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OWE N BARFI ELD

EL ARPA Y LA CÁMARA

ATA L A N TA
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I M A G I N AT I O V E R A

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OWEN BARFIELD

EL ARPA Y LA CÁMARA

TRADUCCIÓN
M A R Í A TA B U Y O
A G U S T Í N LÓ P E Z

ATA L A N TA
2019

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En cubierta: detalle de la cubierta de «The Radium Dance»
de Jean Schwartz, 1904
En guardas: Owen Barfield

Dirección y diseño: Jacobo Siruela

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o


transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización
de sus titulares, salvo ex­cepción prevista por la ley.
Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Repro­gráficos,
www.cedro.org) si necesita fotocopiar
o escanear algún fragmento
de esta obra.

Todos los derechos reservados.

Título original: The Rediscovery of Meaning, and Other Essays


© 2013 Owen Barfield Literary Estate
© De la traducción: María Tabuyo y Agustín López
© EDICIONES ATALANTA, S. L.
Mas Pou. Vilaür 17483. Girona. España
Teléfono: 972 79 58 05 Fax: 972 79 58 34
atalantaweb.com
ISBN: 978-84-949054-3-8
Depósito Legal: GI 1873-2018

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Índice

El redescubrimiento del sentido


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El arpa y la cámara
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Sueño, mito y doble visión filosófica


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Materia, imaginación y espíritu


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Ciencia y cualidad
85

El significado de la palabra «literal»


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El arpa y la cámara

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El redescubrimiento del sentido

Entre todos los signos amenazantes que nos rodean a me-


diados del siglo xx, tal vez lo que genera mayor desasosiego
en las personas reflexivas sea la creciente y difundida sensa-
ción de una ausencia de sentido. Es esto lo que subyace en
la mayor parte de las restantes amenazas. ¿Cómo se explica
que cuanto más capaz es el hombre de manipular el mundo
en su beneficio, menos sentido puede percibir en él? Esta
paradoja se ha señalado a menudo y se ha atribuido en oca-
siones a una perversión fundamental, una especie de «obs-
tinación básica», de la naturaleza humana. Pero en realidad
surge de un período de la historia claramente identificable
y relativamente reciente.
La mayoría de la gente es muy consciente de que, con el
advenimiento de la Revolución científica hace más o menos
trescientos años,* la mente del hombre empezó a relacio-

* La fecha estimada para el comienzo de la Revolución científica varía


sensiblemente de unos autores a otros. En todo caso, hay que tener en
cuenta que The Rediscovery of Meaning, la selección de escritos de Bar-
field en la que figuran los textos contenidos en este volumen, data de 1977,
aunque la redacción de algunos de ellos es bastante anterior. (N. de los T.)

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narse con el mundo que le rodeaba de una manera entera-
mente nueva. Por primera vez surgió el hábito de observar
de manera meticulosa los hechos de la naturaleza y de in-
terpretarlos sistemáticamente en términos de causas físicas y
efectos; y este hábito se ha ido incrementando desde enton-
ces, con resultados incalculables y en gran parte benéficos,
que se reflejan en la acumulación de conocimiento práctico,
es decir, de conocimiento que hace posible la manipulación
de la naturaleza. Lo que se comprende con menor clari-
dad es la naturaleza y el significado precisos de cierto paso
adicional que se dio en el siglo xix. Fue entonces cuando
esta práctica habitual en la búsqueda del conocimiento se
formuló como un dogma con el nombre de filosofía «posi-
tiva» o positivismo.
Positivismo es el nombre filosófico para la creencia más
generalmente conocida ahora como «materialismo». Es la
doctrina –expuesta originalmente por Auguste Comte– de
que el método antes mencionado para interpretar los he-
chos de la naturaleza no es sólo útil, sino el único posible.
Obviamente, la proposición de que sólo es posible un único
método de investigación científica no puede basarse (salvo
para los creyentes devotos) en la propia investigación cien-
tífica realizada mediante ese método. La proposición es,
por consiguiente, una creencia dogmática, aunque ha sido tan
completamente absorbida por la corriente de pensamiento
de la humanidad occidental que ha llegado a ser considerada,
no un dogma, sino un hecho científicamente establecido.
Ahora bien, habitualmente hay poca relación entre las
causas físicas de una cosa y su significado. Una causa física
importante de lo que estoy escribiendo en este momento es
la presión muscular de mis dedos, pero saber eso no ayuda
a nadie a comprender su significado. Por tanto, al investi-
gar los fenómenos de la naturaleza, el énfasis exclusivo en

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causas y efectos físicos implica una correspondiente falta de
atención a su sentido. Y fue precisamente este énfasis exclu-
sivo lo que se convirtió en moda hace unos trescientos años.
Lo que sucedió más tarde, en el siglo xix, fue que el hábito
de la desatención, que se había vuelto inveterado, resultó
finalmente suplantado por el supuesto (a veces explícito,
pero más a menudo implícito) de que la atención científica
al sentido de los fenómenos, como algo distinto de sus cau-
sas, era imposible, incluso aunque pudiera haber algo (lo
que se consideraba improbable) a lo que prestar atención.
El sentido de un proceso es el ser interior que el proceso
expresa. La negación de ese ser interior en los procesos de
la naturaleza conduce inevitablemente a su negación en el
propio ser humano. Pues si los objetos físicos y las causas
y efectos físicos son todo lo que podemos conocer, se sigue
que el hombre mismo sólo puede ser conocido en la medida
en que es un objeto físico entre otros objetos físicos. Por
tanto, es algo implícito al positivismo que el hombre nunca
pueda conocer realmente nada sobre su sí-mismo específi-
camente humano –su propio ser interior–, como tampoco
podría conocer nunca realmente el significado del mundo
de la naturaleza que le rodea.
Hasta ahora, incluso aquellos que rechazan el materia-
lismo como filosofía última se han mostrado de acuerdo en
aceptar las limitaciones que el positivismo trata de imponer
a la esfera del conocimiento. Es cierto, dicen, que los valores
espirituales que constituyen el sentido verdadero de la vida
se pueden percibir vagamente y son, de hecho, lo que está
detrás de los símbolos de la religión y los fenómenos miste-
riosos del arte. Pero no podemos tener la esperanza de saber
nada de ellos. Hay –y esto se sugiere a menudo con cierta
unción– dos tipos de verdad: la científica, que puede ser de-
mostrada experimentalmente y que se limita al mundo fí-

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sico, y, por otra parte, las «verdades» de la intuición mística
y la revelación, que pueden ser sentidas y sugeridas, pero
nunca conocidas ni expuestas de forma científica. Y si éstas
parecen ser incompatibles con las verdades de la ciencia...,
bien, tal vez eso sea lo mejor. «El corazón tiene razones que
la razón no alcanza.»
De esta manera, se puede decir que durante varios años
se estableció un equilibrio precario entre un mundo mecá-
nico y sin sentido de acontecimientos físicos descritos por la
ciencia y cierto tipo de significación espiritual ulterior que
se podía suponer que el mundo ocultaba y con el que tenía
poca relación, si es que tenía alguna. Las filosofías idealistas
del siglo xix contribuyeron a mantener este equilibrio ra-
cionalizándolo lo mejor que pudieron.
Era un estado de cosas que no podía perdurar, y su ines-
tabilidad latente ha quedado expuesta por un paso adicio-
nal dado por la doctrina del positivismo en nuestra época.
El antiguo positivismo proclamaba que el hombre nunca
podría conocer nada salvo el mecanismo del mundo físico
accesible a sus sentidos. La variante del siglo xx –diversa-
mente conocida como «positivismo lógico», «análisis lin-
güístico», «filosofía de la ciencia», etcétera– va más allá y
asevera incluso que nada se puede decir sobre ninguna otra
cosa. El lenguaje es significativo sólo en la medida en que
comunica, o al menos pretende comunicar, información
sobre acontecimientos físicos que la observación y la expe-
rimentación pueden luego confirmar o refutar. Se quita el
suelo bajo los pies de cualquier interpretación idealista del
universo mediante un nuevo dogma: no se trata de que esa
interpretación sea falsa, sino de que ni siquiera puede ser
planteada. El lenguaje en el que se formula no es realmente
un lenguaje (aunque pueda obedecer reglas gramaticales)
porque no tiene ningún sentido. No sólo eso, sino que tam-

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bién se excluye radicalmente el fundamento de cualquier
tipo de vida interior. Los juicios morales, por ejemplo, no
tienen ninguna referencia objetiva basada en hechos reales.
Si decimos: «La crueldad es mala», todo lo que realmente
queremos decir es que no nos gusta. Las palabras que pre-
tenden referirse a algo más allá del alcance de los sentidos no
se refieren en realidad a nada. Nuestra convicción de que lo
hacen es meramente un error que cometemos sobre las po-
sibles maneras de utilizar el lenguaje. Cuando combinamos
esas palabras en frases, imaginamos que estamos diciendo
algo, pero de hecho sólo estamos produciendo ruidos que
expresan nuestros sentimientos, igual que lo hacen la risa,
las lágrimas y los gruñidos. Esto, se afirma, siempre ha sido
así, y toda la mitología y la religión, junto con la práctica
totalidad de la filosofía antes de la aparición del positivismo,
son simplemente ejemplos de esos errores lingüísticos.
El resultado de todo ello lo expresó perfectamente en
cierta ocasión C. S. Lewis al señalar que, en general, si el
nuevo positivismo tiene razón, la historia de la mente hu-
mana desde el principio de los tiempos ha consistido en
«casi nadie cometiendo errores lingüísticos sobre casi nada».
Aun así, la filosofía «analítica» moderna es interesante e
importante precisamente porque impone a la cuestión su
conclusión lógica y saca a la luz la confusión que, en rea-
lidad, ha implicado siempre la aceptación del positivismo.
Como una especie de escalpelo, el análisis lingüístico ex-
pone con claridad esa conexión que empezamos afirmando
entre el ascenso del positivismo y la sensación general de
una ausencia de sentido en Occidente. Al final, la elección
es clara. O debemos conceder que el 99 por ciento de todo
lo que decimos y pensamos (o imaginamos que pensamos)
es palabrería sin sentido, o debemos –por grande que sea el
desgarro– abandonar el positivismo.

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«Desgarro» no es una palabra demasiado fuerte; pues
el positivismo está sutilmente enredado con nuestro pensa-
miento en todos los puntos en casi todos los temas. Una
desgarradura muy similar requirió la mente occidental al
final de la Edad Media. Quienes no hayan estudiado el pen-
samiento medieval difícilmente creerán lo terca y arraigada
que llegó a ser la suposición de que era imposible salir del
horizonte planteado por Aristóteles. La originalidad, los
descubrimientos y experimentos nuevos eran todos muy
bien recibidos... con tal de que permaneciesen dentro del
marco de las concepciones aristotélicas: por ejemplo, que
la Tierra está fija en el centro del universo, que los cuerpos
celestes son ingrávidos, que el calor, o el fuego, es uno de los
elementos. Estas ideas se daban absolutamente por supues-
tas y todo lo que pareciera arrojar la menor duda sobre su
validez producía –sobre todo en los adalides reconocidos
del pensamiento contemporáneo– una reacción violenta ante
lo que condenaban como tonterías o, incluso, blasfemias. El
estudio de la transición del pensamiento medieval al pensa-
miento moderno es el estudio del gran y doloroso desgarro
con el que este dogma fue finalmente abandonado. Si ahora
sustituimos el aristotelismo por el positivismo, podremos
tener alguna idea de lo que nos espera cuando empecemos a
proyectar dudas sobre él. Pues es un error suponer que ac-
tualmente disfrutamos de una mayor apertura de mente;
simplemente estamos más abiertos a cosas diferentes.
No obstante, haremos el experimento y empezaremos
por el punto extremo al que ha llegado el positivismo, como
hemos visto, en su avance nihilista; es decir, empezaremos
por el principal vehículo que poseemos para la comprensión
y expresión del sentido; en otras palabras, por el lenguaje.
¿Qué sucedió para que una proporción muy elevada de
las palabras de cualquier lengua moderna se refieran (o pa-

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rezcan referirse) a asuntos y acontecimientos que no forman
parte del mundo accesible a nuestros sentidos? Para el estu-
dioso de la historia, el lenguaje parece consistir, a primera
vista, en lo que ha sido acertadamente designado como «un
tejido de metáforas descoloridas». Desde la época de Max
Müller, el filósofo del siglo xix, éste ha sido el tema común
de innumerables libros sobre las palabras. Como explicaba
Ernest Weekley hace muchos años:

Cada expresión que empleamos, dejando aparte las que


están relacionadas con las acciones y objetos más rudimenta-
rios, es una metáfora, aunque el significado original esté entur-
biado por el uso constante.

Y continuaba ilustrando el significado de las palabras


utilizadas en esa misma frase:

Así, en la frase anterior, expresión significa «lo que se


arranca»; emplear es «entretejer», como hace un fabricante
de cestos; relacionar es «entrelazar»; un objeto es «algo arro-
jado en nuestro camino», y rudimentario significa «en su es-
tado bruto».

Sobre todo, descubrimos que es posible constatar con


claridad que todas las palabras utilizadas para describir
nuestro «interior», sea un pensamiento o un sentimiento,
han llegado hasta nosotros desde un período anterior en el
que también hacían referencia al mundo exterior. Cuanto
más atrás nos remontemos en el tiempo, más metafórico
descubriremos que se vuelve el lenguaje; algunos pioneros
de la etimología incluso anticiparon el positivismo poste-
rior que acabamos de describir al afirmar que mitología y
religión eran simplemente el resultado del «error» en que se

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incurrió cuando, más tarde, las «metáforas» fueron enten-
didas de manera literal.
Sin embargo, desde esa época se ha llevado a cabo una
profunda reflexión sobre el problema del sentido y el sim-
bolismo. Se ha comprendido en particular que el signifi-
cado simbólico no es un atributo exclusivo de la religión y el
arte, sino que es un elemento intrínseco al lenguaje mismo.
¿Qué sucedió para que el ser humano pudiera emplear, y
empleara, las formas y los objetos del mundo exterior para
expresar el mundo interior de su pensamiento? Que fue
capaz de usarlos no como meros signos para atraer la aten-
ción hacia sus sentimientos y sus impulsos, sino como símbo-
los para sus conceptos. Una cosa funciona como símbolo
cuando no sólo anuncia, sino que representa algo distinto
de sí misma. Debemos la existencia del lenguaje al hecho de
que las imágenes mentales en que la memoria convierte las
formas del mundo exterior pueden funcionar no sólo como
signos y recordatorios de sí mismas, sino también como sím-
bolos para conceptos. Si no fuera así, nunca habrían dado
origen a las palabras, que hacen posible el pensamiento abs-
tracto. Si reflexionamos sobre este hecho sin los prejuicios
de ningún supuesto positivista, debemos concluir que esta
significación simbólica es inherente a las propias formas del
mundo exterior. Las primeras metáforas no fueron artificia-
les, sino naturales.
En otras palabras, los positivistas tienen razón en su
conclusión de que si (ellos dirían «dado que») la naturaleza
carece de sentido para la mente humana, la mayor parte
del lenguaje también carece de él. Pero lo inverso es igual-
mente cierto: si el lenguaje «está lleno de sentido», también
la naturaleza está llena de sentido. En realidad, como señaló
Emerson hace tiempo: «No sólo las palabras son emblemá-
ticas; las cosas mismas lo son». El hombre, recordaba a sus

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despreocupados contemporáneos, «está situado en el centro
de los seres, y un rayo de relación va desde cada ser hasta él.
Y ni el hombre puede ser comprendido sin esos objetos, ni
esos objetos pueden serlo sin el hombre». Es precisamente
en ese «rayo de relación», que el positivismo no admite y
que, en consecuencia, ha acabado por ignorar, en donde re-
side el secreto del sentido.
He llegado a la conclusión de que el mundo natural sólo
puede ser comprendido en profundidad como una serie
de imágenes que simbolizan conceptos; creo, además, que
fue de la prolífica consciencia del hombre de esta significa-
tiva relación entre él mismo y la naturaleza de donde nació
originalmente el lenguaje. ¿Cómo se explica, entonces, que
los primeros hombres poseyeran esta consciencia mientras
que nosotros la hemos perdido? Al responder a esta pre-
gunta ya empezamos a sentir el gran desgarro; pues descu-
brimos que el abandono del positivismo implica una revisión
drástica de toda nuestra concepción de la prehistoria.
Consideremos la descripción convencional de la historia
de la Tierra y el hombre. Se nos muestra, en primer lugar,
una Tierra puramente física sin vida ni consciencia; luego,
la llegada de animales y hombres como objetos físicos mo-
viéndose por ella; finalmente, el desarrollo por parte del
hombre, a partir de la nada, de una facultad de imaginación
y pensamiento que le permite reflejar o copiar interior-
mente un mundo exterior que había existido sin interrup-
ción durante millones de años antes que él. Vemos el mundo
interior evolucionando en una etapa comparativamente tar-
día desde el exterior. Esta descripción sin duda deberá ser
sustituida por otra más compleja y menos rudimentaria de
los dos mundos, el interior y el exterior, naciendo de forma
conjunta. Pues la relación recíproca entre los dos, que el
lenguaje revela, no permitirá nunca que uno haya existido

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en algún momento sin el otro. Esto apunta de nuevo a un
origen común. Se verá entonces que la distinción entre inte-
rior y exterior, que nos parece tan básica, fue producida por
el propio hombre en el ejercicio de la facultad de simbolizar
que le proporcionó su lenguaje.
Ernst Cassirer, al tratar del lenguaje en su Filosofía de las
formas simbólicas, mostraba que la historia de la consciencia
humana no fue un progreso desde una situación inicial de
oscuridad vacía hacia una consciencia cada vez más amplia
de un mundo exterior preexistente, sino la liberación gra-
dual de un foco pequeño, pero creciente y cada vez más
claro y autodeterminado, de experiencia humana interior
desde un estado de ensueño de identidad virtual con la vida
del cuerpo y su entorno. La autoconsciencia surgió de la
mera consciencia. No fue sino en el curso de este proceso
cuando apareció el mundo de la naturaleza «objetiva» que
ahora observamos a nuestro alrededor. El hombre no em-
pezó su trayectoria como ser autoconsciente bajo la forma
de una unidad sin inteligencia o sin pensamiento, que se en-
frentaba a un mundo objetivo separado e ininteligible muy
parecido al nuestro, sobre el que luego procedería a inventar
toda clase de mitos. No era un espectador que aprendiese
a realizar copias mentales cada vez menos desesperan-
temente inexactas. Tuvo que luchar por su subjetividad a
partir del mundo de su experiencia polarizando ese mundo,
gradualmente, en una dualidad. Y ésta es la dualidad de lo
objetivo-subjetivo, o exterior-interior, que ahora parece tan
fundamental porque la hemos heredado junto con el len-
guaje. El hombre no empezó como espectador; el desarrollo
del lenguaje le permitió llegar a serlo.
Apartémonos un momento de este planteamiento y exa-
minemos el otro, la idea convencional de que la historia del
pensamiento humano es la historia de un espectador que

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aprende a realizar cada vez mejor la copia mental de un
mundo exterior independiente. Toda la ciencia positiva se
basa en las matemáticas y la física; y, en su origen, la física
moderna se propuso investigar la naturaleza como algo que
existía de forma independiente de la mente humana. Pero
éste fue un postulado que se tuvo que ir abandonando pro-
gresivamente con el paso del tiempo. En una etapa bastante
temprana, se estableció una distinción entre las cualidades
«primarias», como la extensión y la masa, que se suponían
inherentes a la materia independientemente del observador,
y las cualidades «secundarias», como el color, que depen-
dían del observador. En términos generales, se puede decir
que finalmente la física se vio obligada a concluir que todas
las cualidades son «secundarias» en ese sentido, de manera
que todo el mundo de la naturaleza tal como realmente lo
experimentamos depende para su configuración de la mente
y los sentidos del ser humano. La naturaleza es lo que es
porque nosotros somos lo que somos. Por consiguiente,
nuestro supuesto común de que el principal esfuerzo del
pensamiento humano ha consistido en crear una réplica
mental del mundo exterior preexistente es incompatible in-
cluso con el acceso científico a las cosas a partir del cual
surgió. Ese supuesto está, en realidad, determinado por la
ciencia; pero por una ciencia de anteayer.
El hombre antiguo no observaba la naturaleza de la ma-
nera distante en que lo hacemos nosotros. Participaba mental
y físicamente en su proceso interior y exterior. La evolu-
ción del hombre no sólo significó la firme expansión de la
consciencia (el hombre que consigue conocer cada vez más
acerca de cada vez más); hubo un proceso paralelo de con-
tracción –que fue también un proceso de despertar–, una
gradual focalización o puntualización desde un tipo de co-
nocimiento anterior, que se podría llamar también partici-

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pación. Era al mismo tiempo más universal y menos claro.
Todavía conservamos algo de esta antigua relación con la
naturaleza cuando dormimos y surge la sabiduría suprarra-
cional que muchos psicoanalistas detectan en los sueños.
Así pues, es más cierto decir que hemos llegado a saber cada
vez más sobre cada vez menos.
«El hombre es el enano de sí mismo», dijo Emerson. Es
este hecho el que subyace en la tradición universal de la ex-
pulsión del Paraíso; y es esto lo que todavía reverbera en la
consciencia colectiva ligada a la naturaleza que encontramos
expresada en los mitos, en las formas más antiguas del len-
guaje y en el pensamiento totémico y la participación ritual
de las tribus primitivas. Es de unos orígenes como éstos, y
no de una mirada de incomprensión vigilante y vacía, de
donde hemos partido para evolucionar hasta la actual cons-
ciencia individual, detallista, espacialmente determinada.
Es un proceso que continuó incluso en nuestra propia
era. Sólo tenemos que remontarnos al período inmedia-
tamente anterior a la Revolución científica, en Europa,
cuando la imagen del mundo todavía vigente era la del
hombre como microcosmos dentro del macrocosmos, para
descubrir que el sentimiento de ruptura entre el ser inte-
rior del hombre y el mundo que le rodea era menos per-
ceptible que en la actualidad. Por razones de espacio, aquí
sólo podemos aludir someramente a uno o dos ejemplos;
pero cualquiera que estudie el arte y el pensamiento me-
dievales descubrirá que se daba por supuesto, pongamos
por caso, que los cuatro elementos, tierra, agua, aire y fuego
(que no se concebían como meras sustancias físicas), esta-
ban presentes no sólo en el mundo exterior, sino también
en el temperamento humano como sus cuatro «humores»
–melancólico, flemático, sanguíneo y colérico–, mientras
se daba igualmente por supuesta la existencia de vínculos

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similares entre los planetas y los metales y las disposiciones
del hombre. Naturalmente, el pensamiento positivista cree
que todo eso eran especulaciones erróneas y que no tenían
nada que ver con los hechos; pero, observando globalmente
el curso de la historia, se percibe que en verdad eran restos
rudimentarios del «origen común» de los mundos exterior
e interior del hombre.

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Imaginatio vera

«Salvar las apariencias, de Owen Barfield, es uno de los pocos li-


bros que me enorgullece haber publicado.»
T. S. Eliot

«Estamos bien provistos de escritores interesantes, pero Owen


Barfield no se encuentra en la categoría de los simplemente inte-
resantes. Ambiciona liberarnos de la prisión que hemos construido
para nosotros mismos con nuestros propios modos de conocimiento,
nuestros falsos y estrechos hábitos de pensamiento y nuestro “sen-
tido común”.»
Saul Bellow

Una vez, cuando su amigo C. S. Lewis se refirió a la filosofía como


«una materia», Barfield respondió contrariado que «para Platón la
filosofía no era “una materia”, era un camino». En efecto, la filosofía
no era para él una mera ocupación académica sino una razón vital.
Este volumen reúne una colección de ensayos sobre sus temas pre-
dilectos: el sinsentido del mundo moderno, el sueño, la imaginación,
la poesía y la naturaleza de lo real.

El filósofo, narrador, poeta y crítico inglés Owen Barfield (Lon-


dres, 1898-Forest Row, 1997) estudió en Oxford lengua y literatura
inglesas. Fue miembro fundador del grupo de los Inklings, formado
entre otros por J. R. R. Tolkien, Charles Williams y C. S. Lewis, para
quien Barfield fue «el mejor y más sabio de mis maestros no oficia-
les». Pensador cristiano, defensor y estudioso de la antroposofía
de Rudolf Steiner, su concepción de la antigua unidad semántica del
lenguaje tuvo una influencia capital en Tolkien. A pesar de ser una fi-
gura lateral en el panorama filosófico europeo de su tiempo, su obra
sigue inspirando a no pocos pensadores por su tratamiento de la evo-
lución de la consciencia o su propuesta de un reno-
vado y amplio concepto de la naturaleza.

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