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Capitulo III - La política bajo el signo de la crisis

Septiembre de 1930: La hora de la espada

Dos características salientes del movimiento del 6 de septiembre:


 su debilidad en lo militar
 y su éxito en la opinión.
La columna revolucionaria se integró con grupos de civiles mal armados, convocados por
partidos opositores y diarios como La crítica, acompañados por adolescentes del Colegio
Militar y una escasa tropa de línea. Los jefes principales, Uriburu y Justo, eran militares
retirados. Y sin embargo, en todas partes estallaban aplausos, la gente se metía entre los
soldados. La columna llegó hasta la Casa Rosada y se apoderó de ella sin que nadie
intentara seriamente defenderla.
En muchas provincias, las administraciones radicales abandonaron espontáneamente las
sedes de gobierno, dejando sus instalaciones a merced de quien quisiera ocuparlas. La
mayor parte de los cuadros militares se adscribían a una fuerte cultura legalista que los
hacía dudar sobre la conveniencia de ese tipo de movimiento y se negaron a movilizar sus
tropas; paradójicamente, esta cultura fue la que aseguró el acatamiento inicial del
presidente Uriburu.

La crisis del Yrigoyenismo

El escrutinio de los comicios de 1928 arrojó un resultado contundente, según los cuales
Yrigoyen superaba en el doble de caudal de votos al radicalismo antipersonalismo. Ante
estos números se perfilan dos reacciones extremas: en el personalismo, la convicción
absoluta de la identidad de Yrigoyen con la “nación” (es decir, que Yrigoyen=nación); en la
oposición, un profundo desconcierto que provocó el acercamiento a opciones conspirativas,
junto con un desencanto de la cultura cívica democrática argentina. Esta lectura exhibe una
vocación totalizante de la cultura política local. La Ley Sáenz Peña había permitido
consolidar esta cultura política porque acrecentó el dramatismo de la competencia política
(y del lenguaje en que ella se expresaba) al aumentar las dimensiones del electorado.
Contrario a lo que se pensaría, la reforma de 1912 no incentivó al pluralismo ya que la
sociedad fue concebida como un bloque único con un atributo único: su ideal de progreso
(es una idea parecida a la del Tercer Estado de la revolución francesa, donde se plantea a la
sociedad como un TODO). Es decir la idea de las elecciones no era manifestar las voces de
intereses sociales diversos, sino garantizar una voluntad homogénea. Y los triunfos de la
UCR le hicieron asociar su propia identidad a la integración ciudadana, se creían
portavoces. Otro factor preponderante en esta asociación fue la “religión cívica”
proclamada por el partido, a través de su autoidentificación con una “causa” llamada
providencial a desplazar a la clase política oligárquica. Su éxito demuestra el potencial
ideológico de la religión cívica radical.
Su mayor virtud no era el recorte de un sector económico-social determinado, sino su
asociación con un conjunto de valores. Su referencia social era el “pueblo”, logrando una
inclusión emocional dentro de la comunidad nacional por la vía de la política de muchos
sectores de la sociedad que estaban en ascenso.
Sin embargo, la adhesión al presidente decayó con las primeras señales de la crisis
económica: aumento de la inflación, descenso de sueldos y disminución del ritmo de gasto
público. En este clima, entre 1928 y 1929 el gobierno inició su plan de control del Senado
mediante intervenciones muy conflictivas. La oposición se volcó agresivamente hacia la
opinión y las calles, y empezó a aumentar la violencia política. Las elecciones legislativas
nacionales de 1930 revelaron la gravedad de la situación, donde todos los comicios se
vieron plagados de incidentes y no faltaron las maniobras de fraude. Finalmente triunfó la
UCR, pero la victoria fue lo suficientemente escueta como para que fuera procesada como
una derrota.
El radicalismo no pudo sostener aquella religión cívica que pregonaba procedimientos
electorales transparentes y que decía tener la mayoría absoluta de apoya. En la oposición
coexistía el entusiasmo electoral con la opción de una salida rápida a través de una ruptura
institucional.
La doble situación de crisis económica y política se agravaba por una crisis interna del
gobierno, donde la figura de autoridad de Yrigoyen estaba desgastada. Se empezó a dar
una lucha entre sus colaboradores que fragmentaban la administración política del Estado, a
la vez que centralizaba la toma de decisiones en Yrigoyen porque tenía que actuar como el
árbitro final en las disputas personales. Políticos opositores y oficiales del Ejército se
reunían sin disimulo en lugares conocidos. En el gabinete se recortaron dos grandes
tendencias respecto a esto: una, encabezada por el ministro de Guerra Dellepiane, quien
pretendía desarticular por fuerza a los conspiradores; otra, que minimizaba la situación y
prefería no alterar los ánimos con iniciativas apresuradas. La decisión presidencial se
inclinó por el segundo grupo, a sólo tres días de la definitiva realización del golpe.

¿Golpe o revolución?

Dispersión del poder y centralización de las decisiones fueron las dos caras de la crisis de
gobierno. El movimiento del 6 de septiembre recibió múltiples apoyos: instituciones
patronales, sindicatos, dirigentes de derecha e izquierda, periodismo, movimiento
estudiantil universitario. ¿Por qué?
El 6 de septiembre era visto como una más de las “revoluciones” o “movimientos cívicos”,
tradición históricamente reivindicada por el propio Yrigoyen. El objetivo proclamado era la
restauración de un régimen democrático e institucional que estaría siendo violado por el
presidente. Se pretendía poner fin a la demagogia personalista. La UCR también era
considerada culpable de males tales como la inoperancia de sus administraciones, o las
votaciones parlamentarias en bloque, una práctica introducida por las nuevas formas
de mandato imperativo inscriptas en los procedimientos de los partidos políticos
modernos. Así, muchos opositores criticaban lo que se consideraba “las promesas
frustradas” de la democracia.
El autor recalca que a estas posiciones se les ha prestado escasa atención debido al
sobredimensionamiento del poder y la influencia de Uriburu. Pero en realidad, el hecho de
que el movimiento haya tenido tanto eco en la sociedad explica no solamente la impotencia
de Uriburu para imponer su visión militarista del golpe, sino también la rápida oposición al
presidente provisional dentro de los mismos grupos revolucionarios. La insistencia de
Uriburu para imponer la reforma constitucional en un sentido corporativista sólo sirvió para
erosionar su de por sí escaso poder y, paralelamente, para consolidar la figura de Justo
como abanderado posible de la continuidad legal. Es decir, la interpretación que Uriburu
quería imponer estaba claramente a contramano con la visión predominante en la opinión
pública. Además, otro límite que enfrentó fue que el Ejército estaba controlado por Justo
tanto material como ideológicamente.

El Ejército hacia 1930.

Se había formado una poderosa burocracia que controlaba el funcionamiento del Ejército
desde el Ministerio de Guerra. La imposición de una mística corporativa y la invención de
una tradición militar, que también se imaginaba asociada a la existencia de una nación,
amalgamaban a los cuadros y profundizaban la estructura de poder interno.
Un importante grupo de oficiales “radicales” se había formado al calor de los
levantamientos revolucionarios, e Yrigoyen buscó asegurarse el control de la institución
favoreciendo a este grupo con ascensos extraordinarios. Así, frente a la mística corporativa
teñida de un fuerte patriotismo, se recortó otra identidad interna afín a la “causa” del
gobierno radica. Esta política militar despertó rechazos entre los oficiales, para quienes era
intolerable que Yrigoyen colocara a un civil como ministro de guerra. Los grupos
descontentos comenzaron a organizarse en logias y a identificarse como “profesionalista”
para distinguirse de los “radicales”. Durante la administración Alvear, la balanza se inclinó
en favor de los profesionalista, mientras su ministro de Guerra Justo aventajaba a Uriburu
como líder del sector y creaba una poderosa red de lealtades entre los oficiales,
consagrándose como un caudillo militar y última fuente de autoridad.
Luego del 6 de septiembre, Justo recuperó para su sector muchas posiciones perdidas y no
dudó en utilizarlas contra Uriburu. A comienzos de 1931, un grupo de altos oficiales
reclamó al dictador un rápido retorno a la normalidad institucional.
Acorralado en la opinión y en el ejército, Uriburu ensayó una salida electoral: se trataba de
plebiscitar la figura mediante un sistema de elecciones. Sin embargo, la UCR ganó; el
plebiscito no hizo más que consagrar el derrumbe de Uriburu, y demostró que el apoyo
electoral de la UCR seguía vital y eficaz.

Justo presidente

Justo tenía sobrados motivos para desear la derrota de Uriburu. El fracaso y desbande del
ala dura del gobierno le permitieron asumir el control de parte del aparato oficial. Justo
comenzó a diseñar su candidatura en miras de una posible candidatura por la UCR, partido
del cual Justo había sido ministro. Alvear sin embargo desconfiaba de las maniobras de su
ex colaborador, y su apoyo era crucial. Justo entonces buscó la división del partido, y
consiguió el respaldo de varios grupos antipersonalistas, que fueron los primeros en
proclamar su candidatura. Pero el éxito total de sus maniobras culminó una vez que, desde
el gobierno, logró el veto de la candidatura de Alvear, lo que llevó a la UCR a decidir la
abstención. Esto dejaba el campo allanado para la victoria electoral de Justo. Justo se
aseguró el apoyo de los partidos Demócrata Nacional, y también el del Socialista
Independiente.
Una novedad: su candidatura contaba con el apoyo explícito de la Iglesia Católica,
alarmada por el creciente anticlericalismo de la fórmula de la Alianza. También contó con
el apoyo del Nacionalismo expresado en La Fronda.
Con ausencia de Candidatos de la UCR, Justo ganó los comicios presidenciales en 1931,
sin registrarse maniobras significativas de fraude.

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