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CRISPÍN Y EL DRAGÓN AGAMENÓN

Por Rafael Hidalgo

Crispín era un pastorcillo que se pasaba tooooodo el día cuidando de su rebaño. Andaba
de monte en monte buscando los mejores pastos para que sus ovejas pudiesen
alimentarse y así producir rica leche y abundante lana con la que hacer suaves jerséis.

Sin embargo, a diferencia de los demás pastores, Crispín no tenía perro. Debes saber
que el perro es el mejor amigo que puede tener un pastor. Los perros pastores cuidan del
rebaño, lo agrupan y evitan que alguna oveja escape; además de ahuyentar a los osos y
los lobos que pueden comerse el ganado.

Pero entonces, si tan bueno es tener un perro para cuidar del rebaño, ¿por qué Crispín no
tenía uno?... ¿Me guardarás el secreto si te lo digo?... ¿Sí?... Está bien, te lo contaré. La
razón por la que no tenía perro era que Crispín les tenía un miedo espantoso. Es más, en
cuanto oía un ladrido, se echaba a correr o trepaba como un mono al árbol más cercano.

Aquello era un verdadero problema pues sin la ayuda de un perro, tenía que encargarse
él solo de cuidar las ovejas. Además, era muy peligroso, imaginad qué podría suceder si
aparecía un oso o un lobo. Sólo de pensarlo se me ponen los pelos de punta (y eso es
algo especialmente difícil en mi caso, pues estoy más calvo que una manzana).

Definitivamente, aquello de no contar con la ayuda de un perro era muy cansado y


peligroso.

Vamos a dejar por un momento al pobre Crispín descansar un rato, que quiero
presentaros al otro personaje de nuestra historia.

En el monte Udalaitz vivía un gran dragón. Se llamaba Agamenón y tenía 70 años, lo


cual en un dragón tampoco es una barbaridad, pues viene a ser como un chico humano
de siete u ocho años. Era enorme y verde y tenía una boca más grande que la puerta de
una casa. A causa de él, los habitantes del valle vivían atemorizados, y si emprendían
algún viaje por el cual tuvieran que pasar cerca de donde habitaba, preferían dar un
largo rodeo para evitar encontrárselo.

En realidad no sólo las personas lo temían. También los animales, pues su aspecto era
terrorífico. Así que Agamenón se pasaba los días solo y aburrido.

Hay que aclarar que pese a su apariencia feroz, Agamenón era tranquilo y manso como
un conejito. De hecho se alimentaba de las hojas de los árboles y era incapaz de hacer
daño ni a una mosca.

A su vez Agamenón también tenía mucho miedo a una cosa. Sí, sí, ya sé que era un
dragón y que la gente cree que los dragones no temen a nada, pero en realidad esto no es
así. También los dragones tienen sus temores. En el caso de Agamenón a lo que más
temía era… ¡al fuego!

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Quizá algún experto en dragones me diga: “¡Pero cómo va a ser eso posible, si los
dragones echan fuego por la boca!” Pues si no me cree, que se vaya a ver a Agamenón y
encienda una vela de cumpleaños delante de él; ya verá cómo corre el pobre animal.

El caso es que un día Crispín estaba tan cansado de ir de aquí para allá detrás del rebaño
que se quedó profundamente dormido. Fue entonces cuando la más pequeña de las
ovejas, llamada Clarita, se escapó dando brincos por los riscos, pues era muy juguetona.

Cuando el pastorcillo despertó y descubrió que la más chiquitina de sus reses había
desaparecido, se llenó de espanto.

- ¡Clarita! ¡Clarita!- Gritaba desesperado.

Pero Clarita no aparecía. De modo que encerró en el redil al resto del rebaño y salió
presuroso en busca del corderillo. El bueno de Crispín anduvo y anduvo. Cruzó ríos,
atravesó valles, subió montañas, pero la ovejilla no se veía por ninguna parte. Hasta
que, ¡oh casualidad de casualidades!, fue a parar al monte en el que habitaba el dragón
Agamenón. Y allí, precisamente allí, vio cómo un arbusto se agitaba.

- ¡Por fin! –exclamó el pastorcillo-. Ya veo dónde se esconde mi ovejita. ¡Clarita!,


¡Claríiiita, sé que estás ahí! No te muevas Clarita que voy a cogerte.

Sin embargo, en el instante en que Crispín se abalanzaba tras el arbusto para atrapar a la
que él creía su oveja, lo que surgió fue un dragón enorme de color verde que le dio el
susto más grande de toda su vida. Sólo otro ser era capaz de dar unos gritos de terror
mayores que los que Crispín emitía, ¿sabes cuál? ¡El propio dragón! Sí, sí, el
mismísimo Agamenón, pues aquel pastor que tan inesperadamente había saltado sobre
él le había producido un verdadero ataque de pánico.

Cada grito que Crispín emitía, producía en Agamenón un temor todavía mayor, con lo
cual aquello acabó desembocando en una sucesión de chillidos pavorosos a cual más
sonoro que el anterior.

- ¡Ahh! –gritaba el pastorcillo.


- ¡Ahhh, ahhh! –respondía el dragón.
- ¡Ahhhh, ahhhh, ahhhh! –intervenía de nuevo el chiquillo.
- ¡Ahhhhh, ahhhhh, ahhhhh, ahhhhh! –se desgañitaba el gigante verde.

Y mira por dónde, que después de un buen rato de grito para aquí, grito para allá, vino a
aparecer por allí… ¡la ovejita Clara! Ante el asombro de Crispín, apenas Agamenón vio
al animalito balando, echó a correr presa del pánico.

- ¡Un bicho peludo! ¡Socorro! ¡Un bicho peludo! –decía mientras daba vueltas
tratando de esconderse.

Al ver aquel espectáculo a Crispín no sólo se le pasó el miedo en un pispás, sino que le
entró la risa.

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- ¡Jua, jua, jua! Pero si es sólo una oveja. Y lo que la cubre es lana. ¡Jua, jua, jua!
Si no hace nada, ¿ves?

Crispín cogió en sus brazos al corderillo y se puso a hacerle caricias.

Entonces el dragón se detuvo y se los quedó mirando los ojos muy abiertos.

- ¿No te muerde? ¿No le tienes miedo?


- Claro que no. Es mi oveja. Anda ven, ¿quieres tocarla?

Muy cauteloso, Agamenón se acercó para acariciar a Clarita. Primero lo hizo con la
puntita de los dedos, no fuera a ser que a aquel animal que hacía “beee, beee” le diera
por pegarle un bocado. Pero cuando comprobó que no sólo no le mordía sino que le
lamía cariñoso, cogió confianza y acabó por jugar con él.

- ¡Jua, jua! Me hace rosquillitas –decía el dragón mientras retozaba con la ovejita
por el prado.

Crispín se unió al juego, y niño, oveja y dragón acabaron por pasar una tarde estupenda,
hasta el punto de que se hicieron muy buenos amigos. Tanto, que a partir de entonces
Agamenón se convirtió en el dragón pastor de Crispín.

Una noche unos ladrones que acechaban por aquellos contornos quisieron robarle el
rebaño al pequeño pastorcillo. Aprovechando la oscuridad reinante, se acercaron
sigilosamente a las ovejas, pero cuando estaban a punto de emprender su fechoría, las
ovejas comenzaron a balar: “¡beeee, beeee, beeee!”. El ruido despertó a Crispín que
extrañado preguntó:

- ¿Quién anda ahí?

Entonces los malhechores sabiéndose descubiertos se encararon con el pastor:

- Somos los bandidos de las montañas, y hemos venido aquí para robarte el
rebaño.
- ¡Qué! Pero es mío. No podéis llevaros mis ovejas.

Los ladrones se echaron a reír.

- ¡Ja, ja, ja! Que no podemos. Y quién nos lo va a impedir. Nosotros somos tres y
tú sólo uno. Te vamos a ganar.
- En realidad no estoy solo. Un amigo me acompaña.
- ¿Sólo uno? Pues a nosotros nos da igual. Somos más fuertes y estamos
dispuestos a pegaros tantos mamporros que os vamos a dejar la cabeza llena de
chichones. Después, os quitaremos las ovejas. Llama a tu amigo que os vais a
enterar de lo que es bueno.
- Como queráis. ¡Agamenón! ¡Agamenón ven aquí!
- Eso, eso, que venga ese Agamenón, que tenemos tortas para dar y venden. ¡Que
venga Agamenón! ¡Que venga Agamenón! –gritaban burlones los ladrones.

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En aquel momento apareció la enorme figura de un dragón, algo soñoliento,
preguntando:

- ¿Me llamabais?

Un gesto de terror asomó en los rostros de los tres bandidos que después de temblar
como el ala de una libélula, salieron corriendo en todas direcciones dando saltos, gritos
y pidiendo auxilio. Como era de noche, se chocaban unos con otros y con los árboles de
los alrededores, además de tropezar en las piedras, pegándose unos trompicones que les
llenaron el cuerpo de magulladuras.

Al ver la torpe huída de los ladrones, Crispín y Agamenón estallaron en una sonora
carcajada.

- Desde luego esos no volverán por aquí –comentó el pastorcillo.


- Ya lo creo que no –confirmó el dragón-. Parece que despertarme a estas horas
me ha abierto el apetito. ¿Qué tal si comemos algo?
- Me parece una gran idea. Yo también noto el gusanillo en el estómago.

Así que ni cortos ni perezosos se sentaron junto a la hoguera y se pusieron las botas de
comida. ¡Qué bueno sabía todo en buena compañía!

- Oye, Agemenón, ¿te puedo hacer una pregunta?


- ¡Ñam, ñam, ñam! Sí, pregúntame lo que quieras.
- Pero a ti, ¿no te daba miedo el fuego?
- ¡Oh, sí, ya lo creo! Muchísimo miedo. Ñam, ñam, ñam.
- Pues ahora estás sentado junto a una hoguera.

El dragón dejó de comer, y abriendo los ojos como platos, se rascó la cabeza.

- ¡Es verdad! –dijo mostrando una enorme sonrisa- Pues ahora que lo pienso, ¡ya
no me da miedo!
- ¡Qué bien! Desde que estoy contigo, a mí tampoco me dan miedo los lobos ni
los osos.
- Entonces no nos separaremos nunca más. Y ahora… ¡a seguir comiendo!

Y así fue como entre bocado y bocado Crispín y Agamenón decidieron que nunca más
se separarían y que serían los mejores amigos del mundo.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

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