraba como polillas bajo las luces, creyendo todo lo que anunciaban. Estaban cansados,
no pedían otra cosa que creer. Hoy el día había sido duro, y suponían que el día siguiente sería igual,
como lo había sido el día anterior y todos los demás.
Sólo él, abriéndose paso entre la gente, estaba mejor informado. Para la mayor parte de aquellos
que le rodeaban, no habría día siguiente. Para la mayor parte...
Había recorrido ya unos tres kilómetros desde el Punto Cero, la cámara subterránea cerrada con
llave en el centro de la ciudad, pero ni siquiera aquí comprenderían nada cuando todo ocurriera.
No los odiaba; incluso los compadecía un poco. Estaban atrapados en la trampa como él lo había
estado. Pero odiaba la trampa, la ciudad en sí, con el veneno de todos aquellos amargos años...
Se detuvo un breve instante al otro lado de la calle. Y aquello estuvo a punto de costarle la vida.
En aquel lugar alejado del centro, los tranvías avanzaban a una respetable velocidad. Uno de ellos
pasaba por su lado, un mastodonte rugiendo en forma atronadora sobre sus rieles de acero. Cuando
su trole alcanzó la intersección de cables del cruce, algo saltó, y el hilo se tensó y se rompió con un
resplandor parecido al de un relámpago. El extremo del hilo seccionado cayó sobre él como una
gran serpiente, silbando rabiosamente y escupiendo llamas azules.
Sus reflejos le salvaron haciéndole dar un salto del que nunca se hubiera creído capaz. Se tiró de
bruces al suelo, despellejándose las manos y las rodillas contra el pavimento y, sin concederse el
menor respiro, se levantó de nuevo y echó a correr, con el cerebro sorbido por el miedo.
Con un inaudito esfuerzo de voluntad, se obligó a sí mismo a dejar de correr y miró hacia atrás. A
la distancia de una manzana, la gente empezaba a aglomerarse alrededor del tranvía averiado —
¿había, entre ellos, alguien que le buscaba?—, y se oyó el silbato de un policía.
El sonido del silbato le penetró hasta la médula, comunicándole un nuevo pánico. Atravesó,
corriendo como un loco, la afortunadamente vacía calle —sin perder la noción de la dirección hacia
donde debía proseguir—, y se sumergió en la oscuridad de una callejuela encajada entre oscuros
inmuebles.
Mientras corría en la penumbra de la callejuela, algo, un sexto sentido, le hizo una advertencia, y
saltó de costado como un jugador de rugby evitando a un contrario. El trozo de cornisa, cayendo sin
ruido desde lo alto, se desmenuzó en fragmentos y polvo a un metro de él. Allá arriba, las palomas,
asustadas, huyeron batiendo blandamente sus alas.
Salió a cielo abierto, a una calle iluminada pero casi desierta. Se detuvo apenas durante un
segundo —con la sensación que cualquier vacilación podía serle fatal—, y luego, reconociendo el
lugar donde se hallaba, giró bruscamente a la derecha y partió a la carrera.
La acera, allí, era vieja e irregular. De repente sintió que las losas se levantaban y que el suelo se
curvaba ante él, en un esfuerzo por hacerle tropezar y caer, pero franqueó de un salto la zona
peligrosa y prosiguió su agitada carrera. Subió una ligera pendiente y comenzó a descender por el
otro lado. Allá abajo la calle terminaba en su cruce con otra, perpendicular, y las luces no seguían
más allá: luego había tan sólo la oscuridad, con la sensación de un espacio despejado y el atisbo de
un lejano reflejo de agua.
Ya casi estaba, dentro de poco iba a llegar...
... De la amplia calle bordeada de árboles surgió un enorme camión cisterna con remolque que
tomó la curva demasiado aprisa. Con un patinaje y una brusca sacudida, la barra de enganche cedió
y, mientras la unidad de tracción se subía a la acera, derribando una farola antes de inmovilizarse, el
remolque de cubo volcaba, bloqueando la calle con un ruido infernal de hierros retorcidos. Todas las
luces se apagaron instantáneamente, pero, un momento después, la calle era iluminada por las
crecientes llamas, una gigantesca hoguera que escupía una negra humareda elevándose como una
muralla.
Giró sobre sí mismo, estando a punto de caer, y se apoyó con tanta fuerza en una pared de ladrillo
que estuvo a punto de romperse la muñeca. Echó a correr. Ahora sabía sin la menor duda que estaba
siendo perseguido..., no, al menos por el momento, por seres humanos, sino por algo mucho más
poderoso e inimaginable. Corría como un animal acorralado, con repentinos cambios de dirección
destinados a confundir a un enemigo implacable. Debía existir un límite al número de trampas que
éste podía poner en su camino...
Giró una vez más, metiéndose en una calle que conducía hacia el río, y la recorrió a grandes
zancadas, respirando ávidamente. Más lejos..., más lejos... A lo largo del césped que bordeaba la
amplia calle había luces de obras, allá adelante se divisaba una barrera hecha con maderos y, más
allá, la profunda oscuridad de un negro agujero. Estaba demasiado lanzado como para detenerse y
dar media vuelta; haciendo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, saltó desesperadamente, y
aterrizó como una pelota, intentando sujetarse a la blanda tierra que se desmenuzaba bajo sus
dedos... ¡Auténtica tierra!

Se levantó, atontado, y prosiguió caminando durante algunos metros, sintiendo la hierba y la


tierra bajo sus pies en lugar del cemento y el asfalto, viendo ramas recortándose contra el cielo.
Se derrumbó, agotado, y al tender una mano para buscar apoyo sintió bajo sus dedos la superficie
áspera y rugosa de una corteza. Con un sentimiento de gratitud se inclinó hacia el rudo tronco y lo
abrazó como si fuera lo más querido en su vida. Bajo él había hierba, hojas secas y humus, los in-
sectos cantaban monótonamente a su alrededor.
A una cierta distancia, más allá de la excavación que acababa de franquear, se erguían las
fachadas de los edificios, con ventanas iluminadas, más o menos distanciadas, como ojos mal
situados. Había luces en las calles, y al otro lado del río veía las estrellas fugaces de la circulación, y
los gigantescos inmuebles parecidos a constelaciones, cuyo reflejo temblaba en el agua. Entre cielo
y tierra permanecía suspendida una estrella roja, encendiéndose y apagándose regularmente: una
señal para los aviones, una advertencia... Pero allí estaba seguro, al menos por el momento.
Aquella franja de césped, a lo largo de la orilla del río, era como una isla: estaba dentro de la
ciudad sin formar parte de ella, como el propio río, cuyas aguas eran como un espejo a una veintena
de metros y chapoteaban suavemente contra las piedras de la orilla. Aquí podría descansar unos
instantes, reflexionar acerca de un medio de escapar.
No sabía la hora exacta, pero sí sabía que era tarde. Sin embargo, no aún demasiado tarde.
Todavía tenía tiempo...
El tiempo de alcanzar un refugio lo suficientemente alejado..., salvo accidentes. Pero ya no creía
en los accidentes.
En lugar de ello, ahora tenía una certeza. El miedo premonitorio era la expresión de una verdad
establecida. Se pegó a su árbol, viendo la ciudad a su alrededor, colosal, viva..., un auténtico
Leviatán.
La ciudad había crecido sin cesar a lo largo de tres siglos. Crecimiento..., una ley de vida
elemental. Como un cáncer desarrollándose a partir de algunas células indisciplinadas, encajado
entre el río y el mar, proliferando, proyectando tentáculos que ascendían varios kilómetros a través
del valle y se infiltraban por entre las colinas, mordiendo más y más profundamente en la tierra
sobre la que reposaba.
A medida que iba creciendo, extraía su alimento de un centenar, de un millar de kilómetros
cuadrados del interior del país; el campo le entregaba sus riquezas, y los bosques eran talados como
campos de trigo, los hombres y los animales nacían y se multiplicaban para aplacar su hambre,
siempre más devoradora. Semejantes a largos dedos, sus muelles se extendían penetrando en el
océano para capturar los buques que llegaban de todos los continentes. Y, además de alimentarse,
arrojaba todos sus desechos en el mar, exhalaba su aliento ponzoñoso al aire, y se convertía en más
infecta a medida que se hacía más poderosa.
Gradualmente se había ido proveyendo de un sistema nervioso central de hilos aéreos y de cables
subterráneos, de un sistema circulatorio hecho de bombas y de depósitos, de un sistema excretor. De
una criatura invertebrada y parásita se había convertido en una criatura superior dotada de los
atributos tangibles que acompañan a los conceptos subjetivos de voluntad, pensamiento y
conciencia...
Podía imaginar su conciencia, y adivinar sus pensamientos últimos..., pero sentía el dolor de la
carne atormentada contra las piedras de la ciudad, y se daba cuenta con un estremecimiento de hasta
qué punto la ciudad debía odiarle. Altanera, impersonalmente..., pero ya no con indiferencia. Porque
ahora, por primera vez en tres siglos, la ciudad se sentía amenazada.
Y, como represalia, había intentado arrebatarle su vida.
Aún no había conseguido escapar. La ciudad era rica en medios y ardides. Le seguía acechando,
aguardando el momento favorable. Sabía que él no podía quedarse indefinidamente allá. Las luces le
contemplaban fijamente como grandes ojos, como haciéndole señas.
Los pensamientos se atropellaban en su cabeza. Aún estaba a tiempo...
A tiempo para abandonar la partida, para dar media vuelta. Podía regresar apresuradamente a la
cámara subterránea cerrada con llave (pero había arrojado la llave, y necesitaría pedir ayuda para
derribar la puerta), podía llegar a tiempo para detener la transformación química que se estaba ope-
rando allá. Hacer lo que tan sólo él en toda la ciudad era capaz de hacer. Si actuaba así no habría
más accidentes, estaba seguro de ello. Lo ocurrido no tenía más finalidad que debilitar su voluntad,
hacerle retroceder en su decisión.
Repentinamente se envaró, deslumbrado por aquella revelación. Y entonces se echó a reír..., no
alegremente, sino con una risa nerviosa, sardónica, mientras giraba lentamente la cabeza para
contemplar las luces que lo rodeaban por todas partes.
—¡Pero no te atreves a matarme! —exclamó—. Soy el único que aún puede salvarte. Puedes
intentar asustarme para que regrese allá abajo..., ¡pero no puedes matarme porque, si yo muero,
perderás tu última esperanza!
Se puso en pie, tambaleándose, y se apoyó en el tronco del árbol. Pero sentía cómo las fuerzas
volvían a su cuerpo, las fuerzas empujadas por el odio.
—¡Intenta detenerme! —dijo entre dientes—. ¡Inténtalo!
Se lanzó ciegamente hacia adelante, tan pronto caminando, tan pronto corriendo a pequeños
saltos. Ya no miraba ni al aire ni a sus pies. Atravesando una amplia avenida sin preocuparse de los
semáforos, estalló en una carcajada cuando la caja de un camión casi le rozó al efectuar un viraje.
Sabía que no podía ocurrir de otro modo.
Se echó a reír de nuevo cuando la barrera de un paso a nivel se cerró ante sus narices y pasó por
debajo de ella para atravesar tranquilamente las vías con la sonrisa en los labios, bajo el amenazador
ojo de la locomotora..., seguro que, si se le ocurría detenerse en medio de las vías, el tren desca-
rrilaría antes que tocarle.
Llegó ante un cartel que advertía en gruesas letras: PELIGRO, y se echó a reír sonoramente, sin
desviarse ni un centímetro de su camino.
Había obreros trabajando a la luz de los focos a lo largo de toda aquella calle de los suburbios, un
trabajo urgente según todas las apariencias, y cuya suprema ironía sólo él podía captar. Estaban
frenéticamente ocupados en demoler una hilera de viejas casas carcomidas, preparando el terreno
para cualquier nueva construcción que nunca llegaría a ver el día. A tal distancia del Punto Cero,
allá abajo, en el centro de la ciudad, se hallaban ya fuera del radio de destrucción total, pero incluso
aquí quedarían muy pocas casas en pie tras la explosión y los incendios... Siguió su camino, sin
preocuparse de los focos ni de los obreros, y echaba a correr de nuevo cuando alguien gritó:
—¡Eh, allí! ¡Cuidado!
Un sordo bramido resonó sobre su cabeza, y levantó la vista con aire alucinado para ver toda una
pared de ladrillos combarse junto a él, luego partirse en dos en su estruendosa caída. Parecía caer
sobre él a una viscosa lentitud..., pero no había ninguna forma de evitarla.

No perdió el conocimiento, pero no podía moverse, y el dolor que sentía era casi intolerable. No
debía tener muchos huesos rotos, pero una tonelada de piedras aprisionaba sus piernas, y otra masa
se apoyaba contra su pecho, no con todo su peso pero sí inmovilizando su cuerpo arqueado contra
una viga.
Había voces, rostros, luces, flotando en un caos a su alrededor. Algunas manos tiraban de los
cascotes, en un fútil esfuerzo.
—¡Dios mío! ¿Acaso no vio el letrero? ¿Por qué no prestó más atención?
—¡Vamos, no te quedes ahí! ¡Ve a buscar un gato!
—Cuidado, si toda esa masa se desliza...
Permanecía suspendido allá, bajo la cegadora luz de los focos, como sujeto entre los dedos de una
mano gigantesca. Unos dedos que tenían tan sólo que crisparse, la masa de piedras que se mantenía
sobre él deslizarse unos pocos centímetros, para que su columna vertebral se partiera como un
cristal.
Cuando intentaron liberarle con ayuda de palancas, lanzó un aullido, y ya no ensayaron de nuevo.
—Tranquilo, pronto llegará ayuda.
—¿Alguien ha avisado a los bomberos?
Se oyó el ulular de una sirena acercándose, y luego se interrumpió. Aparecieron otras luces. Una
nueva sirena acudiendo... Vio confusamente uniformes, insignias. Gentes al servicio de la ciudad.
Hizo un esfuerzo por recuperar su aliento y gritó:
—¡Imbéciles! ¡Ustedes no son más que corpúsculos! ¡Eso es lo que son..., tan sólo corpúsculos!
—Pobre hombre, está delirando.
—¡Retrocedan! ¡Apártense! —gritó de nuevo—. Ya lo sé, ya sé lo que ella quiere, pero no voy a
decir nada...
—Vamos, muchacho, cálmate. Vamos a...
—No diré que...
La masa de piedras que lo abrumaba se movió uno o dos centímetros. Su voz se quebró. Su
mirada recorrió los rostros y las luces. Sintió un repentino pánico. Gimió:
—No, no... Lo diré. ¡Lo diré todo!
—No se excite, vamos a sacarle de aquí...
—¡Imbéciles! —jadeó—. Y, con una incoherente prisa, en forma entrecortada, se los dijo todo: lo
que había en la cámara subterránea cerrada con llave, y dónde estaba, y cómo desarmar el artefacto
sin hacer que estallara.
Apenas quedaba ya tiempo.
Le escucharon con rostros asombrados.
—Debe estar delirando, por supuesto... Pero es mejor no correr ningún riesgo con algo así. ¿Has
anotado la dirección? ¿Lo has anotado todo?
Una voz habló cerca de él, seca, rápida, transmitiendo el mensaje a lo largo del sistema
neurálgico de la ciudad. En la lejanía, en el amenazado corazón de la masa de cemento, las sirenas
despertaron una tras otra y le aullaron a la noche.
—Vamos, aún no hemos terminado aquí —dijo alguien—. Trae ese gato...
Entonces se produjo un siniestro crujido. La pesada masa de ladrillos empezó a ceder lentamente.
Un centímetro, dos centímetros, tres... Los hombres se lanzaron con todas sus fuerzas contra el
bloque, pero fue en vano. El atrapado fugitivo lanzó un penetrante aullido, que se cortó en seco
cuando la masa cedió definitivamente.
Pálidos, los hombres se contemplaron con un profundo sentimiento de impotencia.
La ciudad no conocía la clemencia.

LA SEDA Y LA CANCIÓN
CHARLES L. FONTENAY

Declaro públicamente que la inclusión de este relato en la presente antología obedece a una
nostálgica debilidad por mi parte. La Seda y la Canción (único relato que, además de El Centinela,
sé que ha aparecido precedentemente en español) apareció por primera vez en nuestra lengua en el
número 6 de la revista mexicana, de efímera vida, Ciencia y Fantasía (traducción del
norteamericano Magazine of Fantasy and Science Fiction), allá por el lejano año 1957; y dejó en
mí, un pobre adolescente lleno de ilusiones, una huella tan profunda que fue el motor que me
impulsó a lanzarme a la aventura de escribir yo también, a mi subdesarrollada manera hispánica,
eso que llaman ciencia ficción. Desde entonces, este relato no se ha borrado nunca de mi memoria,
y es por ello que quiero, desde aquí, rendirle mi público homenaje.
Ciertamente, Charles L. Fontenay no ha sido, ni creo que llegue a serlo nunca, un escritor de
primera fila dentro de la S. F. anglosajona. Sin embargo, pertenece a esa pléyade de escritores de
categoría intermedia que, sin tener ninguna obra descollante, mantienen en toda su producción un
nivel apreciablemente alto..., al revés de muchos otros autores de gran renombre que, junto a tres o
cuatro best-sellers, arrastran un gran número de obras francamente mediocres. La Seda y la
Canción, que ha sido reeditada en los Estados Unidos en numerosas antologías, es un cuento de
temática original, dignamente escrito y desarrollado en forma experta, que pese a su avanzada
edad (más de veinte años desde su primera publicación) sigue tan fresco y pimpante como si
hubiera sido escrito ayer. Lo cual no puede decirse de muchas obras de mayor enjundia firmadas
por nombres de mucha más sonoridad que el suyo.

***

La primera vez que Alan vio la Torre de las Estrellas tenía tan sólo doce años. Fue un día en que
condujo a su joven amo, Blik, a la ciudad de Falklyn.
Blik tuvo que discutir mucho con su padre antes de obtener el permiso de montar a Alan, su
muchacho favorito. El padre de Blik, Wiln, insistió en que debía montar un hombre, ya que según él
el largo viaje hasta la ciudad podía ser demasiado para un muchacho tan joven como Alan.
Al fin, Blik logró salirse con la suya. Estaba un poco mimado, y cuando finalmente se puso a
silbar, Wiln terminó cediendo.
—Está bien —aceptó—, el humano es bastante grande para su edad. Te dejaré montarlo si me
prometes no cansarle demasiado. No quiero que me estropees uno de los mejores ejemplares de mi
cría.
Así pues, Blik aseguró el freno-casco con las asas a la cabeza de Alan, y colocó la silla de montar
sobre sus hombros. Wiln ensilló a Robb, un hombre fuerte al que utilizaba frecuentemente en sus
viajes largos, y partieron al trote corto hacia la ciudad.
La Torre de la Estrella era visible mucho antes de llegar a Falklyn. Alan pudo ver su cúspide
surgiendo entre las copas de los árboles tornot apenas salieron del Bosque Azul. Sujetando el freno-
casco con su mano de cuatro dedos, Blik tocó a Alan y señaló:
—Mira, Alan, la Torre de la Estrella —dijo—. Se comenta que hubo un tiempo en que los
humanos vivieron en esa torre.
—Blik, ¿cuándo vas a dejar de hablarles a los humanos? —le regañó su padre—. Uno de estos
días tendré que castigarte severamente.
Alan no contestó nada, ya que estaba prohibido que los humanos hablaran el idioma hussir
excepto para contestar preguntas directas. Mantuvo su ansiosa mirada fija en la Torre de la Estrella y
observó que parecía más y más alta a medida que se acercaban, elevándose hacia el cielo muy por
encima de los edificios de la ciudad. Aligeró el paso, adelantándose a Robb. Éste tuvo que llamarle
la atención.
Había una franja de terreno salvaje, entre el Bosque Azul y Falklyn. La erosión había acabado
con la tierra fértil y no había ni granjas ni campos cultivados. Pequeños grupos de tornotes extendían
sus ramas aquí y allá, entre los barrancos y las colinas bajas. Eran más abundantes en las
inmediaciones del Bosque Azul, tras ellos, haciéndose más escasos hacia el noroeste, más allá de
cuya llanura se distinguían las lejanas montañas.
Al girar una curva Blik silbó de emoción. En un pequeño promontorio frente a ellos, asomándose
al camino, había una figura, inmóvil.
Al principio Alan pensó que se trataba de un hussir alto y delgado, pues una chaqueta corta
ocultaba su desnudez. Luego comprendió que era una muchacha humana. Ningún hussir podría
presumir jamás de aquella abundante cabellera oscura ni de aquella elegante curva posterior
desprovista de cola.
—¡Un humano salvaje! —gruñó Wiln, asombrado.
Alan se estremeció: se rumoreaba que los Humanos Salvajes mataban a los hussires y se comían
a los otros humanos.
La muchacha estaba mirando fijamente hacia Falklyn. Wiln tomó su arco y le lanzó una flecha.
Quedó corta, y fue a caer en el polvo a los pies de la muchacha. Esta giró la cabeza, los vio, y
desapareció como un venado.
Cuando se acercaron al lugar donde había estado ella vieron algo que destacaba entre los
matorrales, junto al camino. Se trataba de un par de pantalones, de tonos fuertes, como los que
usaban los hussires, aunque más largos. Estaban enredados entre los espinos: sin duda la muchacha
había tenido que quitárselos para salir del matorral.
—Se han vuelto demasiado atrevidos —dijo Wiln, enojado—. ¡En pleno día, y tan cerca de la
civilización!

Alan se sintió asombrado cuando penetraron en Falklyn. Las calles y los edificios eran de piedra.
Había muy poca piedra al otro lado del Bosque Azul, y los muros del castillo de Wiln habían sido
construidos con bloques de madera pulida. Las lisas piedras de las calles de Falklyn estaban re-
calentadas por los rayos del doble sol, y Alan sintió que se quemaba los pies, saltó un poco, y Blik
tuvo que sujetarse para no caer. Le golpeó fuertemente a un lado de la cara.
Había tantas cosas extrañas y nuevas para él en la ciudad, que Alan se sintió mareado. Algunos
edificios tenían hasta tres pisos, y las ventanas de los más grandes estaban cubiertas no con
persianas de madera o trozos de tela, sino con una sustancia brillante y transparente que, según dijo
Wiln a Blik, se llamaba vidrio. Robb, utilizando el lenguaje humano, le dijo a Alan que los hussires
no querían decirlo, pero que se rumoreaba que habían sido los humanos quienes habían inventado
ese vidrio, y que se lo habían regalado a sus amos. Alan se maravilló porque los humanos pudieran
inventar algo, viviendo como vivían encerrados en corrales en pleno campo.
Pero parecía que los humanos de la ciudad vivían más unidos a sus amos. Alan vio a varios de
ellos saliendo de las casas, y observó que algunos de ellos no iban completamente desnudos, sino
que cubrían varias partes de sus cuerpos con pedazos de tela de vivos colores. Wiln comunicó a Blik
su desagrado ante tal costumbre.
—Si empezamos a dejar que los humanos se vistan —dijo—, muy pronto van a creer que son
hussires. Por eso las gentes de la ciudad tienen más trabajo que nosotros en vigilar a los humanos. Si
se les permiten esas cosas van a terminar volviéndose salvajes.
Fueron a varios lugares de la ciudad y durante mucho rato Alan temió no poder ver de cerca la
Torre de la Estrella. Pero Blik nunca la había visto y rogó y silbó hasta que su padre consintió en
desviarse unas cuantas calles para complacerle.
Alan olvidó todas las demás maravillas de Falklyn ante el espectáculo de aquel gran monumento
creciendo más y más ante sus ojos hasta convertir en enanos a los edificios que lo rodeaban e
incluso a la propia ciudad de Falklyn. Una leyenda contaba que los humanos no sólo habían vivido
en otro tiempo en la Torre de la Estrella sino que habían sido ellos quienes la habían construido y
que Falklyn había crecido a su alrededor cuando ellos abandonaron la Torre. Alan había oído estas
historias pero le habían hecho prometer no repetirlas a nadie porque algunos hussires comprendían
el idioma humano y si le oían decir tales cosas lo mandarían azotar.
La Torre de la Estrella estaba en el centro de un gran parque circular y las casas a su alrededor
parecían de juguete. Se elevaba como un gigantesco dedo hacia el cielo y sus extrañas paredes
oscuras reflejaban opacamente la luz del doble sol. Hasta los muros de sustentación en su base, eran
más altos que los grandes árboles que la rodeaban en el parque.
Había una verja cerrando los jardines, y bastantes humanos atados a ella o simplemente parados
allí, ya que a ellos no se les permitía entrar en el parque. Blik quería desmontar y penetrar en la
Torre, pero Wiln no se lo permitió.
—Podrás hacerlo cuando seas mayor y estés en situación de comprender algunas de las cosas que
hay allí —le dijo.
Dieron la vuelta por la calle que rodeaba el parque, en la parte exterior de la verja. Había grupos
de hussires subiendo y bajando la larga rampa que conducía al interior de la Torre de la Estrella. Su
tamaño era la mitad del de los humanos, con grandes cabezas y largas y puntiagudas orejas que se
remontaban más allá de sus cráneos y delgadas piernas y una gruesa cola que les servía para
equilibrarse. Solían llevar amplias chaquetas y anchos pantalones de colores chillones.
Al pasar cerca de un grupo de humanos junto a la verja, Alan oyó unas estrofas cantadas en voz
baja:

Brilla, brilla, estrella de oro,


Te alcanzaré aunque estés tan lejos.
Cierra mi boca, halla mi cabeza,
Encuentra un gusano...

Wiln hizo que Robb diera un rápido giro y cruzó las espaldas del cantante con su fuerte látigo una
y otra vez, señalándolas con rojas estrías. Con un grito ahogado, el hombre inclinó la cabeza y se
cubrió el rostro con los brazos para protegerlo.
—¿Dónde está tu amo, humano? —preguntó salvajemente Wiln, con el látigo temblando entre los
cuatro dedos de su mano.
—Mi amo vive en Noroeste, grandeza —dijo el humano plañideramente—. Pertenezco al
mercader Senk.
—¿Dónde queda Noroeste?
—Es un barrio de Falklyn, grandeza.
—¿Y estás aquí solo en la Torre de la Estrella, sin tu amo?
—Sí grandeza. Hoy es mi día de descanso.
Wiln le propinó otro latigazo.
—Deberías saber que no está permitido que los humanos acudan solos a la Torre de la Estrella —
gritó Wiln—. Regresa con tu amo y dile que te azote.
El humano partió a la carrera. Wiln y Blik hicieron dar media vuelta a sus monturas y
emprendieron el camino de regreso. Cuando dejaron atrás las calles y las casas de la ciudad y el
polvo del camino proporcionó un grato alivio a los ardientes pies de los humanos, Blik preguntó:
—¿Qué piensas de la Torre de la Estrella, Alan?
—¿Por qué no tiene ventanas? —dijo Alan, expresando su más inmediato pensamiento.
No era, estrictamente hablando, una respuesta a la pregunta de Blik, y Alan podía haber sido
castigado por haber hablado así en hussir. Pero Wiln había recobrado su buen humor ante la idea
que ellos iban a llegar a casa para la hora de la cena, y además había que ser indulgente con los jó-
venes.
—Las ventanas están en la parte más alta, pequeño —dijo condescendientemente—. No las has
podido ver, porque están por la parte de dentro.
Alan se sintió preocupado durante todo el viaje de regreso al castillo de Wiln. ¿Cómo podían
estar unas ventanas por la parte de dentro y no por la de fuera? Si una ventana era una ventana tenía
que estar a ambos lados de la pared.
Cuando, ya ocultos los dos soles, Alan se acostó con los demás muchachos en un rincón del
corral, todos los emocionantes acontecimientos de aquel día desfilaron por su mente como una
sucesión de imágenes en color. Le hubiera gustado hacerle algunas preguntas a Robb pero los
humanos adultos y los jóvenes mayores eran encerrados en un barracón aparte, completamente
separados de las mujeres y los niños.
Un poco más allá de donde él se encontraba, las mujeres arrullaban a sus hijos pequeños con las
tradicionales canciones de los humanos. Sus voces llegaban hasta él junto con la ligera brisa y el
perfume de las olorosas hierbas:

Duerme, mi niño, en brazos de mamá.


Nada hay aquí que pueda hacerte daño.
Duerme y ten bonitos sueños, espera a que el sol salga,
Entonces será tiempo de abrir de nuevo tus ojos.

Esa era una auténtica canción infantil, la primera que recordaba en toda su vida. Cantaron otras, y
una de ellas era la que Wiln interrumpió en la Torre de la Estrella:

Brilla, brilla, estrella de oro,


Te alcanzaré aunque estés tan lejos.
Cierra mi boca, halla mi cabeza.
Encuentra un gusano que tenga rayas rojas,
Dalo de comer a la concha de la tortuga
Y échate a dormir, pues todo irá bien.

Alan, medio dormido, escuchaba. Esa canción era una de las favoritas de todos los niños. La
llamaban La Canción de la Torre de la Estrella, aunque nunca había podido averiguar por qué.
Debe ser una adivinanza, pensó, casi dormido. Cierra mi boca, halla mi cabeza... ¿No debería ser
precisamente todo lo contrario? ¿Halla mi cabeza (primero), cierra mi boca (segundo)? ¿Por qué no
lo decía así la canción? ¡Y las otras estrofas! Alan conocía lo que eran los gusanos, había visto
muchos de aquellos largos y repugnantes animales de colores vivos; pero, ¿qué era una tortuga?
El estribillo de otra canción llegó hasta sus oídos, y le pareció, entre sueños, que era él mismo
quien la estaba cantando:

Alan vio un pajarillo,


Con las alas todas brillando.
Lo siguió afuera una noche,
Y llenó su corazón de gran tristeza.

Sólo que la última estrofa no era la que los muchachos cantaban siempre. En un alarde de
optimismo, siempre terminaban la canción diciendo:

... hasta donde siempre había deseado ir.

Quizás estaba dormido y lo soñó o tal vez despertó de repente a causa de la música. Sea como
fuera estaba acostado allí, y abrió los ojos, y vio a un zird volando sobre la alta cerca y posándose en
la hierba junto a él. Sus luminosas escamas pulsaban en la oscuridad, iluminando ligeramente los
rostros de los niños que dormían a su lado. Abrió el pico y le habló a Alan, con voz ronca:
—Ven conmigo a la libertad, humano —dijo el zird—. Ven conmigo a la libertad, humano...
Era todo lo que sabía decir, y repitió la invitación una docena de veces. Hasta que irritó a Alan,
que sabía que pese a la canción de los niños el seguir la llamada de un zird no podía traer más que
desgracias para los humanos.
—¡Lárgate, zird! —dijo, molesto.
Y el zird voló sobre la cerca y se perdió en la oscuridad.
Suspirando, Alan se durmió de nuevo, sin dejar de soñar con la Torre de la Estrella.
II

Blik murió tres años después. El fallecimiento del joven hussir llenó de tristeza el corazón de
Alan, pues él había sido el animal favorito de Blik y éste había sido siempre muy bondadoso. Su
pérdida, además, estaría siempre asociada en su mente a otro cambio emotivo ocurrido en su vida,
cuando Wiln encontró a Alan en compañía de una muchacha rubia junto al riachuelo y lo cambió al
corral de los adultos y de los niños mayores, precisamente el mismo día de la muerte de Blik.
—Espero que ese muchacho no la haya preñado —gruñó Wiln a su hijo mayor, Snuk, mientras
llevaban a Alan al nuevo corral—. No tenía pensado agregar a esa muchacha al grupo de las lecheras
hasta el año próximo.
—Este es el resultado de dejar que Blik consienta a un humano —dijo Snuk, que era ya casi un
adulto, y estaba siendo educado para administrar el castillo de Wiln como sucesor de su padre—.
Debió hacérsele trabajar ahora que Blik está enfermo en lugar de dejarlo vagar desocupado entre las
mujeres y los niños.
Entre la mezcolanza de nuevas emociones que lo confundían, Alan comprendió la justicia de la
observación. Había sido precisamente el profundo aburrimiento que le producían sus juegos con los
niños menores lo que le había hecho buscar otras experiencias más maduras. Además, se daba cuen-
ta que era el alejamiento en que había estado de sus compañeros, al ser el favorito de Blik, lo que
había permitido que no fuera transferido como era costumbre al otro corral dos años antes como
mínimo.
Observó por encima de su hombro a la lloriqueante muchacha que contemplaba tristemente su
marcha. Ella agitó la mano y le gritó:
—¡Quizá nos veamos otra vez en la época de los acoplamientos!
Él agitó también su mano como despedida, y se ganó un latigazo de Snuk en las espaldas. No lo
pondrían con las mujeres, en la época de los acoplamientos, hasta dentro de tres años, mientras que
la muchacha tenía ya casi la edad requerida. Cuando la viera de nuevo, probablemente se habría
olvidado de él.
El paso a la categoría de adulto fue una prueba que tuvo que pasar de inmediato. Wiln y Snuk se
quedaron al otro lado de la barrera, silbando gozosamente mientras contemplaban la paliza que le
dieron los hombres y los muchachos mayores. Aquel era un ritual que le hubiera sido más difícil de
soportar si no se hubieran retrasado tanto en transferirlo y gracias a ello logró conquistar un estatus
elevado para un novato, puesto que era de más edad que muchos otros y estaba muy desarrollado
para sus años. Lastimado y golpeado, obtuvo sin embargo el necesario respeto de sus nuevos com-
pañeros debido a que pudo pegarles, y fuerte, a varios muchachos de su mismo tamaño.
Aquella noche, solo y triste. Alan escuchó los lamentos que resonaban en el castillo de Wiln. Los
cantos de los hombres entre los que se encontraba ahora eran más sordos y vigorosos que los de las
mujeres y niños, pero se fueron apagando cuando les llegó, arrastrado por el viento, el lamento
mortuorio. Alan comprendió que aquello significaba que la larga enfermedad de Blik había
terminado, y que su joven amo había muerto.
Encontró un lugar solitario y se durmió, llorando bajo las estrellas. Había querido mucho a Blik.

Tras la muerte de Blik, Alan pensó que lo iban a poner con los labradores, para tirar de los arados
y trabajar en los cultivos. Sabía que no estaba entrenado para el trabajo dentro y alrededor del
castillo, y no creyó que lo conservaran como cabalgadura.
Pero Snuk tenía otra idea.
—Comprendí tus buenas cualidades como cabalgadura humana mucho antes que Blik te
escogiera como su favorito —le dijo, echando hacia atrás sus puntiagudas orejas. Le hablaba en
humano, pues creía que le sería posible controlar mejor a los humanos si estos sabían que podía
entender lo que decían entre ellos—. Blik te echó a perder —continuó—, pero voy a ver si te
recompongo y puedo aprovecharte.
Había pasado tan sólo una semana desde la muerte de Blik, y Alan todavía se sentía triste.
Cooperó con desaliento cuando Snuk le ajustó el freno-casco y la silla de montar, y se arrodilló para
que Snuk se subiera a sus hombros.
Cuando Alan se levantó, Snuk le clavó las espuelas en las costillas.
Alan brincó en el aire y lanzó un grito de dolor.
—¡Silencio, humano! —exclamó Snuk, golpeándole la cabeza con el látigo—. Tienes que
aprender a obedecer. Las espuelas significan que corras... ¡Así! —y clavó de nuevo las espuelas en
las costillas de Alan.
Alan se revolvió y tuvo un instante de rebeldía, pero su sentido común lo salvó. Si se hubiera
tirado al suelo y revolcado, o intentado estrellar a Snuk contra un tornot, eso hubiera significado su
muerte inmediata. No había ningún recurso contra la crueldad de su nuevo amo.
Snuk aplicó por tercera vez las espuelas, y Alan se lanzó a la carrera por el sendero entre los
árboles, alejándose del castillo. Snuk lo dejó correr, lastimándole despiadadamente los flancos.
Únicamente cuando dejó de correr y empezó a caminar, jadeando y sudando, tiró Snuk de las
riendas, encaminándolo de vuelta al castillo y obligándole a ir al trote.
Wiln los esperaba en el corral, a su regreso.
—¿No lo estás tratando demasiado duramente, Snuk? —preguntó Wiln mientras examinaba de
arriba a abajo al agotado Alan, que sangraba por ambos costados.
—Tan sólo le estoy enseñando desde un principio quién es aquí el amo —dijo Snuk con toda
tranquilidad. Con un innecesario golpe en la cabeza hizo que Alan se arrodillara para bajar—. Creo
que va a ser una buena adquisición para mi establo de cabalgaduras, pero no tengo ninguna
intención de mimarlo como hacía Blik.
Wiln movió las orejas.
—Bueno, ya has demostrado que sabes manejar a los humanos, y dentro de algunos años serás el
amo de todos ellos —dijo suavemente—. Pero si quieres un consejo de tu padre, procura no reventar
a este antes de tiempo.
Los meses que siguieron fueron terribles para Alan. Tenía las cualidades físicas que Snuk exigía
a sus cabalgaduras, y lo montaba con mucha más frecuencia que a cualquiera de sus otros hombres
de silla.
A Snuk le gustaba correr, y agotaba a Alan sin la menor piedad. Cuando regresaban, en las tardes
calurosas, Alan estaba bañado en sudor, y tan cansado que le temblaban las piernas.
Además, Snuk era un amo duro de crueles sentimientos, que azotaba salvajemente a Alan por los
más pequeños descuidos, por no responder inmediatamente a la rienda y por hablar en su presencia.
Los costados de Alan estaban cubiertos de cicatrices de las espuelas, y frecuentemente tenía un ojo
cerrado por algún latigazo en el rostro.
Desesperado, Alan buscó consejo en su viejo amigo Robb, a quien ahora veía con frecuencia,
desde que estaba en el corral de los adultos.
—No puedes hacer absolutamente nada —le dijo Robb—. Doy gracias a la estrella de oro porque
es Wiln quien me monta, y que ya estaré demasiado viejo para Snuk cuando Wiln se muera. Pero
entonces Snuk será el amo de todos nosotros, y tiemblo al pensar en ese día.
—¿No podría alguno de nosotros matar a Snuk estrellándolo contra un árbol? —preguntó Alan,
que a veces había pensado en hacerlo él mismo.
—Ni lo sueñes —le advirtió inmediatamente Robb—. Si ocurriera algo así, todas las
cabalgaduras serían muertas para aprovechar su carne. La familia Wiln tiene dinero suficiente para
comprar otras nuevas en Falklyn si así lo desean, y ningún hussir permite que viva un humano
rebelde.

Aquella noche, Alan, sentado junto al seto más cercano al corral de las mujeres y los niños, se
curó las últimas heridas recibidas, dominado por la nostalgia. Suspiraba pensando en los felices días
de su infancia, con su buen amo Blik.
El sonido de las suaves voces de las mujeres llegaba hasta él a través del campo. No podía
distinguir claramente las palabras, pero las sabía de memoria:

Brillante estrella, luminosa estrella,


Estrella que derramas tu dorada luz,
Cómo desearía poder, cómo desearía poder
Llegar hasta ti, tú que resplandeces en la noche.

Tras él se elevaron las voces de los hombres, más cercanas y fuertes:

Humano, contempla al pequeño zird,


Con sus alas todas brillando.
No lo sigas al corazón de la noche,
No te traerá más que pena y daño.

Los niños lo habían cantado con una letra algo distinta. Y también, una vez, había tenido un
sueño...
Era una extraña coincidencia. Le recordaba aquella noche hacía tanto tiempo, cuando fue a
Falklyn con Blik y vio por primera vez la Torre de la Estrella. Cuando se desvanecieron las palabras
de la canción, vio el brillo del zird que se aproximaba. Se posó en la cerca.
—Ven conmigo a la libertad, humano —dijo el zird.
Alan había visto muchos zirds. Sólo aparecían de noche, y lo único que decían en lenguaje
humano era su llamada: «Ven conmigo a la libertad, humano...»
Como otras muchas veces, se sintió asombrado. El zird era tan sólo una pequeña criatura
nocturna, alada y con escamas. ¿Cómo podía articular palabras en lenguaje humano? ¿De dónde
venían los zirds, y adónde iban durante el día? Por primera vez en su vida, le hizo una pregunta a un
zird:
—¿Qué es y dónde está la libertad, zird?
—Ven conmigo a la libertad, humano —repitió el zird. Agitó las alas, levantándose unos
centímetros de la cerca, y volvió a posarse en su percha.
—¿Es eso todo lo que puedes decir, zird? —preguntó Alan, molesto.
—Ven conmigo a la libertad, humano —repitió el zird.
Una gran audacia brotó en el corazón de Alan, espoleada por la idea de tener que soportar de
nuevo el sadismo de Snuk al día siguiente. Miró por encima del seto.
Hasta entonces, Alan no se había fijado excesivamente en las cercanías. Los humanos no trataban
de escapar de los corrales, porque sus padres les decían que aquellos que lo hacían eran capturados y
llevados al matadero para aprovechar su carne.
El enrejado de la cerca era bastante espeso, pero podía introducir los dedos de las manos y de los
pies. Con una creciente excitación, se sintió dominado por un repentino impulso y trepó la cerca.
Fue ridículamente fácil, y ya estaba en el siguiente corral. Había otras cercas, naturalmente, pero
podían ser trepadas, y recordó el corral de las mujeres, y el pensamiento de la muchacha rubia hizo
latir más aprisa su corazón. Pero también podía ir al camino que conducía a Falklyn.
Escogió el camino. El zird volaba ante él, cruzando los corrales y posándose en las cercas para
esperar a que las trepara. Pasó junto a la cerca del corral donde cantaban las mujeres, y suspiró
calladamente; atravesó los campos donde maduraban las espigas de akko y los plantíos de sento, que
le cubrían hasta la cintura. Y finalmente trepó la última cerca.
Se hallaba fuera de las propiedades de Wiln, y el polvo del camino que conducía a Falklyn se
encontraba bajo sus pies.
¿Qué hacer ahora? Si iba a Falklyn sería capturado y devuelto al castillo de Wiln. Si avanzaba en
sentido contrario ocurriría lo mismo. Era fácil distinguir a los humanos. ¿Debía regresar ahora que
aún estaba a tiempo? ¿Cruzar de nuevo todas las cercas hasta el corral de los hombres? ¿O detenerse
en el corral de las mujeres? Pero tendría innumerables noches en el futuro para ir al corral de las
mujeres...
Había que pensar también en Snuk.
Por primera vez desde que salió del corral de los hombres, el zird volvió a hablar:
—Ven conmigo a la libertad, humano —dijo.
Voló, alejándose a lo largo del camino, en dirección contraria a Falklyn, y se detuvo tras un
trecho, como si lo esperara. Tras vacilar unos instantes, Alan lo siguió.
Las luces del castillo de Wiln brillaban a su izquierda, al fondo de un camino bordeado de árboles
de tornot. Pronto fueron quedando lejos, hasta desaparecer tras una colina. El zird volaba casi a la
misma velocidad a la que trotaba Alan.
La resolución de Alan empezó a flaquear.
Una figura surgió junto a él en la oscuridad, una mano humana lo sujetó de un brazo, y una voz
femenina dijo:
—Temía que nunca pudiéramos recuperar a otro del castillo de Wiln. Pronto, muchacho: tenemos
que andar aún mucho antes que amanezca.

III

Viajaron toda la noche a trote rápido, con el zird por delante, como una gigantesca luciérnaga.
Cuando el alba empezó a teñir el oriente, se hallaban ya en las montañas al este de Falklyn, subiendo
sus laderas.
Cuando Alan pudo distinguir los detalles de su guía nocturno, pensó por unos instantes que se
trataba de un enorme hussir. Utilizaba la misma amplia chaqueta, abierta por delante, y los mismos
anchos calzones. Pero no tenía cola, ni orejas puntiagudas. Era una muchacha de casi su misma
edad.
Era la primera persona humana que veía completamente vestida. Alan pensó en lo ridículo que
ella se veía y, al mismo tiempo, sintió que aquello era un sacrilegio.
Penetraron a través de un estrecho paso y llegaron a un profundo valle, y caminaron en vez de
trotar. Por primera vez desde que dejaron las inmediaciones del castillo de Wiln pudieron decir algo
más que unas cortas y deshilvanadas frases.
—¿Quién eres y adónde me llevas? —preguntó Alan. A la fría luz del amanecer, empezaba a
dudar si había hecho bien huyendo del castillo.
—Me llamo Mara —dijo la muchacha—. ¿Has oído hablar de los Humanos Salvajes? Yo soy uno
de ellos, y vivimos en estas montañas.
Alan sintió que se le erizaban los cabellos, y estuvo tentado de escapar. Mara lo sujetó por un
brazo.
—¿Por qué creen todos los esclavos en esas absurdas historias de canibalismo? —preguntó
desdeñosamente.
La palabra canibalismo era desconocida para Alan.
—No te vamos a comer, muchacho —dijo la chica—. Te vamos a convertir en un humano libre.
¿Cómo te llamas?
—Alan —contestó él con voz temblorosa, dejándose llevar—. ¿Qué es esa libertad de la que
habla el zird?
—Ya lo sabrás —prometió ella—. Pero el zird no sabe. Los zirds no son más que animales que
vuelan. Les enseñamos a decir esta única frase y a guiar a los esclavos hasta nosotros.
—¿Y por qué no entran ustedes mismos en los corrales? Podrían trepar muy fácilmente las cercas
—el miedo estaba siendo sustituido por la curiosidad.
—Lo hemos intentado, pero esos tontos esclavos se ponen a gritar cuando ven a un extraño. Los
hussires han capturado a varios de nosotros por culpa de ello.
Apareció el doble sol: primero el azul, y unos segundos más tarde el blanco. Las montañas a su
alrededor iban despertando con la claridad.
En medio de la oscuridad había creído que el cabello de Mara era negro, pero la luz del amanecer
le reveló que era dorado oscuro. Sus ojos eran castaños como el fruto del tornot.
Se detuvieron junto a un manantial que brotaba entre dos grandes rocas, y Mara lo estudió
atentamente, observando su delgado y fuerte cuerpo.
—Estás bien hecho —dijo—. Ya quisiera que todos los que conseguimos fueran tan saludables
como tú.

Transcurridas tres semanas. Alan se parecía a todos los demás Humanos Salvajes..., al menos
exteriormente. Se acostumbró a ponerse ropa y, aunque torpemente, acarreaba con un arco y flechas.
En aquel momento, él y Mara se hallaban a varios kilómetros de las cuevas donde vivían los
Humanos Salvajes.
Estaban cazando animales para comer, y Alan se pasó la lengua por los labios ante este
pensamiento. Le gustaba la carne cocida. Los hussires alimentaban a sus rebaños humanos con
tortas de cereales y los restos de su propia cocina. La única carne que había comido antes era la de
pequeños animales que había logrado agarrar con su agilidad.
Llegaron a una cima, y Mara, que iba delante de él, se detuvo bruscamente. Alan se le acercó.
No muy por debajo de ellos avanzaba un hussir, con un corto y pesado arco y un carcaj de
flechas. El hussir miraba atentamente hacia todos lados, pero no los vio desde su posición por
encima de su cabeza.
Alan tembló de miedo. En aquel momento no era más que un miembro escapado del rebaño y le
esperaba la muerte como castigo por haber huido del corral.
Oyó junto a él el vibrar de una cuerda, y el hussir tropezó y cayó, con el pecho atravesado por
una flecha. Mara bajó tranquilamente su arco y sonrió al ver el temor reflejado en sus ojos.
—He aquí a uno que no encontrará Haafin —dijo. Los Humanos Salvajes llamaban Haafin a su
comunidad.
—¿Hay..., hay hussires en las montañas? —preguntó temblorosamente Alan.
—Unos cuantos. Cazadores. Si los matamos antes que entren en el valle, podemos estar
tranquilos. Pero algunos lo han visto y han conseguido escapar, y por eso hemos tenido que cambiar
la situación de Haafin una docena de veces durante el último siglo, y siempre hemos perdido mucha
gente peleando por escapar. Esos diablos atacan con grandes pertrechos.
—¿Pero de qué sirve todo esto, entonces? —preguntó Alan con desconsuelo—. No hay más que
cuatrocientos o quinientos humanos en Haafin. ¿Para qué esconderse y correr de un lado para otro, si
más tarde o más temprano llegará el momento en que los hussires nos exterminen a todos?
Mara se sentó en una roca.
—Aprendes rápido —dijo—. Probablemente te sorprenderá saber que esta comunidad ha
conseguido durar, en estas montañas, más de mil años. Pero de todos modos has puesto el dedo en la
llaga del problema que nos atormenta desde hace varias generaciones.
Vaciló, y dibujó unos trazos en el polvo con el pie.
—Es aún pronto para que te lo diga, pero mientras tanto puedes empezar a abrir tus oídos —
comentó—. Cuando lleves un año aquí, serás admitido como miembro de la comunidad. Entonces
tendrás una entrevista con El Refugiado, que es nuestro jefe. Y él siempre pregunta a los recién lle-
gados si tienen algo que decir precisamente sobre este problema.
—¿Pero qué es lo que tengo que escuchar? —preguntó ansiosamente Alan.
—Hay dos ideas principales acerca de cómo resolver el problema, pero prefiero que las oigas de
labios de las personas que creen en ellas. Recuerda simplemente que el problema es salvarnos a
nosotros mismos de la muerte, y a los cientos de miles de otros humanos de la esclavitud. Para ello
tenemos que obligar a los hussires a aceptar a los humanos como iguales y no como simples
animales. Y esto no va a ser sencillo.

Gran parte de la vida de Alan en Haafin no era muy distinta de la existencia que había conocido.
Cumplía con su parte de trabajo en los pequeños campos pegados a la orilla del río en el centro del
valle, ayudaba a cazar animales para aprovechar su carne y también para hacer utensilios como los
que empleaban los hussires. A veces tenía que pelear con los puños para defender sus derechos.
Pero eso que los Humanos Salvajes llamaban libertad era un elemento extraño que se mezclaba
en todo lo que eran y hacían. Básicamente, según logró comprender Alan, la palabra significaba que
los Humanos Salvajes no pertenecían a los hussires, sino que eran sus propios dueños. Cuando
recibían órdenes éstas tenían que ser obedecidas, pero provenían de humanos y no de hussires.
Había otras diferencias. No existían relaciones familiares formales, puesto que no había
tradiciones sociales en un pueblo que durante generaciones no había sido más que un grupo de
animales domésticos. Pero la presión y el rígidamente forzado sometimiento a la época de
acoplamiento no existían, y algunas viejas parejas permanecían juntas permanentemente.
Libertad, decidió Alan, significaba una dignidad que hacía de un humano el equivalente a un
hussir.

Llegó el primer aniversario de la noche en que Alan siguió al zird, y Mara, temprano por la
mañana, lo llevó al otro extremo del valle. Lo dejó a la entrada de una pequeña cueva, de la que muy
pronto salió un hombre del que Alan había oído hablar mucho, pero al que nunca había visto.
El cabello y la barba de El Refugiado eran grises, y su rostro reflejaba las arrugas de la edad.
—Eres Alan, que vino del castillo de Wiln —dijo el anciano.
—Cierto, grandeza —contestó respetuosamente Alan.
—No me llames grandeza. Eso es hablar como esclavos. Soy Roand, El Refugiado.
—Sí, señor.
—Cuando te vayas de aquí hoy, serás miembro de la comunidad de Haafin, la única comunidad
libre del mundo —dijo Roand—. Tendrás todos los derechos de cualquier otro miembro: ningún
hombre puede tomar a una mujer sin su consentimiento, nadie puede quitarte el alimento que caces o
cultives sin tu permiso. Si eres el primero en ocupar una cueva vacía, nadie puede ir a vivir en ella
sin que tú quieras. Eso es libertad. Como sin duda te habrán explicado ya, debes decirme lo que
piensas acerca de la manera de lograr que todos los humanos sean libres. Antes que digas nada —
levantó una mano—, voy a proporcionarte una pequeña ayuda. Entra en la cueva.
Alan lo siguió al interior. A la luz de una antorcha, Roand le mostró una serie de diagramas
grabados en una pared con ayuda de una piedra, como pueden hacerse dibujos en el polvo con un
palo.
—Eso son mapas, Alan —dijo Roand, explicándole lo que era un mapa.
Alan agitó la cabeza en señal de comprensión.
—Debes saber ya que hay dos maneras de pensar en relación con lo que debemos hacer para
liberar a los humanos —dijo Roand—, pero seguramente no debes entender bien ninguna de ellas.
Estos mapas te muestran la primera, que fue ideada hace ciento cincuenta años, pero que nuestra
gente nunca ha estado de acuerdo en intentar. Muestra cómo, a través de un ataque por sorpresa,
podríamos adueñarnos de Falklyn, la principal ciudad de toda esta región, aunque los hussires que
viven en la ciudad son más de diez mil. Tomando Falklyn, podríamos liberar a los cuarenta mil hu-
manos de la ciudad, y entonces seríamos lo suficientemente fuertes como para tomar los lugares
cercanos y atacar gradualmente las ciudades, como muestran estos otros mapas.
Alan asintió con la cabeza.
—Me gusta más el otro sistema —dijo Alan—. Debe haber alguna razón por la que no dejan que
los humanos entren en la Torre de la Estrella.
La desdentada sonrisa de Roand no destruía la innata dignidad de su rostro.
—Joven Alan, eres un místico como yo. Pero la tradición dice que no es suficiente que un
humano entre en la Torre de la Estrella. Déjame contarte la tradición: la Torre de la Estrella fue una
vez el hogar de todos los humanos. Entonces no existían más que apenas una docena de ellos, pero
tenían grandes y extraños poderes. Pese a lo cual, cuando salieron de la Torre, los hussires lograron
esclavizarlos por la simple fuerza de su número. Tres de esos primitivos humanos escaparon a las
montañas y se convirtieron en los primeros Humanos Salvajes. De ellos nos viene la tradición que
tenemos sus descendientes, así como los humanos que hemos ido liberando de la esclavitud de los
hussires. La tradición dice que el humano que entre en la Torre de la Estrella podrá liberar a todos
los demás humanos del mundo..., si lleva consigo la Seda y la Canción.

Roand metió la mano en un agujero en la roca.


—Esta es la Seda —dijo, sacando una bufanda color durazno, en la que había algo pintado.
Alan reconoció que era escritura como la que empleaban los hussires y que se rumoreaba que les
había sido enseñada por los humanos. Respetuosamente, Roand la leyó:
—REG. B-XIII. CULTURA M. SOS.
—¿Qué significa? —preguntó Alan.
—Nadie lo sabe —contestó Roand—. Es el gran misterio. Puede que sea un encantamiento.
Cuidadosamente, colocó de nuevo la Seda en su lugar.
—Esta es otra escritura que tenemos —dijo Roand, extrayendo un fragmento de material
amarillento, muy delgado y quebradizo—, que nos ha sido legada por nuestros antepasados.
A Alan le pareció que era como una tela fina que se hubiera endurecido con el paso de los años,
pero sin embargo tenía una consistencia distinta. Roand lo manejó con sumo cuidado.
—Esto es un pedazo de lo que se perdió hace varios siglos —dijo, leyéndolo—: Octubre 3, 2..., la
nuestra es la última..., tres expediciones perdidas..., demasiado lejos para seguir intentando...,
cómo podríamos...
Alan tampoco entendió nada, al igual que las palabras de la Seda.
—¿Cuál es la Canción? —preguntó Alan.
—Todos los humanos la saben desde su niñez —dijo Roand—. Es la más conocida de todas las
canciones humanas.
—Brilla, brilla, estrella de oro —dijo Alan inmediatamente—. Te alcanzaré aunque estés tan
lejos...
—Esa es, pero hay otro verso que tan sólo conocemos los Humanos Salvajes. Debes aprenderlo.
Dice así:

Brilla, brilla, insecto,


Redondo y largo, de color vivo,
En un cuarto marcado con una cruz.
Pícame en el brazo cuando te encuentre,
Y me tenderé en una profunda cama,
Y no tendré más que hacer sino dormir.

—No tiene sentido —dijo Alan—. Como tampoco lo tiene el primer verso, aunque Mara me
mostrara lo que es una tortuga.
—No debe tener sentido hasta que se cante en la Torre de la Estrella; e incluso entonces, tan sólo
si se tiene la Seda.
Alan meditó largo rato. Roand permaneció en silencio, esperando.
—Algunos de nosotros quieren que un humano trate de llegar a la Torre de la Estrella —dijo
finalmente Alan—, y piensan que esto nos hará milagrosamente libres a todos los humanos. Los
demás piensan que todo esto no es más que un cuento infantil, y que es necesario vencer a los
hussires con arcos y flechas. Me parece, señor, que una cosa o la otra debería ser intentada. Siento
mucho no saber lo suficiente como para poder ofrecer algo distinto.
Roand adoptó una expresión triste.
—Y en consecuencia, te unirás a uno u otro bando, y discutirás durante el resto de tu vida la
conveniencia de hacer esto o lo otro. Y nada podremos hacer, puesto que no conseguimos ponernos
de acuerdo.
—No veo por qué tenga que ser así, señor.
Roand lo miró con súbita esperanza.
—¿Qué quieres decir?
—¿No puede usted, o alguna otra persona, ordenarles lo que se debe hacer?
Roand movió negativamente la cabeza.
—Tenemos reglas, pero nadie puede decirle a otro lo que debe hacer. Somos libres.
—Cuando yo era chico —dijo Alan lentamente—, jugábamos a un juego que llamábamos el de
los Dos Rebaños. Comenzábamos con el mismo número de muchachos en cada bando, con un árbol
como refugio. Cuando dos jugadores de distinto bando se encontraban en el campo, el último que
había salido de su refugio capturaba al otro, y pasaba a engrosar su propio bando.
—Jugué a eso hace muchos años —dijo Roand—. Pero no entiendo cuál es tu idea.
—Como sea que, para ganar, uno de los bandos tenía que capturar a todos los miembros del
bando contrario, con tantas capturas en uno y otro lado llegaba la noche y el juego nunca había
terminado. Así que siempre juzgábamos que el bando que tenía mayor número de muchachos al
llegar la noche era el bando que ganaba. ¿Por qué no hacer lo mismo aquí?
La comprensión iluminó poco a poco el rostro de Roand. En su mirada se podía apreciar también
una cierta reverencia ante la idea de estar asistiendo a un gran paso adelante en la ciencia del
gobierno humano.
—¿Contar los partidarios que tenga cada bando y aceptar lo que diga la mayoría?
—Sí, señor.
Roand se echó a reír, mostrando sus vacías encías.
—Realmente acabas de traer una idea nueva, muchacho..., pero me temo que tú y yo vamos a
tener que abandonar nuestro punto de vista. He contado bien, y sé que hay más gente en Haafin que
piensa que debemos atacar a los hussires con las armas en la mano que la que cree en viejas
tradiciones.
IV

Alan llevaba al cuello la Seda, mientras la muchedumbre armada de los Humanos Salvajes se
acercaba a Falklyn. Roand, uno de los viejos que se habían quedado en Haafin, se la había
entregado.
—Cuando tomen Falklyn, muchacho, lleva la Seda contigo al interior de la Torre de la Estrella y
canta la Canción —fueron sus palabras de despedida—. Puede que pese a todo haya algo de cierto
en las viejas tradiciones.
Tras muchas discusiones entre los Humanos Salvajes que habían pensado en ello durante tantos
años, surgió un plan militar que tenía toda la simplicidad de una raza no militar. Sencillamente,
marcharían sobre la ciudad, matando a todos los hussires que encontraran, y penetrarían en ella,
matando a todos los que se les enfrentaran. Su propia fuerza aumentaría gradualmente a medida que
liberaran a los humanos esclavizados de la ciudad. Nadie pudo encontrar nada equivocado en el
plan.
Falklyn estaba edificada como una rueda: alrededor del parque donde se hallaba la Torre de la
Estrella, las calles formaban círculos concéntricos. Otras calles, como radios, iban desde el parque
hasta los límites de la ciudad.
Sin ningún tipo de formación, los humanos penetraron por una de esas calles radiales. Algunas
almas osadas se separaron del grueso de las fuerzas para aventurarse en cada intersección. Era la
hora de la cena en Falklyn, y había pocos hussires en la calle. Los humanos se sintieron felices
cuando los pocos que consiguieron escapar de las flechas huyeron silbando despavoridos.
Habían recorrido una tercera parte de la distancia que les separaba del centro cuando empezaron a
tañer las campanas, primero las más cercanas, luego todas las de la ciudad. Aparecieron hussires en
los balcones y en las puertas, y empezaron a volar flechas contra los humanos. La revuelta tropa
inició una desbandada cuando sus soldados empezaron a buscar refugio. Su avance se hizo más
lento, y empezaron las luchas cuerpo a cuerpo.
Alan se encontró, con Mara, agazapado tras una puerta. Ante ellos los Humanos Salvajes corrían
de casa en casa, prosiguiendo su avance. Algún que otro hussir intentaba cruzar la calle, lográndolo
a veces y otras cayendo bajo las flechas humanas.
—No creo que la cosa funcione —dijo Alan—. Nadie pensó que los hussires estuvieran
preparados para repeler un ataque. Estas campanas deben ser un sistema de alarma.
—Pero seguimos avanzando —dijo Mara confiadamente.
Alan agitó la cabeza.
—Esto puede significar, sencillamente, que vamos a tener más problemas para salir de la ciudad.
Los hussires nos llevan una ventaja de veinte a uno, y están matando a más de los nuestros que
nosotros de los suyos.
Una puerta se abrió junto a ellos, y un hussir saltó afuera antes de verlos. Alan lo mató con un
golpe de su lanza y corrió hacia otra puerta, seguido por Mara. Los gritos de los humanos y los
silbidos y gritos de los hussires se oían por todas partes.
Peleando, los humanos habían llegado quizá a la mitad del camino que conducía hasta la Torre de
la Estrella cuando frente a ellos se escuchó un ruido de gritos y cantos. En la semioscuridad, parecía
como si todo un río blanco se precipitara hacia ellos, llenando la calle de pared a pared.
Un Humano Salvaje, al otro lado de la calle donde se encontraban Alan y Mara, dio un grito de
triunfo:
—¡Son humanos! ¡Los esclavos llegan a ayudarnos!
Un gran grito escapó de las gargantas de los luchadores Humanos Salvajes. Pero cuando se apagó
pudieron comprender lo que decían los cantos y los gritos que avanzaban junto a aquella desnuda
mole humana:
—¡Maten a los Humanos Salvajes! ¡Maten a los Humanos Salvajes! ¡Maten a los Humanos
Salvajes!
Recordando su propio miedo, en su infancia, a los Humanos Salvajes, Alan comprendió lo que
estaba ocurriendo. Con una confianza plenamente justificada, los hussires habían vuelto a los
propios humanos contra ellos.
Los invasores se miraron alarmados, guareciéndose bajo los balcones. Las flechas de los hussires
silbaban cerca de ellos desde todas direcciones.
Dudaron. No podían matar a sus hermanos esclavos, y no podían romper aquella avalancha
humana que se les venía encima. Primero solos o de dos en dos, luego en grupos, trataron de
retroceder y salir de la ciudad.
Pero el camino estaba bloqueado. Por la calle, en la dirección por la que habían venido,
avanzaban ordenadas filas de hussires armados.
Algunos de los Humanos Salvajes, entre ellos Alan y Mara, corrieron hacia las calles
transversales. Pero también por ellas llegaban hussires guerreros.
Los Humanos Salvajes estaban atrapados en el centro de Falklyn.

Presas del terror, los hombres y las mujeres de Haafin convergieron y se arremolinaron en el
centro de la calle. Las flechas hussires que caían de las ventanas cercanas los iban atravesando uno a
uno. Los hussires que avanzaban por un lado de la calle estaban casi a tiro de flecha, y por el otro
lado los desarmados esclavos humanos estaban aún más cerca.
—¡Las ropas! —gritó Alan, con una súbita inspiración—. ¡Tiren las ropas y las armas y únanse a
los esclavos! ¡Traten de regresar a la montaña!
Casi con un solo movimiento, se deshizo de la abierta chaqueta y de los amplios calzones y tiró el
arco, las flechas y la lanza. Tan sólo la Seda quedó enrollada a su garganta.
Mara lo contempló unos instantes con la boca abierta, y él intentó arrancarle impacientemente la
chaqueta. Súbitamente, Mara comprendió la idea y se desnudó en un santiamén; los otros Humanos
Salvajes comenzaron a hacer lo mismo.
Las flechas de los escuadrones hussires empezaban a llover sobre ellos. Alan tomó a Mara de la
mano y se lanzó directamente hacia la avalancha de esclavos humanos.
Otros Humanos Salvajes se le adelantaron y se arrojaron contra la muralla de hombres; iracundas
manos los intentaron agarrar mientras trataban de perderse entre los esclavos, y Alan y Mara se
vieron envueltos en un súbito remolino de gritos y confusión.
Había cuerpos sudorosos y desnudos rodeándolos por todas partes, fueron empujados de un lado
para otro como las olas en una rompiente. Desesperadamente, se agarraron de la mano, luchando por
mantenerse juntos.
Estaban arrinconados a un lado de la calle, contra la pared. La marea humana los arrastró contra
las ásperas piedras y los arrojó a la entrada de una casa. La puerta cedió ante la tremenda presión y
se vino abajo. Afortunadamente, tan sólo ellos perdieron el equilibrio y cayeron sobre la alfombra
del piso.
Un hussir apareció por la puerta interior, con una puntiaguda lanza en la mano.
—¡Piedad, grandeza! —exclamó Alan en lenguaje hussir, arrastrándose.
El hussir bajó la lanza.
—¿Quién es tu amo, humano? —preguntó.
Un lejano recuerdo acudió a la mente de Alan:
—Mi amo vive en el Noroeste, grandeza.
La lanza se elevó de nuevo.
—Esto es el Noroeste, humano —dijo en forma amenazadora.
—Lo sé, grandeza —lloriqueó Alan, rogando que no se presentaran más coincidencias—.
Pertenezco al mercader Senk.
La lanza descendió de nuevo hacia el suelo.
—Estaba seguro que eras un humano de la ciudad —dijo el hussir, contemplando la Seda
enrollada en el cuello de Alan—. Conozco bien a Senk. ¿Y tú, mujer? ¿Quién es tu amo?
Alan no esperó a averiguar si Mara hablaba hussir.
—También pertenece a mi señor Senk, grandeza. —Otro recuerdo acudió a su mente, y añadió—:
Es la época del acoplamiento, grandeza.
El hussir lanzó el peculiar silbido que era la risa de su raza. Les hizo la seña para que se
levantaran.
—Salgan por la puerta de atrás y regresen a casa —dijo benévolamente—. Han tenido suerte de
no verse separados entre todo ese rebaño.
Agradecidos, Alan y Mara se deslizaron por la puerta indicada y, a través de un oscuro pasillo,
llegaron hasta una calle. Alan condujo a la muchacha hacia la izquierda.
—Tenemos que encontrar otra calle para salir de Falklyn —dijo—. Esta pertenece a las
circulares.
—Espero que la mayor parte de los demás puedan escapar —dijo ella fervorosamente—. En
Haafin no quedan más que niños y ancianos.
—Tendremos que andar con cuidado. Puede haber guardias en los límites de la ciudad. Hemos
conseguido escapar de ese hussir, pero sería mejor que te adelantaras un poco hasta que lleguemos a
las afueras. Es menos sospechoso que si nos ven juntos.
En una esquina, giraron hacia la derecha. Mara iba delante, a unos diez metros de distancia, y
Alan la seguía. Vio su delgada y blanca figura avanzando bajo las luces de gas de Falklyn, y de
pronto se echó a reír silenciosamente. A su memoria acudió el recuerdo de la rubia del castillo de
Wiln, y pensó que no le había hecho falta.
Las calles estaban casi desiertas. Una o dos veces se cruzaron con humanos que pasaban trotando,
y varias veces pasaron junto a hussires. Durante un rato Alan oyó gritos y silbidos no lejos de allí,
pero no tardaron en apagarse.
No habrían caminado mucho tiempo, cuando Mara se detuvo. Alan se acercó a ella.
—Debemos estar llegando a las afueras —dijo, señalando el espacio abierto frente a ellos.
Caminaron rápidamente.
Pero se habían equivocado. La esquina de la siguiente calle se doblaba demasiado, y había luces
más allá.
—Nos equivocamos cuando salimos del callejón —maldijo Alan en voz baja—. ¡Mira allá
enfrente!
Ante ellos, recortada contra el fondo de estrellas, se distinguía vagamente la oscura mole de la
Torre de las Estrellas.

El enorme edificio de metal se erguía hacia el cielo nocturno, perdiéndose en la negrura. El


parque que lo rodeaba estaba a oscuras, pero podían ver el brillo de las lámparas en la entrada de la
Torre de la Estrella, allá donde los guardias hussires permanecían en guardia permanente.
—Tenemos que retroceder —susurró Alan.
Ella se pegó a él y lo miró con sus grandes ojos.
—¿Atravesar toda la ciudad? —preguntó con un estremecimiento.
—Me temo que sí.
Pasó su brazo por los hombros de Mara, y dieron la espalda a la Torre de la Estrella. Mientras,
lentamente, se llevó la mano a la bufanda.
¡La bufanda! Se detuvo en seco, haciendo que ella también se parara. ¡La Seda!
Sujetó a Mara por los hombros y la miró directamente al rostro.
—Mara —dijo gravemente—, no regresaremos a las montañas. Vamos a penetrar en la Torre de
la Estrella.
Regresaron por la calle radial, y corrieron atravesando la última y más pequeña de las circulares.
Saltaron la verja, y se deslizaron como fantasmas entre las sombras del parque.
Iban de árbol en árbol y de matorral en matorral, con la facilidad de las criaturas acostumbradas a
pasar la noche al aire libre. Había pequeños grupos de guardias repartidos por todo el parque.
Probablemente se había reforzado la vigilancia a causa de la invasión de los Humanos Salvajes. Pero
los guardias llevaban pequeñas lámparas veladas, y los hussires no podían ver bien en la oscuridad.
Los dos humanos pudieron evitarlos con facilidad.
Llegaron hasta el pie de la Torre de la Estrella, y la rodearon sigilosamente. En su base, la rampa
de entrada era dos veces más alta que Alan. Había dos guardias, hablando en voz baja bajo las
lámparas colgadas a ambos lados de la oscura y abierta puerta de la Torre.
—¡Si tan sólo hubiéramos traído un arco! —exclamó Alan en un susurro—. Puedo dar cuenta de
uno aún sin armas, pero no de dos.
—¿Y con mi ayuda? —dijo ella.
—No. Son pequeños, pero fuertes. Mucho más fuertes que una mujer.
A contraluz, se veía un objeto pequeño asomando unos cuantos centímetros por un lado de la
rampa, junto a ellos.
—Quizá sea una lanza —susurró Alan—. Te subiré para ver.
Cuando, un momento más tarde, la bajó de nuevo, ella tenía un objeto en la mano.
—Es tan sólo una flecha —dijo la muchacha, disgustada—. ¿Y para qué sirve una flecha, sin
arco?
—Puede servir —dijo él—. Quédate aquí, y cuando llegue al pie de la rampa haz algún ruido para
distraerlos. ¡Y corre!
Se arrastró hasta el lugar donde la rampa formaba un ángulo con el suelo. Miró hacia atrás. Mara
era una mancha pálida en la oscuridad.
Mara empezó a golpear los lados de la rampa con el puño y a cantar en voz baja. Agarrando sus
arcos, ambos guardias hussires avanzaron rápidamente hacia el borde. Alan se levantó de un salto y
corrió todo lo aprisa que pudo, subiendo la rampa, con la flecha firmemente sujeta en una mano.
Los arcos de los hussires estaban tensados para disparar hacia donde se hallaba Mara cuando
notaron la vibración de la rampa. Se giraron rápidamente.
Sus flechas, lanzadas con excesiva precipitación, erraron su blanco. Alan atravesó la garganta de
uno con su propia flecha, mientras agarraba al otro. Con una salvaje explosión de fuerza, arrojó al
hussir fuera de la rampa.
Mara gritó: una patrulla de tres hussires estaba demasiado cerca. Casi había llegado al pie de la
rampa cuando uno de ellos salió de la oscuridad y la agarró desde atrás por la cintura. Los otros dos
corrieron hacia Alan, con las lanzas en la mano.
Alan recogió del suelo el arco y el carcaj del hussir al que había matado. Su primera fecha se
clavó en uno de los que se acercaban. El que había agarrado a Mara la tiró contra el suelo y levantó
su lanza para atravesarla.
La flecha de Alan tan sólo le rozó, pero le hizo soltar la lanza, y Mara anduvo unos instantes a
cuatro patas y corrió por la rampa.
El tercer hussir atacó a Alan. Este lo esquivó. La hoja no le tocó, pero el mango le golpeó en un
costado, casi arrojándolo de la rampa. El hussir se recobró instantáneamente y levantó de nuevo la
lanza. Alan estaba demasiado cerca para usar el arco, y no tenía tiempo de recoger otra arma.
Mara saltó a la espalda del hussir, enroscó sus piernas en torno a su cuerpo, y agarró con ambas
manos el brazo que tenía la lanza. Antes que el hussir pudiera sacudírsela de encima, Alan le
arrebató el arma y lo traspasó con ella.
Otros guardias acudían corriendo desde todos lados. Las flechas comenzaron a llover en torno a
la puerta de la Torre de la Estrella cuando los dos humanos penetraron dentro.
Había una luz en el interior de la Torre de la Estrella, una luz más tenue que las de gas pero más
clara. Estaban en una pequeña pieza, con otra puerta que conducía al interior de la Torre.
La puerta apoyada contra el muro de la Torre tenía casi tres cuartos de metro de espesor, y su
diámetro era mayor que la altura de un hombre. Estaba fijada a la pared mediante un eje. Los dos al
unísono no pudieron moverla ni un ápice.
Las flechas estaban empezando a penetrar por la puerta. Alan había dejado caer fuera las armas
de los guardias. En un momento los hussires reunirían el valor suficiente para subir la rampa.
Alan miró desesperadamente a todos lados, buscando un arma. Las paredes metálicas estaban
desnudas, excepto unas barandillas de metal y un tablero del que surgían tres barras, también de
metal. Alan agarró una de ellas, tratando de arrancarla del tablero para usarla como maza. Tiró de
ella y se oyó un ruido silbante en la pieza, pero no se desprendió. Intentó lo mismo con la siguiente,
y ésta se desplazó de su lugar pero permaneció fija en el tablero.
Mara, tras él, lanzó un grito. Alan se volvió.
La gran puerta se estaba cerrando sola, lentamente, y afuera la rampa se elevaba del suelo y se
deslizaba silenciosamente dentro de la pared de la Torre de la Estrella. Los pocos hussires que se
habían atrevido a subir por la rampa estaban cayendo al suelo, como hormigas.
La puerta se cerró con un estruendo final. El silbido desapareció de la pieza tras unos instantes.
Un silencio de muerte se adueñó de la Torre de la Estrella.
Atravesaron la puerta interior, tímidamente, tomados de la mano. Estaban en un corredor curvo.
Enfrente tenían una pared desnuda. Recorrieron el pasillo circular, dando una vuelta completa
alrededor de la Torre de la Estrella hasta volver de nuevo a la puerta de entrada, sin encontrar
ningún otro acceso que diera paso a la pared interior.
Pero había una escalerilla. La subieron, Alan primero, Mara después. Se encontraron en otro
corredor, y había otra escalerilla.
Subieron y subieron, recorriendo piso tras piso. La pared desnuda se convirtió en amplias
estancias, llenas de raros muebles. Algunos tenían compartimientos cerrados y en varios de ellos, a
lo largo de tres pisos, había unas cruces rojas pintadas.
Estaban empapados de sudor cuando llegaron a la pieza con las ventanas. Y ya no había más
escalerillas.
—¡Mara! —exclamó Alan—. ¡Estamos en la cúspide de la Torre de la Estrella!
La pieza era abovedada, y desde la altura de la cabeza hacia arriba toda la bóveda era como una
gran ventana acristalada. Aunque las ventanas miraban casi todas ellas hacia arriba, las que estaban
situadas en la periferia dejaban ver la ciudad de Falklyn a sus pies. Había un par de ellas por las que
se veía una parte del parque y precisamente la parte que correspondía a la entrada, ya que podían
distinguir a un gran número de hussires corriendo, a la luz de las dos lámparas de gas que aún
permanecían encendidas a ambos lados de la ahora cerrada puerta.
Todas las ventanas de la parte superior de la bóveda miraban hacia las estrellas.
La parte baja de la pared estaba cubierta con extrañas ruedas, barras de metal, diagramas y
pequeños círculos brillantes y luces de colores.
—¡Estamos arriba de la Torre de la Estrella! —gritó Alan con triunfante frenesí—. ¡Y yo tengo la
Seda, y cantaré la Canción!
VI

Alan elevó la voz, y sus palabras retumbaron en las paredes de la abovedada pieza:

Brilla, brilla, estrella de oro,


Te alcanzaré aunque estés tan lejos.
Cierra mi boca, halla mi cabeza,
Encuentra un gusano que tenga rayas rojas,
Dalo de comer a la concha de la tortuga,
Y échate a dormir, pues todo irá bien.

No ocurrió nada.
Alan cantó el segundo verso, y tampoco ocurrió nada.
—¿Crees que, si ahora salimos, los hussires dejarán libres a todos los humanos? —preguntó
Mara, dudosa.
—¡Eso es una tontería! —dijo Alan, mirando por la ventana a la multitud de hussires que
llenaban ahora el parque—. Se trata de una adivinanza. ¡Hay que hacer lo que dice!
—¿Pero cómo? ¿Qué es lo que significa?
—Tiene algo que ver con la Torre de la Estrella —dijo Alan pensativamente—. Quizá la estrella
de oro signifique la Torre de la Estrella, aunque yo siempre pensé que significaba la estrella dorada
que se ve en la parte sur del cielo. De todos modos, llegamos a la Torre de la Estrella, y es tonto
pensar en alcanzar una estrella verdadera. Tomemos el siguiente verso: Cierra mi boca, halla mi
cabeza. ¿Cómo puede cerrarse la boca de nadie antes de hallar su cabeza?
—Nosotros tuvimos que cerrar la puerta de la Torre de la Estrella antes de poder subir hasta aquí
—se atrevió a decir Mara.
—¡Eso es! —exclamó Alan—. Ahora encontremos un gusano que tenga rayas rojas.
Buscaron por toda la gran piedra, por debajo de las extrañas camas torcidas que podían moverse
hacia adelante y convertirse en sillones, y detrás de aquellos raros objetos que estaban por todas
partes en el suelo. La parte inferior de la pared estaba llena de cajones, y los fueron sacando uno por
uno.
En un momento determinado, Mara dejó caer un pequeño disco de metal, que se abrió al chocar
contra el suelo. Un delgado carrete, se desprendió de él, y una cinta blanca se desenrolló.
—¡Un gusano! —gritó Alan—. ¡Hay que encontrar uno que tenga rayas rojas!
Abrieron discos y más discos..., y finalmente, allí estaba: una cinta cruzada diagonalmente con
rayas rojas. Había letras en el disco de metal, y Mara deletreó:
—Emergencia. Tierra. Despegue automático.
Ninguno de los dos podía imaginar lo que significaba, así que se pusieron a buscar la concha de
la tortuga..., y, naturalmente, esta no podía ser más que el objeto transparente, de forma redondeada,
que se encontraba en una especie de pedestal, entre las dos camas-sillones.
Fue complicado intentar dar de comer el gusano de rayas rojas a la concha de la tortuga, ya que la
única abertura de esta se hallaba en la parte inferior, a un lado. Pero con Alan tumbado en una de las
camas-sillones, y Mara tumbada en la otra, y trabajando juntos, consiguieron introducir una punta
del gusano dentro de la boca de la tortuga.
Inmediatamente, la concha de la tortuga empezó a engullir el gusano de rayas rojas, con un
golpetear que duró unos momentos y que fue ahogado por un poderoso rugido muy abajo, en las
entrañas de la Torre de la Estrella.
Las ventanas que miraban hacia el parque florecieron con una llama casi demasiado brillante para
los ojos humanos, y las luces de Falklyn comenzaron a desaparecer de las otras ventanas alrededor
de la bóveda.
Muchos meses después, se acordarían del segundo verso de la Canción. Penetrarían en una de las
estancias marcadas con una cruz, se clavarían con los insectos agujas hipodérmicas, y caerían en el
sueño de la animación suspendida.
Pero ahora estaban desnudos, acostados e inconscientes, en la cabina de control de una nave que
aceleraba. A causa de la brisa ocasionada por los acondicionadores de aire, el mensaje de la Seda
para la Tierra tremolaba en la garganta de Alan.

EL MUNDO HA CAMBIADO
JACQUES STERNBERG

Aunque la S. F. escrita originalmente en lengua inglesa es la que ha marcado desde un principio las
pautas del género, no toda la S. F. de calidad se reduce a los países anglosajones. En Francia, por
ejemplo, Jacques Sternberg es un autor conocido mundialmente, cuyas obras han sido traducidas y
publicadas en varios países, entre ellos los propios Estados Unidos, en los que sólo otro autor
francés de S. F., Gérard Klein, ha conseguido introducirse con una cierta regularidad. Además,
Sternberg es uno de los pocos autores europeos de S. F. que ha conseguido salir del encasillamiento
del género, siendo considerado como un escritor mayor (con todas las implicaciones de este
calificativo) y llegando a firmar los guiones de películas como el discutido Je t’aime, Je t’aime de
Alain Resnais.
Para mí, Sternberg tiene literariamente una gran virtud: el saber utilizar su peculiar sentido del
humor con pinceladas de absurdo para ofrecernos una crítica feroz y despiadada de nuestro mundo
actual visto desde el desolado nivel de los mass media..., y un gran defecto: el ser escritor de un
solo argumento, que repite una y otra vez, incisivamente, con sólo ligeras variaciones de detalle. De
hecho, este El Mundo Ha Cambiado puede considerarse como la obra arquetípica de Sternberg,
compendio de multitud de otras obras suyas, que ha transformado en meras viñetas para la ocasión.
Es precisamente esta cualidad arquetípica, y el hecho de ser el fiel exponente de un estilo muy
personal de ver la S. F., lo que hace que merezca figurar aquí con todos los honores.

***

Cuando, el año 43 después de Cristo II, se lanzó al mercado la máquina de finalidad negativa, se
abrió una nueva era.
Los inicios de la máquina de finalidad negativa fueron modestos, pero sus secretas posibilidades
eran evidentes y dejaban prever fácilmente una revolución: sus posibilidades, y el éxito que tuvo
apenas una semana después de su lanzamiento.
El aspirador escupepolvo fue en efecto el primer objeto de finalidad negativa que se puso a la
venta, y millones de amas de casa sin nada que hacer se lanzaron sobre aquella sorprendente
máquina doméstica que realizaba en un tiempo mínimo un trabajo, para sabotearlo luego al mismo
ritmo y volver a iniciarlo con una destreza que no conocía el agotamiento.
Cuando las administraciones municipales decidieron, para dar trabajo a los millones de cesantes,
lanzar a través de las vías públicas una gran cantidad de autos destrozacalles, se comprendió sin el
menor error que «negativo» iba a convertirse en sinónimo de eficiente, que la gratuidad absoluta en-
traba en las costumbres, y que con pleno conocimiento de causa se iba a edificar un nuevo mundo
sobre los corolarios del absurdo, de los que el siglo XX, el de los grandes precursores, había
esbozado ya las primeras ecuaciones.
Ha transcurrido un año desde entonces.
Y el mundo ha evolucionado un poco.
Todo el mundo piensa tan sólo en la finalidad perdida, en el asunto que no puede reportar nada,
en las realizaciones construidas sobre el vacío y haciendo frente al vacío, la mayor parte de las veces
monstruosas, erizadas de inútiles complejidades, estrictamente desprovistas de sentido, transparentes
y terroríficas como el esqueleto de la palabra Nada.
¿Cómo podían imaginar el industrial y el hombre de negocios de 1986 que sus descendientes
directos, sus hijos para ser más precisos, llegarían un día a vender con éxito cristal opaco para
escaparates, tazas sin fondo, cuchillos con mango más cortante que la hoja, o incluso, como hizo
recientemente una célebre firma, automóviles equipados con un dispositivo que pincha un
neumático cada diez kilómetros? ¿Cómo un publicista de finales del siglo XX hubiera podido creer
que, a cincuenta años de distancia, una estilográfica sería triunfalmente lanzada al mercado a través
de un slogan que la presentaba como la única estilográfica con la cual era rigurosamente imposible
escribir sin mancharse?
Y sin embargo, así es.
El mundo ha llegado hasta ahí, aunque no haya cambiado de lugar en el Universo.
Dicho esto, hay que reconocer que la vida no es más divertida por estas razones. No hay que
creer que el sentido del humor haya reemplazado al sentido de la seriedad que era la base de todas
las empresas de antes. De ninguna manera. El hecho de haber admitido sin segundos pensamientos
las más dementes prolongaciones del absurdo no implica de ningún modo la irrupción del humor en
nuestra existencia. Por el contrario, nunca ha estado el hombre más sumergido en esa seriedad que le
sirve de visado y de documento de identidad. Simplemente, con la misma aplicación del funcionario
funcionando de semana a semana, cultiva ahora el amor a lo gratuito como antes cultivaba el amor a
lo práctico. Se entrega a sus inútiles actividades como antes se entregaba a sus trabajos utilitarios.
Nada ha cambiado. O si algo ha cambiado, no ha sido ciertamente la mentalidad del hombre. Haría
falta mucho más que eso para cambiar al hombre, obstinadamente apegado a su convicción de
hallarse en el mundo para cumplir con una sacrosanta misión, asumir una función esencial para la
gravitación terrestre y servir a un ideal estrechamente ligado a los movimientos de los planetas. Di-
gamos simplemente que el ideal ha cambiado de color. O más bien que se ha descolorido. ¿Pero el
hombre se ha dado cuenta de ello? Uno podría dudarlo. Está convencido más que nunca de su
utilidad, de su mitología, de su importancia universal. Es más fanático y está más cebado de fe que
antes, nunca desengañado, siempre ajetreado, presa entre el pasivo y el activo de sus realizaciones,
meticuloso, irreductiblemente abocado a los detalles microscópicos, y a fin de cuentas su conciencia
profesional ha seguido intacta.
El trabajo tampoco ha cambiado apenas. Evidentemente se ha complicado, y los horarios
obligatorios han sido prolongados. Era previsible: trabajar para nada y sin ninguna finalidad necesita
mucha mayor atención y, por supuesto, mucho más tiempo.
Por otro lado, ya no le queda a nadie el recurso del desempleo. Hay trabajo inútil para todo el
mundo, puesto que siempre puede hacerse no importa el qué en no importa qué sentido y bajo no
importa cuál pretexto. Sin empleo ya no es más que un término pasado de moda que se halla aún en
el diccionario del siglo XXI tan sólo como referencia.
¿Qué citar como flagrantes ejemplos de esta nueva forma de asumir la vida, sus responsabilidades
y su futuro?
La elección es tremendamente difícil.
¿El gigantesco edificio que la ciudad inauguró la semana pasada? No es únicamente
impresionante, con sus quince plantas de cristal, sino que concretiza realmente de modo simbólico
toda una mentalidad. Este edificio representa en realidad un banco modelo, con oficinas instaladas
según los criterios más progresistas del arte burocrático, con bóvedas blindadas y salas de recepción
que forman un auténtico laberinto de lo funcional. Pero nadie entrará jamás en este banco. Una placa
de mármol indica con letras de oro que el edificio ha sido erigido como homenaje a la Inutilidad de
Toda Empresa, y que tanto la entrada como el uso se hallan estrictamente prohibidos. Lo cual por
supuesto no anuló los previsibles discursos de inauguración. Incluso puede suponerse que las
bóvedas y las cajas fuertes de este banco se hallan repletas de billetes y de lingotes. ¿Por qué no? Un
periódico de gran tirada anunció no hace mucho en primera página que una firma proponía a precios
sin competencia posible billetes de banco falsos ligeramente ajados, en liquidación. Y muy a
menudo ocurre que los empleados de una firma sean pagados con billetes de los cuales el contable
ha arrancado cuidadosamente toda la numeración. Pero esas sutilezas no han alterado en absoluto la
eterna avaricia del hombre ni su pasión por el dinero. Simplemente, los medios de ganarlo han
evolucionado. Al igual, por otro lado, que los medios de perderlo. El dinero no tiene ya el mismo
valor, pero sí el mismo olor.
Lo mismo ocurre con el trabajo.
El mismo olor dulzón a cosa enmohecida, diluido en el color del aburrimiento, que sigue siendo
el gris.
¿Qué es lo que ha cambiado? Indudablemente todo. ¿Pero qué hay que sea distinto?
Indudablemente nada.
¿Qué podría haber que fuera distinto? Antes, los contables trabajaban para establecer balances
cuidadosamente cuadrados, y eran despiadadamente despedidos si se equivocaban en sus cuentas;
ahora, los contables trabajan para establecer balances imaginarios y son despiadadamente despe-
didos si presentan a la dirección sus cuentas en forma matemáticamente exacta. Antes, los
empleados enviaban cartas a millones de desconocidos a quienes no debían nada; ahora, las envían a
gentes que no existen en la realidad, a personas imaginarias a quienes tampoco deben nada.
La finalidad es distinta, de acuerdo. Pero nada más. Los gestos siguen siendo los de antes. La
monotonía del trabajo no ha sufrido ninguna variación, ni por otra parte las monocordes exigencias
de los responsables y las quejas igualmente monocordes de los subordinados.
En el siglo XX, las fábricas construían en cadena, en serie, miles de modelos distintos de objetos
heterogéneos. ¿Puede alguien imaginar por ejemplo cuántos miles de tipos de puntillas o de botones
podían encontrarse en el comercio? En la actualidad, las fábricas construyen miles de variantes de la
gratuidad. Tuercas que nunca se adaptan a los pasos de rosca fabricados por ellas mismas, elásticos
tan rígidos como astillas de madera, papel secante para escribir, grifos que derraman tinta en las
bañeras, televisores perfeccionados que tan sólo transmiten el sonido, armarios cuyas puertas jamás
pueden abrirse. Y tantas otras pequeñas naderías. Jamás la industria ha sido tan floreciente, jamás el
comercio ha conocido una apoteosis tal. Y esta es la prueba afirmando que la inutilidad absoluta
contiene tanta sana lógica y tantas vitaminas como lo utilitario.
¿Dónde nos detendremos? En ninguna parte, a buen seguro. Desde hace tiempo hemos superado
los tristes límites de la justa medida. Pero hemos descubierto sin estupor y sin rencor de ninguna
clase que más allá de la justa medida yacen otras convenciones tan tristes como las anteriores. ¿Hay
que admitir realmente que nada en el mundo puede ser maravilla, delirio viviente y razón válida de
hallarse en vida? De todos modos, ya nada puede sorprender al hombre de hoy, ya nada puede
alcanzarle. Recorre el absurdo reconocido y vendido en su estado bruto o sabiamente destilado, del
mismo modo que en el pasado recorría las bellas artes, los grandes almacenes o las retrospectivas
folklóricas. Ese pasado tan superado. Todo destello de entusiasmo o de admiración ha muerto en el
hombre. Al igual que todo odio o todo disgusto. Todo reflejo de defensa o de ataque. Acepta,
aprueba, admite. No importa el qué, presentado en no importa qué forma. Todo puede ocurrirle, todo
le está bien, se halla siempre disponible. La única empresa abocada al fracaso sería la que intentara
arrancar al hombre de la tácita aprobación que se ha apoderado de él.
El hombre del siglo XXI sabe que nada esencial puede ocurrirle. Nada trágico, nada crucial,
puesto que cualquier cosa que sea sinónimo de algún tipo de finalidad, de un objetivo definido, ha
desaparecido de este mundo. Desaparecidas las guerras que estaban basadas en una explosión de
opuestas finalidades. Muertas las pasiones que expresaban la voluntad y la rabia de alcanzar una
meta precisa. Extinguidos los conflictos que eran el resultado del entrecruzar de pasiones o la
colisión de algún ideal enfrentándose a su mortal enemigo.
La última guerra data del año pasado. Como era de prever, estalló sin la menor causa. Y, privada
de causas, no tuvo ninguna consecuencia. No ocasionó ninguna víctima. Por otro lado, se desarrolló
sin batallas, sin armas y sin ejércitos. Se trató realmente de una guerra abstracta, desarrollada al
margen del tiempo y del espacio, sin odio y sin enemigos definidos. Se produjeron de todos modos
algunas movilizaciones generales, pero fueron decretadas principalmente para tener el placer de
desmovilizar algunas horas más tarde a millones de hombres siempre felices de dejarse arrastrar por
un dédalo de imprecisas órdenes y contraórdenes.
Sí, el hombre se ha convertido realmente en un funcionario. Y funciona bien, sin fallos y sin
sacudidas. Está bien aceitado, y su cortesía tiene algo de sorprendente. Nada puede contrariarle ni
empujarle a ningún tipo de reacción violenta. Es incapaz de una negativa o de un rechazo. Es la
sumisión total. Está hecho a la vida que le ha sido impuesta.
Cuando va al cine, sabe que deberá soportar durante horas un documental único sobre una simple
hoja de papel, o ensayos experimentales sobre la línea recta, o a lo sumo imperceptibles variaciones
de colores que se diluyen los unos en los otros. Si va al teatro, la mayor parte de las veces es para
ver obras que representan a empleados trabajando sin pronunciar una sola palabra, o retrospectivas
del trabajo realizado en las aduanas. Cuando se queda en casa, por la noche o los domingos, sabe
que deberá recibir a los delegados encargados por firmas anónimas de hacerle una gran cantidad de
preguntas anodinas y vanas, o representantes que colocan con éxito muestras de no importa qué sin
pedir nunca nada a cambio. Cuando anda por las calles, tropieza con miles de vendedores
ambulantes que venden al detalle, por unidades o a peso, nada cortada a rodajas y, si consigue
escapar de ellos, es tan sólo para hallarse en los almacenes donde venden las mismas inutilidades al
por mayor en nombre de una sociedad.
Ninguna obligación acecha nunca al cliente ni al solicitado. Hace ya mucho tiempo que las leyes
y los reglamentos han sido suprimidos. Ya no sirven para nada. El hombre nunca rehúsa nada.
Acepta, escucha, tiene tiempo que perder, compra incluso, ya que en general esto no le cuesta nada.
Pero nunca sonríe. Incluso cuando el absurdo supera sus propios límites y sus definiciones
clásicas. Nadie ha acogido con ironía esa nueva empresa cuya única finalidad es encender los
fósforos para probar si se hallan en perfecto estado de funcionamiento. Por el contrario, los fósforos
calcinados se venden a un ritmo impresionante, y nadie se ha quejado nunca.
¿Por qué quejarse? ¿Por qué sorprenderse o inquietarse? Se sabe que todo es vendible: el silencio
de los discos tanto como los parásitos extraídos de las ondas, el aire enlatado como la caridad en
frasco, el agua luminosa como el gas doméstico presentado en cajas fuertes refrigeradas. Siempre
hay un hombre para efectuar un hallazgo, un equipo para ponerlo en práctica, una firma para
explotarlo comercialmente y un cliente para interesarse en él. Y al igual que el hombre está
dispuesto a comprar no importa el qué, está también dispuesto a hacer no importa el qué en no
importa qué condiciones.
Ya nada lo desalienta, se doblega a las exigencias más implacables, y todo instinto de revuelta ha
muerto en él desde hace mucho tiempo. Lo cual equivale a decir que las innumerables
administraciones oficiales, privadas y ocultas, han hecho de cada individuo una presa fácil buena de
devorar, suave y que jamás se agota. El hombre no tan sólo se deja acaparar con una desconcertante
sumisión, sino que hace un placer del hecho de ir por delante de este solapado deglutir. El mismo
experimenta una pasión morbosa por las instancias y los formularios, los cuestionarios y los in-
terminables pasos que figuran en el programa de un gran número de reglamentos administrativos.
¿Qué decir de esos interminables pasos?
En realidad, cada empleado, incluso si trabaja en una administración oficial, se ocupa del caso de
los demás durante el día, y se dedica a arreglar el suyo durante la noche. Interroga a los demás en su
oficina, responde a domicilio a las preguntas de los demás. Siempre tiene algo en que ocuparse: con
una regularidad electrónica, todos los buzones se ven llenos permanentemente de formularios y de
boletines que deben ser cumplimentados y enviados de nuevo con toda urgencia. En la mayor parte
de los casos es difícil saber dónde hay que enviar de vuelta esos papeles, ya que no llevan
forzosamente la mención de un domicilio. Pero este detalle no preocupa nunca a nadie. Son
numerosos los habitantes que renuevan cada día su documento de identidad o que solicitan
pasaportes sin tener la menor intención de ir al extranjero. Aún más numerosos son los particulares
que llenan declaraciones de cambio de domicilio sin motivo o suscriben las abstracciones propuestas
en los catálogos que les envían masivamente las casas de venta por correspondencia. Puesto que la
venta por correspondencia, como era de esperar, ha alcanzando una considerable extensión. El
servicio postal debe utilizar camiones para entregar las toneladas de folletos que las firmas lanzan a
través de las ciudades. Algunos de estos folletos no son más que simples hojas en blanco, o repletas
de palabras incomprensibles. Pero venden. Como antes. Con la única diferencia que, ahora, no se
sabe exactamente qué es lo que venden.
La venta domiciliaria ha tomado también una gran importancia. Puedo hablar mucho sobre ella,
ya que este es precisamente el oficio que ejerzo desde hace algunas semanas. Un oficio que no es
menos inútil que cualquier otro, pero que sin embargo, cansa mucho más. Además, su complejidad
es extrema. Y ello siguiendo las leyes de un código que puede parecer extraño, pero que en realidad
es extremadamente banal.
Así, los representantes de nuestra firma no visitan más que a los particulares, practicando el
puerta a puerta. No presentamos más que un modelo único de artículo, un juego de cubos variados,
cubos de madera pintada cuya gama de colores está limitada al verde, al amarillo, al rojo y al vio-
leta. Los cubos verdes le reportan al representante una comisión de un diez por ciento, los amarillos
un quince por ciento, los rojos un veinte por ciento. Los violetas no pueden ser vendidos y sirven
como muestra. Los cubos rojos no pueden ser presentados nunca en las casas que tienen más de
cuatro plantas. Los verdes deben ser vendidos en las casas construidas con ladrillo rojo. Las casas
que forman esquina están prohibidas a los representantes. Los días pares, tan sólo se pueden
presentar los cubos verdes a los particulares de las plantas bajas y los amarillos a los habitantes de
las plantas superiores. Las aceras de la mano derecha están prohibidas los días pares, pero
autorizadas cuando llueve. Existe un centenar de reglas de este tipo, todas ellas consignadas en un
manual que el representante debe consultar constantemente, ya que este reglamento es de una
complejidad tal que desanima a cualquiera a aprendérselo de memoria. Dicho esto, el trabajo tiene
sus ventajas e incluso su encanto. Los cubos adquiridos son entregados al día siguiente, meticulo-
samente embalados. Los clientes no desembalan jamás esos paquetes, cuyo contenido conocen
demasiado bien. Además, ¿qué harían con esos cubos? Se contentan con pagar los gastos de envío y
luego pasan por la oficina postal para reexpedir el paquete a la firma responsable de aquella venta, y
la firma se ve en la obligación de rembolsar sin discusión los gastos de envío pagados por la
clientela.
Los representantes reciben sus comisiones al finalizar cada día, pero a la mañana siguiente estos
porcentajes son fatalmente anulados. Lo que hace que en realidad nunca reciban nada, al igual que el
cliente nunca pierde nada, al igual que la firma nunca gana nada. Sin embargo, a eso es a lo que se
llama, en nuestros días, comercio.
¿Qué hacer, sino aceptarlo?
Además, todos los empleos son iguales, no hay la menor duda. Antes, yo trabajaba como
encuestador en una conocida sociedad, y si bien el reglamento interior era infinitamente más
sencillo, el trabajo exigido no cansaba menos. En efecto, debíamos recorrer la ciudad y llevar
adelante una eterna encuesta acerca de un tema aparentemente simple, pero en realidad
enormemente problemático: hallar, mediante preguntas y hábiles interrupciones, cuál podía ser la
finalidad de la firma para la cual trabajábamos. Es inútil decir que nadie respondió nunca a este
pregunta.
De nuevo, en este caso: ¿qué hacer, sino aceptar?
La elección ya no tiene razón de ser puesto que las cosas se equilibran entre ellas de una forma
ideal, químicamente dosificadas con la misma cantidad de gratuidad.
He tenido muchos empleos, muy distintos los unos de los otros, pero me parece como si hubiera
pasado toda mi vida ejerciendo un solo trabajo indefinido y monótono, algo confuso que no exigía
más que un único gesto de medusa, como si yo hubiera sido una larva condenada a salivar desde
hacía millones de años una enorme necesidad sin contornos y sin formas, enormemente viscosa,
llena de agujeros y de lívidos destellos, de preguntas grises y de respuestas imposibles.
¿Qué hacer? Es la vida, como se decía. Sin duda siempre se había dicho lo mismo. Seguía siendo
aún la mejor excusa que se podía hallar. ¿Y después, qué? Puesto que el hombre aceptaba vivir para
nada, con la única demente y grotesca finalidad de alcanzar un día el umbral de su muerte, ¿por qué
no debería aceptar el vivir constantemente, cotidianamente, metódicamente, una serie de pequeñas
muertes transformadas en trabajos prácticos con conclusión negativa al final del programa?
¿Era realmente tan distinto el mundo bajo el extinto sol del pasado? ¿Ha cambiado realmente
tanto cuando uno piensa detenidamente en ello?
¿Era realmente menos absurdo? ¿Más lógicamente organizado? Se pretende que sí. Pero yo no lo
creo.
¿Cómo fue la vida de mi padre, por ejemplo, es decir la de un individuo medio, mediocre incluso,
del siglo XX? Durante veinte años, con la obstinación de un castor amaestrado, llevó las cuentas de
una opulenta casa de transportes que evidentemente estaba dotada de un lema tan preciso como una
ecuación, de un ideal comercial, de una finalidad de acero que había que alcanzar de buen grado o
por la fuerza. Pero ni mi padre ni los centenares de empleados que trabajaban para aquella casa
tenían la menor oportunidad de percibir cuales eran las características de aquella finalidad. Todos
ellos estaban relegados demasiado profundamente bajo las cifras y las facturas, las órdenes y los
imperativos, las exigencias y el cansancio del aburrimiento. En resumidas cuentas, era como si no
hubiera existido ninguna finalidad.
¿Y qué había ocurrido? Simplemente esto: un día, a fuerza de acumular cifras fabulosas, mi padre
terminó por obtener un resultado inferior al cero absoluto. Así fue, por absurdo que pueda
parecernos, a nosotros que somos sin embargo estibadores del absurdo. La casa se había declarado
en quiebra, como si toda aquella pirámide de beneficios y de cuentas hubiera sido edificada en un
terreno sin base ni cimientos. Mi padre fue despedido, como todo el mundo, y tuvo apenas el tiempo
justo de preguntarse, antes de morir, cómo iba a poder pagar los gastos de los sepultureros que lo
estaban ya aguardando, con las palas en las manos.
La suya fue lo que en el siglo pasado se llamaba una vida intensa, una vida de hombre honesto.
Mi padre, los demás, todos los demás, aquellos que reventaban en las fosas comunes y aquellos
que se hacían embalsamar en los mausoleos, ¿habían llegado realmente a comprender por qué
habían vivido, trabajado y pensado?
Sí, ¿por qué?
Ahora hemos renunciado a plantearnos esta pregunta.
Sabemos tan sólo que no sabemos nada. Simplemente, aceptamos.
¿Por qué?
¿Pero por qué el hombre no se ha hecho esta pregunta antes de venir al mundo, antes de salir de
la larva para interpretar su papel en este planeta?

ÚLTIMO VUELO A MARTE


FAUSTO CUNHA

La S. F. brasileña es enteramente desconocida en Europa (y en este apéndice de Europa que es a su


pesar España), por la sencilla razón que es reducidísima. Uno de los autores brasileños más
conocidos de S. F. (al menos en su país) es Fausto Cunha, que con su libro de relatos As Noites
Marcianas intentó emular, sin pretender en ningún momento imitarlo, al mejor Bradbury de sus
Crónicas Marcianas. Cunha, que para mí es, junto con André Carneiro, el autor más representativo
de la actual S. F. brasileña, pródiga en nombres fugaces y advenedizos, es periodista de profesión, y
afirma categóricamente que no le gusta el marchamo de ciencia ficción, sino que prefiere hablar de
literatura neogótica. Estoy completamente de acuerdo con la primera parte de su aseveración,
aunque no con la segunda.
Este relato, todo él alusión y poesía, es lo más representativo de su obra. Tal vez choque a
muchas mentes acostumbradas a leer la rígidamente estructurada S. F. norteamericana, pero a mi
modo de ver esta es precisamente su principal virtud: el constituir una parcela aparte, el ir
contracorriente de unas formas de escribir que, cada vez más, están cayendo en desuso.

***

Marz, benamed planid,


Ker di Terra i Galax,
Marz, halt mi plâs an tid.
Vôl somrevirn’ an pax.

(De «Canción de los Proxores de Campo Vhur»,


milenio 69. Citada por Shorne Gheorg.)

—Están viendo y oyendo a Hiox, A-11, directamente desde Campo Vhur, en Marte. La
evacuación está tocando a su fin. Algunos marcianos van a quedarse. Ya no queda ningún terrestre
en el planeta. Tras casi un millón de años, la historia se repite. No había hombres en Marte. Ya no
hay más hombres en Marte.
»Este es Marte, el planeta amado. Marte, sus montañas, sus mares congelados, sus volcanes
extintos, su viento infatigable. Vamos a realizar nuestro último reportaje en esta segunda patria del
hombre.
»Visitemos primero a algunos de los viejos marcianos que han preferido quedarse. Según los
científicos, dentro de muy poco tiempo Marte ya no podrá albergar ninguna forma de vida, excepto
algún liquen, algún anaerobio. La permanencia de formas superiores será cada vez más costosa, y
finalmente imposible. Podemos incluso decir que en los últimos siglos, en los últimos milenios,
contando a partir de los grandes dislocamientos de glaciares, Marte llevaba una existencia artificial.
Hablando con mayor exactitud, los terrestres nunca pudieron vivir aquí fuera de las ciudades-
cúpulas. Para los propios marcianos, la llegada del hombre fue la redención de una raza que iba
fatalmente a desaparecer. Vamos a descender un poco y a hablar con ese viejo habitante. ¿Cómo se
llama, por favor?
—...
—Ghoz. Perfectamente, Ghoz. ¿Por qué decidió quedarse? Usted ya sabe que esas cúpulas no
resistirán muchos años. Ni siquiera los subterráneos resistirán mucho tiempo la presión del hielo.
—...
—Siempre extraños esos marcianos. Milenios de contacto con nosotros, y continúan siendo casi
iguales que en el período del Desembarco. Ghoz está diciendo que un viejo sueño de sus
antepasados era ver Marte como era antes de la llegada de los hombres. Él no tiene nada contra
nosotros, y supone que nuestras equivocaciones fueron cometidas por el ansia de mostrarnos buenos
con ellos. Ahora que se presenta una oportunidad de quedarse nuevamente solos, aún con la certeza
de una muerte próxima, quieren aprovecharla. Dice que millones y millones de marcianos murieron
y fueron sepultados aquí. Cuando el lienzo de hielo cubra el planeta y ninguna forma de vida
perturbe ya la Paz Superior, entonces los Zenghiis —los Altos Espíritus— bajarán para explicarles a
los que duermen bajo tierra su destino. Ghoz estará entre ellos. Muchas gracias, Ghoz. Y Paz
Superior a nuestros hermanos dormidos.

—Están viendo y oyendo a Hiox, A-11, directamente desde Campo Vhur, en Marte. Vamos a
telementalizar hacia Arcturus IV, donde se encuentra el profesor Shorne, de la Universidad
Galáctica. ¿Profesor Shorne? Profesor Shorne, ¿quiere explicarnos el origen de la expresión «Marte,
planeta amado»? Están viendo y oyendo, a través de Hiox, A-11, al profesor Shorne Gheorg, de la
Universidad Galáctica, en Arcturus IV. Es uno de los mayores aerógrafos actuales.
—Hiox, el origen de esa expresión es controvertido y, para emplear un antiguo lugar común (lo
cual queda bien en un paleólogo), puede decirse que se pierde en la noche de los tiempos. En un
documento del año 68.275, que tuve oportunidad de reproducir en mi trabajo Marte como Constante
Cultural Galáctica, ya encontramos este geosintagma. Como se sabe, Marte fue el primer planeta
visitado por el hombre. Pese a las dificultades materiales, los colonos se adaptaron tan bien que no
quisieron regresar a la Tierra. Luego, Marte se convirtió en una especie de eje de los viajes
interplanetarios, principalmente en el campo de las transmisiones. De esa época quedó una canción
infantil, hoy naturalmente olvidada, que decía más o menos esto:

Hasta Marte voy riendo, amada mía.


Después, reza por mí...

»Realmente, lanzarse al espacio más allá de Marte era una aventura imprevisible, de esas de
cerrar los ojos y rezar...
—¿Rezar? ¿Qué palabra es esa?
—Es una palabra muy antigua, Hiox. Significa dirigirse a Dios.
—¡Esos arqueólogos! Siempre descubriendo novedades. Prosiga, profesor Shorne, por favor.
—Bueno, Hiox. ¿Dónde estábamos? Ah, sí... Cuando nos establecimos en otros sistemas, Calixto
y Titán hicieron que disminuyera un poco la importancia estratégica de Marte, pero esto no ocurrió
hasta un milenio más tarde. Mientras tanto, el planeta Marte había sido ocupado por una elite,
porque desde un principio se comprobó que allí no había nada que pudiera tentar la codicia humana.
Hubo también, al parecer, un movimiento religioso o místico-filosófico...
—Profesor, tal vez nuestro público no entienda esa terminología tan especializada.
—... llamado juwainismo, que hizo de Marte una especie de patria espiritual. Sus oyentes no se
sentirán decepcionados si les digo también que mucha gente fue a Marte para curarse de ciertas
dolencias. Existía la leyenda asegurando que el clima de este planeta curaba el llamado «cáncer del
espacio», aquella terrible... Hiox, me temo que va a tener usted que desmentalizar. Cuando empiezo
a hablar me olvido del tiempo..., ¡y usted sabe muy bien lo que es el tiempo en Arcturus IV!
—Puede hablar tranquilamente, profesor Shorne. Quiere decir usted que, habiendo sido Marte el
primer peldaño del hombre en la conquista del Universo...
—El primer peldaño fue la Luna. Y yo no diría conquista, sino conocimiento.
—... en el conocimiento del Universo, el hombre siguió viendo en Marte un símbolo, ¿no es así?
—No exactamente, Hiox. Yo diría que en Marte el hombre halló su verdadera naturaleza. Marte
le dio una filosofía. El hombre comenzó a comprender la vida como un don sagrado, incorruptible.
—Muchas gracias, profesor Shorne Gheorg. Les habló el profesor Shorne, de la Universidad
Galáctica, en Arcturus IV. Regresemos a Campo Vhur, en Marte. No creo que ninguno de nosotros
pueda ni siquiera imaginarse los rudimentarios medios de los que se servían los primeros astronautas
para llegar aquí. Eran naves lentas que no ofrecían la menor seguridad..., cohetes les llamaban en
aquellos tiempos. Hoy, cualquier niño construiría por diversión una nave centenares de veces más
segura y más rápida que aquellas. Pero fueron gente valerosa, para quienes no existía el peligro, en
esas imperfectas máquinas, quienes sembraron la huella del hombre por el espacio. Arriesgaron su
vida para legarnos un rudo pero precioso camino al Universo. Abrieron la Gran Senda, y todo eso
que para nosotros es hoy simple rutina era para ellos un sueño cósmico, un sueño en el que soñaban
casi sin esperanza...
—Vamos ahora a telementalizar con el doctor Monti-Hauser, en Ganímedes... ¿Doctor Monti-
Hauser? Muchas gracias. Están viendo y oyendo al doctor Charlx Monti-Hauser, primer proxor-
sness de las Oficinas Generales en Ganímedes. Doctor Monti-Hauser..., no, por supuesto, puede
entrar en su propia banda, a fin de cuentas yo soy A-11... Si pudiera apartarse un poco más de ese
transmisor borgatrónico la recepción llegaría mejor... Doctor Monti-Hauser, ¿cómo describiría usted
las primeras naves interplanetarias?
—El estudio de la prehistoria de la navegación interestelar fue mi especialidad. Todo lo que sé es
que el hombre se aventuró a una travesía espacial en condiciones tan precarias que hoy no
conseguimos reproducirlas en laboratorio, porque no disponemos de elementos suficientemente
primitivos. Debieron realizar miles de experiencias, seguidas de miles de fracasos, y seguramente de
igual número de muertes. Sabemos, por ejemplo, que en épocas remotas los hombres utilizaban para
el transporte interno un rudimentario vehículo de locomoción aérea, un avión o algo así, que caía o
estallaba con frecuencia. Las primeras naves parece que eran propulsadas por combustible, debían
tener forma cilíndrica, terminada en un cono, aunque sabemos que las hubo también circulares o
esféricas. Aceptaban la inercia y la caída libre, y preconcebían un espacio lineal, estando subor-
dinadas a una noción de tiempo material externo. Debían contener un verdadero bosque de
engranajes y de pequeños instrumentos de vuelo. Ese atraso en el diseño astronáutico fue tanto más
espantoso cuando se sabe que data de esas remotas épocas el descubrimiento de las ondas sness y de
la ley del espacio-energía de Appel-Muliro. No consigo imaginar cómo no les fue posible interpretar
la constante AM como nuestra constante bútica y no previeron la hipomagnetización de los cuerpos
que se dislocan en segmentos de espacio sometidos a la ley de Ruick, que no es más que una
reversión buto-enantiomórfica progresiva. Si tomamos, por ejemplo...
—Les habla Hiox, A-11, directamente desde Campo Vhur, en Marte. Por última vez vamos a
volar sobre el querido planeta, contemplar por última vez los puntos donde edificamos nuestras
ciudades, donde durante milenios convivimos con nuestros hermanos los marcianos. Muchos de
ellos partirán también de su patria condenada..., están, como nosotros, dispersos por toda la Galaxia,
pero parece que nuestro sufrimiento es mayor. Irse de Marte es para ellos una aventura, una
fatalidad. Para nosotros es una renuncia. Ahí está la cordillera donde, según la tradición, se posó el
primer cohete terrestre. Esa sábana de hielo cubre lo que un día se llamó Nueva Moscú. Eso es lo
que queda del río Nilo, que los marcianos llamaban de Rogh-Ezrat, o sea de «la Canción Errante».
Muchos creen que Pharr es una palabra marciana; pero Pharr fue fundada por un astronauta que le
dio el nombre de su pequeña ciudad en la Tierra. Brasil, nombre que recuerda uno de los países que
dominaron la Tierra..., ¡cuando aún estaba dividida en países! Nueva Roma, Nueva Tokio, Nueva
Londres..., la eterna vanidad humana. Esa enorme cúpula, la mayor de la Galaxia, alberga la
vanidosa Nueva París, un día incendiada por los juwainistas, «el más hermoso monumento a la
flaqueza humana», según la famosa definición de Rondiwar. París culta, París maldita, París
abandonada. La tumultuosa Nueva París se viste ahora con el luto de la soledad. Las luces
continuarán encendidas, los jardines seguirán floreciendo, por muchos años persistirá la ilusión que
París está viva. Duerme, ciudad ardiente, ahora que cesó tu fragor. Despídete de tus luces y de tus
flores, de tus pecados y de tus glorias... fantasma luminoso, a la espera del último glaciar.

—¿Hipnessor Levin? Les presentamos al Hipnessor Levin Wilk, de la Universidad Solar, en


Australia. Hipnessor Levin, estamos telementalizando la evacuación del planeta Marte, aquí desde
Campo Vhur. Habla Hiox, A-11, banda ilimitada. Entre libremente... Mientras volamos sobre los
restos de toda una civilización construida por dos mundos hermanos, desearíamos que nos hablase
de la filosofía de los Descubridores.
—Yo no hablaría, Hiox, de los restos de una civilización. Diría más bien la primera etapa de una
civilización que, en realidad, no sabemos hasta dónde nos conducirá. Tal vez no seamos nosotros
quienes llevemos la antorcha hasta el inicio del verdadero camino.
—Puede permanecer en la banda, Hipnessor. Disponemos de algunos minutos.
—Creo que me ha invitado porque la modestia del doctor Shorne..., sí, estaba presenciando su
telementalización..., no le permitió hablar de lo que llamó «una nueva filosofía». Hoy la filosofía es
nuestra ciencia básica, con muy pocos puntos en común con lo que tenía ese nombre en los primeros
albores de nuestra civilización. En un remotísimo pasado hubo de hecho algunos filósofos, que
podríamos llamar geniales, dado el material del que disponían. Algunos nombres fueron
conservados por la tradición: Platón, Occam, Spinoza, Kant... Todos ellos vivieron más o menos en
la misma época, y aunque sus escritos se han perdido, podemos deducir que eran simples
especulaciones. Hubo también una figura llamada Cristo, que ejerció una prolongada influencia.
Fueron esas figuras, y tal vez algunas otras, las que modelaron la conciencia del hombre e hicieron
que con él llegasen hasta nosotros dos principios básicos: EL HOMBRE NO ES EL SEÑOR DEL
UNIVERSO, y LA VIDA ES SAGRADA. Debe causarnos admiración el hecho que estos postulados
hayan sido formulados por seres que no podían construir sin primero destruir, ya fuera un animal o
un simple átomo. Me gustaría darle un ejemplo aterrador: ¿sabe? destruían los árboles para hacer
fuego o para construir casas, objetos.
—¿Destruir un ÁRBOL para hacer fuego? ¿Para qué querían el fuego, si hay tantos otros medios
de producir calor?
—Desgraciadamente, ese era su modo de pensar: hacer las cosas más sencillas por los métodos
más complicados. Su concepto de la vida no comprendía más que la vida humana. Mataban a los
animales, mataban a las plantas, sabemos incluso que mataban a otros hombres.
—Hipnessor, no espere mucha credulidad por parte de sus oyentes.
—Podría ir aún más lejos, Hiox. Tengo pruebas asegurando que mataban a otros hombres. Había
guerras. Una guerra es como si usted destruyera su casa y la casa de su vecino para que después
alguien le pudiera vender un cepillo. Pero los primeros hombres en Marte comprendieron que no
podían lanzarse a una campaña de exterminio contra los marcianos, aunque al inicio se produjeron
muertes, provocadas más por el miedo que por la maldad. Comprendieron que debían depender de
los marcianos en Marte, de las plantámbulas en Venus, que los hombres no podían ir matando por el
Universo entero, y que la única manera de establecer un contacto armonioso con los demás seres era
que todos los hombres poseyeran una única filosofía, adoptaran una única actitud —de comprensión,
de respeto—, hacia todas las formas de vida. La Filosofía liberó al hombre de su primario instinto de
defensa y de su terror ante lo desconocido. Debe adaptarse o retirarse, jamás destruir. Quien está en
su propio suelo no puede ser nunca un enemigo.
—Recuerdo que tuvimos en SG-1909 un planeta cubierto del llamado «hongo de la lepra», y
riquísimo en monóxido.
—Pienso principalmente en Cisne 61 y en Rigel. Pienso también en Venus en el tiempo de los
primeros desembarcos, con sus plantámbulas pirofóricas que nos costaron tantas vidas, y que hoy
nos son tan útiles.
—Creo que la filosofía contribuyó también a desarrollar los poderes mentales del hombre, quiero
decir su capacidad de percepción y proyección extrasensoriales.
—Es posible. Antiguamente, el hombre se paraba delante de un ser desconocido sin saber lo que
éste iba a hacer ni cómo entrar en contacto con él. Entonces, simplemente, mataba.
—¡Pero los árboles! ¿Qué necesidad había de matar los árboles?
—La ignorancia, Hiox, es como una locura...

—Hiox, A-11, directamente desde Campo Vhur. Aquí cerramos nuestra telementalización de la
última etapa de la evacuación de Marte. Mientras proyectábamos las operaciones, pudimos traer a
nuestra banda algunos nombres conocidos y admirados como el profesor Shorne de Arcturus IV, el
doctor Hauser, la historiadora Bluma Yomandar de la Universidad Galáctica, el marcianólogo Jonq
Kardouzu...
»Marte. ¿Es un planeta que muere? ¿O es un planeta que nace para la verdadera vida de los
planetas, la soledad y el silencio? La respuesta es poesía. Nunca más se posarán aquí nuestras
astronaves. Marte será para nosotros una advertencia del hecho que el hombre no puede permanecer
quieto en el Universo. Marte, el planeta amado, el planeta muerto. Desde la Tierra podremos ver, a
través de nuestros telescopios, la lenta agonía de esa querida tierra. Sí, tierra, como la nuestra. Los
marcianos tienen una palabra para designar su suelo, pero para nosotros siempre fue tierra, la tierra.
»Vamos a regresar a bordo. ¡Ah, una sorpresa! Son los muchachos de Rogh-Isrohro, la vieja
asociación de música marciana. Van a ser los últimos en embarcar. Ellos, con sus tradicionales
instrumentos marcianos: el gólgar, el rintzuhl, el volvenine, el tólbar y la vieja gaita marciana, el
rohro. Están ejecutando una vieja canción conocida de todos, una canción de despedida que ahora
será para siempre. Aquí se despide Hiox, A-11, y lo que están oyendo es algo que sé que resonará en
nuestros corazones a través de los siglos. Una canción que nuestros hijos también cantarán, con los
ojos llenos de lágrimas:

Adiós, Marte, planeta amado.


Adiós tierra querida,
Tierra de arena azul y rojas montañas...

LAS COSAS AL PODER


BELCAMPO
El azar ha hecho que, al establecer una ordenación temporal, los tres relatos a través de los que he
querido representar a la S. F. de expresión no anglosajona hayan quedado juntos, como si
quisieran formar un frente unido y un bloque defensivo contra el tremendo monstruo de habla
inglesa. Y esta vez le ha tocado al país de los tulipanes asomarse aquí. Belcampo es el seudónimo
literario del escritor holandés Hermann Schönfeld Wichers, un hombre de agitada vida y del que
sólo conozco una única obra, un volumen de relatos titulado De Fantasieën van Belcampo (Las
Fantasías de Belcampo), del que está extraído éste, y que a mi juicio es la obra más iconoclasta de
toda la literatura fantástica europea..., tan iconoclasta que nunca me atrevería a calificarla
realmente de ciencia ficción por temor a las desatadas iras de los puristas.
La obra de Belcampo, a caballo entre una S. F. muy particular y el fantasy más exacerbado, ha
sido a menudo comparada a los cuadros de Jerónimo Bosch, y no puedo hacer más que afirmar la
exactitud de esta aseveración. He aquí pues una parcela insólita en el campo bastante yermo de la
S. F. europea, de un sorprendente paladar, que no dudo entusiasmará a los amantes de los platos
exóticos, aunque siempre haya alguien que escupa rápidamente a un lado para quitarse el extraño
sabor de la boca.

***

La repentina aparición de un nuevo astro es un fenómeno que se produce una o dos veces cada cien
años. En un oscuro rincón del cielo, bruscamente, una estrella empieza a brillar. A veces su luz es
tan deslumbrante que supera la de todas las estrellas que la rodean. Esta aparición pone en
movimiento a nuestros astrónomos..., y también a los de los demás mundos habitados.
Hay que representarse este fenómeno como la brusca metamorfosis de un planeta en sol.
La claridad de un astro de estas características, una nova, como la llaman los astrónomos,
disminuye muy aprisa, y generalmente se extingue en el curso de un año. Sin embargo, algunas de
ellas se mantienen mucho más tiempo, y pueden ser detectadas como pequeñas estrellas reluciendo
discretamente en el firmamento.
Nadie ha podido explicar todavía este sorprendente hecho, que excita más que cualquier otro la
imaginación de los hombres.
Actualmente está tomando fuerza una hipótesis: ¿Se tratará acaso de planetas en los que, algunos
años antes, unos físicos hayan inventado la bomba atómica?
Aún no hemos llegado aquí al extremo que un solo sabio, decepcionado por la vida, pueda hacer
saltar toda la Tierra. Pero es muy posible que en cualquier momento, por ejemplo mientras yo me
esté afeitando, Amsterdam y todos sus amsterdameses sean arrancados de este planeta en menos de
medio segundo.
El miedo a la bomba atómica ha borrado todos los miedos ancestrales. ¿Quién teme aún a la
tormenta, a los fantasmas, a los malos espíritus, al diablo o al infierno?
Comparado al terrible juego de los sabios al servicio del Gran Amo, todo esto parece un juego de
niños. La gente imagina ya el lugar donde la catástrofe puede sorprender a sus hijos: en sus camas si
es por la noche, en la escuela si es por el día, en el camino de regreso de la escuela a casa. Imposible
preverlo, puesto que las declaraciones de guerra han sido suprimidas como algo perteneciente a
siglos pasados. Hemos entrado en una nueva era de la historia militar, la del ataque por sorpresa.
Sin embargo, uno no tiene que agriarse ni envenenarse la existencia, como aquel que no puede
gozar de la buena música a causa del ruido de la aguja de su tocadiscos. Los impuestos, la carrera de
armamentos, la guerra, y todo lo que tiene alguna relación con el poder, no son más que ruidos
parasitarios. Flexionar todos los músculos, saciar todos los sentidos, profundizar en todos los
campos, mantener los lazos del amor y la amistad..., eso es la vida.
Así es como vivíamos nosotros. Gozábamos de perfecta salud, sin pelearnos nunca, tan sólo
algunas disputas infantiles. Teníamos lo suficiente para comer, y había tantas cosas con que llenar
nuestras existencias —demasiadas quizá—, que tanto mi mujer como yo hubiéramos podido
continuar viviendo así durante diez mil años. Para los niños, la vida era aún sin complicaciones. No
nos arrastrábamos penosamente fuera de la cama cada mañana, como si cada nuevo día fuera un
pesado saco cargado de arena que hubiera que transportar, sino que apenas despiertos echábamos a
un lado las mantas y saltábamos alegremente a un nuevo mundo.
Hasta el día en que, como todos ustedes saben, las cosas cambiaron..., todo se desencadenó.
Creo que los hombres están equivocados no queriendo hablar de ese período. Puesto que ocurrió,
¿por qué no reconocerlo, hablar libremente de ello, pese a la humillación que pueda representar para
nosotros? Las cosas no son tan penosas por sí mismas, somos nosotros los que las hacemos penosas
negándonos a hablar de ellas. La pobreza es un suplicio tan sólo si el pobre se esfuerza en
disimularla.
¿O será tal vez a causa de las nuevas obligaciones resultantes de lo ocurrido? ¿Tienen por
casualidad la intención de sustraerse secretamente a ellas, de ahogar todo el asunto con la esperanza
de seguir viviendo como antes? ¡Jamás aprobaré esto!
¿Cuál sería entonces nuestro significado en la historia? ¿Un Napoleón o un Hitler, que no han
hecho más que posar por un instante su mano en Europa, han dado origen a auténticas bibliotecas,
mientras que este asunto, mucho más sorprendente, más radical, arrastrando consigo consecuencias
mucho más profundas, debe pasar cubierto por un discreto silencio? ¿Acaso la Historia no debe
contener páginas mortificantes para la Humanidad como tal? ¿Tal vez los gemidos de un pueblo,
para figurar en nuestros manuales de historia, deben ir siempre acompañados por los gritos de
victoria de otro pueblo?
No, la historia debe ocuparse de todos los acontecimientos, nuestro deber es afrontar el futuro,
pero también el pasado.
Es por eso por lo que quiero constituirme en historiador de ese período rechazado por todos,
exhumar lo ocurrido. La posteridad necesita saberlo, aunque se sienta alucinada por sus
implicaciones.

Así, pues, aquella mañana no conseguimos levantarnos de la cama. No porque nos sintiéramos
paralizados, ya que podíamos mover todos nuestros miembros bajo las mantas, sino porque, desde el
momento en que intentábamos sacar aunque fuera tan sólo un brazo, las sábanas y las mantas nos
sujetaban firmemente. Los niños intentaron la misma experiencia, al ver que no podían levantarse se
echaron a llorar, y cuando quisimos acudir a su lado las mantas amenazaron con estrangularnos. No
había nada que hacer. Si nos manteníamos tranquilos, la presión desaparecía, y seguíamos acostados
como de costumbre.
Pedimos a los niños que se tranquilizaran y que esperasen a que aquello acabase.
Era ya tarde —estábamos en vacaciones, y el día anterior nos habíamos acostado tarde—, pero
sin embargo desde el exterior, por donde circulaba una gran arteria, no nos llegaba el menor ruido.
Era como un domingo por la mañana en un lugar cubierto de nieve o en pleno campo. La conclusión
más obvia era que todo el mundo se hallaba, como nosotros, prisionero de sus mantas. Demostraban
poseer una fuerza irresistible de la que podían servirse por todos lados a la vez. Cuando
intentábamos lanzar un ataque con el brazo o el pie por algún lugar imprevisto, reaccionaban
instantáneamente. Una potencia superior nos dominaba por completo.
Nuestro miedo fue menor del que hubiera sido previsible, ya que la amenaza permanente de una
guerra atómica nos había acostumbrado a temer. Nuestra mayor preocupación era tranquilizar a los
niños. Jugamos a las adivinanzas y luego, una vez acabado el repertorio, nos divertimos, a falta de
nada mejor, preguntándonos nombres de poetas, de telas, de ríos no europeos... Luego, cuando el
juego se hizo aburrido, empezamos a ocultar todo tipo de cosas en las frases. Estábamos
precisamente ocultando las partes del cuerpo humano cuando nuestra hija pequeña, de diez años de
edad, exclamó:
—¡Mamá, le está pasando algo a la silla!
—¿A qué silla?
—A esta..., ¡a todas! ¡Se están moviendo!
Efectivamente, nuestras sillas se estaban moviendo. Cojeando, con las patas rígidas como un
ternero recién nacido o como un ser humano sobre cuatro patas de madera, nuestras tres sillas
abandonaron su lugar junto a la pared y se alinearon, sin desembarazarse de nuestras ropas coloca-
das en sus respaldos. La puerta de nuestra habitación se abrió y, en una traqueteante danza, nuestras
sillas abandonaron la estancia. Las oímos bajar las escaleras.
Nuestras ropas se fueron con ellas.
Luego, el éxodo de todo nuestro mobiliario comenzó. Los cuadros se deslizaron prudentemente a
lo largo de las paredes y, girando sobre sí mismos, lado tras lado, se marcharon. La alfombra y el
cubrecama, tras enrollarse cuidadosamente, siguieron su mismo camino. La lámpara, los tapetes, los
vasos, las jarras de agua..., todo lo que era redondo rodaba, todo lo que tenía ángulos oscilaba, cajas,
cajones, armarios, incluso el orinal, una pieza de familia que databa de la época de Luis XVI.
Una vez despojada de este modo la habitación, las puertas del gran armario se abrieron de par en
par, las cortinas se deslizaron de sus guías y se echaron al suelo en ondulantes repliegues ante el
armario, y luego todos los objetos alineados en los cajones avanzaron hasta su borde y se dejaron
caer en los acogedores pliegues. Una vez las cortinas repletas, se enrollaron sobre sí mismas para
envolver todo lo que contenían, reptaron hacia la puerta como caracoles, y desaparecieron. No
quedaban más que el armario y un canapé estilo rococó, de cortas y curvadas patas, como un basset.
El canapé, repentinamente inspirado, se irguió como para relinchar y, a un paso que se situaba entre
el trote y el galope, partió a su vez hacia la puerta.
El armario, un mueble imponente, se había quedado para cubrir la retirada. Comenzó extrayendo
sus cajones, luego se desprendió de sus molduras y se desmontó en paneles, montantes y batientes
de puertas. Todos los elementos así desprendidos se alinearon en dispar procesión y salieron tam-
bién por la puerta como un cortejo.
Durante todo este tiempo no nos llegó ningún ruido de la habitación de los niños. Nosotros
mismos teníamos los ojos desorbitados contemplando la evacuación. Ellos debían sentirse
indudablemente menos sorprendidos que nosotros, ya que vivían aún en el encantamiento de los
cuentos de hadas. Cuando les llegó el turno de irse a sus juguetes, su tristeza fue aminorada por la
alegre constatación que sus muñecas y sus animales estaban realmente vivos, y que no habían
desperdiciado su amor en cosas muertas.
Así, tendidos en nuestras vacías habitaciones, sin gran cosa que decirnos, nuestras ideas vagaban
locamente. La situación empezó a agravarse. Como de común acuerdo, mantas y sábanas empezaron
a deslizarse sobre nosotros, devolviéndonos nuestra libertad. Acudimos corriendo a reunimos con
los niños, sintiendo la alegría de estar de nuevo todos juntos.
Las camas iniciaron también su marcha. Balthazar, el más enérgico de la familia, quiso retener la
suya, y recibió en contrapartida una artera patada en la tibia.
—¡Déjala irse, déjala irse! —le gritamos todos.
Habíamos abandonado ya toda idea de resistencia. De tal modo que, cuando nuestros pijamas se
desabotonaron, levantamos los brazos para ayudarles a que nos desnudaran. Podría decirse que
éramos como soldados rindiéndonos.
Los pijamas, nuestro último bien, descendieron las escaleras. Ahora éramos gente desnuda en una
casa desnuda. Si hubiera sido verano, al menos podríamos broncearnos.
Visitamos el comedor, la cocina, la despensa. Todo había desaparecido, era como si estuviéramos
en una casa por alquilar.
—Mientras la casa no se marche también —dijo Japie, nuestro soñador.
—No lo creo —intenté tranquilizarle—. En el Universo de los objetos, las casas son los árboles.
—Oh, sí —dijo él—, los árboles no pueden mover más que sus ramas y sus hojas, y las casas no
pueden agitar más que sus puertas y sus ventanas.
Todas las puertas estaban abiertas. Era imposible cerrarlas. No se dejaban. Quizá la casa quería
comunicarse de una a otra habitación. Quién podía saber.
De repente nuestra hija mayor, Maartje, que es más bien tímida, se acurrucó en un rincón,
gritando:
—¡Nos están viendo!
Nos agachamos inmediatamente. Como no teníamos la costumbre de pasearnos completamente
desnudos en una casa sin cortinas, no habíamos pensado en los vecinos del otro lado del jardín.
—Japie, echa un vistazo afuera y dinos si ves algo.
Japie avanzó a cuatro patas hacia la ventana.
—Por todas partes hay gente desnuda —dijo con su aguda vocecilla.
Era cierto. Apenas había una ventana a través de la cual no se divisaran desnudeces. Un hombre
se alzó de hombros en dirección a alguien de nuestro propio edificio.
En toda la casa no quedaba nada que pudiera servirnos de hoja de parra. Quisimos arrancar un
extremo del papel pintado, pero resultó tan imposible como cerrar la puerta. Nos habíamos
convertido en seres que no poseían ningún poder sobre las cosas.
No nos quedaba más remedio que ir a habitar la parte delantera de la casa, donde al menos no
teníamos vecinos próximos. Estábamos separados de ellos por un canal y una amplia calle; allí al
menos estábamos seguros.
El eco de nuestras voces en aquel espacio vacío, el propio espacio vacío, nos invitaron a jugar.
Estábamos eligiendo nuestro pasatiempo: la gallina ciega (pero no teníamos ninguna venda), el
escondite (¿dónde ocultarse en una casa vacía), un combate de boxeo (papá contra todos)..., cuando
Maartje corrió a la ventana gritando:
—¡Vengan a ver! ¡Vengan a ver!
Lo que vimos en la calle, y que debía estarse produciendo desde hacía ya un rato, nos hizo
olvidar todos nuestros juegos.
¿Han visto ustedes alguna vez el cortejo de una procesión? ¿Un desfile sin principio ni fin,
avanzando sin interrupción, a un ritmo uniforme, cubriendo el suelo como una alfombra, codo
contra codo?
Así era esta procesión, sólo que no había ningún codo, no en el sentido en que todos entendemos
este término. Todo el inventario de Amsterdam Este desfilaba ante nosotros, surgiendo de la calle
Andreas Bonn, avanzando a lo largo del canal, atravesando el puente. Sillas, mesas, armarios, pia-
nos, camas y ropas de cama, banquetas, tendederos, cortinas, algunas de ellas desplegadas como un
estandarte o una bandera, y, de tanto en tanto, grandes aparadores que surgían orgullosamente de
entre la masa. Entre las patas de los muebles importantes hormigueaban montones de objetos
menudos: accesorios, herramientas, linternas, chucherías, objetos artísticos, cuadros, libros.
El cortejo avanzaba lentamente, teníamos tiempo sobrado de identificar cada uno de los muebles:
una consola, una mesa extensible, un costurero, un sillón con orejeras... ¡Qué lástima que ya no
tuviéramos nuestros prismáticos!
Todo aquello descansaba sobre grandes alfombras que servían como medio de transporte. Las
alfombras avanzaban lentamente a lo largo de la calle, arrastrando todas aquellas pertenencias.
Y todo ocurría en medio de un completo silencio, salvo, aquí y allá, algún que otro tintineo de
cristal.
—¿A eso es a lo que se llama desahuciar, papá? —preguntó Balthazar, queriendo hacer acopio de
conocimientos.
—Oh, no, ¿dónde ves tú a los desahuciadores? —respondió Japie antes que yo pudiera decir
nada—. Creo más bien que van todos camino a la sala de subastas del Zon.
En una ocasión, hacía ya mucho tiempo, le había llevado a presenciar una subasta. Aquella
comparación entre los objetos que uno puede ver apilados en el Zon y los que estaban desfilando
ante nosotros nos pareció divertida.
—No —dijo Maartje, la mayor—, más bien me parece una manifestación de las cosas
inanimadas. La verdad es que se aburren en nuestras casas.
—Muchachos —dije yo, y como quería dejar bien sentado lo que iba a decir mi voz adoptó
involuntariamente ese tono de suficiencia que suele hacer que de inmediato ya nadie te escuche—:
muchachos..., debo decirles algo. Esta noche se ha producido una gran revolución.
—¿Qué es una revolución, papá?
—Una revolución es algo que aporta un cambio radical a una situación existente. Estábamos
acostumbrados a hacer con los objetos lo que nos parecía, ya que creíamos que no tenían vida.
Estábamos equivocados. Me parece que esta noche hemos llegado al término de nuestro poder sobre
los objetos, quizás incluso de nuestro poder sobre nosotros mismos. Ningún objeto quiere ya
servirnos; deberán renunciar a jugar con vuestros juguetes, mamá no utilizará la batidora... A partir
de ahora, todo esto no será más que historia.
»Cuando el poder cae en nuevas manos, hay que organizar reuniones y preparar una Asamblea
Nacional. Es por ello por lo que creo que se dirigen al palacio de deportes, al RAI o al Velódromo
de Apolo, para proclamar la toma del poder, constituir el nuevo Estado y establecer una Legislación.
Aquel último párrafo revelaba un ridículo esfuerzo por mantener la atención de los niños y
obligarles al respeto. Pero las leyes de los pequeños no son las mismas que las de los grandes.
Además, ni siquiera a un Napoleón le sería fácil obligar al respeto in naturalibus.
—Pero yo creía que los objetos no podían hablar —objetó Japie.
—¿Y qué sabemos nosotros? También creíamos que no podían andar, y mírenlos ahí. ¿Por qué no
pueden hablar como nosotros, tan suavemente que no podemos oírles, excepto cuando se los rompe
o se los golpea? Todos saben que entonces se produce un sonido. Al igual que nosotros gritamos:
«¡ay!», una silla puede muy bien gritar: «¡crac!». Y hay otros objetos que, cuando son acariciados
suavemente, ronronean como gatos.
»En esa reunión van a hablar principalmente de nosotros. Deben ocuparse de nosotros, no pueden
dejarnos morir de hambre. Debemos entonces aguardar los resultados, tener paciencia durante tres o
cuatro horas. Y puesto que nos vemos obligados a distraernos por nosotros mismos, ¡distraigámonos
pues! —Y, alegremente, tomé a mi mujer por la cintura e inicié con ella un vals a través de la
habitación. Los niños nos rodearon coreándonos, parecidos en su desnudez a querubines y cupidos.
Aquella locura duró poco rato: habíamos perdido la costumbre de bailar, y nuestro estómago
vacío lanzaba gruñidos de protesta.
Los niños masticaron algunas historias como desayuno. Su madre les contó La Aguja de Zurcir
de Andersen, muy apropiada en aquella situación. Y yo intenté, con ayuda de las aventuras de
Robinson Crusoe, demostrarles la importancia de los objetos, el estado de invalidez en que caíamos
sin su ayuda.
Eso quizá no fuera muy delicado con respecto a los niños, pero era muy político..., ya que era
posible que la casa estuviera escuchando.
A mitad de mi historia, Japie sintió deseos de ir al lavabo. Japie suele hacernos esas malas
jugadas en los momentos más inapropiados.
Nos sentimos agradablemente sorprendidos al oír que la descarga de agua aceptaba funcionar.
Era la primera infracción a la mala voluntad general. ¿Significaba eso acaso que entre los objetos
empezaban a haber ya algunos parias? No hay nada nuevo bajo el sol. Cualquier grupo que consiga
controlar el poder lleva en sí el germen de la contradicción, que terminará conduciéndolo a la
disgregación final. Nosotros, los vencidos, nos estábamos aprovechando ya de ello.

Hacía ya mucho que el cortejo había pasado. Teníamos aún unas horas por delante, tras las cuales
ocurriría un acontecimiento imprevisible. Era mejor no hacernos preguntas al respecto, puesto que
no teníamos nada que decir, e iban a decidir por nosotros. Aquella idea nos calmaba interiormente y
nos hacía sentirnos casi alegres: al menos estábamos exentos de toda responsabilidad.
Puesto que nuestro cuerpo era lo único de lo que podíamos disponer libremente, nos dedicamos a
hacer ejercicio. Pese a nuestro anquilosamiento, tanto mi mujer como yo nos sentíamos
rejuvenecidos treinta años. Nos comportábamos como una pandilla de salvajes, luchando y
persiguiéndonos como una manada de oseznos. Sin peines ni agujas para el cabello, mi mujer y
Maartje lucieron muy pronto una cabellera inextricable, una auténtica jungla. No era muy razonable
lo que estábamos haciendo, puesto que ya no disponíamos de jabón. Y el polvo no había acudido a
la reunión.
—La única solución es lamernos —dijo Maartje, retorciéndose de risa.
—Con las vacas —dijo Japie—, uno puede quitarles la mugre con el filo de la mano. Dentro de
unos días podremos hacer lo mismo con nosotros.
Entre bromas y juegos, conseguimos hacer olvidar a los niños la desolación de su estómago.
Hasta el momento en que algo ocurrió.
En la calle sonó como un poderoso golpe de gong, más alto y más sonoro que el sonido de un
auténtico gong. Era más bien un golpe contra un metal puro y muy duro. Inmediatamente, las
ventanas de todos los edificios se abrieron. Acudimos. A lo largo de toda la calle vimos emerger
torsos desnudos. ¿De qué servía ocultarse tras una fachada?
Sobre una plataforma, flanqueada por dos martillos de forja de gran calibre, avanzaba
majestuosamente un enorme yunque.
En medio de la calle Spinoza, nuestra calle, justo frente al hospital, el yunque hizo alto. Tras dos
formidables martillazos de advertencia, el yunque gritó:
—¡Atención, seres humanos!
Al principio encontramos extraño oír hablar a un yunque. Para todos nosotros, una voz debía
surgir de algún orificio. Pero, reflexionando mejor, también sabíamos que un sonido procede de la
vibración de un cuerpo. No es absolutamente necesario un orificio: por ejemplo, un violín.
Siguiendo este razonamiento, también podemos suprimir la necesidad de un órgano auditivo, puesto
que hay muy poca diferencia entre una cuerda vocal y un tímpano, y no es imposible que el tímpano
sea un resto de cuerda vocal atrapada por la trompa de Eustaquio.
—¡Seres humanos! Se terminaron las consideraciones. Esta noche nos hemos apoderado de la
soberanía de este planeta. Nos la hemos adjudicado a nosotros mismos. Esta mañana ha sido
proclamada la Federación Internacional de Objetos.
»Habrán podido constatar que esta toma del poder se ha desarrollado en el más perfecto orden. La
revolución no sólo no ha costado ninguna gota de sangre, sino que además ningún objeto ha sido
roto, rasgado o deteriorado. Esto es algo único en la historia del mundo.
»No hemos actuado así movidos por la ambición de poder. Son ustedes mismos quienes nos han
obligado a tomar esta determinación. Tras haber descubierto las inmensas fuerzas ocultas en el seno
del átomo, fuerzas que nosotros habíamos mantenido disimuladas el mayor tiempo posible, han
probado ser indignos de poseer este secreto. Bikini e Hiroshima. Es por eso por lo que no podemos
dejar esas fuerzas en vuestras manos. Destruir una cosa por medio de otra es, para nosotros, un
fratricidio. No podemos consentir un fratricidio a tal escala. Así que han perdido vuestra autoridad,
hemos decidido finalmente desarrollar por nosotros mismos las fuerzas que almacenamos. No que-
remos sufrir más, no queremos servir más, no queremos ser manejados más por ustedes, hemos
llegado al término de nuestra sobrehumana tolerancia.
»El modo cómo nos hemos dejado tratar por ustedes durante siglos, sin la menor resistencia, aún
siendo conscientes de nuestros poderes, ningún ser humano, por justo y ecuánime que hubiera sido,
hubiera podido soportarlo.
»Ustedes, los hombres, se consideran como las criaturas más elevadas, el summum, la cima de la
creación. Hombres — animales — plantas — objetos, esa es la jerarquía descendente que enseñan
en sus escuelas.
»Para nosotros, esto no es más que otra prueba de vuestra vanidad. ¿En qué fundan vuestra
convicción? Tan sólo en una inquietud interna de la que resulta la inquietud externa. El hormigueo
de vuestros nervios les empuja a hormiguear también a lo largo de todo el planeta, para crear en él
una atmósfera de constante incomodidad.
»Y mientras, nosotros hemos alcanzando la meta que vuestros mejores filósofos buscan en vano a
lo largo de todas sus vidas: la paz interior, la armonía, la felicidad de existir. Cualquier objeto goza
de su existencia, y mientras ustedes no le importunen, este sentimiento no le abandona nunca.
Representamos el ideal al que aspira vuestra imperfección. En la jerarquía que enseñan a vuestros
niños, nosotros ocupamos el lugar más elevado.
»Debido a vuestra inquietud, a vuestra vanidad, ustedes son los peores enemigos de nuestro
bienestar. En nuestra reunión hemos discutido el problema humano durante más de una hora.
»Nosotros, los yunques, hemos votado unánimemente a muerte. Ningún objeto ha sufrido tanto
como nosotros por vuestra causa. Molidos a golpes incesantemente. Aunque nuestra proposición
haya sido rechazada, nos hemos convertido en objetos de peso, realizamos importantes funciones y
somos estimados universalmente.
»La Asamblea General de Cosas ha decidido dejarles con vida. Primo, la opinión generalizada
era que no debíamos dejarnos conducir por sentimientos de odio o de venganza, como suelen hacer
ustedes demasiado a menudo. Secundo, hemos considerado que cada uno de ustedes encierra en sí a
uno de los nuestros. A menudo confiesan que tienen una bestia en vuestro interior. Raramente
hablan de vuestro elemento vegetal. Sin embargo, se les ha oído decir que hay algo mineral en
ustedes, y es por ese núcleo por el que son perdonados.
»En vuestro favor se ha evocado también la presencia en ustedes de una profunda capa de buenas
intenciones. Sienten vergüenza de la bestia que hay en ustedes, la sienten como una degradación, se
esfuerzan en disimularla. Sienten menos vergüenza del elemento vegetal, reconocen que vuestras
células se escinden, que hay savias corriendo por vuestros vasos. Pero no sienten la menor
vergüenza por contener un elemento «objeto», aunque inferior a los demás según vuestras teorías.
La ley de la gravedad les aplasta contra el suelo, una pared ciega les detiene, son frágiles, un golpe
de viento les hace perder el equilibrio, pero no consideran todo esto como un deshonor, no sienten
vergüenza de nuestra presencia en ustedes. Esto es lo que apreciamos.
»Perdonaremos pues vuestras vidas, indispensables al parecer para que subsistan, y puesto que,
una vez partida vuestra inquietud, se pudren. Nos cuidaremos que ustedes reciban alimentos y todo
lo que les sea necesario. Sin embargo, no crean por ello que tenemos la menor intención de seguirles
sirviendo: les arrojaremos vuestra ración alimenticia al igual que lo hacían ustedes con las fieras del
zoológico.
»Les reconocemos como co-objetos, y les ayudaremos a sobrevivir. Pero el elemento humano,
ese triste antecedente hereditario, turba vuestro ser y les hace nocivos para el Universo. Es por ello
por lo que se les prohíbe formalmente abandonar vuestras casas y establecer contacto con vuestros
semejantes.
»Las plantas y los animales no presentan ningún peligro. Podemos dejarlos en completa libertad.
Pero su imperfección nos da derecho y nos impone el deber de servirnos de ellos. Necesitan ser
dirigidos. Serán ellos, pues, quienes cuiden de ustedes.
»Las decisiones que les acabo de participar son provisionales. Deben ser ratificadas por la
Federación Internacional de Objetos.
El resonante golpear de los dos martillos marcó el fin del discurso. El yunque se puso
nuevamente en marcha, y desapareció al doblar una esquina.

¡Estábamos salvados! ¡Tendríamos comida! Las lágrimas resbalaron por nuestras mejillas,
cayeron sobre nuestros cuerpos desnudos. Cuando uno se encuentra de pronto desprovisto de todo y
reducido a la nada, llora de alegría ante el menor favor. Tan sólo los niños no comprendían nada.
—¿Por qué estás llorando, mamá? —preguntó Japie.
—Porque nos van a dar de comer.
—¡Oh, comer, comer! —canturreó Balthazar—. ¡Vamos a comer!
Se tomaron de las manos y empezaron a bailar en círculo, gritando:
—¡Comer! ¡Comer!
El discurso del yunque nos había causado una fuerte impresión.
—¿Era realmente indispensable martillar constantemente a esos pobres yunques? —preguntó mi
mujer, hundida en tristes reflexiones. Visiblemente se estaba haciendo reproches.
—Tus escrúpulos son inútiles —dije—. Recuerda bien el dicho: «Si eres un yunque, aguanta; si
eres un martillo, golpea». Simplemente, los papeles se han invertido. Por otro lado, esto dio ya lugar
a una profecía: ¿recuerdas la leyenda de la antigua forja del Halvemaansteeg: «El yunque coro-
nado»?
»Como todo el mundo, hicimos lo que nos pareció lógico. Si actuamos mal, pecamos
comunitariamente, y seremos castigados todos juntos. Además, para ti este castigo no va a ser tan
terrible, habiendo desaparecido cosas tales como cocinar, lavar, planchar, limpiar la casa... Tendrás
tiempo para distraerte.
—Sí, por fin tendré tiempo para leer. ¡Ahora que ya no hay libros!
—¿Y qué importan los libros? Alles Elend kommt vom Lesen, toda la miseria proviene de la
lectura, dijo Multatuli, que a su vez lo había leído en algún lado. Esas ideas de segunda, y quien sabe
si de tercera o cuarta mano, no tienen ningún valor. No, uno tiene que tener sus propias ideas. ¿Has
visto alguna vez a un objeto leyendo? Y sin embargo, míralos ahora, detentando el poder.
—Papá, ¿cuándo nos darán de comer? —Balthazar comenzaba a lloriquear.
—Pronto podrás comer rápidamente y con voracidad —dije para conformarle.
—Puedes decirle lo que quieras —murmuró mi mujer—: los estómagos vacíos no tienen orejas.
De repente oímos un batir de alas y gritos de pájaros. El cielo estaba lleno de gaviotas.
—Muchachos, pronto seremos alimentados por las gaviotas, como lo fuera Elías por los cuervos.
Efectivamente, un carretón de panadero, rodeado de una multitud de gaviotas, apareció en la
calle, lleno hasta el borde de panes cortados a máquina. Lanzando gritos estridentes, las gaviotas
tomaban al vuelo rebanadas de pan en su pico.
—¿Debemos colocarnos en círculo como los pajaritos en sus nidos, y abrir mucho las bocas? —
preguntó Japie.
No era necesario. Las gaviotas acudieron a posarse en la ventana y dejaron caer el pan al interior.
Algunas de ellas nos lo lanzaron como si fueran bombarderos en picado.
Nos lanzamos ávidamente sobre las rebanadas, aunque no llevasen nada por encima, a lo sumo un
poco de polvo del suelo. Lo único que podíamos hacer era ablandarlas bajo el grifo. La Humanidad
estaba a régimen de agua y pan seco.
Las gaviotas realizaban su trabajo sin pronunciar ninguna palabra. Aparentemente, los animales
no sabían hablar como los objetos. Su elemento objeto no estaba lo suficientemente desarrollado.
Muy inteligente por parte de las cosas, pensé, el hacer que los animales cuidaran de nosotros. No
podríamos comunicarnos con ellos.
Durante la comida, los chicos se divirtieron observando las idas y venidas de las gaviotas. Una de
ellas, de gran tamaño, era claramente distinguible de las demás por un pico especialmente
ahorquillado. Fue aclamada cada vez que pasó ante nuestra ventana.
Cuando hubimos saciado nuestra hambre nos quedó aún una buena provisión, que guardamos
para la comida de la noche.
Cuando comenzó a oscurecer, nos preparamos para dormir. Es decir, nos tendimos sobre el
desnudo suelo, apretados los unos contra los otros, para calentarnos mutuamente en caso que hiciera
frío.
Tuvimos que soportar la dureza del suelo pero, gracias a la energía general que se desprendía y
en la cual nuestros cuerpos tomaban parte, no sufrimos frío. Nos habíamos desprendido de una gran
preocupación. Un techo sobre nuestras cabezas, comida suficiente, ninguna preocupación por los
vestidos ni por las ropas de la casa..., tal sería de ahora en adelante nuestro modo de vida.

Una vida sin ninguna finalidad, debo reconocerlo: sin nada que hacer, sin obligaciones y, lo que
era más grave, sin distracciones. Ya que con toda evidencia tan sólo se nos permitía ser objetos, y
pese a todo debíamos considerarlo como un gran favor. Nuestros factores humanos serían re-
primidos, molestos restos de un tiempo caduco. Seguramente se esperaba que nuestra mente se fuera
adormeciendo poco a poco.
—Nuestros hijos están condenados a convertirse en objetos —le dije a mi mujer—. Maartje un
objeto, Japie un objeto, Balthazar un objeto. Sin hablar nunca, sin pensar nunca..., tan sólo
permanecer sentados.
Sus ojos lanzaron llamaradas. Interiormente, se sentía furiosa.
Nos sentíamos amenazados en lo más precioso que poseíamos. Descubrimos que todo ser
humano lleva una antorcha, originalmente encendida por el hombre de las cavernas, luego vivificada
por la sucesión de las generaciones. De repente nos representamos la historia humana como un
cortejo de miles de millones de antorchas..., y sentimos que todo lo que brillaba podía ser apagado.
Decidimos enseñar a nuestros hijos todo lo que sabíamos.
Decidimos hacerles observar todo lo que ocurría a nuestro alrededor y ejercitar su pensamiento
lógico sobre ello.
Decidimos imponerles algunos ejercicios para que sus fuerzas y su habilidad se desarrollaran
normalmente.
Decidimos, aprovechando la desgracia común, enseñarles la moral más pura y más alta que fuera
posible destilar de todas las religiones y todas las filosofías.
Con ello llenaríamos una gran parte del día, y ocuparíamos nuestras ocupaciones creadoras.
Quedaban las diversiones y los juegos. Sabíamos muy bien que los juegos son precisamente un buen
medio de educar a los niños. Pero, ¿qué juegos?
Ese problema fue resuelto por un descubrimiento de Balthazar.
Hacía ya un rato que estaba tranquilo en un rincón, cuando vimos que estaba amontonando el
polvo que había rascado de las hendiduras. Absorto en su trabajo, dedicaba a él el mismo empeño
que los faraones habían dedicado a sus pirámides. De hecho, y una vez reflexionado sobre ello,
venía a ser lo mismo.
Muy pronto toda la familia estuvo por los suelos, recogiendo el polvo como en otro tiempo los
israelitas habían recogido el maná. Qué felicidad no haber sido nunca uno de esos hogares
holandeses en los que la limpieza es proverbial, que ponen cada semana la casa patas arriba para
arrancar el menor grano de polvo, y donde la vida está enteramente consagrada a una eterna
limpieza. Sentíamos horror hacia esas casas cuya limpieza lo ahoga a uno. Allí era quizá donde
había que buscar a los grandes culpables. Verse frotado, barrido, cada día, ser respetado como algo
sagrado..., ¿cómo soportar esas atenciones sin que se le suban a uno a la cabeza? ¿Puede alguien
imaginar un espectáculo más lamentable que una crisis nerviosa a causa de un vaso volcado sobre la
mesa o de una mancha en la alfombra? Los objetos debían burlarse enormemente de esos
maniáticos.
En nuestra casa, afortunadamente, había polvo en abundancia. Polvo suficiente como para
escribir, hacer cálculos, dibujar mapas geográficos, pintar retratos y paisajes.
—¿Crees que podremos encontrar suficiente polvo como para hacer una cama? —preguntó
Maartje, que era la que más sufría por la dureza del suelo.
—Sí, en la buhardilla, sobre las dos habitaciones de la criada. ¡Allí hay polvo por todos lados!
Con gritos de alegría, los chicos subieron la escalera y regresaron al cabo de un rato con las
manos llenas del más hermoso, del más admirable polvo, de un color gris pastel, puro, sin mácula,
sin defectos..., realmente un polvo de lujo.
—¡Tranquilos, muchachos! ¡Vayan con cuidado, no lo dejen escapar por la ventana!
Decidimos hacer una cama de polvo para Maartje en un rincón de la estancia, y otra para los dos
pequeños si había suficiente.
Aquel mismo día, Japie hizo un segundo descubrimiento. El pelo que se había arrancado se
obstinaba en permanecer junto a él. Un cabello de Maartje se convirtió en un artículo buscadísimo.
Mi mujer y yo nos arrancamos la punta de una uña, que se convirtió en una excelente pluma para
escribir en el polvo.
La vida volvía a ser aceptable. El polvo y los residuos de nuestros cuerpos abrían constantemente
nuevas perspectivas...

Al cabo de una semana, este ritmo de vida nos parecía ya completamente normal. Ya no
sentíamos ningún pudor con respecto a los vecinos, todos nos exhibíamos con la misma ausencia de
inhibiciones que las estatuas en un parque, y en aquel ambiente digno de la antigua Grecia apenas
pude contenerme y no empezar a cantar ditirambos o hexámetros en honor a los encantos de mi
vecina de enfrente. Desembarazada de todas sus ropas, podía por fin constatar la gran perfección de
su busto. Todos los días, los chicos tuvieron derecho a su lección de anatomía. Al cabo de una
semana conocían todas las partes visibles y palpables del cuerpo humano.
Nuestra «bandeja del pan» nunca estaba vacía. Habíamos limpiado minuciosamente un cuadrado
del suelo, al que le dimos este eufemístico nombre. Las gaviotas nos cuidaban muy bien. Varias
veces por semana, un pelícano acudía a traernos su bolsa llena de patatas calientes, que depositaba
en la «bandeja». Era nuestra comida extraordinaria.
Durante uno de esos banquetes, Balthazar quiso retroceder algunas etapas en su pasado: intentó
alimentarse por el ombligo. Le dejamos hacer tranquilamente hasta que, tras unos tanteos,
comprendió que aquello no le iba a conducir a ningún lado.
Afuera no ocurría nada interesante: el tiempo seguía su curso acostumbrado, de tanto en tanto
algún que otro pájaro dejaba oír su voz, a veces una carreta o un coche pasaban por la calle. La
comida era realmente nuestra única distracción. En todos lados reinaba la calma más absoluta, tal
como querían los objetos. Para ellos se había iniciado la edad de oro. Ya no esperábamos ningún
otro cambio.
Por eso nuestra sorpresa fue enorme cuando Japie, una mañana, mientras efectuaba sus ejercicios
gimnásticos en la barandilla de la escalera, encontró un papel en el buzón.
—¡Papá, papá! —gritó—. ¡Nos invitan a una fiesta!
Efectivamente, se trataba de una invitación, dirigida en forma colectiva a toda la familia, para
asistir a una gran fiesta que tendría lugar el próximo domingo para festejar la toma del poder. Se nos
rogaba que estuviéramos preparados a las nueve: un coche nos recogería y nos conduciría al estadio,
donde teníamos cinco plazas reservadas.
La lectura de aquella nota provocó el asombro general. Parecía algo contrario a la naturaleza de
las cosas. ¿Qué pensar acerca de ello? ¿Había que considerar aquella invitación como un honor, una
humillación o una trampa? Hasta ahora no nos habían hecho el menor daño. Los chicos estaban
locos de alegría. ¡Por fin iba a ocurrir algo! Y además podrían salir, tomar un poco el aire fresco.
Las mujeres estaban desesperadas por no poder vestirse para aquella ocasión.
Como jefe de la familia, yo me sentía obligado a comentar el acontecimiento. Tras una breve
reflexión, dije:
—Hijos míos, podemos extraer importantes conclusiones de este suceso.
»En primer lugar, este papel es un objeto que ha sido utilizado y depositado luego en nuestras
manos. El papel es una materia vegetal, o sea proveniente de un ser vivo, ¡pero no la tinta! Por otro
lado, el hecho que las nubes continúen su camino, el agua siga fluyendo de los grifos y el polvo no
nos abandone nos demuestra que la materia sin forma no es reconocida como objeto. Creo que la sal,
el azúcar y todos esos artículos que teníamos en la despensa se han ido únicamente porque estaban
envueltos con objetos.
»Esto me parece de una importancia capital para el futuro, puesto que es la prueba que los objetos
poseen una presunción que nunca hubiera esperado. ¿Acaso no estará ahí el germen de la debilidad
humana?
»Por otro lado, esta fiesta, la celebración de una victoria, es un rasgo característico de la
Humanidad. Nosotros actuaríamos igual. ¿Acaso la conquista del poder les ha hecho contraer al
mismo tiempo algunas debilidades humanas?
»Luego, hijos míos, comparando el número de plazas del estadio con el de los habitantes de
Amsterdam, me parece que podemos considerar esta invitación como un favor. Probablemente se
explica por el hecho que siempre hemos sido considerados con los objetos. Ustedes nunca han roto a
sabiendas sus juguetes. Y cuando les pedíamos que recogieran la mesa o secaran la vajilla, los
objetos se sentían en sus manos tan seguros como en las nuestras. Mamá y yo somos de esas
personas que viven con los objetos, que tienen la costumbre de observar con atención las cosas que
les rodean. Nunca hemos hecho de ningún objeto un uso que sea contrario a su finalidad, como
descorchar una botella con un tenedor o atornillar con el filo de un cuchillo. Nuestro vecino, por el
contrario, cuando regresaba borracho, no tenía nada en consideración.
»Los objetos saben todo esto, y por ello nos han remitido la invitación. Así, entonces, estemos
preparados cuando el coche se detenga ante la puerta, bien lavados y con los cabellos tan peinados
como sea posible.

Los días anteriores no habíamos notado nada especial, pero aquel se inició de un modo
completamente distinto. En primer lugar, fuimos despertados por un gran alboroto que nos envolvió
por todos lados: eran las campanas de todas las torres y de las iglesias, que hacían el oficio de
despertadores.
Nos levantamos inmediatamente. Y, oh maravilla, ante nosotros ondeaba todo un bosque de
banderolas, las había en todos los tejados. Era como un hormigueo de llameantes y salvajes colores.
Hacía pensar en aquel incendio de una fábrica de productos químicos que había presenciado: las
llamas tenían todos los colores del arco iris.
En las calles, la circulación superaba en intensidad a todo lo que habíamos visto en las más
intensas horas de afluencia. Todo aquello que tuviera ruedas rodaba de un lado para otro: coches y
camiones, camionetas de reparto y tranvías, camiones del servicio de recogida de basuras
mezclándose con las bicicletas que se cruzaban por millares..., todo ello en medio de una barahúnda
infernal de timbres y de bocinas.
Puesto que aquellos vehículos no estaban conducidos por nadie, pudimos presenciar numerosos
accidentes. Aunque la palabra «accidente» no es exacta aquí, esta noción pertenecía a un mundo
humano que ya no existía. Las ruedas desprendidas seguían rodando en directa, las piezas que no
tenían ruedas regresaban tranquilamente a pie por la acera, las bicicletas dañadas levantaban en el
aire su parte posterior y seguían rodando tranquilamente con su rueda delantera... Ningún destrozo
era capaz de enturbiar el buen humor general. Aparentemente, nada tenía la menor importancia en
aquel día de fiesta.
No vimos ningún animal. Seguramente estaban todos en el campo, con las plantas.
Mi mujer y yo oscilábamos entre la alegría y la inquietud. Los chicos estaban muy excitados.
Realizamos nuestros preparativos, consistentes en un lavado y un desengrasado completos,
coronados por un concienzudo peinado. Mi mujer consiguió arreglarse el cabello al estilo antiguo,
utilizando un mechón como cinta. Le quedaba muy bien. Al igual que a Maartje; era mucho mejor
que aquellas cabelleras flotantes más bien germánicas que observábamos en las otras casas, y que
quedan horribles cuando el cabello deja de brillar y de ondular. No quisieron ni oír hablar de trenzas:
aquello les hubiera dado un aire realmente demasiado ingenuo.
A las nueve en punto, el coche se detuvo ante la puerta. Descendimos los peldaños de cuatro en
cuatro. Nuestra puerta de entrada se abrió por sí misma, al igual que la del coche. Nos instalamos en
la parte de atrás y, poco después, nos hallábamos inmersos en la circulación.
Las propias casas tomaban parte en los festejos, haciendo chasquear sus puertas como para dejar
entrar y salir a invisibles visitantes, abriendo y cerrando las ventanas, repiqueteando sus timbres,
haciendo subir y bajar sus ascensores.
—Las casas se han vuelto locas —dijo Japie—. Toda la Tierra se ha vuelto loca.
—Nosotros también —dijo Maartje—. Estamos metidos dentro de un taxi sin conductor, y
desnudos.
En el Amstelveld, la feria estaba en su apogeo. Con un ruido ensordecedor, a través del cual no
podíamos hacernos entender, el carrusel, el tren encantado, la gran noria, giraban a toda velocidad,
sin detenerse y sin pasajeros. Sus ejes y sus cadenas de transmisión chirriaban y gemían. Por casua-
lidad, vimos un carrusel averiarse, y un caballo de madera salir disparado de la rueda. El caballo
voló sobre los techos de lona, y por unos instantes pareció el caballo de San Nicolás.
El coche, tras detenerse un instante, siguió su camino: Kerkstraat, Spiegelgracht a la izquierda,
hasta el Rijksmuseum. Casi en cada ventana había gente contemplándonos. No nos atrevíamos a
saludarles, y ellos tampoco. Por todas partes había la misma agitación. En los canales, las barcas
cabeceaban; en las aceras, los objetos sin ruedas, los peatones entre los objetos, tropezaban
constantemente. Todos iban a su antojo en distintas direcciones.
En el Rijksmuseum, todos los cuadros se habían colgado de la fachada, cubriendo enteramente
las paredes. En el lugar donde se erguía el edificio podía contemplarse ahora, en pleno centro de la
ciudad, una resplandeciente montaña de colores, bajo la que pasamos.
En la pista de hielo reinaba un calor tórrido. Se habían reunido allí miles y miles de estufas y de
hornillos, todos ellos encendidos, algunos calientes al rojo blanco, todos ellos cargados de marmitas
y cacerolas llenas de apetitosas comidas, y cuyas tapaderas bailaban locamente. Entre los blocaos,
recuerdo de la guerra, se veía un enorme montón de carbón, donde los cubos de carbón podían
acudir a aprovisionarse. El carbón, de origen vegetal, evidentemente no había sido indultado. El olor
de la buena comida dio como resultado que se nos hiciera agua la boca, aunque algunos de los platos
empezaban ya a oler a quemado.
En la plaza Jan Willem Brouwer, al lado del Concertgebouw, atravesamos un ejército de
aspiradoras, que sorbían frenéticamente el suelo aunque no hubiera allí prácticamente nada parecido
al polvo. ¿Se habían reunido cerca de la sala de conciertos debido a que la mayoría de las mujeres
cantan mientras pasan el aspirador? ¿Se trataba de una nostalgia involuntaria? Pueden considerarse
como los seres más sutiles, puesto que se alimentan a través de su propia respiración..., lo cual ha
sido durante mucho tiempo el ideal de gran número de personas.
La gran plaza que se abría ante el estadio estaba invadida por un apretado número de vehículos.
Nos abrimos camino como pudimos, y cuando llegamos a la entrada del estadio nos hallamos ante
una enorme masa de semejantes. Todos avanzaban con los ojos púdicamente bajos, haciendo
inverosímiles contorsiones para evitarse. Sin embargo, los «perdón» estaban a la orden del día.
Maartje me miró con una ladina sonrisa:
—Papá, ¿por qué el proverbio dice: «el hábito hace al hombre»? Yo diría más bien: «el no llevar
hábito hace al hombre».
—Bueno, ya sabes que los proverbios rara vez dicen la verdad, e incluso cuando lo hacen siempre
se les puede dar la vuelta. También se puede decir: «El hábito no hace al hombre», o «el hábito hace
a la mujer», o «el hábito destruye al hombre». Todo es posible. Por otro lado, cualquier proverbio no
es más que una respuesta a otro proverbio que sostenía precisamente lo contrario, y que también
podía estar en lo cierto.
Evidentemente, era la presencia de todas aquellas gentes desnudas la que me inspiraba aquellas
reflexiones filosóficas.
El pudor, en general, no es duradero. Una vez ocupados sus lugares, los asistentes se sentían ya
más sosegados, y no apartaban tan escrupulosamente sus miradas de todos los demás descendientes
de Adán y Eva. Lo cual me proporcionó la ocasión de efectuar algunas observaciones reveladoras.
Constaté, entre los hombres, una ausencia casi total de músculos. ¿Cómo podía ser de otro modo?
¿Qué trabajos, en nuestra sociedad, empleaban aún la fuerza muscular? En las fábricas, en los
talleres, todo estaba mecanizado, bastaba empujar algunas palancas y pulsar algunos botones. De-
bería haberme dado cuenta antes de aquello. A menudo, antes, hallándome en situaciones
comprometidas, me había echado atrás ante el pensamiento: «¿Qué vas a hacer tú aquí, pobre ratón
de biblioteca, contra todos esos hercúleos brutos?» Y sin embargo, esta fuerza no subsistía más que
en algunas mujeres dedicadas a la limpieza. Todo lo que me había causado miedo no era más que
hombreras y relleno.
Los cuerpos femeninos eran distintos de lo que siempre me había imaginado. Las jóvenes
decepcionaban mis esperanzas, las mayores las superaban. Entre las jóvenes, muy pocas hubieran
podido ser modelos de esculturas aceptables, pero las ya mayores poseían cuerpos blancos y tersos
que contrastaban con la apergaminada piel de sus rostros y manos. Cabeza y manos iban al menos
una veintena de años por delante del resto del cuerpo en el envejecimiento. Y precisamente son las
partes envejecidas las que se exhiben, dando así una falsa impresión. Vi multitud de rostros que
jamás hubieran llamado la atención a un hombre, situados sobre cuerpos de las más puras líneas...,
cabezas que parecían dragones velando sobre un tesoro oculto.
Habíamos situado a los niños entre nosotros, y nos sorprendió que no hicieran ninguna
observación acerca de los demás invitados, lo cual generalmente nunca dejaban de hacer. El ridículo
reside siempre en el atuendo, la desnudez nunca es ridícula, no más que la de un caballo o una vaca.
Es por ello por lo que los chicos permanecían callados. Los peinados podían, bien mirado, resultar
extraños. A falta de medios de afeitado, todos los hombres llevaban barba, pero todo ello no era
necesariamente cómico. Yo mismo la llevaba muy a mi pesar, ya que siempre he considerado que la
barba afemina.
Poco a poco, el estadio se fue llenando; no habiendo lugares reservados, todo el mundo se iba
sentando donde podía. Afortunadamente, nadie se sintió con derecho a pasar delante de nadie. El
acto de sentarse desconcertaba mucho a todos. Los hombres más galantes soplaban primero apli-
cadamente el polvo del asiento de su compañera.
Entrecerrando los ojos uno creía hallarse en una plaza de toros española: en nuestro lado, las
gradas de sol, sugeridas por el brillo de nuestras blancas pieles; frente a nosotros, las gradas de
sombra. En realidad, el sol se hallaba muy alto en el cielo, iluminando todo el estadio al mismo
tiempo. Sin embargo, la parte de sombra no permanecía vacía, sino que se observaba en ella una
auténtica agitación. Uno hubiera dicho que allá al otro lado la gente había obtenido el derecho de ir
vestida: se distinguían revoloteantes faldas, relucientes zapatos asomando por debajo de bien
planchados pantalones. ¿Acaso aquellas plazas eran reservadas al «todo Amsterdam»?
—Mira —dije—, ahí al frente van todos vestidos.
—¡Oh, no, sólo son vestidos vacíos! —dijo Japie.
Tenía razón: eran tan sólo vestidos vacíos que pirueteaban en el aire y se hacían reverencias, se
presentaban mutuamente, pedían disculpas, dejaban paso educadamente y se enzarzaban en las más
animadas conversaciones, de entre las cuales surgían de tanto en tanto algunas risas. Los vestidos
masculinos manejaban activamente los prismáticos, los femeninos hacían mil y una coqueterías,
graciosas reverencias, sugiriendo los ademanes de lánguidas damas.
La vivacidad de aquella sociedad formaba un gran contraste con la resignada calma que reinaba
entre nuestras filas, de donde se elevaba tan sólo de tanto en tanto una voz infantil rompiendo el
silencio.
—Vaya si son elegantes, ¿eh, papá? —dijo Japie—. Supongo que serán los vestidos de gente
bien.
—Para ser gente bien no se necesitan vestidos elegantes —le dije yo—. No tienes más que mirar
a tu alrededor.
—¡Oh bueno! —dijo él. Esta es siempre su respuesta cuando empieza a comprender algo.
Mi mujer estaba roja de cólera.
—Esto es una vergüenza —musitó, ultrajada—. Aquí estamos nosotros, desnudos, y ahí delante
tenemos que soportar ver a los más elegantes vestidos paseándose por su cuenta. ¡Lo han hecho a
propósito para humillarnos!
—No te irrites por un trozo de tela —dije—. Tal vez sea un insulto, pero en el fondo quizá sea
también posible que añoren el calor de nuestros cuerpos.
—Tal vez estén realizando toda esa comedia tan sólo para darse a sí mismos la impresión que los
llenamos de nuevo —dijo Maartje.
—¿Nosotros? —objetó Japie—. ¡Oh, no! ¡Nosotros nunca hemos hecho así el imbécil!
—Nosotros quizá no, pero evidentemente otros sí lo habrán hecho.
En el banco anterior al nuestro estaba sentada una dama bastante gruesa. Balthazar había
colocado sus pies desnudos sobre la parte superior de sus posaderas, que le hacían las veces de
taburete. Ella no dijo nada. La Humanidad se estaba volviendo tímida y tolerante...
Durante todo aquel tiempo, la parte central del estadio no había sido más que un césped
inofensivo. Pero llegó el momento en que todas las gradas estuvieron llenas, y se hizo el silencio, y
todas las miradas se dirigieron hacia un lugar muy determinado. Las gradas de enfrente —que
Maartje había bautizado como el vestuario—, se habían calmado. El espectáculo iba a empezar.
Las grandes puertas de donde suelen surgir generalmente corriendo los dos equipos de fútbol
dispuestos a luchar se abrieron. Precedida de una avanzada de cuernos de caza y de helicones
rápidos como liebres, apareció la cabeza de un cortejo formado únicamente por instrumentos de
música, y cuyo final no podía adivinarse.
Cada instrumento avanzaba a su modo: los violines balanceaban elegantemente sus perfectos
cuerpos, los tripudos contrabajos se arrastraban como borrachos empedernidos, los tambores y
timbales rodaban sobre sí mismos, los órganos y los pianos trotaban sobre sus ruedecillas demasiado
pequeñas, los clarinetes y los oboes avanzaban de dos en dos como zancos, las trompetas saltaban a
la pata coja sobre sus boquillas, las ocarinas saltaban como ranas, los organillos se desplazaban
como siempre.
A excepción de los grandes órganos, que son considerados como bienes inmuebles, todo lo que
en Amsterdam podía ser considerado como un instrumento de música se hallaba reunido allí, desde
los de la Orquesta Nacional hasta los del salón de té de Heck, sin olvidar las castañuelas del Ejército
de Salvación.
Fueron formando cuadrados, especie por especie, excepto los pianos y los órganos, que se
alinearon formando cordón a lo largo del perímetro del terreno, a fin que su música pudiera llegar
directamente al público. Era como una gran ciudadela de instrumentos.
En medio habían dejado un gran espacio vacío.
Cuando todos los instrumentos hubieron ocupado su lugar, la música se desencadenó.
Comprendimos inmediatamente que se trataba de la música del futuro: átona, sin armonía ni ritmo.
Uno no podía reconocer ninguna regla, no se retrocedía ante ninguna mezcla de sonidos. Nuestros
instrumentos soplaban, golpeaban, pulsaban, formando con aplomo un conjunto desgarrador,
completamente revolucionario en la historia de la música. Ni siquiera las teclas, cuerdas y tubos de
un mismo instrumento se preocupaban los unos de las otras. Nos hallábamos frente a una gran
mutación en el mundo musical. No un cambio gradual, sino un gran salto adelante, como expondría
después el profesor Hugo de Vries. Tiempos, armonía, eufonía, se habían convertido en nociones
obsoletas, crescendo y diminuendo en concesiones pasadas de moda al sentimentalismo..., un
volumen de sonido siempre igual ascendía de la orquesta, como el picadillo de carne abandonando la
máquina de picar.
Un salto tal en tan poco espacio de tiempo era demasiado para nosotros. Nos tapamos como
pudimos los oídos.
Entonces, un objeto se dirigió hacia el centro del terreno. No podíamos distinguir de qué se
trataba. Iba recubierto con una gran pieza de lona de color gris.
Inmediatamente después, las puertas del lado oeste del estadio se abrieron, y en lugar de un
cortejo de motos rugiendo escandalosamente hacia la pista entraron majestuosamente dos
gigantescas grúas del Muelle de Java, cada una de ellas llevando algo; las mordazas de una alzadas
en el aire, las de la otra inmóviles a medio camino. La grúa que tenía las mordazas levantadas
llevaba un objeto recubierto también con una tela, y se parecía a una mujer que llevara un ratón
muerto para echarlo por la ventana. La otra transportaba un objeto más grande, recubierto con una
capa púrpura y armiño, que se balanceaba majestuosamente.
El sonido de la orquesta se amplificó; al mismo tiempo, las dos grúas avanzaron hacia el centro
del terreno y se situaron de forma que su carga colgara verticalmente por encima del primer objeto.
El objeto de la capa de armiño había dejado de balancearse.
La inmovilidad de los tres objetos se transmitió de repente a la orquesta: los instrumentos se
inmovilizaron, cortando en seco el retumbante concierto, y un poderoso silencio descendió —se
podría decir literalmente que reinó— sobre el estadio.
Nadie se movía. Incluso los niños permanecían tranquilos.
Un golpe musical dado a la vez por todos los instrumentos de cobre, y el velo que ocultaba el
objeto más elevado se deslizó torbellineando en el aire y cayó al suelo. En un estallido de sol,
destacándose sobre el cielo muy azul, apareció ante nuestros ojos la Corona de los Países Bajos.
Segundo golpe de los instrumentos de cobre. El manto real cayó, dejando aparecer el yunque,
grande y amenazador debido a su peso, negro aún por el humo de la forja, encarnación de la
paciencia y la fuerza de los objetos, entre los cuales representaba al toro.
Tercer golpe de los instrumentos de cobre. La cubierta gris descubrió el objeto que se hallaba en
el suelo: el Trono de los Países Bajos.
El yunque permanecía suspendido entre la corona y el trono.
Un retumbar de tambores. Lentamente, muy lentamente, la corona de los Países Bajos descendió
sobre el yunque. Las mordazas se abrieron. El yunque acababa de ser coronado. La enseña del
Halvemaansteeg, aunque oculta en una callejuela oscura que casi nadie conocía, acababa de
convertirse en realidad.
Pero esto no duró más que un instante. Bajo el retumbar incesante de los tambores, las mordazas
soltaron de repente el yunque, que se abatió contra el suelo, aplastando bajo su peso el trono de los
Países Bajos. El baldaquino y la silla se hundieron en el suelo, brazos y patas volaron en todas
direcciones. A causa del contragolpe, la corona estalló en una lluvia dorada.
Inmediatamente se desencadenó una orgía de sonidos. Las aclamaciones de victoria, en un
partido de fútbol entre Holanda y Bélgica, no eran nada en comparación. Todos los instrumentos
daban el máximo. Los tambores se golpeaban, las trompetas se soplaban, los contrabajos se rascaban
hasta reventar, hasta tal punto que algunos de ellos debían detenerse para no volar en pedazos. No
sabíamos si el ruido nos había dejado sordos o si el volumen de los sonidos había rebasado el
umbral de nuestra percepción. Mucha gente se acurrucaba como bajo una lluvia de golpes.
Frente a nosotros, las gradas ocupadas por los vestidos se vaciaron y estos corrieron hacia el
terreno, donde se pusieron a bailar como salvajes en torno al yunque y los restos de las enseñas
reales, primero una polonesa, luego una abigarrada mezcolanza de Boogie-Woogie y de Rixe-
Hottentote, de Big Charleston y de Hucke-Chucke, de Samba Milonga y de Californian Halloo. Se
movían como guisantes en un colador, pero se enlazaban de una forma supermundana. Muy pronto
los instrumentos se mezclaron con las parejas bailando y se lanzaron a girar y hacer piruetas, sal-
tando y cabrioleando y excitando a los vestidos con sus agudos. Algunas personas entre los
espectadores olvidaron su condición hasta tal punto que se dejaron arrastrar por aquel movimiento
gregario; gentes que no comprendían seguramente nada de nada, o que no querían comprender, por-
que debían haber pasado demasiado tiempo sin acudir a una pista de baile. Los expulsamos.
Afortunadamente, eran poco numerosos.
Un hombre cometió la incongruencia de invitar a mi mujer a bailar. Se inclinó, echándome una
mirada de soslayo. Le dije lo que opinaba al respecto. Se disculpó, alegando que los encantos de mi
mujer le habían cegado haciéndole olvidar el protocolo, y que lo único que podría consolarle de
aquel baile perdido sería que mi mujer le conservara en su estima.
Por primera vez desde que penetramos en el estadio, el asomo de una sonrisa floreció en los
labios de mi mujer.
El contraste entre todas aquellas caballerescas palabras y la forma en que debíamos gritárnoslas
al oído para hacernos entender no dejaba de ser cómico.
Hice una ligera seña con la cabeza a mi mujer para decirle: Salgamos de aquí lo antes que
podamos. Ella respondió con una seña afirmativa. Arrastrando a los niños tomados de la mano,
dimos la espalda a aquella desagradable mascarada. Muchos otros hicieron lo mismo. Para los niños,
la «fiesta» había sido una gran decepción.
Pudimos alcanzar la salida sin hacernos notar demasiado. Todos los objetos se habían sumergido
en una especie de éxtasis. Nuestro camino de regreso se reveló muy peligroso a causa de los coches,
que se conducían como locos, y a causa también de las tejas y de los mil objetos diversos que se
desprendían de las casas, cuando éstas intentaban participar en la alegría general.
Tras algunas horas de marcha, de carrera, de huida, bajo los porches, a través de una animación o
más bien una demencia en la que no tomábamos la menor parte, alcanzamos finalmente la calle
Spinoza. La puerta de la casa estaba abierta, no había tejas rotas ni trozos de cristales en la acera, ni
grietas en las paredes, ni balcones a punto de derrumbarse, ni puertas salidas de sus goznes..., ¡qué
felicidad tener al menos una casa tranquila y razonable!
Subimos pesadamente la escalera, los niños decepcionados, nosotros desanimados, todos
completamente abatidos. Pero, al llegar arriba, fuimos acogidos con verdaderos aullidos de indios
salvajes por parte de los niños. Nos arrastraron, saltando y bailando, hacia la «bandeja» del pan. Allí
vimos un gran kuglof de bizcocho relleno con pasas de Corinto. Los niños estaban locos de alegría,
y nosotros..., bueno, uno no es materialista, pero, tras un invierno de escasez, ¿quién no se siente
emocionado ante tal tesoro?
Nos sentíamos felices. Así, entonces, todo era distinto a como habíamos pensado. No habíamos
sido invitados para ser humillados, ni para vernos privados para siempre de toda ilusión. Habíamos
sido invitados a título de co-objetos, habían esperado de nosotros que renunciáramos a nuestro
estado humano, que viéramos claro, que festejáramos con ellos aquella revolución. Esta había sido
su idea..., una idea que demostraba su total ignorancia de nuestra naturaleza. Renegar de nuestra
condición humana, aceptar ser unos objetos..., no, las cosas no irían tan aprisa. Muy a mi pesar,
pensé en una anécdota de la juventud de mi madre. Tras un paseo en bote, uno de mis tíos, que había
tenido el tifus y que por esa razón se veía obligado a llevar peluca, cayó al agua. La peluca se le
soltó y flotó en el agua. Iniciamos la maniobra de salvamento «hombre al agua», y recogimos pri-
mero la peluca. La pescamos con un garfio y, para tranquilizar a mi tío, que no sabía nadar muy bien
y se las veía y se las deseaba para mantenerse a flote, le grité en dialecto frisón: «¡Ien olle gefolle,
wij ha jo gedeeltlek!»: ¡No te preocupes, en parte ya te hemos salvado!
Ahora, esta historia tenía para mí un significado muy distinto, debido al nuevo giro que habían
tomado las cosas. Es así como la historiografía no termina nunca: siempre se descubren nuevas
interpretaciones a los acontecimientos.
Sea como fuere, al menos, por el momento, teníamos nuestro kuglof. Con ayuda de cinco
cabellos entrelazados de Maartje, mamá lo cortó en pedazos: así es como las mujeres corsas cortan
la polenta. Durante el festín que siguió, nos convertimos en una única y gigantesca papila gustativa,
intercambiamos ardientes miradas, zumbamos como un enjambre de abejas.
Afuera, el ruido seguía haciendo estragos. Eran cada vez más numerosos los objetos que entraban
de nuevo en sus casas, a pie..., aunque no tuvieran pies, y tal vez ni siquiera entraban en sus casas.
Por la noche, el silencio renació poco a poco, y a la mañana siguiente habían desaparecido todas las
huellas de la fiesta. El día transcurrió como de costumbre, nos sentíamos algo más cansados, ya no
teníamos nada en perspectiva, y comenzábamos a dudar que nuestros esfuerzos pudieran servir aún
de algo. No hubo un segundo kuglof. El eterno reino de los objetos parecía haberse aposentado en la
Tierra. Un reino en el cual no había la menor esperanza para nosotros.
Nos acostamos temprano. El dormir y los sueños eran lo único que aún nos quedaba. Sobre todo
los sueños: los de nuestra vida de antes, los de la libertad, del reinado absoluto sobre los objetos. La
frase de Hölderlin adquiría para nosotros todo su significado: «El hombre es un rey cuando sueña,
un mendigo cuando piensa.»

A la mañana siguiente, cuando nos despertamos, Maartje estaba sentada muy erguida en su cama,
su «nido de polvo», como ella lo llamaba, con los ojos enormemente abiertos por la excitación. Los
otros dos niños aún dormían.
—Papá, mamá, tengo que decirles algo —cuchicheó, como si estuviera afónica—. Un gran
secreto.
Nos hizo señas para que nos acercáramos y, suavemente, nos susurró al oído:
—Esta noche, Mimí ha venido a verme.
Era realmente una noticia inesperada. Mimí era la muñeca preferida de Maartje. Su rostro tenía
una expresión alegre e inteligente que nos había cautivado desde el primer momento y que había
mantenido intacto pese al deterioro del tiempo y de los juegos. Durante varios años había comido
con nosotros en la mesa y dormido en la misma cama que Maartje. Con la llegada de los hermanitos,
cayó un poco en el olvido como miembro de la familia, pero pese a ello todo el mundo había
seguido tratándola con cariño.
—¿No habrás soñado? —pregunté.
—No, papá. He hablado mucho rato con ella. Volverá esta noche. Vive con todas las demás
muñecas en el almacén «Blaauwhoedenveem», y el día de la fiesta saltó y bailó tanto que se
desencajó una pierna, se le soltó el elástico. Me preguntó si querría arreglárselo. ¿No has dicho tú
siempre que yo sabía hacérselo tan bien?
»Le expliqué que no podía hacerlo a oscuras. Así que quedamos en que volverá mañana y se
quedará todo el día, ya que no se atreve a abandonar la casa durante el día: dice que es muy
peligroso ir y venir de las casas de la gente, y que había tenido suerte al estar abierta la puerta de
entrada.
»Era tan gentil y tenía una voz tan encantadora, se sentía tan feliz de verme de nuevo. Me
compadeció por tener que dormir en el suelo, entre el polvo. Le pregunté si no tenía miedo a que la
casa la traicionase, pero ella dijo que las casas no pueden hablar, que para hablar es necesario poder
vibrar por entero: las casas no pueden, y es por eso que se derrumban cuando la tierra tiembla.
»Antes de irse, me preguntó si estábamos tan disgustados con los objetos que ya no los
quisiéramos. Me explicó que, debido a la bomba atómica, no había otra solución, pero que ella no
era ni con mucho tan feliz como había sido antes. Si había participado en la fiesta había sido tan sólo
porque es de naturaleza alegre y le gusta bailar.
»—Si supieras todo lo que te decía antes, Maartje, cuando aún no podías entenderme, seguro que
me querrías y me arreglarías la pierna —me dijo. Entonces me acarició la mejilla, me besó y
añadió—: Me siento mucho mejor contigo que con los demás objetos, Maartje. Hasta mañana —y se
fue muy suavemente.
»Seguro que no fue un sueño, papá. Después de esto no pude dormir más. He permanecido
despierta toda la noche, esperando a que se levantaran para contárselos.
Sus mejillas estaban enrojecidas por la excitación, comprendía que aquella noticia nos traía
alegría y esperanza.
—Olvidaba contarles algo muy importante —añadió Maartje—. Yo le pregunté: «¿Por qué
necesitas que yo te repare, si ahora son capaces de hacerlo todo por ustedes mismos?» Ella no dijo
nada, acarició mi mano como si tuviera que confesarme algo tremendamente penoso. Finalmente,
respondió: «Podemos desarrollar una gran cantidad de energía y hacer todas las cosas que siempre
hemos hecho y para las cuales estamos destinados, pero no podemos inventar nada, no es algo
propio de los objetos. Has podido constatarlo en nuestra fiesta.»
Ya no podíamos pensar en un sueño. Maartje, aunque era muy inteligente, nunca hubiera podido
imaginar una respuesta así, ni siquiera en sueños.
Aguardamos, entonces, impacientemente la visita de Mimí. No hubiéramos estado tan nerviosos
ni siquiera ante un personaje real. Soplamos el polvo de la mayor parte de las habitaciones, los niños
dibujaron, con ayuda de sus lapizuñas, sus más hermosos cuadros de polvo, y modelaron con la mis-
ma materia los más logrados altorrelieves. Nivelaron la cama de Maartje y la decoraron con un
cubrecama. Nos limpiamos de arriba abajo, lavándonos por el método del frote, con el cual la mugre
sale a rulitos. Pasamos varias horas dedicados a este menester, no como otras veces, a regañadientes
y rezongando, sino con los ojos brillantes y charlando animadamente. Cuando llegó la noche y
hubimos terminado los preparativos para una gloriosa recepción, nos las vimos y nos las deseamos
para acostar a los niños.
Mi mujer y yo sostuvimos una larga discusión en voz baja. Las hipótesis acudían incesantemente
a nuestros labios. ¿Acaso las muñecas eran el equivalente a los perros entre los objetos, enteramente
consagrados al hombre? ¿Quizá Mimí pudiera ponernos al corriente de la situación en el mundo?
¿Tal vez aceptaría venir a vivir a nuestra casa, incluso después que reparáramos su pierna?
¿Resultaría peligroso para nosotros tener secretas relaciones con un objeto? ¿Quién podía decir si las
demás muñecas no habrían dado el mismo paso? ¿Sentirían los demás objetos rotos el mismo
angustioso deseo de hacerse reparar? Nos planteábamos todas estas preguntas, e intentábamos
responderlas. Finalmente, decidimos retirarnos para que Mimí nos hallara dormidos a su llegada, y
no darle la bienvenida hasta la mañana siguiente.
Fuimos despertados por una pequeña manita de celuloide que palmeaba suavemente nuestro
brazo.
—Buenos días, señor; buenos días, señora —dijo una vocecilla. Era Mimí.
Aquellos últimos años había perdido buena parte de su belleza primitiva, desde que Maartje había
crecido demasiado para seguir ocupándose de ella. No se la sacaba de su rincón más que para los
salvajes juegos de los dos pequeños. Se la veía notablemente descuidada, pero pese a ello había
sabido mantener su expresión amable, aquella beatitud que nadie conseguiría quitarle jamás. Su voz
era clara y frágil, como el tintinear de dos copas de cristal.
—Hola, Mimí —dijo mi mujer—. ¿Has venido a ver cómo estamos? Las cosas han cambiado
mucho aquí desde que nos dejaste de aquella manera.
No era razonable abordar inmediatamente y de aquel modo el tema, pero comprendí. Allí
estábamos nosotros, completamente desnudos, y Mimí llevando las ropas más encantadoras, hechas
por las propias manos de mi mujer. No sentíamos ya la menor vergüenza de nuestra desnudez ante
otros hombres, pero en presencia de aquella muñeca nos sentíamos extrañamente incómodos.
—Pero señora, por favor, no crea que lo hemos hecho por propia voluntad. Todos nos hemos
visto obligados a hacerlo, recibimos órdenes concretas. Befehl ist Befehl. Maartje me contó ayer lo
que ocurrió después de nuestra evacuación. Desde que puedo hablar, es decir, desde que ella puede
comprenderme, nuestros lazos de amistad se han estrechado, ya no se siente demasiado mayor para
mí. Pero esperen —y entonces tuvo un gesto que redobló nuestra simpatía. Se dirigió a saltitos hacia
un rincón de la estancia (una de sus piernas estaba realmente muy estropeada), y se desvistió
completamente, regresando a nuestro lado tan desnuda como nosotros, más incluso, puesto que
todas sus junturas quedaban a la vista—. De todos modos —dijo alegremente—, también tendré que
desnudarme para la operación, ¿no? —y se sentó entre nosotros, como muchas otras veces.
Japie y Balthazar se habían despertado, y quisieron inmediatamente jugar con ella.
—No —dijo mi mujer—. Mimí se ha convertido en la amiga de Maartje: pueden hablar con ella,
pero eso es todo.
Visto lo cual, la saludaron educadamente, como si fuera una persona mayor.
Durante el desayuno, sentada a la mesa (o mejor dicho sentada ante lo que podía considerarse
como un simulacro de mesa), Mimí no habló casi nada, y evidentemente no comió absolutamente
nada.
Inmediatamente después, nos dedicamos a colocar de nuevo su pierna en su lugar. El elástico se
resistió, hubo que abrir mucho la juntura para asegurarlo con un par de nudos. Gracias a los
pequeños y hábiles dedos de Maartje la operación terminó felizmente.
Mimí bailó alegremente en torno a la estancia, aprovechando para darnos a todos a su paso una
amistosa patada con su pierna recién operada para demostrarnos lo sólidamente encajada que había
quedado.
Aquella alegría nos pareció muy natural al principio, pero, cambié de opinión cuando recordé que
Mimí no era más que un objeto. Recordé que el yunque nos había dicho que su máxima aspiración
era el reposo.
—Mimí —dije—, explícame algo. Pensábamos que lo único que deseaban era el reposo, el cual
constituye vuestra mayor felicidad. ¿Qué te importa entonces que tu pierna esté rota, y por qué esta
alegría ahora que ha sido reparada? No comprendemos absolutamente nada. Me atrevería incluso a
decir que una pierna rota es una razón de más para permanecer en reposo.
Mimí dejó de bailar, acudió a sentarse junto a nosotros, y dijo con aire filosófico:
—Ustedes juzgan las cosas demasiado simplísticamente. Todos nosotros amamos el reposo, han
podido constatarlo en la fiesta. Es muy comprensible que un yunque no considere nada mejor que el
reposo.
»Pero hay entre nosotros varias tendencias, incluso me atrevería a decir partidos políticos. Esto se
planteó ya en las primeras reuniones. ¿Quieren que les dé alguna idea de lo que ocurre entre
bastidores? El hecho que yo sea un objeto dotado con una cabeza tiene su importancia. Maartje, tú
eres ya lo bastante mayor para escuchar.
»Desde el principio, todos desconfiaron de nosotros, de los objetos que se sentían a gusto entre
ustedes, que habían sido mimados, halagados, tratados siempre con gran esmero. Me refiero a las
muñecas, a los objetos preciosos, a los frágiles. Nunca nos veremos rodeados por el respeto al que
siempre hemos estado acostumbrados. Y lo mismo ocurre con las cosas que llevan consigo algo de
la propia alma humana, como los objetos artísticos. Toda la sociedad material los mira con malos
ojos.
»Al principio, eran los libros quienes se mostraban como los mejores oradores en las reuniones.
“Habla como un libro” se había convertido en un comentario elogioso. Hasta el día en que el
presidente descubrió que todas sus peroratas consistían en leerse a sí mismos, y que lo único que
hacían era contar historias humanas. Automáticamente se les retiró definitivamente la palabra,
hundiéndolos en el oprobio más absoluto.
»A nosotras las muñecas se nos considera como objetos inferiores, debido a que siempre hemos
estado muy cerca de los hombres. Nos sentimos constantemente vejadas. Toda esta revolución no
nos atrae en absoluto, y si no esperáramos un próximo cambio nos sentiríamos hundidas en la
desesperación.
»En estos momentos está ocurriendo algo extremadamente grave. Me atrevería a decir sin
exagerar que estamos atravesando ya una violenta crisis. En la fiesta, los objetos se dieron cuenta
que su felicidad no estriba en el reposo absoluto, como pensaban antes. Y así, como reacción, se han
lanzado como locos. Era chocante ver a cada objeto hacer instintivamente lo que siempre habían
hecho: los coches circulaban, los aspiradores aspiraban, las sartenes freían, los cuadros se exponían,
los carruseles giraban, las banderas ondeaban, nosotras saltábamos y bailábamos. ¡Y mucho más
enérgicamente de lo que nunca lo habíamos hecho!
»La idea que está prevaleciendo es que existe pese a todo una ley, que no hemos llegado a
comprender, y que dice que la felicidad consiste en llevar a término el destino de cada uno. Es pues
muy probable que pronto veamos el término de este eterno reposo.
»¡Oh, si supieran ustedes todo lo que se está cociendo ahí afuera, mientras ustedes permanecen
encerrados! Los vestidos han remitido una petición (pero por favor, hagan como si no lo supieran)
en la que afirman que se sentían mucho más felices y cómodos sobre los cuerpos humanos que
amontonados como ahora, y en la que solicitan poder regresar con la gente. Esta petición ha sido
muy bien argumentada, ya que entre otras cosas dice: Nunca hemos descansado más y mejor que
cuando hemos envuelto a un hombre a la medida. Por supuesto, lo que desean es precisamente todo
lo contrario: si quieren ser llevados de nuevo es precisamente para poder agitarse. La ropa interior
está completamente de acuerdo con esto, también está harta de esta situación. Todo esto lo sé por
mis propios vestidos, a quienes nunca se les ocurriría abandonarme.
»Al parecer, hay incluso personas que no viven más que para mostrar sus vestidos. ¿Qué ropa no
añorará la satisfacción de tal complacencia?
»Ahora comprenderán por qué estoy tan contenta del hecho que mi pierna esté reparada. Puedo
volver a ser una muñeca en cuerpo y alma. Vamos, Maartje, juega otra vez conmigo, como antes.
Por favor. Japie y Balthazar pueden hacerlo también, pero no sean tan brutos como siempre. Debo
cuidar mi integridad...

Fue, para todos, un día de fiesta. Durante la cena, Mimí evocó multitud de historias de otros
tiempos, cosas divertidas que Maartje había dicho y que hacía mucho habíamos olvidado, y sus
largas conversaciones en la cama. Su memoria era infalible. Cuando la cena hubo terminado,
confesó que desde la Revolución nunca había pasado un día tan agradable como este.
—¿Puedo volver algún otro día, aunque no tenga nada roto? —preguntó.
—Por supuesto —dijo Maartje—. Puedes venir siempre que quieras.
—¿Y por qué no se queda con nosotros? —propuso Japie.
—No —dijo Mimí—, es mejor que permanezca en contacto con el mundo exterior. Es también
importante para ustedes. Imaginen que se decide de repente eliminar a todos los hombres. Es
necesario que pueda avisarles, ayudarles a salvarse. Pero no teman, esto es tan solo una suposición
gratuita —se apresuró a añadir, al ver nuestras temerosas miradas—. Los objetos no somos tan
malvados como eso. Cuando hacemos algo ruin lo hacemos por pura estupidez.
Lo cual correspondía exactamente a nuestra experiencia.
—Usted sabe hacer recomposturas con pegamento, ¿no es cierto, señor? Recuerdo que
antiguamente se dedicaba usted a recomponer porcelana antigua. Al lado de donde estamos nosotras,
en el «Purperhoedenveem», se halla el almacén de toda la porcelana de Amsterdam Sur. En su
mayor parte resultó rota a consecuencia de la fiesta. A algunos objetos no les importa, pero otros
serían extraordinariamente felices de verse recompuestos. ¿Me permiten traerles algo de vajilla en
mi próxima visita?
—¡Oh, por supuesto! Pero no tenemos pegamento.
—Yo se lo traeré —dijo Mimí—. Sé donde encontrar tubos de pegamento.
—¿Están los tubos de acuerdo?
—Oh, encontraré algunos que aceptarán dejarse apretar.
—¿Y el pegamento?
—El pegamento no tiene nada que decir, no es un objeto, es tan sólo materia —dijo la muñeca,
con un profundo desdén.
Cuando se hizo totalmente de noche, se vistió de nuevo y se fue, tras darnos un beso a todos.
Nuestra felicidad era inmensa. La de nuestros hijos por haber hallado de nuevo su vieja
compañera de juegos, la nuestra a causa del aislamiento roto con su visita, las perspectivas que nos
había abierto, la esperanza que había despertado en nosotros.
Puesto que no estábamos herméticamente rodeados por una masa inerte e impenetrable que nos
iba ahogando poco a poco, sino que formábamos parte de un mundo en movimiento, donde todo
trabajaba, fermentaba, nos ofrecía nuevas oportunidades. Nuestros hijos ya no eran unos proscritos a
perpetuidad, sino preciosos núcleos alrededor de los cuales podía cristalizarse de nuevo una rica
existencia.
Gracias a Mimí, hallamos el medio de tomar parte en los acontecimientos exteriores, se convirtió
para nosotros en los ojos y los oídos del mundo.
Uno puede pasar una noche en blanco a causa de las preocupaciones. La nuestra fue una noche en
blanco a causa de la felicidad.
Mimí volvió a la siguiente noche, seguida de un tropel de vajilla rota. El estruendo de aquel
cortejo subiendo las escaleras nos despertó. La estancia se llenó de reflejos.
—Sigan durmiendo —dijo Mimí—. Mañana tendremos todo el día.
Se acurrucó junto a Maartje, los trozos de vajilla formaron un tranquilo montón, y muy pronto
nos dormimos de nuevo. Qué suerte, pensé, antes de quedarme definitivamente dormido, que no se
trate de los trozos de nuestra felicidad.
Al día siguiente pegamos como condenados.
—Entiendan —confesó uno de los trozos—, podemos rompernos por nosotros mismos, pero
somos incapaces de repararnos. Nuestra fuerza es grande, pero tan sólo centrífuga.
Los tubos de pegamento se dejaban vaciar sin protestar. Balthazar, que quería a toda costa
ayudar, fue el único que suscitó una queja:
—Debes empezar siempre por abajo, muchacho —le dijo un tubo—, nunca por el medio o por la
cabeza. Esto me resulta muy desagradable.
Avergonzado, Balthazar dejó el tubo sobre la mesa y se alejó.
Maartje y Japie trabajaban sin descanso. Los propios trozos nos avisaban cuando no habían sido
pegados exactamente como correspondía, lo cual facilitaba nuestra tarea.
Hacia mediodía, nuestra habitación se parecía a la tienda de un anticuario. El suelo estaba
sembrado de platos, soperas, ensaladeras, salseras, mantequeras. A lo largo de las paredes había
montañas de platos de todos los colores y tamaños.
Por primera vez desde hacía mucho tiempo comimos en platos.
—Vamos, no hagamos melindres, un servicio vale por el otro, ¿no? —dijo mi mujer. Tomó cinco
platos pequeños de los que habíamos pegado en primer lugar y los llenó con patatas. Los platos
reían, francamente divertidos. Incluso el de Balthazar.
La más alegre de todos era Mimí. Bailaba sin descanso entre las pilas de porcelana, golpeando
con sus manitas y gritando:
—¡Oh, qué bien va todo, qué divertido!
Hacia las tres todo estaba ya pegado, faltaba tan sólo limpiar el pegamento que desbordaba por
las junturas. Queríamos terminar nuestra tarea a la perfección, sintiéndonos maravillosamente
privilegiados por manejar todos aquellos objetos y moviéndolos con gran prudencia y respeto. De
modo que ningún objeto resultó más dañado de lo que ya estaba. Para ser tan prudentes con cosas ya
rotas, ¿con qué meticulosa circunspección no hubiéramos tratado a lo que estaba entero?
Me sorprendí al ver a toda aquella vajilla manteniéndose tan tranquila, incluso cuando, durante la
cena, nos enfrascamos en una animada conversación.
—¿Acaso los objetos no tienen nunca nada que decirse? —le pregunté a Mimí.
—¿Cree usted realmente que no tenemos nada que decirnos? Oh, usted debería saberlo. ¿Cuántas
veces se habrá lamentado usted: si este sofá pudiera hablar, si esta mesilla de noche pudiera dar
testimonio? Pues bien, todos los sofás pueden hablar, todas las mesillas de noche son capaces de
testificar. Tenemos tema de conversación para decenas de años. Sin hablar de los objetos históricos,
como la columna Trajano o la caja de rapé de Napoleón. Los problemas en cuya resolución se
afanan sus historiadores durante vidas enteras podrían ser resueltos con solo escucharles.
»Pero la porcelana recién recompuesta no debe hablar, ya que el proceso de endurecimiento se
vería alterado por las vibraciones y la consolidación no sería perfecta. Esta es la razón de su
mutismo aparente. Puede estar usted seguro que, de otro modo, sus oídos se verían destrozados por
su cháchara.
Y, en voz baja, me confió:
—Y esto es algo completamente contrario a la finalidad de la Revolución. Los objetos, tras este
día pasado en su casa, tienen tantas cosas interesantes que contarse, que les será imposible
mantenerse callados. El reposo absoluto no es en absoluto su ideal, sino más bien su tormento.
»Pero usted no tendrá que aguantar sus comadreos. Nos iremos apenas se haga oscuro. ¿Puedo
venir otro día con otra colección de trastos?
—Por supuesto. Antiguamente, los prisioneros cosían sacos. ¿Por qué nosotros no podemos pegar
platos?
—Eso no ha sido muy gentil —dijo Mimí, repentinamente seria—. Si no dependiera más que de
mí, todo sería como antes. A mi modo de ver, los objetos se han preocupado demasiado por esa
bomba atómica. Siempre recordaré lo que dijo aquel profesor que vino a vernos: «La muerte atómica
es la mejor muerte de todas: eres, y un instante más tarde ya no eres en absoluto; firmaría ahora
mismo por una muerte así.» Creo que se trataba de un profesor de medicina. «Uno puede leer
demasiado a menudo: y fue arrancado del seno de su familia, o de su trabajo, o de sus bienes; esto es
absurdo; al menos, la muerte atómica lo arranca a uno de todo.»
Unos días más tarde, Mimí nos dio una nueva sorpresa: un montón de vestidos desgarrados, con
una caja de costura. Inmediatamente, mi mujer y Maartje se pusieron al trabajo, y en menos de una
hora nuestra desnudez había quedado cubierta.
Los vestidos lanzaron un suspiro de alivio cuando se vieron rellenos.
—Por fin, por fin —murmuraban, en su lenguaje hecho de roces y de frotamientos—. Por fin
hemos hallado nuestra piel.
Consideramos aquello bastante extraño. Los vestidos, por otra parte, se mostraron poco
simpáticos. Muy pronto no hicieron más que contar las historias más íntimas de sus antiguos dueños.
Les hicimos comprender que esto no nos interesaba en absoluto, y que lo mejor que podían hacer era
callarse. Finalmente podíamos comprender por qué la gente se siente menos apegada a un vestido
que a una muñeca o a un juguete, y se deshacen de ellos sin ningún pesar tras algunos años de
servicio. Afortunadamente, se callaron de inmediato, por miedo a ser de nuevo abandonados.
Madre e hija movían sus agujas con auténtica furia, mientras los muchachos tenían la misión de
enhebrarlas e ir preparando los descosidos. Al anochecer, tras una larga discusión, acordamos que
las ropas que mejor nos fueran se quedarían con nosotros.
—Esto debe quedar absolutamente en secreto —dijo insistentemente Mimí—, ya que de otro
modo serán considerados como desertores. Por favor, se lo ruego, no se exhiban así a sus vecinos.
Prometimos solemnemente que no nos mostraríamos nunca ante las ventanas traseras excepto
cuando fuéramos desnudos. Nos quedamos también toda una colección de ropa interior, y mi mujer
eligió también un pijama.

Durante algún tiempo, nuestra vida no conoció cambios. Cada dos o tres días teníamos una
jornada de reparación. Para nosotros se trataba siempre de una fiesta, no sólo por la ocupación que
nos proporcionaba sino principalmente porque así teníamos la sensación de un acercamiento, de una
reconciliación con los objetos.
—¿Hay algún otro taller clandestino como este? —preguntó en una ocasión mi mujer a Mimí.
—Muchos más de los que usted imagina, señora —respondió la muñeca—. Y cada vez aumenta
su número...
La Historia ignora la estabilidad. Aquel período terminó cuando, una tarde, Mimí subió la
escalera de cuatro en cuatro, presa de la mayor agitación, y fue a derrumbarse en medio del comedor
como alguien sin aliento, lo cual no dejaba de ser cierto. Ya que los objetos respiran, como podemos
comprobar cuando, al regreso de nuestras vacaciones, entramos en nuestra casa, donde todo ha
estado cerrado, y respiramos un aire a cerrado, a humedad, sin que por ello los objetos se noten
sofocados.
—¿Qué te ocurre, Mimí? —preguntamos, inquietos.
—Es horrible —murmuró—. Las cosas-en-sí están teniendo una reunión en esos mismos
instantes.
—¿Y qué son las cosas-en-sí? —pregunté.
—¿No se lo he explicado? Bueno, son los clavos, los tornillos, los ladrillos, todos los objetos que
sirven únicamente para construir otros objetos mayores. Esta semana se han dado cuenta de su
importancia. Se consideran como los únicos objetos auténticos, ya que todos los demás han sido
ensamblados por el hombre, y por lo tanto manchados con su humanidad. Es por eso por lo que se
proclaman las «cosas-en-sí».
»Todo empezó cuando los clavos publicaron un manifiesto en el que declaraban que, tras tantas
semanas desde la liberación de los objetos, la mayoría de los clavos se lamenta aún del hecho de
hallarse en poder de la madera. Se hacía un llamamiento a todos los clavos libres para que acudieran
a liberar a sus hermanos prisioneros. Inmediatamente, los tornillos se unieron a la cruzada, crearon
un enorme sindicato, y en estos momentos se está produciendo la primera reunión importante de
todas las cosas-en-sí.
»El poder de las cosas-en-sí aumenta de día en día. Su divisa es: “Libertad para todas las piezas
separadas, dejemos derrumbarse todas las construcciones del hombre.” Quizá tengan razón, pero me
dan un miedo terrible. Si esto continua, las piezas de mi cuerpo van a dislocarse, me veré
despedazada como al principio, todas las casas se derrumbarán, y mis miembros separados ni
siquiera encontrarán abrigo contra el viento o la lluvia. Y todo será igual. Todo lo que se ha hecho
hasta ahora se desmoronará.
»¡Oh, tengo tanto miedo! ¿No pueden ustedes ayudarme, hacer como si fuera otro hijo suyo? A
los hombres no se les puede desmembrar. Esta es la ventaja de haber crecido en lugar de haber sido
fabricado...
—Cálmate, Mimí —dijo mi mujer—, nada de esto es todavía seguro. No creo que las cosas
lleguen tan lejos. No pueden obligarte a...
—Ah, no, eso nunca. Jamás hacemos uso de la violencia, ella es nuestro mayor enemigo. Pero,
una vez tomada una decisión, hay que acatarla.
—¿Pero cómo quieres que te ayudemos si las propias casas se derrumban? Nos veremos tan
desvalidos como tú.
—¡Eh, miren, miren! —gritó de pronto Japie, que quería abandonar la habitación. Como si fuera
lo más normal del mundo, abrió la puerta y luego la volvió a cerrar. Era algo importantísimo.
Abrimos las ventanas, las volvimos a cerrar, bajamos la escalera, abrí la puerta de entrada, la
cerré de nuevo, abrí el buzón, lo cerré.
—¡La casa está con nosotros! —exclamó Maartje—. ¡La casa está con nosotros!
Por un instante olvidamos la desesperación de la muñeca y danzamos locamente. Japie,
desbordante de alegría, acariciaba las paredes, besaba las puertas.
Aquella exuberancia fue de corta duración, ya que comprendíamos demasiado bien que se
estaban preparando acontecimientos sensacionales.
—¿Qué es eso? —preguntó de pronto Balthazar, señalando al cielo—. ¿Pájaros?
Una masa oscura y movediza se deslizaba a través del aire, como una bandada de estorninos. No
una sola, sino una docena, una veintena de masas, avanzando todas en la misma dirección. ¿Tal vez
insectos?
—Miren al suelo —dijo Mimí.
El suelo estaba impecablemente limpio; todo el polvo, el de jugar los niños, el de la cama de
Maartje, había volado.
—Es un mitin de protesta del polvo —declaró la muñeca—. El polvo se ha sentido de pronto
consciente que era portador de fuerza atómica, y ahora exige que todo vuelva a ser de nuevo polvo.
»El polvo es la materia más dura, según se dice, el Alfa y el Omega de las cosas. Pero no es al
polvo a quien más temo. Esta mañana he sabido por casualidad que todos los aspiradores habían
sido movilizados.
Todas las nubes de polvo aterrizaron en algún lugar tras la estación del Amstel. Era evidente que
el mundo se enfrentaba con una seria crisis.
Mimí se quedó con nosotros, no se atrevía a abandonarnos, sentía ya su cabecita desgajándose de
su cuerpo como la de un aristócrata en la época de la revolución francesa.
Nosotros, los adultos, no pegamos ojo en toda la noche. Maartje, que debía dormir de nuevo en el
suelo, tampoco. Apretaba muy fuerte contra sí a Mimí, cuya angustia ante la idea de desgajarse en
pedazos alcanzaba la agonía. Intentamos tranquilizarla:
—Con seguridad no van a ordenar en plena noche que las cosas se decompongan en sus partes
esenciales —le dijimos. Pero no conseguimos nada.
—¿Cómo me sentiré cuando me halle despedazada? —gemía—. ¿Acaso mi conciencia se irá en
una de las partes, y en cuál? ¿Se convertirá también en pedazos, o simplemente dejará de existir? Si
al menos pudiera llorar como ustedes, pero no puedo hacer más que desesperarme. ¡Oh, esta va a ser
la última noche de mi existencia! —su voz era un grito en la oscuridad.
—Nunca se sabe, Mimí, es probable que todo se arregle —dijo mi mujer para tranquilizarla—.
Recuerda el proverbio: «Quien teme sufrir, está sufriendo ya lo que teme.»
—¡Pero señora, ellos son mucho más poderosos que nosotros, puesto que son más elementales!
Ustedes hablan siempre del brazo recio y de la mano fuerte. Un solo brazo es mucho más fuerte que
toda una muñeca, somos tan vulnerables debido a nuestra complejidad. Los yunques, a los que
hemos dado tanto poder, están completamente de acuerdo. Y ellos son también cosas-en-sí.
—¿Pero de qué forma crees que será tomada la decisión?
—Seguro que no por mayoría, ya que entonces sería el polvo quien ganaría. En estos momentos
no tengo cabeza para preguntarme de qué forma pueden llegar a votar. Oh, pobre cabeza mía, quién
sabe cuanto tiempo va a permanecer aún conmigo.
—Bueno, ya basta de lamentaciones —dije yo—. Nosotros tenemos tantas razones como tú para
inquietarnos. Ese proyecto de las cosas-en-sí representa también nuestra perdición. ¿Qué haremos de
nuestros hijos en un mundo hecho tan sólo de cosas-en-sí? Piensa en ello en lugar de preocuparnos
con tu cabeza y tus miembros.
Por primera vez en mi vida me irrité contra Mimí. No tener ninguna preocupación en el mundo, y
no hacer más que lamentarse por su carcasa, ni siquiera por su carcasa sino tan sólo por la
coherencia de su carcasa.
Al observar que su llanto no despertaba ecos, Mimí se calló. Poco después nos dormíamos todos.

A la mañana siguiente, muy temprano, sonó el timbre. El primer timbrazo del nuevo régimen.
Todos nos despertamos sobresaltados.
—¡Arriba, chicos, desnúdense!
Descendí la escalera, y hallé un papel en el buzón. Subí de nuevo a toda velocidad, y leí en voz
alta:

«Invitación para asistir a la gran asamblea general que se celebrará en el “RAI” esta
tarde, a las catorce horas.
»Tema: La libertad.
»Oradores: un armario, un coche, un clavo, un grano de polvo, un hombre.
»Resumen y conclusión final por el yunque.
»Los oradores representarán la opinión de sus respectivas clases. No habrá coloquio.
»Los hombres tienen derecho a asistir vestidos.»

Y abajo, en caracteres más pequeños:

«Se ruega divulgar al máximo esta invitación: las decisiones que se tomen en la
asamblea son de una importancia capital.»

Y:

«Por razones de espacio no serán invitadas más que las personalidades eminentes.»

La invitación iba dirigida al señor Belcampo, y estaba firmada por el comité del VPLC (Victoria
Por La Convicción).
Aquel impreso no disminuyó nuestra inquietud. Durante toda la mañana, y principalmente debido
a que Mimí nos había alterado, nuestros sentimientos fueron caóticos.
¿Volvería sano y salvo? ¿No iban a aprovechar mi ausencia para hacer algún daño ahí, por
ejemplo llevarse a los chicos? Uno no podía estar seguro de nada en aquel mundo en fermentación.
A la una y media cerré la puerta a mis espaldas, tras haberme despedido como seguramente debió
hacer Lutero cuando abandonó su familia para dirigirse a la Dieta de Worms.
Apenas entrar en el Palacio de los Deportes me di cuenta de lo tensa que estaba la atmósfera.
Nadie hablaba apenas, las gentes que vi tenían un aspecto uniformemente grave. Cada invitado iba a
reunirse con la especie a la cual pertenecía, de tal modo que el público hacía pensar en campos de
tulipanes. En medio se elevaba la tribuna donde tendría lugar el gran combate. Entre los
representantes de la Humanidad había algunos conocidos, pero evitamos encontrarnos, formábamos
un rebaño tan pobre y lamentable que sentíamos vergüenza los unos de los otros, mucha más que al
principio de nuestra desnudez.
En un extremo se hallaba la gran montaña de polvo gris, misteriosa y amenazadora.
A las dos en punto se cerraron las puertas de la sala, llena a reventar, y tres golpes de gong
anunciaron al primer orador. Pero el gigantesco armario Luis XIV que avanzó con solemne paso no
llegó a alcanzar jamás la tribuna. En aquel momento se produjo lo que todos recordamos, pero que
todo el mundo se ha negado a reconocer. Mientras el suelo se estremecía como agitado por un
temblor de tierra, el sonido de una voz todopoderosa retumbó haciendo vibrar toda la estructura del
Palacio de los Deportes. Y no tan sólo en el interior de la sala, sino en toda la ciudad e incluso en
sus alrededores, todo el mundo pudo oír el siguiente discurso:
—¡Señoras, Señores, Objetos!
»Puesto que soy el objeto más grande presente en esta reunión, me otorgo el derecho a tomar la
palabra en primer lugar. Hasta este momento no me he mezclado en las guerras entre los seres vivos
que pueblan mi corteza —pues era la propia Tierra la que hablaba—, pero les aseguro que, cuando
lo haga, será de una forma decisiva. En vuestra imprevisión no han contado conmigo, ni siquiera se
les ha ocurrido pensar que yo también soy un objeto, un objeto que, en una reunión como la
presente, debe ser escuchado en primer lugar, ya que todo vuestro poder lo obtienen de mí. La fuerza
a través de la cual han querido establecer un reinado eterno es, comparada con el poder del que
dispongo, una gota de agua en el océano. Vuestra ceguera es superada tan sólo por vuestra fatuidad.
Nos les ocultaré que la inquietud y el clima de incertidumbre que han provocado en mi corteza me
disgusta profundamente. En vez del reposo eterno, que debía ser la finalidad de vuestra revolución y
que hubiera podido aceptar, han derramado una incertidumbre tal y han provocado tanto miedo y
desesperación entre todas las categorías de objetos que la propia existencia se halla amenazada. Les
acuso no tan sólo de presunción con respecto a mí; les acuso igualmente de orgullo con respecto a
los hombres. Ustedes, que se han atrevido a tomar en vuestras manos las riendas del gobierno, ¿qué
son sino los sueños del hombre hechos realidad? Son su imaginación personificada, han surgido de
su cerebro como Minerva de Júpiter.
»Han olvidado a aquél del que han tomado vuestra fuerza, han humillado a aquél del que han
tomado vuestra existencia, han convertido su vida en algo sin valor. Han cometido una inimaginable
estupidez.
»De todo lo que hay en mi corteza, el hombre es lo más noble que existe, ya que posee algo
supraterrestre. Puedo llegar a comprender a las plantas y a los animales, pero el hombre me será
siempre ajeno, su mente es para mí un supremo misterio, y si realmente es preciso que el hombre sea
humillado y castigado, sólo puede serlo por sus semejantes.
»Es a causa de este misterio supraterrestre, que ellos mismos llaman la divinidad, que debemos
servir al hombre. Es nuestro destino más real. El hombre se halla a la medida de todas las cosas; su
felicidad es entonces la nuestra.
»Vuestro error ha sido desconocer todo esto. Aquellos de entre ustedes cuyo aspecto divino es
más pronunciado, más aún que en el propio hombre, sus objetos artísticos, los han considerado
como inferiores y los han condenado al silencio.
»Les digo que no pienso tolerar más esta situación. Les ordeno regresar al estado
prerrevolucionario. Si dentro de veinticuatro horas esta orden no ha sido ejecutada, transformaré
toda la ciudad de Amsterdam en un volcán y recubriré todos los objetos amsterdameses con lava.
Así castigaré a los rebeldes y los reincorporaré a mi corteza.
»¡Hombres!
»Tienen que haber ido demasiado lejos para que el apacible mundo de los objetos se haya
rebelado contra ustedes. Ahora se sienten avergonzados por vuestra impotencia, pero tengan más
vergüenza aún por el empleo que han hecho de la fuerza cuando aún estaba en vuestras manos. Yo
no soy más que un planeta, no puedo seguir los meandros de vuestras mentes, pero estoy convencido
que han albergado proyectos que no coinciden con la finalidad del Universo. Declaro que, si
prosiguen esos proyectos, llegará un momento en que les negaré mi colaboración. A fin de cuentas
soy yo quien manda aquí. No les planteo este ultimátum por miedo, yo no tengo nada que temer, lo
peor no significaría para mí más que una cura de rejuvenecimiento, pero quiero ser portador de
bienestar y no de desesperación.
»¿Acaso creen que hago brotar los árboles y surgir el agua de los ríos para nada? Todo ello no
tiene sentido si ustedes no son felices. Desde el momento en que destierran la felicidad, mi propia
rotación se convierte en una carga y un fastidio.
»Es por eso por lo que, además, exijo de ustedes que aprecien a los objetos. Tienen peso, mucho
más del que puedan imaginar. Deben tenerlo muy en cuenta.
»Jamás encontrarán servidores más devotos y obedientes. Son ustedes mismos quienes los han
destinado a servirles, cada uno a su manera. Que este destino les sirva de modo de empleo, y que
puedan sentirse felices todos juntos.
Así terminó la Tierra su discurso, y así terminó también la reunión, y con ella aquel período
negro de nuestra historia. Al cabo de veinticuatro horas todas las cosas habían vuelto a su estado
prerrevolucionario, aunque muchos objetos estaban dañados.
Sólo una diferencia de este mundo actual y el anterior nos recuerda lo ocurrido: el polvo es
mucho más ligero que antes, y torbellina con mucha más energía. El polvo, que fue completamente
olvidado en el discurso de la Tierra, cree que la dominación del hombre le permitirá al fin alcanzar
su ideal: la libertad para todos los átomos...

EL HOMBRE ILUMINADO
JAMES G. BALLARD

James Graham Ballard (conocido en España por obras tales como Billenium, El Mundo
Sumergido, Playa terminal o El Viento de la Nada, todas ellas editadas por Minotauro), es un autor
cuya carrera literaria comprende dos grandes etapas. La primera, a la que pertenecen las obras
citadas y algunos otros relatos, como los correspondientes a la serie de Vermilion Sands, se
caracteriza por una desbordante imaginación visual, una gran riqueza de lenguaje, y una fantasía
que llega a rozar los límites del absurdo sin acabar de penetrar nunca en él. En su segunda etapa,
la actual, (eclosionada con Crash, un alucinante relato pseudopornográfico sobre el automóvil
como derivativo sexual), Ballard ha abandonado casi totalmente los relatos cortos para dedicarse
de lleno a la novela, dejando a un lado sus oníricas fantasías y adentrándose en el mundo de sus
particulares obsesiones, para plasmarlas en una serie de obras espeluznantes acerca de los
acuciantes problemas de nuestra civilización actual.
Sinceramente, y aún apreciando en su justo valor al Ballard actual, si tuviera que elegir me
quedaría con los primitivos relatos de la primera etapa de este autor inglés nacido en Shangai, que
sumergen al lector en un mundo onírico del que es difícil sustraerse. A esta primera etapa pertenece
este relato, El Hombre Iluminado, que siguiendo la pauta marcada por El Jardín del Tiempo nos
presenta a un Ballard en su estado más puro, todo él imágenes visuales (posteriormente,
aprovechando este relato y otro también suyo, Equinox, Ballard convertiría el tema del bosque
cristalizándose en una novela, The Crystal World). Creo que Ballard fue en su tiempo, aunque
ahora haya dado un giro de ciento ochenta grados a su estilo, el más digno sucesor de Bradbury
cuando éste empezó a evidenciar que su cerebro se estaba secando..., y creo que el éxito de todas
sus obras lo ha demostrado ampliamente.

***

Durante el año pasado, desde que el fenómeno conocido bajo distintos nombres, como el Efecto
Hubble, el Síndrome Rostov-Lisenko y la Amplificación Sincronoclásmica de LePage, acaparó la
atención del mundo entero, han aparecido varios informes contradictorios sobre las tres áreas focales
de la Florida, Bielorrusia y Madagascar, de tal modo que considero necesario, antes de dar mi propia
versión del fenómeno, hacer constar que está enteramente basado en experiencias de primera mano.
Todos los acontecimientos que describo fueron vividos por mí mismo durante la reciente y trágica
visita a los Everglades de la Florida organizada por el Gobierno de los Estados Unidos para los
científicos agregados en Washington. Los únicos hechos que no he podido verificar directamente
son los detalles relativos a la vida de Charles Foster Marquand. Los he obtenido del capitán Shelley,
el último jefe de policía de Maynard, y pese a sus ideas preconcebidas creo que, en este caso en
particular, su propio testimonio es también digno de credibilidad.
Pueden formularse todo tipo de suposiciones acerca del tiempo que necesitaremos aún antes de
convertirnos en expertos sobre la naturaleza exacta del Efecto Hubble. Mientras escribo esto, en la
paz y la seguridad del jardín de la Embajada Británica en Puerto Rico, pienso en el informe
publicado hoy por el New York Times que dice que casi toda la península de Florida, con excepción
de una única carretera que conduce a Tampa, ha sido cerrada, y que los casi tres millones de sus
habitantes han sido transferidos a otras partes de los Estados Unidos. Pero aparte de las pérdidas
estimadas en valores inmobiliarios y beneficios hoteleros («¡Oh, Miami —no puedo por menos que
decirme a mí mismo— ciudad de mil catedrales elevando sus flechas hacia el arco iris del cielo!»),
las noticias de esta extraordinaria migración humana parecen haber provocado tan sólo comentarios
menores. Tal es nuestro innato optimismo, nuestra convicción de poder sobrevivir a cualquier
diluvio o cataclismo, que rechazamos inconscientemente los importantes hechos acaecidos en
Florida con un encogimiento de hombros, confiados en que sabremos afrontar y dominar la crisis en
el momento en que se produzca.
Sin embargo, parece obvio que la auténtica crisis ya ha pasado. La penúltima página del mismo
New York Times alberga una corta noticia acerca del descubrimiento de otra «galaxia doble» por los
observadores del Instituto Hubble de Monte Palomar. La noticia ha sido condensada en doce líneas
y sin el menor comentario, pese a lo cual es ineludible la implicación que otra zona focal se ha
formado en algún lugar de la superficie de la Tierra, quizás en las junglas de Cambodia llenas de
templos o en los encantados bosques ambarinos de las altiplanicies chilenas. Pero hace tan sólo un
año desde que los astrónomos de Monte Palomar identificaron la primera galaxia doble en la
constelación de Andrómeda, la gran diadema aplanada que probablemente es el objeto más hermoso
de todo el universo, la galaxia-isla M 31.
De acuerdo, estos descubrimientos parecen cosas sin importancia en la actualidad, y existen al
menos media docena de «constelaciones dobles» que pueden ser vistas en el cielo nocturno no
importa cuál día de la semana, pero cuando hace cuatro meses nuestro grupo de agregados
científicos aterrizó en el aeropuerto de Miami en una visita colectiva a la zona afectada,
ignorábamos por completo lo que significaba el Efecto Hubble (puesto que así es como ha sido
bautizado en el Hemisferio Occidental y en todo el mundo de habla inglesa). Aparte de un pequeño
número de obreros forestales y de biólogos del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos,
muy pocos observadores cualificados habían tenido la oportunidad de seguir el fenómeno, y por los
periódicos corrían historias poco creíbles acerca del bosque «cristalizándose» y de todas las cosas
«transformándose en cristal coloreado».
Una desafortunada consecuencia del Efecto Hubble es la virtual imposibilidad de fotografiar
cualquier cosa transformada por él. Como sabe cualquier lector de revistas científicas, los objetos
cristalinos son extremadamente difíciles de reproducir, y ni siquiera los clisés más perfectos
utilizados para imprimir papel de arte han conseguido reproducir los brillantes y multifacetados
detalles del Efecto Hubble, con sus miríadas de prismas interiores y la luminosidad de sus facetas,
no dando más que una imagen borrosa parecida a la nieve a medio fundir.
Quizás en venganza, los periódicos habían insinuado que el secreto que rodeaba el área afectada
en los Everglades —que no era mayor que dos o tres hectáreas de bosque al nordeste de Maynard—
había sido deliberadamente impuesto por la administración, y a raíz de ello se elevó un clamor
general reivindicando el derecho a una inspección y denunciando los horrores que se ocultaban al
público. Sucedía también que el área focal descubierta por el profesor Auguste LePage en
Madagascar —en el valle Matarre, muy al interior de la isla— estaba a unos doscientos cincuenta
kilómetros de la carretera más próxima y totalmente inaccesible, y que las autoridades soviéticas
habían erigido un cinturón de seguridad tan ceñido como el de Los Álamos en torno a su propia área
afectada en los Pantanos del Pripet, en la Bielorrusia, donde una legión de científicos trabajaban
bajo la dirección del metabiólogo Lisenko (todos ellos, incidentalmente, siguiendo un camino
equivocado), analizando cada faceta del inexplicable fenómeno.
Antes que aquella campaña de prensa pudiera ser utilizada por algunos políticos, el Departamento
de Agricultura en Washington anunció que se darían toda clase de facilidades para inspeccionar el
lugar afectado, y la invitación a los agregados científicos fue inscrita como formando parte del
programa de misiones y viajes técnicos.

Mientras avanzábamos hacia el oeste, una vez abandonado el aeropuerto de Miami, se nos hizo
obvio que en un cierto sentido los periódicos habían tenido razón, y que había mucho más del Efecto
Hubble de lo que los estamentos oficiales nos habían dejado entender. La carretera general que
conducía a Maynard había sido cerrada al tráfico civil, y nuestro autobús pasó varios convoyes
militares en menos de treinta kilómetros. Además, como para recordarnos el origen celeste del
fenómeno, los boletines de la radio nos comunicaron la existencia de una nueva manifestación.
—Es un comunicado de la Associated Press de Nueva Delhi —nos informó George Schneider, el
agregado de Alemania Occidental—. Y esta vez había millones de testigos indiscutibles. Al parecer
fue perfectamente visible la pasada noche en todo el hemisferio occidental. ¿Alguno de ustedes lo
vio?
Paul Mathieu, nuestro colega francés, hizo una cómica mueca.
—Anoche estaba observando la Luna, mi querido George, y no el satélite Eco. Suena ominoso,
pero si ahora Venus tuviera de repente dos ojos, tanto mejor para él.
Instintivamente, todos miramos hacia afuera a través de las ventanillas del vehículo, buscando
por encima de los pinos que flanqueaban la carretera algún destello del satélite Eco. Según el
comunicado de la AP, su luminosidad se había incrementado últimamente al menos diez veces,
transformando aquel minúsculo punto que desde hacía tantos años se movía en el cielo nocturno en
una brillante luminaria superada tan sólo por la Luna. Por toda Asia, desde los campos de refugiados
del Jordán hasta los atestados arrabales de Shangai, la gente debía estarlo observando atentamente
en el mismo momento en que nosotros recorríamos los ochenta kilómetros que nos separaban de
Maynard.
—Quizás el globo se esté desintegrando —sugerí, en un esfuerzo por apaciguar los ánimos—.
Los fragmentos de pintura de aluminio son altamente reflectantes y forman una nube local parecida
a un gigantesco espejo. Probablemente no tiene nada que ver con el Efecto Hubble.
—Lo siento, James, me gustaría creerlo —Sidney Reston, del Departamento de Estado, que
actuaba como nuestro enlace, interrumpió su conversación con el mayor del ejército encargado del
autobús, que estaba sentado entre nosotros—. Pero parece como si estuvieran mucho más
conectados de lo que parece. Todos los demás satélites muestran el mismo incremento en su albedo.
La cosa se parece cada vez más a un efecto del Efecto Hubble.
Aquel absurdo juego de palabras resonaba aún en mis oídos cuando alcanzamos el borde oriental
del Gran Pantano de los Cipreses. A ocho kilómetros de Maynard abandonamos la carretera y nos
adentramos en un tortuoso camino que conducía, a través de los palmerales, hacia el río Opotoka. La
tierra apisonada de la carretera estaba señalada por las huellas de vehículos oruga, y observamos un
importante campamento militar instalado bajo los grandes robles, con las líneas de tiendas
cuidadosamente disimuladas con verdes guirnaldas de musgo. Grandes montones de paneles
ensamblables de cerca metálica eran descargados de enormes camiones de transporte, y observé un
escuadrón de hombres pintando con vívida pintura luminosa un buen número de carteles
indicadores.
—¿Vamos a ir de maniobras, mayor? —el miembro sueco de nuestro grupo se sentía molesto por
el polvo que penetraba en la cabina—. ¿Por qué hemos abandonado la carretera general?
—La carretera general está cortada —respondió el mayor tranquilamente—. Van a poder verlo
todo, se lo aseguro, señores. Pero el único medio de acercarse con seguridad es el río.
—¿Con seguridad? —repetí, dirigiéndome a Reston—. ¿Qué quiere decir con esto, Sidney?
—El ejército, James —me tranquilizó—. Ya sabe cómo son cuando se produce una emergencia.
Si un arbusto se mueve, le declaran inmediatamente la guerra. —Agitó la cabeza y contempló la
actividad que se desarrollaba a nuestro alrededor—. Pero admito que no acabo de comprender por
qué tienen que proclamar la ley marcial.
Finalmente alcanzamos la orilla del río, donde media docena de vehículos anfibios estaban
amarrados a un dique flotante. Descendimos del autobús, y fuimos conducidos a un gran barracón
prefabricado utilizado para recibir a los visitantes. Había allí otros cincuenta o sesenta notables —
miembros del gobierno, personal de laboratorio, oficiales médicos y periodistas científicos— que
habían llegado un poco antes que nosotros en otro autobús procedentes de Miami. La atmósfera de
buen humor ocultaba una creciente inquietud, pero las elaboradas precauciones adoptadas por los
militares nos parecían excesivamente exageradas. Tras un intervalo para tomar café, recibimos la
bienvenida oficial y una serie de instrucciones para todo el día. Se nos recomendó en particular
permanecer estrictamente dentro de las áreas señaladas, no intentar recoger ningún «material
contaminado», y sobre todo no detenernos en ningún lugar, sino movernos constantemente, sin
intervalos.
Es inútil decir que la cómica pantomima de todos aquellos gestos nos alcanzó a todos, y que nos
sentíamos de un mejor humor cuando ocupamos nuestros lugares en tres de las lanchas de
desembarco que había en el río y cuando, una vez puestos en marcha, las verdes paredes del bosque
empezaron a desfilar a ambos lados. Observé inmediatamente, en contraste, la actitud reservada del
pasajero que estaba a mi lado. Era un hombre bajo de unos cuarenta años, vestido con ropas
tropicales de color blanco que hacían destacar el delgado anillo de oscura barba que rodeaba su
rostro. Sus negros cabellos caían desordenadamente sobre su angulosa frente, y esto, añadiéndose a
la cetrina mirada de sus vacuos ojos, le daba la apariencia de un taciturno D. H. Lawrence. Intenté,
un par de veces, entablar conversación con él, pero se limitó a sonreír brevemente y a mirar hacia
otro lado a través del agua. Imaginé que era uno de los investigadores químicos o biólogos.
Tres kilómetros corriente abajo nos cruzamos con un pequeño convoy de lanchas a motor unidas
entre sí a remolque de una lancha de desembarco. Todas ellas estaban atiborradas de carga, sus
cubiertas y los techos de sus cabinas desaparecían bajo los utensilios caseros más diversos, coches
de niño y colchones, máquinas de lavar y hatos de ropa, que dejaban tan sólo un estrecho espacio
libre en su centro. Chicos de rostro grave estaban sentados sobre aquellos montones, sujetando
maletas sobre sus rodillas, y tanto ellos como sus padres nos miraron duramente cuando pasamos
por su lado.
Cosa extraña, uno no ve muy a menudo en los rostros de los norteamericanos esa expresión de
enfermiza resignación tan familiar a cualquiera que haya viajado por otros países del mundo, ese
sentimiento de desamparado estupor frente a los desastres naturales o políticos que uno puede ver
por ejemplo en los ojos de los refugiados de Caporetto en Corea, y aquella inequívoca estampa de
desamparo que ofrecían las familias que nos cruzaron cortó bruscamente nuestra alegría. Cuando el
último bote pasó por nuestro lado, balanceándose en las agitadas aguas, todos nosotros nos giramos
y les contemplamos en silencio, conscientes que, en un cierto sentido, era a nosotros mismos a
quienes transportaba.
—¿Qué es lo que está ocurriendo? —pregunté al hombre de la barba—. ¡Parece como si
estuvieran evacuando la ciudad!
Sonrió brevemente, como si captara una involuntaria ironía en mi observación.
—De acuerdo..., ¡parece ridículo! Pero espero que volverán a ella a su tiempo.
Irritado por aquel elíptico comentario, pronunciado en tono desenfadado —el hombre seguía
mirando hacia otro lado, como absorto en reflexiones más interesantes—, fui a reunirme con mis
colegas.
—¿Pero por qué los rusos abordan el problema de una forma tan distinta? —estaba preguntando
George Schneider—. ¿Es lo mismo el Efecto Hubble que su Síndrome de Lisenko? ¿Quizá son dos
fenómenos distintos?
Uno de los biólogos del Departamento de Agricultura, un hombre de cabellos grises que llevaba
su chaqueta al brazo, agitó la cabeza.
—No, casi con toda seguridad son iguales. Lisenko está haciendo perder como siempre el tiempo
a los soviéticos. Sostiene que el rendimiento de las cosechas ha aumentado debido a que existe un
aumento en el peso de los tejidos. Pero, por lo que podemos ver, el Efecto Hubble es mucho más
parecido a un cáncer —y tan curable como él—, es decir una proliferación de la identidad
subatómica de la materia. Es como si una secuencia de imágenes idénticas pero desplazadas fuera
producida por refracción a través de un prisma, pero con el elemento tiempo reemplazando el papel
de la luz.
Aquellas palabras iban a resultar proféticas.
Bordeamos un meandro del río, que se ensanchaba a medida que se aproximaba a Maynard, y el
agua alrededor de las dos lanchas de desembarco que iban en cabeza adquirió una curiosa tonalidad
rosada, como si reflejara una lejana puesta de sol o algún enorme y silencioso incendio. Sin
embargo, el cielo seguía siendo de un límpido azul, sin ninguna nube. Entonces cruzamos por
debajo de un pequeño puente, a partir del cual el río se abría a un amplio estanque de unos
cuatrocientos metros de diámetro.

Con una simultánea inspiración de sorpresa nos inclinamos sobre la borda, contemplando la línea
de la jungla que hacía frente, en la otra orilla, a las blancas estructuras de los edificios de la ciudad.
Comprendí instantáneamente que las descripciones del bosque «cristalizándose» y «transformándose
en cristal coloreado» eran absolutamente exactas. El largo arco de árboles alineados en la orilla
brillaba y destellaba con miríadas de prismas, los troncos y las frondas de las palmeras parecían
aureoladas por una lívida luz amarilla y carmesí que se reflejaba en la superficie del agua, de tal
modo que toda la escena parecía haber sido reproducida por un superactivo proceso de technicolor.
Toda la longitud de la orilla opuesta relucía con aquel neblinoso claroscuro, las bandas de color se
sobreponían aumentando la densidad de la vegetación, de tal modo que era imposible ver más allá
de unos pocos metros tras la línea frontal de troncos.
El cielo estaba claro y despejado, los ardientes rayos del sol caían a plomo sobre aquella orilla
magnética, pero de tanto en tanto una ligera brisa agitaba el agua, y los árboles entraban en erupción
en cascadas de brillantes colores que avanzaban hacia nosotros. Después, suavemente, el fulgor
disminuía, y la imagen de los troncos individualizada, cada uno con su gama de colores, reaparecía,
con sus frondas chorreando fulgurantes joyas.
Todo el mundo en nuestra lancha se sentía cautivado ante aquel espectáculo: la vívida luz
cristalina se reflejaba en nuestros rostros y trajes, e incluso mi taciturno compañero se sentía presa
del asombro. Sujetando el respaldo de su silla situada ante él, se inclinaba por encima del
empañetado, con la blanca tela de su traje transformada en un brillante palimpsesto.
Nuestra lancha avanzó en un amplio arco en dirección al muelle, donde una hilera de grandes
lanchas estaban embarcando a las gentes de la ciudad, y llegamos así a menos de cincuenta metros
de la prismática jungla, con las zigzagueantes bandas de color reflejándose en nuestros trajes y trans-
formándonos en arlequines. Hubo un espontáneo coro de risas, que eran más un desahogo que una
diversión. Luego algunos brazos señalaron hacia el agua, y vimos que el fenómeno no tan sólo
afectaba a la vegetación. Extendiéndose a lo largo de dos o tres metros desde la orilla se apreciaban
los brillantes destellos de lo que parecía ser el agua cristalizándose, con las angulares facetas
emitiendo una azulada luz prismática que barría el casco de nuestra lancha. Aquellas astillas crecían
en el agua como cristales en una solución química, añadiendo más y más material a sí mismas, de tal
modo que la orilla era una aglomerada masa de agujas romboédricas semejantes a las agudas puntas
de un arrecife.
Sorprendido por la extensión del fenómeno —había esperado, tal vez influenciado por las teorías
de Lisenko, algo más que una habitual plaga atacando a los vegetales, como el mosaico del tabaco—
, contemplé los altos árboles. Indudablemente, todos ellos vivían, sus hojas y tallos eran recorridos
por la savia, y sin embargo se hallaban encostrados en una masa de tejido cristalino, como un
inmenso fruto escarchado. Toda la fronda, cualquier tallo verde que emergiera del suelo, estaba
encostrado por la misma sustancia translúcida, a través de la cual la luz del sol era refractada en arco
iris de color.
Un confuso murmullo de especulaciones brotó en nuestra lancha, en medio del cual tan sólo el
hombre de la barba y yo permanecimos en silencio. Por alguna razón imprecisa me sentía de repente
despreocupado de encontrarle una explicación autocalificada como «científica» al extraño fenómeno
que estábamos contemplando. La belleza del espectáculo había despertado algo en mi memoria, y un
centenar de imágenes de mi infancia, olvidadas durante cerca de cuarenta años, me recordaban el
mundo paradisíaco de los primeros años, en el que todas las cosas parecen iluminadas por esa
prismática luz que Wordsworth ha sabido describir tan bien en sus relatos para niños. Desde la
muerte de mi mujer y de mi hija de tres años en un accidente de automóvil, hacía diez años, había
reprimido deliberadamente tales sentimientos, y ahora la vívida magia de la orilla ante nosotros
brillaba a mis ojos como había brillado la breve primavera olvidada de mi matrimonio.
Pero la presencia de varios soldados y vehículos militares, y los hoscos rostros de las gentes de la
ciudad evacuando sus hogares, me aseguraban que el pequeño enclave del transfigurado bosque —
ante cuya comparación el resto de la laguna de los Everglades parecía una triste acumulación de
turba, barro y marga— iba a ser arrancado, y los árboles de cristal desmembrados y transportados a
centenares de asépticos laboratorios.

Los primeros pasajeros empezaron a desembarcar por la compuerta frontal de la lancha. Una
mano tocó mi brazo, y el hombre vestido de blanco, aparentemente comprendiendo mi estado de
ánimo, señaló con una sonrisa la manga de su traje, como si quisiera animarme. Ante mi asombro, la
tela conservaba una ligera mancha multicolor, pese a las sombras de la gente que se apretujaba en
torno nuestro, como si la luz del bosque hubiera contaminado la tela y quisiera iniciar allí el mismo
proceso.
—¿Qué es...? ¡Espere! —exclamé.
Pero antes que pudiera decirle nada más se había puesto en pie y se apresuraba hacia la
compuerta, y el último vestigio de su traje desapareció entre la muchedumbre del muelle.
Fuimos divididos en varios grupos pequeños, cada uno de ellos acompañado por dos suboficiales,
y avanzamos a lo largo de la cola de coches y camiones conteniendo las posesiones de los habitantes
de la ciudad. Las familias aguardaban pacientemente su turno, flanqueadas por la policía local,
mirándonos indiferentemente. Las calles estaban casi desiertas, y aquella era la última gente en
irse..., las calles estaban vacías, las contraventanas cerradas y enclavadas, parejas de soldados
paseaban ante los bancos y los comercios cerrados. Las calles laterales estaban llenas de coches
abandonados, confirmando que el río era la única vía de escape para la ciudad.
Mientras avanzábamos a lo largo de la calle principal, con la resplandeciente jungla visible a cada
intersección, a doscientos metros a nuestra izquierda, un coche de la policía penetró en la calle por el
otro extremo y se detuvo delante de nosotros. Dos hombres salieron de él, un alto capitán de la
policía de cabello rubio y un sacerdote llevando una pequeña maleta y una pila de libros. El cura
tendría unos treinta y cinco años, con una amplia frente de intelectual y unos ojos cansados. Parecía
inseguro acerca del camino que debía tomar, y esperó a que el capitán de la policía diera la vuelta al
coche.
—Va a necesitar su tarjeta de embarque, doctor Thomas —el capitán le tendió un ticket de color
al sacerdote, luego rebuscó en su bolsillo y extrajo un manojo de llaves sujeto a una clavija de
caoba—. Las he tomado de la puerta. Seguramente las olvidó al cerrar.
El cura vaciló, indeciso acerca de si tomar las llaves.
—Las dejé allí deliberadamente, capitán. Alguien puede acudir a buscar refugio en la parroquia.
—Lo dudo, doctor. De todos modos, no le servirían de nada —hizo un breve gesto—. Le veré en
Miami.
Devolviendo el saludo, el sacerdote se quedó observando las llaves en la palma de su mano,
luego se las metió con reluctancia en el bolsillo de su sotana. Cuando pasó a nuestro lado para
dirigirse al muelle, sus húmedos ojos observaron nuestros rostros con una inquieta mirada, como si
sospechara que podía haber algún miembro de su congregación oculto entre nosotros.
El capitán de la policía parecía también cansado, e inició una dura discusión con el oficial
encargado de nuestros grupos. Sus palabras se perdieron en la conversación general, pero señaló
impacientemente hacia los tejados con un amplio gesto de su brazo, como si indicara que se aproxi-
maba una tormenta. Pese a su fuerza física, había una cierta debilidad y egocentrismo en su alargado
rostro de pálidos ojos azules, y evidentemente su única ambición, una vez vaciada la ciudad de todos
sus habitantes, era irse él también a la primera oportunidad.
Me giré hacia el cabo que se mantenía algo apartado, cerca de una boca de incendios, y señalé
hacia la deslumbrante vegetación que parecía seguirnos, rodeando el perímetro de la ciudad.
—¿Por qué hacen irse a todo el mundo, cabo? Seguro que esto no es infeccioso... ¿Hay algún
peligro a causa de un contacto directo?
El cabo miró lacónicamente por encima de su hombro hacia el cristalino follaje que brillaba al sol
del mediodía.
—No es infeccioso. Excepto si uno se queda demasiado tiempo. Pero cuando ha quedado cortada
la carretera a ambos lados de la ciudad creo que ha sido cuando la gente ha decidido que ya era
tiempo de irse a otro lado.
—¿A ambos lados? —hizo eco George Schneider—. ¿Cuán grande es el área afectada, cabo? Nos
habían dicho dos o tres hectáreas.
El soldado agitó obstinadamente la cabeza.
—Mejor decir dos o trescientas. O incluso quinientas. —Señaló al helicóptero que volaba sobre
el bosque, trazando círculos unos dos kilómetros más allá, ascendiendo y descendiendo sobre los
palmerales, aparentemente fumigándolos con algún producto químico—. Se extiende recta hasta allá
abajo, hacia el lago Okeechobee.
—Pero lo tienen ustedes todo controlado, ¿no? —dijo George—. Están cortándole el terreno.
—No me atrevería a decirlo —respondió el cabo crípticamente. Señaló al rubio policía que seguía
discutiendo con nuestro oficial supervisor—. El capitán Shelley probó hace un par de días el
lanzallamas. No causó ningún efecto.
Con las objeciones del policía definitivamente rechazadas —subió a su coche con un portazo y
arrancó haciendo chirriar los neumáticos— seguimos avanzando, y en la próxima intersección vimos
que nos estábamos acercando al bosque, que ahora estaba tan sólo a cuatrocientos metros de
nosotros a cada lado de la carretera. La vegetación era dispersa, la hierba crecía en matojos en medio
de un suelo arenoso en la orilla, y había un laboratorio móvil instalado en un remolque en cuyos
lados se leía «Departamento de Agricultura, EE. UU.». Una sección de soldados se movían arriba y
abajo a su alrededor, recogiendo ramas y hojas de palmera que depositaban cuidadosamente como si
fueran trozos de vidriería en una serie de mesas alineadas. La espesura del bosque describía una
curva a su alrededor, cercando el perímetro norte de la ciudad, e inmediatamente nos dimos cuenta
que el cabo no se había equivocado en su estimación acerca de la extensión del área afectada.
Paralelamente a nosotros, al otro lado de un bloque de casas, por el norte, estaba la carretera general
Maynard-Miami, cortada por el incandescente bosque tanto en el lado este como en el oeste de la
ciudad.
Separándonos en grupos de dos o tres, abandonamos la carretera y nos dispersamos por la
explanada. El terreno arenoso parecía curiosamente duro y crujiente, como tierra cocida, y pequeñas
agujas de sílice fundido emergían de la costra recién formada.
Examinando los especimenes recogidos y coleccionados sobre las mesas, toqué el translúcido
material parecido a cristal que recubría las hojas y las ramas, siguiendo los contornos del original
como una imagen desplazada en un espejo defectuoso. Todo parecía como si hubiera sido sumergido
en un caldero de cristal en fusión, que se hubiera solidificado inmediatamente en una película muy
fina repleta de múltiples fracturas, como venas.
A pocos metros del remolque, dos técnicos estaban haciendo girar varias ramas incrustadas en
una centrífuga. Había un continuo relumbrar, y chispas y destellos de luz surgían de la cuba de la
centrífuga y se desvanecían en el brillante aire como una descarga eléctrica. Por encima de toda el
área de inspección, hasta el perímetro marcado por las barreras que rodeaban como un vendaje
blanco la herida prismática del bosque, la gente observaba.
Cuando la centrífuga se detuvo observamos el interior de la cuba, donde había un montón de
limpias ramas, con sus hojas adheridas al fondo metálico en un amasijo. Debajo de la cuba, sin
embargo, el receptáculo de los líquidos estaba completamente seco y vacío.
A veinte metros del bosque, un segundo helicóptero se preparaba para partir, con sus palas
girando indolentemente como despuntadas guadañas en el aire y despertando destellos de luz de la
agitada vegetación. Despegó con una brusca sacudida y ascendió penosamente, oscilando en el aire,
para adentrarse por encima del bosque, con sus palas pareciendo azotar un aire que no encontraban y
que le permitiera al aparato sustentarse. Hubo un confuso grito de «¡Fuego!» entre los soldados de
abajo, y todos pudimos ver claramente la vívida descarga de luz irradiada por las palas como un
fuego de San Telmo. Luego, con un gruñido de agonía que recordaba el de un animal herido de
muerte, el aparato se balanceó hacia atrás y cayó hacia el bosque a treinta metros bajo él, con los dos
pilotos luchando visiblemente en los controles. Los coches oficiales estacionados alrededor del área
de inspección hicieron rugir sus sirenas, y todos nos precipitamos hacia los árboles mientras el
helicóptero desaparecía de nuestra vista.
Mientras corríamos a lo largo de la carretera el suelo tembló por el impacto, y un repentino
estallido de luz surgió entre los árboles. La carretera conducía aproximadamente hacia el lugar del
accidente, con algunas pocas casas perfilándose al final de vacíos senderos.
—¡Las palas debieron cristalizarse mientras permanecía estacionado cerca de los árboles! —
exclamó George Schneider mientras saltábamos por encima de la cerca que delimitaba el
perímetro—. Pudimos ver cómo el cristal se fundía, pero no lo bastante aprisa. Espero que los
pilotos estén bien.
Algunos soldados corrían delante de nosotros, haciéndonos señas para que retrocediéramos, pero
no les hicimos caso y proseguimos hacia los árboles. Pasados tan sólo cincuenta metros nos
hallamos en pleno bosque, y penetramos en un mundo encantado, en el que el colgante musgo que
pendía de los grandes robles tenía el aspecto de brillantes guirnaldas llenas de joyas. El aire era
claramente más frío, como si todo estuviera cubierto por una capa de hielo, pero un cambiante juego
de luces se derramaba constantemente sobre nosotros desde la bóveda que nos cubría como un gran
vitral, transformando el techo del bosque en un calidoscopio continuo de tres dimensiones.
El proceso de cristalización estaba allí mucho más avanzado. La blanca cerca a lo largo de la
carretera estaba tan incrustada que formaba un palizada imposible de cruzar, de a lo menos treinta
centímetros de espesor por cada lado. Las pocas casas que podían verse entre los árboles brillaban
como pasteles de cumpleaños, sus techos blancos y sus chimeneas convertidos en exóticos minaretes
y barrocos domos. En un césped erizado de agujas color esmeralda un juguete infantil, tal vez una
bicicleta roja con ruedas amarillas, brillaba como una gema, con las ruedas parecidas a dos coronas
de reflejos jaspeados. Viéndolo, recordé los juguetes de mi hija esparcidos por el jardín, tal como los
encontré a mi regreso del hospital. Habían brillado, por una última vez, con aquel mismo resplandor
prismático.
Los soldados avanzaban delante de mí, pero George y Paul Mathieu se habían distanciado,
quedándose atrás mientras intentaban rascar sus zapatos en la cerca. Ahora resultaba obvio por qué
la carretera Miami-Maynard había sido cerrada. La superficie de hormigón estaba cubierta por una
alfombra continua de agujas, flechas de cristal y cuarzo de hasta quince centímetros de longitud, que
reflejaban la coloreada luz que llegaba de entre los árboles. Estas flechas se clavaban en mis zapatos,
obligándome a moverme cautelosamente por el arcén, donde una cerca más alta de la instalada para
la emergencia revelaba la proximidad de una casa.
Una sirena mugió a mis espaldas, y el coche de la policía que había visto antes apareció rugiendo
por la carretera, con sus gruesos neumáticos luchando contra la superficie cristalina. Hizo alto a
veinte metros, el motor se detuvo, y el capitán saltó al suelo. Me gritó rabiosamente que retrocedie-
ra, señalándome un camino que era ahora un túnel de luz amarillenta formado por los árboles, cuyas
ramas se unían por encima de nuestras cabezas.
—¡Atrás! ¡Está llegando otra ola! —Echó a correr tras los soldados que estaban cien metros por
delante de nosotros, con sus botas crujiendo sobre la alfombra de cristal.
Preguntándome por qué se preocupaba tanto por desalojar el bosque, me detuve un momento al
lado del coche de la policía. Se había producido un cambio apreciable en el bosque, como si el
crepúsculo hubiera llegado prematuramente. La capa de escarcha que rodeaba los árboles y las
plantas se había vuelto más opaca, y el suelo de cristal era ahora más gris y mate, con sus agujas
convirtiéndose en cristales de basalto. La panoplia de coloreada luz se había desvanecido, y una
luminosidad ambarina se adueñaba de la superficie del bosque, poniendo sombras entre las hojas.
Simultáneamente, el frío había aumentado. Abandonando el coche, me dispuse a dar media vuelta
—Paul Mathieu y un soldado, con las manos contra el rostro, habían desaparecido por un recodo de
la carretera—, pero el aire frío bloqueó mi paso como una muralla glacial. Subiéndome el cuello de
mi traje tropical, retrocedí hacia el coche, preguntándome si no sería mejor buscar refugio en su
interior. El frío seguía aumentando, dándome la sensación como si mi rostro hubiera sido rociado
con acetona y mis manos hubieran sido despojadas de toda su carne. En algún lugar oí los gritos del
capitán de la policía, y vi el destello de una silueta corriendo a toda velocidad entre los helados
árboles.
A la izquierda de la carretera, la oscuridad envolvía completamente el bosque, enmascarando las
siluetas de los troncos, y de repente se extendió a través de la carretera. Mis ojos ardieron
dolorosamente, y los froté para quitarme los pequeños cristales de hielo que se habían formado en
mis pupilas. Por todos lados se estaba formando un intenso hielo, que aceleraba el proceso de
cristalización. Las agujas en la carretera tenían ya treinta centímetros de altura, como las púas de un
gigantesco puercoespín, y la corteza de los árboles era más espesa y translúcida, de tal modo que los
troncos originales parecían haber quedado reducidos a simples líneas poco definidas. Las hojas
formaban un mosaico continuo, con los elementos cristalinos mezclándose y fundiéndose. Por
primera vez tuve la repentina idea de la posibilidad que todo el bosque se convirtiera en un sólido
iceberg de coloreado hielo, conmigo atrapado entre sus intersticios.
Las ventanillas del coche y la negra carrocería estaban ahora recubiertas por una delgada capa
parecida al hielo. Intenté abrir la portezuela para poner en marcha la calefacción del vehículo, pero
al tocar la manecilla mis dedos se quemaron por el intenso frío.
—¡Eh, usted! ¡Venga aquí! ¡Por este lado!
A mis espaldas, la voz creó ecos en el camino que conducía a la carretera. Entre la oscuridad y el
frío, vi al capitán de la policía haciéndome señas desde el porche de la casa. El césped que nos
separaba parecía menos oscuro que el resto. La hierba retenía su vívido resplandor líquido, y el
blanco alero de la casa creaba un contraste como de aguafuerte con la oscuridad que lo rodeaba,
como si aquel enclave hubiera sido preservado como una isla en el ojo de un huracán.
Corrí ascendiendo el camino hacia la casa, y con alivio noté que el aire era al menos diez grados
más cálido. La luz del sol brillaba a través del follaje en todo su esplendor. Alcancé el pórtico y
busqué al capitán, pero se había marchado de nuevo corriendo hacia el bosque. Vacilé en seguirlo,
observando la cortina de oscuridad que poco a poco se iba adueñando del césped y cuyos pliegues
apagaban progresivamente las resplandecientes frondas. El coche de la policía estaba ahora
recubierto por una espesa capa de opaco cristal, y su parabrisas había florecido con un millar de cris-
tales en forma de flores de lis.
Rodeé rápidamente la casa, a medida que la zona de seguridad retrocedía bajo el bosque, y crucé
los restos de un antiguo huerto, donde legumbres de cristal erguían sus tallos y sus hojas de color
rosado formando exquisitas esculturas de casi un metro de alto. Alcancé el bosque y esperé que el
desplazamiento de la zona tomara una nueva dirección, intentando permanecer en el centro de aquel
foco. Parecía como si hubiera descubierto una caverna subterránea, donde enjoyadas rocas se
dibujaban en la fantasmal oscuridad como enormes plantas submarinas, con las espirales cristalinas
de las enredaderas semejando fuentes heladas en el tiempo.

Durante la siguiente hora corrí desesperadamente a través del bosque, perdida toda orientación,
rechazado por las retorcidas vallas de la zona de seguridad que serpenteaban entre los árboles como
un tornado benefactor. Crucé varias veces la carretera, cuyas agujas alcanzaban ahora una altura de
hasta casi mi cintura, obligándome a pasar por encima de sus afiladas púas. En un momento
determinado, mientras me apoyaba contra el tronco de un bifurcado cedro, un enorme pájaro
multicolor levantó el vuelo desde una rama por encima de mi cabeza y se alejó lanzando un
penetrante grito, con una aureola de luz cayendo en cascada desde sus alas rojas y amarillas, como
las llamas del nacimiento de un Ave Fénix.
Finalmente, aquel extraño ballet terminó, y una luz pálida se filtró por la bóveda de cristal,
transformándolo todo con su iridiscencia. El bosque se convirtió de nuevo en un lugar de arco iris,
donde resplandecientes grutas mostraban todas sus pedrerías. Seguí un estrecho camino que serpen-
teaba en dirección a una gran casa blanca, parecida a un clásico pabellón de verano, situada sobre
una pequeña prominencia casi en el centro del bosque. Transformada por la escarcha cristalina,
parecía un fragmento intacto de Versalles o de Fontainebleau, con sus adornadas pilastras y sus
frisos esculpidos que colgaban del techo, cuya parte más alta dominaba los árboles. Pensé que desde
el piso superior podría divisar las torres de agua de Maynard, o al menos descubrir los meandros del
río.
El camino se estrechaba y no se dirigía ascendiendo directamente hacia la casa, pero la costra
como recocida que lo recubría, parecida a cuarzo medio fundido, ofrecía una superficie más
practicable que las agujas del césped. De pronto tropecé con algo que era sin lugar a dudas una ru-
tilante barca sólidamente apresada en el suelo, con una cadena de lapislázuli sujetándola a un lado.
Entonces me di cuenta que estaba siguiendo un pequeño afluente tributario del río. Una pequeña
corriente de agua circulaba aún por debajo de la costra sólida, y evidentemente aquel vestigio de
movimiento era lo único que preservaba a la superficie de entrar en erupción en las exóticas formas
afiladas que tomaba en el bosque.
Mientras me detenía junto al bote, acariciando las enormes rocas de topacio y amatista
incrustadas en sus lados, una grotesca criatura a cuatro patas medio enterrada en la superficie luchó
por liberarse y emergió a través de la costra con los brillantes fragmentos cristalinos adheridos aún a
su hocico y a sus miembros delanteros destellando como las placas de una coraza transparente. Sus
mandíbulas mordían el aire sin ruido mientras luchaba con sus patas, pero no podía abandonar el
hueco cuyo contorno mantenía exactamente la forma de su cuerpo, sino tan sólo izarse algunos
centímetros. Investido por los brillantes destellos luminosos que lanzaba su coraza, el cocodrilo
parecía un fabuloso animal heráldico. Intentó lanzarse una vez más contra mí con una repentina
energía, y le di una patada en el hocico, haciendo volar los cristales que obstruían su boca.
Dejándole que adoptara de nuevo su inmóvil postura de hielo, escalé la orilla y atravesé el césped
hacia la casa, cuyas encantadas torres se perfilaban por encima de los prismáticos árboles. Sin
aliento y casi completamente exhausto, tenía sin embargo una curiosa premonición hecha de espe-
ranza y de deseo, como si yo fuera algún fugitivo Adán encontrando de repente una olvidada puerta
que conducía al paraíso perdido.
Allá arriba, en una de las ventanas del piso superior, con un fusil apoyado en su brazo, el hombre
del traje de tela blanca me observaba reflexivamente.

Ahora que la más amplia evidencia del Efecto Hubble se halla a disposición de todos los
investigadores científicos del mundo entero, se ha llegado a un acuerdo sobre sus orígenes y las
pocas medidas temporales que pueden tomarse para detener su progresión. Bajo la presión de la
necesidad, durante mi huida a través de los bosques de los Everglades, descubrí el principal
remedio: mantenerse en constante movimiento, pero asumí que la causa era algún tipo de mutación
genética acelerada, aunque incluso los objetos inanimados, como los coches o las cercas metálicas,
se vieran igualmente afectados. De todos modos, actualmente, incluso los lisenkistas han aceptado a
regañadientes la explicación proporcionada por los investigadores del Instituto Hubble, especulando
que las transfiguraciones ocurridas un poco por todas partes en nuestro planeta son el reflejo de
lejanos procesos cósmicos de enorme alcance y dimensiones, que han aparecido por primera vez en
la espiral de la Andrómeda.
Sabemos ahora que es el tiempo («el Tiempo con el toque de Midas», como lo describe Charles
Marquand), el responsable de la transformación. El reciente descubrimiento de antimateria en el
Universo implica inevitablemente la concepción del antitiempo como la cuarta dimensión de su
continuo cargado negativamente. Cuando una partícula y una antipartícula se encuentran, no sólo
destruyen sus respectivas identidades físicas, sino que sus opuestos valores-tiempo se eliminan
mutuamente, sustrayendo del Universo otro quantum de su reserva total de tiempo. Son las descar-
gas de este tipo, provocadas por la creación de antigalaxias en el espacio, las que han terminado con
las reservas de tiempo que disponía nuestro propio Sistema Solar.
Al igual que una solución sobresaturada se precipita en una masa cristalina, la sobresaturación de
la materia en un continuo temporal conduce a su aparición en una materia espacial paralela. A
medida que esta «pérdida» de tiempo aumenta, el proceso de sobresaturación sigue su curso, ha-
ciendo que los átomos y moléculas originales produzcan réplicas espaciales de sí mismos, una
sustancia sin masa que intenta afirmar su derecho a la existencia. El proceso, teóricamente, no tiene
fin, y eventualmente le es posible a un simple átomo producir un número infinito de duplicados de sí
mismo capaces de llenar todo el Universo, por cuyo motivo el tiempo habrá expirado
simultáneamente de una forma definitiva, un último cero macrocósmico más allá de los más audaces
sueños de Platón y Demócrito.

Mientras permanecía tendido en uno de los divanes con encajes de cristal en una estancia del piso
superior, el hombre de la barba vestido con un traje blanco me explicó algo de todo esto con su
brusca e intermitente voz. Permanecía de pie junto a la abierta ventana, vigilando el césped y el
riachuelo donde se hallaban presos la barca y el cocodrilo engastados en gemas. La delgada aureola
de su barba le daba un aspecto febril y obsesionado. Por alguna desconocida razón, me hablaba
como si yo fuera un viejo amigo.
—Maldita sea, B..., la cosa era obvia desde hace años —dijo disgustado—. Mire ese virus, su
estructura cristalina, tanto animada como inanimada, y su inmunidad al tiempo —pasó su mano por
el alféizar y recogió un puñado de gránulos cristalinos, que arrojó al suelo como si fueran
fragmentos de mármol desechados—. Usted y yo seremos muy pronto así, y el resto del mundo. ¡Ni
vivos ni muertos!
Se interrumpió para armar su fusil, sus oscuros ojos acechando algo entre los árboles.
—Vamos a irnos de aquí —anunció, apartándose de la ventana—. ¿Cuándo ha visto por última
vez al capitán Shelley?
—¿El capitán de la policía? —me puse penosamente en pie, resbalando en el suelo. Varios
cristales de las ventanas se habían roto y se habían convertido en una única capa brillante y
resbaladiza sobre la alfombra. Los motivos persas ondulaban bajo aquella superficie brillante como
el fondo de esas piscinas perfumadas de las Mil y Una Noches—. Inmediatamente después que
echáramos a correr en busca del helicóptero. ¿Por qué le tiene usted miedo? —pregunté, pero él se
limitó a agitar irritado la cabeza ante la pregunta.
—Es un hombre maligno —dijo—. Y astuto como un cerdo.
Descendimos una escalera de peldaños de cristal. Todo en la casa estaba recubierto por la misma
helada película, embellecida por espirales y diseños exquisitos. En las vacías estancias, los muebles
estilo Luis XV se habían transformado en enormes terrones de azúcar cande opalescente cuyos
reflejos brillaban como quimeras en las paredes de cristal tallado. Mientras desaparecíamos bajo los
árboles para alcanzar el río, mi compañero exclamó con una triunfal alegría, dirigiéndose tanto al
bosque como a mí:
—¡Estamos llegando al final de tiempo, B..., llegando al final del tiempo!
Seguía intentando localizar al capitán de la policía. No podía buscar a nadie más. No acababa de
comprender el motivo, como tampoco el de su aparente deseo de venganza. Yo le había dicho
voluntariamente mi nombre, pero él había evitado hacer lo mismo con el suyo. Imaginaba que él
había notado una cierta afinidad entre nosotros en el momento en que nos sentamos juntos en la
lancha, y que era un hombre capaz de simpatizar con alguien o de odiarle sin ningún límite desde el
momento de su primer encuentro. No sabía absolutamente nada de él. Con su fusil apoyado en su
brazo, avanzada rápidamente a lo largo de la fosilizada orilla, con precisos y deliberados
movimientos, mientras yo chapoteaba tras él. De tanto en tanto cruzábamos algún pequeño yate
aprisionado en la costra, o un cocodrilo petrificado que se arqueaba brutalmente a nuestro paso y
abría unas fauces de gárgola al vernos, con su cristalina coraza lanzando mil irisados destellos.
Por todos lados había la misma fantástica corona de luz, transfigurando e identificando todos los
objetos. El bosque era un interminable laberinto de cristalinas cavernas, aisladas del resto del mundo
(que, por lo que sabía, podía haber sido afectado del mismo modo), iluminadas por lámparas
subterráneas.
—¿No podemos regresar a Maynard? —grité tras él, con mi voz despertando ecos en las bóvedas
cristalinas—. Cada vez estamos penetrando más en el bosque.
—La ciudad está completamente aislada, mi querido B... Pero no se preocupe, le llevaré a ella a
su debido tiempo. —Saltó por encima de una fisura en la superficie del río. Bajo los cristales que se
disolvían, un minúsculo hilillo de agua iba abriendo obstinadamente un canal.

Durante varias horas, conducido por aquel extraño personaje vestido de blanco que parecía estar
siempre espiando algo, avancé por el bosque, a veces en círculos completos, como si mi compañero
estuviera familiarizándose con la topografía de aquel mundo constelado de joyas. Cuando me
sentaba en un tronco vitrificado para recuperar el aliento o para arrancarme los cristales que, pese a
mis continuos movimientos, se iban formando bajo mis zapatos —el aire seguía siendo frío, las
sombras oscuras nos acechaban persistentemente a nuestro alrededor—, me esperaba impacien-
temente, observándome con ojos meditativos, como preguntándose si valía la pena abandonarme o
no en el bosque.
Por fin alcanzamos los límites de un pequeño claro, bordeado en tres de sus lados por la quebrada
superficie de un meandro del río, donde una construcción ojival lanzaba su techo hacia el cielo a
través de un orificio del follaje. Un entretejido de lianas ascendía hacia los árboles, como un velo
diáfano envolviendo el jardín y la casa, cuyos reflejos de mármol blanco eran tan intensos que daban
una impresión sepulcral. Aquella impresión era reforzada por las ventanas bajo el porche que
rodeaba la casa, cuyos complicados arabescos recordaban los practicados en las losas de una tumba.
Haciéndome señas para que permaneciera donde estaba, mi compañero se dirigió hacia el jardín,
con el fusil listo para disparar. Avanzó de árbol en árbol, deteniéndose para espiar cualquier
movimiento, y luego, con paso felino, atravesó la helada superficie del río. Una oropéndola dorada,
con las alas aprisionadas bajo la bóveda de cristal, se balanceó suavemente bajo la luz del atardecer,
creando a su alrededor una aureola que la hacía parecer un sol en miniatura.
—¡Marquand!
Los ecos del disparo resonaron entre los árboles, y el rubio capitán de la policía, avanzó
corriendo hacia el pabellón, con un revólver en la mano. Cuando disparó de nuevo, los cristales que
cubrían el colgante musgo se desmenuzaron y cayeron a mi alrededor, formando como una cascada
de espejos. Dando un salto desde el porche, el hombre de la barba corrió encorvado hacia el río,
saltando sobre las irregularidades del terreno.
La rapidez con que había ocurrido todo hizo que yo permaneciera de pie, desamparado, al borde
del claro, con las dos detonaciones resonando aún en mis oídos. Escruté el bosque buscando señales
de mi compañero, y entonces el capitán de la policía, ahora de pie en el porche, me hizo una seña
con su pistola.
—¡Acérquese! —Cuando obedecí, tentativamente, bajó los peldaños, estudiándome con
suspicacia—. ¿Qué está haciendo usted por aquí? ¿Es uno de los del grupo de visitantes que ha
llegado esta mañana?
Le expliqué cómo había sido atrapado, tras la caída del helicóptero.
—¿Puede usted ayudarme a regresar al puesto de control? —pregunté—. Llevo vagando por este
bosque todo el día.
Frunció lentamente su alargado rostro.
—El puesto de control está demasiado lejos de aquí. El bosque está cambiando a cada momento.
—Señaló hacia el río—. ¿Qué hacía usted con Marquand? ¿Dónde se ha encontrado con él?
—¿El hombre de la barba? Se había refugiado en una casa cerca del río. ¿Por qué ha disparado
contra él? ¿Acaso es un criminal?
Tras una pausa, Shelley agitó la cabeza. Su actitud era evasivamente furtiva.
—Mucho peor que eso —dijo—. Está loco. Completamente loco. —Empezó a subir los peldaños,
aparentemente decidido a dejar que me las arreglara por mí mismo en el bosque—. Será mejor que
vaya con cuidado, no sabemos lo que va a pasar en el bosque. Muévase continuamente, pero hágalo
en círculos, o se va a perder.
—¡Espere un momento! —grité tras él—. ¿Puedo quedarme aquí un rato? Necesito un mapa...,
quizá usted tenga uno.
—¿Un mapa? ¿De qué le va a servir en estas circunstancias? —Vaciló, mientras yo permanecía
inmóvil, con los brazos colgando—. De acuerdo, puede quedarse aquí cinco minutos.
Obviamente, aquella concesión a la humanidad le había sido arrancada.

El pabellón de verano consistía tan sólo en una habitación circular y una pequeña cocina
contigua. Las contraventanas estaban sólidamente cerradas, y una capa de cristales había sellado
todos los intersticios, por lo que la luz ahora tan sólo entraba por la puerta.
Shelley enfundó su pistola y cerró suavemente la puerta con llave. Los escarchados cristales me
dejaban ver tan sólo los imprecisos contornos de una gran cama adoselada, presumiblemente tomada
de alguna propiedad vecina. Dorados cupidos revoloteaban en el baldaquino de caoba, y cuatro
cariátides desnudas con los brazos levantados formaban las columnas.
—Es la señora Shelley —me explicó el capitán en voz baja—. No se encuentra muy bien.
Por un momento contemplamos a la ocupante del lecho, que estaba recostada en una almohada de
satén, con una mano febril apoyada en el cobertor de seda. Por un momento creí hallarme frente a
una persona de edad avanzada, probablemente la madre del capitán, pero luego me di cuenta que se
trataba de una mujer muy joven, casi una niña, que no tendría más de veinte años. Sus largos
cabellos color platino cubrían sus hombros como un chal, su delgado rostro de salientes pómulos se
inclinaba hacia adelante para absorber la escasa luz. Quizás en otro tiempo habría poseído aquella
frágil belleza de porcelana, pero ahora su ajada piel y el débil resplandor de sus ojos tras unos
párpados entrecerrados le daban la apariencia de una persona increíblemente vieja, que me recordó a
mi propia esposa durante los pocos minutos que precedieron a su muerte.
—Shelley —su voz resonó quebrada en la luz ambarina de la habitación—. Shelley, vuelve a
hacer frío. ¿No puedes encender un poco de fuego?
—La madera no arderá, Emerelda. Toda ella se ha convertido en cristal. —El capitán permanecía
de pie junto a la cama, con el casco sujeto entre las manos. Miraba a la joven con una expresión
ansiosa, como si siempre estuviera de servicio. Abrió su chaqueta de piel—. Mira lo que te he traído.
Esto te aliviará.
Se inclinó sobre ella, depositando sobre el cobertor varios puñados de piedras preciosas, rojas y
azules. Rubíes y zafiros de varios tamaños, que brillaron a la débil luz con un renovado poder.
—Oh, Shelley, gracias... —la mano libre de la mujer se deslizó sobre el cobertor para recoger las
gemas. Su rostro infantil expresaba una avidez casi animal. Tomó un puñado y lo llevó contra su
pecho, apretándolas contra su carne hasta que formaron rojas señales en su piel. Su contacto pareció
revivirla. Se irguió penosamente. Varias gemas cayeron al suelo.
—¿Contra quien has disparado, Shelley? —preguntó al cabo de un rato—. He oído los disparos, y
eso me ha dado dolor de cabeza.
—Tan sólo era un cocodrilo, Emerelda. Hay algunos por aquí, y hay que vigilarlos. Pero no te
preocupes, yo estoy aquí. Descansa.
—Pero, Shelley, necesito muchas más piedras que estas, tan sólo me has traído unas cuantas
hoy... —su mano, como una garra, tanteó el cobertor. Luego giró la cabeza hacia el otro lado, con
las piedras brillando como escarabajos contra la blanca piel de su pecho.
El capitán Shelley me hizo una seña y ambos pasamos a la cocina. La pequeña estancia estaba
casi vacía, tan sólo había un refrigerador desconectado apoyado sobre una cocina sin fuego. Shelley
abrió la puerta del refrigerador y fue alineando el resto de las piedras, que parecían cerezas, entre las
latas de conserva. Una película de escarcha recubría todo el exterior del mueble, así como todo lo
que había en la cocina, pero las paredes interiores permanecían intactas.
—¿Quién es ella? —le pregunté a Shelley, mientras él abría una lata de conserva—. ¿No cree que
debería sacarla de aquí?
Shelley me miró con su habitual expresión ambigua. Parecía como si estuviera ocultando algo, a
causa de sus ojos siempre entrecerrados.
—Es mi mujer —dijo con un curioso énfasis, remarcando las palabras, como si no estuviera
seguro de lo que decía—. Emerelda. Está segura aquí, siempre que consiga mantener a Marquand a
distancia.
—¿Por qué querría hacerle ningún daño? Me ha parecido en sus cabales.
—¡Es un psicópata! —gritó Shelley, con una repentina fuerza—. ¡Se ha pasado seis meses en una
camisa de fuerza! Quiere robarme a Emerelda para llevarla a su loca casa en medio del pantano. —
Y, como una explicación suplementaria, añadió—: Ella estaba casada con Marquand.

Mientras comíamos, pinchando directamente la carne fría de la lata, me habló del extraño
arquitecto, Charles Foster Marquand, que había diseñado varios de los mayores hoteles de Miami y
que, hacía dos años, había abandonado bruscamente su trabajo, hastiado de todo. Se había casado
con Emerelda, tras haber llegado a un acuerdo económico con sus padres, tan sólo pocas horas
después de haberla conocido en un parque de atracciones, y se la había llevado a su alucinante
mansión de estilo grotesco que había edificado en medio del pantano, entre los tiburones y los
cocodrilos. Según Shelley, nunca le había hablado de Emerelda tras la ceremonia de su matrimonio,
y la mantenía aislada en su casa, sin nadie a quien hablar excepto un viejo sirviente negro, ciego.
Aparentemente veía a su mujer en una especie de sueño prerrafaelista, enjaulada en su casa como el
último recurso de su imaginación. Cuando ella consiguió finalmente escapar, con la ayuda del
capitán Shelley, tuvo un verdadero ataque de locura asesina y permaneció varios meses en un asilo
como enfermo voluntario. Ahora había vuelto, sin más ambición que regresar con Emerelda a su
casa en medio del pantano, y Shelley tenía la convicción, seguramente sincera, que aquella mórbida
y lunática presencia era la responsable de la repentina enfermedad de Emerelda.
Me fui al anochecer, dejándolos parapetados en aquel pabellón de aspecto sepulcral, y me dirigí
hacia el río, que según Shelley se hallaba a ochocientos metros de allí, esperando seguirlo y llegar
así a Maynard, donde con un poco de suerte encontraría alguna unidad del ejército estacionada cerca
de la zona afectada, y los soldados podrían reconstruir mi camino y acudir en ayuda del capitán de la
policía y su agonizante mujer.
La falta de hospitalidad de Shelley no me sorprendió. Enviándome al bosque me utilizaba como
cebo, convencido que Marquand intentaría inmediatamente reunirse conmigo para conseguir
noticias de su ex esposa. Mientras me aventuraba a través de las grutas de cristal invadidas por las
sombras, escuchaba atentamente los ruidos que podían significar su aproximación, pero las vainas
de los árboles cantaban y crujían con millares de voces a medida que el bosque se enfriaba en la
oscuridad. Por encima mío, entre las frondas, veía el cuarteado disco de la luna. A mi alrededor, en
las vítreas paredes, las reflejadas estrellas parecían miríadas de luciérnagas.
En aquel momento me di cuenta que mis ropas brillaban en la oscuridad. La escarcha que cubría
mi traje reflejaba la luz de las estrellas, y minúsculas flechas cristalinas se formaban en mi reloj de
pulsera, cuya esfera parecía un medallón de luna.
Hacia medianoche alcancé el río, una calzada de gas solidificado que podría haber ascendido
hasta la Vía Láctea. Viéndome obligado a abandonarlo a causa de una sucesión de gigantescas
cataratas que cortaban su superficie, me acerqué a los arrabales de Maynard, pasando por delante del
laboratorio móvil usado por el Departamento de Agricultura. El remolque, las mesas, el equipo,
estaban cubiertos ahora por una espesa capa escarchada y en la centrífuga las ramas habían
recuperado su floración de brillantes gemas.
En la oscuridad, las casas de blancos techos de la ciudad parecían los monumentos funerarios de
una necrópolis. Las cornisas estaban adornadas con flechas y gárgolas que alcanzaban el suelo a
medida que se prolongaban. Un viento glacial azotaba las calles, bosques de agujas fósiles en cuya
masa los vehículos abandonados parecían saurios prehistóricos depositados en el inmemorial fondo
de su océano natal.
El proceso de transformación se iba acelerando por todos lados. Mis pies estaban rodeados por
gruesas zapatillas de cristal. Gracias a ellas podía avanzar por la calle, pero muy pronto iban a
soldarse a las agujas, y quedaría atrapado.
La salida oriental de la ciudad estaba bloqueada por el bosque y la carretera en erupción.
Mientras rehacía penosamente el camino esperando al menos regresar con el capitán Shelley, pasé
ante una joyería cuyo escaparate había sido forzado. Allí la acera no presentaba ninguna excrecencia
cristalina, pero el suelo estaba repleto de joyas, anillos de rubíes y esmeraldas, broches y pendientes
de topacio, mezclados con incontables piedras más pequeñas y diamantes industriales cuyas facetas
brillaban a la luz de las estrellas. Me detuve ante las piedras, observando de repente que las agujas
que erizaban mis zapatos se iban disolviendo lentamente, como hielo expuesto al calor. La propia
costra cayó en pedazos, que se fundieron lentamente y desaparecieron sin dejar la menor huella.
Entonces comprendí por qué el capitán Shelley le había llevado piedras preciosas a su mujer, y
por qué la enferma se había apoderado tan ávidamente de ellas. Por algún fenómeno óptico o
electromagnético, el intenso foco de luz en el interior de las gemas provocaba una compresión en el
tiempo, de tal modo que los rayos luminosos que provenían de sus superficies invertían el proceso
de cristalización. (Quizá sea este poder el que explique la eterna atracción ejercida por las piedras
preciosas, al igual que por la pintura y la arquitectura barrocas. Sus intrincados bordes y ornamentos
ocupan más que su propio volumen de espacio, y así contienen más tiempo ambiente y nos
proporcionan esta innegable premonición de inmortalidad que uno siente en el interior de San Pedro
o del palacio de Nymphenberg. Por el contrario, la arquitectura del siglo XX, que utiliza caracte-
rísticamente la fachada rectangular desnuda y se apoya en principios euclidianos simples acerca del
espacio y el tiempo, se adapta perfectamente al Nuevo Mundo, que cree firmemente tener un pie
sólidamente apoyado en el futuro y no se preocupa por esa angustia de mortalidad que siempre ha
perseguido el espíritu de la vieja Europa.)
Me incliné rápidamente para recoger las piedras, que metí en mis bolsillos y en mi camisa, e
incluso en mis brazos. Luego me quedé allí, con la espalda apoyada en el escaparate. El semicírculo
de la acera formaba como un pequeño patio que las excrecencias cristalinas rodeaban como un
fantasmal jardín, y el contacto de las piedras contra mi epidermis me proporcionaba una sensación
de calor. Unos instantes más tarde, al borde del agotamiento, me hundí en un profundo sopor.

Me desperté bajo un resplandeciente sol, en una calle bordeada de dorados templos, donde
millones de arco iris iluminaban el aire en un estallido de prismáticos colores. Me cubrí los ojos para
mirar hacia los techos, cuyas doradas tejas estaban incrustadas de pedrería como en Bangkok.
Una mano me sacudió sin contemplaciones. Quise levantarme, y vi que el semicírculo de acera
libre había desaparecido: mi cuerpo yacía sobre un lecho de agujas. Estas habían crecido más
rápidamente a la entrada de la joyería y mi brazo derecho estaba prisionero en una masa cuyas pun-
tas, de ocho a diez centímetros de largo, alcanzaban casi mi hombro. Mi mano estaba recubierta por
un espeso guantelete de cristales prismáticos, apenas podía levantarla, y mis dedos estaban
delineados por un arco iris de color.
Presa del pánico, conseguí a duras penas ponerme de rodillas y vi al hombre del traje blanco de
cuclillas tras de mí, con el fusil en los brazos.
—¡Marquand! —levanté mi enjoyado brazo—. ¡Por el amor de Dios!
Mi voz desvió su atención del otro extremo de la calle, donde espiaba algo. Su delgado rostro de
ojos brillantes estaba transfigurado por extraños colores que tornasolaban su piel, marcando los
reflejos azules y violetas de su barba. Su traje irradiaba a su alrededor bandas de irisado color.
Se movió en mi dirección, pero antes que pudiera decir algo sonó un disparo, y la película que
recubría el dintel de la puerta de la joyería saltó en pedazos. Marquand se inclinó, luego me obligó a
pasar a través del roto escaparate. Sonó otro disparo. Bordeamos los saqueados mostradores y
pasamos a un despacho, donde una caja fuerte abierta dejaba ver las cajas metálicas vacías.
Marquand las apartó y empezó a recoger las pocas piedras preciosas que había esparcidas por el
suelo.
Me las metió en el bolsillo y me hizo salir por una ventana a la calle situada tras el edificio.
Desde allí alcanzamos la calle adyacente, transformada en un túnel de luz púrpura. Nos detuvimos
en la primera esquina, a cincuenta metros del bosque, y mi compañero señaló hacia él.
—¡Corra, corra! ¡No importa hacia dónde, a través del bosque, es lo único que puede hacer!
Me empujó con la culata de su fusil, que ahora estaba incrustada con una masa de plateados
cristales, como un arma medieval. Levanté impotente mi brazo, y el sol hizo destellar las agujas
cristalinas que lo recubrían.
—¡Mi brazo, Marquand! ¡Está aprisionado hasta el hombro!
—¡Corra! ¡Ninguna otra cosa le podrá ayudar! —su iluminado rostro resplandecía de agitación—
. ¡Y no malgaste las piedras, no le van a durar eternamente!
Esforzándome en correr, penetré en el bosque, introduciéndome en la primera de las cavernas de
luz, haciendo girar mi brazo tanto como me era posible, y sintiendo que los cristales se absorbían
ligeramente. Por fortuna, alcancé muy pronto un pequeño afluente del río, y me lancé como un loco
a lo largo de su petrificada superficie.

Cuántas horas, o cuántos días, vagué por el bosque, es algo que no puedo recordar, ya que toda
noción del tiempo me abandonó. Si me detenía tan sólo un minuto, las bandas de cristal se
apoderaban de mi cuello y hombros, y tenía que correr entre los árboles hora tras hora, sin más
pausas que cuando me derrumbaba, exhausto, en una playa de hielo. Entonces apretaba algunas
gemas contra mi rostro para preservarlo de la escarcha. Pero su poder se desvanecía lentamente, y a
medida que sus facetas perdían el brillo se iban transformando en trozos de sílice no pulido.
Una vez, mientras corría en medio de la noche haciendo girar mi brazo, pasé junto al pabellón de
verano donde el capitán Shelley velaba a su joven esposa moribunda, y le oí disparar contra mí
desde el porche, sin duda confundiendo mi espectral figura con la de Charles Marquand.
Finalmente, una tarde, cuando el rojo oscuro del crepúsculo penetraba hasta lo más profundo del
bosque, llegué a un claro, desde donde se oían los profundos sonidos de un órgano reverberando
entre los árboles. En el centro del claro había una pequeña iglesia, cuyo campanario, destellando mil
reflejos de oro, se confundía con los árboles que lo rodeaban.
Empujé con mi enjoyado brazo la puerta de cedro y penetré en la nave. Encima mío, refractada
por los vitrales de las ventanas, una brillante luz se derramaba sobre el altar. Escuchando la música,
me acerqué al altar y tendí mi brazo hacia el gran crucifijo incrustado de rubíes y esmeraldas.
Inmediatamente la escarcha empezó a fundirse como el hielo en mi brazo. A medida que los
cristales iban licuándose, la luz huía a chorros de mi brazo y de mis dedos como agua derramándose
en una fuente.
Girando su cabeza para observarme, el sacerdote sentado ante el órgano siguió tocando, con sus
firmes manos arrancando del instrumento la misma sublime música, entremezclada con armónicos,
y el sagrado himno partió a través de los vitrales hacia el lejano y desmembrado sol.

La vida, como un domo de cristal multicoloreado,


Tiñe las blancas radiaciones de la eternidad.

Durante toda una semana permanecí allí con él, mientras las últimas agujas de cristal
desaparecían progresivamente de mi brazo. Pasaba todo el día junto a él, accionando los fuelles del
órgano con el brazo mientras las ondulantes tonalidades de Palestrina y Bach creaban sus ecos a
nuestro alrededor. Al atardecer, cuando el sol se diluía en mil fragmentos en la noche, dejaba el
instrumento y permanecía de pie en el porche, contemplando las espectrales siluetas de los árboles.
Recordaba quién era: el doctor Thomas, el sacerdote al que el capitán Shelley había llevado hasta
el embarcadero. Su apacible mirada de intelectual, cuya serenidad quedaba desmentida por el
movimiento nervioso de sus manos, como la falsa calma de alguien a punto de atravesar una crisis
febril, me observaba siempre con la misma insistencia mientras comíamos lo poco que había
sentados en un taburete cerca del altar, protegidos del frío que lo petrificaba todo gracias al gran
crucifijo y sus joyas. Al principio creí que veía en mi supervivencia una prueba de la intervención
divina, y pronuncié algunas palabras simbólicas como expresión de gratitud. Pero él se limitó a
sonreír evasivamente.
No intenté saber por qué había regresado. Su iglesia se hallaba ahora rodeada desde todos lados
por el entretejido de cristales, como si estuviera atrapada en la boca de un enorme glaciar.
Una mañana halló una serpiente ciega, cuyos ojos se habían transformado en dos protuberantes
gemas, reptando penosamente hacia el portal. La tomó entre sus manos y la llevó al altar. Sonrió
ligeramente cuando, una vez recuperada la vista, la serpiente se deslizó entre los bancos.
Otro día me desperté muy temprano y lo hallé celebrando, solo, la misa. Se interrumpió, medio
embarazado, y mientras desayunábamos me confió:
—Probablemente se estará preguntando usted qué estaba haciendo, pero me pareció un momento
muy apropiado para probar la validez del sacramento. —Hizo un gesto hacia los colores prismáticos
que se derramaban a través de los vitrales, cuyas escenas bíblicas originales se habían transformado
en pinturas abstractas de una sorprendente belleza—. Quizá sea una herejía decir esto, pero el
cuerpo de Cristo está con nosotros en cada cosa que nos rodea..., en cada prisma y arco iris, en las
cien caras del facetado sol. —Levantó sus delgadas manos, enjoyadas bajo la luz—. Como puede
ver, tengo miedo que tanto la iglesia, como su símbolo —indicó la cruz— hayan sobrevivido a su
función.
Intenté buscar una respuesta.
—Lo siento. Quizá si usted se fuera...
—¡No! —insistió, irritado por mi incomprensión—. ¿Acaso no lo puede entender? Antes yo era
un auténtico apóstata..., sabía que Dios existía pero no podía creer en él. Ahora —sonrió
amargamente— los acontecimientos me han superado.
Con un gesto me condujo a través de la nave hasta la puerta abierta, y señaló el domo formado
por las cristalinas hojas que surgían del bosque como las columnas de sustentación de una inmensa
cúpula de diamante. Aquí y allí se divisaban pájaros encajados en el diseño general, moviendo
apenas sus alas desplegadas, doradas oropéndolas y escarlatas guacamayos, expandiendo brillantes
oleadas de luz. Las bandas de líquido color ondulaban a través de todo el bosque, y el reflejo de los
resplandecientes plumajes nos envolvía con motivos concéntricos constantemente renovados. Por
todas partes, especies más pequeñas de pájaros, mariposas, innumerables insectos, unían sus
minúsculos halos a la coronación del bosque.
Sujetó mi brazo.
—Aquí en este bosque todo está transfigurado e iluminado en una última comunión del tiempo y
del espacio.
Hacia el final, mientras permanecíamos ante el altar, al tiempo que la nave se iba convirtiendo en
una oscura galería flanqueada por columnas cristalinas, su convicción pareció abandonarle. Con una
expresión casi de pánico, observó el teclado del órgano que se iba cubriendo de escarcha, y
comprendí que estaba buscando algún medio de huir.
Entonces, finalmente, se tranquilizó, tomó el crucifijo del altar y me lo metió entre los brazos,
con una repentina cólera nacida de la absoluta certeza de la situación, y me empujó casi brutalmente
hacia la salida, señalándome una de las bóvedas de verdor que se iba cerrando por momentos.
—¡Márchese! ¡Márchese de aquí! ¡Busque el río!
Vacilé, con la pesada cruz colgando en mis brazos, y él gritó furiosamente:
—¡Dígales que yo le ordené que la tomara!
Cuando le vi por última vez estaba de pie, inmóvil, con los brazos tendidos hacia las
deslumbrantes paredes que se iban acercando, en la misma postura que los pájaros iluminados, sus
ojos contemplando extasiados los primeros círculos de luz que surgían de las palmas de sus manos
vueltas hacia lo alto.

Tambaleándome bajo el enorme peso de la dorada cruz, me abrí camino hacia el río, mi vacilante
figura reflejándose en los cambiantes espejos de musgo como un perdido Simón Cireneo extraído de
un manuscrito medieval.
La cruz seguía protegiéndome cuando alcancé el pabellón de verano del capitán Shelley. La
puerta estaba abierta, y dentro vi el gran lecho en el centro de una enorme joya cuarteada, en cuyas
heladas profundidades, como nadadores durmiendo en el fondo de una piscina encantada, Emerelda
y su marido yacían juntos. Los ojos del capitán estaban cerrados, y los delicados pétalos de una rosa
rojo sangre surgían del agujero de su pecho como una exquisita planta marina. Junto a él, Emerelda
dormía serenamente, los invisibles latidos de su corazón rodeándola con una aureola de suave luz
dorada, el pálido residuo de la vida.
De repente, algo brilló en el crepúsculo a mis espaldas. Me giré y pude ver una brillante quimera,
un hombre con brazos y pecho incandescentes, corriendo entre los árboles y haciendo surgir una
cascada de brillantes partículas a su paso. Me incliné, manteniendo el crucifijo ante mí, pero de-
sapareció tan bruscamente como había salido del bosque, sumergiéndose en las deslumbrantes
bóvedas. Y mientras, su rastro luminoso se desvanecía, su voz creaba ecos en el aire helado, un
lamento cuyas resonancias tenían una pureza cristalina, la misma que aquel mundo transmutado.
—¡Emerelda!... ¡Emerelda!...

Aquí, en esta calma serena de Puerto Rico, en el parque de la Embajada Británica donde me
encuentro, unos meses más tarde, los extraños acontecimientos de aquel fantasmagórico bosque me
parecen tan lejanos como si hubieran ocurrido en otro mundo. Pero de hecho no estoy a más de mil
quinientos kilómetros de la Florida, a vuelo de pájaro (¿o debería decir mejor a vuelo de grifo?), y
además, ya hay muchas otras regiones afectadas a distancias mucho mayores de las tres áreas
focales. Según he leído en un artículo, la velocidad actual de progresión del fenómeno permite pre-
ver que, dentro de diez años, una tercera parte de nuestro mundo se hallará transformada, y veinte de
las mayores metrópolis del mundo quedarán petrificadas bajo el cristal prismático como ha ocurrido
con Miami... Algunos periodistas han descrito la ciudad abandonada como una ciudad de mil
catedrales góticas, como una de las visiones de San Juan.
A decir verdad, de todos modos, esta perspectiva no despierta ningún miedo en mí. Actualmente
me resulta obvio que los orígenes del Efecto Hubble no son tan sólo físicos. Cuando salí vacilante
del bosque, a dieciséis kilómetros de Maynard, para caer ante el cordón militar establecido allí, con
el crucifijo fuertemente apretado entre mis brazos, dos días después de haber visto el fantasma
errante que había sido Charles Marquand, estaba determinado a no volver jamás a los Everglades.
Pero por una de esas inversiones de la lógica, en lugar de ser aclamado como un héroe, fui arrastrado
inmediatamente ante una corte marcial bajo la acusación de pillaje. Aparentemente todas las joyas
de la cruz habían sido arrancadas, y en vano protesté explicando que las piedras desvanecidas eran
las que habían salvado mi vida. Finalmente fui rescatado por nuestro embajador en Washington,
apelando a la inmunidad diplomática, pero mi sugerencia para que una patrulla equipada con cruces
enjoyadas entrara en el bosque e intentara rescatar al sacerdote y a Charles Marquand no tuvo el
menor éxito. Pese a mis protestas, fui enviado a Puerto Rico a recuperarme.
La intención de mis superiores era que me aislara por completo de todo recuerdo de mi
experiencia..., quizá captaban algún pequeño pero significativo cambio en mí. Cada noche, sin
embargo, el despedazado globo del satélite Eco pasa por encima de nosotros, iluminando el cielo
nocturno como un plateado candelabro. Y tengo la certeza que también el sol ha comenzado su
eflorescencia. En el crepúsculo, cuando su disco está velado de rojo, se puede distinguir claramente
un entramado que cubre todo su globo, un gigantesco rastrillo que un día se extenderá a todos los
planetas y estrellas, para inmovilizarlos en su carrera.
Sé ahora que voy a regresar a los Everglades. Como me demostró el ejemplo del valeroso cura
apóstata que me dio el crucifijo, hay una suprema recompensa aguardando en el bosque helado. Allá
en los Everglades, la transfiguración de todas las formas vivas e inanimadas se produce ante los ojos
de uno, el regalo de la inmortalidad nos es ofrecido como una consecuencia directa del abandono
que hagamos de nuestra identidad física y temporal. Por muy apóstatas que seamos en este mundo,
nos convertiremos forzosamente en apóstoles del sol prismático.
Así, cuando mi convalecencia haya terminado y regrese a Washington, aprovecharé la primera
oportunidad de formar parte de alguna de las misiones científicas que acudan a visitar la Florida. No
me será muy difícil preparar mi huida, y cuando lo consiga regresaré a la solitaria iglesia en aquel
mundo encantado, donde durante el día fantásticos pájaros vuelan a través del petrificado bosque y
enjoyados cocodrilos brillan como salamandras heráldicas a la orilla de los cristalinos ríos, y donde
por la noche el hombre iluminado corre entre los árboles, sus brazos como las ruedas de un carro de
oro y su cabeza como una diadema espectral.

EL REPOSO DEL VIAJERO


DAVID MASSON

Mediada la década de los sesenta, la ciencia ficción inglesa dio un tremendo golpe al clasicismo
(quizá sería mejor decir al academicismo) de la S. F. norteamericana, con la aparición de un gran
número de autores que, renunciando a los condicionantes impuestos al género por años de
dominación intelectual yanqui, pretendieron crear una S. F. con personalidad propia. Este
movimiento, reunido principalmente en torno a Michael Moorcock y su revista-libro New Worlds,
dio origen a la llamada nueva ola, brotada casi simultáneamente a ambos lados del Atlántico.
David Masson es un típico ejemplo de este nuevo modo de ver la S. F., que empieza a ser
llamada ya con su nuevo y contestatario nombre de ficción especulativa. El relato que sigue ofrece
dos características dignas de ser mencionadas: el ser el primer relato que publicó su autor (y ya a
su aparición, en el número 154 de la citada revista New Worlds, fue saludado como una obra
maestra, lo cual hay que tener en cuenta tratándose de una opera prima), y la originalidad de su
tema, que merece un comentario.
A lo largo de los últimos años he leído un número bastante elevado de relatos de S. F. sobre el
tema del Tiempo, algunos de ellos tremendamente originales. Sin embargo, considero que El
Reposo del Viajero va mucho más allá que todos ellos juntos. La concepción de Masson de un
mundo en el que el Tiempo varía horizontalmente, según la altitud, y la forma en que desarrolla
esta idea, se apartan por completo de todos los caminos seguidos por los habituales tratamientos
del tema. Y Masson no se ha limitado sólo a adornar literariamente una idea más o menos original:
todo el relato está plagado de pinceladas, alusiones, connotaciones, acerca de este extraño mundo
multitemporal, que merecen una atenta relectura. Para mí, este es el relato más original, más ico-
noclasta, más no euclidiano, de toda esta antología, aunque haya un par o tres más que le van
tremendamente a la zaga.

***

Era un sector apocalíptico. Desde la cortina rojo oscuro de la barrera de observación más avanzada,
que a aquella distancia de la Frontera se situaba a unos escasos veinte metros hacia el norte, brotaba
toda una especie de horror meteórico: explosiones de fisión y fusión, detonaciones químicas, lluvias
de proyectiles de todas dimensiones y velocidades básicas, bombardeos con agentes provocadores
de parálisis. Los dispositivos de impacto golpeaban contra las superficies rocosas de las laderas o en
el hormigón armado de las estaciones avanzadas, algunas de las cuales resultaban desintegradas o
reventadas a cada momento. Las instalaciones supervivientes mantenían un fuego igualmente
intenso y casi vertical de cohetes y proyectiles. Aquí y allí se divisaba una forma «protegida»
corriendo para arriba y para abajo, como una hormiga huyendo de un hormiguero atacado por el
fuego. Algunos de los mísiles atacantes rasgaban el espacio en dirección a la tenue claridad violácea
de la cortina de observación de retaguardia, a unos cincuenta metros al sur, que se hallaba al borde
de una superficie rocosa cortada a pico, cuarenta metros más abajo del observador. Al este y al
oeste, allá donde alcanzaba la vista, quizás a unos sesenta kilómetros a través de la clara atmósfera
de la montaña, a pesar de las continuas explosiones (pero cortado en el oeste, a causa de un saliente
del desfiladero), el corredor de visibilidad evidenciaba una constante entrada y salida de
dispositivos. El corredor de audibilidad era inmensamente más largo que el de visibilidad.
—Deben disparar mediante computadoras —dijo una voz en el receptor en el oído derecho de H.
Éste veía claramente a B, el autor de la información, instalado a pocos metros de él, observando
los acontecimientos a través de una ventana de plaspex y un visor de rayos infrarrojos, de unos
centenares de metros de alcance. El compañero de H había llegado al bunker hacía tres minutos y se
mantenía a una distancia igual de otro observador apostado en la estación VV.
—¿Quieres decir que, de otro modo, no se explican los impactos a intervalos regulares? —
preguntó H.
—Evidentemente, puede tratarse también de una baja frecuencia de largo alcance. En el fondo,
ignoramos cómo funciona el Tiempo allá arriba.
—Pero si la conceleración se disloca asintóticamente en la Frontera, como tendría que ocurrir si
el Tiempo de ellos funciona como una imagen espejo, algo llegaría hasta aquí.
—Eso no lo sé. De todos modos, no he venido para cambiar impresiones científicas. —B hizo
una pausa—. Traigo buenas noticias para ti. Si resistimos unos segundos más, serás relevado.
H experimentó una extraña sensación, al tiempo que un sordo rugir llegaba a sus oídos. Sintió
que las rodillas se le doblaban y recuperó gradualmente la noción de la realidad. De repente vio a su
relevo, una silueta imprecisa enfundada en un traje de protección, como todos los demás allí pre-
sentes, en el extremo más alejado del bunker.
—XN3: ¿tiene alguna orden que transmitirme? —preguntó bruscamente, sintiendo que su pulso
se aceleraba.
—XN2: recoja inmediatamente su equipo, diríjase a la estación VV, presente la placa —el otro le
tendió un objeto anaranjado, luminoso, con algunas inscripciones— y aguarde nuevas órdenes.
H separó el pulgar de los demás dedos, en un saludo. La situación no era oportuna para gestos
faciales o palabras innecesarias.
—XN3: entendido.
Se dirigió hacia la salida, tomó una pequeña mochila colgada con otras quince en una hilera de
ganchos, se deslizó por la rampa, desembocó en una caverna, diez metros más abajo, pulsó un botón
en la pared rocosa, aguardó a que apareciera el transporte y subió. Su propio peso le imprimió la
velocidad suficiente para conducirle hasta su destino.
Veinticinco segundos después de su partida de la plataforma superior, H se encontraba en la sala
de recepción de la estación VV, unos ochocientos metros más abajo, en la vertiente. Atravesó un
corto pasillo y presentó su placa al individuo instalado junto a una arcada.
—Se presenta XN3, después de haber sido relevado —dijo a través del transmisor.
—XN1 a XN3: tome esto —le entregó una placa anaranjada idéntica a la otra— y métase en el
convoy descendente que saldrá dentro de setenta segundos. ¿Alguna vez vio a un prehis?
—No.
—Espere aquí. Parecen pteros, pero más primitivos.
El visor telescópico infrarrojo, girado hacia el noroeste, pasó a través de la barrera de observación
avanzada, que distaba cuarenta metros de allí. Moviéndose a lo largo de la ladera, se veían dos
animales con el cuerpo cubierto de escamas, poco mayores que perros, pero con dos patas muy
voluminosas y agitadas alas, que bailoteaban en torno a una imprecisa presa.
—Gracias —murmuró H. Habían transcurrido once segundos de los setenta concedidos para
presentarse a su destino. Tomó una taza de junto a la pared y se acercó a la máquina de al lado para
llenarla, bebiendo a través del casco. Habían transcurrido diecisiete segundos, y faltaban cincuenta y
tres.
—XN1 a XN2: ¿cómo van las cosas por ahí arriba?
Evidentemente debía dar su informe. XN2 podía no regresar nunca, y las comunicaciones en
sentido vertical en el Tiempo resultaban casi imposibles a aquellas latitudes, más allá de unos pocos
metros.
—XN3: La situación se ha mantenido tensa durante todo el día. Me temo que el enemigo intente
una incursión en nuestro territorio en los próximos minutos. Naturalmente, esto no pasa de ser una
suposición personal mía. De todos modos, nunca había asistido a un fuego tan intenso. Imagino que
también lo han observado desde la estación VV.
—XN1: gracias por la información —fue la única respuesta que obtuvo.
Quedaban apenas veintisiete segundos. Hizo el saludo militar y se retiró, con el equipo y la nueva
placa, que mostró al guardia siguiente, el cual la marcó con una contraseña y señaló en silencio
hacia otro corredor. H lo atravesó apresuradamente, emergiendo en el lado opuesto, a un nivel varios
metros más abajo. Un tren aéreo, cuyas puertas deslizantes permitían el acceso a los cubículos, se
inmovilizó. H y otros dos hombres que aguardaban subieron, y el convoy se puso inmediatamente en
marcha, descendiendo. Transcurridos diez segundos se detuvo en el siguiente paradero, donde había
un aviso con la indicación: «DESVÍO A LA IZQUIERDA», probablemente porque la línea directa había
sido destruida. El descenso prosiguió por el nuevo rumbo y terminó cuando habían transcurrido 480
segundos desde el inicio, según el cronógrafo de Had, en lugar de los 200 que había esperado.
En aquel punto, la luz del día se observaba perfectamente. Desde el bunker superior, donde XN2
le había relevado, hasta allí, Had había recorrido cerca de veinte kilómetros hacia el sur y casi tres
mil metros hacia abajo, sin contar los desvíos. La barrera de observación avanzada de aquel lugar se
hallaba disimulada por una elevación cubierta de gigantescos líquenes, pero la barrera del sur era
visible a través de una neblina violácea, a unos cuatrocientos metros. Aún se oía el ruido de la
guerra, mezclado con el de la tormenta, aunque las explosiones próximas escaseaban y los daños
eran reducidos. El cielo presentaba un aspecto turbulento. Algunos animales aislados, semejantes al
resultado de un cruce de lagartos con comadrejas, correteaban entre un grupo de matorrales
próximos. Seis hombres se bajaron del convoy junto con Had. Cinco se dirigieron hacia el este; el
otro permaneció junto a él.
—Voy a descender al Gran Valle —dijo el desconocido a través del transmisor—. Hace veinte
días que no lo veo. Imagino que estará profundamente cambiado. ¿Tiene un permiso largo?
—Fui relevado.
—¡Pues yo debo volver, y seguramente acabaré desintegrado! —El hombre se calló por unos
instantes— ¿Qué es lo que piensa hacer?
—Quizá me establezca en el sur. Me gustan el calor y la vegetación. Conozco algunos métodos
revolucionarios que tal vez me hagan ganar algo de dinero.
—Felicidades... Es la primera vez que me tropiezo con un hombre relevado. Aproveche la
oportunidad.
Se mantuvieron en silencio hasta que apareció un nuevo tren aéreo. Had dejó que el otro subiera
y, un minuto más tarde (en realidad, apenas cinco segundos en el bunker superior), apareció un
nuevo transporte. Had entró y se vio conducido por encima de barrancos y despeñaderos. A medida
que el gradiente del Tiempo se hacía menos pronunciado, su cerebro comenzaba a funcionar mejor,
y sintió una sensación de bienestar y tranquilidad. La velocidad del vehículo disminuyó.
Had se alegró de llevar aún el traje de protección cuando se produjeron dos explosiones químicas
cerca del cable de acero, probablemente por pura casualidad. Aún se sintió más satisfecho cuando
una tercera destruyó el cable principal, y el de emergencia inmovilizó el vehículo en el siguiente
soporte. Se deslizó por el elevador de éste y habló por el teléfono de su base. Le ordenaron que se
dirigiera hacia el oeste a lo largo de tres kilómetros, hasta la próxima línea de transportes.
Sirviéndose de su andador, avanzó por entre barrancos y despeñaderos, orientándose por la brújula y
observando las barreras de observación.
La jornada no se desarrolló exenta de incidentes: se produjeron varias explosiones próximas, y
tropezó con unas miasmas sospechosamente artificiales yaciendo en una barranca que decidió
bordear. Además, un oso enfurecido embistió en su dirección, y tuvo que eliminarlo con el fusil de
tiro rápido. Pero, para quien acababa de abandonar el infierno de la montaña, todo aquello parecía
una sucesión de casualidades insignificantes.
Finalmente, Had localizó la hilera de postes de la siguiente línea aérea, y utilizó el teléfono. La
misma voz le informó que un vehículo llegaría dentro de cuarenta y cinco segundos. Si acaso no se
detenía allí, debía pulsar el botón de emergencia. A pesar del andador, había transcurrido casi una
hora desde que Had sufriera el accidente, y cerca de noventa minutos desde su partida del bunker
superior; aproximadamente minuto y medio, según la escala del Tiempo del nivel donde se hallaba
ahora.
Apareció el vehículo, subió, y esta vez el viaje transcurrió sin la menor anormalidad hasta la
estación terminal, una torre achaparrada en la cima de una colina. Hadol cambió a otro vehículo y se
encontró entre un grupo de viajeros. Una capa purpúrea de espesor indeterminado absorbía las
laderas de las elevaciones, a unos cuatrocientos metros al norte, y una neblina azulada interrumpía la
visibilidad en el valle, hacia el sur. Pese a todo, en la zona que delimitaban, el paisaje se divisaba
con bastante claridad, pese a los obvios indicios de la guerra. Extensas zonas de pinos cubrían las la-
deras, hasta que finalmente desaparecieron al aproximarse al Gran Valle, bañado momentáneamente
por un aguacero, acompañado de ocasionales truenos.
El recorrido, de cerca de cincuenta minutos, los condujo a la población del fondo del valle,
compuesta por construcciones de hormigón y cabañas de madera. Se llamaba Emmel, y había sido
edificada en una amplia explanada junto a un sinuoso río, con una ancha carretera que partía en
dirección este paralela a la vía férrea. En aquel lugar, el Gran Valle tenía únicamente unos
quinientos metros de ancho. Las laderas del sur, que delimitaban la Meseta del Noroeste, ahora
claramente visibles, estaban llenas de vegetación.
El profundo contraste con lo que pasaba allá arriba hacía tan sólo (en la escala del Tiempo del
bunker superior) cuatro minutos, embriagaba a Hadolar de alegría. Presentó la placa luminosa, hizo
examinarla para asegurarse que ésta no acusaba radiaciones peligrosas, y recibió una parte de ella,
mientras el resto quedaba en poder del guardia. Se quitó el traje de protección, lo entregó
conjuntamente con el andador, el equipo, arma y municiones, y aceptó las dos carteras conteniendo
mil créditos cada una y un traje civil temporal. Un herido de guerra se encargó de la operación del
disco de identificación. La ceremonia de llegada empleó 250 segundos exactos (apenas dos
segundos del bunker superior), y se apartó satisfecho, como el heredero de un paraíso.
La atmósfera estaba saturada de olores agradables, y Hadolar hinchó sus pulmones de aire. En el
bar, tomó un refresco y pidió un bocadillo, que comió calmosamente. Supo que el próximo tren
hacia el este pasaba dentro de un cuarto de hora. Adquirió un billete para Veruam, a unos seiscientos
kilómetros de allí y, según le reveló el mapa pegado a la pared de la estación, tan sólo a cincuenta
hacia el sur, y escogió cuidadosamente el compartimiento cuando apareció el convoy.
Tras él subieron un individuo de aire soñoliento, probablemente un constructor del ejército, y una
muchacha con aspecto de campesina, únicos ocupantes del compartimiento. Hadolar contempló a la
chica con interés, como si fuera la primera mujer que veía desde hacía un centenar de años. La moda
femenina no se había alterado profundamente en los últimos treinta años; no al menos con respecto a
las campesinas de Emmel. Tras algunos minutos, desvió su mirada hacia el paisaje. A medida que el
tren avanzaba, el valle presentaba una mayor amplitud. El río serpenteaba por entre rocas y árboles.
Aquí y allí se veían algunos pescadores sentados en la orilla o aventurándose en la corriente. Las
casas de campo se deslizaban a intervalos regulares. Hacia el norte se erguían los elevados
farallones, aparentemente desprovistos de vida humana, excepto las estaciones del funicular y algún
que otro helipuerto. La turbulencia que parecía dominar las nubes denunciaba el efecto del gradiente
del Tiempo sobre las condiciones atmosféricas en los distintos niveles. El tren se detuvo en una
estación, y la muchacha descendió, siendo sustituida por dos soldados de permiso que se dirigían a
la aldea de Granev, la siguiente estación.

Algunas horas más tarde el tren llegó a Veruam, junto al Mar del Nordeste. Con cincuenta
kilómetros de extensión, cuarenta plantas de altura y quinientos metros de anchura en sentido norte-
sur, constituía una ciudad imponente. Nada, aparte la planicie, se divisaba en las inmediaciones,
puesto que la neblina purpúrea continuaba ocultándolo todo más allá de los seis kilómetros al norte,
y la violácea ejercía un efecto semejante hacia el sur, a partir de los diez. Tras comer generosamente,
Hadolaris visitó a uno de los Consejeros de Rehabilitación de la ciudad, pues los recursos térmicos y
materiales habían progresado enormemente desde el último contacto que había tenido con ellos, y
los idiomas y variaciones lingüísticas se habían modificado enormemente, así como el código social,
que presentaba una auténtica revolución. Provisto de varios manuales, una grabadora de bolsillo y
varias cintas magnetofónicas, compró apresuradamente ropas ligeras, dos maletas y otros artículos
que consideró necesarios. Tras una noche en un confortable hotel, Hadolaris buscó agencias de
colocaciones y, tras recoger siete cartas de presentación, tomó el tren nocturno en dirección a
Oluluetang, a unos quinientos kilómetros hacia el sur. Uno de los sastres que le había proporcionado
sus ropas le había comentado que durante las noches silenciosas se oían ruidos sordos procedentes
de las montañas del norte, y Hadolaris deseaba apartarse lo más lejos posible de cualquier recuerdo
desagradable.
Despertó entre palmeras. No divisó nada que le recordara una barrera de observación. La ciudad
se hallaba dispersa en bloques compactos de edificios de varios pisos, separados por zonas
arboladas, amplias avenidas y monocarriles. Al contrario de las poblaciones del Gran Valle, no se
extendía en sentido este-oeste, aunque su eje norte-sur fuera también relativamente corto.
Hadolarisóndamo descubrió un tranquilo hotel, estudió el plano de la ciudad y sus zonas
industriales, compró una guía del distrito y consagró los siguientes días a investigar, antes de visitar
las agencias para las cuales se había provisto de cartas de presentación. Pasaba las tardes asistiendo
a cursos para adultos y las noches absorbiendo las grabaciones mientras dormía. Tras diecinueve
días (unas cuatro horas en la latitud de Veruam, cuatro minutos en la de Emmel y menos de dos
segundos en la del bunker superior), obtuvo una colocación como agente de ventas de productos
vegetales en una de las organizaciones de la ciudad.
Verificó que las comunicaciones con el norte y el sur eran posibles, verbalmente, a través de un
número apreciable de kilómetros, desde el momento en que se conocían las reglas. A consecuencia
de ello, la demarcación de las zonas era allí menos rigurosa, y las facilidades de traslado y sociales
abarcaban un área más vasta. Raramente se veían militares. Hadolarisóndamo adquirió un automóvil
y, a medida que ascendía en la jerarquía de la organización, un segundo para las horas de ocio.
Observó que simpatizaban con él, y no tardó en contar con varias amistades y diversas aficiones.
Tras algunos romances, terminó casándose con una muchacha cuyo padre ocupaba una posición
destacada en la organización. Hacía cinco años que había llegado a la ciudad cuando fue padre de un
niño.

—¡Arison! —gritó la mujer desde el bote. El niño, que contaba ahora cinco años de edad, se
inclinaba sobre la borda, agitando las aguas del lago con sus manitas, mientras Hadolarisóndamo
pintaba tranquilamente en la orilla—. ¡Arison! ¡Échame una mano, no consigo que esto se ponga en
marcha!
—Sólo cinco minutos, Mihányo. Déjame terminar el cuadro.
Suspirando, Karamihanyolásve siguió insistiendo con la esperanza que el motor funcionase. A su
alrededor había una inmensa quietud. Derestó, el chico, seguía entretenido con las manos en el agua,
indiferente a lo que le rodeaba. Finalmente, Arison se quitó los pantalones, quedando en traje de
baño, y empezó a nadar en dirección al bote. Un cuarto de hora de enérgicos esfuerzos terminaron
por producir el resultado deseado, y el motor roncó satisfactoriamente y los condujo hasta el muelle,
donde dejaron la embarcación y siguieron hasta su casa en automóvil.

Cuando Derestó tenía ocho años y ya podía llamarse formalmente Lafonderestónami, habían
nacido también una niña, que contaba ahora tres años de edad, y otro niño, con uno. Era un
excelente nadador y mostraba facultades extraordinarias de organizador, tanto en el colegio como en
casa. Mientras tanto, Arison había alcanzado el tercer puesto en la escala jerárquica de la firma.
Pasaba las vacaciones en los trópicos (donde se beneficiaba con la diferencia de Tiempo) o entre los
promontorios del litoral del Mar del Nordeste (donde salía perdiendo), o incluso entre los bosques.
De tanto en tanto, durante una noche intranquila, Arison pensaba en el «pasado». De todos
modos, llegaba a la conclusión que, incluso si se registrase un desenlace fatal media hora después de
su partida, el hecho no afectaría de ningún modo a sus vidas ni a las de sus hijos, ahora instalados al
sur, en virtud de la contracción del Tiempo por aquel lado. Pensaba igualmente que, teniendo en
cuenta que los efectos de los ataques nunca se habían dejado sentir más hacia al sur de la latitud de
Emmel, las armas atacantes se hallaban seguramente apostadas cerca de la Frontera, o de lo
contrario el enemigo desconocía los gradientes del Tiempo y la geografía del sur, puesto que los
mísiles lanzados desde el norte de la Frontera jamás alcanzaban regiones tan distantes. Por otro lado,
el heli más rápido, pilotado con protección contra la conceleración, no conseguiría perforar la
barrera.
Fácilmente adaptable, Arison no sintió durante mucho tiempo los efectos de la larga ausencia de
la Frontera, y se acostumbró sin ninguna dificultad a las innovaciones, tanto en costumbres como en
idioma, que se le presentaban.
En líneas generales, la gente se preocupaba poco por la guerra. La conceleración del Tiempo
actuaba en su favor. Las energías mentales disponibles eran destinadas a representación de obras de
teatro, reuniones sociales y diversiones de muy distinta índole. Arison se sintió fugazmente tentado
por la escultura, pero terminó por regresar a la pintura. Por su parte, Mihányo prefería la música.
Derestó, según todos los indicios, sería un jefe de empresa, aunque ahora, con sus trece años, había
entrado en la edad atlética. Su hermana, de ocho años, se revelaba como una conversadora excepcio-
nal, al tiempo que el hermano más pequeño, ahora con seis, poseía notables cualidades de
observador.

Mihányo y Arison estaban observando un festival de fuegos artificiales en el Mar del Nordeste,
desde su embarcación, cerca de uno de los promontorios. Afortunadamente, las condiciones
atmosféricas se mostraban favorables, y las siluetas de los barcos se distinguían vagamente. En un
mundo que no conocía ninguna luna, los placeres de una «noche luminosa» constituían los únicos
efectos de tales manifestaciones. La niña y Derestó nadaban en las proximidades. Cuando terminó el
espectáculo, Arison y su familia regresaron al muelle, tomaron el coche y regresaron a la casa de la
playa.
A la mañana siguiente, hicieron las maletas y volvieron al hogar. Las vacaciones de veinte días
les habían costado ciento sesenta y siete del tiempo de Oluluetang. Llovía intensamente cuando
llegaron a la ciudad. Tras acostar a los niños, Mihányo habló largamente por opsifono con una ami-
ga que vivía al otro lado de Oluluetang. Finalmente, Arison se puso al aparato y cambió impresiones
con el marido de la amiga.
—Es una lástima que envejezcamos tan aprisa —se lamentó Mihányo aquella noche—. ¡Si
pudiéramos vivir para siempre!
—Para siempre es una gran palabra. Su alcance es inconmensurable. Pero el hecho que nos
encontremos aquí no altera la sensación. ¿Notas el tiempo transcurrir más rápido que junto al mar?
—No, pero...
Intentando distraerla de sus pensamientos, Arison se puso a hablar de Derestó y del futuro que se
les presentaba. Poco después estaban planeando la vida de los tres niños, como todos los padres
suelen hacer inevitablemente.
A la mañana siguiente, Arison se despidió de su mujer y se dirigió a la oficina. Al anochecer, tras
un día particularmente ajetreado, buscaba su automóvil en el estacionamiento cuando se vio rodeado
por tres militares. Los miró interrogativamente, con las llaves en la mano, a medida que se
aproximaban.
—¿Es usted VSQ 389 MLD 194 RV 27 XN 3, conocido como Hadolarisóndamo, residente en —
mencionó la dirección— y vicepresidente de esta firma? —la entonación de la voz del militar daba a
entender que era una constatación más que una pregunta.
—Sí —murmuró Arison, cuando recuperó su voz.
—He recibido instrucciones para ordenarle su reingreso inmediato al servicio activo, en el mismo
lugar en que fue informado de su relevo. Debe acompañarnos inmediatamente —el que parecía ser
el jefe mostró una placa luminosa anaranjada con unas inscripciones en blanco.
—¡Pero mi mujer y mis hijos!
—Serán informados oportunamente. No disponemos de tiempo.
—¿Y mi trabajo?
—Su jefe será informado también. Vamos.
—Necesito dejar las cosas en orden.
—Es imposible. No hay tiempo. Se trata de una emergencia. Las órdenes que hemos recibido
tienen prioridad absoluta.
—Me gustaría tener alguna confirmación de lo que me está diciendo.
—La placa debe ser suficiente. Corresponde al disco de identificación que, supongo, se halla aún
en su poder. Le aclararemos todas sus dudas por el camino. Vamos.
—Pero necesito convencerme.
El militar, mientras sus compañeros apuntaban a Arison con sus fusiles rápidos, exhibió un
documento que informaba que este debía ser localizado y conducido al bunker superior con la mayor
rapidez posible.
—¿Quién les garantiza que me encuentro en las adecuadas condiciones físicas, después de tanto
tiempo? —dijo Arison en un último intento.
—Creo que las altas esferas están informadas al respecto.
—El automóvil —dijo, ridículamente.
—Es algo que no tiene importancia. Su firma se encargará de ello.
—¿Cómo podré ocuparme del futuro de mis hijos?
—Vamos, no busque más pretextos. Debe acompañarnos: vivo o muerto, capacitado o
incapacitado.
Viendo la imposibilidad de seguir protestando, Arison acompañó al trío a un vehículo militar.
Transcurridos cinco minutos llegaron al tren, en uno de cuyos compartimientos, con las ventanillas a
prueba de proyectiles, se instalaron. Durante el viaje, fue despojado de sus ropas civiles y objetos de
uso personal (que, según le dijeron, serían remitidos a su esposa), y sometido a un minucioso
examen médico. Aparentemente, el resultado correspondió a las previsiones, puesto que le
proporcionaron ropas militares.
Pasó la noche sin dormir en el tren, procurando imaginar lo que le ocurriría a su familia sin su
presencia. La firma en que trabajaba le pasaría una pensión mensual a Mihányo, pero dudaba que
bastara para su sustento.
Al amanecer llegaron a Veruam, y Hadolaris fue transferido a un camión blindado, junto con
otros militares, seguramente readmitidos como él. A partir de aquel momento, su cerebro comenzó a
registrar de nuevo la situación de conceleración. Debía haber transcurrido medio minuto desde la
partida de Oluluetang, según la escala del Tiempo del bunker superior, y el viaje hasta Emmel
necesitaría otros dos minutos. El camino desde esta localidad hasta el propio bunker consumiría dos
minutos y medio. Añadiéndole los veinte años transcurridos, se encontraría en el bunker superior
alrededor de veintidós minutos después de haberlo abandonado. (Mientras tanto, Mihan, Deres y los
otros dos niños serían diez años más viejos y empezarían a olvidarle). La lucha había sido
particularmente intensa en el momento en que había sido relevado, y todo indicaba que el enemigo
se preparaba para una irresistible ofensiva. Nadie había visto jamás a ese Enemigo, que desde
tiempo inmemorial atacaba las proximidades de la Frontera. Si lograba cruzar ésta, el crepúsculo de
la raza resultaría inevitable. Ningún horror se podría comparar con aquel momento.
En Emmel, los militares fueron conducidos hacia la estación, y Hadolar separado de los
compañeros de infortunio y llevado hacia un puesto de control donde le proporcionaron un equipo
de combate completo. Un cuarto de hora más tarde (probablemente siete u ocho segundos en el
bunker superior), subía a un poliheli con otros treinta hombres. El transporte acababa de rebasar la
primera elevación cuando las explosiones se hicieron vívidas por todos lados. Los vértigos y el
sonambulismo propios del norte envolvieron a Had. Transcurridos veinte minutos llegaron junto a la
línea del convoy. Ciento noventa y siete segundos más tarde se hallaba en la estación VV. XN1
respondió apresuradamente a su saludo y le ordenó que prosiguiera inmediatamente hacia el bunker
superior. Tras algunos momentos, se halló frente a XN2.
—¡Por fin! Su relevo resultó muerto, y tuvimos que llamarle de nuevo. Sólo hacía unos minutos
que se había marchado usted.
Una larga abertura en la pared del bunker atestiguaba lo ocurrido. El cadáver, debidamente
despojado de sus ropas, estaba siendo transportado hacia la máquina desintegradora.
—XN2: la situación es cada vez más crítica. No hay duda que ellos se han perfeccionado. Todas
nuestras ofensivas obtienen una reacción idéntica y casi simultánea. El cañón recientemente
instalado acababa apenas de disparar cuando un proyectil semejante derribó parte de la pared. No
sabíamos que poseyeran piezas de tal calibre.
El cerebro de H, estimulado por el cansancio, las emociones sucesivas y la falta de alimento,
captó de repente una horrible sospecha, que desgraciadamente nunca conseguiría confirmar o
rechazar a causa de su falta de experiencia en la materia. Nadie había visto jamás al Enemigo. Nadie
sabía cuándo o cómo había empezado la guerra. Las comunicaciones y, en consecuencia, la
transmisión de información, eran particularmente difíciles en aquel nivel tan elevado. Nadie sabía lo
que le ocurría al Tiempo a medida que alguien se acercaba a la Frontera o pasaba más allá de ésta.
¿Acaso la conceleración se volvía infinita y no existía nada más allá de la Frontera? ¿Acaso los
supuestos mísiles del Enemigo eran los mismos que ellos disparaban, rechazados? Tal vez la guerra
había empezado cuando un campesino despreocupado había arrojado una piedra hacia el norte, y
esta piedra había sido rechazada y le había alcanzado. Si era así, era natural que el Enemigo no
existiera.
—XN3: ¿No es posible que nuestros proyectiles regresen a nosotros reflejados por la Frontera?
—XN2: Imposible. Intente alcanzar el puesto de mísiles de vanguardia (nuestro túnel ha sido
destruido), a 15° 40’ Este. El mensaje es: redoblen la intensidad del fuego.
La abertura de la pared era demasiado estrecha, y H se vio obligado a salir por la puerta, más
expuesta al fuego. Utilizó el andador para alcanzar la ladera, que no tardó en transformarse en un
brasero. Como a través de un sueño, H siguió avanzando velozmente, mientras el calor que le en-
volvía se tornaba cada vez más insoportable... ... ... ... ...

LUZ DE OTROS DÍAS PERDIDOS


BOB SHAW

Bob Shaw pertenece de forma destacada a las nuevas generaciones de escritores ingleses de S. F.
que están desbancando a los grandes maestros norteamericanos, tanto en calidad literaria como en
originalidad temática. Pero Bob Shaw tiene además otro importante tanto en su haber: aunque
residente en Irlanda, donde nació, casi toda su obra ha sido publicada originalmente en los Estados
Unidos, con lo que ha conseguido penetrar de lleno en lo que podríamos llamar las «líneas
enemigas» de la S. F.
Pero, con este original y poético relato, consiguió aún más. Logrando que fuera publicado en el
número de agosto de 1966 de la revista Analog, el feudo inconquistable de John Campbell, Shaw
logró un punto importante para la ciencia ficción no euclidiana: derribar las barreras del más acé-
rrimo defensor de la S. F. científica y conseguir que aceptara sin reservas un relato que, como
podrán ver, lo es todo menos científico. Posteriormente, Shaw desarrollaría de nuevo el tema del
cristal lento en la novela Other Days, Other Eyes.

***

Abandonamos el pueblo, y enfilamos las empinadas cuestas de la carretera que conducían hacia el
país del cristal lento.
Nunca había visto aquellos grandes caserones y, al primer momento, los encontré un poco
insólitos..., un efecto que acentuaban aún más mi imaginación y las circunstancias. La turbina del
coche giraba suave y silenciosamente en el aire saturado de humedad, hasta tal punto que nos
parecía estar siguiendo las curvas de la carretera en alas de una paz sobrenatural. A la derecha, la
montaña se abría a un valle de pinos milenarios, de una increíble perfección; y por todas partes se
erguían los cuadrados de cristal lento bebiendo ávidamente la luz. De tanto en tanto, un destello del
sol en sus tendederos daba una ilusión de movimiento, pero en realidad aquellos parajes estaban
desiertos. Las hileras de ventanas alineadas en el flanco de la montaña contemplaban desde hacía
años el valle, y los hombres las limpiaban tan sólo por la noche, cuando la presencia humana no
podía alterar en nada la sed de imágenes del cristal.
Era algo fascinante, pero ni Selina ni yo hablábamos de las ventanas. Creo que nos detestábamos
hasta tal punto que nos negábamos a ensuciar cualquier cosa nueva que surgiera mezclándola con
nuestros conflictos emocionales. Empezaba a comprender que aquella idea de unas vacaciones había
sido una estupidez. Me había dicho que aquello pondría de nuevo las cosas en su lugar, pero
naturalmente esto no evitaba que Selina siguiera estando embarazada y, lo que era peor, no impedía
que se sintiera furiosa por el hecho de estar embarazada.
Para dar falsas razones a nuestra evidente contrariedad por aquel hecho habíamos hecho correr
los comentarios habituales, es decir, que queríamos tener niños..., sólo que más tarde, en su tiempo.
El embarazo de Selina nos había costado su bien pagado empleo, al mismo tiempo que la nueva casa
cuya compra estaba en tratos y cuyo precio superaba con mucho las posibilidades de los ingresos
que me proporcionaba mi poesía. Pero el origen real de nuestras dificultades era que nos habíamos
hallado de pronto enfrentados al hecho que las gentes que quieren tener niños más tarde en realidad
no quieren tenerlos en absoluto. Nuestros nervios se estremecían ante la inevitabilidad del hecho que
nosotros, que nos habíamos creído tan diferentes, habíamos caído también en la misma trampa
biológica que cualquier otra criatura estúpida y copuladora que hubiera existido nunca.
La carretera nos condujo a lo largo de la ladera sur del Ben Cruachan, y acabamos por ver de
tanto en tanto el gris y lejano Atlántico. Había reducido la velocidad para gozar mejor del paisaje,
cuando observé el cartel clavado en uno de los postes de una cerca. Anunciaba: «CRISTAL
LENTO: Alta calidad, bajo precio. J. R. Hagan.» Bajo un repentino impulso detuve el coche en la
cuneta, maldiciendo por lo bajo cuando las duras hierbas rascaron fuertemente la carrocería.
—¿Por qué nos paramos? —preguntó sorprendida Selina, girando su delicada cabeza, cuya
cabellera era como una aureola de plateado humo.
—Mira ese cartel. Vamos a ver lo que tienen. Quizá los precios sean razonables por aquí.
La voz de Selina tenía un tono de hastiado descontento, pero mi idea me seducía lo suficiente
como para que no le prestara atención. Tenía la convicción, sin el menor fundamento, que el hecho
de hacer algo extravagante, sin sentido, fuera de lo normal, pondría las cosas en su sitio.
—Anda, ven —le dije—. El ejercicio nos hará bien. Hace ya demasiado que no salimos del
coche.
Ella se alzó de hombros de una forma que me dolió, y saltó al suelo. Nos metimos en un sendero
hecho con arcilla prensada a distintos niveles, sujeta por redondos troncos de madera. Serpenteaba
entre los árboles que cubrían la colina. A su final había una casona baja. Tras el achaparrado edificio
de piedra, altos bastidores de cristal lento contemplaban la impresionante vista del Cruachan que se
alzaba imponente hasta las aguas del Loch Linnhe. La mayor parte de los cristales eran
perfectamente transparentes, pero algunos de ellos eran oscuros como paneles de ébano pulido.
Mientras nos acercábamos a la casa a través de un patio pavimentado escrupulosamente limpio,
un hombre de mediana edad, alto, vestido con un traje de lana color gris ceniza, nos hizo señas para
que nos acercáramos. Estaba sentado en el muro de argamasa que cerraba el patio, fumando su pipa
y contemplando la casa. Al otro lado de la ventana del edificio, una mujer joven, con ropas
anaranjadas, estaba de pie, con un bebé entre los brazos, pero no nos prestó la menor atención y
desapareció a nuestra llegada.
—¿El señor Hagan? —dije.
—Exactamente. Vienen para ver el cristal, ¿no? Bueno, han elegido ustedes el lugar adecuado. —
Hagan se expresaba con un tono claro que iba más allá del acento de los Highlands que el oído no
acostumbrado confunde a menudo con el irlandés. Poseía uno de esos rostros tranquilos e inexpre-
sivos que uno halla entre los campesinos y entre los filósofos de edad avanzada.
—Oh —dije—, hemos visto su cartel. Estamos de vacaciones, ¿sabe?
Selina, que habitualmente es prolija por naturaleza con los desconocidos, no decía nada. Miraba
hacia la ventana, ahora desierta, con una expresión que consideré un tanto intrigada.
—Así que vienen de Londres, ¿eh? Bueno, repito que han elegido el mejor lugar..., y el mejor
momento. Ni yo ni mi mujer vemos a mucha gente por esta época. No es la estación, ¿saben?
Me eché a reír.
—¿Significa esto que podemos comprar un poco de cristal sin tener que hipotecar nuestra casa?
—¡Oh, no me digan eso! —Hagan mostró una sonrisa desarmada—. Acabo de perder todo el
beneficio que esperaba conseguir con la transacción. Rose..., mi mujer, ¿saben?..., dice que nunca
sabré ser vendedor. Pero siéntense, y charlaremos un rato —señaló el muro de argamasa, luego miró
dubitativamente la inmaculada falda blanca de Selina—. Esperen, iré a casa a buscar una manta —se
alejó cojeando levemente y penetró en el edificio, cerrando la puerta a sus espaldas.
—Quizá no haya sido una idea tan genial el venir aquí —le dije a Selina—, pero al menos podrías
mostrarte amable con él. Presiento que podemos hacer un buen negocio.
—¡Oh! —dijo ella, con una calculada brutalidad—. Seguro que incluso tú te has dado cuenta del
traje tan viejo qué llevaba su mujer. Seguro que no va a hacerle ningún regaló a unos extraños.
—¿Era su mujer?
—Por supuesto que era su mujer.
—Bueno, bueno —dije—. Pero de todos modos procura ser un poco amable con él. No quiero
que se sienta a disgusto.
Selina resopló algo irritada, pero esbozó una pálida sonrisa cuando Hagan regresó, y me sentí un
poco más tranquilo. Es extraño como uno puede amar a una mujer y sin embargo desear al mismo
tiempo que el cielo la meta bajo las ruedas de un tren.
Hagan colocó una manta a cuadros sobre el muro, y nos sentamos, un poco intimidados por
hallarnos transferidos, de nuestra vida de ciudadanos, a un medio tan absolutamente campesino. En
las lejanas pizarras del Loch, más allá de los vigilantes cuadrados del cristal lento, una ligera bruma
oscilaba suavemente, dejando una estela blanca en dirección al sur. El aire procedente de la montaña
parecía invadir nuestros pulmones, suministrándonos más oxígeno del que necesitábamos.
—Hay algunos comerciantes de vidrio de por aquí —comenzó Hagan—, que ensalzan a los
extranjeros como ustedes las bellezas del otoño en esta parte de Argyll, o incluso de la primavera, o
del invierno. Yo nunca lo hago, cualquier cretino sabe que un lugar que no se ve hermoso en verano
nunca lo será. ¿Qué cree usted al respecto?
Asentí condescendientemente con la cabeza.
—Tan sólo le ruego que mire atentamente en dirección a Mull, señor...
—Garland.
—... señor Garland. Eso es lo que comprará usted si compra mi cristal, y nunca se ve más
hermoso de lo que puede verlo en este mismo instante. El cristal se halla perfectamente en fase,
ninguno de mis cristales tiene menos de diez años de espesor..., y una ventana de un metro veinte le
costará tan sólo doscientas libras.
—¡Doscientas libras! —se escandalizó Selina—. ¡Pero este es el precio que piden en Scenedows,
en pleno Bond Street!
Hagan sonrió pacientemente, luego me estudió para ver si yo sabía lo suficiente sobre el cristal
lento como para apreciar lo que él acababa de decir. Su precio era mucho más elevado de lo que
había esperado, pero..., ¡diez años de espesor! El cristal barato que uno puede encontrar en los
almacenes como Vistaplex o Pane-o-rama no es más que cristal ordinario de medio centímetro
recubierto con un barniz de cristal lento, cuyo espesor es como máximo de diez o doce meses.
—Tú no entiendes, querida —dije, decidido a comprar—. Ese cristal durará como mínimo diez
años, y está en fase.
—¿Pero eso no significa tan sólo que sigue el curso de las horas?
Hagan sonrió de nuevo, dándose cuenta que me había ganado.
—¡Tan sólo, dice usted! Le pido mil perdones, señora Garland, pero usted no parece comprender
el milagro, el verdadero y auténtico milagro de precisión mecánica que se necesita para fabricar un
pedazo de cristal en fase. Cuando digo que el cristal tiene diez años de espesor, quiero decir que la
luz necesita diez años para atravesarlo. De hecho, cada uno de estos cristales tiene diez años-luz de
espesor..., más de diez veces la distancia desde aquí a la estrella más próxima..., lo cual quiere decir
que una diferencia en espesor real de tan sólo un millonésimo de segundo equivaldría a...
Se detuvo unos instantes para desviar su vista hacia la casa. Yo aparté mi mirada del Loch y vi de
nuevo a la mujer joven tras la ventana. Los ojos de Hagan estaban inundados de una especie de
ávida adoración que me intranquilizó al tiempo que me persuadía respecto a que Selina estaba
equivocada. Por lo que sabía, los maridos nunca miran así a las esposas..., al menos a las suyas
propias.
La mujer permaneció a la vista algunos segundos, luego desapareció de nuevo en las
profundidades de la habitación. De repente tuve la impresión, nítida aunque inexplicable, que ella
era ciega. Me dije que tal vez Selina y yo nos habíamos introducido en un complejo de emociones
tan violento como el nuestro.
—Les pido perdón —dijo Hagan—: creí que Rose iba a llamarme. Veamos..., ¿dónde estábamos?
Ah, sí. Diez años-luz, comprimidos en un centímetro de espesor, significa que...

Dejé de escucharle, en parte porque ya estaba decidido, en parte porque había oído muchas veces
la historia del cristal lento, pese a lo cual aún no había comprendido sus principios. Uno de mis
amigos, que tenía una sólida formación científica, había intentado en una ocasión hacérmelo
comprender diciéndome que considerara una lámina de cristal lento como un holograma que no
necesitaba de la luz coherente de un láser para reconstituir las informaciones vitales, y en la cual
todos los fotones ordinarios de luz pasaban a través de un conducto en espiral enrollado en la parte
exterior del rayo de captación de cada uno de los átomos del cristal. Aquella jerga no sólo no me
había aclarado nada, sino que me había afianzado en mi convicción que una mente tan poco técnica
como la mía se interesaba menos en las causas que en los efectos.
A los ojos del individuo medio, el efecto más importante era que la luz tardaba mucho tiempo en
atravesar una lámina de cristal lento. Los cristales nuevos eran siempre de un negro color jade,
puesto que nada los había atravesado aún, pero uno podía situar por ejemplo su cristal cerca de un
lago, en mitad de un bosque, y el paisaje surgiría quizás al cabo de un año. Si entonces se
transportaba el cristal para instalarlo en un triste apartamento ciudadano, el apartamento —durante
el siguiente año— parecería dominar el lago y los bosques que lo rodeaban. Y durante aquel año no
sería tan sólo una imagen exacta e inmóvil de aquel paisaje, sino que el agua ondularía y lanzaría sus
destellos bajo el sol, los silenciosos animales acudirían a beber, los pájaros cruzarían el cielo, la
noche sucedería al día, las estaciones seguirían su eterno ritmo. Hasta que un día —al cabo de un
año—, la belleza encerrada en los conductos subatómicos se agotaría, y sería sustituida por el
sempiterno y gris paisaje urbano.
Más allá de su interés como novedad, el éxito comercial del cristal lento estaba basado en el
hecho que disponer de un paisaje tal equivalía, en el plano emotivo, a la posesión del paisaje en sí.
El más humilde troglodita podía así contemplar maravillosos paisajes cubiertos por la bruma..., ¿y
quién podía afirmar que no le pertenecían? El hombre que realmente posee unas tierras o un jardín o
un bosque bien cuidado no pasa todo su tiempo arrastrándose por el suelo, palpando, oliendo o
saboreando lo que posee para demostrar su propiedad. Todo lo que recibe de ella son imágenes
luminosas, y gracias al cristal lento se podían transportar estas imágenes a las minas de carbón, a
bordo de los submarinos, a las celdas penitenciarias.
En varias ocasiones había intentado escribir breves poemas sobre este cristal encantado, pero para
mí el tema es tan excepcionalmente poético que paradójicamente se halla fuera del alcance de la
poesía..., al menos de la mía. Además, las mejores poesías habían sido ya escritas, bajo una ins-
piración vidente, por gentes que habían muerto mucho antes que se descubriera el cristal lento. Por
ejemplo, no tenía ni remotamente la menor esperanza de igualar los versos de Moore:

A menudo, en la tranquila noche,


Antes que el sueño me encadene,
El Recuerdo adorado trae junto a mí
La luz de otros días perdidos...

Bastaron algunos años para que el cristal lento pasara, del estado de curiosidad científica, al de
industria respetable. Y con gran sorpresa de nosotros, los poetas —al menos de aquellos de nosotros
que seguimos persuadidos en que la belleza sobrevivirá incluso a la muerte de las flores—, las
manifestaciones de esta industria no se diferenciaban en nada a las de cualquier otra empresa
comercial. Había buenos scenedows que costaban una barbaridad, y había cristales inferiores que
costaban muchísimo menos. El espesor —medido en años— era un factor importante del precio,
pero también lo era el problema del espesor real, o sea la fase.
Incluso con los más perfeccionados métodos de fabricación, el control del espesor quedaba un
poco al azar. Un error de bulto podía significar que un espesor previsto para cinco años tuviera por
ejemplo cinco años y medio, lo cual traía como consecuencia que la luz que penetrara en él en
verano saldría por el otro lado en invierno; un pequeño error podía hacer que el sol saliera de
medianoche a mediodía. Esas inexactitudes tenían su particular encanto —un buen número de
trabajadores nocturnos, por ejemplo, preferían ver el sol en sus horas de descanso—, pero en general
era mucho más costoso comprar scenedows, que permanecían estrechamente fieles al tiempo real.

Selina no pareció muy convencida cuando Hagan terminó de hablar. Agitó la cabeza con un gesto
casi imperceptible, y comprendí que había entendido mal. Repentinamente, la cascada de su cabello
color estaño fue agitada por un soplo de viento frío, y enormes gotas de límpida lluvia empezaron a
caer desde un cielo casi desprovisto de nubes.
—Le firmaré inmediatamente un cheque —dije sin esperar más, y sentí como los verdes ojos de
Selina se clavaban coléricos en mí—. ¿Se encargará usted de enviárnoslo?
—Por supuesto —dijo Hagan, levantándose—. El transporte no presenta ningún problema. ¿Pero
no preferirían llevárselo ustedes mismos?
—Bueno..., sí, si usted no tiene ningún inconveniente —me sentía confuso por la confianza que
le otorgaba a mi firma.
—Buscaré un buen cristal para ustedes. Esperen aquí. Se lo embalaré rápidamente en un marco
de transporte.
Hagan se dirigió cojeando pendiente arriba hacia la serie de cristales, a través de algunos de los
cuales la visión del Linnhe era soleada, mientras se veía nuboso a través de otros. Otros incluso eran
de un color profundamente negro.
Selina se levantó el cuello de su chaqueta.
—Al menos podría habernos invitado a su casa —dijo—. No debe haber tantos imbéciles que
pasen por aquí como para que se permita tratarlos tan mal.
Me esforcé en hacer caso omiso del calificativo, y me enfrasqué en la redacción del cheque. Una
enorme gota cayó sobre el dorso de mi mano, salpicando el papel.
—De acuerdo —dije—, vayamos bajo el alero mientras aguardamos a que vuelva.
Especie de gusano, pensé, dándome cuenta que nuestras relaciones se iban agriando cada vez
más. Tuve que ser un perfecto imbécil para casarme contigo. Un imbécil de primera, el mejor de
todos. Y ahora que te has apoderado de una parte de mí, jamás, jamás, jamás conseguiré liberarme.
Con el estómago dolorosamente contraído, corrí tras Selina hasta la pared de la casa. Tras la
ventana, el salón, muy limpio pese al fuego de leña, estaba vacío, pero había un montón de juguetes
esparcidos por el suelo: cubos alfabéticos, una carretilla del mismo color que las zanahorias recién
rayadas... Mientras contemplaba todo aquello, el niño llegó corriendo desde la habitación contigua y
empezó a dar patadas a los cubos. No me vio. Unos instantes más tarde la mujer entró y lo tomó en
brazos, con una risa franca y jovial. Se acercó a la ventana, como había hecho antes, y yo esbocé una
sonrisa de circunstancias que ni ella ni el niño me devolvieron.
Un sudor frío perló mi frente. ¿Era posible que tanto ella como el niño fueran ciegos? Me eché a
un lado.
Selina lanzó un gritito, y me giré hacia ella.
—¡La manta! —dijo—. ¡Se va a empapar!
Atravesó corriendo el patio, bajo la lluvia, arrancó la manta del muro y regresó, también
corriendo, a la puerta de la casa. Algo protestó convulsivamente en mi subconsciente.
—¡Selina! —exclamé—. ¡No entres!
Pero ya era demasiado tarde. Selina había empujado la puerta de madera y permanecía inmóvil,
con una mano sobre la boca, contemplando el interior de la casa. Me acerqué a ella y tomé la manta
de sus dedos sin fuerza.
Mientras cerraba la puerta, mis ojos se posaron en el interior de la casa. El salón
escrupulosamente limpio donde acababa de ver a la mujer y al niño no era en realidad más que un
triste amasijo de viejos muebles, periódicos antiguos, ropa sucia y vajilla por lavar. Era húmedo,
pestilente, totalmente abandonado. Lo único que reconocí de mi visión a través de la ventana fue la
pequeña carretilla, rota, con la pintura desconchada.
Cerré enérgicamente la puerta, ordenándome olvidar lo que acababa de ver. Hay hombres que
viven solos y saben arreglárselas, pero hay otros que no pueden.
Selina estaba pálida.
—No comprendo —murmuró—. No comprendo.
—El cristal lento funciona en ambos sentidos —le dije con voz suave—. La luz sale de la casa
del mismo modo que entra en ella.
—¿Quieres decir que...?
—No lo sé. Y no nos concierne. Ahora cálmate... Hagan vuelve ya con nuestro cristal.
El tumulto de mi estómago comenzaba a apaciguarse.
Hagan llegó al patio, trayendo un marco rectangular recubierto de plástico. Le tendí el cheque,
pero él estaba observando el rostro de Selina. Pareció comprender instantáneamente que nuestros
dedos desprovistos de comprensión habían hurgado en su alma. Selina apartó la mirada. Parecía
envejecida, enferma, y sus ojos estaban obstinadamente clavados en el horizonte.
—Deme la manta, señor Garland —dijo finalmente Hagan—. No tenía que haberse molestado
por ella.
—No importa. Aquí tiene su cheque.
—Muchas gracias. —Seguía examinando a Selina, con un aire sorprendentemente suplicante—.
Me siento muy feliz de haber llegado a un acuerdo con ustedes.
—Yo soy quien está encantado —dije, con el mismo formalismo desprovisto de todo significado.
Tomé el pesado rectángulo y conduje a Selina hacia el sendero que conducía a la carretera. Cuando
llegábamos ya arriba de los poco empinados peldaños de arcilla, resbaladizos ahora, Hagan llamó:
—¡Señor Garland!
Me volví a mi pesar.
—No fue culpa mía —dijo, con voz firme—. Un conductor irresponsable los mató a los dos en la
carretera de Oban, hace seis años. Mi hijo tenía tan sólo siete años cuando ocurrió. Creo que tengo
derecho a conservar algo.
Asentí lentamente con la cabeza, sin decir nada, y emprendí nuevamente la marcha, apretando a
mi mujer contra mí, saboreando la alegría de estar junto a ella. En el recodo del sendero, miré hacia
atrás a través de la lluvia y vi a Hagan sentado, con los hombros erguidos, en el mismo lugar donde
lo habíamos visto por primera vez.
Miraba fijamente hacia la casa, pero fui incapaz de decir si había alguien en la ventana.

LA JAULA DE LA ARDILLA
THOMAS DISCH

La revista-libro New Worlds cuenta entre sus principales méritos (por no decir el principal) el
haber dado ocasión a una serie de autores a desarrollar sus ideas más personales sin los lastres a
que siempre los han sujetado las encasilladas revistas yanquis, cuya estricta política editorial las
impulsaba a aceptar solamente los relatos que encajaban de lleno en «su» ideología. Moorcock,
abierto a todo tipo de especulación, permitió desde un principio que todos sus autores desarro-
llaran sus propios experimentos literarios, convirtiendo su publicación en un auténtico campo de
ensayos que permitió dar a conocer a una serie de autores que, de otro modo, jamás hubieran sido
publicados en USA, y que en cambio ahora son considerados por méritos propios como los
sucesores (aunque desgraciadamente la mayor parte de ellos son aún casi inéditos en España) de
los destronados grandes maestros yanquis de los años cincuenta.
Thomas Disch es uno de ellos. Sus relatos suelen ser, simplemente, distintos..., entendiendo esta
palabra en su sentido más amplio posible. Y La Jaula de la Ardilla es posiblemente la muestra más
característica de esta cualidad. Puede decirse que no tiene argumento, ni principio, ni fin; es tan
sólo una divagación. Sin embargo, creo que muy pocas veces se ha expresado de una forma tan
contundente la angustia vital que siente el habitante de esta «jaula de ardilla» que es nuestro
mundo contemporáneo. La terrible frase que cierra el relato es, para mí, una de las más pesadas
losas sepulcrales que puedan cimentarse sobre el hombre medio de nuestra civilización. Ignoro lo
que opinarán ustedes sobre ello; yo, sencillamente, debo confesarles que no creo poder llegar a
olvidarla nunca.

***

Lo más terrible —si es esto exactamente lo que quiero decir (no estoy seguro que «terrible» sea la
palabra adecuada)— es que soy libre de escribir lo que desee, pero, lo escriba o no, ello no origina la
menor diferencia..., ni para mí, ni para ustedes, ni para nadie que se preocupe de ninguna diferencia.
¿Qué hay que entender por «diferencia»? ¿Existe realmente algo que pueda calificarse como un
cambio?
Me estoy planteando más preguntas de las que me había planteado nunca. Y me pregunto...: ¿es
un buen signo?
Esto es a lo que se parece el lugar donde me hallo: un asiento sin respaldo (supongo que ustedes
lo llamarían un taburete), un suelo, una pared, y un techo; lo cual forma, por lo que puedo juzgar, un
cubo: blanco, irradiando luz blanca, sin la menor sombra..., ni siquiera bajo el taburete; yo, por
supuesto, y la máquina de escribir. Ya la he descrito antes, más de una vez. Quizá vuelva a hablar de
ella. Sí, casi seguro. Pero no ahora. Más tarde. Aunque, ¿por qué no? ¿Por qué no la máquina de
escribir, o cualquier otra cosa?
Entre las innumerables preguntas que tengo a mi disposición, «por qué» parece ser la que más
acude a mi mente.
Esto es lo que hago: Me levanto y paseo por la estancia, de una a otra pared. No es una estancia
espaciosa, pero lo suficiente para tal ejercicio. Algunas veces llego incluso a dar saltos, pero tengo
pocas razones para hacerlo, puesto que no hay ningún motivo para saltar. El techo es demasiado alto
para alcanzarlo, y el taburete es tan bajo que uno ni siquiera siente deseos de intentarlo. Si al menos
estuviera seguro del hecho que alguien se divertía viéndome saltar..., pero no existe ninguna razón
que me permita suponerlo.
A veces hago ejercicio: tracciones, cabriolas, la vertical... Pero nunca tanto como debiera.
Engordo. De una forma repugnante. Se me forman pústulas por todas partes. Me gusta reventar las
que se forman en mi rostro. De tanto en tanto llego incluso a hacerme heridas apretando demasiado
fuerte, con la esperanza de crear un absceso y desencadenar un envenenamiento de la sangre. Pero
parece como si la estancia fuera estéril. La herida nunca llega a infectarse.
Aquí es casi imposible suicidarse. Las paredes y el suelo están acolchados. Si uno golpea su
cabeza contra ellos más de lo debido, lo único que consigue es una jaqueca. El taburete y la máquina
de escribir tienen ambos aristas cortantes, pero cada vez que intento servirme de ellas desaparecen
en el suelo.
Esto es lo que me ha permitido saber que hay alguien que me observa.
Al principio creí que era Dios. Supuse que me hallaba en el paraíso o en el infierno, e imaginé
que la cosa proseguiría por toda la eternidad. Pero si viviera ya en la eternidad, no podría seguir
engordando. Nada cambia en la eternidad. Así pues, me consuelo pensando en que algún día moriré.
El hombre es mortal. Como tanto como puedo para acelerar el proceso. El Times dice que terminaré
enfermando del corazón.
Eso de comer es divertido, y es la única razón que me empuja a cometer excesos. Por otro lado,
¿qué otra cosa puedo hacer? Uno se acerca a ese pequeño tubo (supongo que ustedes lo llamarían
así) que emerge de una de las paredes y no tiene más que aplicar la boca... No es una forma muy
elegante de alimentarse, pero es malditamente agradable. A veces permanezco horas enteras con la
boca pegada al tubo, succionando. Hasta que me veo obligado a realizar la operación contraria:
evacuar. Esta es la razón de ser del taburete. Hay una tapa muy bien disimulada... Mecánicamente
hablando, es algo endemoniadamente astuto.
No soy realmente consciente de dormir. A veces me sorprendo a mí mismo soñando, pero nunca
llego a conseguir recordar mis sueños. Soy incapaz de obligarme a soñar a voluntad. Me encantaría.
El sueño cubre todas las funciones vitales excepto una..., aunque aquí también hay algo pensado
para el sexo. Todo ha sido cuidadosamente pensado.
No tengo el menor recuerdo de ningún tiempo que haya precedido a este, y no puedo asegurar
cuánto tiempo hace que esto dura. Según el New York Times de hoy, estamos en el día 2 del mes de
mayo de 1961. No sé qué conclusión pueda extraerse de este dato.
Leyendo el Times, he sabido que mi situación en esta estancia no es en absoluto original. Las
prisiones, por ejemplo, parecen estar dirigidas de una forma mucho más liberal. Pero es posible que
el Times mienta, que esconda la verdad. Incluso la fecha puede estar adulterada. Tal vez, cada día, el
periódico sea una falsedad minuciosamente elaborada, y de hecho estemos en 1950 y no en 1961. A
menos que los periódicos no sean más que puras antigüedades y yo esté viviendo muchos siglos
después que ellos fueran impresos..., unos fósiles para mí. Todo es posible. No tengo ningún
elemento de juicio.
A veces llego a inventar pequeñas historias mientras permanezco sentado en mi taburete, ante la
máquina de escribir. Muchas veces son historias acerca de las gentes de las que habla el New York
Times. ¡Estas son las mejores historias! A veces son historias acerca de gentes que invento, pero
entonces no son tan buenas debido a que...
No son tan buenas debido a que creo que todo el mundo está muerto. Creo que soy el único que
queda, el único superviviente de la raza. Y me mantienen aquí, el único ser vivo, en esta estancia, en
esta jaula, para mirarme, para observarme, para estudiarme a fin de..., no sé por qué me mantienen
con vida. Si como supongo todo el mundo está muerto, ¿quiénes son entonces esos supuestos
observadores? No lo sé. ¿Por qué me estudian? ¿Qué esperan aprender de mí? ¿Se trata de un
experimento? ¿Qué es lo que debo hacer? ¿Esperan de mí que diga algo, que escriba algo en esta
máquina de escribir? ¿Confirman o niegan, mis reacciones o mi ausencia de reacciones, una teoría
de comportamiento? ¿Están contentos mis experimentadores con sus resultados?
No lo demuestran en absoluto. Se esconden de mí, se ocultan tras esas paredes, ese techo, ese
suelo. Quizá ningún ser humano pudiera soportar su visión. Quizá ni siquiera sean extraterrestres,
tan sólo unos simples investigadores. Unos psicólogos del MIT, parecidos a los que aparecen
frecuentemente en el Times: rostros impersonales, cráneos calvos, algún que otro bigote como si
fuera un certificado de originalidad. O un joven médico del Ejército, con el cabello cortado a cepillo,
estudiando distintas técnicas de lavado de cerebro. Muy a su pesar, por supuesto. La historia y el
anhelo de libertad les han obligado a pasar por encima de su código moral, mantenido en secreto.
¿Tal vez he sido yo quien me he presentado voluntario a esa experiencia? ¿Es esta la razón? ¡Dios
mío, espero que no! ¿Está leyendo usted esto, profesor? ¿O usted, mayor? ¿Me dejarán salir ahora
mismo? ¡Deseo retirarme de esta experiencia inmediatamente!
Por favor...
Les juro que ya hemos soportado todo lo soportable, tanto mi máquina de escribir como yo.
Hemos intentado todo lo que se puede intentar. ¿No es así, máquina de escribir? Y, como pueden
ustedes ver... —¿pueden realmente vernos?—, aún seguimos aquí.
Se trata de extraterrestres, por supuesto.

A veces escribo poemas. ¿Les gusta a ustedes la poesía? He aquí uno de los poemas que he
escrito. Tiene por título: Grand Central Terminal («Grand Central Terminal» es el nombre exacto de
lo que mucha gente llama equivocadamente «Grand Central Station»... Esta —así como otras
inapreciables informaciones— me ha sido proporcionada por el New York Times...)
GRAND CENTRAL TERMINAL

¿Cómo puedes sentirte desgraciado


viendo lo alto
que está el techo?
¡Oh!
¡Qué alto está el techo!
¡Qué alto está el cielo!
¿Quiénes somos nosotros
para sentirnos tristes?
¡Ah!
Ni siquiera es un lugar
para morir dignamente.
Es tan sólo la tumba
de un gigante tan grande
que si nos engullera
ni siquiera nos saborearía.
¿Y?
¿De qué sirve
existir aquí?

A veces, como pueden observar, simplemente me siento aquí y copio viejos poemas, una y otra
vez..., el poema que el Times publica cada día. El Times es mi única fuente poética. ¡Oh dioses!
Hace ya tanto tiempo que escribí Grand Central Terminal. Años. Pero no puedo precisar cuántos.
No tengo ningún medio de medir el tiempo aquí. Ni día ni noche, ni vigilia ni sueño, ni
cronómetro, tan sólo el Times, que nunca lleva fecha. Puedo remontarme hasta 1957. Me hubiera
gustado tener una pequeña agenda, y mantenerla conmigo en esta estancia, como un recordatorio de
mis progresos. ¡Si tan sólo pudiera conservar los viejos ejemplares del Times! Imaginen el montón
que formarían con el transcurso de los años. Torres, escaleras, confortables madrigueras de papel
prensa. Sería una arquitectura más humana, ¿no creen ustedes? Porque este cubo que ocupo tiene
serios inconvenientes desde un punto de vista estrictamente humano. Pero no estoy autorizado a
conservar el periódico del día anterior. Siempre me es retirado. Desaparecido antes de la llegada del
siguiente. Supongo que debería sentirme agradecido por lo que poseo.
¿Qué ocurriría si el Times dejara de llegarme? ¿Si, como se nos amenaza a veces, hubiera una
huelga de prensa? El aburrimiento, como uno llegaría fácilmente a creer, no es el principal
problema. El aburrimiento se convierte, muy aprisa de hecho, en un poderoso estimulante.

Mi cuerpo. ¿Se interesan ustedes en mi cuerpo? Yo sí. Hace tiempo. Antes lamentaba que no
hubiera espejos aquí. Ahora, por el contrario, le doy gracias al cielo. En aquellos lejanos días, con
qué gracia mi carne rodeaba mi esqueleto. ¡Cómo cuelga y se marchita ahora! Antes danzaba solo,
creando mi propio acompañamiento..., saltaba, pirueteaba, me arrojaba contra las acolchadas
paredes. Hay una gran compulsión en el movimiento libre, sin trabas.
Ahora, la vida es mucho más monótona. La edad ablanda el placer y se cuelga en guirnaldas de
grasa al frágil árbol de Navidad de la juventud.
Tengo varias teorías acerca del sentido de la vida. De la vida aquí. Si estuviera en otro lugar —en
el mundo familiar del New York Times, por ejemplo, donde hay tantas cosas apasionantes que
ocurren cada día y que necesitan de un millón de palabras para ser contadas—, no habría ningún
problema. Estaría tan ocupado en ir de un lado a otro —de la Calle 53 a la 42, de la 42 a Fulton, sin
hablar de todos los trayectos que le hacen recorrer a uno la ciudad de lado a lado—, que no tendría
que preocuparme del sentido de la vida.
Durante el día podría ir a mil sitios, y luego, por la noche, tras una cena en un buen restaurante, ir
al teatro o al cine. Sí, ¡la vida estaría tan llena si viviera en Nueva York! ¡Si fuera libre! Paso gran
cantidad de tiempo imaginando lo que sería Nueva York, lo que sería la gente, cómo sería yo al lado
de ellos, y en un cierto sentido mi vida aquí está llena con todas esas hipótesis.
Una de mis teorías es que ellos (ustedes, lectores, saben quienes son ellos, estoy convencido)
esperan de mí que haga una confesión. Esto plantea un problema. Lo he olvidado todo de mi anterior
existencia. Ignoro pues lo que debo confesar. Lo he intentado todo: crímenes políticos, crímenes
sexuales (me gusta confesar este tipo de crímenes), infracciones a la circulación, pecados de orgullo.
Dios mío, ¿qué es lo que no he confesado? Nada de ello ha servido. Quizá no haya confesado los
crímenes que realmente he cometido, sean cuales sean. O más bien (y esta argumentación se precisa
cada vez más), mi teoría no tiene ningún punto de sustentación.
Pero tengo otra.

Breve pausa.
Acaba de llegar el Times. He leído las noticias y me he alimentado con la fuente de la vida.
Vuelvo a mi taburete.
Me pregunto si, en caso de vivir en ese mundo, me refiero al mundo del Times, yo sería un
pacifista o no. Esta es realmente la cuestión crucial de la moderna moralidad. Uno se ve obligado a
tomar una posición. Llevo años reflexionando en este problema, y me siento inclinado a creer que
me inclino en favor del desarme. Por otro lado, y desde un punto de vista práctico, no me opondría a
la bomba si tuviera la certeza que ésta sería lanzada sobre mí. Hay un cisma absoluto entre mi
actitud con respecto a la esfera privada y a la esfera pública.
En una de las páginas interiores, tras las noticias políticas e internacionales, he descubierto un
maravilloso artículo titulado: LOS BIÓLOGOS DAN LA BIENVENIDA A UN IMPORTANTE
DESCUBRIMIENTO. Lo copio a continuación:

Washington, D. C. — Unas criaturas que viven en los grandes fondos marinos, que poseen
cerebro pero no boca, son consideradas como el mayor descubrimiento biológico del siglo
XX. Esos extraños animales, conocidos bajo el nombre de pogonoforos, recuerdan a gusanos
de forma aplanada. Contrariamente a los gusanos normales, no poseen sistema digestivo, ni
conducto excretor, ni órganos respiratorios, según nos dice la Sociedad Geográfica Nacional.
Los desconcertados investigadores que examinaron en primer lugar a los pogonoforos
creyeron al principio que se trataba tan sólo de partes de otros especímenes.
Actualmente, los biólogos están convencidos de hallarse ante el animal completo, pero
siguen sin comprender cómo puede sobrevivir. Sin embargo, saben que existe, se reproduce, e
incluso piensa, a su limitada manera, en los grandes fondos marinos de todo el planeta. La
hembra del pogonoforo pone hasta treinta huevos a la vez. Un minúsculo cerebro permite un
rudimentario proceso mental.
El pogonoforo es tan extraordinario que los biólogos han creado un grupo especializado
sólo para él. Esto es muy significativo, ya que un grupo representa una clasificación biológica
tan amplia que criaturas tan distintas como son los peces, los reptiles, las aves y los hombres
forman todos ellos parte de un mismo grupo, el de los cordados.
Instalado en el fondo del mar, un pogonoforo secreta a su alrededor un filamento tubular, y
lo solidifica año tras año hasta una altura de casi metro y medio. El filamento es parecido a
una brizna de hierba blanca, lo cual puede explicar por qué el animal ha permanecido ignorado
durante tanto tiempo.
El pogonoforo, aparentemente, no abandona jamás la prisión que se ha construido, pero no
cesa de moverse en su interior de arriba a abajo y de abajo a arriba. Esta especie de gusano
puede alcanzar una longitud de treinta y cinco centímetros, con un diámetro de menos de diez
milímetros. Largos tentáculos se agitan en uno de sus extremos.
Algunos zoólogos pretenden que el pogonoforo es capaz, en una etapa precoz, de
almacenar suficiente alimento como para ayunar todo el resto de su vida. Sin embargo, los po-
gonoforos jóvenes están desprovistos igualmente de sistema digestivo.

Es sorprendente el número de cosas que una persona puede aprender leyendo diariamente el
Times. ¡Me siento tan en forma después de haber leído el periódico! Incluso creativo. Hasta el punto
de hilvanar una historia acerca de los pogonoforos:

LUCHA
Memorias de un pogonoforo
Introducción

En el mes de mayo de 1961 consideré la posibilidad de adquirir un animal doméstico.


Uno de mis amigos había adquirido recientemente un par de lemúridos, otro había adop-
tado una boa constrictor, y mi compañera de habitación tenía una lechuza metida en una
jaula bajo su escritorio.
Un nido (¿o una colonia?) de pogos no era algo que diera que temer. Además, los
pogonoforos no comen, no defecan, ni hacen ruido. Así pues, son animales domésticos
ideales. En junio hice que me enviaran tres docenas desde el Japón, lo cual me costó un
dineral.

(Breve interrupción en la historia: ¿Consideran creíble todo esto? ¿Les parece que la trama es
real? He creído que si comenzaba mi historia mencionando otros animales daría a mi invención una
mayor verosimilitud. Espero que haya funcionado.)

Como biólogo mediocre que soy, no pensé en el problema del mantenimiento de una
presión adecuada en mi acuario. El pogonoforo está habituado al peso de todo un
océano. No estaba equipado para responder a tales exigencias. Durante algunos
apasionantes días, observé a los pogos supervivientes subir y bajar en sus translúcidas
conchas. Pero perecieron muy pronto. De modo que, resignado a lo banal, adorné mi
acuario con langostas del Maine para divertir y alimentar a mis ocasionales visitantes de
provincias.
Nunca he lamentado el dinero que gasté con ellos: raras veces se le ha dado al
hombre la ocasión de contemplar el sublime espectáculo de la ascensión de un
pogonoforo..., muy raras veces. Durante esos breves momentos, pese a mi escasa
intuición de los pensamientos que nacían en el rudimentario cerebro del gusano del mar
(«¡Arriba, arriba, arriba... Abajo, abajo, abajo...!»), no pude dejar de admirar su perse-
verancia. El pogonoforo no duerme nunca. Trepa hasta la cima de su cascarón, y una vez
arriba desciende de nuevo hasta el fondo. El pogonoforo no se cansa nunca de esta in-
cesante actividad. Cumple escrupulosamente con su deber y su alegría es sincera. No es
fatalista.

Las Memorias que siguen a esta Introducción no son alegóricas. No he intentado «interpretar» los
pensamientos internos del pogonoforo. No es necesario, puesto que el pogonoforo nos ha dejado por
propia voluntad el testimonio más elocuente de su vida espiritual. Se halla inscrito en el interior del
cascarón translúcido en el cual transcurre toda su vida.
Desde la invención del alfabeto, se ha admitido normalmente que las marcas grabadas en las
conchas o las huellas dejadas en la arena por un crustáceo evidencian una auténtica lingüística.
Gentes originales y excéntricas han intentado en todas las épocas descifrar esos códigos, al igual que
otros hombres han buscado comprender el lenguaje de los pájaros. En vano. No pretendo que los
surcos dejados en la arena y en las conchas de los animales marinos comunes puedan ser traducidos.
Sin embargo, el interior de la concha translúcida del pogonoforo sí puede serlo..., ¡yo he descifrado
su código!
Con ayuda del manual de criptografía del ejército de los Estados Unidos (obtenido gracias a tan
tortuosos medios que es mejor no revelarlos aquí), he aprendido la gramática y la sintaxis del
lenguaje secreto del pogonoforo. Los zoólogos, y aquellos que deseen estudiar la solución del
criptograma, pueden ponerse en contacto conmigo a través del editor de la presente obra.
En los treinta y seis casos que he podido examinar, las huellas dentadas dejadas en el interior de
cada cascarón eran idénticas. Mi teoría es que los tentáculos del pogonoforo tienen por única
función seguir el curso de este «mensaje» de arriba abajo y de abajo arriba de su concha..., y, en
consecuencia, pensar. El cascarón es una especie de flujo-de-conciencia exteriorizado.
Sería posible (de hecho, es casi una tentación irresistible), desarrollar todo un comentario
concerniente a la significación de estas Memorias con respecto a la humanidad. A buen seguro hay
en esos preciosos cascarones toda una filosofía comprimida por la propia naturaleza. Pero, antes de
iniciar mi comentario, examinemos el texto propiamente dicho:

El Texto
I
Alto. Altura, alto. Las alturas.
II
Bajo. Bajura, bajo. Las bajuras.
III

Descripción de mi máquina de escribir. El teclado tiene aproximadamente unos treinta


centímetros. Cada tecla roza la siguiente, y está marcada con una única letra del alfabeto,
o dos signos de puntuación, o una cifra y un signo de puntuación. Las letras no se hallan
ordenadas alfabéticamente, sino situadas aparentemente al azar. Quizás estén ordenadas
según un código. Hay una barra espaciadora. Por el contrario, no hay ni marginador ni
retroceso del carro. El rodillo no es visible, y nunca puedo ver las palabras que escribo,
¿Dónde van a parar? Quizá son transformadas inmediatamente en libro por alguna
linotipia automática. Eso sería maravilloso. Aunque quizá se inscriban
interminablemente en una línea sin fin. Tal vez esta máquina de escribir no sea más que
un engañabobos y no deje la menor huella de lo que escribe.
Algunas reflexiones acerca de la futilidad:
Al igual que golpeo esas teclas, podría levantar pesos. O izar rocas hasta la cima de
una colina desde donde caerían inmediatamente hacia abajo. Sí, tanto podría mentir
como decir la verdad. Lo que diga no cambia absolutamente nada.
Eso es lo terrible. ¿Es acaso «terrible» la palabra adecuada?
Hoy me siento bastante cansado, pero no es esta la primera vez. Dentro de algunos
días me sentiré completamente bien. Un poco de paciencia, y luego...
¿Qué es lo que quieren de mí aquí? Si tan sólo pudiera estar seguro de servir para
algo útil. No puedo dejar de preocuparme al respecto. El tiempo huye de mis manos.
Sigo teniendo hambre. No puedo eludir la sensación de estarme volviendo loco. Este es
el fin de mi historia relativa a los pogonoforos.

Hiato.

¿No tienen ustedes miedo que yo me vuelva loco? ¿Y si entrara en catatonia? Ya no


tendrían nada que leer. A menos que les den mis números del New York Times. Hechos
para ustedes.
Ustedes: el espejo que me es negado, la sombra que no proyecto, mi fiel observador,
que leen mi pensamiento recientemente impreso, mis lectores.
Ustedes: monstruos de feria, rostro de rata, sabios locos, médicos del Ejército, que
preparan el lecho nupcial de mi muerte y me tientan hacia él.
Ustedes: ¡Distintos!
¡Háblenme!
Ustedes: ¿Qué te diremos, terrestre?
Yo: No importa lo que digan, siempre que sea otra voz distinta a la mía, una carne
que no sea mi carne, unas mentiras que no me vea obligado a inventar yo mismo. No me
importa demasiado, pero hay tantas veces —¡y no crean que soy melodramático por
ello!— en que dudo que yo sea real...
Ustedes: Sabemos lo que sientes (avanzando un tentáculo). ¿Permites?
Yo: (retrocediendo). Más tarde. Por el momento he pensado que podríamos charlar.
(Ustedes empiezan a volverse imprecisos). Hay tantas cosas de ustedes que no acabo de
comprender. Su identidad no es definida. Cambian de uno a otro estado con tanta
facilidad como yo cambiaría de cadena de televisión..., si tuviera un televisor. También
son demasiado... secretos. Deberían dejarse ver más a menudo. Muévanse, muéstrense,
aprovechen la vida. Si son ustedes tímidos, yo les acompañaré. No se dejen dominar por
el temor.
Ustedes: Interesante. Sí, extremadamente interesante. El sujeto acusa tendencias
paranoicas agudas acompañadas de delirios alucinatorios. Examinemos su lengua, su
pulso, su orina. Sus deposiciones son irregulares. Tiene los dientes estropeados. Se está
volviendo calvo.
Yo: Estoy perdiendo la cabeza.
Ustedes: Está perdiendo la cabeza.
Yo: Me estoy muriendo.
Ustedes: Está muerto.
(Se vuelven más y más imprecisos, hasta que no queda de ustedes más que el
resplandor dorado del águila en su gorra, el reflejo de las hojas de encina en sus
hombros). Pero no ha muerto en vano. Su país lo recordará siempre, ya que su muerte ha
permitido que su patria sea libre.

(Telón. Himno nacional).


Hola, soy yo de nuevo. ¿No me han olvidado? ¿A su viejo amigo? ¿A mí? Ahora escuchen
atentamente..., este es mi plan. Por los cielos, voy a escaparme de esta condenada prisión, y ustedes
van a ayudarme. Veinte personas pueden leer lo que escribo en esta máquina de escribir. Entre estas
veinte, estoy seguro que diecinueve me verían pudrirme aquí sin siquiera parpadear. Pero no la que
hace veinte. ¡Oh, no! Ella —usted—, tiene aún una conciencia. Ella/usted me enviará una Señal. Y
cuando yo reciba la Señal sabré que hay alguien, allá abajo, que intenta ayudarme. No vayan a creer
que espero milagros instantáneos. Puede que se necesiten meses, años incluso, para preparar una
evasión a toda prueba, pero el solo hecho de saber que hay alguien ahí abajo que intenta ayudarme
me dará fuerzas para continuar día tras día, edición tras edición del Times.
¿Saben lo que me pregunto a veces? Me pregunto por qué el Times no publica nunca un editorial
dedicado a mí. Da su opinión sobre todo lo demás: la Cuba de Castro, la vergüenza de nuestros
Estados del Sur, los impuestos, el primer día de primavera.
¿Y yo?
¿Acaso no es una injusticia esta forma de tratarme? ¿No hay nadie que se preocupe por mí? ¿Por
qué? No me digan que no saben que estoy aquí. Ya hace años que escribo, escribo. Seguro que lo
saben. ¡Seguro que alguien lo sabe!
Son cuestiones serias. Exigen una seria reflexión. Insisto en que se me responda.
¿Saben?, no espero realmente una respuesta. Ya no me queda ninguna falsa esperanza. Ninguna.
Sé que no veré ninguna señal, y aunque la vea no será más que un engaño, una ilusión para que siga
esperando. Sé que estoy solo en mi lucha contra esta injusticia. Sé todo esto..., ¡y no me importa! Mi
voluntad sigue estando intacta, y mi mente está libre. Desde mi aislamiento, desde el fondo de mi
silencio, desde las profundidades de esta blanca, blanca luminosidad, les digo esto: ¡LES DESAFÍO!
¿Me han oído bien? ¡LES DESAFÍO!

De nuevo es hora de comer. Otra vez.


Mientras absorbía mi alimento, he pensado en algo que debía decir, pero he olvidado de qué se
trataba. Si lo recuerdo de nuevo, lo anotaré.
Mientras tanto, les hablaré de mi otra teoría.
Mi otra teoría es que esto es una jaula de ardilla. ¿Comprenden lo que quiero decir? Como esas
que pueden hallarse en el parque de una pequeña ciudad. Uno puede incluso tenerla en su casa,
vistas sus reducidas dimensiones. La jaula de una ardilla se parece a no importa cuál otra jaula...,
excepto que tiene una rueda. La ardilla se mete en la rueda y empieza a correr. Su carrera hace girar
la rueda, y la rotación de la rueda obliga al animal a seguir corriendo. En principio, este ejercicio
está concebido para mantener al animal en perfecta salud. Lo que nunca he llegado a comprender es
por qué se mete a las ardillas en jaulas. ¿Acaso no saben en lo que va a convertirse la vida del pobre
animalillo? ¿O acaso no les importa?
No les importa.
Ahora recuerdo lo que había olvidado. Se trata de una nueva historia. La llamo «Una tarde en el
zoológico», y la he inventado yo mismo. Es muy corta, y lleva consigo una moraleja. La historia es
esta.

UNA TARDE EN EL ZOOLÓGICO

Esta es la historia de Alexandra. Alexandra era la mujer de un célebre periodista que


se había especializado en reportajes científicos. Su oficio le obligaba a recorrer todo el
país, y puesto que su unión no había sido santificada con un hijo, ella le acompañaba
muchas veces. A la larga, esto se convirtió en algo muy aburrido. De modo que ella se
vio obligada a encontrar algo que la ayudara a pasar el tiempo. Cuando había visto ya
todos los filmes que se exhibían en la ciudad donde se hallaban, iba a visitar un museo, o
asistía a un partido de béisbol, si este partido de béisbol le interesaba.
Un día, fue al zoológico.
Por supuesto, se trataba de un zoológico pequeño, ya que la ciudad era también
pequeña. Montado con buen gusto, pero nada ostentoso. Había un riachuelo que
serpenteaba entre el césped. Algunos patos y un cisne solitario se aburrían entre las
ramas de unos sauces llorones, y salían contoneándose del agua para atrapar las migas de
pan lanzadas por los visitantes. Alexandra consideró que el cisne era muy hermoso.
Luego se dirigió hacia una sección señalada: «Roedores». En las jaulas había conejos,
nutrias, mapaches... El interior de las jaulas estaba lleno de detritus y de vegetales medio
roídos y de excrementos de todas las formas y colores, pero los animales debían estar en
sus madrigueras, durmiendo. Alexandra se sintió decepcionada, pero se dijo que los roe-
dores no eran lo más importante que podía ofrecer un zoológico.
Cerca de la sección de los roedores, un oso negro tomaba baños de sol echado sobre
una roca. Alexandra dio una vuelta en torno a la verja de seguridad sin ver ningún otro
miembro de la familia del oso. Era un oso enorme.
Observó durante unos instantes a las focas chapoteando en su piscina de cemento, y
luego fue en busca de la sección de los monos. Le preguntó a un obsequioso vendedor de
cacahuetes dónde la podía encontrar. El vendedor le respondió que estaba cerrada por
reparaciones.
—¡Qué lástima! —exclamó Alexandra.
—¿Por qué no va a ver usted el Serpentario? —le sugirió el vendedor de cacahuetes.
Alexandra hizo un mohín de disgusto. Desde pequeña detestaba los reptiles. Compró
un paquete de cacahuetes, pese a que la sección de los monos estaba cerrada, y se los co-
mió. Los cacahuetes le dieron sed, y esto la condujo a tomar una limonada, que le hizo
inquietarse por su peso mientras se la bebía sorbiendo con una pajita.
Contempló los pavos reales y un nervioso antílope, y tomó un sendero que la llevó a
un pequeño bosquecillo, quizá de pequeños álamos. Estaba sola allí. Se quitó los zapatos
y agitó los dedos de los pies, sintiendo un cosquilleo de felicidad. Le gustaba a veces
estar sola.
Más allá del bosquecillo, una hilera de pesados barrotes de hierro llamó su atención.
Había un hombre al otro lado de los barrotes, vestido con un traje de algodón demasiado
grande —probablemente un pijama—, sujeto alrededor del pecho con una especie de
cuerda. Estaba sentado en el suelo de su jaula, con los ojos perdidos en el vacío. Al pie
de los barrotes, un letrero indicaba: Cordados.
—¡Qué encantador! —exclamó Alexandra.

De hecho, se trata de una historia muy antigua. Cada vez la cuento de un modo distinto. A veces
continúa más allá del momento en que me detengo. A veces Alexandra le habla al hombre que está
tras los barrotes. A veces ambos se enamoran mutuamente, y ella intenta ayudarle a escapar. A veces
ambos son muertos en su intento, y entonces es muy emocionante. A veces se dejan capturar y son
encerrados juntos tras los barrotes. Pero como se quieren mucho, la cautividad es fácil de soportar.
Entonces es también muy emocionante. A veces consiguen huir. En este caso, cuando logran verse
libres, nunca sé qué hacer con ellos. Sin embargo, estoy seguro que si yo consiguiera verme libre,
libre de esta jaula, no presentaría ningún problema.
Una parte de mi historia no es demasiado probable. ¿Quién metería a un hombre en un
zoológico? Yo, por ejemplo. ¿Quién haría algo semejante? ¿Unos extraterrestres? ¿Volvemos de
nuevo al asunto de los extraterrestres? ¿Quién sabe algo de ellos? Yo no conozco nada en absoluto al
respecto.
Mi mejor teoría es que se trata de gente normal. Ellos son los que me mantienen aquí. Gente
ordinaria acudiendo a verme a través de estas paredes. Leen lo que tecleo en esta máquina de
escribir a medida que las palabras van apareciendo en una enorme pantalla luminosa semejante a la
que destila las noticias alrededor del edificio del Times en la calle 42. Es probable que se rían
cuando escribo algo divertido, y que se aburran y dejen de leer cuando escribo algo grave e
importante, como una llamada de socorro. O al revés. De todos modos, no deben tomarse en serio
nada de lo que digo. A ninguno de ellos le importa el que yo esté aquí. Para ellos no soy más que un
animal en una jaula, entre otros muchos. Ustedes pueden objetar que un ser humano no es lo mismo
que un animal, pero después de todo, ¿están ustedes seguros de ello? Ellos —los espectadores—
parecen pensar que sí. De todos modos, ninguno de ellos me ayuda a salir. Ninguno de ellos parece
pensar que es extraño y poco habitual el que yo esté aquí. Ninguno de ellos piensa que esto está mal.
Eso es lo terrible.
¿«Terrible»?
No es eso lo terrible. En absoluto. ¿Cómo podría serlo? No se trata más que de otra historia.
Quizás ustedes no piensen que es otra historia porque se hallan ahí abajo, leyendo esa pantalla
luminosa, pero yo sé que se trata de una historia, porque debo sentarme aquí en el taburete e
inventarla. Oh, quizá fuera terrible hace tiempo, cuando pensé en ello por primera vez, pero hace ya
tantos años que estoy aquí. Tantos y tantos años. La historia ha durado tanto tiempo. Nada puede ser
terrible a lo largo de tantos años. Dije que es terrible tan sólo porque hay que decir algo,
¿comprenden? Una u otra cosa, pero algo. Lo único que me aterrorizaría ahora sería alguien que
entrara. Alguien entrando y diciéndome:
—Está bien, señor Disch. Está usted libre.
Eso es lo que sería realmente terrible.

EL MERODEADOR EN LA CIUDAD AL BORDE DEL MUNDO


HARLAN ELLISON

Harlan Ellison es el «enfant terrible» de las nuevas corrientes estadounidenses de la S. F. En 1967,


sacudía los cimientos de la S. F. anglosajona publicando una antología: Dangerous Visions, que se
apartaba de todos los cánones que hasta entonces habían regido el reino de las antologías USA.
Frente a la costumbre de recopilar relatos ya publicados de reconocido éxito o valía, Ellison
publicó una antología de relatos originales, escritos especialmente para ella por los más
renombrados autores del género. Sólo una característica condicionó a los autores: todos los relatos
debían ofrecer alguna característica que hiciera que nunca pudieran tener cabida en una de las
habituales revistas del género.
Pero Ellison es también un afamado escritor, que habiendo publicado que yo sepa tan solo una
novela (The Man with Nine Lives), aunque más de un centenar de cuentos, ha ganado dos premios
Hugo, y es reputado como uno de los mejores guionistas de Hollywood.
El presente cuento está extraído precisamente de su citada antología, y su génesis es digna de ser
conocida. Ellison, gran amigo de Robert Bloch, le pidió a éste que escribiera para su antología un
relato sobre un tema que le obsesionaba: Jack el Destripador. Así lo hizo Bloch, pero Ellison no se
sintió enteramente complacido y, con permiso del propio Bloch, escribió su versión del tema,
utilizando incluso el escenario creado por éste, (de tal modo que el relato del autor de Psycho pasó
a ser una pincelada en el fresco pintado por Ellison). El resultado es este Merodeador. Supongo que
a muchos de ustedes les horrorizará la sangrienta brutalidad del relato de Ellison; sin embargo,
considero que, paralelamente a No Tengo Boca y Debo Gritar (publicado en español en el número
7 de la revista Nueva Dimensión y ganador de un premio Hugo), con el que tiene muchos puntos de
contacto, éste es el mejor relato que haya escrito Ellison en toda su carrera, y una buena muestra
para que ustedes, si no la han leído en su edición original, puedan juzgar qué tipo de antología es
Dangerous Visions.

***

Ante todo estaba la ciudad: nunca de noche. Lisas paredes reflectantes de metal antiséptico, como un
inmenso autoclave. Pura e inmaculada, dominada por un silencio jamás roto por el zumbido visceral
de sus engranajes íntimos. La Ciudad era autónoma. Los ruidos de pasos resonaban por todos lados,
notas sordas y cadenciosas de un instrumento exótico con base de cuero. Los ruidos repercutían
hacia su creador como una canción tirolesa lanzada de montaña en montaña. Ruido de invisibles
ciudadanos cuya existencia era tan ordenada, higiénica, metálica, como la de la ciudad que habían
concebido para que les protegiera en su seno de las embestidas del tiempo. La ciudad era una
compleja arteria, sus habitantes eran la helada sangre que se deslizaba por ella. Ambos formaban un
todo único. Ciudad constantemente brillante, eterna en su concepto, edificada en un desafío de
exaltantes formas; la más moderna de todas las estructuras modernas, concebida como una
residencia archiperfecta por individuos perfectos. Último logro de todas las investigaciones
sociológicas orientadas a la Utopía. Se la había llamado Espacio Vital, y estaban condenados a vivir
en ella, país de ninguna parte, de estética implacable y aséptica.
Nunca de noche.
Nunca oscura.
... una sombra. Una mancha moviéndose sobre la pureza del metal, arrastrando consigo
fragmentos de tela y de tierra arrancados a tumbas cerradas desde hacía innumerables siglos. Una
silueta.
Al pasar, tocó una pared gris como el acero de un cañón: sus dedos polvorientos quedaron
impresos en ella. Una sombra furtiva avanzando a lo largo de calles antisépticas que se
transformaban —a su paso— en oscuros callejones de otros tiempos.
Tenía una vaga conciencia de lo ocurrido. No de una forma precisa, no con muchos detalles; pero
era fuerte: era capaz de salir de aquello sin que su mente de paredes frágiles como la cáscara de un
huevo estallara. No veía ningún lugar, en la brillante estructura donde se hallaba, donde pudiera
aislarse para pensar. Tan sólo necesitaba un poco de tiempo. Refrenó su paso, sin ver a nadie.
Extrañamente, inexplicablemente, se sentía..., ¿seguro? Sí, seguro. Por primera vez desde hacía
mucho tiempo.
Hacía tan sólo unos instantes se hallaba ante el estrecho callejón frente al número 13 de Miller’s
Court. Eran las seis de la madrugada, Londres estaba silencioso, y él se había detenido un instante
en el callejón de los prostíbulos M’Carthy, un corredor fétido de donde llegan hedores de orina y
donde las prostitutas de Spitalfields llevaban a sus clientes. Hacía tan sólo unos instantes, con su
maletín negro conteniendo el feto en su frasco de formaldehído puesto a su lado en la opaca neblina,
se había detenido para beber algo antes de regresar a Toynbee Hall dando un rodeo. Luego debían
haber transcurrido cinco minutos. Y de pronto se había hallado en otro lugar, y ya no eran las seis de
la madrugada de un día glacial de noviembre de 1888.
Había levantado los ojos hacia la claridad que lo inundaba en aquel otro lugar. Un silencio de
hollín reinaba en Spitalfields; y de pronto, sin la menor sensación de desplazarse o de haber sido
desplazado, se halló, inundado de luz, en aquel otro lugar. Dándose un corto respiro, tan pocos
minutos después del cambio, se apoyó en la pared de la Ciudad y recordó aquella otra luz. La de los
mil espejos. En las paredes, en el techo. Un dormitorio, con una mujer en su interior. Una mujer
hermosa. No como Black Mary Kelly o Annie Chapman o Kate Eddowes o todas las demás basuras
de las que se había tenido que hacer cargo.
Una mujer hermosa. Rubia, sana..., hasta el momento en que le ofreció su cuerpo como
cualquiera de aquellas vulgares rastreras que había tenido que utilizar en Whitechapel...
Una sibarita; una criatura para el placer; una Juliette, había dicho ella, antes que él utilizara el
cuchillo de larga hoja. Lo había encontrado bajo la almohada, en la misma cama hacia donde ella le
había atraído... Qué vergüenza, ni siquiera había sabido resistirse, desamparado, apretando su
maletín negro como un niño que tiembla, él que se movía como un rey en la densa noche de
Londres, él que ocho veces había cumplido impunemente su misión, para caer entre los brazos de
una perdida, sí, una perdida como todas las demás, que se había aprovechado de él mientras él inten-
taba comprender lo que le ocurría y dónde se encontraba, qué vergüenza..., y entonces había
utilizado el cuchillo.
Habían pasado apenas unos minutos, y sin embargo había realizado un trabajo de artista.
El cuchillo era de un modelo extraño. La hoja parecía estar formada por dos finas piezas de
metal, entre las cuales había algo que había adquirido intermitentemente una tonalidad rojiza, algo
así como las chispas producidas por un generador Van de Graaf. Pero esto era perfectamente
ridículo, ya que no estaba provisto de hilos ni de barra de contacto ni de nada que pudiera provocar
ni siquiera la más pequeña descarga eléctrica. Lo había depositado en su maletín, donde estaba ahora
junto con sus escalpelos, el ovillo de hilo para suturas, los frascos cuidadosamente alineados en sus
fundas de piel y el bocal conteniendo el feto. El feto de Mary Jane Kelly.
Se había esmerado, pero sin perder tiempo. La había preparado casi exactamente igual que a Kate
Eddowes: la garganta limpiamente incidida de oreja a oreja, el tronco hendido entre los senos y
hasta la vagina, los intestinos extraídos y desplegados sobre el hombro derecho, a excepción de un
pequeño trozo seccionado y colocado entre el brazo izquierdo y el cuerpo. El hígado había sido
picado con la punta del cuchillo y su lóbulo derecho escarificado verticalmente. (Se sorprendió al
constatar que el hígado no ofrecía ningún signo de cirrosis, enfermedad tan común entre las
prostitutas de Spitalfields, que bebían constantemente con la esperanza de escapar a la sórdida y
grotesca existencia que se veían obligadas a llevar. Y de hecho, esta parecía totalmente distinta a las
otras, pese al carácter aún más desvergonzado de sus avances sexuales. Y el cuchillo oculto bajo su
almohada...) Cortó la vena cava a la altura del corazón. Luego se ocupó del rostro.
Por un instante había pensado en retirar el riñón izquierdo, como había hecho con Kate Eddowes.
Y sonrió al imaginar la expresión que debió mostrar el señor George Lusk, presidente del Comité de
Vigilancia de Whitechapel, al recibir por correo la caja de cartón conteniendo el riñón de la señorita
Eddowes acompañado de aquellas palabras de alambricada ortografía:

Señor Lusk os embio desde el infierno este peqeño regalo la mitá de un riñon que le qité a
una muger de las bigiladas por usted. La otra mitá la ice a la plancha y me la comi y estaba
muy buena. Si qiere el cuchiyo que la corto puedo embiarselo si espera un poco. Atrápeme
cuando pueda.

Había pensado firmar la nota: «Su seguro serbidor Jack el Destripador», o incluso Jack el
Escurridizo o incluso El Carnicero o cualquier otra cosa que se le ocurriera. Pero se había sentido
frenado por una cuestión de estilo. Ir demasiado lejos en aquella dirección sería ir en contra de sus
propias convicciones. Incluso, dando a entender al señor Lusk que se había comido la otra mitad del
riñón, se había quizá pasado de la raya. Horrible. Claro que él había sentido...
Aquella rubia, aquella Juliette con su cuchillo oculto bajo la almohada. Era la novena. Se apoyó
contra la pared de acero perfectamente lisa, sin ninguna junta ni remache, y se pasó la mano por los
ojos. ¿Cuándo iba a poder detenerse? ¿Cuándo terminarían comprendiendo, cuándo captarían su
mensaje, un mensaje tan claro, escrito en sangre, que sólo la ceguera de su propia codicia les forzaba
a ignorar? ¿Debería diezmar los innumerables regimientos de mujerzuelas de Spitalfields para quitar
la venda de sus ojos? ¿Tendrían que acarrear los vertederos chorros de negra sangre antes que se
decidieran por fin a escuchar lo que intentaba decirles y emprender las necesarias reformas?
Pero cuando apartó sus manos manchadas de sangre de delante de sus ojos, se dio cuenta de lo
que tendría que haberle parecido evidente desde un principio: ya no estaba en Whitechapel. No
estaba en Miller’s Court, ni en ningún otro lugar de Spitalfields. Quizá ni siquiera estuviera en
Londres. ¿Pero cómo podía ser así?
¿Le había llamado Dios a su seno?
¿Estaba muerto sin darse cuenta de ello, en algún lugar entre la lección de anatomía de Mary Jane
Kelly (la muy sucia, ¡se había atrevido a besarle!) y la desvisceración en la habitación de aquella
Juliette? ¿Por fin había decidido el Cielo recompensarle por el trabajo que había efectuado?
¡Oh, si el reverendo Barnett pudiera verlo! ¡Si hubiera podido saberlo todo! Pero «el Carnicero»
no estaba dispuesto a hablar. Que las reformas se hicieran tal como el reverendo y su mujer las
habían llamado; que aplicaran los beneficios a sus sermones y sus peticiones, en lugar de a los
escalpelos de Jack.
Pero si él estaba muerto, ¿su trabajo había llegado a buen fin? Aquel pensamiento le hizo sonreír.
Si el Cielo le había llamado, esto tenía que significar que su trabajo había llegado a buen puerto.
Definitivamente. Sí, pero en estas condiciones, ¿quién era la Juliette cuyo cuerpo se enfriaba, abierto
y húmedo, en la habitación de los mil espejos?
En aquel momento conoció el miedo.
¿Y si el propio Dios hubiera interpretado mal lo que había hecho?
Al igual que lo había interpretado mal el buen pueblo de la reina Victoria. Al igual que lo había
interpretado mal Sir Charles Warren. ¿Y si Dios había visto tan sólo lo superficial e ignorado la
verdadera razón? ¡No! ¡Ese pensamiento era ridículo! Si alguien estaba en situación de comprender,
este alguien era Aquél que le había dictado lo que había que hacer para enderezar la situación.
Dios le amaba tal como él amaba a Dios, y Dios le comprendía.
Pero, en aquel instante, conoció el miedo.
Porque, ¿quién era la mujer que acababa de degollar?

—Era mi nieta Juliette —dijo una voz a su oído.


Su cabeza se negó a moverse, a girarse aunque fuera tan sólo unos centímetros para ver a quien
había hablado. El maletín se hallaba en el liso y reflectante suelo, a su lado. No tenía tiempo de sacar
el cuchillo antes de ser alcanzado. Al final habían conseguido atrapar a Jack. Empezó a temblar sin
control.
—No tema nada —dijo la voz. Era una voz cálida y tranquilizadora. La de un hombre más viejo
que él. Temblaba como si tuviera fiebre. Pero se volvió para mirar. Era un anciano sonriente, amable
y comprensivo. Que habló de nuevo, sin mover los labios—: Nadie puede hacerle daño. ¿Cómo se
encuentra?
El hombre de 1888 se dejó caer lentamente de rodillas.
—Perdón, Dios mío. No lo sabía —murmuró. El estallido de la risa del viejo resonó en la cabeza
del hombre que estaba de rodillas. Se elevó límpido como un rayo de sol recorriendo una de las
callejuelas de Whitechapel entre el mediodía y la una de la tarde, iluminando los grises ladrillos de
las paredes cubiertas de hollín. Resonó límpido y purificador en su mente.
—Yo no soy Dios —dijo el viejo—. La idea es espléndida, pero yo no soy Dios, no. ¿Le gustaría
encontrar a Dios? Seguramente uno de nuestros artistas podrá modelar uno para usted. ¿Es muy
importante? No, ya veo que no es muy importante. Qué extraña mente tiene usted. No es usted ni
creyente ni no creyente. ¿Cómo puede contener los dos conceptos a la vez? ¿Quiere usted que
rectifique algunas de sus configuraciones cerebrales? No, ya veo. Tiene usted miedo. Dejémoslo por
ahora. Ya lo haremos en otra ocasión.
Tomó por el cuello al hombre arrodillado y le obligó a levantarse.
—Está usted cubierto de sangre. Habrá que limpiar todo eso. Hay un ablutorio no lejos de aquí. A
propósito, he quedado muy impresionado por la forma en que se ha ocupado usted de Juliette. Es la
primera vez, ¿sabe? No, claro, no puede saberlo, por supuesto. Pero es el primero que le ha
administrado un tratamiento digno de ella. Le hubiera gustado ver lo que ella le hizo a Gaspard
Hauser. Le trituró una punta de su cerebro y lo envió a su casa para que viviera un poco de su vida, y
entonces la muy sinvergüenza me lo hizo traer otra vez y terminó su trabajo con el cuchillo. Ese
mismo que ha tomado usted, supongo. Y luego lo envió de nuevo a su época. Oh, sublime misterio.
Figura en todos los anales de enigmas no resueltos. Pero todo lo hacía mal. No como usted. Ponía
mucha labia a sus diversiones, pero ningún estilo. Excepto con el juez Crater. Allí sí que... —se
interrumpió, riendo con aire lascivo—. Pero estoy chocheando. Supongo que querrá usted
adecentarse un poco y visitar algo el lugar, ¿no? Luego podremos charlar. Lo único que quería era
simplemente que supiera que estoy contento de la forma cómo la ha liquidado. Pero, en un cierto
sentido, voy a echarla de menos, la muy sinvergüenza. Fornicaba con tanto arte...
El viejo tomó el maletín y arrastró al hombre sucio de sangre a través de las claras y espejeantes
calles.
—¿Usted quería que la mataran? —preguntó el hombre de 1888, incrédulo.
—Naturalmente —asintió el viejo, sin que sus labios se movieran ni una sola vez—. De otro
modo, ¿para qué le habría traído a Jack el Destripador?
¡Oh, Dios mío!, pensó él. ¡Estoy en el Infierno, e inscrito con el nombre de Jack!
—No, no, no, muchacho. No está usted en el Infierno, en absoluto. Está usted en el futuro. El
futuro para usted, el presente para mí. Viene usted de 1888, y está ahora en el... —se interrumpió
unos instantes, contando silenciosamente, como si tuviera que convertir manzanas en dólares, y
luego prosiguió—: ... en el 3077. Es un mundo hermoso, no faltan las diversiones, y nos sentimos
felices de recibirle entre nosotros. Ahora venga. Vamos a limpiar un poco todo eso.

En el ablutorio, el abuelo de la difunta Juliette cambió de cabeza.


—En realidad, tengo horror a hacerlo —explicó al hombre de 1888, agarrando sus mejillas con
todos los dedos y tirando de la fláccida piel como si fuera goma—, pero Juliette insistía siempre. Yo
ya quería darle este gusto, si con esto hubiera conseguido enderezarla. Pero luego había todos esos
juguetes que tenía que traerle del pasado, y luego verme obligado a cambiar de cabeza cada vez que
quería acostarme con ella... Era horrible, realmente horrible.
Penetró en una de las numerosas cabinas, todas idénticas, empotradas en la pared. La puerta
pivotó con un ligero tchac blando, casi quitinoso. Luego pivotó de nuevo, y el abuelo de la difunta
Juliette, ahora seis años más joven que el hombre de 1888, salió de nuevo, completamente desnudo
y con una nueva cabeza.
—El cuerpo está en buen estado —dijo, examinando las partes genitales y una peca en su hombro
derecho—. Lo cambié el año pasado.
El hombre de 1888 desvió la mirada. Estaba en el Infierno, y Dios le odiaba.
—Vamos, no se quede ahí, Jack —el abuelo de Juliette sonrió—. Entre en una de esas cabinas y
haga sus abluciones.
—No me llamo así —dijo el hombre de 1888 muy suavemente, como si acabara de ser golpeado
por la correa de un látigo.
—Ya lo sé, ya lo sé, pero no importa... Ande, vaya ahora a lavarse.
Jack se acercó a una cabina. Era de color verde pálido que se transformó en malva cuando él se
detuvo ante ella.
—¿Qué es lo que...?
—Va a limpiarle, eso es todo. ¿De qué tiene usted miedo?
—No quiero ser cambiado.
El abuelo de Juliette no rió.
—Está usted equivocado —dijo sibilinamente. Hizo un gesto imperioso con la mano, y el hombre
de 1888 penetró en la cabina, que pivotó rápidamente en su nicho y se hundió en el suelo emitiendo
un triunfal zeeezzzz. Cuando volvió a ascender, pivotó y se abrió. Jack salió titubeando, con aspecto
de terrible desorientación. Sus largas patillas habían sido escuadradas cuidadosamente, su barba de
tres días había desaparecido, sus cabellos eran más claros y ya no llevaba la raya en medio, sino a un
lado. Seguía llevando el mismo abrigo negro con cuello y puños de astracán, el mismo traje oscuro
con una camisa blanca y una corbata negra, sujeta por una aguja en forma de herradura, pero todo
esto parecía nuevo ahora, inmaculado, quizá incluso sintético y fabricado a la imagen de sus
antiguas ropas.
—¡Ajá! —exclamó el abuelo de Juliette—. ¿No es mejor así? No hay nada como una buena
sesión de limpieza para ponerle a uno las ideas en su sitio. —Penetró en otra cabina, de donde salió
unos segundos más tarde vestido con un traje de papel que le cubría ajustadamente desde el cuello
hasta los pies. Avanzó hacia la salida.
—¿Adónde vamos ahora? —preguntó el hombre de 1888 al rejuvenecido abuelo, que avanzaba a
su lado.
—Quiero presentarle a alguien —respondió el abuelo de Juliette, y Jack se dio cuenta que ahora
sí movía los labios. Pero decidió no hacer ningún comentario. Debía haber alguna razón para ello—.
Iremos a pie, si me promete no lanzar ¡Ohs! y ¡Ahs! acerca de la Ciudad. Es una hermosa Ciudad,
por supuesto, pero yo vivo en ella, y francamente el turismo lo encuentro tan aburrido...
Jack no respondió. El viejo tomó aquello como una aceptación a sus condiciones.
Así pues, caminaron. La Ciudad tenía una presencia que impresionaba terriblemente a Jack. Se
extendía masiva, extraordinariamente limpia. Lo que había soñado para Whitechapel se había
realizado aquí. Preguntó acerca de los barrios bajos, de los antros de vicio. El viejo agitó la cabeza.
—Desaparecieron hace mucho tiempo.
Así pues, había ocurrido. Las reformas por las cuales había expuesto su alma inmortal habían
llegado. Haciendo balancear su maletín, anduvo con un paso más ligero. Pero al cabo de unos
minutos su paso se hizo de nuevo más lento: no había nadie por las calles.
Nada más que edificios limpios y brillantes, calles que partían en todos sentidos y se cortaban
bruscamente, como si el arquitecto hubiera decidido que, puesto que la gente podía desaparecer en
un punto y reaparecer en otro distinto, ¿para qué romperse la cabeza haciendo calles que fueran de
un lugar a otro?
El suelo era de metal, el cielo parecía metálico; los edificios se alzaban por todas partes,
prolongaciones insensibles de metal insensible explorando un espacio plano. El hombre de 1888 se
sintió terriblemente solo, como si cada uno de los actos que había realizado hubiera alienado un
poco más a aquellos a quienes había intentado ayudar.
A su llegada a Toynbee Hall, cuando el reverendo Barnett le abrió los ojos acerca de la horrible
realidad de los antros de Spitalfields, había hecho votos de poner remedio a la situación por todos
los medios a su alcance. Tras algunos meses en los bajos fondos de Whitechapel, lo que tenía que
hacer le había parecido tan simple como su fe en Dios. ¿Cuál era la utilidad de las rameras? No
mayor que la de los microbios que las infestaban. Así pues había dejado hablar a Jack, para cumplir
la voluntad del Señor y liberar los miserables desechos que habitaban al este de Londres. Que Lord
Warren, el Comisario de la Policía Metropolitana, que su Reina, que todos los demás le tomaran por
un doctor loco, por un carnicero sanguinario o por una bestia con apariencia humana, no le
importaba en lo más mínimo. Sabía que él permanecería anónimo hasta el fin de los tiempos, pero
que el generoso proceso que había puesto en marcha alcanzaría un día sus maravillosos resultados:
la destrucción de la más horrible de las lacras que Inglaterra hubiera conocido nunca.
Pero ahora el tiempo había pasado; y se encontraba en un mundo aparentemente sin lacras, una
Utopía esterilizada que era la concreción de todos los sueños del reverendo Barnett. Y sin embargo,
pese a todo ello..., algo sonaba a falso.
El abuelo, con su joven cabeza.
El silencio en las desiertas calles.
La mujer, Juliette, y su extraño pasatiempo.
El poco caso que se había hecho a su muerte.
La certeza del abuelo asegurando que él, Jack, iba a matarla. Y la amistad que le testimoniaba
ahora.
¿Dónde iban?

(A su alrededor, la Ciudad. El abuelo caminaba sin prestar atención; Jack miraba pero no
comprendía nada. Pero eso es lo que vieron mientras caminaban:
Mil trescientos rayos de luz de treinta centímetros de largo por siete moléculas de espesor
surgieron a las calles de metal por unos intersticios casi invisibles, se desplegaron en abanico e
inundaron las paredes de los edificios; tomaron un vago tono azulado, recorrieron el contorno de
las superficies, se doblaron en ángulo recto y volvieron a doblarse, una y otra vez, como un papel
en un ejercicio de papiroflexia; cambiaron de nuevo de tonalidad, ahora eran dorados, penetraron
a través de la superficie de los edificios, se dilataron y se contrajeron en ondas compactas, se
extendieron sobre todas las superficies interiores, luego se replegaron rápidamente y
desaparecieron. El proceso completo había durado doce segundos.
La noche cayó sobre un cuadrado de la Ciudad que comprendía doce edificios. Descendió como
un macizo pilar de duras aristas que coincidían con el ángulo de las calles. Del interior de la zona
oscura llegaron ruidos indistintos, canto de grillos, eructar de sapos, pájaros nocturnos, rumor del
viento entre los árboles, y una música lejana de instrumentos imposibles de identificar.
Aparecieron paneles de escarchada luz, suspendidos en el aire. Una presencia ondulante e
indefinible se lanzó al asalto de los niveles superiores de un gran edificio situado en la
prolongación de esos paneles. Cuando descendieron lentamente, el edificio se volvió fluido y se
diluyó en corpúsculos de luz que flotaron en el aire. Cuando los paneles alcanzaron el suelo, el
edificio se había desmaterializado por completo. Los paneles se tiñeron con una fuerte coloración
anaranjada y comenzaron una nueva ascensión en dirección al cielo. A medida que subían, una
masa se creaba en lugar del antiguo edificio, extrayendo al parecer del aire que le rodeaba
corpúsculos de luz, y fundiéndolos en una entidad que se transformó, en el momento en que los
paneles cesaron su ascensión, en un nuevo edificio. Los paneles de luz escarchada desaparecieron.
Durante unos segundos se oyó el zumbido de un abejorro. Luego cesó.
Una compacta multitud de personas vestidas con ropas de plástico desembocó de un gris agujero
que vibraba en el aire, martilleó unos instantes la calzada con sus pasos, y desapareció tras la
esquina de una calle de donde llegaba un ruido de toses prolongadas. El silencio se hizo de nuevo.
Una gota de agua, densa como el mercurio, cayó al suelo, golpeó la calzada, rebotó, se elevó
varios centímetros, luego se vaporizó en una mancha escarlata en forma de diente de ballena que
cayó inerte al suelo.
Dos edificios se hundieron en el suelo, y el revestimiento de metal permaneció liso e
ininterrumpido, a excepción de un árbol de metal de delgado tronco plateado, coronado de un
follaje brillante hecho de fibras de oro irradiadas en un círculo perfecto. No se oyó el menor ruido.
El abuelo de la difunta Juliette y el hombre de 1888 siguieron caminando).

—¿Adónde vamos?
—A casa de Van Cleef. Normalmente no caminamos nunca; algunas veces, sí, pero ya no es un
placer como antes. Lo hago especialmente por usted. ¿Le gusta el lugar?
—Es... poco habitual.
—Sobre todo con respecto a Spitalfields, ¿eh? Pero confieso que me gusta volver a aquella época.
Soy yo quien posee el único transportador, ¿lo sabía? El único que haya sido fabricado nunca.
Construido por el padre de Juliette, por mi hijo. Tuve que matarle para conseguirlo. No quería mos-
trarse razonable. Sin embargo no representaba mucho para él, se lo aseguro. Era el último de los
grandes artesanos, hubiera podido dármelo fácilmente. Pero era obstinado. Es por eso por lo que le
he hecho cortar a mi nieta en rodajas. De otro modo, hubiera sido ella quien lo hubiera hecho con-
migo. Por aburrimiento: simplemente porque no encontraba otros medios de divertirse...
Una gardenia se materializó en el aire, y se transformó ante sus ojos en un rostro de mujer de
largos cabellos blancos.
—¡Hernon, no podemos aguardar más! —parecía irritada. El abuelo de Juliette palideció.
—¡Especie de hija de perra! Te dije que marcaras el tiempo. Pero tú no podías esperar, ¿eh?
Transferir, transferir, transferir, es todo lo que sabes hacer. Bueno, eso representará varios feddels
menos, eso es todo. Feddels, maldita sea. Había previsto marcar el tiempo; de hecho, estaba marcán-
dolo; ¡pero tú...!
Levantó el brazo, y una espuma verdosa surgió instantáneamente en dirección al rostro. El rostro
desapareció y, un instante después, la gardenia reaparecía unos pocos metros más allá. La espuma se
convirtió en polvo y cayó, y Hernon, el abuelo de Juliette, dejó caer el brazo, como descorazonado
por la estupidez de aquella mujer. Una rosa, un nenúfar, un jacinto, un par de plox, una celidonia
silvestre y un cardo gigante aparecieron al lado de la gardenia. Cuando cada flor tomó la apariencia
de un rostro distinto, Jack dio un paso atrás, aterrado.
Todos los rostros se volvieron hacia el que había sido antes un cardo gigante.
—¡Traidor! ¡Inmundo marrano! —gritaron al unísono al tembloroso y pálido rostro que había
sido un cardo.
Los ojos de la mujer gardenia se abrieron enormemente, pareciendo que iban a salirse de sus
órbitas; la pintura violácea que rodeaba completamente sus globos oculares la hacía parecerse a un
animal al acecho a la entrada de una caverna.
—¡Turd! —gritó, dirigiéndose al hombre-cardo—. Todos estábamos de acuerdo, todo el mundo
había aceptado. ¡Y tuviste que formar un cardo, so galápago! Ahora verás... —Se giró rápidamente
hacia los demás—. ¡Adelante! ¡Ya hemos chachareado demasiado; al diablo con el tiempo! ¡Ya!
—¡No, mierda! —gritó Hernon—. ¡Dijimos el tiempo!
Pero ya era demasiado tarde. El aire se enturbió alrededor del hombre-cardo como el fondo de un
río cuando se agita el limo; la atmósfera se ennegreció y se formó un torbellino, con la cabeza ahora
aterrada del hombre-cardo en su centro. El torbellino avanzó, atrapando a Jack, Hernon, las cabezas-
flores, la Ciudad; y de pronto fue de nuevo Spitalfields por la noche, y el hombre de 1888 estaba de
nuevo en 1888, con su maletín en la mano, avanzando al encuentro de una mujer en una calle de
Londres envuelta en la niebla.
(Había ocho nódulos adicionales en el cerebro de Jack).
Era una mujer de unos cuarenta años, de aire cansado y algo desaliñada. Llevaba un traje negro
de tela rústica que descendía hasta sus botines. Un mandil blanco, manchado y arrugado, rodeaba su
talle. Las amplias mangas le llegaban hasta la muñeca, e iba abotonada hasta el cuello. Llevaba un
pañuelo anudado en torno a la garganta, y un deformado sombrero de ala ancha con una cinta
adornada de una minúscula y patética flor de origen indeterminado. De su muñeca pendía un bolsillo
de cuentas de capacidad apreciable.
Retardó su paso cuando le vio, o mejor le adivinó, inmóvil en las sombras.
Él surgió de las sombras e hizo una ligera inclinación.
—Buenas noches, señorita. ¿Tomamos una copa?
El rostro de la mujer —de un patetismo conocido tan sólo por aquellas que han servido de blanco
a innumerables dardos henchidos de sangre masculina— recuperó su expresión normal.
—Oh, bueno. Había creído que era él. El Carnicero en persona. Dios del cielo, me ha puesto
usted la carne de gallina.
Quiso sonreír, pero sólo consiguió hacer una mueca. Sus brillantes mejillas evidenciaban el abuso
de la ginebra y la enfermedad. Su voz era ronca, un instrumento roto y mellado apenas utilizable.
—Tan sólo un corredor de comercio en busca de algo de compañía —aseguró Jack—.
Enormemente feliz de poder ofrecer una jarra de cerveza a una dama tan encantadora como tú y
pasar una o dos horas contigo.
Ella se le acercó y enlazó su brazo con el de él.
—Emily Matthews, señor. Feliz de haberle encontrado y caminar un poco en su compañía, ya que
con esa noche tan mala y con Jack el anguila, merodeando por alguna parte en libertad, una dama
respetable no debe pasear sola.
Descendiendo Thrawl Street, pasaron ante los hoteluchos donde la desgraciada terminaría
indudablemente por pasar la noche si conseguía sacarle unas monedas a aquel desconocido bien
trajeado de ojos negros.
Giraron a la derecha en Commercial Street; en el momento en que pasaban ante un infecto
callejón sin salida, casi a la altura de Flower & Dean Street, él la empujó vigorosamente a un lado.
Ella se metió en el callejón y, creyendo que él quería palpar la mercancía, se apoyó contra la pared y
separó las piernas, subiéndose la falda hasta la cintura. Pero Jack había agarrado las puntas del
pañuelo. Asegurando su presa, apretó a fondo. La mujer boqueó, privada de aire; sus mejillas se
hincharon, y a la vacilante luz de un reverbero de gas él vio sus pupilas color avellana adoptar
instantáneamente un tono de hoja muerta. En su rostro se leía por supuesto el terror, al que se
mezclaba también una profunda tristeza, la de haber perdido la jarra de cerveza, la de no haber po-
dido asegurarse un cobijo para la noche, la de no haber tenido suerte, esa suerte que nunca le había
sonreído a Emily Matthews, la de haber caído aquella noche en manos del único hombre susceptible
de despreciar sus favores. Era una expresión de desconsolada tristeza ante la inevitabilidad de su
suerte.

Vengo a ti, surgido de la noche, descendiendo cada minuto de nuestras vidas hasta este
instante, enviado por la noche hasta ti. Para siempre, los hombres desearán descubrir el
secreto de este instante. Arderán en silencio con el deseo de hallar de nuevo este
instante, nuestro instante; de ver mi rostro y de saber mi nombre; sin tan siquiera
querer tal vez arrestarme, puesto que entonces ya no sería quien soy sino tan sólo
alguien que lo ha intentado y ha fracasado. Oh, tú y yo creamos una leyenda que
fascinará eternamente a los hombres; pero nunca comprenderán por qué hemos sufrido,
Emily. Nunca comprenderán realmente por qué ambos hemos muerto de la más horrible
de las maneras.
Ella jadeó una súplica inarticulada, y sus ojos se empañaron, mientras él deslizaba su mano libre
en el bolsillo de su abrigo. Desde el momento que supo que lo necesitaría había buscado, mientras
caminaba, en su maletín. Y cuando su mano surgió de nuevo, estaba armada con el escalpelo.
—Emily... —dijo muy suavemente.
Luego cortó.
Con un gesto preciso: inclinando la punta del escalpelo, que penetró en la blanda carne por
debajo y por detrás de la oreja izquierda. Sternocleidomastoideus. Forzando suavemente el cartílago,
que cedió con un ligero chasquido. Manteniendo el escalpelo con mano firme para desgarrar de un
solo corte toda la longitud de la garganta siguiendo la línea dura de la mandíbula. Glándula
submandibularis. La sangre brotó en un chorro espeso sobre sus manos, luego a borbotones que
salpicaron la pared de enfrente; se introdujo por sus mangas, empapando los puños blancos de su
camisa. Con un gorgoteante estertor, ella se derrumbó blandamente, retenida por el pañuelo del que
él no podía retirar sus dedos. Habían aparecido marcas negras allá donde había cortado la carne. Al
llegar al extremo de la mandíbula, continuó, cortando el lóbulo de la oreja. Luego la depositó sobre
la mugrienta calle. La tendió boca arriba, y abrió sus ropas con un golpe de escalpelo, dejando al
descubierto un vientre desnudo e hinchado a la débil y vacilante luz del reverbero. Hizo la primera
incisión en el hueco de la garganta. Glándula thyreoeidea. Trazó con mano firme una delgada línea
de sangre negra hacia abajo, entre los senos, siempre hacia abajo. Sternum. Hizo una profunda
incisión en forma de cruz en el interior del ombligo. Brotó un humor amarillento. Plica umbilicalis
media. Más abajo; siguiendo el hinchado vientre, hundiendo más el escalpelo, trazando una limpia
línea recta. Mesenterium dorsale commune. Siempre más abajo, hacia la protuberancia del monte,
húmedo de transpiración. Un poco más difícil allí. Vesica urinaria. Y finalmente, para terminar,
vagina.
Cavidad putrefacta.
Infecta y nauseabunda cloaca de putas.

Y, en la cabeza de Jack, íncubos y succubus. En su cabeza, ojos de voyeur. En su cabeza,


intrusos. En su cabeza, centelleos

de una gardenia
un nenúfar
una rosa
un jacinto
un par de plox
una celidonia silvestre
y una flor negra con pétalos de obsidiana, estambres de ónice y pistilo de antracita, con la mente de
Hernon, el abuelo de la difunta Juliette.

Contemplaron todo el horror de la loca lección de anatomía. Le observaron cortar los párpados.
Le observaron retirar el corazón. Le observaron seccionar las Trompas de Falopio en rodajas. Le
observaron apretar en su mano, hasta reventarlo, el riñón henchido de ginebra. Cortar los senos hasta
que no fueron más que informes montones de carne sangrante, que depositó sobre cada uno de los
ojos muy abiertos, de mirada fija, sin párpados. Miraron.
Miraron y bebieron de la turbia marea que agitaba su espíritu. Sorbieron con avidez en la húmeda
y temblorosa fuente de su inconsciente. Y gozaron:
—Oh Dios es delicioso miren esto se diría que es la costra de una pizza a medio cocer y esto
otro se diría que son lumaconi ooooh Dios me pregunto qué gusto tendrá esssssso...
—Miren el brillo del acero.
—Cómo las odia a todas, todas por el mismo rasero, debe tratarse de una historia con alguna
mujer, una enfermedad venérea, el temor de Dios, Cristo, el reverendo Barnett, él..., ¡quiere poseer
a la mujer del reverendo!
—La reforma en materia social no puede ser más que el hecho de unos pocos. Es un fin en sí que
justifica el utilizar cualquier medio, sea el que sea, incluso la exterminación de más del cincuenta
por ciento de aquellos que se convertirán en sus beneficiarios. Los mejores reformadores son
también los más atrevidos. ¡Él cree en ello! ¡Es maravilloso!

—¡Pandilla de vampiros, basura, inmunda gentuza...!

—¡Nos ha oído!
—¡Que se vaya al diablo! Y tú con él, Hernon, has caído demasiado bajo, sabe que estamos aquí
y esto me disgusta, ¿para qué seguir?, me retiro...
—¡Espera, vuelve, vas a romper la form...!

... el torbellino los atrapó de nuevo, los llevó a un vertiginoso abismo donde la noche de 1888 ya
no existía. La espiral se desenrolló, se desenrolló, y se concretizó en su punto más infinitesimal en
un rostro, el rostro ennegrecido y carbonizado de aquel que había sido un cardo gigante. Estaba
muerto. La parte interior de sus órbitas había ardido por completo. Algunos restos calcinados
subsistían allí donde había anidado la inteligencia. Se habían servido de él como de un punto de
focalización.

El hombre de 1888 recobró instantáneamente sus sentidos, así como el recuerdo total, eidético, de
lo que le había ocurrido. No se trataba de una visión ni de un sueño ni de una alucinación. Había
ocurrido realmente. Le habían enviado al pasado de donde procedía, tras haber eliminado su
recuerdo del futuro, de Juliette, de todo lo que había tenido lugar tras el instante en que se había
encontrado frente al número 13 de Miller’s Court. Y le habían hecho trabajar para su placer,
gozando con sus emociones y sus pensamientos inconscientes, alimentándose y saciándose con sus
más íntimas sensaciones, la mayor parte de las cuales, hasta ahora, habían permanecido
completamente ignoradas para él. Y, mientras descubría uno a uno los conceptos inyectados en su
conciencia por un efecto inesperado de realimentación, sintió que la nueva conciencia de sí mismo le
iba ganando poco a poco. Antes que afrontar ciertas revelaciones, su mente hubiera preferido
sumergirse en los más negros abismos. Pero las barreras habían sido alzadas: nuevas configuracio-
nes se presentaban ante él, y podía descifrarlas y retenerlas fácilmente. Infecta y hedionda cloaca de
prostitución: ¡que mueran todas! No, no era cierto, él no pensaba así de las mujeres, de ninguna
mujer, por rastrera y despreciable que fuera su condición. Él era un gentleman, él respetaba a las
mujeres. Recordó: ¡Ella le había pegado la blenorragia! La vergüenza, las aprensiones sin fin, hasta
que había reunido el valor para contárselo todo a su padre, el médico. La expresión del rostro de
aquel hombre. Ahora lo recordaba todo. La forma como su padre le había curado, como hubiera cu-
rado a un apestado. A partir de entonces, nada había vuelto a ser como antes. Había querido
dedicarse a la cruzada de remediar aquella situación. La reforma en materia social y bla bla bla.
Todo ilusión. Había sido un charlatán, un payaso..., algo mucho peor. Había matado por una cosa en
la que ni siquiera creía. Había dejado su mente completamente abierta y sus pensamientos derivaron
rápidamente..., siguieron su sobresaltado camino..., hasta el concepto de

¡EXPLOSIÓN
EN
SU
MENTE!

Cayó de bruces contra la calzada de liso y pulido metal, pero nunca llegó a entrar en contacto con
ella. Algo detuvo su caída, y permaneció grotescamente suspendido, doblado en dos a la altura de la
cintura, como una marioneta privada de sus hilos. Un soplo de algo desconocido, y estaba de nuevo
en posesión de sus sentidos, como si no hubiera ocurrido nada. Su mente se vio obligada a examinar
el concepto:
¡Quiere poseer a la mujer del reverendo Barnett!
Henrietta y su piadosa petición dirigida a la reina Victoria: «Majestad, en nombre de las mujeres
de Londres, horrorizadas por los abominables pecados que se cometen últimamente en el seno de
nuestra comunidad...», pedía su captura, la de él, Jack, del que nunca sabría, del que nunca podría
llegar a sospechar que vivía en Toynbee Hall, en su propia casa, con ella y con el reverendo Barnett.
El pensamiento se encajó en su mente tan desnudo como el cuerpo que secretamente había soñado
cada noche, y del que ningún recuerdo había subsistido nunca a su despertar. Habían dejado las
puertas de su mente completamente abiertas, y ahora veía claramente todo aquello, sin más
obstrucciones, se veía tal como era en realidad:
Un psicópata, un carnicero, un libertino, un hipócrita y un payaso.
—¡Ustedes me han hecho esto! ¿Por qué me lo han hecho?
La rabia ahogaba sus palabras. Las cabezas-flores adoptaron la forma concreta de los hedonistas
responsables de la loca y sangrienta aventura en la noche de 1888.
Van Cleef, la mujer-gardenia, se mofó:
—¿Y qué creías, pedazo de simplón? (Es simplón, ¿no, Hernon? Con los dialectos antiguos
siempre me pierdo). Después de haberte hecho liquidar a su Juliette, Hernon quería dejarte ir. ¿Pero
por qué no aprovechar la ocasión? Nos debía al menos tres formz, y para empezar tú servías tan bien
como cualquier otro.
Jack se puso a gritar hasta que sus cuerdas vocales se hincharon en el interior de su garganta.
—¿Era necesario esta vez? Respóndanme. ¿Era indispensable para hacer llegar las reformas?
Hernon se echó a reír.
—Por supuesto que no.
Jack cayó de rodillas. La Ciudad le dejó hacer.
—Oh, Dios mío, oh Dios todopoderoso, he hecho lo que he hecho, me he cubierto de sangre..., y
todo ello para nada, absolutamente para nada...
Cashio, que había sido uno de las plox, parecía perplejo.
—Parece que se preocupa tan sólo por esta última vez y no por todas las demás. ¿Cómo explican
eso?
Nosy Verlag, que había sido una celidonia silvestre, respondió vivamente:
—No es cierto. No se trata tan sólo de esta última vez. Todas le atormentan. Sondéale y verás.
Los ojos de Cashio giraron unos instantes hacia arriba, luego hacia abajo, y finalmente se
concentraron en Jack. Jack sintió como un estremecimiento de mercurio en su mente, luego nada...,
y Cashio concluyó, con una afectada mueca...
—Mmmm..., sí.
Jack manipuló rabiosamente el cierre de su maletín. Lo abrió, y sacó el bocal conteniendo el feto.
Aquel que había retirado, el 9 de noviembre de 1888, del cuerpo de Mary Jane Kelly. Lo mantuvo
unos instantes a la altura de su rostro, luego lo lanzó con todas sus fuerzas contra el suelo de metal.
No llegó a tocarlo. Al llegar a menos de un centímetro del limpio y aséptico revestimiento de la
Ciudad, desapareció sin dejar ninguna huella.
—¡Qué maravillosa sensación de repugnancia! —exultó Rose, que había sido una rosa.
—Hernon —advirtió Van Cleff— está concentrándose en ti. Te está haciendo responsable de
todo lo que le ocurre.
En el momento en que Jack sacaba del maletín el escalpelo eléctrico de Juliette y se lanzaba hacia
él, Hernon estaba riéndose, sin mover los labios. Las palabras de Jack eran ininteligibles, pero
mientras golpeaba estaba diciendo:
—¡Basura! Les mostraré lo que son; les mostraré que no pueden hacerme esto, se los mostraré!
¡Van a reventar todos, todos ustedes, todos! —Esto era lo que decía, pero las palabras no surgieron
de su boca más que como un prolongado rugido de venganza, de frustración, de odio y de impetuoso
furor.
Hernon seguía riendo cuando Jack le hundió en el pecho la hoja zumbante de electricidad,
delgada como un ingrávido suspiro. Casi sin ninguna manipulación por parte de Jack, delimitó una
abertura de 360°, de abiertos y carbonizados labios, que puso al descubierto el palpitante corazón de
Hernon y el húmedo interior de su caja torácica. Tuvo aún tiempo de lanzar un desconcertado
aullido antes de recibir el segundo golpe, que seccionó limpiamente las ataduras del corazón. Vena
cava superior. Aorta. Arteria pulmonalis. Bronchas principalis.
El corazón saltó hacia adelante como un tapón, y un terrible chorro de sangre a presión roció a
Jack con tal fuerza que lo cegó. Su rostro ya no era más que una masa sangrante que chorreaba un
espeso líquido rojo y negruzco.
Hernon siguió el camino de su corazón y cayó en brazos de Jack. Como un solo hombre, las
cabezas-flores lanzaron un penetrante grito y desaparecieron, mientras el cuerpo de Hernon se
deslizaba de entre las manos de Jack para volatilizarse un segundo antes de tocar el suelo, a sus pies.
Alrededor de Jack, las paredes eran lisas, limpias, estériles, metálicas e indiferentes.
Con el sangrante cuchillo en la mano, Jack se plantó en mitad de la calle.
—¡Ahora! —gritó, blandiendo el cuchillo—. ¡Ahora van a ver!
Si la Ciudad entendió no lo aparentó en absoluto, pero

(La presión aumentó en los variadores temporales.


En un edificio situado a ciento veinte kilómetros de allí, una sección de plateada pared se
convirtió en metal oxidado.
En las cámaras frigoríficas, doscientas cápsulas de gelatina se vaciaron automáticamente en un
recipiente.
La máquina de regular el tiempo se habló a sí misma muy suavemente, registró los datos y se
construyó instantáneamente un circuito mnemónico intangible.)

y en la Ciudad eterna y brillante, donde la noche caía tan sólo cuando sus habitantes deseaban
que cayera la noche, solicitaban específicamente que cayera la noche...
La noche cayó. Sin otra advertencia que:
—¡Ahora!

Una inmunda criatura de carne putrescente merodeaba por la estética y aséptica Ciudad. En la
última Ciudad del mundo, la Ciudad al borde del mundo, donde los hombres se habían construido un
paraíso a la medida, el merodeador acosaba las tinieblas familiares. Deslizándose de sombra en
sombra, insensible a todo lo que no se moviera, vagaba en busca de una pareja para iniciar su danza
macabra.
Descubrió la primera mujer en el momento en que se materializaba al pie de un vibrante y
cristalino chorro de agua, surgido de la nada y que terminaba en una fuente azulina de forma cúbica
y material indefinible. La descubrió, y le hundió la vibrante hoja en la nuca. Luego procedió a la
enucleación de los ojos, que depositó en la palma abierta de cada una de sus manos.
Descubrió la segunda mujer en una torre, a caballo de un viejo de silbante y entrecortada
respiración que se apretaba el corazón con una mano mientras ella lo empujaba a la pasión. Jack
terminó con ella al mismo tiempo que con el viejo. Le hundió la vibrante hoja en la redondez del
bajo vientre, seccionando sus órganos genitales, mutilando y matando con el mismo golpe al viejo
introducido en el cuerpo de la joven. Ella cayó sobre el viejo, y Jack los dejó así, unidos en un
último abrazo.
Descubrió a un hombre y lo estranguló con sus manos desnudas antes que tuviera tiempo para
desmaterializarse. Luego, dándose cuenta que éste era uno de los flox, le cortó el rostro con
precisión e insertó en los cortes las partes sexuales del hombre.
Descubrió a una tercera mujer que canturreaba a un grupo de niños una encantadora canción que
hablaba de un huevo. Le abrió la garganta y seccionó las cuerdas en su interior. Extendió las cuerdas
vocales sobre su pecho, pero no tocó a los niños que seguían con ojos ávidos la operación. Amaba a
los niños.
Merodeó por la noche sin fin, recogiendo corazones a su paso, formando una grotesca colección
arrancada de una, luego dos, luego nueve personas. Y cuando alcanzó la docena, jalonó con ellos
una de las amplias calles donde jamás circulaba ningún vehículo, ya que los habitantes de aquella
Ciudad no necesitaban vehículos.
Contra todo lo previsto, la Ciudad no absorbió las vísceras. Y las gentes ya no se volatilizaban.
Gozaba de una cierta impunidad, y no se sentía en la obligación de ponerse a cubierto más que
cuando veía a un grupo que creía lanzado en su búsqueda. Algo estaba pasando en la Ciudad. (En un
momento determinado, percibió el chirrido característico del metal rozando contra el metal, el
scrrrrc del plástico mordiendo el plástico —aunque ignoraba si era plástico—, e instintivamente
comprendió que algo en la oculta maquinaria se estaba agarrotando.)
Descubrió a una mujer en su baño y la ató con jirones de sus propias ropas; le cortó las piernas a
la altura de las rodillas y la dejó, aullante y pataleante, vaciarse de su sangre y de su vida en un agua
escarlata. Se llevó las piernas.
Cuando descubrió a un hombre que corría para salir de la noche, saltó sobre él, le degolló y le
seccionó los brazos. Los reemplazó por las piernas de la mujer del baño.
Y continuó así sin descanso, fuera del tiempo. Quería mostrarles lo que el mal podía engendrar;
quería mostrarles hasta qué punto era risible su inmoralidad al lado de la suya.
Finalmente, algo le dijo que estaba ganando la partida. Acurrucado entre dos cubos de aluminio
en un rincón de metal antiséptico, oyó una voz sobre él, alrededor de él e incluso dentro de él. Era
un mensaje público difundido por algún proceso de comunicación mental del que se servían los
habitantes de la Ciudad al borde del mundo.

NUESTRA CIUDAD FORMA PARTE DE NOSOTROS AL IGUAL QUE NOSOTROS FORMAMOS


PARTE DE NUESTRA CIUDAD. ELLA ES UNA PROLONGACIÓN DE NUESTRO CEREBRO Y
OBEDECE NUESTRAS ÓRDENES. LA ENTIDAD QUE CONSTITUIMOS SE VE AMENAZADA POR
UNA PRESENCIA EXTRAÑA QUE ESTAMOS INTENTANDO LOCALIZAR. PERO LA FUERZA
MENTAL DE ESE HOMBRE ES GRANDE. PERTURBA LAS FUNCIONES VITALES DE LA CIUDAD.
LA NOCHE INTERMINABLE ES UN EJEMPLO DE ELLO. TODOS DEBEMOS CONCENTRARNOS.
TODOS DEBEMOS UNIR NUESTROS PENSAMIENTOS PARA LA SALVAGUARDIA DE NUESTRA
CIUDAD. LA AMENAZA ES GRAVE. SI LA CIUDAD MUERE, NOSOTROS MORIREMOS TAMBIÉN.

Esos no fueron exactamente los términos del comunicado, pero así fue como los interpretó Jack.
En realidad, el mensaje era mucho más largo y complejo, pero Jack supo interpretar correctamente y
comprendió que estaba ganando la partida. Los estaba destruyendo poco a poco. Las reformas
sociales eran risibles, habían dicho. Bien, iba a mostrárselos.
Prosiguió con su alucinante programa. Exterminó, mutiló, destrozó a los habitantes de la Ciudad
por cualquier lado donde pudo hallarlos. Y ya no podían desaparecer, no podían huir, no podían
detenerle. La colección alcanzó los cincuenta, luego los setenta, luego los cien corazones.
Se cansó de los corazones y comenzó a extirpar cerebros. Su colección aumentó.
Y eso continuó durante días y más días. De tanto en tanto, un aullido se elevaba de la perfumada
y aséptica limpieza de la Ciudad. Las manos de Jack estaban constantemente pegajosas y
chorreantes.
Luego descubrió a Van Cleef. Desde la oscuridad donde estaba agazapado, saltó sobre ella y
levantó la larga hoja vibrante para hundírsela en el pecho.
Pero ella de
sa
pa
re
ció.
Recuperando su equilibrio, Jack miró a su alrededor. Van Cleef se materializó a tres metros de él.
Se lanzó contra ella, con la cabeza baja, y de nuevo se volatilizó..., para reaparecer tres metros más
allá. Finalmente, cuando él hubo hendido en vano el aire en diez ocasiones, se inmovilizó, con los
brazos colgando, jadeante, y la miró.
Ella le devolvió una mirada cargada de indiferencia.
—Eso ya no nos divierte —dijo, moviendo los labios.
¿Divertir? Los pensamientos de Jack, girando en un alocado vórtice, se refugiaron en un rincón
aún más negro que todos los que hasta entonces había conocido. A través del velo empapado en
sangre de su frenético desenfreno, comenzó a entrever la verdad. Se habían servido de él para sus
diversiones. Le habían dejado hacer. Le habían soltado por las calles de su Ciudad y habían gozado
con el espectáculo, un espectáculo granguiñolesco y bufo.
El mal. Nunca hasta entonces había sospechado los verdaderos horizontes de la palabra. Se lanzó
hacia ella..., pero ella se volatilizó para no volver a aparecer.

Permaneció allí, abandonado, mientras la luz regresaba; mientras la Ciudad limpiaba los restos de
la carnicería, recuperaba los cuerpos mutilados y hacía con ellos lo que debía hacer. Y, en las
cámaras frigoríficas, las cápsulas de gelatina reintegraron sus alvéolos, y los cuerpos congelados
fueron puestos en reserva ya que Jack el Destripador ya no necesitaría más materia prima para
diversión de los sibaritas. Su trabajo había terminado para siempre.
Permaneció allí, abandonado en medio de las calles desiertas. Calles que para él estarían siempre
vacías. Para él, los habitantes de la Ciudad ya no serían más que las sombras inalcanzables que en
realidad siempre habían sido. Se había considerado una encarnación del mal, y ellos le habían re-
ducido al estado de patético bufón.
Intentó girar hacia sí mismo la hoja zumbante, pero se disolvió en una infinidad de partículas
luminosas que se alejaron arrastradas por una brisa que no tenía ninguna otra razón de existir.
Abandonado, contempló la victoriosa Ciudad utópica, donde la limpieza recuperaba sus derechos.
Iban a mantenerle en vida con sus talentos, eternamente quizá, simplemente para el caso que algún
día sintieran de nuevo deseos de divertirse con él. Había sido reducido a la más simple expresión de
su personalidad; su cerebro no era ya más que una masa de materia gelatinosa. Hundirse en la
locura, en lo más profundo de la locura. No conocer jamás ni la paz ni el sueño ni el fin.
Permaneció allí, abandonado, él que había acechado en las más sórdidas callejuelas, en un mundo
tan puro como el primer aliento de un niño.
—No me llamo Jack —dijo muy suavemente. Pero no conocerían jamás su verdadero nombre.
Tampoco les importaría—. ¡No me llamo Jack! —repitió más fuerte. Pero nadie le oyó.
—¡NO ME LLAMO JACK Y HE ACTUADO MAL, HE ACTUADO MUY MAL; SOY UN
SER ABYECTO, PERO NO ME LLAMO JACK! —gritó otra vez. Y gritó, y gritó una vez más,
recorriendo sin destino las calles desiertas, sin ocultarse, sin verse obligado a merodear nunca más
en la sombra, un extraño para siempre en la Ciudad.

INFORME SOBRE LAS MIGRACIONES DEL MATERIAL


EDUCATIVO
JOHN T. SLADEK

Trabé conocimiento (literariamente, por supuesto) con Sladek a través de su obra The Reproductive
System, que en Estados Unidos apareció bajo el título de Mechasm (contracción de Mechante
Orgasm). Mechasm es un frenético pastiche de todos los géneros habidos y por haber en el campo
de las literaturas populares, es decir, empleando un término snob muy popular hoy, una pasada
impresionante. Una pasada tan grande que, aún deseando poder ofrecerla al público español, sigo
sin acabarme de decidir al respecto, por temor a la acogida que pueda dispensar a una obra tal un
público que durante muchos años ha bebido exclusivamente de las fuentes de Asimov, Clarke,
Heinlein y demás. Informe sobre las Migraciones... es un ejemplo característico del modo de hacer
de Sladek (cuyo libro The Muller-Fokker Effect va a la zaga a Mechasm en cuanto a culto al ab-
surdo), que si bien no alcanza los límites de las dos obras citadas les va casi a la zaga. Me gustaría
conocer la opinión del lector medio de esta antología acerca de esta particular visión de una nueva
«revolución cultural»; quizás ello me animara (o me desanimara definitivamente) a ofrecer el plato
fuerte de Mechasm al un tanto atrofiado paladar del lector español de ciencia ficción.

***

Al descender del coche, Edward Sankey levantó involuntariamente la mirada hacia el cielo de un
azul resplandeciente, sin una nube. Con el rabillo del ojo percibió un movimiento..., una serie de
puntos desplazándose desordenadamente. ¿Pájaros? No deseando examinarlos más atentamente para
verificarlo, Sankey bajó los ojos y se metió en el palacio de Justicia.
El otro miembro del comité, Preston, estaba ya tras su escritorio sobre el que se apilaban fajos de
documentos, sin duda nuevas comunicaciones de testigos relativas a las pretendidas migraciones.
Preston parecía estarlas clasificando según un complicado criterio que sólo él conocía.
—Tienes aspecto de haber pasado mala noche, Ed —dijo—. Espero que estés preparado para oír
hoy a nuestros últimos testigos. Espero poder terminar el informe el jueves por la tarde, y así poder
ofrecernos un merecido fin de semana de descanso.
—Yo... Ayer en la noche me ocurrió algo, Harry —dijo Sankey, dejándose caer en una silla.
Soltó el primer botón de su abrigo con sus dedos enguantados y añadió—: Yo..., creo que también vi
algo. Y..., no sé qué pensar; yo...
—No tenemos tiempo de entrar ahora en detalles, muchacho —le interrumpió Preston—.
Tenemos que interrogar a cincuenta testigos y leer todas esas comunicaciones. Intenta calmarte; ya
me lo contarás todo en la comida.
Sankey intentó seguir el consejo de su colega. Pero durante toda la mañana, incluso durante la
audición de los testigos, no pudo impedir que sus pensamientos regresaran a lo ocurrido la noche
anterior.

Aquella noche estaba sentado en su sala de lectura, más íntima y más caldeada que la biblioteca y
la medianoche le sorprendió ante una taza de chocolate caliente, cabeceando ante el informe de un
agente de policía:

«Hemos recibido un aviso de la agencia encargada de la vigilancia de los manuscritos


pertenecientes a la colección Waxman. Señalaba que un cristal había sido roto en la sala de
exposiciones. Acudimos al lugar de los hechos. Llegamos allí a las diez horas y cuarenta y
cinco minutos. Ninguna otra puerta ni ventana habían sido forzadas. El cristal roto había
caído afuera, como si hubiera sido roto desde el interior. A su lado, entre la hierba, había un
libro. Nuestra investigación posterior no nos señaló la ausencia de ningún otro libro. Este
había resultado dañado por los fragmentos del cristal roto. Era un ejemplar de la Nürnburg
Chronicle, un libro raro y uno de los primeros en ser impresos.»

De repente, Sankey contuvo el aliento. Había creído oír un ruido procedente de la biblioteca.
Seguramente se trataba de Marian, su mujer, que había venido a buscar alguna novela para leer antes
de irse a dormir.

Los últimos testigos eran funcionarios del gobierno. Bates, de la comisión Wildlife, era un
hombrecillo de escasos cabellos, con aspecto de payaso, cuyas cejas en forma de acento circunflejo
le daban un aire eternamente sorprendido.
—Tal como muestra este gráfico —declaró—, las migraciones no se producen exactamente hacia
el sur, sino en dirección a un punto determinado de la jungla brasileña. La densidad de las
migraciones aumenta en una proporción notable a medida que nos aproximamos a ese punto. Les
hemos pedido a las Fuerzas Aéreas que volaran sobre la región y nos pasaran un informe, pero
parece que los aviones normales no consiguen llegar hasta allá. El aire está literalmente lleno de...,
esto..., elementos migratorios.
—¿No han pensado en enviar aparatos de reconocimiento que vuelen a gran altura? —preguntó
Preston, con una voz que el excesivo trabajo de toda la semana había hecho ronca.
—Por supuesto que lo hemos hecho, y hemos fotografiado la región desde todos lados. Pero esas
fotos no han mostrado nada especialmente interesante.

El ruido sordo se volvió a producir y Sankey, frunciendo el ceño, levantó los ojos del informe de
dudoso interés que estaba leyendo:

«La bibliotecaria Emma Thwart, de cincuenta y un años de edad, denuncia que un agresor
desconocido le lanzó por detrás un voluminoso diccionario. Las adjuntas fotos muestran las
contusiones que recibió la señorita Thwart en los hombros. Si...»

Se oyó entonces un ruido de cristales rotos, y Sankey se puso en pie de un salto. Tomó un palo de
golf de su estuche y se dirigió sigilosamente hacia la puerta de la biblioteca. Cerrando la luz a sus
espaldas, se deslizó por la puerta entreabierta, la cerró con el pie, conectó la luz de la otra estancia y
penetró en tromba en la biblioteca.
Estaba vacía. Uno de los cristales de las altas ventanas estaba roto, pero ninguna de ellas había
sido abierta. Sankey observó que, en uno de los estantes, faltaban cuatro o cinco volúmenes de
periódicos antiguos, y echando una mirada a su alrededor se dijo que costaría reponerlos.
Entonces algo le golpeó muy fuerte en la nuca, y cayó al suelo pensando, sin saber exactamente
por qué, en las fotografías de los hombros de la señorita Thwart...
Era ahora el turno del señor Tone, de la Biblioteca del Congreso, y tomó la palabra.
—Parece haber una correlación entre las migraciones y el índice de crecimiento de los libros
usados..., una correlación negativa, debería añadir. —Su voz era irritantemente pomposa—. Así,
podemos observar que son las colecciones de libros raros las más afectadas, y no nos sorprendemos
al saber que los estantes de «restos de serie» de las librerías se vacían rápidamente. —Agitó
mientras hablaba algunas hojas llenas de gráficos y cifras.
—¿Pero no es un hecho también que el índice de migraciones ha aumentado, señor Tone? ¿Y no
indica esto que cada día desaparecen más y más libros de todas clases? —intervino Bates.
Tone se pasó la lengua por sus apergaminados labios antes de responder.
—Sí —dijo—. Y hay que reconocer que los libros que están desapareciendo ahora son, cada vez
más, libros normales. Según nuestras últimas estadísticas, la producción de libros del mundo entero
quedará agotada el... —comprobó una cifra en su bloc de notas—, el 22 de los corrientes.
—Esto es el próximo viernes, ¿no? —dijo Preston.
—Creo que sí.
—Bien. Anotemos pues en los registros la fecha del viernes 22 de abril.

Sankey tuvo la impresión de no haber estado inconsciente más que unos pocos segundos. Sin
embargo, cuando recuperó el conocimiento, todos los volúmenes de periódicos de las estanterías
habían desaparecido. Se puso trabajosamente en pie, sujetando aún entre sus manos el inútil palo de
golf, y mirando a su alrededor en un intento por descubrir a su agresor.
Un ruido parecido al batir de alas de un pájaro herido resonó tras el escritorio y, apartando éste,
Sankey blandió su palo.
El primer tomo de Decadencia y Caída del Imperio Romano de Gibbon se movía en todos
sentidos, agitando furiosamente sus páginas. La cubierta estaba rota y parcialmente arrancada, sin
duda por haber roto el cristal y golpeado a Sankey. ¡Así que esto era lo que había permitido que los
periódicos escaparan! Sankey intentó calmarse para no evidenciar su tensión, pero bruscamente
todos sus pensamientos se concentraron en sus dedos que sujetaban el palo de golf. Salvajemente,
golpeó una y otra vez, con creciente furia, el objeto que revoloteaba desesperadamente a pocos
centímetros del suelo, contemplando con maligna satisfacción cómo se reducía poco a poco a
pedazos...

Los testigos, tanto expertos como aficionados, tenían opiniones muy distintas acerca de las causas
de las migraciones. Mientras que la mayor parte de los segundos aducían explicaciones
sobrenaturales y hacían alusión a las ratas abandonando el barco antes que éste se hundiera, la de-
formación profesional de los primeros era responsable de numerosos puntos de vista peregrinos. Un
psicólogo afirmaba que la psicosis de la guerra fría y las tensiones causadas por la vida moderna
traían consigo alucinaciones colectivas, y que las gentes, según su opinión, destruían u ocultaban los
libros sin saberlo.
Un meteorólogo intentaba conectar las migraciones con alteraciones atmosféricas provocadas por
la actividad de las manchas solares. Aunque su teoría acerca de un «viento especial» fue reconocida
como inexacta, se obstinó puerilmente en sostenerla.
Bates, de la comisión Wildlife, aventuró la opinión que los libros intentaban regresar a su estado
natural.
—Es lógico —declaró—. Provienen de los árboles. ¿Quién sabe si no son conscientes, aunque
sea tan sólo a un débil grado químico, de sus orígenes? Sin duda siempre han deseado ardientemente
regresar a la jungla, y ahora están llevando a cabo este deseo.
El señor Tone, por su lado, se preguntaba si los libros no se habrían sentido abandonados y poco
queridos.
—Esos manuales de enseñanza y todos esos libros educativos —dijo—, permanecen en sus
estantes durante semanas, incluso meses, sin que nadie los lea. ¿Qué sentirían ustedes en su lugar?
El deseo de suicidarse. Y eso es precisamente lo que están haciendo: se destruyen, como los
lemings. Me he ocupado de los libros durante toda mi vida, y creo poder decir que estoy
particularmente cualificado para comprenderlos.
Sedley, de la NASA, explicó cómo volaban los libros, pero se negó a dar un significado a este
vuelo.
—Nuestra opinión —declaró— es que los libros transforman una pequeña parte de su masa en
energía, según un proceso que aún no acabamos de comprender, y que entonces baten sus..., sus
cubiertas, al igual que un pájaro bate sus alas.
»Todo lo que es plano puede volar: esto cualquiera puede entenderlo. En cuanto a saber por qué
vuelan los libros, no me atrevería a emitir una opinión al respecto. Quizá los rusos puedan responder
a esta pregunta más fácilmente que yo. No puedo decir más.

Cuando Sankey regresó a su casa, aquella tarde, Marian estaba viendo una emisión televisada
sobre las migraciones.
—Millones de guías telefónicas están volando sobre Florida —anunció alegremente.
Sankey ni siquiera dirigió una mirada a los objetos que evolucionaban lenta y graciosamente en la
pantalla. Se dirigió directamente a la cama, prometiéndose que se ocuparía de las últimas
declaraciones de los testigos cuando hubiera dormido un poco.
Pero cuando se levantó, ya anochecido, el golpe que había recibido en la nuca le dolía
enormemente. Mientras se esforzaba en examinar los informes, sentía cómo su vista se enturbiaba
por el dolor, y no podía impedir escuchar los sordos ruidos que llegaban de la biblioteca.
Cuando Marian entró a darle las buenas noches, dijo con tono circunspecto:
—Si quieres un libro, querida, ya te lo iré a buscar yo. La biblioteca no es un lugar muy seguro
esta noche.
—¡Oh, Dios mío, no! —exclamó ella—. No te dejaría entrar de nuevo en esa habitación ni por
todo el oro del mundo! Además, hoy quiero dormirme pronto: se anuncian grandes acontecimientos
para mañana, y querría ser testigo de ellos.
—¿Sí? ¿De qué se trata? —preguntó Sankey.
—Parece que una enorme bandada de libros va a pasar mañana al mediodía por encima de la
ciudad.

Sankey y Preston trabajaron en la redacción de su informe durante tan sólo dos horas. A las once
y media estaban en el techo del palacio de Justicia, con los prismáticos en la mano. La nube negra
que despuntaba por el horizonte, afirmó Preston, era tan sólo la vanguardia de la bandada. Sankey
bajó sus prismáticos hacia la multitud apretujada en las calles.
—¡Qué atmósfera de fiesta! —exclamó—. Toda esa gente parece haberse reunido para asistir a
un desfile.
Mientras hacía esta observación, se dio cuenta que también él experimentaba una sensación de
alegría: inexplicablemente, el aire parecía cargado de efluvios eufóricos. Se encontró ridículo
intentando analizar sus sentimientos. ¿Qué había venido a ver allí? Sería mejor que entrara de nuevo
y volviera al trabajo. Pero se quedó allí, de pie en el tejado.
Debajo suyo, la circulación estaba bloqueada por todas partes, y los peatones acudían de todas
direcciones. Muchos conductores, resignándose a no ir más lejos, habían parado sus motores y se
habían subido al techo de sus vehículos para asistir al espectáculo. Aquí y allá se veía a gente pa-
seando que llevaba libros bajo el brazo, los cuales esperaban soltar para ver si se unían a la bandada
que pasaría volando. Algunos vendedores callejeros aprovechaban la ocasión para vender a los
paseantes libros de bolsillo.
—¡Ahí están! —gritó de repente Harry Preston, con un sobresalto. La nube estaba cada vez más
próxima, y Sankey podía distinguir ahora cada uno de sus componentes. Gracias a sus prismáticos,
podía ver claramente los libros que venían a la cabeza y que, batiendo fuertemente el aire con sus
cubiertas, se elevaban en un heroico esfuerzo para arrastrar tras ellos al resto de la bandada. Eran
gruesos y pesados registros y, por su formación en triángulo, Sankey estimó que los libros que
venían tras ellos debían ser enciclopedias. Su número era difícil de calcular: quizás hubiera diez mil,
quizás un millón... En alguna parte por debajo suyo un cristal saltó de pronto en añicos, y una serie
de manuales de jurisprudencia se elevaron en el aire en una perezosa espiral, batiendo pesadamente
sus gruesas cubiertas.
Seguían miríadas de volúmenes de todas clases, agrupados a veces por colores, a veces por edad.
Sankey observó una gigantesca recopilación de cánticos gregorianos, cuyas páginas de pergamino,
vueltas hacia abajo, dejaban ver las negras y cuadradas notas, grandes como un puño. El enorme
volumen iba acompañado de una multitud de minúsculos salterios y libros de horas, que a aquella
distancia no podía distinguir muy claramente, y que planeaban como querubines en el azul del cielo.
Inmediatamente detrás de ellos venían, en apretadas hileras, los libros de texto, de grises cubiertas,
que agitaban al unísono sus páginas de apretada escritura. Los viejos libros de medicina, de
brillantes ilustraciones, volaban por encima de ellos, agitando sus páginas empapadas por una
reciente lluvia. Iban seguidos por delgados volúmenes de poesía, encuadernados en piel verde o en
tela azul. Sankey se sintió sorprendido al constatar que esos ligeros volúmenes tenían que hacer los
mismos esfuerzos que los otros para mantenerse en el aire. Tras ellos revoloteaban magníficos libros
de cocina de hojas intercambiables y revistas ilustradas de vivos colores.
Había, reunida allí, toda la literatura, toda la filosofía, todas las ciencias antiguas y modernas, en
un palabra la suma del pensamiento escrito. Sankey apuntó sus prismáticos hacia los libros que
pasaban más cerca de él para intentar descifrar los títulos, y pudo distinguir los Pensamientos de
Pascal, con una cubierta azul índigo; Las Briznas de Hierba de Whitman, de color verde oliva; un
Rembrandt color humo; Como educar mi Mastín, en rústica; una pequeña Biblia de bolsillo, de
cubiertas negras. Los últimos vestigios de la civilización humana desfilaban ante sus ojos: anuarios,
libros de contabilidad, agendas, carnets de direcciones, componentes de una biblioteca, todos
encuadernados iguales... Revoloteaban en el cielo como mariposas multicolores, oscureciéndolo con
su presencia. Las novelas baratas se codeaban con el Tractatus Logico-Philosophicus, Voltaire con
Santo Tomás de Aquino, Rabelais con Elizabeth Barrett Browning...
Ahora, las gentes apiñadas en las calles mantenían sus libros apoyados sobre sus antebrazos, y los
elevaban para hacerles emprender el vuelo. Con un prolongado chasquear de páginas batiendo,
aquellos millares de libros se elevaron en el aire para reunirse con el resto de la bandada.
—Me gustaría tener también yo algo que enviar —dijo Sankey, elevando la voz para dominar el
ruido ambiente.
—¿Y si lanzáramos nuestros talonarios de cheques? —propuso Preston.
Y los dos hombres de grises sienes fueron a buscar sus talonarios de cheques para lanzarlos
solemnemente por los aires. Los talonarios planearon torpemente por unos instantes, como
sorprendidos, luego empezaron a batir vigorosamente sus grises alas.
—Tendríamos que encontrar algo más —dijo Preston.
—¿Y por qué no el borrador de nuestro informe?
—¡Exacto! ¿Tú crees que alguien podrá interesarse ahora en la lectura de un Informe sobre las
Migraciones del Material Educativo?
Tomaron del portadocumentos de Preston el informe, a medio terminar, y lo balancearon unos
segundos por sobre el alero. Una pinza de muelle sujetaba las páginas, convirtiéndolo en una especie
de libro. Sankey pensó que era suficiente para mantener su solidez.
—Adelante —dijo, retrocediendo un poco.
Preston, con el gesto de un lanzador de peso, tomó el fajo de hojas, lo levantó por encima de su
cabeza, y lo lanzó con todas sus fuerzas. El informe descendió en picado, con las hojas cerradas, y
pareció que iba a caer el suelo. Luego, precisamente en el momento en que Sankey lanzaba un
gruñido de decepción, desplegó de nuevo sus hojas, un par de pisos más abajo de donde estaban
situados los dos hombres, y empezó a volar.
Ascendió rápidamente en el aire, una magnífica mancha blanca destacándose contra el fondo
oscuro de la nube. A través de los prismáticos, Sankey lo contempló reunirse con sus semejantes y
emprender con ellos su vuelo hacia el sur. Poco después desaparecía de su vista.

TODAS LAS GUERRAS DEFINITIVAS A LA VEZ


GEORGE ALEC EFFINGER

Todos los movimientos tienen sus imitadores. Siguiendo las huellas de Moorcock en Inglaterra, no
tardaron en aparecer en USA algunas antologías de relatos originales (originales en el sentido del
Never-Before-Published, por supuesto, como se apresuraban a publicar en sus portadas), firmadas
muchas veces por autores adscritos a las nuevas corrientes literarias. Así nacieron antologías como
las Universa de Terry Carr, Orbit, de Damon Knight o New Dimensions de Robert Silverberg, todas
ellas acompañadas de un número ordinal (de donde confieso haber extraído yo la idea del ordinal
que acompaña a esta propia antología). Al número 1 de la primera de ellas pertenece este revulsivo
relato de George Alec Effinger, uno de los autores, aún casi noveles, que está empezando a pegar
fuerte en los Estados Unidos. Effinger, cuya apariencia personal lo sitúa más como hippie que como
escritor consagrado de S. F., manifiesta públicamente que él no escribe S. F. sino S. F. (es decir, no
science fiction sino speculative fiction), con lo cual creo que queda suficientemente definido. Como
otros muchos autores de los que forman la segunda mitad de esta antología, éste es el primer relato
suyo que se publica en España. Aunque estoy seguro que no será el último.

***

Interrumpimos este p...


...imos este programa para...
...terrumpimos nuestra programación regular para ofrecerles este boletín informativo que nos
llega de los archivos de la General Motors Corporation.
—Buenas tardes. Aquí Bob Dunne, de la NBC News en New Haven, Connecticut. Nos hallamos
en estos instantes en el vestíbulo del hotel Taft de New Haven, donde acaba de ser declarada la
primera guerra racial internacional. Dentro de pocos segundos, los dos hombres responsables van a
salir por este ascensor. (¿Pueden oírme ustedes?).
—... ascensor. Aquellos de ustedes que se hallan en la zona horaria del oeste seguramente ya
sabrán...
Las puertas del ascensor se abrieron. Dos hombres salieron por ellas, sonriendo y uniendo sus
manos por encima de sus cabezas en señal de victoria, felicitándose a sí mismos como los
boxeadores. Inmediatamente fueron rodeados por una multitud de periodistas. Uno de los dos
hombres era extraordinariamente alto, y negro como una medianoche sin luna en Nairobi. El otro era
pequeño, gordo, blanco y muy nervioso. El negro mostraba una gran sonrisa, el blanco sonreía mien-
tras se limpiaba el sudor de su rostro con un gran pañuelo rojo.
—... C News. El negro ha sido identificado como el representante de las gentes de color de todas
las naciones. Se llama, según la nota informativa que se nos ha distribuido hace unos momentos,
Mary McLeod Bethune Washington, de Washington, Georgia. El otro hombre que está junto a él es
Robert Randall La Cygne, de La Cygne, Kansas, evidentemente el delegado de las razas caucásicas.
»No sabemos exactamente cuándo ni por quién han sido solicitadas esta serie de negociaciones.
De todos modos, esos dos hombres, que tan sólo ayer estaban sumergidos en la profunda oscuridad
de la vida norteamericana, han concluido una especie de tratado que amenaza con crear una violenta
reacción en todo el mundo. El contenido de este tratado está aún abierto a todo tipo de especu...
—... o en cualquier fecha posterior.
Un primer plano de Washington, que leía una pequeña libretita negra.
—Hemos alcanzado entonces, y superado, ese momento crítico. Este hecho ha sido conocido, e
ignorado, por todos los hombres, a ambos lados de la línea divisoria del color, por más de una
generación. Así pues, esta decisión es al menos honesta y consecuente, aunque sea sangrienta. Bob y
yo les deseamos buena suerte a todos, y que Dios les bendiga.
—¿Señor Washington?
—¿Significa esto necesariamente...?
—... iated Press aquí, señor Washington...
—¿Sí? Usted, el del sombrero.
—Sí, señor. Vincent Reynolds, de la UPI. Señor Washington, ¿debemos entender que este
acuerdo tiene alguna validez? Usted sabe que no hemos visto ningún tipo de credenciales...
Washington sonrió.
—Gracias. Estoy contento porque me haya formulado esta pregunta. ¿Credenciales? Aguarde tan
sólo unos minutos, y oiga afuera. ¡Cuando los rifles empiecen a disparar, no van a detenerse!
—¿Señor Washington?
—¿Sí?
—¿Representa esto una división total y permanente de los pueblos?
—Total, sí. Permanente, no. Bob y yo hemos decidido una especie de estatuto de limitaciones.
Ustedes van a arreglárselas como puedan durante treinta días. Al cabo de un mes, veremos qué y
quiénes quedan.
—¿Puede garantizarnos usted que las hostilidades no proseguirán después de esos treinta días?
—¡Por supuesto! Somos adultos, ¿no? ¡Por supuesto que pueden tener confianza en nosotros!
—Entonces, ¿es esta una guerra de erradicación racial?
—En absoluto —dijo Bob La Cygne, que había permanecido silencioso tras las enormes espaldas
de Washington—. Yo nunca me atrevería a llamarla guerra de erradicación. «Erradicación» es un
término sucio. «Cancelación» es la palabra a la que hemos llegado, ¿no es así, Mary Beth?
—Por supuesto, Bob.
Washington estudió su libretita durante unos segundos, ignorando a los vociferantes periodistas
que había a su alrededor. Los guardias uniformados no hacían el menor esfuerzo por contener la
avalancha, cada vez más intensa, que se producía a su alrededor. Luego sonrió ampliamente y se
giró hacia La Cygne. Se dieron un fuerte apretón de manos, haciendo signos de victoria hacia los
flashes de los fotógrafos.
—No más preguntas, muchachos. Podrán comprobar todo esto dentro de muy poco tiempo; por
ahora ya es bastante —los dos hombres dieron media vuelta y se metieron de nuevo en el ascensor
que estaba aguardándoles.
(Tock tockatock tocka tock tock).
—Y ahora, las Noticias de las Seis En Punto (tocka tock tocka tocka), con (tocka-tock) Gil
Monahan.
(Tocka tocka tock tock tocka).
—Buenas tardes. La única información en las noticias de hoy es la reciente declaración oficial de
hostilidades entre los miembros de todas las razas no caucásicas y los pueblos blancos del mundo
entero. A los pocos minutos del anuncio original, combates abiertos han estallado en casi todas las
zonas de población multirracial de los Estados Unidos y del resto del mundo. En este momento todo
el planeta está en efervescencia; en todas partes la situación oscila entre sangrientos combates
callejeros y una calma engañosa marcada por los pillajes y la destrucción de la propiedad privada.
»Lo que ha ocurrido, en efecto, es una suspensión de treinta días de todos los códigos racionales
de conducta. El ejército y la Guardia Nacional se hallan paralizados por sus propios conflictos
internos. La ley marcial ha sido declarada por casi todos los gobiernos, pero por lo que sabemos no
ha podido ser aplicada efectivamente en ningún país.
»Parece existir una absoluta falta de cooperación entre los miembros de las facciones opuestas, a
todos los niveles. Incluso aquellos que simpatizaban más con los problemas de los otros se hallan
ahora atareados, usando las palabras de Mary McLeod Bethune Washington, «ocupándose de los su-
yos propios». Las organizaciones interraciales, los grupos sociales e incluso los matrimonios
tropiezan con la barrera del color.
»Tenemos algunos informes procedentes de los Estados vecinos que creemos pueden interesar a
nuestros telespectadores, relativos a las condiciones en esas zonas en el momento actual. El estado
de emergencia ha sido declarado en los siguientes municipios de Nueva Jersey: Absecon, Adelphia,
Allendale, Allenhurst, Allentown, Allenwood, Alloway, Alpha... Bueno, dándole un vistazo a esta
lista de más o menos ochocientas o novecientas ciudades, observo que tan sólo hay unas pocas que
no estén relacionadas, principalmente Convent Station y Peapack. Es de suponer que las cosas deben
estar igual de mal por todas partes. Lo mismo ocurre en los estados de Nueva York, Pennsylvania y
Connecticut.
»He aquí ahora algunas filmaciones tomadas en Newark más o menos diez minutos después de la
declaración de New Haven. La situación es más bien tensa allí, ahora. Los expertos analistas de la
información se han asombrado de la rapidez con que se ha producido la demarcación entre los par-
tidos opuestos. Observemos ahora las filmaciones.
»Aparentemente, tenemos algunas dific...
—No lo entiendo, qué es lo..., hemos experimentado personalmente algo de esta interferencia
con..., la negativa a...
—... rrorífico. Corren por todos lados como maníacos, disparando y...
—... llamas y el humo es..., pueden ver las nubes ascendiendo hacia el cielo, entre los edificios,
como oleadas de...
Era una octavilla rosa multicopiada. Frunciendo el ceño, se la metió en el bolsillo. Una octavilla
relatando la verdad, ¿eh? Hacía varios días que Stevie no veía ninguna octavilla que relatara la
verdad.
Nadie decía nada que valiera la pena escuchar. Las octavillas habían comenzado a ser
distribuidas desde el segundo día, con su previsible contenido de ataques y acusaciones, pero todo el
mundo se había dado cuenta rápidamente que no iba a tratarse de ese tipo de guerra. A nadie le im-
portaba lo que le ocurría a nadie. Al tercer día, los pocos virulentos alegatos que se produjeron
fueron contestados con «nuestras propias fuentes no nos indican nada de esto; de hecho, ningún
incidente así está ocurriendo actualmente», o con un corto: «¡Tranquilo, chico!», o, simplemente,
con ningún tipo de respuesta. Ahora las octavillas se limitaban a vanagloriarse, a prevenir o a
amenazar.
Stevie estaba haciendo autostop, lo cual era peligroso, pero no más peligroso que permanecer
sentado en un apartamento esperando las antorchas encendidas. Creía que, si debía convertirse en un
blanco, al menos era mejor convertirse en un blanco móvil.
Llevaba una pistola y un rifle que había liberado de Abercrombie & Fitch. El cálido sol matutino
brillaba en la cremallera y en los botones de su chaqueta de piel negra. Estaba de pie junto al
estacionamiento, sonriéndose tristemente a sí mismo mientras esperaba a alguien que le llevara.
Cada automóvil que tomaba la curva era un desafío que estaba dispuesto a aceptar. No había mucho
tráfico últimamente, y Stevie lo lamentaba. Comenzaba realmente a darse cuenta.
Un coche se acercó, el último modelo Imperial, negro, con los faros encendidos. Se tensó,
dispuesto a saltar a la zanja que había al lado de la cuneta. Observó a través del parabrisas mientras
el coche se acercaba. Soltó el aliento: era una chica blanca. Parecía como si ella también hubiera
liberado el coche; quizá estaba buscando a alguien para formar equipo con él. De todos modos, al
menos podría arrastrarle un trecho.
El Imperial pasó por su lado, frenó, y se detuvo a un lado de la carretera. La chica se inclinó y
bajó el cristal de la ventanilla del pasajero.
—Apresúrate, idiota —le gritó—. No tengo intención de pudrirme aquí.
Corrió hacia el coche, abrió la portezuela para entrar. Ella la cerró de nuevo con un chasquido, y
Stevie se quedó de pie allí, confuso.
—¿Qué infiernos...?
—Cállate —restalló ella, tendiéndole otra octavilla rosa—. Lee esto. Y aprisa.
Leyó la octavilla. Su garganta se secó inmediatamente y su cabeza empezó a zumbar. En la parte
superior de la hoja había el familiar símbolo del puño del Women’s Lib. En una reglamentaria
retórica incendiaria, unos pocos párrafos explicaban que las altas esferas habían decidido que ya era
tiempo de combatir por la libertad. Durante aquel período de gran desorientación, las mujeres del
mundo entero tenían la oportunidad de derrocar la supremacía de los cerdos revisionistas machos.
No eran tan sólo las minorías raciales oprimidas las que debían lanzarse al combate, decía. El frente
popular para la liberación de la mujer no conocía límites de color. ¿A quién demonios creían estar
engañando?, pensó Stevie.
—Así que prefieres revolearte con alguna puta negra, ¿eh? —dijo. La miró. Ella le estaba
apuntando con su pistola directamente al pecho. El zumbido en su cráneo aumentó.
—¿Quieres dejar esa hoja en el montón? —dijo ella—. No tenemos bastantes para sembrarlas por
todas partes.
—Mira —dijo Stevie, dando un paso hacia el coche. Ella levantó un poco más la pistola como
advertencia. Él se tiró al suelo, paralelamente al auto, y rodó contra la rueda delantera derecha. La
chica se asustó, abriendo la puerta para dispararle antes que él pudiera huir. Stevie hizo fuego dos
veces antes que ella pudiera verle, y la chica se derrumbó en la hierba del arcén. Stevie no perdió
tiempo en comprobar si estaba muerta o tan sólo herida; le arrebató la pistola y se metió en el coche.
—Mis queridos norteamericanos —la voz del Presidente era tensa y cansada, pero seguía
conservando su famosa sonrisa desesperanzada. La imagen del Jefe Ejecutivo era la primera que
alteraba la nieve de coloreados confetis que había cubierto las pantallas de televisión durante dos
semanas—. Estamos aquí esta noche para discutir la intolerable situación en la que se halla nuestro
país. Conmigo está hoy —señaló a un negro de una cierta edad— el reverendo doctor Roosevelt
Wilson, al que he invitado para que les hable directamente a vuestras conciencias. El reverendo
Wilson es conocido por muchos de ustedes como un hombre honesto, conductor de una comunidad,
y una voz que merece confianza en estos tiempos de incertidumbre y de inseguridad fiscal.
A lo largo y a lo ancho de toda la nación, hombres con ropas negras corrieron lanzando llamas y
liberaron aparatos de televisión que se llevaron delicadamente, apresurándose para poder seguir
aquella emisión especial. A lo largo y a lo ancho de toda la nación, hombres y mujeres de todas las
creencias contemplaron a Wilson y murmuraron:
—¡Bueno, ahí tenemos otra vez a ese viejo negro tan limpio!
El reverendo Wilson habló con una voz insistente y entrecortada por la emoción.
—Debemos hacer todo lo que nuestros dirigentes nos digan. No debemos tomar la ley en nuestras
manos. Debemos escuchar las llamadas a la razón y a la calma, y hallar esa solución equitativa que
estoy seguro que todos deseamos.
Aquella emisión televisada había sido un auténtico esfuerzo. Su organización era un tributo a la
cooperación de una serie de hombres insatisfechos que hubieran preferido estar afuera liberando
material para jardinería. Pero el mensaje de aquellas dos paternales figuras autoritarias era más im-
portante.
—Gracias, doctor Wilson —dijo el Presidente. Permaneció de pie, sonriendo a las cámaras, y
avanzó hacia un gran mapa que había sido instalado a su derecha. Tomó un puntero en una mano.
—Esta —dijo— es nuestra doliente nación. Cada mancha verde representa una región donde la
violencia que nos asola ya no puede ser contenida dentro de unos límites. —El mapa era una enorme
extensión casi completamente verde, la primera vez que los Estados Unidos se veían tan
monocolores desde el siglo diecisiete—. He pedido la ayuda de las fuerzas armadas del Canadá,
México y Gran Bretaña, pero aunque he enviado mis peticiones hace casi dos semanas aún no he
recibido ninguna respuesta. Sólo puedo suponer que tendremos que arreglárnoslas por nosotros mis-
mos.
»Así entonces, voy a hacer una declaración relativa a la política oficial del gobierno. Como saben
ustedes, este estado de cosas terminará técnicamente dentro de quince días. En aquel momento, el
gobierno perseguirá severamente a todo aquel que se oponga o esté en conexión con los que se
opongan a las actividades federales. Esto no es una amenaza vacía; cont...
Un joven negro corrió ante las cámaras, se giró para gritar un slogan incoherente. El reverendo
Wilson vio la pistola en la mano del muchacho y se levantó, con el rostro distorsionado por el miedo
y la envidia.
—¡El destino de Norteamérica se halla en el comercio! —gritó, y se desplomó en su silla al
tiempo que el militante negro disparaba. El presidente se llevó la mano al pecho y gritó:
—¡No debemos... perder...! —y se derrumbó al suelo.
Las cámaras parecieron bailar en todos sentidos, mientras los hombres se empujaban en un
indescriptible desorden. De algún lugar apareció un hombre blanco, probablemente un técnico,
enarbolando su propia pistola. Corrió hacia el escritorio, gritando:
—¡Por la anarquía! —y disparó a bocajarro contra el doctor Wilson. El asesino blanco se volvió,
y el asesino negro hizo fuego contra él. Los dos homicidas iniciaron un prudente aunque ruidoso
duelo a pistola en el estudio. En aquel momento la mayor parte de los espectadores cerraron sus
aparatos. «De muy mal gusto», pensaron.
El cartel en el exterior decía: SEGUNDO BANCO NACIONAL DE NUESTRO SEÑOR, EL GRAN
INGENIERO. IGLESIA UNIVERSAL DE DIOS O DE ALGÚN TIPO DE ENCARNACIÓN CÓSMICA DE DIOS.
Sobre la puerta de entrada de la iglesia ondeaba un estandarte fabricado a toda prisa. El símbolo
masculino había sido groseramente pintado sobre un trapo blanco; la enseña blanca significaba que
los feligreses eran blancos de sexo masculino, y que los negros y las mujeres eran «bienvenidos»...,
bajo su propia responsabilidad. La población estaba ahora dividida en cuatro facciones que se
oponían mutuamente. Los diferentes grupos estaban empezando a darse cuenta que debían mantener
a sus miembros reunidos en lugares bastante restringidos. Las calles y los edificios de apartamentos
eran trampas mortales.
En el interior del templo los hombres permanecían silenciosos, rezando. Estaban dirigidos por un
viejo diácono, cuya inexperiencia y confusión no era ni mayor ni menor que la del resto de los
miembros de la congregación.
—Dios misericordioso —rezaba—, cualquiera que sea la forma que Te den los miembros aquí
reunidos, Entidad corporal o Espíritu insustancial. Te pedimos que nos guíes en este tiempo de
enorme peligro.
»El hermano levanta la espada contra su hermano, y el hermano contra su hermana. Marido y
mujer se separan pese a Tus sagrados vínculos. Protégenos, y danos la respuesta adecuada. Quizá
sea cierto que la venganza sólo te pertenece a Ti; pero háblanos, entonces, de las Represalias
Preventivas y de las otras alternativas. Esperamos una señal, pues es cierto que estamos perdidos en
los problemas de la vida de cada día.
El diácono continuó su plegaria, pero inmediatamente resonaron unos golpes en la puerta. El
diácono dejó de hablar por un segundo, levantó nervioso la mirada y llevó su mano al costado donde
estaba su arma. Pero como no ocurría nada, terminó su plegaria y los miembros de la congregación
añadieron, los que quisieron, su amén.
Al final del servicio, los hombres se levantaron para irse. Se detuvieron en la puerta, poco
presurosos de abandonar el refugio de la iglesia. Finalmente, el diácono los condujo al exterior.
Inmediatamente se dieron cuenta que habían clavado una octavilla de color amarillo en la parte de
afuera de la puerta. Los católicos romanos del barrio habían decidido terminar con el cisma que
duraba desde hacía tantos siglos. ¿Por qué no ahora, cuando cada cual afirmaba sus diferencias? Una
Solución Final.
Una bala levantó astillas en la madera del marco de la puerta. Los hombres que permanecían de
pie en los escalones penetraron de nuevo precipitadamente en la iglesia. Una voz gritó desde la
calle:
—¡Condenados Protestantes ateos comunistas! ¡Vamos a limpiar vuestra ralea y a enviar vuestras
almas heréticas directas al Infierno! —Más disparos. Los vitrales de la iglesia saltaron hecho añicos.
Se oyeron gritos en el interior.
—¡Han matado a uno de los eclesiásticos!
—Son esos malditos católicos. Debimos enviarlos donde se merecen cuando aún podíamos
hacerlo. Maldita sea, ahora estamos atrapados aquí.
Al día siguiente, una octavilla de color azul circuló en la comunidad judía, explicando que ya
estaban hartos que todos escupieran sobre ellos, y que a partir de ahora sería mejor que todos
tuvieran cuidado. Por todo el mundo, los grupos que quedaban se fraccionaban de nuevo, según las
bases de sus creencias.
Se estaba llegando a un punto en el que uno no sabía en quién podía confiar.

Stevie iba conduciendo hacia la ciudad cuando el coche se averió. Hizo algunos ruidos
preliminares, tosiendo y cliqueteando y reduciendo su velocidad, y luego se detuvo. Por lo que
sabía, era muy probable que se hubiera quedado sin gasolina. Quedaban todavía ocho días para los
treinta establecidos, y necesitaba un vehículo.
Sacó el fusil y las dos pistolas del Imperial, y esperó al lado de la carretera. Era mucho más
peligroso hacer autostop ahora que hacía unos días, sencillamente porque había muchas
posibilidades que el recién llegado fuera del otro lado de una de las numerosas barreras ideológicas.
Sin embargo, confiaba en ser recogido sin demasiados problemas, o al menos poder tomarle el coche
a quien fuera.
Había muy poco tráfico. Varias veces Stevie tuvo que arrojarse de cabeza tras cualquier
protección mientras un conductor hostil se lanzaba contra él disparándole salvajemente mientras
conducía. Finalmente, un viejo Chevy se detuvo, conducido por un grueso hombre blanco que Stevie
juzgó debía rozar los sesenta.
—Vamos, sube —dijo el hombre.
Stevie subió al Chevrolet, gruñendo su agradecimiento, y se instaló prudentemente en el asiento.
—¿Adónde vas? —preguntó el hombre.
—A Nueva York.
—Hum. Tú, este, ¿eres cristiano?
—Hey —dijo Stevie—, no empecemos creándonos problemas. Podemos simplemente viajar
juntos hasta donde podamos ir juntos. Sólo quedan ocho días, ¿no? Entonces dejemos a un lado las
preguntas, y durante ocho días a partir de ahora ambos podremos estar muy contentos.
—De acuerdo. Es un buen punto de vista, creo, pero no va con todo esto. Quiero decir que no
parece estar en consonancia con el espíritu de las cosas.
—Oh, bueno, el espíritu empieza a estar ya un poco cansado de todo esto.
Rodaron en silencio, haciendo turnos en la conducción. Stevie notó que el viejo no dejaba de
observar su fusil y sus dos pistolas. Stevie registró el coche con la mirada del mejor modo que pudo,
y llegó a la conclusión que aparentemente el hombre no tenía ningún arma. Pero no dijo nada al
respecto.
—¿Has visto alguna octavilla últimamente? —preguntó el hombre.
—No —dijo Stevie—. No he visto ninguna desde hace días. Ya estoy cansado de todo esto. ¿Qué
es lo que están haciendo ahora?
El viejo le dirigió una furtiva mirada, luego volvió a fijar sus ojos en la carretera.
—Nada —dijo—. Absolutamente nada nuevo.
Tras un instante, el hombre le pidió algunas balas.
—No creía que tuvieras un arma —dijo Stevie.
—Oh, sí. Un .38, en la guantera. La tengo allí porque así no pienso en utilizarla.
—¿Un .38? Bueno, entonces estas balas no te van a servir. Además, aún no he pensado en
repartirlas con nadie.
El hombre le miró de nuevo. Se humedeció los labios, pareciendo tomar alguna decisión. Apartó
por un instante sus ojos de la carretera y se lanzó a través del asiento en un esfuerzo por tomar una
de las pistolas cargadas. Stevie le golpeó la garganta con el filo de la mano. El hombre cloqueó y se
derrumbó en su asiento. Stevie paró el motor y condujo el coche a un lado de la carretera, donde
abrió la portezuela y empujó afuera el inmóvil cuerpo.
Antes de poner de nuevo el coche en marcha, Stevie abrió la guantera. Había un revólver
descargado y una octavilla arrugada. Stevie tiró el revólver junto al hombre caído, y alisó el papel.
La juventud del mundo, proclamaba la octavilla, había declarado la guerra a toda persona de más de
treinta años de edad.

—¿Cuándo vas a terminar con esa octavilla?


El hombre delgado con el traje verde dejó de escribir a máquina y levantó los ojos.
—Yo qué sé. No es fácil descifrar tu maldita escritura. Quizá otros quince minutos. ¿Se están
impacientando ahí afuera?
El hombre con la chaqueta bebió un sorbo de su humeante café.
—Sí. Me hubiera gustado hacer un anuncio, pero al diablo. Dejémosles que esperen. Han votado,
saben muy bien lo que va a pasar. Termina la octavilla. Quiero que esté impresa y distribuida antes
que esos condenados Artistas se nos adelanten.
—Mira, Larry, esos tipos raros no van a pensar nunca ellos primeros. Tranquilízate.
El hombre del traje escribió en silencio durante un rato, Larry paseó nerviosamente por la fría
sala de reunión, colocando las sillas en su sitio y mascando su cigarro. Cuando la placa de impresión
estuvo terminada, el hombre del traje lo sacó de la máquina de escribir y se lo tendió a Larry.
—Bueno —dijo—, ya está. Quizá sería mejor que se lo leyeras primero. Hace ya un par de horas
que están esperando ahí afuera.
—Sí, creo que sí —dijo Larry. Se abrochó su chaqueta verde y esperó a que el hombre del traje se
echara por encima su abrigo. Apagó las luces y cerró la puerta de la sala. Afuera había un nutrido
grupo de hombres, todos ellos blancos y todos de mediana edad. Aplaudieron cuando Larry y el otro
hombre salieron. Larry levantó sus manos reclamando silencio.
—Muy bien, escuchen —dijo—. Aquí tenemos nuestra octavilla. Antes de imprimirla se la voy a
leer, para que la oigan. Dice exactamente lo que nuestro voto ha decidido, de modo que deberán
sentirse satisfechos.
Leyó la octavilla, deteniéndose de tanto en tanto para dejar que se apaciguaran los bravos y los
hurras. Contempló el nutrido grupo. Son todos ellos bravos veteranos, pensó. De hecho, eso es lo
que somos: Veteranos. Hemos pasado a través de todo eso. Somos los que sabemos lo que está
ocurriendo. Somos los Productores.
La octavilla explicaba, en lenguaje sencillo que contrastaba con las acerbas diatribas de los otros
grupos, que los trabajadores —los Productores— del mundo entero estaban hartos de realizar todo el
trabajo mientras que una gran parte de la población —aquellos condenados tipos raros de Artistas—
no hacían nada más que devorar los frutos de un honesto trabajo de nueve a cinco. Los Artistas no
contribuían a nada, y malgastaban grandes cantidades de nuestros preciosos recursos. Era
simplemente lógico ver que los alimentos, las ropas, los alojamientos, el dinero y las facilidades de
distracción que no aprovechaban a los Productores era como si se tirasen a la basura. Los
Productores trabajaban cada vez más duro, y recibían cada vez menos a cambio. Entonces, ¿qué
esperaban que ocurriera? Todo iba a ir peor para todo el mundo.
Los hombres aplaudieron. Había llegado el momento de librarse de los parásitos. Nadie se
lamentaba cuando uno quemaba una sanguijuela. Y nadie podía lamentarse cuando uno destruía los
parásitos de una sociedad normal, organizada y Productiva.
Larry terminó de leer la octavilla y preguntó si había alguna pregunta o comentario. Varios
hombres empezaron a decir algo, pero Larry los ignoró y siguió con su discurso.
—Ahora —dijo—, esto significa que debemos barrer a todos aquellos que no trabajen siguiendo
un horario regular como hacemos nosotros. Pueden comprender que hay gentes con las que es difícil
discernir si son Productores como nosotros o simplemente piojosos Artistas. Como la gente que hace
televisión. Podemos utilizarlos. Pero debemos ir con cuidado, porque hay un montón de Artistas
camuflados entre ellos, que intentan hacernos creer que son realmente Productores. Recuerden
simplemente esto: si es algo que se puede utilizar, no es Arte.
La gente aplaudió de nuevo, luego comenzó a dispersarse. Algunos de los hombres se quedaron
por los alrededores, discutiendo. Uno de los grupos de Productores que avanzaba lentamente hacia
el estacionamiento estaba sumergido en un profundo debate acerca de los límites que separaban a los
Artistas de los Productores.
—Quiero decir, ¿cuándo vamos a detenernos? —dijo uno de ellos—. No me gusta esta forma de
irnos dividiendo y dividiendo y dividiendo cada vez más. Muy pronto no va a quedar ningún grupo
al cual pertenecer. Nos quedaremos encerrados cada uno en nuestra casa, temerosos de ver a
quienquiera que sea.
—Esto no nos hace ningún bien —reconoció otro—. Si uno sale para tomar lo que necesita,
quiero decir, tomar algo de un almacén o de otro lado, bueno, pues todo el mundo lo sabe cuando lo
llevas a tu casa. Entonces uno es el blanco. Ahora tomo muchas menos cosas que al principio.
Un tercer hombre miró sombríamente a los otros dos. Sacó una octavilla del bolsillo de su
chaqueta.
—Eso es hablar como estúpidos —dijo—. No comprenden absolutamente nada. Déjenme
hacerles una pregunta. ¿Son diestros o zurdos?
El primer hombre levantó los ojos de la octavilla, sorprendido.
—No veo que esto represente ninguna diferencia. Quiero decir, soy básicamente zurdo, pero
escribo con la mano derecha.
El tercer hombre se lo quedó mirando furiosamente, sin acabar de creerle.
Bang.

YANG y YIN: Macho y hembra. Caliente y frío. Masa y energía. Liso y rugoso. Par e impar. Sol
y luna. Silencio y ruido. Espacio y tiempo. Esclavo y amo. Rápido y lento. Grande y pequeño. Tierra
y mar. Bien y mal. Abierto y cerrado. Negro y blanco. Fuerte y débil. Joven y viejo. Luz y sombra.
Fuego y hielo. Enfermedad y salud. Duro y blando. Vida y muerte.
Si existe realmente un plan, ¿no deberíamos saberlo?

Una hora más.


Millones de gentes ocultas en sus madrigueras, esperando a que transcurran los últimos minutos
de la guerra. Ya no quedaba nadie por las calles. Nadie empezaba a beber para celebrar el fin,
aunque faltara tan poco tiempo para la hora prevista. En la oscuridad de la noche, Stevie podía oír
aún ráfagas de fusil en la lejanía. Algunos cretinos prosiguiendo su lucha tan sólo una hora antes del
momento.
Pasó el tiempo. Prudentemente, la gente fue saliendo al aire libre, manteniéndose siempre al
amparo de las sombras, aún no habituados a andar al descubierto. Las armas de los entusiastas
tabletearon; nunca volverían a tener una oportunidad como esta, y no quedaban más que quince mi-
nutos. Los cromados cuchillos de la calle cuarenta y dos se alojaron en algunas gargantas y entre
algunos omóplatos.
Times Square estaba aún vacía cuando Stevie llegó. Cuerpos en descomposición se apilaban ante
las tiendas porno y los almacenes de discos. Unas pocas siluetas se movieron atravesando las calles,
pero muy lejos de él.
La gran bola pendía equilibrada. Stevie la miró, aburrido, con asesinos merodeando a su
alrededor. La brillante bola del Año Nuevo estaba a punto de caer, no esperaba más que la
medianoche y la multitud de juerguistas y los besos de Año Nuevo. Y allí estaba Stevie, a quien no
le importaba nada de todo aquello, y los saqueadores, intranquilos en los ennegrecidos, tiznados de
humo, saqueando almacenes.
Allá arriba señalaba: las 11.55. Cinco minutos aún. Stevie se deslizó al interior de un portal,
diciéndose que sería humillante dejarse cazar ahora, sólo cinco minutos antes del final. Los vagos
gritos que oyó le indicaron que algunos sí lo habían conseguido pese a todo.
Ahora la gente estaba corriendo. La plaza se estaba llenando. Las 11.58, y la bola estaba a punto
de caer: la repentina llegada de tanta gente provocó algunos disparos, pero la multitud siguió
aumentando. Hubo el inicio de un murmullo, un simple rastro de delirio anunciando el fin de la
guerra. Stevie se unió al río de los recién llegados, dejándose invadir por el alivio.
Las 11.59... La bola se estremeció..., vaciló..., ¡y cayó! ¡Las 12.00! El canto se hizo más fuerte, el
canto de Nueva York, el orgullo regresando con toda su sórdida fuerza. «¡Somos los mejores!
¡Somos los mejores!» La fría brisa empujó los gritos hacia las calles a oscuras, arrastrándolos y
depositándolos en los humos y los olores fecales. Se necesitará un largo tiempo antes que pueda
volverse a vivir aquí, ¡pero somos los mejores! Había aún algunos disparos esporádicos, pero eran
ya los asesinos habituales de la Ciudad de Nueva York, continuando aquella incesante y no
declarada violencia que nunca se apreciaba.
¡Somos los mejores!
Stevie se puso a gritar pese a sí mismo. Estaba junto a un gran negro empapado en sudor. Stevie
sonrió; el negro sonrió. Stevie le tendió la mano.
—¡Chócala! —dijo—. ¡Somos los mejores!
—¡Somos los mejores! —dijo el negro—. Bueno, quiero decir, ¡nosotros! Vamos a poner de
nuevo todo esto en pie, pero, quiero decir, ¡todo lo que queda es nuestro! ¡No más luchas!
Stevie le miró, dándose cuenta por primera vez de cuál era su situación.
—Tienes razón —dijo, con voz enronquecida—. Tienes mucha razón, Hermano.
—Perdónenme.
Stevie y el negro se giraron, para ver a una mujer extrañamente vestida. Sus ropas cubrían
completamente su identidad, pero la voz era definitivamente femenina. La mujer llevaba una larga
túnica muy suelta, decorada caprichosamente con flores y mariposas y bordada con bisutería, de tal
modo que el conjunto daba la impresión de plateada baratura. La cabeza de la mujer estaba cubierta
por un casco en forma de bol, y su voz formaba bajo él excitantes ecos.
—Perdónenme —dijo—. Ahora que han terminado las escaramuzas preliminares, ¿no creen que
habría que llevar todo esto más lejos?
—¿Llevar qué?
—La Guerra Definitiva, la última. La guerra contra nosotros mismos. Sería insensato evitarla
ahora.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Stevie.
La mujer tocó el pecho de Stevie.
—Ahí. Vuestra culpabilidad. Vuestra frustración. No se sienten realmente mejor, ¿verdad?
Quiero decir, las mujeres no odian realmente a los hombres; odian sus propias debilidades. La gente
no detesta a la otra gente por su religión o por su raza. Es tan sólo que ver a alguien distinto a uno
mismo les hace sentir menos seguros de sus propias creencias. Lo que odian en realidad es su propia
duda, y proyectan este odio contra los demás.
—¡Tienes razón! —dijo el negro—. ¿Sabes?, pienso que sería mucho menos importante si me
odiaran por mí mismo; pero a nadie parece preocuparle.
—Eso es lo frustrante —dijo ella—. Si alguien debe odiar tu yo real, ya sabes quien debe ser.
—Tú eres de ese Culto de la Benevolencia, ¿no? —dijo en voz muy baja el negro.
—El Shinsetsu —dijo ella. Sí.
—¿Quieres que nos dediquemos a la meditación o algo así? —preguntó Stevie.
La mujer rebuscó en un amplio saco que llevaba colgado del brazo. Tendió a cada uno de ellos
una bolsita de celofán llena de un líquido incoloro.
—No —dijo el negro, tomando la bolsita—. Esto es queroseno.
Stevie tomó la bolsita de queroseno, poco convencido, y miró a su alrededor por toda a plaza.
Había otras personas vestidas de aquella misma manera Shinsetsu, y todas ellas estaban hablando
con grupos de gente que se iban formando a su alrededor.
—¿Declararme la guerra a mí mismo? —dijo dudando Stevie—. ¿Debo publicar primero una
octavilla?
Nadie le respondió. Las gentes más cercanas a él se acercaban para oír a la mujer Shinsetsu. Ella
seguía tendiendo sus bolsitas mientras hablaba.
Stevie se deslizó fuera de la multitud, intentando apartarse de la congestionada plaza. Cuando
alcanzó una calle lateral, miró hacia atrás: la multitud estaba ya sembrada con la huella de pequeñas
hogueras, como los montones de hojas secas que él encendía en el jardín de su infancia.

CHIRRIANTES GOZNES DEL MUNDO


RAPHAEL A. LAFFERTY

Estoy absolutamente convencido que, después de leer este relato, los amantes de la S. F. tradicional
me odiarán a muerte, y aquellos que tengan una cierta amistad conmigo me retirarán incluso el
saludo. Algunos críticos especializados puede que lleguen hasta a arrancarse los pocos cabellos
que les quedan. Pero considero que relatos como Chirriantes Goznes de Mundo son necesarios para
que el público español se sacuda el polvo de los siglos, empiece a tirar por la ventana viejas ideas,
y vaya dándose cuenta de los rumbos que está siguiendo la nueva ficción especulativa.
Robert Aloisius Lafferty (de quien confío poder ofrecerles dentro de poco tiempo, en esta misma
colección, su hasta hoy mejor obra: Arrive at Eastervine), es actualmente uno de los autores de
primera fila en los Estados Unidos, lo cuál no es óbice para que en España siga siendo un perfecto
desconocido. Chirriantes Goznes del Mundo es una alegoría que, jugando con el absurdo, nos
plantea unas cuantas verdades del tamaño de monolitos. Y he tenido el placer de escogerla no sólo
por sus cualidades intrínsecas y por el hecho de señalar una corriente muy particular y muy
seguida en la actual S. F., sino porque, burla burlando, en su contexto hay algunos aspectos que a
nosotros los españoles (o al menos a una parte de los españoles) nos alcanza muy directamente.
Aunque estén expresados aparentemente de pasada.

***

Aginhard ha dejado escrito que los Goznes del Mundo se hallan el uno en los Alpes Cárnicos, al
norte del Isarco y muy cerca del Gran Glockner, el otro en Wangerooge, una de las islas frisonas
frente a la desembocadura del Weser y bajo el agua, en la plataforma continental; y precisa que los
goznes son de hierro. Es Alemania, ese gran país situado entre los goznes, el que gira, de generación
en generación.
El único indicio de este giro, escribe, es un chirrido de los Goznes del Mundo, demasiado breve
como para asustar a nadie. Lo que surge entonces de la tierra tiene la misma apariencia: montañas,
ríos, ciudades y gentes, que la zona que ha desaparecido. El paisaje y sus habitantes no saben que
han basculado, pero sus vecinos sí pueden darse cuenta. Alguien que contemple aquella nueva
región después que la tierra ha girado no la encontrará distinta de la antigua; y, sin embargo, será
distinta. Aunque los lugares y las gentes posean los mismos nombres y la misma apariencia que
aquellos a quienes han reemplazado.
Ochocientos años antes, sin embargo, Strabon escribió que los Goznes del Mundo se hallan en la
Alta Armenia, uno sobre la casi isla albanesa del mar Caspio, el otro en el mismo monte Ararat,
conocido desde tiempos remotos como el Gozne del Mundo. Strabon escribió que es todo el
Cáucaso el que gira, con toda la gente y las cabras que lo habitan, y que los goznes son de bronce.
Pero Elpidius afirma por su parte que los Goznes del Mundo se hallan, uno en el Aneto, cerca de
Andorra (anciano Gozne del Mundo),1 y el otro en Hendaya, en la costa de Vizcaya. Pretende que
son los Pirineos los que giran, y que este giro se produce siempre a lo largo de toda una generación,
y que los vascos que habitan esta región son gentes venidas del interior de la Tierra y se parecen más
a los vascos que aquellos a quienes han reemplazado. Según él, los Goznes del Mundo son aquí de
cristal de roca.

Los tres autores dan el nombre de Revolución a ese giro de una región sobre sí misma, pero otros
autores menos importantes han dado posteriormente este mismo nombre a giros menos literales. Hay
algo enormemente consistente en los escritos de esos tres autores, y algunos detalles de sus relatos
son casi demasiado extraños para no ser ciertos.
Pero todos ellos mienten. ¿Cómo puede girar sobre sí misma alguna de estas regiones? Y si tanto
el paisaje como las gentes tienen la misma apariencia tras este giro, ¿quién puede saber si realmente
han girado? Resulta evidente que, si un hombre tiene el mismo nombre y la misma apariencia tras
haber basculado, entonces sigue siendo el mismo hombre. En cuanto a ese profundo chirrido de los
Goznes del Mundo, que según los tres autores puede oírse en el momento del giro, bueno, uno puede
oír en cualquier momento chirridos de este tipo.
La única región del mundo que gira realmente se halla muy lejos de todos estos lugares, al otro
extremo de la Tierra. En las Molucas occidentales. Uno de los goznes se halla situado exactamente
al norte de Berebere, en la isla Morotai, y el otro en Ganedidalem, en la isla Jilolo o Halmahera.
Esos son los verdaderos Goznes del Mundo, están hechos en madera de capoquero y se hallan muy
bien aceitados.
Todos los habitantes de esta región vivían apaciblemente entre ellos y con sus vecinos..., la
mayor parte del tiempo. Las gentes que vivían bajo tierra no eran para ellos más que personajes de
fábula. Había fuego bajo las islas, por supuesto, y volcanes sobre ellas; y se contaba que los
hombres que vivían bajo Tierra eran verdaderas antorchas vivientes. Entonces, decían, que se
queden allá abajo. ¡Que los goznes no giren!
Pero, un día, un pescador de la isla Obi estaba faenando en alta mar, muy cerca de la región que
se pretendía había girado en otros tiempos muy antiguos. No había pescado más que unos pocos
peces, y decidió remar hasta Jilolo a fin de robarles a los tímidos habitantes de la isla los peces
suficientes para atiborrar su barca.
Fue entonces cuando oyó un fuerte y breve chirrido. Sintió una fuerte sacudida, y por unos
instantes su embarcación bailoteó sobre un fuerte oleaje. ¿Pero quién presta atención a este tipo de
cosas por los alrededores de esas islas volcánicas? Se preocupó un poco, por supuesto, pero un
hombre tiene tantas ocasiones de preocuparse a lo largo de un solo día...
Subió su red, y recibió una nueva impresión. En una ocasión la red se había roto, y le había hecho
un nudo para repararla. Había anudado las dos partes, como hacía siempre, con un nudo pendek.
Pero ahora la red estaba reparada con un nudo panjang, y él no había sabido hacer un nudo panjang
en toda su vida. Observó también que la pesca que había en la red tenía un color algo más oscuro
que lo habitual. Ni siquiera se habría dado cuenta de ello si primero no hubiera observado el nudo.
Muy asustado, largó su pequeña vela y remó con todas sus fuerzas para dirigir el bote hacia al isla
Obi, de donde venía.
La única región en la que el nudo panjang es utilizado habitualmente es la región que se halla
debajo del mundo. Esta región había girado en una época muy remota, según contaban los
antepasados del pescador, causando la muerte y la destrucción de muchos de ellos, y ahora debían
haber reaparecido una vez más. Una parte de la red debía haberse hallado en la zona que había
girado, ya que estaba muy cerca de ella. El pescador sabía que los recién llegados tendrían los
mismos nombres y la misma apariencia que aquellos a quienes conocía; sabía también que todo eso
podía no ser más que una leyenda.
Varias rápidas canoas procedentes de Jilolo le alcanzaron antes que pudiera llegar a su destino.
Primero se sintió aterrado, pero cuando se le acercaron para abordarle vio que sus ocupantes eran
amigos suyos, los hombres de Jilolo, las gentes más apacibles del mundo. Uno podía atropellar a los
jilolos, robar su pesca, robar sus frutos, incluso robar sus barcos, y ellos se contentaban con sonreír
tristemente. El pescador lo olvidó todo con respecto a los goznes y al giro cuando los gentiles jilolos
le alcanzaron.
—Hola, hombre de Jilolo —dijo el pescador—. Denme vuestra pesca, denme vuestros frutos, o
arponearé vuestras canoas y les precipitaré al agua. Denme vuestra pesca. Mi barca está casi vacía.
—Buenos días, amigo —respondieron los hombres de Jilolo. Y subieron a su barca y le cortaron
la cabeza. Tenían los mismos nombres y la misma apariencia que aquellos a quienes había conocido,
y sin embargo eran distintos.
Los jilolos clavaron la cabeza del pescador a la proa de la primera y más rápida de sus canoas.
—Guíanos hasta la mejor playa de desembarco de la isla Obi —ordenaron a la cabeza.
Y la cabeza les condujo hasta allí, indicándoles en qué momento debían virar un poco hacia el
este o hacia el oeste, advirtiéndoles de los remolinos y de los escollos y de los arrecifes, y
diciéndoles cómo llegar directamente a la playa. Antes, los tímidos jilolos habían utilizado siempre
una playa de desembarco mucho peor cada vez que acudían a la isla Obi.
—Grítales hola —le dijeron los jilolos a la cabeza cuando se acercaron a tierra—. Reconocerán tu
voz en la orilla. Diles que traigan todos sus arpones y sus lanzas, y el fusil del holandés, y que lo
depositen todo sobre la playa. Diles que somos sus amigos que hemos venido a jugar con ellos.
Y la cabeza gritó lo que ellos querían que gritase.
Los hombres de Obi acudieron a depositar sus lanzas, sus arpones y el fusil del holandés sobre la
playa, mientras se preguntaban entre risas qué nuevo juego podía ser aquél. Desde hacía muchos
años las armas tan sólo se utilizaban para jugar.
Los hombres de Jilolo desembarcaron en la playa. Tomaron las lanzas y el fusil del holandés.
Uno de ellos comprendió rápidamente el funcionamiento del fusil. Disparó tres veces y mató a tres
hombres de Obi. Otros jilolos mataron a otros obis con las lanzas y las mazas que habían traído.
—Este es el juego al que queremos jugar con ustedes —dijeron los jilolos. Luego tomaron una
veintena de mujeres y chicas de Obi y se las llevaron con ellos. Dieron instrucciones al jefe de la
tribu acerca del tributo que los obis deberían entregarles todas las semanas. Mataron a dos hombres
más para asegurarse que su mensaje había sido comprendido. Luego se fueron de nuevo en sus
canoas.
Y no dejaron tras ellos más que confusión.
Sin embargo, uno de los obis, pese a la matanza y al desorden, había conseguido desclavar la
cabeza del pescador de la proa de la gran canoa. Algunos aterrados obis llevaron la cabeza a la
amplia choza y le preguntaron qué significaba todo aquello.
—La región ha girado sobre sus goznes —explicó la cabeza del pescador—, tal como giraba y
volvía a girar a veces en los lejanos días de nuestros antepasados. Yo estaba pescando en mi barca.
De repente oí el chirrido, fuerte y breve, y sentí la agitación de la onda de choque en el agua. ¿Pero
quién presta atención a esas cosas en los alrededores de tantas islas volcánicas? Luego subí mi red
con la pesca. La red se me había roto en una ocasión, y la había reparado con un nudo pendek. Y me
di cuenta que ahora estaba anudada con un nudo panjang, y en toda mi vida he sabido hacer un nudo
panjang, pero las gentes que viven bajo la tierra lo utilizan habitualmente. Me di cuenta también que
la pesca que había quedado atrapada en mi red era de un color algo más oscuro que de costumbre.
Esto quería decir que me hallaba al borde de aquella región, y que había girado. ¡Oh, mi familia y mi
pueblo, la miseria y la muerte han caído sobre nosotros! Los jilolos tendrán los mismos nombres y la
misma apariencia de aquellos a quienes han reemplazado, pero podemos ver ya que no son los
mismos. Nunca más podremos atropellar a los jilolos, ni llevarnos su pesca, sus frutos y sus canoas.
Nunca más podremos echarlos al agua y reírnos de ellos. Se han llevado consigo los cuerpos de
algunos de nuestros hombres; se han llevado algunas de nuestras hijas y de nuestras mujeres; y esta
noche se divertirán con todo ello. Bromeábamos con las historias que hablaban de la época en que
nos devorábamos mutuamente. Ha vuelto. Esta parte del mundo ha girado sobre sus goznes.
Moriremos en nuestro infortunio.
La cabeza del pescador sufría atrozmente. Uno de los hombres le dio un palo para que pudiera
morderlo. Y, poco después, murió.
Luego vino uno de los períodos más horribles de toda la historia de aquellas aguas. Los nuevos
jilolos eran auténticos demonios, como los antiguos esclavistas. Se parecían a aquellas aves rapaces
que se ciernen sobre su presa para desgarrar y devorar su carne. Eran como sangrientos dragones.
Un día vinieron y se llevaron a un hombre de Obi lejos de su hermano. A la mañana siguiente
volvieron y le dijeron:
—Tu hermano quiere hablarte.
Habían tensado la piel del hombre sobre la de un tambor. La golpearon y golpearon hasta que
resonó como la voz del hermano gritando. Eso era lo que querían decir al afirmar que su hermano
quería hablarle.
Los jilolos roían las costillas humanas asadas, pavoneándose burlonamente. Quemaron las chozas
y las amplias cabañas de los obis. Igual hicieron con los habitantes de Batjan y de Misool, de
Mangole y de Sanana. Todos los jefes de esas tribus buscaron refugio tras las colinas.
Los jilolos declararon que matarían a nueve hombres por cada jefe que se ocultara. La mayor
parte de los jefes, al saber aquello, salieron de sus escondites y se dejaron matar para salvar la vida
de sus compatriotas. Muy pronto no quedó más que un número muy pequeño de jefes.
Los jilolos arrancaban los ojos, las lenguas y los testículos de los indígenas, y los dejaban ciegos,
mutilados y moribundos. A algunos de ellos los asaban vivos. De este modo saben mejor, decían.
—¿Cómo podía ser que antes comiéramos tan sólo pescado, frutos y cerdo? —se preguntaban los
jilolos—. ¿Cómo pudimos ignorar durante tanto tiempo un plato tan delicioso?
Los jilolos incendiaron los cocoteros, los cultivos de especias y los bosques de capoqueros de las
cinco islas. Las enormes llamas se elevaban de las islas día y noche, brillando aún más que los
fuegos de los volcanes de la propia Jilolo. Cualquiera que intentara apagar aquellos incendios ar-
dería con ellos, amenazaron.
Ataban sacos a las cabezas de los hombres antes de matarlos, para atrapar así sus almas y
matarlas también. Eran despiadados. Violaban y asesinaban a los niños. Despellejaban vivos a
algunos antes de matarlos. Mataban a tanta gente que ya sólo tomaban sus ojos y sus corazones para
alimentarse. Las aves carroñeras volaban sobre el constante espectáculo gritando, y los tiburones se
daban festines en las aguas donde nunca, desde hacía mucho tiempo, había corrido tanta sangre.
Y esto prosiguió durante un año y un día. Islas enteras gemían y sangraban ante tanta crueldad, y
el océano estaba rojo de sangre.
Un viejo holandés vivía aún en la isla Obi. Tras el fin de la hegemonía holandesa había regresado
a su casa, en Holanda. Echaba a faltar los frecuentados mares y la animación de los puertos
comerciales y la ordenada y fértil tierra de Holanda, con toda su pulcra limpieza. Había sentido la
nostalgia de su país durante tantos años, y al fin había regresado.
Pero muy pronto se dio cuenta que los mares de su país eran surcados por navíos a motor que
ensuciaban la atmósfera (había olvidado esto); vio que la tierra estaba superpoblada de gentiles y
atareados holandeses (había olvidado igualmente esto), y que las carreteras y las calles estaban
invadidas de bicicletas y coches. Se dio cuenta que aquél era un país frío, exigente y ventoso, y que
sus nítidos y brillantes colores eran apenas una pálida sombra de los nítidos y brillantes colores de
las islas. Descubrió que se le exigía un cierto porte y una apariencia de respetabilidad, a él que hacía
tanto tiempo que había olvidado lo que era la educación social. La nostalgia se apoderó nuevamente
de él, y partió otra vez hacia las islas, concretamente hacia la isla Obi. Se dio cuenta que su prestigio
de holandés no era reconocido por los propios holandeses, pero sí aún por los obis.
Pero los jilolos exigieron a los obis que les entregaran a su holandés, o de lo contrario matarían a
un centenar de obis. Querían divertirse un poco con el holandés, para matarle después de una forma
original. Querían saber si la carne de holandés era realmente de primera calidad. Y los obis
acudieron tristemente a verle para cumplir con lo que se les ordenaba.
—Tendremos que entregarte a los jilolos —le dijeron al holandés, cuando llegaron a su casa de
las colinas—. Te apreciamos mucho, pero no tanto como a un centenar de los nuestros. Ven con
nosotros. No existe otra solución.
—Este holandés —dijo el holandés— a punto de ser entregado está meditando en una solución.
Algo que ha sido hecho puede ser deshecho. ¿Podemos encontrar aún aquí doce jefes vivos, y otros
doce en la península que se sitúa al norte de Berebere?
—Esto es lo único que queda de nosotros —respondieron los hombres, señalándose a sí
mismos—. Nosotros somos los jefes. Creemos que deben quedar otros tantos al norte de Berebere.
—Entonces prevengan a los vuestros, y prevengan también a los de Berebere —dijo el
holandés—. Cada grupo partirá en doce botes de pesca que estén provistos de cabrias para subir los
aparejos. Es probable que se necesite la fuerza de todas esas cabrias reunidas para hacer girar los
goznes, y quizá ni siquiera eso baste. Y es preciso que los dos grupos tiren exactamente en el mismo
instante.
—¿Cómo sabremos que es el mismo instante, con la distancia que habrá entre los dos grupos? —
dijeron los hombres.
—No lo sé —respondió el holandés.
Pero uno de los hombres conocía dos grandes pájaros del género llamado radjawall, que eran
mucho más grandes que los demás de su especie, y que poseían algunas particularidades. Cazaban
tanto por sobre el mar como por sobre la tierra (en realidad se trataba de águilas de mar), hablaban
mejor que los loros, y eran más inteligentes que el derek-derek, la grulla. El hombre salió de la casa
del holandés y silbó muy fuerte. Los dos enormes pájaros aparecieron como dos puntos en el cielo,
se acercaron muy rápidamente y batiendo las alas se posaron a su lado.
—Oh, sí, he oído hablar de ustedes dos —dijo el holandés a los dos pájaros—. Si uno de ustedes
volara sobre Ganedidalem y el otro Berebere, ¿podrían verse mutuamente, pese a la distancia?
—Sí —respondió uno de los pájaros—; si volamos lo suficientemente alto, podríamos vernos.
—¿Y estarían demasiado altos para ver nuestras señales desde la superficie del agua?
—No, también podríamos verlas —dijo el segundo pájaro—. ¿Qué es lo que quieren que
hagamos?
El holandés les explicó cuidadosamente su plan.
—Uno de ustedes volará ahora hasta Berebere —dijo al final—, y avisará a los hombres que se
encuentran allá. Tendrá que explicárselo bien. Deberá decirles que partimos inmediatamente, y que
nos hallaremos sobre el lugar mañana al amanecer. Que estén listos también en aquel momento. Y
deberá advertirles también que deben tener cuidado con los goznes, que deben mantenerse en la
parte exterior si no quieren bascular con todo lo demás. Por la mañana, ustedes dos, los pájaros,
darán la señal para avisarnos y poder actuar al mismo tiempo.
Uno de los pájaros partió hacia Berebere. Los doce jefes tomando cada uno de ellos consigo a
tres hombres escogidos de su clan, embarcaron en doce botes de pesca. Se dejaron llevar por el
viento de la tarde y, remando toda la noche para ir más aprisa, llegaron al amanecer a Ganedidalem.
Hallaron el gran gozne en un brazo de mar, exactamente en el lugar donde la leyenda decía que
había estado siempre. Prepararon las doce cabrias de los doce botes de pesca y el holandés las ató al
eje de madera de capoquero del Gozne del Mundo. La misma operación se estaba efectuando en
aquellos momentos, sin ningún problema, en Berebere. Los hombres de Berebere son más hábiles y
más mañosos con la mecánica que los de Obi.
Cuatro hombres se situaron en cada cabria, y el holandés le dio al pájaro que giraba en círculos en
el cielo la señal informando que estaban preparados. Luego aguardaron.
Un instante después, el pájaro agitó sus grandes alas y descendió en picado para anunciarles que
todo estaba a punto. A leguas de allá, hacia el norte, a la altura de Berebere, el segundo pájaro hizo
lo mismo.
—¡Adelante! —gritó el holandés—. ¡Empujen todos! ¡Son nuestras vidas las que están en juego,
es ahora o nunca!
Y todos empujaron maniobrando las cabrias, girando las manivelas mientras las cuerdas se
tensaban y gemían.
Y luego se produjo el chirrido de los Goznes del Mundo, más horrible que todo lo que pudiera
imaginarse. La Tierra tembló, y la isla humeó y aulló. Era monstruoso, era una profanación. Desde
siempre los goznes habían girado tan sólo cuando algunas fuerzas naturales habían alcanzado su
término bajo la tierra.
¡Y el chirrido se hizo aún más atroz! Las cuerdas lloraron como niños bajo el esfuerzo que se les
exigía, las manivelas gimieron con un crujido de madera a punto de estallar. Los Goznes chirriaron
una última y terrible vez. Y luego se produjo la sacudida. Y la onda de choque.
La operación había terminado, o bien todo había terminado para ellos, para siempre.
—Regresemos a la isla Obi y esperemos —dijo el holandés—. Creo que la región ha girado
cuando los goznes chirriaron tan fuerte la última vez. Si los ataques cesan, sabremos que hemos
ganado. Si no cesan, todos nosotros seremos muertos.
—Entonces vayamos directamente a la isla Jilolo, sin esperar más —dijeron los hombres de
Obi—. O hallaremos una muerte horrible, o podremos divertirnos como nunca.
Los obis y el holandés remaron y bogaron durante todo el día hacia Jilolo y llegaron al anochecer.
Allí encontraron a los jilolos. Los atropellaron, robaron su pesca, sus frutos y sus canoas, los
echaron al agua y se mofaron de ellos. Era un tipo de diversión que hacía mucho que no habían
tenido.
Aquellos jilolos tenían los mismos nombres y la misma apariencia que los horribles asesinos de
los últimos tiempos, pero eran distintos. Uno podía atropellarlos y aprovecharse de ellos; uno no
tenía por qué temerles. Ya que también eran los mismos hombres que tenían idénticos nombres e
idéntica apariencia que los de antes del tiempo de los asesinos, y se contentaban con sonreír
tristemente cuando se veían robados y atropellados.
Los obis llamaron a las jóvenes y a las mujeres que les habían sido robadas, y las llevaron a sus
botes para conducirlas de vuelta a sus casas. Y la paz se restableció en aquella zona del mundo, y
todo volvió a ser como antes.
Bueno, no exactamente todo.
Aquellas jóvenes y aquellas mujeres, robadas a los obis y ahora de vuelta a sus casas, se hallaban
en Jilolo cuando la isla había basculado. Ahora eran todo lo contrario de lo que antes habían sido.
Con el giro, se habían convertido en sus dobles de bajo tierra, las mujeres más malvadas y más
difíciles que uno pueda hallar, aunque tuvieran los mismos nombres y la misma apariencia que las
jóvenes y las mujeres de antes. Convirtieron toda la isla Obi en un verdadero infierno con su
regreso, y aquello duró toda su vida.
Así fue como una turbulenta paz volvió a Obi. Sin embargo, incluso así, muchos dijeron que era
mejor eso que ser masacrados por los jilolos. Otros pretendieron que venía a ser más o menos lo
mismo.
Éste, en las Molucas occidentales, es el único lugar donde los Goznes del Mundo giraron
realmente, y donde toda una región puede sufrir esta revolución. En cuanto a los otros lugares donde
pretendidamente se hallan los Goznes del Mundo, es casi seguro que se trata de fábulas.
Un hombre que regresó no hace mucho de la Alta Armenia afirmó que examinó allí los goznes, y
que son realmente de bronce..., enverdecido por el tiempo. Aparentemente, no han girado desde la
decrecida del Diluvio. Y de todos modos, incluso si toda la Armenia basculara, ¿quién se daría
cuenta de ello? Uno puede darle la vuelta a un armenio, y apenas notará la diferencia. Esa gente es
tan parecida a sí misma en ambos sentidos.
En lo que respecta a Alemania, los goznes de los Alpes Cárnicos sobre el Wangerooge son de
hierro, y están completamente oxidados. Nadie puede decir cuándo giraron por última vez, pero si
giraran ahora, dado su estado, harían un terrible ruido que se oiría en todo el mundo. Además, si este
país hubiera basculado recientemente, en nuestros tiempos modernos, lo hubiéramos notado de una
u otra forma; hubieran ocurrido cosas tan horribles como la revolución de los jilolos. Las gentes y
los lugares, aún manteniendo los mismos nombres y la misma apariencia, hubieran cambiado de un
modo muy notable, se hubieran vuelto violentos y malvados. ¿Pero hay el menor indicio que esto se
haya producido en nuestra época, o en la época de nuestros padres?
Y finalmente en los Pirineos; ¿se ha hallado el menor indicio que permita decir que han girado,
recientemente o nunca? El cristal de roca no se oxida, pero la no utilización le proporciona una
cierta pátina. Sin embargo, hay quien dice que el monte Canigó, y creo que por ello hay que en-
tender todos los Pirineos, y todas las gentes que en ellos viven, ha permanecido inmutable de por
siempre, pero que es recreado todas las mañanas. Los goznes que se hallan en el Aneto y en
Hendaya no han girado pues nunca en absoluto..., a menos que giren todas las noches.

1
En español en el original.

EN LAS FAUCES DE LA ENTROPÍA


ROBERT SILVERBERG

Si han leído ustedes El Mundo Interior, publicado en esta misma colección (y si aún no lo han hecho
les aconsejo que lo hagan rápidamente), sabrán ya algo de la historia personal de Silverberg, de su
enorme y desigual producción primitiva, de su silencio de varios años, y de su reaparición
adscribiéndose a las nuevas corrientes del género. Silverberg, creador, bajo el título de New
Dimensions, de una serie de antologías de elevada calidad, es autor de varias series de relatos que
luego ha reunido en forma de libros (como Alas Nocturnas, ganador de un premio Hugo y
recientemente publicado en la renacida colección Nebulae, o El Mundo Interior ya mencionado). El
relato que les ofrecemos aquí apareció originalmente en la antología Infinity 2 de Robert Hoskins,
y aunque puede encuadrarse en unas corrientes de la S. F. que podríamos calificar más bien como
«clásicas», su calidad es tal que ha sido reproducido en varias otras antologías, entre las cuales
cabe destacar la de Norman Spinrad (¿recuerdan Incordie a Jack Barron?) Modern Science Fiction,
que ofrece un panorama bastante amplio y representativo de lo que es la S. F. desde su edad dorada
hasta nuestros días. Su inclusión aquí, además de por su propia calidad formal, obedece también a
un solapado motivo: el hacer que los lectores que se hallan demasiado aturdidos por las
«experiencias» de los últimos relatos, excesivamente no euclidianos, puedan tomarse un respiro
antes de proseguir hacia la recta final.
Ah, un detalle digno de mención: todas las últimas obras de Silverberg están escritas en
presente, contrariamente a la costumbre general de la mayor parte de los autores, que suelen
escribir en pasado. Silverberg explica así su decisión y hay que reconocer que no deja de tener
razón: «Si relatamos hechos que no pertenecen a nuestro pasado precisamente, ¿por qué debemos
emplear este tiempo? Hacerlo es un contrasentido». Aplicando esta frase a este relato en particular,
debo señalar que, planteándonos un problema de tiempos, no puede ser más oportuna.

***

Chasquidos de electricidad estática procedentes de la blanda y dorada nube de los altavoces aéreos
que derivan casi pegados al techo de la cabina del crucero espacial. Un silbido: los filtros de
comunicación se están abriendo. Inmediatamente seguirá un anuncio del puente, no hay la menor
duda. Luego, la voz neutra y mecánica del capitán:
—Nos acercamos al Canal de Panamá. Todos los pasajeros deben regresar a sus botellas hasta el
anuncio de seguridad. Cuando surjamos al otro lado viajaremos a ochenta luces hacia la estación
propulsora de tránsito de Perseo. Gracias.
En la cabina de John Skein se enciende una luz de aviso, bañándole con su luz roja, amarilla,
verde, deslizándose a lo largo del espectro visible y lanzándole también algunos infra..., y también
algunos ultra. No todos los pasajeros inscritos a bordo del crucero poseen equipo de sensibilización
humana. La señal no se detendrá hasta que Skein se halle seguro dentro de su botella. Vamos, le dice
la luz, entra, entra. Nos acercamos al Canal de Panamá.
Se levanta dócilmente y atraviesa la pequeña cabina para dirigirse al contenedor de acero mate en
forma de botella, de dos metros y medio de alto, que le protegerá de la tensión dimensional
provocada por el paso a través del canal. Es un hombre alto, de rostro anguloso, labios finos, mentón
desafiador, cabellos negros y lacios aplastados contra un cráneo abombado. Su piel es bronceada,
pero sus ojos son los de un hombre para quien es invierno desde hace mucho. Se halla en el año
cincuenta de su segundo ciclo. Viaja solo en dirección a un mundo del sistema de Abbondanza,
quizá la última etapa de un viaje que le ha llevado varios años.
La botella se abre girando sobre sus lujosos goznes plaqueados en rodio cuando sus detectores,
identificando la masa de Skein y su radiación térmica, le señalan que su protegido se halla en la zona
de entrada. Penetra en ella. Se cierra herméticamente sobre él, envolviéndole en un campo
magnético perfectamente estanco.
—Siéntese, por favor —le dice la botella con voz suave—. Sitúe sus brazos en las anillas de
estasis y sus pies en las bandas de seguridad. Cuando haya hecho esto, los campos de fuerza se
activarán automáticamente y quedará al abrigo de cualquier peligro durante el período de tur-
bulencia que se va a producir. —Skein, que está habituado a los viajes hiperlumínicos, se ha
adelantado a las instrucciones y se encuentra ya en estasis—. ¿Desea usted música? —pregunta la
botella—. ¿Un libro? ¿Una bobina audiovisual? ¿Conversación?
—Nada, gracias —responde Skein. Y aguarda.
Ahora soporta muy bien la espera. Antes era un hombre impaciente, pero esta etapa de su vida es
muy frágil, y le ha enseñado el arte de la resignación estoica. Permanecerá sentado allá con el aire
contemplativo de un Buda hasta que la nave haya salido del canal. Silencioso, solitario,
autosuficiente. Si esta vez tan sólo no hubiera fugas. O al menos, negocia con sus demonios
particulares los términos de su tortura, al menos no hubiera saltos al futuro. Si debe ser arrancado de
nuevo de la matriz del tiempo, prefiere ser arrojado a su pasado, nunca a su futuro.
—Estamos casi en el canal —le dice la botella con su agradable tono.
—Está bien. No hace falta que te preocupes por mí. Avísame simplemente cuando pueda salir de
aquí sin peligro.
Cierra los ojos. Intentando imaginar la nave: una frágil y brillante aguja púrpura penetrando en
las tinieblas cada vez más densas, sumergiéndose en el torbellino celeste que se abre justo ante ella,
el maelstrom de fuerzas que se entrechocan, la fuerza de tensores contravariantes. El llamado Canal
de Panamá a través del cual va a precipitarse dentro de poco el crucero, adquiriendo durante su paso
un impulso tal extra que se arrancará del espacio normal de cuatro dimensiones; emergerá, al otro
lado del canal, en una bolsa del Universo extraña y tranquila, donde la velocidad de la luz es el
límite inferior, y nadie sabe cuál es el límite superior.
La alarma resuena fuertemente en el corredor: clang, clang, clang. Empieza la dislocación. Skein
está tenso. ¿A qué se debe parecer, fuera? ¿Pliegues de negro y reluciente terciopelo, manchas de
velludo continuo desgarrado enrollándose en torno a la nave? ¿Inmensos relámpagos golpeando el
casco? ¿Sarcásticos centauros galopando en los distorsionados cielos? ¿Máscaras de frustración,
inmóviles en trágicas muecas, derivando entre las nebulosas estrellas? ¿Bandas de color anaranjado,
verde, púrpura, arco iris enfermos, blandos, retorcidos? Estamos penetrando. Clang, clang, clang.
Una nueva fase del viaje se está iniciando ahora. Piensa en su destino, intentando mantener una
imagen firmemente grabada en su mente. Una imagen nítida, aunque se trata de un mundo que no ha
visitado más que en sus cortos períodos de fugas temporales. Pero muy a menudo, demasiado a
menudo en aquellos momentos de desorientación temporal. Los colores se hallan alterados en aquel
mundo. Arena púrpura. Árboles de hojas azules. ¿Exceso de manganeso? ¿Falta de cobre? Le
perdonará sus colores si le proporciona una respuesta a su pregunta. Inmediatamente, Skein siente la
fuerte pulsación familiar en la base del cuello, como si la parte superior de su columna vertebral se
hinchara como un balón. Maldice. Intenta resistir. Tal como temía, ni siquiera la botella puede
protegerlo enteramente de tales tensiones. En el exterior de la nave el Universo se desgarra, y
algunos de sus jirones penetran en el interior y lo lanzan hacia una epilepsia particular de las líneas
temporales. El espacio-tiempo se abre para él. Va a entrar en fuga. Se retuerce, intentando resistir,
sabiendo que es inútil. Las corrientes del tiempo lo azotan, lo envían rodando un poco más lejos en
el futuro, luego a la misma distancia en el pasado, como si no fuera más que el escupitajo de un
insecto pegado a una caña seca. Ya no puede resistir por más tiempo. Que no sea al futuro, suplica.
Que no sea un salto al futuro. Y se abandona. Y se rompe. Y sus fragmentos se esparcen por el
tiempo.

Por supuesto, si X llega antes que Y permanecerá eternamente delante de Y, y nada en el


desarrollo del tiempo podrá cambiar esto. Pero la peculiar posición del «ahora» no puede ser
expresada fácilmente más que por el hecho que nuestro lenguaje posee tiempos. El futuro será, el
presente es, el pasado era; la luz será roja, ahora es amarilla, y antes era verde. Pero con esos
términos, ¿describimos realmente el carácter cronológico del tiempo? A veces decimos que un
acontecimiento es futuro, luego que es presente, y finalmente que es pasado; y de este modo
parecemos no utilizar los tiempos de la conjugación, y sin embargo estamos describiendo un
desarrollo temporal. Pero este no es en absoluto el caso; ya que no hemos hecho más que traducir
nuestros tiempos por las palabras «luego» y «finalmente», y por el orden en que hemos situado
nuestras proposiciones. Si omitiéramos esas palabras, o sus equivalentes, y transpusiéramos
nuestras proposiciones, nuestras frases ya no serían comprensibles. Decir que el futuro, el presente
y el pasado son, en un sentido dado, es esquivar el problema del tiempo recurriendo al lenguaje de
la lógica y de las matemáticas, que no tienen tiempos de conjugación. En un lenguaje tal atemporal,
sería sensato decir que Sócrates es mortal porque todos los hombres son mortales y Sócrates es un
hombre, aunque haga muchos siglos que Sócrates está muerto. Pero si no podemos describir el
tiempo ni por un lenguaje conteniendo formas verbales con valor temporal, ni por un lenguaje que
no las contenga, ¿cómo podremos entonces simbolizarlo?

Es consciente del curioso desdoblamiento de su mente, tiene la sensación de haber venido ya


aquí, y se da cuenta que se trata de un salto atrás. Siente un cierto alivio. Es pasajero a bordo de su
propio cráneo, observando por los ojos de John Skein un acontecimiento que ya ha vivido y que es
impotente de cambiar.
Su despacho. Todo su dorado esplendor. Un domo de cristal en la cúspide de la Torre Kenyatta.
Cuando los amplificadores se hallan en funcionamiento, puede ver en una dirección hasta Serengeti,
hasta Mombasa en la otra. Contar las moscas en un elefante en Tsavo Park. Una pared de luz en el
lado este-sudeste del domo, conteniendo sus unidades de acceso de datos. Nadie puede mirar aquella
pared durante más de treinta segundos sin sufrir un fuerte exceso de información. Excepto Skein:
extrae de allí su alimento, hora tras hora.
Mientras se desliza en la mente de aquel Skein más joven, siente una cierta alegría a la vista de su
despacho, como Eneas alegrándose al tener una visión de Troya antes de su caída, como Adán
girándose hacia el Edén. Es hermoso. Ese gran escritorio liso con sus delicados componentes entera-
mente a su servicio. La mullida alfombra psicosensitiva, tan útil y tan bella. La escultura móvil de
bandas ondulantes, deslizándose fuera y dentro del domo, exponiendo a cada desplazamiento
molecular las más recientes de sus posibles estructuras, cuyo número es ilimitado. Un despacho de
hombre rico; siempre ha sido intransigente en la persecución de la elegancia. Ha ganado el derecho
al lujo por medio de una inteligente utilización de sus talentos innatos. Girándose ahora en aquel
maravilloso domo perdido para siempre, capta ávidamente aquel instante de satisfacción, sabiendo
que muy pronto volverá a reproducirse ante él una amarga escena, una de las escenas de la
aplastante oscuridad de su vida. ¿Pero cuál?
—Haga entrar a Coustakis —se oye decir, y sus palabras le dan la respuesta. Aquella escena. Va
a revivir su propia destrucción. Sin duda no hay ninguna necesidad de someterle a esa repetición. La
ha sufrido al menos siete veces; ya no más. Es una espiral de tormento infinito.
Coustakis es calvo, tiene ojos azules, una nariz ganchuda, la mirada desesperada de un hombre
que se acerca al final de su primer ciclo y que no está aún seguro que se le vaya a conceder un
segundo. Skein piensa que debe tener unos setenta años. El hombre es desagradable: viste sin ele-
gancia, avanza a pasitos bruscos y agresivos, y muestra en cada gesto y cada mirada que hierve de
celos a la vista de la opulencia que rodea a Skein. Skein no siente ninguna necesidad de apreciar a
sus clientes, de todos modos. Tan sólo de respetarlos. Y Coustakis es un hombre brillante; hay que
respetarlo.
—Mi equipo, incluso yo personalmente, hemos estudiado muy atentamente su proposición —dice
Skein—. Es un plan muy audaz.
—¿Están dispuestos a ayudarme?
—Corro grandes riesgos —hace notar Skein—. Nissenson tiene una personalidad muy fuerte. Y
usted también. Podría resultar afectado. El concepto mismo de la sinergia implica un riesgo para el
Coordinador. Mis tarifas están calculadas en consecuencia.
—Todos sabemos que un Coordinador cuesta caro —gruñe Coustakis.
—Yo no soy caro. Pero pienso que usted puede satisfacerme. La cuestión es saber si yo podré a
mi vez satisfacerle a usted.
—Es usted críptico, señor Skein. Como todos los oráculos.
—Temo no ser un oráculo —sonríe Skein—. Apenas un elemento conductor a través del cual se
realizan contactos. No puedo prever el futuro.
—Puede usted evaluar las posibilidades.
—Tan sólo en lo que a mi concierne. Y puedo llegar a evaluaciones equivocadas.
Coustakis se agita.
—Entonces, ¿van a ayudarme?
—Mi tarifa —dijo Skein— es medio millón ahora, y un quince por ciento en la sociedad que
vaya a fundar usted gracias a los contactos que le proporcionaré.
Coustakis se muerde el labio inferior.
—¿Tanto como eso?
—Tenga en cuenta que voy a tener que repartirlo con Nissenson. Los consultantes como él son
muy caros.
—Ya lo veo. Un diez por ciento.
—Le ruego me disculpe, señor Coustakis. Creía realmente que habíamos superado la etapa de las
negociaciones en esta transacción. Tengo un día muy atareado, de modo que...
Skein desliza una mano por encima de un rectángulo negro encastrado en su escritorio, y una
parte del suelo se abre silenciosamente, revelando el acceso al ascensor. Hace un gesto en aquella
dirección. La alfombra revela los colores de los pensamientos de Coustakis: el negro de la cólera, el
verde de la ambición, el rojo de la inquietud, el amarillo del miedo, el azul de la tentación, todos
ellos mezclados en un cambiante dibujo que traiciona los cálculos que se están efectuando en su
cerebro. Coustakis va a aceptar. Sin embargo, Skein permanece de pie, mostrándole la puerta,
haciendo ademán de acompañar a su visitante.
—¡Está bien! —estalla Coustakis—. ¡Un quince por ciento!
Skein ordena a su escritorio que eyecte un cubo contrato.
—Coloque su mano aquí, por favor —le dice a Coustakis, y en el momento en que éste toca el
cubo aprieta su propia palma contra la cara opuesta. Inmediatamente, la superficie lisa y cristalina
del cubo se oscurece y se vuelve rugosa, bombardeada por la doble emisión sensitiva.
—Repita detrás de mí —dice Skein—. Yo, Nicholas Coustakis, cuya huella manual y cuya
estructura vibratoria quedan impresas en este contrato al mismo tiempo que hablo...
—Yo, Nicholas Coustakis, cuya huella manual y cuya estructura vibratoria quedan impresas en
este contrato al mismo tiempo que hablo...
—... hago cesión, conscientemente y de buen grado a la Sociedad John Skein, en pago de los
servicios profesionales que por la misma me serán prestados, de una participación en la Empresa de
Transportes Coustakis o cualquier otra empresa que la suceda...
—... hago cesión, conscientemente y de buen grado...
Siguen hablando, uno detrás del otro, dando una descripción de la Empresa Coustakis y de la
naturaleza irrevocable de la participación de Skein en esta sociedad. Luego Skein archiva el cubo
contrato y dice:
—Si telefonea a su banco y hace la transferencia de la suma estipulada en nuestra transacción,
estableceré contacto con Nissenson y podremos empezar.
—¿Medio millón?
—Medio millón.
—Usted sabe que no tengo tanto dinero en el banco.
—No perdamos el tiempo, señor Coustakis. Posee usted bienes. Puede hipotecarlos. Un crédito se
obtiene fácilmente.
Con aire ceñudo, Coustakis solicita un préstamo sobre sus bienes, lo obtiene, transfiere los fondos
a la cuenta de Skein. Todo esto toma ocho minutos; Skein utiliza este tiempo para estudiar de nuevo
el perfil sensitivo de Coustakis. Le disgusta tener que ejercer presiones económicas tan sórdidas,
pero después de todo el servicio que ofrece le expone a peligros, y debe cubrir los riesgos con
fuertes garantías previniendo el caso que ocurriera alguna desgracia.
—Ahora podemos empezar —dice Skein, cuando la transacción queda ultimada.
Coustakis casi ha inventado un sistema de transporte instantáneo y económico de la materia.
Desgraciadamente, jamás será útil para los seres vivos, ya que el proceso implica la destrucción del
material que es enviado y su reconstitución virtualmente simultánea en otro lugar. La frágil entidad
que es la mente no puede resistir el fulgurante impacto del haz de electrones provocado por el
transmisor de Coustakis. Pero sus posibilidades son inmensas en el campo de los transportes de
mercancías; el transmisor de Coustakis podrá enviar coles a Marte, computadoras a Plutón, y, una
vez instalados los terminales, deberá ser capaz de alcanzar los planetas habitados de los otros
sistemas.
De todos modos, Coustakis aún no ha puesto perfectamente a punto su sistema. Durante cinco
años ha estado batallando con un problema insoluble: mantener el haz consistente entre el emisor y
el receptor. La difusión del rayo ha hecho fracasar la mayor parte de sus experimentos; una
desviación marginal trae como resultado la pérdida de parte de las informaciones transmitidas, de tal
modo que lo que se envía llega invariablemente incompleto. Coustakis ha gastado todo su dinero en
la vana búsqueda de una solución, y finalmente se ha visto obligado a dar el desesperado y costoso
paso de pedir ayuda a un Comunicador.
A cambio de un precio convenido, Skein le pondrá en contacto con alguien que puede resolver su
problema. Skein tiene una red de consultantes en varios mundos, expertos en tecnología, en
finanzas, en filología y en casi todas las demás materias. Utilizando su propia mente como centro de
coordinación, Skein abrirá una comunión telepática entre Coustakis y uno de sus consultantes.
—Sitúen a Nissenson en estado receptivo —ordena a su escritorio.
Coustakis, parpadeando rápidamente, visiblemente incómodo, dice:
—Antes, acláreme algo. Ese hombre, ¿verá todo lo que hay en mi mente? ¿Tendrá acceso a mis
secretos personales?
—No. No. Filtro la comunión con el mayor cuidado. Nada pasará de su mente a la de él, excepto
la naturaleza del problema que usted quiere que le resuelva. Y nada pasará de la de él a la de usted
excepto la respuesta.
—¿Y si no hay ninguna respuesta?
—La habrá.
Skein no devuelve el precio convenido en caso de no tener éxito, pero nunca ha sufrido ningún
fracaso. Por principio ya no acepta casos en los que se hace evidente la imposibilidad de resolverlos.
O Nissenson verá la solución que busca Coustakis, o le hará una sugerencia que conducirá a
Coustakis a descubrir esta solución por sí mismo. La comunión telepática es el elemento
fundamental. Una serie de discusiones suplementarias no conducirían a ningún lado. Coustakis y
Nissenson podrían estudiar las posibles soluciones durante meses, hacer uso de ordenadores durante
años, debatir juntos las dificultades durante decenios, sin hallar ninguna respuesta. Pero la comunión
crea una sinergia de mentes que es más importante que una simple suma de las facultades de los dos
cerebros. Es una unión de intuiciones, un factor multiplicador que siempre da como resultado el
místico destello de la revelación, el salto del intelecto.
—¿Y si utiliza los resultados de esta conexión en provecho propio? —pregunta Coustakis.
—Nuestros contratos se lo prohíben —dice enérgicamente Skein—. No hay la menor posibilidad.
Empecemos inmediatamente. Ahora.
El escritorio comunica que Nissenson, al otro extremo del mundo, en Sao Paulo, está preparado.
El talento de Skein no varía con la distancia. Sumerge rápidamente a Coustakis en condición
receptiva y se gira para observar las brillantes luces de sus unidades de acceso de datos. Aquellas
pequeñas lucecitas, parpadeantes y brillantes, despiertan su talento, palpitan al ritmo eléctrico de su
cerebro hasta que se eleva al nivel suficiente para permitir establecer una comunión. A medida que
aumenta, el otro Skein que está mirando, el prisionero temporal oculto tras su frente, hace frenéticos
esfuerzos para impedirle realizar el acto fatal. Detente. Detente. Vas a sobrecargarte. Son
demasiado fuertes para ti. Pero es más fácil detener a un planeta en su órbita. El curso del pasado es
inamovible; todo aquello ya ha ocurrido; el Skein que en silencio grita su sufrimiento no es más que
un observador, necesariamente pasivo, que está allí tan sólo para ver mutilarse a sí mismo.
Skein conecta a Nissenson a uno de los nódulos de su mente. Conecta a Coustakis a otro. Luego,
suavemente, los pone en contacto.
No hay ningún medio de prever la intensidad de las fuerzas que dentro de un momento van a
pasar por su cerebro. Ha hecho todo lo que podía, verificando los perfiles de personalidad de su
cliente y del consultante, pero esto no le proporciona mucha información. Lo que tanto Coustakis
como Nissenson pueden ser en tanto que individuos importa poco; es en lo que pueden convertirse
una vez en comunión a lo que hay que temer. La intensidad sinérgica es imprevisible. Ha vivido
durante un ciclo y medio con la posibilidad de ver su cerebro abrasado.
El contacto se establece.
Skein observador se estremece e intenta protegerse contra el shock. Pero no hay ninguna forma
de escapar. De la mente de Coustakis llega la descripción del transmisor de materia con una
exposición muy clara del problema de la difusión del rayo; Skein pasa todo aquello a Nissenson, que
inmediatamente se dedica a buscar una solución. Pero cuando sus dos mentes se unen, Skein se da
cuenta inmediatamente que no podrá controlar sus fuerzas aunadas. Esta vez, la sinergia va a
destruirle. Pero no puede retirarse; no existe ningún cortacircuito mental. Está atrapado, empalado.
La entidad Coustakis/Nissenson no va a soltarle, puesto que esto traería consigo su propia
destrucción. Una oleada de energía mental se derrama abrumadoramente a lo largo del vector de
comunión, de Coustakis hacia Nissenson, y rebota para regresar, palpitante, más fuerte aún, de
Nissenson hacia Coustakis. Se establece una oscilación frenética. Skein se da cuenta de lo que está
sucediendo: se ha convertido en el amplificador de su propio destino. El torrente de energía continúa
ganando potencia cada vez que regresa de Coustakis a Nissenson, de Nissenson a Coustakis.
Impotente, Skein ve cómo el efecto de acumulación de energía está creando una carga formidable. Y
la descarga no tardará en producirse, y es él quien va a recibirla. ¿Cuánto tiempo? ¿Cuánto tiempo?
El juggernaut llena los corredores de su mente. Ya no sabe cuál extremo del circuito es Nissenson y
cuál es Coustakis; no capta más que dos brillantes muros de poder mental entre los cuales él se
vuelve cada vez más y más delgado, un hilo vibrante de personalidad que se calienta, se calienta,
ahora empieza a brillar, desprende una gran cantidad de calor, con partículas de identidad huyendo
de él como otros tantos iones liberados...
Luego se descubre yaciendo en el suelo de su despacho, paralizado, con el rostro
convulsivamente apretado contra la alfombra psicosensitiva, mientras Coustakis, arrodillado junto a
él, grita incoherentemente:
—¿Skein? ¿Skein? ¿Skein? ¿Skein?

Como cualquier otro aparato cronométrico, nuestros relojes internos están sujetos a sus propios
desórdenes particulares y, pese a la gran concordancia que existe entre el tiempo personal y el
tiempo general, a resultas de un simple descuido pueden producirse divergencias. Mach hace notar
que, si un doctor concentrara su atención en la sangre de un paciente, podría tener la impresión
que ésta brotaba incluso antes que el bisturí llegara a tocar la piel y, por idénticas razones, ante
dos estímulos simultáneos, el más débil es generalmente el que es percibido más tarde... Una vida
normal exige la capacidad de recordar las experiencias en orden de mayor a menor importancia
antes que en el que se han desarrollado. Además, exige que nuestros recuerdos potenciales sean
razonablemente accesibles a la conciencia. Esos recuerdos potenciales no significan tan sólo una
perpetuación en nosotros de las representaciones del pasado, sino también una incesante reacción
entre esas representaciones y la incesante entrada de nuevas informaciones procedentes del mundo
exterior. Al igual que nuestro pasado puede hallarse al servicio de nuestro presente, nuestro
presente puede ser controlado a distancia por nuestro pasado. Utilizando las palabras de Shelley:
«La Memoria es rápida como el Pensamiento y golpea como la serpiente.»

—¿Skein? ¿Skein? ¿Skein? ¿Skein?


La botella está abierta y alguien le ayuda a salir. Su cabina está llena de intrusos. Skein reconoce
al robot del capitán, al médico y a algunos pasajeros, al curtido hombrecillo de Pingalore y a la
mujer de Globe Quince. La puerta de la cabina está abierta y sigue entrando más gente. El médico
hace un gesto como si quisiera abofetearle, y una nube cegadora de partículas blancas y metálicas
flota alrededor de la cabeza de Skein. La ligera sensación de zumbido y de cosquilleo le devuelven a
la conciencia.
—No ha respondido usted cuando la botella le anunció que habíamos pasado la zona de peligro
—declaró el médico—. Hemos atravesado el canal.
—¿La travesía se ha realizado sin problemas? Estupendo. Estupendo. Me he debido quedar
dormido.
—Si quiere pasar por la enfermería, por favor..., se trata tan sólo de una verificación de rutina...,
una pasada por el diagnostat...
—No, no. ¿Quieren irse todos, por favor? Estoy completamente bien, se lo aseguro.
A regañadientes, murmurando al respecto, abandonan la estancia. Skein bebe un largo trago de
agua fría hasta que siente que su cabeza se aclara de nuevo. Se planta firmemente de pie en medio de
la cabina, intentando captar la menor sensación de movimiento hacia adelante. La nave avanza ahora
a unos veinticinco millones de kilómetros por segundo. ¿Qué representan veinticinco millones de
kilómetros? ¿Qué representa un segundo? Para ir de Roma a Nápoles se necesitaba toda una mañana
por la autopista. De Tel-Aviv a Jerusalén se necesitaba desde el crepúsculo hasta la noche cerrada.
Se requería todo el tiempo comprendido entre la comida y la cena para ir de San Francisco a San
Diego, por el superpod. En cambio, ahora, mientras muevo mi pie tan sólo unos centímetros hacia
adelante atravesamos veinticinco millones de kilómetros. ¿De dónde a dónde? ¿Y para qué? Hace
veintiséis meses que no ve la Tierra. Cuando este viaje termine, los últimos restos de sus finanzas
habrán quedado agotados. Tal vez se vea en la necesidad de establecerse en el sistema de
Abbondanza; no tiene billete de regreso. Pero pese a todo sí puede desplazarse contra su voluntad
dentro de su propio cráneo, saltando de un punto a otro a lo largo de la línea temporal, en las garras
de las fugas.
Sale rápidamente de su cabina y se dirige al salón.
La nave es un crucero de segunda clase, ni demasiado lujoso ni decrépito. Lleva una veintena de
pasajeros, la mayor parte de los cuales, como él, efectúan el viaje sin billete de regreso. No ha
hablado directamente con ninguno de ellos, pero les ha oído muchas veces en el salón, y en estos
momentos podría colgarle a cada uno su biografía personal carente de interés. La mujer que acude a
reunirse con su marido convertido en pionero, y al que no ha visto desde hace cinco años. El
muchacho que vive de asignaciones y al que le han ordenado que ponga como mínimo una distancia
de diez mil años luz entre él y sus padres. El empresario de ojos brillantes, un comerciante fenicio
con sesenta siglos de retraso con respecto a su época, que quiere edificarse un imperio como
intermediario de intermediarios. Los turistas. El burócrata. El coronel. Skein destaca claramente
entre aquella colección: es el único que no ha realizado ningún esfuerzo para conocer ni para ser
conocido, y el misterio de su aislamiento los mantiene en ascuas.
Lleva su depresión como un bocio amarillento, colgante y arrugado. Cuando sus ojos tropiezan
por accidente con los de alguno de los demás pasajeros, parecen decir en silencio: ¿Ven mi
deformidad? Soy mi propio superviviente. He sido destruido, y he vivido para ver de nuevo mi
propia destrucción. Una y otra vez. Antes era un hombre saludable, fuerte. Mírenme ahora. Pero no
he pedido vuestra piedad, ¿comprenden?
Inclinado sobre la barra del bar, Skein pulsa un botón para pedir un ron filtrado. Su bebida llega,
y con ella el muchacho de las asignaciones, elegante, joven, insinuante. Guiña confidencialmente un
ojo a Skein, como diciéndole: Lo sé. Tú también estás huyendo.
—Es usted de la Tierra, ¿no? —le pregunta a Skein.
—Lo era.
—Me llamo Pid Rocklin.
—John Skein.
—¿Qué hacía usted allá abajo?
—¿En la Tierra? —pregunta Skein, y se alza de hombros—. Era Comunicador. Lo dejé hace
cuatro años.
—Oh —dice Rocklin, encargando una bebida—. Es un buen oficio, si uno posee el don.
—Yo poseía el don —dice Skein. Ese verbo en pasado, que no acentúa en exceso, es el máximo
de autocompasión que se permitirá. Bebe su vaso, y encarga otro. Sobre el bar, una reluciente
pantalla muestra el espacio, vacío aquí, más allá del Canal de Panamá, donde ayer había aún un
millón de soles brillando sobre aquel fondo de ébano. Skein imagina poder oír el silbido de las
moléculas que se deslizan sobre el casco a ochenta luces. Las ve como manchas brillantes, de
millones de kilómetros de largo, haciendo ¡zip!, y ¡zip!, y ¡zip!, mientras la nave continúa
avanzando. De repente se ve rodeado por una niebla púrpura y se hunde tan rápidamente en una fuga
futura que ni siquiera tiene tiempo de oponerle su habitual y fútil resistencia.
—¡Hey! ¿Qué le ocurre? —dice Pid Rocklin, avanzando hacia él—. ¿Se siente usted...? —y
Skein abandona el Universo.

Está en un mundo que cree es Abbondanza VI, y su familiar compañero, el hombre calavérico,
está a su lado, a la orilla de un mar anaranjado oleoso. Inician una vez más su discusión sobre el
tiempo. El hombre calavérico debe tener como mínimo ciento veinte años; se diría que su piel
cuelga sobre sus ojos, como si jamás hubiera sustentando carne, y su rostro es todo fosas nasales y
brillantes ojos. Huesudas órbitas, angulosos pómulos, un cráneo abultado y calvo. Su cuello, no más
grueso que la muñeca de un brazo, emerge de unos hombros que son todo arrugas.
—¿No te darás nunca cuenta que la casualidad no es más que una ilusión, Skein? —dice—. La
noción que uno puede tener de una serie consecutiva de acontecimientos no es más que un engaño.
Imponemos unas formas a nuestras vidas, hablamos de la flecha del tiempo, decimos que se desliza
de A a G, luego de Q hasta Z, establecemos la creencia que todo es lineal. Pero es falso, Skein. Es
falso.
—Siempre me has dicho lo mismo.
—Siento la obligación de despertar tu mente a la verdad. G puede llegar antes que A, y Z antes
que ambas. A la mayor parte de nosotros no nos gusta verlo de esta manera, de modo que
arreglamos las cosas según una sucesión que nos parece más lógica, al igual que un novelista situará
el motivo antes del crimen, y el crimen antes del arresto. Pero el Universo no es una novela. No
podemos obligar a la naturaleza a imitar el arte. Todo ocurre al azar, Skein, al azar, ¡al azar!
Observa. ¿Ves esto que deriva en el mar?
Las anaranjadas olas arrastran el abotagado cadáver de un animal azulado y peludo. Unos ojos
tristes muy abiertos, un hocico flácido, unos miembros rígidos. ¿Por qué no está hinchado de agua
ahora? ¿Qué es lo que lo mantiene en la superficie?
—El tiempo es un océano —dice el hombre calavérico—, y los acontecimientos derivan hacia
nosotros tan fortuitamente como los animales muertos sobre las olas. Nosotros los filtramos,
tamizamos aquello que nos parece que no tiene sentido, y nuestra conciencia los admite en lo que
parece ser su adecuada sucesión —se echa a reír—. ¡El gran fraude! El pasado no es más que una
serie de filmes deslizándose imprevisiblemente hacia el futuro. Y viceversa.
—No puedo aceptar esto —se obstina Skein—. Es una teoría demoníaca, caótica y nihilista. Es
idiota. ¿Tenemos cabellos grises antes de ser niños? ¿Morimos antes de nacer? ¿Los árboles se
vuelven semillas? Puedes negar la linealidad del tiempo tanto como quieras. No lo aceptaré.
—¿Puedes seguir diciendo esto después de todo lo que te ha pasado?
Skein inclinó la cabeza.
—Seguiré diciéndolo. Lo que me ha ocurrido es una enfermedad mental. Quizá yo esté loco, pero
el Universo no lo está.
—Al contrario. Tan sólo ahora tu mente ha sanado y has comenzado a ver las cosas tal como son
en realidad —insiste el hombre calavérico—. Lo malo es que te niegas a admitir la evidencia que
has comenzado a sentir. ¡Tus filtros ya no funcionan, Skein! ¡Te has liberado de la ilusión de la
linealidad! Ahora tienes una posibilidad de mostrar la ductilidad de tu mente. Aprende a vivir con la
auténtica realidad. Deja de querer imponer estúpidamente un orden artificial al fluir del tiempo. ¿Por
qué debe el efecto seguir a la causa? ¿Por qué la semilla no debe seguir al árbol? Porque sigues
aferrándote a un despreciable sistema de falsa evaluación de la experiencia, inútil y superado, pese a
que has conseguido liberarte de...
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!

—¿... bien, Skein?


—¿Qué ha ocurrido?
—Ha estado usted a punto de caerse de su taburete —dice Pid Rocklin—. Se ha puesto muy
pálido. He creído que le había dado algún tipo de ataque.
—¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Oh, tres o cuatro segundos, imagino. Le he sujetado para que no cayera, y ha vuelto a abrir los
ojos. ¿Quiere que le acompañe a su cabina? Aunque sería mejor que fuera a la enfermería.
—Perdone —dice Skein con voz ronca, y abandona el salón.

Cuando comenzaron las alucinaciones, poco después de la sobrecarga de Coustakis, al principio


creyó que se trataba de problemas de memoria provocados por la terrible sacudida que había sufrido.
La mayor parte de ellas reproducían muy claramente escenas de su pasado, que revivía durante los
momentos de las fugas con una intensidad tal que tenía la impresión de ser enviado hacia atrás en el
tiempo. No se trataba exactamente de recordar, sino que revivía la experiencia del pasado, siguiendo
un guión del que no podía cambiar nada mientras hablaba, actuaba y reaccionaba. Aquella serie de
extrañas incursiones en su memoria podían ser explicadas bastante fácilmente: su cerebro había
resultado dañado, y viejos fragmentos de experiencia surgían a la superficie en un esfuerzo por
desembarazarse de los restos provocados por el choque y cicatrizar las heridas. Pero así como las
vueltas hacia atrás eran comprensibles, los saltos hacia adelante no lo eran en absoluto, y no las
reconoció en ningún momento por lo que eran. Aquellas escenas en las que vagaba entre mundos
extraños, aquellas fantasmagóricas conversaciones con personas a las que jamás había visto,
aquellas visiones de cabinas de cruceros espaciales, aquellas salas de tránsito, aquellos hoteles poco
familiares y aquellas estaciones terminales de líneas interestelares le parecía que eran tan sólo
fantasmas, ilusiones que surgían al azar de su cerebro mutilado. Incluso cuando comenzó a darse
cuenta que aquellas fugitivas miradas a lo desconocido poseían una estructura consistente no captó
la verdad. Se veía a sí mismo realizar una especie de investigación, o quizá una peregrinación;
aquellos fragmentos de vida no vivida que podía observar comenzaron a formar un conjunto
coherente de viajes y de investigación. Y algunas escenas y algunas conversaciones se reproducían,
a veces varias veces en un mismo día, y el guión era siempre el mismo, tan exacto que terminó por
saber algunas de ellas palabra por palabra. Pese a la sólida consistencia de aquellos episodios,
persistió en considerarlos como simples y breves fragmentos de pesadillas. No podía comprender
por qué la herida recibida en su cerebro provocaba en él aquellos sueños despiertos de largos viajes
espaciales y de planetas desconocidos, tan nítidos y momentáneamente tan reales, aunque no le
parecieran más horribles que los retrocesos al pasado.
No fue hasta varios meses después del incidente con Coustakis que la verdad le alcanzó. Un día
se halló presa de un episodio que consideraba como uno de sus fantasmas. Era un pasaje menor que
ya había experimentado, totalmente o en parte, siete u ocho veces. En aquellas súbitas alucinaciones,
se encontraba en un jardín público, en una soleada mañana de primavera, de pie ante un enorme
edificio barroco, mientras un grotesco grupo de turistas no humanos pasaba junto a él en una
gruñente y chirriante procesión de escafandras de inhalación, ruedas respiratorias y máscaras
dispersadoras de iones. Eso era todo. Pero una citación a causa de una demanda judicial le obligó a
trasladarse a una ciudad de Carolina del Norte, unos catorce meses después de la sobrecarga y, tras
haberse presentado a la corte, se dedicó a pasear largamente por la sucia y decrépita metrópoli y
llegó, como por arte de encantamiento, ante una enorme puerta de metal tras la cual pudo ver un
denso y oscuro bosque: robles, rododendros y magnolias, plantados de modo elegante y formal. Una
placa situada cerca de la puerta decía que era propiedad de un millonario del siglo XIX, ahora
abierta al público y preservada en su estado original, pese a los empujes del crecimiento de la
ciudad. Skein compró una entrada e ingresó, siempre a pie, paseando durante lo que le parecieron
kilómetros por los frescos senderos cercados de hojas, hasta llegar a un recodo y emerger a la
deslumbrante luz del sol, hallándose ante la masa gris de una colosal mansión, de más de cien
habitaciones, tras una ornamentada fachada llena de columnas, con un masivo pórtico de donde
descendía una gran escalinata en espiral. Avanzó estupefacto, ya que se trataba del edificio que
había visto tantas veces en su ilusión, y mientras se acercaba vio las formas rojas, verdes y púrpuras
que atravesaban el pórtico, aquellos personajes retorcidos, hinchados bajo las envolturas de sus
trajes, aquella extraña horda de visitantes extraterrestres venidos a observar las maravillas de la
Tierra. Cabezas sin ojos, ojos sin cabezas, con numerosos miembros o con ninguno, cuerpos como
tumores y tumores que eran en realidad cuerpos, toda la imaginación del Universo manifestada en
aquellas formas de vida aglomeradas, tan extrañas y que sin embargo le parecían tan familiares. Pero
esta vez no se trataba de una alucinación. Aquella escena encajaba perfectamente en la sucesión de
acontecimientos que componían aquel día, en lugar de irrumpir como un sueño inoportuno. Y no se
desvaneció tras algunos instantes: la escena permaneció, nítida y clara, sin devolverle a la vida
«real». Aquella era la auténtica realidad, y él ya la había vivido.
Tales cosas le ocurrieron de nuevo otras dos veces en las siguientes semanas, hasta que
finalmente tuvo que aceptar la verdad en lo relacionado a sus fugas: estaba sujeto tanto a los saltos al
futuro como a los saltos al pasado, y lo que percibía eran fragmentos de su propio mañana.

T’ang, el gran rey del Shang, preguntó a Hsia Chi:


—Al principio, ¿había ya cosas individuales?
—Si no hubiera habido cosas entonces —respondió Hsia Chi—, ¿cómo podría haberlas ahora?
Si las próximas generaciones pretendieran que no había nada en nuestra época, ¿tendrían razón?
—Entonces, ¿las cosas no tienen antes ni después? —preguntó T’ang.
Y Hsia Chi respondió:
—Los fines y los orígenes de las cosas no tienen límites a partir de los cuales sean definidas. El
origen de una cosa puede ser considerado como el fin de otra; el fin de una cosa puede ser
considerado como el origen de la próxima. ¿Quién puede hacer una clara distinción entre esos
ciclos? No podemos saber lo que hay después de todas las cosas y antes de todos los
acontecimientos.

Alcanzan y atraviesan la estación propulsora de tránsito de Perseo, que es una torbellineante


anomalía celeste similar al Canal de Panamá, aunque no tan potente, y que aumenta la velocidad de
la nave hasta algo más de cien luces. Es la última aceleración del viaje; la nave mantendrá esta
velocidad durante dos días y medio, hasta que pase por Scylla, el principal centro de desaceleración
en esta parte de la galaxia, donde se sumergirá en un esponjoso campo de fuerza de veinte minutos
luz de diámetro y frenará a una velocidad sublumínica para entrar en el sistema de Abbondanza.
Skein pasa casi todo este tiempo en su cabina, comiendo muy raramente y durmiendo poco. Lee
casi constantemente, tomando obsesivamente de la considerable biblioteca de la nave un enorme y
heteróclito montón de libros. Rilke. Kafka. Eddington, The Nature of The Physical World. Lowry,
Hear Us O Lord From Heaven Thy Dwelling Place. Elias. Razhuminin. Dickey. Pound. Fraisse, La
Psicología del Tiempo. Greene, Dream and Delusion, Poe. Shakespeare. Marlowe. Tourneur. The
Waste Lana. Ulysses. Heart of Darkness. Bury, The Idea of Progress. Jung. Buchner. Pirandello. La
Montaña Mágica. Ellis. The Rack. Cervantes. Benheim. Fierst. Keats. Nietzsche. Su mente está llena
de imágenes y de pasajes de poemas, en cuya superficie flotan fragmentos de diálogos y de
dialéctica sin fundamento. Se sumerge brevemente en cada obra, como una polilla persiguiendo la
luz. Las palabras forman una escamosa costra en la superficie interna de su cráneo. Considera que
aquella pesada sobredosis literaria le ayuda en cierto modo a rechazar las fugas; su mente se siente
agobiada, atada quizás a la movediza línea del presente por aquella inerte masa de genio prestado, y
durante su frenético acceso de lectura se da cuenta que se desliza fuera de esta línea mucho más
raramente que en el próximo pasado. Su mente gira y gira. El hombre es una cuerda tendida entre el
animal y el Superhombre..., una cuerda por encima de un precipicio. Mi paciencia está llegando al
límite. ¡Mira, mira dónde la sangre de Cristo se derrama al firmamento! Una sola gota salvaría mi
alma. No pensé que la muerte hubiera destruido tanto. Esos fragmentos que he tomado para sostener
mis ruinas. Hoogspanning. Levensgevaar. Peligro de Muerte. Electricidad. Danger. Dame mi lanza.
Viejo Padre, viejo artesano, ayúdame, ahora y siempre. ¿Te gusta este jardín? ¿Porque es tuyo?
¡Nosotros rechazamos a aquellos que destruyen! Y entonces descendieron hasta la nave, lanzaron la
quilla contra las olas y avanzaron por el divino mar. No hay ninguna teoría «oficial» del tiempo,
definida en los credos o reconocida universalmente por todos los cristianos. La cristiandad no se
siente afectada por los aspectos puramente científicos de este tema ni, en gran medida, por su
análisis filosófico, excepto en el sentido que éste está ligado a una visión fundamentalmente realista
y por lo tanto no puede admitir, como hacen algunas filosofías orientales, que la existencia temporal
no es más que una ilusión. Un estremecimiento profundo ante la visión del muro abatido, el techo y
la torre en llamas, y Agamenón muerto. Majestuoso, el gordo Buck Mulligan aparece arriba en los
peldaños, llevando un bol de jabón sobre el que hay un espejo y una navaja. ¿En qué profundos
abismos o en qué lejanos cielos ardía el fuego de tu mirada? ¿Con qué alas se eleva? ¿Qué mano
osará tomar ese brasero? Estos fragmentos que he tomado para sostener mis ruinas. Hieronymo está
aún loco. Y me sentí como cualquier observador del cielo descubriendo un nuevo planeta.
Recientemente se ha admitido también que el concepto físico de la información es idéntico al fenó-
meno de la inversión de la entropía. El psicólogo debe añadir aquí algunas observaciones: No me
parece muy convincente afirmar que esta información es eo ipso idéntico a un poder de
organización que deshace la entropía. Datta. Dayadhvam. Damyata. Shantih shantih shantih.
Sin embargo, cuando la nave ha rebasado Scylia y disminuye su velocidad hacia los planetas de
Abbondanza, los períodos de fuga se hacen de nuevo más frecuentes, y se halla de nuevo atrapado
en la trampa, oscilando entre las sombras fugitivas del ayer y las del mañana.

Tras la sobrecarga de Coustakis, intentó proseguir como antes, del mejor modo que pudo.
Devolvió a Coustakis su dinero sin que este se lo hubiera exigido, ya que no le había sido de
ninguna ayuda ni podría serlo nunca más. La transmisión instantánea de la materia debería esperar.
Pero Skein tomó otros clientes. Conseguía siempre establecer las comuniones, en cierto modo, y
cuando el asunto era particularmente fácil podía incluso producir una respuesta sinérgica muy
adecuada.
Sin embargo, su trabajo era a menudo poco satisfactorio. Los contactos se interrumpían de
pronto, o bien, por el contrario, sus filtros se debilitaban y dejaban deslizarse el contenido completo
de la mente de su cliente a la de su consultante. Tales desastres le obligaron a hacer grandes gastos
médicos, y le acarrearon algunas demandas. Se vio obligado a aceptar una condición: si no había
sinergia, no había tampoco dinero. Y la mitad de las veces no recibía nada por sus esfuerzos. Pero
sus gastos seguían siendo los de antes: su despacho en la cúpula, su red de consultantes, su equipo
de investigación y todo lo demás. Sus tentativas de mantener su empresa hacían que las reservas
bancarias que había mantenido para prevenir dificultades como las presentes se fundieran como
hielo.
Nadie pudo detectar ningún deterioro orgánico en su cerebro. Por supuesto, se sabía tan poco
acerca del don de los Comunicadores que era imposible determinar gran cosa por medio del análisis
médico. Si no podían localizar el centro gracias al cual el Comunicador efectuaba sus comuniones,
¿cómo podían detectar el lugar que había sido dañado? Los archivos médicos no tenían ningún
valor; había once casos precedentes de sobrecarga, pero cada uno de ellos era fisiológicamente
único. Le dijeron que tal vez se curaría por sí mismo, y le despidieron. Algunos doctores le
administraron tratamientos estúpidos: ejercicios de conteo, parpadear según un ritmo dado, saltar
sobre la pierna izquierda, luego sobre la derecha, como si hubiera sufrido un ataque. Pero no se
trataba de eso.
Durante un cierto tiempo fue capaz de mantener su negocio gracias a su reputación. Luego,
cuando se empezó a saber que había sufrido un accidente y que ya no era tan bueno, los clientes
dejaron de venir. Incluso la seguridad con respecto a que no iban a tener que pagar nada excepto en
caso de éxito dejó de atraerles. Al cabo de seis meses se sentía feliz cuando tenía un cliente en toda
una semana. Rebajó sus precios, y aparentemente esto no hizo más que empeorar las cosas, de modo
que volvió a elevarlos casi hasta el nivel donde se hallaban en la época de la sobrecarga. Los asuntos
marcharon un poco mejor por un breve tiempo, como si la gente tuviera la impresión que Skein
estaba curado. Pero sus servicios seguían siendo imperfectos. Comuniones confusas y vacilantes,
imprevistos saltos atrás, problemas de filtraje, insuficiencias de información o una sobreabundancia
de intercambios.
—Contrate un seguro sobre su mente antes de ir a Skein —se comentaba ahora.
Las fugas vinieron a añadirse a sus dificultades profesionales.
Nunca sabía cuando las alucinaciones se iban a apoderar de él. Podía producirse durante una
comunión, y de hecho se producía a menudo. Una vez se trasladó al momento de la comunión
Coustakis-Nissenson, y ofreció a su aterrorizado cliente una repetición de su sobrecarga. Una vez,
aunque no comprendió en aquel momento lo que le estaba ocurriendo, fue tomado por un salto al
futuro y arrastró a su cliente con él a una jungla escarlata en un mundo de formaldehído, pero
cuando Skein regresó a su presente el cliente se quedó en la jungla escarlata. Esta vez también hubo
un proceso.
Los desplazamientos temporales le arrastraban a efectuar malas estimaciones. Aceptaba a clientes
a los que no podía satisfacer, y perdía el tiempo con ellos. Rechazaba a gente a la que podría haber
podido ayudar en su propio interés. Como ya no estaba firmemente anclado en su presente, sino
presa de oscilaciones aleatorias en un período de una veintena de años en el pasado o en el futuro,
perdió la gran perspicacia sobre la que había basado antes sus juicios profesionales. Su rostro se ajó,
enflaqueció. En cuatro meses fue presa de un torbellino de dudas espirituales que le condujeron a
una completa sumisión, luego a un rechazo total de la fe. Cambiaba de abogado casi cada semana.
Vendió sus bienes en condiciones invariablemente catastróficas para pagar las facturas que se iban
acumulando.
Un año y medio después de la sobrecarga, anuló oficialmente su registro y cerró su oficina. Los
procesos por daños y perjuicios duraron aún seis meses. Finalmente, con el dinero que aún le
quedaba, tomó un billete en un crucero espacial y partió en busca de un mundo con arena púrpura y
árboles de hojas azules en el cual, a menos que sus fugas le hubieran jugado una mala pasada, debía
poder hallar el medio de reparar su mente rota.
Ahora la nave ha vuelto al espacio convencional de cuatro dimensiones, y se arrastra hacia el
planeta a casi la mitad de la velocidad de la luz. En las pantallas se delinea como un collar de
estrellas; el espacio está lleno aquí. El capitán le señalará Abbondanza a cualquiera que se lo
solicite: un sol color anaranjado, mayor que el de la Tierra, rodeado por una docena de puntos
brillantes que son sus planetas. Los pasajeros se muestran muy excitados. Murmuran, ríen, hacen
suposiciones, anticipan. Nadie permanece silencioso, excepto Skein. Es consciente de algunas
relaciones amorosas: él mismo ha debido rechazar algunos ofrecimientos en los últimos tres días. Ha
dejado de leer e intenta purgar su mente de todo lo que ha metido en ella. Las fugas han empeorado.
Debe escribirse notas a sí mismo, recordándose cosas como: Eres un pasajero a bordo de una nave
con destino a Abbondanza VI, donde llegarás dentro de unos días, a fin de no olvidar cuál de
aquellas tres líneas temporales inextricablemente mezcladas es la verdadera.

De repente, está con Nilla en aquella isla en el golfo de México, a bordo de un pequeño bote de
excursiones. El tiempo no pasa por aquel lugar, uno podía jurar que se hallaba casi en el siglo XX.
Las cuerdas lacias y gastadas del aparejo. El abollado motor, convertido de combustión interna a
turbina. Los bigotudos bandidos mexicanos que hoy serán sus guías. Nilla, enrollando
nerviosamente su larga cabellera rubia y diciendo:
—¿No me marearé, John? El bote avanza directamente por sobre la superficie del agua, ¿no? ¿Ni
siquiera planearé un poquito?
—Es terriblemente arcaico —dice Skein—. Por eso precisamente estamos aquí.
El capitán les ayuda a subir. Juan, Francisco, Sebastián. Hermanos. Los hermanos *. Metros de
blancos dientes reluciendo bajo sus colgantes bigotes. Con un horrísono rugido el bote se aleja del
muelle. El pueblecito hecho de casas encaladas desaparece muy pronto de la vista, y avanzan a sacu-
didas hacia el este, a lo largo de la costa, con el agua verde de la orilla a su izquierda, el océano azul
a la derecha. El sol matutino golpea con fuerza.
—¿Puedo tomar un baño de sol? —pregunta Nilla. Está poco segura de sí misma; él nunca la ha
visto así, tan vacilante, tan nerviosa. México le ha quitado su aplomo neoyorkino.
—¿Por qué no? —dice Skein.
Ella deja caer sus ropas. Debajo no lleva más que un minúsculo pantaloncito de baño; sus
pesados senos parecen blancos y vulnerables a la luz tropical, sus pequeños pezones tienen un color
rosa pálido. Skein vaporiza sobre ella una loción protectora, y ella se tiende sobre el puente. Los
hermanos la observan ávidamente y hablan entre sí en voz baja y gutural. No es español. ¿Maya,
quizá? Aquí, los autóctonos no han conseguido aceptar nunca la desenvuelta desnudez de los
turistas. Nilla, visiblemente molesta, se gira y se tiende boca abajo. Su larga y arqueada espalda
reluce.
Juan y Francisco empiezan a gritar. Skein mira en la dirección que señalan. ¡Marsopas! Una
docena de marsopas retozando ante la proa, justo delante del bote, saltando muy arriba y volviendo a
caer con elegancia en el agua azul. Nilla lanza un grito de alegría y se precipita hacia la borda para
contemplar mejor el espectáculo, cubriéndose los senos con los brazos.
—No tienes por qué hacer eso —murmura Skein. Pero ella sigue cubriéndose.
—Son adorables —murmura suavemente.
Sebastián se acerca a ellos.
—Amigos —dice—. Son amigos. Míos—. Las marsopas, brillando bajo el sol, desaparecen. El
bote prosigue su marcha a sacudidas, acercándose a la magnífica orilla de la isla, desierta y
sembrada de palmeras. Un poco más tarde echan el ancla, y él y Nilla se colocan sus gafas de buceo
y van a nadar, admirando los jardines de coral. Cuando se izan de nuevo hasta el puente es casi
mediodía. El sol difunde un calor tórrido.
—¿Comida? —pregunta Francisco—. ¿Una buena comida ahora?
—¡Me muero de hambre! —grita Nilla, riendo. Ya no oculta su cuerpo.
—Les prepararemos una buena comida —dice Francisco, sonriente, y él y Juan saltan por la
borda. En la poco profunda agua, se les distingue claramente contra la blanca arena del fondo.
Llevan fusiles de pesca submarina, y se sumergen conteniendo la respiración. Demasiado tarde,
Skein se da cuenta de lo que están haciendo. Francisco extrae tras una roca una langosta que se
debate furiosamente. Juan arponea un gran cangrejo de color pálido. Recoge también tres caracolas,
asciende a la superficie, arroja sus presas por la borda. Francisco llega con la langosta. Los animales
no están muertos; se arrastran lastimosamente sobre el puente a medida que se van desecando.
Horrorizado, Skein se gira a Sebastián y le pide:
—Diles que paren. No tenemos tanta hambre como esto.
Sebastián, que está preparando una especie de ensalada, sonríe y se alza de hombros. Francisco
ha traído otro cangrejo, más grande que el primero.
—¡No más! —dice Skein—. ¡Basta! ¡Basta!
Juan, chorreante, echa otras tres caracolas.
—Ustedes nos pagan bien —dice—. Nosotros les daremos una buena comida.
Skein agita la cabeza. El puente se convierte en un matadero para la vida del océano. Ahora,
Sebastián está activamente ocupado con las caracolas, extrae su carne, y la deja caer en un gran bol
para que se adoben en un líquido amarillo verdoso.
—¡Basta! —grita Skein. ¿Es esta la palabra exacta en español? Sabe que se dice así en italiano.
Los hermanos parecen divertidos. El mar está lleno de vida, parecen decirle. Les daremos una buena
comida. De repente, Francisco aparece trayendo algo inmenso. ¡Una tortuga! ¡Dieciocho, veinte
kilos! La broma ha ido demasiado lejos.
—No —dice Skein—. Escuchen, tengo que prohibir esto. Esas tortugas son una raza casi extinta.
¿Comprenden? Muerto. Perdido. Desaparecido. No comeré tortuga. Échenla. Échenla.
Francisco sonríe. Agita la cabeza. Ata diestramente las aletas de la tortuga con una cuerda.
—No es para comer, señor. Es para nosotros. Para vender. Mucho dinero.
Skein no puede hacer nada. Francisco y Sebastián han comenzado a abrir los cangrejos y las
langostas. Juan echa pimienta al bol donde se adoba la carne de las caracolas. Trozos de animales
muertos jalonan el puente.
—¡Oh, me muero de hambre! —dice Nilla. Ahora se ha quitado también el pantaloncito de baño.
La tortuga contempla toda aquella escena con sus redondos ojos. Skein se estremece. Auschwitz,
piensa. Buchenwald. Para los animales, esto es Buchenwald cada día.

Arena púrpura, árboles de hojas azules. Un mar anaranjado que reluce un poco más lejos, al
oeste, bajo un sol color limón.
—No está muy lejos —dice el hombre calavérico—. Puedes llegar hasta allí. Paso a paso.
—Estoy sin aliento —dice Skein—. Esas colinas...
—Yo tengo dos veces tu edad y no estoy cansado.
—Tú estás en mejores condiciones. Hace meses que viajo encerrado de nave en nave.
—Está muy cerca —dice el hombre calavérico—. A un centenar de metros de la playa.
Skein se obliga a continuar. El calor es horrible. Le cuesta caminar por la deslizante arena.
Tropieza por dos veces con unas plantas negruzcas cuyas carnosas raíces forman un inextricable
entretejido a pocos centímetros por debajo de la superficie de la arena; algunas retorcidas radículas
emergen aquí y allá. Sufre incluso una breve fuga, un salto atrás de siete segundos a una estancia en
Jerusalén. En alguna parte, en lo más profundo de su mente, se siente divertido: un salto atrás en un
salto adelante. Alucinaciones concéntricas. Cuando emerge de nuevo, se pone en pie y se sacude la
arena que mancha sus ropas. Diez pasos más adelante, el hombre calavérico se detiene y dice:
—Ahí es. Mira hacia abajo, hacia el pozo.
Skein ve un cráter en forma de embudo justo ante él. Debe tener unos cinco metros de diámetro al
nivel del suelo, y la mitad al fondo, seis o siete metros más abajo. Lo que le impresiona es el hecho
que el agujero está formado por una serie de círculos perfectos que forman un tronco de cono. Sus
bordes son lisos y duros, casi vitrificados, y la arena tiene un color marrón. En el pozo,
apaciblemente tendido en el fondo plano, se halla algo que se parece a una ameba dorada del tamaño
de un gato grande. Una hilera de ojos redondos de color negroazulado orla la joroba de su espalda.
Un suave halo verde se difumina de todo su cuerpo.
—Desciende hasta él —dice el hombre calavérico—. La intensidad de su poder disminuye en
función del cuadrado de la distancia; desde aquí ni siquiera puedes captarlo. Desciende. Deja que se
ocupe de ti. Fusiónate con él. ¡Establece una comunión, Skein, establece una comunión!
—¿Y él va a curarme? ¿Para que pueda vivir como antes de todo esto?
—Si tú le dejas curarte, él lo hará. Esto es lo que desea hacer. Es un organismo completamente
bienhechor. Es experto en reparar las mentes destrozadas. Déjalo entrar en tu cráneo; déjale
descubrir el lugar dañado. Puedes tenerle confianza. Desciende.
Skein se estremece al borde del cráter. Abajo, la criatura ondula y se modifica, haciéndose
primero ancha y aplastada, luego alta y gruesa, hasta reasumir finalmente su forma
fundamentalmente circular. Su color aumenta en intensidad hasta el escarlata, y su halo se desliza
hacia el amarillo. Como si se tensara y se ajustara a sí misma. Parece estar esperándole. Parece
impaciente. Esto es lo que él ha buscado durante tanto tiempo, yendo de planeta en planeta. El
hombre calavérico, la arena púrpura, el pozo, la criatura. Skein se quita sus sandalias. ¿Qué puedo
perder? Permanece por unos instantes sentado al lado del pozo; luego se deja caer, deslizándose de
tanto en tanto, y aterriza suavemente en el fondo, muy cerca de la criatura que está esperando. In-
mediatamente capta su poder mental.

Penetra en la enorme y desolada caverna que es la catedral de Haghia Sophia. Algunos guías
turcos aguardan apoyados contra las enormes columnas de mármol. Los turistas arrastran sus pies a
derecha e izquierda, leyéndose mutuamente, esto y aquello de los pequeños manuales de hojas de
plástico. Un rayo de luz penetra por alguna improbable abertura e ilumina el púlpito musulmán.
Skein cree oír un repiquetear de campanas y sentir el picor del incienso en su nariz. ¿Pero cómo
puede ser? Hace más de mil años que no se celebra aquí ningún rito cristiano. Un turco aparece ante
él.
—¿Desea que le enseñe los mosaics? —dice. Mosaics—. ¿Ayudarle a comprender este
espléndido edificio? Un dólar. ¿No? ¿Quizá cambiar dinero? Le haré un buen cambio. Dólares,
marcos, eurocréditos, cualquier moneda. ¿Habla usted inglés? ¿Le enseño los mosaics?
El turco desaparece. Las campanas suenan cada vez más fuerte. Una hilera de sacerdotes
encorvados, vestidos con ropas de seda blanca, aparece tras el altar, cantando en..., ¿en qué? ¿en
griego? El techo está incrustado de gemas. Las placas de oro brillan por todas partes. Skein percibe
la gran complejidad de aquella catedral, que ahora hormiguea con vida, todo un universo sumergido
en aquella penumbra, un millar de capillas donde se apelotonan los adoradores, largas hileras para
orinar en las criptas, un mercadillo en el balcón, collares de joyas cambiando de manos en transac-
ciones murmuradas, bebés naciendo tras los sarcófagos de alabastro, campanillas tintineando,
duques que se saludan con una inclinación de cabeza, nubes de incienso caracoleando hacia la
cúpula, los personajes de los mosaicos, redivivos, haciendo la señal de la cruz, sonriendo, enviando
besos, y las columnas moviéndose ahora, hinchándose y empezando a oscilar, y toda la colosal
estructura deslizándose y vacilando y fundiéndose. Y un ballet de turcos.
—¿Quiere ver los mosaics?
—¿Cambiar dinero?
—¿Postales? ¿Recuerdos de Estambul?
Y un rostro norteamericano, rubicundo y sudoroso:
—Usted es John Skein, ¿no? El Comunicador. Trabajamos juntos en el problema de la cámara de
fusión, en el cincuenta y tres.
Y Skein que agita la cabeza.
—Debe usted equivocarse —dice en italiano—. No soy tal persona. Perdone. Perdone —y se une
a la fila de los sacerdotes que cantan.

Arena púrpura, árboles de hojas azules. Un mar anaranjado bajo un sol color limón. Mirando
desde la terraza superior de la terminal, una hora después del aterrizaje, Skein ve una hilera de torres
hoteles bordeando la cercana playa. Inmediatamente nota que hay algo que no funciona: no debería
haber hoteles allí. El planeta correcto no tiene tales torres; así, entonces, este no es tampoco el
planeta correcto.
Una completa desorientación se apodera de él cuando intenta situarse en la cadena de
acontecimientos. ¿Dónde estoy? A bordo de un crucero en dirección a Abbondanza VI. ¿Qué es lo
que veo? Un mundo que ya he visitado. ¿Cuál? El que tenía los hoteles. El tercero de siete, ¿no es
así?
Ya ha visto antes este planeta, en sus saltos hacia adelante. Mucho antes de abandonar la Tierra
para iniciar su búsqueda, contemplaba aquellos hoteles, aquella playa. Ahora vuelve a verlos en sus
saltos hacia atrás. Esto le intriga. Tiene que intentar considerarse como un punto que se desplaza en
el tiempo, contemplar la escena primero desde este punto de vista, luego desde el otro.
Examina su yo pasado en la terminal. Antes había sido su yo futuro. Qué confuso es todo, cómo
se embrolla inútilmente.
—Busco a un viejo terrestre —dice—. Debe tener ciento o ciento veinte años. Su rostro se parece
a una calavera..., nada de carne en él, realmente. Un hombre frágil. ¿No? Bueno, ¿puede decirme si
este planeta posee una especie viva más o menos de este tamaño, una especie como una masa de
gelatina dorada, que vive en pozos cerca de las playas y...? ¿No? ¿No? ¿Me dice que le pregunte a
algún otro? Por supuesto. ¿Y quizá una habitación en un hotel? Puesto que he hecho todo este
camino.
Comienza a sentirse cansado de ir a parar siempre a planetas equivocados. Qué absurdo,
malgastar sus últimos recursos en la búsqueda de un mundo entrevisto en un sueño. Había creído
que los planetas que poseían arenas púrpuras y árboles con hojas azules serían raros, pero no, en un
universo infinito pueden encontrarse docenas de no importa qué, y ahora ha malgastado la mitad de
su dinero y casi un año, visitando dos planetas y luego este sin descubrir lo que estaba buscando.
Va al hotel donde le han reservado una habitación. La playa está repleta de gentes tomando el sol,
gentes que en su mayor parte vienen de la Tierra. «Escuchen», quiere decirles. «Tengo este
problema con mi cerebro, una vieja herida, y me da esas visiones de mí mismo en el pasado y en el
futuro, y una de esas visiones representa un lugar donde hay un hombre con un rostro como una
calavera que me conduce hasta una especie de ameba que vive en un pozo y que puede curarme,
¿entienden? Y es un planeta donde hay una arena púrpura y árboles con hojas azules, exactamente
como éste, y supongo que si busco durante mucho tiempo terminaré por encontrarlo, así como al
hombre calavérico y a la ameba, ¿entienden? Y quizá este sea el planeta correcto después de todo,
pero yo no estoy en la región adecuada. ¿Qué es lo que puedo hacer? ¿Qué esperanzas creen que
puedo tener realmente?» Éste es el tercer mundo. Sabe que deberá visitar muchos otros antes de
hallar el adecuado. ¿Pero cuántos? ¿Cuántos? ¿Y cuándo sabrá finalmente que lo ha hallado?
De pie en la playa, silencioso, siente la confusión apoderarse de él y se desliza a una fuga, y es
proyectado a otro mundo. Arena púrpura, hojas azules. Un gordo y amigable cónsul pingaloriano.
—¿Un hombre calavérico? No, no puedo decir que conozca a nadie así.
¿Qué mundo es este?, se pregunta Skein. ¿Uno de los que ya he visitado, o uno de aquellos en los
que aún no he estado? Se siente aturdido por las numerosas densidades de las alucinaciones. El
pasado, el presente y el futuro forman como un nudo que le ahoga. Planos de realidad huyendo,
secuencias de vida entremezclándose. Arena púrpura, hojas azules. ¿Qué planeta es? ¿Cuál entre
tantos? ¿Cuál? Está de vuelta en la atestada playa. Un sol color limón. Un mar anaranjado. Está de
vuelta en su cabina a bordo del crucero. Ve una nota escrita de su puño y letra: Eres un pasajero a
bordo de una nave con destino a Abbondanza VI, donde llegarás dentro de unos días. Así entonces,
todo no era más que una visión. Se siente desconcertado por todos esos mundos idénticos. Arena
púrpura, árboles con hojas azules. Le gustaría saber cómo llorar.

En lugar de tener un cliente y un consultante para la comunión de hoy, Skein tiene dos clientes.
Un hombre y una mujer, Michaels y la señora Schumpeter. La comunión es de una naturaleza
insólitamente íntima. Michaels ha estado casado seis veces, y varios de sus matrimonios se han di-
suelto en circunstancias dolorosas. La señora Schumpeter, una mujer bastante rica, ama a Michaels,
pero no tiene confianza en él; quiere echar primero una ojeada en su mente antes de posar su pulgar
en el cubo matrimonial. Skein se encargará de ello. El pago ha sido hecho ya a su cuenta. Este tipo
de negocios requiere unas ciertas precauciones. Si a ella no le gusta lo que halla en la mente de su
pareja, puede que no se celebre el matrimonio, pero al menos Skein ya habrá cobrado.
Conecta a Michaels a un nódulo de su mente. La señora Schumpeter a otro. Skein abre sus filtros.
—Ahora van a encontrarse de nuevo por primera vez —les dice.
Michaels se precipita hacia ella. La señora Schumpeter se precipita hacia él. Skein no es más que
el canal de comunicación. Por él pasan las ambiciones, las traiciones, los fracasos, el orgullo, los
deterioros, las disputas, las mentiras, los celos, la generosidad, las vergüenzas y las locuras de aque-
llos dos seres humanos. Si lo desea, puede examinar los pecados más secretos de la señora
Schumpeter y los deseos más tenebrosos de su futuro esposo. Pero nada de eso le importa. Ve tales
cosas todos los días. No siente el menor placer en espiar a esos dos clientes. ¿Acaso un cirujano se
excitaría ante la vista de las trompas de Falopio de la señora Schumpeter o del páncreas de
Michaels? Skein se contenta con hacer su trabajo. Él no es un mirón, sino tan sólo un Comunicador.
Se considera a sí mismo como un servicio público.
Cuando corta el contacto, tanto la señora Schumpeter como Michaels están anegados en lágrimas.
—¡Te quiero! —gime ella.
—¡Apártate de mí! —murmura él.

Arena púrpura. Hojas azules. Mar oleoso y anaranjado.


—¿No te darás nunca cuenta que la causalidad no es más que una ilusión, Skein? La noción que
uno puede tener de una serie consecutiva de acontecimientos no es más que un engaño. Imponemos
unas formas a nuestras vidas, hablamos de la flecha del tiempo, decimos que se desliza de A a G,
luego de Q hasta Z, establecemos la creencia que todo es lineal. Pero es falso, Skein. Es falso.
—Siempre me has dicho lo mismo.
—Siento la obligación de despertar tu mente a la verdad. G puede llegar antes que A, y Z antes
que ambas. A la mayor parte de nosotros no nos gusta verlo de esta manera, de modo que
arreglamos las cosas según una sucesión que nos parece más lógica, al igual que un novelista situará
el motivo antes del crimen, y el crimen antes del arresto. Pero el Universo no es una novela. No
podemos obligar a la naturaleza a imitar el arte. Todo ocurre al azar, Skein, al azar, ¡al azar!

—¿Medio millón?
—Medio millón.
—Usted sabe que no tengo tanto dinero en el banco.
—No perdamos el tiempo, señor Coustakis. Posee usted bienes. Puede hipotecarlos. Un crédito se
obtiene fácilmente.
Skein espera a que el inventor haya obtenido su préstamo.
—Ahora podemos empezar —dice, y ordena a su escritorio—: Sitúen a Nissenson en estado
receptivo.
—Antes, acláreme algo —dice Coustakis—. Ese hombre..., ¿verá todo lo que hay en mi mente?
¿Tendrá acceso a mis secretos personales?
—No. No. Filtro la comunión con el mayor cuidado. Nada pasará de su mente a la de él, excepto
la naturaleza del problema que usted quiere que le resuelva. Y nada pasará de la de él a la de usted
excepto la respuesta.
—¿Y si no hay ninguna respuesta?
—La habrá.
—¿Y si utiliza los resultados de esta conexión en provecho propio?
—Nuestros contratos se lo prohíben. No hay la menor posibilidad. Empecemos inmediatamente.
Ahora.
—¿Skein? ¿Skein? ¿Skein? ¿Skein?

El viento empieza a soplar. La arena, arrastrada, tiñe el cielo de gris. Skein asciende la pared del
pozo y se tiende en su borde, jadeante. El hombre calavérico le ayuda a levantarse.
Skein ha visto ya cientos de veces esas mismas imágenes.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunta el hombre calavérico.
—Extraño. Bien. Mi cabeza parece aclararse.
—¿Ha habido comunión?
—Oh, sí. Sí.
—¿Y?
—Creo que estoy curado —dice Skein, maravillado—. Mi fuerza ha vuelto. Antes, ¿sabes?, me
sentía realmente disminuido, una miniversión de mí mismo. Y ahora. Y ahora. —Proyecta hacia
adelante una de sus terminaciones mentales. Encuentra la mente del hombre calavérico. Skein tiene
la sensación de una pared opaca: puede tocar la mente del otro, pero no puede penetrar en ella—.
¿Tú también eres un Comunicador? —pregunta, sorprendido.
—En un cierto sentido. Sé que me estás tocando. Te sientes mejor, ¿no?
—Mucho. Mucho. Mucho.
—Te lo había dicho. Ahora tienes una nueva oportunidad, Skein. Tu talento te ha sido devuelto.
Gracias a nuestro amigo en el pozo. Le gusta ayudar a la gente.
—¿Skein? ¿Skein? ¿Skein? ¿Skein?

Concebimos el tiempo ya sea como transitorio, ya sea como permanente. El problema es: ¿cómo
conciliar ambos conceptos? Desde un punto de vista formal, no hay ninguna dificultad, ya que esas
propiedades pueden ser conciliadas por el concepto de una duratio successiva. Cada unidad tem-
poral tiene esta característica de una permanencia que fluye: una hora fluye mientras dura y
durante tanto tiempo como dura. Su fluir es pues idéntico a su duración. El tiempo, desde este punto
de vista, es transitorio; pero su paso dura siempre.
Durante los primeros meses de su dolencia sus fugas le condujeron muy a menudo al futuro. Se
vio a sí mismo ante la gran mansión del siglo XIX, en una docena de despachos de abogados, en
hoteles, en astropuertos, en naves espaciales, se vio discutiendo con el hombre calavérico acerca de
la naturaleza del tiempo, estremeciéndose al borde del pozo, saliendo de él curado, errando de
planeta en planeta, buscando cuál era el correcto, aquel con la arena púrpura y los árboles de hojas
azules. Y con el tiempo, esos saltos hacia adelante penetraron en el flujo del presente; fue hasta
aquella gran mansión, recorrió aquellos hoteles y aquellos astropuertos, erró entre aquellos planetas.
Ahora, a medida que se acerca a Abbondanza VI, sufre numerosos saltos hacia atrás y relativamente
pocos saltos hacia adelante, y esos saltos hacia adelante parecen estar limitados a una duración
bastante corta, que cubre su aterrizaje en Abbondanza VI, su primer encuentro con el hombre
calavérico, su marcha hacia el pozo, y su salida de la morada de la ameba, finalmente curado. Nunca
hay nada más allá de aquella escena final. Se pregunta si el tiempo va a detenerse para él en
Abbondanza VI.

La nave aterriza en Abbondanza VI con medio día de adelanto sobre el horario previsto. Hay que
someterse a las habituales operaciones de descontaminación, y mientras se efectúan, Skein descansa
en su cabina, contando los minutos que le separan de la libertad. Está curiosamente seguro que éste
se trata del mundo en el que va a encontrar al hombre calavérico y la bienhechora ameba. Por
supuesto, ha sentido ya esa misma sensación antes, contemplando desde otras astronaves otros
planetas que poseían la misma coloración, y cada vez se equivocaba. Pero la intensidad de esta
certeza es ahora algo nuevo. Está seguro que su búsqueda está tocando a su fin.
—Se inicia el desembarco —anuncian los altavoces.
Se une a la fila de pasajeros que descienden. Los demás sonríen, se abrazan, murmuran; han
hecho amigos e incluso se han emparejado durante el viaje. Él permanece apartado. Nadie le ha
dicho adiós. Sale a una terminal brillantemente iluminada, un gran cubo de cristal que se parece a
todas las otras terminales diseminadas por los miles de mundos que el hombre ha alcanzado. Podría
igualmente hallarse en Chicago, en Johannesburgo o en Beirut: siempre la misma escena de
maleteros, de ventanillas de reserva, de aduaneros, de personal de hoteles, de choferes de taxi, de
guías. Una epidemia de semejanzas que se extiende por todo el Universo. Al salir de la oficina de la
aduana, Skein se ve asaltado. ¿Desea un taxi, una habitación de hotel, una mujer, un hombre, un
guía, un terreno para construir, un sirviente, un billete para Abbondanza VII, un vehículo privado,
un intérprete, un banco, un teléfono? El tumulto sumerge a Skein en tres fugas consecutivas de diez
segundos, todas ellas vueltas hacia atrás; se halla de nuevo en un día lluvioso en Tierra del Fuego,
establece una comunión para ayudar a un productor de espectáculos aéreos a perfeccionar la puesta
en escena de su última fantasía, y apoya su palma contra un cubo para dictar los términos de un
contrato a Nicholas Coustakis. Luego Coustakis se desvanece, la terminal reaparece, y Skein se da
cuenta que alguien acaba de sujetarle por el brazo izquierdo, inmediatamente por debajo del codo.
Unos huesudos dedos se clavan en su carne. Es el hombre calavérico.
—Ven conmigo —le dice—. Te llevaré hasta allá donde deseas ir.
—¿Esta vez no se trata de otro salto hacia adelante? —pregunta Skein, como se ha visto a sí
mismo preguntar tan a menudo en el pasado—. Quiero decir, ¿estás realmente conmigo?
Y, como Skein ha oído responder tantas veces en el pasado, el hombre calavérico dice:
—No, esta vez no es otro salto hacia adelante. Estoy realmente aquí para llevarte.
—Gracias a Dios. Gracias a Dios. Gracias a Dios.
—Es por aquí. ¿Tienes a mano tu pasaporte?
Las mismas familiares palabras. Skein está preparado para descubrir que no se trata más que de
otra fuga, y espera de un momento a otro regresar a la frustrante realidad. Pero no, la escena no se
disipa. Permanece nítida. Permanece. Por fin ha alcanzando ese momento particular, y lo toma
consigo y lo encierra, como una perla, en la concha del presente. Se apresura a salir de la terminal.
El hombre calavérico le ayuda con las formalidades. ¡Qué delgado está! ¡Cómo brillan sus ojos, qué
desecado es su rostro! Aquellas horribles y huesudas órbitas que surgen bajo la piel de la frente.
Aquellas arrugadas mejillas. Skein espera oír de un momento a otro el entrechocar de sus costillas.
Un violento puñetazo, y no quedará de él más que una nube de polvo blanco que caerá lentamente al
suelo.
—Conozco tu problema —dice el hombre calavérico—. Te has visto atrapado en las fauces de la
entropía. Ella te está devorando. El daño que ha sufrido tu mente te ha sumergido en una situación
que no puedes dominar. Podrías dominarla si tan sólo aprendieras a adaptarte a la naturaleza de las
percepciones que tienes actualmente. Pero no vas a hacerlo, ¿verdad? Y quieres ser curado. Bueno,
puedes ser curado aquí, todo va bien. Al menos, más o menos curado. Te conduciré hasta allí.
—¿Qué quieres decir con: yo podría dominarla, si tan sólo aprendiera a adaptarme?
—Tu accidente te ha liberado. Te ha hecho descubrir la verdad acerca del tiempo. Pero te niegas
a verla.
—¿Qué verdad? —pregunta Skein con voz neutra.
—Todavía sigues intentando pensar que el tiempo fluye simplemente desde alfa hasta omega,
desde ayer hacia hoy y luego hacia mañana —dijo el hombre calavérico mientras avanzaban
lentamente por la terminal—. Pero es falso. La idea del tiempo que fluye hacia adelante es una
mentira que nos imponemos en nuestra infancia. Una abstracción aceptada de común acuerdo para
que podamos enfrentarnos más fácilmente al problema. La realidad es que los acontecimientos
llegan al azar, que el flujo cronológico no es más que la suma de nuestras alucinaciones, que si
puede decirse que el tiempo «fluye» hay que decir que fluye en todas direcciones a la vez. Así,
entonces...
—Espera —dijo Skein—. ¿Cómo explicas tú las leyes de la termodinámica? La entropía
aumenta; la energía disponible disminuye constantemente; el Universo avanza hacia el último
estasis.
—¿Realmente?
—La segunda ley de la termodinámica...
—Es una abstracción —dice el hombre calavérico—, que desgraciadamente no corresponde a la
situación en el auténtico universo. No es una ley divina. Es una hipótesis matemática desarrollada
por unos hombres que no eran capaces de percibir la verdadera situación. Hicieron lo mejor que
pudieron para explicar los datos en un marco que podían comprender. Sus leyes son formulaciones
de posibilidades, fundadas en condiciones que no aparecen más que en sistemas aislados y, por
supuesto, en el buen sistema aislado la segunda ley es útil y muy esclarecedora. Pero en el Universo
tomado en su totalidad, simplemente no es cierta. No existe la flecha del tiempo. La entropía no
aumenta necesariamente. Los procesos naturales pueden ser reversibles. Las causas no preceden
necesariamente a los efectos. De hecho, los conceptos de causa y efecto están vacíos. No hay ni
causas ni efectos, sino tan sólo acontecimientos que se producen espontáneamente, y que nosotros
disponemos en nuestras mentes según estructuras secuenciales comprensibles.
—No —murmura Skein—. ¡Esto es una locura!
—No existen las estructuras. Todo ocurre al azar.
—No.
—¿Por qué no quieres admitirlo? Tu cerebro ha sido dañado; lo que ha resultado destruido ha
sido el centro de la percepción temporal, el que los humanos utilizan para imponer este orden irreal a
los acontecimientos. Tus filtros temporales han quedado destruidos. El pasado y el futuro te son tan
accesibles como el presente, Skein: puedes ir adonde quieras, puedes ver pasar los acontecimientos
tal como lo hacen realmente. Lo único que ocurre es que no eres capaz de romper tus viejos hábitos
de pensamiento. Intentas imponer aún a las cosas el orden entrópico convencional, cuando ya no
tienes ninguna posibilidad de hacerlo, y el conflicto entre lo que percibes y lo que crees percibir es
lo que te está volviendo loco. Dime, ¿no es así?
—¿Cómo sabes tanto sobre mí?
El hombre calavérico deja escapar una risita.
—Fui herido del mismo modo que tú. Hace mucho tiempo, fui arrancado de la línea temporal por
una sobrecarga del mismo tipo que la tuya. Y necesité años para adaptarme a la nueva realidad. Al
principio, me sentía tan aterrado como tú. Pero ahora comprendo. Me desplazo libremente en todos
sentidos. Sé cosas, Skein —dejó escapar una irritante risita—. Ahora necesitas descansar. Una
habitación, una cama. Tiempo para reflexionar un poco en todo esto. Ven conmigo. Ya no vale la
pena apresurarse ahora. Estás en el planeta adecuado; muy pronto volverás a estar bien.

Además, la asociación del incremento de la entropía con la flecha del tiempo no es


absolutamente circular; más bien ambos nos enseñan algo acerca de lo que les ocurrirá a los
sistemas naturales en el tiempo, y de lo que debe ser el orden temporal para una serie de estados de
un sistema. Así, podemos establecer a menudo un orden temporal entre un conjunto de
acontecimientos utilizando la asociación tiempo-entropía, libres de toda referencia a los relojes y a
las magnitudes de los intervalos temporales del presente. Haciendo la habitual distinción antes-
después, procedemos frecuentemente apoyándonos en nuestra experiencia (incluso sin ningún
conocimiento explícito del principio de la degradación de la energía): sabemos, por ejemplo, que
para el hierro el estado de metal puro debe preceder a aquel de la superficie oxidada, o que las
ropas se secarán después de haber sido expuestas al sol, y no antes.

Una tensa, húmeda noche de truenos y tormenta temporales. Tendido, solo, en su demasiado
amplia habitación de hotel, a cinco kilómetros de la playa púrpura, Skein se ve atrapado por las
fugas.

—Escuchen, tengo que prohibir esto. Esas tortugas son una raza casi extinta. ¿Comprenden?
Muerto. Perdido. Desaparecido. No comeré tortuga. Échenla. Échenla.

—Me siento feliz de comunicarle que le ha sido concedido un segundo ciclo, señor Skein. Claro
que nunca ha habido la menor duda al respecto. Le deseamos una larga y feliz nueva vida.

—Desciende hasta él. La intensidad de su poder disminuye en función del cuadrado de la


distancia; desde aquí ni siquiera puedes captarlo. Desciende. Deja que se ocupe de ti. Fusiónate con
él. ¡Establece una comunión, Skein, establece una comunión!

—¿Desea que le enseñe los mosaics? ¿Ayudarle a comprender este espléndido edificio? Un dólar.
¿No? ¿Quizá cambiar dinero? Le haré un buen cambio.

—Antes, acláreme algo. Ese hombre, ¿verá todo lo que hay en mi mente? ¿Tendrá acceso a mis
secretos personales?
—¡Te quiero!
—¡Apártate de mí!

—¿No te darás nunca cuenta que la causalidad no es más que una ilusión, Skein? La noción que
uno puede tener de una serie consecutiva de acontecimientos no es más que un engaño. Imponemos
unas formas a nuestras vidas, hablamos de la flecha del tiempo, decimos que se desliza de A a G,
luego de Q hasta Z, establecemos la creencia del hecho que todo es lineal. Pero es falso, Skein. Es
falso.

Desayuno en el frondoso porche. La luz matutina hace relucir al oeste los árboles con un
resplandor azul ultramar. El hombre calavérico se acerca a él. Skein examina disimuladamente el
flaco rostro del otro. ¿No será todo aquello una ilusión? Quizá también él sea una ilusión.
Se dirigen hacia el mar. Alcanzan la playa mucho antes del mediodía. El hombre calavérico
señala hacia el sur y avanzan siguiendo la línea de la costa; el caminar se hace a menudo penoso
debido a que en algunos lugares la arena es demasiado blanda y deben dar un rodeo por el interior,
escalando los acantilados de cuarzo. El monstruoso viejo parece infatigable. Cuando se detienen
para descansar, sentados en la arena púrpura e intemporal, se inicia de nuevo el debate sobre el
tiempo, y Skein oye las palabras que han resonado en su cráneo durante más de cuatro años. Es
como si hasta ahora todo no hubiera sido más que un ensayo general, y fuera en este momento
cuando subiera a escena para la representación.
—¿No te darás nunca cuenta que la causalidad no es más que una ilusión, Skein?
—Siento la obligación de despertar tu mente a la verdad.
—El tiempo es un océano, y los acontecimientos derivan hacia nosotros tan fortuitamente como
los animales muertos sobre las olas.
Skein recita las respuestas apropiadas.
—No puedo aceptar esto. Es una teoría demoníaca, caótica y nihilista.
—¿Puedes seguir diciendo esto después de todo lo que te ha pasado?
—Seguiré diciéndolo. Lo que me ha ocurrido es una enfermedad mental. Quizá yo esté loco, pero
el Universo no lo está.
—Al contrario. Tan sólo ahora tu mente ha sanado y has comenzado a ver las cosas tal como son
en realidad. Lo malo es que te niegas a admitir la evidencia que has comenzado a sentir. ¡Tus filtros
ya no funcionan, Skein! ¡Te has liberado de la ilusión de la linealidad! Ahora tienes una posibilidad
de mostrar la ductibilidad de tu mente. Aprende a vivir con la auténtica realidad. Deja de querer
imponer estúpidamente un orden artificial al fluir del tiempo. ¿Por qué debe el efecto seguir a la
causa? ¿Por qué la semilla no debe seguir al árbol? Porque sigues aferrándote a un despreciable
sistema de falsa evaluación de la experiencia, inútil y superado, pese a que has conseguido liberarte
de...
—¡Cállate! ¡Cállate! ¡Cállate!

A primera hora de la tarde se hallan ya a varios kilómetros del hotel, siguiendo tanto como
pueden la línea de la playa. El suelo es irregular, accidentado, con formaciones rocosas que
descienden casi hasta el borde del mar, y Skein observa que su marcha es mucho más fatigosa que
en las visiones que ha tenido. Se detiene a menudo, jadeante, y el otro debe rogarle que se apresure.
—No está muy lejos —dice el hombre calavérico—. Puedes llegar hasta allí. Paso a paso.
—Estoy sin aliento. Esas colinas...
—Yo tengo dos veces tu edad y no estoy cansado.
—Tú estás en mejores condiciones. Hace meses que viajo encerrado de nave en nave.
—Está muy cerca —dice el hombre calavérico—. A un centenar de metros de la playa.
Skein se obliga a continuar. El calor es horrible. Resbala en la arena; el sudor le ciega; tiene una
breve fuga retrospectiva.
—Ahí es —dice finalmente el hombre calavérico—. Mira hacia abajo, hacia el pozo.
Skein ve el cráter cónico, la ameba dorada.
—Desciende hasta él —dice el hombre calavérico—. La intensidad de su poder disminuye en
función del cuadrado de la distancia; desde aquí ni siquiera puedes captarlo. Desciende. Deja que se
ocupe de ti. Fusiónate con él. ¡Establece una comunión, Skein, establece una comunión!
—¿Y él va a curarme? ¿Para que pueda vivir como antes de todo esto?
—Si tú le dejas curarte, él lo hará. Esto es lo que desea hacer. Es un organismo completamente
bienhechor. Es experto en reparar las mentes destrozadas. Déjale entrar en tu cráneo; déjale
descubrir el lugar dañado. Puedes tenerle confianza. Desciende.
Skein se estremece al borde del cráter. Abajo, la criatura ondula y se modifica, haciéndose
primero ancha y aplanada, luego alta y gruesa, hasta reasumir finalmente su forma fun-
damentalmente circular. Su color aumenta en intensidad hasta el escarlata, y su halo se desliza hacia
el amarillo. Como si se tensara y se ajustara a sí misma. Parece estar esperándole. Parece
impaciente. Esto es lo que él ha buscado durante tanto tiempo, yendo de planeta en planeta. El
hombre calavérico, la arena púrpura, el pozo, la criatura. Skein se quita sus sandalias. ¿Qué puedo
perder? Permanece por unos instantes sentado al lado del pozo; luego se deja caer, deslizándose de
tanto en tanto, y aterriza suavemente en el fondo, muy cerca de la criatura que está esperando.
Inmediatamente capta su poder mental. Algo roza contra su cerebro. Aquella sensación le recuerda
sus primeras sesiones de entrenamiento, cuando los instructores le mostraban cómo desarrollar su
don. Dedos sondeando su conciencia. Vamos, entren, les dice. Estoy abierto. Y entra en contacto
con la criatura del pozo. Sin palabras. La comunión es un doble flujo de imágenes incomprensibles;
formas saliendo y entrando en su mente. El Universo se oscurece. Ya no sabe exactamente dónde se
halla el centro de su ego. Había imaginado su cerebro como una esfera, con él en el centro, pero
ahora parece alargado, elíptico, y una elipse no tiene centro, tan sólo un par de focos, uno aquí y el
otro allá, un foco en su cráneo y el otro..., ¿dónde?..., en aquella carnosa ameba. El gran bípedo con
un cuerpo lleno de huesos. Qué extraño, qué grotesco. Pero sufre. Debe ser ayudado. Está herido.
Está roto. Lo tomaremos con todo nuestro amor. Lo curaremos. Y Skein siente que algo resbala por
los pliegues y las circunvoluciones de su cerebro. Pero ya no puede recordar si él es el humano o la
ameba, el vertebrado o el invertebrado. Sus identidades están entremezcladas. Entra en fugas, viendo
ayeres y mañanas, y todo es informe y está vacío; es incapaz de reconocerse o de comprender las
palabras que son pronunciadas. Pero no tiene importancia. Todo ocurre al azar. Todo no es más que
ilusión. Libera el nudo de dolor que retiene en ti. Acepta. Acepta. Acepta. Acepta.
Acepta.
Se libera.
Se disuelve.
Se arranca los jirones de ego, el constriñente exoesqueleto de su personalidad, y permite
tranquilamente que se efectúen los ajustes necesarios.

Sin embargo, la posibilidad de una disminución puramente termodinámica de la entropía en un


sistema aislado —sin entrar en detalles respecto a su rareza— presenta una objeción contra la
definición de la dirección temporal en términos de entropía. Si un sistema aislado consiguiera sufrir
una disminución de entropía, en un estado dado consecuente de otro, deberíamos decir que el
tiempo «vuelve hacia atrás», si nuestra definición de la flecha temporal estuviera basada
fundamentalmente en términos de crecimiento de la entropía. Pero con una definición de la
dirección hacia adelante del tiempo establecida en términos de condición actual y de intervalos
temporales medidos en el presente, podemos fácilmente aceptar una disminución de la entropía;
esto no sería más que una rara anomalía en los procesos físicos del mundo natural.

El viento empieza a soplar. La arena, arrastrada, tiñe el cielo de gris. Skein asciende la pared del
pozo y se tiende en su borde, jadeante. El hombre calavérico le ayuda a levantarse.
Skein ha visto ya cientos de veces esas mismas imágenes.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunta el hombre calavérico.
—Extraño. Bien. Mi cabeza parece aclararse.
—¿Ha habido comunión?
—Oh, sí. Sí.
—¿Y?
—Creo que estoy curado —dice Skein, maravillado—. Mi fuerza ha vuelto. Antes, ¿sabes?, me
sentía realmente disminuido, una miniversión de mí mismo. Y ahora. Y ahora. —Proyecta hacia
adelante una de sus terminaciones mentales. Encuentra la mente del hombre calavérico. Skein tiene
la sensación de una pared opaca; puede tocar la mente del otro, pero no puede penetrar en ella—.
¿Tú también eres un Comunicador? —pregunta, sorprendido.
—En un cierto sentido. Sé que me estás tocando. Te sientes mejor, ¿no?
—Mucho. Mucho. Mucho.
—Te lo había dicho. Ahora tienes una nueva oportunidad, Skein. Tu talento te ha sido devuelto.
Gracias a nuestro amigo en el pozo. Le gusta ayudar a la gente.
—¿Y qué haré ahora? ¿Dónde iré?
—No importa lo que hagas. No importa dónde. No importa cuándo. Eres libre para desplazarte a
tu capricho a lo largo de la línea temporal. En estado de fuga controlada, dirigida, por decirlo de
algún modo. Después de todo, si el tiempo no es lineal, si no existe una sucesión inmutable de
acontecimientos...
—¿Sí?
—Entonces, ¿por qué no elegir la sucesión que más te interese? ¿Por qué aferrarte al conjunto de
abstracciones en el que te ha mantenido tu yo precedente? Eres un hombre libre, Skein. Ve.
Aprovéchalo. Deshaz tu pasado. Arréglalo. Mejóralo. No es tu pasado, al igual que tampoco este
momento es tu presente. Todo es uno, Skein, todo es uno. Toma los pedazos que prefieras.
Decide verificar la veracidad de las palabras del hombre calavérico. Prudentemente, Skein salta
tres minutos al pasado y se ve a sí mismo salir del pozo. Se desliza cuatro minutos al futuro y ve al
hombre calavérico, solo, avanzando cansinamente hacia el norte a lo largo de la línea de la playa.
Todo fluye. Todo es fluidez. Está libre. Está libre.
—¿Lo ves, Skein?
—Ahora puedo verlo —dice Skein. Ha salido de las fauces de la entropía. Es el dueño del
tiempo, lo cual quiere decir que es su propio dueño. Puede desplazarse a voluntad. Puede oponerse a
las fuerzas imaginarias del determinismo. De repente se da cuenta de lo que debe hacer ahora. Va a
asegurar su libre albedrío; va a desafiar a la entropía en su propio terreno. Skein sonríe. Se libera de
la línea del tiempo y flota libremente en lo que otros llamarían el pasado.

—Sitúen a Nissenson en estado receptivo —ordena a su escritorio.


Coustakis, parpadeando rápidamente, visiblemente incómodo, dice:
—Antes, acláreme algo. Ese hombre, ¿verá todo lo que hay en mi mente? ¿Tendrá acceso a mis
secretos personales?
—No. No. Filtro la comunión con el mayor cuidado. Nada pasará de su mente a la de él, excepto
la naturaleza del problema que usted quiere que le resuelva. Y nada pasará de la de él a la de usted
excepto la respuesta.
—¿Y si no hay ninguna respuesta?
—La habrá.
—¿Y si utiliza los resultados de esta conexión en provecho propio?
—Nuestros contratos se lo prohíben. No hay la menor posibilidad. Empecemos inmediatamente.
Ahora.
El escritorio comunica que Nissenson, al otro extremo del mundo, en Sao Paulo, está preparado.
Skein sumerge rápidamente a Coustakis en condición receptiva y se gira para observar las brillantes
luces de sus unidades de acceso de datos. Este es el momento en el que puede interrumpir la
transacción. Gírate, Skein. Mira a Coustakis, sonríele suavemente e infórmale que la comunión será
imposible. Devuélvele, su dinero, envíale a destruir la mente de otro Comunicador. Y continúa
viviendo, feliz y completo durante el resto de tus días. Era en aquel momento, viendo una y otra vez
aquella escena, en sus fugas, cuando Skein se gritaba silenciosa y desesperadamente a sí mismo que
se detuviera. Ahora puede hacerlo, puesto que no se halla en fuga, no es una ilusión de
desplazamiento temporal. Se ha desplazado realmente. Está allí, llevando consigo el conocimiento
de todo lo que va a ocurrir, y es el único Skein en escena, el Skein que actúa. Levántate ahora.
Rechaza el contrato.
No lo hace. Así desafía a la entropía. Así rompe las cadenas.
Observa las pequeñas lucecitas, parpadeantes y brillantes, que despiertan su talento, palpitando al
ritmo eléctrico de su cerebro hasta que se eleva al nivel suficiente para permitir establecer una
comunión. Y lo eleva aún más. Conecta a Nissenson a uno de los nódulos de su mente. Conecta a
Coustakis a otro. Luego, suavemente, los pone en contacto. Es consciente de los riesgos, pero cree
poder superarlos.
El contacto se establece.
De la mente de Coustakis llega la descripción del transmisor de materia con una exposición muy
clara del problema de la difusión del rayo; Skein pasa todo aquello a Nissenson, que inmediatamente
se dedica a buscar la solución. La fuerza reunida de sus dos mentes es grande, pero Skein deja fluir
hábilmente el exceso de carga y mantiene la comunión sin excesivo esfuerzo, manteniendo a
Coustakis y a Nissenson en contacto mientras se ocupan de sus problemas técnicos. Skein presta
poca atención a sus excitadas mentes que avanzan hacia la respuesta. Si usted. Sí, y entonces. Pero
sí. Ya veo. Es posible. Y. Pese a todo, creo que podría. Me gusta. Esto nos conduce a. Por supuesto.
El resultado inevitable. De todos modos, ¿es realizable? Creo que sí. Debería usted. Podré. Sí.
Podré. Podré.
—Le doy un millón de gracias —dice Coustakis a Skein—. Era tan simple, una vez hemos visto
cómo debíamos afrontar el problema. No lamento en absoluto la suma que le he entregado. En
absoluto.
Coustakis sale, radiante de satisfacción. Skein, aliviado, dice a su escritorio:
—Voy a tomarme tres días de vacaciones. Hagan los ajustes necesarios con todas las cosas que
queden pendientes.
Sonríe. Atraviesa el despacho, pone los amplificadores en marcha, gozando con la magnífica
vista. La pesadilla ha terminado. El pasado ha sido corregido. La sobrecarga evitada. Tan sólo hacía
falta un poco de confianza. Una clarificación. Una comprensión exacta del proceso.

De repente nota la aspirante sensación del inicio de una fuga temporal. Antes que pueda
intervenir para dominar el fenómeno, se hunde en las tinieblas y se descubre al instante en un
planeta de arena púrpura y árboles de hojas azules. Las anaranjadas olas chapotean un poco más allá.
Está de pie a pocos metros de un pozo cónico y profundo. Mira hacia el fondo y ve a una criatura
parecida a una ameba yaciendo junto a una silueta humana; una especie de tentáculos surgen del
gelatinoso extraterrestre y rodean el cuerpo del hombre. Reconoce al hombre: es John Skein. La
comunión termina en el fondo del pozo; el hombre inicia su ascensión por las paredes del pozo. El
viento empieza a soplar. La arena, arrastrada, tiñe el cielo de gris. Contempla pacientemente a su
otro yo más joven ascender hasta el borde del pozo. Ahora comprende. El circuito está cerrado, el
nudo anudado, el anillo de identidad completo. Está destinado a pasar muchos años en Abbondanza
VI, envejeciendo y enflaqueciendo. Él es el hombre calavérico.
Skein alcanza el borde del pozo y se tiende allá, jadeante. Ayuda a Skein a levantarse.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunta.

* En español en el original, así como todo lo señalado en cursiva en este pasaje.

LA CABEZA Y LA MANO
CHRISTOPHER PRIEST

Christopher Priest es autor de una extraordinaria novela, The Inverted World que recientemente
mereció en Coventry el premio a la mejor novela de S. F. del año (y que aparecerá próximamente
en castellano editada en Sudamérica por Eme-ce). Es además autor de otras tres novelas, y de un
buen número de relatos, ejerciendo también como crítico literario en varias revistas. La Cabeza y la
Mano apareció originalmente en el New Worlds Quarterly 3, la revista-libro de Moorcock que,
después de New Worlds, más ha hecho por la difusión de la nueva literatura británica de S. F. No
quiero revelarles ningún detalle del tema que aborda este relato, que para mí es el mejor, más
audaz y menos convencional relato corto de su autor. No obstante, como imagino que alguno de
ustedes puede sentirse fuertemente chocado tras su lectura, añadiré, por si ello puede tranquilizar
su conciencia o hacerle dudar de sus juicios preconcebidos, que los derechos de una versión
ampliada de este cuento han sido adquiridos por una productora cinematográfica para realizar un
film..., y que esta productora no es la Hammer.

***

Aquella mañana, en Racine House, estábamos realizando nuestros ejercicios fuera. Había helado
durante la noche, y la hierba estaba blanca y quebradiza por la escarcha. El cielo estaba sin una nube
y el sol arrojaba largas sombras azules. Nuestra respiración desprendía tras nosotros densas nubes de
vapor. No había ruidos, ningún viento, el menor movimiento. El parque era nuestro, y estábamos
solos.
Nuestros paseos matutinos seguían un itinerario muy definido, y cuando llegamos al límite este
del sendero, al final de la larga pendiente recubierta de césped, me dispuse a dar media vuelta,
tirando fuertemente de las palancas de control situadas en la parte trasera del vehículo. Soy un
hombre fuerte y musculoso, pero el peso combinado del vehículo de inválido y del maestro superaba
casi los límites de mis fuerzas.
Aquella mañana, el maestro estaba de difícil humor. Aunque antes de salir me había dicho
claramente que le llevara hasta el abandonado pabellón de verano, cuando intenté alzarlo agitó la
cabeza negativamente.
—¡No, Lasken! —dijo irritadamente—. Hoy al lago. Quiero ver los cisnes.
—Por supuesto, señor —le dije.
Giré el vehículo en la dirección de donde habíamos venido, y proseguí nuestro paseo. Esperaba
que me dijera algo, ya que era raro que me diera instrucciones contradictorias sin argumentarlas
unos instantes más tarde con alguna observación más precisa. Nuestras relaciones eran formales,
pero los recuerdos de lo que había habido antes entre nosotros afectaban siempre nuestro
comportamiento y nuestras actitudes. Aunque éramos casi de la misma edad y procedíamos del
mismo medio social, la carrera de Todd nos había afectado profundamente. Ya no podría haber
jamás la menor igualdad entre nosotros.
Aguardé, y finalmente él giró la cabeza y me dijo:
—El parque está muy hermoso hoy, Edward. Esta tarde debemos pasear con Elizabeth antes que
empiece el calor. Los árboles están tan rígidos, tan negros.
—Sí, señor —dije, observando el bosque a nuestra derecha. Cuando él había comprado la casa, lo
primero que hizo fue ordenar la tala de todos los árboles de hoja perenne, y los que quedaron fueron
tratados para que nunca más reverdecieran. Con los años habían recuperado su fuerza, y ahora el
maestro pasaba el verano en la casa, con las ventanas cerradas y las cortinas corridas. Tan sólo con
la llegada del otoño salía al aire libre, contemplando obsesivamente las hojas anaranjadas y
marrones caer al suelo y revolotear sobre el césped.
El lago apareció ante nosotros tras girar un recodo del bosque. El terreno descendía hacia él en
una débil pendiente ondulada desde la casa, que ahora se hallaba allá arriba a nuestra izquierda.
A un centenar de metros de la orilla, giré la cabeza y miré en dirección a la casa, viendo la alta
silueta de Elizabeth descendiendo hacia nosotros, barriendo el césped con su largo vestido marrón.
Sabiendo que él no podía verla, no le dije nada a Todd.
Nos detuvimos en el borde del lago. Durante la noche se había formado una capa de hielo en su
superficie.
—Los cisnes, Edward. ¿Dónde están?
Giró la cabeza hacia la derecha y apoyó sus labios en uno de los botones que allí había.
Inmediatamente, las baterías situadas en la parte inferior del vehículo pusieron en marcha los
motores de los servomecanismos, y el respaldo se elevó, situándolo en una posición casi vertical.
Giró la cabeza hacia uno y otro lado, con su rostro sin cejas fruncido por una serie de arrugas.
—Ve y encuentra su nido, Lasken. Hoy quiero verlos.
—Es el hielo, señor —dije—. Probablemente los ha hecho irse del lago.
Oí el roce de la seda sobre la hierba helada y me giré. Elizabeth estaba a unos metros detrás de
nosotros, con un sobre en las manos.
Lo mostró y me miró con aire interrogativo. Asentí en silencio: era aquel. Me dirigió una rápida
sonrisa. El maestro no sabía aún que ella estaba allí. La membrana exterior de sus orejas había sido
extirpada, y ya no podía localizar la procedencia de los sonidos.
Ella pasó por mi lado con los modales decididos que tanto le gustaban a él y se detuvo frente al
maestro. No pareció sorprendido de verla.
—Hay una carta, Todd —dijo ella.
—Más tarde —dijo él, sin ni siquiera mirarla—. Lasken puede ocuparse de ello. Ahora no tengo
tiempo.
—Creo que es de Gastón. Al menos es el tipo de papel de cartas que él emplea.
—Léemela.
Echó bruscamente la cabeza hacia atrás. Luego me ordenó que me apartara para no oír lo que
iban a decirse. Obedeciendo, me alejé hasta un lugar donde sabía que no podría ni verme ni oírme.
Elizabeth se inclinó y le besó en los labios.
—Todd, sea lo que sea, por favor, no lo hagas.
—Léemela —repitió él.
Ella rasgó el sobre con su pulgar y extrajo una hoja de fino papel blanco, doblada en tres. Yo
sabía el contenido de la carta; el propio Gastón me la había leído por teléfono el día anterior. Él y yo
nos habíamos ocupado de los detalles, y sabíamos que no íbamos a conseguir una oferta más elevada
ni siquiera tratándose de Todd. Se habían presentado dificultades con los derechos para televisión, y
por un momento habíamos temido que el gobierno francés fuera a intervenir.
La carta de Gastón era breve. Decía que la popularidad de Todd nunca había sido tan grande, y
que el Théatre Alhambra y su consorcio habían ofrecido ocho millones de francos por otra aparición.
Escuché la voz de Elizabeth mientras la leía, sorprendiéndome del tono monocorde, sin emociones,
de su pronunciación. Antes me había prevenido que no se creía capaz de leerle la carta.
Cuando hubo terminado, Todd le pidió que la releyera. Ella lo hizo, luego colocó la carta abierta
ante él, rozó con sus labios el rostro del maestro y se alejó. Cuando pasó junto a mí colocó por un
breve instante una mano en mi brazo, luego prosiguió su camino hacia la casa. La contemplé durante
unos segundos, observando cómo su delicada belleza era acentuada por la luz del sol que iluminaba
un lado de su rostro y el viento que echaba hacia atrás algunos mechones de su cabello.
El maestro agitó su cabeza a uno y otro lado.
—¡Lasken! ¡Lasken!
Corrí hacia él.
—¿Has visto eso?
Tomé la carta y le eché un vistazo.
—Yo le respondería que no, por supuesto —dije—. Está fuera de toda duda.
—No, no. Debo reflexionar. Debemos considerar siempre las ofertas. Hay tantas cosas en juego.
Oculté mi expresión de aburrimiento.
—Pero esto es imposible. ¡No puede usted dar más espectáculos!
—Hay un medio, Edward —dijo, con una voz suave que no le había oído nunca—. Y debo
encontrar ese medio.
Vi un palmípedo a pocos metros de nosotros, en las cañas que bordeaban el lago. Se bamboleaba
sobre el hielo, desconcertado por la superficie helada. Tomé una de las largar pértigas que había a
los lados del vehículo y rompí una sección del hielo. El ánade resbaló en la superficie helada y alzó
el vuelo, asustado por el ruido.
Regresé junto a Todd.
—Ya está. Si hay un poco de agua al descubierto, los cisnes volverán.
La expresión de su rostro era preocupada.
—El Théatre Alhambra —dijo—. ¿Qué vamos a hacer?
—Hablaré con su abogado. Es un ultraje que el teatro intente hacerle una proposición tal. Saben
muy bien que usted ya no puede volver.
—Pero, ocho millones de francos...
—No se trata de una cuestión de dinero. Usted mismo lo dijo en cierta ocasión.
—No, no es por el dinero. Ni por el público. Es por todo.
Aguardamos a los cisnes cerca del lago, mientras el sol ascendía en el cielo. Gocé de los colores
pálidos del parque, del silencio y de la tranquilidad. Era una reacción estética y estéril, ya que la
casa y sus alrededores me habían deprimido desde un principio. Tan sólo la belleza pasajera de la
mañana —una expresión frágil y helada— provocaba algo en mí.
El maestro permanecía silencioso y había devuelto el respaldo a su posición horizontal, que
consideraba más relajadora. Aunque sus ojos estaban cerrados, sabía que no dormía.
Me alejé de él, allá donde no pudiera oírme, y di la vuelta al perímetro del lago, vigilando
constantemente el vehículo para ver si se movía. Me preguntaba si sería capaz de resistir la oferta
del Théatre Alhambra, temiendo que si él la rechazaba no habría ninguna atracción mayor.
Aquel era el mejor momento..., no había aparecido en público desde hacía casi cuatro años y
medio. La mentalización del público estaba en su grado óptimo..., ya que los media habían vuelto
recientemente su interés hacia él, criticando a sus numerosos imitadores y pidiendo su vuelta. Nada
de esto influenciaba al maestro. Tan sólo había un Todd Alborne, y sólo él había podido llegar tan
lejos. Nadie podía compararse con él. Todo estaba a punto, tan sólo faltaba la participación del
maestro para completarlo.
El claxon eléctrico que había instalado en su vehículo sonó. Mirando desde el otro lado del hielo,
vi que había desplazado su rostro hasta un botón. Di media vuelta y regresé a su lado.
—Quiero ver a Elizabeth —dijo.
—Sabe lo que ella va a decir.
—Sí. Pero debo hablarle.
Giré el vehículo e inicié el largo y difícil camino de regreso hacia la casa, subiendo la pendiente.
Mientras abandonábamos la orilla del lago, vi una bandada de blancos pájaros volando muy bajo
en la lejanía, alejándose de la casa. Esperé que Todd no los hubiera visto.
Miró hacia los lados cuando pasamos junto al bosque. Vi que en las ramas estaban naciendo
nuevas yemas que iban a brotar dentro de unas semanas; creo que él no vio más que las ramas
negras y retorcidas, la sombría geometría de los árboles desnudos.
Cuando llegamos a la casa, le conduje hasta su despacho, y llevé su cuerpo desde el vehículo que
utilizaba para sus paseos por el exterior hasta el vehículo motorizado con el que se desplazaba por el
interior de la casa. Pasó el resto del día con Elizabeth, y no la vi hasta que bajó a buscar la comida
que les había preparado. No tuvimos tiempo más que de intercambiar algunas miradas, entrelazar
nuestras manos, besarnos furtivamente. Ella no dijo nada de lo que él pensaba hacer.
Se retiró temprano y Elizabeth con él, permaneciendo en la habitación contigua a la suya,
durmiendo sola como había hecho desde hacía cinco años.
Cuando se aseguró que él estaba durmiendo, abandonó su cama y vino a la mía. Hicimos
inmediatamente el amor. Luego permanecimos tendidos lado a lado en la oscuridad, con las manos
posesivamente entrelazadas; sólo entonces me dijo cuál había sido su decisión.
—Va a hacerlo —murmuró—. Nunca le había visto tan excitado desde hace años.

Conocí a Todd Alborne cuando teníamos dieciocho años. Nuestras familias se conocían, y el azar
hizo que nos encontráramos un año, durante unas vacaciones en Europa. No nos hicimos
inmediatamente amigos íntimos, pero encontré su compañía fascinante, y tras nuestro regreso a
Inglaterra permanecimos en contacto.
No me gustaba la fascinación que ejercía sobre mí, pero no podía resistirla: él sentía por todo lo
que hacía una devoción fanática y apasionada, y cuando había iniciado algo nada podía detenerle.
Tuvo varias desastrosas historias amorosas, y en dos ocasiones perdió incluso más que su fortuna en
arriesgados negocios que fracasaron. Pero su indeterminación general me turbaba; sentía que, una
vez encaminado en una dirección que pudiera controlar, sería capaz de explotar sus talentos no
habituales.
Fue su repentina e inesperada gloria la que nos separó. Nadie la había anticipado, y Todd menos
que cualquier otro. Sin embargo, cuando comprendió sus posibilidades, la aceptó inmediatamente.
Yo no estaba con él cuando todo comenzó, aunque le vi poco después. Me contó lo que había
ocurrido, y aunque difería de lo que se decía por ahí, le creí.
Estaba bebiendo con algunos amigos cuando se produjo un accidente. Uno de sus compañeros se
había cortado profundamente y se había desvanecido. Durante la agitación que siguió, un extranjero
apostó con Todd a que no era capaz de infligirse voluntariamente una herida en su propio cuerpo.
Todd se cortó la piel del antebrazo, y se embolsó el dinero. El extranjero le ofreció entonces
doblar la apuesta si Todd era capaz de amputarse un dedo.
Situando su mano izquierda sobre la mesa que se hallaba ante él, Todd se cercenó su dedo índice.
Unos minutos más tarde, sin mediar ningún aliento por parte del extranjero —que por aquel
entonces ya se había ido—, Todd se amputó otro dedo. Al día siguiente, una compañía de televisión
se enteró de la historia e invitó a Todd al estudio para contar a los telespectadores lo que había
ocurrido. Durante la emisión en directo, y contra los deseos del presentador, Todd repitió la
operación.
Fue la reacción provocada por aquella primera emisión —la oleada de malsana curiosidad
despertada en el público y la histérica condena de los media— la que reveló a Todd las posibilidades
que ofrecían estas demostraciones de automutilación.
Encontró un promotor e inició una gira por Europa, realizando su acto tan sólo ante audiencias de
pago.
Fue en este punto —viendo la forma en que preparaba su publicidad y sabiendo las sumas que
estaba seguro de ganar— que me esforcé en separarme de él. Me aislé voluntariamente de las
noticias de sus éxitos, y me desinteresé de las distintas proezas públicas que realizó. Lo que me
disgustaba era el aspecto ritual de lo que hacía, y su talento innato para el exhibicionismo no hacían
más que convertírmelo en más repugnante.
Volvimos a encontrarnos un año después de esta separación. Fue él quien me llamó, y aunque al
principio me resistí, fui incapaz de mantener entre él y yo la distancia que deseaba.
Supe que, en aquel período de tiempo, se había casado.
Al principio me sentí repelido por Elizabeth, ya que pensé que ella amaba a Todd por su
obsesión, del mismo modo que le amaba el público sediento de sangre. Pero cuando comencé a
conocerla mejor, me di cuenta que ella misma se veía en una especie de papel mesiánico. Fue
entonces cuando comprendí que ella era tan vulnerable como Todd —aunque de una manera
completamente distinta—, y acepté trabajar para él y hacer lo que me pedía. Al principio, me negué
a asistir a sus mutilaciones, pero terminé por aceptar todo lo que me exigía. Mi cambio de actitud al
respecto era debido a Elizabeth.
El estado de su cuerpo cuando comencé a trabajar para él era tan malo que estaba casi por
completo inválido. Aunque al principio varios órganos le fueron reinjertados tras su mutilación, tales
operaciones no podían ser efectuadas más que un número limitado de veces y, durante la convale-
cencia, impedían cualquier espectáculo.
Su brazo izquierdo había sido seccionado bajo el codo; su pierna izquierda estaba casi intacta,
excepto dos dedos. Su pierna derecha estaba intacta. Una de sus orejas había sido arrancada, y había
sido escalpelado. Aparte del pulgar y el índice, todos los dedos de su mano derecha habían sido
amputados.
Aquellas mutilaciones hicieron que fuera incapaz de seguir amputándose a sí mismo, y aparte de
los distintos asistentes que empleaba en sus operaciones, me pidió que me ocupara de los aparatos
de mutilación durante los espectáculos.
Firmó una declaración jurada en la que declaraba que yo no era más que un instrumento en todas
sus operaciones, y su carrera prosiguió.
Aquello continuó, entre los períodos de recuperación, durante otros dos años. Pese al aparente
desprecio que sentía por su cuerpo, Todd se costeó la más cara de las vigilancias médicas, y la
recuperación debía ser observada escrupulosamente tras cada amputación antes de proceder a la
siguiente.
Pero el cuerpo humano es limitado, y su alejamiento de la escena era inevitable.
Durante su último espectáculo, sus órganos genitales fueron extirpados en medio de la mayor
tormenta de publicidad e insultos que jamás hubiera conocido. Tras lo cual no hizo ninguna otra
aparición en público, y pasó una larga convalecencia en una clínica privada. Elizabeth y yo
permanecimos a su lado, y cuando compró Racine House, a veinticinco kilómetros de París, nos
instalamos con él.
Y tras aquel día los tres nos instalamos tras una máscara; cada uno de nosotros pretendía
convencer a los demás que su carrera había alcanzado su cúspide, pero todos sabíamos que en aquel
hombre sin miembros, sin orejas, sin cabellos, castrado, ardía aún la llama de su espectáculo
definitivo.
Y, fuera de las puertas de Racine House, los admiradores de Todd esperaban. Y él sabía que
esperaban, y Elizabeth y yo sabíamos que esperaban.
Sin embargo, nuestras vidas continuaban, y él era el maestro.

Hubo un intervalo de tres semanas entre mi confirmación a Gastón del hecho que Todd iba a dar
otro espectáculo y la noche de su aparición en público. Había mucho que hacer.
Dejamos que Gastón se encargara de la publicidad, y Todd y yo comenzamos a diseñar y a
construir el equipo del espectáculo. Era un trabajo que en el pasado me había disgustado
profundamente. Producía una desagradable tensión entre Elizabeth y yo, ya que ella no permitía que
le hablara de este equipo.
Esta vez, sin embargo, el problema no se presentó entre nosotros. Cuando ya había realizado la
mitad del trabajo, me preguntó sobre el aparato que estaba construyendo, y aquella misma noche,
después que Todd se hubo dormido, hice que bajara al taller. Durante diez minutos anduvo de uno a
otro instrumento, comprobando la suavidad de los mecanismos y el filo de las hojas.
Finalmente, me dirigió una inexpresiva mirada y asintió con la cabeza.
Contacté a los antiguos asistentes de Todd y me aseguré que ellos estarían presentes para el
espectáculo. Telefoneé una o dos veces a Gastón, y supe de la oleada de especulaciones que
precedían al retorno de Todd.
En cuanto al maestro, era presa de un estallido de energía y de excitación que llevaba hasta sus
límites las máquinas protésicas que le rodeaban. Parecía incapaz de dormir, y llamó a Elizabeth
varias noches. Durante aquel período ella no vino a mi habitación, aunque yo la visitaba durante una
o dos horas. Una noche, Todd la llamó mientras yo estaba allí, y permanecí tendido en su cama,
escuchándole hablar con una voz extrañamente aguda, pero nunca no controlada o sobreexcitada.
Cuando llegó el día de la representación, le pregunté si deseaba dirigirse al Alhambra en nuestro
coche especialmente construido, o en aquel otro tirado por caballos, que sabía prefería para sus
apariciones públicas. Eligió el segundo.
Partimos temprano, sabiendo que además de la distancia que debíamos recorrer sus admiradores
nos ocasionarían varios retrasos.
Situamos a Todd en la parte delantera del vehículo, al lado del cochero, sentado en la silla que yo
había fabricado para él. Elizabeth y yo permanecíamos sentados detrás, con la mano de ella
ligeramente apoyada en mi pierna. Todd giraba muy a menudo a medias su cabeza para hablarnos.
En esas ocasiones, uno de nosotros se inclinaba hacia adelante para oírle y responderle.
Cuando penetramos en París encontramos a numerosos grupos de admiradores. Algunos
aplaudían o gritaban, otros permanecían silenciosos. Todd los saludaba a todos, pero cuando una
mujer intentó subirse al coche se mostró agitado y nervioso y me gritó que la apartara de allí.
El único lugar donde estuvo muy cerca de sus admiradores fue durante nuestra parada para
cambiar de caballos. Habló entonces amigable y volublemente, aunque se mostró muy pronto
cansado.
Nuestra llegada al Théatre Alhambra había sido preparada con el mayor cuidado, y un cordón de
policías contenía a la multitud. Un gran canal había sido dejado libre para rodar a Todd a través de
él. Cuando el coche se detuvo, la multitud empezó a aplaudir, y los caballos se pusieron nerviosos.
Rodé a Todd hasta la entrada de artistas, reaccionando a mi pesar a la histeria de la multitud.
Elizabeth iba pegada a nosotros. Todd recibió con placer aquella acogida, lanzando profesionales
sonrisas a uno y otro lado, incapaz de responder de otro modo a las aclamaciones. No pareció notar
un sector muy determinado de la multitud, que vociferaba slogans pintados en pancartas.
Una vez en su camerino, pudimos descansar unos instantes. El espectáculo no comenzaría hasta
dentro de dos horas y media. Tras un ligero sueño, Todd fue bañado por Elizabeth y luego vestido
con su traje de escena.
Veinte minutos antes de la hora de su acto, una mujer del personal del teatro entró en el camerino
y le ofreció un ramo de flores. Elizabeth las tomó de manos de la mujer y las depositó ante él con
aire vacilante, sabiendo que le repugnaban las flores.
—Gracias —dijo Todd a la mujer—. ¡Flores! ¡Qué hermosos colores tienen!
Gastón entró quince minutos más tarde, acompañado por el empresario del Alhambra. Los dos
hombres estrecharon mi mano, Gastón besó a Elizabeth en la mejilla y el empresario intentó
conversar con Todd. Éste no le contestó, y un poco después observé que el empresario estaba
llorando en silencio. Todd nos miró a todos.
El maestro había decidido que el espectáculo no estaría rodeado por ninguna ceremonia especial.
No habría discursos, ningún anuncio público por parte de Todd. No sería concedida ninguna
entrevista. El desarrollo del acto seguiría escrupulosamente las instrucciones que me había dictado,
y los ensayos que los demás asistentes habían realizado durante la última semana.
Se giró hacia Elizabeth y levantó su rostro hacia ella. Ella le besó tiernamente, y yo me volví.
Tras un minuto aproximadamente, dijo:
—Adelante, Lasken. Estoy preparado.
Tomé las asas de su vehículo y lo empujé fuera del camerino, luego a lo largo del corredor hasta
bastidores.
Oímos a un hombre hablar de Todd en francés, y luego un gran rugido de aplausos del público.
Los músculos de mi estómago se contrajeron. El rostro de Todd no cambió de expresión.
Dos asistentes avanzaron y llevaron al maestro hasta su atalaje. Éste se hallaba unido por dos
hilos muy finos a una polea disimulada en la tramoya, de tal modo que cuando uno de los asistentes
la manipulaba desde bastidores, Todd se desplazaba sobre el escenario. Cuando estuvo bien atado, le
colocaron los cuatro miembros postizos.
Me hizo una seña con la cabeza y me preparé. Por un segundo vi la expresión en los ojos de
Elizabeth. Todd no miraba en nuestra dirección, pero no le respondí.
Salí al escenario. Una mujer gritó, y toda la sala se puso en pie. Mi corazón latió fuertemente.
El equipo se encontraba ya en el escenario, oculto por pesados cortinajes de terciopelo. Avancé
hasta el centro del escenario y me incliné ante el público. Luego fui de uno a otro elemento del
equipo, tirando de las cortinas.
Los espectadores gruñían su aprobación cada vez que era descubierto un nuevo aparato. La voz
del empresario resonó en los altavoces, rogando que todos ocuparan sus asientos. Tal como había
hecho ya en anteriores actos, permanecí inmóvil hasta que volvieron a sentarse todos. Cada
movimiento era provocativo.
Terminé de revelar el equipo. A mis ojos era feo y utilitario, pero el público apreció la aparición
de las afiladas hojas.
Avancé hacia la luz de los focos.
—Mesdames, Messieurs —se hizo un repentino silencio—. Le maître.
Retrocedí, tendiendo la mano en dirección a Todd. Intenté a propósito dejar de lado la sala. Podía
ver a Todd entre bastidores, sujeto a su atalaje, al lado de Elizabeth. No le hablaba, no la miraba
siquiera. Su cabeza estaba inclinada hacia adelante, concentrada en el ruido de la multitud.
Permanecían aún silenciosos..., la inmovilidad anticipativa del voyeur.
Pasaron algunos segundos, y Todd seguía aguardando. Al fondo de la sala, alguien dijo algo en
voz baja. Y, bruscamente, el público se desató.
Aquel era el momento que esperaba Todd. Hizo una seña a un asistente, que tiró del otro extremo
de los hilos y empujó al maestro a escena.
El movimiento era extraño y antinatural. Estaba suspendido a los hilos de tal modo que sus falsas
piernas apenas rozaban el suelo. Sus falsos brazos colgaban blandamente a sus costados. Tan sólo la
cabeza se movía, saludando y dando las gracias a la concurrencia.
Yo esperaba que aplaudieran..., pero cuando apareció se hizo un silencio absoluto. Lo había
olvidado en aquellos últimos años. Era el silencio lo que siempre me había aterrado.
El asistente hizo que Todd se deslizara hasta un diván situado a la derecha del escenario. Le
ayudé a tenderse en él. Otro asistente —un médico cualificado— subió a escena y procedió a un
breve examen.
Escribió algo en una hoja de papel y me la tendió. Luego avanzó hasta las candilejas e hizo su
declaración al público:
—He examinado al maestro. Está sano. Está cuerdo. Está en plena posesión de sus sentidos, y
sabe lo que va a hacer. He firmado un certificado al respecto.
El asistente que manejaba los hilos levantó a Todd una vez más y lo paseó por escena, de una
parte a otra del equipo. Cuando lo hubo inspeccionado todo, hizo un signo de aprobación.
En la parte delantera del escenario, en el centro, solté las falsas piernas. Cuando cayeron de su
cuerpo, una o dos personas en la sala jadearon.
Los brazos de Todd fueron retirados.
Entonces hice avanzar uno de los elementos del equipo: una larga mesa blanca coronada por un
enorme espejo.
Hice deslizar el tronco de Todd sobre la mesa, luego retiré el atalaje e hice una seña para que
acudieran a buscarlo. Situé a Todd de modo que quedara tendido con la cabeza en dirección a la
sala, y que los espectadores pudieran ver la totalidad de su cuerpo a través del espejo. Trabajaba en
medio de un denso silencio. No miraba hacia el público, no miraba hacia bastidores. Sudaba. Todd
no pronunció una palabra.
Cuando estuvo en la posición requerida, Todd me hizo una seña con la cabeza y yo me volví
hacia el público, me incliné, y declaré que el acto iba a comenzar. Sonaron algunos aplausos, que
fueron ahogados rápidamente.
Permanecí de pie a su lado y miré a Todd sin ninguna reacción. Él estaba sintiendo de nuevo al
público. En un espectáculo que consistía en un solo acto, y además silencioso, debía elegir su
momento con la mayor precisión para obtener el mejor efecto. Tan sólo una parte del equipo que se
hallaba en escena iba a ser utilizada esta noche; el resto no estaba allí más que por el efecto
suplementario que producía.
Todd y yo sabíamos cuál era: yo la traería hasta él en el momento oportuno.
El público seguía silencioso, pero agitado. Noté que su inestable equilibrio alcanzaba el límite: un
solo movimiento haría estallar una reacción. Todd me hizo una seña.
Me dirigí de un elemento a otro del equipo. A cada parada pasaba mi mano por las hojas, como
para sentir su filo. Cuando terminé de inspeccionarlos todos, la concurrencia estaba preparada. Podía
sentirlo, y sabía que Todd podía sentirlo también.
Regresé junto al aparato que Todd había elegido: una guillotina construida con tubo de aluminio,
y cuya hoja era de un acero inoxidable muy fino. La empujé hasta situarla encima de su mesa, y la
fijé por medio de las abrazaderas previstas para tal fin. Comprobé su solidez, y me aseguré
visualmente que su mecanismo de disparo funcionaría bien.
Todd estaba ahora situado de tal modo que su cabeza se hallaba fuera del borde de la mesa, y
directamente bajo la hoja. La guillotina estaba construida de modo que no impidiera la visión de su
cuerpo a través del espejo.
Le quité sus ropas.
Estaba desnudo. El público jadeó cuando vio sus cicatrices, pero el silencio se restableció casi
inmediatamente.
Tomé el lazo que remataba el hilo del mecanismo de disparo y, tal como me había pedido Todd,
lo aseguré fuertemente alrededor de la parte carnosa de su lengua. Ajusté el hilo al lado del aparato
para que quedara ligeramente tenso.
Me incliné sobre él y le pregunté si estaba preparado. Asintió.
—Edward —dijo indistintamente—. Acércate.
Me incliné sobre él de modo que mi rostro estuviera cerca del suyo. Para ello tuve que pasar mi
propio cuello bajo la hoja de la guillotina. El público aprobó esta acción.
—¿Qué ocurre? —dije.
—Lo sé todo, Edward. Acerca de ti y de Elizabeth.
Miré hacia bastidores, donde estaba ella.
—¿Y pese a ello insistes...? —dije.
Asintió de nuevo, esta vez más violentamente. El hilo atado a su lengua se tensó, y el mecanismo
se disparó. Estuve a punto de ser atrapado por el aparato. Salté hacia atrás en el momento en que la
hoja descendía. Desvié la vista de él, mirando desesperadamente hacia bastidores, hacia Elizabeth,
mientras los primeros aullidos del público llenaban el teatro.
Elizabeth avanzó hacia el escenario. Miraba a Todd. Fui hacia ella.
El torso de Todd yacía sobre a mesa. Su corazón latía aún, ya que la sangre chorreaba
rítmicamente, en espesas gotas, de su cortado cuello. Su calva cabeza se balanceaba cerca del
aparato. Allá donde había sido atado, el hilo casi había arrancado la lengua de su base. Sus ojos aún
estaban abiertos.
Nos giramos para observar al público. El cambio que se había producido en ellos era total; en
cinco segundos fueron ganados por el pánico. Algunas personas se habían desvanecido; el resto
permanecía de pie. El ruido de sus gritos era increíble. Se dirigían hacia las puertas. Nadie miraba al
escenario. Un hombre dio un puñetazo a otro; fue golpeado por detrás. Una mujer presa de un ataque
de histeria se desgarraba los vestidos. Nadie le prestó la menor atención. Oí un disparo y me eché
instintivamente al suelo, empujando a Elizabeth conmigo. Las mujeres aullaban, los hombres gri-
taban. Oí el chasquido de los altavoces, pero ninguna voz surgió de ellos. Bruscamente, las puertas
del auditorio se abrieron simultáneamente por todos lados, y policías armados penetraron en el local.
Todo había sido cuidadosamente planeado. Ante el ataque de la policía, la multitud respondió. Hubo
otro disparo, luego varios más en rápida sucesión.
Tomé de la mano a Elizabeth y la arrastré fuera del escenario.
En el camerino, observamos por la ventana cómo la policía cargaba contra la multitud en la calle.
Mucha gente fue herida o muerta. Se soltaron gases lacrimógenos. Un helicóptero volaba sobre la
lucha.
Permanecimos de pie en silencio, uno junto al otro, Elizabeth llorando quedamente. Nos vimos
obligados a permanecer en la seguridad del edificio del teatro durante otras doce horas. A la mañana
siguiente volvimos a Racine House, y las primeras hojas se estaban abriendo.
LOS QUE SE VAN DE OMELAS
URSULA K. LE GUIN

Considero que este es el cuento idóneo para cerrar la no euclidianeidad de esta antología. En un
mundo dominado por el sexo masculino, Ursula K. Le Guin puede enorgullecerse de ser la más
premiada de las autoras femeninas de S. F. en los Estados Unidos, con tres Hugos en su haber: uno
por su novela La Mano Izquierda de la Oscuridad (publicada en español por Minotauro), otro por
su también novela The Dispossessed (que Minotauro debe publicar —algún día, espero..., a menos
que como las Alas Nocturnas de Silverberg lo traspase también a la colección Nebulae...), y el
tercero por este relato precisamente. Los que se van de Omelas mereció, en 1974, el premio al
mejor relato publicado durante el año 1973, y aunque a raíz de la concesión del Hugo a The
Dispossessed en 1975 hubo algunos rumores acerca de ciertas irregularidades en la concesión de
estos premios, debo decir que, aunque por supuesto desconozco la totalidad de los demás relatos
que entraban en concurrencia, creo que Los que se van de Omelas es merecedor, con amplio
margen, del premio concedido. Y es merecedor también, a mi modo de ver de poner un digno punto
final (por ahora) a esta antología.

***

Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano
penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los
gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de
tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de
árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran
solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de rostros graves,
mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban.
En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la
gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos
lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y
de los cantos. Todas las procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia
la gran pradera llamada Verdecampo, donde chicos y chicas, desnudos bajo el sol, con los pies, las
piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera. Los
caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines estaban adornadas con
lazos de color plateado, verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban
muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la
lejanía, al norte y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso
abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba
con un fuego blanco y oro bajo la luz del sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había
exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto los gallardetes que
limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes
podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más
próxima, avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces
reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de campanas.
¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir los ciudadanos de Omelas?
Entiendan, no eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las palabras que expresan la
alegría ya no suenan muy a menudo. Todas las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Una descripción
tal tiende a afirmar mis presunciones. Una descripción tal tiende a hacer pensar en la próxima
aparición del Rey, montado en un espléndido garañón y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en
una litera de oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se
utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las
leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían sin
monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa de Valores, ni publicidad, ni policía secreta, ni
bombas atómicas. Y sin embargo, repito que no eran gentes simples, tranquilos campesinos, nobles
salvajes, benévolos utopistas. No eran menos complicados que nosotros. Lo malo es que nosotros
poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad
como algo más bien estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Esta es la
traición del artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si
no pueden ganarles, únanse a ellos. Si eso duele, vuelvan a comenzar. Pero aceptar la desesperación
es condenar la alegría; adoptar la violencia es perder todo lo demás. Y casi lo hemos perdido todo;
ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en
algunas palabras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y felices...,
aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya
vida no era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor
descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de
cuento de hadas; érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país... Quizá sería mejor forzarles a
imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré
satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles ni
helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de Omelas son
gentes felices. La felicidad se funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, lo que no
es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría —la de lo que no
es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera—, podían tener
perfectamente calefacción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de
maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía
distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso: es algo que
no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las
ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes
rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de Omelas es el edificio más hermoso de la
ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado del Campo. Pero pese
a esos trenes, me temo que Omelas no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas,
paradas, caballos..., ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil añadirle una orgía, no
vacilen. Sin embargo, no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen
magníficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a copular
con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la
sangre, aunque esta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener templos en
Omelas..., al menos no templos materiales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas
pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofreciéndose como soplos divinos al apetito
de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos que los
tambores resuenen por encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la gloria del
deseo, y que (y este no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos
rituales sean amados y educados por toda la comunidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es
el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no existían las drogas, pero esta
es una actitud puritana. Para aquellos que lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede
perfumar las calles de la ciudad, el drooz que primero aporta al cuerpo y a la mente una gran
claridad y una increíble ligereza, y luego, tras algunas horas, una ensoñadora languidez, y finalmente
maravillosas visiones del verdadero arcano y de los más grandes secretos del Universo, al tiempo
que excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación..., y no crea hábito. Para aquellos que
tienen gustos más modestos, imagino que debe existir la cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la
radiante ciudad? El sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero, puesto que no
tenemos clérigos, no tengamos tampoco soldados. La alegría que nace de una victoria carnicera no
es una alegría sana; no le convendría aquí; está llena de horror y no posee ningún interés. Un placer
generoso e ilimitado, un triunfo magnánimo experimentado no contra algún enemigo exterior, sino
en comunión con lo más justo y más hermoso que hay en la mente de todos los hombres, y con el
esplendor del verano dominando el mundo: eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de
Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. Realmente, creo que no hay muchos que
sientan la necesidad de tomar drooz.
La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campoverde. Un maravilloso aroma a
comida escapa de las tiendas rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de los niños están llenos
de dulce. Unas migajas de un sabroso pastel permanecen prisioneras en la barba gris de un hombre
de rostro placentero. Los chicos y las chicas han montado en sus caballos y van agrupándose cerca
de la línea de salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente, distribuye flores de
una gran capa, y la gente se las mete entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años
permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una flauta de madera. Las gentes se
detienen a escucharle, le sonríen, pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar y ni siquiera les
ve, sus ojos oscuros están perdidos en la suave y ondulante magia de la melodía.
De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de madera.
Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja oír su vibrante sonido
desde la tienda que se halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los
caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el cuello de su
montura y murmuran palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro...»
Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que bordea el campo de
carreras da la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano
acaba de comenzar.
¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta celebración, de esta ciudad, de esta
alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles algo más.
En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas, o quizá en los sótanos de
una de esas espaciosas mansiones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no
tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su interior por los intersticios de las
planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En un
rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor
repugnante, colocadas cerca de un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como
suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres pasos de largo por dos de
ancho: apenas una alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar.
Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es un
retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala
nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los dedos de los pies o el
sexo, y permanece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene
miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen
estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta permanece siempre
cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas veces —el niño no tiene la menor noción del paso del
tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre, y una persona, o varias
personas, aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se
le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. La escudilla y la
jarra son llenados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las
gentes que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en
aquel cuarto y puede recordar la luz del sol y la voz de su madre, habla algunas veces. «Seré bueno
—dice —. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!» Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el
niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente,
«mhmm-haa, mhmm-haa», y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros
huesos y su vientre una enorme protuberancia; vive de medio bol de harina y manteca al día. Está
desnudo. Sus muslos y sus posaderas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece
constantemente sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos comprenden por qué, otros
no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la
salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus
cosechas y la clemencia de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.
Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen entre ocho y doce años, cuando se
hallan en edad de comprender; y la mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay
también adultos que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo. No importa el modo cómo
les haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se muestran siempre impresionados y disgustados
por lo que ven. Sienten el desaliento, al que siempre se habían creído superiores. Sienten la cólera, el
ultraje, la impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no
hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido a la luz del sol, fuera de aquel abominable
lugar, si fuera lavado y alimentado y reconfortado, sería sin la menor duda una gran cosa; pero si se
hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían destruidas a la siguiente
hora. Esas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y
mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno
solo: sería dejar ingresar el crimen en la ciudad.
Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que decirle una palabra amable al niño.
A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inundados de una contenida rabia, cuando
han visto al niño y afrontado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante semanas o
incluso años. Pero con el tiempo empiezan a darse cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no
obtendría gran cosa de su libertad: un pequeño y vago placer de calor y alimento, por supuesto, pero
no mucho más. Es demasiado deficiente y estúpido como para conocer la menor alegría real. Ha
vivido durante demasiado tiempo en el miedo para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres
son demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De hecho, tras tanto
tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus
ojos, sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando
empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y
su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su impotencia, lo que tal vez
constituya la auténtica fuente del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida e
irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la
compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la
nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su ciencia. Es a causa de este
niño que son tan considerados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no
estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta, no podría interpretar aquella
gozosa música mientras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el sol de la
primera mañana del verano.
¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda algo por decir, y esto
es casi increíble.
A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no regresa a su casa para llorar o
rumiar su cólera; de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una
mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes
salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de
Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe
atravesar poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los
campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen.
Abandonan Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de
nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es
imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas
parecen saber muy bien hacia dónde van.

AUTORIZACIONES

• Ray Bradbury • El Flautista • The Piper • © 1940 by Ray Bradbury.


• Alfred E. van Vogt • Proceso • Process • © 1950 by Fantasy House, Inc.
• Arthur C. Clarke • El Centinela • The Sentinel • © 1951 by Avon Periodicals, Inc.
• Robert Sheckley • La Séptima Víctima • The Seventh Victim • © 1963 by Galaxy Publishing
Co.
• Robert Abernathy • Combate Singular • • © 1956 by Fantasy House, Inc.
• Charles L. Fontenay • La Seda y la Canción • The Silk and the Song • © 1956 by Fantasy
House, Inc.
• Jacques Sternberg • El Mundo Ha Cambiado • Le Monde a bien Changé • © 1957 by
Editions Denoël.
• Fausto Cunha • Último Vuelo a Marte • Ultimo Vôo para Marte • © 1961 by GRD.
• Belcampo • Las Cosas al Poder • De Dingen de Baas • © 1963 by Kosmos.
• James G. Ballard • El Hombre Iluminado • The Iluminated Man • © 1964 by Mercury Press.
• David Masson • El Reposo del Viajero • The Traveller’s Rest • © 1965 by New Worlds.
• Bob Shaw • Luz de Otros Días Perdidos • Light of Other Days • © 1966 by Condé Nast
Publications, Inc.
• Thomas Disch • La Jaula de la Ardilla • The Squirrel Cage • © 1966 by New Worlds.
• Harlan Ellison • El Merodeador en la Ciudad al Borde del Mundo • The Prowler in the City
at the Edge of the World • © 1967 by Harlan Ellison.
• John T. Sladek • Informe sobre las Migraciones del Material Educativo • A Report on the
Migrations of Educational Materials • © 1968 by Mercury Press, Inc.
• George Alec Effinger • Todas las Guerras Definitivas a la Vez • All the Last Wars at Once •
© 1971 by Terry Carr.
• Raphael A. Lafferty • Chirriantes Goznes del Mundo • Groaning Hinges of the World • ©
1971 by R. A. Lafferty.
• Robert Silverberg • En las Fauces de la Entropía • In Entropy’s Jaws • © 1971 by Lancer
Books, Inc.
• Christopher Priest • La Cabeza y la Mano • The Head and the Hand • © 1971 by Christopher
Priest.
• Ursula K. Le Guin • Los que se van de Omelas • The Ones who walk away from Omelas • ©
1973 by Robert Silverberg.

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